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El 21 de Junio de 1837 Nace en

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El 21 de junio de 1837 nace en 

Lima el poeta y novelista peruano Luis


Benjamín Cisneros. Desde muy joven tuvo a uno de los mejores maestros:
Fernando Velarde, poeta romántico español.

En la década del cincuenta ingresó al convictorio de San Carlos, donde hizo


amistad con figuras ilustres como Ricardo Palma, Carlos Augusto Salaverry y
Numa Pompilio Llona.
Como político liberal, el presidente Ramón Castilla le concedió el puesto de
diplomático de Relaciones Exteriores.

En 1855 publica El pabellón peruano, un drama de corte histórico; al año


siguiente, Alfredo el Sevillano. En 1860 publicó la novela Julia o escenas de
la vida de Lima y cuatro años después Edgardo o un joven de mi generación.

“Luis Benjamín Cisneros escribió dos novelas juveniles, Julia y Edgardo, de no


mucho vuelo ni profundidad, pero bien escritas e ilustrativas de la vida e
inquietudes de la juventud romántica limeña en el siglo pasado y en las que
procura profundizar el análisis de nuestra realidad iniciado por los
costumbristas, dándole un toque espiritual y poético”, dice Washington
Delgado en la Historia de la Literatura Republicana.

También escribió Ensayo sobre varias cuestiones económicas del Perú (1866),


Memoria sobre ferrocarriles (1868), El negociador Dreyfuss (1870), Que no hay
remedio (1874), Guía estadística (1875), Memoria y guía estadística de
instrucción primaria, 1875 (1876), aurora amor (versos, 1883-1889), A la
muerte del rey don Alfonso XII (elegía, 1886), Canto a la paz (1900), De libres
alas (1912). En 1939 el gobierno del Perú editó sus obras completas. Su obra
poética fue editada póstumamente con el título De Libres Alas, por su hijo Luis
Fernán.
Luis Benjamín Cisneros falleció el 29 de enero de 1904. Don Ricardo Palma
escribió sobre él: “Yo amé siempre a Cisneros con el cariño del hermano mayor
por el menor. Durante varios meses, allá en los días de plena juventud para
ambos, fui su huésped en el Havre, en el precioso chalet que nuestro cónsul
habitaba, y más que desde el colegio, dató desde entonces nuestra cordial
intimidad. Hoy me abandonas, egregio poeta e inolvidable amigo, cuando en mi
camino encuentro zarzas punzadoras. La ausencia no será larga”.
Luis Benjamín Cisneros nació en Lima el 21 de junio de 1837. Su biografía,
tantas veces publicada, se ha completado solo ahora con la publicación de
Dejarás la tierra.

Antes del lanzamiento de la novela, en los diccionarios biográficos aparecía


como padre del poeta Roberto Benjamín –nombre a todas luces inventado.
Ahora, gracias a la investigación de su bisnieto, se sabe que su padre fue
Gregorio Cartagena, sacerdote huanuqueño cuyo oficio afloró durante más de
medio siglo a media voz en labios de la gente allegada a sus descendientes. En
ausencia del padre, acaso forzada por el qué dirán, fue su madre, doña Nicolasa
Cisneros, quien veló por su educación (como lo hizo por la de sus otros seis
hijos) e incluso influyó en las grandes decisiones que tomó el poeta en su intensa
y sorprendente vida.

A los 15 años ingresó al Convictorio de San Carlos, entonces bajo el rectorado


del famoso sacerdote y líder del conservadurismo peruano Bartolomé Herrera. En
sus aulas trabó amistad con figuras ilustres como Ricardo Palma –su gran amigo
y confidente hasta sus días postreros–, Carlos Augusto Salaverry y Numa
Pompilio Llona.

Del Convictorio egresó convertido en un escritor de prosa atractiva. A los 18


años escribió su primera obra teatral, El pabellón peruano, drama de corte
histórico que estrenó el 28 de julio de 1855 ante la expectativa de un público
selecto en el que se encontraba el presidente Ramón Castilla, quien al final de la
obra, uniéndose a las ovaciones del público, lo premió con un puesto en el
Ministerio de Relaciones Exteriores.

En la Cancillería alternó su trabajo con su vocación por las letras. Escribió tres
novelas en menos de cuatro años: Alfredo el sevillano (drama), Julia o escenas de
la vida de Lima (novela) y Edgardo o joven de mi generación (novela). Luego de
dirigir por algunos años la sección Continental del Ministerio, renunció para
viajar a París, donde siguió cursos voluntarios en la Universidad La Sorbona.

Dos años después fue nombrado cónsul en Le Havre, donde estuvo hasta 1872. A
su retorno fue inspector de Instrucción y luego gerente del Banco de Lima y de la
Compañía Salitrera del Perú (1878), pero ambas empresas quebraron como
consecuencia de la Guerra con Chile, y entonces nuestro personaje se vio en la
necesidad de partir nuevamente a Francia con el fin de asistir a la liquidación de
las dos empresas. A su retorno a la capital, volvió a la poesía, su primer amor.

Por esos años escribió la elegía A la muerte del rey don Alfonso XII, premiada
con medalla de oro en los Juegos Florales de La Habana (1886), y Aurora amor,
épica visión del progreso científico e industrial del siglo XIX.

En 1887, andando ya por los 50 años, el poeta fue víctima de una cruel parálisis,
cuyos intensos dolores en parte se vieron mitigados por su indoblegable entrega a
la creación poética y el cariño de sus compatriotas. Y así, adolorido y
rengueando, reemplazó interinamente al tradicionista como director de la
Biblioteca Nacional (1892). Y más tarde, bajo el gobierno de Piérola, aceptó la
dirección del Archivo Nacional hasta que la parálisis le impidió movilizarse.

El 14 de agosto de 1897, el Ateneo de Lima, por iniciativa de José Santos


Chocano, decidió ungir al poeta como “un tributo de admiración” a su obra. Ese
día, monseñor Manuel Tovar –arzobispo de Lima– coronó al poeta “por el
Ateneo, la municipalidad, la Universidad de San Marcos, la Academia de la
Lengua y por todas las instituciones científicas y literarias del país, en nombre de
la suprema Belleza, de la Verdad infinita y de la Justicia eterna”.

Con ocasión de su muerte, ocurrida el 29 de enero de 1904, Ricardo Palma


escribió: “Yo amé siempre a Cisneros con el cariño del hermano mayor por el
menor. Hoy me abandonas egregio poeta e inolvidable amigo, cuando en mi
camino encuentro zarzas punzadoras. La ausencia no será larga”.
Luis Benjamín Cisneros fue el arquetipo del joven rebelde. Para premiar su
compromiso político[3], Ramón Castilla, Presidente de la República lo integró,
cuando sólo tenía dieciocho años, a la carrera diplomática. El cambio de rumbo
del gobierno, que se convirtió en conservador, y unos amores
desafortunados[4] llevaron al joven escritor a que abandonara al Perú. En enero
de 1860, con veintidós años cumplidos, Cisneros llega a París. Durante largos
años va a mantener una correspondencia con un amigo muy cercano, el médico
José Casimiro Ulloa, y es gracias a estas cartas parcialmente  publicadas que
podemos conocer sus vivencias parisinas[5].
En la primera carta a Casimiro Ulloa, la expresión de los sentimientos es
preponderante: Cisneros siente una profunda tristeza en medio de una ciudad
desconocida.  Echa de menos al amigo que está lejos. Desamparado consagra
“interminables horas a la meditación [6]”, fórmula típicamente romántica. París
le  produce un cambio de personalidad sometido como está a “tantas
tentaciones” obligándolo a transformar “sus costumbres y carácter” para vivir en
la “austeridad” y restringir sus gastos. Por suerte, termina adaptándose a su
nueva vida y puede sobrellevar  la soledad con el trabajo.
En las primeras impresiones París aparece como la capital del saber. Al mejorar
su dominio del francés, Benjamín Cisneros se alegra de asistir a los cursos
dictados en el Colegio de Francia y en la Sorbona. Todos los días acude no sólo a
las clases  de filosofía e historia que le recomendó su amigo sino que también se
enriquece en otros dominios, sobre todo en derecho y literatura. En más de un
momento se deja llevar por el entusiasmo: “Yo asisto a todas las conferencias
como si fuera a una fiesta. Los primeros días estaba encantado en un nuevo
mundo”.

Se puede tener la impresión que en París la cultura está al alcance de todos. Pero
la cultura a la que accede Cisneros, sin ponerla en tela de juicio, es la cultura
oficial, o académica. La literatura está a cargo del crítico universitario Saint-Marc
Girardin que “azota la literatura de su época, presentando a los románticos como
perniciosos materialistas”[7] y sobre todo confunde la ética con la estética. Para
Saint-Marc Girardin, la moral ha de tener un papel preponderante en la creación
literaria. Ese enfoque es el que Cisneros va a imponer en su primera novela, Julia
o escenas de la vida en Lima [8]. Todo lo que tiene que ver con las novedades
literarias y con la eclosión de una nueva escuela poética es altivamente ignorado
por la Sorbona y no halla eco en las cartas de Cisneros. Los autores que descubre
en París son los poetas grecorromanos y los santos varones de la Iglesia[9]. Estas
dudas metafísicas quedan momentáneamente de lado cuando llega a París José
Gálvez, líder de los liberales peruanos y objeto de la admiración de Cisneros
desde la adolescencia. La religión impregnará luego su poesía, singularizándolo
en medio de una generación anticlerical.
Al cabo de un año, la capital de Francia es celebrada como “el centro del amor a
la ciencia a al trabajo”[10] y nuestro autor parece haber superado las penas de
amor gracias a su devoción por el estudio, “ese amor que nunca antes se había
desarrollado tanto en mí”. Como contraparte a este acceso a la cultura y su
integración a la vida parisina, Cisneros censura la cultura en el Perú: “son muy
grandes la ignorancia, la negligencia, la pobreza de ciencia y la insolente
presunción con que nos educamos y vivimos en el Perú”[11].
París, capital del saber, aparece también como el lugar donde es factible imprimir
una obra literaria ya que siete meses después de llegar,  Cisneros está por
publicar su primera novela, lo que significa un gran salto ya que en Lima, ni
siquiera la obra que le había valido los favores del Presidente Castilla había
llegado a ser editada.

Julia ve la luz en marzo de 1861 y Cisneros envía varios ejemplares al Perú.


Entre las consecuencias negativas de esa edición francesa está el  que la novela 
fue poco leída y no  tuvo el papel protagónico que le correspondía. Sólo después
de ser publicada en el Perú en 1886, se valoró Julia, y la narrativa se desarrolló
en los 80 especialmente gracias a las escritoras Mercedes Cabello de Carbonera,
Teresa González de Fanning y Clorinda Matto de Turner. 
Una vez disipada la legítima satisfacción de verse publicado, el silencio de sus
amigos lo mueve a dudar de su porvenir literario. Sumido en la incertidumbre,
decide reanudar la carrera diplomática, por lo que acepta un puesto como
encargado de negocios en El Havre, el puerto francés de donde salen muchos
vapores a América y adonde llegan los cargamentos de guano. Dos años más
tarde, confía al mismo editor parisino su segunda novela “Edgardo”, que aparece
en 1864. Su estadía en la capital de Francia le permite, como a tantos otros
escritores, adquirir una estatura y una legitimidad como escritor. Sin embargo, su
situación financiera dista mucho de la prosperidad en la que viven los autores de
novelas folletinescas franceses. En una carta a Casimiro Ulloa fechada 1 de abril
de  1864, Cisneros se lamenta de las magras ganancias recibidas por sus novelas:
Rosa y Bouret aflojaron al fin, pero poco, trescientos francos. Es cierto que si trabajo
bastante, tendré más, pues me lo han ofrecido. Te mandaré veinte ejemplares para que
me los hagas vender [12].
Cuando publica Edgardo,  Cisneros ya no es el joven extranjero que acababa de
llegar a Francia y dedicaba todo su tiempo a los estudios. Ahora ha llegado a
integrarse a la vida europea y su correspondencia refleja su interés por la
política. Observa los proyectos franceses de expansión colonial y la gran tensión
que existe entre los estados europeos, tan imperfectos como las repúblicas
hispanoamericanas. Triste, termina por expresar su desilusión: “hay un error
fundamental en todas nuestras creencias políticas. El mundo no es tan civilizado
como pensamos”[13]. Como espectador de la intervención francesa en México,
Cisneros se entrevista con José Gálvez que defiende los intereses de Benito
Juárez, y está seguro de que aquella invasión sólo es un comienzo:
Necesario es ser muy optimista para creer que la intervención que hoy se lleva a
México no se extenderá a un país rico y codiciado como el Perú. La idea existe. España
la alimenta. Francia la acaricia y medita en el partido que puede sacar. […] Un poco
más de carbón en las máquinas de vapor, y la intervención dará la vuelta al Cabo de
Hornos [14].
Alejado de Lima, nuestro autor ha terminado por perder su fervor revolucionario,
el pragmatismo y la amargura han remplazado a la virulencia y el compromiso
juvenil. Después de haber sentido el tedio y la soledad en El Havre, no tiene
escrúpulos al volver al París de las recepciones imperiales  donde llevado por
algo que califica de “deseo artístico” termina por asistir a uno de esos bailes de
gala que ofrece el emperador Napoleón III en el palacio de las Tullerías. Mejor
informado de lo que ocurre en París que de los sucesos del Perú, comenta la
oposición que empieza a nacer en las aldeas francesas contra el emperador,
considerado como culpable del debilitamiento del poder terrenal del Papa. Como
buen católico, Cisneros prefiere dejar en silencio algunos aspectos de este tema
candente.
A partir de 1864, las cartas se centran en la agresión española contra el Perú. El
aislamiento, el sentimiento de ser incomprendidos prevalecen en un primer
momento [15]. Luego se forja la unidad entre los peruanos instalados en París,
cuando el coronel M.I. Prado toma el poder en Lima y declara la guerra a España:
“Aquí todo el mundo aplaude a las reformas de la dictadura” (Obras completas, t.
2, 1939, 436).  Cisneros participa como mediador en Madrid, pero en vano. La
victoria del 2 de mayo de 1866 es celebrada con alegría; el escritor expresa su
felicidad de patriota ante la derrota del expansionismo europeo:
Acabamos de ganar un noventa por ciento en la consideración de la Europa. Ya saben
las que se llaman grandes potencias que están unidos todos los países de la América
española y que sabemos y podemos defendernos. El 2 de mayo, puede, en mi concepto,
marcar una nueva era de consideración exterior y de regeneración interior [16].
Confiando en el porvenir del Perú, Cisneros va a dedicarse de ahora en adelante
al consulado en El Havre, un puesto imprescindible por el comercio del guano y
del salitre. Cisneros se aleja definitivamente  de Francia en 1872; el diplomático
y el hombre de negocios han terminado por desplazar al poeta. El presidente
Manuel Pardo le nombra inspector de instrucción; en los mismos años 70, pasa a
ser gerente del Banco de Lima y participa en la administración del salitre en
vísperas de la guerra del Pacífico.

¿Qué influencia tuvo aquella larga estadía en París en la obra literaria de


Cisneros? Vamos a intentar ubicarla comparando sus dos novelas publicadas,
una a unos meses de su llegada, Julia y la otra, Edgardo, tres años más tarde. La
vida parisina no parece haber tenido un efecto positivo en la creación del autor.
En Julia, redactada sobre todo en el Perú, las pocas referencias a París
probablemente fueron agregadas durante el último período de la redacción. El
personaje central, joven abogado de escasa fortuna que estudió durante tres
años en París, presenta muchas similitudes con el autor. Siente una gran
admiración por Lamartine y evoca un cuadro de Rafael que lo embelesa en la
capital francesa. Son detalles nimios, pero, tres años más tarde, en Edgardo, las
referencias directas a París han desaparecido y el héroe tiene toda una cultura
literaria hispánica y romántica:
Edgardo leyó o para decir mejor, recorrió lo que leen todas las almas jóvenes de su
generación. Las robustas estrofas y las bellas fantasías  de Espronceda, las románticas
leyendas de Zorrilla, desaliñado pero simpático trovador de dos mundos, las páginas
coloridas y por instantes dulcísimas de la América poética, ramillete formado con las
primeras y más bellas flores de un mundo virgen; las armonías sentimentales y
sublimes de los poetas franceses modernos, en cuya lengua procuraba iniciarse
pasaron por su espíritu [17].
Además, en Julia, el narrador se dedica a condenar los vicios que paralizan a la
sociedad limeña: el contrabando, los juegos de azar, el lujo son denunciados y
Lima aparece como una ciudad rica, devorada por la corrupción de los limeños.
Estas críticas corresponden con el compromiso político de Cisneros; apunta en
1858: “Escribiré  algo proclamando una candidatura sin partido activo, sin
reuniones asalariadas y turbulentas, pacíficas, tolerantes y de los hombres de
bien[18]”, aunque bajan de un tono en la segunda novela.
Vista desde lejos, Lima ya no es una capital opulenta sino una ciudad donde
campea la miseria: la pobreza está omnipresente en Edgardo, pobreza de los
personajes y miseria de la ciudad, cuyas calles no tienen nombre y en la que
desfila gente pobremente vestida. Deslumbrado por el fasto y las recepciones
del emperador francés, Cisneros va olvidando los encantos de su ciudad y se
abstiene de describirla. La poetización del paisaje, tan frecuente en la escritura
romántica, está ausente en Edgardo.
En los capítulos finales aparece una orientación política, acorde con la evolución
política del autor: Edgardo es un joven obsesionado con la salvación del Perú: “la
patria era su religión[19]” de tal modo que muere como víctima inútil y anónima
en la lucha de 1854, entre los generales Castilla y Echenique. El idealista
Cisneros se ha convertido en un reformista cuyas ideas coinciden en adelante
con el ideario civilista: 
Edgardo le habló de […] propios y vastos proyectos sobre la educación intelectual de
la clase india y sobre la creación de poderosos centros de industria en el Perú [20].
No hay nada que esperar de una revolución en el Perú. Este mensaje político
adquiere tanta importancia que se impone a toda dimensión estética: el trabajo
estilístico puesto en obra en Julia, que resulta tan fecundo ha sido abandonado,
la escritura de Edgardo es particularmente llana, sin duda el precio que tuvo que
pagar por el alejamiento del país y la ruptura lingüística prolongada. En París, en
medio del mundo de los negocios, Cisneros ha dejado de ser un romántico
idealista para convertirse en un hombre práctico, aunque seguirá escribiendo
poemas.
 

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