Cuento de Lealtad La Promesa de La Flor
Cuento de Lealtad La Promesa de La Flor
Cuento de Lealtad La Promesa de La Flor
En un hermoso bosque de cedros había un árbol a cuyos pies vivía una linda flor. Sus gruesas
raíces la mantenían a salvo y su follaje la protegía del sol de verano. Pero la flor estaba triste; era
la única flor hasta donde se podía ver en aquel lugar.
Un día, acertó a pasar por ahí una abejita, zumbando de alegría. Al ver a nuestra flor se asombró
de su belleza y con mucho respeto, se acercó.
La flor, halagada, le contó a la atenta abejita de su tristeza. Conversaron por mucho tiempo, hasta
que la abeja sintió que era hora de regresar a su panal.
La flor se asustó mucho pues pensó que perdería para siempre a su nueva amiga. Pero grande fue
su alegría cuando la abeja le dijo que volvería al día siguiente.
-Aquí te esperaré. Y como agradecimiento por fijarte en mi te prometo que guardaré lo mejor de
mi polen para cuando regreses.
La abejita se despidió zumbando con renovada alegría. A partir de entonces volvía todos los días a
conversar con la florecilla. Le contaba todo lo que pasaba al otro lado del bosque y mucho más
allá, de las maravillas que existían pasando sus linderos y de los tantos campos de flores como ella,
que se mecían al son del viento al atardecer.
-No tardará – se repetía la flor a sí misma. -Debe haberse perdido. Mientras tanto, en el árbol que
daba sombra a la flor vivía un malvado abejorro, ansioso de llevarse el delicioso polen tan
cuidadosamente reservado. Viendo que la abeja no regresaba, bajó con zumbido atronador de su
hoyo y con gran altanería le dijo a nuestra flor:
-Esa abeja no regresará nunca más, querida florcita. Dame ese polen a mi; alíviate de tu carga y
olvídate de la abeja.
-Ella volverá – le respondió la flor, indignada – y sólo a ella le entregaré el polen, tal como se lo
prometí.
El abejorro, ofuscado, se elevó a gran velocidad hasta su hoyo, en lo más alto del tronco. Pero la
abeja tampoco regresó al día siguiente, ni al otro. Una gran tristeza embargaba a la flor, que sin
embargo resistía a la insistencia del insolente abejorro que todos los días exigía su cargamento de
dulce polen. Un día, un zumbido muy familiar sorprendió a la florecilla, haciendo vibrar sus pétalos
de alegría. Era su amiga la abeja que por fin regresaba.
-Uf!, uf! – bufaba la abeja, que a duras penas pudo posarse sobre un pétalo de su amiga – Amiga
flor, lamento haber tardado tanto tiempo en volver. Seguramente no me habrás extrañado
mucho…
La flor estaba a punto de preguntarle qué le había sucedido, cuando distinguió que una de sus
alitas estaba rasgada. Con una mirada de profunda admiración y gratitud le dijo:
-¡Cómo no extrañarte, abejita! A pesar de todo volviste y por eso te viviré eternamente
agradecida. Y mostrándole el delicioso polen que le había guardado, añadió:
-Este polen lo reservé sólo para ti. Tómalo, descansa y alíviate aquí por esta noche. No puedes
volar así, estando próximo a anochecer.
Así lo hizo la abejita y al amanecer del día siguiente, totalmente curada, volvió a su panal. A partir
de entonces nunca más volvió a faltar a una cita con su gran amiga.
¿Y el abejorro? Pues les contaremos que cogió sus maletas y huyó zumbando apenas se enteró de
que un vistoso pájaro carpintero había decidido hospedarse en su árbol.