Lectura 1
Lectura 1
Lectura 1
Antes del siglo XVI no había libros para niños. Los niños aprendieron
a leer con textos religiosos o con libros para adultos. Nos sorprende
descubrir, por ejemplo, que lo hicieran con libros que advertían sobre
la inminencia de la muerte. No había diferencias entre escribir un libro
para niños o un libro para adultos.
Caperucita Roja en ilustración de Gustave Doré.
Tras él vinieron unos cuantos libros más que nos permiten hacer un
balance inmejorable de la literatura infantil y juvenil a finales del siglo
XIX y principios del XX: Mujercitas de Louisa May Alcott en 1868, Las
aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain en 1876 ‒y Las aventuras de
Huckleberry Finn en 1885‒, Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi
entre 1882 y 1883, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson en
1883, El libro de la selva de Rudyard Kipling en 1984, El maravilloso mago
de Oz de L. Frank Baum en 1900, El cuento de Pedro Conejo de Beatrix
Potter en 1902, El viento en los sauces de Kenneth Grahame en 1908, El
jardín secreto de Frances Hodgson Burnett en 1910, Peter Pan y
Wendy de J.M. Barrie en 1911, solo por mencionar algunos. Además de
clásicos, muchos de esos libros fueron verdaderos bestsellers en su
época, aunque difícilmente llegarían al grado de fenómeno que supuso
el libro de A.A. Milne, Winnie-the-Pooh, publicado en 1926. Los libros de
Milne, centrado en uno temas característicos del género como es la
fugacidad de la niñez y el difícil paso a la edad adulta, continúa siendo
una fuente de inspiración para el cine, la música, los cómics o la
televisión.