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Imagen vía Shutterstock.

La literatura infantil tiene hoy en día el mismo estatus que la adulta.


Bibliotecas y librerías le dedican una buena parte de su espacio en
secciones separadas, es objeto de análisis de la crítica y de estudio por
parte de los círculos académicos, tiene sus propios premios y sus listas
de bestsellers independientes a la literatura adulta. Los niños son una
audiencia lectora reconocida por la industria, que representa una parte
sustancial de los ingresos que genera el mundo editorial. Sin embargo,
aunque ya asentado, si observamos la historia de la literatura de forma
general, descubriremos que la literatura dirigida a niños es un
fenómeno bastante reciente.

Antes del siglo XVI no había libros para niños. Los niños aprendieron
a leer con textos religiosos o con libros para adultos. Nos sorprende
descubrir, por ejemplo, que lo hicieran con libros que advertían sobre
la inminencia de la muerte. No había diferencias entre escribir un libro
para niños o un libro para adultos.
Caperucita Roja en ilustración de Gustave Doré.

Los primeros libros que podríamos considerar dirigidos a un público


infantil fueron, además de los religiosos, las colecciones de cuentos
tradicionales y cuentos de hadas, recogidos de la tradición oral, aunque
también estaba pensado para que lo leyeran las personas de la tercera
edad. Una de esas primeras colecciones fue Lo cunto de li cunti overo lo
trattenemiento de peccerille, de Giambattista Basile, publicado en dos
volúmenes en 1634 y 1636 de forma póstuma por su hermana. Este
libro fue escrito siguiendo el modelo del Decamerón de Boccaccio, así
que desde 1674 se le conoce popularmente como el Pentamerón. En él
Basile recoge cuentos de sus viajes entre Creta y Venecia, como
«Cenicienta» o «Rapunzel». Sesenta años después, Charles Perrault se
inspiraría en algunos de los cuentos de Basile para hacer su propia
colección en francés, aunque en su momento no consiguió en el éxito
de su predecesor. Los cuentos de Perrault sobrevivieron pasando a
formar parte de la cultura popular y sirvieron de inspiración para los
hermanos Grimm. Así nos han llegado historias tan célebres como el
«Gato con Botas», «Caperucita Roja» o la «Bella Durmiente».

Página del Orbis Pictus de Juan Amos Comenius.

De todos modos, la primera vez que un escritor se planteó hacer un


libro dirigido a niños nunca tuvo en mente la idea de entretener sino
de instruir y educar. Con esa intención se hicieron las primeras
recopilaciones de cuentos tradicionales y el puritano John Cotton
escribía en 1656 su Spiritual Milk for Boston Babes, el primer catecismo
para niños publicado en Estados Unidos. Frente a las 100 preguntas y
respuestas para llevar una vida correcta y conforme a Dios que solían
contener los catecismos para adultos, esta versión reducida contaba
con 64. El libro fue publicado tanto en Boston como en Inglaterra y
finalmente pasó a formar parte de The New England Primer, que siguió
siendo usado de forma masiva hasta el siglo XIX.

Solo dos años después que el libro de Cotton, en 1658, se publicaba


el Orbis Pictus de Juan Amos Comenius, el filósofo y teólogo
considerado como el padre de la educación moderna. Este libro, cuyo
título en latín podría traducirse como El mundo en imágenes, puede
considerarse como el primer libro ilustrado para niños ‒eso sí,
recordemos que con intención educativa‒. Orbis Pictus está dividido en
capítulos, cada uno con ilustraciones sobre diferentes temas como la
religión, la botánica o la zoología.
Página del Little Pretty Pocket-Book de John Newbery.

El primer libro que carece de intención didáctica y cuyo objetivo es


el puro entretenimiento es A Little Pretty Pocket-Book, escrito en 1744
por John Newbery. Llama la atención el hecho de que si lo comparamos
con libros más actuales podría pasar bastante desapercibido: se trata
de un pequeño libro de bolsillo, lleno de colorido, que contenía rimas
sencillas con ilustraciones infantiles, cada una de ellas dedicada a una
letra del alfabeto. Junto con el libro Newbery puso en marcha una
sorprendente y pionera estrategia de marketing: al comprarlo regalaba
un alfiletero para niñas y una pelota para niños. Las innovaciones de
Newbery fueron tan importantes en el nacimiento del género que, de
hecho, se lo conoce como el padre de la literatura infantil. La Medalla
Newbery, otorgada cada año a una destacada obra de literatura infantil
estadounidense, fue nombrada en honor a él.

De ahí ya pasaríamos a principios del siglo XIX, momento en el que


Hans Christian Andersen viajó por toda Europa recopilando cuentos de
hadas que incluían «La Sirenita», «Blancanieves», «El traje nuevo del
emperador» o «Pulgarcito» ‒lo mismo que harían los hermanos
Grimm‒. Por esa misma época E.T.A. Hoffmann publicó una colección
de cuentos infantiles que contenía el clásico navideño «El cascanueces
y el rey de los ratones». Aunque en las anteriores recopilaciones de
historias se dejaba una puerta abierta para la magia y la fantasía, el
relato de Hoffmann llevó el asombro a un nuevo nivel.
Página del manuscrito de Alicia en el País de las Maravillas.

A mediados del siglo XIX, concretamente en 1865, apareció una de


las novelas infantiles más importantes de la historia de la
literatura: Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. La obra,
considerada una obra maestra maestra casi desde su aparición,
utilizaba elementos anteriores ‒como la niña perdida o los animales
mágicos‒ pero los presentó de una manera insólita, llena de
imaginación y extravagancia, jugando además con otros componentes
como las matemáticas, la lógica o el lenguaje. Baste decir que el libro
de Carroll cambió para siempre las reglas de la literatura para niños y
sirvió de inspiración para infinidad de escritores posteriores.

Tras él vinieron unos cuantos libros más que nos permiten hacer un
balance inmejorable de la literatura infantil y juvenil a finales del siglo
XIX y principios del XX: Mujercitas de Louisa May Alcott en 1868, Las
aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain en 1876 ‒y Las aventuras de
Huckleberry Finn en 1885‒, Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi
entre 1882 y 1883, La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson en
1883, El libro de la selva de Rudyard Kipling en 1984, El maravilloso mago
de Oz de L. Frank Baum en 1900, El cuento de Pedro Conejo de Beatrix
Potter en 1902, El viento en los sauces de Kenneth Grahame en 1908, El
jardín secreto de Frances Hodgson Burnett en 1910, Peter Pan y
Wendy de J.M. Barrie en 1911, solo por mencionar algunos. Además de
clásicos, muchos de esos libros fueron verdaderos bestsellers en su
época, aunque difícilmente llegarían al grado de fenómeno que supuso
el libro de A.A. Milne, Winnie-the-Pooh, publicado en 1926. Los libros de
Milne, centrado en uno temas característicos del género como es la
fugacidad de la niñez y el difícil paso a la edad adulta, continúa siendo
una fuente de inspiración para el cine, la música, los cómics o la
televisión.

Libros de Dr. Seuss (vía Shutterstock).


La importancia que tuvo Milne en la literatura solo encontraría
parangón en la obra de Dr. Seuss. En 1937 tuvo un brillante debut con Y
pensar que lo vi por la calle Porvenir, pero lo que estaba por venir, nunca
mejor dicho, era algo impensable. Después llegarían sus grandes
éxitos, llenos de imágenes surrealistas e icónicas ilustraciones: ¡Cómo
el Grinch robó la Navidad!, El Lorax y El gato en el sombrero. Su
contribución a la literatura infantil fue reconocida en 1984 con uno de
los galardones más importantes del panorama literario, el premio
Pulitzer.

El Hobbit (vía Shutterstock).

También en las décadas de 1920 y 1930, concretamente al final de


una y al principio de la siguiente, un escritor revolucionaba la historia
de la literatura, y no solo la infantil y juvenil. Se trata de J.R.R. Tolkien,
cuyo libro El hobbit, precuela de El señor de los anillos, dio origen a
muchos de los tópicos y convenciones del género fantástico. Para la
celebérrima secuela Tolkien colaboró, en una lluvia de ideas, con su
buen amigo C.S. Lewis, que en la década de los cincuenta publicaría
otro de los clásicos de la literatura juvenil, el primero de los libros
de Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el armario. En esa década,
por cierto, también vería la luz La telaraña de Carlota de E.B. White ‒
nominada al Newbery, aunque no consiguió hacerse con él‒ y, como
libro de literatura juvenil, El guardián entre el centeno de J.D. Salinger.

Libros de Roald Dahl (vía Shutterstock).

Las siguientes décadas, las de los sesenta y los setenta, están


dominadas sobre todo por Roald Dahl, autor de Charlie y la fábrica de
chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda, El gran gigante
bonachón, Las brujas y Relatos de lo inesperado. Junto a Dahl, que puede
ser considerado como uno de los escritores británicos más importante
de todos los tiempos, aparecen otros autores como Susan Cooper o
Judy Blume. El término «Young Adult», aplicado a jóvenes de entre 12 y
18 años, fue acuñado en 1975, cuando la Asociación de Bibliotecas de
los Estados Unidos dio lugar a la Asociación de Servicios de Bibliotecas
para Jóvenes Adultos. Hasta ese momento, los adolescentes tenían que
recurrir a libros para adultos, con excepciones como El guardián entre
el centeno.

Rebeldes de Susan Eloise Hinton fue publicado en 1967, y a partir de


ese momento los editores comenzaron a descubrir el filón que había
en la audiencia adolescente. El libro de Hinton, que de hecho era
adolescente cuando se publicó, simbolizaba lo que los editores
buscaban en YA: conversaciones directas sobre los desafíos a los que
se enfrentan los adolescentes y una gran carga emocional. Por otra
parte, Judy Blume destapó para un público adolescente temas hasta
entonces enormemente controvertidos, como el racismo, la
menstruación, el sexo entre adolescentes, el divorcio o la
masturbación. Blume no disimuló ni adornó los detalles desagradables
de crecer, y resultó que eso es exactamente lo que los adolescentes
estaban buscando. ¿Estás ahí Dios? Soy yo, Margaret se publicó en 1970,
y fue seguida rápidamente por el anónimo Pregúntale a Alicia, que
trataba sobre la adicción a las drogas entre los adolescentes. La «edad
de oro de YA» comenzaba.
Imagen vía Shutterstock.

La tendencia continuó en la década de 1980, cuando aparecieron


series de libros como las de Sweet Valley High o El club de las canguro.
Pero no solamente iba dirigidos a un público femenino, los lectores
masculinos también contaban con autores como Robert Cormier o
Walter Dean Myers. Lo cierto es que a finales de la década el mercado
estaba saturado de libros de «problemas» que generalmente
terminaban de una forma excesivamente moralista. La literatura YA
experimentó una pequeña depresión en los años 90, pero aún así
vieron la luz algunos clásicos que los adolescentes siguen leyendo hoy
en día. La serie Pesadillas de R.L. Stine volvió a encender el YA a través
del horror, mientras que El dador de Lois Lowry nos daba una muestra
de un futuro distópico o Tamora Pierce y Garth Nix llevaban a los
jóvenes lectores al mundo de la fantasía.

Y así llegamos hasta la actualidad. Como un fénix renaciendo de sus


cenizas, la literatura YA resurgió en el nuevo milenio, con más vida
incluso que en las décadas anteriores, gracias en gran parte a Harry
Potter, que vendió tantas copias en su día que hizo que la literatura
infantil y juvenil pasara a tener su propia lista de bestsellers, separada
de la lista para adultos. Pero los lectores adolescentes de J.K. Rowling
necesitaban otros libros para leer y los editores estaban muy
dispuestos a complacerles.

Desde entonces, decenas de autores y de libros han vendido


millones de copias en todo el mundo. La serie Crepúsculo de Stephenie
Meyer en 2005 comenzó un todo un género de novelas románticas
paranormales y Suzanne Collins dio inicio a la ola distópica en la que
todavía estamos hoy en día. Autores como Rick Riordan, cuyos libros
ya van dirigidos a un lector con una edad mucho menos definida, de 20
años en adelante. No es tan extraño que estos libros sean leídos por
adultos, porque muchos de los jóvenes que aprendieron a amar la
literatura con ellos han seguido leyéndolos al crecer. De hecho, es un
fenómeno cada vez más normal y ningún adulto debería avergonzarse
por leerlos, como tampoco debería hacerlo por leer clásicos como Alicia
en el país de las maravillas o cualquiera de los que he mencionado
anteriormente.

Con más libros infantiles y juveniles que nunca en la historia de la


literatura, podemos decir que estamos asistiendo a un boom del
género sin precedentes, no solo en cantidad sino en calidad y en
cuidado de la edición. Las tendencias actuales en literatura YA
favorecen las novelas independientes, con una mayor diversidad de
autores y personajes de todas las identidades raciales, étnicas y
sexuales. En los últimos tiempos hemos visto incluso cómo editoriales
se han arriesgado a dar voz a realidades que hasta hace poco hubieran
sido impensables en este tipo de libros. Solo el tiempo dirá hacia dónde
evolucionará el género para adaptarse a los nuevos lectores.

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