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Heather Grothaus - El Highlander

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Capítulo 10

CONALL se sentía como si hubiera caído por un terraplén cuando se desplomó al lado
de Eve. Tenía la piel fría y húmeda, los músculos le temblaban y daba la impresión de que
no le llegaba el aire a los pulmones. Se quedó tumbado, jadeando. Escuchó los latidos de
su propio corazón, que retumbaban contra el camastro, y volvió la cabeza para mirar a
Eve, que ahora era su esposa.
Ella tenía la vista clavada en la cabecera de la cama, con los labios ligeramente
entreabiertos. Sus pechos desnudos y puntiagudos se elevaban al compás de su
respiración. Volvió el rostro hacia él y tenía las mejillas de color rojo carmesí. Puede que
sólo fuese un efecto secundario de lo que acababan de hacer, pero Conall habría jurado por
su vida que nunca había siquiera imaginado que una mujer pudiera ser tan hermosa.
Sonrió y tuvo que aclararse la garganta para poder volver a hablar.
—¿Cómo estáis? —le preguntó en voz baja—. ¿No os he hecho daño?
Ella sacudió la cabeza sobre el cobertor y sus ojos, llenos de desconcierto y de timidez,
lo buscaron. Conall se preguntó si habría quedado satisfecha. Había tratado de darle todo
el placer que podía antes de tomarla, pero Conall llevaba mucho tiempo sin aliviarse y se
sintió avergonzado de lo rápido que había sido todo.
Eve siguió contemplándolo, pero ahora tenía el ceño un poco fruncido. Conall se
acordó de la primera vez que se vieron, cuando ella asomó la cara sobre la cabeza de
Alinor con una expresión bastante parecida a aquélla. Entonces le había parecido un ángel,
y ahora también se lo parecía.
Un ángel capaz de salvar a tu pueblo.
Aquella idea llegó a su mente confusa como una triste sorpresa, y le sacudió la
conciencia. Trató de deshacerse de aquel pensamiento; ya tendría tiempo después para
sopesar sus actos y sus consecuencias. De momento, sólo quería disfrutar de la compañía
de la mujer que estaba en su cama.
En la cama de Ronan, le susurró una voz tenebrosa.
—¿Tenéis hambre? —le preguntó, buscando distraerse con cualquier tarea para apartar

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aquella horrible maldición de su mente.
Eve abrió la boca para contestar, pero la volvió a cerrar e hizo una mueca.
Él le pasó un dedo por la mejilla.
—¿Qué? ¿Qué es lo que os preocupa?
Ella se puso más roja todavía.
—¿Estáis seguro de que…?
Conall sonrió ante tanta dulzura. Estaba claro que ella quería preguntarle si él había
gozado, sin saber —dada su escasa experiencia— que Conall había disfrutado de su
cuerpo tanto como es capaz cualquier hombre de gozar del de una mujer. Ella necesitaba
reafirmarse, por supuesto.
—¿Estáis seguro de que… no hemos hecho un hijo?
Conall se sintió como si Eve le hubiera dado una bofetada. Adiós a las tiernas
confesiones entre amantes.
—No del todo, Eve —dijo él llanamente, intentando disimular su orgullo malherido—.
Eso nadie, aparte de Dios, puede predecirlo.
En un abrir y cerrar de ojos, ella se había bajado de la cama para recoger la vieja capa
negra del suelo, luciendo ante Conall las suaves curvas de su parte trasera antes de
echársela por encima. Se fue indignada hacia el estante donde su ropa seguía secándose.
Conall se incorporó sobre un codo sin entender la preocupación de ella.
—Eve. ¿Por qué…?
—No me habléis, MacKerrick —le interrumpió ella mientras comprobaba lo húmeda
que estaba la ropa.
—¿Estáis enfadada conmigo?
Eve renunció a ponerse su traje porque seguía empapado y se volvió hacia el fuego,
cerrándose bien la capa. Los ojos se le desviaban, y Conall pudo ver claramente la furia en
ellos.
—Os habéis aprovechado de mí y me habéis dicho lo que yo necesitaba oír para
conseguir lo que vos queríais.
—Dadme un puñetero momento —dijo Conall, levantándose a su vez del camastro
para recoger la túnica y el cinto del suelo—. No he hecho nada de eso. —Se puso la túnica
—. Lo ponéis como si os hubiera mentido.
Ella se sobresaltó y se agachó con un gesto extraño junto al cántaro, con la taza en la
mano.
—Eve, no os he mentido.
La mujer se puso en pie con rapidez y lanzó la taza contra las losas del suelo, donde
quedó hecha añicos.
—¡Os había dicho que no deseo tener hijos! ¡Os lo había dicho, MacKerrick!
—Y yo os respondí la verdad —replicó él—, ¡que es poco probable que concibáis! —

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Le dio un tirón al cinto para ajustárselo—. ¡Era vuestra primera vez y… miraos,
muchacha! Estáis flaca como un huso y acabáis de pasar una enfermedad. —Y sin hacer
caso del gesto enfurruñado de ella añadió—: ¿Cuándo tuvisteis el último periodo?
A Eve se le ruborizó el rostro.
—¡No lo sé! —Pareció quedarse pensando un momento—. Poco antes de llegar a
Escocia, supongo.
Aquella respuesta dejó a Conall preocupado, pero trató de que no se le notase y abrió
los brazos.
—Bueno, pues ya está. Si no hay periodo, no hay bebé. ¿Contenta?
Colocándose la capa con más cuidado aún, Eve se volvió a agachar para empezar a
recoger los pedazos de la taza rota. Alinor se acercó a ella desde la otra punta de la cabaña
y le rozó el codo con el hocico, pero Eve la apartó con la mano.
—Alinor, atrás… ya te daré tu tajada. —Y, apretando los labios en una línea delgada,
volvió a dirigirse a Conall con voz grave, como acusándolo de un acto despreciable—.
Sólo queríais mi cuerpo.
—Quería vuestro cuerpo, sí. Y vos queríais el mío, según vuestra propia confesión. No
os he obligado a nada, Eve, así que no os hagáis la víctima conmigo.
Ella se quedó mirándolo boquiabierta, pero no dijo nada y siguió echando los pedazos
de la taza en un cubo que había por allí.
—Qué asco —musitó, y se puso de pie—. Como salvajes.
Pero Conall no estaba dispuesto a dejar que siguiera hablando de aquella forma de lo
que había sucedido entre ellos. Rodeó la lumbre y la cogió por el codo, a través de la capa.
—No ha sido nada asqueroso, y os agradeceré que dejéis vuestro desdén inglés tan
altanero fuera de nuestra cama —le dijo entre dientes—. Ahora sois mi familia, Eve. Soy
vuestro marido. Lo que hemos hecho es sagrado. Está bien que hayáis disfrutado.
—Lo había olvidado —explicó Eve con frialdad—. No volverá a pasar —dijo, y trató
de soltarse.
Conall tiró de ella y la envolvió en sus brazos, a pesar de los esfuerzos que hacía por
liberarse.
—Volverá a pasar. Y muy pronto, si os interesa mi opinión.
—Soltadme.
—No os voy a soltar hasta que me digáis por qué —exigió Conall, sin querer admitir
ni para sus adentros lo mucho que le dolía aquel comportamiento.
Había intentado de corazón hacer que aquella tarde fuese agradable. Puede que al
principio lo hiciese sólo para calmar su conciencia, pero luego no.
—¿Por qué tenéis tantos prejuicios contra los bebés, Eve? ¿Es por lo de vuestra
madre? ¿Por las doncellas del convento? Seguro que sabéis que no todos los nacimientos
terminan en tragedia. —Se inclinó hacia un lado tratando de mirarla a la cara—.

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Muchacha, mirad como tratáis a Alinor, a Bonnie, a un ratón, por el amor de Dios…
Advirtió que ella se rendía a su abrazo, como si aquellas simples palabras hubieran
podido contra su enfado.
—Yo crecí sabiendo que había matado a mi propia madre. Acabé con su vida,
MacKerrick. Su muerte supuso un golpe tremendo para mi padre, que la amaba más que a
su propia existencia.
—Vuestro padre os culpaba a vos, ¿verdad?
Eve se sorbió la nariz y negó con la cabeza.
—Por supuesto que no. Me crió él solo y nos queríamos sinceramente. A decir verdad,
nunca he sentido más amor por nadie que por mi padre. Me dolió mucho que no volviera a
casarse. Simplemente, él no deseaba otra mujer que no fuera mi madre, aunque sé que
cuando me hice mayor se quedó bastante solo.
A Conall le afectó el relato de Eve mucho más de lo que podía demostrarle, pero sintió
que debía reconfortarla de algún modo. No soportaba verla tan afligida. Y debía buscar la
manera de lograr que ella se tranquilizase con miras al futuro que Conall tenía planeado
para ambos, y por el futuro del pueblo de los MacKerrick.
—Vuestro padre os amaba a las dos, Eve. El no habría cambiado vuestra vida por la de
vuestra madre. —Conall se dio cuenta de que se estaba tocando el collar mientras hablaba,
como si necesitase reforzar sus propias palabras.
Eve se encogió de hombros.
—Por eso ingresé en la orden. Mi madre se lo hizo prometer a Padre antes de morir. Él
me dijo que era para protegerme.
El respeto de Conall hacia el difunto padre de Eve aumentó.
—Debió de resultarle muy difícil separarse de su única compañía.
Ella se quedó quieta, apretando la cabeza contra el pecho de él.
—¿Y para qué? El convento no fue ningún alivio. Las monjas eran crueles y estaban
sedientas de dinero. Las doncellas que admitíamos —la mayoría, en realidad, no eran más
que niñas— estaban enfermas y eran pobres e ignorantes. Las que sobrevivían al parto
salían de allí con un niño que alimentar y sin tener adonde ir. A menudo pienso que las que
no sobrevivieron tuvieron más suerte. Nunca me encontré a gusto allí, y nadie estuvo a
gusto a mi lado. Así pues, el sacrificio de mi padre fue en vano. Nunca me perdonaré por
haberlo abandonado.
—¿Pero no atacaron vuestra casa y mataron a vuestro padre mientras vos no estabais?
Eve, vuestra madre os protegió. Y vuestro padre también. Os salvaron la vida al mandaros
lejos.
Conall estaba preocupado por la expresión de su nueva esposa. La sujetó por los
hombros para conseguir que le mirase a los ojos.
—Os enviaron hacia mí, Eve. Para mí. ¿No lo veis? —Miró detenidamente la cabaña

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—. Vinisteis a este lugar para encontrarme, para conocer a Alinor. Para ser mi esposa.
Ahora, soy yo quien debe protegeros.
A Evelyn le salió un hoyuelo en la barbilla justo antes de ponerse a llorar. Haciendo
que volviera a apoyar la cabeza en su pecho, Conall la abrazó para que pudiese
tranquilizarse.
Conall vio que la enorme loba negra estaba sentada junto a la puerta, en la penumbra;
tenía los ojos resplandecientes y lo acusaba con la mirada. Bonnie estaba dócilmente
echada junto a ella.
¿No había una fábula antigua de una oveja que era amiga de un lobo?
Conall trató de no pensar en la promesa que le había hecho a Eve. Habría dado la vida
por protegerla, sí, pero no contra aquello que ella más temía.
Conall rezó para que su semilla hubiera prendido.

Tras un buen rato, Evelyn fue por fin capaz de controlar las lágrimas, y se apartó de
MacKerrick, no sin cierto pesar. Le había sentado bien quedarse abrazada a él mientras
lloraba. Aquél era un lujo que no se había permitido desde hacía mucho, mucho tiempo.
—Gracias —le dijo, y a continuación se limpió la cara con la capa de Minerva
tratando de no destaparse.
Miró a su alrededor, buscando sus zapatos. Los necesitaba con urgencia para poder
seguir con lo que estaba haciendo antes del emotivo discurso de MacKerrick.
—No hay por qué darlas, muchacha —contestó el highlander con amabilidad—. Ahora
decidme, ¿qué vamos a comer?
—Dadme un momento —dijo Evelyn mientras iba hasta el camastro para tender la
manta por encima.
¿Dónde estaban? No le apetecía cortarse los pies si no los encontraba, pero cuando una
tiene un propósito…
—MacKerrick, ¿habéis visto mis zapatos?
—Sí, y están horrendos.
Evelyn, que se había puesto de rodillas junto a la cama, le miró por encima del hombro
con aire irónico.
Él le lanzó una sonrisa mientras servía el denso caldo en un cuenco de madera.
—Los dejasteis al lado del taburete. ¿Acaso tenéis que salir?
—Sí, pero… —miró debajo del taburete y los encontró.
Eve se puso aquellos zapatos tan gastados y se levantó.
—Os acompaño. —MacKerrick dejó el cuenco a un lado y lo volvió a coger cuando
Alinor se apresuró a investigar lo que había dentro—. Eh, Alinor, que esto no es para ti.

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¡Atrás! —La loba protestó una sola vez y se tumbó de inmediato, con la cabeza entre las
patas y las orejas bajas.
Evelyn sonrió ante los buenos modales de su chica y cruzó la cabaña hacia los
corrales. Metió la mano en las sombras tenebrosas y sacó un puñado de tierra fría y dura
del suelo. Luego volvió corriendo a la parte de arriba de la cabaña. Haciendo caso omiso
del gesto de extrañeza de MacKerrick, Evelyn echó la tierra en el cubo en el que había
metido los pedazos de la taza rota.
Esperaba acordarse bien de las palabras.
Se recogió los pliegues de la capa de Minerva, y con la esperanza de que eso le diera a
la rima más sentido, metió con cuidado los pies en el cubo, tratando de no perder el
equilibrio en aquel espacio tan reducido.
MacKerrick se rió.
—Eve, os he dicho que iría fuera con vos… No hace falta que uséis el cubo aquí
dentro.
—Chissst —dijo ella, y se puso a murmurar en voz alta—. Abajo y afuera, limpia el
canal, déjame libre para otro patán. Abajo y afuera, limpia…
—Eve, ¿qué estáis haciendo? —le preguntó MacKerrick intranquilo.
—…libre para otro patán. —Evelyn hizo una pausa y le echó una mirada—. Se lo oí
decir una vez a las sirvientas de la cocina. Nunca imaginé que pudiese llegar a necesitarlo
y, a decir verdad, no sé si funciona, pero… —Se encogió de hombros y luego volvió a
mirarse los pies dentro del cubo—. Abajo y afuera, limpia el canal, déjame libre para otro
patán. Abajo y…
MacKerrick se había acercado a ella, con el cuello estirado, escuchando. Volvió a
interrumpirla en un tono ecuánime y tranquilo.
—Si no os importa, muchacha, explicadme todo esto. Desde el principio.
Evelyn suspiró. Ya habría terminado si él la hubiera dejado hacer.
—Una de las sirvientas de la cocina en casa de mi padre tenía fama de ser bastante…
generosa con sus favores. Cuando otra de las sirvientas le preguntó cómo hacía para
evitar… «quedar atrapada», creo que así fue como lo planteó, la sirvienta libertina dijo
que hay que coger un cubo vacío y llenarlo de trozos de cerámica rota y de tierra. Luego
hay que ponerse de pie dentro del cubo y decir «Abajo y afuera, limpia el canal, déjame
libre para otro patán», trece veces. —MacKerrick estaba boquiabierto y ella notó que se
estaba poniendo roja—. Sé que parece una tontería, pero…
Evelyn se volvió a mirar los pies y a suspirar.
—Ahora he perdido la cuenta y voy a tener que volver a empezar. Espero que no deje
de funcionar por decirlo más de trece veces. Abajo y afuera…
De repente, MacKerrick la cogió en volandas, haciendo que el cubo se cayera y todo
su dudoso contenido se desparramase por el suelo.

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—¡MacKerrick, parad! ¡No había terminado!
—Sí, se acabó —gruñó él mientras se daba la vuelta para volver a dejarla de pie.
A patadas, volvió a meter la tierra y los trozos de la taza en el cubo, y lo levantó del
suelo.
—Y nada de seguir rompiéndome la vajilla por supersticiones absurdas como ésta —le
señaló el cubo mientras se dirigía hacia la puerta.
Quitó la tranca, abrió la puerta de par en par y arrojó el recipiente de madera a la
noche oscura. Luego escupió desde la entrada como medida cautelar.
A continuación, MacKerrick se volvió hacia ella y le indicó la puerta, invitándola con
exagerada educación.
—¿Tenéis alguna necesidad?
Evelyn sintió que se le templaban las mejillas y estiró la espalda. No se le había
ocurrido pensar que su nuevo marido pudiera ser tan intransigente respecto a las
supersticiones. Minerva Buchanan y él no se habrían llevado nada bien.
Se aferró a la capa de la vieja bruja para protegerse y pasó al lado de Conall como una
exhalación.
—Quiero que me devolváis ese cubo, señor.
—Cuando el infierno se congele —le oyó musitar, pegado a su espalda.
Una vez que Evelyn y Alinor, y Bonnie y MacKerrick también, hubieron disfrutado
brevemente del exterior, entraron en la cabaña para sentarse alrededor del fuego y comerse
aquel guiso de venado tierno y delicioso, bebiendo por turnos del jarro de hidromiel.
Alinor y Bonnie habían devorado sus raciones respectivas de venado y cebada en un visto
y no visto. Hasta a Bigotes le abrieron fugazmente la tapa de su barreño para echarle
dentro un poco de grano seco.
La cabaña volvía a tener un aire acogedor y apacible, y Evelyn se sintió especialmente
glotona. Aquella comida tan rica y la bebida le estaban calentando las tripas, mientras el
apuesto hombre que tenía delante le alegraba la vista.
Ahora era una mujer casada. Ahí estaban su hogar y su marido, todo suyo. Al menos,
hasta que MacKerrick la llevase a su aldea.
Pueblo, se corrigió ella sola con una sonrisilla íntima.
—¿Más? —El highlander le señaló con el cucharón el cuenco y Evelyn se lo acercó
con muy buena disposición.
—Contadme cómo es vuestra casa —le dijo ella, inclinándose sobre el cuenco que él
le había rellenado para atacarlo con fruición.
MacKerrick sonrió mientras daba también buena cuenta de su plato.
—Es un pueblo pequeño —dijo, volviendo a ponerle la tapa a la vasija y sentándose en
el suelo—. Puede que sea como la cuarta parte del pueblo de vuestros parientes.
Evelyn comprendió que los parientes a los que se refería eran los Buchanan, pero no

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conocía ni el más mínimo detalle acerca del clan de Minerva y la comparación no le sirvió
para hacerse una idea. Se limitó a fingir interés y a poner buena cara.
El highlander masticó y después tragó.
—Los MacKerrick hemos vivido en esta parte de Escocia desde el principio de los
tiempos. Nuestro pueblo queda al norte de aquí y al sur de Ben Nevis.
—¿Ben Nevis?
—Qué lástima de escocesa sois, muchacha —le espetó él—. El monte. Se ve desde
lejos, al cruzar la ciénaga que hay más allá, mirando hacia el este.
—Ah. —Evelyn sopló la superficie del guiso y lo revolvió sin mucho afán.
Estaba disfrutando del simple hecho de comer y charlar, y la encandilaba el acento
musical del highlander.
—¿Y vuestros padres? ¿Viven con vos?
—Mi madre vive conmigo, sí. Y mi hermano, Duncan. Le vais a gustar mucho a mi
madre, Eve. Es tan inofensiva como el pequeño Bigotes, pero le encantan las discusiones
encendidas. —Sonrió como si la estuviese recordando—. Y hace el mejor bannock de toda
Escocia.
—Estoy deseando conocerla. —Evelyn le pasó un brazo por el pescuezo a Alinor. La
loba se había echado a su lado y le había plantado la inmensa cabeza negra sobre el
regazo.
MacKerrick prosiguió, lanzándoles una mirada indulgente a aquellas dos.
—Mi padre murió hace cinco años —dijo a la vez que comía de su plato.
—¿Estaba enfermo?
—No —comentó con la boca llena.
—¿Un accidente, pues?
Compungido, el highlander sacudió la cabeza.
—Murió… sin más.
Evelyn torció el gesto. Aquella era una pésima explicación; es más: no había
explicación.
—Murió sin más.
—Sí —MacKerrick pareció ponerse un poco tenso—. Tuvimos un… un par de
cosechas flojas… hubo sequía. Varios de los niños más pequeños del pueblo murieron. El
viejo MacKerrick lo encajó mal.
—Ah…
Evelyn estaba segura de que no se lo estaba contando todo, pero decidió no
presionarle. Tal vez le resultaba demasiado doloroso.
—¿Lo echáis de menos?
El se quedó un buen rato en silencio, examinando el contenido de su cuenco.
—Padre había empezado a beber en los últimos tiempos. —MacKerrick sonrió, pero

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su mirada le traicionaba—. Estaba muy orgulloso del hidromiel que producimos.
Aquello tampoco era una explicación, a decir verdad, pero las palabras de Conall
fueron suficientes para que Eve se hiciera una idea de todo el dolor oculto que sentía.
—¿Y Duncan? Deduzco que es vuestro hermano pequeño.
—Eso es lo que suele decir Madre.
Evelyn puso cara de sorpresa.
—¿Sois gemelos? —Qué pueblo afortunado era aquel de los MacKerrick al tener dos
especímenes tan apuestos—. Cuánto me alegro de que estemos pasando tiempo juntos. Así
podré diferenciaros.
MacKerrick se rió.
—Es de esperar que no nos confundáis. —Esta vez mantuvo la sonrisa, genuina y
jocosa—. Duncan es un tipo pequeño y huesudo. Tiene más pelo en los —MacKerrick se
detuvo—… brazos que en la cabeza. ¡Y qué carácter! —dio un silbido—. Cuando se
enfada es como un gato mojado dentro de un saco.
Evelyn se rió.
—Entonces, es evidente que sois gemelos de temperamento, ya que no de aspecto.
MacKerrick frunció el ceño en broma.
—Os aseguro que no sé de qué habláis, muchacha. Yo soy tan manso como Bonnie, si
no más.
Se quedaron los dos sentados, sonriendo en silencio, en agradable compañía durante
un buen rato, mientras terminaban de comer, y Evelyn reflexionó sobre las posibles
consecuencias de querer saciar su curiosidad por completo.
Le habría gustado preguntar sobre Nonna, la que había sido esposa de Conall antes que
ella. Pero no sabía si invitar al fantasma de la mujer recientemente fallecida de
MacKerrick a la cabaña era prudente. ¿No conduciría eso acaso al highlander a hacer
comparaciones entre ambas mujeres? Y de ser así, ¿cómo pasaría Evelyn la comparación?
Necesitaba saberlo.
Evelyn dejó el cuenco vacío sobre las losas del suelo, cerca de la cabeza de Alinor. La
loba se levantó de inmediato para dar cuenta de los escasos restos del guiso.
—¿Qué tal se llevaban Duncan y Nonna? —le preguntó como quien no quiere la cosa.
MacKerrick se puso tenso.
—Nonna… —Hizo una pausa y clavó la vista en el suelo como tratando de ordenar las
palabras en su cabeza—. Nonna no se llevaba bien con mucha gente. Era… muy
reservada. De niña era una criatura silvestre, pero al crecer se convirtió en una mujer muy
dura. Supongo que la vida la había decepcionado. —MacKerrick se encogió de hombros
—. Y Duncan, bueno, siempre ha sido un poco soñador. Le encantan las buenas historias,
las canciones bonitas. También es algo supersticioso, diría yo, aunque lo más seguro es
que lo niegue si se lo preguntan. Nonna y él se tuvieron muy poca paciencia casi hasta el

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final, pero llegaron a entenderse.
Evelyn sentía una intriga mórbida.
—¿Cuando ella aún no había fallecido? —MacKerrick asintió—. ¿Me lo vais a contar?
—Nonna estaba… enferma. Lo estuvo durante varios meses antes de morir. —La voz
del highlander se volvió grave y áspera—. Duncan cuidaba de ella cuando yo tenía que
ocuparme de los asuntos del pueblo. Él… estaba con ella cuando nos dejó.
Evelyn estaba tan impresionada que la siguiente pregunta le salió de la boca sin darle
tiempo a pensársela dos veces.
—¿Vos no estabais cuando murió? —Se reprendió a sí misma—. Quiero decir, habéis
cuidado tanto de mí que yo habría pensado que…
—Nonna no me quería —dijo MacKerrick.
Levantó la cabeza para mirar a Evelyn a los ojos y ella vio el dolor presente en los
suyos, aún fresco y crudo.
—A decir verdad, nunca me quiso. Nos emparejaron de niños, pero ella nunca quiso
ser la esposa del jefe de los MacKerrick.
—Pero… ¿por qué? —Evelyn no alcanzaba a entenderlo.
—Sus razones tendría, digo yo —respondió parcamente Conall—. Puede que se lo
dijese a Dunc al final. No lo sé. No se lo pregunté. —Se levantó, dando a entender que la
charla sobre Nonna había terminado, lo cual hizo que Evelyn se sintiera aliviada—. Estoy
cansado, esposa.
Le ofreció su mano enorme a Evelyn y ella la tomó, permitiendo que la izara hasta
ponerla de pie. Cuando estuvo levantada, el highlander la rodeó con sus brazos. Su talante
había pasado de lastimera reticencia a deseo ferviente en sólo un instante. Apretó la
entrepierna contra el vientre de Evelyn.
—MacKerrick —empezó a decir Evelyn.
Su eterna preocupación le volvió a la mente. No quería tentar a la suerte volviendo a
yacer con él.
Pero él le puso la boca en el cuello, le dio un beso y le habló dulcemente al oído.
—No os neguéis a mí, Eve, por favor.
Y ella sabía que le estaba pidiendo que le quisiera del modo en que su primera mujer
nunca lo había hecho. El sonido de aquella petición, tan desconcertante viniendo de un
hombre en apariencia tan fuerte y tan hábil, hizo que la resolución y la precaución de
Evelyn se desvanecieran.
Además, MacKerrick tenía razón: no había tenido el periodo en varios meses. Una
indulgencia más tampoco le haría daño.
—MacKerrick —volvió a decir, levantando los brazos para pasárselos a él por el
cuello en una espontánea muestra de inocencia—, ¿podríais, por favor, llevarme a la
cama?

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Capítulo 8
BUENO, ya lo había hecho.
Conall tiró el carcaj y el arco al suelo y se desplomó sobre un asiento frío y mojado, de
espaldas a la cabaña. Cerró un puño y le atizó al aire gélido. Un breve rugido de
frustración le salió en forma de nube de vaho, esponjosa e inútil.
El padre de Conall siempre lo había criticado por ser demasiado impulsivo, igual que
su tío Ronan, y Conall tuvo que reconocer que tenía razón. El siempre se comportaba de
ese modo cuando se enfrentaba a un problema: reaccionaba de forma visceral en lugar de
pararse a pensarlo dos veces. Pensar, según Conall, era una absoluta pérdida de tiempo.
Valía más pasar a la acción.
Pero tampoco es que fuese imbécil. Sus instintos normalmente resultaban muy
acertados. Si un animal le atacaba, él lo mataba.
Si un objeto —especialmente un objeto que había pertenecido a una vieja bruja ya
fallecida que había condenado a su pueblo a la extinción— estaba maldito, él lo destruía.
Si algo estaba en llamas, él lo apagaba.
Si una muchacha más terca que una mula no hacía caso de las advertencias que él le
hacía por su propio bien…
Bueno, evidentemente, no debí besarla.
Conall soltó un gruñido y apoyó la cabeza en las manos.
¿Qué fuerza lo había poseído para reaccionar con ese impulso tan estúpido? ¿Habría
sido por la expresión tan dulce que se le puso a ella en los ojos al abrazarse a la capa de la
bruja? ¿Por el tono rosado de sus mejillas en contraste con su blanco rostro mientras
discutía con él? ¿O habría sido por la adrenalina del encuentro con el lobo gris en el árbol
de Ronan? Necesitaba distraer a Evelyn de la capa maldita, sí, pero seguro que habría sido
capaz de encontrar otra forma de conseguirlo que no implicase soliviantar aún más su
libido, ya de por sí muy apurada. Era como si no hubiera podido refrenarse.
Lo más probable era que la hubiese asustado. Ella anteriormente vivía entregada a su
religión. Por los clavos de Cristo, ¿qué experiencia podría tener con los hombres? Y sabía

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que la había hecho enfadarse, eso le había quedado claro por el ruido que había hecho el
jarro de hidromiel al reventar contra la puerta. A Conall le habría encantado poder
empezar otra vez desde el principio para recuperar cualquier resquicio de la confianza de
Eve.
Eso, suponiendo que le dejara volver a entrar en la cabaña.
¿Pero acaso Eve no lo había besado también a él, justo al final? De hecho, ¿no le había
pasado las manos frías por la pechera de la túnica hacia el cuello?
Conall meneó disgustado la cabeza. Lo más probable era que se estuviera preparando
para estrangularlo y eso hubiera sido todo.
Un fuerte crujido, como el sonido que hace una rama al pisarla, y un resoplido
apagado como de un animal grande, llamaron la atención de Conall.
Miró al cielo. El final de la tarde se acercaba a toda prisa, y si era un ciervo, lo más
probable era que los lobos grises se hicieran con él antes de que Conall pudiese acecharlo
siquiera. Era demasiado tarde ya para adentrarse en el bosque. Conall sabía lo fácil que
podía resultar, siguiendo el rastro de una presa grande, perder la noción del tiempo y de la
distancia y convertirse él, a su vez, en presa fácil para los lobos enloquecidos. Y si él no
regresaba a la cabaña, Eve estaría condenada.
Aún cabía la posibilidad de que el ciervo saliera de la barrera de árboles, permitiéndole
a Conall un tiro limpio de arco. Suspiró.
Cabía la posibilidad de que Alinor se pusiese a bailar en compás de seis por ocho
sobre las patas traseras.
Era como si todas sus intenciones se vieran frustradas. Conall sospechó que lo mejor
que podía hacer era esperar a que el tiempo mejorara un poco y llevar a Eve al pueblo de
los Buchanan. Puede que Angus Buchanan se sintiese tan complacido de recuperar a un
miembro de su clan que le perdonase la deuda que creía que tenían los MacKerrick con él
y levantase la maldición. Conall podría volver a su pueblo y no tener que mencionar jamás
los días que había pasado con Eve Buchanan. Nadie moriría de hambre, y toda la tensión
—la que había entre los clanes y la que había entre Eve y él— llegaría por fin a
desvanecerse.
Y Conall podría olvidarse de que Eve, la loba y aquel ridículo ratón habían existido
jamás. Lo cierto era que la muchacha ya había hecho suficiente viajando desde Inglaterra
para encontrar a sus ancestros.
No necesitaba que, además, Conall le hiciera la vida más difícil.
Un reflejo gris al borde del bosque captó su atención, y sintió que el corazón le pegaba
un vuelco, temeroso de los lobos malvados.
Pero era un ciervo, ahora petrificado, con el hocico levantado para olfatear el aire. Dio
un paso inseguro hacia el claro.
Conall se llevó la mano al carcaj que estaba a su lado, en el suelo, sin quitarle los ojos
de encima al ciervo escuálido de patas largas. Con la yema de los dedos, acarició la punta

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de una flecha y, muy lentamente, la fue sacando del carcaj. Se colocó el arco horizontal
sobre el regazo.
El ciervo se asustó y volvió la cabeza, con las orejas y el rabo levantados. Conall se
quedó inmóvil, sin atreverse siquiera a respirar.
Dios, por favor… sólo un momento más.
Tras lo que le pareció una eternidad, el ciervo bajó el morro hacia la nieve.
Conall estaba temblando desde lo más profundo de su ser, con el corazón desbocado
de los nervios y la emoción.
Sólo tenía un disparo. Y de que consiguiera o no matarlo iba a depender su decisión
sobre lo que tenía que hacer con Eve. Si cazaba al ciervo, se quedarían los dos en la
cabaña del valle. Si fallaba, la entregaría a los Buchanan.
Conall respiró hondo muy, muy lentamente. Levantó el arco con toda naturalidad y
soltó la flecha.

Evelyn levantó la cabeza, que tenía apoyada en los brazos tras su breve pero intenso
festival de llanto, para ver dos hocicos peludos a su lado —uno negro y brillante y el otro
de lana blanca y marrón— que sobresalían hacia ella desde el borde del cobertor. La
lengua gruesa y áspera de Bonnie no paraba de lamer la manta de lana, y Alinor empezó a
mover la cola con entusiasmo. Evelyn se incorporó sin poder evitar que se le dibujase una
sonrisa en los labios.
—Hola, preciosas. No pasa nada. Bonnie, mala: no te comas la manta, por favor. —
Evelyn se secó las mejillas con el reverso de una mano, y con la otra les dio por turnos
palmaditas en el lomo a los animales—. Quitad de en medio para que me pueda levantar.
—Se colocó al borde del camastro con los pies colgando y suspiró.
Bueno, ya lo había hecho.
No sólo se había humillado y rebajado permitiendo que MacKerrick la besara, sino
que había empeorado la situación al comportarse como una arpía enloquecida y echarlo de
su propia casa. Desde luego que él era despreciable, y estaba poseído por un miedo
extraño hacia la capa de Minerva, pero Evelyn había tenido una revelación después de que
MacKerrick saliera de la cabaña, algo de lo que debía haberse dado cuenta hacía días.
La vida de ella dependía de la caridad de él. No ya sólo su salud, que se había
recuperado rápidamente gracias a la sabiduría de MacKerrick y a su pronta intervención,
sino su misma supervivencia en Escocia. Ella le había mentido en aquel primer encuentro,
proclamando que era de sangre Buchanan, y eso le había valido el derecho a refugiarse,
cierto. Pero Evelyn se dio cuenta de que a MacKerrick aquella situación no tenía por qué
parecerle definitiva. El caso es que, desde entonces, se había comportado de una forma
atroz con él. La cabaña pertenecía a su clan y él no le debía a ella lealtad ni caridad. Si él

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se cansaba de sus rabietas y de sus exigencias, perfectamente podía volverse a su pueblo
con la dulce Bonnie y sus preciados víveres. Evelyn, Alinor y Bigotes se quedarían allí
para morirse de hambre. La carne de caballo y el estofado ya se habían terminado y no
había nada más que comer. Ella no sabía cazar y los ríos estaban congelados.
O, peor aún, MacKerrick podía llevarla donde los Buchanan y hacerla contar su
mentira a un pueblo entero de desconocidos.
—Ah, hola —le dijo a la enorme loba negra—, soy doña Evelyn Godewin de
Inglaterra. Acompañé a una persona de vuestra familia, Minerva Buchanan, hasta el medio
del bosque, donde murió, y dejé su pobre y anciano cuerpo sobre una pila de piedras. Le
he dicho al jefe de los MacKerrick que estoy emparentada con vosotros, de modo que,
¿podríais hacerme el favor de seguirme la corriente?
Alinor gimió ansiosa.
—Exacto —suspiró Evelyn.
Se levantó de la cama. En aquella tierra no era «doña» de nada.
Necesitaba a MacKerrick, lo necesitaba para sobrevivir. Se había dado cuenta de ello
en aquel momento y la verdad resultaba demoledora. Pero, ¿cómo iba a conseguir que él
se quedase en la cabaña? ¿Qué podía ofrecerle, qué podía decir?
Evelyn recogió la capa de Minerva y se quedó contemplando lo andrajosa que estaba,
anhelando un poco de la sabiduría y de la astucia de la vieja. Pero por más que se
concentró con todas sus fuerzas tratando de oír algún susurro del más allá, lo único que oía
era el sonido de las garras y las pezuñas contra el suelo, pues Alinor estaba persiguiendo a
Bonnie alrededor de la lumbre.
Evelyn suspiró y se fue hacia el otro lado de la habitación, tratando de no chocar con
los animales, para colgar la capa de Minerva de un gancho bajo el estante. Se quedó ahí
colgando, vieja, sucia y lacia, pero su simple presencia parecía burlarse de ella.
¡Ojalá por sus venas corriese una sola gota de sangre escocesa con la brujería de los
Buchanan! Cuánto más sencillo sería todo si pudiese musitar un cántico secreto y hacer un
hechizo tirando las tabas para resolver sus problemas.
Pero no sabía ningún cántico mágico. Y la única idea que le venía a la cabeza le
produjo en la mente imágenes espantosas que se extendían como la sangre que empapa un
tejido. Trató de olvidarse de aquella posibilidad tan oscura. MacKerrick seguramente se
reiría de ella o, cuando menos, se ofendería muchísimo ante la sugerencia. Era realmente
escandaloso, hasta para un escocés.
Aunque, ¿qué alternativa le quedaba, aparte de intentarlo? No podía recurrir a sus
riquezas para tentarlo, ni a favor real alguno. Ya no le quedaba ni la humilde carne de
caballo para hacer un trueque.
Evelyn sólo tenía una cosa que ofrecerle.
Jamás, gritó la antigua Eve con su temperamento infantil.
Hay que hacerlo, respondió Evelyn, la mujer adulta.

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Alinor, de repente, arremetió contra la puerta de un salto, arrancando a Evelyn de sus
pensamientos. La loba meneaba la cola sin parar, con Bonnie a su lado.
Entonces, Eve oyó el grito largo y desgarrado del highlander. Un escalofrío le recorrió
la espalda mojada, le trepó por la trenza como si fuera una cuerda y le atravesó el cuero
cabelludo.
Fue hasta donde estaban los animales y los apartó hacia un lado. Evelyn cogió la
tranca con determinación y la sacó de los herrajes, mientras Alinor levantaba una pata y
empezaba a arañar la puerta con impaciencia.
Al otro lado de la cabaña estaba el futuro de Evelyn, que, probablemente, acabaría en
muerte por cualquiera de las dos vías.
Había llegado el momento de ver cuál de las dos iba a tomar.

Conall apenas podía creer lo que veían sus ojos cuando el ciervo se desplomó al suelo
como una piedra, así que se sentó en la nieve como un idiota contemplando el sitio donde
había caído.
Una parte de él tenía miedo de ir a mirar. Miedo de que el ciervo estuviese encantado
como el lobo gris y se desvaneciera si se atrevía a ir hasta el límite del claro para echarle
un vistazo. Pero oyó el aullido sordo de Alinor procedente de la cabaña que tenía detrás y
eso lo sacó de sus dudas supersticiosas.
Conall se había levantado y trotaba hacia el bosque, con el corazón acompañando
intensamente el ritmo de sus pasos. Cuando vio el ciervo que yacía muerto —la flecha de
Conall había sido tan certera que parecía que se la hubiese clavado con la mano—, Conall
dio un grito de alegría.
Aquel animal iba a dar de comer a los moradores de la cabaña durante varias semanas.
Y él no iba a tener que llevar a Eve con los Buchanan.
En realidad, Conall no sabía qué le daba más placer.
Oyó el roce de la puerta y Alinor volvió a ladrar mientras atravesaba el claro como una
veta negra. Conall protegió a su presa poniéndose delante, con los brazos en cruz.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Alinor, no!
La loba derrapó al detenerse en la nieve, pero luego siguió con paso animado hasta
llegar a Conall, con la lengua fuera de la boca sonriente y llena de babas.
—Tendrás lo tuyo —le prometió Conall—, pero cuando te llegue el turno, ¿entendido?
Entonces, Conall levantó la vista hacia la cabaña y vio a Eve como si fuese un retrato
dentro del marco de la puerta, con los dedos enredados en la lana larga de Bonnie. Desde
aquella posición estratégica, Eve parecía la típica esposa montañesa, con la oveja y la
trenza larga que le colgaba por encima del hombro hasta la cintura. Conall se preguntó,

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soñando despierto por un momento, cómo estaría ella con su paño de cuadros sobre los
hombros, como una esposa cualquiera. Nonna nunca se lo había puesto.
—¡Eve! —la llamó levantando un brazo.
Alinor se dio la vuelta y corrió hacia la cabaña al oírlo.
—¿Qué pasa? —preguntó Eve insegura, pero lo bastante alto como para que él la
oyese en el atardecer cada vez más denso, y se puso de puntillas tratando de ver en qué
andaba. Alinor se chocó con ella, pero luego la rodeó para volar de vuelta hacia Conall—.
¿Es uno de los grises?
—¡No, venid!
Ella tiró de la oveja hacia dentro y cerró la puerta, dejando a Bonnie a cargo de la
seguridad de la cabaña, y empezó a atravesar la nieve con mucho esfuerzo.
Conall echó un vistazo cauteloso hacia el cielo. La tarde se les estaba echando encima.
Pronto los lobos grises se pondrían en marcha y el aroma de la sangre fresca los atraería
hasta el claro igual que atrae a las abejas un campo de melilotos.
—Es comida —dijo Conall lleno de orgullo, justo cuando los ojos de Evelyn
alcanzaron a distinguir el ciervo muerto.
Evelyn carraspeó. Tenía la cara más blanca que la nieve que pisaba.
—Ay, no —susurró, y se puso de rodillas junto a la cabeza del ciervo.
Conall se quedó estupefacto.
—¿«Ay, no»? —repitió él—. En realidad, yo esperaba algo más parecido a «Vaya,
Conall, es un animal estupendo».
—Ay, yo… —Evelyn levantó la cara para mirarlo y él vio las lágrimas grandes y
plateadas de sus ojos, que estaban sospechosamente enrojecidos—. Por supuesto, es… es
un milagro, desde luego. Pero —bajó la mirada otra vez hacia el ciervo—… es tan
hermoso, tan joven. —dijo en voz baja, y sacó una mano esbelta y pálida para acariciar la
cabeza inmóvil del ciervo.
Conall estaba más que un poco molesto consigo mismo por no haber previsto la
reacción de Eve. Era evidente que ver un animal muerto la iba a afectar, ¿acaso no había
jurado proteger a Bonnie de su destino natural?
Mierda.
Conall se puso en cuclillas al lado de Eve.
—Lo siento, muchacha. Por si os alivia en algo, el disparo ha sido perfecto: no ha
sentido ni el más mínimo pinchazo, lo juro.
Eve le dio la razón, pero sin mirarle a la cara.
—Eve, si no lo hubiera cazado, seguramente se habría muerto de hambre y habría
sufrido mucho. Esta forma de morir ha sido mucho más piadosa, debéis creerme. Y ahora
—lo dudó un instante, pero luego le cogió la cara con la palma de la mano e hizo que
volviese el rostro hacia él, apartándoselo de los ojos marrones del ciervo, cautivando su

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mirada—, tenemos qué comer. Alinor, vos y yo —y sonrió.
Para su sorpresa, los labios de ella produjeron la más exigua de las sonrisas.
—Y Bonnie.
—Sí, Bonnie también.
—Y Bigotes.
Conall no pudo evitar poner los ojos en blanco.
—Y Bigotes, sí. Pero hacedme caso, muchacha —Conall miró intranquilo hacia el
bosque, que parecía estarse acercando a ellos sigilosamente, como si fuese a sacar unos
brazos largos y robustos para arrastrarlos a todos hacia su interior—: tenemos que ser
rápidos. Debo arrastrar el ciervo hasta la cabaña y tendré que descuartizarlo ahí dentro
porque allí hay luz y estamos a salvo. ¿Lo entendéis?
Eve asintió y se puso de pie. Su actitud había cambiado radicalmente, de damisela
inglesa descorazonada a fiera dama montañesa.
—¿Os ayudo a arrastrarlo?
Conall se levantó también, negó con la cabeza y se dirigió hacia los cuartos traseros
del animal. Alinor estaba otra vez corriendo como loca a lo largo y ancho del claro, esta
vez como si estuviera ansiosa porque volvieran todos a refugiarse en la cabaña. Conall
sospechó que era porque sentía la presencia de los grises y comprendió que pronto los
tendrían encima.
—No, muchacha —Conall levantó el ciervo por las patas traseras y le dio la vuelta
para ponerlo mirando hacia el bosque—, pero coged a Alinor e id delante para abrir la
puerta. —Se echó hacia atrás y tiró del animal, con las botas hundiéndosele en la nieve
mientras lo arrastraba.
Eve corrió hacia la cabaña, y Conall oyó los quejidos nerviosos de Alinor que
rebotaban contra la puerta antes de que Eve la abriera. Como si hubiesen estado esperando
aquel preciso momento, un coro de aullidos irrumpió en el claro y Conall trató de moverse
más deprisa, casi corriendo hacia atrás por la nieve. Entró de espaldas en la choza y, en
cuanto la cabeza del ciervo hubo pasado la puerta, ésta se cerró de golpe. Eve estaba
esperando detrás, con la tranca preparada.
Conall fue hacia los corrales y vio que Eve había encarcelado juntas a Alinor y a
Bonnie en el único cercado que aún contaba con una puerta en funciones. Las dos
compañeras estaban acurrucadas la una contra la otra sobre las ramas de pino, con Alinor
jadeando nerviosa. Conall arrastró el cadáver hasta el otro corral, el abierto, y soltó las
patas del ciervo con un gruñido. Allí dentro, el animal parecía mayor que en el claro.
Eve apareció en la entrada del corral con una madeja de cuerda de cáñamo en la mano
y el antiguo gancho de hierro de Ronan. Se los ofreció a Conall, tratando en todo
momento de no mirar directamente al ciervo muerto.
—Os lo agradezco, muchacha —dijo Conall, sorprendido ante la iniciativa.
Ella pasó alrededor del ciervo mientras Conall se inclinaba para ensamblar el gancho,

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clavando la punta más afilada en el espacio comprendido entre el hueso y el tendón en las
patas traseras del animal. Hizo una pausa y miró a Eve, que estaba apoyada en el muro
medio desmoronado que separaba los dos corrales, mirando hacia el otro lado. Conall no
pudo evitar fijarse en que tenía los pezones duros bajo el traje raído y en los huesos
marcados de su nuca cada vez que ella se inclinaba para hablarles con dulzura a los
animales. Eve necesitaba comer e iba a comer. Pero la parte sucia de aquel negocio
necesario era, seguramente, más de lo que aquella sensibilidad suya tan delicada podía
soportar.
—Eve —la llamó amablemente—, ¿os importaría ir a la otra punta de la casa? Tengo
que abrir…
—Sé lo que tenéis que hacer —dijo ella bruscamente, interrumpiendo la advertencia
de él y despegándose del muro bajo. Se dio la vuelta y sus ojos se dirigieron a la viga que
cruzaba el techo—. Os ayudaré a colgarlo y luego podéis empezar la carnicería. ¿Vuestra
navaja corta bien o queréis que os traiga la piedra de afilar?
Conall no sabía si sentirse complacido u ofendido, de modo que se limitó a asentir en
silencio. Cogió la cuerda y la lanzó por encima de la viga. Eve se puso a su lado y, entre
los dos, izaron al ciervo mediante series de tirones cortos.
Conall ató la cuerda a un herraje que estaba clavado en la gruesa pared y ambos se
apartaron. La cuerda chirriante cortaba el aire diagonalmente entre ellos dos. Se miraron el
uno al otro.
—Vaya, Conall, es un animal estupendo —dijo ella con solemnidad—. Buen trabajo.
Conall sintió que su propio rostro se ablandaba con una sonrisa.
—Lamento mucho haberos… besado y eso. Solamente —Eve no podía creer que un
hombre de su edad aún pudiese ponerse rojo como un chiquillo—. No voy a…
—Callaos —dijo Eve de repente, mirando nerviosa a todas partes y retorciéndose los
dedos.
Conall levantó las cejas.
—¿Que me calle?
Eve se mordisqueó los labios durante un momento. Sus ojos se cruzaron con los de
Conall por unos instantes, pero luego volvió a apartar la mirada.
—MacKerrick, yo —soltó el aliento—… tengo que haceros una pregunta, pero ¿os
importaría pensar un poco la respuesta antes de decir que no?
A Conall le dieron un vuelco las tripas. Le iba a pedir que se marchara. O que la
llevara al pueblo de los Buchanan. Seguro que ambos, desde el punto de vista de Eve
Buchanan, eran razonamientos lógicos. Pero su respuesta a cualquiera de los dos iba a ser
—tenía que ser— que no.
No podía permitir que se fuera. No podía y no quería.
—¿De qué se trata, pues? —preguntó Conall, asintiendo con precaución.

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Eve respiró hondo y luego lo miró a los ojos fijamente.
—MacKerrick, ¿queréis casaros conmigo?
—¿Que si quiero qué? —MacKerrick se quedó atónito y sacudió la cabeza como para
aclararse—. Repetid lo que acabáis de decir, muchacha.
Evelyn sintió que el rostro se le iba a desprender del cráneo y que las tripas se le
retorcían de manera enfermiza. Estaba claro que no la iba a hacer repetirlo.
—Lo menos adecuado es que sigamos así —dijo secamente, esperando que aquel
razonamiento precipitado al que había estado dándole vueltas sonase todavía plausible al
proponérselo al highlander en voz alta—. Ya me habéis dicho que viajar hasta la aldea de
los Buchanan…
—Es un pueblo —corrigió MacKerrick vagamente.
—…hasta el pueblo de los Buchanan es imposible por el tiempo que hace, ¿verdad?
MacKerrick asintió.
—Sería una sentencia de muerte, estoy seguro. Y los lobos grises…
—Eso es —se apresuró a decir Evelyn, agradeciendo la sugerencia—, de modo que es
imposible llegar a la aldea de los Buchanan a corto plazo.
—Es un pueblo —corrigió MacKerrick otra vez—. Pero es imposible, sí.
—Y… —Evelyn tragó saliva y trató de recuperar el hilo de lo que estaba pensando.
Había tenido poco tiempo para ordenarse el discurso en la cabeza, pero resultaba
desazonadoramente difícil concentrarse con los ojos atentos de MacKerrick clavados en
ella, como si sintiese su desesperación y la alimentase.
Continuó.
—Además, ya llevamos juntos y solos demasiado tiempo. Vuestro hermano sabe que
hay alguien más viviendo con vos en la cabaña. ¿Qué pensará cuando sepa que soy una
mujer? ¿Y que ninguno de los dos está casado?
—Bueno, pues —tartamudeó MacKerrick—… lo más probable es que se piense lo
peor, eso es lo que se va a pensar. Tal vez si no tuvieseis ese aspecto… aunque no es culpa
vuestra tener ese aspecto, por supuesto —se puso rojo—. No podéis hacer nada al
respecto.
Evelyn se quedó perpleja. ¿Le estaba diciendo que la encontraba atractiva? ¿O acaso
que era poco agraciada?
El highlander sonrió.
—Sería muy difícil convencerlo de que no ha pasado nada incorrecto entre nosotros. Y
Duncan es propenso al cotilleo. Así es él.
—¿De verdad? —A Evelyn se le pusieron los ojos como platos.
—Es una costumbre feísima que tiene. —MacKerrick frunció el ceño y meneó la
cabeza arrepentido—. Y los Buchanan…
A Evelyn le pareció que las cosas iban mucho mejor de lo que había calculado. Era

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casi como si MacKerrick la estuviese ayudando a convencerlo.
—Mi honor quedaría en entredicho —dijo ella.
—Y el mío también —insistió el highlander.
Evelyn se sentía insegura. Trató de combatir el revoloteo que sentía en el estómago.
No sabía cómo abordar el siguiente obstáculo.
—Pero vos habéis enviudado hace poco. ¿Aceptará vuestra gente que…?
—Ellos esperan que yo algún día me vuelva a casar, Eve. Y los complacería que
encontrase a una muchacha escocesa fina.
Evelyn se encogió por dentro.
—¿Y no sería un inconveniente que vuestra esposa no fuese… de pura sangre
escocesa?
MacKerrick pareció estarlo sopesando y Evelyn contuvo la respiración.
—Yo soy el jefe de los MacKerrick. Ellos aceptarán a la mujer con la que me case.
La invadió un alivio provisional.
—Pero los Buchanan puede que no sean tan comprensivos —la previno MacKerrick
—, y se pueden ofender si os casáis sin el permiso del jefe de vuestro clan.
—Ah, no creo que eso represente un problema —soltó rápidamente Evelyn, y se
maldijo a sí misma al ver que MacKerrick levantaba las cejas.
Seré imbécil…
—Después de todo, vos me habéis salvado la vida —balbuceó, ansiosa de encontrar
una explicación para sus palabras precipitadas—, y salvaríais también mi honor al casaros
conmigo. Creo que les parecerá un golpe estratégico que me case con un MacKerrick para
unir las dos aldeas.
—Pueblos.
—Pueblos —rectificó Evelyn.
—Un golpe estratégico, sí —coincidió en voz baja MacKerrick, que seguía mirando a
Eve con sus ojos brillantes de color ámbar—, pero pasaríais a ser una MacKerrick,
muchacha, y no viviríais en el pueblo de los Buchanan.
—Eso puedo aceptarlo —dijo Evelyn tratando de poner cara de mártir.
—Y hay otra cosa —dijo MacKerrick, inseguro—. Como soy el jefe de mi clan, mi
esposa…
Evelyn se echó hacia delante.
—¿Sí, MacKerrick?
—Se supone que debo tener familia, Eve —concluyó él con un brillo malicioso en los
ojos.
Ahí estaba, por fin había salido a la luz. El mayor obstáculo que se interponía entre
ellos.
—Estaré encantada de… discutirlo —dijo Eve secamente y volvió a ponerse en

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posición vertical, con las orejas al rojo vivo.
—¿Discutirlo? Los bebés no se hacen hablando. —A MacKerrick se le puso una
sonrisa maléfica—. ¿O es que acaso no sabéis…?
—¡Claro que lo sé! —lo interrumpió Evelyn.
—Entonces, ¿seríais capaz de negárselo a vuestro marido?
—¿Es imprescindible que lo decidamos precisamente ahora? —Evelyn se dio cuenta
de que su propia voz chillona reflejaba todo el miedo que sentía.
—No soy diferente a los demás hombres, Eve —dijo MacKerrick por no decir algo
más fuerte—, y me gustaría saber si me estáis ofreciendo una esposa de verdad o una que
rehúye a su marido.
—¡Si ni siquiera os conozco, señor!
—Pero me habéis pedido que me case con vos.
—Sí, pero…
—Y vos me besasteis —la apretó MacKerrick.
—Vos me besasteis a mí.
El le hizo una mueca.
—Vos me devolvisteis el beso.
A Evelyn le dio un vuelco el corazón.
—No os preocupéis —lo interrumpió—. Olvidad lo que os he propuesto. Se ve que ha
sido una idea muy poco acertada.
Ella se dio la vuelta y salió del corral, pisando los trozos del jarro de hidromiel roto,
hacia la parte más elevada de la cabaña, con el pelo aún mojado y casi congelado. La capa
y las tiras que había hecho con su vestido destrozado se columpiaban del techo.
—Cuando el tiempo mejore, me arriesgaré a viajar hasta la aldea de los Buchanan.
—Es un pueblo.
—¡Ay, dejadme en paz! —Eve cogió un paño de las vigas—. Veamos si ellos me
aceptan o no.
—Ahora bien, Eve —MacKerrick, zalamero, trató de convencerla—… no tiene nada
de malo que os dé miedo vuestra primera vez con un hombre.
—No pienso discutir eso con vos.
Prefería morirse de hambre. O enfrentarse a toda la manada de lobos grises.
Proponerle a MacKerrick que se casara con ella había sido una idea absurda, impetuosa e
ingenua, además de una locura. Y, de todas formas, el highlander no la tomaba en serio, se
fijaba solamente en el aspecto más sórdido de todo lo que conlleva ser marido y mujer.
¿Dónde quedaban el compañerismo, la confianza y la seguridad?
Eve se sentó en el taburete, de espaldas a los corrales, y se deshizo la trenza empapada.
Le habría gustado llorar, pero no estaba dispuesta a humillarse aún más. Cogió el paño y
se frotó el pelo mojado y enredado. Sus ojos se posaron en la capa negra de Minerva y le

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sacó la lengua, en un gesto petulante.
Con el pelo lo más seco que podía aspirar a tenerlo, Evelyn se levantó del taburete y
cogió la capa. La lana negra parecía ser de las que pican, pero estaba seca. No tenía
elección, a menos que quisiese seguir con su ropa mojada hasta encontrar la muerte.
Además, verla con esa prenda puesta irritaría a MacKerrick.
Evelyn se volvió con la capa en la mano hacia la otra punta de la cabaña, donde el
highlander tenía al ciervo abierto en canal. Él no había vuelto a abrir la boca, simplemente
seguía con su escabrosa tarea.
—Me voy a cambiar de ropa —anunció ella—, y después me voy a dormir.
El cuchillo de MacKerrick se detuvo, pero él no se volvió.
—Muy bien, Eve.
—Aseguraos de guardar las distancias, señor —le advirtió ella, en un tono un poco
alto.
Como él no contestó, Evelyn ignoró la punzada que sentía en el corazón y trepó al
camastro. Corrió la cortina rasgada y agujereada por las polillas, cerrándola con todas sus
fuerzas.
Aquellos escoceses salvajes… Si estuviera en un sitio decente tendría por lo menos
una puerta con la que dar un portazo.

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Capítulo 24
—NUNCA había visto nada tan bonito —logró balbucear.
Eve se quedó con la espalda recta, petrificada, y Conall alcanzó a ver el tartán de los
Buchanan sobre su cadera. Alinor movía el rabo, pero no lo había levantado ni había ido
hacia él, como si se acordase de los últimos momentos que compartieron en la cabaña del
valle. Sólo Bonnie se levantó torpemente para correr balando hacia Conall y darle
repetidos topetazos contra el muslo. El le rascó la cabeza sin prestarle mucha atención,
esperando a que Eve dijera algo, hiciese algún movimiento, o cualquier cosa.
Los instantes en silencio se sucedieron durante un rato largo e indefinido.
—Eve, ¿puedo…? —Conall tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta—.
¿Puedo acercarme?
—Preferiría que no, MacKerrick —dijo por fin ella, y Conall se emocionó con sólo
escuchar la melodía de su voz.
—¿Por qué? —la instó, suplicante, y dio un pasito hacia ella—. ¡Por Dios, Eve, no
sabéis cuánto os he echado de menos!
—¡No quiero veros, MacKerrick! —interrumpió ella, girando levemente la cabeza de
modo que Conall apenas distinguía su perfil—. Volveos a vuestro pueblo.
—No —dijo Conall—. No voy a volver. —Aunque sabía que ella no le estaba
mirando, le mostró las palmas abiertas de sus manos—. ¿Podríais hablar conmigo, Eve?
¿O al menos escuchar lo que os tengo que decir?
—¡Ja! —ladró ella—. ¿Más mentiras?
—No más mentiras —le prometió él en voz baja—. Nunca más.
Como ella no contestó, Conall avanzó otro paso inseguro. Tuvo que esforzarse más de
lo que se sentía capaz para aguantar las ganas de correr hacia ella y abrazarla con toda su
alma.
—Estoy seguro de que os preguntáis por qué he estado viniendo al pueblo de los
Buchanan —aventuró Conall con la esperanza de que ella se sintiese obligada a responder.
Pero no fue así, de modo que él prosiguió con su obstinación.

23
—Le he expuesto mi caso al jefe de los Buchanan y él ha dado su bendición para que
nos casemos, si vos estáis de acuerdo.
—Ya estuve casada una vez —dijo Eve muy seria—, y es algo que no me atrae
demasiado. De modo que podéis volver al pueblo de los MacKerrick con la conciencia
tranquila, señor. Mi respuesta es no.
—No me voy a marchar —insistió él con firmeza—. Si tengo que trabajar para ese
malnacido de Andrew Buchanan durante el resto de mi vida mientras os espero a vos, Eve,
lo haré. Os amo. Con todo mi corazón. Me quedaré aquí todo el tiempo que sea necesario
para convenceros y para resarciros del dolor que os he causado. Y ni un solo día menos.
Ella no dijo nada y Conall desvió la mirada hacia la loba, temeroso de lo que podía
hacer si perdía el control y acababa abalanzándose sobre Eve.
—Hola, Alinor. ¿Dónde has estado, muchacha?
El rabo de Alinor volvió a golpear el suelo mientras su mirada saltaba entre Conall y
Eve.
—Sólo queréis a mi hijo —lo acusó de repente Eve—. Es lo único que os ha
importado desde el principio.
—Eso no es verdad —insistió Conall y avanzó un paso más—. Eve, pensad cuánto
más sencillo habría sido para mí, después de que me confesaseis que no sois una
Buchanan, buscarme otra mujer que me diese un hijo, si ésa hubiera sido mi única
preocupación.
Ella sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
—Si no fuese amor lo que siento por vos —continuó Conall—, no me habría
molestado en traer a Duncan y a mi madre hasta el pueblo de los Buchanan para buscaros,
con el miedo aferrado al corazón. Volviendo a abrir viejas heridas. Destrozándole a
Duncan la vida. No habría renunciado a mi lugar en el pueblo de los MacKerrick para
quedarme aguardando el más ligero de vuestros susurros, rodeado de una gente que no
soporta ni verme siquiera —respiró hondo—. He renunciado a todo lo que siempre pensé
que anhelaba, Eve. Porque ahora estoy seguro de que vos sois lo único que necesito. Vos y
nuestro hijo.
—¿Qué quiere decir eso de que habéis renunciado a vuestro lugar en el pueblo de los
MacKerrick? —le preguntó Evelyn en poco más que un susurro.
—Duncan es ahora el jefe. Siempre fue el más indicado para ello, mucho más que yo
en varios aspectos. Me gusta pensar que si Padre hubiera sabido que Duncan era hijo de
Ronan, habría opinado lo mismo.
Ella giró la cabeza un poco más.
—No lo entiendo. ¿Por qué lo habéis hecho?
—Le he pedido a Angus Buchanan que nos bendiga. Si me tomáis, viviremos entre los
Buchanan, si es eso lo que deseáis. Construiré nuestro hogar aquí, junto al lago, si queréis.
Donde sea, lo que sea, cualquier cosa con tal de complaceros, Eve.

24
—Lo que más deseo es retroceder seis meses —le dijo ella, y Conall advirtió el tono
anhelante de su voz—, a cuando vivíamos en la cabaña del valle y yo era feliz.
Conall se acercó un poco más.
—Yo no deseo eso.
Evelyn se puso tensa.
—¿Ah, no?
—No. —Ya casi podía mirar por encima del hombro de Eve si bajaba la vista hacia
ella, que seguía arrodillada—. Entonces había un montón de mentiras entre nosotros.
Secretos. Yo no echo de menos nuestro pasado, Eve: yo anhelo nuestro futuro. —Se puso
de rodillas detrás de ella—. Os quiero dar todo lo que queráis y lo que necesitéis. Lo juro
por mi vida. —Estaba a punto de derrumbarse, porque sabía desde lo más profundo de su
corazón que si ella lo rechazaba una vez más, sería la última.
Conall tragó saliva.
—¡Si tan sólo me miraseis, Eve! ¡Por favor! ¿Es que no me amáis ni siquiera un
poquito?
En aquel preciso instante, un lloro inquieto llegó hasta los oídos de Conall y el sonido
quisquilloso de su hijito lo dejó maravillado. A Eve se le movieron los hombros mientras
acomodaba de nuevo al bebé.
—Gregory tiene hambre —dijo en voz baja.
A Conall estuvo a punto de parársele el corazón cuando ella, de rodillas como estaba,
se dio la vuelta y él pudo mirarla a los ojos por primera vez en varios meses.
—¿Os importaría cogerlo mientras me desabrocho el traje?
Estaba… guapísimo, pensó Evelyn cuando el robusto highlander que se había
arrodillado detrás de ella entró en su campo visual. Había ganado peso, y la túnica
desgastada se le ceñía divinamente al pecho. Tenía el pelo más largo, quemado por el sol,
y la piel bronceada a juego con los ojos encendidos de ámbar. Unos ojos en los que
resplandecían las lágrimas que no habían derramado.
En el corazón de Evelyn se albergó una esperanza, pero también un miedo enorme.
Ante la petición de ella, tragó saliva y asintió, con una sonrisilla pueril levantándole
los labios carnosos.
—Quizás deberíais presentarnos primero —dijo ásperamente y miró a Gregory, que se
aferraba a su madre.
Evelyn, de rodillas, atravesó con torpeza la escasa distancia que la separaba de Conall.
Se detuvo y abrazó fuertemente a Gregory durante un instante de mucha dulzura antes de
estirar lentamente los brazos hacia Conall.
—Gregory Godewin MacKerrick —dijo suavemente y llena de orgullo—, éste es tu
padre, Conall.
Conall tendió sus manos enormes y todavía temblorosas y cogió a aquel bebé

25
protestón como si Evelyn le estuviera dando el tesoro más preciado del reino de Dios. Su
rostro cincelado contempló los rasgos fruncidos de Gregory y recibió de él una mirada
candente y maravillada. Se acercó el bebé a la cara, cerró los ojos y respiró muy, muy
hondo. Después, le dio un beso al bebé en la frente.
—Hola, Gregory —le susurró con la voz entrecortada—. Qué buen nombre: Gregory.
Tiene fuerza.
Evelyn se sintió desprotegida y sola al desprenderse de la única cosa que le pertenecía.
No supo qué decirle a Conall. De modo que empezó a desabrocharse el traje, preparándose
para la toma.
No había avanzado mucho cuando Conall estiró un brazo largo y la arrastró hacia sí,
abrazándola fuertemente contra su pecho, con el bebé en medio. Él, desesperado, apretó
los labios contra los de Eve, y ella notó cómo sus lágrimas le mojaban la cara.
Y finalmente Eve se dejó llevar. El amor que sentía por Conall, por el hijo de ambos;
lo mucho que se había arrepentido durante los últimos meses; el miedo, la soledad, la
tristeza y el desconsuelo. Todo aquello reventó entre sollozos desgarradores y ella se
aferró a él, clavándole los dedos en la espalda y en los hombros. Con la cara hundida en la
cavidad del cuello de Conall, lloró cuanto quiso.
—¡N-no m-me volváis a ab-bandonar! —gimió, y Conall la abrazó aún más fuerte.
—Jamás —le aseguró con firmeza—. Lo juro. Jamás os abandonaré, Eve. ¡Ah, Eve,
cuánto os amo!
Ella levantó la vista del cuello de él para mirarlo a los ojos.
—Yo también os amo —le dijo.
—Se acabaron los reproches pues, por parte de ambos. Ya pasó todo, ¿de acuerdo? —
Conall miró a Gregory—. Ahora, sólo el futuro. Sólo lo bueno.
Evelyn asintió.
—El futuro —le confirmó.
Luego, Evelyn miró a Bonnie y a Alinor, que se habían puesto de pie como si
quisieran unirse a ellos.
—Venid, preciosas —las llamó Evelyn—. Vosotras también sois de la familia.
Mientras Bonnie se acercaba trotando alegremente, Evelyn miró a Conall.
—Pero no quiero vivir en el pueblo de los Buchanan —le dijo—. Ya no.
Él puso cara de sorpresa.
—¿Queréis ir a vivir con Duncan y con mi madre?
Ella negó con la cabeza.
—Quiero nuestra casa: la casa de Ronan y Minerva. Quiero vivir en la cabaña del
valle. Al menos, durante un tiempo.
—¿Estáis segura?
—Lo estoy. —Trató de mostrarle una sonrisa en medio de las lágrimas—. Adoro a los

26
Buchanan y adoro a Duncan también, pero no creo que podamos formar un hogar ahora
mismo en ninguno de los dos pueblos, tal como están las cosas entre todos nosotros.
Quiero que nosotros cinco: Gregory, Alinor, Bonnie, vos y yo, vivamos donde nos
conocimos. Donde podamos estar seguros de reencontrarnos como familia.
La sonrisa de Conall se volvió más tierna mientras besaba a Eve en la boca.
—Como deseéis, Eve. Pero me parece que Alinor no necesita reencontrarse con
nuestra familia. —Miró por encima del hombro de Evelyn y ésta se dio la vuelta.
Alinor no se había unido a ellos, sino que estaba de nuevo delante de las rocas
inclinadas. En esta ocasión no era Bonnie la que corría alegremente junto a ella, sino cinco
cachorros regordetes, unos negros y otros de un gris oscuro, correteando a su alrededor y
entre sus patas. Pasado un instante salió un lobo gris enorme, con aspecto de ser muy
fuerte, de una madriguera escondida bajo las rocas para situarse entre Alinor y los
humanos. Terna el lomo erizado y aullaba en tono amenazador.
—¡Pero, Alinor! —susurró Evelyn, entendiendo por fin lo que pasaba.
La noche que se escapó la loba, su estado cada vez más deteriorado, su ausencia tan
prolongada…
Alinor había formado su propia familia.
Evelyn supo que su niña querida ya nunca iba a regresar con ellos a la pequeña cabaña
del valle, y el dolor le cortó el aliento. El grado de familiaridad que sentía con aquella
bestia negra gigante era algo inexplicable; se habían salvado la vida la una a la otra en
cierta ocasión. Habían sobrevivido juntas a las adversidades, por imposible que pudiera
parecer.
Y ahora se iban a separar para siempre.
El lobo gris se mostraba hostil hacia el trío de humanos y hacia la oveja solitaria, pero
Alinor lo disuadió de atacar con un ladrido tajante y un mordisco suave. Alinor avanzó
hacia ellos, mirando a Evelyn llena de ilusión.
—Acercaos a ella —susurró Conall al oído de Evelyn.
Evelyn, asintiendo, se puso en movimiento para ir a gatas hasta un punto neutral entre
ambas familias, y aguardó a que la loba fuese hacia ella cuando creyera oportuno. Evelyn
comprendió que aquella loba salvaje era de nuevo la Alinor que ella tanto quería, de modo
que le concedió el espacio necesario para que sintiese que no había peligro.
—No pasa nada, preciosa —susurró Evelyn mientras Alinor deambulaba nerviosa de
un lado a otro sin quitarle la vista de encima—. No te voy a obligar a venir conmigo. No
vas a tener que tomar esa decisión.
La loba aulló una sola vez, y Evelyn advirtió lo confundida que estaba.
—Alinor —la llamó con una sonrisa—. Aquí.
La loba cesó en su merodeo y se dirigió hacia Evelyn, lanzando su enorme cuerpo
negro a los brazos de la mujer para ponerse a lamerle la cara como loca, y en aquel
momento maravilloso de valor incalculable, Evelyn percibió que Alinor volvía a ser su

27
Alinor.
La loba se puso a aullar, le dio unos cuantos lametazos, la mordisqueó y empezó a
brincar.
Feliz.
Feliz.
Triste.
—Lo sé, princesa —arrulló Evelyn abrazándose con todas sus fuerzas al pescuezo a
Alinor—. Yo también. —Detrás de Alinor, el lobo gris retenía a los cachorros; detrás de
Evelyn, Conall sujetaba a Gregory—. Pero no pasa nada. En realidad, es algo maravilloso.
De eso puedes estar segura.
Alinor de repente se separó de los brazos de Evelyn y volvió de un salto a la boca de la
madriguera. Evelyn se secó los ojos mientras la descomunal madre negra olisqueaba a sus
cachorros sin demasiada delicadeza. Entonces Alinor cogió a uno —el más negro y
diminuto de todos— por el pescuezo y trotó hacia Conall, pasando por delante de Evelyn.
Evelyn se dio la vuelta para contemplar la escena.
El cachorro chillaba y trataba de esconderse, colgado de la quijada de su madre,
mientras Alinor le tocaba dulcemente el brazo a Conall con la pata. Cuando éste abrió los
brazos con los que protegía a Gregory, Alinor, con mucha delicadeza, le depositó a su
cachorro en la mano que le quedaba libre y le dio una última sacudida con el hocico. No
prestó atención a Gregory ni a Conall, sino que se volvió junto a Evelyn para apoyarle el
morro contra la nariz.
Los grandes ojos amarillos y transparentes de Alinor se clavaron sombríamente en los
de Evelyn.
Evelyn apenas pudo pronunciar una palabra.
—Gracias.
Alinor le pasó la lengua áspera por la cara a Evelyn y ésta le dio un último abrazo bien
fuerte. Alinor soltó el más suave de los aullidos en voz baja.
—Yo también te quiero, mi niña —susurró Evelyn junto a la oreja erguida de la loba
—. Y siempre te querré. Por los siglos de los siglos.
Entonces Alinor se soltó bruscamente del abrazo de Evelyn, y ella vio ahora ante sí un
animal salvaje y mortífero. Gruñó a Evelyn y arrugó el hocico para enseñarle los largos
colmillos, blancos como perlas.
Vete.
Evelyn se puso de pie. Las piernas le temblaban. Alinor, su amiga, su niña, ya no era
sino un bello recuerdo, reemplazado por la increíble criatura salvaje que ahora le enseñaba
los dientes.
Oyó la voz de Conall que la llamaba en un tono grave de preocupación.
—Volved, Eve. Despacio.

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A Evelyn le pareció que aquella orden tenía un significado muy, muy profundo.
Fue retrocediendo lentamente hasta que sintió los brazos fuertes de Conall en la
espalda.
A la loba negra se le había unido gruñendo su compañero.
—Vámonos, Conall —le susurró Evelyn, que estiró una mano hacia abajo y la enredó
en la larga lana de Bonnie para impedir que la insensata saliera correteando hacia su
propia muerte; pues la loba negra y su familia ya no eran sus amigos—. Daos la vuelta y
empezad a andar. Yo llevo a Bonnie.
Conall le pasó el lloroso cachorro a Evelyn y se puso más cerca de ella, apresurándose
entre los árboles, consciente del peligro.
El grupo del bosque entonó una desgarrada melodía lobuna.
Tanto los aullidos como los chillidos del cachorro eran fuertes, salvajes y hermosos. Y
en las notas más altas, Evelyn reconoció la voz de Alinor que se despedía.

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Capítulo 4
EVELYN no quería abrir los ojos. Podía asegurar, por lo entumecida que tenía la punta
de la nariz, que el fuego de turba se había apagado. En la cabaña hacía un frío que era más
propio de una cueva, pero en aquel pequeño camastro, acurrucada con Alinor bajo la
manta de caballo, estaba muy cómoda. Se sentía como si acabara de acostarse; aún notaba
el cansancio en los huesos, a pesar de que había sido una noche poco corriente de sueño
placentero. Evelyn quería dejarse llevar una vez más a aquel lugar tranquilo y cómodo
donde no se oía aullar a los lobos. Condenado fuego.
Si abría los ojos también iba a tener que volver a tratar con Conall MacKerrick, y
culpó a la presencia arrogante del highlander su enorme falta de energía.
Evelyn le había dado permiso para cobijarse allí durante la noche porque su conciencia
le impedía exponerlo a la amenaza de los lobos grises. Aunque decir que le «había dado
permiso» era mucho decir. El highlander no le había preguntado si podía quedarse en la
cabaña, sino que, con gesto indiferente, se había hecho una cama con las ramas de pino del
corral de Alinor y su amplia tela de cuadros. Se echó musitando «Buenas noches, Eve» y
se quedó dormido.
De modo que dependía de Eve tener que salir de la cabaña o echarse en el camastro
junto a Alinor, y se decidió por lo último tras haber examinado los corrales varias veces
sin saber qué hacer. Con la loba a su lado, por lo menos, no temía por su virtud, y Alinor
ofrecía una compañía acogedora con la que acurrucarse.
—Buena chica —le susurró a la loba, y sacó una mano de debajo de la manta para
enredarle los dedos en el pelo de la cabeza.
Lo que encontró, sin embargo, fue su trasero huesudo, y le acarició las patas, dejando
que sus labios esbozaran una sonrisa satisfecha y agotada.
Pero la sonrisa se le borró de los labios cuando su mano se posó en la manta tosca y
tibia, que irradiaba un calor procedente de la carne firme que tenía debajo. Evelyn abrió
los ojos de golpe.
—Buenos días, Eve —dijo el highlander, con el rostro a escasos centímetros del suyo

30
y los dedos de ella apoyados en el hombro.
Evelyn se llevó tal susto que no fue capaz de decir nada. Hizo un rápido inventario de
su persona: el vientre, tibio; los muslos, tibios; los pies y las piernas, tibios y pesados.
Estaba de cara al montañés, que se había puesto a su lado, y levantó la cabeza para verse
el resto del cuerpo.
Alinor estaba atravesada a los pies de la cama, encima de la manta de lana, del paño de
cuadros del montañés y de las dos piernas de Evelyn.
La muy traidora.
Volvió a mirar a Conall MacKerrick.
—¿Qué hacéis en mi cama, señor? —preguntó con calma en voz baja.
—Me estoy calentando —trinó él con su acento, y le echó una sonrisa adormecida.
Aquellas tres palabras —cuyo significado iba más allá de la simple respuesta—
combinadas con el cuerpo enorme de aquel hombre, hicieron que a Evelyn, ya incómoda
de por sí, se le retorciesen las tripas. De modo que hizo lo primero que se le ocurrió.
De manera lenta, lánguida y cuidadosa, le puso al hombre ambas manos sobre el
grueso pecho de fuertes músculos, le devolvió la sonrisa y lo empujó.
El highlander desapareció por un costado de la cama con un grito ahogado y un
gruñido. Alinor levantó la cabeza para asomarse al suelo y luego volvió a tumbarse
encima de las piernas de Evelyn con un gran suspiro.
—Buenos días, Conall —dijo la voz incorpórea del highlander—, ¿habéis dormido
bien? Cuánto me alegro. Muchas gracias por darme calor durante la noche y os pido
disculpas por haberos roncado al oído como un asno. Qué maleducada soy.
Evelyn se apoyó sobre un codo para observar al hombre que yacía en el frío y duro
suelo.
—Coged vuestras cosas, señor, y marchaos. Os habéis tomado demasiadas libertades
respecto a mi persona, y eso no lo puedo tolerar ni por un instante. —Fue a acostarse de
nuevo, pero se detuvo—. Y yo no ronco, era Alinor.
MacKerrick resopló y se sentó a regañadientes.
—Me cuesta creer que una loba negra descomunal pueda hacer un sonido como de
pato estrangulado, pero como vos deseéis, Eve.
Evelyn se volvió enfurruñada sobre el delgado cobertor para ponerse de cara a la
pared. Empezó a sentir cómo se colaba el frío de la cabaña entre las mantas. Que Dios se
apiadase de ella, nunca había estado tan cansada.
La oveja baló desde el corral y Evelyn gritó indignada porque Alinor la había
pisoteado al darse la vuelta, antes de salir de la cama disparada. Aquella mañana le dolían
ambas piernas, una novedad bastante desagradable.
—¡Atrás, atrás, bestia! —la reprendió MacKerrick por encima del hombro de Evelyn.
La oveja volvió a balar. Evelyn oyó el ruido de la madera y sintió una horrible ráfaga

31
de aire gélido antes de que la puerta de la cabaña se cerrase de nuevo y todo quedase en
santa calma.
Cerró los ojos reconociendo a duras penas lo mal que se encontraba. De verdad tenía
que levantarse; resultaba escandaloso seguir ahí echada, medio dormida, mientras un
extraño entraba y salía a su antojo. Debía levantarse para asegurarse de que se marchara y
de que no huyera con el resto de la carne, que era lo único que tenían Alinor y ella para
comer. De hecho, era lo único que habían comido durante varias semanas.
Pero en aquel momento no le importó. No tenía fuerzas. La cadera y la pierna le dolían
más de lo que le habían dolido en varios días. Tenía frío, se sentía cansada y sólo quería
dormir…
Conall vio que la loba negra salía disparada hacia el bosque y siguió su rastro, a paso
más lento, llevando consigo a la oveja de la correa. Orinó delante del bosque, dejando que
la oveja olisqueara el suelo seco debajo de un pino enorme.
Ya amanecía, pero Conall no se molestó en buscar los rayos brillantes del sol matutino
por el este. El cielo estaba bajo y denso y el color gris de los troncos de los árboles lo
rodeaba. Venía mal tiempo. Una brisa suave sacudió las ramas que había en lo alto,
haciendo retumbar un eco de crujidos y chirridos por todo el bosque: el sonido del hielo
que lo cubría todo.
Cuando terminó con lo suyo, Conall volvió a llevar a la oveja a la cabaña. El pequeño
cercado que había a la izquierda de la casa estaba cubierto de nieve, de modo que tuvo que
pasar cerca de una hora cavando. Mandó a la oveja para dentro de una palmada en el
trasero y le dio una patada al abrevadero para vaciarlo de más nieve. Iba a tener que
derretir un poco para darle al animal. De momento, la oveja se contentaba con explorar la
nieve con su suave hocico marrón.
Conall cerró el establo y se quedó de pie mirando la cabaña. Todavía no salía humo del
tejado, y se sintió ligeramente sorprendido y algo molesto. En aquella habitación alargada
e inclinada ya hacía bastante frío cuando dejó a Evelyn acostada y, con toda certeza, más
frío aún desde que él había abierto la puerta.
Tal vez estuviese esperando a que Conall encendiese el fuego. Se le había pasado por
la cabeza. Era justo lo que iba a hacer cuando ella lo tiró de la cama, pero, dada la forma
en que se comportó, Conall pensó que era mejor dejarla a su aire para que se fuera
haciendo a la idea de que él se iba a quedar en la cabaña. Era evidente que se había
equivocado, pero él estaba más que complacido de poder encenderle el fuego a Eve
Buchanan, qué diantres.
Para ser exactos, iba a encendérselo ahora mismo.
Alinor salió trotando del bosque que resplandecía por la nieve y se encontró con
Conall en la entrada. La loba lo miró expectante.
—Eres una loba —susurró Conall—, ¿no prefieres quedarte fuera? —Hizo un gesto
con el brazo señalando el claro—. ¿No te gusta?

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Alinor levantó una pata y arañó la puerta una vez para luego volver a mirar a Conall.
Resoplando, Conall abrió la puerta de un empujón, admitiendo a la bestia no sin cierto
reparo. La siguió hacia dentro dejando la puerta entreabierta y se preparó para encender la
lumbre.
Conall puso mala cara al ver que Evelyn seguía en la cama; Alinor volvió a echarse
con ella, subiendo de un salto muy elegante. Se dijo a sí mismo que tal vez le costara
dormirse la noche anterior, con un extraño cerca. Echó un poco de turba descompuesta en
la pila, que empezó a arder enseguida, y el humo pronto se elevó hacia el techo.
Una vez hecho eso, se quedó de pie junto a la cama, mirando la silueta esbelta y
tranquila de Eve. No quería despertarla, pero no encontraba la vasija de barro que había en
la cabaña y tenía que llevarle agua a la oveja. Eve estaba de espaldas a la habitación y
Alinor tenía la enorme cabeza apoyada en la curva de su cintura.
—Eve —la llamó Conall suavemente, y le puso una mano en el hombro.
Alinor, que se puso a rugir de inmediato, abrió las mandíbulas a un suspiro de
distancia del dedo meñique de Conall.
—Arpía —masculló Conall, apartando la mano sin perder de vista al animal.
Los labios de Alinor temblaron con un último rugido antes de volver a apoyar la
cabeza.
—Eve —la llamó Conall un poco más alto, sin apartar los ojos de la loba.
La forma que había bajo las mantas se revolvió.
—Marchaos —sonaba más que medio dormida.
—Tengo que darle agua a la oveja y hacer comida para nosotros. ¿Dónde está la vasija
en la que cocináis, muchacha?
Tardó un rato en contestar, de modo que Conall se estaba ya haciendo a la idea de que
iba a tener que darle la vuelta, y seguramente vérselas con la loba para conseguirlo. Cada
vez le preocupaba más el letargo de la mujer. Desde que se conocieron la noche anterior,
en ningún momento se había llevado la impresión de que Eve Buchanan fuese una persona
perezosa.
Entonces, ella habló.
—No cocino en la vasija, utilizo el espetón. Hay carne ahí —sacó un brazo para
señalar al otro lado de Conall, y al hacerlo, la manga se deslizó hasta pasado el codo—, en
el estante.
Conall volvió la cabeza; el brazo derecho, largo y delgado, de la mujer estaba lleno de
cardenales morados y verdes.
Ella se volvió a tapar hasta los hombros con la manta, escondiendo el brazo.
—Ahora, marchaos.
—¿Qué os ha pasado en el brazo, muchacha? —preguntó Conall con cautela—. ¿Os
habéis caído?

33
La vio mover apenas la cabeza, asintiendo vagamente.
—Por el agujero para el humo, cuando encontré la cabaña.
Conall se sintió menos preocupado aunque, con unos cardenales así, la muchacha tenía
suerte de no haberse roto nada. Atravesó la habitación hasta el estante y examinó las
lamentables existencias de carne de caballo seca y quemada.
—¿Cuándo fue eso, Eve? —le preguntó por entablar conversación—. ¿Cuánto lleváis
en la cabaña de Ronan?
—No sé… ¿un mes? Puede que… algo más —dijo ella tras una larga pausa.
Conall se quedó petrificado. Los cardenales deberían haber desaparecido hacía ya
tiempo.
Como no quería perder un brazo, Conall fue otra vez hasta la puerta y la abrió de par
en par.
—Ven, anim… Alinor —corrigió, señalando la salida.
Tenía que deshacerse de la loba para confirmar sus graves sospechas.
La loba lo miró sin interés.
Conall salió por la puerta.
—Venga, vamos. —Se dio unas palmadas en los muslos sintiéndose el hombre más
estúpido del mundo—. Ven conmigo, Alinor, preciosa. Vamos.
La loba se levantó despacio, se estiró a voluntad y por fin bajó de la cama. Cruzó la
estancia con aires de grandeza y se detuvo delante de Conall, pero aún dentro de la
cabaña. Daba la impresión de que sabía exactamente lo que quería hacer aquel hombre y
no tenía intención de salir de la casa.
Pero, por una vez, el destino decidió sonreírle a Conall e hizo que un conejo se pusiera
a brincar en el claro en aquel preciso momento.
Alinor salió disparada por la puerta y cruzó el claro como un rayo negro.
Conall se metió dentro y cerró la puerta. Se detuvo un instante y luego echó la tranca,
por si acaso. Rápidamente fue hacia la cama, cogió a Eve por el hombro y la tumbó de
espaldas.
—¿Qué estáis haciendo, señor? —preguntó ella aturdida, y Conall entonces advirtió
los círculos morados que tenía en torno a los ojos—. Soltadme de inmediato.
—Chisst…, Eve, muchacha. Tengo que mirar dentro de vuestra boca. —Le puso los
dedos a ambos lados de la cara.
—¿Qué? No vais a hacer cosa semejante. —Ella trató de apartar la cabeza con muy
pocas fuerzas.
—Escuchadme, muchacha, estáis muy enferma. ¿No habéis comido otra cosa que
carne de caballo desde que llegasteis?
Eve lo miró extrañada, con las mejillas ardiendo.
—Me gustaría saber si es que hay otra cosa que comer. No estoy enferma,

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MacKerrick, sólo cansada.
Conall asintió, sin ánimo de enfadarla aún más.
—¿Dónde está la vasija, muchacha?
—Enterrada.
Conall se quedó perplejo.
—¿Enterrada?
—Cociné toda la carne que pude, la metí en la vasija y la enterré. Pero no queda
mucha —contestó Evelyn con mucho esfuerzo, y suspiró derrotada—. Está debajo de la
piedra plana grande que hay saliendo por la puerta, a unos veinte pasos.
Conall se sorprendió de la ingenuidad de aquella mujer. No se había podido imaginar
la situación tan difícil en que estaba Evelyn Buchanan cuando encontró la cabaña de
Ronan. No era de extrañar que se mostrase tan posesiva con la casita de adobe.
—Muy bien, muchacha —dijo Conall sonriente—. Vos descansad, que yo ahora
vuelvo.
Conall siguió sonriendo a pesar de que Eve lo único que hizo fue poner mala cara y
volverse contra la pared.
Tenía que darse prisa.
A Evelyn le pareció que MacKerrick, nada más dejarla a solas, había vuelto de
inmediato a la cabaña haciendo mucho ruido.
Mientras, ella se había quedado adormecida, quejándose en silencio del dolor que tenía
en las articulaciones. Alinor, por un momento, le había puesto el hocico helado a Evelyn
en el cuello caliente, pero tras una retahíla reprobatoria que le echó MacKerrick en un
gaélico que Evelyn no supo descifrar, se apartó enseguida. Ella se volvió a entregar al
letargo.
Entonces, él volvió a tirarle del hombro, obligándola a darse la vuelta, y a través de la
tela fina de la manga ella sintió su mano como si fuese un hierro de marcar ganado.
—Eve —la llamó, acariciándole el brazo hasta la mano. Le puso entre los dedos un
objeto liso y tibio—. Sujetadlo y bebed.
Evelyn abrió los párpados pesados para mirar, primero el rostro de Conall MacKerrick
y luego el objeto que le había puesto en la mano. Era una taza de arcilla; el líquido rojizo
que contenía soltaba un vapor delicioso, cuyo aroma a Eve le resultaba familiar, aunque no
habría sabido decir qué era.
—¿Qué es? —preguntó, incorporándose sobre un codo.
Notó, con un vuelco del estómago, que el highlander le había pasado hábilmente un
brazo por detrás de los hombros para ayudarla. Tenía el bíceps tan musculoso que le
pareció que tenía la espalda apoyada contra una piedra.
—Es una infusión.
Evelyn le echó una mirada suspicaz y olisqueó el vapor que salía de la taza.

35
—Huele… raro. ¿De qué es?
—Está buena. Os hace falta. Bebéosla.
—Decidme qué es —le ordenó ella.
MacKerrick miró al techo con impaciencia.
—¿No confiáis en mí?
—Si no me decís lo que es…
—No es carne de caballo —la interrumpió él bruscamente, y Evelyn sintió que la
estaba regañando.
Así, de cerca, se dio cuenta de que los ojos de color ámbar del highlander tenían un
anillo verde oscuro alrededor, y sus labios eran carnosos y de una apariencia extrañamente
suave para semejante salvaje. Aquella boca la dejó fascinada, y habría querido examinarla,
pero se le volvían a cerrar los ojos.
—Eve —insistió MacKerrick.
Ella parpadeó, se dio cuenta de que había estado a punto de quedarse dormida sentada
y le puso mala cara a MacKerrick, que parecía muy preocupado.
—¿Qué me pasa?
El le acercó a la boca la taza que tenía ella en la mano.
—Bebed —fue su única respuesta.
Evelyn hizo lo que se le decía y dio un sorbo.
El líquido estaba claro y caliente, y era… la infusión más deliciosamente
embriagadora que jamás había probado. El brebaje todavía quemaba bastante, pero, tras
ese primer trago lleno de dudas, no pudo evitar beberse de un trago la taza entera.
Dejó la taza para tomar aliento y miró a MacKerrick.
Él tenía la sonrisa puesta.
—Ya os dije que estaba buena. ¿Un poco más?
—¿Hay más? —preguntó Evelyn incrédula.
«Más» era un concepto que no había vuelto a considerar desde que salió de Inglaterra.
MacKerrick cogió la taza con una risilla y la rellenó de un cántaro que había junto a la
lumbre.
—De esto está el bosque lleno, muchacha.
Volvió al lado de la cama y le dio la taza.
Evelyn se la llevó a los labios y bebió a toda prisa. Enseguida se arrepintió, porque
estaba hirviendo y se había abrasado la boca, la lengua y la garganta.
—Despacio —la reprimió el highlander—, que no le ha dado tiempo a enfriarse.
A Evelyn se le saltaron las lágrimas por haberse escaldado la boca, pero se conformó
con soplar la superficie de la infusión.
—Pino —dijo MacKerrick.

36
Evelyn se lo quedó mirando y vio que él le estaba observando la boca mientras
soplaba.
—¿Cómo?
—Es una infusión de agujas de pino, endulzada con un toque de hidromiel —añadió él
con una sonrisa—. No habéis comido nada verde, ni nada de fruta, durante semanas,
muchacha —le señaló el brazo—. Los cardenales, el sueño… necesitáis fortaleceros.
Ella lo miró con escepticismo.
—¿Y esta simple infusión me va a curar todo eso?
Conall asintió.
—Casi todo, con ayuda de lo que tengo en aquella vasija.
Evelyn miró otra vez la lumbre que seguía calentando aquel brebaje delicioso, y vio la
enorme vasija de arcilla en la que había enterrado la carne de caballo. La tapa estaba un
poco inclinada y dejaba escapar un hilillo de humo.
MacKerrick se levantó y se sacó del cinturón un cuchillo corto. Se acercó al fuego y se
puso en cuclillas para, a continuación, envolverse la mano en los bajos de la camisa que
llevaba puesta a modo de túnica y quitarle la tapa a la vasija. Evelyn alcanzó a ver el rico
caldo marrón con, tal vez —¿podría ser?—, una pizca de verde, mientras el highlander
revolvía el mejunje con su daga.
Volvió a poner la tapa y miró a Evelyn al mismo tiempo que limpiaba la hoja con un
trapo para luego guardarla.
—¿Estofado? —le ofreció.
Evelyn sintió un sofoco provocado por el alivio y el deseo. Le dio un sorbito a la
infusión y se dio cuenta de que le temblaban las manos y los brazos. Estofado. Madre mía.
Una desagradable oleada de inesperadas nauseas le empañó la cara, el pecho y la espalda
de sudor.
—Estaréis bien en un día o dos —le dijo MacKerrick acercándose al camastro.
Los ángulos de su cara de halcón eran más suaves de lo que a Evelyn le habían
parecido cuando lo conoció. Era un hombre apuesto de verdad.
—Gracias —logró gruñir Evelyn en voz baja.
Estaba muy agradecida por los cuidados que le dispensaba aquel desconocido enorme,
pero tanta generosidad la abrumaba. ¿Cómo iba a seguir pidiéndole que se marchase de la
cabaña cuando lo más probable era que le estuviese salvando la vida? Pero, si era ella la
que se tenía que marchar, ¿dónde se iba a refugiar con Alinor? Lo más seguro era que se
murieran de hambre. Qué ironía.
Hubo un tiempo en que Evelyn se habría aterrorizado ante semejante dilema. Había
sido hija única, criada por su padre, un noble que había podido satisfacer todas sus
necesidades antes incluso de que ella misma supiese que necesitaba algo. Siempre vivió
rodeada de amigos, y rara vez había discutido con alguien. Estuvo prometida a su más

37
querido compañero de la infancia y le aguardaba una vida de privilegios infinitos. Pero lo
había despreciado todo para recluirse en aquel convento infernal, donde no tenía amigos.
Donde la condenaban verbalmente y la castigaban físicamente de forma espantosa sólo
por ser quien era. No fue el refugio religioso contra el miedo al matrimonio y a la
maternidad que ella había esperado. A decir verdad, el miedo de Evelyn se había agravado
por culpa de las jóvenes solteras y con algún hijo que el convento aceptaba en su seno.
Evelyn se vio incluso forzada a asistir en innumerables partos, la mayoría de ellos con
malos resultados.
Para ella, vivir y tener miedo era lo mismo, y dedicaba todos sus pensamientos a
planear el modo de fugarse. Pero aquel sueño brillante se rompió en pedazos cuando
mataron a su padre y a ella la enviaron a la casa del hombre al que había despreciado. Lo
único que pudo hacer fue juntarse con la vieja bruja que conoció allí y huir.
Y había sobrevivido. Había sobrevivido a todo ella sola hasta aquel momento. De
modo que no le daba miedo verse así ante aquel highlander inmenso que ahora le estaba
dando de su mano pedazos de carne a Alinor. Puede que estuviese arrepentida, pero no
tenía miedo.
—Señor —empezó a decir.
El highlander levantó la vista.
—¿Qué, muchacha, queréis más infusión?
—No, gracias —dijo advirtiendo, para su disgusto, que aquel hombre se había ido
recuperando de la falta de modales que había mostrado desde que se vieron por primera
vez—. No podemos seguir así. Estoy segura de que lo entendéis.
MacKerrick la miró con sorpresa.
—Lamento deciros que no lo entiendo.
—Nosotros… quiero decir —Evelyn dudó—. No podemos habitar los dos esta casa.
Juntos —enfatizó.
—¿Y a qué viene eso ahora? —preguntó tranquilamente él, secándose las manos en la
camisa mientras se acercaba a un cuenco de madera y un cucharón que había junto al
estofado que hervía en la vasija.
—Es del todo inapropiado, a eso viene. —Evelyn contempló cómo le quitaba otra vez
la tapa a la vasija—. Antes de venir a Escocia con Min… con mi tía, Minerva, yo vivía
entregada al convento, después de haber sido toda la vida una dama en casa de mi padre.
No puedo tener esperanzas de mantener la dignidad viviendo en un espacio tan reducido
con un hombre del que no sé nada.
—Comprendo —dijo el highlander pensativo.
Sirvió un poco de estofado en el cuenco, pero no dijo nada más.
Evelyn tomó un sorbito de la taza y se aclaró la garganta.
—Bien… ¿y qué proponéis que hagamos?

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MacKerrick se levantó con el cuenco en la mano y lo llevó junto a la cama. Cogió la
taza de manos de Evelyn y la reemplazó por el cuenco humeante de estofado.
—Propongo que no hagamos nada —dijo.
—Pero… —empezó a decir Evelyn.
MacKerrick levantó la palma de la mano.
—Soy MacKerrick, el jefe de mi clan. Mi honor es tan inquebrantable como el de
cualquier terrateniente inglés. Especialmente ante la familia Buchanan —dijo—. No
puedo dejaros marchar por… por vuestra propia seguridad. Y yo he venido aquí para
cazar, cosa que se me da bien. Mis paisanos se están muriendo de hambre, Eve. No les
puedo fallar.
Por algún motivo, aquella declaración le produjo a Evelyn escalofríos en el espinazo.
Pero aún había más. El estofado que tenía en la mano siguió intacto, olvidado, mientras él
seguía hipnotizándola con su voz.
—Viene mal tiempo, una tormenta feroz, si interpreto las señales correctamente.
Ninguno de los dos sobreviviría a un viaje de más de media jornada.
Se inclinó para rellenar de infusión la taza, de la que él mismo bebió pensativo, y
luego la miró a ella.
—Puede que este sea un invierno muy largo, Eve, y no puedo deciros que nos
vayamos a separar pronto. Pero os doy mi palabra de que estaréis a salvo aquí conmigo.
Evelyn no supo qué contestar. Bajó la mirada al cuenco de madera que tenía en las
manos y se lo llevó a los labios. Bebió del borde paseando la vista por los coloridos
trocitos de guisantes y zanahorias y los copos de cebada atrapados en el denso caldo.
¡Dios del cielo! Aquello estaba buenísimo. Cerró los ojos y se dejó la sopa en la boca
durante un buen rato, saboreándola, antes de tragar.
—Este estofado está delicioso —le dijo en voz baja—, muchas gracias.
—De nada, Eve —dijo él con solemnidad—. Vos aportasteis la carne, evitándome
tener que salir a cazar nada más llegar. Estoy en deuda con vos.
Evelyn no podía creer que se le estuviese ruborizando el rostro por aquel simple
cumplido, así que le echó la culpa al calor de aquel estofado maravilloso.
—¿Qué decís entonces, Eve? —preguntó MacKerrick, que había dejado de mirarla y
estaba atizando la lumbre con el palo afilado de Eve—. ¿Seguimos juntos?
A Evelyn le vino un pensamiento a la mente, uno extrañamente molesto.
—¿Estáis casado, señor?
El highlander cesó en su actividad durante unos instantes.
—Lo estuve —dijo como quien no quiere la cosa—. Ella ha muerto.
—Ah. —Evelyn volvió a beber y se detuvo a chupar y masticar un trozo de zanahoria
para que le diera tiempo a disimular el improcedente alivio de saber que aquel hombre
inmenso no tenía una mujer esperándolo impaciente—. Lo siento mucho.

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El highlander asintió brevemente sin mirarla a los ojos.
Todavía está muy dolido, pensó Evelyn para sus adentros, y se impresionó mucho. Un
hombre de luto, cazando para alimentar a su pueblo. Puede que fuese más noble de lo que
Evelyn había creído.
—Bueno, lo que está claro es que no podéis volver a dormir conmigo en la cama —le
dijo, quizás demasiado alto para la conversación que venían manteniendo en voz baja.
—De acuerdo —murmuró el highlander con la atención todavía centrada en la lumbre.
—Y nadie puede saber que estoy aquí —dijo Evelyn de repente, volviendo a temer de
aparecieran los Buchanan—. No quiero echar a perder mi reputación.
—Es poco probable que tengamos visita, Eve —dijo él con un aire irónico—. Pero no
se lo diré a nadie, si así lo deseáis.
Evelyn apretó los labios.
—Bueno. Entonces, de acuerdo.
A continuación, él la miró a los ojos.
—Yo también tengo una condición, si no os importa.
Evelyn tragó.
—¿Sí?
—Que me llaméis Conall. O MacKerrick, por lo menos —sonrió—. Eso de que me
digáis «señor esto» o «señor lo otro» me hace sentirme superior a los ingleses.
Evelyn sintió que una leve sonrisa le levantaba las comisuras de los labios.
—Muy bien. MacKerrick, pues.
MacKerrick esbozó una amplia sonrisa, le guiñó un ojo con descaro y luego bebió de
la taza.
Evelyn, con el corazón desbocado, se comió el guiso.

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Capítulo 20
COMO un arcángel escocés, el joven y fuerte Andrew Buchanan había bajado a Evelyn
de la montaña y la había llevado en brazos todo el camino, hasta el pueblo. No había
parado ni a tomar aire, silbando al compás de las zancadas que daba. Llegaron a las calles
formadas por caserones muy elegantes, graneros, establos y negocios, que Evelyn recorrió
en brazos de Andrew. Los tejados de paja formaban un arco iris con aire veraniego.
Bonnie iba dando saltitos detrás de ellos, vapuleando alegremente a Robert; Sebastian iba
sobre la cabeza de la oveja, con ademán protector. Hasta el pequeño Bigotes había
asomado la naricilla desde el bolsillo de la túnica de Evelyn para disfrutar de la
maravillosa estampa de aquel pueblo.
Y la vista de aquel séquito también estaba complaciendo a otros. Los habitantes de
aquel lugar dejaron lo que estaban haciendo y emergieron de sus viviendas para unirse al
desfile llenos de curiosidad. Los niños corrían al lado de Andrew y los llamaban a Evelyn
y a él en un gaélico exaltado. Le tiraban a ella del bajo del vestido y los señalaban, a ellos
y a los animales.
Al llegar al límite interior del pueblo, a un tiro de piedra del propio lago, Evelyn
alcanzó a ver el principio de una fortaleza de piedra que estaban construyendo en una
curiosa islita que había a cierta distancia de la costa. Sobre ella se alzaba una plataforma
irregular de la altura de tres hombres, entrecruzada por un enjambre de andamios. Los
trabajadores estaban aprovechando la tarde rojiza al máximo y el lago parecía tener vida,
con todas aquellas barcazas y balsas que les llevaban los materiales desde la costa.
—Es la torre nueva —le dijo Andrew con una amplia sonrisa de orgullo, e inclinó la
cabeza hacia el lago con un brillo en sus ojos azules—. ¿Os gusta, señora? Angus ordenó
construirla en cuanto supo que iban a venir desde Inglaterra a visitarlo.
—Es formidable —le aseguró Evelyn con poco entusiasmo, mientras miraba muy
nerviosa a las caras sonrientes que los rodeaban, que ahora formaban una multitud. Se
sentía como si se hubiese quedado atrapada en un sueño en el que desfilaba en volandas
entre la algarabía de la gente, como si fuera una reina.
Andrew se rió; para aquel hombre todo era motivo de júbilo.

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—Estoy seguro de que las habréis visto mejores, pero ésta cumplirá con su cometido.
Un defensor de Escocia encontrará cobijo en ella algún día, señora, eso dice la profecía.
Evelyn apenas pudo sonreír. Pensó que se iba a poner enferma si Andrew no paraba de
balancearse de aquella manera.
El escocés se dirigió a la multitud gritando en gaélico y les abrieron el paso. Andrew
dio una veintena más de zancadas entre los zarandeos de la muchedumbre y plantó a
Evelyn de pie delante de la casa más grande del pueblo, ayudándola a mantener el
equilibrio al ver que las piernas le temblaban.
—¿Estáis bien? —le preguntó.
Evelyn asintió.
—Entrad. —Y señaló con un brazo hacia el oscuro interior de la casa.
—¿Queréis que entre ahí? —preguntó ella con voz chillona—. ¿Yo sola?
Andrew puso cara de asombro.
—Bueno, no esperaréis que os acompañe, señora… ¡el jefe de los Buchanan tiene muy
mal genio!
Evelyn creyó que se iba a desmayar. Pero Andrew se dio cuenta enseguida del apuro
en que ella se encontraba y se apresuró a soltar una carcajada.
—¡Lo decía en broma, señora! Ay, Dios, perdonadme por ser tan tonto. —Le pasó un
brazo por los hombros a Evelyn para reconfortarla y se volvió hacia la puerta—. Entrad —
le dijo, esta vez con amabilidad—. Está deseando conoceros. No tengáis miedo.
Evelyn dio un paso titubeante hacia el portal y entonces se detuvo para volverse hacia
Andrew.
—¡Bonnie! Necesito… ¿Dónde está mi oveja, señor?
Andrew miró a un lado y a otro, y dio unos cuantos gritos en su lengua natal. Un par
de niños pequeños —un niño y una niña— dieron un paso hacia delante. Uno llevaba la
correa de Bonnie mientras que la otra llevaba en brazos a Robert, recién liberado. Le
ofrecieron los animales estirando unos brazos delgadísimos con unas sonrisas
resplandecientes.
—Señora —trinó la niña.
Evelyn, perpleja, les dedicó una sonrisa. Cogió la correa de Bonnie y dejó que Robert
se le acurrucase en un antebrazo.
—Gracias —dijo ella.
—Gracias —la imitaron los niños al unísono y se rieron.
Con un graznido, Sebastian aterrizó sobre el tejado de la casa del jefe de los Buchanan,
suscitando alegres comentarios entre la gente del pueblo que estaba allí reunida. Evelyn
los recorrió con la mirada una vez más antes de darse la vuelta y entrar por la puerta.
Los ojos de Evelyn necesitaron unos instantes para adaptarse a la luz del interior, de
modo que se detuvo a pocos pasos para parpadear al compás frenético de los latidos de su

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corazón. El sonido de la puerta, que chirrió para cerrarse al final con un golpe seco, hizo
que Evelyn reemprendiese la marcha, contemplando todo lo que había a su alrededor.
—¿Me tenéis miedo, muchacha? —preguntó una voz con tono de ultratumba desde el
interior de la sala, y Evelyn volvió a recorrer la estancia con la mirada en busca de quien
había hablado.
Había un hombre sentado en una butaca de madera con el respaldo muy alto, justo
detrás de un inmenso fuego que se elevaba sobre la turba incandescente, y Evelyn se
sorprendió de que Angus Buchanan fuese tan sumamente viejo. Dentro de la casa había un
ambiente muy cálido, pero el jefe del clan parecía ir vestido como para una ventisca:
llevaba una túnica de lana de manga larga que le llegaba por debajo de las rodillas, con
una camisa interior que le asomaba por el cuello; un chaleco de lana de oveja muy
ajustado, y un paño de cuadros sobre el regazo. Unas botas de cuero grueso le revestían las
piernas. Tenía el pelo largo y blanco como la nieve, con aspecto de ser tan suave como la
pelusa de un diente de león. La frente se le veía despejada y brillante, con venas y
manchas propias de la edad, sobre unas cejas blancas bastante ralas que daban cobijo a
unos ojos azules un tanto hundidos. Llevaba una barba muy larga, de pelo más hirsuto que
el resto, pero con el mismo brillo de alabastro.
Evelyn tuvo la extraña sensación de que se encontraba ante un dios celta, o ante las
propias montañas que vigilaban el lago Lomond que hubieran cobrado forma humana, o
ante el Tiempo mismo. Anciano, fuerte, sabio y… eterno.
Él estaba sonriendo, y Evelyn se dio cuenta de que no había contestado a la pregunta
del viejo jefe.
—No os tengo miedo —le respondió, y se sintió muy orgullosa al ver que no le había
temblado la voz al decirlo—. Pero sí me da miedo que me neguéis un respiro.
A Angus se le movieron los hombros como si se estuviese riendo para sus adentros.
—¿Cómo os llamáis, niña?
Ella tragó saliva.
—Evelyn.
El jefe levantó las cejas, pero sólo ligeramente, como si elevar todo el manto de
arrugas de su frente le resultase un esfuerzo excesivo.
—¿Evelyn…? —dejó la pregunta en el aire.
Ella sabía bien lo que le estaba preguntando, pero la respuesta tardó en llegar. ¿Debía
decirle su nombre de soltera, Godewin? ¿Le correspondería aún el apellido MacKerrick, o
había sido revocado por las promesas de Conall? En realidad, ella quería darle al anciano
los tres nombres: Godewin Buchanan MacKerrick, pues ése había sido su alias desde que
llegó a Escocia.
Pero, apelando a la sinceridad, no podía darle ninguno de ellos. Finalmente, levantó la
barbilla.
—No lo sé, señor. Os pido disculpas.

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—Mmm —Angus asintió con aire pensativo—. Sois ella, pues. La profecía se está
cumpliendo.
—¿Cómo decís?
—Vendrá una mujer sin estirpe, dos seres en uno, con ropajes ancestrales —dijo
Angus—. Las bestias que comanda revelarán su corazón. Su presencia supondrá una
cura de humildad y traerá consigo una gran paz.
El jefe la contempló de la cabeza a los pies.
—La capa. Reconocería esa prenda entre un millar. Es la de mi hermana, ¿verdad?
Minerva Buchanan. Probablemente haya muerto ya.
Evelyn asintió.
—Lo lamento.
Los ojos legañosos de Angus brillaron con tristeza, pero aun así continuó.
—Dos seres en uno… o estáis encinta, o sois una tremenda comilona.
Evelyn se sorprendió a sí misma sonriendo.
—Y éstos… —El jefe se levantó lentamente de su asiento, como si le doliese, y se
acercó a ella, un tanto agarrotado pero con un aire regio. Le puso una mano a Bonnie con
delicadeza debajo de las barbas y le levantó la cabeza—. No parecen hechizados. ¿Os
siguen por su propia voluntad?
—Sí —pero tuvo que rectificar—. A decir verdad, todos menos Robert. —Levantó el
brazo para mostrarle al animal—. Éste vino en su conejera. Me temo que no se me ocurrió
liberarlo.
—Robert. —Angus sonrió y luego miró a la oveja—. ¿Y ésta es…?
—Bonnie —le respondió Evelyn, metiéndose la mano en el bolsillo para sacar al ratón,
que quería escabullirse—. Éste es Bigotes. Y Sebastian está posado en vuestro tejado.
—¿Cómo están vuesas mercedes? —bromeó Angus, y luego miró a Evelyn con
aquellos ojos ancestrales de sabio—. ¿Pero dónde está la loba negra?
Inmediatamente, la imagen de Alinor le vino a Evelyn a la mente y sintió que algo le
oprimía el pecho.
—Hemos recorrido juntas la mayor parte del camino pero… ella estaba —Evelyn tuvo
que hacer una pausa— enferma. No pudo llegar hasta aquí. Tal vez venga más adelante.
El jefe de los Buchanan sonrió con tristeza, como si supiera algo pero fuese demasiado
educado para decirlo.
—Minerva predijo vuestra venida, Eve. Sabía que vuestra llegada anunciaría la muerte
de mi hermana, pero os estaba esperando de todos modos. Nos hace mucha falta esa gran
paz que nos traéis.
Evelyn quería creer lo que le estaba diciendo el anciano. Lo de aquella profecía
milagrosa que hacía que su llegada al pueblo de los Buchanan fuese un motivo de
celebración. Tal vez su aparición estuviese dictada, pero estaba harta de mentiras y medias

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verdades. Evelyn ya no distinguía entre fantasía y realidad, y no quería hacerse ilusiones
acerca de los motivos que la habían impulsado a realizar semejante viaje.
—No os traigo paz —le dijo ella con mucho respeto—. En realidad, puede que me
rechacéis cuando os cuente el porqué de mi viaje hasta vuestro pueblo. Pero os puedo jurar
que es cierto que… que no pertenezco a ninguna estirpe.
Angus Buchanan le levantó el rostro con sus manos frías y arrugadas.
—Mi niña. No os voy a rechazar. Jamás. Sed bienvenida. —Le dio un beso en cada
mejilla y la llevó hasta su butaca—. Ahora, descansad. Y decidme, ¿dónde está vuestro
hombre, el padre de vuestro bebé? No habrá muerto, espero.
—No —Evelyn no sabía qué postura poner en el asiento de honor que le había sido
asignado—. Volvió a su hogar. No nos quiere a ninguno de los dos.
—¡Ay! Pero decidme, ¿qué clase de hombre es ése? —dijo el viejo muy furioso,
arrastrando otra silla para ponerla al lado de Evelyn—. ¡Es un cretino!
—Es un MacKerrick —le dijo Evelyn, preparándose para lo peor—. Conall
MacKerrick.
Angus carraspeó con dificultad sin apartar la vista de ella, y lentamente se llevó una
mano al pecho.
—¿MacKerrick? —balbuceó.
Los ojos se le pusieron en blanco y se desplomó en la silla, inconsciente.

El lobo gris los estuvo rondando por el camino del valle, los acompañaba en el viaje como
un fantasma entre la maleza. No vieron rastro de él, pero su presencia era tan notoria como
un goteo constante de agua helada que les cayera por la nuca, como un dolor de muelas:
sordo, punzante y enloquecedor.
Conall, más que nadie, estaba consumido de tanto pensar en la bestia. El cerebro se le
había convertido en un enjambre de ideas peligrosas. Eve estaba al alcance de la
maldición, y el demonio que la había originado viajaba ahora con el destacamento para
llegar hasta ella. El lobo gris avanzaba tan rápido como Conall. Era una carrera en la que
no habría un vencedor: sólo muerte y destrucción. Miedo. Dolor. Arrepentimiento. Conall
saboreaba cada uno de esos sentimientos en el aire del valle.
He cumplido mi promesa. Tu hijo está a salvo.
Lo que Lana había proclamado había disuadido a la bestia de atacar, cierto, pero
aquellas palabras estaban asfixiando a los tres viajeros como una soga al cuello. Lana
MacKerrick se negaba a explicarles a Duncan y a Conall lo que había querido decir, a
pesar de que Duncan estaba hecho una furia y la presionaba para que les diese una
respuesta. Conall guardaba silencio.

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Ya había resuelto el acertijo él solito, no era imbécil.
Conall y su hermano no se parecían en nada. Hasta donde Conall alcanzaba a recordar,
Lana siempre había mimado y protegido a Duncan. Es más, cuando Conall dejó el pueblo
para ir en busca de caza, ¿acaso no se alegró Lana de verlo marchar? Ahora Conall sabía
por qué: Lana quería que su hijo —su auténtico hijo, Duncan— pudiese gobernar como le
correspondía.
Conall estaba seguro de que su padre —o Dáire, como debería empezar a pensar en él
— tampoco supo nunca la verdad, de lo contrario, Conall nunca habría llegado a ser el jefe
de los MacKerrick. Dáire había elegido al hijo más fuerte, al más corpulento y al más
rápido para que fuese su sucesor. Pero había elegido en contra de su propia sangre.
Con razón el lobo gris andaba persiguiendo a Conall: era el vasallo de su verdadera
madre, Minerva Buchanan.
Aquello explicaba la mejoría del pueblo de los MacKerrick. Aunque Eve no fuese en
realidad una Buchanan, Conall sí que lo era. Y en cuanto su semilla echó raíces en el
vientre de ella…
Hasta que nazca un bebé Buchanan para gobernar…
Sin embargo, Conall seguía sin entender por qué había perdido a Nonna y a la niñita.
Había muchas preguntas que necesitaban respuesta. Suponía que debía alegrarse de que
Eve no fuera una Buchanan, dado que, de lo contrario, habrían cometido incesto.
Soltó una carcajada siniestra que obligó a Lana a mirarlo, llena de culpa y de
incertidumbre. Conall no la miró a los ojos. No habría podido. Años y años de mentiras.
La culpa innecesaria. Lana había prometido explicarlo todo cuando hubieran llegado a su
destino, de modo que Conall decidió esperar hasta entonces.
Ya no sabía cuál era su lugar. Desde luego, el pueblo de los MacKerrick no, pero
seguramente el de los Buchanan tampoco. Había perdido hasta su propia identidad.
Ahora era sólo un hombre. Un hombre desesperado por encontrar a las dos personas
que le pertenecían sin lugar a dudas: Eve y el hijo de ambos.
Un paso estrecho se elevaba sobre ellos, y los tres, como si se hubieran puesto de
acuerdo, se pararon a contemplar el camino escarpado que los aguardaba. Como si
supieran que en lo alto encontrarían su suerte echada; iban a dejar atrás el pasado para
enfrentarse a un futuro incierto.
La mirada de Conall esquivó a Lana para clavarse en los ojos de Duncan y observó en
ellos furia y confusión. Conall sabía que, una vez superado aquel paso, dejarían de ser
hermanos.
¿Pasarían entonces a ser enemigos?
Duncan puso cara de desconfianza y el rostro se le endureció, como si los
pensamientos de Conall le hubieran llegado volando por el aire. El más pequeño de los
dos asintió vigorosamente con la cabeza una sola vez.
—Acabemos con esto, pues —dijo Duncan—. ¿Conall?

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Conall le devolvió el gesto.
Lana los condujo entre las montañas sin hacer comentarios.
Con un eco que retumbó por todo el valle, dando la impresión de que el cielo se iba a
venir abajo, se oyó el aullido lastimero del lobo gris, que además de resentido, debía estar
ya impaciente.

Evelyn pensó por un instante que había matado a Angus Buchanan. El anciano estaba
desplomado en su asiento, aparentemente sin vida. Evelyn saltó torpemente de la butaca y
Bonnie se puso a correr en círculos, presa del pánico, balando sin parar.
—¡Señor! —susurró Evelyn, sujetando al jefe de los Buchanan por los hombros—.
¿An… Angus? —No sabía cómo dirigirse a él—. Respondedme, señor, ¡os lo ruego!
El anciano soltó un gruñido, y el corazón de Evelyn volvió a latir.
—Alabado sea Dios —susurró antes de dirigirse en voz alta al jefe del clan—. Voy a
buscar ayuda. Andrew está ahí fuera.
—No —musitó Angus, y agarró a Evelyn por el antebrazo con sus dedos huesudos
para impedir que se marchara—. No alarméis a nadie, muchacha. Os lo suplico. Sólo
necesito ayuda para… incorporarme… si no os importa.
Evelyn no estaba muy convencida de que no hiciera falta avisar al primo de Angus,
pero de todas formas ayudó al anciano a enderezarse. A pesar de su apariencia, no debía
de pesar más que Bonnie, supuso Evelyn con una punzada de tristeza.
Una vez sentado, Angus Buchanan estaba pálido y sudoroso, y seguía con la mano en
el pecho. Respiraba de un modo rápido y leve, y tenía los labios del mismo color que la
barba.
—Volverían a meterme en la cama en menos que canta un gallo —susurró él,
señalando la puerta con sus ojos vidriosos—. Creen que si me tratan como a un inválido
me curaré, pero, ah, todos sabemos cómo son las cosas. —Se quedó prácticamente sin
aliento al decir aquellas palabras, y volvió a mirar a Eve, que seguía delante de él,
encorvada sobre su vientre—. Sentaos, muchacha —le señaló la butaca—. No puedo
estirar tanto el cuello.
Evelyn se sentó a regañadientes, calculando con la mirada el camino más corto hasta la
puerta, por si acaso. Se dio cuenta de que la oveja seguía inquieta y la llamó a su lado.
—Bonnie. Ven aquí, Bonnie.
La oveja se acercó trotando y apoyó su quijada huesuda sobre el regazo de Evelyn,
haciendo que Bigotes se llevase un buen susto. El ratón cayó al suelo y corrió a esconderse
en una rendija que encontró entre el suelo y la pared. Robert estaba muy contento,
mordisqueando una esterilla que había junto a la lumbre, aunque Evelyn no recordaba

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haberlo dejado suelto.
—Lamento mucho haberos asustado, Eve —le dijo Angus con un poco más de fuerza
en la voz, aunque todavía jadeaba un poco—. Tengo el corazón un poco… débil. En las
últimas, me temo. Y al oír ese nombre…
—Perdonadme —Evelyn se inclinó hacia él—. Algo sé de los problemas entre ambos
clanes. Ha debido de ser muy impactante.
Angus apenas dejó escapar una risa.
—No debería, pero así es, sí. —Angus se frotó la parte izquierda del pecho con el
talón de la mano—. Conall MacKerrick —dijo pensativo, y luego miró a Evelyn—. El hijo
de Dáire, ¿verdad?
Evelyn asintió.
—Pero vos no sois escocesa. Vinisteis de Inglaterra con Minerva, supongo. —El
anciano estudió a Evelyn—. Tal vez debierais contármelo todo, muchacha.
Y ella se lo contó todo. Empezó por la noche gélida en que murió Minerva; cómo
conoció a Alinor y encontró la cabaña de Ronan; la llegada de Conall y la mentira que ella
le dijo. El casamiento, las discusiones, cómo supo lo de la maldición y, finalmente, su
propia confesión. Angus se empapó de la historia en completo silencio, asintiendo aquí y
allá, o arqueando las cejas. Evelyn lloró durante casi todo el relato. La vergüenza y el
arrepentimiento coloreaban sus palabras mientras ella exponía su corazón roto y sus
miedos ante aquel anciano, que era un desconocido para ella pero, aun así, su única
esperanza.
—De modo que renegó de mí y del bebé —concluyó ella, sintiendo la flojera y el
agotamiento—. Con mi engaño, yo había destruido la única esperanza de que su pueblo se
salvase. —Evelyn miró al anciano tratando de conservar la poca dignidad que le quedaba
—. Lo cierto es que ahora me he quedado sin familia y sin hogar. ¿Vos me daríais cobijo
hasta que haya nacido el bebé, a cambio de haberos hecho llegar la última voluntad de
vuestra hermana? Cuando esté en condiciones me marcharé de aquí. Puede que para la
próxima primavera —lo miró a los ojos—. Os lo suplico, señor. Por favor. Por mi hijo.
Angus puso mala cara.
—No tenéis que suplicarme nada, Eve. No hace falta. A decir verdad, estoy en deuda
con vos por haber cuidado de Minerva. No estuvo sola cuando le llegó la hora, y sé que
eso era algo que a ella le daba mucho miedo. Nunca podré compensaros por ello, aunque
viváis en el pueblo de los Buchanan durante el resto de vuestra vida, y de la vida de
vuestro bebé, y de los hijos de éste.
El viejo se inclinó un poco hacia delante y estiró una mano. Evelyn se la cogió.
—Vuestra venida estaba anunciada, Eve. La propia Minerva la predijo, el mismo día
que se marchó a Inglaterra con mi única hija, hace muchos, muchos años. —La voz del
anciano se resintió por lo emotivo de aquellas palabras—. Ignoro el porqué de vuestra
venida, o cómo puede traernos paz que haya venido con vos un bebé del único hijo de

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Dáire MacKerrick, tampoco sé el porqué de la maldición que él os mencionó. Pero debo
tener fe. No quise volver a saber de los MacKerrick desde el día en que me arrebataron la
felicidad, pero, que Dios me perdone, no perderé la fe.
Angus le apretó los dedos a Evelyn.
—Y vos os quedaréis aquí. Todo el tiempo que vuestro corazón se encuentre a gusto
entre nosotros.
—Gracias —susurró Evelyn, mientras se liberaban las lágrimas cautivas de sus
pestañas—. Yo tampoco sé qué paz os puedo aportar, pero muchas gracias.
Angus asintió y le dio otro apretón en los dedos antes de soltarle la mano.
Pero una de las cosas que había dicho el anciano estaba reconcomiendo a Evelyn. Lo
más seguro era que aquello no quisiera decir nada. Pero por las lecciones de honestidad y
de engaño por omisión que había aprendido, Evelyn sintió que tenía que aclararlo.
—Dáire MacKerrick tuvo dos hijos, señor —dijo ella.
Angus frunció el ceño y meneó la cabeza.
—Me habría enterado si su mujer hubiera vuelto a dar a luz.
—Tenéis razón —se apresuró a decir Evelyn—. Dio a luz una sola vez, pero tuvo dos
bebés. Dos niños. Gemelos.
—Eso no es posible —insistió Angus con amabilidad—. Fue un solo niño. Debéis
haberos confundido, muchacha.
—No, señor. Yo he conocido al hermano de Conall, Duncan.
Angus sacudió la cabeza.
—No puede ser. Lana MacKerrick parió un solo hijo. Estoy seguro, muchacha. Estoy
seguro.
—Yo no os mentiría, señor. ¿Por qué pensáis eso?
—Porque Minerva la atendió en el parto, Eve —le dijo Angus—. Mientras Dáire
MacKerrick nos estaba tendiendo una emboscada, mi hermana estaba escondida en su
propia casa sin que él lo supiera, ayudando a su único hijo a respirar por vez primera.
Evelyn sabía que la expresión de su rostro estaba delatando su sorpresa, y Angus
Buchanan tenía la misma cara de confusión profunda.
—Pero —balbuceó Evelyn—, ¿por qué iban a…?
Aquella pregunta quedó interrumpida por un alboroto que se había formado al otro
lado de la puerta, y acto seguido un grupo de hombres del clan Buchanan entró de golpe,
rodeando a tres prisioneros: dos hombres y una mujer.
Andrew Buchanan empujó hacia delante a uno de los hombres, que cayó al suelo de
tierra, y le escupió encima.
—Los han sorprendido merodeando por el norte del pueblo —miró a Evelyn—. Están
buscando a nuestra chica. —La voz de Andrew sonó inequívocamente posesiva.
El hombre del suelo levantó el rostro.

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Era Conall.

50
Capítulo 19
EL tiempo acompañó a Eve y a los suyos durante el viaje, y parecía que los chaparrones
de los últimos días se estaban conteniendo para brindarles una travesía seca por el valle,
por toda su estrecha extensión, hacia el oeste. Pero el miedo la perseguía a cada paso que
daba, y sólo el sonido de sus pisadas cautelosas y los pensamientos tortuosos que iba
rumiando interrumpían los largos ratos de silencio.
Le daba miedo perderse en medio de la espesura. Le daba miedo que aparecieran los
lobos grises. Le daba miedo caerse y hacerse daño, o hacerle daño al bebé. Le daba miedo
que los Buchanan no la fuesen a ayudar. Le daba miedo que Conall MacKerrick pudiese ir
tras ella.
Y le daba miedo no volver a verlo nunca.
Para terminar de empeorar las cosas, Evelyn estaba cada vez más preocupada por
Alinor. La loba andaba cada vez más despacio, como si no tuviera el menor interés en
aquel viaje, quedándose atrás para inspeccionar a su antojo los troncos huecos y las
guaridas abandonadas de los tejones. Y de vez en cuando, pero muy especialmente a partir
del segundo día, se detenía por completo para echarse sobre los parches húmedos de
hierba nueva. El vientre de Alinor, antes ahuecado, ahora estaba hinchado y tenso. Parecía
fatigada, y aquellos ojos amarillos, antes ambiciosos, tenían ahora la mirada perdida.
Cansada. Cansada. Descansar.
Evelyn consiguió varias veces que la loba volviera a ponerse en marcha, pero en unas
cuantas ocasiones no hubo manera de moverla, y Evelyn se veía obligada a detenerse
también hasta que Alinor se dignaba levantarse y seguir. Y cada vez que eso ocurría, la
preocupación de Evelyn por el animal no hacía sino aumentar.
Viajaban con poco equipaje. Evelyn llevaba el fardo de MacKerrick encima de la vieja
capa de Minerva, y en su interior sólo había metido las raciones estrictamente necesarias
para la supervivencia de la partida. Bonnie pastaba a voluntad, con la conejera de Robert
bien amarrada sobre el lomo. Sebastian revoloteaba por encima de la cabeza de la oveja,
graznando para dar ánimos al grupo, y Bigotes iba tan contento dando tumbos dentro de

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un bolsillo de la túnica de Evelyn.
No habían tenido noticias de los malvados lobos grises —en efecto, no los habían visto
ni oído—, aunque Evelyn no quiso confiarse pensando que igual ya no estaban en el
bosque. La noche anterior, Evelyn y sus acompañantes se habían acurrucado bajo el nimbo
inmenso de un abeto, sobre un manto suave de agujas del árbol, pero ella apenas había
podido dormir, porque cada vez que oía el ruido de una rama o de una hoja seca, el
corazón empezaba a latirle a toda velocidad con la certeza de que los iban a atacar de un
momento a otro.
Ahora, la tarde del segundo día de viaje tocaba a su fin, y un alegre arroyo discurría
por el suelo del valle con un agua clara que susurraba una dulce melodía. Más adelante, el
valle se estrechaba hasta llegar a unas rocas derrumbadas y se volvía muy escarpado. El
arroyo desaparecía bajo aquel guirigay de piedras. Evelyn miró hacia arriba.
Iban a tener que escalar.
Y eso hizo. Trepó lentamente por aquellas rocas mientras le daba gritos de ánimo a
Alinor, aunque tuvo que retroceder varias veces hasta donde estaba la loba para apremiarla
a seguir poniéndole una mano en el lomo. Bonnie subió ágilmente de unos cuantos saltos
golpeando las rocas con sus pezuñas, y las esperó en lo alto balando alegremente. Cuando
Evelyn llegó por fin a la cima, jadeando y con un pinchazo en un costado, los ojos se le
llenaron de lágrimas al ver el paisaje que se extendía ante ella.
El lago Lomond yacía en toda su verde amplitud bajo la neblina, rodeado por
ocasionales parches de coníferas entre colinas que lo acunaban como si fuese un bebé. Y
donde terminaban las aguas, el bosque se veía interrumpido por un montón de puntitos
que, desde la perspectiva aventajada de Evelyn, parecían setas humeantes.
La aldea de los Buchanan.
—Pueblo —se corrigió en voz alta con tristeza.
Pensó que no iba a ser capaz de llegar al asentamiento antes de que cayera la noche.
Aquella vertiente del risco no era tan escarpada como la que acababan de dejar atrás, pero
una vez que hubiera descendido, aún tendría que llegar hasta la orilla del lago y bordearlo
en todo su perímetro. Le pareció una distancia considerable. Entre lo que le costaba andar,
y que tenía que ir obligando a Alinor, iba a tardar varias horas. La espalda y las piernas le
dolían sólo de pensarlo y soltó un suspiro.
Pero ahí estaba por fin. Aquel sitio al que había jurado que nunca iría, era ahora su
único refugio. Evelyn se sentía tan sola, tan desesperada y descorazonada que lo único que
habría querido era sentarse allí mismo a llorar. Entonces, un rayo solar enorme, de una luz
extraordinaria, atravesó el grueso manto de nubes grises y acarició con una calidez
deslumbrante el promontorio rocoso en el que se encontraba. Evelyn cerró los ojos y
levantó el rostro, disfrutando del resplandor con entusiasmo a través de los párpados.
Cuando abrió los ojos, el sol se había vuelto a esconder, dejando apenas sobre su
rostro la gélida neblina gris y unas cuantas lágrimas, pero al menos le había servido para

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recordarle la sensación de su calor, y eso le dio ánimos. Se acarició las mejillas con las
yemas de los dedos.
A su espalda, Evelyn oyó un gruñido intenso de Alinor y se dio la vuelta.
—¿Qué ocurre, preciosa?
La loba estaba tumbada de costado, pero tenía la cabeza levantada y el hocico
arrugado de un modo inquietante. Sobre el suelo rígido de piedra sobresalía el vientre de
Alinor.
Pero Evelyn no tuvo tiempo de pasar las manos llenas de preocupación por la piel del
animal en busca de heridas o de fiebre, porque ya Alinor se había puesto de pie con mucho
esfuerzo, haciendo saltar las piedrecitas sueltas del suelo mientras su gruñido ganaba
potencia.
Intruso…
Y entonces Evelyn oyó el ruido que inquietaba a Alinor: por debajo del estante de
rocas recortadas donde estaban descansando, venía alguien silbando entre dientes una
alegre melodía.
Bonnie se puso a balar y a correr en círculos alrededor de las piernas de Evelyn,
sacudiendo a Robert contra las ramitas trenzadas de su conejera. El gruñido de Alinor se
volvió más intenso aún.
El silbido dejó de oírse.
—¿Hola? —exclamó en gaélico una voz masculina sorprendida—. ¿Quién anda ahí?
Debía de ser un hombre del pueblo de los Buchanan. El futuro de Evelyn podría
decidirse en aquel preciso momento, y el corazón empezó a latirle con fuerza.
Alinor miró hacia arriba y aulló. Evelyn advirtió con claridad el estado del animal:
tenía el pelo tieso y sin brillo; el morro seco y agrietado; los ojos tristes. El vientre
hinchado que le colgaba a Alinor entre las piernas le produjo a Evelyn pensamientos
funestos.
Cansada.
La loba se acercó lentamente adonde estaba Evelyn, metió su cabeza enorme entre la
cadera y la muñeca de Evelyn, y apretó con fuerza, diciéndole a Evelyn sin poder valerse
de palabras que no iba a ser capaz de acompañarla hasta el pueblo de los Buchanan.
Evelyn se hincó de rodillas en el suelo y rodeó con los brazos el pescuezo del animal.
—Ay, Alinor —le susurró contra el vello puntiagudo—. Sé que estás cansada. ¿Puedes
hacer un esfuerzo más? ¡Por favor!
Pero la loba reculó para soltarse del abrazo y se sacudió torpemente mirando hacia la
bajada rocosa, cuando la voz anónima volvió a gritar.
—¡Os lo advierto! ¡Voy armado! ¡Dejaos ver!
Alinor miró de nuevo a Evelyn, se pasó la lengua larga, rosada y seca por el morro, y
volvió a trepar a la cima. Desde allí contempló a Evelyn, que seguía en el suelo, y a

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Bonnie.
Marchaos.
Evelyn se puso en pie con mucha dificultad y estiró una mano hacia la loba.
—Alinor —trató de animar a la loba.
La inmensa bestia negra desapareció por el otro lado de la cumbre.
—Por los clavos de… —Evelyn oyó la voz del desconocido justo detrás de ella y se
volvió soltando un chillido.
De pie sobre un saliente que había justo por debajo de donde ella estaba, apareció un
hombre fornido y apuesto, con largos mechones de pelo rojo ondulado sujetos con una tira
de cuero. Llevaba el anchísimo pecho cubierto con un trozo de cuero de aspecto muy
suave y un paño de cuadros rojo y dorado. Blandía una espada de un largo inusitado.
Sus ojos, de un azul gélido, se abrieron de par en par al ver a Evelyn, y una sonrisa le
dividió el rostro.
—Alabado sea Dios —rió el escocés—. Hola, señora. Ya pensábamos que no vendríais
—desvió la mirada hacia el vientre abultado de Evelyn—. Y venís acompañada, por lo que
veo.
Evelyn frunció el ceño y se secó las lágrimas.
—Atrás, señor. ¡No… no os conozco!
El hombre volvió a reírse.
—¡Claro que no! De todas formas, os estábamos esperando.
El desconocido envainó la espada, y de una zancada descomunal se plantó al lado de
Evelyn y de la oveja, lo que provocó que la mujer retrocediese dando traspiés.
Una vez allí, el escocés se detuvo mirando hacia el caminito por donde Alinor se había
ido.
—¿Queréis que os traiga a vuestro perro, señora?
Evelyn se quedó petrificada durante unos instantes, mientras el dolor la partía en dos al
recordar las palabras de MacKerrick: Alinor es una criatura salvaje, Eve. Debemos
dejarla marchar con todo nuestro amor.
—No —consiguió decir por fin—. No es mi perro. Es una criatura salvaje del bosque.
—Ah —dijo el hombre, y de forma inesperada avanzó un paso más para coger el fardo
de MacKerrick.
Evelyn pensó en resistirse, pero ya era demasiado tarde: el escocés ya se había colgado
el bolso de un hombro.
—Habéis tenido suerte de llegar durante mi turno de guardia. Una manada de lobos
grises desalmados ha estado deambulando por estas tierras durante el invierno. Son unas
bestias muy extrañas. —Olfateó el aire por encima de su hombro y torció el gesto—.
Perdonadme, señora, pero este fardo huele a orines.
Sin poder evitarlo, Evelyn soltó una risa llorosa. Dios, tenía el corazón tan roto, en

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pedazos tan diminutos, que no creía que pudiera llegar a recomponérsele algún día.
—Bueno, pues —dijo el escocés, agachándose para rascarle la cabeza a Bonnie—.
¿Vamos? —señaló con un brazo la bajada hacia el lago.
—¿Quién sois vos? —inquirió Evelyn exasperada.
—Ay, disculpadme, señora. —El hombre le hizo una reverencia—. Soy Andrew
Buchanan, primo de Angus, el jefe de los Buchanan, para serviros.
—Yo… —a Evelyn le daba tantas vueltas la cabeza que se estaba mareando—. No
entiendo nada.
—¡Claro que no! —Andrew Buchanan volvió a reírse—. Pero partamos, señora. El
jefe de los Buchanan está deseando conoceros. —Hizo una pausa—. Porque vos veníais a
nuestro pueblo, ¿verdad? Por petición de Minerva Buchanan, ¿no es así?
—Eh… sí —balbuceó Evelyn—. Supongo, pero…
—Bien. Seguro que estáis muy cansada del largo viaje. —Volvió a contemplar el
vientre de ella—. Seamos justos —se abalanzó sobre ella y en un abrir y cerrar de ojos la
había cogido en brazos como si no pesara más que Robert—: dejad que os alivie un poco
de vuestra carga. Hay un trecho de aquí al pueblo.
En contra de todo razonamiento, Evelyn se rió otra vez. Aquel hombre era…
irresistible, con aquel entusiasmo, aquellos ojos resplandecientes y esa alegría.
Sebastian eligió aquel preciso momento para posarse sobre la cabeza de Andrew
Buchanan con un graznido de preocupación, provocando que éste agachara la cabeza y
Evelyn se aferrase a él asustada.
—¡Maldito carroñero! —se quejó el escocés.
Evelyn puso mala cara.
—Es amigo mío, señor.
—Ah —dijo Andrew desconcertado—. Pues entonces os pido disculpas, señora. Y
ahora, agarraos bien.
Andrew Buchanan saltó con cuidado desde el saliente y emprendió la bajada de la
montaña, llevando a Evelyn en brazos. Bonnie baló, presa del pánico, antes de precipitarse
tras ellos con Robert sobre el lomo. Se encaminaron hacia el lago al compás del silbido
despreocupado de Andrew Buchanan.

No había hecho más que llover desde que Conall, Duncan y Lana salieron del pueblo de
los MacKerrick, como si la masa de nubarrones negros fuese siguiendo sólo a aquel
pequeño grupo. Pero el clima acompañaba el humor de Conall, acariciaba su miedo como
una mano malévola que se lo apretara con fuerza contra el pecho.
En la cabaña de Ronan no había nadie. La puerta entreabierta, el hueco de la lumbre

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frío como un témpano, y la sala alargada, vacía, húmeda y a oscuras. No quedaba ni rastro
de Eve, sólo los pedazos de cerámica rotos de la última discusión. Al descubrir su
ausencia, Conall estuvo a punto de perder el contacto con la realidad.
Fue Duncan el que devolvió a la cordura a Conall al señalar que el único sitio al que
podía haberse marchado Eve era el pueblo de los Buchanan. Conall se sintió brevemente
aliviado cuando se dio cuenta de que él mismo le había indicado a Eve cómo se llegaba
hasta allí. Comprendió que había sido la desesperación la que la había empujado a hacer
ese viaje. Bonnie, Alinor y hasta la conejera de Robert habían desaparecido también, y con
el exceso de carga que llevaba Evelyn, Conall pensó que aún podrían acompañarla durante
el trayecto si se daban prisa. La idea de que anduviera sola por el bosque durante la
noche…
De modo que siguieron avanzando bajo la lluvia hasta que el día se puso tan oscuro
que tuvieron que hacer un alto por el bien de la madre de Conall. Levantaron un
campamento rudimentario en la desembocadura del valle, tendiendo una lona entre dos
árboles para cobijarse. Duncan examinó aquel parche del bosque con su talante habitual,
osco pero eficiente, en busca de troncos caídos y ramas secas. Lana puso al fuego una
vasija con avena, y sacó algo de carne y un trozo de bannock.
Conall se sentó a contemplar el fuego.
Ay, Eve, mi Eve, que no os haya pasado nada malo…
—Come. —Duncan le plantó una porción de venado relleno de bannock en las manos
y se sentó a su lado antes de darle un buen bocado a su trozo de carne y seguir hablando
con la boca llena—. Si ahora continuamos, llegaremos al pueblo de los Buchanan de
madrugada —tragó—, siempre y cuando Madre esté conforme.
Lana miró a Duncan muy ofendida.
—Soy más fuerte de lo que crees, Duncan MacKerrick.
Conall sintió que la comida se le estaba quedando fría en las manos, pero no tenía
hambre. La dejó en el suelo, entre las sombras.
Un momento después, Lana se acercó a los dos hombres, sentándose sobre la gruesa
manta de agujas de pino, al otro lado de Conall. Cogió la comida que Conall había
rechazado y empezó a comer. La noche era densa y húmeda por culpa de la niebla y de la
llovizna. Sólo las gotas que caían sobre la lona que los protegía rompían el silencio.
—Hay algo que os tengo que decir a los dos antes de que desnudéis vuestras almas
ante Angus Buchanan —dijo Lana después de un rato—. Son cosas de vuestro padre y de
vuestro tío. De Minerva Buchanan y también de mí misma.
Duncan se había quitado las botas y tenía la nuca apoyada en sus manos largas y
huesudas.
—Hablad, Madre. Contadnos la historia antes de irnos a dormir.
—Ya sabéis que Ronan quería casarse con la hermana del jefe de los Buchanan y que
ése fue el motivo de la batalla que se cobró la vida de Ronan, ¿verdad? Yo no os lo conté,

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y estoy segura de que Dáire tampoco, pero probablemente os habréis enterado por
rumores.
Conall asintió, aunque, a decir verdad, no le interesaba el relato de tragedias añejas de
su madre. Lo único que le preocupaba era Eve. Eve a salvo, Eve amada, Eve donde la
condenación de su sangre no le pudiese hacer daño ni a ella ni al bebé inocente que
llevaba dentro. Maldito pasado, y maldito su clan.
Sólo le importaba Eve.
—Sí, estamos al tanto —respondió Duncan—. ¿Qué ocurre con eso?
Lana suspiró antes de continuar.
—Los problemas entre los MacKerrick y los Buchanan empezaron mucho antes de
eso, aunque el motivo seguía siendo Minerva Buchanan. —Lana levantó las rodillas y se
las agarró con los brazos—. Por aquel entonces, Minerva era una belleza. Y una mujer
muy fuerte. Una curandera muy poderosa, ya incluso de joven. Se decía que era capaz de
embrujar a un hombre con una sola mirada, y supongo que era cierto. —Su voz pasó a ser
un susurro—. Dáire estaba loco por ella.
Aquello sacó a Conall de su estupor, antes incluso de que Duncan se levantara de un
salto con un grito de indignación.
—¡Pero, Madre!
—Ah, vamos, Duncan, no os pongáis así —se burló Lana—. Al final se casó conmigo,
¿no? Se decía que yo fui su segunda opción, pero yo sabía bien la verdad. —Miró a Conall
—. Vuestro padre me amaba —su mirada se desvió hacia Duncan— y os amaba a vosotros
dos. Eso nunca lo dudé. El corazón de Dáire nos pertenecía, y él llegó a darse cuenta de
que Minerva Buchanan era una loca con la que no habría podido compartir su vida. Ni
formar una familia. Ella era una salvaje, impulsiva y… un poco bruja, sí. Encajaba mucho
mejor con el temperamento de Ronan.
—¿Por qué nos contáis esto, Madre? —le preguntó Conall en voz baja, maravillado
desde su dolor por la fuerza de su madre.
—Porque no fue el corazón de vuestro padre lo que nos metió a todos en esto, sino su
orgullo. El maldito orgullo del muy testarudo. —Lana asintió, casi para sus adentros—.
Cuando Dáire acababa de ser nombrado jefe, fue a ver a Angus Buchanan y le pidió la
mano de Minerva. Deseaba que ambos pueblos se uniesen para poder proclamar que había
sido él quien lo había conseguido.
»A Angus no le desagradó aquella oferta —prosiguió Lana—. Las tierras de los
MacKerrick eran buenas para cazar, y muy fértiles, además. Nuestros hombres eran
valientes y honestos. Minerva, que siempre fue muy libre, se había vuelto completamente
salvaje, y Angus pensó que dejaría aquella vida al casarse con un hombre como Dáire:
cuidadoso, inteligente y sin un ápice de locura en todo su cuerpo. —Eso último lo dijo con
una sonrisa en los labios, como recordando a aquel hombre con cariño.

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—Pero, sin embargo, no se casaron —dijo Conall.
—No, no se casaron —Lana suspiró—. Angus le ofreció a su hermana la posibilidad
de tomar a Dáire por esposo. Aunque aquella mujer hacía a menudo lo que le daba la gana,
Angus siempre la perdonaba. Quería que fuese feliz.
»Mi pobre Dáire. Minerva se rió de él, y delante de los cabecillas de los dos clanes. Le
dijo que era «un joven muy viejo» y que aquel pueblucho suyo quedaba muy lejos de su
hogar. Le dijo que era un remilgado que no tenía sentido del humor. Dijo que había visto
en sueños a su amor verdadero y que no aceptaría a otro.
—Pobre Padre, qué mal trago —dijo Duncan entre dientes.
Conall se imaginaba demasiado bien la humillación que aquello habría supuesto para
el orgulloso Dáire MacKerrick. Aunque Minerva Buchanan no lo quisiese, tampoco hacía
falta que lo avergonzase ni que se burlase de él. Su padre nunca fue una persona que
cediese con facilidad ni que reconociera cuándo se había equivocado. Prefería siempre
seguir su propio camino, a pesar de los infortunios. Eran sus decisiones. Su manera. Sus
leyes.
Cuando lo entendió, a Conall se le estremeció el corazón recordando la noche de su
propia boda, cuando Nonna salió corriendo. Se acordó de cómo Dáire la había buscado
con todo su empeño para traerla de vuelta. Y Conall se casó con ella en contra de su
voluntad. ¿Acaso habría revivido su padre el desaire sufrido?
Pero sólo había que ver las consecuencias que había tenido aquello: cada día que
pasaba, Nonna se mostraba más amarga con él, hasta que finalmente se llevó consigo la
única luz de su vida al marcharse. ¿Habría muerto Dáire preguntándose si a él le habría
ocurrido lo mismo si se hubiese casado con Minerva Buchanan?
También hizo inventario de los rasgos del carácter de su padre que él compartía:
imperioso, implacable. ¿Acaso no se había comportado así con Eve? Si le hubiese contado
la verdad y la hubiese escuchado desde el primer momento, ahora no tendría que estar
buscándola desesperadamente.
Pero tampoco se habrían casado. Ni habrían creado el pequeño milagro que ella
llevaba consigo, ahora por la oscuridad del bosque hacia el pueblo de sus enemigos.
Maldito orgullo…
Necesitaba escuchar el resto de la historia antes de sacar conclusiones.
—Continuad, Madre, os lo ruego.
Lana chasqueó la lengua.
—Pues sí, Ronan y Dáire. Nunca habréis visto dos hermanos menos parecidos. El día
y la noche. El agua y el fuego. —Sonrió mirando a Conall y a Duncan—. O tal vez sí.
Pero se tenían una lealtad vehemente el uno hacia el otro. Cuando Ronan se enteró de la
grosería que le había hecho Minerva Buchanan a su hermano, imprudente como era, salió
de inmediato hacia el pueblo de los Buchanan para exigir una compensación por
semejante menosprecio.

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Conall se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento y lo dejó salir lentamente.
—Hasta que Ronan la vio.
—Eso es —asintió Lana—. Minerva en persona me contó que cuando vio a Ronan por
primera vez, fue como si hubiese caído un rayo sobre un bosque muerto y seco, que
encendió un fuego que no se pudo extinguir jamás.
Precisamente el fuego que los calentaba a ellos se estaba apagando y, sin querer
interrumpir el relato, Conall se levantó para echar un tronco seco bastante grueso a las
brasas, y una fuente roja de chispas salió danzando hacia la noche.
Lana se lo agradeció con una sonrisa antes de proseguir su historia.
—Ronan esperó varios meses, Dáire y yo ya nos habíamos casado, antes de contarle a
su hermano que quería casarse con Minerva. Dáire se sintió traicionado, como si con
aquella petición su hermano se estuviera burlando de su humillación, aunque, a decir
verdad, la llama que un día encendió Minerva Buchanan en su interior hacía mucho que
había dejado de arder.
Duncan soltó una risa sarcástica.
—Puede que la humillación contribuyera al desencanto.
—Tal vez —reconoció Lana—. Y si ése fue el caso, tendré que alegrarme hasta el día
en que muera de que aquella mujer se riese de él. Pero el orgullo de Dáire no iba a ceder,
ni siquiera ante su hermano del alma, y desterró a Ronan a la cabaña del valle. A Ronan
tampoco le faltaba carácter, de modo que pensó en unirse a los Buchanan. De ahí la
emboscada fatídica que ya sabéis.
Conall sintió que se le añadía otro tanto de tristeza a la carga que llevaba sobre los
hombros, ya de por sí resentidos. Tenía tantas preguntas…
Pero antes de que pudiera ponerle voz a la primera, un chasquido entre los matorrales
que había al otro lado del fuego hizo que los tres, al abrigo de la lona, se quedasen
petrificados. Conall lentamente echó mano de su espada y vio por el rabillo del ojo que
Duncan había hecho lo mismo.
Se oyó otro crujido más cerca, en la oscuridad, y luego un aullido silbante sonó en el
mismo lugar.
Duncan miró a Conall.
—¿Podría ser vuestra Alinor? —le susurró, y Conall comprendió, por cómo le
temblaba la voz a Duncan, que deseaba que fuese la loba negra.
Pero Conall sabía que no era ella. Sacudió la cabeza a modo de respuesta, pero sólo
apenas.
Volvió a oírse el gruñido, y como si la niebla se hubiera solidificado, el hocico afilado
del viejo lobo gris se asomó de entre las sombras al amplio círculo que el fuego
alumbraba. Tras la cabeza, apareció con sigilo el resto de aquel cuerpo escuálido,
maltrecho y tembloroso. Una racha violenta de viento frío que traía el aroma de la nieve
plateada se coló por debajo del toldo endeble.

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—Santo Dios —resolló Duncan—. Es él. El lobo de mis sueños.
El lobo gris se detuvo y se puso a pasear por la parte más lejana del cerco iluminado,
enseñando los dientes y pasándose la lengua como loco por la sonrisa maléfica. Le faltaba
el pelo en varias zonas y se le marcaba la respiración en las costillas famélicas.
Conall sintió el miedo en lo más profundo de su ser.
—Ah —suspiró Lana con tristeza—. Me preguntaba…
Antes de que Conall pudiera impedírselo, Lana se puso en pie y se acercó al fuego
para quedarse indefensa frente al monstruo amenazador, que ahora aullaba y rugía con
gemidos entrecruzados. De los dientes afilados y amarillentos le caía un torrente de babas.
—Madre —dijo Conall sin alzar la voz—. Ni se os ocurra moveros.
—Ni se os ocurra moveros a vosotros —ordenó Lana—, si no queréis ver cómo esta
pobre bestia mata a vuestra madre.
Duncan empezó a levantarse.
—Madre, os lo ruego…
—¡No! —replicó Lana sin quitarle los ojos de encima al lobo gris.
Duncan se quedó quieto y Conall hizo otro tanto.
El lobo había ido acortando el paso, y ahora apenas se balanceaba de un lado a otro
sobre aquellas patas raquíticas llenas de úlceras.
—Has venido a cobrar tu deuda, ¿no es así? —le preguntó Lana amablemente—.
Todavía no ha llegado el momento, pero ya falta poco, te lo aseguro. ¿Te acuerdas de mí?
Sí, claro que sí. ¿Cómo te ibas a olvidar?
El lobo gris se agachó un poco y levantó los cuartos traseros, ralos y sin brillo, como
un abanico de púas. El rugido apenas era ya un cántico primitivo.
—Madre —le suplicó Conall, con un nudo en la garganta que lo asfixiaba.
—Por favor, Madre —añadió Duncan.
—¡Callaos! —les ordenó Lana sin levantar la voz, aunque Conall se dio cuenta de lo
nerviosa que estaba.
Ella tenía miedo, pero trataba de no demostrarlo.
—Vas a tener que esperar —le dijo al lobo en tono de advertencia—. Será pronto. Pero
no ahora. Ni aquí.
El lobo se acercó un poco más, con gesto amenazador, y Conall comprendió que podía
saltar en cualquier momento.
Lana respiró hondo y señaló con un dedo a la bestia.
—Quédate en tu terreno. Dile a tu ama que he guardado mi promesa. Su hijo está a
salvo.

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Capítulo 3
—BUENO.
A Conall le dio la impresión de que aquella esbelta mujer estaba desconcertada. Ella
abrió la boca como si fuese a continuar la frase, pero la volvió a cerrar y se puso a jugar,
nerviosa, con los pliegues de su falda. Conall tuvo que admitir que era bastante atractiva,
incómoda como se encontraba, pensando concienzudamente en alguna cosa.
—Y tanto —dijo Conall.
Seguía sin tenerlas todas consigo, y al mismo tiempo se iba dando cuenta del aprieto
en el que se hallaban. Necesitaba tiempo para resolverlo, para encontrarle el sentido a todo
aquello.
—Bueno —volvió a decir Evelyn.
Parecía más alta con su traje raído, que seguramente en otro tiempo habría sido muy
elegante.
—Muchas gracias por darme la bienvenida. —Lo miró un instante a los ojos y luego
miró al suelo, a los corrales, al techo—. Eh… Que Dios os acompañe, pues.
Conall meneó la cabeza con una sonrisilla y se apoyó en la puerta de la cabaña.
—No me voy a ningún lado, muchacha.
—No digo ahora mismo, claro —la oyó decir con una risita nerviosa en la voz—, no
espero que os…
—Chissst —Conall levantó una mano—. ¡Callad!
—…marchéis con los lobos aún al acecho —prosiguió ella en un susurro—. ¿Oís
algo?
El se apartó de la puerta y la miró exasperado.
Ella hizo una mueca.
—Que me calle, claro.
Conall sacudió la cabeza y se volvió hacia la puerta, agarrándose a la tranca que la
atravesaba. A su espalda, Alinor soltó un gruñido grave.
—Sujetad a vuestra bestia, Eve —le dijo por encima del hombro.

61
Y empezó a liberar la tranca de sus herrajes.
—¿Por qué? ¿Qué vais a hacer? Creí que habíais dicho que no os ibais —le inquirió
apremiante, aunque Conall sabía que le estaba obedeciendo, porque ahora su voz le
llegaba desde la otra punta de la cabaña—. Ven, preciosa. Aquí, Alinor.
Conall puso los ojos en blanco mirando el tosco tablón que tenía delante.
—Me he dejado el fardo fuera. Hay víveres dentro, si es que los lobos no se los han
comido.
Dejó la tranca apoyada en la pared y apuntaló la puerta con el hombro y la cadera, para
aguantar el posible empujón.
—Ah —La voz sonaba ahora a su lado. Ella tenía los brazos cruzados, y la loba negra
miraba la puerta con la cabeza gacha y las orejas hacia atrás—. ¿Qué clase de víveres?
—No tiene sentido que os lo diga hasta que compruebe que no se los han comido. Pero
los vamos a necesitar desesperadamente si queremos sobrevivir al invierno —le
respondió.
¿Es que esa chica sólo sabía hacer preguntas?
—Y os he dicho que sujetéis al animal si no queréis que se escape.
—Os puedo asegurar que Alinor no tiene más ganas que yo de salir a encontrarse con
esos salvajes, señor. No se escapará si siguen cerca.
Conall se encogió de hombros y abrió la puerta un palmo sin dejar de apuntalarla, por
si hubiera algún gris acechando. Echó un vistazo hacia fuera.
Nada, excepto el cuerpo del lobo gris muerto.
Conall retrocedió medio paso con el pie para abrir un poco más la puerta y sacó la
cabeza. Se respiraba una tranquilidad inquietante en el claro.
De inmediato volvió a meterse dentro y se chocó con la mujer y a su animal, que se
habían acercado a él durante su exploración.
Ella chilló por el empujón, y lo miró con cara de ofendida al ver que Alinor gemía y
sacaba la pata de debajo de la bota de Conall.
—¡A ver si tenéis un poco más de cuidado la próxima vez, señor, si no os importa!
Alinor aún se está recuperando y todavía no está tan ágil como antes —le espetó.
—No sabía que vos y vuestra loba fuerais a intentar encaramaros a mi espalda en
cuanto me diera la vuelta —bramó Conall y desenvainó la enorme espada—. Voy a echar
un vistazo y a recuperar el fardo si puedo. Quedaos aquí.
La mujer asintió con entusiasmo y se puso en jarras.
Tal vez con demasiado entusiasmo, pensó Conall mientras salía por la puerta. Se
volvió bruscamente, enfrentándose de nuevo a ella, y la mujer retrocedió aún más hacia el
interior de la casa.
—Y os lo advierto, Eve —dijo Conall muy serio—, como se os ocurra volver a echar
la tranca cuando salga, le prendo fuego a la cabaña, ¿queda claro? Juro por lo más sagrado

62
que la reduciré a cenizas.
Ella lo miró desconfiada, como cuestionando la sinceridad de la amenaza.
—A cenizas —le confirmó él, y salió por la puerta.

A Evelyn le temblaban las rodillas de tal manera, que dio con el trasero en el suelo al lado
de Alinor cuando el highlander cerró la puerta a su paso. El corazón le latía violentamente
en el pecho y se dio cuenta de que estaba cubierta de una fina capa de sudor, a pesar de
que dentro de la cabaña aún hacía mucho frío.
La mentira acerca de su linaje bien podría haberles salvado la vida a Alinor y a ella —
que de Buchanan tenía tanto como el rey de Inglaterra—. Gracias a Dios, Evelyn sabía lo
justo de la familia de Minerva para satisfacer la curiosidad del highlander y disuadirlo de
dejarlas fuera con los lobos grises.
Al menos, de momento.
Evelyn daba por sentado que, si el highlander no se iba, tendrían que marcharse Alinor
y ella. Era demasiado peligroso arriesgarse a que la descubrieran. Evidentemente, Conall
MacKerrick estaba familiarizado con los Buchanan, a juzgar por lo rápido que había
reconocido los nombres de Minerva y de Angus.
Y era el sobrino de Ronan MacKerrick, nada menos. El hombre a quien Minerva
nombró en su lecho de muerte. Aquella era la cabaña de Ronan.
Por lo que Evelyn sabía, los MacKerrick y los Buchanan eran grandes aliados, así que
Angus podía aparecer por allí cualquier día para salir a cazar con su vecino, Conall.
Evelyn se estremeció al imaginarse las consecuencias. Todas las fibras de su cuerpo le
gritaban que se levantara y echara la tranca, pero no tenía certeza alguna de que el
highlander no fuese a cumplir su promesa de prenderle fuego a la casa, con Alinor y con
ella dentro. Después de todo, ya las habría sacrificado a los lobos grises de no haber sido
por aquella mentira flagrante que le había salvado la vida.
El muy bestia.
En el momento en que la descubriera, MacKerrick las echaría de su acogedora casita
—probablemente sin sus escasas pertenencias— convirtiéndolas en presa fácil para los
lobos. No; si decidían abandonar la cabaña, era mejor hacerlo por voluntad propia, con
tiempo para prepararse.
Alinor se sentó al lado de Evelyn con un gemido, acariciándole la cara con el lazo de
su venda rosada. La oveja olvidada baló desde el corral a modo de respuesta y Alinor
volvió sus ojos amarillos, cargados de anhelo, hacia la parte trasera de la cabaña.
Evelyn le dio unas palmaditas, con la cabeza en otra cosa.
—Me temo que no te la puedes comer, preciosa.

63
Lo más noble por parte de Conall MacKerrick sería marcharse voluntariamente de la
casa, pero Evelyn dudaba mucho que supiera siquiera lo que significaba aquella palabra,
dada su constante ausencia de modales. Su pierna iba curando, cierto, pero demasiado
despacio como para soportar viaje alguno. Y las fuerzas parecían que se le desvanecían
justo al levantarse por las mañanas, probablemente por la falta de comida. Alinor todavía
se estaba recuperando del ataque y no había para ellas más refugio que ese en lo más
crudo del invierno. El altísimo escocés tendría que haber venido de alguna aldea, y
tranquilamente podría volverse para allá, cuanto antes mejor. Seguramente, a pesar de lo
bárbaro que era, no esperaba compartir un habitáculo tan íntimo con una mujer soltera.
Los ojos de Evelyn volaron instintivamente hacia el estrecho camastro que había al
fondo de la cabaña y notó que se ruborizaba al imaginarse las posibilidades de lujuria que
ofrecía aquel mueble. La sonrisa que bailaba en aquellos ojos de color ámbar y aquellos
dientes blancos radiantes la hicieron estremecerse otra vez.
—Pecadora —se dijo en voz alta, y luego se santiguó, cosa que no había hecho durante
meses, como si hubiera visto al mismísimo diablo.
Y por fin se decidió. De un modo u otro, Evelyn debía alejarse de Conall MacKerrick.

Conall, por su parte, no pensaba dejarla escapar.


Pasó con cuidado por encima del lobo muerto y atravesó con sigilo el claro que había
delante de la casa, dando vueltas lentamente con la espada desenvainada mientras
escudriñaba la pared de árboles que rodeaban la cabaña como una muralla. El aliento se le
quedaba suspendido en nubes de vapor alrededor de la cabeza, pero él trataba de seguir
concentrado en su tarea para no caer en una emboscada y morir antes de haber podido
trazar su estrategia.
Encontrar el fardo. Coger los víveres.
¡Pero había una Buchanan —una Buchanan jovencita, con mucha labia, escurridiza y
engreída— en su propia casa! Era un milagro. Quizás…
Sobresaltado por un sonido como de una rama fina que crujía al pisarla, Conall pegó
un brinco y soltó un grito ahogado. Describió un amplio círculo con la espada y se puso en
cuclillas, pero seguía estando solo en el claro. El sudor le corría a raudales por la espalda.

¡Concéntrate, condenado!
Conall se desplazó hasta la suave loma al borde del claro y miró de reojo por encima
de su hombro. Vio la curva de su arco y el fardo tirado justo donde los había dejado;
ambos parecían estar a salvo, en medio de los senderos de huellas que los rodeaban. Daba
la impresión de que los lobos habían olfateado sus pertenencias y las habían dejado en la
nieve, en vez de destrozarlas como Conall se temía.

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Se quedó unos instantes agachado en lo alto de la loma, escuchando atentamente
cualquier sonido que pudiera indicar que las bestias sanguinarias estaban cerca. Al ver que
todo estaba en calma, Conall bajó del montículo y atravesó con dificultad la nieve hasta el
bulto.
Al mirar el morral, y ver la mancha oscura que salía de una de las esquinas inferiores
para convertirse en un pozo de nieve amarilla, juró que iba a matar hasta al último lobo
gris de Escocia.
Levantó el fardo por las correas y lo sostuvo lejos de sí y, mirándolo asqueado, se puso
a soltar maldiciones en voz baja.
—Malditas bestias —murmuró, posando de nuevo sus pertenencias sobre un parche de
nieve limpia.
Envainó la espada, se puso en cuclillas y desató los nudos de la bolsa para
inspeccionar el interior. Satisfecho al ver que las provisiones todavía estaban bien
envueltas en los trozos de tela aceitada, las volvió a guardar y se permitió volver a sus
pensamientos.
Evelyn Godewin Buchanan —de Angus Buchanan sería la… ¿sobrina? ¿La nieta?—.
Conall sintió un mareo que le hacía ver la nieve de la loma acercándose y alejándose
intermitentemente. Dios del cielo bendito: se rumoreaba que la hija de Angus Buchanan se
había marchado a Inglaterra con Minerva Buchanan hacía un montón de años, y había
tenido una niña. ¿Sería Evelyn, que estaba ahora sola con Conall en lo más peligroso del
bosque y en lo más crudo del invierno sin que los Buchanan lo supieran?
Conall quería gritar, reírse, vomitar sobre sus propias botas con unos nervios que
amenazaban con desprenderle la carne de los huesos.
Sólo cosecharéis dolor y fatigas hasta que nazca un bebé Buchanan para gobernar el
clan MacKerrick…
Conall pensó en su pueblo malogrado y moribundo, en su gente enferma y desfallecida
de hambre por aquella maldición que no les había dejado levantar cabeza durante las
cuatro últimas décadas. Pensó en las largas temporadas de establos vacíos y en el olor de
la carne de ganado enfermo que cocinaban al fuego; en los brotes de grano que morían en
los campos inundados; en los cauces de los ríos secos en verano, sin que los peces
pudieran desovar.
Pensó en los rostros demacrados y los cuerpos esqueléticos de aquellos que estaban a
su cargo, aquellos que habían depositado en él más fe de la que hubieran debido. Pensó en
Nonna y en la niña pequeñita que había dado a luz.
Todo aquel peso era demoledor.
Y ahora, la arpía que los había condenado a todos ellos había traído consigo la cura
para aquella fiebre endiablada, y se la había puesto directamente a Conall en las manos,
que no paraban de temblarle.
Una de esas manos temblorosas subió en busca del firme nudo de cuero que llevaba

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atado al cuello. Lo acarició suavemente con el índice y el pulgar.
En toda su vida, Conall no había yacido con más mujer que con Nonna, y ni con ella
siquiera desde el día en que su simiente victoriosa se había convertido en su bebé. Cerró
los ojos contra el dolor que le crecía por dentro, contra la pena.
Conall se pellizcó el puente de la nariz y soltó un suspiro profundo y entrecortado
antes de ponerse de pie. Se colgó del hombro el arco, el carcaj y el fardo, y volvió a
empuñar la espada. Llegó a la cresta de la loma en unas zancadas y se detuvo a mirar la
cabaña de caza de su tío, sopesando las posibilidades que tenía con la mujer que
aguardaba tras aquellos muros de adobe.
Evelyn Godewin Buchanan. Eve.
Conall empezó a recorrer la escasa distancia a través de la nieve pisoteada del claro.
El cadáver gris ya no estaba.
Conall hizo un alto para observar la huella poco profunda que había quedado donde
yacía, tan solo un momento antes, el lobo muerto. No se veía ni una gota de sangre sobre
la nieve aplastada, a pesar de que Conall le había clavado la espada en el pecho a la bestia
y el caudal rojo había teñido el suelo. Miró la hoja de su espada: limpia y radiante a luz
del día que se desvanecía.
No había señales de que lo hubieran arrastrado hacia el bosque. Ni tan siquiera un pelo
gris suelto.
Con una racha de viento que azotó el claro, la noche cayó repentinamente sobre el
bosque. Conall se estremeció y, aunque no era ningún cobarde, un extraño sentimiento de
nostalgia y soledad lo abrazó en la brisa gélida y le lamió de un modo obsceno la mejilla
congelada. Conall sintió la necesidad imperiosa de correr hacia la cabaña y atrincherarse
allí dentro, con Eve.
Se obligó a andar con calma, si bien hacia atrás, observando la tensa oscuridad del
bosque. Notó la puerta en la espalda y quedó muy agradecido al ver que se abría sin
oponer resistencia.
Conall entró, y al instante cesó el aullido general, lúgubre y estridente, que lo llamaba
desde el crepúsculo.
El highlander, torpemente, entró de espaldas en la cabaña. Cerró de un portazo, dejó el
arco y un paquete muy grande en el suelo, y se apoyó en la puerta mientras trataba de
colocar la tranca en los herrajes. Cuando se volvió para mirarla, Evelyn se dio cuenta de
que tenía los labios pálidos y el ceño fruncido.
—¿Han vuelto los lobos grises? —le preguntó, rezando en silencio para que no lo
hubieran hecho: ya tenía bastante con ir a pasar la noche a solas con aquel hombre en esa
cabaña tan pequeña. Evelyn pensaba aconsejarle que se marchase pronto. Por su propio
bien, claro estaba.
Y probablemente por el de ella también, a juzgar por los ojos de enajenado que traía.
El sacudió la cabeza como si estuviese despertando de un sueño.

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—No.
MacKerrick recogió el fardo y pasó por delante de Evelyn y de Alinor para ir a
sentarse en el taburete. A Evelyn le irritaba que aquel hombre se sintiese tan a sus anchas
en lo que ella consideraba su casa. Se colocó el fardo entre las botas y, sin levantar la
vista, se puso a inspeccionar lo que había dentro.
—No está ni siquiera el que maté.
—¿No está? —le preguntó Evelyn muy extrañada, y Alinor salió de debajo de su mano
para mostrarle al highlander su curiosidad olisqueando el suelo alrededor del taburete.
—Eso es, no está.
Sacó un jarro del fardo y atacó el tapón con los colmillos. Se escupió el corcho en una
mano y con la otra se llevó el jarro a la boca para ponerse a beber con avidez. Mientras él
estaba entretenido, Alinor se le acercó un poco más para olisquear concienzudamente la
parte de abajo del fardo.
—¿Qué quiere decir que no está? —preguntó Evelyn—. Alinor, ven aquí.
MacKerrick se apoyó el jarro sobre una rodilla.
—Quiere decir que el lobo gris… el que acabo de matar… no está.
La miró con curiosidad y luego miró el jarro. Se lo pasó bruscamente.
—¿Hidromiel?
Evelyn estuvo a punto de rechazarlo. Pero la ocasión de beber algo que no fuese nieve
derretida era muy tentadora.
Estiró ambos brazos para coger el jarro.
—Gracias —esperó un poco antes de beber, a pesar de que el aroma dulce de la miel
que salía por el orificio de la vasija le estaba haciendo la boca agua.
Alinor ya se había puesto a arañar como loca el fardo de aquel hombre.
—¡Alinor, ven aquí! —le ordenó.
El highlander le echó una mirada a la loba y luego le hizo a Evelyn un gesto de que no
importaba.
—No creo que me lo vaya a romper. Bebeos eso, Eve.
Evelyn no estaba convencida de que le gustase que le dijeran cómo debía tratar a su
animal, pero se llevó el jarro a los labios y dejó que se le llenara la boca de hidromiel —
ricas explosiones de miel ácida— mientras el highlander se dirigía a la loba con su duro
acento.
—Pero como le hagas algo a este fardo, por más orines de lobo que tenga, te arrancaré
el pellejo para hacerme otro.
Evelyn se atragantó y poco faltó para que aquel licor exquisito se le saliera por la
nariz.
—Señor —balbuceó, y tosió antes de limpiarse la boca—, moderad vuestro lenguaje.
—¿Qué pasa? —El hombre la miró—. Una de esas fieras del demonio me ha orinado

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en el fardo, y no deseo que la vuestra acabe de sincerarse contra mis pertenencias.
Evelyn no pudo reprimir la risa, pero se tapó la boca enseguida, sorprendida de su
propia falta de educación, y luego le pasó el jarro a su dueño, no sin arrepentirse.
El highlander le dirigió una sonrisa.
—Con gusto os cambiaría el trago de hidromiel que habéis disfrutado por probar la
carne que he olido, Eve.
La mirada de Evelyn voló hacia el estante de la pared e hizo una mueca de dolor.
Alinor y ella apenas si podían permitirse compartir la poca comida que tenían con un
hombre que pronto se marcharía, pero el sabor dulce que aún tenía en la boca le despertó
la conciencia.
—No estoy segura de que os vaya a gustar, señor. Está bastante seca. —Dudó un
instante—. Y un poco quemada también —trató de reírse—. Como cocinera, me temo que
no valgo gran cosa.
El hombre se la quedó mirando como si fuese tonta.
—Tengo hambre, muchacha. ¿Seríais capaz de negarme la comida sólo porque no
queréis que critique vuestra habilidad como cocinera? Qué mujer tan vanidosa. Por mí,
como si es carne de caballo cruda.
¿Era necesario que la insultase cada vez que abría la boca?
—Muy bien. —Evelyn esbozó una breve sonrisa mientras se dirigía hacia el estante.
Primero cogió una tira escuálida, pero luego la dejó para coger otra más grande y más
gruesa, que le costara su trabajo masticarla.
Miró una vez más de frente al highlander; que cogió la pieza ansioso.
—Aquí tenéis, pues. Que os aproveche.
MacKerrick mordió la tira y masticó y masticó, y luego miró a Eve con la boca llena
de una bola de carne a medio procesar.
—Es carne de caballo, ¿verdad?

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Capítulo 23
EVELYN iba a salir a la calle por primera vez en ocho semanas. Se vistió poco a poco,
con mucho cuidado, y luego atravesó el espacio que le habían reservado para dormir,
aislado con mamparas de mimbre, para echar un vistazo a la cuna.
Gregory estaba despierto, pero tranquilo y contento, buscando el techo con sus ojitos
azules opacos mientras agitaba alegremente los bracitos, agarrándose las manos de vez en
cuando. Abría y cerraba su boquita rosa con una dulzura inocente, ensayando suspiros
leves y algún gorgorito. Era diminuto y seguía pareciendo muy frágil a pesar de tener dos
meses ya. Pero había progresado mucho desde que consiguió respirar por primera vez.
Cada día que pasaba, sus puños diminutos iban cobrando fuerza al agarrarle el dedo a
Evelyn. Cada vez que le daba de comer, el pequeño mostraba más apetito, un hambre
voraz por sobrevivir, por prosperar, y a Evelyn le entraban ganas de llorar de gratitud
cuando lo miraba.
—Gregory —le dijo canturreando.
El no se sobresaltó, pero su carita de sabio se volvió hacia el sonido de la voz de
Evelyn. Durante un instante puso una expresión muy parecida a la de su padre, abriéndole
a ella una herida en el corazón.
—Hola, precioso —lo arrulló, ignorando el dolor del recuerdo de Conall—. ¿Te
apetece ver un poco el sol? Vamos a ver si vemos pasar a Sebastian entre los árboles.
El bebé agitó los brazos sin propósito aparente y los bultitos de sus rodillas se
movieron bajo el faldón. Evelyn lo cogió en brazos con mucho cuidado y le echó por
encima el tartán suave de los Buchanan. Lo abrazó contra su pecho, apoyando su mejilla
en aquella piel de terciopelo.
Un ruido familiar de pisadas la impulsó a darse la vuelta justo cuando Angus
Buchanan llamaba con mucha educación a la mampara de mimbre.
—¿Está listo mi muchachito para la gran aventura?
—Buenos días, Angus. —Evelyn sonrió y le hizo una carantoña a Gregory—. Me
parece que sí. Desde luego, su madre está preparada —dijo, y volvió a mirar al amable

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anciano—. ¿Habéis venido para acompañarnos?
—Sí, suponiendo que no os moleste. Pero también he venido para advertiros, como os
prometí que haría: MacKerrick ha vuelto. Otra vez —dijo con mordacidad.
Evelyn sintió que le faltaba el aire.
—¿Anda por aquí?
No lograba entender que el jefe de los Buchanan le hubiera permitido a Conall
MacKerrick la entrada al pueblo. Durante seis semanas, Conall había ido por allí casi a
diario, solicitando audiencia con Eve.
Ella se la había negado todas las veces. No era capaz de verlo; su herida seguía abierta.
Y no le iba a permitir que viera a Gregory ni de refilón siquiera, porque no se lo merecía,
aunque le dolía la conciencia por ello.
Angus meneó la cabeza y suspiró.
—Ha incordiado tanto que Andrew ha decidido por fin ponerlo a trabajar en la torre
del lago.
—¡Pero Angus! —balbuceó Evelyn, sintiéndose traicionada—. Ya me atormenta lo
suficiente que le permitáis que venga y se vaya a su antojo. Es el colmo que le hayáis dado
un trabajo. ¡No se marchará jamás!
El anciano encogió los hombros como quien no quiere la cosa.
—El invierno se aproxima a toda velocidad, Eve. Necesitamos mano de obra. —Se
puso al lado de ella y le hizo unas carantoñas a Gregory mientras lo arrullaba—. Si
hablaseis con él vos misma y le dijerais que no hay posibilidad de reconciliación, que no
queréis volverlo a ver, puede que él os diera por fin la paz que tanto decís que os hace
falta.
Aquel reproche velado la ofendió.
—Que se vuelva a su pueblo, que tanto le importa. No quiero oír sus mentiras. Y no
me fío de lo que le pueda hacer a Gregory.
Angus hizo un gesto reumático de exasperación.
—¿Acaso pensáis que alguno de los miembros de este clan permitiría que Conall
MacKerrick se fugase con uno de los nuestros? Dadle un voto de confianza, muchacha.
MacKerrick se ha interesado por el estado del bebé, cierto, pero siempre pregunta por
vos… quiere veros, hablar con vos.
Evelyn se encogió de hombros; era consciente de la petulancia de aquel gesto, pero no
quería que el anciano se diese cuenta de lo duras que le resultaban aquellas palabras. Era
evidente que Conall había descuidado sus deberes como jefe de su clan para andar
rondándola en el pueblo de los Buchanan.
—Si él anda por aquí, entonces Gregory y yo saldremos a tomar aire cualquier otro día
—dijo firmemente, y volvió a sentarse con el bebé en brazos, con una decepción tremenda.
Estaba furiosa porque Conall MacKerrick seguía imponiéndose sobre su voluntad.

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—Como ya he dicho, Andrew lo tiene esclavizado en el lago —la apaciguó Angus—.
Salid, Eve. Respirad el aire fresco y aclarad vuestra mente. Tengo la impresión de que
Conall MacKerrick nos va a estar acosando hasta que os dignéis hablar con él.
Replanteáoslo, por el bien de todos.
Evelyn torció el gesto. Habría dado lo que fuese por escapar del aire viciado de aquella
casa.
—Ojalá Duncan se hubiese quedado.
—Sí —suspiró Angus—. Pero yo iré con vos si no queréis estar sola.
—No, Angus. Me llevaré a Bonnie. Vos descansad —le dijo ella, teniendo en cuenta
los achaques del anciano—. No estáis durmiendo bien por las noches con los llantos de
Gregory. —Evelyn se puso de pie—. Me aventuraré hacia la linde del pueblo por el lado
del arroyo. No tardaré en volver. —Le dio un beso en la mejilla arrugada antes de dirigirse
hacia la puerta—. Aquí, Bonnie.
Apretando los dientes, Evelyn abrió la puerta de par en par y respiró hondo mientras la
luz tibia del sol le bañaba el rostro. Era algo maravilloso. Salió en dirección opuesta al
lago, resuelta a no pensar en el hombre que estaba trabajando a tan sólo un tiro de piedra
de allí.
Por lo que a ella respectaba, Conall MacKerrick había dejado de existir.
Se fue paseando por la avenida principal y estaba llegando al límite del pueblo cuando
un chillido frenético de un niño en gaélico partió el aire en dos. Una sola palabra, pero
Evelyn la entendió con toda claridad.
Faol.
Lobo.

—¡Eh, MacKerrick!
La advertencia llegó en el preciso instante en que el bloque de paja y argamasa le
sacudía a Conall en la nuca.
—¡Coged esto!
Conall se tambaleó de un lado para otro y los incómodos soportes de las vigas que
llevaba sobre los hombros se le descolocaron. Hizo lo que pudo para equilibrar la carga,
pero se le escapó un grito áspero al ver que se le resbalaba la de más arriba, haciendo que
todo cayera al suelo con gran estruendo.
A Conall le ardía la cara por los comentarios jocosos de los trabajadores Buchanan,
que se estaban burlando de él. Quería darles una paliza, a todos y a cada uno de ellos, en
cuanto tuviese ocasión. Le aguijoneaban el ánimo constante y despiadadamente, tratando
de hacerle perder el control. Pero Conall hacía acopio de cualquier resquicio de paciencia

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y humildad que le quedara para hacer frente a las provocaciones. Aguantaba las pullas, las
burlas y los insultos directos. Lo habían convertido en poco más que un esclavo, y aun así
estaba agradecido.
Eve estaba tan cerca que la sentía al despertarse por las mañanas en el campamento
primitivo que había levantado detrás del pueblo de los Buchanan. Su esposa estaba allí, y
Gregory, su hijo, también. Conall tenía que tener paciencia, aunque eso lo llevase a la
tumba. Soportaría el ridículo al que le sometían los Buchanan hasta el día de su muerte si
ése era el tiempo que iba a tardar Evelyn en acudir a él.
Podía esperar. Y allí estaría hasta que ella volviese a quererlo, si es que eso llegaba a
ocurrir.
Conall se quitó la masa pegajosa de la nuca con la punta de los dedos y se agachó para
empezar a apilar de nuevo las vigas caídas. Las odiosas botas de Andrew Buchanan se
metieron en su campo de visión.
—Dejad eso —le dijo el escocés en tono imperioso—, yo lo recogeré. Nos hemos
quedado sin argamasa.
Conall se detuvo y respiró hondo muy lentamente. ¿Acaso no podía aquel hombre
permitirse la cortesía de pedir las cosas bien? A Conall le habría gustado reventarle la cara
a puñetazos a Andrew Buchanan y hacer que se tragase esa lengua suelta que tenía.
—Volveré a la costa y traeré otro barril —le dijo entre dientes mientras recuperaba la
vertical.
Andrew le dio una palmada en el hombro.
—¡Buena idea! —le espetó antes de darse media vuelta y marcharse.
No hizo ademán de recoger las vigas caídas, y Conall comprendió que estarían
esperándolo allí cuando pasase al volver de la costa con la pesada carga.
Por lo menos, estaría exhausto al caer la noche. Tal vez dormir le sirviese para
evadirse.
Conall se puso en camino hacia la playa rocosa de la isla, donde había una línea de
balsas muy rudimentarias varadas. Cogió un bastón de punta ancha y empujó una de las
balsas hacia las aguas tranquilas que lamían la costa, para luego embarcarse de un salto
que le dio impulso hacia lo lejos.
Tardó casi media hora en llegar a la otra orilla y, en cuanto estuvo cerca, pudo ver y oír
el revuelo que había en el pueblo. Conall subió la balsa a tierra y se dirigió hacia el meollo
de aquella congregación de mujeres y niños.
—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó a la primera Buchanan que se cruzó, mientras
ésta apartaba recelosa a su hija.
—Es la señora: se ha vuelto loca —le dijo la mujer de mala gana, sin apenas mirar a
Conall a los ojos.
Conall sintió que el corazón se le salía del pecho. «La señora» era Eve.

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—¿Qué queréis decir, mujer? —le ladró él.
La mujer apretó los labios, como si ya hubiera hablado demasiado, pero su hija estaba
deseando contestar.
—El pequeño Barney se había encontrado un cachorro de lobo entre las zarzas y
estaba jugando con él como un idiota hasta que la loba salió del bosque a buscarlo —dijo
sin dejar de sonreír en ningún momento—. La señora estaba paseando con su hijito y
corrió a rescatar a Barney, pero de repente se puso a perseguir a la loba y se metió en el
bosque. ¡En el bosque! Salió disparada a buscar al animal, entre gemidos y sollozos, ¡con
el bebé y todo! —concluyó, con los ojos como platos.
Conall tragó saliva.
—¿Siguió a la loba hacia el bosque?
La niña asintió.
—¡La loba negra más feroz que he visto en mi vida! ¡Se va a comer a la señora!
A Conall no le bastaban las piernas para correr.

Evelyn no podía seguir corriendo. Ya notaba de nuevo la sangre fresca y el dolor


desgarrador de su entrepierna. Las piernas le temblaban. En los brazos tenía a Gregory,
que gemía por el zarandeo que le estaba dando. Evelyn se detuvo jadeando, con un arroyo
de lágrimas cayéndole por la cara, en medio del bosque. Además se había perdido, pero
eso no le importaba.
—¡Alinor! —gritó hacia las sombras densas de los árboles oscuros—. ¡Alinor!
Tenía que ser ella. Tenía que ser. Evelyn habría reconocido la silueta de huesos
grandes de su amiga en cualquier parte, y el regocijo le desgarraba el corazón.
¿Por qué habría huido?
—¡Alinor, por favor! —gritó Evelyn dando vueltas de aquí para allá—. ¡Aquí, Alinor!
Evelyn no se dio cuenta de que Bonnie la venía siguiendo por el bosque hasta que la
oyó balar como una loca.
Vio a Bonnie corriendo en círculos frenéticos delante de dos rocas lisas, apoyadas una
contra la otra como dos amantes. Y en lo alto estaba Alinor, contemplando a la
enloquecida oveja sin demasiado interés.
—Alinor —susurró Evelyn en un sollozo, y Gregory se quedó en silencio.
Dio un paso adelante.
—¡Ven aquí, mi niña preciosa! ¡Aquí!
La loba negra se levantó tranquilamente, y con mucho cuidado empezó a descender de
su asiento, dándole, sin embargo, una embestida a la alegre Bonnie mientras atravesaba el
trozo de bosque que las separaba. Evelyn se puso de rodillas con un brazo estirado

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esperando un abrazo.
Pero Alinor se mostraba distante. Se acercó hasta una distancia de un par de pasos
antes de sentarse de nuevo sobre sus cuartos traseros. Bonnie se tumbó, meneando la
colita de alegría, detrás de la loba. El hocico afilado de Alinor se estiró hacia delante para
olisquear, lleno de curiosidad, el bulto que llevaba Evelyn envuelto en un tartán en el otro
brazo.
Evelyn apenas pudo hablar, presa de la confusión mezcla de dolor y felicidad que
sentía.
—No te preocupes, preciosa. Soy yo. Con Gregory. —Alzó ligeramente al bebé—.
¿No me vas a saludar, Alinor? Te he echado tanto de menos… Pensé que estabas enferma.
¡Muerta!
Pero Alinor aplazó su curiosidad por el bebé. Se irguió con un aire regio y dejó la
mirada perdida en lontananza. De repente, levantó las orejas y se le tensó el lomo. El rabo
grueso de Alinor empezó a batir con fuerza la tierra y Evelyn oyó el crujir de las hojas a su
espalda. Advirtió la presencia de Conall antes de que éste hablase.
—Ah, mis tres muchachas preferidas —dijo con amargura—. Y mi muchachito.

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Capítulo 7
—BIGOTES —masculló Conall para sus adentros, sacudiendo la cabeza sin podérselo
creer mientras salía otra vez de la cabaña, con el día más avanzado ya, y el arco y el carcaj
colgados de un hombro.
Aquella muchacha le había puesto nombre a un ratón y lo había metido en un barreño
de madera viejo que había sido desechado por tener una grieta en el fondo. Conall había
intentado razonar con ella. Era sólo cuestión de tiempo que aquel briboncete royese la
pieza de cuero que Eve le había atado a modo de tapa y quedase suelto por la cabaña para
mancillar de nuevo la cebada.
Pero ella no le hizo caso. No, «Bigotes» era un angelito gris enviado por Dios para que
Eve lo protegiera.
Conall puso cara de exasperación y atravesó la nieve crujiente hacia el lugar donde
había dejado la primera trampa aquella mañana, esperando con todas sus fuerzas que le
estuviera aguardando un conejo enorme.
Eve estaba poniendo a prueba la paciencia de Conall pero, por increíble que pudiera
parecer, a él no le importaba. Necesitaba a la muchacha Buchanan para asegurar la
supervivencia de su clan, y estaba dispuesto a tragar con casi todas las tonterías que
hiciesen falta para granjearse su cariño.
Por su clan, lo que fuese necesario.
Trató de no pensar en cómo se le ablandaba la expresión a ella cuando hablaba con
cualquiera de los animales —ya eran tres— que vivían con ellos, ni en cómo la trenza le
acariciaba la cintura, ni en la cadencia tímida de su voz cuando le estaba leyendo el Cantar
de los Cantares. Le iba a pedir que le leyese otro poco del manuscrito aquella misma
noche, con suerte después de un rico estofado de conejo. Seguro que a una dama como
ella le parecía una actividad bastante romántica. Puede que, incluso, le dieran ganas de
sentarse al lado de Conall. Puede que los hombros de ambos se rozasen mientras ella
leía…
Conall se sacudió para despejarse. Era evidente que llevaba demasiado tiempo sin una

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mujer al lado para andar fantaseando así con una Buchanan medio inglesa que albergaba
las más extravagantes ideas acerca de cómo criar el ganado.
Vio las ramitas dobladas de la trampa fuera de su sitio, entre dos pinos, y aceleró el
paso emocionado.
Estaba vacía. Y el cebo había desaparecido.
Conall soltó una maldición y se acuclilló delante de la trampa. Se sacó del bolsillo otro
precioso trozo de zanahoria seca y lo ató al cordel ya deshilachado de la trampa, con los
dedos torpes por culpa del frío. El viento le dio en la cara al ponerse en pie para dirigirse
hacia la siguiente, que se encontraba más hacia el oeste.
Aquella también estaba vacía. Conall le puso más cebo y se volvió hacia la cabaña,
furioso contra su estúpida fantasía de versos sensuales leídos tras una copiosa cena que
acababa de desvanecerse en el aire.
Trepó por un barranco nevado y miró a su alrededor. Si Conall no se equivocaba, el
gran roble donde Ronan estaba enterrado quedaba justo a su derecha.
Conall miró el cielo. Apenas quedaba luz del día.
Pasó por un pequeño claro rodeado de pinos y vio los huesos grandes, cubiertos de
nieve, del caballo de Eve. Se quedó ahí un buen rato, contemplando lo que quedaba del
animal muerto, y sintió una repentina punzada de compasión al pensar en lo mucho que le
debía de haber costado a Eve arrancarle la carne. Herida y sola, de no ser por Alinor, y con
los lobos grises al acecho. No alcanzaba a imaginarse la angustia que debía de haber
sentido al cortar la carne congelada de un animal al que venía cuidando desde Inglaterra.
Estaba seguro de que le habría puesto nombre.
Conall salió de entre los pinos y vio el árbol de Ronan ante sus ojos: el roble más alto
y con más nudos de aquella parte del bosque, rodeado de un faldón de piedras que había
ido disminuyendo.
Se detuvo, aún a cierta distancia, y contempló el árbol donde estaba enterrado su tío,
orientado hacia el pueblo de los Buchanan, tan odiado como distante.
Él nos traicionó. A Conall le parecía estar oyendo las palabras de su padre, confusas
por la bebida, y tal vez por el arrepentimiento también. Les habría dado a los Buchanan
nuestras tierras, los habría traído al mismo pueblo y les habría ofrecido todas nuestras
pertenencias. Y todo por ella. Le habría rendido homenaje a Angus Buchanan antes que a
su propio clan, a su familia. Mi propio hermano. Tuve que protegernos. Tuve que hacerlo.
Conall nunca logró persuadir a su padre de que le hablara de su tío Ronan estando
sereno, y era peligroso conversar con Dáire cuando llevaba unas cuantas copas. Su
temperamento de borracho se contaminaba con malos recuerdos y pendía siempre de un
hilo a punto de romperse, abatiéndose sobre quien tuviera más cerca. Pero Conall y su
hermano Duncan habían oído rumores de la gente del pueblo, y ellos solos habían
recompuesto la historia lo mejor que habían podido.
Ronan MacKerrick, hermano de Dáire, se había enamorado de una mujer del clan de

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los Buchanan, enemigos acérrimos de los MacKerrick. Aquel clan tan ambicioso, asentado
junto al prolífico lago Lomond, cruzaba a menudo hacia los territorios MacKerrick para
robarles la caza y desplazar su propia frontera cada vez más hacia el norte valiéndose de la
fuerza bruta. El pueblo Buchanan ridiculizaba a los MacKerrick y, a pesar de que en
ningún clan se tomaba jamás un insulto a la ligera, batirse en una guerra abierta con la
gente de Angus Buchanan habría sido una insensatez.
Pero Ronan había insistido en que si él se casaba con una de las mujeres de los
Buchanan, los dos pueblos encontrarían la paz. El padre de Conall se oponía
categóricamente, con el argumento de que, una vez que Angus Buchanan hubiera metido
el hocico en el pueblo de los MacKerrick, se lo tragaría entero y los MacKerrick dejarían
de existir.
Conall y Duncan no tenían muy claro el resto de los detalles, pero se supone que había
tenido lugar algún encuentro clandestino entre Ronan y los Buchanan, y las sospechas de
Dáire MacKerrick se habían confirmado. De ese modo se desató la batalla, y Ronan
MacKerrick dio su propia vida para proteger aquel amor suyo tan dañino: Minerva
Buchanan. También murió la mujer del jefe Buchanan, así como muchos ancianos de ese
mismo clan.
De los MacKerrick, el único que murió fue Ronan.
Ni Conall ni Duncan conservaban recuerdo alguno de Ronan, porque ellos habían
llegado al mundo justo en el momento de mayor hostilidad entre los dos pueblos. Pero su
madre siempre les había dicho que Ronan había sido un buen hombre, y no un monstruo
traicionero, como Dáire lo pintaba.
—La gente hace cosas increíbles por amor —decía una y otra vez su madre
defendiendo a Ronan—, unas buenas y otras no tan buenas. Vuestro padre también es un
buen hombre. Adoraba a su hermano y adora a su clan.

—Buenos días, Ronan —dijo Conall en alto, aunque aquel frío inusitado le tapaba la voz
—. Soy vuestro sobrino Conall. Ahora soy el jefe de los MacKerrick: Padre murió hará
cinco años en primavera.
Se detuvo un instante, sintiendo al mismo tiempo que estaba haciendo lo correcto y
que era un imbécil por estar hablando con un montón de piedras apiladas alrededor de un
árbol.
—Tengo una mujer Buchanan en la cabaña del valle, traída a Escocia por la propia
Minerva. Voy a arreglar las cosas. Si habláis con ella, podéis decirle que nos deje en paz.
Ya nos lo ha quitado todo: se ha llevado a mi mujer, el bebé y mi orgullo. Ya basta.
Un sonido suave, como un llanto de mujer, llegó flotando en una racha de viento
helado y un escalofrío acarició el cuello a Conall a modo de advertencia. Dejó de respirar

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para quedarse escuchando un momento hasta que lo volvió a oír.
Sonaba como si viniera del otro lado del árbol.
Las botas de Conall hicieron crujir la nieve cuando se puso a rodear muy, muy
lentamente, la amplia isla de piedras en medio de aquel mar blanco. Y pensó que iba a
encontrarse con su propia muerte en aquel preciso instante.
Echado sobre el montículo de piedras, estaba uno de los lobos grises. Era más pequeño
que Alinor y mostraba una delgadez enfermiza, con un pellejo de edad indescifrable. Su
hocico, arrugado en un gruñido, enseñaba los dientes con una sonrisa malvada y
amarillenta.
Conall comprendió entonces que estaba delante de la bestia que creyó haber matado
ante la cabaña. A Conall le llegó el vaho del aliento del lobo cuando el gruñido se
transformó en un rugido de reconocimiento procedente de las tripas raquíticas de la bestia.
El lobo tembló por la enfermedad, o quizá se estuviera preparando para pegar un salto.
Conall tragó saliva. Si él salía corriendo, el lobo lo perseguiría y, por muy
visiblemente enfermo que estuviera, Conall sabía que en menos de veinte zancadas lo
tendría encima. Y si el lobo lo mataba, ¿qué iba a ser de Eve?
No se atrevió a sacar una flecha: tardaría demasiado. Se llevó la mano lentamente a la
empuñadura de la espada, la asió con firmeza y la fue desenvainando muy poco a poco. Si
el lobo se le abalanzaba, podría volver a atravesarlo como había hecho en el claro.
Volverá otra vez, le advirtió una vocecita en el fondo de su mente.
Conall contempló al lobo mientras éste lo observaba a él, sin haber dejado aún de rugir
ni de temblar. Tenía los ojos muy negros. Conall sintió que los suyos se le estaban
congelando dentro de las cuencas. Tuvo que parpadear.
El lobo había desaparecido.
Conall gritó con la voz ronca y se dio la vuelta, blandiendo la espada como un
relámpago de acero, listo para atacar, pero estaba solo en el bosque en calma.
De repente sintió que algo se le rompía por dentro al volverse hacia el árbol y ver que
en el sitio donde había estado el lobo tumbado había una mancha negra. Conall se dirigió
hacia ella como si no fuese capaz de hacer otra cosa. Trepó por las piedras y cogió lo que
resultó ser una tela negra bastante amplia.
Era una vieja capa remendada que olía a humo y a alguna especia amarga. Una capa de
mujer, más bien pequeña.
A Conall le recorrió un temblor bastante parecido al del lobo.
Y un coro de aullidos rompió en la luz grisácea, con sus cantores invisibles escondidos
tras miles de árboles. Conall se dio la vuelta, con la capa en una mano y la espada en la
otra, y se tambaleó sobre una piedra suelta que había pisado. Los aullidos parecían venir
de todas partes, gritando su nombre, absorbiendo la poca luz que quedaba ante sus ojos.
Sintió el corazón a punto de estallar.
Conall bajó de las piedras tambaleándose y corrió hacia la cabaña. Hacia la cordura. Y

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hacia Eve.

—Los lobos grises han vuelto —fue el saludo que recibió Eve cuando MacKerrick llegó a
la cabaña.
Se quedó mirando al enorme highlander desde el taburete en el que estaba sentada, con
Bigotes sobre el regazo. Alinor y Bonnie se acercaron trotando a saludar a MacKerrick
mientras éste cerraba la puerta y echaba la tranca. Evelyn pensó que los grises debían de
estar bastante cerca para que MacKerrick condenase a los moradores de la cabaña a una
larga tarde de humo de turba asfixiante. Conall apoyó el arco y el carcaj contra la pared.
—¿Los habéis visto? —preguntó ella.
Dejó a Bigotes en el barreño que estaba a sus pies y luego se levantó.
—A uno de ellos —contestó MacKerrick intranquilo.
Cuando el highlander se dio la vuelta hacia ella, Evelyn advirtió que tenía el rostro del
color de la ceniza y que llevaba en la mano un paño negro alargado. Le iba a pedir más
detalles de su encuentro con el lobo, pero estuvo a punto de ahogarse al reconocer la tela
remendada.
—¿De dónde habéis sacado eso? —preguntó Evelyn, acercándose a MacKerrick para
coger la capa con ambas manos y mirarla con una punzada de melancolía.
—Es vuestra, pues… bueno —Conall asintió y pasó delante de Evelyn para coger el
jarro de hidromiel del estante. Se hizo con el asiento libre que había dejado Evelyn y le
quitó el tapón al jarro—, me pareció que la habíais perdido viniendo hacia la cabaña.
—No, mi capa hace tiempo que quedó reducida a jirones. Esta no es la mía —dijo
Evelyn, acariciando la lana gastada y recordando a la mujer que la llevaba—, perteneció a
Minerva. Ella… —Evelyn tragó saliva— la llevaba puesta al morir. Supongo que de ella
no queda ya más que los huesos.
Miró al highlander, que se acababa de atragantar con el hidromiel.
—¿La llevaba puesta? —tosió.
—Sí, la… ¿No estaba con sus restos? —Evelyn torció el gesto—. Pero, ¿dónde la
habéis…? ¿Cómo…?
—Estaba en el árbol de Ronan, donde él está enterrado. —MacKerrick logró por fin
dejar de toser, pero la voz todavía le sonaba forzada y cavernosa—. Está rodeado de…
—Piedras —concluyó Evelyn con desmayo—. Ahí es donde Minerva… ¿No estaban
sus restos?
MacKerrick negó con la cabeza, con un aire de delirio en los ojos, que tenía clavados
en la capa como si no los pudiese apartar.
—No estaban. El lobo gris… —paró de hablar como si se hubiera olvidado de lo que

79
iba a decir.
—¿El lobo gris? —lo apremió ella.
MacKerrick volvió en sí y miró por fin a Evelyn.
—El lobo gris que he visto… estaba tumbado encima de la capa, en lo alto del
montículo de piedras.
Ahora era Evelyn la que no sabía qué decir. Le devolvió la mirada a MacKerrick.
—No lo entiendo.
El volvió a mirar la capa y bajó las cejas con gesto amenazador. Dejó el jarro a un
lado, sin apartar la mirada, y se levantó lentamente del taburete. MacKerrick estiró su
largo brazo hacia Evelyn, con la mano abierta.
—Dádmela, Eve.
Como si él lo hubiera ordenado, Alinor y Bonnie se fueron hacia la parte más baja de
la cabaña y desaparecieron en el corral que quedaba más apartado.
—¿Por qué? —preguntó Evelyn con cautela, e instintivamente apretó la capa contra su
pecho.
MacKerrick se plantó delante de ella en dos zancadas.
—Está maldita. Debí haberme dado cuenta y no haberla traído. Tengo que destruirla
—cogió la capa por una esquina y tiró de ella.
Evelyn la sujetó con fuerza, clavando los dedos en la lana.
—No seáis ridículo, MacKerrick. Sólo es una capa. Ya estáis como Minerva, hablando
de maldiciones y hechizos.
—Está maldita. ¿Cómo, si no, explicáis que la encontrara donde ella murió, pero ni
rastro de sus restos? Ni un solo hueso. ¡Y con el lobo gris echado encima, protegiéndola!
—Volvió a tirar de la capa.
Evelyn tiró más fuerte, temiendo por la tela medio podrida.
—No lo sé —bramó—, pero si el lobo gris estaba echado encima, ¿cómo la cogisteis?
¿Matasteis al lobo?
MacKerrick la miró a los ojos durante un instante aterrador y Eve se estremeció ante el
hielo de su mirada. Era como si quisiera decirle algo, pero tuviese miedo de decirlo en voz
alta. Notaba la fiebre que lo invadía con sólo mirarlo.
—Es peligrosa —dijo él por fin—, dádmela.
—¡No! Yo la adoraba y esto es lo único que me queda…
—Eve, dádmela…
—¡No!
MacKerrick tiró con fuerza de la capa y Evelyn se vio impelida contra su pecho. En un
abrir y cerrar de ojos, MacKerrick había posado su boca sobre la de ella en un beso
intenso, le había pasado un brazo enorme por detrás de los hombros y tiraba de ella hacia
sí.

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Fue todo tan rápido que Evelyn se quedó petrificada, y un hormigueo la recorrió hasta
los dedos de los pies al sentir los labios tibios y secos de MacKerrick contra los suyos. El
bigotillo de su labio superior la pinchaba deliciosamente. El apartó ligeramente la cabeza
hacia atrás y relajó la boca, besándole primero el labio de arriba y luego el de abajo, para
luego meterle la lengua entre uno y otro. Le dio un beso dulce y húmedo en la boca, y
Evelyn advirtió que le fallaban las rodillas y los ojos se le cerraron.
El duro pecho de MacKerrick se inclinó momentáneamente para pasarle el otro brazo a
Evelyn por detrás, apretándola más todavía. La piel le olía al aire frío del invierno y a
masculinidad, y Evelyn permitió que sus manos treparan por ese pecho, que la boca se le
abriera y que su cabeza se inclinara hacia atrás. Era desgarradoramente maravilloso:
aquellos besos, aquella fuerza que la rodeaba… y se sintió protegida contra el duro
invierno, contra los lobos grises, contra su pasado atormentado…
De pronto, Eve se dio cuenta de que la capa de Minerva ya no estaba entre ellos dos.
Apartó a MacKerrick de un empujón, pegó un grito y recorrió frenéticamente el suelo
con la mirada.
La capa de Minerva yacía sobre la lumbre, rodeada de volutas de humo. Evelyn salió
disparada hacia el fuego, pero MacKerrick no se quedó atrás y llegó al mismo tiempo que
ella. Le sujetó a Evelyn el brazo con el que iba coger la capa, pero ella se retorció gritando
y la agarró por un pliegue con la otra mano.
—¡Soltadme! —gritó, pero MacKerrick volvió a pasarle un brazo por la cintura.
—¡Le vais a prender fuego a la casa, Eve! —dijo tratando de apartarla de la lumbre.
Evelyn levantó una pierna y le clavó con fuerza a MacKerrick el talón en la espinilla y
el codo en las costillas, e hizo un quiebro, todo a la vez, para sacar la capa humeante de la
lumbre y alejarse de MacKerrick como un torbellino.
El highlander echó mano a todo correr de un cubo de nieve derretida y se volvió hacia
Eve sin detenerse, a pesar del gesto disuasorio que ella le hizo mientras escondía la capa a
su espalda.
—¡MacKerrick, no! No está…
El líquido gélido le dio a Evelyn en la cara, y habría pegado un alarido si no fuera
porque se le había llenado la boca abierta del agua que ahora le salía por la nariz. En un
abrir y cerrar de ojos, aquella ducha helada la había empapado por completo, y se puso a
toser y a hacer aspavientos, tratando de recobrar el aliento.
MacKerrick estaba de pie junto al fuego con el cubo vacío en las manos. Parecía una
bestia parda.
—No estaba ardiendo —logró farfullar Evelyn y se llevó la capa, seca y sin marca
alguna, a la cara para secarse.
—¿Lo veis? —dijo MacKerrick con arrogancia—. ¿Qué clase de tela es esa que no
arde? Tela maldita.
—¡Estáis completamente loco! —vociferó Evelyn con los brazos en jarras—. ¡Mirad

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lo que habéis hecho! ¡Esta es la única muda de ropa que tengo! Ahora me dará fiebre y me
moriré. Os lo agradezco mucho, señor.
Para sorpresa de Eve, MacKerrick contempló esa idea con auténtico espanto. El cubo
se le cayó de las manos haciendo un ruido hueco contra el suelo, y se acercó a ella.
Evelyn se echó hacia atrás.
—¡No! Quedaos lejos, lejos, muy lejos de mí. Sois, sois… ¡rastrero! ¡Me habéis
besado! ¡Sólo para saliros con la vuestra!
—Eve, yo…
—¡Salid de aquí! —Evelyn se sentía avergonzada hasta el punto de ponerse a llorar,
pero no se lo iba a permitir en presencia de MacKerrick. ¿Cómo podía haber sido tan tonta
y tan crédula como para haber caído de narices en una trampa tan vil? ¡Le había permitido
besarla! ¡Y ella también le había besado!
Evelyn se sorprendió ante su propia ligereza moral.
—¡Salid de aquí! —repitió.
Le señaló a MacKerrick la puerta dando una patada en el suelo, y al hacerlo salpicó
por todos lados gotas de agua. Sintió que le ardía la cara.
—¡Tengo que secarme, y no pienso hacerlo con vos aquí mirando, lleno de lujuria!
MacKerrick la miró exasperado.
—Eve…
—¡Fuera! —bramó ella—. ¡Fuera, fuera, fuera de aquí!
—Está bien —protestó él, y se fue como un rayo hacia la puerta, pero se detuvo a
coger el arco y las flechas—. Pero si los lobos grises…
—¡Espero que os coman! —le gritó ella enloquecida.
El highlander levantó la tranca y abrió la puerta. Se detuvo para mirar hacia atrás.
—Aseguraos de que os secáis bien el pelo, muchacha, si no…
Chillando como una loca, Evelyn cogió el jarro de hidromiel que estaba en el suelo y
se lo lanzó a MacKerrick, que se quedó boquiabierto antes de salir disparado al exterior.
Cerró la puerta justo a tiempo para que el jarro no le reventara contra la cabeza, dejando el
hidromiel y los pedazos rotos esparcidos por el suelo de la cabaña. Evelyn tiró la capa
detrás del jarro y luego fue hasta la puerta para echar la tranca. Después, se volvió hacia
atrás tiritando.
—¡Y quedaos fuera! —vociferó.
MacKerrick no respondió, de modo que ella se volvió con pasos enfadados a la otra
punta de la habitación.
Apenas logró llegar hasta la cama para empezar a sollozar.

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Capítulo 11
TRES semanas pasaron en lo que a Conall le pareció un suspiro, semanas llenas de una
paz y una alegría que no había experimentado desde niño. Metido en la cabaña del valle
con Eve, aislado del mundo por las montañas y los ríos cubiertos de nieve blanca y espesa,
Conall sintió que estaba viviendo una fantasía muy apartada de aquella existencia suya en
la que reinaban la hambruna, las penurias, la muerte y las maldiciones. Respiró
profundamente el aire de la mañana, se recolocó el fardo sobre el hombro y no pudo evitar
sonreír ante la belleza simple, limpia y fría del bosque que lo rodeaba.
Eve y él no habían discutido ni una sola vez en esas tres semanas. Bien al contrario,
ocupaban los días en hacerse cada vez mejores compañeros, amenizaban las horas con
apasionadas discusiones y con aquel delicioso venado, y cuidaban de los animales que
estaban a su cargo. Ahora, Conall ya sabía que el color preferido de Eve era el amarillo y
que lo que más le gustaba comer era el pudin. Que el nombre de su padre era Handaar, y
que al cumplir cuatro inviernos le había regalado su primer caballo, un pony castaño claro
al que Eve llamó Princesa Tarajaca.
Los días transcurrían tranquilos y felices, sí, pero las noches… ¡Dios Santo, qué
noches! Lejos quedaban las duras y frías horas que Conall había pasado solo sobre el suelo
congelado. Habían sido reemplazadas por incursiones cercanas y húmedas a la piel suave
como la seda de Eve, y despertares junto a su cálido cuerpo desnudo. La buena nutrición
estaba transformando a su mujer: la había dotado de dulces cojines sobre las caderas y en
las clavículas demasiado prominentes, le suavizó el ángulo de la mandíbula y les devolvió
el buen color a sus mejillas pálidas, que ya no estaban hundidas por la preocupación, el
hambre ni la enfermedad.
Siete veces habían hecho el amor desde que se prometieran como marido y mujer.
Siete veces gloriosas y fascinantes, y Conall recordaba cada una de ellas con toda nitidez.
Siete milagros. Siete veces.
Era más sexo del que había practicado con Nonna en los siete años que pasaron
casados.
Conall trató de apartar de su mente los recuerdos de Nonna mientras viajaba hacia el

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sol de la mañana, pero se le hacía difícil, yendo como iba hacia el pueblo de los
MacKerrick. Cuando salió de allí, hacía ya varias semanas, lo hizo entre una niebla
envenenada de dolor y de culpa, y lo único en que pensaba era en escapar. Escapar de la
pérdida de su familia, del estado de indigencia de su pueblo, del peso de tener que poner
fin a la antigua brujería que estaba destruyendo sistemáticamente al clan de los
MacKerrick. Eran muchas y muy grandes las cargas que soportaba; las esperanzas, pocas
y muy consumidas.
Volvía a su pueblo convertido en un hombre nuevo, un hombre recién casado, con una
esposa de la que cuidar y que lo cuidara a él. Y Evelyn Buchanan MacKerrick —Dios, si
hasta el nombre mismo resultaba casi increíble— era una fuente de optimismo renovado
para Conall, a quien le había abierto el corazón a la posibilidad de un futuro lleno de…
vida.
Para él y para el pueblo de los MacKerrick. Los dedos se le fueron al precioso nudo de
cuero que llevaba alrededor del cuello.
Conall tuvo que reconocer que, aunque Eve hubiera sido una arpía barriguda y
desdentada, él habría seguido adelante con su plan. Después de todo, ella era una
Buchanan, la única posibilidad de acabar con la maldición que la vieja bruja le había
echado a su gente. Pero no se trataba de ninguna muchacha desaliñada y sin gracia: era
amable y divertida, y tenía los ojos del color del cielo gris del invierno. Era culta, educada
y apasionada, generosa en sus afectos, y sentía una gran curiosidad por todo. Siempre
quería saber más, su Eve. Más acerca de…
Conall se detuvo en la nieve, donde sólo los trinos ocasionales de los pájaros
interrumpían el silencio.
¿Mi Eve? ¿Así era cómo la veía? Asintió con la cabeza. Ahora estaban casados:
resultaba natural que usase el posesivo. Ella le pertenecía.
Trató de no darle importancia al hecho de que jamás había pensado en Nonna
MacKerrick como «su Nonna».
Conall se apresuró a seguir avanzando de nuevo. Quería estar de vuelta en la cabaña
antes de que cayera la noche, así que debía darse prisa en realizar su cometido. En el fardo
llevaba seis liebres —pequeñas como gatitos, eso sí— y una valiosa parte del venado. Iba
a llevar la comida a su pueblo y a volver con Eve lo más rápido posible. A ella le habría
gustado ir con él, pero Conall se había negado con términos imprecisos, diciéndole que
precisamente en aquel momento los del pueblo se iban a llevar un disgusto pensando que
les llevaba otra boca más que alimentar. Un poco traído por los pelos, sin duda, pero era
por el bien de todos.
Como apareciera por allí con una Buchanan, el pueblo entero se soliviantaría, y sería
cuestión de poco tiempo que Eve descubriera el auténtico motivo por el que Conall se
había casado con ella.
Volvió a detenerse. ¿El auténtico motivo?

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Maldita sea, pensó luego. ¡Mira lo que te han hecho unas posaderas como otras
cualesquiera! ¡Ya casi estás convencido de que te has enamorado de Eve Buchanan!
Siguió avanzando, ahora un poco más deprisa, formando con las botas hondas zanjas
en el manto blanco que cubría el sendero.
Conall rezó para que el ciclo de sangrado femenino de Eve volviese pronto a empezar,
de forma que pudiera hacerle un hijo hacia el deshielo de primavera, para el que aún
faltaban varias semanas. Entonces podrían volver juntos al pueblo de los MacKerrick, a
tiempo de contemplar los primeros brotes de los cultivos y verlos florecer, del mismo
modo que Conall esperaba que floreciese su matrimonio con Eve.
¿Pero cuándo le vas a decir la verdad?, se preguntó a sí mismo.
Cuando sea demasiado tarde para que me pueda rechazar, se contestó, no sin una
punzada de arrepentimiento.
Esperaba que, para cuando le dijera la verdad, a ella ya no le importara. Que para
entonces ella lo hubiera aceptado en su corazón igual que él la había aceptado ya a ella.
El majestuoso Ben Nevis surgió de la bruma matutina cuando Conall atravesó el
espeso bosque. Con el sol naciendo a su espalda, la cumbre cubría el manto de nieve de
sombras de color ámbar y rojas, y del negro más intenso. En cuestión de unos instantes
aparecería su pueblo. Conall se preparó para la triste visión de las vías públicas
serpenteando desiertas entre el racimo de casas de adobe, del mísero humo saliendo de los
tejados medio descompuestos y del silencio de ultratumba de cuando está todo el mundo
metido en casa para preservar el calor y las fuerzas.
Pero cuando el primer tejado de paja asomó desde lo alto de la colina, lo primero que
Conall oyó fue música.

Evelyn volvió a tumbarse de muy buen humor en el camastro en cuanto Conall cerró la
puerta tras de sí. Ya echaba de menos la compañía del highlander, pero también se
alegraba de tener un día para ella sola, para dormir la siesta y deleitarse en su propia buena
suerte.
Aquella mañana, cuando salió al bosque para aliviar su vejiga, la nieve que tenía
debajo se había teñido de un pálido color rosa, y a Evelyn le dieron ganas de gritar de
júbilo. Muy emocionada, había hecho un repaso mental de su propio cuerpo: tenía los
pechos suaves e hinchados, le dolía un poco la cabeza y era capaz de quedarse dormida de
pie. Evelyn nunca se había alegrado tanto de encontrarse mal. Había pasado tanto tiempo
desde su último periodo, que casi no había reconocido las señales previas. En realidad,
debía de haber estado más enferma de malnutrición de lo que pensaba, porque los
síntomas eran muy suaves y no tenía más malestar en el abdomen que una mínima náusea.
Atribuyó el flujo escaso —una manchita, en el mejor de los casos— a su persistente

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debilidad física, y estaba deseando pasarse el día sin hacer nada, simplemente
descansando y reflexionando acerca de su nueva vida y de su futuro como esposa de
Conall MacKerrick.
Estaba a la vez emocionada y nerviosísima por conocer a Lana MacKerrick y al
hermano gemelo de Conall, Duncan. Qué extraño y maravilloso le resultaba aquel
concepto: la familia. Albergaba la esperanza de que ellos estuvieran igual de complacidos
de que ella fuese un miembro más.
Bueno, todo lo complacidos que pudieran estar cuando se enteraran de que era inglesa.
Evelyn estaba sintiendo una punzada de culpabilidad cuando Alinor apoyó su hocico,
largo y negro, sobre el borde del colchón.
—Hola, preciosa. Está bien, sube. —Dio unas palmaditas en el cobertor y la loba,
abalanzándose con elegancia, subió a la cama de un salto.
Tras dar un par de vueltas en el sitio, Alinor se tumbó con la cabeza sobre el vientre de
Evelyn. La loba soltó un gran suspiro y cerró los ojos, dejando a Evelyn a solas con su
culpa.
Debía decirle la verdad a MacKerrick pronto. Ahora eran marido y mujer, y
MacKerrick le había asegurado una y otra vez que su clan aceptaría a la esposa que él
eligiese. Así que, en realidad, no había razón para seguir con la treta. Mejor que fuese ella
quien se lo contase antes de que viajaran hasta el pueblo de él, y no que se enterase él por
otros medios. Su amabilidad con ella, y lo intensa que se iba haciendo su amistad, le
estaban reconcomiendo la conciencia hasta no poder pensar en otra cosa… ahora que le
había vuelto el periodo, claro.
Y eso suscitaba otro problema: tendría que decirle que su ciclo había vuelto a empezar.
Lo cual significaba que ya no iban a poder ser tan indulgentes con su atracción física como
lo habían sido durante los últimos veinte días, y aquella misma mañana. MacKerrick se
iba a oponer a cualquier restricción, estaba segura, y para ser sinceros, a Evelyn tampoco
le entusiasmaba la idea de contenerse con su marido. El modo en que él jugaba con el
cuerpo desnudo de ella le daba un placer que jamás habría imaginado. Debía de haber
yacido con muchas mujeres, reflexionó llena de celos, para saber tan íntimamente cómo
conducirla al clímax; de varias maneras a cual más emocionante, ahí es nada.
Pero ahora, MacKerrick era solamente suyo. Y el mayor reto iba a ser convencer a su
esposo de que ya no iban a poder hacer el amor libremente, por muy buenos compañeros
que fueran.
Se dio cuenta de que necesitaba salir a aliviarse otra vez. Pensó en valerse del cubo
que había en el corral —el de la taza rota, recordó Evelyn con una sonrisa sarcástica—,
pero Alinor había salido disparada de la cama y estaba arañando la puerta para que la
dejase salir.
—De acuerdo, Alinor —gruñó Evelyn, arrancándose de la cama con un bostezo de
satisfacción.

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Se acercó a mirar la vasija y le rugieron las tripas. Puede que fuese buena idea picar
algo cuando volvieran dentro.
—Aquí, Bonnie —llamó Evelyn según levantaba la tranca.
Bonnie se acercó trotando, y la loba soltó un rugido grave para mantener a la ovejita
alejada de la puerta.
—Sé buena, Alinor.
Cuando la puerta estuvo abierta, la loba salió disparada al claro, dejando que Evelyn y
Bonnie la siguieran. Alinor se detuvo en la linde del bosque y corrió a lo largo de la hilera
de árboles con el hocico levantado, olisqueando.
—No tardará en volver —le aseguró Evelyn a la oveja mientras se acercaba al lugar
donde estaba la nieve rosa, apenas perceptible.
Quería ver la prueba una vez más.
Pero Alinor soltó un ladrido agudo y desapareció en el bosque antes de que Evelyn
pudiese impedírselo. Torció el gesto. Era poco habitual en Alinor salir de aquella manera.
La loba seguía teniéndoles miedo a los grises.
—¡Alinor! —la llamó Evelyn entre el silencio del bosque de rayas blancas y grises que
formaban los troncos y la nieve—. ¡Aquí, Alinor! —Fue andando de aquí para allá,
asomándose entre los árboles, y por fin vio a la loba negra que volvía al galope—. Vamos,
mi niña. ¿Se puede saber qué estás haciendo? Hace demasiado frío para jugar.
Alinor se acercó y Evelyn contuvo la respiración. La loba traía algo que se retorcía en
la boca, también negro pero con extrañas protuberancias.
—Ay, Dios —musitó, y se dirigió hacia los árboles—. ¿Qué es lo que has hecho? —le
preguntó—. ¡Alinor, suéltalo! ¡Mala! —Fue de puntillas por la nieve para encontrarse con
ella.
Alinor resbaló, se detuvo y escupió a los pies de Evelyn el objeto negro, que se puso a
describir un círculo agónico sobre la nieve. La loba ladró meneando el rabo con alegría.
Es para ti.
Era un cuervo. Abría y cerraba el pico amarillo, tenía las plumas de color negro
azulado empapadas de saliva y el ala de más arriba destrozada.
Evelyn soltó un grito ahogado y se puso de rodillas delante del pájaro herido. La pobre
criatura estaba casi muerta, y a Evelyn se le encogió el corazón al ver cómo luchaba por
sobrevivir.
—Buena chica, Alinor —dijo Evelyn con un orgullo despiadado mientras se quitaba la
capa. Alinor brincaba satisfecha—. Shh, precioso —le dijo al cuervo, mientras se sacudía
el vestido para estirárselo.
El pobrecillo iba a morir como no se quedara quieto. Tenía la cabecita tan arrebatada
de dolor y de miedo que Evelyn no pensaba que fuese capaz de escucharla.
Le echó la capa por encima y se quedó quieto de inmediato. Con mucha cautela,

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Evelyn recogió el bulto amorfo del suelo. No tenía ni idea de cómo ayudar al pájaro, pero
tenía claro que no iba a dejar que sufriera y muriera solo en el bosque.
Evelyn se puso de pie y le sobrevino un mareo tan repentino que se quedó sin aliento.
Estiró el brazo que le quedaba libre para no perder el equilibrio. La invadió un sofoco tal
que le pareció estar bajo un sol resplandeciente. Sin embargo, tanto el mareo como el
sofoco se le pasaron al cabo de un instante. Respiró hondo, se colocó el bulto debajo del
brazo con mucho cuidado y volvió hacia el claro.
Todavía tenía que atender a la llamada de su cuerpo, cuya urgencia era ya inaplazable.
Se acercó al lugar del que ya había hecho uso antes aquel mismo día y se agachó para
depositar al pájaro envuelto en el suelo.
La cabeza del cuervo asomaba de perfil por un hueco de la capa y la contemplaba con
un solo ojo, dorado y brillante. Soltó un graznido apagado.
—Un momentito —le prometió Eve al pájaro cuando lo soltó en el suelo, y se apartó
para ponerse en cuclillas. Se quitó el trozo de tela que había dispuesto para el flujo
inminente, y se quedó sorprendida y confusa al encontrarlo limpio. Pero no le dio más
importancia que la gratitud de no tener que lavarlo tan pronto, y se quedó mirando al
pájaro al tiempo que se aliviaba.
Alinor estaba sentada detrás del cuervo, con su fiel e insólita compañera, Bonnie, de
pie a su lado.
Evelyn se rió al ver a todas aquellas criaturas mirándola con tanto interés.
—Qué maleducadas —les espetó.
Alinor olfateó el aire hacia donde estaba Evelyn, y Bonnie baló.
El cuervo, medio asfixiado, volvió a graznar.
Be-bé dijo el pájaro.
Evelyn estuvo a punto de caerse sentada sobre la nieve.
Luego sacudió la cabeza y se rió de sí misma. ¡Estaba hecha un manojo de nervios
absurdos!
—¿Ése es tu nombre, precioso? —le preguntó mientras se volvía a colocar la tela entre
las piernas y se levantaba—. ¿Quieres que te llame…?
Be-bé, chirrió el cuervo otra vez.
A Evelyn le dio la impresión de que la hilera de árboles que tenía a su izquierda se
inclinaba hacia ella. Trató de sacudirse el mareo de encima, pero otro sofoco se apoderó
de ella. Apenas le había dado tiempo de inclinarse hacia delante cuando el vómito le subió
por la garganta. Luego, se quedó de rodillas en la nieve, jadeando.
Cuando se le pasó estaba sudorosa y agitada, y levantó la cabeza para mirar a sus
animales, que la seguían contemplando. Alinor tenía un aspecto amable y cómico a la vez,
y Bonnie movía las orejas muy contenta.
—No —gimió Evelyn, y aquello sonó como un sollozo.

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Bebé, chillo el cuervo nuevamente.

Conall iba andando con pies de plomo por la avenida principal de su pueblo, siguiendo
aquella dulce melodía con el pelo de la nuca erizado. Aún era por la mañana temprano,
momento en el que, normalmente, todo debía estar tranquilo y en silencio. Desde luego,
no habían tenido nada que celebrar en el pueblo de los MacKerrick desde… pues desde
hacía años. No lograba imaginarse qué razones podía tener nadie para tocar una
cancioncilla así de contagiosa tan temprano.
Hasta el aire frío por el que fluía aquel sonido parecía haber cambiado y, a pesar de
que no presagiaba nada malo, Conall se sintió inquieto. Tan inquieto, de hecho, que pegó
un brinco cuando la puerta de su propio caserón se abrió de golpe, dejando salir una
vaharada de música y de risas estentóreas, y a su hermano, Duncan, que se plantó en la
calle dando tumbos, entre carcajadas y maldiciones.
La cara roja y brillante de Duncan resplandecía alrededor de la sonrisa que traía
puesta, e hizo un gesto exagerado de sorpresa, con los brazos abiertos para abrazarlo.
—¡Conall! —gritó—. Has… ¡Gloria bendita! —Antes de terminar la frase se volvió
hacia la puerta y con las prisas se chocó contra ella, cayendo al suelo como una polilla
antes de haber podido empujarla para que se abriese.
Metió la cabeza dentro y gritó tan fuerte que la música no lograba apenas silenciar sus
palabras.
—¡El jefe MacKerrick ha vuelto! ¡El jefe MacKe…!
Duncan paró, otra vez a mitad de la frase, para bañar una giga ante Conall, cuyos
temores se multiplicaron por diez.
Era evidente que su hermano estaba enfermo. La situación debía de haber llegado a tal
extremo que la gente del pueblo habría tenido que comer carne en mal estado y se habían
vuelto todos locos. Era demasiado tarde para salvarlos, con Eve Buchanan o sin ella.
Pero cuando Duncan se acercó a Conall, lo de aquellos ojos verdes, alegres e
inyectados en sangre no era locura, era más bien felicidad y…
Conall apartó el rostro y tosió.
—Duncan, ¿estás borracho?
—¡Como una rata! —se rió Duncan, emitiendo aún más vapores tóxicos hacia la cara
de Conall.
Duncan sujetó a su hermano por los hombros y le dio un beso en cada mejilla.
Entonces se apartó un poco y miró a ambos lados de Conall.
—¿Pero dónde está la muchacha? No la habrás abandonado…
En un acto reflejo, Conall levantó las manos. Con una sujetó a Duncan por la nuca y

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con la otra le tapó la bocaza.
—Chissst —susurró Conall—. Te dije que nadie debía… ¡por Dios, Dunc! No le
habrás contado a nadie que…
Duncan se soltó de las manos de Conall y le dio un empujón, mostrándole con el ceño
fruncido lo ofendido que estaba.
—¡Claro que no, so borrico! ¡Sólo lo de tu plan! —La sonrisa le volvió a los labios—.
Fuera lo que fuese, ha funcionado. —Duncan parecía estar aguantándose las ganas de
ponerse a dar saltos—. ¡Tienes que verlo! ¡Ven! ¡Ven adentro!
Duncan dio media vuelta sin más miramientos, fue brincando hasta la casa de Conall y
se metió dentro, dejando a su hermano sin más opción que seguirlo. Respiró hondo antes
de entrar.
Estaba tan abarrotada que le dio la impresión de que estaba medio pueblo allí dentro.
Se veía gente por todas partes: en las camas, en los taburetes, sentados en el suelo con las
piernas cruzadas. Todos se lo quedaron mirando en cuanto entró y corearon un grito de
bienvenida que hizo retumbar los tímpanos de Conall y hasta las vigas del techo.
La sala olía como el interior de un barril de cerveza, y cada uno de los paisanos tenía
en la mano una taza, o un jarro, o un cuenco, o un…
¿Un trozo de carne?
Entonces fue cuando Conall se dio cuenta de que había no uno, ni dos, sino cinco
ciervos colgados en el otro extremo de la casa, además de innumerables pieles de conejo,
puestas a ahumar clavadas en ramas.
Conall no lograba encontrar las palabras necesarias para formular las decenas de
preguntas que le vinieron a la mente. Se quedó mirando estupefacto a Duncan, que estaba
tan borracho que, más que hablar, rebuznaba.
—¡Ya sé! —balbuceó Duncan, y miró alrededor de Conall, ya que mirar por encima de
él le resultaba imposible—. Hay alguien que quiere hablar contigo, hermano —le dijo—, y
luego tú y yo —dijo con un juego de cejas— tendremos también una charla, ¿te parece?
Conall se dio la vuelta y vio a su madre, Lana MacKerrick, envuelta en el raído paño
de cuadros de Dáire, con los brazos abiertos y los ojos brillantes.
—Conall —le dijo con una sonrisa melancólica.
Él abrazó a su madre, preso aún del torbellino de su mente.
—Ha ocurrido un milagro, hijito querido. Uno que jamás en la vida pensé que llegaría
a ver —le dijo ella al oído.
Conall se apartó y por fin consiguió ponerle voz a una parte de su confusión.
—¿Qué demonios está pasando?
Su pregunta fue recibida con una carcajada escandalosa. Entonces, todos los
habitantes, así como Duncan y su madre, empezaron a bombardearlo con sus propias
preguntas.

90
—¿Qué ha sido, MacKerrick?
—¿Cómo lo habéis hecho?
—¡…la plaga de liebres!
—¿Han muerto ya todos los Buchanan?
—¡Que les den morcilla!
—…el bosque lleno de ciervos y…
Conall levantó las manos.
—¡Silencio! —gritó, y la multitud se apaciguó a regañadientes—. ¿De dónde ha salido
toda esa carne?
Fue Duncan quien le respondió.
—Hace tres días —le dijo, sin poder mirarle fijamente— nos los envió el mismísimo
Dios.
Acto seguido, se puso a hablar para todos los presentes, y todos se inclinaron de un
modo casi imperceptible hacia delante para escuchar la historia, aunque Conall
sospechaba que aquellos que se habían reunido en su casa ya sabían hasta el más mínimo
detalle, a juzgar por cómo contribuían al relato.
—Me aventuré a salir justo antes del amanecer —empezó a decir Duncan.
—Para hacer un buen pis —apuntó un chiquillo, ganándose un cachete y una sonrisa
de su madre.
Duncan asintió.
—Sí. Iba yo camino del granero…
—A por la poca cebada que quedaba, por cierto —dijo Lana muy triste, y meneó la
cabeza.
Duncan hizo una pausa y parecía que la muchedumbre estaba conteniendo la
respiración.
—Y ahí estaban —susurró Duncan, y se agachó como si estuviese reviviendo aquel
momento y tuviera miedo de espantar a los animales—. Siete ciervos en mitad de la calle,
como si me estuvieran esperando. —Se dio la vuelta con los brazos en posición—. Apunté
con mucho cuidado y, ¡zas!, cayó el primero.
Conall era consciente de que se había quedado con la boca abierta, pero no lo podía
evitar.
—¿Siete ciervos? —repitió, contemplando los cinco cadáveres.
—¡Dios bendito, Conall! —dijo Duncan exasperado—. ¡Si, fallé al dispararles a dos
de ellos! Tú nunca estás satisfecho, ¿verdad?
La multitud rugió de risa una vez más y Conall se puso rojo.
—¿Y las liebres? —quiso saber.
Duncan arrugó la nariz y se meció sobre los talones, sacando pecho.
—Bah —bromeó—. Son unos bichos muy molestos. Es que no puedo salir al bosque

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en busca de un poco de intimidad sin pisar una o dos.
La música comenzó de nuevo. Un abuelete tocaba la gaita en un rincón, y varios de los
lugareños se pusieron a cantar mientras seguían el compás aporreando el suelo con los
pies.
¡Tenía los ojos acules y el pelo muy la-a-a-argo,
la muchacha montesa a la que yo quería tanto!
La madre de Conall le puso cariñosamente una mano en el brazo.
—¿Has venido para quedarte, Conall? —le preguntó, llena de preocupación.
—No, Madre, yo… —Hizo una pausa—. Veréis, hay una cosa de la que me tengo que
ocupar todavía. Yo…
—Claro, claro. Haz lo que debas —se apresuró a tranquilizarle su madre, aumentando
así la confusión de Conall.
Luego tiró de él hacia la lumbre.
—Pero ven y come algo. ¡Que comas! —le dijo riéndose, y su risa sonó tan dulce
como la música que inundaba la casa—. ¡Duncan ha hecho un haggis delicioso!

—Es una Buchanan, ¿verdad que sí? —susurró Duncan junto al hombro de Conall cuando
estaban sentados comiendo, codo con codo, en un extremo de la sala.
A Conall casi se le cae el cuenco de carne picada y grano.
—¿Puedes tener cerrada la maldita boca? Por Dios, Dunc. Si no te conociera bien,
creería que ya se lo has contado a todo el mundo.
Duncan picoteó de su plato.
—Si gracias a eso tenemos toda esta comida, a éstos no les importaría ni que hicieses
tratos con el mismísimo demonio. Dios, no soy capaz de comer ni un bocado más. —Miró
a Conall y luego se metió en la boca un buen pedazo de haggis—. Pero yo sé que tengo
razón. Lo sé —le dijo, apuntándole con la cuchara.
Conall se sintió contrariado. Le había prometido a Eve que no le hablaría a nadie de su
presencia, y quería cumplir su palabra. Aunque ¿qué más daba ya, ahora que estaban
casados? Se trataba de su hermano. Y tampoco era que Conall le hubiera contado nada a
Duncan, para ser precisos… Duncan lo había adivinado.
Conall se advirtió a sí mismo que debería andarse con ojo.
—¿Qué te hace pensar eso, hermano? —Y comió un poco de su propio haggis.
Lana tenía razón. Duncan había hecho un plato delicioso.
—La noche antes de lo de los ciervos tuve un sueño.
—¿Qué soñaste? —dijo con la boca llena.
—Soñé con una mujer Buchanan que estaba en la cabaña del valle y llevaba puesta

92
una capa negra, larga. —En la mirada verde oscura y chispeante de Duncan ya no se veía
el halo de la bebida—. Tenía un lobo a su lado y estaba encinta.
Conall no pudo tragarse el bocado de comida, que pareció hincharse dentro de su boca.
Pidiendo disculpas, se echó hacia un lado y lo escupió en el suelo.
—¿Cómo? —susurró Conall, mirando hacia todos lados para asegurarse de que nadie
más lo había oído—. ¿Estás seguro?
—Tan seguro como que somos hermanos —le contestó Duncan—. Llevaba el pelo
largo hasta aquí. —Se señaló con la mano un poco por debajo de las caderas—. Había un
lobo a su lado y ella estaba llorando, pobre muchacha.
Conall dejó su cuenco a un lado, había perdido el apetito. ¿Podría ser el sueño de su
hermano una premonición de lo que iba a acontecer?
La letra de la maldición le inundó los pensamientos, burlándose de él:
Sólo cosecharéis dolor y fatigas hasta que nazca un bebé Buchanan para gobernar el
clan MacKerrick.
¿Sería posible que Eve estuviese encinta…ya?
Conall sintió que la sangre le abandonaba el rostro y que sus tripas luchaban contra
aquella comida tan pesada.
—¿Cómo sabes que la mujer de tu sueño era una Buchanan? —le preguntó
cautelosamente a Duncan—. ¿Habló contigo? ¿Te dijo su nombre?
—No —admitió Duncan—, No dijo una sola palabra. Sólo miraba hacia nuestro
pueblo y lloraba.
Conall se sentía como si acabara de alcanzarle un rayo. Tenía los nervios destrozados y
el aliento le quemaba los pulmones con cada resuello.
Ni que decir tiene que la mujer de la visión de su hermano estaba llorando: Eve estaría
aterrada de saberse encinta. ¿Pues no se había puesto histérica sólo con mencionárselo?
Todas las piezas encajaban.
Pero aquello no había sido más que un sueño. Y los sueños no querían decir nada. Esa
era la manera de interpretar aquel sinsentido de Duncan, no la de Conall. Y no pensaba
permitir que la visión de su hermano —probablemente inducida por el alcohol—
empañase su propia lógica.
Conall recorrió lentamente la sala con la mirada, posando los ojos en los miembros de
su clan, uno por uno. Los vio a todos comiendo, cantando, bebiendo, sonriendo y haciendo
planes.
¿Acaso era lógico lo que Conall estaba presenciando en aquel instante, teniendo en
cuenta los años de penurias que habían pasado? ¿Acaso podía ser lógica una maldición?
Tenía que volver a la cabaña de inmediato.
Se puso de pie e hizo señas hacia el fardo que había dejado olvidado a la entrada.
—He traído venado y conejo… —le dijo a Duncan en tono interrogativo.

93
Duncan lo rechazó haciendo un gesto con la mano.
—Llévatelo, hermano. Tú lo vas a necesitar más que nosotros. —Una sonrisa le
iluminó el rostro—. Pronto te iré a visitar, ¿te parece bien?
—Todavía no, Duncan —le previno Conall—. Dame un poco de tiempo para… —no
sabía cómo explicárselo—. Un par de meses, quizá.
—¡Un par de meses! —vociferó Duncan, y luego bajó la voz al ver el gesto de Conall
—. Pellízcame… ¡dos meses!
—Te lo ruego, Dunc —le suplicó Conall—. Necesito que estés aquí para que cuides de
Madre y de los demás.
Duncan torció el gesto.
—Sabes que lo haré, mal pájaro. Muy bien. Márchate. —Se levantó de un salto y se
plantó delante de Conall—. Pero iré a verte cuando esté preparado, hermano, y veré mi
visión hecha realidad antes de la siembra.
Conall recogió el fardo y se acercó a la puerta, mirando a Lana a los ojos. Ella le echó
una sonrisa triste, se despidió de él por señas y le lanzó un beso. Sabía que él se marchaba,
y que tenía prisa.
Duncan salió detrás de Conall al aire frío del mediodía, quien se volvió para mirar a su
hermano.
—Más vale que estés sobrio si tienes que gobernar en mi lugar —se mofó Conall.
—Que te den —bufó Duncan—. Comparado con lo de anoche, ahora voy derecho
como una vela.
Conall se rió y agarró a su hermano por el brazo.
—Lo has hecho muy bien, Dunc. No tendré que preocuparme de nada sabiendo que tú
estás al mando.
Duncan apretó sus finos labios y Conall comprendió que su hermano estaba orgulloso.
—Date prisa. Márchate ya.
—Ten cuidado cuando vengas a la casita —le advirtió Conall cuando ya había
empezado a andar hacia atrás, alejándose—. Hay una manada de lobos sanguinarios, y de
extraño comportamiento, que merodean por allí. Ven sólo cuando sea de día.
Duncan asintió sin permitir que la sonrisa se le borrase del rostro.
—No me dan miedo los lobos, Conall —le contestó, a gritos ya—. No me dan nada de
miedo —añadió en voz baja.

94
Capítulo 2
ALINOR, rugiendo, arremetió contra él.
Conall pensó por un instante que se había vuelto loco.
Acababa de abrir de un empujón la puerta de la cabaña, blandiendo la espada dispuesto
a derrocar al invasor, cuando, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró tumbado de
espaldas contra el duro suelo, con el lobo más grande, más negro y más feroz que jamás
habían visto sus ojos encima, impidiéndole cualquier movimiento.
La loba le enseñaba los dientes afilados y le acariciaba los labios a Conall con los
pelos del hocico, que parecían pinchos. La cabeza de la bestia era casi tan grande como la
suya propia y cada vez que respiraba y gruñía le salpicaba la cara de saliva caliente.
Lo primero que le pasó a Conall por la mente fue: ¿cómo ha podido un lobo hacer un
fuego de turba?
Y cuando vio la cara cautelosa de un ángel de marfil que se asomaba por encima de la
cabeza de la loba, tuvo la certeza de que se había vuelto loco.
—¿Quién sois? —inquirió el ángel— ¿Y qué os proponéis, irrumpiendo así en nuestra
casa?
Conall se quedó estupefacto y en silencio durante un instante. ¿Nuestra casa?
¿Nuestra?
Entonces se dio cuenta de que el ángel le había hablado en inglés.
—¿Es que sois mudo? —preguntó la inglesa con aire irritado. La mujer frunció la boca
para pronunciar algunas palabras en gaélico con mucha dificultad—. ¿Cómo os llamáis?
Conall rechinó los dientes y le contestó en el idioma de ella.
—Quitadme de encima a vuestra bestia infernal y puede que os lo diga.
La mujer lo miró, desconfiada por un instante, y sacó una mano pálida y enflaquecida
con la que, en efecto, tocó al monstruo.
—Vamos, Alinor, deja que este maleducado se levante.
La loba, ¿Alinor?, soltó un último gruñido amenazador a modo de advertencia antes de
quitarse de encima de Conall. La mano de la mujer todavía estaba sobre el grueso

95
pescuezo de la bestia.
Las dos se apartaron hasta la pared del fondo.
Conall se puso de pie poco a poco, sin perder de vista a la loba. Se dirigió a la mujer
con la espada dispuesta otra vez.
—Apartad, mujer. No voy a compartir mi casa con una bestia sanguinaria.
—¿Cómo decís? —preguntó la mujer, poniéndose claramente delante de la loba—.
Vais a guardar esa arma de inmediato. Eso es lo que vais a hacer, señor. Alinor podría
habérseos cenado si hubiera querido, y como os acerquéis un paso más a alguna de las
dos, no os quepa duda de que dejaré que lo haga.
Conall se quedó perplejo y sacudió la cabeza para aclararse. La mujer prosiguió:
—Además, esta es nuestra casa, y os agradecería que adoptéis una actitud más
respetuosa mientras seáis nuestro invitado. —Se sorbió la nariz y miró a Conall de arriba
abajo—. Ahora, decidnos como os llamáis.
Conall torció el gesto y se miró la mano derecha: seguía, en efecto, blandiendo la
destellante espada de un modo mortífero, apuntándola hacia la extraña pareja que tenía
delante. ¿Y aquella loca, inglesa tenía que ser, todavía se atrevía a darle órdenes? ¿En sus
propias tierras?
—Estáis muy lejos de Londres, inglesa —refunfuñó Conall—, y estáis en territorio
MacKerrick, en mi casa. De un solo gesto podría acabar con vuestra vida.
La mujer levantó una ceja bien delineada.
—Pues cuidáis muy mal de vuestra casa, señor. Esta cabaña estaba abandonada cuando
la encontré, os lo aseguro. De no ser por mí, seguramente ahora estaría completamente en
ruinas.
Meneó la cabeza haciendo que la larga melena de color caoba le bailase sobre la
cintura.
—Deberíais estarme agradecido en vez de amenazarme, pero si insistís en portaros
como un villano —sacó la mano de detrás y Conall vio la daga estropeada que empuñaba
—… venid a por nosotras. No tenemos miedo, ¿verdad que no, Alinor?
La loba salió gruñendo de detrás de la mujer, y fue entonces cuando Conall advirtió el
cinturón ancho y rosa que llevaba el animal, con el lazo y todo.
No pudo contenerse: se echó a reír burlándose de ella.
—¿Esa bestia lleva faja?
La mujer se puso colorada bajo las pecas que salpicaban sus mejillas y el gruñido de la
loba se volvió más intenso.
—Salid de aquí —dijo ella, apuntando con la daga hacia la puerta—, marchaos y no
volváis, u os voy…
—¿Me vais a… qué? —la desafió Conall todavía con un deje de ironía en la voz—.
¿Me vais a llenar el pelo de lacitos?

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La mujer respiraba agitada y Conall no pudo evitar fijarse en lo abultado que tenía el
pecho bajo la túnica gris que, por lo demás, colgaba holgada de su delgada figura.
—Salid de aquí —volvió a decir ella—, y dejad de mirarme los pechos.
Conall sintió que le ardía la cara al verse sorprendido apreciando el cuerpo de ella. De
todas formas, ya estaba bien de ser comprensivos. A Conall se le había terminado la
paciencia.
—La única que va a salir de esta casa sois vos —dijo Conall dando un paso al frente.
A la loba se le levantaron las orejas.
—Así que coged a vuestra bestia y…
Un coro de aullidos resonó en el exterior de la cabaña, interrumpiendo las
instrucciones de Conall. Oyó a su oveja, olvidada hasta entonces, balar tristemente al otro
lado de la puerta.
La actitud de la mujer cambió instantáneamente, y la de la loba también.
—¿Os llama vuestro animal, señor? —preguntó ella.
Gimiendo, la loba volvió a ponerse detrás de la mujer, evidentemente alarmada por los
aullidos de sus congéneres.
—Sí, es mi oveja —dijo Conall—. ¿Por qué? ¿Es que el resto de vuestra elegante
manada os llama para cenar?
—Son los lobos grises, estúpido —dijo ella— y si apreciáis la vida de esa oveja, lo
mejor es que la metáis aquí dentro antes de que bajen por ella y la hagan pedazos, como
estuvieron a punto de hacer con Alinor.
La loba negra volvió a gemir.
Fuera, la oveja de Conall balaba insistentemente mientras se oía a la manada aullar
desde el bosque en discordante y diabólica armonía.
—Son lobos —dijo Conall tranquilo—. Y aparte de ésta, claro —miró a la loba
temblorosa—, no salen del bosque.
La mujer lo miró de arriba abajo, tomándole descaradamente las medidas.
—¿Tenéis hambre, señor? —le preguntó pasado un momento.
Conall frunció el ceño. Claro que tenía hambre. Todo el mundo tenía hambre aquel
invierno. ¿Acaso no sabía esa inglesa engreída que no había comida suficiente?
Ella no le dio tiempo para responder.
—Porque ellos sí. —Se volvió para pasarle la mano por el hocico a la negra—.
Quédate aquí, preciosa, vuelvo en un momento. —Le echó una mirada fugaz a Conall—.
Si intenta hacerte daño, le puedes arrancar la cabeza de un bocado.
Pasó hecha una furia por delante de Conall, chocándose bruscamente contra él, con la
daga aún en la mano. El la dejó pasar, demasiado estupefacto y apabullado por aquel
extraño comportamiento como para oponer verdadera resistencia.
—¿Será idiota? —le preguntó Conall al animal.

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Alinor le dio la espalda y se metió en uno de los corrales de la cabaña, pensados para
albergar ovejas de pura raza escocesa durante los inviernos largos y duros como aquél.
Pero, evidentemente, el clan MacKerrick no tenía ganado aquel año. La loba se echó en el
suelo, gimiendo mientras se estiraba; de la bestia cruel de hacía un instante no quedaba ni
rastro.
La cantinela de los lobos del bosque sonó más cerca.
A regañadientes, Conall se dio la vuelta y, sacudiendo la cabeza, siguió a la mujer, que
había salido de la cabaña.
Cuando salió al claro que había delante de la casa para explorar los alrededores en
busca de la oveja, a Evelyn se le aceleró el corazón.
¿Era idiota o estaba sorda? ¿Acaso no había oído la incitación sanguinaria de los lobos
grises?
Hambre, hambre…
¡Ahí estaba! El trémulo animalito blanco y marrón corría en círculos frenéticos sobre
la nieve sucia y pisoteada, con la correa enredada en las patas delanteras. Evelyn se metió
la daga en el cinto de cuerda que le ceñía el traje y se acercó con calma a la oveja,
hablando en susurros para tranquilizarla.
—Tranquila, preciosa, no pasa nada.
Se agachó para desenredarle la correa entre coces. Luego la arrastró hacia la cabaña.
—Ven, ven conmigo.
El intruso enorme emergió del habitáculo con un gesto que le arrugaba las duras
facciones. En otro tiempo, en otra vida, Evelyn se habría aterrorizado ante aquel
highlander gigantesco. Estaba delgado, sí, pero sus huesos enormes sugerían que
probablemente había tenido más carne en el pasado. Las piernas se le veían muy largas
bajo aquella extraña túnica que le llegaba por las pantorrillas, y llevaba botas altas de
cuero. El cinto y la vaina de la espada le colgaban por debajo de las caderas huesudas. El
paño de cuadros le quedaba tenso sobre los hombros y por el ancho pecho. El pelo
castaño, quemado por el sol, le colgaba sedoso por la espalda, con una fina trenza de cuero
que le servía de adorno a un lado.
Era hermoso, en un sentido hambriento y desesperado, y Evelyn se dio cuenta de que
arrastraba un dolor profundo. Y se trataba de un resentimiento mayor que todo el bosque
de Caledonia que los rodeaba a ambos.
Sí, se encontraba ante un hombre muy peligroso.
Estaba tapando la entrada entera con su cuerpo, y Evelyn se vio obligada a detenerse a
unos pasos de él, mirando para atrás. Los lobos grises emergerían en cualquier momento.
—Yo diría —dijo él con una sonrisilla maliciosa—, que una muchacha descarada y
estúpida como vos, que invade la casa de otro y anda en estrecha compañía de animales
salvajes, no debería tenerles tanto miedo a unos cuantos lobos sueltos. Podríais
embrujarlos igual que a la loba negra.

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—¿De verdad? —dijo ella desafiante.
No podía permitirse tenerle miedo a aquel hombre. Y menos en aquel momento,
después de haber luchado tan arduamente por su vida, y por la vida de Alinor, en aquella
tierra traicionera. Había llegado demasiado lejos, había sobrevivido a demasiadas cosas, y
no iba a dejar que nadie, nadie, le arrebatase sus logros.
—Si lo único que hace falta es descaro y estupidez —llegó hasta el hombre y lo agarró
por la muñeca ancha y huesuda para estamparle la correa de la oveja en la palma de la
mano. Luego lo miró a los ojos (dorados, salpicados de verde y marrón) y le lanzó una
sonrisa feroz—… vos lo haréis bastante bien.
Pasando a su lado, Evelyn, entró en la casa y cerró dando un portazo. Logró colocar la
tranca en su sitio antes de que los primeros puñetazos hicieran retumbar la madera vieja de
la puerta.
—¡Mujer! —gritó el hombre desde el otro lado de la puerta.
Después de arañar un poco la piedra con la garra, Evelyn sintió que Alinor buscaba su
mano con el hocico. Apretó el cuello de la loba contra su cadera.
—Bueno, le hemos dado una pequeña lección, ¿no?
Los porrazos en la puerta proseguían.
—¡Abridme!
—Creo que no —le advirtió Evelyn—. Esta casa ahora es de Alinor y mía. Y vos sois
demasiado zafios.
Oyó a aquel hombre gruñir y luego soltar una retahíla malsonante en gaélico. Las
pocas palabras que Evelyn consiguió entender hicieron que le ardieran las puntas de las
orejas.
—Si me veo obligado, reduciré la cabaña a pedazos para sacaros a vos y a vuestro
animal —la previno—. No os vais a quedar aquí y no hay más que hablar.
—Ya veremos —dijo Evelyn.
Supo el preciso instante en que los grises emergieron del bosque por el amargo grito
de sorpresa del highlander. Se agachó para asomarse por un agujero que había dejado un
nudo en la madera de la puerta. Alinor apoyó la enorme cabeza contra la oreja de Evelyn,
como si también quisiese mirar.
Evelyn no veía más que el dorso de las botas del hombre. Estaba ahora de cara al
bosque y había soltado la correa de la oveja. El pobre animal balaba asustado.
—¡Ja! dijo el highlander alejándose un paso más de la casa—. ¡Tomad esto, fieras del
demonio!
Evelyn no apartó el ojo del agujero, y lentamente, con cuidado y sin hacer ruido,
levantó ambos brazos por encima de la cabeza para quitar la tranca de la puerta.
El hombre dio otro paso más por el claro, hacia el bosque, y Evelyn vio un destello de
acero que describía un arco muy amplio.

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—¡Ja! ¡Atrás!
Evelyn empujó a Alinor con el codo hacia un lado y abrió la puerta lo justo para poder
sacar la mano y el antebrazo. Escarbó con los dedos en la nieve hasta dar con la tosca
correa de la oveja. Abrió la puerta un poquito más y tiró fuerte de la cuerda.
La oveja baló antes de pasar por la estrecha abertura.
El highlander se volvió con un grito de sorpresa.
Evelyn volvió a cerrar de un portazo y colocó la tranca en su sitio. A su espalda,
Alinor gruñó.
Evelyn se puso de pie y se dio la vuelta a tiempo de ver a la loba negra gigantesca
enganchando con las mandíbulas el cuello de la oveja. El animalito blanco y marrón puso
los ojos en blanco del miedo y chilló cuando las patas delanteras se le despegaron del
suelo.
—¡Alinor! —chistó Evelyn—. ¡Mala!
La loba se dio la vuelta apenada, mirando a Evelyn con sus ojos amarillos, pero sin
soltar a la oveja.
—Suéltala inmediatamente.
Despacio, reticente, Alinor abrió la boca y la oveja cayó al suelo. Alinor se sentó con
el rabo entre las piernas y se relamió el hocico tres o cuatro veces seguidas.
—Mala. —Evelyn volvió a regañar a la loba y cogió a la acongojada oveja que, presa
del pánico, se había puesto de nuevo a correr en círculos frenéticos. Llevó a la oveja a uno
de los corrales y la encerró para que estuviese a salvo.
La puerta de la cabaña recibió otro golpe seco.
—¡Mujer, más te vale…! ¡Aaarrrghhh!
El alarido del highlander se vio truncado por un gruñido feroz. Evelyn se quedó
agazapada, tratando de no imaginarse los colmillos enormes clavándose en el cuello tan
grueso de aquel hombre. Luego oyó un grito tembloroso y un gruñido que se silenció de
golpe.
Evelyn corrió de nuevo hacia la puerta y apoyó la oreja contra ella: no se atrevía a
mirar por el agujero la carnicería que inevitablemente habría al otro lado.
—Señor —llamó—. Señor, ¿estáis herido?
Un momento de silencio y después un fuerte gruñido.
—Ay, Dios, perdóname. —Evelyn resopló. Miró a Alinor—. Lo hemos matado.
La loba gimió.
—Ya sé que él se lo ha buscado, pero —sintió cargo de conciencia—… ¡Señor! —
volvió a gritarle a la puerta—. ¡Señor, contestad!
—Ay, muchacha —oyó mascullar al highlander—. Me han cogido. ¡Qué dolor!
Alinor se echó junto a los pies de Evelyn y se tapó el hocico con una pata.
Un grito estrangulado de consternación le brotó a Evelyn de la garganta. Se sacó la

100
daga del cinturón y cogió la tranca.
—¡Esperad, voy a abrir la puerta!
Tan pronto como hubo liberado el tablón de los herrajes, la puerta se abrió de golpe,
tirando a Evelyn de espaldas contra el suelo. La daga salió despedida. El highlander se
coló en el interior con gran agilidad, con el rostro ardiéndole de rabia. Cerró dando un
portazo y volvió a colocar la tranca.
Se volvió hacia Evelyn con una furia asesina que iba cobrando vida progresivamente
en sus ojos de color ámbar. No se le apreciaba ni un solo rasguño, pero tenía la espada
completamente teñida de sangre.
Alinor se levantó y salió disparada hacia el otro corral.
—¡Me habéis… mentido! —le increpó Evelyn, poniéndose otra vez de pie.
—Y voy a hacer algo peor —bramó él para, acto seguido, agarrarla de un brazo y
tirarla al suelo de una sacudida. La empujó hacia la puerta, diciendo con un acento tan
denso como el humo de turba las siguientes palabras—: No pienso acoger a una inglesa
sucia y traicionera que me apuñala por la espalda y me roba la oveja en mi propia casa.
El highlander sujetó firmemente a Evelyn mientras envainaba la espada y luego cogió
la tranca. Evelyn supo que la iba a echar afuera, con los lobos grises.
—¡No podéis hacerme esto, no podéis! —gritó, revolviéndose contra él, que estaba
tratando de levantar la tranca sin soltarla a ella. Al otro lado de la puerta no sería capaz de
luchar ni contra el hombre ni contra las bestias. Pensando a toda velocidad, se agarró a la
única posibilidad que encontró entre sus aterrados pensamientos—: ¡No soy… no soy
inglesa! ¡Soy escocesa!
El hombre se detuvo. Levantó una ceja y la miró con ironía.
—Ah, claro. Debo de estar ciego, y sordo también, para no haber reconocido hasta
ahora vuestro fino acento y vuestro delicado traje highlander —la sacudió—. Mentirosa.
—¡No! Escuchad —insistió Evelyn, encajando todos los detalles de su mentira tan
rápido que empezaron a salirle solos por la boca—, escuchad, yo —tragó saliva— nací y
crecí en Inglaterra, sí. Pero mi madre… mi madre era escocesa. Nació cerca del lago
Lomond.
—¿Ah, sí? ¿Y entonces qué estáis haciendo en territorio MacKerrick? ¿Y dónde está
toda vuestra familia, eh? No me iréis a decir ahora que por vuestras venas corre sangre
MacKerrick, ¿verdad?
—Claro que no —Evelyn trató de reírse—, qué tontería. Vine… vine acompañando a
una persona de mi familia que quiso viajar hasta aquí para morir en su añorada tierra
montañosa. —Evelyn se aclaró la garganta—. Ah, mi querida tía abuela. Ese fue su último
deseo. Puedo llevaros hasta su cadáver, si queréis una prueba.
El highlander sonrió incrédulo.
—Es poco probable, pero os voy a seguir la corriente un poco más antes de sacaros de
aquí de una patada en ese trasero escuálido que tenéis. Decidme, pues, el nombre de

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vuestra familia. Eso es fácil, ¿verdad?
Evelyn asintió con entusiasmo.
—Por supuesto.
—¿Y bien? —dijo el hombre, casi gritando.
—Es… Buchanan —musitó Evelyn—. Mi tía abuela se llamaba Minerva Buchanan.
Al highlander se le puso el rostro del color de la nieve que se amontonaba en el
exterior de la cabaña y soltó el brazo de Evelyn como si quemase. Dio un paso atrás
tambaleándose.
—¿Minerva Buchanan? —repitió con voz ronca.
Evelyn no estaba segura de si su respuesta le iba a aportar algo bueno o malo para el
futuro inmediato, pero sintió que no tema más alternativa que reafirmarse.
—Sí, la hermana de Angus Buchanan. —Se pasó la lengua por los labios e hizo un
gesto de dolor—. ¿La conocisteis?
El highlander sacudió apenas la cabeza y se quedó mirando a Evelyn como si fuera
uno de los lobos grises del bosque.
—Yo no. Pero mi tío, Ronan MacKerrick, sí. Antes de morir —recorrió la cabaña con
la mirada—, esta era su casa.
Evelyn recordó súbitamente los instantes previos a la muerte de la vieja curandera, y el
susurro de aquel nombre en sus labios.
—Por supuesto —dijo Evelyn, soltando aliviada un enorme suspiro inaudible—, ella
me habló de Ronan. Siento mucho que ya… que ya no esté.
El highlander la miró con cara de desconfianza.
—Decidme, jovencita, ¿habéis visto a vuestro tío Angus? —preguntó—. ¿Sabe él que
estáis aquí, en territorio MacKerrick?
—Eh… no —tartamudeó Evelyn—, me temo que Minerva se perdió antes de morir, y
yo no tengo ni idea de por dónde se va a la aldea de los Buchanan, nunca he estado allí.
¿Está… está muy lejos? —preguntó, rezando para que sí lo estuviera: lo suficientemente
lejos para que ese hombre no pudiera llevarla de inmediato para allá y descubrir la
mentira.
—Es un pueblo, no una aldea —dijo él sin prestar atención— y está muy lejos para ir
en invierno.
El highlander le hablaba ahora casi con amabilidad, y el corazón de Evelyn respiró
aliviado. Se colocó una mano enorme y huesuda sobre el pecho.
—Soy Conall MacKerrick, el sobrino de Ronan.
—Y yo soy Evelyn Godewin… Buchanan —Dios, apiádate de mi lengua mentirosa.
Por primera vez, una sonrisa genuina, aunque desconcertante, se dibujó en la boca del
highlander. Tenía los ojos iluminados con un fuego de ámbar y su brillo dejó a Evelyn casi
sin aliento.

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—Bienvenida a casa, Eve.

103
Capítulo 18
SE abrió paso a duras penas entre la maleza. Se había alejado del camino que llevaba al
pueblo de los MacKerrick, pero eso no le importó. Las matas crecidas y quebradizas le
arañaban los brazos, el pecho y los muslos a través de la escasa ropa que llevaba puesta,
pero el dolor desgarrador de sus entrañas no le dejaba percibir las docenas de rasguños de
su piel.
Irritado como estaba, y hecho una furia, comprendió que si se detenía a coger aliento,
se vendría abajo, de modo que se impulsó hacia delante, cogiendo grandes puñados de
zarzas espinosas y arrancándolos temerariamente para poder pasar.
Condenados. Ahora sí que estaban condenados.
La maldición iba a acabar con ellos, y todo por culpa de Conall. Pero el peligro ahora
era mucho mayor, había mucho más en juego.
Tal vez si actuase rápido…
Empezó a resollar al ver un hueco entre la maleza asfixiante y el mísero sendero que se
abría detrás. Conall se precipitó con un rugido y cayó dando tumbos en la senda
enfangada. Empezó a correr por el barro que parecía querer tragárselo. La noche iba
cayendo a toda prisa, como las alas abiertas del cuervo de medianoche.
Necesitaba a Duncan. Necesitaba… a su madre, ¡sí! Lana sabría qué hacer. Ella lo
entendería, le perdonaría y…
¿Y qué más?
Conall no lo sabía. Pero sentía la llamada de su hogar, puede que por última vez. La
única atención que les prestó a las lágrimas de su cara fue la de correr más rápido para
secarse aquella humedad tan amarga.

Evelyn no se molestó en ponerle la tranca a la puerta. MacKerrick no iba a volver, y


presintió que, si lo hacía, era capaz de mantener su palabra de dejar que Alinor lo

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descuartizase, cuan alto y desgarbado era.
Dio un paso hacia atrás para sentarse de nuevo al borde del camastro y Alinor le metió
el hocico por debajo de la mano, volviendo a ser su dócil compañera. Desde la otra punta
de la cabaña, Bonnie balaba lastimera con la correa enganchada en un tablón.
Se ha dejado a la oveja, pensó Evelyn para sus adentros con una extraña preocupación
silenciosa. Pobre Bonnie. Está triste.
—Espera un momento, Bonnie —le dijo Evelyn con voz muy débil—. Sólo necesito
un momento para…
¿Para qué? ¿Llorar? ¿Descansar? ¿Gritar? Evelyn no estaba segura, pero sabía que no
podía ordenarle a su cuerpo que se levantara de la cama. De la cama que MacKerrick y
ella habían compartido durante varios meses. Donde ella había recibido la semilla de él y
entregado su corazón a cambio.
Dios, cómo lo amaba.
Y él había hecho la única cosa capaz de acabar con ella. Eve se dejó llevar
contemplando el futuro horripilante que la aguardaba: oscuridad, soledad, sangre,
muerte…
Evelyn no supo decir cuánto tiempo había pasado ahí sentada, en silencio, pero cuando
volvió en sí, muy sobresaltada, la cabaña estaba a oscuras.
Algo iba mal. Tenía que estar enferma. Tal vez el esfuerzo de la riña había sido
demasiado para ella y le había producido un daño invisible. Le dio una extraña punzada
que nunca antes había sentido en la parte baja del abdomen.
Aún bajo su mano, Alinor volvió el hocico hacia ella con las orejas levantadas. Evelyn
se llevó la otra mano al vientre con mucho cuidado, contuvo el aliento, y esperó.
¡Ahí estaba otra vez! Como un golpe que le propinaban sus propias vísceras; un
revuelo, una sacudida. No le dolió, pero sintió por dentro y por fuera un miedo
incandescente que se apoderaba de ella.
Entonces, Alinor aulló suavemente.
—Se está moviendo —susurró Evelyn al darse cuenta, y se miró la mano.
Evelyn llevaba varias semanas notando las pataditas del bebé, pero nunca de aquella
manera. Ni tan fuertes ni tan intensas, como si estuviese reivindicando categóricamente su
presencia.
—No cabe duda de que está… vivo. —Tragó saliva—. Hola, bebé.
Y se puso a llorar con grandes sollozos de alegría, pero también de dolor y de miedo.
Aquel bebé era un ser vivo que estaba dentro de ella, concebido entre las más frías nieves
del invierno highlander por un hombre y una mujer cuya unión se había forjado a base de
mentiras. Y ahí estaba, dando vueltas inocentemente en el cuerpo de Evelyn, inconsciente,
por suerte, del abandono de su padre y de que su madre estaba completamente sola y
atemorizada.

105
A Evelyn le daba miedo traer a aquel niño al mundo, sí, pero el pánico que ahora la
consumía eclipsó por completo sus preocupaciones anteriores. Ya había aceptado que
aquel terrible acontecimiento podía matarla, pero si eso sucedía estando sola en la cabaña,
¿quién se iba a ocupar de su hijo? ¿Quién lo iba a cuidar, a alimentar y a darle cariño
como había hecho el padre de Evelyn con ella? Ahora no tenía a nadie. Si ella muriese, su
bebé también moriría.
Evelyn trató de deshacerse de los recuerdos de la hijita de MacKerrick que nació
muerta. No podía permitir que sus pensamientos rondasen aquella posibilidad, ni a él
tampoco. Y mucho menos cuando la vida de su propio hijo dependía de lo que decidiese a
continuación.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que aún llevaba puesta la capa remendada de
Minerva. Y como si la vieja bruja le hubiera susurrado la solución al oído, comprendió
cuál era el camino que debía tomar.
Se levantó tiritando de la cama, sujetándose el vientre con la mano como si quisiese
confirmar que el niño seguía dentro. Atravesó la cabaña y encendió una lámpara de aceite
con unos dedos temblorosos que dejaron caer dos veces la ramita en la que llevaba el
fuego. Cuando ya el resplandor dorado bañaba los toscos muros, Evelyn fue hacia el
estante para coger la poca avena que quedaba en el saco de Bonnie. Se marcharían por la
mañana, y cuanto menos peso tuviese que cargar Evelyn, más rápido avanzarían.
Un bultito gris cayó de lo alto del costal y Evelyn se llevó un susto.
—¿Bigotes? —susurró, y soltó una risa débil, apoyando sobre el estante el dorso de la
mano, a la que el ratón se trepó sin reparos—. ¿Cómo has podido…?
Pero antes de que pudiera terminar la pregunta, oyó unos golpecitos en la puerta que
hicieron enloquecer a Alinor.
Evelyn sujetó bien a Bigotes y fue hacia la puerta. Tuvo que apartar a Alinor con la
cadera para poder abrir apenas un palmo para mirar.
Sebastian entró de un salto por la estrecha abertura para caer junto a los pies de Evelyn
con un graznido, y acto seguido emprendió el vuelo hasta el muro del corral, a salvo de las
mandíbulas juguetonas pero letales de Alinor. Evelyn cerró la puerta con los nervios
destrozados por los acontecimientos tan extraños y sobrecogedores de aquella tarde. Se
volvió para contemplar la habitación revuelta.
Alinor brincaba y aullaba debajo de Sebastian, que parecía bastante contento de haber
vuelto. Bonnie se había enredado irremisiblemente con su correa y quedó echada encima
del rastrillo del estiércol. Robert estaba muy a gusto, acurrucado en la casita que le habían
hecho con la propia trampa en la que había llegado, picoteando del puñado de brotes que
Evelyn le había puesto antes. Bigotes empezó a lamerle los pliegues de la palma de la
mano a su dueña.
Dentro de su vientre, el bebé dio otra voltereta.
—No estoy sola —dijo en voz alta, y progresivamente fue cobrando consciencia y

106
esperanzas, o tal vez determinación.
Detuvo la mirada en cada una de las criaturas de la cabaña.
—Sois la única familia que tengo. Puede que yo os haya salvado la vida, pero ahora
vosotros tenéis que salvarme a mí. Y a mi bebé.
Sebastian graznó.
¡Be-bé!
Evelyn hizo inventario de la cabaña, que estaba totalmente patas arriba, con los
muebles tirados por el suelo y la cerámica rota, pero también seguían allí los preciosos
enseres que antes pertenecieron a MacKerrick. Sopesó mentalmente lo que iban a
necesitar y lo que era en cambio capaz llevar.
Dos días, le había dicho MacKerrick. Siguiendo el valle hacia el oeste hasta llegar al
lago Lomond.
Pensó que se acordaba de aquel lago, porque lo había divisado brevemente durante su
fatídico viaje con Minerva Buchanan. Los pedazos rotos crujieron bajo los pies de Evelyn
mientras guardaba las cosas en el fardo de MacKerrick, y rezó para poder volver a
encontrar el lago, por el bien de su bebé.

Aún no había anochecido del todo, pero la luna ya estaba alta cuando Conall entró
jadeando en el pueblo de los MacKerrick. Sólo al llegar a la linde del bosque, con la calle
principal a tiro de piedra, se detuvo por fin a tomar aliento una veintena de veces. En
medio de su agonía, encorvado y con las manos en las rodillas, le pareció que el aire le
quemaba los pulmones.
Todo el cuerpo le temblaba, y el sudor se había aliado con la llovizna para empaparlo
hasta los huesos. Los ojos le ardían y los oídos le pitaban. Su corazón aullaba como una
bestia herida.
Se incorporó lentamente entre temblores y jadeos.
A pesar de lo tarde que era, una musiquilla se abría paso entre la neblina desde el
interior de una de las casas, una flauta solitaria que se esmeraba tocando una melodía tan
dulce como una nana.
Hasta en las sombras mojadas de la noche se notaba que el pueblo se había
transformado: las calles estaban despejadas y se notaba que las habían allanado
recientemente; cestas, trampas y hatillos flanqueaban ordenadamente las entradas de las
casas, adornadas con anémonas dormidas y petunias. El humo de turba se elevaba desde
los tejados en columnas rectas que se unían en el aire apelmazado, formando un manto de
protección sobre el pueblo de los MacKerrick. El aire tenía el aroma dulce del musgo
mezclado con un perfume cálido y sensual. La escena era apacible, de prosperidad y de
bienvenida.

107
Conall reconoció desde algún recoveco de su ser que aquella apariencia de bienestar
tendría que ponerlo furioso, dado lo frustrado que venía ya por la decepción de Eve. Pero
no le preocupaba ni lo más mínimo cómo les iba a los de su pueblo, que Dios lo
perdonase. Ya no; todo aquello se había terminado.
Lo único que le importaba era Eve. Eve y el bebé.
Con mucho esfuerzo fue poniendo un pie delante del otro, avanzando mecánicamente
entre la penumbra hacia su casa. Un listón de luz amarilla asomaba por debajo de la
puerta, como si fuese una barrera, y sólo entonces Conall se detuvo un instante para
reflexionar. Cuando se lo hubiera contado a todos, ya no habría marcha atrás. Habría dado
al traste con los deseos de su padre, y el orgullo del propio Conall quedaría reducido a
cenizas. Tantos años de lucha y perseverancia para nada.
Conall respiró hondo y abrió la puerta.
Su madre, Lana, estaba sentada al lado de Duncan en torno al fuego de turba, y junto a
ellos había una muchacha del pueblo, regordeta y de pelo cobrizo, a la que Conall conocía
por el nombre de Betsy. Si Conall hubiese tenido la mente más despejada, tal vez hubiera
prestado más atención a la mano que Betsy tenía apoyada sobre la rodilla de su hermano, o
a la sonrisa de la cara de Duncan, o a la intimidad con la que se rozaban los hombros de la
pareja. Pero aquella escena tan armoniosa no le dio el menor placer. La puerta chirrió al
terminar de abrirse. Duncan volvió el rostro hacia Conall y súbitamente la sonrisa se le
cayó de los labios.
—Ah, albricias —musitó dando un suspiro.
Lana estiró el cuello para ver al visitante y, a diferencia de la bienvenida melancólica
del hermano de Conall, se levantó de inmediato a saludarlo con una sonrisa de sorpresa y
de incertidumbre.
—¡Conall! —exclamó, y se acercó a él para abrazarlo.
Se apartó un poco para mirarlo de arriba abajo.
—¡Pero si estás empapado! Ven cerca del fuego. —Lo sacó a empujones de la entrada
e inspeccionó la calle a conciencia antes de cerrar la puerta—. ¿Dónde está esa sorpresa
tan maravillosa de la que nos ha hablado Duncan? Quiero decir que…
Conall dejó que su madre lo condujera hasta el taburete que ella misma acababa de
dejar libre, y que sin dejar de parlotear tirase de él hacia abajo para hacer que se sentara.
Pero él se quedó mirando fijamente a Duncan, y al cabo de unos instantes su hermano se
dio por aludido.
—Perdonadme, Betsy, pero quisiera hablar con el jefe. Lleva mucho tiempo fuera,
¿verdad que no os importa?
—Claro, Dunc. —La mujer le echó una cálida sonrisa y pasó a mirar a Conall con
cierto rubor—. Me alegro de que por fin hayáis vuelto. Buenas noches.
Conall ignoró la despedida de aquella mujer y centró su mirada borrosa en el fuego. El
no se merecía amabilidad alguna, y menos aún una bienvenida.

108
Lana se dio rápidamente la vuelta con una taza en la mano.
—¡Ay, no! No hace falta que os marchéis, Betsy. Al contrario, deberíamos…
—Madre —dijo Duncan tajantemente—. Conall y yo tenemos que hablar de los
asuntos del pueblo. ¿No es así, hermano?
Conall apenas si alcanzó a asentir con la cabeza.
—¿Tan pronto? —Lana puso mala cara—. Pero si acaba de llegar, y…
—Buenas noches, Betsy —dijo Duncan con dulzura y abrió la puerta, mostrándole la
salida a la mujer—. Me quedo en la puerta hasta ver que llegáis bien. Pero daos prisa,
muchacha, que os vais a mojar.
Conall oyó el leve sonido que hacen los labios al rozar una mejilla y a continuación la
puerta volvió a chirriar.
Lana se esforzó en volver a poner la sonrisa que se le había borrado de la cara y luego
fue a Conall y le plantó entre las manos la taza que le había servido.
—Y bien —le dijo, mientras se sentaba en un taburete—. Cuéntame lo que has estado
haciendo todo este tiempo, ya que Duncan ha tenido los labios sellados como una tumba.
—Iros a la cama, Madre —le sugirió Duncan con amabilidad, tirando de ella para que
se levantase—. Estoy seguro de que Conall hablará con vos por la mañana.
—No quiero —dijo Lana, y se soltó de Duncan con el ceño fruncido—. ¿Acaso no
tengo derecho a recibir la visita de mi propio hijo?
Duncan se detuvo, y tanto la madre como el hermano se quedaron mirando a Conall
con aire interrogativo.
—Podéis quedaros, Madre —dijo Conall—. La verdad, da lo mismo si es ahora o más
tarde, y prefiero decir una sola vez lo que tengo que decir.
—¿Estás seguro, Conall? —le preguntó Duncan sin poder dar crédito, y Lana se volvió
a sentar con un aire de suficiencia.
Al ver que Conall se ratificaba, Duncan tomó asiento soltando un enorme suspiro de
cansancio.
—Traes malas noticias, ¿no es así?
—Las peores.
Lana los miró a los dos con cara de preocupación.
—¿De qué se trata? Ya está bien de secretitos. Contadme.
—Yo que tú empezaría por el principio, para que Madre se entere —le recomendó
Duncan.
—Sí. —Conall tragó saliva e intentó poner en orden sus pensamientos en medio del
pánico que aún lo carcomía—. Salí hacia el bosque, a la cabaña del valle, para cazar y
para lamentarme. —Se llevó los dedos automáticamente al nudo de cuero que llevaba al
cuello—. Creo que eso no es ningún secreto.
—Claro que no lo es —dijo Lana en tono amable—. Y bien que te lo merecías, Conall.

109
Después de que Nonna… —Sus palabras quedaron flotando en el aire.
—Al llegar a la casita, vi que no estaba abandonada. —Conall prosiguió describiendo
el cuadro que se representaba en su memoria con tal fuerza que ya no veía a su madre ni a
su hermano, ni su hogar, tan acogedor, sino sólo el pasado nevado de los vericuetos de su
mente—. Había una mujer viviendo allí. —Conall sintió que se le revolvían las tripas—.
Evelyn Godewin Buchanan.
—¿Buchanan? —graznó Lana y se levantó de un salto—. ¡Buchanan! —Se volvió
hacia Duncan—. ¿Tú lo sabías? ¿Lo sabías?
—Madre, por favor —le ordenó Duncan—. Sentaos y quedaos quieta.
Lana miró a Conall con ojos de preocupación y de enfado a la vez.
—Pero, ¿qué hacía una mujer Buchanan sola en…?
—Había llegado hasta allí con Minerva Buchanan —dijo Conall secamente.
A Lana se le puso el rostro tan pálido como la luna que bañaba las anémonas de la
entrada, y cayó sentada sobre el taburete.
—¿Min… Minerva Buchanan ha regresado a Escocia? —balbuceó, mirando hacia la
puerta como si esperara que aquella mujer fuese a entrar en la casa de un momento a otro.
—Regresó —le dijo Conall—. Para morir. Dejó a Eve junto a la tumba de Ronan.
—Alabado sea Dios —suspiró Lana, y se quedó unos instantes con los ojos apretados.
Cuando los volvió a abrir, los tenía vidriosos.
—Continúa, Conall.
—Cuando Eve me dijo su nombre de pila pensé que… —Conall sacudió la cabeza—
pensé que podría…
—Pensaste que podrías acabar con la maldición —Lana terminó la frase.
Conall asintió. Se avergonzaba de lo que iba a decir a continuación.
—Seduje a Eve y la convencí para que se casara conmigo.
Lana volvió a ponerse en pie de un salto.
—¿Te casaste con ella?
Duncan cogió a Lana por la muñeca y la hizo volver a sentarse sin más amonestación,
aunque eso le valió que Lana se diera la vuelta y le propinara un coscorrón bien fuerte en
la cabeza.
—¡Caray, Madre!
—¡Te lo tienes bien merecido por ocultarme una cosa así, Duncan MacKerrick! —Y
miró de nuevo a Conall, llena de expectación.
—Me casé con ella, con la única intención de destruir toda la maldad que aquella…
aquella vieja bruja desató sobre nuestro clan —bramó Conall.
No se imaginaba que él también se iba a llevar un coscorrón, y justo en el sitio donde
Eve le había atizado con el taburete.
—¡Madre! ¡Caray!

110
—No quiero que hables así de… —Lana titubeó buscando las palabras— los muertos.
Conall se frotó la cabeza y le lanzó una mirada a su madre. Luego su indignación se
fue desvaneciendo a medida que la desesperación volvía a apoderarse de él.
—Pensé, cuando Duncan vino por primera vez después de aquella tormenta, que
estaba dando resultado. Las noticias del pueblo eran buenas, alentadoras.
—Han sido los mejores días que hemos pasado en muchos años —afirmó Lana, y
volvió a hablar en un tono más dulce—. Pero, ¿dónde está esa mujer ahora, Conall? ¿Por
qué no has traído a tu mujer a casa contigo para que la conozcamos?
—La he abandonado a su suerte en la cabaña. —A Conall se le hizo un nudo en la
garganta al pensar en su dulce Eve, sola en la oscuridad inmensa, para luego darse cuenta
de que, seguramente, ella estaría mucho más a salvo allí sola con Alinor que si Conall
estuviese cerca.
Trató de despejarse las emociones de la garganta.
—Y tengo intención de que no siga siendo mi esposa. La he repudiado.
Lana soltó un grito ahogado y de repente Duncan embistió contra Conall, haciendo
que se cayera de su taburete.
—¡Sois un hijo de perra!
—¡Parad! ¡Parad! —chilló Lana. Le pasó un brazo a Duncan alrededor del cuello y
tiró de él para quitárselo a Conall de encima, como hacía cuando eran niños—. ¡Dejadlo
ya! —Apartó a Duncan, le dio un empujón y se puso delante de Conall para mirarlo,
advirtiéndole con el fuego de sus ojos lo enfadada que estaba—. Conall MacKerrick, me
vas a explicar ahora mismo por qué has hecho una cosa así de rastrera.
Conall se incorporó lentamente debido al dolor de sus músculos, que ya habían
empezado a enfriarse. Recogió su taburete y se sentó refunfuñando; se pasó las manos por
el cabello y miró a su hermano furibundo, al que ya había perdonado.
—La amo, Madre. La amo.
—Eres un maldito chiflado, eso es lo que eres —le soltó Duncan—. No puede existir
un buen motivo para que hayas dejado a Eve, y más en su est…
—Me mintió, Dunc —terció Conall.
Duncan se detuvo en seco y se quedó un buen rato en silencio, tratando de digerir
aquella declaración tan áspera. Entonces, notó que se le bajaba la sangre de la cabeza y
sacó un brazo escuálido para apoyarse contra la pared.
—Santo cielo. No. No puede ser.
Lana se quedó inmensamente confusa y frustrada.
—Más vale que me lo expliques todo, Conall, porque no logro entender que hayas
repudiado a tu esposa, dejándola a su suerte, si encima dices que la amas. ¿Por qué no la
has traído? ¿Es que no te preocupas por tu pueblo? La maldición se ha roto.
Duncan cambió su taza por la jarra entera de licor y le puso el fondo mirando al cielo.

111
—No se ha roto, Madre —dijo Conall.
—Claro que sí —insistió Lana—. Mira…
—Ella no es una Buchanan, Madre. Es inglesa.
Pero a Lana aquella información no pareció afectarle ni lo más mínimo.
Duncan por fin soltó la jarra.
—Y lleva dentro al hijo de Conall —añadió en tono amargo.
Eso hizo que Lana, estupefacta, volviera a sentarse.
—¿Mi… mi nieto?
—La he abandonado y los he repudiado a los dos con la esperanza de que… —Conall
era incapaz de continuar.
Duncan se puso en cuclillas, a su lado, y le plantó una mano huesuda sobre el hombro,
hasta que Conall encontró fuerzas para terminar.
—No quiero que la maldición los alcance a ellos también, Madre. Ella lleva dentro —
tomó aire con dificultad— a mi bebé. Si algo les ocurriera por mi culpa… Si yo le hubiera
contado que…
Duncan le apretó el hombro.
Pasado un instante, Conall prosiguió.
—Saldré hacia el pueblo de los Buchanan con la primera luz del día, para rogarle
compasión a Angus Buchanan. —Volvió la cabeza para mirar a Duncan—. ¿Quieres
acompañarme, Dunc?
—Pues claro que sí, maldita sea.
Lana estaba muy alterada.
—No. ¡No! Conall, tu padre se revolvería en su tumba si traicionases al clan de ese
modo…
—¡Me da lo mismo el clan! —gritó Conall—. ¡Todo esto es culpa de Padre! Si hubiera
dejado de lado tan sólo una pizca de su maldito orgullo hace ya mucho tiempo, si no
hubiera sido tan duro con los de su propia sangre, con su propio hermano, nada de esto
habría sucedido. ¡Nada de esto!
—Conall, tú no lo entiendes. —Lana pasaba los ojos de un hermano al otro, como
tratando de convencerlos a ambos—. Vuestro padre debía haberse comportado de manera
diferente con Ronan, sí, y podía haber hecho las paces con los Buchanan hace mucho.
Pero había otras razones, debéis creerme. Por vuestro propio bien.
—¿Por mi propio bien? —preguntó Conall sin poder dar crédito—. No me importa
nada ni nadie aparte de Eve y de mi hijo. ¡Este pueblo quedó envenenado por culpa de mi
padre y de sus absurdas rencillas, y yo quiero ponerle fin a eso! —Conall estaba contento
de poder expresar su ira: era un respiro al miedo que lo ahogaba—. Si Angus Buchanan
me concede el perdón, volveré al lado de Eve, pues tendré la certeza de que la maldición
no la afectará a ella. Si no me lo concede, si me rechaza —hizo una pausa—, registraré

112
cada una de las casas de este pueblo para conseguir hasta el último cuarto de penique. Y
encontraré a alguien que se lleve a Eve lejos, muy lejos de aquí y de la contaminación de
los MacKerrick. Alguien que cuide de ella y de nuestro hijo.
Lana estaba al borde de las lágrimas.
—Ronan no fue el único que perdió la vida aquel día, Conall. ¡La mujer del
mismísimo Angus Buchanan…! —se restregó las manos—. ¿Qué pasaría si te mata nada
más verte? ¿Quién va a ayudar a tu Eve entonces?
—Entonces yo cuidaré de ella. —La voz de Duncan sonó grave y firme, y Conall se lo
quedó mirando—. Tienes razón hermano, ya es hora de que cese toda esta locura.
Debemos hacerlo juntos, tú y yo.
Conall cogió a su hermano del brazo.
—Gracias, Duncan.
Lana dio un suspiro muy, muy largo, y una lágrima rodó por su rostro mientras volvía
a sentarse.
—De acuerdo —susurró—. De acuerdo, queridos hijos míos. Supongo que ya me
imaginaba que este día iba a llegar. —Se quedó en silencio durante un instante, y luego
levantó la vista hacia los dos hombres que tenía delante—. Yo también quiero ir.
Conall puso mala cara.
—No, Madre.
—Claro que voy a ir —dijo ella en un tono que los disuadió a los dos de seguir
discutiéndolo—. Tengo más responsabilidad en este embrollo de lo que podéis
comprender por vuestra juventud, y no voy a permitir que Angus Buchanan descargue
contra mis hijos la parte de ira que me corresponde. Yo también voy —dijo muy decidida.
Conall sintió que no le quedaba más remedio que rendirse.
—De acuerdo, Madre.
—Pero deberías saber, Conall —empezó a decir Lana con cautela—, que es posible
que a nuestro regreso del pueblo de los Buchanan, el clan no esté conforme con las
medidas que hayas tomado.
—Ya lo había pensado —le respondió Conall—. Y estoy preparado.
Lana puso cara de desconfianza.
—¿Acaso quieres prescindir de tu propio pueblo?
Conall dejó que el espectro de una sonrisa le tocara los labios.
—No necesito ser el jefe de los MacKerrick para amar a Eve.

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Capítulo 12
LA austera cabaña estaba en penumbra y tenía un aire lúgubre —apenas ardía la llama de
un solitario candil de aceite— que armonizaba a la perfección con el ánimo de Eve. Se
quedó tumbada en el camastro, contemplando las sombras. Alinor estaba acurrucada junto
a ella, Bonnie se tumbó en el suelo y el cuervo se había instalado en la cabecera de la
cama, con el ala rota vendada al cuerpo. El pájaro parecía bastante feliz en su nuevo hogar.
Se desplazaba de una punta a otra del listón de madera, moviendo torpemente el ala sana
para no perder el equilibrio.
Evelyn casi no había abandonado la acolchada calidez del lecho desde que se
aventurara a salir aquella mañana, y solamente se levantó para atender a los animales y
para vomitar una vez más. Había perdido el apetito por completo. Pasó el tiempo
esperando a que el jefe de los MacKerrick regresara.
No sabía si se iba a echar en sus brazos llorando, o si lo iba a matar en cuanto lo viera.
Estaba bastante segura de que estaba embarazada. Su peor pesadilla la había pillado
desprevenida y se había hecho realidad cuando ella menos se lo esperaba. No sabía qué
pensar ni qué hacer.
¿La iría a matar aquel bebé, para quedarse solo o sola con su padre? ¿Tendría Evelyn
un final doloroso y atroz como los de las decenas de partos que ella misma había
presenciado?
¿Se alegraría MacKerrick de saber que iba a tener un bebé? ¿Querría ahora llevar a
Evelyn a su pueblo para cuidar de ella?
Ignoraba la respuesta a todas aquellas preguntas. Se le había ocurrido la idea de rezar,
pero la rechazó con una risa amarga. Dios la había vuelto a abandonar. Aquélla era su
penitencia por ser tan egoísta.
Tal vez su castigo terminase, por fin, cuando hubiera muerto. O quizás solamente fuese
conducida a la eternidad de las llamas del infierno. Sus penas le estaban proporcionando
un placer perverso.
Alinor gruñó, y aquel sonido produjo una tibia vibración que recorrió el cuerpo de

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Evelyn. Entonces la loba saltó de la cama, provocando que el cuervo soltase un graznido y
un par de plumas negras. Evelyn se incorporó cansinamente, con la cabeza dándole
vueltas. Se dirigía con paso desganado al otro lado de la cabaña cuando MacKerrick llamó
a la puerta gritando desde fuera su nombre.
—¿Eve? ¿Eve? —Sonaba preocupado y sin resuello, como si hubiera llegado
corriendo—. Soy yo, Conall MacKerrick. Vuestro marido.
—Como si conociera a muchos otros Conall MacKerricks —masculló ella enfadada.
Levantó la tranca y abrió la puerta.
El highlander se apresuró a entrar para refugiarse del viento gélido y soltó enseguida el
fardo, que no parecía volver más ligero de la expedición. Sujetó bruscamente a Eve por los
brazos mientras ella chillaba indignada, y le examinó el rostro con los ojos ensombrecidos
por la escasa luz de la cabaña.
Se la quedó mirando un buen rato, como esperando que ella dijera algo.
—¿Qué? —le espetó Evelyn por fin, retorciéndose para soltarse—. Cerrad la puerta,
MacKerrick, que se va el calor.
El se dio la vuelta y obedeció sin reprocharle la brusquedad de su voz. Entonces, se
aferró otra vez a ella como si cada pedazo de su cuerpo pendiera de un hilo.

—Eve —dijo, volviendo a recorrerla con la mirada de la cabeza a los pies—, ¿qué tal
estáis? ¿Habéis pasado bien el día?
Ella lo miró con desconfianza. ¿Qué se traería entre manos aquel ladrón de inocencias?
Daba la impresión de que ya lo sabía. Tratando de escapar de él, trepó de nuevo al
camastro.
—He pasado un día fantástico, MacKerrick —le dijo, y se puso de cara a la pared—.
Simplemente fantástico.
Oyó que él se acercaba.
—Ah, bien… bueno. Bueno. Hola, Alinor —se aclaró la garganta—. ¿Estáis bien
entonces?
—Todo lo bien que puedo, teniendo en cuenta que estoy embarazada.
No se oyó más que el silencio tras aquella abrupta declaración y Evelyn se quedó
tumbada, inmóvil como una roca, contemplando la tosca madera de la parte de atrás del
camastro, en espera de una respuesta. Escuchó que algo se movía y la cama se resintió
ligeramente, como si alguien se hubiera apoyado en ella, pero el highlander seguía sin
decir nada que relajase la tensión.
Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Hasta entonces no había sido capaz
de llorar por aquel mal trago, tal vez por lo sobrecogida que se sentía. Pero ahora que
había expuesto en voz alta aquel hecho aterrador, y MacKerrick ni siquiera había
carraspeado para compadecerse, Evelyn tuvo la sensación de que la tristeza y el miedo se

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apoderaban de ella y amenazaban con ahogarla en un mar de lágrimas. Tragó saliva.
Era evidente que él no tenía nada que decir. Aquello no le afectaba ni lo más mínimo.
Claro que no le afecta, la provocó una maliciosa voz interior. Él no tiene que gestar al
bebé. Él no tiene que soportar el espanto del nacimiento. Él puede limitarse a permanecer
al margen y observar cómo su cuerpo, su vida y su cordura siguen intactos. O puede
marcharse, si así lo desea.
Evelyn se dio cuenta de que por fin comprendía la difícil situación de las pobres
doncellas en el convento. Estaban tan solas…
La causa de sus lágrimas pasó del miedo al resentimiento gracias a aquella rencorosa
voz interior que alimentaba su enfado, y se quedó tumbada, rumiando su ira creciente al
ritmo de los segundos, que transcurrían largos y silenciosos.
Puede que esté contento, pensó furibunda. Orgulloso de su proeza.
Pero aquellas acusaciones tan crueles no llegaron a salirle por la boca, pues vio que
MacKerrick se ponía de rodillas junto a la cama, apoyaba un brazo sobre el colchón y le
pasaba el otro a Alinor alrededor del cuello, apretando la cabeza contra ella para no mirar
a Evelyn a la cara. Los hombros le temblaban mientras Alinor hacía esfuerzos
desesperados por alcanzarle la oreja con la lengua.
—¿MacKerrick? —le susurró con el gesto torcido.
Entonces él la miró, y cuando Evelyn vio los regueros húmedos sobre el rostro
cincelado del highlander, el aliento se le quedó atrapado en algún punto cercano al
corazón. Pero a él le brillaban los ojos con el más intenso fuego de ámbar y los dientes le
resplandecían en una amplia sonrisa.
—Ah, Eve —le dijo, y apartó a la loba, levantándose lo justo para tumbarse junto a
ella en la cama—. Eve, mi dulce Eve.
La abrazó, la sujetó firmemente contra su pecho y le puso los labios en la coronilla.
Sus gestos eran tan agradables, tan cariñosos, tan… perfectos, que Evelyn sollozaba
apoyada en su túnica sin saber a qué atenerse.
—Está bien, Eve —le murmuró él en el cabello—. No tengáis miedo. Estoy aquí.
—¡N-no está n-nada… bien! —se lamentó ella—. ¡E-es una pe-esadilla!
—No, no —la consoló él con voz grave y firme, y la abrazó más fuerte—. Es algo
maravilloso, muchacha. Es un milagro. No sabéis… ah, Eve, lo que me habéis dado.
Ella se deshizo de su abrazo, hipando, y le echó una mirada acusadora a aquel rostro,
tan lleno de esperanza como hermoso. Sacó un brazo y le dio con el puño en el pecho.
Aquel golpe resultó, en el peor de los casos, indiferente.
—¡Yo no os he dado nada! ¡Vos lo habéis tomado!
MacKerrick la cogió por la muñeca y, justo cuando Evelyn pensó que la iba golpear, se
llevó la mano con la que ella le había pegado a la boca y le besó los nudillos.
—No, vos me lo disteis —la corrigió mientras se colocaba la mano de ella sobre el

116
corazón.
La otra mano de MacKerrick fue a parar a la nuca de ella y atrajo la boca de Evelyn
hacia la suya, delicada pero deliberadamente. El beso fue breve, dulce y cálido, y la miró a
los ojos cuando los labios de ambos se separaron.
—Vos quisisteis hacer el amor conmigo. En todas las ocasiones.
—Eso no viene al caso —dijo ella, sin importarle que su tono se hubiera vuelto
petulante y pueril—. Yo no pensé que…
—Ninguno de los dos lo pensó —la interrumpió él en voz baja—. Y eso es lo que tiene
de milagroso. Hemos hecho posible lo imposible. —Apoyó la frente contra la de ella y
sonrió—. No vais a morir por tener a nuestro hijo, Eve… yo no lo voy a permitir.
—Vos no podéis…
—No lo permitiré —dijo solemnemente—. En cuanto empiece el deshielo, os llevaré
al pueblo de los MacKerrick y mi gente os atenderá bien. Cuidarán de vos como si fuerais
una reina y os pondréis gorda, sana y feliz.
Ella le echó lo que pretendía que fuese una mirada asesina y él se rió de buena gana
antes de proseguir.
—Cuando os llegue el momento, no podréis haber deseado estar mejor atendida. —Le
limpió una lágrima rebelde con el dorso de la mano—. Y yo querré a nuestro bebé con
todo mi corazón. A decir verdad, ya le quiero. —Se inclinó hacia ella y volvió a besarla,
poniéndole al mismo tiempo la mano en el abdomen.
—Tengo mucho miedo, Conall —le susurró ella en la boca cuando él ya se apartaba.
El highlander la abrazó con fuerza.
—Ya lo sé, muchacha. Pero yo estoy con vos. Estoy aquí para protegeros… a vos y a
nuestra familia.
Evelyn dejó que se le cerrasen los ojos y, mientras él la volvía a besar dulcemente,
sintió en el fondo de su ser el calor, ya familiar, de las sensuales caricias que él le hacía en
las caderas. MacKerrick le dio la vuelta para poder apoyarse boca abajo encima del cuerpo
de ella, y acariciarle el vientre aún plano hasta los pechos.
Ella hizo un gesto de dolor cuando la mano de Conall se cerró sobre uno de ellos, y al
instante él volvió a cogérselo con más cuidado, susurrando disculpas mientras le besaba el
dolorido seno. Había dicho «nuestra familia».
A Evelyn le dio un vuelco el corazón ante aquella mera idea, aunque también porque
los labios de Conall seguían camino hacia partes más bajas de su cuerpo.
Que Dios se apiadase de ella.
Conall deseaba el cuerpo de Eve todavía más que la noche que se casaron, más de lo
que lo había deseado nunca. A duras penas podía esperar para tomarla, ahora como madre
de su hijo, y la pasión por ella le ardía dentro como el fuego que se propaga por el aceite
derramado, completamente fuera de control.

117
Se dio la vuelta, quedando con la cabeza a los pies de ella, y le quitó los zapatos
decrépitos para besarle los dedos de los pies, pequeños y helados, uno a uno. Después,
pasó a los delicados huesos de sus tobillos, posando los labios sobre ellos antes de subir
hacia las pantorrillas. Se dio cuenta de que a ella se le estaba poniendo la carne de gallina
y recorrió su cuerpo con la mirada hasta el rostro, donde las sombras formaban un velo
seductor entre el calor y los suspiros.
Ella llevaba a su hijo dentro. El bebé Buchanan que nacería para gobernar el clan
MacKerrick. Su pueblo y su gente estaban salvados. La maldición quedaría anulada.
El aroma de la piel de ella, ligeramente tibia por el traje de lino fino, hizo que Conall
perdiera la noción de las cosas. Tiró de la falda hacia arriba y se la amontonó en torno a
las caderas. La erección le palpitaba ya dolorosamente cuando metió la boca donde se
juntaban las piernas de ella. Sacó la lengua y su esposa gimió.
Ay, Eve.
Un bebé. Una pequeña vida que quizás ayudase a reparar los pedazos rotos de su
corazón, que Conall sintió desparramarse por los confines de la tierra cuando nació muerta
su niñita de pelo oscuro. Una parte de su carne y de su sangre que sentiría por él el mismo
amor que él había sentido por su propio padre. Una semilla que crecería para heredar su
sitio. Un bebé hermoso de su hermosa, hermosísima mujer.
Conall por fin apoyó el peso de su cuerpo sobre el de Eve, se bajó los bombachos y se
apartó la túnica. Se quedó un instante en vilo ante la abertura de ella para mirarla a los
ojos, oscurecidos por la pasión y la luz velada.
Pronto le contaría lo de la maldición. Cuando ella se hubiera hecho a la idea de lo del
bebé. Puede que entonces ella se diera cuenta del milagro que aquel bebé suponía en
realidad.
O puede que entendiera el terrible engaño del que estaba siendo víctima.
Conall acalló aquel pensamiento antes de que a su razón le brotaran brazos para
estrangularlo. Al final, todo había salido bien. Eve le importaba, le importaba mucho. Y
sus sentimientos crecían día a día. Para cuando le contase lo de la maldición, la cosa ya no
iba a tener ninguna importancia. Estaba seguro de ello. Penetró a su esposa.
Conall ya había establecido un ritmo constante, sacudiendo la cama con movimientos
delicados, cuando un demonio alado e infernal le cayó encima.
Con un rugido, Conall levantó un brazo para cubrirse la cabeza a la vez que se estiraba
en toda su longitud para proteger a Eve. La erección se le vino abajo como un carámbano
puesto al fuego cuando vio caer al intruso sobre el colchón en un remolino de negro y
púrpura. Pero al instante lo volvió a tener encima, y sus graznidos demoníacos hicieron
que el miedo le llegase a Conall hasta lo más profundo de su ser.
—¡Tapaos el rostro, Eve! —chilló Conall mientras Alinor empezaba a ladrar
frenéticamente, y trató de agarrar con la mano la bestia que le arañaba.
Bonnie añadió sus balidos desesperados al caos.

118
—¡Lo voy a atrapar! —gritó el highlander.
—¡No, Conall! —se revolvió Eve bajo el cuerpo de él, y logró sujetarlo por la muñeca
—. ¡Deteneos! —dijo, sacando la otra mano para inmovilizar al amasijo de plumas que
chirriaba y se retorcía— ¡Lo estáis asustando!
Conall soltó un bufido, porque la rodilla de Eve acababa de coincidir accidentalmente
con su entrepierna, y cayó de la cama rodando, cubriéndose con las manos la hombría
magullada. Le dolió tanto que hasta se le retorcieron las tripas.
Evelyn logró sentarse, sin siquiera preguntarle si le había hecho daño, y se posó en el
regazo aquella cosa apestosa que no paraba de chillar.
—Shh, shh… —lo arrulló mientras lo acariciaba y lo tranquilizaba.
Entonces se volvió hacia Conall poniendo mala cara.
—¡El sólo quería protegerme!
—¿Pero qué demonios —farfulló Conall entre dientes— hace un maldito cuervo en mi
maldita cama?
Evelyn dejó de poner mala cara, pero siguió mirando a Conall.
—Alinor lo encontró esta mañana en el bosque. Está herido.
Al oír su nombre, la loba se subió a la cama de un salto para jugar… fue a parar justo
donde Conall tenía las manos puestas.
Él no pudo reprimir un alarido. A esas alturas, Conall habría sido físicamente capaz de
hacer cualquier cosa menos un bebé como el que llevaba Eve en el vientre.
—Yo también lo estoy —resolló Conall, y habría jurado que la boca le sabía a sangre.
La expresión de Eve se contrajo suavemente en un asomo de preocupación.
—Ay. ¿Estáis bien, Conall?
El le echó a su vez una mirada contundente, y empujó a Alinor por el pecho con una
mano.
—¡Abajo, Alinor! —dijo con la voz tomada y trató de sentarse—. Eve, ¡puñetas! No
podéis tener un cuervo en casa.
—¿Por qué no? —le espetó ella—. Le he vendado el ala y no va a andar revoloteando
por ahí. Debería curarse rápido, pero si lo dejo fuera ahora, seguramente morirá. ¿Y si lo
encuentra uno de los grises?
—Entonces, a lo mejor se llena la barriga de cuervo y no quiere comernos ya a
nosotros —refunfuñó Conall, poniéndose al borde del camastro para, lentamente y con
mucho cuidado, subirse la cinturilla de los bombachos hasta las rodillas.
Paga, le graznó el cuervo. ¡Paga!
Conall se quedó de piedra y una voz fantasmagórica le susurró al oído recordándole la
maldición: Que su canto sea lo único que llene vuestros oídos…
¡Me!, volvió a chillar el ave. ¡Paga! ¡Me!
—Shh. —Eve hizo callar a aquella cosa salvaje y frenética, que metió la cabeza bajo el

119
pecho de ella.
El ojo amarillo del cuervo contemplaba a Conall con recelo.
Eve levantó la mirada hacia el highlander.
—Lo que me ha gritado esta mañana ha sido… ha sido lo que me ha hecho sospechar
—se detuvo como si no fuese capaz de decirlo—. Bebé —dijo por fin en un susurro.
¿Bebé?
Conall miró de reojo a la criatura.
Paga-me, repetía.
Conall volvió a mirar a Eve, con el pánico atenazándole las tripas. Aquél era un pájaro
de mal agüero. Y la maldición…
Por no mencionar aquel modo de presentarse ante Conall.
Paga, volvió a insistir el cuervo, más bajito esta vez, como deleitándose en su
insistencia.
Visto lo cual, Conall se levantó de la cama y se abrochó los pantalones.
—No. No puede quedarse aquí, Eve. Sacadlo.
—No lo pienso hacer.
—Claro que sí. Es sucio y ruidoso y —rebuscó alguna otra excusa en su mente—… a
Alinor no le gusta.
—Pero, señor, si Alinor lo rescató.
Conque ahora volvía a llamarlo «señor», ¿no?
—No voy a discutir con vos, Eve.
—Me alegro —dijo ella como quien no quiere la cosa—, porque el cuervo se queda.
Conall soltó un gruñido.
—Eve, ya tenéis —empezó a contar con los dedos— una loba, una oveja, un ratón, un
marido y un bebé. ¿No os parece ya bastante compañía?
Ella encogió un hombro con delicadeza y se levantó de la cama, dejando que el refajo
volviera a cubrirla hasta los tobillos.
Y llevaba el maldito pájaro bajo el brazo.
—Vamos a buscarte una buena bebida, precioso— dijo, ignorando a Conall por
completo.
—¡Nos va a llenar la casa de excrementos! —dijo Conall en tono amenazador—. Eve,
os lo prohíbo.
Eve vertió un poco de agua derretida en un cuenco poco hondo y el cuervo mojó en él
aquel pico largo y amarillo tan espantoso. Ella, entonces, miró a Conall.
—Vos me habéis preñado.
Conall maldijo en voz alta al comprender que estaba derrotado.

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121
Capítulo 13
LA nieve estaba empezando a derretirse.
Eve se sentó en el taburete, a medio camino entre la lumbre y la puerta abierta,
inclinada sobre el vientre, que le iba creciendo, y con el cubo entre los pies. Se estaba
deshaciendo de la suciedad y de las razones exiguas que le daba Conall para que se
pusiera más ropa. Sebastian, el cuervo, estaba posado sobre uno de los muros de los
corrales, como si él también estuviese disfrutando de la vista del exterior. A juzgar por
cómo revoloteaba por la cabaña, el ala ya la tenía curada y Evelyn supuso que en breve
sería prudente dejarlo salir. Entonces Sebastian sería otra vez libre de planear a sus anchas
por el bosque. Mientras tanto, el cuervo seguiría irritando a Conall.
Evelyn sonrió mientras escurría con los dedos entumecidos por el frío las últimas gotas
de agua de la túnica sin mangas de MacKerrick. Tendría que cerrar la puerta cuando su
marido, Alinor y Bonnie regresaran a la cabaña; a Conall no le iba a hacer ninguna gracia
que la tuviese abierta. Pero ya todos y cada uno de los ocupantes de la casita estaban
deseando disfrutar de la amplia libertad de la primavera, y puede que Evelyn fuese la que
más. En los cuatro meses que habían transcurrido desde que descubrió que estaba encinta,
el tiempo había mejorado notablemente, de modo que, aunque todavía hacía frío, el viento
ya no les cortaba la tez y la nieve de fuera estaba blanda y suelta por el agua del deshielo.
El bosque chorreaba como una cascada y la nieve caía de las copas de los árboles como si
fuesen olas enormes congeladas que tejían cortinas doradas con los escasos rayos del sol.
Sí, todos estaban ansiosos de salir a un aire más amable, estirar las piernas y dejar que
el viento les sacudiese el letargo de encima. Pero Conall se había ido solo con las dos
«chicas» y le había ordenado a Evelyn que se quedase en la cabaña mientras él revisaba
las trampas, por si acaso los grises estaban al acecho.
Ella sonrió con amabilidad. Conall cuidaba mucho de ella y del bebé.
Se puso de pie, con el pesado amasijo de ropa mojada, y empezó a sacudir las prendas
una por una para colgarlas de la viga. Esperaba que Alinor se portase mejor al volver.
Hacía ya días que la loba los estaba sacando a todos de quicio; acosaba a la pobre Bonnie
mordisqueándole la grupa; provocaba a Sebastian para que se cayera de donde estuviese

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posado; había tirado del estante el barreño de Bigotes y escarbaba frenéticamente en el
suelo de ambos corrales. Alinor pedía que la dejaran salir para a continuación volver a
entrar. Quería luchar con Conall y andaba buscando pelea; le mordía los bajos del refajo a
Evelyn, que casi siempre terminaba por los suelos.
Cuando Alinor salía, se ponía a correr en círculos por el claro, olfateando el aire como
loca, aullando a veces, antes de que la obligasen —en ocasiones, por la fuerza— a volver a
entrar en casa. Aquella tarde, Evelyn esperaba que Conall estuviese cumpliendo su
promesa de dejarla correr a gusto para que Alinor pudiese volver a su ser, a la
tranquilidad.
Una vez terminada su tarea, Evelyn cogió a Sebastian del muro del corral y se puso a
acunar y acariciar al cuervo en la entrada de la cabaña. El animal se dejaba querer panza
arriba. Debían de estar a punto de volver… no faltarían más de dos horas para que
anocheciera.
—Dime, chiquito, ¿por qué tardan tanto? —murmuró Evelyn dirigiéndose al cuervo, y
éste movió la cabeza para mirarla a su manera, de lado.
Be.
—Sí, ya: bebé. Eso ya lo sé.
Evelyn meneó la cabeza y suspiró: Sebastian necesitaba con mucha urgencia ampliar
su vocabulario; se quedó parada como si se le hubiese ocurrido una locura.
—Sebastian:—Evelyn le dio un apretón suave y luego exageró mucho con los labios
—. Mamá.
El pájaro miró a todas partes con su ojo brillante y amarillo.
—Mamá —repitió ella—. Di mamá.
¡Be!
—No: mamá.
¡Bé!
—Ma…
¡Bebé!
—Bueno, da lo mismo. —Evelyn se sintió estúpida por intentarlo, pero los
pensamientos acerca del bebé que le crecía dentro le habían despertado la curiosidad
acerca de su futuro papel de madre.
Se preguntaba cómo sería cuando Conall la llevase al pueblo de los MacKerrick y
fuesen tres. Su ánimo estaba alterado: tan pronto arriba como abajo, y Evelyn pasaba de
evocar una pesadilla sangrienta de enfermedad, hambre y muerte, a imaginarse la
comodidad de una casa de tepe enorme donde pudieran vivir los tres y ser felices en medio
de gente que les daba la bienvenida.
Suspiró.
¿Quién iba a pensar que Evelyn se enamoraría de Conall MacKerrick? Era atento,

123
habilidoso y bromista; Evelyn y él podían hablar durante horas de nada en especial, cosa
que hacían frecuentemente. Y él todavía debía desear el cuerpo deforme de ella, porque le
hacía bien el amor, y a menudo.
Evelyn pensó que si lograba sobrevivir al nacimiento de su hijo, iba a tener todo lo que
había deseado en la vida.
En aquel preciso instante, un movimiento en el cerco del bosque hizo que levantara la
cabeza. De entre los árboles salió Conall, arrastrando a Bonnie de la correa. Juntos
atravesaron el claro, y Evelyn se asomó un poco a la puerta para escudriñar a su loba
grande y negra. Pero Conall y Bonnie ya casi habían llegado a la cabaña y Alinor seguía
sin aparecer.
Conall traía cara de cansado, y los bombachos y la túnica mojados hasta las caderas.
Bonnie baló y corrió hacia Evelyn.
Evelyn sintió que el estómago le daba un vuelco y llamó a su marido, con el miedo
flotando en su tono de voz.
—¿Dónde está Alinor?
—¿Qué quiere decir eso de que «salió corriendo»?
A Eve se le quedó el ceño fruncido por la confusión y se dio la vuelta para seguir a
Conall dentro de la casa, con el maldito pájaro en brazos. Conall estaba preocupado,
congelado y calado hasta los huesos, y la visión de su túnica de repuesto que colgaba del
techo fría y chorreando ayudó poco a subirle el ánimo.
Se sentó en el taburete y se desató las botas; lo mínimo que podía hacer era despegarse
aquellos bombachos empapados de la piel. Se quedó mirando a Eve.
—Apenas nos habíamos adentrado en el bosque unos cuantos pasos cuando salió
disparada —se lamentó Conall, y gruñó al tratar de quitarse las botas, que se le habían
quedado pegadas como si fueran su propia piel—. Pensé que habría olido alguna cosa y la
dejé hacer mientras yo revisaba las trampas, seguro de que la loba sabría encontrarnos
cuando terminase la persecución.
—¿Y no la habéis vuelto a ver? —inquirió Eve en tono estridente, colocando a
Sebastian sobre el muro del corral—. ¿Y qué hay de sus huellas? ¿Las rastreasteis?
Conall se levantó para terminar de desprenderse los bombachos de las piernas, que
parecían trozos de venado congelado.
—La nieve se está derritiendo y se mueve; el rastro ha desaparecido. Pero sí, Bonnie y
yo la hemos buscado por todas partes. Por eso hemos tardado tanto.
Pero Eve ya había salido por la puerta de la casita. Conall escuchó los gritos que daba
llamando a la loba, y cómo se iban amortiguando a medida que se alejaba corriendo por el
claro.
—¡Alinor! ¡Alinor!
—¡Maldita sea! —Conall intentó volver a calzarse las botas, pero estaban mojadas y
rígidas, y se le resistieron.

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Fue descalzo hasta la entrada de la cabaña.
—¡Eve!
Ella estaba junto a la linde del bosque. Se asomaba por aquí y por allá como tratando
de vislumbrar la silueta de la loba negra, y a Conall le dio un vuelco el corazón.
—¡Aquí, Alinor! ¡Alinor!
Con botas o sin ellas, Conall tenía que hacer que Eve regresara antes de que acabase
de perder el sentido común y se marcharse a buscar a la loba. Los grises andaban otra vez
al acecho; sus aullidos habían perseguido a Conall y a Bonnie entre los cúmulos de nieve
que caían de los árboles mientras buscaban a Alinor sin éxito.
Pero no podía decirle eso a Eve, no. Se volvería loca de preocupación.
—¡Eve! —Conall salió a la nieve muy decidido, corrió al lado de su esposa y la agarró
del brazo, sintiendo que el frío le quemaba los pies—. Eve, se está poniendo el sol.
Ella se soltó. Los ojos le centelleaban de pánico y los tenía llenos de lágrimas.
—¡No podemos dejarla sola ahí fuera toda la noche! —Se dio media vuelta y golpeó el
pecho de Conall con cada una de sus palabras—. ¡Encontradla! ¡Vos os la llevasteis, vos la
tenéis que encontrar, MacKerrick!
—Eve, escuchadme…
—Encontradla, MacKerrick, ¡ahora! —Eve se volvió hacia el bosque y amenazó con
traspasar la primera fila de árboles—. ¡Alinor! —La voz se le quebró por la intensidad del
grito.
Conall no tuvo más remedio que coger a Eve en brazos y llevarla a la fuerza hasta la
cabaña. Ella se revolvió contra él durante todo el camino dándole patadas y sacudiendo los
brazos a la vez que trataba de asomarse por encima del hombro del highlander para gritar.
—¡Soltadme! ¡Aquí, Alinor!
Los sollozos ya se habían apoderado de ella cuando Conall la metió dentro de casa y,
cuando consiguió ponerla de pie, tuvo que apartarla de la puerta para poder poner la
tranca.
—¡Salid de mi camino!
—Eve, debéis escucharme. ¡Deteneos, deteneos!
Ella se vino abajo entre los brazos de él, perdiendo las fuerzas poco a poco y hundió la
cabeza entre los hombros.
—¿Cómo habéis podido dejarla marchar?
A Conall se le desgarraba el corazón ante el sufrimiento de ella: sabía lo que Alinor
significaba para Eve. Sabía que se habían ayudado a sobrevivir la una a la otra durante
aquellos primeros días, y que Eve quería a aquella bestia más que a nada ni a nadie en el
mundo.
Conall incluido.
Por eso él la había buscado durante tanto tiempo —horas— exponiéndose al peligro

125
que representaban los grises. Volver a la cabaña sin la adorada loba de Eve era lo último
que él habría deseado.
Porque Conall también quería mucho a Alinor. Y a él también le preocupaba su
seguridad, sola en la oscuridad con una noche fría por delante.
Abrazó a Eve con fuerza y se sentó en el taburete, reteniéndola sobre su regazo
mientras ella hipaba entre lamentaciones. Bonnie se acercó trotando con un balido
lastimero y le dio a Conall unos topetazos en el brazo.
—Escuchadme, muchacha —murmuró él entre el cabello de Eve—. Sé que estáis
preocupada por ella, pero no es ningún perrito faldero. Era salvaje cuando vos la
encontrasteis y es más capaz de cuidar de sí misma en el bosque que vos o que yo. Antes,
vivía en él. Lo conoce muy bien.
—Pero ése ya no es su hogar —argumentó Eve sorbiéndose la nariz—. ¡Es mi loba! Y
los grises… a ella le dan pánico los…
—Lo sé —la interrumpió Conall con dulzura—. Tal vez su miedo la haga más astuta
todavía. Apuesto a que está mejor alimentada que esos demonios grises. Y ya sobrevivió
una vez a ellos —le recordó dándole un empujoncito esperanzador—. Y lleva mucho
tiempo encerrada, una dama de su calibre… Puede que esté necesitando una buena noche
de ejercicio.
Apoyada contra el pecho de Conall, Eve protestó y se agarró de su túnica.
—¿Qué pasará si no vuelve? Me moriré sin… sin ella y… ¡la quiero tanto!
Conall quería mentir, decirle cualquier cosa que hiciese desaparecer su dolor, pero no
pudo.
—No vais a morir —le susurró—. Alinor es una criatura salvaje, Eve. Si decide no
volver, debemos dejarla marchar con todo nuestro amor.
Eve no encontró respuesta para aquel razonamiento. Se limitó a quedarse entre los
brazos de Conall durante un buen rato y los sollozos se fueron quedando en resuellos
entrecortados.
—No me pienso rendir —susurró por fin—. Ella no me abandonaría. Va a volver, lo
sé.
Conall sonrió por encima de la coronilla de Eve.
—Es perfectamente posible.
Eve se sorbió la nariz.
—Os he lavado la ropa. Pero aún está mojada.
—Ya me he dado cuenta —Conall la abrazó más fuerte—. No pasa nada.

Aquella noche Evelyn no pudo pegar ojo. Trató de hacerlo ante la insistencia de Conall,

126
pero el viento que soplaba fuera se burlaba de su fatídica preocupación. Cada vez que oía
el sonido de una rama creía que Alinor estaba arañando la puerta; cada silbido del viento
era para ella el aullido victorioso de los grises; y cada vez que crujía una viga pensaba que
era un quejido de Alinor.
Así pues, estuvo dando vueltas por la cabaña durante las horas de oscuridad, sin
atreverse a encender la luz para no despertar a Conall, que, por lo que ella había podido
observar, tampoco estaba profundamente dormido. Dos veces intentó levantar la tranca de
la puerta sin hacer ruido, pero Conall se despertó al instante, y la segunda vez la obligó a
jurar que no iba a salir a mirar. Ella juró a regañadientes. Lo hizo porque quería estar sola
en su vigilia y sabía que Conall no la iba a dejar en paz hasta que se lo prometiese.
Bueno, todo lo sola que Bonnie y Sebastian la dejasen. La oveja no se despegaba de
Evelyn, y Sebastian reproducía los movimientos de las dos encaramado en su muro.
Evelyn notaba lo preocupados que estaban: especialmente la tristeza de Bonnie por la
ausencia de Alinor. Tras horas y horas dando vueltas, a Evelyn le dolía la parte baja de la
espalda como nunca antes, y al final se rindió a la discreta comodidad del taburete, no sin
antes haberlo arrastrado hasta la puerta para recostarse contra ella por si Alinor volvía a
casa.
Alinor, vuelve, por favor.
Evelyn estaba aturdida por el cansancio cuando oyó un ladrido feroz que le llegó como
un susurro desde el otro lado de la puerta de la cabaña. Se llevó un susto enorme y, con el
corazón latiéndole a toda velocidad, se puso en pie de un salto y trató torpemente de
levantar la tranca.
—¡Conall! ¡Conall, despertad! —dijo en voz alta y temblorosa—. ¡La estoy oyendo!
Evelyn arrojó la tranca al suelo y tiró de la puerta, que quedó abierta de par en par, al
tiempo que el highlander saltaba de la cama sin más atuendo que su propia piel.
—Esperad, Eve —pero aquella advertencia se perdió en el aire cuando ella salió
disparada de la cabaña.
Había salido un sol que los cegaba al reflejarse sobre la nieve resplandeciente, que
había vuelto a congelarse durante la noche. Evelyn corrió todo lo rápido que le permitía el
miedo hacia la pared de árboles, hacia los ladridos incesantes. Le brotaban lágrimas de los
ojos por el aire gélido de la mañana que le daba en el rostro, y al mismo tiempo sentía,
cada vez que respiraba, que los pulmones le ardían.
—¡Alinor! —gritó, echándose al bosque sin titubear—. ¡Alinor! ¿Dónde estás?
Se detuvo a escuchar, y allí mismo, a menos de cien metros hacia el interior del
bosque, vio un relámpago negro y sedoso. Los ladridos se oían otra vez más alto, con
aullidos salvajes y rugidos que desgarraban el aire por lo demás en calma.
—¡Alinor! —susurró Evelyn.
Empezó a correr hacia la imagen que se escabullía entre los árboles y se tropezó de
repente, pero se recompuso y siguió adelante.

127
Entonces oyó una voz que competía con los ladridos de Alinor.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Dios santo… me va a comer!
Evelyn pensó que lo que había visto podía ser un hombre trepado a un pino cargado de
nieve, pero en lugar de prestarle atención, corrió más aún para colarse en el espacio
comprendido entre la loba y él.
El hombre del árbol se puso a gritar, espantado.
—¡Atrás, señora! ¡Atrás! ¡Os va a devorar!
Evelyn volvió a tropezar, pero esta vez se dejó caer de rodillas, al tiempo que la loba
chocaba con ella. Evelyn le pasó los brazos por el cuello negro como si fueran un cepo y
ambas, mujer y animal, cayeron juntas al suelo.
—¡Ay, Dios mío, Alinor! —Evelyn se echó a reír mientras lloraba lágrimas calientes,
cargadas de alivio y de alegría, que una lengua rosada muy áspera iba lamiendo a medida
que caían—. ¡Chica mala, mala, mala! Me tenías muy preocupada. ¿Dónde has estado?
Se agarró del pellejo tieso del pescuezo de Alinor para levantarse, y luego siguió
sujetando así a la loba, pero alejó el rostro un poco para poder contemplarla bien. Alinor
resolló con una pétrea sonrisa lobuna y Evelyn le besó a su loba el hocico áspero y
húmedo.
—¡Pero mírate! ¡Estás hecha un desastre! ¡Ay, Dios!
Fue entonces cuando Evelyn se dio cuenta de que a Alinor le sangraba una oreja y
notó que tenía el pescuezo húmedo y pegajoso.
—¿Te han atacado, preciosa? ¿Los heriste tú a ellos también? Apuesto a que así fue,
mi niña grande, valiente y muy mala. Esto te lo limpio yo en un instante, no hay de qué
preocuparse. Espero que hayas aprendido que…
—¡Evelyn! —El rugido de Conall apenas sacudió los troncos imponentes de los
árboles que los rodeaban. Aunque el hecho de que la llamara por su nombre de pila hizo
que torciera un poco el gesto, a Evelyn no le daba miedo el enfado de Conall.
—¡Estoy aquí! ¡Estamos aquí! —gritó ella volviendo hacia atrás la cabeza, y se le
escapó la risa, porque Alinor le estaba lamiendo el cuello, loca de contenta.
Al momento apareció Conall dando zancadas por la nieve medio derretida, vestido
sólo con la túnica y las botas.
—¿Eve? ¿Dónde…?
Entonces las divisó y fue corriendo hacia ellas, para arrodillarse y echarles los brazos,
tan largos y fuertes, por encima, a las dos. Estaba riendo.
—¡Alinor, boba, más que boba! —rugió en un arrebato de alegría, y le besó a la loba el
pelo apelmazado de la frente—. Y vos. —Apretó los labios contra los de Evelyn y ella le
devolvió con entusiasmo otro beso sonriente—. Me lo habíais prometido, Eve.
—¡Pero si os desperté! —Evelyn se echó a reír, hasta que oyó los gritos asustados de
Bonnie—. ¡Bonnie, aquí! ¡Ven aquí, preciosa!

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La oveja se acercó, saltando torpemente entre los árboles, y a Evelyn le faltó poco para
caerse encima de Conall de la risa que le entró al ver que Sebastian venía haciendo
equilibrios precarios sobre el lomo lanudo de Bonnie. Alinor dejó a Evelyn y a Conall
para ir a saludar a sus amigos animales chasqueando, juguetona, las mandíbulas, mientras
Sebastian graznaba y aleteaba como loco para no caerse.
Conall se volvió para mirar a Evelyn y frunció el ceño en broma.
—Evelyn Godewin Buchanan MacKerrick… ¿en qué estabais pensando para salir
corriendo de esa manera, muchacha? A ver si tenéis más cuidado con el bebé que lleváis
dentro, esposa.
Evelyn puso cara de exasperación.
—Conall, yo…
Fue en ese instante cuando el hombre del árbol, a quien Evelyn había olvidado por
completo, se cayó al suelo dando un grito ahogado y desapareció entre un cúmulo de
nieve.
—¡Santo Cristo! —gritó Conall y se puso de pie de un salto para plantarse entre
Evelyn y el desconocido.
—Lamento tener que decirte que Cristo no soy.
Un hombre huesudo y medio calvo salió a gatas de la nieve y se puso de pie, sin soltar
una trampa de ramitas trenzadas en la que traía un conejo marrón pequeño. El desconocido
tenía enrojecidas las mejillas hundidas, y la túnica torcida y espolvoreada de blanco.
—¿Duncan?
—Hola, Conall —dijo Duncan sin resuello—. No sabía que el lobo contra el que me
previniste fuera como de la familia. —Volvió la cabeza hacia Evelyn y le mostró la mejor
de sus sonrisas—. Hola a vos también, señora —dijo, y le alcanzó la trampa—. Os he
traído un conejo.
Los ojos de Evelyn saltaron de Duncan a Conall, y otra vez a Duncan, y siguió con la
boca abierta hasta que Alinor volvió para darle un topetazo. Ella agarró a la loba y la
atrajo hacia sí hasta que le posó la cabeza en el regazo. La reacción de Duncan fue
agacharse y ponerse en postura de defensa.
—Hola, Duncan —se rió Evelyn, tan aturdida por la sensación de volver a tener a su
loba querida entre los brazos que le costó recuperar la noción de la realidad—. Alinor no
os va a hacer daño, aunque es una chica muy mala. —Le dedicó a Duncan lo que esperó
que resultase una sonrisa sincera de bienvenida—. Muchas gracias por el conejo. Lo voy a
llamar Robert.

129
Capítulo 17
TRANSCURRIERON seis semanas diluviando sobre ellos, con inmensos chaparrones
gélidos que empapaban los días y el claro, y por encima de los árboles y de los matorrales
se fue esparciendo un verde fresco, vivo y acolchado. Conall hizo un alto en su labor de
sacar el estiércol de los corrales interiores de la cabaña y se secó la frente con el
antebrazo. El aire estaba húmedo y pegajoso, era el día más caluroso de aquella estación
hasta el momento. Apoyó un hombro contra la viga que separaba ambos corrales y miró
hacia fuera por la puerta abierta para contemplar a Eve que, a través de la neblina
sempiterna, andaba por el borde del claro recogiendo brotes verdes y tiernos para la cena
en la cesta que llevaba apoyada en la cadera. Alinor azuzaba a Bonnie describiendo
círculos a su alrededor y Conall sonrió ante la imagen de la inmensa loba negra, que ya no
era el animal escuálido que conoció cuando la nieve lo cubría todo. Ahora que estaba
cambiando el pelaje, las costillas y las caderas se ocultaban bajo músculos esbeltos. Estaba
algo más que rellenita. Conall se dio cuenta y se rió para sus adentros. La muy glotona.
Alinor no era la única hembra del claro cuya figura se había redondeado. Conall
calculó que Eve estaría ya de unos siete meses, y el vientre sobresalía como un balón de su
figura antaño esbelta, haciendo que el dobladillo de las faldas de la túnica se elevara del
suelo varios centímetros más por delante que por detrás.
Por el bien de todos, no podía esperar más. Debían partir hacia el pueblo de los
Buchanan por la mañana. Y una vez allí, apenas podrían quedarse unos días. Conall no se
iba a arriesgar a que el esfuerzo sobrepasase la capacidad de Eve y quería que estuviese
cómoda y a salvo en su hogar cuando llegase el momento.
Sabía que se arriesgaba a discutir con ella, pero era algo inevitable. Era necesario que
Angus Buchanan lo supiera y los bendijese, y Conall quería quitarse eso de en medio lo
antes posible. Ya era hora de que Eve y él empezaran a vivir la vida fuera del alcance de
las brujerías del pasado. El recuerdo de la maldición se había convertido en poco más que
una molestia recurrente y Conall estaba ansioso por volver con su clan —con su madre,
con Duncan— y ser libre, simple y llanamente.
Vio que Eve regresaba a la cabaña. Alinor y Bonnie la acompañaban, una a cada lado,

130
en su paso lento y oscilante. Apoyó el rastrillo del estiércol en un rincón y salió por la
puerta para limpiarse la suciedad y el sudor de los brazos y del rostro. De lo contrario,
Evelyn arrugaría descaradamente la nariz cuando él se acercara a darle un beso. Y era
probable que tuviera que besarla varias veces hasta que ella se hiciera a la idea del viaje
que iban a hacer.
Aunque, por supuesto, lo de los besos no le importaba en absoluto.
—Parece que el bosque ha cobrado vida —le dijo Eve acercándose con una sonrisa
radiante.
Evelyn tenía las mejillas húmedas y coloradas, y el pecho se le movía de arriba abajo a
toda velocidad por el esfuerzo que tenía que hacer ahora para andar. Se detuvo a su lado
mientras él se pasaba un trapo por el pelo mojado.
—Se oye el murmullo de los animalitos al corretear: ardillas, ciervos, pájaros, gatitos.
Es como un hogar infantil verde e inmenso. —Trató de pasar junto a su esposo para entrar
en la cabaña.
Conall lanzó el trapo hacia arriba para engancharlo en el alerón del tejado, que tenía
poca altura, y se dio la vuelta para agarrar a Eve. Pasó los brazos por debajo de los de ella,
rodeándole las costillas.
Ella se rió de buen talante y le puso una mano contra el pecho al tiempo que trataba de
mantener la cesta derecha sobre su cadera.
El le dio un beso en la nariz y ella la arrugó de todos modos.
—Estáis mojado, señor.
—Sí, pero me he limpiado. —La abrazó todo lo que se lo permitía el vientre de ella—.
Podríais desaliñarme un poco.
Con una sonrisa, Eve le besó el tosco mentón, y sus labios carnosos parecían de
terciopelo sobre la piel de él.
—Ahora no, Conall. Quiero cocinar estos brotes antes de que se pongan mustios. —Lo
obligó a abrir los brazos y le deslizó la mano por el pecho hacia abajo—. Vamos, vamos,
preciosas… ¡Ay! Alinor, haz el favor de no pisarme.
Conall entró detrás de ellas y se puso muy contento al ver que Eve se daba cuenta del
trabajo que se había tomado, aunque se pusiera de inmediato a hacer sus cosas.
—Qué bien han quedado los corrales —dijo sin mucha sorpresa, y le echó un vistazo
al interior de la casita mientras acercaba el taburete para sentarse junto a la lumbre—. Lo
cierto es que toda la cabaña está muy ordenada. —Su sonrisa se volvió un tanto maliciosa
—. No os tenía por un ama de casa, Conall, pero parece que se os da muy bien.
El se rió y se agachó para darle una palmada en el trasero, ahora deliciosamente
redondeado, con el reverso de la mano.
Luego se acercó al estante para descolgar su túnica y decidió que sería mejor
anunciarle a Eve lo del viaje ahora que estaba de mejor humor.

131
—Bueno, no quiero salir mañana dejando la cabaña de Ronan hecha un desastre —dijo
deliberadamente.
Se puso la camisola, y cuando se volvió para mirar a Eve de nuevo, vio que ella lo
estaba contemplando muy ilusionada.
—¿Ha llegado ya el momento? ¿Nos marchamos al pueblo de los MacKerrick?
Conall hizo acopio de fuerzas.
—No, Eve. Adonde nos dirigimos es al pueblo de los Buchanan.
Como de un portazo, a Eve se le borró la expresión abierta y relajada de la cara.
Desvió la mirada de inmediato hacia los brotes y empezó a limpiarlos y a echarlos en la
vasija. Cerró la boca y frunció los labios.
—Ya os lo he dicho, MacKerrick. Yo no pienso ir. No he cambiado de opinión y no lo
voy a hacer.
—Eve —suspiró Conall, y se puso en cuclillas a su lado.
Le pareció insoportable que volviera a llamarlo MacKerrick.
—Tenemos que ir. Es mi deber como jefe del clan. No querréis que ofenda a vuestra
familia, ¿verdad?
—No llego a entender a qué viene tanta preocupación, eso es todo —dijo ella
brevemente, haciendo movimientos rápidos y descuidados con la daga rota al manejar los
brotes—. No conozco a ninguno de ellos y no veo para qué nos puede servir. ¿Acaso no
soy ya vuestra esposa? ¿Acaso no sois vos, y el resto de los MacKerrick, mi familia? Si no
se lo decimos nosotros, ¿cómo iban los Buchanan a saber siquiera que existo?
Conall no encontraba pega alguna a su razonamiento, salvo que él necesitaba que los
Buchanan supieran de la existencia de Eve.
Y de su estado.
—Es cuestión de tiempo que llegue la noticia a sus oídos —argumentó Conall con
amabilidad—. Los vendedores ambulantes, las rutas comerciales… Los Buchanan se
enterarán antes o después, Eve. Y se van a ofender muchísimo como se enteren de que un
miembro de su familia se ha interesado tan poco por ellos como para negarse a rendirles la
cortesía mínima. —Abrió las palmas de las manos—. ¿Acaso queréis establecer tan malas
relaciones ya desde el principio con la parte escocesa de vuestra sangre?
—No me importa —se limitó a decir ella, y se sacudió las manos encima de la olla
para luego levantarse de súbito, coger la cesta vacía y colocarla en el estante—. Para mí,
son unos perfectos desconocidos. La única familia escocesa que tengo son los
MacKerrick. —Se volvió como un torbellino para mirarlo a la cara—. En cualquier caso,
¿por qué es tan importante para vos que vayamos precisamente ahora? ¿Por qué no más
adelante, cuando el bebé haya llegado sano y salvo? ¿Eh? —Puso cara de suspicacia—.
¿Acaso os avergonzáis de mí, MacKerrick? ¿Es que pretendéis sonsacarle al jefe de los
Buchanan alguna dote que incremente mi valía antes de presentarme a vuestra familia?
¿Tan despreciable y ordinaria le voy a resultar al orgullo escocés de los vuestros que…?

132
Eve prosiguió con su retahíla y Conall se frotó los ojos, suspirando de frustración. No
podían seguir retrasándolo. Ella tenía que comprenderlo.
—…Llevé a cabo mi formación en latín, además de haber estudiado ciencias…
—Ya basta, Eve —le ordenó Conall.
—Sólo quiero que me digáis si os avergonzáis de mí, MacKerrick. Vos…
—¡Ya basta! —gritó él.
Se levantó y la cogió delicadamente por el codo para llevarla hasta el camastro antes
de ayudarla a sentarse en el borde.
—Esperad —le dijo al ver la cara que ponía.
Conall cogió el taburete y se sentó delante de Eve, ligeramente más abajo. Le quitó el
cuchillo de las manos y lo puso a un lado, sobre el cobertor, antes de acariciarle los dedos.
Le dio un beso en cada puño y después un apretón.
—No me avergüenzo de vos ni lo más mínimo —le dijo solemnemente—. Para ser
exactos, no creo que haya hombre más orgulloso en toda Escocia. Vais a ver cómo
reviento de orgullo cuando os lleve a mi pueblo.
Hizo una pausa, pero Eve seguía con el gesto torcido y a Conall se le empezó a hacer
un nudo en las tripas.
—Pero estoy avergonzado —le dijo—. De mí mismo. Hay otro motivo que me obliga
a ir al pueblo de los Buchanan, Eve, y vos tenéis que venir conmigo. Me avergüenza el
hecho de habéroslo ocultado durante todos estos meses.
El gesto de Eve pasó a mostrar curiosidad y recelo.
—¿De qué se trata, Conall?
El respiró hondo.
—¿Os acordáis de la noche que llegué a la cabaña?
A Eve se le arrugó la frente.
—¿Cómo me iba a olvidar? Queríais echarnos a Alinor y a mí fuera con los grises.
—Es cierto —admitió él sombríamente—. Y no sabéis cuánto lo lamento. Pero cuando
mencionasteis que erais familia de Minerva Buchanan…
—Cambiasteis de parecer de forma un tanto repentina —colaboró ella, cada vez con
más cara de preocupación—. ¿Qué estáis queriendo decirme, MacKerrick? Proseguid.
Conall asintió.
—El pueblo de los MacKerrick ha vivido una situación desesperada durante cerca de
treinta años, Eve. Y nuestras relaciones con los Buchanan son muy tirantes desde
entonces.
—¿Y bien? —le inquirió Eve—. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Todo —susurró Conall y apretó con más fuerza las manos esbeltas de ella—. Tiene
todo que ver con vos, Eve.
»Hace cerca de treinta años, Ronan MacKerrick, mi tío, y Minerva Buchanan, vuestra

133
tía, tuvieron una aventura que ninguna de las dos familias aprobaba. Minerva y Ronan
querían casarse y, en contra de los deseos de mi padre, Ronan planeó un encuentro secreto
con Angus Buchanan para congraciarse con él.
Conall empezó a acariciarle a Eve el dorso de las manos con los pulgares.
—Mi padre se enteró de lo de la reunión… Un acto de traición contra los MacKerrick
por parte de Ronan. Padre organizó un ataque y sorprendió a Ronan con los cabecillas del
clan de los Buchanan aquí, en la cabaña.
A Evelyn se le había ido poniendo cara de asombro a medida que el relato avanzaba y
tenía los labios entreabiertos.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó en un susurro.
Conall tragó saliva.
—Se desató una batalla horrenda. Muchos de los Buchanan murieron, entre ellos la
esposa del propio Angus —hizo una pausa—. Ronan murió protegiendo a Minerva.
—Sigo sin entenderlo —dijo Eve—. ¿Por qué…?
—La batalla se detuvo cuando cayó Ronan —prosiguió Conall—. Mi padre en ningún
momento había pretendido que Ronan muriera. A decir verdad, creo que fue el sentimiento
de culpa lo que le llevó a darse a la bebida hasta que murió. Pero aún iba a pagar un precio
más alto por lo que hizo aquel día.
«Minerva Buchanan les lanzó una maldición a los MacKerrick sobre el cuerpo todavía
caliente de Ronan. Quería matarnos a todos, Eve, y poco a poco lo estaba consiguiendo,
hasta que aparecisteis vos.
Conall volvió a respirar hondo.
—Pero ya ha pasado. Vos habéis puesto fin a la maldición y, gracias a Dios, a toda la
contienda. Quiero que Angus Buchanan bendiga nuestra unión para dejar el pasado atrás,
de una vez por todas.
—¿Se ha levantado la maldición porque nos hemos casado? Pero, entonces ¿por
qué…? —Evelyn se puso del color de la nieve.
Cuando volvió a hablar, lo hizo sin apenas mover los labios y sus palabras fueron sólo
un susurro.
—¿Qué maldición era ésa, Conall? Quiero saber las palabras exactas.
Conall hizo una mueca.
—Eve…
—Decidlas. —Habló sin levantar la voz, pero la intensidad de su petición asustó a
Conall más de lo que los lobos grises lo habían atemorizado jamás.
—Muy bien. —Se aclaró la garganta y recitó una por una las palabras malditas lenta,
clara y honradamente.
Sólo dudó antes de decir las últimas frases, las que determinaban el destino de Eve.
Sólo cosecharéis dolor y fatigas hasta que un bebé Rucharían nazca para gobernar el

134
clan MacKerrick. Y, cuando estéis de rodillas, yo me vengaré.
Los arañazos insistentes de Alinor contra la puerta fueron lo único que rompió el
silencio denso de la cabaña.
Evelyn se quedó sin expresión alguna en los ojos. Su rostro, pétreo e insondable.
Alinor volvió a arañar la puerta y al aullido agudo de impaciencia que soltó se sumó un
balido de Bonnie.
—Ahora no, Alinor —dijo Conall por encima de su hombro.
Eve apartó las manos de Conall.
—Soltadme —le ordenó en voz baja—. Cerrad la puerta cuando salgan.
Conall puso mala cara pero se levantó para hacer lo que ella le había dicho, pensando
que Eve no quería que los animales la distrajeran.
Al regresar hacia su sitio, el taburete de tres patas le aterrizó en la sien.
Eve se fue hacia Conall hecha una furia cuando éste todavía se estaba reponiendo del
golpe en la cabeza entre gritos de sorpresa.
Lo quería matar. La ira y el dolor le sobrevinieron de tal manera que se atragantó, se le
cortó la respiración y hasta los latidos del corazón. Sentía su cuerpo como una roca
incandescente, y quería que Conall MacKerrick pagase. Que pagase con su vida por…
Por no haberla amado nunca.
Lo alcanzó mientras él se estaba incorporando. A punto de ponerse a dar alaridos,
levantó la mano derecha y le mostró las garras.
—¡Sois un malnacido! —No le clavó las uñas porque él se apartó, pero lo intentó con
la mano izquierda— ¡Me habéis mentido! ¡Me habéis utilizado!
Conall la agarró de la muñeca y la apartó de un tirón.
—No, Eve. Dejad que os lo explique.
—Por eso queríais casaros conmigo, ¡seducirme! ¡Dejarme embarazada! —le chilló.
La voz entrecortada se le rasgó por la fuerza del grito. Sintió que no le llegaba el
aliento para alimentar su rabia. Le dolían las costillas.
—¡Por más que fuese el peor de mis temores! —Y lo atacó de nuevo.
—No pensé que… —Conall la atrapó y la apartó de sí, sin importarle que ella
retorciese las muñecas y le clavase las uñas en los antebrazos—. Eve, no pensé que os
fueseis a quedar encinta. ¡En eso no os mentí!
—¡Pero lo intentasteis! —resolló ella, y se alejó de él dándose cuenta de que las
lágrimas no la dejaban ver hasta que se pasó una mano por los ojos—. ¿Acaso no es
verdad, Conall? ¿No es verdad? Ese era vuestro plan desde el principio: ¡utilizarme para
que os diera el hijo que salvaría de su merecido destino a vuestro querido pueblo, lleno de
mentirosos dispuestos a apuñalar a quien sea por la espalda!
—Eve —a Conall se le encendió la cara—, no digáis esas cosas. Y tranquilizaos, no
sea que el bebé…

135
—Ah, claro, ¡el bebé! —se mofó ella—. No os preocupéis por los sentimientos de
Evelyn, su corazón, su orgullo. ¡Si no es más que el recipiente!
—Eso no es lo que yo siento por vos —le dijo Conall.
—¡Mentira! —Eve cogió una vasija vacía que tenía cerca y se la lanzó a Conall. El la
desvió de un manotazo y se hizo añicos contra las losas del suelo—. Sólo me queríais para
eso, ¿verdad, MacKerrick? ¡Confesad!
A Conall se le pusieron los labios blancos.
—Es cierto. La primera idea que tuve fue poner fin a la maldad que estaba matando a
mi gente… a mi primera mujer, a mi primer bebé…
—¡Vuestra primera mujer se quitó la vida y se la quitó también al bebé, aunque no le
hizo falta un cuchillo para lograrlo! —le acusó Eve—. ¡No fue la maldición!
Probablemente se dio cuenta de lo egoísta que sois, cosa que yo no había sido capaz de
ver.
A Conall se le dispararon las aletas de la nariz.
—Eve, os lo juro, mis intenciones cambiaron. Vos me habéis hecho cambiar.
Evelyn sintió que tenía una herida abierta en el corazón. Que estaba perdiendo
lentamente la fuerza vital al enfrentarse a aquella sucia y vil mentira. El hombre al que
amaba estaba poniendo su vida en peligro y la había traicionado. Nada de lo que él le
había dicho hasta entonces tenía verdadero significado. La terrible verdad había salido por
fin de su oscuro escondite.
Pero eso no era todo. Ah, no. Aún no.
Evelyn empezó a reírse como una loca. Las lágrimas le desbordaban los ojos y le
resbalaban por el rostro.
—¿Eve? —Conall dio un paso hacia ella, aparentando muy bien que estaba
preocupado.
A Eve los sollozos se le mezclaban con la risa enloquecida y sus palabras parecían los
graznidos entrecortados de un cuervo.
—¡Vais… listo, MacKerrick! —farfulló, y cada vez le costaba más tomar aliento—.
¡Vais listo!
Evelyn se tropezó con el camastro que tenía detrás y una oleada de mareo se apoderó
de ella de tal manera que se tuvo que agarrar a la cortina para no perder el equilibrio.
—Tomad asiento, Eve —la previno Conall mientras avanzaba hacia ella con las manos
extendidas, como si se estuviese acercando a un animal salvaje—. Tomad asiento para que
podamos hablar.
—Vos… no… no os acerquéis. —Eve se hizo con la daga que había quedado olvidada
sobre la cama y la blandió, incorporándose torpemente al ver que la cortina empezaba a
rasgarse.
Aquella situación le recordó a la primera vez que se vieron. Se apartó el pelo de los

136
ojos sacudiendo bruscamente la cabeza. Conall se detuvo a medio camino.
—M-marchaos —tartamudeó, al tiempo que señalaba la puerta con el cuchillo—.
¡Marchaos a vuestro pueblo del demonio, MacKerrick, y decidles a todos que habéis
fracasado! Os he salvado de hacer el ridículo delante del jefe de los Buchanan. ¡Ja!
—Eve, me tenéis preocupado.
Otro estallido de risa sin sentido por parte de ella.
—¡No os preocupéis, que no hace falta! ¡Os relevo de vuestra obligación
inmediatamente, señor! ¿«Hasta que nazca un bebé Buchanan para gobernar el clan de los
MacKerrick»?
Evelyn pensó por un instante que tal vez lo del rostro de MacKerrick fuese
preocupación auténtica y quiso disfrutar de aquel momento antes de suprimirlo para
siempre de su mente.
Suprimirlo a él para siempre.
—No soy una Buchanan —le dijo con un funesto aire triunfal.
MacKerrick estiró el cuello como si temiese haber entendido mal y por un instante
Evelyn encontró cierto parecido entre él y Alinor, cuando ésta escuchaba algo con
atención.
—Así que ya veis —prosiguió Evelyn abriendo los brazos en cruz—, ¡vuestros planes
no han servido para nada! Vuestro pueblo está igual de maldito que siempre, dado que el
hijo que llevo dentro es mitad escocés y mitad inglés. Yo soy de pura sangre inglesa.
—Eso no puede ser —balbuceó Conall—. Minerva…
—Conocí a Minerva Buchanan apenas una semana antes de huir de Inglaterra, y la
acompañé hasta esta tierra infernal para no tener que volver al convento que tanto odiaba.
—Evelyn soltó una risa forzada—. De su familia no sabía más que lo necesario para salvar
el pellejo cuando vos estabais a punto de dejarme morir a mi suerte.
—¿No tenéis —Conall sacudió la cabeza como si aún no comprendiese lo que Evelyn
le estaba diciendo— nada de Buchanan, muchacha?
—Nada de Buchanan, y no soy vuestra muchacha —le espetó ella satisfecha, y
entonces Conall cayó en la cruda realidad.
Su rostro pareció transformarse ante los propios ojos de Evelyn al ir hilando una cosa
con otra: los huesos le cambiaron y la carne se le derritió para remodelarse en una máscara
de un odio tan oscuro que hizo que ella se aterrase hasta lo más profundo de su corazón,
roto y sangrante.
—Me mentisteis —susurró él.
—¡Sí, señor! —se rió ella—. Qué ironía, ¿verdad?
Evelyn vio desde la otra punta de la habitación cómo le temblaba el cuerpo y cómo, en
un abrir y cerrar de ojos, se plantaba ante ella hecho una furia. Ella dejó caer el cuchillo al
suelo con estrépito e hizo poco más que levantar un brazo para defenderse.

137
Eve esperaba que acto seguido él la matase. Cerró los ojos para no ver la cara
deformada por la ira de Conall.
Justo antes de que él le pusiera la mano encima, Evelyn oyó que la puerta se abría de
un golpe. Abrió los ojos y vio cómo Alinor, hecha un torbellino, se abalanzaba sobre el
highlander enseñándole los colmillos. Conall quedó sujeto por la garganta contra el suelo.
Evelyn se quedó allí, temblando de un modo violento, contemplando a Conall
MacKerrick, que permanecía completamente inmóvil y sin atreverse apenas a respirar.
Evelyn alcanzó a ver sus ojos de ámbar ardiendo de odio, que la atravesaban por encima
del morro arrugado de Alinor. La loba lo tenía bien cogido con sus colmillos largos y
afilados, que empezaban a dejar su huella en la piel, a ambos lados de la tráquea del
highlander. El gruñido bajo que surgía del animal dejaba claras sus intenciones:
Atreveos a parpadear y os arranco la garganta.
Lejos quedaba la amistosa compañera de cuatro patas, reemplazada ahora por una
bestia salvaje, cruel y mortífera. Al acercarse a mirar por encima de la loba, Evelyn no
pudo evitar darse cuenta de los rasgos que Alinor y ella tenían en común.
Lejos quedaba también la esposa alegre y confiada, la madre a la que aguardaba un
futuro prometedor. Conall la había reemplazado por la mujer traicionada que tenía delante,
y Evelyn se dio cuenta de que sus intenciones en aquel preciso instante eran en potencia
tan mortíferas como las de Alinor.
—Alinor —dijo Evelyn con voz temblorosa—. Ven aquí.
La loba no se movió, pero su gruñido se hizo más agudo.
—¡Aquí, Alinor! —gritó Evelyn.
Alinor soltó el cuello de MacKerrick a regañadientes, pero siguió atravesándolo con su
mirada amarilla mientras retrocedía torpemente hacia su dueña. Evelyn sintió un placer
sádico al ver las cuatro marcas redondas —dos a cada lado de la garganta de MacKerrick
— que empezaban ya a amoratarse.
¿Cuántas veces habría besado apasionadamente aquel cuello? Se le revolvieron las
tripas.
Cretino.
—Levantaos —le ordenó.
MacKerrick se dio impulso para levantarse y se alejó sin perderlas de vista. Miraba
constantemente a Alinor, como si tuviera miedo que volviera a atacar.
El miedo de él la hizo crecerse, la ayudó a concentrarse.
—Ahora, salid —le dijo con una tranquilidad inquietante, mirando hacia la puerta—.
Y si alguna vez se os ocurre regresar, dejaré que Alinor os mate.
—Eve, no sabéis lo que habéis hecho —le dijo MacKerrick con voz de ultratumba—.
No tenéis…
—Salid —volvió a decir Eve.

138
MacKerrick se quedó allí parado un momento más.
—Reniego de vos —dijo por fin, sosteniéndole firmemente la mirada a Eve—. Ya no
sois mi esposa —señaló al vientre de ella y sacudió la cabeza—. Ese no es mi bebé.
Reniego de ambos.
—Nunca fui vuestra esposa —dijo Evelyn en voz baja, y se sorprendió de ser aún
capaz de hablar—. Os casasteis con una mujer que no existió jamás.
MacKerrick quiso inocentemente acercarse al estante del que colgaban su paño de
cuadros y su fardo, pero Alinor gruñó e hizo ademán de levantar los cuartos traseros.
—¡No! —dijo Evelyn bruscamente y bajó el tono cuando él se detuvo—. No os vais a
llevar nada de esta cabaña: ya habéis robado bastante, señor.
MacKerrick se la quedó mirando durante lo que pareció una eternidad.
Alinor dio un paso amenazador hacia delante, agachó la cabeza y volvió a enseñarle
los dientes.
Conall MacKerrick se dio media vuelta, salió por la puerta hacia la neblina lluviosa de
la tarde y se marchó.

139
Capítulo 1
DICIEMBRE de 1077

Conall MacKerrick iba atravesando a duras penas el bosque, con nieve hasta las rodillas,
mientras exploraba con la mirada el polvo blanco en busca de huellas de animales. Se
notaba el corazón cansado, le pesaba dentro del pecho.
Es inútil.
Echó sólo un vistazo rápido a las hendiduras dentadas del rastro de un cervatillo: la
huella de la pezuña estaba poco marcada por los bordes y la nieve reciente la cubría hasta
la mitad; aquel animal había pasado por ahí hacía horas. No iba a servir de nada
perseguirlo.
Conall prosiguió el arduo camino.
El viento, con su aullido, azotó los árboles e hizo que se le erizase la piel a través de la
fina túnica, obligándole a recolocarse el paño de cuadros sobre el pecho y a ajustárselo
más firmemente con el cinto y las correas del fardo que llevaba a la espalda. Volvió a
colgarse el arco y el carcaj del hombro y le dio un tirón a la correa con la que sujetaba al
cordero que venía detrás de él. El animal baló y se apresuró para alcanzarlo.
Conall se sentía entumecido, y no sólo por el frío que hacía en su tierra montañosa.
Ahí estaba él, MacKerrick, jefe de su clan, abandonando su pueblo y a la gente a la que
debía proteger. Pero lo hacía sólo por el bien de los demás.
Conall se alegraba de que su padre no hubiera vivido para presenciar el fracaso de su
hijo.
La mujer de Conall y su bebé recién nacido habían muerto. No habría pasado más de
un ciclo lunar desde aquello. Madre e hija; ambas demasiado pequeñas y débiles para
sobrevivir en aquella región tan inhóspita de Escocia.
Había sido su hermano, Duncan, quien le anunció el triste nacimiento, saliendo de la

140
casa del propio Conall con el rostro ensombrecido por el dolor.
—Ha sido una niña pequeñita —susurró con los ojos llenos de lágrimas—. Conall,
ellas…, Nonna no ha…
Pero Conall no esperó a oír el resto de la declaración de su hermano gemelo.
Arremetió contra la casa de adobe de techo bajo, abrió la puerta de golpe y fue
instintivamente hacia el camastro que había al fondo. Prefirió ignorar el olor fecundo de la
sangre, que hizo que se le erizase de forma inquietante el vello de la nuca. Puede que no
estuviese equivocado: no había oído ningún llanto de bebé, pero tal vez Dios se apiadase
de él, sólo por una vez.
—Nonna —la llamó dulcemente—, Nonna.
Había un bulto pequeño envuelto en un paño de cuadros acurrucado al lado de su
mujer, y Conall oyó a Duncan entrar tras él, oyó los murmullos de las mujeres del pueblo
congregadas al otro lado de la puerta, sacó una mano temblorosa para posarla sobre el
pecho inmóvil de Nonna y lo comprendió.
Estaban muertas las dos.
—Lo siento, Conall —susurró Duncan.
Dios no se había apiadado de Conall MacKerrick.
Sopló otra racha de viento y la oveja baló lastimera, trayendo a Conall de vuelta al
presente. Se sorbió la nariz y se la secó con el paño de cuadros.
Se había marchado antes de que los primeros rayos llegaran hasta el pueblo de los
MacKerrick aquella madrugada, a pesar de las protestas de Duncan y de su madre. Nonna
ya no estaba. Su bebé ya no estaba. Conall no iba a dejar que el pueblo, ya de por sí
enfermo y hambriento, tuviese que cuidar de su jefe durante lo que quedaba del más crudo
invierno que él había presenciado jamás. Otra cosa no, pero MacKerrick era un cazador
muy hábil. Pasaría el invierno solo y buscaría caza en las profundidades del bosque. Si
triunfaba, volvería al pueblo.
Si fracasaba, se moriría de hambre.
Mientras tanto, se valdría de aquel exilio voluntario para lamentarse en privado y para
decidir, de una vez por todas, lo que iba a hacer con la maldición que asolaba su pueblo, la
condena que desde hacía décadas pendía sobre el nombre del clan por culpa de una mujer
que pasó por aquellas tierras hacía mucho tiempo. Una maldición que se volvía más
maléfica cada año que transcurría. Las cosechas se arruinaban. Cuando no se resentían por
las sequías, lo hacían por las inundaciones. La enfermedad visitaba constantemente el
pueblo.
Y ahora, Nonna y el bebé ya no estaban.
Conall era consciente de que al final se iba a ver forzado a pedir asilo al clan que había
más al sur, cosa que su padre se había negado a hacer, o a ver morir a su pueblo entero,
habitante por habitante.
Se sabía al dedillo todas las palabras del conjuro, transmitidas con amargura por su

141
padre, Dáire MacKerrick: Hambruna y enfermedades son mis regalos para vosotros, las
bestias MacKerrick, que me habéis arrancado el corazón del pecho para dárselo de
comer a los cuervos. Dejad, pues, que esos mensajeros alados sean lo único que llene
vuestras tripas y que su canto sea lo único que llene vuestros oídos hasta que yo vuelva.
Porque volveré. Sólo cosecharéis dolor y fatigas hasta que nazca un bebé Buchanan para
gobernar el clan MacKerrick. Y cuando estéis de rodillas, yo me vengaré.
Con el primer deshielo de primavera, si Conall seguía vivo, podía suplicar perdón a
Angus Buchanan por las afrentas que sufrió la hermana del jefe del clan cuando Conall y
Duncan aún eran niños de teta. Aunque su gente le había pedido a gritos que no lo hiciera,
porque supondría reconocer el poder de la brujería de los Buchanan, Conall sabía que
seguramente aquella era la única manera de sobrevivir.
Atravesó una ciénaga estrecha, arrastrando a la oveja tras de sí, y oteó la loma que
tenía delante en busca de las rocas desmoronadas que señalaban el sendero que llevaba a
la vieja cabaña de Ronan. Hacía meses, tal vez más de un año ya, que no viajaba hasta los
confines del territorio MacKerrick, pero esperaba que la cabaña del valle, abandonada
durante tanto tiempo, todavía se pudiese habitar.
Lo que Conall necesitaba desesperadamente era paz y soledad, y estaba seguro de que
las encontraría en el refugio de caza de su tío, justo detrás de la loma.
Vio una delgada columna de humo que salía del tejado antes de sentir el olor de la
turba que ardía.
Y el de la carne. Olía a carne al fuego. A Conall le rugieron las tripas.
En dos zancadas más, la vieja casa apareció ante sus ojos, agazapada en la tierra como
una seta, con la pequeña puerta de madera entreabierta.
A Conall se le ensombreció el rostro. Dejó caer el fardo, el arco, el carcaj y la correa
de la oveja, y empuñó la espada.

Evelyn arrancó del espetón una tira de carne ennegrecida con los dedos índice y pulgar
para soplarla y sacudirla antes de lanzársela a Alinor, que la cazó al vuelo de un bocado.
En dos mordiscos voraces, el trozo había desaparecido. Alinor se pasó la lengua larga y
rosa con fruición por los colmillos afilados.
—Mmm, estoy de acuerdo —dijo Evelyn, arrancando otra tira de carne—. Está
bastante buena.
Hincó los dientes en el trozo duro de carne medio quemada, tratando de arrancar un
pedazo lo bastante pequeño como para poder masticarlo.
—Aunque una pizca seca —puntualizó con la boca llena.
Le tiró el trozo que había sobrado a la loba, que estaba echada cerca de ella.

142
Alinor despachó rápido aquel pedazo y luego se puso a lamerse el pellejo alrededor del
vendaje improvisado que llevaba en la cintura.
—Te pica, ¿verdad? —le preguntó Evelyn, y se chupó bien los dedos antes de
levantarse del fuego y atravesar cojeando la cabaña para ir a comprobar si unos paños
harapientos que colgaban del techo estaban ya secos. Eligió dos y los descolgó.
Cogió un barreño de nieve derretida en la que flotaban unos pedazos de musgo y
volvió al lado de la loba. Se sentó en el suelo rezongando. Su tobillo, su rodilla y su cadera
iban mejorando a medida que pasaban los días. Ya casi no los tenía hinchados, pero todas
las articulaciones de su pierna derecha seguían decoradas con cardenales de color negro
oscuro, morado y verde.
Alinor se dejó caer de lleno sobre un costado dando un gran suspiro y estiró las patas a
ambos lados de Evelyn. La loba cerró los ojos.
—Esto te gusta, ¿a que sí?
Evelyn sonrió, buscó el nudo y lo desató. Sacó las vendas de debajo del animal y las
dejó a un lado para lavarlas más tarde.
Cogió el terrón de musgo pegajoso que le había puesto a Alinor en las costillas y lanzó
la masa sucia al fuego.
La herida que tenía debajo había mejorado notablemente. Aunque todavía le doliera,
ya no tenía la piel llena de marcas de dientes de un rojo tan vivo, ni tampoco olía ya tan
mal. Evelyn alcanzó a ver que le estaba empezando a crecer otra vez el vello negro sobre
la piel inusitadamente blanca.
Satisfecha, sacó una de las tiras de tela limpias y la mojó en el barreño, para escurrirla
y pasársela con cuidado a Alinor por la herida. La loba se molestó un poco al principio,
pero luego se volvió a relajar.
Dios mío, gradas, dijo Evelyn para sus adentros mientras atendía al animal.
Probablemente habría dicho esa frase mil veces durante las últimas… ¿cuántas, tres o
cuatro semanas? Evelyn no habría podido decir cuánto tiempo había pasado desde que
descubrió a la yegua de Minerva muerta, pero, sinceramente, eso ya no le importaba.
Sentía que nunca iba a poder agradecer bastante a la intervención divina que hubiera
traído a Alinor a su vida.
Cuando los lobos grises huyeron, Evelyn se vio a sí misma cayendo en el más gélido y
oscuro de los infiernos. Aterrizó de golpe sobre la pierna y la cadera derechas, quedándose
sin aliento y, de paso, sin consciencia. Cuando despertó, lo hizo en un universo de
oscuridad granulada, de olor a podrido y a moho, y con un dolor lacerante en la pierna.
Notó el suelo frío de tierra húmeda contra la mejilla y se preguntó si estaría muerta,
aunque no alcanzaba a imaginarse quién habría podido pasar por allí para enterrarla.
Pero no tenía tierra por encima, así que, tras armarse de valor para mover su cuerpo
maltrecho, se arrastró a ciegas por el suelo apelmazado hasta encontrarse con un
obstáculo. Evelyn se irguió hasta quedar sentada y entonces llegó por primera vez a sus

143
oídos aquel aullido lastimero. Se puso tensa, con la mente todavía presa de imágenes de
colmillos amenazadores y sangre que salpicaba el aire gélido.
Sus ojos se desplazaron instintivamente hacia arriba para encontrar un agujero
irregular en aquella oscuridad que la envolvía, por el que se filtraba una luz turbia.
¿Estaría de verdad atrapada, pero en algún tipo de cueva?
Volvió a oírse el aullido y Evelyn se estremeció mientras el tono del llanto le perforaba
el corazón.
Dolor.
Escuchó al animal durante lo que le pareció una eternidad, hasta que las lágrimas le
corrieron por las mejillas y rompió en sollozos. El miedo le había declarado la guerra a su
alma. Unos ojos amarillos y un cuerpo negro que se retorcía en la lucha le llenaban el
pensamiento, y Evelyn sabía que la que lloraba era la loba negra.
Dolor. Dolor.
Evelyn empezó otra vez a arrastrarse por el suelo, palpando con los dedos la tierra
húmeda.
Tocó algo tosco de madera y lo recorrió con las palmas de las manos, comprobando
sus dimensiones.
¿Una puerta? Sus dedos agarraron un picaporte rudimentario en forma de L y tiraron
de él. La madera chirrió.
Aún oía a la loba al otro lado de la puerta y se preguntó si no le estaría abriendo la
puerta a su propia muerte.
Dolor.
Tiró más fuerte y un débil haz de luz gris le dio en la cara; era la luz del día que se
desvanecía. Evelyn gruñó al hacer más fuerza, hasta que la puerta por fin se abrió.
La loba negra gigante estaba a menos de tres metros de ella, en la densa tarde cada vez
más oscura. La cabeza del animal se agachaba y se balanceaba sobre su enorme cuello. El
hocico apuntaba hacia el suelo. Tenía una pata suspendida delicadamente en el aire, y un
ancho camino de nieve carmesí conducía hasta sus cuartos traseros.
Sangre. Sangre de la loba.
La bestia levantó sus ojos amarillos hacia Evelyn, como si se acabara de dar cuenta de
que la estaban observando. Volvió a aullar, sin fuerzas, y trató de recular en la nieve para
alejarse de Evelyn.
Dolor. Miedo.
Pero la pata herida, combinada con la evidente pérdida de sangre, pudo con la loba; se
cayó de lado con un gemido de angustia. Se esforzó momentáneamente por volver a
levantarse, pero luego se rindió, respirando a duras penas mientras el río de sangre se
hacía más ancho.
Aquella loba le había salvado la vida, de eso Evelyn estaba segura. Aunque ahora

144
pudiese significar su muerte, no era capaz de quedarse parada viéndola sufrir. De ninguna
manera.
Miedo.
Evelyn se acercó a la loba cruzando a gatas la puerta, clavando en la nieve los brazos
casi hasta los codos, pero sin sentir ya el frío.
—Por favor, no me mates. Por favor, no me mates —suspiraba una y otra vez a medida
que se iba acercando al animal caído.
Miedo. Miedo, miedo, miedo…
Un sollozo se apoderó del pecho de Evelyn.
—Ya ves, preciosa. Yo también tengo miedo —susurró cuando ya casi había llegado
hasta ella.
Evelyn estaba por fin tan cerca de la loba que podría haberla tocado. Pero no tuvo
ocasión, porque de repente el animal se puso a dar golpes con las patas y a aullar, tratando
de ponerse de pie.
Evelyn gritó e instintivamente levantó la mano para defenderse, pero la loba se volvió
a derrumbar, con la poca energía que le quedaba consumida. En aquel pecho tan ancho,
silbaban resuellos desgarrados.
Evelyn respiró hondo y se acercó más a la enorme bestia. La pierna le palpitaba, y el
corazón le latía de tal modo que se imaginó el sonido que hacía al chocar contra sus
costillas.
Vio las heridas profundas del lomo y el cuello del animal, y el hilo pegajoso que le
salía del hocico. Pero el corte que tenía en el costado era el más grave: la carne rasgada
dejaba a la vista el músculo fibroso y un trozo blanco de costilla. De ahí manaba la sangre
que había en la nieve.
¿Cómo habría logrado escapar si los otros eran muchos más?
—Te has hecho un poco de daño aquí, ¿verdad, preciosa? —preguntó con un susurro
tembloroso.
La loba aulló desde lo más profundo de su garganta.
Evelyn volvió la vista por primera vez hacia el sitio del que había salido a rastras y se
quedó tan impresionada que por un momento se olvidó de las heridas y del miedo.
Era… una casa.
Increíble.
Las paredes de adobe bajas y el tejado de paja asomaban entre la nieve, y Evelyn se
dio cuenta de que debía de haberse caído por el agujero de salida de humos.
Una casita. Abandonada, evidentemente.
La loba profirió con dificultad una serie de aullidos cortos, y entonces Evelyn oyó el
coro de aullidos que provenían de la espesura. Siguió con los ojos el rastro de sangre que
llegaba hasta el bosque, y supo que los lobos grises se habían llevado ya lo que quedaba

145
de la yegua de Minerva y ahora andaban al acecho de la loba negra caída. Si la
encontraban, y con ella a Evelyn, heridas e indefensas como estaban, sería el final de sus
días.
Miró la puerta de la casita y otra vez a la loba negra. Volvió a mirar la puerta y luego
la considerable masa del animal, tratando de comparar la distancia con su propia falta de
fuerzas.
El animal aullaba lastimero.
Miedo.
Evelyn cerró los ojos. Dios mío, dame fuerzas. Luego abrió los ojos y, sin titubeos, le
puso una mano a la loba sobre la cadera.
La loba se estremeció y soltó otro aullido, pero no se volvió contra ella.
En las entrañas del bosque, pero ya más cerca, ganando terreno, los lobos grises
aullaron otra vez.
Tratando de hacerse a la idea de que estaba a punto de coger en brazos a un animal
salvaje, herido y moribundo, que era casi de su mismo tamaño, Evelyn se arrastró por la
nieve para acercarse por detrás sin que su mano perdiera en ningún momento el contacto
con el animal.
Trató de hablar con calma.
—No te voy a hacer daño. Y tampoco voy a dejar que otros te hagan daño —le
prometió.
La loba levantó las orejas, pero no se movió.
Así que, sin pensarlo dos veces, la rodeó con el brazo, se apoyó en ella y luego tiró
hacia arriba.
La loba intentó zafarse con debilidad y dejó escapar un gruñido igualmente débil, pero
Evelyn no la soltó. Le pasó el otro brazo por debajo y la levantó hasta la altura de su
pecho, gritando de dolor al hacerlo. De espaldas a la puerta de la casita, clavó la pierna
sana en la nieve hasta dar con el zapato en el suelo congelado y empujó con todas sus
fuerzas.
Se movieron quizás un par de centímetros.
Se colocó al animal un poco más alto sobre el torso, juntó las dos manos firmemente
bajo el pecho de la loba, consciente de la sangre caliente que le empapaba la capa y le
calaba hasta el vestido. La loba, de repente, se dejaba llevar, y Evelyn pensó que se le iban
a descoyuntar los brazos.
Volvió a hacer fuerza con la pierna en el suelo. La estiró y la dobló una y otra vez. Los
músculos le ardían, le aullaban. Empezó a llorar.
Transcurrió lo que a ella le pareció una eternidad, pero por fin tenía la espalda contra
la puerta. Por delante, un camino rojo de sangre surcaba limpiamente la nieve aplastada.
Los lobos grises salieron del bosque.

146
Con dificultad, dio un último empujón y entró en la casa. Cerró la puerta de una patada
y la sujetó con el pie tembloroso, haciendo que la pierna se le estremeciera hasta la
médula. Gritó de dolor y de espanto.
Uno de los lobos grises se había abalanzado contra la puerta soltando un rugido
furioso.
La loba negra se le revolvió en los brazos y Evelyn la dejó en el suelo.
—No pasa nada, preciosa, estamos a salvo —respiró—. Ahora estamos a salvo.
Divisó en la penumbra un tablón apoyado contra la pared de la cabaña, así como unos
herrajes rudimentarios anclados a la puerta y al adobe por ambos lados. Sin quitar el pie de
la puerta, cogió la madera y se estiró para ponerla en los herrajes.
La puerta volvió a sacudirse y Evelyn reculó. Sintió algo mojado y tibio en la palma de
la mano. Dio un grito y se llevó la mano al pecho antes de mirar para abajo.
La loba negra la miró con ojos vidriosos.
Le había lamido la mano.

Ahora, Evelyn canturreaba mientras le ponía un trozo nuevo de musgo húmedo a Alinor
en el costado, sujetando la masa esponjosa en su sitio mientras envolvía a la loba con otro
trozo de tela rosa del resto de su vestido destrozado. Le ató la venda de tela fina con un
nudo fuerte, y en un arranque le hizo un bonito lazo con los extremos.
—Divino —dijo Evelyn contemplando su obra de arte.
La gruesa cola de Alinor golpeó el suelo dos veces.
Evelyn le acarició el pelo a la loba y luego se levantó con la pierna rígida, recogió las
vendas usadas y las echó en un cubo que había cerca de la puerta. Se fue a echar más turba
al fuego, mientras Alinor se levantaba y cruzaba la cabaña para entrar en uno de los
corrales interiores de la casa. Se echó sobre las ramas de pino frescas que Evelyn había
puesto en el suelo y se durmió enseguida.
El fuego echaba mucho humo. Evelyn arrancó la carne que quedaba en el espetón y la
colocó junto a su daga, que tenía ya la punta rota y roma, en una estrecha tabla que había
en la pared del fondo. La luz del día se había convertido en luz de tarde, y pensó que no
tenía que olvidarse de coger un cubo de nieve cuando Alinor y ella se fuesen por fin a
descansar. Después se atrincherarían para pasar la noche.
Entre las dos habían establecido algo parecido a una rutina a lo largo de los días en
aquel cobertizo primitivo: iban a recoger nieve para beber y lavar y ramas caídas para
complementar la menguante pila de turba; y hacían acopio de carne. Evelyn le curaba la
herida a la loba, y a medida que se iban recuperando, iban saliendo a pasear en círculos
cada vez mayores alrededor de la casa en busca de comida. Casi todos los días volvían con

147
las manos vacías. A veces tenían que apañarse con un puñado de frutos secos no
demasiado podridos. Una vez, Alinor estuvo a punto de cazar un conejo.
Pero sólo salían a explorar cuando el sol estaba en lo más alto, porque los lobos grises
dominaban el bosque desde el atardecer hasta el amanecer y aún no habían dejado de
acechar la cabaña y a sus ocupantes. Todas las noches, tras ponerle la tranca a la puerta,
Alinor se echaba temblando en el camastro desvencijado al lado de Evelyn, con las orejas
atentas al más mínimo ruido, y se enfadaba cuando los lobos grises la llamaban desde el
bosque para burlarse de ella. Aquellas bestias habían estado a punto de matar a Alinor una
vez, y aún la querían. Se la querían comer. La misma Evelyn recordaba perfectamente
aquel pellejo gris: cómo la había mirado a los ojos, como si la conociese y estuviera
esperando a que ella se adentrase en aquella parte del bosque.
Al pensar en aquellos diablos, Evelyn se llenaba de resentimiento, y por eso pegó un
respingo cuando Alinor soltó un gruñido profundo. La preocupación hizo que a Evelyn, al
volverse hacia la puerta, se le pusiera la carne de los brazos de gallina.
Sin duda, era muy temprano aún para…
Alinor se puso de pie de un salto, ladrando hacia la puerta entreabierta. La venda
formaba un escalón en el pellejo erizado de su lomo.
Evelyn estaba furiosa. ¡Malditas bestias! Como fueran los lobos grises, no iban a poder
salir a por nieve y no se desharían de ellos en toda la noche.
Cruzó la habitación resoplando frustrada, dispuesta a echar la tranca.
Pero, antes de que hubiera llegado siquiera al hoyo de la lumbre, la puerta se abrió de
golpe y se estampó contra la pared, y en aquel preciso instante apareció en el umbral un
enorme…
¡Hombre!

148
Capítulo 16
EVELYN percibió que Conall se ponía tenso, de modo que le dio un instante antes de
presionarlo de nuevo. Era evidente que se trataba de una cuestión de mucha importancia y
profundo significado para él, y que estaba intentando a toda costa mantenerlo en secreto.
Para Eve, su marido se encontraba en deuda con ella por haberle dado un susto de muerte
al sugerir lo de la visita al pueblo de los Buchanan. Había conseguido librarse del viaje sin
haber tenido que recurrir a más mentiras… en efecto, había sido completamente sincera.
Pero sabía de corazón que no iba a poder estar eternamente dando largas a Conall y a su
deber pendiente. La verdad iba a tener que salir a la luz, y pronto.
—Lo prometisteis —le recordó.
—Ya sé que lo prometí.
Ahora le tocaba a él apartarse de ella y ponerse de espaldas. Evelyn, tumbada de
costado, apoyó la cabeza en el brazo para verlo mejor.
—No es una historia que os vaya a gustar —la previno, con la mirada fija en el
camastro—. Ni el relato, ni cómo termina.
—No me importa —dijo ella—. Quiero saberlo.
El asintió con la cabeza una sola vez.
—Muy bien. —Evelyn observó cómo se le movía la nuez al tragar saliva, como si
tuviera que reunir valor para empezar—. Mi padre, Dáire MacKerrick, concertó mi
matrimonio con Nonna cuando ella contaba apenas unos días de vida. Todos quedaron
encantados con la pareja que acababan de formalizar y hablaban del día que yo ocupase el
puesto de mi padre con Nonna a mi lado.
«Jugábamos juntos los tres, Nonna, Dunc y yo. Nos criamos en el pueblo codo con
codo. —Se le puso en los labios una ligera sonrisa y Evelyn supo que estaba recordando
aquellos tiempos—. Era una chiquilla flaca y traviesa, con el pelo largo y oscuro siempre
enmarañado, y llevaba la falda sujeta en alto con un nudo. Nunca dudaba en unirse a
Duncan y a mí cuando nos metíamos en algún lío, y muchas veces fue ella la que nos
procuró la diversión.

149
La sonrisa fue decayendo lentamente, como un paño de seda que se escurre sobre un
leño toscamente cortado.
—Pero, a medida que fuimos creciendo y se fue acercando el día de nuestra boda,
Nonna empezó a cambiar. Aquellos fueron tiempos difíciles: fracasaban las cosechas y
teníamos que defendernos de los cazadores furtivos, y mi padre y yo pasábamos mucho
tiempo fuera, cazando o luchando. Cada vez que regresaba la encontraba más fría, más
distante. Me dejó claro que no deseaba mi compañía si no era estrictamente necesaria.
»Y un día que parecía ser como otro cualquiera, aunque reconozco que debí haberme
dado cuenta, vino y me dijo: «Conall, no me apetece ser vuestra esposa».
Evelyn estuvo a punto de preguntarle por qué, pero se contuvo. Por suerte, o Conall
sintió lástima de ella o había decidido cumplir su promesa de contar la historia hasta el
final. En cualquier caso, continuó.
—Ella me dijo que el pueblo estaba… maldito, derrumbándose. Que era una trampa
mortal, así lo definió. Dijo que Padre no estaba haciendo nada al respecto, nada que fuera
a mejorar la situación, y que tenía muy poca esperanza de que yo pudiese a arreglar las
cosas.
Evelyn estaba absorta en el pasado de Conall y apenas se dio cuenta de que se había
llevado la mano a la boca para disimular su asombro. Pero la cosa se iba a poner mucho,
pero que mucho peor.
—No quería ser la esposa del jefe del clan —le explicó Conall—. Dijo que aceptaría
casarse con cualquier hombre de Escocia que no fuera yo. No me quería.
Conall hizo una breve pausa.
—Se escapó la noche antes de que nos casáramos, pero entre su padre y el mío fueron
a buscarla y la trajeron de vuelta antes del amanecer.
Evelyn trató de hacerse cargo de lo humillado que tuvo que haberse sentido Conall
cuando su prometida huyó de él, y sintió que se ponía roja. ¿Acaso ella no le había hecho
prácticamente lo mismo al hombre con el que pensó que se iba a casar en Inglaterra? Sólo
que Evelyn huyó al convento y nadie fue a buscarla hasta que ya fue demasiado tarde.
Sintió un gran remordimiento por el dolor que ahora sabía que había causado años atrás, y
estaba profundamente agradecida de que Nicholas FitzTodd hubiera encontrado la
felicidad verdadera.
Lo siento mucho, Nick…yo no sabía. Envió aquel pensamiento a los cielos antes de
volver a concentrarse en el hombre que tenía tumbado al lado.
—Nonna se pasó llorando toda la noche. Ella fue mi primera mujer, pero me encontré
con la cruda realidad de que yo no había sido su primer hombre. Había yacido con otro,
para ver si eso hacía que yo la repudiase. —Conall tragó saliva—. Así fue como
transcurrió el resto de nuestro matrimonio. Se negaba a mí, en cuanto marido y mujer.
Sólo transigía cuando yo la presionaba, la avergonzaba y la acusaba. Y siempre lo hacía a
regañadientes, y sin una pizca de amabilidad por su parte. Yo me sentía… me sentía muy

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solo. Sobre todo tras la muerte de Padre. Duncan aún tenía a Madre. Mi pueblo iba mal,
era un fracaso. Yo era un fracaso. Ni mi propia mujer me quería.
Evelyn quiso llorar. Jamás habría pensado que vería u oiría a Conall MacKerrick tan
vulnerable, tan necesitado. Se esforzó por seguir en silencio para no romper la magia de
los oscuros pensamientos del highlander. Ella quería estar al corriente de todos aquellos
recuerdos, hasta el último y más doloroso de ellos.
—La última vez que estuvimos juntos como marido y mujer, yo estaba… —hizo una
pausa como para reunir el valor necesario—. Yo estaba borracho. Hecho un energúmeno.
Le exigí que cumpliera con su deber de esposa. Ella se entregó a mí, pero cuando todo
acabó juró que prefería quitarse la vida a permitir que le volviera a poner la mano encima
de aquel modo. Y jamás volví a hacerlo.
Ahora Evelyn vio cómo le resbalaban las lágrimas por el rabillo de los ojos y le caían
por las mejillas para acabar sobre el cobertor. Cuánta tristeza por ambas partes.
—Y ahora, Eve —la sobresaltó al dirigirse a ella—, os contaré lo de mi… amuleto. Os
ruego que… —Se quedó callado, como si no supiera bien qué le iba a pedir, y
simplemente dejó la súplica en el aire—. Os dije que Nonna murió de una enfermedad, y
es cierto. Estaba enferma. Pero no os conté que la enfermedad que la mató era —tragó
saliva— mi hija.
Evelyn soltó un grito ahogado y el estómago trató de salírsele por la boca. Un
escalofrío de pánico le recorrió el cuerpo y advirtió que se había acurrucado
instintivamente sobre su propio vientre.
—Nonna se quedó embarazada aquella noche de la borrachera. Yo estaba tan… —dio
la impresión de estar buscando la palabra adecuada— contento. Un bebé. El que iba a ser
mi compañero. No me importaba si era niño o niña.
»Nonna, en cambio… Dios, no había manera de consolarla. Dejó bien claro que no
quería al bebé y, a decir verdad, tuve que dejar a Duncan con ella mientras yo me ocupaba
de los asuntos del pueblo para asegurarme de que no le hiciera daño al bebé ni tampoco a
sí misma. Pasó días sin comer, y hacia la mitad del embarazo le quedaban tan pocas
fuerzas y tan poca carne alrededor de los huesos que se metió en la cama. Y ya nunca salió
de allí.
Evelyn apoyó la cara contra un brazo para no tener que mirar a Conall y poner de
manifiesto el miedo y el dolor que sentía. Las palabras de él la estaban apuñalando sin
compasión.
—Resistió más de lo que nadie habría sospechado. Yo llegué en cuanto le empezaron
los dolores. Pero ella no me quería a su lado. Chilló que me odiaba, que odiaba al bebé y
que odiaba hasta el suelo que yo pisaba. Duncan la atendió en mi lugar. Que Dios lo
bendiga.
Evelyn permaneció inmóvil, a la espera de que la historia alcanzase su cruel final.
—Fue una niña muy, muy pequeñita —susurró Conall—. Era diminuta como un ratón,

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pero con una cabellera espesa y negra como la de su madre. No tuvo fuerzas para respirar
por primera vez, no llegó… no llegó ni a estirar un bracito —dijo Conall con la voz
estrangulada y su propio brazo estirado, ignorando los sollozos silenciosos de Evelyn que
hacían temblar el cobertor—. Nonna se marchó por donde se fue la sangre que manaba de
ella. Cuando la vi, más tarde, parecía estar… en paz.
»¡Pero mi niñita me había dejado! —Aquellas últimas palabras fueron poco más que
un graznido.
Conall respiró hondo y soltó el aire con amargura.
—Aunque su madre nunca la quiso, yo no podía soportar… no podía soportar la idea
de aquel cuerpecito que yacía en soledad. Así que la lavé y la dejé envuelta junto al cuerpo
de Nonna. —Soltó un gemido de angustia, de ira, de dolor, de sufrimiento profundo—.
Pero antes de despedirme de ella, le corté un mechón de cabello fino y negro como la
noche. Y lo até con este nudo de amor. Y entonces, entonces, me despedí de ella.
El se aclaró la garganta y Evelyn levantó la vista de su brazo para contemplar cómo se
tapaba los ojos con la mano y cómo apretaba los labios por el sufrimiento.
Sin pensárselo dos veces, Evelyn se abrazó al cuerpo de Conall con más fuerza de la
que nunca había puesto en abrazar a nadie, mientras ambos lloraban.
Dios, estaba aterrada. La historia de Nonna muerta en la cama donde dio a luz la
atormentó e hizo que reviviera el antiguo miedo de su propia responsabilidad, la de su
aparición sangrienta en este mundo a costa de la vida de su madre.
Pero en aquel momento estaba más asustada por Conall que por ella misma. Evelyn se
dio cuenta de que ahora comprendía lo mucho que significaba para Conall el bebé que
estaba creciendo en su interior, lo cual la llenaba de ilusión y de espanto al mismo tiempo.
Si Evelyn muriese dando a luz al bebé —si el niño no saliese fuerte y sano—, sabía que
eso lo mataría.
Conall por fin la rodeó con los brazos y logró controlar de nuevo su aliento
entrecortado.
—No he hecho más que empeorar vuestro miedo, ¿verdad? —le preguntó con voz
apesadumbrada.
Evelyn sacudió la cabeza.
—No —respondió y lo miró a la cara, echándole una sonrisa que sospechó que se le
había quedado corta—. No me siento peor que antes. Pero hay algo que ha cambiado.
Conall guardó silencio.
—Quiero entregaros este bebé, Conall. Quiero que esta niña flaquita o este niñito sea
vuestro compañero y que, tal vez algún día, gobierne vuestro clan. —Se echó hacia él para
enmarcarle con las manos la cara de incredulidad, consciente de estar aplastándolo con su
vientre enorme.
—Y quiero que disfrute de su padre, el hombre que lo ama con todo su corazón y
estaría dispuesto a morir por él.

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—Estoy dispuesto —dijo él—. Y lo haría, Eve. No permitiré que os ocurra nada malo.
Nuestra familia… yo…
Decidlo, le suplicó ella en silencio. Decidme que me amáis, Conall.
—¿Qué? —susurró Evelyn.
El apretó firmemente los labios durante un instante.
—Gracias, Eve.
Ella le devolvió la sonrisa con toda la naturalidad que pudo.

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Prólogo

NOVIEMBRE de 1077. Highlands, Escocia, cerca del lago Lomond

—Me estoy muriendo, Eve.


Esas palabras le dieron a Evelyn más frío que la helada aguanieve, que le empapaba la
espalda a través de la capa, y la hicieron tropezar con las raíces de un árbol en aquel
bosque traspasado de oscuridad. Tiró de las riendas que llevaba en la mano para detener la
yegua que llevaba a Minerva, y pestañeó para evitar que la gélida lluvia se le metiera en
los ojos. Un trueno, retumbante, amenazador y ajeno a aquella fría tormenta de noviembre,
ahogó los ásperos estertores de la vieja curandera.
Evelyn tragó saliva. Ella misma tenía la garganta áspera y pastosa por aquel viento
brutal.
—¿Ahora? —preguntó con voz ronca. Al notar que Minerva asentía, apenas un
estremecimiento de la cruda lana negra, Evelyn soltó a la exhausta yegua, extendió las
manos y, tanteando, le agarró los huesudos muslos a la anciana.
—Dame la mano, que yo te…
Pero, para horror de Evelyn, la frágil mujer basculó hacia el otro lado de su montura y
se escurrió del lomo del animal, aterrizando en la mojada oscuridad sin un quejido, pero
con un sonido como el que habría hecho un haz de palos secos al caer. En el preciso
instante en que Minerva caía al suelo, el delicado filamento de un rayo golpeó lo más
profundo del bosque; la yegua retrocedió espantada y salió corriendo desbocada antes de
que Evelyn pudiera volver a dominarla. En un abrir y cerrar de ojos, la yegua, con las
pocas provisiones que les quedaban a las dos mujeres, desapareció como tragada por el
espeso bosque.
Evelyn se quedó bajo el aguanieve, tan pegada al suelo como cualquiera de los miles
de árboles que se agolpaban a su alrededor, robándole el hálito con su malvada y ávida
cercanía. El aguijón de la lluvia parecía cebarse en sus enfebrecidas mejillas y en su

154
frente, y el pecho se le encogió todavía más, haciéndole depender de un doloroso resuello
mientras bajaba la vista al inmóvil revoltijo de harapos que era Minerva.
«Ósea, que es así como quieres que acabe esto» pensó llena de apatía, y, por un breve
instante, dejó que todos los fragmentos de su vida se arremolinaran a su alrededor como
hojas secas a merced del vendaval, hiriéndole la fría y fina piel con dolorosos recuerdos.
El horror de su propio nacimiento; el perverso asesinato de su padre; el infernal convento
del que acababa de escapar. Sólo unas semanas antes, Evelyn había sentido que no le
quedaba nada ni nadie en Inglaterra, de modo que había aceptado impulsivamente la
invitación a acompañar a aquella bruja moribunda en un viaje de un mes de duración hasta
la tierra natal de la anciana: los agrestes y poco hospitalarios parajes de las Highlands de
Escocia.
Evelyn pensaba empezar desde cero. Una nueva vida.
Pero, en lugar de eso, parecía que ésta fuera a terminar allí, perdida en la maliciosa
espesura de aquel bosque caledonio, con el cuerpo demasiado enfermo y debilitado para
continuar sola, ahora que la vetusta curandera estaba muerta. Sin un caballo. Sin comida.
Sin siquiera un cuchillo y un trozo de pedernal.
«Puede que las monjas tuvieran razón», razonó su cerebro febril, «Es mi maldad
contra natura. Dios me está castigando por mi perversidad».
«Pues que me castigue», se rebeló. «Ya estoy cansada… que sea El quien me juzgue».
Evelyn cayó de rodillas en el mojado y pedregoso suelo. La poca fe que le quedaba no
le bastaba para encaminarse a la muerte, pero tampoco pensaba seguir eludiéndola. Que El
viniera a llevársela a Su tiempo. Ella no haría otra cosa que esperar.
Entonces, el haz de palos secos que era la vieja curandera empezó a hacer ruido y a
moverse hasta convertirse en un bulto alto.
Evelyn no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando, perpleja, mientras la anciana se
arrastraba por el suelo congelado del bosque, soltando con mucho esfuerzo unos gemidos
muy extraños a cada paso que daba hacia delante.
—Ay, ay —resollaba Minerva, avanzando lenta pero implacablemente.
Evelyn se sentía exhausta, y no puedo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas
ante aquel espectáculo tan deprimente, pero ya no le quedaban fuerzas. Ni voluntad
tampoco.
Hasta que oyó el siguiente susurro desgarrador de Minerva:
—Ay, Ronan. Ya voy, Ronan. Ya, por fin, ya…
Evelyn puso cara de no entender nada. ¿Pues no acababa de nombrar Minerva a un
hombre? Tal vez estuviesen más cerca del clan de la vieja bruja de lo que Evelyn creía.
Tal vez todavía hubiese esperanza para ellas.
Evelyn reunió las pocas fuerzas que aún le quedaban —llevaba cuatro días casi sin
comer— y avanzó a gatas, con las manos entumecidas, hacia donde estaba la anciana.

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—Minerva —la llamó, y la voz que salió de su garganta en carne viva resultó apenas
un graznido—. Esperadme.
—Ronan —fue la única respuesta de Minerva mientras se encaramaba a un montículo
de piedras irregulares, apiladas contra un árbol tan ancho que Evelyn no alcanzaba a
distinguir bien su forma en medio de aquella noche tempestuosa de invernó.
Evelyn siguió a Minerva en su escalada por las rocas y se agachó junto a la anciana,
que se había apoyado contra aquel roble inmenso. Evelyn sacó un brazo y se lo pasó a
Minerva por detrás de los delgados hombros para que se acercara a ella. En lo alto, las
ramas invisibles del árbol se chocaron unas con otras en un alboroto desenfrenado, un
aplauso maléfico por la llegada de aquella mujer. Evelyn empezó a temblar.
—Ronan —volvió a suspirar Minerva.
—Minerva —tiritó Evelyn—, ¿quién es Ronan? ¿Dónde lo puedo encontrar? ¿Estamos
ya en territorio Buchanan?
La cabeza de la anciana se echó hacia atrás sobre el hombro de Evelyn y sus ojos
negros y llorosos la miraron a la cara.
—¿En territorio Buchanan? No, hijita: dejamos atrás las tierras de los Buchanan hace
días y días, y más días…
A Evelyn se le paró el corazón dentro del pecho.
—¿Cómo?
La anciana le lanzó una sonrisa cadavérica.
—Estamos en territorio MacKerrick. En las tierras de Ronan. Aquí es donde termina
mi viaje. —La anciana tomó aliento a duras penas y Evelyn sintió con espanto una
reverberación que le llegaba hasta la propia médula—. Y donde empieza realmente el
tuyo.
Fue entonces cuando Evelyn se dio cuenta de que la ventisca había cesado. Unos
copos de nieve, increíblemente gruesos, como la punta del pulgar de Evelyn, caían ahora
suavemente, resplandeciendo entre las andanadas de relámpagos resplandecientes que
transitaban entre las nubes bajas. Parecía que el bosque estuviera conteniendo la
respiración.
—Minerva —la apremió Evelyn, desesperada por que la anciana comprendiera su
situación—. La yegua se ha escapado llevándose consigo nuestras últimas provisiones.
¿Por dónde tengo que ir para encontrar a ese tal Ronan y que nos pueda ayudar? Pero sin
más acertijos, os lo ruego.
La anciana cerró los ojos, entreabrió los labios y todo su esqueleto tembló.
Minerva se estaba riendo.
Entonces, aquellos ojos negros se abrieron y una sonrisa más amable que la de antes
arrugó un poco más su rostro, iluminado por otro relámpago.
—Él ya está aquí, hijita. —Dejó caer su brazo delgadísimo sobre las piedras y les dio

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unas palmaditas llena de orgullo. Aquello sonó como si estuviera apilando pergaminos
mojados—. Por fin he vuelto con él.
Evelyn dejó que sus efímeras esperanzas se derritieran como los copos que le caían
sobre las mejillas encendidas. Resultaba evidente que la vieja curandera estaba delirando
en aquellos últimos momentos tan espantosos de su vida. Evelyn no era capaz de guardarle
rencor a Minerva, a pesar de que la anciana las había guiado ciegamente lejos del amparo
del clan de los Buchanan e iban a morir en la inmensidad de aquel bosque gélido.
Como ya no había remedio, Evelyn se limitó a apoyar la mejilla sobre la áspera
capucha de Minerva y suspiró, preguntándose si cuando todo hubiera pasado iría al cielo
ella también, y si, una vez allí, conocería por fin a su madre. Si eso sucediese, Evelyn
sabía que lo primero que le iba a preguntar era si había valido la pena. Si había valido la
pena dar la vida por ella.
Le parecía un despropósito.
—No te vas a morir —susurró Minerva, arrancando a Evelyn de su fatídica fantasía.
La vieja bruja levantó la mano temblorosa que había apoyado en las piedras y le pasó
el pulgar a Evelyn por el labio inferior.
—Por lo menos, hasta dentro de muchos años —añadió.
Por un instante, Evelyn creyó haber sentido que las piedras sobre las que estaba
sentada habían temblado. Se dio cuenta de que se debía de haber estado mordiendo el
labio, pues al pasarle la lengua reseca por encima saboreó su propia sangre, rica y tibia.
Evelyn tomó aliento y el aire le abrasó los pulmones. Decidió hacer caso omiso de la
enigmática predicción de la anciana.
—¿Queréis que rece por vos?
Minerva se rió en silencio.
—No, hijita. No quiero esas oraciones tuyas, tan raras.
La anciana atravesó los ojos de Evelyn con la mirada. Cuando volvió a hablar, su voz
tenía un tono de súplica que Evelyn oía por primera vez en las semanas que hacía que
conocía a Minerva.
—Pero todos deberíamos marcharnos de este mundo con amor, ¿no crees, hijita?
Evelyn tragó saliva a través de las cuchillas afiladas de su garganta, aún con el sabor
dulce de la sangre en la boca.
—Lo creo. —Evelyn se echó hacia delante y besó las dos mejillas de la anciana con
los labios entumecidos—. Id en paz, Minerva Buchanan —le susurró—. Os ha amado
mucha gente. Yo incluida.
Evelyn se apartó un poco para contemplar el rostro de la vieja curandera, cuya palidez
resplandecía en la oscuridad de aquella noche, húmeda como una luna marchita. Sus ojos
negros estaban ya muy lejos y parecía feliz, con una sonrisa de satisfacción en los finos
labios.

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Pero la anciana no contestó.
Finalmente, Minerva Buchanan había muerto.

Evelyn despertó de su sueño gritando sobresaltada, con el corazón latiéndole a toda


velocidad, y entrecerró los ojos a la tenue luz del sol que se filtraba por la niebla gélida del
bosque.
Se notaba la garganta tan seca como si se le hubiese vuelto del revés, pero el dolor que
le oprimía el pecho se había reducido a la mitad. También se le debía de haber pasado la
fiebre, porque estaba congelada hasta los huesos.
Evelyn bajó la mirada hacia la curandera muerta, que seguía acurrucada entre sus
brazos. El rostro de Minerva estaba cubierto por una capa azul de escarcha cristalina. Sus
ojos abiertos miraban a Evelyn, pero ahora eran plateados y en su interior sólo había
vacío. Una mano agarrotada seguía prendida de la capa de Evelyn, y ésta se apresuró a
soltar su abrigo de aquel gancho rígido, con la urgencia de soltarse del cadáver entre
jadeos y gemidos por un deseo repentino… o tal vez por superstición. La garra de la
muerta quedó erguida en el aire gélido, y Evelyn vio que la anciana tenía un corte
diminuto en la yema del pulgar.
Evelyn se bajó del montículo de piedras gimoteando, y una vez de pie en el suelo
congelado del bosque se llevó instintivamente una mano a la boca. Se frotó los labios con
las yemas de los dedos —sin ternura alguna— y se miró la mano.
No tenía sangre.
Evelyn contempló a la vieja bruja durante lo que le parecieron horas, como esperando
que Minerva se despertara de su sueño pétreo y descendiera de aquellas piedras. Como el
cadáver permanecía inmóvil, Evelyn se puso lentamente de rodillas y juntó las manos a la
altura del pecho. Cerró los ojos y levantó el rostro hacia aquel cielo tan bajo.
Pero no le salía ninguna oración. Por más que lo intentara, la mente de Evelyn no era
capaz de reproducir ni el más simple de aquellos versos que se sabía de memoria. Tras
muchos meses viviendo entregada a la oración en el convento, notó que su fe flaqueaba
debido al cansancio y la impotencia. Ya una vez se había refugiado en la religión, pero allí
sólo había encontrado muerte y libertinaje, avaricia e hipocresía. Dios no escuchó sus
plegarias confusas entonces, y ahora había olvidado la manera o la razón de pedir
misericordia. Pero ya no le importaba. Desde el momento mismo en el que Evelyn decidió
no regresar jamás al convento, sintió que se había condenado. Dios no se iba a apiadar de
una joven confusa que en su día fue de condición noble y desertó de la llamada divina por
miedo y por cinismo. Una mujer que prefería pasar su vida entre animales a pasarla entre
personas, pues las bestias entendían a Evelyn como nunca nadie la había entendido. Su
entrega hacia los animales era una afición perversa, como tantas veces le habían dicho las

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monjas. Era pecado. Una blasfemia. Y las blasfemias, el pecado y la perversión no estaban
bien vistos por las hermanas.
Aquellos pensamientos oscuros se vieron interrumpidos por los relinchos de un
caballo, y Evelyn abrió los ojos de golpe. ¿La habría llevado su desesperación a
imaginarse aquel relincho? ¿O acaso Dios no la había abandonado del todo? A modo de
respuesta, el animal volvió a relinchar, y Evelyn pensó que aquel caballo no debía estar
muy lejos.
El corazón empezó a latirle con fuerza, como un martillo sobre la fría piedra.
—Amén —suspiró, aunque de sus labios no había salido oración alguna, y se puso de
pie.
Rodeó dando tumbos la falda de piedras de aquel árbol, que se había convertido en la
tumba de Minerva, y avanzó por el bosque haciendo eses entre los árboles como si
estuviera borracha, aguzando el oído por si volvía a oír el lamento del caballo. Tenía que
ser la yegua de Minerva. Tenía que ser.
—¿Dónde estás, preciosa? —susurró Evelyn—. Necesito las alforjas.
Su vida dependía de aquellas alforjas. Aunque en ellas no había comida, había
guardado dos trozos de pedernal para hacer fuego y su daga en las sacas de cuero que
llevaba la yegua atadas a la montura. Las demás cosas que había dentro le parecían
fruslerías dadas las circunstancias.
Se detuvo apoyando una mano en la áspera corteza de un haya que encontró a su paso,
y escuchó atentamente.
¡Allí! A su derecha oyó un crujido, un chasquido y un golpe seco, como el ruido que
hacen las ramas al partirse y caer al suelo. Evelyn se apartó del árbol y trató de avanzar
con tranquilidad hacia el lugar del que provenían aquellos sonidos, a pesar de la voz
histérica que gritaba dentro de su cabeza para que se alejara corriendo de allí, tan rápido
como le permitiesen las piernas. Sólo le faltaba que aquel animal se espantase y saliera
corriendo por el bosque.
Empezó a nevar de nuevo. Los copos diminutos que bajaban flotando desde el cielo
llenaron aquel paisaje forestal de contrastes entre el blanco y el negro, la luz y las
sombras, en un amanecer y un atardecer simultáneos.
Al otro lado de un pequeño pinar que había justo ante sus ojos se elevó un remolino de
nieve seca. Una vez y otra, y otra. Oyó un resoplido, un ronquido, una respiración
irregular.
Evelyn se paró de nuevo y chasqueó la lengua. El resoplido cesó y todo quedó en
silencio, salvo por los fuertes latidos de su propio corazón.
—Aquí, preciosa —llamó a la yegua.
Avanzó un paso más y dio un silbido.
—Tranquila, que ya estoy aquí.
Avanzó entre los pinos, y la capa se le llenó de agujas que luego iban cayendo al suelo,

159
dejándola cubierta de polvo blanco y frío. El aroma verde era tan intenso que a Evelyn se
le encogió el estómago vacío.
Un relámpago negro entre las ramas llamó su atención, pero desapareció danzando
entre las agujas. Evelyn siguió avanzando.
Descubrir la sangre habría bastado para detener a Evelyn. La nieve roja y humeante se
derretía formando un barro negro. Se veían salpicaduras carmesíes que explotaban y se
derramaban desde el cráter en el que se acababa de librar una batalla corta, pero letal.
En efecto, Evelyn había encontrado a la yegua de Minerva. Tumbada de costado,
muerta, con la boca abierta bordeando los dientes cuadrados llenos de sangre, como si la
hubieran sorprendido. Le habían arrancado la garganta.
Pero detrás del pecho inmenso de la yegua se escondía algo aún más aterrador, que
ahora gruñía hacia Evelyn: un sonido intenso y húmedo, pletórico por la muerte del
animal.
Había un lobo negro allí sentado, con el hocico brillante de sangre aferrado a las
entrañas que había desgarrado del vientre del caballo. La bestia era enorme: grandes los
huesos y ancho el pecho bajo el espeso pelaje.
—Dios santo —musitó Evelyn mientras aquellos ojos amarillos se clavaban en ella.
Los costados del lobo se inflaban y desinflaban con esfuerzo y preocupación, e, incluso
a aquella distancia, Evelyn alcanzó a ver las costillas famélicas del animal y el hueso
prominente de la cadera a través del pellejo sin brillo de la bestia. Había estado a punto de
morir de hambre.
Volvió a gruñir, esta vez con más intensidad.
Lejos. Esto es mío.
Evelyn tragó saliva mirando de refilón las alforjas, que seguían atadas al caballo
muerto.
—No te voy a hacer daño —dijo en voz baja, muerta de miedo.
Le venían a la mente muchas ideas a la vez, y decidió rápidamente que lo más sensato
era alejarse un poco y dejar que el lobo terminase de comer. En cualquier caso, de poco le
servía ya la yegua. Cuando el lobo se hubiera saciado, Evelyn volvería para recuperar las
sacas.
Emprendió la retirada.
La bestia se puso en pie de un salto, dejando caer las entrañas con un chorro de saliva
sanguinolenta y se abalanzó ladrando hasta detenerse en medio de la nieve, a menos de
tres metros de Evelyn.
De haber tenido algún líquido en la vejiga, lo habría perdido en aquel preciso instante.
—¡De acuerdo! De acuerdo —se apresuró a decir—. Me quedo quieta.
El lobo gruñó y volvió lentamente de espaldas hasta el vientre rasgado del caballo. No
le quitó la vista de encima a Evelyn ni siquiera cuando se puso de nuevo a comer.

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Tras casi una hora contemplando el atracón del lobo, las piernas entumecidas de
Evelyn ya no soportaban su peso y lentamente se sentó sobre la nieve que se había ido
acumulando. La bestia se puso tensa ante aquel movimiento.
—Es sólo para descansar un poco —le susurró.
El animal terminó su almuerzo.
Evelyn se comió un puñado de nieve.
Estaba cubierta con un manto de polvo y helada hasta los huesos cuando el lobo por
fin se levantó. Se la quedó mirando mientras se relamía con mucho estruendo. Sólo
entonces se dio cuenta Evelyn de que era una loba.
Evelyn tragó saliva.
—Bueno, ¿cómo hacemos ahora? —le preguntó con delicadeza.
El animal agachó la cabeza y Evelyn aprovechó para mirar las alforjas, parpadeando
para sacudirse la nieve de las pestañas.
La loba se estiró a voluntad y luego se sentó en la nieve.
Evelyn suspiró aliviada.
—Debes comprender que tengo que cogerlas.
La bestia se quedó mirándola durante un buen rato y luego se levantó para alejarse de
su presa describiendo un amplio círculo. Se dirigió con paso rígido hasta la otra punta del
pinar y se tumbó con un regüeldo.
—De acuerdo, pues —Evelyn respiró hondo—. Me llevo solamente las alforjas, te lo
juro.
La loba no se movió.
Evelyn se levantó tan despacio, que tardó más de un minuto en ponerse de pie. Con
mucho sigilo, fue arrastrando los pies por la nieve. Avanzaba muy lentamente hacia el
caballo, sintiendo apenas el frío salvaje que le quemaba la piel descubierta a través del
cuero desgastado de sus zapatos. Sentía el corazón congelado y tembloroso, como si le
fuese a estallar cuando se agachase al llegar donde estaba la yegua. El olor de la sangre le
producía náuseas y no paraba de salivar. El cadáver aún irradiaba calor.
La loba apoyó la cabeza en las patas delanteras.
Evelyn pasó una mano por debajo de la solapa tiesa de frío de una de las sacas y
rebuscó a tientas hasta que palpó la empuñadura de la daga, tan helada como su piel. La
sacó muy, muy lentamente.
—No es para hacerte daño, preciosa —le dijo a la loba en tono tranquilizador al ver
que levantaba las orejas, rezando para que la bestia no se le echase encima antes de
haberse hecho con las alforjas. Cortó torpemente la correa que las unía al caballo y tiró de
ellas, sujetando con fuerza la daga contra su pecho.
—Bueno, ya está. Eso es todo. —Evelyn se levantó con ganas de echarse a llorar. La
salvación estaba ahora en sus manos.

161
—El resto es para ti, como te prometí. —Empezó a alejarse de la res.
La loba alzó la cabeza, gruñendo intensamente, y Evelyn se quedó petrificada en el
sitio. Pero el animal no la estaba mirando a ella, sino hacia el interior del pinar.
Entonces Evelyn oyó el suave crujido de la nieve a su espalda y se dio la vuelta.
Nada menos que cinco lobos más estaban rodeando el pinar, todos ellos de color gris y
algo más pequeños que la loba, pero así y todo, enormes y mortíferos. La miraban
deseosos, con las lenguas fuera de las bocas chorreantes de saliva.
Carne fresca. Viva. Caliente. Hambre, hambre…
A Evelyn se le hizo un nudo en la garganta al imaginarse su cuerpo destripado como el
de la yegua. Un miedo diferente de todos los que había sentido antes la dejó tan paralizada
que no habría podido ordenar a sus piernas que se movieran ni aunque tuviera una vía de
escape.
Estaba atrapada entre todos aquellos árboles.
El más atrevido de los recién llegados se acercó a ella con un movimiento rápido, y
entonces se detuvo como queriendo provocarla. Había algo diferente en aquel lobo… una
consciencia parecida a una niebla siniestra que se deslizase sobre la nieve para enredarse
en los tobillos de Evelyn. Era una fiera muy, muy vieja, llena de cicatrices, con ojos
llorosos y sin alma que revelaban sus oscuras intenciones.
¿Correr? ¿Vas a correr?
Los animales que se habían quedado detrás del líder empezaron a aullar, y Evelyn oyó
un chillido de pánico que brotaba de su propia garganta. Dios santo, empezó a rezar, capaz
por fin de dirigirse a su hacedor ahora que aquellos colmillos tan largos y aquellos hocicos
arrugados y temblorosos la tenían hipnotizada.
Que pase rápido, por favor.
El jefe de los lobos pegó un salto en medio de un intenso rugido y Evelyn cerró los
ojos.
Recibió un empujón que la hizo caer de lado, y el sonido de aquellos rugidos
infernales le llenó los oídos. Pero al darse cuenta de que no tenía dientes clavados por
ningún lado, los ojos se le abrieron.
La loba negra se había enredado con el lobo gris, y ambos se inmovilizaban
mutuamente con las patas delanteras en un amasijo de pellejos y colmillos.
Otro lobo gris se abalanzó sobre el lomo de la loba negra, enseñando los dientes,
obligándola a soltar un chillido sobrecogedor.
Evelyn sabía que en cuestión de unos segundos la iban a atacar a ella también. Se
arrastró hacia atrás sin soltar en ningún momento la daga ni las alforjas, y de repente se
vio fuera de la batalla y corriendo —volando— por el bosque, alejándose de aquella
locura. Los sollozos ahogados hacían que le temblaran los labios, y el aire bramaba al
entrar y salirle por la nariz. Corría y corría para salvar la vida.

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La vida que le había perdonado la loba negra. Pero, ¿por qué? ¿Por qué? Aquellos ojos
amarillos resplandecían en la mente de Evelyn.
Tuvo la impresión de haber pasado horas corriendo, hasta que llegó a una cuesta: una
parte del terreno, redondeado por la nieve, que se elevaba en medio del paisaje de árboles
con los troncos enterrados hasta la mitad. ¿A qué distancia estaría el precipicio que habría
detrás? ¿A un par de metros? ¿A una decena? ¿Y qué habría debajo? ¿Una ciénaga
indulgente? ¿Un río helado salpicado de ramas puntiagudas?
Evelyn no lo sabía, pero no podía detenerse. Prosiguió hacia el borde a la carrera
dispuesta a dar un salto enorme.
Todavía faltaban un par de metros para llegar al precipicio cuando cayó dentro de la
tierra misma y la oscuridad se tragó su grito.

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Capítulo 14
EVELYN se fue prácticamente dando saltos hasta la casita, con Sebastian bajo el brazo,
con Robert en su trampa en la otra mano y escoltada por Bonnie y Alinor. Conall y
Duncan iban unos pasos más atrás, cuchicheando e intercambiando empujones y
puñetazos cómplices, hasta que un golpe especialmente fuerte por parte de Conall casi tira
al pobre Duncan al suelo.
Qué pareja tan rara hacen, pensó Evelyn mientras hacía pasar a su pequeña reserva de
animales salvajes al interior de la casa. Pero Conall ya le había advertido que su hermano
y él no se parecían en nada. Conall también le había contado a Eve que Lana MacKerrick
había mimado más al gemelo más débil, pero no parecía que eso a Conall le molestase en
absoluto. Quería mucho a su hermano y no le recriminaba que su madre le hubiera
prestado más atención que a él. Conall había heredado el puesto de su padre, y Dáire
MacKerrick había hecho que Conall lo acompañase en todo momento. A Evelyn le pareció
algo encantador que cada uno de los progenitores MacKerrick tuviera un solo niño sobre
el que volcar todo su afecto.
Evelyn dejó sus reflexiones a un lado, limpió el barreño de Bigotes y puso un
montoncito de grano al lado del ratón. ¿Y si lo que llevaba ella dentro eran gemelos
también? No habría sabido decir si la emoción que la invadió era ilusión o miedo, de
modo que trató de sacarse aquella idea de la cabeza.
Conall entró un momento en la cabaña para coger con una sonrisa infantil el jarro de
hidromiel y volvió corriendo afuera, donde estaba su hermano. Una vez atendido Bigotes,
y también Sebastian, Evelyn le puso comida y agua al conejo, que seguía muy asustado, y
luego hizo acopio de lo necesario para examinar a Alinor más detenidamente.
La loba tenía un buen rasguño en la oreja, aunque, una vez que le hubo lavado
meticulosamente la sangre que tenía pegada, resultó no ser tan grave como Evelyn se
había temido. Inspeccionó con cuidado el denso pelaje de Alinor hasta llegar a la piel y
encontró una decena de marcas de pinchazos que estaban haciendo aflorar unos moratones
intensos sobre la piel pálida del animal. Varias de las uñas largas y negras se le habían
roto. El vientre esbelto de Alinor estaba entrecruzado de arañazos y pinchazos, como si se

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hubiera caído sobre unos matorrales totalmente despatarrada. ¡Y cómo apestaba!
La loba parecía bastante contenta de estar tumbada recibiendo los auxilios de Evelyn;
disfrutaba del cariño que derramaba sobre ella. Los ojos amarillos se le empezaron a
cerrar, y antes de que Evelyn hubiera terminado de curarla, Alinor estaba roncando
plácidamente.
—Menuda nochecita debes de haber pasado —murmuró Evelyn compadecida mientras
enjuagaba por última vez el trapo en el agua. Pensó que a Conall no le iba a importar que
le hubiera echado una o dos gotas de su valioso aceite: Alinor se merecía un poco de
mimo.
Cuando Evelyn se levantó con los utensilios, Bonnie se acercó al trote con aire
preocupado y se echó al suelo, prácticamente encima del lomo de Alinor. La loba
adormilada alzó su inmensa cabeza para contemplar a la oveja y la dejó caer otra vez en el
mismo lugar, volviendo a sumergirse acto seguido en su sueño profundo.
Con una sonrisa, Evelyn se concedió un momento para deleitarse en la felicidad que
sentía. Se aferró a esa sensación maravillosa de bienestar y salió a la puerta para ver qué
tal estaban su marido y su hermano.
Estaban el uno frente al otro, a poca distancia de la casa. Conall se había sentado sobre
el tocón de un árbol podrido y Duncan en un cubo puesto del revés. Se iban pasando el
jarro mientras hablaban y, aunque Evelyn no oía bien lo que decían, los gestos y el tono
que estaban empleando delataban que se trataba de una discusión acalorada.
Ahora sí encontraba un cierto parecido entre ambos: la forma de sentarse; cómo
estiraban una mano al plantear una cuestión; el ángulo idéntico de sus brazos cuando
levantaban el jarro para beber.
Conall con su hermano. El cuñado de Evelyn. El tío de su bebé.
Eve se puso una mano sobre el vientre y llamó a los dos hombres.
—Duncan, ¿os vais a quedar? —preguntó, observando alegremente cómo el menor de
los MacKerrick y el mayor se daban la vuelta del mismo modo para mirarla—. Hay
comida en abundancia, y por mi parte sois bienvenido.
El fino rostro de Duncan se abrió con una gran sonrisa. Se puso de pie barriendo el aire
con los brazos —y con el jarro de hidromiel— para no perder el equilibrio e hizo una
profunda reverencia.
—Sería un honor para mí disfrutar de vuestra compañía, señora.
Conall disparó una pierna para darle una patada a su hermano por detrás, pero Duncan
estuvo rápido y acertó a atizarle a su hermano un revés con el jarro en la cabeza.
Los dos hombres se rieron y se insultaron mutuamente.
—Voy a preparar la comida —les dijo Evelyn—. Conall, de aquí a poco voy a
necesitar más agua. Pero no me corre prisa —añadió al ver que él hacía amago de
levantarse—. Y cuidadito con el hidromiel, esposo, que aún es temprano.
Evelyn se volvió sonriente hacia la cabaña en cuanto Conall se dio por enterado. Acto

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seguido, Duncan le propinó a su hermano un buen puñetazo en la oreja.
—¡Maldita sea, Duncan! —gritó Conall, y se llevó la mano a la oreja poniendo cara de
dolor—. ¿Estoy sangrando? —dijo al verse los puños.
—No estás sangrando, enclenque —se burló Duncan antes de recuperar su asiento en
el cubo.
Dio un trago de hidromiel y luego le pasó el jarro a Conall.
—Bueno —suspiró Duncan mientras Conall bebía—. En qué embrollo de tres pares de
narices te has metido, hermano. Un embrollo muy afortunado, no me cabe duda —añadió
enseguida—, pero un embrollo al fin y al cabo.
Conall asintió y se apoyó el jarro en la rodilla.
—Termina de contarme lo que pasa en el pueblo.
—No hay mucho más que contar. La gente está muy contenta porque las reservas de
grano han resistido sin grandes pérdidas; sigue habiendo ciervos en abundancia y liebres
también; ya está todo preparado para la siembra; en un solo mes han nacido tres camadas
de cerdos y todos los lechones están sanos y fuertes.
Conall meneó la cabeza. En años anteriores, consideraban que habían triunfado como
ganaderos si sobrevivían uno o dos cochinillos. La mitad de lo que había en los graneros
se pudría y se echaba a perder. Aquello era un milagro… Un milagro acontecido gracias a
su esposa Buchanan.
¿Cómo podría pagarle a Eve lo que había hecho?
—¿Se dice algo de los Buchanan en el pueblo? —se aventuró a preguntar Conall.
Duncan puso cara de arrepentimiento y miró hacia la cabaña.
—Sí. Por supuesto yo no le he contado a nadie lo de tu señora, así que todos creen que
hemos vencido la maldición a golpe de fuerza de voluntad. Algunos hasta hablan de ir a
asaltar el pueblo de los Buchanan cuando vuelvas.
Conall resopló. Aquélla no era la atmósfera adecuada para presentar a su nueva
esposa. Su esposa Buchanan.
Su hermano le habló como si le hubiera leído el pensamiento.
—Tal vez si le explicases a Eve cuáles son las circunstancias, si la preparases antes…
Conall sacudió la cabeza e hizo un gesto de dolor.
—No sé, Dunc. Tenía pensado contárselo todo hace ya tiempo, pero… Me temo que
Eve se va a indignar cuando lo sepa. No le hizo ninguna gracia quedarse encinta. —Al ver
la cara de sorpresa de Duncan, Conall se explicó—. Su madre murió al alumbrarla, y a
Eve le da miedo que…
Duncan soltó un silbido grave.
—Me imagino cómo se quedaría al enterarse de lo que le pasó a Nonna.
Conall puso más cara de dolor.
—¿No le has contado a Eve lo de tu esposa anterior? —Duncan se pasó una mano por

166
la calva—. ¡Cómo me decepcionas, grandísimo saco de…!
—Sabe que estuve casado y que Nonna murió —lo interrumpió Conall—. Por Dios,
Dunc.
Pero su hermano no estaba del todo convencido.
—Ya, claro. Pero no le contaste cómo fue, ¿verdad? Y tampoco lo de la niñita. —Más
que una pregunta era una acusación—. No me vengas con eso de «por Dios, Dunc».
—No le conté lo del bebé, no —admitió Conall en voz baja.
—¿Es que no te preocupas por Eve ni lo más mínimo? —le inquirió Duncan—. Dime
la verdad, Conall, que no haya secretos entre nosotros: ¿es que para ti ella no es más que
un peón que mueves a tu antojo?
—¡Por supuesto que no! —Conall frunció el ceño—. Yo…
—¿Cómo crees que va a reaccionar Eve cuando lo descubra? ¿Y cuando vea que se lo
has ocultado? Eso es engañarla, hermano, simple y llanamente.
Conall estaba ofendido.
—Conozco a Eve. Si se lo contase, sólo conseguiría que tuviera más miedo.
Duncan asintió enérgicamente con la cabeza.
—Tal y como están las cosas, vale —concedió el menor de los MacKerrick—. Pero
apuesto a que si se entera después, porque tú mismo se lo confieses o, lo que es más
probable, por los rumores del pueblo, va a pensar que Nonna y el bebé no significaban
nada para ti.
Conall bajó la mirada.
Duncan suspiró con cara de exasperación.
—Eve podría pensar que ella y su bebé te importan igual de poco. Sobre todo cuando
se entere de lo de la maldición.
Conall entendía el punto de vista de su hermano.
—Pero, ¿qué le voy a decir, Dunc? ¿Que nunca estuve enamorado de mi primera
esposa? ¿Qué murió dando a luz a un bebé que nació muerto y al que ella nunca quiso?
¿Cómo, por el amor de Dios, puede eso hacer que se sienta mejor?
—Pero ésa es la verdad —insistió Duncan—. Y de todos modos se enterará antes o
después. Debes arriesgarte, Conall.
Conall estuvo un buen rato pensando en el consejo que le acababa de dar su hermano.
Mientras, se volvieron a turnar el jarro de hidromiel. Duncan tenía razón, por supuesto.
Era su responsabilidad que al pueblo no le faltase de nada y, a juzgar por lo que le había
contado, debía resolver aquella situación para poder iniciar el camino hacia el éxito. Pero
ahora Eve también pertenecía al clan; Eve, y el bebé de ambos. Merecía saber la verdad.
Acerca de todo.
—Se lo voy a contar —dijo Conall por fin, buscando la mirada de su hermano—. Le
hablaré de Nonna y del bebé una vez que te hayas ido y tengamos intimidad. —Conall

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torció un poco el gesto—. Es que tiene un carácter… Y tampoco quiero meterte a ti en
todo esto.
—¿Le dirás también lo de la maldición? —apuntó Duncan.
—Sí, pero aún no. —Conall levantó la mano para acallar el discurso inminente de su
hermano—. Por lo que me has contado de la gente del pueblo, voy a necesitar que el
pasado nos dé un respiro a todos. Antes de llevar a Eve a casa, iré a ver al jefe de los
Buchanan para hacer las paces. Conseguiré que nos bendiga a mí y a todos los míos antes
de llevarla a nuestro pueblo.
A Duncan se le pusieron los ojos como platos.
—Lo que vas a conseguir es que te clave un puñal entre las costillas. Eso, y nada más
que eso.
—No lo creo —dijo Conall tras haberlo pensado bien—. Eve y el bebé que lleva
dentro son descendientes directos de Angus Buchanan… y él no haría daño a los de su
sangre. Lo cual, por desgracia para él, ahora me incluye a mí también. Allí le contaré a
Eve lo de la maldición. O mejor aún, que se lo cuente él mismo.
—Tú estás loco —farfulló Duncan.
—Estoy seguro de que Eve querrá pasar algún tiempo allí y visitar a sus parientes
antes de que partamos hacia nuestro pueblo —dijo Conall como si Duncan no le hubiera
puesto ningún reparo—. Cuando volvamos, le contaré a todo el pueblo que he roto la
maldición y que nuestra tierra vivirá, por fin, tiempos de paz.
Duncan contempló a su hermano en silencio durante un buen rato.
—Ya te estás viendo convertido en un héroe, ¿verdad?
Aquél tono de desprecio le resultó hiriente. ¿Acaso era eso lo que él pretendía en el
fondo? ¿Llegar al pueblo de los MacKerrick tras haber derrotado él solito a un demonio
ancestral? ¿Demostrar que había conseguido aquello que su padre, Dáire MacKerrick, fue
incapaz de hacer? No, no era eso lo que Conall quería, y se lo repitió a sí mismo. El estaba
seguro de que era más noble que eso.
—Todo esto se tiene que acabar —fue lo único que le contestó a Duncan.
Duncan suspiró, se levantó y le arrancó a Conall el jarro de las manos. Dio un buen
trago y luego le pegó una patada al cubo, lanzándolo hacia donde estaba su hermano.
—Ya puedes ir yendo a por agua para tu esposa, enorme sabandija.
Conall se dispuso a cumplir su misión sin oír lo que su hermano había añadido en un
susurro.
—El lobo de mi sueño no era tu loba negra, hermano. Y la mujer no era Eve.

Conall contempló a Eve mientras ella observaba a Duncan. Estaban todos sentados

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alrededor del fuego, concentrados en sus platos de comida. Duncan estaba obsequiando a
Eve con historias de su infancia compartida y, a juzgar por lo embelesada que se veía a su
esposa, se habría dicho que su hermano la tenía hechizada. Hasta los ojos le brillaban de lo
mucho que se estaba divirtiendo al escuchar el animado y exagerado relato de cuando a
Conall se le quedó un brazo atrapado en la madriguera de una serpiente.
—Chillaba, hacía aspavientos, pataleaba —dijo Duncan, y se tiró al suelo como un
auténtico salvaje impresentable—. «¡Mamá, mamá, que me está comiendo el brazo!».
Eve se llevó la punta de los dedos a los labios para disimular un gritito y volvió el
rostro hacia Conall.
—¿Os mordió?
—Aquel agujero estaba tan vacío como la cabeza del jefe del clan MacKerrick —se
burló Duncan—. El brazo se le había quedado atrapado entre una raíz y una piedra, eso
fue lo que pasó.
La risa entusiasmada de Eve hizo que a Conall se le pasase parte del rubor que le
inundaba la cara.
—Apenas teníamos seis años, Duncan —se defendió Conall—. Y yo no habría metido
ahí el brazo si tú no hubieras tirado mi honda dentro de aquel agujero.
Duncan le contestó enseguida.
—¡Porque tú no me querías dejar que probase a tirar con ella! Por si fuera poco que
me intimidases con lo grande que eras, ¡tampoco querías compartir el único juguete que
teníamos!
—¡Porque siempre apuntabas hacia mí! —gritó Conall indignado.
Duncan sonrió muy orgulloso y le guiñó un ojo a Eve con picardía.
Eve se desplomó de risa sobre el pescuezo de Alinor. Conall nunca la había visto tan
feliz. Allí, en la cabaña de Ronan, rodeado de las risas de Eve, con su hermano, con todos
aquellos animales, con comida en abundancia y sin pasar frío, Conall tuvo que reconocer
que probablemente él tampoco había sido tan feliz desde que Duncan y él eran pequeños.
Le habría gustado quedarse para siempre en la casita del valle, tal y como estaba. Todo
era perfecto. No le apetecía volver a su pueblo para tener que volver a ponerse el manto de
responsabilidad que, como jefe de los MacKerrick, estaba obligado a llevar. Conall
rememoró de golpe la carga, la culpa y la incertidumbre que lo habían invadido desde la
muerte de su padre.
Cuando vuelvas será distinto, se dijo a sí mismo. No habrá más hambrunas, ni
enfermedades, ni apuros. Les vas a llevar a Eve y al bebé, y ellos nos traerán la paz.
La voz de Eve sacó a Conall de sus pensamientos.
—¿Cuánto tiempo os vais a quedar, Duncan?
—Ah, pues… —Duncan clavó los ojos en el plato y fingió que lo estaba rebañando
pero con mucho disimulo le echó una mirada a Conall—. Partiré al amanecer, señora.

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Alguien tiene que cuidar del pueblo mientras mi hermano se aprovecha de las muchachas
hermosas.
Conall permaneció impertérrito ante el comentario hiriente de Duncan pero se sintió
muy aliviado al ver que Eve se reía.
Ella miró a Conall.
—MacKerrick, ¿no ha llegado ya el momento de que nosotros también emprendamos
viaje hacia vuestra casa? Podríamos irnos con Duncan cuando amanezca.
Conall se volvió a quedar petrificado. No esperaba que Evelyn quisiera ir al pueblo de
los MacKerrick, y no era capaz de decirle por qué no debían ir. Por suerte, su hermano lo
rescató.
—No creo que os vaya a gustar el pueblo si lo veis ahora —dijo solemnemente, y
sacudió la cabeza.
—¿No? —Eve estaba perpleja—. ¿Y por qué no?
—Está todo hecho un desastre —se limitó a decir Duncan, y se comió el último
bocado de su cena, pero levantó un dedo mientras masticaba antes de tragar—. Acaba de
terminar el invierno y todo tiene un aspecto lamentable. Está lleno de basura, de huesos de
animales, y hay montones de estiércol por todas partes, por no hablar de los borrachos y
los tarados que andan por las calles. —Se estremeció de forma un tanto exagerada—. Ni
yo mismo tengo ganas de volver.
—Lo que quiere decir Duncan —apuntó Conall—, es que nuestra gente es muy
orgullosa. Nunca me perdonarían que llevase a mi nueva esposa al pueblo sin darles
tiempo para preparar… la bienvenida que os corresponde.
Aquello era bastante cierto.
—Exacto. —Duncan chasqueó la lengua y le guiñó un ojo a Eve.
—Ya veo —dijo ella, y se relajó tanto que Conall sospechó que le apetecía más de lo
que hasta entonces le había demostrado conocer a la gente de su clan, lo cual era un punto
a su favor—. Ni que decir tiene que yo no quiero que nadie se incomode por mi presencia.
—¡Eh, tengo una idea! —dijo Duncan de forma un tanto teatral.
Conall tomó nota mental de reprender a su hermano por sus salidas de tono.
—¿Por qué no traes a tu esposa para la fiesta del solsticio? Estaremos en buena forma
para entonces, estoy seguro.
—Pero eso es… —exclamó Eve, y Conall se dio cuenta de que estaba tratando de
calcular mentalmente el tiempo que faltaba—. Lo siento pero no sé ni en qué mes vivimos.
De todas formas, para el solsticio deben de faltar un par de meses, ¿no?
—Menos que eso, Eve —le aseguró Conall.
Duncan asintió.
—Sólo faltan unas semanas, señora —chasqueó los dedos—. Pasarán en un suspiro.
—Ah —Eve bajó la vista para mirarse el vientre y luego miró a Conall con cara de

170
preocupación—. ¿No estará demasiado avanzado el embarazo para hacer el viaje?
Conall le echó una sonrisa al ver lo inocente que era.
—Estaréis bien. El aire fresco os sentará estupendamente, y no os va a venir mal un
poco de ejercicio.
Ella arqueó las cejas con arrogancia, y entonces Conall recordó que era una dama con
títulos.
—¿Estáis sugiriendo que me voy a poner gorda, señor?
—Eso. Cómo te atreves, malnacido —exclamó Duncan, y luego se volvió con una
expresión de humildad hacia Eve—. Estaréis esbelta como un látigo en reposo, señora.
Pero si os cansáis por el camino, mandad a buscarme y yo os llevaré a la espalda. No
permitiré que traten así a mi hermana.
Eve le dedicó una sonrisa tan dulce que hizo que en Conall volviera a despertarse el
deseo por ella mientras trataba de apagar la chispa de celos que sintió al ver que su mujer
miraba a su hermano tan llena de gratitud.
—Así lo haré, Duncan. Muchas gracias —le prometió ella, y a continuación le sacó la
lengua a Conall con todo el descaro del mundo.
Duncan se levantó para estirarse, con el correspondiente bostezo.
—Me voy a quedar en el corral. Lo más probable es que parta al amanecer —dijo, y le
hizo a Eve una reverencia muy elaborada—. Que durmáis bien, señora. Y gracias por la
hospitalidad que habéis mostrado conmigo.
Eve hizo amago de inclinarse, pero Duncan, el muy ladino, se acercó a ella y la cogió
delicadamente por el codo antes de que Conall, con el ceño fruncido, tuviera tiempo de
levantarse siquiera.
—No tenéis por qué darlas, Duncan —dijo Eve, y le dio un apretón en el antebrazo
mientras se acercaba a él para darle un beso en la mejilla—. Las semanas que faltan se me
van a hacer eternas.
A Conall le hervía la sangre.
Duncan se puso rojo escarlata antes de dar un paso hacia atrás. Miró a cada uno de los
animales adormecidos que estaban echados por toda la cabaña en diversas actitudes de
letargo.
—Señorita Alinor, señorita Bonnie, buenas noches. Robert, habría preferido disfrutar
de ti en forma de empanada, pero buenas noches a ti también, suertudo. —Duncan se
despidió del estante—. Buenas noches, Bigotes. —Entonces hizo una pirueta para ponerse
cara a cara con el cuervo de Eve y le apuntó al pico con un dedo huesudo—. Sebastian,
como me defeques encima mientras duermo te rompo el otro ala, ¿entendido?
El cuervo graznó como si estuviese ofendido y aleteó hasta el fondo del corral.
—Buenas noches, Dunc —le dijo Conall riéndose.
Ya no estaba nada celoso. Cuánto quería a su hermano.

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—Buenas noches, buenas noches —dijo Duncan, despidiéndose también con la mano,
y se perdió entre las sombras andando como un pavo.
Conall se acercó por fin a Eve y la abrazó. Ella le miró sonriendo y Conall se alegró
mucho de que aquella sonrisa no fuera la misma que acababa de echarle a su hermano.
Esta era muy dulce, sí, pero llena de pensamientos íntimos y de deseo femenino.
—Debéis estar agotada, muchacha —dijo Conall con voz grave antes de besarle la
coronilla.
Después de haberse pasado la noche en vela, preocupada por Alinor, y el día entero
atendiendo a Duncan, Conall se sorprendió de que Evelyn aún pudiera tenerse en pie.
—Estoy bastante cansada —admitió ella—. Pero no tengo sueño. —Con las palmas de
las manos le acarició la espalda hacia abajo y le agarró las nalgas.
Conall se sintió gratamente sorprendido y francamente excitado.
—Es una lástima que tengamos compañía —susurró ella, y se puso de puntillas.
Conall agachó la cabeza.
—Lo saco a la nieve. —Y lo decía en serio; especialmente cuando llegó la voz de
Duncan desde la oscuridad de la parte más baja de la cabaña.
—¡Si no tenéis sueño, señora, pedidle a Conall que os hable del nudo que lleva atado
al cuello!
Eve lanzó una mirada inquisidora al cuello de Conall y luego a su cara.
—¿Es que tiene historia? Yo pensaba que era sólo… no sé, un adorno. —Subió un
brazo como si fuera a tocar el nudo con los dedos.
Conall cerró el puño sobre él antes de que ella pudiera echarle mano, tratando de
ignorar la expresión dolida de sus ojos.
—Es una larga historia, Eve. Demasiado larga para lo tarde que es. Tenéis que
descansar.
Eve se quedó mirando el puño de Conall con el gesto torcido. Por lo visto, no pensaba
dejarle ni que contemplara el nudo. Debía ser algo demasiado doloroso todavía,
demasiado íntimo. El quería guardar sus recuerdos agridulces con cautela para sí mismo
una última noche antes de abrir su alma.
—Os lo contaré por la mañana —le prometió.
Y eso también lo dijo en serio.

172
Capítulo 15
EVELYN no pudo evitar sentir un arrebato de tristeza al levantarse por la mañana y ver
que Duncan, en efecto, ya no estaba. Había disfrutado mucho de la compañía de su cuñado
recién conocido. (Ciertas cosas de la personalidad del menor de los MacKerrick la
reconfortaban y la deleitaban profundamente, y Evelyn estaba deseando volver a verlo.
En su nuevo hogar: el pueblo de los MacKerrick. Allí donde Conall y ella iban a criar
a su bebé.
Si ella sobrevivía al parto.
Evelyn apartó la vista de la vasija que tenía al fuego en el instante en que Conall
aparecía por la puerta, mojado de la lluvia que caía fuera como lienzos de bruma. Eve
alcanzó a ver el estofado de niebla que se cocía en la olla del claro antes de que él cerrase
la puerta.
Conall traía consigo dos cubos de agua de un arroyo cercano —la lluvia había hecho
que la nieve desapareciera casi por completo— y los dejó al lado de Evelyn, junto al
fuego.
—Nos vamos a empapar —dijo al soltar los cubos sobre las losas irregulares del suelo
—. El arroyo está creciendo bastante rápido. Y viene más lluvia por el norte y por el oeste.
Evelyn suspiró, y la melancolía se apoderó de ella aun con más fuerza que antes. Y
Conall aquella mañana parecía igual de preocupado e irritable que ella. Cuando la nieve
no los tenía atrapados a todos dentro de la cabaña, los retenía la lluvia, que iba a convertir
el claro que los rodeaba en una ciénaga. Evelyn pensó en la cantidad de barro que los
distintos pies, patas, garras y pezuñas iban a arrastrar al interior de la cabaña.
Por lo menos, Alinor parecía haberse recuperado ya de su afán de exploración de la
noche anterior. La loba mostraba poco interés por incordiar a los ocupantes de la casita o
por salir corriendo al bosque de nuevo como una salvaje. Pero, por lo visto, era la única
que no estaba deseando escapar de aquella vivienda en la que se hacinaban. Evelyn echaba
de menos la luz del sol y los pastos verdes. Un paseo largo y placentero para estirar los
músculos entumecidos, lejos del humo de turba descompuesta.

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La idea de tanta libertad le recordó la tarea que se había propuesto para aquel día.
Revolvió el guiso por última vez antes de quitar el cucharón de mango largo que estaba al
borde de la vasija y le volvió a poner la tapa. Se levantó soltando un gruñido —le daba la
impresión de que se iba poniendo más gorda por momentos— y se dirigió al corral para
coger al cuervo de donde estaba posado.
—Hoy voy a comprobar cómo va el ala de Sebastian —le anunció a Conall mientras
estiraba con cuidado el apéndice del pájaro en toda su negra amplitud—. Parece que ya
está bastante fuerte.
—Gracias a Dios —farfulló Conall con cara de hastío. Había cogido del estante la
piedra de afilar y estaba aguzando la hoja de su cuchillo—. Ese pájaro condenado no ha
hecho más que darme pesadillas, posado en la cama toda la noche, observándome mientras
dormía. —Miró a Sebastian con mala cara—. ¡Adiós y buen viaje, ruidoso del demonio!
—¡Conall MacKerrick! —Evelyn abrazó al pájaro en su seno a pesar del graznido de
protesta—. ¡Qué vergüenza! Sebastian lo único que ha hecho ha sido portarse bien. Es una
criatura muy inteligente y vais a herir sus sentimientos.
—Bah —se burló Conall, aferrándose a su expresión amarga y concentrándose una vez
más en su cometido—. Abrid la puerta y lanzadlo afuera, digo yo. A él y al maldito roedor.
—Alguien está hoy de mal humor. —Sebastian se revolvió en los brazos de Evelyn,
como si percibiese que su libertad estaba cerca, y a ella la conciencia le pegó un pellizco.
Tal vez debiera soltar a Bigotes también. El tiempo había mejorado, al menos lo
suficiente como para que aquella criaturita no se congelase antes de encontrar una guarida
seca y de su agrado, pensó Eve.
Además, Conall y ella —y Alinor, Bonnie y Robert— pronto se marcharían de la
cabaña. Sería mucho mejor para los animales que los soltase ahora, por si tuvieran que
volver. A Evelyn no se le pasó por la cabeza liberar a Robert —después de todo, aquel
animal había sido un regalo de Duncan.
Eve suspiró.
—Muy bien, Conall. —Se colocó a Sebastian bajo el brazo y fue hasta el estante para
coger el barreño poco profundo de madera.
Conall la estaba contemplando con cara de sorpresa cuando ella se volvió, con las
manos llenas de animales.
—¿Qué? —le espetó de golpe.
Conall bajó de nuevo la vista a la hoja de su cuchillo.
—Nada, Eve. Seguid a lo vuestro.
Evelyn tuvo que hacer malabarismos para poder abrir la puerta con el barreño de
Bigotes y, como Conall no se ofreció a ayudarla, se puso aún de peor humor. Salió a la
llovizna y fue dando zancadas hasta el tocón que había cerca de la cabaña para depositar
allí el barreño.
Se puso a Sebastian entre las manos y levantó al pájaro para mirarle a aquel ojo

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amarillo que le mostraba.
—¿Estás preparado para esto, mi niño? —le preguntó en voz baja, y tuvo que
parpadear por la densa lluvia que le corría por las pestañas.
Be-bé, graznó Sebastian.
Evelyn asintió sucintamente. Apoyó al cuervo sobre el tocón, amplio y liso, junto al
barreño, y poco a poco apartó las manos con cierta reticencia.
Sebastian se sacudió en un alboroto de plumas y se tambaleó ligeramente. Entonces,
dio un saltito experimental hasta el borde del tocón y giró la cabeza brillante para
examinar el suelo, el bosque, el claro y el cielo amplio y bajo que los cubría. Volvió a
graznar y Evelyn contuvo el aliento.
El cuervo se echó un poquito hacia delante, estiró las alas hasta abrirlas del todo y se
puso a revolotear. Recorrió poca distancia —cosa de tres metros— antes de aterrizar a
trompicones, expresando su indignación mediante un graznido. Correteó un poco, dio
unos saltitos y empezó a aletear.
—¡Continúa! —le gritó Evelyn con un nudo en la garganta—. Puedes hacerlo,
precioso. Inténtalo de nuevo.
El pájaro se volvió para mirarla por última vez. Entonces volvió a lo suyo, se dio un
impulso colosal con las alas…y despegó del suelo, elevándose cada vez más a través de la
neblina.
Evelyn se puso de puntillas y aplaudió entusiasmada, a pesar de las lágrimas que le
brotaban de los ojos. Contempló con orgullo cómo Sebastian sobrevolaba el claro en
círculos. Lo hizo tres veces y luego desapareció entre la niebla sobre el manto de árboles.
Los ecos de sus graznidos de alegría llegaron muy debilitados a los oídos tristes de
Evelyn.
Ella respiró hondo y volvió al tocón. Desató el cordel que había alrededor de la tapa de
cuero del barreño y lo abrió para ver al ratoncito gris que estaba agazapado en el interior,
observándola con sus ojos negros diminutos.
—Muy bien, amigo mío —le susurró—. El bosque es todo tuyo.
El ratón permaneció inmóvil, de modo que Evelyn se vio obligada a inclinar el barreño
hacia un lado para que el ratón cayera sobre el tocón. Bigotes se sentó sobre las patas
traseras y olisqueó el aire con mucha delicadeza.
—Vamos —lo animó, dándole una palmadita en el trasero.
El ratón se puso a cuatro patas, atravesó el tocón a la carrera, bajó por el lado más
escarpado para llegar al barro agrietado y, pasado un instante, Evelyn ya lo había perdido
de vista entre el revoltijo de hojas mojadas y podridas.
Se sintió bien. Y triste.
Recogió el barreño, vació la suciedad que tenía dentro y regresó a la cabaña. Se detuvo
al ver a Conall de pie en la entrada con una sonrisa orgullosa que atenuaba las duras
facciones de su rostro.

175
—Lo he hecho —dijo ella con la voz ronca, y le costó mucho decir aquellas simples
palabras.
—Habéis hecho bien, Eve —dijo él, y estiró los brazos hacia ella.
Ella se arrojó a sus brazos, sollozando como… en fin, como una damisela que se
hubiera quedado sin sus animales de compañía.
—Ya, ya —la consoló él, acariciándole la nuca y la espalda—. Acabáis de hacer una
buena acción, muchacha.
Evelyn asintió, pero no se atrevió a decir nada, no fuese a perder el control de sus
emociones. Pero dejó que Conall le levantase la barbilla y la besara en los labios.
Y ella le devolvió el beso.
Y luego dejó que la arrastrase al interior de la cabaña y cerrase la puerta tras ellos.

Conall le hizo el amor a Eve lenta y tiernamente, tanto por deferencia hacia su figura
floreciente como por su propio deseo de disfrutar la intimidad que tenía con su mujer.
Cuando hacían el amor era cuando más perfecto resultaba todo; mientras él estaba en lo
más profundo de ella, besándole la boca, no peleaban ni discutían. No hablaban de
pueblos, de familias, de viajes ni del futuro incierto que les aguardaba. Ni de secretos,
miedos o arrepentimientos. Era sólo un embriagador intercambio entre dos amantes, donde
Conall le mostraba con su cuerpo a Eve lo que no podía expresar con palabras.
Todas las mañanas se despertaba deseando que Eve estuviera a su lado. Quería ver
cómo su cuerpo se ponía cada vez más redondo con su hijo dentro. El pasar de los días en
aquella cabaña, los quehaceres diarios, simples y duros a la vez, y el cuidado de los
animales, empezaron a resultarle muy placenteros y le aportaron una fuerza extraña.
Conall se sentía reconocido como hombre, como esposo, como jefe. Eve le otorgaba un
papel de ayudante que Nonna nunca le había concedido, y la mente, el corazón y el cuerpo
de Conall habían florecido gracias a ella.
El desvanecimiento de la maldición era ahora algo secundario, ya que las otras cosas
que ella le había dado eclipsaban todo lo malo, y llenaban su mundo de luz y de esperanza.
Y de amor.
Y por eso cuando estuvieron ambos agotados, rociados de sudor y tumbados sobre el
camastro en una maraña de brazos y piernas, Conall se sintió preparado para empezar a
echar el pasado en la fosa que ya le había cavado. Le apartó del cuello un mechón largo de
pelo rojizo y se lo puso sobre el hombro.
—¿Os apetece hacer un viajecito mañana, muchacha?
Ella levantó la vista muy sorprendida para mirarlo a través de unas pestañas
puntiagudas.

176
—¿Al pueblo de los MacKerrick? Pero yo pensaba que…
Conall sacudió la cabeza y le pasó la yema de los dedos por los labios suaves. Más que
hermosa, estaba exuberante.
—Hay otro asunto que hace tiempo que requiere mi atención, es algo que hay que
resolver antes de que pueda… podamos… ir a casa.
Más que ver que Eve se relajaba, Conall lo sintió. Le estaba pasando a él una mano
pequeña y suave por el pecho, y jugueteaba con el vello.
—Ah. ¿Y adonde dicta esa resolución que vayamos?
—Tengo que reunirme con el jefe de los Buchanan.
Eve se quedó petrificada, con la mirada detenida en algún punto de la garganta de
Conall.
—¿Por qué?
—Es costumbre que dos clanes que se unen en matrimonio estén al tanto de los hechos
antes de la boda de los pretendientes —dijo él en tono de burla—. Pero como ya nos
hemos saltado la tradición, es tan sólo una cuestión de respeto que informemos a Angus de
nuestra unión y de lo de su futuro… —Conall hizo una pausa y miró a Eve con curiosidad
— ¿sobrino-nieto? ¿Nieto? —Y esperó a que ella lo corrigiese.
Pero aquella corrección no tuvo lugar.
—No creo que ahora sea buena idea, MacKerrick —dijo ella entre dientes.
Apartó la mano de su pecho, se cubrió hasta arriba con la manta y se tumbó de
espaldas.
—¿Por qué? Pensaba que estarías deseando por lo menos conocer a tus parientes y
darle la noticia de la defunción de la vieja bruja a su hermano.
—No habléis así de ella —lo interrumpió Eve.
—Lo siento, muchacha —dijo él ante la oportuna reprimenda, y trató de pasarle un
brazo alrededor para atraerla hacia sí, pero ella se mantuvo firme—. Eve, ¿qué ocurre?
—Es sólo que no quiero ir —dijo ella.
—¿Por qué?
—Porque no, MacKerrick.
Conall torció el gesto. Cierto que Eve había estado últimamente de mal humor y
llevándole la contraria, pero no lograba imaginarse por qué motivo se negaba a visitar a su
familia.
—¿Es por el bebé, Eve? ¿O es por mí? —le preguntó con suma delicadeza, tratando de
comprender—. ¿Acaso teméis que os repudien?
—Eso es exactamente lo que me da miedo.
Aquellas palabras fueron pronunciadas con tanto sigilo que Conall tuvo que inclinarse
hacia delante para atraparlas. Ella volvió el rostro y Conall pudo ver la preocupación en
las profundidades azules grisáceas de sus ojos.

177
—Soy una perfecta desconocida para él. Vos no lo entendéis.
Conall sonrió ante la timidez de ella y le tomó una mejilla con la mano.
—Seréis una sorpresa maravillosa, estoy seguro —empezó a decir él.
Eve esbozó una sonrisa triste.
—No tenéis ni idea.
—Pero Angus se repondrá enseguida de la impresión —prosiguió él, intentando
tranquilizarla respecto a aquella misión, pues aquello era necesario y Eve tenía que
hacerlo—. Al fin y al cabo, ya estamos casados. ¿Qué opción le queda a él, eh? Eso ya no
tiene vuelta atrás. Y el viaje te va a resultar fácil si partimos ya: dos días como mucho,
siguiendo el valle hacia el oeste, hasta el lago Lomond.
Eve se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Debemos ir —insistió Conall—. Es mi deber como jefe del clan. No informar al jefe
de los Buchanan de que me he casado con una mujer de su clan sería una afrenta grave.
Afrenta cuyas consecuencias no se puede permitir mi pueblo. —Se asomó a su cara un
gesto extraño, pero se obligó a continuar—. Ambos pueblos han tenido… ciertas
diferencias desde hace tiempo.
Ella lo atravesó con la mirada.
—¿Cómo es eso?
¿Hasta dónde debía contarle en aquel preciso momento? Conall no se había imaginado
que la cuestión fuese a salir tan pronto a la luz, y no estaba muy seguro de cómo iba a
encajar Eve la historia de la desastrosa aventura de Minerva y Ronan. Sobre todo ahora
que ya contaba con la desaprobación del jefe de los Buchanan.
—Una antigua contienda —dijo por fin—. De poca trascendencia ya, pero no quisiera
arriesgarme a más injurias.
Eve apretó los labios haciendo patente que estaba inmersa en profundas
consideraciones.
—Entiendo —dijo ella al fin—. Podéis ir, pero iréis vos solo.
—Pero Eve…
—No pienso discutir, MacKerrick —lo interrumpió con una tensión creciente en la
voz.
El no quería enfadarla más diciéndole que no tenía elección, pero lo pensó para sus
adentros. No podía llegar él solo al pueblo de los Buchanan con semejantes noticias. Si no
lo mataban nada más revelar su identidad, lo harían en cuanto les contase cómo había
vencido la maldición. Los dirigentes del clan jamás le creerían si no les llevaba a Eve en
carne y hueso para constatarlo.
Conall trató de borrar de su mente aquella oscura imagen de sí mismo con Eve por
delante como si fuera un trofeo o, peor aún, un amuleto protector, porque para él Evelyn
ya significaba mucho más que eso. Pero tal vez el orgullo vengativo de los Buchanan se

178
calmase en cierto modo al saber de la existencia de ella.
Conall decidió que todavía tenía tiempo para convencer a Eve. La dejaría a su aire
durante unos cuantos días para que se lo pensase y llegase ella sola a la conclusión
acertada. Pero irían juntos.
Ella no tenía elección.
—Muy bien —dijo Conall, y la volvió a abrazar por más que ella siguiese guardando
las distancias—. Ya está bien de discusiones por hoy. Pero como marido vuestro que soy,
Eve, os ruego que penséis en ello detenidamente. Espero que me ayudéis a cumplir con
mis tareas, esposa.
Ella asintió severamente y su cabello le rozó el pecho.
—Pensaré en ello.
Conall se tranquilizó, contento de poder tener a Eve en sus brazos durante un buen
cuarto de hora. Casi se había quedado plácidamente dormido cuando la voz grave de Eve
lo despertó.
—Contadme lo del collar.

179
Capítulo 22
EVELYN estaba ardiendo de frío en la infinitud de un infierno gélido. Llevaba dos días
debatiéndose entre los dolores, la fiebre y el delirio de su miedo apabullante. Sólo
encontraba consuelo en los breves momentos de inconsciencia que tenían lugar entre los
ataques, cuando su cuerpo y su mente se quedaban boqueando de desesperación.
Aunque era una desconocida, las mujeres Buchanan la estaban atendiendo
esmeradamente, con cuidado y con cariño. Entre ellas hablaban en voz baja, en gaélico,
pero a medida que fueron pasando las horas, a Evelyn dejó de importarle no entender lo
que decían: por el propio tono y las instrucciones breves y concisas que se daban unas a
otras, quedaba todo tremendamente claro:
La cosa no iba bien.
Aquellas mujeres mezclaron ungüentos y majaron plantas para prepararle unos
brebajes; le cogían las manos a Evelyn y le acariciaban la frente. Pero nada de eso sirvió
para reducir el dolor, la fuerte presión de algo cuyo objetivo parecía ser partirle el cuerpo
en dos.
Su hijo. El hijo de ella y de Conall MacKerrick. Naciendo dos ciclos lunares antes de
lo previsto, con pocas perspectivas de supervivencia.
Evelyn trató de concentrarse y de hacer lo que le aconsejaban las Buchanan, que por
gestos le indicaban que respirase hondo y se doblase por la cintura. Y mientras, odiaba a
Conall MacKerrick. No por el trauma físico que estaba experimentando, sino por no
haberlos amado lo suficiente a ella y a su hijo. La gran casa comunal de Angus Buchanan
hedía a sangre, a sudor y a angustia, y Evelyn sabía que era poco probable que ni el bebé
ni ella fuesen a sobrevivir. Pero si lo conseguía y el niño no, si se quedase sola sin Conall,
sin Alinor, sola en el mundo, Evelyn había tomado la decisión de que se internaría en el
bosque un día y no saldría de ahí nunca más.
Pero parecía que no iba a tener que cargar con ese pecado sobre sus hombros, pues las
voces de las comadronas se fueron apagando en sus oídos hasta formar un silencio gris, y
Evelyn agradeció aquella paz. El dolor agudo se transformó en un manto de estupor

180
ululante y, a pesar de que oía las voces histéricas de las mujeres que la llamaban como si
estuvieran muy, muy lejos, Evelyn dejó que se le cerrasen los ojos y que los latidos lentos
de su corazón la acunasen hasta entrar en un mundo gris que se iba iluminando de blanco.
La silenciosa, fresca y apacible…
…nieve que caía al atardecer.
Estaba en el gran bosque de Caledonia otra vez, pero sin estar allí. Evelyn veía con
toda claridad la piel rugosa de los árboles y olía los detritos hediondos del suelo del
bosque. Por fin era capaz de respirar hondo, de sentir en la piel y llenarse los pulmones de
aquella brisa fresca que ponía los pelos de punta. Pero no se hallaba a sí misma. Era como
si el alma se le hubiese salido del cuerpo para alzarse por los aires, libre del peso y de la
forma, entre las sombras del bosque.
Y estaba nevando. Millones de copos de nieve estrellados caían amablemente a toda
prisa, y sólo se derretían al tocar las flores salvajes que bailaban en oleadas infinitas
alrededor del montículo de piedras que había junto al roble.
En lo alto del montículo estaba sentada Minerva Buchanan, con su rostro marchito
lleno de paz y tranquilidad.
—Hola, Eve —le dijo con una cálida sonrisa, examinando el aire salpicado de nieve
con el brillo de sus ojos negros, como si hubiese advertido la presencia de Evelyn—. Ya
casi habéis terminado, ¿verdad? Me alegro de que hayáis venido.
Evelyn deseaba responder a la anciana. Quería hacerle muchas preguntas en aquel
lugar apacible y silencioso que no albergaba dolor ni miedo alguno. Pero, al parecer, no
lograba encontrarse la voz. El viento sopló con un poco más de fuerza, haciendo que la
nieve cayese sesgada contra los troncos de los árboles que se balanceaban.
—Quiero daros las gracias, Eve —prosiguió Minerva—. Desde que mi hombre y mi
hijo me fueron arrebatados, yo me entregué a los demás. Durante el resto de mi vida me
dediqué a dar para no sentir el vacío de mi corazón, para no derrumbarme por dentro. Le
prometí a Ronan que nuestro amor seguiría viviendo en mí, y estoy contenta de haberlo
cumplido.
»Ahora estoy en mi casa —dijo Minerva con un susurro maravillado—. Mi hijo sabe
de mí. Y es amado. Pronto quedaré libre. —Miró de nuevo entre los copos de nieve—.
Amadlo, Eve. Amadlos a todos. Vos y yo viajamos juntas hasta aquí, cada una de nosotras
aparentemente sola en el mundo. Pero no es así. —Se dio un golpecito en el pecho—. Por
cada dolor que sintáis, yo os doy el triple de amor para que os curéis. Por cada pérdida,
un tesoro nuevo. Por cada lágrima, dos sonrisas.
Minerva hizo una pausa.
—Amadlos a todos —repitió en voz baja— en mi lugar. Yo os los entregué la noche
que me fui de este mundo… ¿os acordáis? ¿Y de la sangre que teníais en el labio? —
Minerva asintió—. Os dolerá durante mucho tiempo, pero… amadlos. Cada uno de ellos
es un regalo.

181
Entonces Minerva giró bruscamente la cabeza y atravesó con la mirada el lugar en el
que Evelyn se imaginaba que ella misma estaba. La vieja bruja tenía los ojos llenos de un
amor suave y eterno, y sonrió.
—Ah, aquí llega mi muchacho. Id en paz, Eve. Id. En paz.

Evelyn volvió en sí en medio de un grito espeluznante. Tenía el cuerpo desbordado de un


dolor abrasador y el rostro de Conall dibujado en la mente con toda claridad. Se oyó a sí
misma gritando el nombre de él.
Lo quería, lo necesitaba. Ay, Dios, cómo lo necesitaba. Sentía un miedo y un dolor tan
espantosos que no le cabían en el alma.
El dolor quiso ceder, pero se arrojó de nuevo sobre ella con una sacudida tal que otro
grito desgarrador le salió de las entrañas.
Entonces, una mano fría y delgada le acarició la frente y, por un instante, Evelyn pensó
que iba encontrar el rostro afilado de Minerva ante sus ojos. Pero no era la madre sino el
hijo.
—Hola, señora —le dijo Duncan con amabilidad—. He venido para ayudaros, así que
prestadme atención. ¿Eve, me oís?
Evelyn consiguió asentir con la cabeza antes de apartar la cara para gritar otra vez. Se
quería morir.
—Vos, mujer. —La voz de Duncan se difuminó al hablar hacia atrás por encima de su
hombro—. Poneos detrás de ella y sujetadla por debajo. Haced que se siente.
Un terror incandescente atravesó el cerebro de Evelyn.
—¡No! —bramó—. ¡Que no me muevan!
Pero advirtió que sus hombros ya se estaban elevando para arrojarla por un precipicio
de dolor inimaginable al mismo tiempo que Duncan aparecía de nuevo ante sus ojos
medio invidentes.
—Hay que hacerlo, señora. ¡Y rápido! —Se puso de rodillas entre las piernas de
Evelyn y le colocó una mano sobre el vientre—. Vamos, Eve, saquemos entre los dos a
vuestro bebé. ¡Ayudadme!
—¡No! —chilló Eve mientras se apoderaba de ella el más violento de los espasmos,
dejándola sin aliento.
Ella quería arquear la espalda y estirar las piernas, pero la mujer que tenía detrás, y
Duncan, que le sujetaba los talones, la tenían doblada como si fuera de caucho.
—¡Por el amor de Dios, Eve, apretad hacia abajo! ¡Ahora!
Evelyn empujó. Y durante el instante cegador y paralizante en que su cuerpo cedió, el
universo se detuvo. Sintió una presión tremenda y luego un vacío; un chorro de su propia

182
sangre salió de su cuerpo y entonces las otras voces rompieron a gritos el silencio
concentrado.
La mujer que le había levantado los hombros se echó hacia atrás para volver a tumbar
a Eve y Duncan sujetaba en alto, por los tobillos, una masa pequeña y lánguida, de carne
roja, mojada y sin pelo sobre su vientre deshinchado.
—Detened la sangre, detened la sangre —ordenó mientras se ponía al lado de Evelyn.
Duncan le cogió los brazos mustios y le colocó en ellos el cuerpo aún caliente del
bebé.
—Sujetadlo, señora. Sujetad a vuestro hijo.
Ay, era un niño. Y no se movía. Tenía los ojos cerrados, no se le movían las costillas
bajo la piel fina y nueva. Entre las piernas, Evelyn tenía a dos mujeres que se empleaban
con trozos grandes de tela, agua y hierbas, pero ella no notaba que le estuviesen haciendo
nada.
—¿Duncan? —gritó Evelyn—. ¡Duncan!
—Sujetadlo bien —insistió Duncan, y metió un dedo en la diminuta boca abierta y
presionó hacia abajo para soplar con fuerza en la cara del bebé una, dos y hasta tres veces.
Sacudió aquella espalda tan tierna y le dio una palmada firme.
—¡Vamos, muchachito! —le gritó.
Evelyn estaba sin palabras, pero soltó un grito de pavor cuando la piel enrojecida
empezó a ponerse de color lavanda.
Entonces, aquel pechito se hinchó, un brazo increíblemente pequeño salió disparado y
un maullido lloroso borboteó entre aquellos labios regordetes y azulados.
—¡Bebé! —sollozó ella—. ¿Oyes a tu madre? ¡Respira para que yo te vea!
Volvió a oírse el maullido, luego una tos jadeante y, por fin, un lamento largo y agudo.
Duncan soltó una carcajada triunfante y se puso un poco más cerca de Evelyn para
darle un beso en la frente a ella, y otro al bebé que seguía llorando.
—¡Lo habéis conseguido, señora! —Pletórico, les dio un abrazo a ambos—. ¡Lo
habéis conseguido!
Evelyn estaba exhausta, pero un alivio muy placentero la invadió mientras una de las
comadronas frotaba enérgicamente con un paño de lana suave al pequeño ser que
descansaba sobre su pecho. La cabeza le daba vueltas y tumbos, como si estuviese en
medio del mar, y Evelyn sintió que se desvanecía. Veía doble y borroso.
—Duncan —susurró contra la cabecita suave del bebé—. Muchas gracias. Yo…
—Ya, ya —la acalló Duncan—. Reservad las fuerzas que tengáis.
Pero tenía que decirlo, por si no regresaba del lugar silencioso que la reclamaba de
nuevo.
—Lo amo, Duncan. —Trató de enfocar el rostro del bebé, de memorizar cada uno de
sus rasgos diminutos pero perfectos, para llevárselos consigo—. Decídselo. Decídselo a

183
los dos.
Evelyn se desvaneció. Y esta vez no tenía miedo.

Conall se sentó delante de la lumbre fría en la cabaña de Ronan, contemplando las brasas
apagadas. Le dio la impresión de estar mirando su propio corazón: vacío, olvidado,
abandonado.
Llevaba dos días solo en la cabaña. Había mandado a Lana de vuelta al pueblo de los
MacKerrick tras haber pasado una semana juntos. Ella era su madre y todavía la quería,
pero después de enterarse de su pasado, de sus errores, Conall se conformaba con ser
capaz de reconocer su existencia. No supo encontrar una respuesta cuando Lana le
preguntó qué debía contarles a los del pueblo. A decir verdad, no le importaba lo que les
dijera. Conall y su madre no habían vuelto a hablar de Duncan desde que salieron de la
casa del jefe de los Buchanan. Si no iba acompañado de su hermano —su primo, mejor
dicho— y de su mujer, Conall no quería regresar a su pueblo.
Necesitaba pasar un tiempo a solas, para pensar.
Debía encontrar la manera de llegar a Eve, de demostrarle lo mucho que la amaba en
realidad, por sí misma, no por lo que en su día pensó que ella le podía aportar. Conall
quería que ella fuese su esposa y su amiga, para siempre. Quería que criasen juntos a su
hijo, como una buena familia. Pero él le había hecho tanto daño, la había empujado hacia
el peor de sus miedos para luego abandonarla, inducido él por los suyos propios.
Habría dado cualquier cosa, lo que fuese, por volver a verla, a hablar con ella, por
saber que se encontraba bien. Cómo la echaba de menos allí, en la misma cabaña donde se
enamoró de ella. Cada centímetro cuadrado de aquel espacio, cada hora vacía, suspiraba el
nombre de ella. Conall no comía y apenas podía dormir. Su única ocupación era mirar la
lumbre con pena y pensar, pensar. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a resolver esto?
Oyó un crujido en la puerta como si viniera de muy lejos, pero no hizo caso, creyendo
que no era sino el viento. Sólo quería que el mundo lo dejara tranquilo. No se habría
inmutado ni aunque fuese el lobo gris vengativo.
—Tienes un hijo.
La combinación entre la voz familiar de Duncan y el significado de aquellas palabras
hizo que a Conall se le parase el corazón. Giró lentamente la cabeza como para que, si se
trataba de un sueño, no se desvaneciera.
Duncan terminó de entrar en la cabaña y soltó un fardo enorme junto al hogar.
—Sabía que te iba a encontrar aquí, pedazo de cobarde —le dijo secamente, con una
expresión inescrutable al tiempo que se ponía a avivar las llamas del fuego.
Un fuerte zumbido le bloqueaba el cerebro a Conall. Sacudió la cabeza pero no logró
librarse del ruido.

184
—¿Qué has dicho? —le preguntó con la voz ronca por la falta de uso.
La amarga mirada verde de Duncan se posó sobre Conall, pero sólo brevemente.
—Te he llamado cobarde, MacKerrick. ¿Quieres desafiarme por ello?
—Te guste o no, tú también eres un MacKerrick, Duncan —apuntó Conall—. Pero yo
digo antes de eso. ¿Un hijo?
Duncan se quedó en silencio hasta que las llamas treparon por el combustible nuevo
que acababa de echar a la lumbre. Luego rebuscó en su fardo y sacó un jarro. Después de
darle un buen trago, le puso el tapón y se lo lanzó a Conall por encima del fuego
humeante.
—Bebe. Eres padre.
Conall apreció entre sus manos el tacto liso y pesado del jarro, olió aquel perfume
embriagador que llegaba hasta el techo, pero era como si el mundo se hubiese parado.
—¿Eve… Eve ha tenido el bebé? —susurró.
Duncan asintió brevemente.
—Sí.
—Pero es demasiado pronto —argumentó Conall, como si con eso pudiera convencer
a Duncan y deshacer lo que ya estaba hecho—. Hasta septiembre, o agosto por lo menos…
:—Se ha adelantado —lo interrumpió Duncan—. Ha sido espantoso, Conall. Tienes
que saberlo.
La sangre se le convirtió en hielo y la garganta se le cerró.
—¿Y Eve? —logró decir.
Duncan se quedó mirando el fuego, con el rostro sombrío y demacrado.
—Perdió mucha sangre. Dos días pasó de parto. El muchacho no quería salir.
—Eve ha… ha muerto, ¿verdad? —dijo Conall en un susurro, aunque por dentro su
mente estaba gritando.
Sintió que nunca iba a poder parar de gritar.
Duncan frunció levemente el ceño y luego bajó la mirada.
—Eres un perfecto cretino. ¿Tan bajo concepto tienes de mí que piensas que no habría
mandado a buscarte? ¿Que habría venido hasta aquí y no te lo habría contado nada más
entrar?
A Conall se le despertó una esperanza. Una centella de un verde tímido en el fango
negro de su corazón.
—¿Está viva?
Duncan se puso en pie de un salto y estiró sus brazos de alambre.
—¡Pues claro que está viva, comestiércol! ¡Dios, Conall! —Recogió el fardo—.
¿Sabes lo que te digo? Que aquí te quedas. Recorro todo este camino, a pesar de que juré
que no lo volvería a hacer, por ti… por Eve… y me tratas… —Dejó la frase sin terminar y
se fue hacia la puerta hecho una furia.

185
Pero Conall se levantó del taburete y se lanzó a sujetar a Duncan por las rodillas,
consiguiendo que el más pequeño de los dos cayera gritando. Agarró a Duncan por la
parte delantera de la túnica harapienta y lo puso de pie.
—No irás a ningún sitio hasta que me cuentes en detalle —resplandecía de ira— qué
ha pasado con mi mujer y con mi hijo. ¿Están bien? ¡Dime! —Y sacudió a Duncan como
si fuese una rama de hojas secas.
—Tu hijo —Duncan escupió al suelo— es pequeño. Muy débil. Las tres primeras
noches no sabíamos si iba a vivir. Y Eve, lo mismo. Le entró mucha fiebre y aún no ha
podido salir de la cama de lo débil que está. Necesita todas sus fuerzas para amamantar al
bebé.
—¿Cuándo? —inquirió Conall con el estómago revuelto—. ¿Cuándo nació?
—Tenía cinco días cuando me marché. Ahora, suéltame.
Conall se lo quedó mirando.
—¿Te vas a quedar? Cuéntame todo lo que tengo que saber.
—¿Cuál crees que ha sido el motivo principal de mi visita?
Conall abrió los dedos para soltar la túnica de Duncan y se puso a sacudirle la pelusa
que se le había quedado pegada a la ropa, hasta que él le dio en las manos para que las
apartase.
A Conall le resultaba muy difícil mirar a su primo a los ojos. Estaba muy avergonzado.
—Me alegro de volver a verte, Dunc.
Pero Duncan dejó intacto aquel intento de hacer las paces, se hizo con el jarro
olvidado y volvió a su asiento junto al fuego. Conall enderezó el taburete y se sentó.
—Pensé que te habías marchado del pueblo de los Buchanan —empezó a decir de
nuevo, desesperado por retomar el diálogo con aquel hombre.
—Y así fue —Duncan bebió del jarro—. Pasé un par de días en el bosque. Pero luego
volví.
—¿Por qué?
—Algo me empujó a regresar. Sentí que hacía falta. Que Eve necesitaba ayuda —
Duncan hizo una pausa—. Y porque te había prometido que yo cuidaría de ella si tú no
podías.
Conall sintió una opresión en el pecho y un líquido caliente que le inundaba los ojos.
Aquel hombre que tenía sentado delante… Conall se lo debía todo. Trató de recomponerse
lo bastante como para poder hablar.
—¿Te mandó ella a buscarme? —preguntó cargado de esperanzas, rezando para sus
adentros que la presencia de Duncan fuera una señal de perdón.
—No. —Aquella respuesta tan breve dejó a Conall destrozado, antes incluso de ver la
pena en los ojos de Duncan—. Te ama… me lo ha dicho ella… pero no quiere verte.
—Por lo que le hice. Por la mentira. —No fue una pregunta.

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—Sí, por lo que le hiciste.
Un brote de rabia cobró vida en la mente de Conall.
—¡Pero ella también me mintió!
Duncan asintió.
—Sí, pero lo hizo para salvar su vida. Tú le mentiste para alimentar tu orgullo, tu
egoísmo.
Conall se dejó sacudir por aquella verdad y se rindió a la evidencia sin tratar de
resistirse más. Agachó la cabeza, porque le pesaba demasiado para mantenerla erguida.
—Entonces, ¿por qué has venido? —preguntó—. ¿Para castigarme?
—No, tarado —se burló Duncan—. He venido para ayudarte a recuperarla.
Conall levantó la vista lentamente para mirar a su primo.
—¿Te parece posible?
—Si te quedas aquí plantado como el musgo en una piedra no, de eso estoy seguro.
A pesar de su sufrimiento, Conall advirtió que estaba sonriendo.
—Pero, ¿cómo? Haré lo que sea, lo juro.
—Debes ir a buscarla. Cortejarla. Vencer su determinación. Angus Buchanan los ha
acogido, a ella y al bebé.
—A mi hijo —aclaró Conall.
Duncan apenas arrugó la frente.
—Los ha acogido a ambos como miembros de su familia, y están bajo su protección.
Igual que yo. Tendrás que ganarte también al jefe de los Buchanan. Demostrarle tu valía.
Conall se puso en pie.
—Perfecto. ¿Cuándo partimos?
—Ay, ay. No tan deprisa —le dijo Duncan—. Tienes prohibida la entrada al pueblo de
los Buchanan. Hay orden de hacerte picadillo si te encuentran por esas tierras.
Conall se llevó las manos a la cabeza, suspirando.
—¿Cómo hago entonces?
—Irás con buenos modales y demostrando respeto —insistió Duncan—. Como debiste
haber hecho hace muchos años. Primero tienes que hablar con el jefe de los Buchanan.
Pídele que te conceda una audiencia. Cuéntale lo mucho que amas a Eve y cuáles son tus
intenciones.
—Por supuesto —se apresuró a asegurarle Conall.
—Pero —Duncan levantó un dedo—… Eve ha jurado no volver contigo jamás. No
quiere ser la esposa del jefe de los MacKerrick. No es ni una marioneta ni un trofeo, y no
está dispuesta a permitir que la vuelvas a tratar así, ni a ella ni al bebé.
Conall frunció el ceño, pero luego se dio cuenta de que Duncan aún no lo entendía.
—No podría hacerlo, Dunc —le dijo en voz baja—. Ni aunque quisiera.

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—¿Y eso por qué?
—Duncan —Conall tragó saliva—, tú eres el jefe de los MacKerrick.
Duncan apretó los labios y arrugó la barbilla, pero una sola vez.
—Esperaba que… que dijeras eso.

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Capítulo 6
LA tormenta se calmó a la mañana siguiente, dejando el bosque y el claro que rodeaba la
cabaña del valle cubiertos de una capa de nieve blanca y nueva.
Evelyn se encontraba mucho mejor al levantarse —esta vez sola, por suerte—, aunque
advirtió con desasosiego que tenía mucho más frío sin la figura sólida del highlander
tumbada a su lado.
Pecadora.
MacKerrick ya estaba despierto y andaba de un lado para otro, cavando en el corral de
la oveja para acomodarla allí. Cuando terminó, dejó a Alinor suelta y cogió unas trampas
que había fabricado. Salió de la cabaña cuando ya Evelyn se había aventurado en la
mañana helada, después de preguntarle cortésmente por su salud y recomendarle con
respeto que se quedase en la cabaña hasta que él volviera.
Evelyn aprovechó el tiempo que estuvo sola para lavarse la cara y las manos, para
enjuagarse la boca y ordenar las cosas del miserable estante. Una vez hecho eso, recogió
los trozos de paño inservibles y se deshizo de la capa superior de ramas de pino que cubría
el suelo de los establos.
Recorrió con la mirada la casa vacía. Estiró la manta de lana sobre la cama.
Se desenredó el pelo y se hizo una trenza.
Preparó un nuevo cántaro de infusión de pino.
Esperó a que volviera MacKerrick.
La asaltó un ligero mal humor al darse cuenta de que, después de pasar acompañada
sólo un par de días, ya no le gustaba tanto estar sola en la casita. Tampoco es que
MacKerrick y ella se hubiesen vuelto los mejores compañeros del mundo, pero era
agradable tener alguien con quien no hablar si una no quería.
Oyó los ladridos agudos de Alinor, que estaba fuera y, agradecida por tener algo que
hacer, Evelyn se acercó a la puerta y la abrió para asomarse a ver qué pasaba.
La loba corría como loca en semicírculos delante del corral donde estaba metida la
oveja de MacKerrick, esparciendo la nieve por los aires, y a continuación se tumbaba

189
meneando la cola durante un instante para luego empezar de nuevo, ladrando y saltando.
La oveja imitaba las travesuras de la loba, trotando por todo el cercado sin parar de dar
vueltas, y esperaba a que Alinor volviese a empezar.
—Cómo lo estamos pasando, ¿eh? —las llamó Evelyn.
Alinor levantó la mirada ante el sonido de la voz de Evelyn y soltó un ladrido agudo.
La oveja también se detuvo a mirarla llena de expectación.
—Huy, a mí no me miréis —se rió Evelyn.
Alinor corrió un poco hacia ella, volvió a ladrar y se echó sobre las patas delanteras,
meneando la grupa con entusiasmo.
Juega.
La oveja baló imitando la orden de Alinor.
Evelyn sonrió de nuevo, salió por la puerta y se agachó para coger un puñado de nieve.
La apretó firmemente y se la tiró a Alinor, que la atrapó al vuelo como una experta y la
redujo a polvo otra vez. La loba jadeaba con el hocico lleno de nieve y volvió a ladrar
juguetona.
¡Juega! ¡Juega!
Evelyn le estuvo tirando bolas de nieve a la loba, mientras la oveja balaba de alegría,
hasta que notó que las manos le palpitaban entumecidas y el dobladillo del vestido
empapado le rozaba, frío y húmedo, los tobillos.
—Ya está bien, Alinor —dijo, jadeando un poco ella también.
Alinor se tiró de costado y se puso a rodar por la nieve. Evelyn estaba contenta de
haber hecho feliz a la loba.
—Vamos a ponerte nombre a ti también, pequeña —dijo Evelyn, apartándose de los
ojos los mechones sudados de pelo rizado y mirando a la ovejita marrón que aguardaba
pacientemente en el corral—. A ver… ¿qué te parece Bonnie? Es un buen nombre para
una hermosa montañesa —dijo imitando el acento tic MacKerrick.
La oveja baló alegremente.
Estaba Evelyn echándoles a las dos la última sonrisa antes de meterse otra vez dentro
cuando Alinor pegó un brinco y se plantó mirando al bosque con el pelo del lomo erizado.
Le salió de dentro un gruñido grave. Evelyn miró a la pared de árboles, pero no vio nada.
Alinor volvió a gruñir, esta vez con más insistencia.
Un intruso.
Un extraño.
Un escalofrío recorrió la piel, ya de por sí fría, de Evelyn, y sus pensamientos se
empujaron unos a otros intentando ordenarse. Si venía un desconocido y MacKerrick aún
no había vuelto…
¿Qué…? ¿Quién…? Podrían tratar de llevarse la oveja. Podrían hacerle daño a Alinor.
Podrían…

190
Evelyn se esforzó por correr con las faldas mojadas, dando zancadas grandes e
irregulares por la nieve espesa hacia el corral, mientras Alinor permanecía en guardia, sin
parar de gruñir. Abrió el cercado y le enredó una mano en la lana a la oveja para sacarla de
allí a rastras.
—¡Alinor! ¡Alinor, ven aquí! —ordenó Evelyn todo lo alto que pudo a la vez que
tiraba de Bonnie hacia la cabaña, con el corazón saliéndosele del pecho—. ¡Alinor, ven!
La loba por fin se dio la vuelta y corrió hacia la cabaña, justo cuando Evelyn estaba
abriendo la puerta. Tiró de los dos animales hacia dentro y echó la tranca.
—Buenas chicas —jadeó.
La oveja se fue derecha a su corral y Alinor la siguió, quedándose de guardia a la
entrada. Evelyn se puso de rodillas para mirar por el agujero del nudo.
Examinó detenidamente el claro de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Y
entonces vio la figura que salía de entre los arboles como si fuera un tronco más.
Era un hombre.
Y no era MacKerrick.
Conall iba andando con mucho esfuerzo por la nieve endurecida después de haber
colocado sus dos trampas, con trozos secos de zanahoria, en sitios por donde era probable
que anduvieran presas pequeñas. Esperaba, por lo menos, atrapar algún pájaro, pero tenía
la esperanza secreta de que cayera una liebre montañesa hambrienta.
Hacía mucho frío, y Conall aceleró el paso, ansioso de regresar a la agradable cabaña y
a la más que enigmática muchacha que la habitaba. Que Eve era un misterio no hacía falta
ni decirlo, con aquella forma correcta de hablar inglés, aquel pasado conflictivo y aquel
miedo secreto. Conall deseaba ayudarla, pero le desconcertaban los razonamientos de ella
y su extraña familiaridad con la enorme loba negra. Le pareció que en toda su vida jamás
había tenido tantas cosas que preguntarle a otra persona, pero sabía que, por el bien de su
pueblo, debía tomarse su tiempo y no presionarla. A Evelyn, aquel viaje largo y peliagudo
hasta la cabaña de Ronan le habría suavizado los ánimos y Conall sospechaba que, ahora
que estaba recobrando las fuerzas, se iba a alejar de él.
Y era una Buchanan: la más testaruda y vengativa que se hubiera visto jamás.
Ya tendría tiempo para descubrir todos los secretos de Eve una vez que estuvieran
casados. Lo único que Conall tenía que averiguar ahora era cómo hacer que eso sucediese.
Ya estaba llegando al límite del bosque cuando, de repente, se quedó petrificado y cayó
como un yunque sobre la nieve, con el corazón latiéndole tan fuerte que le pareció que se
debía oír desde Inglaterra. Se quedó temblando en silencio detrás de un árbol enorme hasta
que se recompuso del susto. Ahí, en mitad del claro, había una figura mirando hacia la
cabaña, de espaldas a Conall y al bosque. Conall echó un vistazo a través del brillo claro
de la nieve en busca de Eve pero, por suerte, no la vio. Comprendió que tenía que atraer al
hombre hacia el bosque y averiguar quién era antes de que decidiese entrar en el refugio.
Conall cacareó como una gallina, bajito, una sola vez.

191
Fue lo primero que le vino a la mente, pero se sintió bastante orgulloso de su idea.
¿Quién esperaría oír a una gallina en el bosque en mitad del invierno?
El desconocido se dio la vuelta de inmediato, pero Conall no distinguió los rasgos de
aquel hombre, abrigado como iba de la cabeza a los pies para protegerse del frío glacial, y
con la figura deformada por el bulto enorme que llevaba a la espalda. El intruso miró hacia
los árboles.
Conall volvió a cacarear.
Aquello tuvo el efecto deseado. El viajero desconocido se volvió hacia el bosque, con
pasos cuidadosos, moviendo la cabeza tapada en busca del ave inexistente.
Más cerca, se dijo Conall, sólo un poco más cerca…
Cuando el desconocido estuvo a su alcance, Conall salió de un salto. Se tiró en plancha
con los brazos en cruz y agarró al intruso por las rodillas, rugiendo como una bestia. El
recién llegado gritó mientras caían los dos al suelo, y Conall se subió encima de aquel
hombre, blandiendo la daga, hasta encontrarse cara a cara con el visitante, que no paraba
de gritar. Conall le puso la punta de la daga debajo de la barbilla.
Era su hermano.
—Ay, por el amor de… ¡Duncan! ¡Duncan! —vociferó Conall para que se le oyese por
encima de los gritos estridentes del otro, y le dio dos bofetadas—. ¡Deja de chillar, que
soy yo!
Duncan cerró la boca muerto de miedo, y miró a Conall con sus asilvestrados ojos
verdes.
—¿Conall? —Y se puso a hacer aspavientos—. ¡Maldito cerdo desgraciado, hijo de
perra inglesa, comestiércol!
Conall se puso de pie y tiró de Duncan, que seguía maldiciendo tumbado sobre el
suelo.
—¡Malnacido! Por poco me matas del susto, jabalí sarnoso. —Duncan se sacudió la
nieve, que tenía hasta en la boca—. Y yo dejándome la piel para traerte víveres con este
tiempecito por pura generosidad hacia ti, verga de rata traicionera.
Conall no pudo evitar echarse a reír.
—¿Pues no me acabas de llamar verga de rata traicionera?
—Al infierno contigo —farfulló Duncan.
El escuálido hermano de Conall se volvió a echar a la espalda el fardo que traía.
—¿Por qué me has atacado de esa manera? Por Dios, Conall, ¿quién iba a tener los
arrestos necesarios para andar por estos bosques con el frío que hace?
—Pues… —Conall se detuvo.
Le había prometido a Eve que no le iba a revelar su presencia a nadie y tenía que
cumplir su palabra. Además, Duncan tampoco era precisamente la discreción en persona:
como le dijese que estaba compartiendo casa con la joven Buchanan, antes de que se

192
pusiera el sol lo sabría todo el pueblo de los MacKerrick.
Conall tenía sus motivos para esconderle a su clan el secreto de la existencia de Evelyn
Buchanan.
—¿Y bien? —le preguntó Duncan—. No te quedes ahí, mirándome como si fuera el
tronco de un árbol. Tengo las pelotas a punto de congelárseme.
Duncan pasó ofendido por delante de Conall, pero éste lo agarró por el hombro y lo
echó para atrás, y casi lo tira otra vez al suelo.
Duncan se soltó dando un grito, puso la cara delante de la de su hermano y le apuntó a
la nariz con un dedo huesudo y frágil.
—Tú sujétame otra vez, hermano, y… —le advirtió.
—No puedes entrar en la cabaña, Dunc, lo siento.
—¿Y eso por qué, apestoso malnacido?
Conall desvió sin poder evitarlo la mirada.
—Ahora mismo no te puedo decir el porqué. Tienes que confiar en mí.
Duncan lo miró con desconfianza.
—¿Quién hay ahí dentro?
—Nadie —dijo Conall, y sintió que se estaba poniendo rojo.
—¡Mentiroso! Ya me parecía a mí que había oído una voz. ¡Y además —le puso la
nariz contra la barbilla— era una voz de mujer!
Conall negó firmemente con la cabeza.
—¿Quién es, Conall?
—No te lo puedo decir.
—¡Ja! —Duncan pegó un brinco—. ¡Así que es una mujer!
Era en situaciones como aquélla cuando Conall se preguntaba muy seriamente si su
hermano tendría cerebro.
Conall le echó la mano al fardo de Duncan para cambiar de tema.
—¿Qué me has traído?
Pero Duncan se apartó ágilmente a un lado.
—Hasta que no me digas en qué andas metido, nada. —Lo miró, preocupado, de arriba
abajo—. No te habrán secuestrado las hadas, ¿verdad?
—Claro que no.
—Entonces, dímelo o me marcho con el fardo.
Conall cerró los ojos un instante y luego suspiró.
—Duncan, tú eres mi hermano, mi gemelo. Si pudiese decírselo a una sola persona, te
lo diría a ti.
—Pero…
—Sin peros. Confía en mí, Dunc. Necesito tiempo para arreglarlo todo.

193
Duncan puso su peor cara, pero Conall vio que estaba empezando a ceder.
—¿Y qué les digo a los del pueblo? ¿Y a Madre? —le desafió—. Esperan que me
quede aquí unos días.
—Diles que… —hizo una pausa y luego miró a Duncan directamente a los ojos—.
Diles que está todo en orden. Que tengan paciencia, que el jefe de los MacKerrick tiene un
plan para recuperar la buena suerte de nuestro pueblo. Un plan asombroso. Mientras tanto,
tú tomarás el mando en mi lugar.
Duncan lo miró con muchas dudas.
—Un plan asombroso, Dunc —insistió Conall—. De todas formas, no me ibais a creer
aunque os lo contase. Y ahora, dime, ¿qué me has traído?

Evelyn no pudo evitar estremecerse cuando un porrazo enorme sacudió la puerta, como si
alguien estuviese tratando de abrirla de un empujón. Las sacudidas subsiguientes la
hicieron levantarse de un brinco de donde estaba sentada, junto a Alinor y la oveja. Pero
esta vez, Alinor no estaba alarmada. De hecho, iba ya hacia la puerta meneando el rabo y
ladrando alegremente cuando se oyó a MacKerrick llamar desde fuera.
—Abrid, Eve. Soy yo.
Evelyn suspiró aliviada y se acercó a quitar la tranca. Dios del cielo, parecía que
habían pasado horas. Evelyn temía que el highlander se hubiera encontrado con el
desconocido que ella había visto y las consecuencias hubiesen sido nefastas. Abrió la
puerta.
—¿Dónde habéis estado, señor? —preguntó antes de abrir la puerta del todo—. Había
un hombre…
—Lo sé —MacKerrick entró con un abultado hatillo hecho con la tela de cuadros de
su clan, y Evelyn cerró la puerta a su paso—. Era mi hermano, Duncan.
—Ah —Evelyn se decepcionó un poco ante la respuesta fácil de MacKerrick—. No le
habréis dicho nada de mí, ¿verdad?
—No —el highlander soltó el fardo cerca de la lumbre y se agachó—, pero sabe que
hay alguien más en la cabaña.
—¿Qué? ¿Cómo? —Eve pasó por delante de MacKerrick para dejar la daga en su
estante.
Vio los ojos de color ámbar que la miraban y encontró decepción en ellos.
—Os oyó.
Ella puso cara de incredulidad, pero enseguida se dio cuenta.
—Alinor estaba haciendo barullo, he salido a ver en qué andaba y…
—Está bien, Eve —dijo apenas MacKerrick, centrando de nuevo su atención en

194
desatar el fardo—, no pretendo que seáis mi prisionera; sólo os recomendé que no salierais
para asegurarme de que no empeorabais si volvían los lobos grises. Se ve que ya os estáis
recuperando.
—Estoy mucho mejor, sí.
Evelyn se sintió un poco desconcertada por el razonamiento de MacKerrick. De modo
que, además de que la recomendación había sido por su propio bien, él no parecía haberse
enfadado ni lo más mínimo al enterarse de que ella la había desobedecido
deliberadamente. Y eso a pesar de que, en realidad, su preocupación estaba justificada.
—Siento haber salido cuando vos me habíais pedido que no lo hiciese, MacKerrick.
Trataré de tener más cuidado en adelante.
Conall se encogió de hombros, como si lo que ella había hecho lo dejara indiferente.
—A punto ha estado de ser vuestra perdición, muchacha. Si Duncan hubiera entrado
en la cabaña, habríais sido descubierta sin lugar a dudas.
Metió la mano en el fardo y empezó a sacar cosas y a colocarlas en el suelo junto a sus
pies. Alinor apareció al lado de MacKerrick para olisquearlo todo. La oveja también se
acercó con mucho estrépito, haciendo que Evelyn se diera cuenta de que no había cerrado
el corral del animal.
—¿Qué demonios…? —dijo MacKerrick entre dientes cuando la oveja juguetona se
puso a darle topetazos. Pero estaba sonriendo cuando apartó la cabeza del animal hacia un
lado—. Vuelve a tu sitio, alfombra apestosa.
Alinor se puso a trotar alrededor de MacKerrick y empujó a la oveja hacia el fuego. La
oveja baló, protestando flojito.
—Espero que no os importe —dijo Evelyn dubitativa—, pero… Alinor y yo hemos
bautizado a vuestra oveja.
MacKerrick levantó la vista, con una ceja arqueada y expresión divertida. Parecía estar
esperando.
—Bonnie —concretó Evelyn—. Le sienta bien, ¿no?
Conall se rió y siguió desempaquetando el fardo.
—Está bien, muchacha. Aunque os va a dar más pena comeros a «Bonnie» que a una
oveja sin nombre.
Evelyn carraspeó.
—¿Comérnosla?
MacKerrick volvió a levantar la vista.
—No es un animal de compañía.
—Dudo mucho que nos la vayamos a comer, señor —proclamó Evelyn—. ¡A Alinor le
encanta!
—A Alinor le encantará también asada y con un poco de salvia.
Evelyn se estremeció y corrió junto a la oveja. Se puso de rodillas y abrazó a Bonnie

195
por el cuello.
—Bah, no le hagas caso, preciosa. No voy a dejar que te coma —dijo mirando a
MacKerrick.
—Claro que sí, si se nos acaba la comida que tenemos.
—Claro que no, así que ya podéis ser tan buen cazador como proclamáis, señor.

Alinor gimió.
Para sorpresa de Evelyn, MacKerrick se echó a reír a carcajadas, y el tono de su voz,
agudizado por el júbilo, le puso la carne de gallina.
—Ya veremos, Eve. Ya veremos.
El estado de ánimo del highlander parecía cambiar con la misma facilidad que las
llamas de la lumbre.
Como no le veía sentido a discutir ese asunto con aquel hombre, permitió que sus ojos
curiosos recorrieran la línea de objetos que MacKerrick había sacado del fardo.
—¿Por qué ha venido vuestro hermano? —preguntó ella, soltando a Bonnie al ver que
ésta tiraba para acercarse a Alinor—. ¿Hay problemas en vuestra aldea?
—Es un pueblo —corrigió MacKerrick—, y no hay problemas, salvo por la falta de
comida, igual que cuando me marché. Duncan venía a traerme víveres.
—¿Acaso piensa que no sois capaz de cuidaros vos solo?
MacKerrick negó con la cabeza y colocó el envoltorio, hecho un lío y no vacío del
todo, según advirtió Evelyn, ligeramente tras de sí.
—Me fui de repente y, la verdad, no me preocupé mucho de lo que iba a necesitar.
Duncan pensó que ya me estaría haciendo falta un poco de compañía, así que ha venido a
traerme todo lo que encontró suelto por casa.
—¿Por qué os marchasteis de repente?
MacKerrick la miró exasperado.
—¿Es que sólo sabéis hacer preguntas?
—Yo respondí a las vuestras anoche —lo eludió ella impertérrita—. ¿Estabais
huyendo?
—Por supuesto que no.
—¿Os han desterrado?
—No se puede desterrar de su propio pueblo al jefe del clan, Eve. —Conall frunció el
ceño como si esa idea le hubiera dado qué pensar.
—Entonces, ¿por qué?
A Evelyn la seguía picando la curiosidad. No entendía por qué iba un hombre como
MacKerrick a abandonar su hogar de repente en mitad del invierno, sin siquiera los
víveres suficientes para abastecerse.
MacKerrick estuvo callado un buen rato y luego suspiró.

196
—Ya os he dicho que mi esposa… murió. —Se levantó, cogió un saco de contenido
misterioso y se acercó al estante—. No os dije, en cambio, que ha sido hace poco tiempo.
—Ah —dijo Evelyn en voz baja, lamentando haberse negado a dejar el tema.
Por algún motivo, no estaba segura de querer que le recordaran que MacKerrick había
sido un hombre casado. Y ahora Evelyn sabía que su mujer no se había desvanecido
disimuladamente en el pasado lejano del highlander, como a ella le habría gustado creer.
—Estáis de luto, pues. —No era una pregunta.
—De luto, sí —dijo MacKerrick jugueteando con el saco.
—Lo siento mucho, MacKerrick —dijo Evelyn, y se dio cuenta de que era la segunda
vez ese día que se veía obligada a pedirle disculpas.
—No lo sabíais —contestó él, dándole aún la espalda—, no… ¡Aaarghhh!
Evelyn se apartó corriendo al ver el grito de sorpresa del highlander y el salto que
pegó hacia atrás.
—Dios mío, ¿qué pasa?
Entonces, él se echó a reír y se sacó la daga del cinto.
—Nada. Sólo un ratoncito que debió quedarse atrapado en la cebada cuando Duncan la
envolvió. Voy a deshacerme de él.
—¡No! —gritó Evelyn y corrió hacia MacKerrick, sujetándole el brazo en el que tenía
la daga preparada.
—Soltadme, muchacha, o se va a escapar y se va a volver a meter en los víveres.
El highlander trató de librarse de ella, pero Evelyn se le había pegado como una lapa.
—No lo matéis —le suplicó, y enseguida descubrió al diminuto roedor gris de ojitos
negros y brillantes paralizado, escondido entre el saco de grano y el muro posterior de la
cabaña—, que yo lo atrapo —prometió mientras trataba de apartar a MacKerrick del
estante; pero obtuvo el mismo efecto que al tratar de mover una montaña—. Por favor.
Para alivio de Evelyn, el exasperado highlander se apartó resoplando. Ella le soltó el
brazo y él volvió a guardarse el cuchillo en el cinturón.
—Bueno —farfulló Conall—, pero que no se os escape.
Evelyn se acercó lentamente al estante sin dejar de mirar al ratón a los ojos, que le
brillaban por encima de los bigotes temblorosos.
—Con permiso, precioso —susurró, haciendo caso omiso de las risitas del highlander
que estaba detrás de ella—. No tengas miedo, que no te voy a hacer daño.
El ratón permaneció inmóvil. Evelyn se acercó más y chasqueó suavemente la lengua.
Ahuecó las manos y las acercó muy lentamente al animal.
—Ven aquí, precioso —susurró, y volvió a chasquear la lengua—, no te va a pasar
nada.
Le dio un empujoncito con las yemas de los dedos y, de repente, el roedor se le subió a
las manos para, una vez allí, volverse a quedar paralizado.

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Evelyn sonrió y rodeó por completo con las manos aquel cuerpecito caliente.
—Has sido muy valiente —lo elogió.
—Ya veo por qué no os adaptasteis al convento, Eve —dijo a su espalda MacKerrick.
Evelyn cogió aire y se dio la vuelta, preparada para aguantar las consabidas burlas a
causa de su don.
—¿Y por qué fue, señor?
MacKerrick estaba ocupado ordenando las provisiones, pero apuntó con la cabeza en
dirección a las manos de Evelyn.
—Seguramente no tenían bastantes roedores.
Evelyn, dejó escapar el aire lentamente. Pero el highlander aún no había terminado.
—Es evidente que sois una Buchanan —dijo él, ya de peor humor—. No hay uno que
no sea brujo. Perfectamente podríais embrujar al ratón y ponérmelo encima mientras
duermo.
Evelyn no pudo evitar que se le pusiera una sonrisa de oreja a oreja.
Bruja, claro.
Como no se atrevía a echar por tierra su opinión acerca de los Buchanan, pero también
porque sabía que eso molestaría al highlander, Evelyn recorrió la cabaña con la mirada en
busca de un recipiente adecuado.
—Buena idea, MacKerrick —dijo con entusiasmo—. A éste lo voy a llamar Bigotes.

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Capítulo 5
CONALL había acertado al predecir la tormenta. Pasado el mediodía, empezaron a caer
los copos y, cuando la tarde cambió el cielo plomizo por el manto más oscuro de la noche,
una capa nueva de blanco cubría ya el claro con grumos gordos y húmedos, que por lo
fuerte y lo deprisa que caían parecían gotas de lluvia; y no daba la impresión de que fueran
a aminorar. La temperatura se había precipitado casi tan rápido como la nieve, dejando
una costra de hielo sobre todo lo que quedaba más allá de la puerta de madera
desvencijada de la cabaña. El viento los llamaba con susurros sibilantes a través de las
rendijas y de las grietas, como empujándolos a aventurarse afuera, en medio de la brutal
tormenta. Hasta los lobos grises guardaban silencio.
Dentro de la cabaña de Ronan, en cambio, se respiraba paz y tranquilidad. El fuego de
turba ardía alegremente, y una lamparita de aceite, salida del fardo de Conall, les daba un
brillo meloso a las paredes primitivas y al techo titilante. La gran loba negra —Conall ya
casi se había acostumbrado a que tuviera nombre propio— había ido ganando posiciones y
se había tumbado delante del corralito de la oveja, en la parte más baja de la casa, con el
lomo negro reluciente apoyado contra los listones. La oveja de Conall imitaba la pose de
la loba al otro lado de la puerta, las dos bestias espalda contra espalda.
Era una de las cosas más raras que Conall había presenciado jamás.
El propio Conall estaba sentado en el taburete, cerca de la lumbre, trenzando ramitas
verdes para hacer una trampa. El estofado que había hecho antes les duraría a los
ocupantes de la cabaña un día entero, tal vez dos, pero iba a tener que atrapar carne fresca
en cuanto amainara el temporal.
En el camastro, que quedaba a su derecha, dormía Eve. Verla ahí tumbada tan quieta le
produjo a Conall una sensación desagradable en las tripas; se acordó de cuando cuidaba a
Nonna durante sus últimos meses de vida, cuando se encontraba tan débil. Así que intentó
concentrarse en lo que tenía entre manos, que era doblar ramitas y trenzar el cordel. Se
trataba de un trabajo muy monótono, idóneo para meditar. Necesitaba un cuchillo más
pequeño para doblar la parte más corta del cordel y se acordó de la pobre daga rota de
Eve.

199
Dejó la trampa casi terminada en el suelo para levantarse del taburete sin hacer ruido y
dirigirse hacia el estante. Encontró el cuchillo donde ella lo había dejado, pero sus dedos
se detuvieron antes de cogerlo al ver las toscas alforjas que colgaban lacias por debajo del
estante. Conall habría pensado que estaban vacías de no ser por una forma afilada que se
clavaba en la tela rústica de la solapa.
Miró por encima del hombro hacia la cama: Eve seguía durmiendo, de espaldas a la
habitación.
Descolgó las alforjas de su gancho y volvió al taburete. Al mirar dentro, encontró una
superficie de cuero suave, cuadrada, y tan gruesa como sus dos manos juntas. Sacó el
objeto con cuidado.
Se trataba de una piel ricamente curtida. Una correa sujetaba los dos extremos con un
nudo de vid intricado, marcado a fuego en la piel oscura. Conall deshizo el nudo y la piel
se abrió enseguida, revelando su contenido de gruesos pergaminos encuadernados. Conall
se quedó boquiabierto ante la valiosísima pieza y acarició con la mirada los extravagantes
garabatos y la decoración colorida de la primera página. Pasó a la siguiente y fue
recompensado con otra ilustración: toda la página estaba cubierta de volutas y letras
negras pequeñitas. Conall se quedó fascinado. Dejó correr las yemas de los dedos por la
página.
—Es de mala educación coger las pertenencias de otra persona sin permiso.
La voz suave de Eve asustó a Conall, haciéndole pegar un brinco. El pesado paquete
de pergaminos se le cayó de las manos.
La mujer alargó un brazo como para cogerlo antes de que se golpeara contra el suelo
pero, claro, estaba demasiado lejos.
—¡Señor! —le regañó—. ¡Tened más cuidado con ese manuscrito! Es muy valioso,
además de ser sagrado.
Conall sintió que le ardía la cara mientras recuperaba el… ¿manuscrito?
—Pensé que dormíais —ladró, avergonzado de haber sido descubierto mientras
admiraba aquel objeto y de haberlo dejado caer.
—Evidentemente.
—¿Qué es? —preguntó Conall dándole vueltas al manuscrito.
—Es un libro de la Biblia —Evelyn hizo una pausa—. ¿Sabéis lo que es la Biblia?
Conall puso cara de ofendido.
—Claro que sé lo que es la Biblia, mujer. Tenemos un cura que viene al pueblo una
vez al año. No somos salvajes.
—Ah —Evelyn se sentó en la cama—, entonces os pido perdón. —A Conall le pareció
que ya se encontraba mucho mejor—. Si no os importa, ponedlo donde estaba. Es muy
delicado.
Conall no hizo ni ademán de ir a dejar el manuscrito en su sitio. Volvió a abrir la tapa y

200
siguió estudiándolo.
—¿De dónde lo habéis sacado?
—Del convento donde me hallaba internada —dijo Eve bruscamente—. Las monjas se
dedicaban a hacer libros para los curas.
—¿Es el Evangelio? —Conall, maravillado, volvió a pasar las yemas de los dedos por
la página.
—Es el Cantar de los Cantares. Ahora, por favor…
—¿Las monjas os lo dieron?
Eve tardó en contestar, de modo que Conall volvió la cabeza para mirarla. Eve tenía
los labios apretados en una fina línea y las mejillas de color rosa.
—Bueno, no exactamente. Yo…
—¡Lo robasteis! —Conall se rió— Ay, ay, ay, hermana Eve.
—No me llaméis así —protestó Eve—. Yo lo estaba… estudiando cuando me enteré
de que mi padre se estaba muriendo. Me acompañó en el viaje de forma un tanto
accidental. Es sólo que luego no volví al convento tras la muerte de mi padre. —Se
encogió de hombros y desvió la mirada—. No es que lo robase.
—Ah, ya, claro —Conall era consciente de que aún estaba sonriendo— ¿Sabéis leerlo?
Eve asintió.
—Claro que sí.
Conall se levantó del taburete y se arrimó a la cama. Eve torció el gesto cuando lo vio
sentarse al borde del cobertor, pero él se hizo el loco y le entregó el paquete de hojas.
—¿Qué? —dijo ella cogiendo el manuscrito con sumo cuidado.
—Leedme algo.
Eve se volvió a ruborizar.
—Eh… Tal vez en otro momento, MacKerrick. La verdad, todavía estoy cansada,
tengo los ojos…
—Sólo un poquito —insistió Conall. Se inclinó hacia delante y abrió la cubierta—.
Dadme el gusto de oír el Cantar de los Cantares.
Eve suspiró.
—Muy bien —se aclaró la garganta—: El Cantar de los Cantares, de Salomón. ¡Que
me bese con los besos de su boca! Mejores son que el vino vuestros amores. Mejores al
olfato vuestros aromas. Ungüento derramado es vuestro nombre, por eso os aman las
doncellas.
Hizo una pausa.
—Seguid —la apremió Conall.
—Llevadme en pos de vos. ¡Corramos! El rey me ha llevado a sus aposentos. Por vos
nos alegraremos y celebraremos. Recordaremos vuestros amores más que el vino…
Eve cerró de repente el libro.

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—Creo que ya es suficiente.
Conall tenía el corazón acelerado y habían empezado a temblarle las manos, apoyadas
en los muslos como las tenía. El efecto de la voz suave de Eve pronunciando aquellas
palabras tan bonitas —tan sensuales— lo había dejado encandilado.
Quería más.
—No —cogió el libro—, seguid…
Eve puso el libro fuera del alcance de Conall.
—Me canso, MacKerrick.
Conall quería gritarle, exigirle que revelara más del misterio de aquel pasaje
extrañamente erótico, pero sujetó a su impaciencia por el gaznate.
—¿Y mañana? —trató de templar el tono de ansiedad—. Tal vez podríais leer un trozo
cada día. Sería un buen modo de pasar el tiempo.
—Puede —dijo Eve esquiva, sin mirarlo a los ojos—. De momento, me gustaría
levantarme y tomar una taza de infusión, si tenéis hecha.
Conall se levantó enseguida del colchón.
—Os la traigo.
Evelyn salió de debajo de la manta de caballo y el aire fresco de la cabaña le bañó los
tobillos. Se arrimó al borde de la cama con las mejillas todavía encendidas por los versos
que había leído y, con delicadeza, volvió a guardar el manuscrito en su funda. El silencio
de la casa se hizo pesado.
¿En qué estaría ella pensando para leerle a MacKerrick una parte del libro más
provocativo de la Biblia? Pero el highlander enorme no dio la menor muestra de que el
pasaje le hubiera incomodado en modo alguno: sólo se agachó junto al fuego y llenó la
taza de infusión de pino. Para ella.
Alinor deambuló por la cabaña hasta que se subió a la cama y se sentó apoyada en las
piernas de Evelyn, con el lazo que una vez le sirvió de adorno ahora deshecho, sucio y
arrastrando por el suelo. Sólita en su corral, la oveja balaba lastimera. La loba levantó una
de sus patas traseras y se rascó un costado intensamente.
—Lo sé, preciosa —dijo con mala conciencia Evelyn, dándole unas palmaditas en la
cabeza—, enseguida me ocupo de ti.
MacKerrick ahora estaba de pie junto a ellas, ofreciéndole la nueva taza de infusión.
Evelyn la cogió con un murmullo de agradecimiento y trató de no apartarla de un tirón
brusco cuando los dedos de ambos se tocaron.
—¿Qué necesita? —preguntó MacKerrick.
Evelyn le dio un sorbo para probar y luego se aclaró la garganta. Le sorprendió
comprobar que se encontraba mucho mejor.
—Necesita que le limpie la herida y que le cambie las vendas. Ayer me pareció que
está casi curada. Puede que ya no necesite el vendaje.

202
Evelyn se sintió aliviada de que el Cantar de los Cantares ya no fuese el tema de
conversación. Metió los pies en los zapatos.
MacKerrick soltó un gruñido.
—Voy a echarle un vistazo.
—No. —Evelyn se puso de pie con la taza en una mano y el manuscrito en la otra.
Tuvo que reponerse de un leve mareo—, no creo que ella os vaya a dejar. De todas formas,
es mi loba, ya me ocupo yo de ella.
Él frunció el ceño, ensombreciendo así sus rasgos, y la recorrió con los ojos de la
cabeza a los pies un par de veces. Evelyn se sintió mal, expuesta a su escrutinio como
estaba.
—Eve, no creo que tengáis fuerzas aún para…
Evelyn lo interrumpió, rozándole al pasar hacia el taburete.
—No sois mi guardián, MacKerrick.
Dejó la taza sobre el taburete y recogió sus alforjas abandonadas, moviéndose con
sumo cuidado para no caerse sobre la lumbre y demostrarle así que él tenía razón.
Sacudió la bolsa para abrirla y guardar el libro, y le dijo, con una punzada de culpa por
haberle hablado tan bruscamente:
—Os debo mucho por vuestra amabilidad, pero no me voy a entregar por ello a vos.
Dejé de ser sumisa en el mismo instante en el que decidí no volver al convento. —Lo miró
brevemente a los ojos—. Podéis ser el jefe de los MacKerrick, pero no sois mi señor.
Se apartó de él para devolver la bolsa a su gancho de debajo del estante, esperando la
respuesta beligerante del escocés.
—Muy bien, Eve. Pero debéis decirme si os cansáis. Yo os ayudaré si lo necesitáis.
Eso no tiene nada de malo.
Evelyn se detuvo de espaldas a MacKerrick. No estaba en absoluto preparada para esa
respuesta. Cogió su daga y el barreño de musgo del estante que tenía delante. Al oír un
sonido de lametazos, se dio la vuelta.
MacKerrick estaba otra vez de cuclillas ante el fuego, pero esta vez inclinado sobre la
vasija que contenía el estofado; tenía el cucharón estirado hacia Alinor, que lo chupaba
con entusiasmo.
El highlander miró a Evelyn.
—Juraría que estoy empezando a gustarle. —Los planos afilados de su cara se
suavizaron en una sonrisa infantil.
Evelyn no pudo evitar fruncir los labios mientras se estiraba para descolgar dos tiras
de paño del techo.
—Lo que le gusta es vuestro estofado.
—Puede. —MacKerrick encogió los hombros de buen ánimo y metió otra vez el
cucharón en el guiso para revolverlo. Alinor se acercó más a él, olfateando con anhelo el

203
rico aroma—. Soy buen cocinero, eso no hay quien lo niegue. Por algo hay que empezar.
Volvió a ponerle la tapa a la vasija y apoyó el cucharón encima.
—Eso es todo, criatura —dijo, y Alinor se echó dócilmente a su lado.
MacKerrick miró a Eve y ella advirtió que la sonrisa aún permanecía en el brillo de
sus ojos.
—Supongo que, si le doy de comer y la cuido durante un tiempo, puede que llegue a
quererme a mí también.
Evelyn lo miró durante un buen rato, tratando de determinar si aquellas palabras de
MacKerrick podían tener algún doble sentido. Pero una voz que provenía de algún lugar
de su mente la previno acerca de mortificarse con ese tipo de cosas, de modo que Evelyn
dejó de mirar al highlander y se sentó en el suelo con todo lo necesario.
—Ven aquí, Alinor.
Conall no tardó en arrastrar el taburete hacia Evelyn, que estaba sentada frente a la
gran loba negra. Cogió con ambas manos la taza que ella había dejado abandonada y, con
los codos apoyados en las rodillas, se bebió la infusión, que ya se estaba enfriando. Desde
aquella posición privilegiada, al lado de ella pero un poco más atrás, veía las manos
pálidas y elegantes de Eve que revoloteaban sobre el costado abultado de Alinor, así como
la curva larga del cuello de la mujer y su delicado cordón de vértebras en agudo relieve
cada vez que ella giraba ligeramente la cabeza a un lado o al otro.
Sus últimos comentarios habían tranquilizado a la muchacha y Conall puso atención
en no precipitarse. Pero nunca antes había tenido que cortejar a nadie. Nonna estuvo
prometida a él desde que nació, y en aquel momento se sintió muy poco afortunado por
tener que aprender a trompicones el arte de la seducción.
Al pensar en su propia inexperiencia romántica, se le ocurrió una idea.
—¿Habéis estado casada, Eve?
A ella se le paralizaron los dedos durante un instante mientras consideraba la pregunta.
—No, nunca me he casado. —Y siguió haciéndole la cura a la loba.
—Me cuesta creeros —dijo Conall al ver que no le daba más detalles.
Eve le estaba limpiando la herida a Alinor con un trapo húmedo.
—¿Por qué?
—Una dama con estudios, con títulos, y atractiva. Yo diría que algún noble os ha
tenido que pedir en matrimonio.
A ella se le enrojecieron las puntas de las orejas.
Despacio, Conall, se recordó él a sí mismo. Despacio.
—Estuve… prometida. —Eve miró a Conall por encima del hombro, dejándole ver un
poco más de su perfil ruborizado—. Me parece que la herida ha mejorado mucho. ¿Le
pongo musgo o no?
Conall se sintió complacido de que le preguntara su opinión y se inclinó para

204
contemplar en detalle el costado de Alinor.
—A mí me parece que está cualquier cosa menos curada, muchacha. Menudo trabajito
habéis hecho —y le mostró una amplia sonrisa.
Eve lo miró con mala cara, de modo que Conall borró la sonrisa y la cambió por lo que
esperó que resultase una expresión más seria.
—Creo que mejor sin musgo —dijo—, pero tal vez debería seguir vendada un día más
para asegurarnos.
Evelyn asintió brevemente y la suspicacia le desapareció del rostro.
—Estoy de acuerdo. —Cogió un trapo y lo dobló a lo largo.
—¿Vuestro prometido murió?
—No, yo… —Eve se interrumpió mientras le ataba el vendaje a Alinor con un nudo
bien apretado alrededor de la cintura—. Me metí en el convento sin dar lugar a que nos
casáramos.
Conall sintió un retortijón en las tripas y arqueó las cejas.
—La mayoría de los hombres no se tomarían a bien que su prometida huyera de ellos
sin haber cumplido con la promesa.
—Se quedó muy… enfadado, sí. —Eve recogió las cosas y se levantó del suelo con un
leve gemido—. Pero se casó con otra al poco de irme yo. Y son muy felices.
—Un hombre versátil —observó Conall. O más bien un imbécil, puntualizó para sus
adentros.
—Un buen hombre —apuntó Eve—, pero no habríamos encajado bien. Simplemente,
yo me di cuenta antes que él.
—¿Por qué lo decís? —preguntó Conall, esperándose el discurso propio de una dama
acerca del amor, el honor y los modales cortesanos.
—Porque yo no quiero tener hijos.
A Conall le dio un vuelco el estómago, y se quedó tan atónito que dijo lo primero que
le vino a la boca.
—Seguro que no lo decís en serio, Eve.
—Y tanto que lo digo en serio —dijo enérgicamente ella, y cruzó la estancia para
quitarle la taza.
Se bebió todo lo que quedaba y fue al cántaro a servirse más.
—Por eso ingresé en la orden, para no tener hijos.
—Pero, ¿por qué, muchacha?
—¿Que por qué? No todas las mujeres quieren tener hijos, MacKerrick —dijo ella en
tono airado, e hizo una pausa para aclararse—. El nacimiento es una cosa horrible. He
visto muchos acabar en tragedia, no sólo durante el tiempo que estuve en el convento. Mi
propia madre murió al darme a luz. No quisiera que un hijo de mi propia sangre tenga que
pasar por eso.

205
Conall no supo qué decir. Los pensamientos de Nonna y el bebé le vinieron a la mente.
Sabía demasiado bien la tragedia que podía derivarse de un nacimiento. Pero nunca se lo
había planteado desde el punto de vista de un niño. Era demasiado peso para un corazón
joven saber que el propio nacimiento le había causado la muerte a la madre de uno. Y se
preguntó si su hija habría sentido lo mismo en el caso de que hubiese sobrevivido y Nonna
no. Se sacó la imagen de la niñita de pelo oscuro —jugando, riendo, viva— de la mente.
Pero ahora, por lo menos, Conall sospechaba que lo que reafirmaba a Eve en su
decisión era sólo el miedo, y no un sentimiento de repulsión hacia la maternidad. La
observó mientras se servía un cuenco de estofado y le sonreía amablemente a la loba negra
que estaba tumbada junto a ella. La cola de Alinor golpeaba alegremente el suelo de tierra
y Conall se maravilló de las cosas de aquella Buchanan extraña, capaz de domar a las
criaturas más salvajes.
Va a ser una buena madre, pensó Conall.

206
EL HIGHLANDER
Guerreros Mediavales Nº 3
Evelyn ha abandonado Inglaterra camino de Escocia, acompa±ada por una
extra±a anciana, Minerva, en busca de una nueva vida. Pero el destino la deja sola,
en pleno invierno, en mitad de un bosque nevado y rodeada por lobos.
Afortunadamente, a punto de morir, encuentra una caba±a abandonada en la que se
refugia.Connall es el jefe de un clan de las Highlands escocesas sobre el que se abate
una terrible maldici_n que los ha dejado en una situaci_n desesperada. Pretende
pasar un tiempo en la caba±a de su familia, perdida en el bosque, para meditar y
buscar una soluci_n a los males que se ciernen sobre su gente. Cuando se encuentran
en la caba±a, Evelyn, sinti_ndose amenazada, mentirß para salvar su vida. Pero lo
·nico que Connall ve en la hermosa muchacha es un modo de levantar la maldici_n. A
partir de ese momento, todos sus esfuerzos se centrarßn en vencer la muralla de
miedo y mentiras que Evelyn ha entretejido para protegerse. +se serß el ·nico modo
de salvar a los que ama y sanar las heridas del pasado. Sin embargo, ni siquiera
imagina que, sin saberlo, Evelyn esconde un secreto que podr_a destruirlos a todos.

207
Título Original: The Highlander
Traductor: Kutip, Bartoile
Autor: Grothaus, Heather
©2012, Ediciones Pamies
Colección: Phoebe
ISBN: 9788496952928
Generado con: QualityEbook v0.84
Generado por: selenevanov (www.anodina.info), 18/06/2016

208
Capítulo 21
ESTABA aún más hermosa que la última vez que la había visto. Toda desaliñada y con
cara de cansancio, sin duda por el viaje, pero sana y salva, radiante… Eve. Dios, cómo la
había echado de menos. Cómo la amaba. Gracias a Dios, gracias a Dios. Lo había logrado.
Estaba muy orgulloso de ella.
Pero ella lo contemplaba como si no lo hubiera visto nunca, y a Conall lo recorrió un
escalofrío.
—¿Por qué me habéis seguido hasta aquí? —le preguntó en voz baja.
El Buchanan aguerrido que ya había maltratado antes a Conall le dio ahora una patada
en el hombro con la bota, haciendo que diese con el pecho en el suelo. A su espalda, oyó
que Lana daba un grito de protesta.
—Hablad, intruso. ¿Quién sois y qué asuntos os han llevado a adentraros en territorio
Buchanan? —preguntó.
Duncan soltó una retahíla de amenazas durísimas.
Conall volvió a incorporarse lentamente sobre las palmas de las manos y se puso de
pie con mucha cautela, pues no quería ser víctima de más ataques. Eve no le quitó los
ojos, inquisitivos y heridos, de encima en ningún momento.
—Se me conoce —empezó a decir— por ser el jefe de los MacKerrick. He venido a
buscar a mi esposa.
Un rugido colectivo de indignación se elevó por detrás de Conall ante semejante
declaración, pero él no apartó la mirada de Eve, ni siquiera cuando oyó que empezaban a
desenvainar las espadas, ni cuando unas manos lo volvieron a apresar.
Eve desvió la mirada hacia el suelo, y sólo entonces descubrió Conall al anciano que
se estaba levantando lentamente de su asiento, al lado de ella.
—¡Basta ya! —ordenó Angus Buchanan con un chorro de voz impropio de su edad, y
el barullo cesó de inmediato—. Andrew, soltadlos y dejadnos solos.
—Pero, mi señor —protestó el bravucón—, ¡son MacKerrick!
—Marchaos —le ordenó el anciano, y miró a los que estaban allí reunidos—. Y los

209
demás también. No me asusta este cachorro, ni su familia tampoco. —Al ver que los
puños que sujetaban a Conall se resistían a soltarlo, bramó—: ¡Obedeced!
El escocés soltó a Conall propinándole otro empujón. Hizo una reverencia hacia donde
estaba Evelyn, y Conall sintió una rabia enfermiza en las tripas al oír que la llamaba, con
todo el respeto, «señora».
Oyó que Duncan, detrás de él, andaba buscando pelea.
—¡Como no me soltéis os vais a enterar de lo que es bueno, trasero de cerdo apestoso!
A continuación, la casa se llenó de un silencio denso. Los ojos del anciano pasaron por
encima del hombro de Conall.
—Lana MacKerrick —dijo.
—Angus —contestó ella—, jamás imaginé que volvería a veros. Perdonad esta
intromisión. —Avanzó un paso para situarse al lado de Conall, con la atención centrada
ahora en la mujer que estaba allí sentada—. ¿Es ella? ¿Esa es… Eve?
Eve levantó la vista para mirar a Lana.
—Sí. Soy Evelyn.
—¿Qué asuntos os traen a los MacKerrick por el pueblo de los Buchanan? —terció
Angus—. No sois bien recibidos aquí. Declarad vuestras intenciones y marchaos; de lo
contrario, os apresaremos y os echaremos al fondo del lago.
Conall dio un paso adelante, apartándose de Lana.
—Como he dicho antes, he venido a buscar a mi esposa, y a pediros perdón, Angus
Buchanan. Os pido que levantéis la maldición que vuestra hermana lanzó contra el pueblo
de los MacKerrick.
Angus se rió.
—Debo creer, y creo, que Eve ya no es vuestra esposa. Vos renegasteis de ella. Ahora
nos pertenece, el clan Buchanan la ha acogido y goza de nuestra protección. —El anciano
contempló a Conall sin ocultar su satisfacción—. ¿No es eso lo que vos queríais,
MacKerrick? ¿Que Eve fuera una Buchanan? Pues vuestro deseo se ha cumplido. No os
perdono. Marchaos.
Conall apretó los dientes y vio cómo Eve se ruborizaba y apartaba la mirada.
—Sí, eso era lo que quería al principio, pero ahora ya no me importa.
Eve se puso de pie de un salto, haciendo que Bonnie escapase trotando muy asustada a
esconderse detrás de la silla.
—¿Entonces por qué me abandonasteis? —gritó Eve—. Rompisteis vuestra promesa.
—Se llevó las manos al vientre abultado—. ¡Este niño inocente no pidió venir a este
mundo! ¡Nos abandonasteis en el bosque a nuestra suerte porque ya no servíamos a
vuestros intereses!
—No. No, Eve —dijo Conall y dio otro paso más hacia ella—. Sé que eso es lo que
debéis pensar, pero os juro que ésa no es la razón por la que me marché.

210
—¡Mentís! —Eve enfatizó la afirmación dando una patada en el suelo—. Me
engañasteis para que engendrara a vuestro hijo, luego descubristeis que eso no iba a
levantar una maldición imaginaria y os deshicisteis de ambos como si fuéramos basura.
—¡La maldición, la maldición! —gritó Angus—. ¡Me pedís piedad, MacKerrick, pero
yo no conozco esa maldición, aunque estoy seguro de que vuestro padre se la merecía!
Lana sacó una mano en gesto de súplica.
—Angus, Eve… La maldición existe de verdad. Por favor, escuchad.
La mirada de Evelyn se volvió fría.
—No os conozco, mujer, y nada de lo que digáis me puede afectar. —Miró a Conall y
luego a Duncan antes de clavar su mirada gélida en Lana una vez más—. El jefe de los
Buchanan me ha dicho que disteis a luz a un solo hijo, y que Minerva os atendió en el
parto. ¿Cuál de ellos es el vuestro? ¿Podéis decir la verdad, o es que los MacKerrick
lleváis la mentira en la sangre?
Lana se puso pálida, y si cualquier otra persona se hubiera atrevido a hablarle así a la
que siempre fue la madre de Conall, él mismo habría reventado hecho una furia.
Pero era Eve. Y la pregunta que había formulado era la misma que estaba
atormentando a Conall. El también quería respuestas, y dejó las preguntas acusadoras de
Eve flotando en el aire, como ropa tendida a secar.
Duncan también avanzó un paso.
—Sí, Madre. Prometisteis que nos lo diríais, y parece que los Buchanan saben más que
nosotros mismos acerca de nuestras propias vidas. —Duncan miró al anciano—. ¿Permitís
que nos lo explique, Buchanan?
Angus Buchanan se volvió a sentar.
—Lo permito y lo exijo. Eve, por favor —señaló a la silla que estaba detrás de ella—.
Aún no habéis descansado.
Conall quería acercarse a ella. Arrodillarse a sus pies, cogerle las manos y besárselas.
Sentarse simplemente a su lado y empaparse de su presencia. Pero el modo en que ella lo
miraba se lo prohibía, de modo que optó por quedarse de pie junto a Duncan, dejando sola
a Lana en medio de la sala para que contase su historia.
—Había, mejor dicho, hay una maldición —empezó a decir Lana—, formulada por
Minerva Buchanan. Pero no la pronunció el día que Ronan y vuestra mujer —miró con
gran dolor a Angus— murieron. Y tampoco hay que culpar a Dáire —tragó saliva—, sino
a mí. La maldición iba dirigida a mí.
—¡Pero, Madre! —exclamó Duncan—. ¿Qué diantres…?
Con un gesto, Lana hizo que Duncan se callase.
—Minerva y Ronan habían vivido juntos en la cabaña del valle durante cosa de un
año, desde que Ronan y Dáire se pelearon. —Lana volvió a mirar a Angus—. Supongo
que vos también tuvisteis algún roce con vuestra hermana, ¿no?

211
Angus asintió, casi arrepentido.
—No podía permitir que siguiera viviendo de aquel modo. Ya no era ninguna
jovencita. No se había casado todavía y seguía rechazando todas las propuestas. Era la
curandera, la mujer más sabia del clan, y seguía soltera, comportándose como una
jovenzuela descarada con el hermano del hombre al que había despreciado.
Lana apretó los labios.
—Sí. Minerva tendría unos cuarenta años cuando yo la conocí. A esa edad tan
avanzada seguía pensando en el matrimonio como si aún fuese joven. —Lana tragó saliva
—. Debéis saber, Angus, que la misma noche que Ronan debía encontrarse con vos, me
trajo a Minerva a casa, en contra de la voluntad de ella. La trajo al último lugar donde
sabía que Dáire la iba a buscar. De alguna manera, Ronan había intuido que Dáire trataría
de detenerlo. De modo que me los trajo para que estuvieran a salvo: a su mujer y a su hijo
recién nacido.
—Dios bendito —susurró Angus, y se llevó la mano al pecho.
Duncan tomó asiento junto a los pies de Conall. Éste siguió de pie en medio de la
sensación de peligro que lo invadía. Quería escuchar la verdad como un hombre, frente a
la mujer que amaba y con el poco orgullo que le quedaba.
Restregándose las manos, Lana miró a los dos hombres a los que había criado como su
descendencia.
—No tenía ni dos semanas de vida, y era frágil y diminuto. Ronan y Minerva estaban
pasando estrecheces en la cabaña y el bebé no comía. A Minerva no le subía la leche. Pero
ella hacía todo lo que podía y, aunque estaba muy delicado, ambos querían mucho al bebé.
Lo adoraban.
—A mí me empezaron los dolores aquella misma noche, poco después de que viniera
una mujer del pueblo anunciando la batalla. Minerva estaba aterrada por Ronan, pero no
cogió a su bebé y salió corriendo. Se quedó hasta que mi hijo hubo nacido. —Las lágrimas
corrían ahora por el rostro arrugado que Conall había amado durante toda su vida.
»Cuando mi hijo nació por fin, Minerva no fue capaz de seguir apartada de Ronan…
su compañero del alma, como ella lo llamaba. Pero ella sabía que aquello iba a ser
demasiado peligroso para su bebé. Me hizo jurar que cuidaría de él, que lo mantendría a
salvo, y yo no me pude negar. No después de lo mucho que ella me había ayudado a tener
a mi bebé.
Conall sintió que el estómago le daba un vuelco.
—¿Y nunca volvió a… buscarlo?
—Ay —suspiró Lana, balanceándose de delante atrás—. Sí. Sí que volvió. Pero tardó
varios días. Tantos, que pensé que había muerto, igual que Ronan. Que tal vez se hubiera
quitado la vida.
El anciano gruñó y Conall vio que se había llevado las manos a la cabeza.
—¡Ay, Minerva, perdonadme! Yo pensé… pensé que lo iba a hacer. Creí que se iba a

212
echar a perder llorando inútilmente sobre la tumba de Ronan. Yo impedí que se fuera. Yo
estaba también enloquecido por el dolor y la dejé encerrada. Le eché la culpa de todo a
ella.
Lana hizo una pausa para que todo quedase asentado antes de continuar.
—Dáire volvió descompuesto de la batalla. No podía tener la cabeza en su sitio
sabiendo que su hermano había muerto. Maldijo a los Buchanan, y a Minerva. A mí me
daba miedo su posible reacción si descubría que yo había albergado al hijo de ella, por
más que el bebé fuese también de Ronan.
—¿Qué le dijisteis, Lana? —le preguntó Conall en voz baja.
—Le dije… No le dije nada. Él supuso que vosotros dos erais gemelos —soltó una
sonrisa llorosa—. Cuando Minerva llevaba ya horas fuera, su bebé tenía mucha hambre y
yo me encontraba demasiado débil para ir a ordeñar a la cabra. De modo que traté de darle
el pecho y él lo cogió. Y así es como nos encontró Dáire a los tres —dijo, mirando con
ternura a Conall y a Duncan.
Entonces Duncan quiso indagar un poco más.
—Pero ella volvió, Madre. ¿Le negasteis lo que era suyo?
—Sí —confesó Lana en apenas un susurro—. No de forma directa, porque le tenía
demasiado miedo para plantarle cara. Me escondí en casa como una cobarde cuando ella
vino, pero de todos modos se lo negué.
»Dáire la descubrió merodeando por el bosque como una posesa con su lobo salvaje, y
se acercó a ella. Pensaba que se iban a matar. Podía haberlo impedido. Podría haber
reconocido la verdad ante Dáire y haberle devuelto su hijo a Minerva. Pero la verdad
habría destrozado a Dáire, sabiendo que su orgullo le había costado su padre a aquel
niñito, y ya estaba bastante dolido.
Lana cerró los ojos con fuerza durante un instante.
—¡Y el bebé iba mejorando! Cada día que pasaba estaba más fuerte, más robusto… Yo
tenía leche de sobra para los dos y había llegado a querer al hijo de Minerva tanto como al
mío propio. Me daba miedo lo que le pudiera pasar si se lo devolvía a ella, sumida como
estaba en el dolor y repudiada por su familia; y, para entonces, la poca leche que ella
tuviera ya habría desaparecido. Me convencí a mí misma de que lo estaba salvando —
desvió la mirada—. Pero ahora reconozco mi egoísmo. Los quería a los dos. La oí gritar
desde el bosque y no hice nada. Fue entonces cuando ella maldijo al pueblo entero… no
tras la batalla, ni sobre el cadáver de Ronan. Nos maldijo a todos por mi culpa. Y yo jamás
se lo conté a nadie.
Conall levantó la mirada para ver el torrente de lágrimas que le caía a Evelyn por la
cara, con los ojos llenos de pena y de espanto. Ella tragó saliva y se dirigió a Lana con la
voz quebrada.
—¿Cuál es? —le preguntó—. ¿Cuál de los dos es el hijo de Minerva?
Conall dio un paso adelante.

213
—Soy yo, Eve. ¿No os dais cuenta? Cuando me marché del pueblo… Y luego lo de
nuestro bebé —hizo una pausa y miró a Lana—. Decidle que soy yo, Madre.
—Ay, Conall —susurró Lana—. Mi querido Conall, tan dulce y valiente. Perdóname,
mi amor. —Su sonrisa se volvió aún más triste—. Es Duncan.
Evelyn no habría sabido decir cuál de los tres resultó más sorprendido: Conall, Duncan
o Angus Buchanan. Súbitamente, la casa se quedó en silencio, pero llena de emociones
opuestas palpables, y la tristeza del relato de Lana MacKerrick, combinada con el
descubrimiento de una nueva realidad, le produjo a Evelyn un sentimiento tan intenso que
le dio una punzada muy fuerte en la parte baja del vientre. Soltó un grito ahogado, pero su
reacción se perdió entre las del resto de los que estaban presentes en la sala. Hasta ella
misma se olvidó de su malestar en medio de aquella vorágine.
—¡No! —gimió Duncan, y golpeó el suelo con las manos—. ¡Ay, Madre, decidme que
no es verdad!
Conall, en su estupor, retrocedió un par de pasos para apoyar los hombros contra la
pared, con el rostro pálido y desencajado, contemplando al hombre que se retorcía de
angustia en el suelo.
—Duncan —dijo Conall carraspeando—. Dunc, eso no quiere decir nada. Eso no
cambia nada.
Angus también estaba contemplando al hombre escuálido como si, a la vez que
Evelyn, él también hubiera visto en Duncan la esencia de la curandera canosa que había
respirado su último aliento sobre la tumba de piedras, entre los brazos de Evelyn.
—Eso lo cambia todo —dijo Angus.
El anciano se levantó muy, muy despacio, y Evelyn no perdió de vista al viejo jefe por
si volvía a dar señas de la debilidad de momentos antes.
Lana atravesó torpemente la sala entre sollozos para caer de rodillas al lado de
Duncan, rodeándole los hombros con los brazos y abrazándose a él, por más que él tratase
de liberarse.
—Hacedle caso a Conall, Duncan —le suplicó—. ¡Él está en lo cierto! ¡Sí, yo cometí
un error espantoso, pero lo hice sólo porque os quería mucho! Seguís siendo mío,
¡nuestro! ¡Seguís siendo un MacKerrick! Vuestro padre era…
Duncan se levantó de repente, dándole un empujón a Lana. La amabilidad habitual de
su rostro se había transformado en un dolor incandescente, y sus ojos resentidos vertían
lágrimas de ira.
—¡Yo no sé quién era mi padre! —gritó—. Todos esos años en que Pad… Dáire
favorecía a Conall —señaló con un brazo al hombre que estaba en silencio, apoyado
contra la pared—, ¡yo pensaba que era por mis fallos! Cuando se me contemplaba como el
más débil, como el desvalido…
—Dunc, tú nunca estuviste desvalido —apuntó Conall con la voz rota.
—¡Qué sabrás tú, Conall! —protestó Duncan, y se frotó los ojos con el antebrazo—.

214
Fue en ti en quien Dáire confiaba, a ti al que preparó para gobernar el clan, por ti por quien
se preocupó de conseguir una novia para toda la vida, para el futuro, mientras yo me tenía
que resignar con estar atado al delantal de Madre. ¡Y tú te mofabas de mí por ello
constantemente! Tú no amabas a Nonna, pero la tomaste de todos modos. ¡Igual que el
pueblo! Tú no fuiste capaz de amar a nuestra gente —ladró una carcajada cargada de
amargura— lo bastante como para pasar por alto tu orgullo a la hora de salvarlos. ¡El
precio era demasiado alto para el orgulloso Conall MacKerrick!
Duncan tomó aliento con mucha dificultad.
—Pero yo estaba deseando ayudar… habría puesto mis propia vida en manos de
Angus Buchanan si hubiera creído que iba a servir de algo. ¡Y conseguí ayudar! Cuando
os marchasteis a la cabaña del valle, trabajé sin descanso para conseguir comida, para
devolverle a la gente la alegría y la esperanza. ¡Y triunfé donde tú habías fracasado!
¡Todas y cada una de las veces!
Conall apretó los labios y bajó la cabeza.
—Lo sé, Duncan. Tú eres mejor que yo.
—¡Maldita sea! ¡Es cierto! ¡Lo soy! —Duncan apretó los puños y los sacudió en el
aire, gruñendo de rabia—. Pero, ¿de qué me sirve eso ahora? ¿Eh, Conall? ¡Dímelo! ¡Ya
no hay lugar para mí en mi propio hogar!
Angus Buchanan avanzó un paso hacia Duncan, mostrándole la palma temblorosa de
su mano tan delgada.
—No obstante, tenéis lugar aquí —le dijo con un hilo de voz—. Sois hijo de mi
hermana… Sois —Angus tuvo que parar para respirar— mi sobrino.
Duncan se volvió hacia Angus.
—No quiero vuestra maldita herencia, anciano. ¡Vos tenéis tanta culpa como el que
más!
La misma punzada volvió a sacudirle el vientre a Evelyn, que puso cara de dolor.
Aún en el suelo, Lana MacKerrick le ofreció la mano a Duncan.
—Vámonos a casa, Duncan. Todo seguirá igual, ya verás.
—No iré a ningún lado con vos, mujer egoísta y mentirosa. —Duncan escupió y luego
miró a Evelyn entornando los ojos, avergonzado—. Lo lamento por vos, señora, y por el
bebé que tenéis dentro. Lo lamento sinceramente.
Y entonces se volvió hacia Angus Buchanan.
—Si os queda un ápice de respeto hacia vuestra hermana, la mujer que me dio la vida,
haced que me acompañen cuando salga por esa puerta para garantizarme que no tendré
problemas para salir de vuestro pueblo.
—Dunc, no te marches tú solo —le dijo Conall en voz baja.
—Tú —le dijo Duncan dejando que la indignación se apoderase de sus palabras— no
eres mi hermano ni mi señor. No eres nada mío. ¡Ni ninguno de los presentes! —Volvió a

215
mirar a Angus—. ¿Qué decís, anciano? ¿Me ayudáis a partir, o vais a dejar que me maten
delante de vuestra puerta?
Angus asintió con una resignación visible en las marcadas facciones de su rostro.
—Venid —dijo el anciano, dirigiéndose acto seguido hacia la puerta, y salió seguido
por Duncan.
Lana se levantó del suelo e hizo ademán de ir tras él, pero Conall le puso una mano
sobre el hombro para impedírselo.
—Dejadlo, Madre —le aconsejó, con mayor amabilidad de la que Evelyn creía
oportuna—. Duncan necesita tiempo, es lo mínimo que le podemos dar.
Lana se derrumbó sollozando contra el pecho de su hijo justo cuando Angus entraba
de nuevo en la casa, solo. El anciano prácticamente se desplomó sobre su asiento.
Evelyn volvió a sentir otro retortijón, esta vez con más intensidad, como un puño
gigante que le retorcía las entrañas. Resopló en medio del silencio reinante con los dientes
apretados.
El bebé no podía estar ya viniendo. Era demasiado pronto aún.
Conall dejó a Lana a un lado y miró a Evelyn a la cara, con los brazos colgando y un
gesto de arrepentimiento.
—Ahora ya lo sabéis, Eve —le dijo, y clavó sus ojos de ámbar en los de ella.
—¿Qué es lo que ya sé? —susurró Eve, a la vez que se apoderaba de ella otra sacudida
violenta.
Conall frunció el ceño.
—Ya sabéis por qué me marché de la cabaña. Tuve miedo de que, si vos no erais una
Buchanan, y el bebé que habíamos engendrado no era un Buchanan, la maldición de
Minerva os fuese a afectar también. Quise apartarme para que estuvierais a salvo, hasta
que pudiera venir a hablar con Angus.
Evelyn sintió que un dolor cada vez mayor invadía su corazón con mayor intensidad
aún que los espasmos de su vientre.
—¿Nos abandonasteis para que estuviéramos a salvo? —preguntó, para luego soltar
una carcajada de incredulidad.
—Así fue. —Conall se apresuró a arrodillarse ante ella—. Fui a buscar a Dunc y a
Madre. Para explicarles las cosas tan terribles que había hecho y lo que debía hacer para
remediarlo. Les conté todo. ¡Entonces fuimos a buscarte!
Ella se quedó meneando la cabeza sin dejar de mirar la profundidad de aquellos ojos
de ámbar con un espasmo en el abdomen. Hasta que se le pasó, no fue capaz de hablar.
—No os creo —susurró, y sintió que se le escapaba una lágrima—. Me habéis
engañado desde el principio. Nunca os habéis preocupado por mí. Vos solamente…
—Os amo, Eve —dijo Conall muy compungido—. Moriría por vos. Haría cualquier
cosa que me pidierais. Quiero pasar el resto de mi vida con vos.

216
Evelyn no podía permitir que le afectase lo que decía Conall. Se negaba a dejar que
volviera a destruirla.
Ahora, además, sentía algo mojado entre las piernas y un dolor seco que la atravesaba.
—No os creo —insistió—, y no quiero formar parte de vuestra vida ni de vos. Yo no
os amo. Dejadme.
—Eve, por favor —musitó Conall, echando la cabeza hacia delante con cara de
sufrimiento, tocando casi con su mejilla el muslo de ella—. Dadme tiempo para que os
demuestre que…
—Dejadme —volvió a decir Evelyn mirando hacia la puerta, o hacia cualquier otro
lugar que no fuesen esos ojos dorados llenos de dolor—. Se os da muy bien mentir.
Marchaos.
—¡No! ¡No pienso hacerlo! ¡Voy a luchar por vos! Yo…
Evelyn no se dio cuenta de que Angus había ido otra vez hacia la puerta hasta que
media docena de hombres del clan entraron en la casa. Cuando Angus interrumpió la
declaración de Conall, lo hizo con frialdad.
—Marchaos, MacKerrick. La muchacha os lo está pidiendo. No quiero tener que
sacaros por la fuerza. Ya la habéis hecho sufrir bastante.
Conall echó sólo un vistazo hacia atrás antes de volver a mirar a Eve, y cuando se
llevó la mano al nudo de cuero que tenía al cuello, ella estuvo a punto de olvidarse de su
determinación.
—Eve, os lo ruego —le susurró, y desvió la mirada hacia su vientre—. Os amo a los
dos como no os hacéis idea.
A ella se le entrecortó la respiración y dijo lo único que fue capaz, en medio del dolor
lacerante que sentía.
—Marchaos, señor.
Angus señaló a Conall y a Lana.
—Prendedlos y echadlos a la calle. Montad guardia para que no vuelvan.
Dos pares de manos apresaron a Conall y lo arrastraron hacia la puerta. Él se puso a
rugir.
—¡No! ¡Eve, no! —siguió gritando mientras lo sacaban a la calle—. ¡Regresaré a
buscaros! ¡Lo juro! ¡Os amo, Eve!
Angus cerró para no oír los gritos desesperados de Conall y se volvió hacia Evelyn,
aparentando veinte años más que una hora antes.
—No le van —ella estaba sin aliento—… no le van a hacer daño, ¿verdad?
—No, a menos que él se lo busque. —El anciano suspiró, tomó asiento con cara de
lástima y volvió a frotarse el pecho—. ¿Es esto lo que queréis? ¿Estáis segura, muchacha?
—No puedo… —Eve cerró los ojos y trató de vencer el dolor desgarrador hasta que le
dolieron los dientes de tanto apretar.

217
Su corazón y su vientre se debatían para ver cuál de los dos era el que la iba a matar.
—No puedo preocuparme por los asuntos de los MacKerrick. Por lo menos en este
momento.
Se quedó mirando al anciano mientras el pánico se apoderaba de ella.
—Ya viene el bebé.

218
Capítulo 9
EVELYN se despertó con una luz cálida que brillaba al otro lado de la cortina cerrada
del camastro, y con un aroma tan suculento, que amenazaba con volverle el estómago del
revés. Se quedó un rato tumbada, aclarándose los ojos en la penumbra de su lecho
mientras trataba de discernir si estaba soñando o no. La cabaña nunca había estado tan
caliente, a pesar de que sólo llevaba puesta la vieja capa de Minerva, que le rozaba la piel
con una suavidad asombrosa.
Entonces oyó una voz —la de MacKerrick— muy dulce, que cantaba bajito. Evelyn se
esforzó por escuchar la letra, pero era en gaélico y se oía demasiado poco para entender lo
que decía. Bajo la lana, se le puso la carne de gallina por el sonido suave y masculino de la
voz del highlander. Tendría que preguntarle lo que decía la letra cuando dejase de estar
enfadada con él.
Evelyn se incorporó y buscó el vestido y la combinación, que había dejado extendidos
a su lado para que se secaran.
Habían desaparecido.
Puso mala cara al imaginarse a MacKerrick abriendo la cortina mientras ella dormía
para llevarse su ropa.
Miró hacia abajo y, en cierto modo, la reconfortó comprobar que la capa de Minerva la
cubría por completo, aunque aún tendría que tener cuidado de que no se le viera nada
cuando se levantase de la cama a buscar su vestimenta.
Se cerró la capa por delante, sujetándola con una mano, y corrió un poco la cortina con
la otra para ver si MacKerrick todavía seguía por allí. Con la primera imagen que vio de lo
que había al otro lado de la tela rasgada, Evelyn estuvo a punto de atragantarse, y abrió la
cortina del todo.
La parte de arriba de la zona habitable de la cabaña estaba transformada. El hermano
de MacKerrick debía de haber traído algo más que comida, porque la zona de alrededor de
la lumbre había adquirido el brillo amarillo dorado de dos lamparitas de aceite, que
bañaban la habitación con una incandescencia trémula.

219
Y la lumbre en sí era una maravilla, con el combustible de turba habitual mejorado con
varios trozos de madera, formando llamas altas y alegres que crepitaban mientras
bailaban. La cerámica rota ya no estaba en el suelo, y la vasija y el cántaro descansaban
sobre una piedra plana, dentro del círculo del fuego, con las tapas inclinadas y exhalando
entre silbidos un vapor aromático. Al lado se veía otro barreño ancho de madera que
Evelyn no había visto antes, con agua y con lo que parecía un trozo del vestido viejo de
Evelyn hecho un lío. Alrededor del barreño, y debajo del taburete, las losas del suelo
estaban de color gris oscuro, con restos calizos de agua medio seca.
A Evelyn se le fueron los ojos hacia el estante de la pared donde su traje —también
reconoció el paño de cuadros de los MacKerrick y la túnica larga, aunque más oscuros y
chorreando— colgaba del dobladillo, sujeto por los diversos objetos que descansaban
sobre el estante.
—Estáis despierta. —La voz de MacKerrick la asustó desde la otra punta de la cabaña.
El salió de entre las sombras con un balde en la mano. Evelyn era consciente de que le
estaba mirando, pero no lo pudo evitar.
El highlander estaba… estupendo, y Evelyn lo vio como jamás lo había visto.
MacKerrick llevaba puesta una camisa diferente, de color crema, que le llegaba por debajo
de las rodillas, pero ésta era sin mangas y con un amplísimo cuello de pico, de modo que
no sólo revelaba unos brazos largos y musculosos desde los hombros hacia abajo, sino
también un pecho fuerte, con la marca del esternón y un collar de cuero que reposaba
sobre el vello dorado. El cinturón le ceñía la túnica a la altura de las caderas a pesar de que
no llevaba la espada. La parte más alta de las botas le llegaba casi hasta el dobladillo de la
camisa, pero Evelyn llegó a ver entre medias las pantorrillas torneadas, suavizadas por el
mismo vello dorado.
Sus ojos fueron subiendo hasta detenerse en la cara de Conall.
La pelusilla de barba había desaparecido del contorno de aquella leve sonrisa. Tenía el
pelo mojado y los rizos le caían por encima de un hombro, dejándole un parche oscuro de
humedad en la camisa, y se había vuelto a hacer la trencita larga y fina pero esta vez al
otro lado de la cabeza. Tenía un aspecto… bueno, limpio; además de fuerte, masculino y
encantador, a decir verdad. Evelyn se sorprendió al tomar consciencia de aquel nuevo
MacKerrick.
—¿Habéis dormido bien? —le preguntó, y el trance de Evelyn se vio interrumpido por
su voz y por Alinor, que también salió de las sombras.
La loba trotó hacia el camastro con Bonnie pisándole los talones y, cuando Evelyn
sacó la otra mano para darles unas palmaditas a las dos, se dio cuenta de que estaban muy
suaves y de que llevaban enormes lazos torcidos, atados por manos inexpertas alrededor
del cuello de cada una. No pudo evitar esbozar una sonrisa de oreja a oreja al verlas tan
guapas a las dos.
Cuando el highlander se acercó a la lumbre, Evelyn levantó la mirada, dándose cuenta

220
de que aún no le había dicho ni una palabra.
—MacKerrick… —señaló la habitación con los ojos y luego volvió a clavarlos en los
de él—. ¿Qué es todo esto?
—Habría engalanado también al pequeño Bigotes, pero no se ha quedado lo bastante
quieto como para hacerle el nudo.
Evelyn se rió con cierto recelo.
—Pero ese fuego, la ropa… —señaló vagamente hacia él, que se había agachado para
dejar el cubo vacío cerca del taburete—. ¿Qué es todo esto? —repitió, y se dio cuenta de
que se estaba poniendo en ridículo.
—Una fiesta —dijo él, y le lanzó una sonrisa que hizo relucir sus dientes blancos sobre
la piel recién afeitada, provocando que el corazón de Evelyn se disparase como un idiota.
Estaba más allá de lo sensual. MacKerrick se acercó al estante, cogió un jarro pequeño y
luego volvió a mirarla a la cara—. Estamos de celebración. Venid —la invitó, señalando el
taburete.
Evelyn tuvo la clara impresión de que estaba siendo tentada por el mismísimo pecado
en forma de hombre.
Hizo ademán de levantarse, pero luego le entraron dudas.
—¿Qué es lo que estamos celebrando?
—La pieza que acabamos de cobrarnos, por ejemplo —dijo MacKerrick.
Se acercó a la lumbre y le quitó el corcho al jarro. Dejó a un lado la tapa del cántaro y
echó dentro un chorro del líquido antes de beber un trago. Dio un suspiro de satisfacción.
—Venid, Eve, sentaos. No os voy a morder.
Evelyn no estaba tan segura de que no lo fuera a hacer —y menos segura aún de no
querer que, por lo menos, lo intentase—, pero fue hasta el taburete de todos modos,
movida por la curiosidad de ver lo que MacKerrick se traía entre manos. Se sentó con
cuidado, preocupada de su desnudez bajo la capa, poniendo mucho esmero en disimularlo.
—Habéis dicho «por ejemplo». ¿Acaso hay algo más que celebrar? —le preguntó con
cautela mientras él se acercaba a ella, pero todavía a un brazo de distancia.
La imagen de él tan… expuesto, le estaba nublando a Evelyn los sentidos.
Verdaderamente, debía pedirle que se pusiese más ropa.
Debía pedírselo.
El le pasó el jarro.
—¿Hidromiel?
—Gracias.
Ella lo cogió y se lo llevó a los labios con una sola mano. El se puso a terminar de
organizar unas cosas y otras en la cabaña.
—Pensé que os podría apetecer un baño —dijo luego, señalando con la mirada el
barreño y el trapo que estaban junto a los zapatos de ella—, nosotros ya nos hemos lavado

221
un poco.
—Ya lo veo.
Y tanto que lo veía. No pudo evitar preguntarse si MacKerrick estaría desnudo bajo la
túnica y si habría llegado a quitarse toda la ropa aprovechando que ella dormía la siesta. A
tan sólo unos pasos de ella. Se le volvió a poner la carne de gallina.
Pero de ningún modo se iba a bañar mientras MacKerrick estuviese en la cabaña. De
ninguna manera.
Miró el cuenco tratando de que no se le notara el ansia en la cara.
—Creo que no —le respondió—. Hoy ya me he mojado una vez, y no quiero
arriesgarme a coger frío.
—El agua está caliente y le he puesto unas gotas de aceite de lavanda. —MacKerrick
le echó una sonrisa tentadora, y Evelyn refunfuñó para sus adentros.
El la miró de arriba abajo.
—Podríais conservar vuestro pudor dentro de esa capa maldita si os dais la vuelta.
Ella lo dudó un poco y se odió a sí misma por dejarle ver a MacKerrick que estaba
indecisa. Pero él tenía razón. Si ella se pusiera de cara a la pared con la capa rodeándola…
¡Dios bendito! Le encantaría volver a sentirse limpia. Jamás había tenido encima tanta
suciedad, hedionda y reseca.
—Y yo no os voy a mirar —dijo MacKerrick, pero una sonrisilla traicionó la
solemnidad de sus palabras.
A Evelyn todo su sentido común le gritaba que aquello no era sino otra idea
descabellada. Debía limitarse a lavarse la cara y las manos, y apañarse con eso. La comida
olía que era una delicia, y ella estaba muerta de hambre, como siempre.
—Aseguraos de no mirar, señor.
Tras la advertencia se había puesto de espaldas a él, antes incluso de darse cuenta de
que ya había tomado una decisión. Evelyn arrastró el barreño para ponérselo entre los pies
—con mucho cuidado, para no derramar ni una sola gota de la preciada agua aderezada
con lavanda— y se quitó los zapatos. Se agachó para escurrir el agua del trapo y empezó a
lavarse.
Conall se sorprendió a sí mismo mirándole la espalda a Eve y se obligó a ponerse a
hacer otra cosa, cualquier cosa que le sacara de la cabeza la imagen de ella tocándose la
piel desnuda con aquel trapo cargado de agua. Pero los ojos todavía se le iban hacia ella
con cada uno de aquellos sonidos tan seductores del agua, con cada uno de los suspiros de
placer casi mudos de la boca de ella. Una de las veces que él la miró sin querer, la capa se
le había caído por detrás de la curva de un hombro, que brillaba como la miel más clara a
la luz de la lumbre. Conall convirtió un gruñido en una tos y apartó la vista rápidamente,
antes de que Evelyn lo pillase mirándole la piel y el pelo enredado que le caía silvestre por
la espalda…
Se giró por completo y miró hacia abajo: la túnica se le apartaba de las caderas,

222
empujada por su miembro viril. Se agachó junto a la lumbre y trató de pensar en su
hermano Duncan, flacucho y medio calvo; en un montón de estiércol; en pescado podrido.
No le sirvió de nada. Su cabeza volvía a ella por voluntad propia, a sus hombros
encorvados bajo la capa, a su cabeza agachada, y Conall se la imaginó lavándose sus
partes más privadas y femeninas, pasándose el trapo de arriba abajo…
Se levantó de golpe, con los puños cerrados. No podía soportarlo más. Dio un paso
hacia ella. Luego se detuvo.
Eve levantó la cabeza, inmediatamente en guardia, mostrándole el perfil.
—¿Queríais algo, MacKerrick?
—¿Puedo…? —Conall se aclaró la garganta, con la esperanza de que ella no se diera
la vuelta y fuera testigo de su erección—. ¿Puedo lavaros el cabello, Eve?
Ella se quedó petrificada, igual que el ciervo en el claro, y Conall no pudo evitar ver
las similitudes: esbelta, de piernas largas y delicada belleza…
—¿El cabello? —preguntó ella en tono de visible alarma y confusión.
Pero Conall no hizo caso y se colocó tan cerca de ella que podía tocarla, pero sin
atreverse a hacerlo.
—Cuando hayáis terminado —le ofreció, devorándole con los ojos la piel mojada—,
os puedo aclarar el cabello con el agua que sobre. A Nonna se lo aclaraba así cuando hacía
demasiado frío para bañarse fuera.
Eve se puso tensa.
—¿Nonna era vuestra esposa?
—Sí.
Conall se preguntó si habría sido un error mencionar a Nonna, pero quería que Eve
empezase a entender lo que le estaba pidiendo. Quería tocarla y quería que ella le dejase
hacerlo.
—No creo que eso sea prudente, MacKerrick —dijo Eve, y Conall se tomó el hecho de
que la voz de ella sonara jadeante y entrecortada como una señal positiva.
Eve seguía con la cara parcialmente vuelta hacia él, pero ahora estaba mirando las
losas del suelo.
—¿Por qué, muchacha? —le preguntó en voz baja, y dio un paso lento hacia ella. Sólo
con que levantara una mano, las yemas de sus dedos le rozarían la espalda, así de cerca
estaba—. No os voy a hacer daño. —Alzó la mano y le acarició las puntas del cabello, lo
justo para que ella lo notase. Vio que los hombros de ella subían ligeramente al tomar
aliento—. Y si no os gusta, paro.
—MacKerrick, yo…
—Eve —dijo él, interrumpiéndola mientras se inclinaba detrás de ella.
Ahora tenían los rostros muy cerca, y ella volvió la cabeza lentamente hacia él, aunque
sin mirarlo a los ojos. Entonces, Conall le puso la mano en el cabello, le agarró con

223
delicadeza un buen mechón y se lo acarició hasta las puntas.
—Permitidme —le dijo en un susurro, y los mechones de alrededor de la oreja de ella
revolotearon bajo su aliento.
Subió la mano otra vez y le pasó los dedos con delicadeza por el pelo enredado.
—Iré con cuidado —dijo él, y se le entrecortó la respiración al darse cuenta del doble
sentido oculto en aquella promesa.
Conall volvió a subir la mano y hundió las yemas de los dedos en la cabellera de Eve.
Le dio un masaje en el cuero cabelludo a través del pelo suave y sedoso. Ella cerró los
ojos.
—Pasadme el barreño —le ordenó él con dulzura, y se sorprendió al oír el roce del
recipiente de madera contra el suelo. Eve lo había empujado hacia un lado con el pie. El
trapo flotaba dentro, inerte.
Agachándose, Conall se acercó el barreño un poco más y sacó el trapo empapado. Con
la otra mano, volvió a cogerle el cabello y tiró suavemente de él. La cabeza de Eve se echó
un poco hacia atrás, dejándole a la vista el cuello. Conall levantó el trapo y se lo escurrió
sobre la coronilla. Repitió aquel movimiento hasta que el cabello de ella estuvo
completamente empapado, oscurecido por el agua. Entonces empezó a frotarle el cuero
cabelludo y a apretarle la cabellera con los dedos para que escurriese el agua.
Eve suspiró, y Conall bajó la mirada para contemplar una rodilla pálida que sobresalía
de la capa. Mientras empezaba de nuevo a frotarle el cuero cabelludo, llevando las yemas
de los dedos hacia la nuca de ella, empezó a pasarle los dedos por la piel tibia, dándole un
masaje.
Eve exhaló un suspiro de placer y Conall sintió que ya no podía aguantar más sin tirar
de ella hacia atrás para que cayera entre sus brazos. Se estremeció de deseo, embriagado
por aquel olor a aceite de lavanda que en el cuerpo de ella se hacía aún más cálido. Se
suponía que era Conall quien tenía que seducir a Eve pero, sin hacer el más mínimo
esfuerzo, la muchacha lo había hecho víctima de su propio embrujo.
El le puso la boca junto al oído.
—Eve —suspiró, y sintió que ella se estremecía.
—¿Mmm?
Eve seguía con los ojos cerrados y Conall vio que tenía los puños apretados, sujetando
la capa de lana negra.
—¿Os gusta?
El la soltó un instante para coger el barreño y ella levantó la cabeza y abrió los ojos.
—Sí, gracias, MacKe…
Conall agarró la correa mojada que era el cabello de ella y tiró, esta vez con más
fuerza, haciendo que la cabeza de Eve volviese a echarse hacia atrás. Ella carraspeó.
—No he terminado —advirtió Conall en voz baja.

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La garganta de ella se contrajo al tragar saliva mientras le observaba a través de las
pestañas. Le pareció vislumbrar una pincelada de miedo cuando ella apartó la mirada.
Conall vertió sobre el cabello de Eve la poca agua que quedaba, disfrutando del sonido
primitivo que hacía al caer sobre la piedra. Parte de esa agua le cayó a ella por ambos
lados de la cara, por el cuello, por dentro de la capa. Dejando el barreño a un lado, Conall
le pasó las manos por el cabello con los puños cerrados, estrujándoselo para que soltara el
agua. Luego, lenta y deliberadamente, empezando por abajo, enrolló la mano en el cabello
de Eve, vuelta tras vuelta, hasta que tuvo el puño apoyado en su nuca descubierta. Ahora
ella tenía la cabeza totalmente echada para atrás, y soltó un gemido.
Los pechos de Eve subían y bajaban deprisa y en silencio, y Conall le volvió a acercar
la boca al oído.
—Eve —le susurró—, quiero casarme con vos.
Ella abrió los ojos y se lo quedó mirando por el rabillo del ojo.
—Quiero —Conall tiró de la cabeza de ella todavía más, dejando el lóbulo de la oreja
de ella a un milímetro de distancia de sus labios— tomaros por esposa. ¿Lo entendéis,
muchacha?
Ella cerró los ojos y los apretó, y Conall no pudo resistir la tentación de apoyar los
labios en la curva de la mandíbula de Eve, junto al lóbulo de la oreja, tan suave y tibio.
Tirando de su pelo hacia atrás con cuidado, pero con firmeza, hasta que los hombros de
ella se apoyaron en su pecho, la acarició con los labios hasta llegar al cuello mojado de
aceite aromático. Conall sacó la lengua para probar un ápice de su sabor.
—MacKerrick —dijo ella en voz baja, muy sofocada.
—¿Qué?
Conall le besó el cuello otra vez y se lo acarició con la cara, apartándole la capa. La
mano con la que no le estaba sujetando el pelo subió para acariciarle el brazo a través de la
lana fina. La sintió temblar y tuvo la esperanza de que fuese de deseo.
—Sólo tenéis que contestar sí o no —le susurró al oído—. Si es que no, pararé, aunque
no es lo que quiero hacer. Lo que quiero es besaros. Os quiero besar por todas partes y
haceros mi esposa. ¿Os queréis casar conmigo, Eve?
—¿Eso es… es legal? —preguntó ella llena de dudas.
—Sí.
Abrazándola más fuerte aun, tiró del codo de ella hacia atrás, de tal modo que a
Evelyn se le arqueó la espalda y los pechos se le marcaron bajo la capa. Ella dio un gritito.
Su pierna lechosa quedó más al descubierto todavía, a medida que la abertura de la capa se
iba ensanchando. El apretó los dientes y prosiguió:
—Si lo deseáis, podemos pedirle al cura que nos dé su bendición cuando venga, en
verano. Hasta entonces, lo decimos nosotros y queda hecho. Haremos nuestros votos de
palabra. Así que prestadme atención, Eve. —Con su deseo por ella apenas bajo control, le
tiró del pelo para mirarla a los ojos—. Si decís que sí, seréis mía. Estaréis atada a mí.

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—Y vos seréis mío —dijo ella en un tono grave, pero firme, como desafiándolo sin
importarle la situación de sumisión en la que se encontraba—. ¿Por encima de cualquier
cosa que pudiera llegar a pasar?
Aquella pregunta inocente alimentó las llamas del deseo de Conall, tanto que apenas
pudo responder. Lentamente, respiró hondo por la nariz y asintió.
—Voy a haceros ahora mi voto, muchacha: Yo, Conall, os tomo a vos, Eve, por esposa.
Se paró a escuchar el canto de los lobos que venía de más allá de la cabaña: una
música tenebrosa para acompañar el ritmo atronador de su corazón y de la sangre que le
corría por las venas. Sintió en su interior una potente vibración, como si hubiera sido
alcanzado por un rayo, con el ruido del trueno en los oídos. Ella lo estaba mirando,
buscando la cara de él con los ojos, y tenía los labios entreabiertos para respirar a toda
prisa; pero con poca intensidad. A Conall volvió a entrarle la preocupación de que ella lo
fuese a rechazar. La sacudió brevemente, una sola vez, y ella soltó un grito ahogado.
—Si me queréis, decidlo, Eve —tronó él.
A ella le brotó del rabillo del ojo una sola lágrima, y le bajó por la mejilla, pero asintió
enérgicamente, dentro del poco movimiento que le permitía su cautividad.
—Yo, Evelyn, os tomo a vos, Conall, por esposo.
Una oleada de mareo invadió a Conall, haciendo que viera la cabaña borrosa durante
un instante.
—Hecho está —susurró él, y acto seguido le secó la lágrima con la lengua.
Ella le miró a la boca.
—¿Estamos casados?
—Lo estamos.
Conall se levantó con un movimiento enérgico y arrastró a Eve consigo, agarrada
como la tenía por el cabello y el brazo. El barreño y el taburete cayeron al suelo con
mucho estruendo y él los apartó de una patada. Quitándole la mano del codo, le dio la
vuelta para tenerla de cara, y le pasó el brazo por los hombros sin soltarle la cabeza
cautiva.
—Ahora que de hecho ya estamos casados, voy a convertiros en mi esposa.
Evelyn tenía ganas de llorar, de gritar, de cantar… Jamás se había sentido tan
abrumadoramente viva como en el instante en el que MacKerrick le soltó el pelo y la
depositó sobre el camastro. Bajo la vetusta capa, un hormigueo en la piel limpia, fría y
sensibilizada a las caricias, la recorría cada vez que MacKerrick la rozaba lo más mínimo.
El corazón le revoloteaba dentro del pecho y anunciaba con valentía, como un pregón real
desenrollado, su juramento de lealtad en aquel nuevo campo de batalla, desconocido y
aterrador, al que ahora se enfrentaba.
Él la empujó hacia atrás, de forma que se habría caído si no fuera porque la estaba
sujetando por los hombros con la fuerza colosal de su mano.

226
¿Por qué no la besaba? ¿Por qué sólo la miraba a…?
—Quitaos la capa —dijo bruscamente Conall.
La soltó, pero no apartó apenas las manos del cuerpo de ella, como si estuviera listo
para volver a apresarla al instante siguiente.
Evelyn titubeó y un profundo escalofrío de miedo la recorrió al pensar en lo que estaba
a punto de acontecer.
Se quedó esperando un largo instante. El abrigo de Minerva cedió paso con un ligero
crujido, los hilos viejísimos deshaciéndose como una telaraña, cuando MacKerrick se hizo
con la capa y se la quitó con un solo movimiento, corto pero eficaz. La lana negra cayó
lejos del cuerpo desnudo de Evelyn y ella gritó, tratando de taparse los pechos y sus partes
íntimas con los brazos. Nunca en toda su vida adulta había estado desnuda delante de otra
persona, exceptuando a su dama de compañía, y en aquel momento se sintió avergonzada
de su cuerpo. Además, estaba demasiado delgada, esquelética, y aún tenía la piel
descolorida por la caída de hacía semanas y por la enfermedad. Seguro que aquel hombre
tan robusto, tan fuerte, tan perfecto físicamente, sentiría repulsión hacia ella.
Pero él volvió a ponerle las manos en los brazos, resoplando con fuerza. Tenía la piel
tan caliente como las piedras de la lumbre, y al percibir su tacto, Evelyn se estremeció. Ya
había excedido todos los límites al casarse con aquel highlander salvaje que la tomaba por
quien no era. Comprendió que iban a hacer de inmediato el amor, y que ya no había vuelta
atrás. Era su esposa y se iba a rendir a él. Tenía que hacerlo. Un castigo agridulce por su
engaño. Un precio de doble filo para pagar su seguridad. Intentó no pensar en la
posibilidad de quedarse embarazada.
Lo intentó.
—Ah, Eve.
MacKerrick resopló y se puso aún más cerca de ella, acariciándole la coronilla con la
mejilla, clavándole los dedos en la carne de los brazos sin causarle dolor. Evelyn estaba
rígida, sin dejar de protegerse con los brazos del contacto total entre ambos cuerpos.
—¿Tenéis miedo?
Ella asintió mientras su mente deambulaba entre las visiones aterradoras de sus
pensamientos: su cuerpo hinchándose para explotar en un río de sangre, gritando hasta
morir.
—No lo tengáis —le susurró MacKerrick, rodeándola con las manos hasta llegar a la
fría espalda—. Lo voy a hacer muy despacio, tan despacio que… —dijo con su melodioso
acento, apretando los labios contra el oído de ella—. Relajaos, muchacha.
—No puedo, yo…
Eve no podía contarle que el miedo que sentía no era el miedo a que MacKerrick
profanase su cuerpo. Sabía que el dolor que sintiese sería efímero y caería en el olvido.
Eran las consecuencias de aquel encuentro amoroso lo que la aterraba.
—Tengo frío —logró mascullar finalmente, resultando su súplica poco más que un

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susurro.
—Claro que tenéis frío —dijo él con mucho pesar, y la condujo hacia atrás hasta que
notó la madera del camastro contra la parte posterior de los muslos. Se inclinó sobre el
lecho y apartó la manta, y entonces, con un movimiento súbito, la levantó en volandas.
Ella soltó un grito ahogado y se agarró con fuerza a aquel cuerpo, dejando el suyo
totalmente a la vista.
MacKerrick la recorrió con la mirada mientras la depositaba con mucho cuidado sobre
el fino cobertor. Evelyn, que había quedado de espaldas, se revolvió para hacerse con la
manta y echársela por encima, pero MacKerrick la detuvo con su largo brazo.
—No, muchacha, dejad que os mire un momento, por favor.
Ella se quedó con la manta arrugada en un puño, pero dejando que una parte le
cubriese la cadera. Tenía los ojos clavados en el borde del cobertor, donde la túnica de
MacKerrick se veía iluminada, contra la sombra oscura de su muslo, por el fuego que
brillaba a su espalda.
Tras lo que pareció una eternidad sin que ninguno de los dos se moviera, MacKerrick
se llevó las manos al cinto. Evelyn sintió que se le revolvían las tripas cuando él se aflojó
la gruesa tira de cuero, la dejó caer y la túnica le quedó suelta sobre las caderas. Sintió un
nudo en la garganta y tragó saliva. En realidad quería ese final, la consumación, pero el
miedo la paralizaba. ¿Pues no había sido ella la que había deseado a MacKerrick hacía tan
sólo unos instantes, sin apenas poder respirar pensando en que la tocase, en que la
poseyese? Ahora, el puro espanto la había convertido en la menos dispuesta de las
amantes. No lograba tomar aliento y los ojos le dolían, cargados de lágrimas sin derramar.
Entonces, la túnica de MacKerrick se levantó sobre aquellos muslos fuertes y Evelyn
oyó el leve sonido que hacía al caer también al suelo. Miró su hombría de soslayo,
totalmente erecta y apuntando hacia ella con la destreza de una flecha. Era larga, oscura y
en cierto modo siniestra. Un arma. Una pesadilla al acecho.
Un sollozo ahogado salió de la nada y ella, sobresaltada, se llevó la mano a la boca
para tratar de sofocarlo.
Advirtió la preocupación repentina de MacKerrick, que se había subido a la cama e
intentaba acercarse al cuerpo rígido de ella.
—Eve, Eve —le dijo en tono tranquilizador—. Tranquila… No me tengáis tanto
miedo, no lo puedo soportar. —Y le acarició el cabello, aún mojado y con olor a lavanda.
Ella notó que otra burbuja extraña se le alojaba en la garganta y luchó por hacerla
desaparecer. Tenía otra vez los brazos cruzados sobre los pechos, negándole el pleno
contacto con su cuerpo, y aun así sentía su calor. Una parte de ella quería abrazar la
estrecha cintura de MacKerrick y deshacerse entre sollozos de todo su miedo. Quería que
él también la abrazase y la reconfortase.
Pero eso no era lo que MacKerrick quería, y Evelyn sabía que le debía aquel rito
matrimonial. Y prefería que todo pasase cuanto antes.

228
—¿Estáis ya listo para montarme? —le preguntó, pegada al pecho de él y escuchando
la crispación de su propia voz.
MacKerrick permaneció inmóvil durante un momento.
—Lo estoy —admitió en voz baja.
Evelyn se apartó de él de un empujón para tumbarse de espaldas, apretando los ojos.
—Muy bien —tragó saliva—, yo también estoy preparada.
Él tuvo la tentación de reírse de ella. Evelyn abrió los ojos de golpe y volvió el rostro
para mirarlo. El highlander estaba sonriendo y se puso más cerca de ella, a su lado. Ella se
estremeció cuando él le puso una mano en la cara.
—Eve, esto no es un castigo contra el que debáis preveniros —le dijo, con un brillo
especial en los ojos—. Quiero que lo disfrutéis tanto como yo.
—Bueno, señor, pues no va a ser así, conque haced lo que tengáis que hacer.
Apartó la vista de nuevo hacia la cabecera del camastro. Volvió a tragar saliva e hizo
acopio de coraje en lo más profundo de su cuerpo.
—¿Debo… debo separar las piernas?
MacKerrick se volvió a reír y a Evelyn le ardió la cara.
—Ah, muchacha, sois un misterio —dijo él en voz velada, y su risa resultó más sonora
que sus palabras.
—Lo que os va a resultar un misterio será mi paradero como no os deis prisa —soltó
ella—. No voy a pasarme la vida aquí tumbada, MacKerrick. Tengo frío, y eso por no
hablar del hambre, y…
La boca de él interrumpió aquel discurso estridente, los labios de él se posaron con
fuerza contra los suyos, le apretaban los dientes y le hacían daño. Pasado un instante, sin
embargo, se aflojaron y se abrieron para acariciarle la boca. Los labios de él tiraron de los
de ella una vez y luego otra, y entonces la miró a los ojos. Conall seguía teniendo un aire
divertido, pero en el fuego de ámbar de su mirada brillaba un deseo evidente.
—Muy bien, Eve. No voy a permitir que salgáis corriendo con esas piernas tan finas
—dijo solemnemente, y entonces la sonrisa se le borró del rostro y en él se reflejó una
intensidad que resucitó el miedo de Eve—. Separadlas un poco.
Evelyn ordenó a sus piernas que se separasen, y por fin una de sus rodillas dio un
respingo, yendo a chocar contra el muslo firme y esbelto de MacKerrick.
—¿Basta con eso?
—Por ahora —dijo MacKerrick.
La mano de él bajó desde el rostro de ella hasta la clavícula mientras sus dedos
danzaban sobre el saliente de su hombro, haciendo que apartase los brazos. Cuando le
colocó la mano alrededor del pecho, Evelyn contuvo el aliento, sintiendo una punzada en
el pezón.
—Ya… Tranquila —le susurró MacKerrick, y agachó la cabeza.

229
Con los labios, le frotó el otro pezón, y aquella sensación punzante la volvió a sacudir.
Cuando la boca de él se abrió sobre su pecho, Eve soltó con un zumbido el aliento que
había estado conteniendo. Con la otra mano, él le acariciaba el pecho erguido en suaves
círculos mientras se lo chupaba.
Evelyn cayó presa de un profundo espasmo en el abdomen, persistente, aterrador y
extrañamente placentero. Siguió mirando el techo desde el camastro durante el tiempo que
pasó MacKerrick lamiéndola, con toda la extensión de su lengua, y alcanzaba a verle la
coronilla, que se movía al compás de las sensaciones que le estaba provocando. Un
suspiro traicionó la rigidez de su garganta, haciéndola sorprenderse y avergonzarse a la
vez.
—Eso es bueno —susurró MacKerrick contra su piel humedecida, haciendo que se le
pusiese carne de gallina por todo el cuerpo—. Disfrutadlo… no tengáis miedo, Eve. Mi
Eve…
La boca de él volvió a reclamar el pezón, y la mano que tenía sobre el pecho de ella se
deslizó hacia abajo, sobre las costillas, para juguetear con el ombligo.
Evelyn tragó saliva, tratando de ignorar la respuesta traicionera de su cuerpo. Su mente
seguía aterrada, pero su carne… ¡qué débil era! No quería que el tacto de MacKerrick la
excitase, que le diese placer. Y menos cuando eso podía suponer para ella la muerte. Pero
iba poco a poco perdiendo el control mientras la mano de MacKerrick seguía su camino
hacia más abajo todavía, le masajeaba el hueco del abdomen que quedaba entre sus
caderas, calmando las palpitaciones que sentía a la vez que las alimentaba.
—No quiero hacer esto, MacKerrick —dijo, atragantada.
Él no se apartó, sino que continuó lamiéndola embelesado, como si estuviera bebiendo
hidromiel de un jarro.
—¿Por qué? —le preguntó, y, chupando la curva de su pecho, metió las yemas de los
dedos en el pelo rizado de entre las piernas de ella.
—No… no quiero bebés.
Él ya tenía la palma de la mano abierta sobre el sexo de ella y le estaba acariciando la
carne. Evelyn sintió la necesidad de levantar las caderas hacia él.
—Mmm, mmm —murmuró MacKerrick apoyado contra la piel de ella—. Puede que
no los tengamos.
Evelyn frunció el ceño, le dieron ganas de gemir. Si por lo menos él dejase de
tocarla… ahí, tal vez sus pensamientos lograsen encontrar un orden.
—Pero vamos a…
—Es vuestra primera vez, ¿verdad? —le preguntó él tranquilamente, y dejó de
juguetear con el monte de Venus para pasarle la mano entre el vello, de arriba abajo, en
una fricción deliberada que perturbaba su carne casi hasta el punto de impedirle seguir
guardando las formas.
—Sí —consiguió contestar.

230
—Entonces, es poco probable —dijo MacKerrick, levantándose apenas para pasar la
lengua por el otro pezón—. No se tiene un bebé cada vez que se hace el amor, Eve. —Y se
lo aprisionó por completo.
Evelyn no pudo evitar retorcerse ligeramente, con la mente hecha un lío entre los
razonamientos lógicos y el deseo carnal. Sabía que era verdad lo que MacKerrick acababa
de decir, pero, ¿cuántas de aquellas jovencitas que habían ido a parar al convento juraban
que había sido su primera vez?
—Estoy asustada, MacKerrick. Tan asustada que…
El negó con la cabeza sin perder el contacto con el pezón. Más abajo, sus dedos hacían
sobre ella un movimiento de tijera, separando y abriendo los pliegues de su sexo. Eve
soltó un grito ahogado y puso los ojos en blanco.
MacKerrick le soltó el pecho con un lametón sonoro.
—No lo estéis. —Clavó los ojos en los de ella—. Eve, ¿vos me queréis? Si decís que
no, me detendré. No os voy a obligar a nada.
Dejó de mover la mano entre las piernas de ella para demostrárselo. A menos que
dijera la palabra clave, él la dejaría intacta. Eve palpitaba a aquel ritmo fantasmal que
había introducido en lo más profundo de su ser, y ahora le dieron ganas de quejarse por el
vacío que sentía.
—Eve, ¿queréis que pare? —repitió MacKerrick.
—No —respondió en voz baja, y que Dios se apiadase de ella, porque era verdad.
Entonces sintió que un dedo largo se colaba entre sus pliegues, allí donde estaba más
húmeda, más caliente y, sobre todo, más sensible.
—Entonces, confiad en mí.
—Si yo confío…
En ese momento, Evelyn arqueó la espalda y oyó su propio grito lastimero como desde
fuera de su cuerpo. Su mente se liberó del miedo cuando otro de los dedos de MacKerrick
se sumó al juego, sin tocarle el firme botón pero rodeándolo. Entonces, los dos dedos de él
se deslizaron aún más hacia el interior de su hendidura, explorando brevemente los
recovecos más íntimos de su cuerpo. Evelyn volvió a exhalar un chillido, un resuello, un
gemido, y las piernas se le separaron aún más, con un muslo preso entre los de
MacKerrick. Le notó la erección, sólida y caliente contra su piel.
MacKerrick inició un ritmo lento, constante y firme a lo largo del sexo de ella, de
arriba abajo, por dentro y alrededor, moviendo la mano cada vez más deprisa. Cuando
Evelyn empezó a mover las caderas al compás de su mano, él se le prendió de un pecho.
Ella sintió el frenesí, la locura y el vértigo, anticipándose a ese algo desconocido que la
mano deliberada de MacKerrick le iba mostrando lentamente.
—No vais a aguantar mucho más, Eve —le dijo él bruscamente, mirándola a los ojos
con chispas salvajes de ámbar que le iluminaban la mirada—. Ni yo tampoco. Os voy a
tomar ahora, así os resultará más fácil. —Le estaba frotando la erección caliente y

231
resbaladiza por el muslo.
—Hacedlo —jadeó ella, deseándolo, fuera lo que fuese lo que él le iba a dar—.
Hacedlo ya.
MacKerrick se colocó encima con un movimiento muy hábil, y sacó la mano de entre
sus piernas durante un instante para abrirle los muslos y para levantárselos.
—Sujetaos las rodillas —le ordenó.
Eso hizo Evelyn, retorciéndose sobre su espalda ante la visión de él arrodillado entre
sus piernas, como si fuese un dios de piedra, mientras aquella erección se sacudía
violentamente sobre su sexo bochornosamente expuesto. Aquello le parecía aún peor que
el pecado que iban a cometer, y se dejó arrastrar por aquella imagen perversa.
MacKerrick le pasó las yemas de los dedos por la hendidura. Entonces se agarró su
hombría y se la acarició. Su otra mano volvió al monte de Venus de ella, comprobando
con el pulgar la elasticidad de su carne, y volvió a rodearle el botón con círculos
hipnóticos.
Evelyn levantó las caderas y dobló aún más las piernas.
—MacKerrick —le rogó, deleitándose con el tono de súplica de su propia voz.
Él se echó hacia delante, se sentó sobre los talones y colocó el extremo de su erección
contra ella sin dejar de tocarla con el pulgar. El otro brazo de él quedó colgando lacio
sobre su cadera.
—¿Estáis preparada, Eve? —le preguntó con un tono de voz grave y punzante,
empujando ligeramente hacia ella mientras aceleraba el ritmo del pulgar.
Evelyn opuso resistencia, sintiendo cómo su interior se estiraba alrededor de él.
—¡Ay! —gritó—. ¡MacKerrick, ayudadme!
El empujó un poco más y hundió lo que a ella le pareció que era su cuerpo entero.
Evelyn sintió que su carne cedía en una dulce agonía, y entonces, su aliento, su
respiración, sus pensamientos y el mundo entero se detuvieron mientras el clímax se
apoderaba de ella.
Y sólo en aquel momento, MacKerrick se introdujo, cuan largo era, en su interior.
El cuerpo de Evelyn se resistió, pero luego lo aceptó entre oleadas palpitantes,
desgarradoras y aplastantes, chillando ante la enormidad de todo aquello. MacKerrick
apretó ferozmente las caderas sin que pudiera dejar de retorcerse. Pasado un instante, se
quedó petrificado, con toda su longitud palpitando dentro de su ser.
Evelyn volvió a gritar de pura sensación de plenitud y sintió que le corrían lágrimas
por las mejillas.
Fue algo glorioso. Y bendito.
Y Evelyn Godewin se convirtió en Evelyn MacKerrick.

232
Epílogo

HABÍAN pasado siete días desde que volvieron a la cabaña del valle. Siete días repletos
de amor, de magia, de lágrimas, de sentimiento de familia y de extrañeza también. Evelyn
y Conall estaban poco a poco volviendo a conocerse mutuamente y acostumbrándose a esa
nueva forma de amarse. A su intensidad, a la sinceridad. Siete días llevaban allí, pero
aquella noche era la primera que pasaban a solas.
Evelyn se tumbó en el pequeño camastro y contempló cómo su marido, con la luz de la
lumbre danzando sobre sus amplios hombros, se inclinaba sobre la cuna de Gregory, que
estaba al lado de la cama, para depositarlo dentro, arroparlo y susurrarle palabras de amor
y desearle dulces sueños. La luz titilante reflejaba las sensaciones del cuerpo de Evelyn
mientras ella aguardaba en secreto, con ansia e ilusión, a que Conall se tumbase a su lado.
Había pasado tanto tiempo…
Conall se dio media vuelta y despachó a Bonnie y a Alexandra, la torpe cachorrita que
la seguía a todas partes, a su corral dándole una palmada en el lomo a la oveja. Comprobó
que la tranca estuviera echada y atizó la lumbre. Entonces, por fin, se volvió hacia ella y le
dedicó una sonrisa que hizo que el corazón de Evelyn se pusiera a cantar.
—No os habéis quedado dormida, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza y se preguntó si él distinguía su sonrisa entre las sombras.
—No, os estaba esperando. —Se echó hacia atrás hasta que sintió la pared contra su
espalda y abrió las mantas a modo de invitación.
Él necesitó apenas unos segundos para desvestirse y meterse con ella en la cama. Acto
seguido, Evelyn oyó el resuello abrupto de Conall al darse cuenta de que estaba desnuda.
—Cuánto me alegro de que ya se haya ido la familia —murmuró, tirando de ella para
apoyarle la cara contra el cuello.
—Yo también —replicó Evelyn mientras hundía los dedos entre el cabello grueso y
ondulado de Conall—. Qué maravilla que hayan venido al casamiento, cargados de
regalos y de provisiones.
Conall le dio la razón sin decir nada, pasándole los labios por el contorno de la
mandíbula.

233
—Mi madre no se lo habría perdido por nada del mundo. Te agradezco que la hayas
recibido con tanta amabilidad. Tendremos que ir a visitarla pronto, porque si no va a echar
mucho de menos a Gregory. Y estoy seguro de que va a ser cuestión de pocas semanas que
Duncan y Betsy se casen.
—Le estoy tan agradecida a Angus —susurró Evelyn, pensativa—… A todos los
Buchanan, y a los MacKerrick. Y pensar que han estado todos aquí reunidos…
—Sin lugar a dudas, ha sido un milagro. —La mano de Conall se deslizó, como quien
no quiere la cosa, por la cadera de Evelyn para agarrarle firmemente una nalga—. Ronan y
Minerva estarían orgullosos de nosotros.
Evelyn apretó las caderas contra la erección insistente de Conall.
—Yo estoy orgullosa de nosotros.
Entonces él le besó la boca lentamente, hasta dentro, saboreándola por completo.
Evelyn gimió cuando él se apartó.
—¿Estáis segura, Eve? —le preguntó con más timidez de la que era normal en él—.
¿No es demasiado pronto? No quiero haceros daño.
—«¿No es demasiado pronto?» —le imitó ella con una sonrisa—. Os necesito, Conall.
Él no necesitaba más reclamo que ése. Hizo que Evelyn se tumbara de espaldas para
arrodillarse entre sus piernas y pasarle la lengua por aquellos pechos rebosantes del mismo
modo que se los chupaba Gregory.
—Tomadme —le susurró ella al oído, pues necesitaba sentirlo dentro.
Él se introdujo en Eve poco a poco, con delicadeza, haciendo pausas para que el
cuerpo de ella lo fuese asimilando. Y al cabo de unos instantes, Eve estaba perdida de
placer entre las sensaciones maravillosas del amor que le mostraba el cuerpo de su marido,
con la misma intensidad que ya había visto ella en sus palabras y en su corazón. Evelyn se
sintió, finalmente, en casa.
Ella llegó al clímax primero, entre sacudidas placenteras traspasadas de erotismo, y al
poco Conall reventó dentro de ella. Permanecieron abrazados mucho tiempo,
contemplando el fuego. El aullido del bosque que quedaba al otro lado de aquellas paredes
no era ya amenazador sino, más bien, una cancioncilla de cuna, y la lluvia que caía sobre
la casita sonaba como la risa.

La luz de la luna iluminaba el bosque como si fuese mediodía, convirtiendo el montículo


de piedras en un remanso brillante. Había una figura desgarbada recostada contra el roble
inmenso, recortada en sombra sobre la luz brillante de la luna de plata.
La mujer se acercó lentamente, con cautela y llena de esperanzas. Entonces, cohibida
por el miedo, se detuvo, mirándose las manos nudosas llenas de manchas, la piel arrugada

234
por la edad. Había pasado tanto tiempo, y ella estaba tan vieja que… no se sentía capaz de
mirarle a la cara. Incluso después de haberlo anhelado durante tantos, tantísimos años.
—Minnie —la llamó él con dulzura, y el sonido de su voz, ¡ah!, era música para los
oídos de ella, hizo que un sollozo le aflorara en los labios.
—¿Ronan? —susurró en la oscuridad.
La figura se irguió, separándose del árbol, y cuando se apartó del montículo de piedras,
la luz de la luna lo dejó al descubierto. Sus rasgos marcados, su frente alta bajo el cabello
de color caoba, sus ojos de un verde brillante, sus andares desgarbados: todo él tan
parecido a su hijo…
Minerva se postró de rodillas, dando un grito, y hundió el rostro en sus grandes manos.
—¡Ay, Ronan! ¡No me miréis, os lo ruego! Ahora soy una anciana y no quiero que me
veáis así.
Sintió la luz de él sobre su cabello, y le lloró en las palmas de las manos al darse
cuenta de que ya le estaba viendo el cabello gris y fino, el cuello arrugado y la espalda
huesuda a través de su traje de curandera, viejo y lleno de remiendos.
—Minnie —volvió a decirle él con dulzura—. Sois una belleza…la muchacha más
hermosa de toda Escocia. ¿Acaso no os lo he dicho siempre?
—Soy una anciana, estoy espantosa y me siento exhausta —sollozó—. Estoy
demasiado vieja ya para vos. Usada y desechada.
—No. Desechada, jamás. Ni por un solo instante —le dijo él con firmeza y, para su
espanto, se arrodilló y le cogió aquellas manos arrugadas de vieja con las suyas—.
Miradme, Minerva Buchanan. Miradme.
Ella levantó el rostro a regañadientes, profundamente disgustada por tener que dejarle
ver, sin más dilación, la exactitud con que se había descrito: su rostro pálido y marcado;
sus ojos negros opacos, empañados por tantos años lejos de él; su pecho huesudo sin
volumen; sus caderas prominentes, como las de una yegua vieja.
Pero la cara de él… Sus ojos. Estaban encendidos y llenos de lágrimas.
—Sois —le oyó decir bruscamente, cargado de sentimiento— aún la muchacha más
hermosa de toda Escocia. —Le estiró los brazos hacia los lados como si la estuviese
invitando a bailar—. Pero miradme, Minnie. Miradme.
Ella levantó la mirada y se vio a sí misma vestida con un traje que no era ya aquel tan
viejo de lana gris, lleno de remiendos, sino uno de un terciopelo verde vibrante, con un
cinturón de oro trenzado, precioso. Se vio las manos suaves y rosadas, y se notó los
muslos macizos bajo el faldón. El pecho le sobresalía visiblemente sobre la curva bien
marcada de la cintura y unos mechones rizados de espeso cabello rojo le caían por los
hombros hasta las caderas.
Dio un grito ahogado y miró a los hermosos ojos de Ronan. En ellos pudo ver reflejado
su propio rostro: las mandíbulas fuertes, la piel lisa, la nariz esbelta. Volvía a tener los
labios carnosos, entreabiertos por la admiración, y los ojos, de un brillo claro, rodeados de

235
pestañas frondosas.
—Ronan —susurró—. ¡Besadme!
El la besó y, cuando sus labios se tocaron, el brillo de la luna se vio eclipsado por la
luminiscencia cegadora de miles de rayos, por un millón de estrellas fugaces y por la luz
celestial de un eterno amanecer.
Cuando lograron despegarse, él volvió a hablar.
—Habéis hecho lo correcto en la vida, Minnie. Os he estado observando, todos los
días. Habéis vivido nuestro amor.
—Pero nuestro Duncan… —empezó a decir ella.
—Duncan está bien —dijo Ronan con una sonrisa tranquilizadora—. Es un buen
hombre, y ha heredado lo mejor de su padre. Gobernará el clan de los MacKerrick con
mucha honra. Vos hicisteis lo que os pareció oportuno y acertasteis. Lo habéis hecho bien
—insistió Ronan—. A las jóvenes Corinne, Haith, Simone, Evelyn… Las guiasteis a todas
hacia el amor, con amor. Y ahora nos toca a nosotros, mujer mía. Mi hermosa, mi
hermosísima Minerva. Cómo os he echado de menos.
De las sombras del bosque surgió un lobo enfermo que daba lástima, gris como la
ceniza y escuálido como un esqueleto. Tenía varias calvas en el pellejo sin brillo, le
faltaban casi todos los dientes y sus ojos estaban lechosos y ciegos. Soltó un aullido sin
parar de gruñir y la lengua se le quedó colgando de un modo enfermizo.
—Caín —lo llamó amorosamente Minerva, estirando la mano hacia él.
La actitud de Ronan era espejo de la de Minerva.
—Caín, querido.
El lobo se situó entre las dos figuras y se derrumbó, finalmente en la meta de aquel
viaje tan inusitadamente largo. En un abrir y cerrar de ojos, su forma corpórea se
desintegró en cenizas y una racha suave de viento nocturno se las llevó volando.
Y entonces, una bestia enorme y fuerte surgió en su lugar, dando brincos eufóricos con
aire jovial y un aroma de libertad en el denso pelaje.
Minerva y Ronan se rieron cuando el lobo se puso a ladrar y a aullar describiendo
círculos alrededor de ellos. La alegría que los invadía cayó como la lluvia sobre el infinito
bosque de Caledonia que los rodeaba.
Minerva y Ronan se dieron un beso que duró toda la eternidad.

Fin

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