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Chavez Los Tres Poderes Soy Yo Nexos
Chavez Los Tres Poderes Soy Yo Nexos
Chavez Los Tres Poderes Soy Yo Nexos
En los primeros días del mes de diciembre de 2009 viajé a Caracas, Venezuela, invitado
por el Tribunal Supremo de Justicia de ese país para participar en el Congreso
conmemorativo del X Aniversario de la Constitución de la República Bolivariana. La
experiencia, por muchas razones, resultó memorable. A continuación reproduzco mis
notas de ese viaje. Aunque transcribo lo que anoté día a día durante mi estancia
caraqueña y, por lo mismo, no se trata de un texto reconstruido en retrospectiva, sí es la
crónica de una experiencia vivida y narrada con la carga de inevitable subjetividad que
traen adheridos los recuerdos. Por lo mismo, lo que aquí cuento, probablemente, no es
idéntico a lo que recuerdan mis colegas constitucionalistas (españoles, argentinos,
ecuatorianos, bolivianos, cubanos y brasileños) que también fueron convidados a tan
peculiar evento. Así es esto de la memoria y sus bemoles.
voy a un país y a una ciudad que no conozco. Además, tengo la impresión de que soy el
único mexicano en la sala de espera. Así que éste es ya mi primer contacto con
Venezuela.
El vuelo, de hecho, está lleno. ¿Qué vinieron a hacer tantos venezolanos a México?
Imagino que están de vacaciones (predomina un perfil de clase media y alta). Yo, al
menos hasta ahora, no habría contemplado la posibilidad de vacacionar en su país. Ya es
domingo, 6 de diciembre, el vuelo saldrá a la 1:05 a.m. Nunca había despegado de
madrugada. La situación me desagrada.
El vuelo transcurre bien y llegamos a Caracas con media hora de adelanto. Me esperan
en el aeropuerto dos personas de protocolo y me auxilian para salir en calidad de
diplomático. Nada de trámites, nada de aduana, nada de controles. Agradezco la atención
sin ningún reparo. Lo que me desconcierta es el huso horario: vaya usted a saber por qué
razón es una hora y 30 minutos más tarde que en la ciudad de México (6:00 a.m. en el
D.F.; 7:30 a.m. aquí). Así que debo ajustar mi reloj 90 minutos y no 60, 240 o 420 como
debemos hacerlo cuando viajamos a la frontera con Estados Unidos, a Buenos Aires o a
Europa.
A la salida me espera una comitiva de jóvenes de protocolo, elegantes y amables, con una
batería de automóviles haciendo guardia cada uno con su respectivo conductor. Me
asignan un auto que me llevará directamente al hotel. El chofer es un personaje de
película: fuerte, moreno, grande, simpático. Además, como descubro de inmediato, es un
convencido seguidor de Chávez. Con un lenguaje popular y florido me explica los
peligros que enfrenta el régimen bolivariano: nuestro presidente tiene muchos enemigos
de dentro y de fuera. Los de dentro son todos golpistas: “Fulano de tal, gobernador de la
Conforme pasan los minutos confirmo que el señor es un seguidor auténtico del
gobierno. Y eso hace la charla más interesante. Me cuenta partes de su vida y destaca el
crédito que obtuvo —“gracias al presidente”— para comprase un departamento. Antes,
“uno como yo —me dice— no hubiera obtenido un crédito, nunca”. En todo momento
subraya que, en el pasado reciente, su país era elitista y excluyente y ahora predomina lo
popular. Obviamente, no es un hombre educado: por ejemplo, me pregunta si el avión
que me trajo desde México puede volar todas esas horas sin tener que cargar gasolina.
Pero ostenta un grado de politización sorprendente y, junto con el mismo, un notable
nivel de ideologización.
Poco antes de llegar al hotel nos cruzamos con un maratón en el que los corredores
vestían, todos y todas, de rojo. “Ese es el color del partido del presidente”, me dijo. “Los
‘escuálidos’, en cambio, se visten de amarillo”. Se despide recomendándome
encarecidamente aprovechar que es domingo para sintonizar, a partir de las 11:00 a.m.,
aproximadamente, Aló Presidente.
El hotel —Gran Meliá Caracas— es el más fastuoso de la ciudad y, como en todas partes,
el lujo es idéntico: grande, majestuoso, elegante. Mi habitación es espaciosa y cómoda.
Me esperan, como bienvenida, dos canastas de frutas y unas nochebuenas, regalo de la
presidente del Tribunal Supremo. El lujo no me apantalla pero me sorprende.
Simplemente, en Venezuela, invitado por el régimen supuestamente socialista (que se
empeña en transmitir, dentro y fuera del país, una imagen popular), no esperaba un hotel
en el que, por ejemplo, puedo elegir “almohadas a la carta”: de “semillas de trigo”,
“ortopédica”, “plumas de ganso”, “almohada de bebé”, “plumas sintéticas”, “anatómica”,
“alérgica poliéster & policron”. Unas semanas antes estuve hospedado, invitado para
participar en otro seminario, en el Hotel Victoria de Turín, Italia. Mi habitación en aquel
viaje y el resto de las instalaciones del clásico hotel turinés medían la tercera parte. ¿De
dónde nos viene a los latinoamericanos esta vocación por lo ostentoso y esta manía por
lo monumental? Cuando algunos amigos europeos visitan México, con frecuencia, si son
invitados por las autoridades me hacen notar el exceso y el dispendio con el que son
recibidos. Esta es la primera vez que vivo esa sensación en carne propia. Y, tienen razón
mis amigos, surte el efecto contrario al que los anfitriones esperan.
A las pocas horas de llegar al hotel tengo la sensación de que nada es lo que parece. El
lugar es igual a los grandes hoteles de todo el mundo —quizá lo único que delata algo de
descuido es el estado de los baños, grandes y viejos—, sin embargo, el ambiente y el
modo de comportarse del personal es singular. Pareciera que, detrás de la fachada del
hotel de cinco estrellas, descansara un fresco latinoamericano. Para muestra un botón: no
logro retirar dinero de un cajero automático (me pide dos números de un carnet de
identidad que, obviamente, por ser extranjero, no tengo). La señorita de recepción —
joven, muy guapa y simpática— me sugiere pedir orientación con el conserje —también
joven y simpático— quien me explica que, tal vez yo no lo sepa, “existe un problema con
el tipo de cambio en Venezuela”. Por aquello de la “falta de divisas”, puntualiza. Así que no
me recomienda seguir intentando obtener dólares en los cajeros (además, apunta, ello
supone correr riesgos innecesarios). Él propone otra cosa: una operación “segura y
secreta”, con un tipo de cambio preferencial, ni más ni menos que del doble a mi favor (el
cambio oficial es de 2.5 bolívares por dólar; él me cambia 100 dólares por 500 bolívares).
Así, sin más, en el lobby de un hotel de gran lujo. Por eso no me sorprende la
devaluación que anunció Chávez en enero de 2010 ni me sorprendería un quiebre de la
economía venezolana.
Dado que no acepté la generosa oferta del conserje tuve que cambiar unos cuantos
dólares en efectivo por unos cuantos bolívares pagando, además, el 1% de comisión en el
hotel. Todavía recuerdo la cara del conserje y de la recepcionista ante mi decisión
(supongo que, para ellos, absurda). Con ese dinero, después de nadar en la enorme
piscina al aire abierto, decidí ir a conocer el centro de la ciudad. Justo antes de salir de mi
habitación recibo las cartas de invitación para las cenas oficiales y un directorio
telefónico en el que —entre otras cosas— se me indica el número de Protocolo, el de
Seguridad y el de Servicio Médico que están a mi disposición, permanentemente, ahí
mismo en el hotel. Todo junto, más el cansancio, profundizan mi extrañamiento.
Al abandonar el hotel lo primero que noté es que éste estaba custodiado, en su entrada,
por dos destacamentos de tres militares armados. Quizá la explicación reside
en que el mismo se ubica en una zona caótica y popular. Los alrededores de este
majestuoso edificio son muy parecidos al once en Buenos Aires o a la calle de Regina,
El metro de Caracas podría estar en cualquier ciudad del mundo. Nada especial, nada
que merezca un comentario. Pero el centro de la ciudad me parece un sitio desolador.
Algún edificio interesante —el Capitolio— pero, el resto, incluida la plaza Bolívar, en
verdad decepcionante. Cuernavaca es una metrópoli frente a esto. Al menos si
comparamos el centro histórico de aquella ciudad con este lugar caótico, ruidoso y
tremendamente sucio. Me acerco a dos vendedores de artículos varios para preguntar
por un restaurante para comer y, sin satisfacer mi inquietud, me ofrecen dólares, droga,
compañía. Constato que mi condición de extranjero es inocultable. Y eso me desagrada
pero, al mismo tiempo, me consuela. O mejor dicho, me ayuda a soportar mejor mi
propio sentimiento de extranjería. Y aunque eso me puede pasar también en los sitios
turísticos de México —“España, olé” nos gritaban a mí y a mi esposa para llamar nuestra
atención los vendedores ambulantes de Playa del Carmen hace algunos meses—, aquí mi
extranjería es real, definitiva. No logro encontrar en mí —al menos no ahora— la fibra
que hace latir los corazones de muchos amigos y familiares con fervor latinoamericano.
Soy extranjero y me siento extranjero en medio de este caos que mezcla la vitalidad
ruidosa con el más desolador deterioro. No me gusta la arquitectura irregular y sin estilo
alguno que hermana a Caracas con Villahermosa, ni disfruto el escándalo sin censura de
decenas de chiquillos que juegan entre las mesas a arrojarse pequeñas explosiones de
pólvora (de esas que en México llamamos “brujitas”). Hay algo que me impide dejarme
abrazar por un sol que, a pesar de ser diciembre, quema.
“Ragazzi, non aborghesatevi”, nos decía Franco, un viejo comunista y amigo italiano, a mi
esposa y a mí hace algunos años. Me doy cuenta que su advertencia, al menos en mi caso,
fue desatendida. O quizá era simplemente imposible de cumplir: cada uno es fruto de su
medio y de su tiempo. Tal vez por ello, observo esta ciudad con una mirada de
extranjería que no tiene su origen en las coordenadas de la geografía sino en los recintos
de la cultura, las concepciones políticas, los gustos y las formas de vida. En medio de una
plaza enorme que descansa detrás del espantoso edificio del Congreso Nacional —
decorado con un enorme cintillo que, por un lado, tiene los retratos de los libertadores
de América (Bolívar a la cabeza) y por el otro dos enormes fotos de un Chávez tomando
juramento y saludando a la masa y que, irónicamente, recoge la consigna “la sede del
poder del pueblo”—, ante la suciedad, el abandono y la indigencia que merodea y escarba
en los basureros en busca de comida, me descubro completamente ajeno, fatalmente
distante de esta realidad en la que no veo ninguna “revolución progresista”. No encuentro
un socialismo con rostro moderno en el que la igualdad social vaya de la mano del
progreso ni una democracia en la que el concepto sea algo más que un recurso
legitimador del caudillo en turno.
Antes de la cena oficial de bienvenida —que resultará discreta y sin mayores lujos— nos
reunimos en el lobby del hotel los participantes del congreso. La composición es
interesante: académicos de Ecuador, Bolivia, Venezuela, Argentina, España, Cuba.
También hay funcionarios judiciales del más alto nivel. Por ejemplo, están presentes
magistrados de los Tribunales Constitucionales de Chile, Ecuador y Bolivia; el presidente
del Tribunal de Cuba y el secretario del Consejo de Estado de ese mismo país.
Seguramente por ello el aparato de seguridad es impresionante: una decena de hombres
de físico portentoso y actitud vigilante. Ese cuerpo de protección y vigilancia, a partir de
entonces, estará presente en todos los recintos, lo cual no deja de ser desconcertante
porque supone que existe un riesgo real de que se verifique algún tipo de atentado. De lo
contrario no me explico por qué la presidente del Tribunal Supremo está
permanentemente rodeada de un cuarteto de matones que le doblan la estatura y
calibran con cara de pocos amigos a todos los que la rodean.
Durante la cena comparto mesa, entre otras personas, con un juez y un diputado,
chavistas ambos. La defensa del gobierno es excesiva y raya en lo ridículo: la crisis no ha
llegado a Venezuela, el petróleo es sólo una parte de su economía, la popularidad del
presidente es muy alta (las encuestas mienten), la inseguridad es un problema real pero
explotado por la oposición (una de sus causas principales —me explican— es la presencia
de colombianos desplazados que antes se quedaban en la frontera pero ahora llegan
hasta Caracas), etcétera. Ya en el extremo de la complacencia, una joven juez que no
quiere quedarse fuera del concierto, remata: “Venezuela es el mejor país de mundo”. Ni el
más mínimo asomo de crítica. De hecho, el afán por superarse unos a los otros en la
celebración de los éxitos del chavismo llega a extremos patéticos. Reproduzco de
memoria dos intervenciones emblemáticas. La primera es del diputado. Y comienza con
el reconocimiento de un dato de hecho inocultable: el calentamiento global ha provocado
una fuerte crisis de agua en el país. Por lo mismo, reconoce, hay problemas de abasto en
amplias regiones. Sin embargo, Chávez, me explica con una sonrisa socarrona, ha
sorteado la crisis de manera ejemplar pidiendo a los ricos que aprendan a bañarse con
jícaras (ellos usan otra palabra pero no recuerdo cuál es) como siempre lo ha hecho el
pueblo. “Fíjese usted”, me dice, hasta “la naturaleza está teniendo un papel igualador en
Venezuela”.
La segunda perla proviene de la boca del juez (un joven simpático, bien enterado,
enamorado de México y muy preocupado porque me lleve una buena impresión de su
gobierno): “La historia de este país es increíble, ¿usted sabe que la historia del Quijote es,
en realidad, venezolana? Un escudero —me explica— la llevó a Madrid y de ahí la tomó
Cervantes”. Me recordó a algunos amigos catalanes que, en su nacionalismo, pierden la
brújula de lo sensato.
Antes de irnos a dormir llegó la noticia de la victoria electoral aplastante de Evo Morales
en Bolivia. El ánimo generalizado es de fiesta. “¡Y luego dicen que estos tíos no lo hacen
muy bien!”, celebraba un colega español muy vinculado con lo que han llamado “nuevo
constitucionalismo latinoamericano”.
de diciembre
Temprano nos reunimos en el lobby del hotel. Nos espera un convoy de seis camionetas,
escoltadas por motoristas (que fueron abriendo el paso) y seguidos por una ambulancia.
En las camionetas delanteras nos acompañaron unos escoltas de físicos, en verdad,
amenazantes. Llegamos al tribunal después de rodear la ciudad hacia lo alto (lo que me
permitió constatar que es más grande de lo que me había parecido el día anterior y que
tiene muchos edificios altos e irregulares algunos de ellos modernos) Caracas en
tiene muchos edificios altos e irregulares, algunos de ellos modernos). Caracas, en
definitiva, no es una ciudad bonita ni ordenada pero ahora descubro que no carece de
una cierta personalidad. A pesar de las favelas que rodean una parte de la montaña que a
su vez circunda a la ciudad (y que es escenario común en toda Latinoamérica), si debo
encontrar un adjetivo, diría que a Caracas la caracteriza más el desaliño que la miseria.
Sin embargo, por lo que puedo apreciar, por desgracia, ya no tendré oportunidad de
recorrerla. Un colega brasileño me comentó que intentó salir a correr por la mañana y no
logró evitar que lo siguiera un guardia de seguridad; algún otro comentó que le sucedió lo
mismo la noche anterior. Se ve que el tema de la inseguridad —y la posibilidad que le
pase algo a algún miembro del congreso— los tiene, en verdad, preocupados. O quizá sus
preocupaciones y las causas de su marcaje individualizado sean otras.
Para explicar por qué llegó tarde al congreso cuenta que tuvo que atender una llamada
del mandatario de Rusia y, después, se entretuvo jugando con unos niños en la entrada
del auditorio que estaban en una guardería organizada por el propio Tribunal Supremo.
Y ahí deja caer una frase que anuncia su concepción de la autonomía entre los poderes:
guardería que yo celebro “[entre otras razones] porque la organizaron sin pedirme un
solo peso [risas]”. Volteo a ver a los magistrados y magistradas y me da la impresión que
muchos de ellos lo observan cansados, aburridos, con cierto hastío. Él, supongo que lo
nota y remata con actitud burlona: “¡ay, qué severos son los magistrados y yo que llegué
tarde por jugar con los niños y porque tenía que hablar con el primer ministro de Rusia…
¡Viva Rusia!”. Su auditorio aplaude y alguno deja escapar un par de “vivas”. La autonomía
del tribunal, su independencia frente al Poder Ejecutivo, quedó así arrollada entre la
anécdota y la ironía. Con lo que, de paso, hizo eco directo con el discurso de la
presidente Morales.
En su discurso, Chávez, salta de un tema a otro sin aparente coherencia: desde la cumbre
en Uruguay a la que está por asistir, hasta el triunfo de Evo Morales (“Bolivia: Pueblo que
se alza como Lázaro y se reivindica”), pasando por aparentes confesiones retóricas de
humildad (“No quiero parecer presuntuoso ante sabios […] A mí siempre me ha
apasionado esto del derecho pero yo soy solamente un soldado”). Y de ahí construye una
implícita conexión entre él y Bolívar (cita de memoria al libertador): “Yo soy sólo un
soldado, nacido entre esclavos y no he visto más que hombres encadenados y
compañeros con armas dispuestos a romper las cadenas”. No hace falta decir que el tono
es histriónico —aunque no exagerado— y el gesto raya en lo profético.
A lo largo del discurso regresará, una y otra vez, sobre otra conexión —digamos ideal—
con Bolívar que parece obsesionarlo: la derrota y traición por su pueblo. En algún
momento defenderá la necesidad de educar al pueblo —“educación, moral y luces deben
ser los polos de una República”— para evitar que, desde la ignorancia, “sea un
instrumento ciego de su propia destrucción” (esta frase es repetida a sotto voce por el
diputado con el que cené la noche anterior y que está sentado detrás de mí). Me siento
en el ritual de una secta cuyo guía teme que le suceda lo mismo que al profeta: a Bolívar,
insiste, lo acechó la “Crónica de una muerte anunciada, para citar al Gabo”. Y al igual que
el libertador y supuestamente como él decía, Chávez se declara: “una débil paja
arrastrada por el vendaval revolucionario” (esta clase de frases le encantan porque las
repite dos o tres veces modulando tonos distintos). Pero, cuando expulsaron a Bolívar de
Venezuela, se pregunta preocupado: “¿dónde estaba el pueblo que no salió a defenderlo?”.
al poco rato, por el mismo camino, se encontró a un pastor evangélico que también lo
reconoció y dijo con tono severo: “Chávez, te exhorto a que continúes y dile a Fidel que
es un cristiano en lo social”. Después, como es debido, juntos, “terminamos orando”.
Para aterrizar esa retórica advertencia en tierras venezolanas advierte que la oligarquía
engaña a los venezolanos diciéndoles que Chávez (se refiere a sí mismo como Hugo
Sánchez, en tercera persona) regala casas a los bolivianos (mientras los venezolanos
viven en la pobreza). Ésa, nos dice para retomar su tesis, es una estrategia científicamente
diseñada: “¡están haciendo activar los reflejos condicionados!”. Nos quieren vender un
lenguaje y unas ideas sugerentes y peligrosas: “¡cuidado con la igualdad de
oportunidades”; “¡necesitamos la igualdad de condiciones!”. Detrás de mí, el diputado, de
nueva cuenta, repite en voz baja las frases de Chávez: ¿cuántas veces las habrá
escuchado? Se me antoja voltearme y decirle que entendió muy bien; que precisamente
ésos son los “reflejos condicionados”. Obviamente, me abstengo.
Pero Chávez recupera mi atención porque sube el tono de manera alarmante: “si la
burguesía recupera el poder acabará con la constitución”. Y narra que Fidel le ha hecho
una advertencia muy severa: “Chávez: es bueno que los venezolanos sepan que, con el
odio que tienen acumulado, si la burguesía recupera el poder cometerá un genocidio de
proporciones enormes”. A mí se me hiela la espalda cuando alguien del público —una voz
de mujer— grita: “¡lo sabemos, presidente!”. Esta escena me vendrá a la mente al día
siguiente cuando, como narraré a continuación, acudimos al Cuartel San Carlos y en la
fachada divisé una gran manta que decía: “Todos de pie; presidente Chávez, ordene!”.
Chávez, afirma, pertenecen a una corriente llamada “el historicismo” que consiste,
simplemente, en ser parte de la historia. Y hoy, en la Venezuela bolivariana, la división de
poderes es una institución del pasado. La razón es simple: esa medida liberal y burguesa,
debilita al Estado. Aunque “los reaccionarios nos quieren hacer pasar como dictadores”,
dicho principio debe ser sustituido por el de la “autonomía entre poderes”, que es propio
del “constitucionalismo popular”. Un constitucionalismo “histórico y bolivariano” al que,
según asegura, “le tienen pavor los yanquis y sus lacayos”. Yo no podía dejar de pensar en
el texto del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789 (y que sería el eje de mi intervención del día siguiente): “una nación en la que los
poderes no están divididos y los derechos no están garantizados, no tiene constitución”.
Pero lo que pudiera pensar quien esto escribe y los otros constitucionalistas, magistrados
y profesores extranjeros, invitados (y a quienes llamó “sabios” al iniciar su arenga) lo
tenía completamente sin cuidado. No es mi interpretación, el propio Chávez se tomó la
molestia de aclararlo: “prefiero las opiniones del pueblo que las de los sabios”. Por eso —y
aunque no soy sabio— escribo esta crónica sin cargo de conciencia.
Chávez dejó de hablar después de más de 180 minutos de perorata. Estoy convencido
que el despotismo también descansa en esos detalles (aparentemente sin importancia): el
tirano se apodera de nuestro tiempo a capricho; obliga a escucharlo hasta que se agota el
caudal de sus ocurrencias. Cuando miraba hacia el presidium me dio la impresión de que
Martes 8 de diciembre
Temprano nos trasladan, de nueva cuenta y como todos los demás días, escoltados
(seguridad, motocicletas, ambulancia, etcétera) a la sede del Tribunal Supremo de
Justicia. Sin embargo, un pequeño grupo nos separamos para participar en una reunión
programada con la finalidad de analizar el proyecto de una red de constitucionalistas
“por un nuevo constitucionalismo” que impulsan algunos colegas desde hace tiempo. En
abstracto la idea de la red tiene aristas interesantes. No existe algo así en el continente y,
en principio, podría ser una plataforma para promover la idea de que el derecho puede
ser un instrumento para transformar a la realidad y no necesariamente para conservarla.
El manifiesto en el que se recogen los principios básicos de la propuesta no está mal:
habla de democracia, justicia social, división de poderes, circulación de los gobernantes.
Por eso acepto asistir al encuentro.
La reunión tendrá lugar en el Cuartel San Carlos, ubicado a unos 200 metros del Palacio
de Justicia y que fue una cárcel durante varios años. Se trata de un edificio cuadrado y
amplio con un enorme patio central —bien podría haber sido una hacienda mexicana—
en cuyo centro colocaron algunas sillas alrededor de una mesa, con un toldo y un equipo
de sonido. Todo rigurosamente de rojo. En el fondo del patio, sirviendo de telón al
encuentro, cuelga una enorme manta con una foto de Chávez deteniendo en su mano una
pequeña constitución bolivariana y rematada con la frase “Nuevo Constitucionalismo del
Pueblo Bolivariano”. La puesta en escena es burda y, a mis ojos, constituye una
provocación. Solamente acepté ser fotografiado —junto con un grupo de colegas
extranjeros— dando la cara a la manta para evitar que ésta coronara la imagen. La
reunión, a mi juicio y a juzgar por el tinglado, desde su inicio, se precipitaba al fracaso.
Antes del encuentro un par de guías populares —uno de ellos ex presidiario— nos
cuentan que el recinto fue “rescatado por el pueblo” porque el Ministerio de Cultura
quería convertirlo en una escuela. La historia suena inverosímil en la Venezuela chavista
pero ésa es la versión oficial. Y el valor del lugar, nos dicen, reside en que ahí fueron
encarcelados muchos luchadores sociales. Uno de ellos —“el último gran soñador que
pasó por aquí”— fue preso por “el imperio y la oligarquía criolla servil”. Por supuesto, se
trata del mismísimo Chávez, quien estuvo encarcelado ahí mismo después de intentar dar
un golpe de Estado. La historia la escriben los vencedores, no cabe duda: el intento de
golpe chavista es celebrado como un acto heroico; el golpe en contra de Chávez, en
cambio, es muestra de la falta de escrúpulos de la oligarquía. Defino, de inmediato, mi
postura en este tema: ningún golpe de Estado es aceptable. En todo caso, en situaciones
de opresión, es legítimo el derecho de resistencia.
La reunión, finalmente, bajo un sol insoportable, inicia en el templete del patio (yo me
siento intencionalmente en la esquina de frente a la manta chavista). El coordinador, el
colega español que se divirtió provocándome la noche anterior, narra los objetivos de la
iniciativa en términos básicamente académicos. Sabe, supongo, que está en medio de una
emboscada política. Los venezolanos presentes están, de hecho, esperando que su líder,
Carlos Escarrá —el diputado del que ya he hablado en un par de ocasiones—, tome la
palabra. Él mismo, con orgullo, dice ser el coordinador del movimiento de
Será unos minutos después, en una segunda intervención del mismo diputado, cuando la
baraja quedará expuesta. En respuesta a la lectura de una relación de nombres de
posibles integrantes de la red —el Dr. Fulano, la Dra. Mengana— a cargo del coordinador
del encuentro, el diputado Escarrá, desenvainó la espada bolivariana (cuya réplica en
miniatura, por cierto, nos había sido regalada la noche anterior): “el lenguaje que se está
usando en este encuentro es capitalista; porque ‘red’ es un concepto capitalista” y porque
en la presentación de los nombres se incluyó el grado académico de los mencionados.
Mirando con desprecio a los presentes, remató: “Yo no puedo participar en una
organización de elite —aunque no perdió la oportunidad para recordarnos que él tenía
un doctorado, tres maestrías y 31 años de experiencia en la docencia— porque yo estoy
por un constitucionalismo mestizo”. La perorata es interesante por exagerada y, a mi
juicio, resulta demoledora para la reunión. Su discurso es delirante: “en Venezuela el
derecho constitucional se está haciendo en las calles y no en la academia”. Y lo dice, nos
advierte, un profesor que en el pasado fue “discriminado por no ser blanco” y que,
“aunque no es un chavólogo”, tiene muy presentes las enseñanzas del presidente. Sobre
todo la que ya conocemos y que él repite: “es menester escuchar más al pueblo que a los
sabios”.
En ese momento caigo en cuenta de que, en ese país, todos los poderes y todos los
sectores —en este caso la academia y los estudios constitucionales— han ido perdiendo
autonomía y se están alineando, paulatinamente, con el proyecto del comandante. Soplan
aires totalitarios. De hecho, el diputado aprovecha para expresar su total “coincidencia”
con la presidente del Tribunal Supremo: “el poder del Estado es uno sólo; el poder es
sólo uno”; “por eso hay un jefe de gobierno que también es un jefe de Estado”. Y concluye
sonriente y con turbia mirada: “¿hasta cuándo seguiremos con las vetustas ideas del
Espíritu de las Leyes?”. Es ahí cuando decido abandonar la reunión e irme al hotel. Estoy
cansado y me siento profundamente incómodo. Me levanto y, caminando hacia la salida,
veo apostado en el fondo del patio un equipo de grabación con dos grandes antenas que
captan todo lo dicho en la mesa. Ahora entiendo la insistencia del diputado en hacer
recurrentes y redundantes muestras de lealtad presidencial. Sé que es absurdo pero, en
ese momento, padecí un sentimiento de pérdida de libertad. Mismo que se incrementó
cuando me comunicaron —con amabilidad pero de manera tajante y definitiva— que no
podía irme en un taxi, por mi cuenta.
protocolo y de seguridad. Hasta ese momento entendí cómo era posible que, cada que
salía de la habitación y caminaba a los elevadores, invariablemente, aparecía un escolta a
mis espaldas.
La cena, ese día, tendría lugar en un bonito jardín ubicado a la mitad de la ciudad que fue
recuperado como espacio cultural “abierto al pueblo”. La tranquilidad del lugar, sus más
de cinco hectáreas de verde y el canto de los grillos, contrastan radicalmente con el caos y
el desorden de la ciudad que nos rodea, que nos atrapa. Mi lugar en la mesa está ubicado
junto con un colega argentino y otros dos cubanos en la mesa de la presidente del
tribunal. La charla resulta amena e interesante. La Dra. Morales cuenta que es de una
provincia pobre y de origen popular. Mi tierra, nos dice, no sin un dejo de orgullo,
Pero, al entrar al terreno de la política, cae el telón. Su independencia frente a Chávez es,
a todas luces, inexistente. Y, sin un Poder Judicial independiente, como nos enseñó
MacIlwain, no hay espacio para las libertades. La Dra. Morales conoció a Chávez cuando
éste la invitó a asesorarla para hacer la Ley Agraria (según escuché en diversas
oportunidades, el presidente, al menos al inicio de su gobierno, mostró un inteligente
talento para allegarse de consejeros valiosos) y, después, la convirtió en juez
constitucional. De ahí, el paso a la presidencia —con el apoyo del comandante— fue
sencillo. El colega argentino se interesa por las tesis que expuso en su discurso inaugural
y ella, sin reparos, confirma lo dicho: la división de poderes, al menos en la Venezuela
bolivariana, debe superarse. “En mi país —nos dice—, ahora, no miramos hacia Europa”.
Su posición es nítida: el Estado debe tener objetivos únicos y comunes y todos los
poderes deben abonar en esa dirección; lo contrario debilitaría su capacidad
transformadora. Y, en Venezuela, no hay duda, “Hugo Chávez es el jefe de ese Estado”. Yo
no logro contenerme y, con cierto maquillaje teórico pero sin rodeos, le recuerdo una
obviedad: el poder corrompe y que los seres humanos no tenemos llenadera. Nunca un
lugar común tan manoseado me había resultado tan pertinente. Su rostro permaneció
inmutable.
El día de mi exposición en el pleno el ambiente fue amable. Leí, sin mayores ajustes, el
texto que había escrito en México y que se publicará en la Revista Internacional de
Filosofía Política. Mi tesis central venía como anillo al dedo y era todo menos obsequiosa:
las constituciones no son —al menos no solamente— proclamas políticas, sino un
conjunto de normas vinculantes, y parte de esas normas, junto a los derechos
fundamentales y como una garantía de protección para los mismos, es la dimensión
orgánica de la constitución que se funda en el principio irrenunciable de la
separación/división de los poderes. El auditorio me acompañó con atención y con un
aplauso prudente, moderado y en ese contexto y a la luz de mis tesis, generoso. Al
terminar se acercaron algunos magistrados de dos de los tres países aludidos —
Venezuela, Bolivia y Ecuador— y me pidieron que les envíe mi ponencia. Los tres, cada
uno por su parte, me solicitan que no lo hiciera a sus correos oficiales. Una señora —que
se quedó mi ponencia con anotaciones— se acercó para decirme: “gracias, porque nos
trajo un poco de oxígeno”. Lo más gratificante fue el abrazo de un magistrado que me
felicitó por el valor para decir lo que dije en el contexto en el que lo expuse. Al escucharlo
no pude dejar de pensar con cierto orgullo nacionalista —poco común en mi caso— que,
a pesar de nuestros múltiples problemas, en México los profesores universitarios no
necesitamos valor para decir este tipo de cosas.
Después de mí, para cerrar el evento, expuso el colega español al que he hecho más de
una mención y que ha jugado un papel importante en la confección de las constituciones
venezolana, ecuatoriana y boliviana. Su ponencia me pareció sólida. Y me resultó
particularmente interesante porque, al ser un promotor del “nuevo constitucionalismo
latinoamericano”, delineó algunas de sus tesis principales: la importancia de las
asambleas constituyentes populares; el peso de la fuerza democrática sobre las
instituciones elitistas de garantía (cortes constitucionales); la participación ciudadana
constante; el referéndum como instrumento de consulta de todas las reformas a la
constitución; la iniciativa popular; el poder constituyente recogido en la propia
constitución, básicamente. Al escucharlo me acordé de los dilemas que ocuparon mis
reflexiones cuando escribí mi tesis de doctorado, precisamente sobre las tensiones entre
el constitucionalismo y la democracia. Y no pude dejar de sorprenderme ante lo mucho
que nos cuesta entender que el poder, en las manos de quien sea, si no se limita, se vuelve
tiránico.
Después de pasar por el hotel partimos hacia la cena de clausura. Para llegar subimos por
un teleférico durante 20 minutos, lo que me permitió divisar una bella vista de esa ciudad
desordenada, ruidosa y ajena con la que no logré conectarme. En el hotel en el que
tendrá lugar la cena nos espera un recibimiento cálido y discreto que promete una velada
tranquila. Sin embargo, una desafortunada intervención de la presidente del tribunal me
regresa a la realidad: esto es la Venezuela de Chávez. Narro solamente la médula de la
anécdota.
Aunque el viejo hotel en el que estamos no reviste el mayor interés turístico, dado que
solía ser un sitio lujoso y elitista, nos anuncian que tiene un valor simbólico.
Convencernos de ello será la tarea encomendada a una joven trabajadora del lugar. Su
misión parecía simple: contarnos en dónde existía una pista de baile, cómo era el bar de
los años setenta, etcétera. Pero la presidente del tribunal esperaba otra cosa. Así que,
cuando la muchacha se disponía a concluir, la Dra. Morales le preguntó a bocajarro:
dinos, por favor, ¿quién está recuperando y remodelando el lugar? A lo que la chica, que
no dio muestras de aptitudes para la esgrima mental, respondió: “pues…, unos
trabajadores”. La tensión se dejó sentir de inmediato y la presidente no contribuyó a
diluirla: “sí, claro, pero ¿cuál es la autoridad que decidió recuperarlo?”. En respuesta, la
muchacha, balbuceó: “el ministerio del poder popular para el turismo”. La contestación,
obviamente, fue insatisfactoria: “y…, quién está por encima de ese ministerio”, reclamó
sin tapujos la anfitriona del evento. “Ah —alcanzó a mascullar la niña—, el presidente
Hugo Chávez Frías”. El silencio fue general y la escena fue patética. Pero lo fue todavía
más la preocupada intervención del jefe de protocolo del Tribunal Supremo de Justicia de
Finalmente, pasamos a cenar —una comida, como la de todos los días, buena y austera—
amenizados por una estupenda banda integrada por músicos que habrán tenido una edad
promedio de 65 años. Al término de la cena, con la hospitalidad de siempre, nos
regalaron recuerdos y materiales gráficos del evento y nos acompañaron a presenciar un
espectáculo de fuegos artificiales en la cúspide del monte en el que nos encontrábamos.
El congreso, ahora sí, había terminado.
Epílogo
En el aeropuerto, a las 5:00 a.m. del 10 de diciembre, aumentó mi deseo de volver a casa.
Me parecía extraño que entre ciudad de México y Caracas sólo existieran cinco horas de
vuelo (y una hora y media de diferencia). Para mí la distancia era más grande:
representaba dos modos de vida y dos proyectos de futuro diametralmente distintos.
Nuestro país, con sus miles de defectos, a contraluz con Venezuela, se me antojaba como
una bocanada de oxígeno para el devenir latinoamericano; una promesa que no se ha
cumplido pero que, si logramos atender los rezagos sociales sin abandonar las libertades,
todavía puede materializarse.
Quizá por ello pagué sin mayores reparos los 120 dólares que me costó salir de aquel
país. Los primeros 60 me los cobró un personaje vulgarmente sentado en un banco,
enfrente del mostrador de Mexicana con una pequeña caja de madera abierta y repleta
enfrente del mostrador de Mexicana, con una pequeña caja de madera abierta y repleta
de dinero y dedicado a la tarea —a todas luces oficial— de cobrar un impuesto para el
turismo. A cambio del dinero, como si fuera mi tarjeta de embarque, me entregó, nada
más y nada menos, que la forma migratoria de salida.
Obviamente, aunque lo intenté, no fue posible pagar con tarjeta de crédito. La sensación
de estafa fue fuerte pero eran más intensas mis ganas de regresar al Distrito Federal. Y
eso que todavía tuve que pagar 60 dólares más: antes de entrar a la sala de espera que,
para nosotros los ponentes era una sala VIP tapizada con fotos de Chávez (una de las
cuales encabezaba una curiosa “cadena de mando” y venía acompañada por los retratos
de sus inferiores, obviamente, colgadas en secuencia descendente), tuve que desembolsar,
ahora, el impuesto de aeropuerto. También en efectivo.
Por eso y porque el amable personal de protocolo que nos acompañó en el aeropuerto
retuvo nuestro pasaporte hasta el último momento, cuando por fin nos acompañaron a la
sala de espera general, un simpático y ocurrente profesor brasileño —con el que, ante la
experiencia, desarrollé una relación de complicidad y camaradería— me abrazó
bromeando al grito ¡libres!, yo, en verdad, celebré la broma. Y, en efecto, al despegar el
avión hacia México, mi país, con sus miles de problemas y su indignante injusticia social,
se me antojó moderno, democrático y libre. Lástima que no lo sea tanto.