Fear">
Teoria Del Caos Social, Los Tres Escenarios
Teoria Del Caos Social, Los Tres Escenarios
Teoria Del Caos Social, Los Tres Escenarios
escenarios previos
En las relaciones sociales, los sistemas dinámicos a que hace referencia la Teoría del
Caos, pueden estudiarse a partir de su “espacio de fases”, es decir, la representación
coordenada de sus variables independientes. En estos sistemas caóticos, es fácil
encontrar trayectorias de movimiento, que se definen como comportamientos sociales
cualificables no periódicos, pero cuasi periódicos. En este esquema se suele hablar del
concepto de Atractores Extraños que no son más que trayectorias en el espacio de fases
hacia las que tienden todas las trayectorias normales. En el caso de un péndulo
oscilante, el atractor sería el punto de equilibrio central. En el comportamiento social es
el equilibrio de valores socialmente aceptados, desarrollados y practicados por el
conglomerado social.
La ‘Teoría del Caos Social’ concibe un nuevo paradigma, tan amplio y tan importante
como pudo ser en su época la unión entre sociología y psicología aunque, quizás por su
inmadurez, aún no se tenga claro todo lo que puede dar de sí esta nueva forma de
pensamiento social, que abarca campos de aplicación tan dispares como el
comportamiento de las multitudes, los efectos de la comunicación propagandística, los
referentes culturales o las nuevas políticas económicas emergentes. Aunque la
matemática caótica tiene resultados concretos porque los sistemas que se estudian están
basados estrictamente con leyes deterministas aplicadas a sistemas dinámicos, la
estadística inferencial de la ‘Teoría del Caos Social’ trabaja con modelos aleatorios para
crear series caóticas predictivas, que son útiles en el estudio de eventos
presumiblemente caóticos en las Ciencias Sociales.
De acuerdo, pero…
Pero no todo está dicho y habría que indagar y hasta profundizar en muchas otras
cuestiones relacionadas con el caos en las sociedades. Por ejemplo, ¿Cómo se produce?
¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Es el caos social un ‘desorden’ o un orden no-
conocido?
En las sociedades, el caos comienza como una ‘crisis de percepción’. Lo que parece no
necesariamente es ‘lo-que-es’ y la percepción se convierte en la realidad para los
perceptores. Esa situación, en la que tiene mucho que ver los ‘agentes’ ductores y
manipuladores de la opinión pública, la llamamos ‘vórtice social’, que como los
vórtices que se suceden en la naturaleza, es un sistema aparentemente desordenado pero
que en conjunto representa un orden distinto, inesperado, fatal para el statu-quo en
muchas ocasiones. El vórtice social se presenta, bien de manera espontánea por
acumulación social de pequeños cambios, bien de manera accidental o provocada por
variables endógenas o exógenas.
Esto es así porque la complejidad del mundo nos ha conducido a simplificar la realidad,
a abstraer la naturaleza para hacerla cognoscible y, tristemente, a caer en la trampa de la
dualidad. Bien y mal; objetivo y subjetivo; arriba y abajo; revolucionario o escuálido.
Pero la tendencia a ordenarlo todo choca con la misma realidad, irregular y discontinuo.
Muchos científicos sociales ya han renunciado a la ilusión del orden para dedicarse al
estudio del caos, que acepta al mundo tal y como es: una imprevisible totalidad. Si bien
las leyes del caos ofrecen una explicación para la mayoría de los fenómenos naturales,
desde el origen del Universo a la propagación de un incendio o a la evolución de una
especie, también arrojan luces esclarecedoras sobre los fenómenos sociales
aparentemente inexplicables. En el estudio del comportamiento humano y del
consecuencial ‘orden social’, el problema parte del concepto clásico de ciencia social,
que exige la capacidad para predecir de forma certera y precisa la evolución de las
estructuras y hasta del comportamiento masivo en un conglomerado, desde las más
elementales agrupaciones humanas como la familia y el dintorno social, hasta las más
etéreas pero complejas organizaciones sociales como las vecinales, las municipales, el
país y el Estado.
Pero todos los sistemas sociales se desestabilizan, y al hacerlo entran en una fase
caótica. ¿Por qué acontece esto? Porque se cumple el Principio de la Turbulencia de la
Ley del Vórtice, el cual asegura que las organizaciones sociales requieren para su
desarrollo la ambigüedad de saber y no saber, de lo inadecuado, de la incertidumbre, de
la alegría, del horror, de la aceptación de los rasgos metamórficos y no lineales de la
realidad, es decir todas las facetas del caos creativo.
Podríamos afirmar que la mayoría de los ‘flujos sociales’ son laminares cuando son
ordenados, o cuando se trata de un desorden controlable y estratificado, suave, de
manera que el flujo de individuos se mueve lenta o rápidamente como en láminas
paralelas, sin entorpecer la corriente social que usualmente tiene lugar entre planos
correspondientes o similares. Un ejemplo de ello es la ‘incidencia-cero’ que produce la
aglomeración ‘laminar’ de personas frente a un estadio de fútbol, en relación con otros
flujos ordenados de individuos, próximos o lejanos, sean de mayor o de menor
intensidad.
La baja velocidad del flujo laminar social, aunque se presente en masa, no generará
vórtice siempre que existan instituciones que amortigüen la presión de su caudal a
través del encauzamiento de la crítica, la generación de respuestas efectivas a las
demandas y la adecuada reorientación de la insatisfacción expresada por voluntad de los
individuos. A medida que la insatisfacción social aumenta, se incrementa del mismo
modo la velocidad del flujo laminar social, y en algún momento se pasa al régimen
turbulento. En flujo turbulento, se asume que aparecen vórtices de diferentes escalas
que interactúan entre sí. La fuerza de arrastre debido a fricción en la capa límite social
aumenta y es entonces cuando la estructura social manifiesta el punto de quiebre, los
controles sociales se desbordan y se manifiesta el caos social como una incoherencia de
acciones desarticuladas, pero que al final del proceso generan un orden nuevo, al menos
distinto al precedente y surge así un nuevo equilibrio a partir de esa entropía social.
La paranoia del rencor que genera la propaganda del odio se dispersa fácilmente entre la
población y la vuelven dócil. El odio avanza a paso redoblado porque es el método de
los poderosos para mantener vigente el proceso controlentrópico en las sociedades. Las
explicaciones socioeconómicas al uso, la miseria, la pobreza, el analfabetismo, son fruto
de una tesis mayoritaria biempensante de que el odio mayúsculo no existe. Todo se
explica, se comprende, se excusa: El pedófilo deja de ser el agresor de menores para
transmutarse en otra víctima de una infancia desgraciada. El asesino de ancianas se
autoexime arguyendo una presunta necesidad de dinero para alimentar a unos hijos que
en la realidad tiene pero que abandonó hace años. Los violadores de barriada se
consideran los hijos de la tasa de desempleo nacional. Mentiras mil veces repetidas
como coartada de una condena del “sistema”, según la vulgata marxista, capitalista y,
como alienación judeocristiana.
Contrario a ese pensamiento único del odio mesiánico, que bajo la apariencia de
insurrección contra la miseria y la globalización, esconde un catecismo revolucionario
que busca derrocar el “sistema” movilizando ideológicamente a las masas en nombre de
la raza, la nación, la clase o Dios, Glucksmann nos recuerda que el odio sí existe.
Incluso, en ocasiones, antes de esa redención que ejercen los medios, se nos aparece
desnudo bajo la crudeza del horror. En Manhattan, en Atocha, en Beslán, en Londres,
en Ruanda, en Liberia, en Chechenia…En tantos sitios, muchos de ellos olvidados por
esa conciencia mundial que sólo acierta a vislumbrar la muerte allí donde puede
magrearla a su propia conveniencia.
Si el odio es una posibilidad siempre presente en el ser humano, ¿Qué hacer para
evitarlo? Vai-Lam Mui, economista de la Universidad de Hong Kong, ha demostrado
que el rencor social se evita cuando la Constitución de un país incluye fuertes
protecciones a los derechos civiles y políticos de las minorías. Tales protecciones evitan
que los actores políticos, en el rol de gobernantes autoritarios, instrumentalicen a esas
minorías y las conviertan en objetos o sujetos activos de odio social.
La causa se les inculca durante la niñez pues hay una transmisión generacional de odio
entre dos colectivos que comparten un territorio: “nosotros” y “ellos”. Los niños oyen
de sus padres, ya fuese en los bares de Irlanda del Norte o en los cafés de Beirut o en los
territorios palestinos ocupados, lo que “ellos” nos han hecho a “nosotros”, cómo “ellos”
nos han robado nuestras tierras, cómo “nos” han humillado. De manera que, leales a sus
padres que han sido perjudicados por el régimen, por ‘ellos’, los jóvenes ‘nosotros’
aceptan naturalmente la disgregación y se preparan para ejecutar actos de venganza
contra “ellos”, sin que opere algún protocolo de tipo moral.
Los Gobiernos, sean cuales fueran sus orígenes y sus sistemas gubernativos, han
utilizado desde siempre la amenaza y el miedo como arma de dominación política y
control social, pues el miedo impulsa a la victima a obrar de determinada manera para
librarse de la amenaza y de la ansiedad que produce. Entonces, quien suscita miedo se
apropia hasta cierto punto de la voluntad de la víctima e intenta conseguir que la otra
persona ponga en práctica una de las conductas ancestrales para huir del miedo: la
sumisión.
En la medida en que el miedo puede restar autonomía decisoria al sujeto, llega a ser un
eximente de responsabilidad, pues el poder está estrechamente relacionado con la
capacidad de atemorizar y es por eso que el miedo es utilizado en todas aquellas
relaciones humanas en las que el afán de poder está presente. El poder, es decir, la
capacidad del poderoso para conseguir que alguien se someta a su voluntad, se sustenta
en tres capacidades: conceder premios, infligir castigos y cambiar las creencias y
sentimientos de la víctima.
El miedo es uno de los factores que definen de forma más clara eso que llamamos la
identidad nacional. Se refiere a qué cosas le tiene miedo una sociedad, que no siempre
son los mismos miedos que desde el poder se procura sembrar para inhibir la identidad.
Precisamente, cuando miles de personas son amenazadas simultáneamente dentro de un
determinado régimen político, la amenaza y el miedo caracterizan las relaciones
sociales, incidiendo sobre la conciencia y la conducta de los ciudadanos. La vida
cotidiana se transforma. El ser humano se hace vulnerable. Las condiciones de la
sobrevivencia material se ven afectadas. Surge la posibilidad de experimentar dolor y
sufrimiento, la pérdida de personas amadas, pérdidas esenciales en relación al
significado de la propia existencia o la muerte.
La sociedad venezolana está siendo reconstruida sobre una base afectiva e indeseable:
el temor. Gracias a él, imperios se han levantado y logrado sobrevivir. Hoy, un país
como Estados Unidos utiliza esta emoción a su favor asegurándose, tal vez, una
estabilidad económica y social. El miedo, como cualquier pasión, es un movimiento
natural y por lo tanto neutral. Ni bueno, ni malo. Beneficioso para huir del mal y para el
progreso moral, según el gran Salomón; causa de la cobardía y de la falta de constancia
en el ánimo según Julio César, vencedor de las Galias.
En Venezuela asoma una neo teoría política sobre el mundo contemporáneo. Esta teoría
no está formulada con el rigor que exhiben la filosofía política, sus autores canónicos,
sus conceptos y marcos de referencia, sobre los que se vuelve una y otra vez. El estudio
ni siquiera parece pretender el título de “teoría”, pues en esta nueva versión sociológica,
el punto de referencia de la política es la ciudad, la polis pero desnuda de elementos
propositivos globales, como tampoco de un proyecto país consensuado. En la
actualidad, la ciudad es el espacio donde se imbrican la guerra y la política, ya sea
siguiendo la famosa sentencia de Clausewitz —”La guerra es la continuación de la
política por otros medios“—, ya sea siguiendo la inversión que hizo célebre Michel
Foucault: “La política es la continuación de la guerra por otros medios“.
Pero el “miedo social” es una de las armas más poderosas que tiene el poder para
enfrentar la lucha popular, desarticular las resistencias y frenar la marcha. El miedo no
nació de manera espontánea en nuestro cuerpo colectivo. Lo fabricaron a fuerza de
reiterados golpes, de violaciones cada cual más violenta a nuestros cuerpos individuales
y a nuestras vidas, de mutilaciones de nuestros sueños, de negación de nuestro poder
grupal y social, como colectividades de intereses, de sentidos, de identidades, y como
pueblo.
La desaparición forzosa de personas es uno de los mecanismos de disipación del caos
social utilizada frecuentemente por los regímenes autocráticos y dictatoriales. En un
principio como una ‘operación focalizada’ pero luego de manera generalizada, cuando
las sociedades implotan como respuesta a la represión. La desaparición forzosa fue un
mecanismo diseñado por el terrorismo de Estado en países latinoamericanos para
vulnerabilizar la subjetividad de los opositores al régimen de turno, para deteriorar sus
impulsos solidarios, aislarlos y paralizarlos. Para desaparecerlos como amenaza a los
intereses de la dominación, para tranquilizar a los poderosos que detentan el poder
político.
Pero aunque las dictaduras pasen, el miedo queda alojado como un fantasma latente,
escondido en el desván histórico de las pesadillas sociales. Queda marcado en la piel de
sus víctimas, en sus huesos, en los instintos de la sociedad toda. Quienes apelan a la
represión y al miedo lo saben, y una y otra vez vuelven a recurrir a él, lo despiertan, lo
sacuden. No necesitan ya del despliegue material de la maquinaria terrorista. Les
alcanza con poner en escena algunos símbolos que activen en el inconsciente colectivo
el alerta frente a lo que se asume como unas fuerzas oscuras, ingobernables,
inmanejables, imparables, que supuestamente llegan y se van de acuerdo a designios
que los ciudadanos nunca logran descifrar.
El miedo hobbesiano, esa pasión humana que explica la guerra y la paz, que es el
principio estructurante del orden político y de la soberanía del Estado, es un miedo
esencialmente moderno. Miedo a los otros hombres en tanto que son libres e iguales.
Miedo racional que calcula, prevé y obra en consecuencia. Miedo que se presenta y se
imagina lo que el otro puede hacer, porque todos tienen las mismas pasiones y deseos.
Miedo secularizado que no puede esperar recompensas y por eso el propósito central de
los seres humanos es preservar la vida hasta que la propia naturaleza defina cuál es el
momento de la muerte, pero ante todo, se trata de un miedo al desorden, al caos, a la
incertidumbre y a la contingencia de vivir sin un único principio de orden en la
sociedad.
Quienes apelan al miedo como disipador del caos han hecho creer que esas fuerzas
reaccionan como bestias “civilizadoras”, para castigar los desórdenes de quienes
estigmatizan como ‘opositores escuálidos’, ‘pitiyanquis vende patria’. Por eso,
funcionan tan bien como disciplinadoras de una gobernabilidad en la que los intereses y
necesidades de los sectores populares se deben subordinar siempre a los mandatos del
poder, o de las facciones de aquél que gobiernan en cada localidad, siempre a nombre
de… o como intermediarios del poder omnímodo y centralizador.
El miedo que según Hobbes funda el orden moderno no tiene que ver, en principio, con
los miedos ancestrales o metafísicos, como el temor a la ira de los dioses, o a las fuerzas
desatadas de la naturaleza, ni a los castigos que provienen del cielo metafísico ni a las
penas en ‘la otra vida. Esos “miedos perpetuos” como los llama Hobbes tendrían que
ver, ante todo “con la oscuridad que reina entre los seres humanos, con la ignorancia
sobre las causas que producen los desastres y la mala fortuna…” Es decir, con temores
pre modernos que Hobbes aseguraba se irían desvaneciendo en la medida en que la
humanidad explicase las razones que los producen.
Estos “miedos perpetuos o metafísicos” sólo tendrían repercusiones políticas cuando
fuesen usados como recursos de dominación. El miedo del que se ocupa Hobbes es el
que suscita en cada individuo la existencia de los otros con los cuales se relaciona y
convive; miedo secular, mundano, que adquiere su sentido en el aquí y el ahora. Miedo
propio de la naturaleza humana y de su condición, que le teme a sus semejantes porque
sabe que no son diferentes a él y por lo tanto persiguen objetivos similares. Miedo que
nace de la convivencia porque el hombre no es un ser solitario y está obligado a vivir en
contrapunto con los deseos y las pasiones de los otros y por tanto en permanente
discordia con ellos.
Es necesario entonces reconocer que el miedo existe como disipador de caos. Que hay
un miedo construido desde el poder y cultivado por el silencio de quienes se sienten
intimidados por la estructura represiva y no se animan a plantearlo como un problema a
resolver, tanto como el hambre, o la falta de trabajo, o el analfabetismo. Que el miedo
exista como control social no significa que las escenas que éste multiplica y amplifica,
tengan la dimensión con que éstas se presentan bajo su lente. El miedo distorsiona las
imágenes de la realidad.
Es posible hablar de una nueva ciudadanía, una ciudadanía basada en el miedo donde
confluyen más de un discurso y más de un símbolo. En sociedades mutiladas por la
angustia queda el silencio como la única protección, la única garantía de vida. Entonces,
se debe pretender que, si se ve, se oye y se calla, nada pasará. Es mejor no preguntar
quién murió y menos por qué. Todos lo saben pero nadie lo dice. “¡Fuenteovejuna,
señor!” clamará, subyugado, el colectivo.
Nadie está a salvo, La era del terror, El planeta del miedo, Terrorismo, el nuevo
enemigo o el mundo en jaque, fueron algunas de las muchas expresiones que circularon
a propósito del ataque terrorista perpetuado el 11 de septiembre del 2001 contra las
torres gemelas del Word Trade Center en Nueva York y dan cuenta del límite que desde
entonces transita la sociedad. Aunque aún no alcancemos a medir a cabalidad su
impacto en las maneras de entender y ser en el mundo, es claro que con el ataque a las
torres no sólo murieron de manera infame miles de personas provenientes de más de 37
países del mundo. Con su derrumbe quedaron en entredicho, ya para siempre, nociones
bastante caras a las sociedades contemporáneas como la seguridad, la estabilidad y el
orden. Las reacciones y sentimientos generados a propósito de este hecho, han
permitido visibilizar, aún más, el papel del miedo como ordenador de las sociedades y
el mundo actual.
El desorden social institucional, representado por una delincuencia organizada desde el
Gobierno, es consecuencia del deterioro de la estructura social, una especie de “campo
de cultivo” de la violencia, y se presenta como una forma de riesgo y vulnerabilidad e
incertidumbre en la población. Los factores que inciden en la problemática son: la falta
de garantías, la ineficiencia de la policía, el poco o nulo profesionalismo de los agentes
del ministerio público y la ausencia o no ejecución de reglas, normas, leyes que se
apliquen conforme a derecho legal y jurídico.
Pretendemos acá una elemental reflexión sobre la dimensión social del miedo a través
de diferentes autores y perspectivas analíticas que transitan por espacios y tiempos
también distintos; pasados y presentes que nos hablan del mundo occidental, sobre la
forma como se construyen y circulan los miedos en las sociedades como instrumentos
disipadores de la entropía social.
¿De dónde procede tanto miedo? De la sociedad en que vivimos, marcada por una
abismal desigualdad. Si no somos iguales en derechos y en las mínimas condiciones de
vida, ¿por qué asustarse ante semejantes reacciones? ¿Cómo exigir cortesía a una
persona que siente en la piel la discriminación racial, y en la pobreza la discriminación
social? ¿Cómo esperar una sonrisa de un niño que, en el tugurio en que vive, ve a su
padre desempleado descargar el efecto de la borrachera pegándole a su mujer? La
discriminación humilla y la humillación genera resentimiento, amargura y sublevación.
Esta alegoría del Leviatán, plena de imágenes y de metáforas, que inquieta e interroga
al mismo tiempo, es la representación simbólica de lo que sería del Nuevo Orden; el
orden político moderno; el Estado Nacional soberano y unitario, que gobierna sobre un
conjunto social pacificado y desarmado, un corpus político constituido y resguardado de
las dificultades de la vida en común, una vez que se conjurase el peligro de las guerras
civiles y las violencias comunes. Esta alegoría que ilustra la obra del Leviatán está
prefigurando el nuevo sentido del poder en la modernidad y el advenimiento de un
orden diferente de mando y obediencia.
Pero para pensadores modernos, como Hannah Arendt el poder no se funda en el miedo
ni es violencia. “Hablar de un poder no violento constituye en realidad una
redundancia”. La violencia, lejos de ser una flagrante manifestación del poder, es su
opuesto; donde uno domina absolutamente falta el otro. Ahondando en esta distinción,
escribe: “Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino
para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece
a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido.” (1973)
Un gran contraste, este que genera la noción del poder en la post modernidad de
Hannah Arendt en relación con el miedo hobbesiano, para quien el turbación que
produce el miedo es una pasión humana que explica la guerra y la paz; miedo que él
considera principio estructurante del orden político y de la soberanía del Estado. El
miedo hobbesiano es esencialmente moderno; miedo a los otros hombres en tanto que
son libres e iguales; miedo racional que calcula, prevé y obra en consecuencia; miedo
que se representa y se imagina lo que el otro puede hacer, porque todos tienen las
mismas pasiones y deseos; en fin miedo secularizado que no puede esperar
recompensas en el más allá, porque no hay más vida que ésta y por eso el propósito
central de los seres humanos es preservarla hasta que la propia naturaleza defina cuál es
el momento de la muerte, pero ante todo, se trata de miedo al desorden, al caos, a la
incertidumbre y a la contingencia de vivir sin un único principio de orden en la sociedad
de la violencia.
El miedo, según Hobbes, sería el fundador del orden político, la justificación racional
del mando y la obediencia y la condición para el logro de la vida en sociedad; si por
miedo al desorden y a la anarquía, los seres humanos crean el dios mortal, unitario y
soberano, que los sustituye y está en lugar de ellos asumiendo la totalidad de su poder,
pudiera pensarse que esta estrategia política iría dirigida a suprimir el miedo de vida de
los hombres a erradicarlo o a situarlo en lugares marginales o casuísticos pero no es así;
el miedo, esa pasión racionalizante e imaginativa, secular y moderna no desaparece con
la creación del Estado soberano; lo que se conquista con el Leviatán es la seguridad
pues está muy claro que para Hobbes la paz, es seguridad y nada más, pero el miedo
sigue allí, latente, serpenteante, omnipresente y justificando una estructura de mando y
obediencia que de otra manera, opina Hobbes, sería imposible mantener.
Pero cabe acotar que la vinculación entre la teoría ética del Estado y la práctica moral
de los Gobiernos es uno de los problemas recurrentes de la filosofía moral en las
sociedades contemporáneas, con particular incidencia en el escenario producido por el
liberalismo económico, moral y político. En primer lugar, la imposibilidad de construir
una moralidad pública en las sociedades laicas y plurales. Segundo, la falta de atención
que las teorías suelen prestar al problema de la motivación moral. Finalmente, el peligro
que representan hoy los fanatismos y los fundamentalismos morales y políticos. Los
tres apartados tienen que ver con un tema nuclear en la ética de nuestro tiempo: el
ejercicio de la libertad en las democracias actuales.
Porque la moral política occidental es el cortafuegos que evita que la corrupción política
se desate sin control y contamine como un virus todo el sistema constitucional de las
democracias occidentales. También es el mecanismo de limpieza de oportunistas
y toxinas antidemocráticos. Sin embargo, la moral política consiste en resistir la
seducción de la grandilocuencia con la que se juega con la humanidad, el hombre y sus
posibilidades. Pese a constituir un tópico recurrente de la vida cotidiana y merecer
desde siempre un importante esfuerzo teórico, las relaciones entre política y moral
no son un tema de abordaje sencillo. Prueba de ello es el que frente al actual y
generalizado clamor por la moralización de la política, no se advierta que sin las
debidas matizaciones ese reclamo podría fácilmente conducir a un dirigismo ético
de carácter totalitario. Es decir a un Estado que alegando razones de salud pública
impusiera coactivamente a sus ciudadanos una determinada moral cívica, social,
sexual o religiosa, conculcando sus libertades en estos terrenos.
Moral y política, más allá de sus variables contenidos materiales, constituyen dos
prácticas sociales de diferente naturaleza. La política conceptualiza un tipo específico
de actividad humana: la dirigida a la formación del orden colectivo más general de un
grupo humano (Dowse y Hughes, 1979 p. 22, Sartori, 1984). Es actividad política votar,
sancionar una ley o concurrir a una asamblea partidaria, pero también lo es, por
ejemplo, influir sobre otro para que cambie su ideología política. Las implicaciones de
este hacer, que sin embargo no son notas definitorias de él, son la utilización y
distribución del poder y la formalización de redes de autoridad sociales. La mayor y
más formalizada de esas redes es naturalmente el estado.
La moral por su parte, constituye desde el punto de vista formal, un conjunto de
principios evaluativo-prescriptivos de toda conducta humana y de sus diferentes
objetivaciones (normas, costumbres, instituciones, estados, etc.). Es un orden que dice
lo que es justo o correcto y en ése decir, implícitamente, ordena conductas. Se
exterioriza en prácticas e instituciones diversas y su finalidad social, por lo menos desde
un ángulo laico, radica en prevenir los conflictos y promover la cooperación (Nino,
1989, p.99)
La ausencia de una moral, tanto en el Gobierno como en los ciudadanos que se rigen
por aquél, constituye el caldo de cultivo ideal para que florezcan las autocracias. Se
trata de una ‘ausencia’ necesaria para el cometimiento no sólo ya de injusticias y
prevaricaciones, sino para la descomposición irreparable del más importante tejido
conjuntivo de la sociedad. Ese que detiene al bárbaro, que protege a la moral y conduce
el accionar de las políticas de un Estado sujeto a cánones éticos.
El Odio y el miedo se han desatado con furia sobre la sociedad venezolana, acicateados
por un proyecto comunista que ha fracasado estrepitosamente en múltiples escenarios y
por la riqueza del ‘excremento del diablo’ que ahora ha producido paradójicamente más
pobreza y más dependencia. Ambos, miedo y odio, se han convertido en argumento de
división y disuasión social del discurso de quien dirige los destinos del país y estamos a
un paso, corto, breve e inminente de consolidar el tercer escenario: la ausencia moral,
paso que se dará si desde las aulas y los hogares venezolanos se permite la
indoctrinación que viene solapada, bajo la figura de leyes especiales y de inciertos
reglamentos inexistentes, entre el falso pelaje de cordero de la licantrópica Ley
Orgánica de Educación.
(*) Comumicólogo.
[1] Elie Wiesel (Sighet, 1928) Celebración bíblica: relatos y leyendas del Antiguo
Testamento(1972), y Contra la melancolía (1996) Premio Nobel de la Paz 1986 /
[2] André Glucksmann Le Bien et le mal (septiembre de 1997) / Le Discours de la
haine(octubre de 2004)
[3] Hafez, Mohammad –Questions & Answer taped in Manufacturing Human
Bombs: Strategy, Culture and Conflict in the Making of Palestinian Suicide
Terrorism conference, National Institute of Justice, University of Washington, October
21th 2004