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Miguel Dalmaroni - Algo Más Sobre El Lector Común

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Miguel Dalmaroni

La literatura y sus restos (teoría, crítica y filosofía)


Algo más sobre el "lector común"

1. "Un entramado tambaleante y destartalado"

Cualquiera que recuerde el comienzo del Tom Jones de Henry Fielding -que es como


decir uno de los comienzos de la novela moderna y, más, del capitalismo- sabe que los
ingleses no necesitaban que llegase ningún inspector de escuelas a lo Matthew Arnold ni
sociólogo comunitarista a lo Raymond Williams para entender y advertir los alcances de la
fatal, la perdurable y sólida intimidad entre lectura y democracia. Fielding iniciaba su libro
de 1749 así: "Un autor no debe considerarse a sí mismo como un caballero que ofrece un
banquete o una comida de caridad, sino más bien como el dueño de una fonda abierta al
público, donde son bienvenidos todos los que se presenten con su dinero." [1] A caballo
regalado... Pero cambia todo si el matungo te lo venden. Por supuesto, mucho más
próxima tenemos a Virginia Woolf recordando una advertencia de Samuel Johnson, quien
más o menos para la misma época que Fielding designaba a ese anónimo y colectivo
"common reader" nada menos que como presidente del tribunal encargado de otorgar las
credenciales de "los honores poéticos" o, como interpreta Woolf, de sancionar "el
reconocimiento del gran hombre". Para una moral política o bienpensante más bien ciega
y torpe, ese breve y célebre ensayo pudo resultar por mucho tiempo (el tiempo en que lo
hubiésemos leído sin leerlo, predispuestos a imponer allí lo que la cultura siempre quiere
que leamos en todas partes: lo Mismo), ese ensayo de Woolf, decía, pudo resultarnos
ideológicamente antipático: más aristocrático que el sospechoso doctor Johnson al que
cita. En efecto, mientras este se regocija (sic) de coincidir con el lector común, Virginia
anota una copiosa colección de calamidades para caracterizar a esa "gente anónima": no
tiene sino una educación escasa, está mezquinamente dotada, su lectura es "un
entramado tambaleante y destartalado"; el lector común es "apresurado, impreciso y
superficial", sus deficiencias como crítico son obvias, sus ideas y opiniones
"insignificantes". Por supuesto, -y a diferencia de la benévola cita de Johnson, que a su
lado suena paternalista- la intervención de Woolf es radical. Su jugada retórica consiste
en la litotes, no en la rectitud: el efecto final de conjunto es, puede decirse, irónico y
taimado, pero se opera por una variante secuenciada de la litotes, la que los retóricos
ilustran con la consabida tómbola del deshojar una margarita para que el azar resuelva un
dilema: no sabe, sabe; no entiende, entiende; no tiene juicio, juzga. Woolf escribe en una
voz hostil hacia lo que nos revela ambiguamente como una especie de fatalidad, para que
-sea que nos enojemos mucho, poquito, nada- nos resignemos con ella: ya no
consagramos apenas ni principalmente nosotros -dotados, educados, conocidos y pocos-,
sino todos ellos, que pagan en las fondas para comer lo que más o menos se les antoje,
no en banquetes particulares ni caritativos donde se está obligado a elogiar como delicia
lo que en verdad -no interesa por qué motivos- nos disguste.

No sé si es obvio, pero prefiero anotarlo a riesgo de que se lea como la confesión de un


distraído: contra evidencias o prejuicios, somos precisamente los lectores de ese "entre
nos" aristocrático, ilustrado, erudito, quienes estamos atados al acuerdo y a la simulación
plana de lo común, y de ninguna manera a la distinción. Salvo unos pocos entre los pocos
-esos ya investidos de una autoridad máxima que obliga a tolerar el capricho o la
temeridad- la aristocracia está obligada -como se sabe- a guardar la etiqueta más tiránica.
Pero no se trata de que las gentes ordinarias, en cambio, degusten los bodrios de Isabel
Allende -por decir- porque han pagado por ellos, o se distingan porque desdeñan con
candor la mediocridad de Borges o la pesadez de Sebald. Esa es la clase de
simplificación que la crítica política de propósito moralista -la crítica radical aterrada o
irritable ante los riesgos místicos de la filosofía- se empeña en desmontar, enfatizando los
implacables poderes simbólicos del mercado y de las instituciones de elites para imponer
"valores" y "valoraciones". Se trata más bien de que el "lector común" sería -de un modo
no calculable, aleatorio, imprevisto- el sujeto de la contingencia. El sujeto desubjetivado
del acontecimiento, que es por definición una contingencia: ajenidad corriente pero
siempre irreductible a lo compartido o lo comunicable. Quienes suponen que esa hipótesis
es indemostrable son sencillamente obtusos o desinformados, porque es una hipótesis
por lo menos tan demostrada (y esta, empíricamente demostrada) como cualquier otra: lo
sabe bien un grupo disperso y copioso de profesores de literatura que asisten a lo in-
común(icable) que en efecto ocurre entre la literatura y el alumno ignorante, ese lector
escolar que consume gratis lo que le presenten en las aulas de literatura de las escuelas
secundarias, y que de vez en cuando procesa con eso -no deliberada sino fastidiosa,
enardecida o  irresponsablemente- ingestas y digestiones "innegociables" (el calificativo
es de Barthes). La cultura, los ciudadanos progre y la televisión se alarman: "¡Leen fuera
de contexto!", les urge regurgitar (pero no advierten que esa denuncia a la vez declara
que entonces no hay nada de común en el común de los lectores). Yo replico: ¡Menos mal
que leen "fuera de contexto"! Es que no hay lector sino ese. Lo otro es la pesadilla civil de
la imposible, la dócil, la cataléptica repetición (más adjetivos de Barthes, que para colmo
agrega que "la pregunta propia de la lectura" es "no qué texto leo, sino qué texto soy"
cuando leo). El acto anónimo, anómico e irresponsable que llamamos "lector común" -es
decir la resistencia a la lectura, lo por completo otro de la "acción comunicativa"-, esa fuga
de todos los contextos, ese resto que nos toma cuando entre el texto y nosotros la
repetición de contraseñas culturales se ha vuelto imposible,  cuenta con más insistencias
contundentes firmadas por Virginia Woolf:  " ´Viento del oeste, ¿cuándo soplarás?/ Caiga,
si quiere, la llovizna./ ¡Cristo, si mi amor estuviera en mis brazos / y yo en mi lecho otra
vez!´ - cita Woolf, y agrega: “-El impacto de la poesía es tan duro y directo que por un
momento no se siente más que el poema mismo. ¡Qué profundas honduras visitamos
entonces, qué repentina y completa es nuestra inmersión! No hay nada a lo que agarrarse
aquí; nada que nos sostenga en nuestro vuelo [There is nothing here to catch hold of;
nothing to stay us in our flight]. La ilusión de la ficción es gradual; sus efectos -prosigue la
novelista de Orlando- están preparados; pero ¿quiénes, de cuantos leen estos cuatro
versos, se paran a preguntarse quién los escribió, o evocan la casa de Donne o al
secretario de Sidney?; ¿o quién los enreda en la maraña del pasado y en la sucesión de
generaciones? El poeta es siempre nuestro coetáneo. Nuestro ser, de momento, está
concentrado y constreñido, como en una violenta sacudida de emoción personal."
("¿Cómo debería leerse un libro?")

Lo mismo parece haber creído Bajtín en algún momento, cuando escribió acerca del
"carácter irrepetible [...] del texto": "la reproducción del texto por un sujeto (regreso al
texto, una lectura repetida, una nueva representación, una cita) es un acontecimiento
nuevo e irrepetible en la vida del texto". Igual que Virginia Woolf, Bajtín piensa en el
"texto" como la completa particularidad de su contingencia, es decir en que no hay -en
rigor- texto establecido sino lectura irrepetible, es decir resistencia a la lectura, fracaso de
la reproducción; cuando ilustra con la figura de "una nueva representación", Bajtín está
pensando, por supuesto, en el teatro, es decir en que el texto lo es siempre "por un
sujeto" y por lo tanto es como una puesta o, más todavía, como una función: la pieza -
digamos, Rey Lear- siempre es otra, esta, única, "irrepetible" (si el elenco comenta, por
caso, que "hoy salió mejor que nunca", no hace sino advertir el fracaso del éxito
irrepetible, la irreductible resistencia del arte a lo ya sentido). Se diría: pura y completa
pérdida porque es intermitencia no predecible de mero real que parece a punto de dejarse
entrever. En teorías de la lectura así pensaban Bachelard cuando inventó la figura del
"instante poético" y Benjamin las del "shock" o la "visión".

Como si estuviese comentando a la mismísima Woolf impactada y como vaciada de sí por


el poema de ese modo tan neto, Jean-Luc Nancy aprovecha la pregunta en torno de una
de esas frases lacanianas vueltas contraseña ("No hay relación sexual") para ensayar una
teoría de la irrelación -de la relación como desconcierto e interrupción- que adoptaríamos
de buena gana como teoría de la lectura: "¿De qué se trata aquí? De la relación sexual
en tanto que tiene lugar: no para desmentir a Lacan, que dice que no la hay, sino para
distinguir aquello que hay (aquello que está dado, presente, disponible) de aquello que
tiene lugar (aquello que no está dado pero se da, aquello que ocurre, que sobreviene). [...]
La relación en tanto que desconcierto: suspensión de la concertación y aparición de la
sorpresa, interrupción definitiva o provisional...[...]... toda relación depende de la
heterogeneidad y de la heteronomía de los inconmensurables".

Alan Bennett comprendió con agudeza, creo, este democratismo extremo de la figura del
"lector común" y su vínculo con esa interrupción de la subjetividad misma. The
Uncommon Reader, su novela de 2007, retoma con comicidad ligera la esgrima y las
ideas del ensayito de Woolf. La invención de la peripecia se desata con esta pregunta:
¿qué calamidades no podrían esperarse si la Reina de Inglaterra, nada menos, se
convirtiese en una lectora? Porque, claro, igual que los periodistas y los críticos de arte
que se sueñan de izquierda, toda Reina debe saber y creer  -educadora del soberano al
fin- que los libros deberían servir únicamente para aleccionar: iluminar las obtusas,
aturdidas u oprimidas conciencias de los pueblos. Pero "Aleccionar no es leer -dice la
monárquica protagonista de Bennett en un momento-. De hecho es la antítesis de la
lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y
siempre incitante". De modo que el descubrimiento principal de la reina vuelta lectora toca
a la "indiferencia" de la literatura y de los libros respecto de la identidad que son capaces
de suprimir: los lectores, al hacerse tales, se tornan ese "acto anónimo" en que de pronto
están "de incógnito" en medio de no importa quiénes ni qué. La reina lectora de Bennett
sabe hacerse la pregunta correcta, la pregunta de Barthes: ya no quién soy, sino qué
texto soy cuando leo.

 
2. "La dimensión insensata de lo verdadero"

Pero no hay caso: los sensatos agoreros de la mano de hierro de la determinación son
todavía muchísimos y siguen levantando sus advertencias contra el candor libertario de
nosotros los desprevenidos, que increíblemente nos apegamos -parecen suponer- a una
cada vez menos actual edad de la inocencia. ¿Pero en qué residiría nuestra "inocencia",
si la hubiese? Voy a servirme acá de algunos momentos que todavía impactan
como definitivos del libro de Juan Ritvo sobre La edad de la lectura (que ya tiene veinte
años pero -naturalmente- aún espera a casi todos sus lectores): quienes apostamos a
algo que se reclame poiesis, persistiríamos en la inventio y en la ficción, es decir en eso
que precisamente "el paradigma más tenaz y decisivo de la lectura occidental" buscaría
evitar. La exégesis -el modo en que lee Occidente, en fin- pretendería justamente
demostrar que nada debe o nada puede ser agregado al mundo ni hace falta que se
invente nada, porque lo que hubiere de haber -el sentido- precisamente ya está allí y la
lectura viene a soltarlo, lo trae servicialmente a la luz "mediante un esfuerzo de atención y
de -¡acabáramos!- fidelidad", anota Ritvo. Hay que prestar atención a esa terna, que
describe magistralmente el indefectible mecanismo de relojería del determinismo
semiótico y sociologista, ese para el que todo es "discurso social": esfuerzo, atención,
fidelidad. Nada de ataráxicos, dejados, perdidos, tránsfugas, opas ni desleales. La divisa
de esos profetastros de Occidente (cuya inocencia consiste en creerse seculares y
materialistas), dice entonces más o menos esto: te mostraré el Código que te parió y así
te diré no quién eres sino que no eres nada. Es decir: que estás determinado
genéticamente a elogiar los manjares que te sirve el Señor, tanto que ni te asquean ya
aunque fuesen -vaya a saberse- realmente unas bazofias (la cultura hace que las
mayorías, los dominados, se acostumbren a todo, repite la crítica radical, como se sabe).
Justamente lo contrario de los lectores que describen el doctor Johnson y Virginia Woolf.
Para ellos la lectura es, en cambio, cosa de todos esos cualesquiera mudos o apenas
bisbiseantes  (Rancière entendió bien esa parte) que abren nadie sabe cuáles senderos
innominados de la invención y la ficción, no del sentido.

La intimidad equívoca y en un punto vacía entre la literatura y el "código" está en el libro,


cuyo formato más usual se llamó mucho tiempo "códice". No está mal, porque en un
impulso de etimología trucha a lo Lugones o a lo Ceferino Píriz,  el có-dice es lo
comunicable, lo decible común. Y la literatura puede ir dentro de un libro pero no es un
libro ni los libros (aunque hay un momento del fetichismo por los libros en que es posible
tocar algo que ya no es mero fetichismo, algo que tiene que ver con ese elocuente
espesor mudo de los cuerpos de las cosas que -para retener algo apenas de ello-
llamamos belleza, y entonces los libros sí se hacen literatura, pero ese ya sería otro
tema).

Es muy llamativo hasta qué extremo el hecho de que todo encuentro entre un lector y una
obra esté parcialmente determinado (perogrullo: siempre lo está por autoridades,
convenciones, reseñas, mercados, profesores o críticos...) sea capaz de mantener la
vigencia siderúrgica del precepto según el cual nunca hay acontecimiento de la lectura
sino gobierno del prejuicio, juicio previo del Otro. Doy fe:  soy víctima recurrente de ese
precepto toda vez que insisto en que tal vez, casual e inesperadamente, algo que no es
una inadvertida mistificación tramada por elites o mercados, de veras puja por efectuarse
en la lectura aunque -como creo haber aprendido- fracase y deje la estela furiosa (real) de
ese fracaso; incluso yo podría acopiar aquí, fatigosa pero fácilmente, decenas de
ejemplos con fecha, hora, nombres y apellidos. Todavía no hemos terminado de advertir,
creo yo, la prolongada, proteica y poderosa autoridad moral e ideológica con que el
materialismo determinista profiláctico de raigambre remotamente saussureana  o
sociologista (una parcela de lo que Alain Badiou llama "materialismo democrático"),
sofrenó y mantuvo ajustada la rienda de la crítica literaria y la moral de la enseñanza
literaria escolar, poniendo bajo sospecha toda experiencia y destacando centinelas
atentos a pinchar el globo de la inocencia en todo lector que amague inventar o esperar lo
que no estaba. Apuesta o, sencillamente, entrega al azar inculto de los encuentros
contingentes entre un libro y alguien; es obvio: hay siempre mucho de indocilidad en el
azar, y de ignorancia, y entonces hay motivo de sobra para que el saber se vuelva miedo
y para que el miedo se disfrace de saber; Woolf lo supo y supo ponerlo en escena con
ese breve ensayo inolvidable, claro. Simplifiquemos: má qué apuesta ni azar ni
contingencia indócil ni ocho cuartos: siempre hay una superstición, un gran relato (o uno
no tan grande), un ´imaginario social´, una grey, un "código", truena el escarmiento (y
goza); la gramática del fatalismo disfrazado de guardián de los reflejos condicionados,
siempre te deschava un código (gil vos si, creyente, no lo viste). Detrás o dentro, siempre
es posible descubrir -nos advierten- que el poema, el relato, el artista, su voz o la obra no
son otra cosa que zurrapas o detritos de la obediencia debida al Ventrílocuo: los juegos
sociales previstos mandan, mandan "los valores", mandan y comandan las lenguas que
nos hablan desde antes de nacer (como anotó, paranoico, el Althusser más cómico, ese
que identificaba la Ideología con un agente de policía callejero que te pega el grito para
detenerte, "eh, tú", cosa que supo aprovechar Rancière con eso de que el consenso es
policía mientras la política es únicamente desacuerdo). Comanda y nos mandonea
algún Codex que la crítica que se precia de tal se obliga a diseccionar (la Lengua-del-
relato picó en punta: de Propp a Barthes; después vinieron  las gramatonomías de la
argumentación y otros esperpentos así). O "los códigos",  cuando el monismo cientificista
fue reemplazado por un pluralismo dudosamente anarquista, de Barthes a Barthes: el tan
farolero "plural del texto", que abrió su versión espesa y excesiva -una cierta amenaza,
por fin- en la movilidad de las lexias de S/Z (la voz que sonaba en ese libro nos prometía
modos de la fuga), tanto como su escolarización ligeronga en "Análisis textual de un
cuerpo de Poe". Monstruoso: ya no un código solito, sino -como si la Legión de demonios
fuese menos dañina que un único Luzbel- setenta veces siete códigos, una gruesa, una
bocha, un fangote de códigos (Barthes fue no solo un lector extraordinario; también a
veces, con ingeniosa intermitencia, fue un modista inigualable, como bien pescó Sontag,
sensible como ninguno al estado de las expectativas del mercado de la palabra intelectual
y sus cosméticas, cortes y confecciones; Barthes conoció de un modo único, claro, las
artimañas y demencias de la moda). La pesadilla semiólatra de una civilización multi-
nómica o hipercodificada que la crítica en su misión esclarecedora se propone
"desencriptar" (Ritvo predijo eso con otras palabras, hace dos décadas). La era actual del
capitalismo inventó sus propios géneros retóricos para eso, chocolate por la noticia: uno
se llama "interfase" y es una pacotilla del rizoma deleuziano pero nueve de cada diez
veces sin detonador, desactivado. El otro es el "Manual de procedimientos", y lo tienen en
McDonald (dice cómo se deba hacer todo, hasta el modo preciso de lavar los pisos y cada
cuánto, con qué tipo de estropajo y con qué proporciones de agua y detergente, etc.),
pero también tienen su "Manual de Procedimientos" las oficinas de categorización de
docentes-investigadores universitarios de Argentina o México, los "organismos" y las
"agencias" gubernamentales en general. Gobernar es proceder (un verbo sin dudas
judicial, policíaco y castrense: "proceda Sargento", por caso, lo que suele significar simple
y directamente: ejecute, gatille, fusile). Como desde siempre en las Fuerzas Armadas, por
lo menos en las posnapoleónicas: dado que ganar o perder nada menos que la guerra
podría depender de una puñetería, de la más fútil de las nimiedades, todo está
reglamentado, se puede hallar escrito cómo deba hacerse lo que fuere. Es la bien sabida
lección de Forrest Gump: el Sistema funciona si se cumple el Código pero sobre todo si
uno entiende que el implícito más tenue debe ser adoptado como parte de un código
aunque no esté decretado tal, es decir cualquier idiota entiende cómo funciona la regla
para limpiar el piso del cuartel con un cepillo dental, porque para limpiar el piso del cuartel
con un cepillo dental hay una regla, no sea cosa de que se haga como te salga. Es más,
carguemos la mano: de lo que quieren convencernos, precisamente, es de que no hay
posibilidad alguna de que te salga vaya a saberse cómo. Esa es la cuestión: lo que te sale
es siempre -machaca el semio sociógrafo- la letra del Otro (ojo: el que deja resonar a
Lacan para mostrar lo que hecen soy yo, ellos le desconfían como a los milagros de Gilda
o de San Pascual Bailón). Ahí la literatura juega como un traidor ignorante de la idea
misma de lealtad, o como un vago, un dejado o ataráxico que desconoce serlo. Como
Virginia en ese momento en que, asegura, categórica, no hay nada de qué agarrase (se
quemaron todos los papeles de los códigos, las convenciones, los contextos que traerían
a la luz un sentido y tranquilizarían así al crítico occidental que necesita compulsiva,
neuróticamente, demostrar lo edificantes que resultan el arte y la literatura, o por lo menos
cuánto de representativo o de revelador tienen eh). Llamaríamos literatura a esos puntos
de los que se diría, como de un temerario o un caído del catre boleteado por la mafia en el
fondo de un río, o por la familia en un internado, o a escopetazos por la Sociedad Rural, o
urbana (da lo mismo): "no tiene códigos". Para nosotros, podrá suponerse ya, es posible
pensar en poemas, relatos, artistas, voz de una obra únicamente si en el defecto del
código testificado en la escritura algo no habido tiene lugar; defecto, falta (error por
defecto) o, mejor, fuga y afuera de todo código.  Se nos dirá: "¡pero qué antigüedad, si ya
dejamos atrás estructuralismos, determinismos y cosas como esas! ¡Pero si hace rato
hablamos no de códigos sino de "ideología" e incluso, mejor, de "hegemonía"!". Por eso
conviene insistir en que, por el contrario, el clamor de correctivos contra toda ilusión de
novedad y de poiesis está curiosamente lejos de haber pasado a las estanterías de los
arqueólogos. Cuando nos recuerdan por enésima vez que en tal o cual texto, en tal o cual
obra de arte, todo lo legible es siempre "social", nos quieren deprimir con un
descubrimiento retardadísimo y lastimosamente erróneo: que los lectores somos siempre
lo común, y eso significaría  que somos terminales humanoides ambulantes de una
robótica universal sin comando centralizado, como la Skynet de Terminator III: un código
autoprocesual y mutante que apenas si nos deja a algunos pocos el margen mínimo para
advertir que es así nomás, o sea el Manual que es siempre y fatalmente la letra del Otro.
Para ellos somos fundamentalistas confundidos, como Sarah Connor, desaforándonos en
una guerra que ya se sabe perdida; el que conoce el futuro y nos aviva es el
Exterminador, pero el talón de Aquiles de toda la cadena está en que  hemos sido
nosotros mismos -nos bate la máquina- quienes lo enviamos desde el futuro para
enterarnos pero ya tarde: ¿qué le pasa a John Connor? ¿Nunca vio la saga de Volver al
futuro? ¿Por qué no corrige para atrás todas las veces que haga falta? Casi toda la crítica
de la cultura que nos aturde desde las legitimaciones universitarias típicas viene con la
resonancia de esa moral: no sea iluso, estamos atrapados, admítalo y negocie algo si
queda tiempo. De eso es de lo que algunos nos hablan cuando te baten "hegemonía"
(como cuando en 2010 Marc Angenot -en un libro muy útil y prolijo para enseñar las
primeras lecciones de "Disección de la comunicación I", a la vez que desopilante y atroz
en todo lo que toca a la literatura, el arte y cosas así- nos aclaraba al mismo tiempo que el
lenguaje no es "un código universal" pero que en el "discurso social" hay un "sistema
regulador global": cosmética categorial para seguir negándose a la filosofía y a la
literatura, es decir a un pensamiento necesario sobre eso que antes solía ser mentado
como "poiesis", "libertad", "iluminación", "experiencia", "diferrancia", "restancia",
"desterritorialización"). Curioso: con no poca devoción, en los mundillos de la crítica
cultural, casi las mismas voces han repetido eso y a la vez la cantinela que armaron
desde fines del siglo pasado leyendo Bajtín, Carlo Ginzburg, Roger Chartier, Michel De
Certeau o  alguna de sus tantas variantes: que el sujeto subalterno hace cosas raras, no
previstas, inventivas, con lo que sea que le destine y le provea la cultura dominante.  Al
menos una buena parte de esas mismas voces se incomodan o incluso son capaces de
montar en cólera si uno les espeta, jovial: "¡Pues entonces estimulemos a los subalternos,
oprimidos y dominados a que monten puestas de Shakespeare, así le hacen cosas raras
a Shakespeare!"; en tal caso te acusan de clon de Bloom, una especie de culta injuria
onomatopéyica (son como las reglas estatales progre a que debe someterse el profesor
de Educación Física de la película "Profesor Lazhar", que si al principio parece un idiota  -
lo único que hacen los chicos en su clase es correr, bien separaditos- sobre el final se nos
revela en cambio como un esclarecido, derrotado por la moral policial de la corrección
política transformada en decreto paranoico del Ministerio de Educación canadiense:
¿vade retro con que los pibes se anden tocando? Pero si se prohibe por completo el
roce... ¿qué deporte podría enseñárseles a jugar en la escuela o donde fuese?). Jamás (y
son añares) ha llegado a mis manos u oídos un argumento consistente capaz de justificar
por qué personas que han leído a Shakespeare, a Borges, a Baudelaire, a Sylvia Plath, a
Felisberto o a Yeats proponen -como si no sé quién les confiriese qué autoridad para
hacerlo- que otras personas eviten el roce con esos libros porque pueden hacerles daño
ideológico y porque además apenas si hay tiempo para que lean a escritores con quienes
comparten la condición oprimida y el anhelo de la liberación. La impugnación del "canon"
vuelta política selectiva para la biblioteca de los plebeyos supone que una elite
autoinstituida como "intelectuales " (esa antigualla, en fin) establece que en efecto hay -
pues ellos la nombran- una cosa que se llama "canon", que esa cosa se describe de tal y
cual modo, que esa cosa es mala o dañina para sujetos desprevenidos (es decir para los
otros a quienes ellos suponen proteger, no tanto para ellos, que se presentan más bien
como los que lloran cada vez que ven una vaca porque ya se quemaron con leche). Por
fortuna, la economía poética es capaz todavía de demostrar aquí o allá, y en un instante
casi, que esa paranoia se destartala en la apuesta por la experiencia misma con la
literatura. No hace mucho, Carlos Ríos y otras personas de un taller de escritura que él
coordina leyeron, escribieron y publicaron una serie de haikus. Eleuterio Romero escribe
uno clásico y perfecto: "La mariposa / revoloteando sobre / la rosa roja". Federico Génova
firma este en el que le inventa un modo nuevo -un modo de su propio afuera- al género
mismo, por decir: "Un día digo / el cielo es celeste / yo estoy verde". A este otro, también
de Génova,  lo imaginé para hacerles una zancadilla a los zonzos que tramitan su miedo
al arte mediante  el argumento de que en él todo es "social", codificado y previo: "Qué 
tragedia / se me caen las medias / en el corazón", escribe el poeta. Y me imagino la
cadena de alabanzas enésimas y veneraciones refregadas que engendraría si se lo
hiciese circular con la firma de, pongamos, Juan Gelman. Así suelto, solo, firmado por un
don Nadie, funciona únicamente en el ínterin donde se encuentran de un modo inaugural,
único, obviamente irrepetible y vacilante, el que lee y esa cadena de palabras, y las
resonancias y reacciones que -en fin- ese juego de cosas contingente engendre en la
desubjetivación incidental del lector común. El "contexto" no existe en estado u ontología
previa, en absoluto, pero tampoco se establece: el "contexto" es nada antes del evento en
que ya no hay "lectura" ni "idioma" ni "lector" sino el instante sin nombre ni Lengua que lo
diga y en que eso quedó a punto de dársenos. Tampoco después de eso el contexto
queda: lo que resta es lo que se insinuó ahí sin haber sido y entonces se impone como lo
Real: amenaza o promete, según cómo nos encuentre. De esa antología de haikus
algunos son, como los que cito, poderosos, muchos otros no (se trata de algunos pocos
que pueden a veces -nada menos- lo que la literatura puede). Los autores son presos,
pero estos no lo son solo de las determinaciones culturales y las codificaciones sociales,
sino además de la cárcel de Olmos; sin embargo, lo que escribieron no es más ni menos
algo, ni más ni menos nada a causa de que los autores sean presos o lo que fueren (una
prescindencia "contextual" que los críticos sociólatras o misionales no sólo me
censurarían severamente sino que además correrían prestos a remediar...¡no se la iban a
perder, gente "en contextos de encierro" escribiendo poemitas! Se babean con todo lo que
pueda rotularse "en contextos de" algo, si el algo es doliente, merecedor de piedad o de
algún ejercicio de indignación, ellos chochos: de la crítica cultural como expediente para
reparar un ejercicio deficiente o culposo de ciudadanía; triste y hasta un poco grotesco ya:
mendigar un carnet de correcto ciudadano radical mediante la deprimente artimaña de
justificar un poema por su testimonialidad histórica, o despotricando contra el elitismo de
la literatura -en fin: hay que ser políticamente muy limitado ¿no?-). Por eso también me
gusta imaginar la trampa inversa (¿o qué daño podría hacer mi puerilidad imaginativa?):
ver cómo reaccionaría la gendarmería moral de la pseudo-izquierda de la crítica
académica si se les presentase cualquiera de los mejores haikus de Romero o de Génova
haciéndola pasar por la pieza más celebrada de un poeta consagradísimo, exquisito e
hiperculto, varón, heterosexual, blanco, católico  y repleto de premios y encomios críticos.

Por supuesto, Ritvo lo sabía: no se trata -como quiere aun hoy día Occidente- del sentido,
nunca fue ese el asunto. Siempre se trató, en cambio, de la verdad. El español
"insensato", pero más el francés "insensé", son negaciones de la cordura, del buen juicio
y, obvia y literalmente, del sentido. En alguna parte propuse que Alain Badiou no se
equivoca sino que, más o menos parcialmente, fracasa cuando insiste no tanto en
impugnar la interpretación como en demostrar que es posible sacársela de encima,
porque cuando lee poemas, dramas o relatos, la interpretación no obstante se le cuela y
lo lleva a meter la pata. Bastante. Bueno, pues a decir verdad, no tiene mucha
importancia. En una controversia con Nancy, Badiou escribe que "no es del sentido de lo
que se trata", y recuerda estar enrolado entre quienes hacemos de buena gana "la
apología de la dimensión insensata de lo verdadero".

Nota y citas

[1] "An author ought to consider himself, not as a gentleman who gives a private or
eleemosynary treat, but rather as one who keeps a public ordinary, at which all persons
are welcome for their money" (vol. I, p. 51). La traducción que proponemos arriba es de
Aixa Zlatar (igual que la elección de las ediciones de Fielding y Woolf que citamos); con
ella (que sabe traducir con delicado rigor y trabaja de eso) acordamos en que es a todas
luces obvio el error de la versión de Carlos González Castresana, aunque esta hubiese
resultado algo más conveniente para la argumentación de este ensayo: "Un autor tiene
que considerarse, no al estilo de un caballero particular que da un banquete [who gives a
private or eleemosynary treat], sino más adecuadamente como un señor cuyo trato se
centra más bien sobre un público corriente [public ordinary] y en la mansión del cual son
bien acogidas todas aquellas personas que se presenten con su dinero" (p. 13).

Angenot, Marc. El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo


decible. Buenos Aires: Siglo XXI, 2010.

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(Actualización noviembre – diciembre 2013. enero – febrero 2014/ BazarAmericano)

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