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Las Setenta Semanas en La Obra de Maria Valtorta

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LAS SETENTA SEMANAS

EN LA OBRA DE MARÍA VALTORTA


Un enfoque sobre la profecía de Daniel y una deliberación

Jorge Alberto Vásquez González

I
1. La mística italiana María Valtorta, autora de El Evange-
lio como me ha sido revelado, nos deja unas cuantas líneas
acerca de las setentas semanas de Daniel, que pueden ser
llamativas en estos tiempos recios y contribuir tal vez a
una mayor comprensión de la profecía. Para las citas de la
edición impresa del libro, que es de diez tomos, indicaré el
volumen, el capítulo y la página; luego me esforzaré en dar
el correspondiente comentario, sin ser exhaustivo.1
Es preciso admitir que se aborda una revelación privada,
cuyo alcance ya ha sido claramente definido por el Magis-
terio (CIC, § 67). Por mi parte, más allá de sus problemas
para ser reconocida por la autoridad de la Iglesia católica,
que no es el caso discutir aquí, considero el libro en cuestión
como una obra maestra de la literatura universal, una joya
de rara belleza.

1 VALTORTA, María (2017). El Evangelio como me ha sido revelado. Centro Edi-


torial Valtortiano: Italia, Isola de Liri. Traducción de Alberto Giralda Cid de la
tercera edición italiana.

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2. La Niña María medita en la profecía de Daniel «en que
está la promesa del Cristo» (vol. 1, cap. 7, pág. 36). Cuando
apenas va a cumplir tres años de edad y anhela entrar en el
Templo de Jerusalén a fin de consagrarse virgen delante de
Dios, le pregunta a su madre Ana:

—¿Cuánto falta todavía para tener con nosotros al Emma-


nuel?
—Treinta años aproximadamente, querida mía.
—¡Cuánto todavía! Y yo estaré en el Templo… Dime, si
rezase mucho, mucho, mucho, día y noche, noche y día, y
deseara ser solo de Dios, toda la vida, con esta finalidad,
¿el Eterno me concedería la gracia de dar antes el Mesías a
su pueblo?
—No lo sé, querida mía. El Profeta dice: «Setenta semanas».
Yo creo que la profecía no se equivoca. Pero el Señor es
tan bueno —se apresura a añadir Ana, al ver que las pes-
tañas de oro de su niña se perlan de llanto— que creo que
si rezas mucho, mucho, mucho, se te mostrará propicio (vol. 1,
cap. 7, pág. 36).

Ignoro cómo Ana estimó la cantidad de treinta años.


Pero resulta que no fue más que una aproximación. Según
el libro, la Virgen concibió a Jesús a la edad de quince
años, es decir, unos doce años después de interrogar a su
madre cuándo vendría el Redentor.

3. En efecto, Dios le otorgó a la Virgen la gracia de dar


antes el Mesías a Israel. Teniendo Ella doce años de edad,
conversa con la anciana Ana de Fanuel en el Templo de
Jerusalén y le dice:

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El tiempo está más próximo de lo que pensáis, yo os lo
digo. Leyendo a Daniel, una gran luz que venía del centro
del corazón se me ha iluminado, y la mente ha compren-
dido el sentido de las arcanas palabras. Serán abreviadas
las setenta semanas por las oraciones de los justos. ¿Será
cambiado el número de los años? No. La profecía no miente;
mas, la medida del tiempo profético no es el curso del Sol,
sino el de la Luna, y por ello os digo: «Cercana está la hora
que oirá el vagido del Nacido de una Virgen» (vol. 1, cap. 10,
pág. 52).

Afirma la Doncella de Israel que el número de años de la


profecía no será cambiado. La palabra semana, en el texto
de Daniel, no significa un tiempo de siete días sino de siete
años. Así, setenta semanas no equivalen a cuatrocientos
noventa días sino a cuatrocientos noventa años. Sin em-
bargo, considerando que el calendario hebreo es lunisolar
—sincronizado con las fiestas mosaicas y las estaciones—,
aquí la medida del «tiempo profético» es conforme al ca-
lendario lunar, donde el año lunar, que es de doce meses,
tiene trescientos cincuenta y cuatro días ordinariamente.
Cada dos o tres años, según el ciclo metónico, se intercala un
mes lunar —para formar lo que se conoce como año embo-
lismal, que es de trece meses y tiene trescientos ochenta y
cuatro días normalmente—. Por otro lado, en el calendario
solar, el año solar tiene trescientos sesenta y cinco días
regulares: en el gregoriano se adjuntan, cuando se requiera,
los años bisiestos de trescientos sesenta y seis días cada
cuatro años habituales.

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Si tomamos una semana, que es de siete años, se obser-
vará que el tiempo profético es más rápido con el calenda-
rio lunar que con el solar, esto es, habrá menos días con el
curso de la Luna que con el del Sol. A fin de entenderlo
mejor, el ejemplo del siguiente cálculo incluye —respec-
tivamente, dentro de un periodo de siete años— dos años
embolismales en el calendario lunar y dos bisiestos en el
solar:

CALENDARIO LUNAR
(7 años) x (354 días x 5 + 384 días x 2) = 2538 días

CALENDARIO SOLAR
(7 años) x (365 días x 5 + 366 días x 2) = 2557 días

La diferencia entre el calendario lunar y el solar es de


diecinueve días. En otras palabras, el número de años es el
mismo en ambos casos: 7, pero el número de días es menor
con el calendario lunar, de modo que el «tiempo profético»
es más rápido con el curso de la Luna. Si asumimos un
número de años más amplio, por ejemplo, 490, la diferencia
de días entre los dos calendarios todavía se mantiene.
Mauricio Ozaeta, en su libro Quinto Reino, enseña, entre
sus premisas estructurales, que un tiempo profético consiste
en un año de trescientos sesenta días, dividido en doce meses
de treinta días. Así, una semana, que equivale a siete años
proféticos, puede dar menos días que el calendario lunar:

7 años x 360 días = 2520 días

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Siguiendo este criterio —por lo demás, original y útil—,
la cantidad de cuatrocientos noventa años tendrá incluso
muchos menos días que con el calendario lunar. Con algún
margen de error en los calendarios lunar —con años embo-
lismales— y solar, el siguiente cómputo nos puede dar la
idea:

CALENDARIO LUNAR
490 años = 178 963 días

CALENDARIO SOLAR
490 años = 178 969 días

CALENDARIO PROFÉTICO
490 años = 176 400 días

Por lo visto, el «tiempo profético» es todavía más rápido


con el calendario profético, que no parece depender del ciclo
anual del Sol o de la Luna, sino más bien del concepto de
día, sobre el que el diccionario de la RAE nos da una acep-
ción pertinente: «Período de tiempo comprendido entre el
amanecer y el ocaso, durante el cual hay claridad solar».
Sea lo que fuere, el número de años de la profecía de Daniel
es inmutable: no cambia jamás, pero sí se puede alterar el
número de días según el respectivo calendario. ¿Quizás esto
explique las tantas discrepancias interpretativas entre los
teólogos y los historiadores acerca de las fechas?
Personalmente, pienso que la última semana de la pro-
fecía de Daniel, que es la setenta y es clasificable como el

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septenio del Anticristo, durará dos mil quinientos veinte días
con exactitud y literalidad. No me parece creíble que se
trate de una cifra simbólica u ornamental. El Apocalipsis
habla de cuarenta y dos meses de la gran tribulación (cf.
Ap 13, 5), es decir, mil doscientos sesenta días —producto de
multiplicar, de acuerdo con el criterio de Ozaeta, cuarenta y
dos meses por treinta días—, cantidad que propiamente se
enmarca en la segunda mitad de esta semana, cuando el
Anticristo haga cesar desde entonces la Eucaristía (cf. Dn 9,
27).

4. El Joven Jesús, con doce años de edad, protagoniza la


controversia con los doctores en el Templo de Jerusalén
acerca de la venida del Mesías según el profeta Daniel. A
mi juicio, lo que redacta la vidente Valtorta —indepen-
dientemente del valor sobre la veracidad histórica de la
descripción narrativa— es asombroso. Se vislumbra, en
medio de la expectativa mesiánica, la futura y radical división
entre el Israel deicida, que esperaba a un rey mundano,
anticipo del Anticristo, y el Israel convertido, que acogería
el Evangelio del Rey de los corazones.

Comprendo que se trata del recinto del Templo de Jeru-


salén. Veo fariseos, con sus largas vestiduras ondeantes,
sacerdotes vestidos de lino y con una placa de precioso
material en la parte superior del pecho y de la frente, y
con otros reflejos brillantes esparcidos aquí o allá por los
distintos indumentos, muy amplios y blancos, ceñidos a la
cintura con un cinturón también de material precioso.
Luego veo a otros, menos engalanados, pero que de todas

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formas deben pertenecer también a la casta sacerdotal, y
que están rodeados de discípulos más jóvenes que ellos;
comprendo que se trata de los doctores de la Ley. Entre
todos estos personajes me encuentro como perdida, porque
no sé qué pinto yo ahí.
Me acerco al grupo de los doctores, donde ha comen-
zado una disputa teológica. Mucha gente hace lo mismo.
Entre los «doctores» hay un grupo capitaneado por uno
llamado Gamaliel y por otro, viejo y casi ciego, que apoya
a Gamaliel en la disputa; oigo que le llaman Hil.lel (pongo
la hache porque oigo una aspiración al principio del nombre),
y creo que es o maestro o pariente de Gamaliel: lo deduzco
de la confidencia y al mismo tiempo respeto con que este
lo trata. El grupo de Gamaliel es de mentalidad más abier-
ta, mientras que el otro grupo, que es el más numeroso,
está dirigido por uno llamado Siammai, y adolece de esa
intransigencia llena de resentimiento, y retrógrada, tan
claramente descrita por el Evangelio.
Gamaliel, rodeado de un nutrido grupo de discípulos,
habla de la venida del Mesías, y, apoyándose en la pro-
fecía de Daniel, sostiene que el Mesías debe haber nacido
ya, puesto que ya han pasado unos diez años desde que se
cumplieron las setenta semanas profetizadas contando desde
que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo.
Siammai le plantea batalla afirmando que, si bien es cierto
que el Templo fue reconstruido, no es menos cierto que la
esclavitud de Israel ha aumentado, y que la paz que debía
haber traído Aquel que los Profetas llamaban «Príncipe de
la paz» está bien lejos de ser una realidad en el mundo, y
especialmente en Jerusalén, oprimida bajo el peso de un
enemigo que osa extender su dominio hasta incluso dentro
del recinto del Templo, controlado por la Torre Antonia,

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que está llena de legionarios romanos dispuestos a aplacar
con la espada cualquier tumulto de independencia patria.
La disputa, llena de cavilosidades, está destinada a durar.
Cada uno de los maestros hace su alarde de erudición, no
tanto para vencer a su rival, cuanto para atraerse la admi-
ración de los que escuchan; este propósito es evidente.
Del interior del nutrido grupo de fíeles se oye una tierna
voz de niño:
—Gamaliel tiene razón.
Movimiento en la gente y en el grupo de doctores: buscan
al que acaba de interrumpir; de todas formas, no hace falta
buscarlo, Él no se esconde; antes bien, se abre paso entre
la gente y se acerca al grupo de los «rabíes». Reconozco en
Él a mi Jesús adolescente. Se le ve seguro y franco, y sus
ojos centellean llenos de inteligencia.
—¿Quién eres? —le preguntan.
—Un hijo de Israel que ha venido a cumplir con lo que
la Ley ordena.
Gusta esta respuesta intrépida y segura, y obtiene son-
risas de aprobación y de benevolencia. Despierta interés el
pequeño israelita.
—¿Cómo te llamas?
—Jesús de Nazaret.
Y aquí acaba la benevolencia del grupo de Siammai.
Sin embargo, Gamaliel, más benigno, prosigue el diálogo
junto con Hil.lel. Es más, es Gamaliel el que, con deferen-
cia, le dice al anciano:
—Pregúntale alguna cosa al niño.
—¿En qué basas tu seguridad? —pregunta Hil.lel.
(Encabezo las respuestas con los nombres para abreviar
y para que sea más claro.)

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Jesús: —En la profecía, que no puede errar respecto a
la época, y en los signos que la acompañaron cuando llegó
el tiempo de su cumplimiento. Cierto es que César nos do-
mina. Pero el mundo gozaba de gran paz y estaba muy
tranquila Palestina cuando se cumplieron las setenta sema-
nas. Tanto es así que le fue posible a César ordenar el censo
en sus dominios; no habría podido hacerlo si hubiera habido
guerra en el Imperio o revueltas en Palestina. De la misma
forma que se cumplió ese tiempo, ahora se está cumpliendo
ese otro de las sesenta y dos más una desde la terminación
del Templo, para que el Mesías sea ungido y se cumpla lo
que conlleva la profecía para el pueblo que no lo quiso.
¿Podéis dudarlo? No recordáis que la estrella fue vista por
los Sabios de Oriente y que fue a detenerse justo en el cielo
de Belén de Judá, y que las profecías y las visiones, desde
Jacob en adelante, indican ese lugar como el destinado a
recibir el nacimiento del Mesías, hijo del hijo del hijo de
Jacob, a través de David, que era de Belén? ¿No os acor-
dáis de Balaam? «Una estrella nacerá de Jacob». Los
Sabios de Oriente, cuya pureza y fe abría sus propios ojos
y sus propios oídos, vieron la Estrella y comprendieron su
Nombre: «Mesías», y vinieron a adorar a la Luz que había
descendido al mundo.
Siammai, con mirada maligna: —¿Dices que el Mesías
nació cuando la Estrella, en Belén Efratá?
Jesús: —Yo lo digo.
Siammai: —Entonces ya no existe. ¿No sabes, niño,
que Herodes mandó matar a todos los nacidos de mujer de
un día a dos años de edad de Belén y de los alrededores?
Tú, Tú que sabes tan bien la Escritura, debes saber también
que «un grito se ha oído en lo alto… Es Raquel que está
llorando por sus hijos». Los valles y las alturas de Belén,

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que recogieron el llanto de la agonizante Raquel, se llena-
ron de llanto revivido por las madres ante sus hijos asesi-
nados. Entre ellas estaba, sin duda, también la Madre del
Mesías.
Jesús: —Te equivocas, anciano. El llanto de Raquel
hízose himno, pues donde ella había dado a luz al «hijo de
su dolor», la nueva Raquel dio al mundo al Benjamín del
Padre celestial, Hijo de su derecha, Aquel que ha sido
destinado para congregar al pueblo de Dios bajo su cetro y
liberarlo de la más terrible de las esclavitudes.
Siammai: —¿Y cómo, si lo mataron?
Jesús: —¿No has leído de Elías que fue raptado por el
carro de fuego? ¿Y no va a haber podido salvar el Señor
Dios a su Emmanuel para que fuera Mesías de su pueblo?
Él, que separó el mar ante Moisés para que Israel pasase
sin mojarse hacia su tierra, ¿no va a haber podido mandar
a sus ángeles a librar a su Hijo, a su Cristo, de la crueldad
del hombre? En verdad os digo: el Cristo vive y está entre
vosotros, y cuando llegue su hora se manifestará en su poten-
cia.
La voz de Jesús, al decir estas palabras que he subra-
yado, resuena en un modo que llena el espacio. Sus ojos
centellean aún más, y, con un gesto de dominio y de
promesa, tiende el brazo y la mano derecha, y luego los
baja, como para jurar. Es todavía un niño, pero ya tiene
la solemnidad de un hombre.
Hil.lel: —Niño, ¿quién te ha enseñado estas palabras?
Jesús: —El Espíritu de Dios. Yo no tengo maestro
humano. Ésta es la Palabra del Señor que os habla a través
de mis labios.

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Hil.lel: —Ven aquí entre nosotros, que quiero verte de
cerca, ¡oh niño!, para que mi esperanza se reavive en con-
tacto con tu fe y mi alma se ilumine con el sol de la tuya.
Y le sientan a Jesús en un asiento alto y sin respaldo,
entre Gamaliel e Hil.lel, y le entregan unos rollos para que
los lea y los explique. Es un examen en toda regla. La
muchedumbre se agolpa atenta.
La voz infantil de Jesús lee: —«Consuélate, pueblo
mío. Hablad al corazón de Jerusalén, consoladla porque
su esclavitud ha terminado… Voz de uno que grita en el
desierto: preparad los caminos del Señor… Entonces se
manifestará la gloria del Señor…».
Siammai: —Como puedes ver, nazareno, aquí se habla
de una esclavitud ya terminada. Y nosotros somos ahora
más esclavos que nunca. Aquí se habla de un precursor.
¿Dónde está? Tú desvarías.
Jesús: —Yo te digo que tú y los que son como tú, más
que los demás, necesitáis escuchar la llamada del Precur-
sor. Si no, no verás la gloria del Señor, ni comprenderás la
palabra de Dios, porque las bajezas, las soberbias, las do-
bleces, te obstaculizarán ver y oír.
Siammai: —¿Así le hablas a un maestro?
Jesús: —Así hablo y así hablaré hasta la muerte.
Porque por encima de mi propio beneficio está el interés
del Señor y el amor a la Verdad, de la cual soy Hijo. Y
además te digo, rabí, que la esclavitud de que habla el
Profeta, que es de la que Yo hablo, no es la que crees,
como tampoco la regalidad será la que tú piensas. Antes
bien, por mérito del Mesías, el hombre será liberado de la
esclavitud del Mal que lo separa de Dios, y la señal del
Cristo, liberados los espíritus de todo yugo, hechos súbdi-
tos del Reino eterno, signará a éstos. Todas las naciones

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inclinarán su cabeza, ¡oh, estirpe de David!, ante el Vásta-
go de ti nacido, árbol ahora que extiende sus ramas sobre
toda la Tierra y se alza hacia el Cielo. Y en el Cielo y en la
Tierra toda boca glorificará su Nombre y doblará su rodilla
ante el Ungido de Dios, ante el Príncipe de la Paz, el Cau-
dillo, ante Aquel que, tomando de sí mismo, embriagará a
toda alma cansada y saciará a toda alma hambrienta; el
Santo que estipulará una alianza entre la Tierra y el Cielo
no como la que fue estipulada con los Padres de Israel
cuando los sacó de Egipto (siguiendo considerándolos de
todas formas siervos), sino imprimiendo la paternidad
celeste en el espíritu de los hombres con la Gracia de nuevo
infundida por los méritos del Redentor, por el cual todos
los hombres buenos conocerán al Señor y el Santuario de
Dios no volverá a ser derruido y hollado.
Siammai: —¡Pero, niño, no blasfemes! Acuérdate de
Daniel, que dice que, cuando hayan matado al Cristo, el
Templo y la Ciudad serán destruidos por un pueblo y por
un caudillo venideros. ¡Y tú sostienes que el Santuario de
Dios no volverá a ser derribado! ¡Respeta a los Profetas!
Jesús: —En verdad te digo que hay Uno que está por
encima de los Profetas, y tú no lo conoces, ni lo conocerás,
porque te falta el deseo de ello. Y has de saber que todo
cuanto he dicho es verdad. No conocerá ya la muerte el
Santuario verdadero. Al igual que su Santificador, resuci-
tará para vida eterna y, al final de los días del mundo,
vivirá en el Cielo.
Hil.lel: —Préstame atención, niño. Ageo dice: «Vendrá
el Deseado de las gentes… Grande será entonces la gloria
de esta casa, y de esta última más que de la primera».
¿Crees que se refiere al Santuario de que Tú hablas?

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Jesús: —Sí, maestro. Esto es lo que quiere decir. Tu
rectitud te conduce hacia la Luz, y Yo te digo que, una vez
consumado el Sacrificio del Cristo, recibirás paz porque eres
un israelita sin malicia.
Gamaliel: —Dime, Jesús: ¿Cómo puede esperarse la paz
de que hablan los Profetas, si tenemos en cuenta que este
pueblo ha de sufrir la devastación de la guerra? Habla y
dame luz también a mí.
Jesús: —¿No recuerdas, maestro, que quienes estuvie-
ron presentes la noche del nacimiento del Cristo dijeron
que las formaciones angélicas cantaron: «Paz a los hombres
de buena voluntad»? Ahora bien, este pueblo no tiene
buena voluntad, y no gozará de paz; no reconocerá a su
Rey, al Justo, al Salvador, porque lo espera como rey con
poder humano, mientras que es Rey del espíritu; y no lo
amará, puesto que el Cristo predicará lo que no le gusta a
este pueblo. Los enemigos, los que llevan carros y caballos,
no serán subyugados por el Cristo; sí los del alma, los que
doblegan, para infernal dominio, el corazón del hombre,
creado por el Señor. Y no es esta la victoria que de Él es-
pera Israel. Tu Rey vendrá, Jerusalén, sobre «la asna y el
pollino», o sea, los justos de Israel y los gentiles; mas Yo
os digo que el pollino le será más fiel a Él y, precediendo a
la asna, le crecerá en el camino de la Verdad y de la Vida.
Israel, por su mala voluntad, perderá la paz, y sufrirá en
sí, durante siglos, aquello mismo que hará sufrir a su Rey
al convertirlo en el Rey de dolor de que habla Isaías.
Siammai: —Tu boca tiene al mismo tiempo sabor de
leche y de blasfemia, nazareno. Responde: ¿Dónde está el
Precursor? ¿Cuándo lo tuvimos?
Jesús: —Él ya es una realidad. ¿No dice Malaquías:
«Yo envío a mi ángel para que prepare delante de mí el

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camino; enseguida vendrá a su Templo el Dominador que
buscáis y el Ángel del Testamento, anhelado por vosotros»?
Luego entonces el Precursor precede inmediatamente al
Cristo. Él es ya una realidad, como también lo es el Cristo.
Si transcurrieran años entre quien prepara los caminos al
Señor y el Cristo, todos los caminos volverían a llenarse de
obstáculos y a hacerse retortijados. Esto lo sabe Dios y ha
previsto que el Precursor preceda en una hora solo al
Maestro. Cuando veáis al Precursor, podréis decir: «Co-
mienza la misión del Cristo». Y a ti te digo que el Cristo
abrirá muchos ojos y muchos oídos cuando venga a estos
caminos; mas no vendrá a los tuyos, ni a los de los que son
como tú. Vosotros le daréis muerte por la Vida que os
trae. Pero cuando —más alto que este Templo, más alto
que el Tabernáculo que está dentro del Santo de los
Santos, más alto que la Gloria que está sostenida por los
Querubines— el Redentor ocupe su trono y su altar, de
sus numerosísimas heridas fluirán: maldición para los
deicidas; vida para los gentiles. Porque Él, ¡oh, maestro
insipiente!, no es, lo repito, Rey de un reino humano, sino
de un Reino espiritual, y sus súbditos serán únicamente
aquellos que por su amor sepan renovarse en el espíritu y,
como Jonás, nacer una segunda vez, en tierras nuevas,
«las de Dios», a través de la generación espiritual que
tendrá lugar por Cristo, el cual dará a la humanidad la
Vida verdadera.
Siammai y sus seguidores: —¡Este nazareno es Satanás!
Hil.lel y los suyos: —No. Este niño es un Profeta de
Dios. Quédate conmigo, Niño; así mi ancianidad transfun-
dirá lo que sabe en tu saber, y Tú serás Maestro del pueblo
de Dios.

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Jesús: —En verdad te digo que si muchos fueran como
tú, Israel sanaría; mas la hora mía no ha llegado. A mí me
hablan las voces del Cielo, y debo recogerlas en la soledad
hasta que llegue mi hora. Entonces hablaré, con los labios
y con la sangre, a Jerusalén; y correré la misma suerte que
corrieron los Profetas, a quienes Jerusalén misma lapidó y
les quitó la vida. Pero sobre mi ser está el del Señor Dios,
al cual Yo me someto como siervo fiel para hacer de mí
escabel de su gloria, en espera de que Él haga del mundo
escabel para los pies del Cristo. Esperadme en mi hora.
Estas piedras oirán de nuevo mi voz y trepidarán cuando
diga mis palabras últimas. Bienaventurados los que hayan
oído a Dios en esa voz y crean en Él a través de ella: el
Cristo les dará ese Reino que vuestro egoísmo sueña humano
y que, sin embargo, es celeste, y por el cual Yo digo: «Aquí
tienes a tu siervo, Señor, que ha venido a hacer tu volun-
tad. Consúmala, porque ardo en deseos de cumplirla».
Y con la imagen de Jesús con su rostro inflamado de
ardor espiritual elevado al cielo, con los brazos abiertos,
erguido entre los atónitos doctores, me termina la visión
(vol. 1, cap. 41, págs. 221-227).

4.a. En cuanto a la certeza de que «se cumplieron las


setenta semanas», el Joven Jesús responde que se basa «en
la profecía» de Daniel, como también «en los signos», uno
de los cuales, seguramente astronómico, fue la famosa «Es-
trella» que vieron los Reyes Magos y que se detuvo «justo
en el cielo de Belén de Judá» para confirmar la Natividad:
«Una estrella nacerá de Jacob». El Joven Jesús precisa
que «el mundo gozaba de gran paz y estaba muy tranquila
Palestina cuando se cumplieron las setenta semanas. Tanto

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es así que le fue posible a César ordenar el censo en sus
dominios».
A mi entender, las setenta semanas se contarían «desde
que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo»
de Jerusalén hasta la Anunciación. De hecho, el arcángel
Gabriel, el mismo que le dictó la profecía mesiánica a Daniel
sobre las setenta semanas —fijadas por Dios para salvar a
Israel, tanto el Antiguo como el Nuevo—, se presentó ante
la Virgen para anunciarle que había de ser la Madre del
Salvador (cf. Lc 1, 26-38): Jesús «será llamado Hijo del
Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no
tendrá fin» (Lc 1, 32-33). En el instante de la concepción
por obra y gracia del Espíritu Santo, cuando «el Verbo se
hizo carne» (Jn 1, 14), se habrían cumplido las setentas
semanas. Tradicionalmente, la Iglesia celebra el 25 de marzo
la fiesta de la Anunciación, y el 25 de diciembre, la fiesta de
la Natividad.
«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). Podría
entenderse, desde la venida real de Jesús de Nazaret, que el
tiempo mesiánico profetizado por Daniel, relativo a las
setenta semanas, se ha cumplido. El Reino de Dios surge
con la Anunciación, gradual y discretamente; acontecida la
Redención en el Gólgota, no es desde entonces definitivo,
sino que lo será con la Parusía: «Cristo, el Señor, reina ya
por la Iglesia, pero todavía no le están sometidas todas las
cosas de este mundo. El triunfo del Reino de Cristo no

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tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal»
(CIC, § 680).
Este último asalto puede ser la guerra de Gog y de Magog
consignada en el Apocalipsis (cf. Ap 20, 7-8), sobre la que
escribe san Agustín: «Ésta será la última persecución, a las
puertas del juicio definitivo, que la santa Iglesia tendrá que
soportar en toda la redondez de la Tierra: la ciudad entera
de Cristo, perseguida por la entera ciudad del diablo, sin que
haya un rincón de paz en ambas sobre toda su extensión»
(La Ciudad de Dios, XX, cap. 11).

4.b. Gamaliel «tiene razón» al sostener que «el Mesías debe


haber nacido ya», aunque su cálculo, que ignoro cómo hizo,
de que «ya han pasado unos diez años desde que se cum-
plieron las setenta semanas profetizadas contando desde
que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo»
no es del todo verdadero. Dijo «unos diez años», cuando
entonces el Señor —que por prudencia y ocultamiento se
hacía llamar Jesús de Nazaret, lo que es cierto, y no Jesús de
Belén, lo que también es cierto— tenía unos doce años de
edad. En otras palabras, Jesús había nacido, precisamente,
unos doce años antes, esto es, unos dos años antes del tiempo
previsto. Recordemos que la venida sigilosa del Mesías, con
arreglo al curso de la Luna, fue más temprana gracias a la
poderosa plegaria de la Virgen. La de Guadalupe pisa la
Luna sombría, como si fuera su dueña; ¿no es Ella quien
aplastará la cabeza de la Serpiente (cf. Gn 3, 15)?
Unos dos años lunares menos equivalen a algo más de
setecientos días lunares —multiplicar trescientos cincuenta

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y cuatro por dos—, lo que supondría que Dios, excepcional-
mente, sin la necesidad de supeditarse al calendario de los
israelitas que intercalaban los meses lunares para ajustar los
eventuales desfases con respecto a la fiesta primaveral de la
Pascua —el Viernes Santo coincide con el plenilunio—, se
hubiera saltado veinticuatro meses embolismales o duplica-
dos de Adar. Aun así, la Luna seguía naturalmente su órbita
anual de doce meses. Dios habría obrado misteriosamente,
no por casualidad ni sin su inherente precisión matemática.
En todo caso, el número de años de la profecía de Daniel
es siempre el mismo, pero el número de días, como vimos, es
modificable según la perspectiva del calendario: es menor
con el curso de la Luna que con el del Sol. Por supuesto,
cuatrocientos noventa años lunares contienen menos días que
cuatrocientos noventa años solares , muchos menos si aquellos
veinticuatro meses embolismales se omiten.

4.c. ¿Cuál es propiamente la fecha de publicación del de-


creto de reconstrucción del Segundo Templo de Jerusalén?
Es una incógnita ardua para los eruditos. Está, original-
mente, el Edicto de Ciro (cf. 2 Cro 36, 22-23; Esd 1, 4), que
se sitúa en el año 538 a. C. —se ha de notar que corres-
ponde al calendario gregoriano solar—. Está también,
posteriormente, el de Darío (cf. Esd 6, 1-12) y de Artajerjes
(cf. Esd 7, 1-28).
Sea cual fuere la fecha segura del comienzo de las
setenta semanas —en el sentido que le dimos: computadas
desde la publicación del decreto de reconstrucción del
Segundo Templo de Jerusalén hasta la Anunciación—, hay

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también tres datos numéricos en la profecía de Daniel,
referentes a tres fracciones temporales que enmarcan,
respectivamente, tres periodos históricos distintos según la
ecuación 7 + 62 + 1.
El Joven Jesús, después de aclarar que «se cumplieron
las setenta semanas», prosigue: «ahora se está cumpliendo
ese otro [tiempo] de las sesenta y dos [semanas] más una
[semana] desde la terminación del Templo»; es decir, «se
está cumpliendo» en acto la segunda fracción temporal (se-
senta y dos semanas), una vez acabada la primera fracción
(siete semanas), correspondiente al periodo difícil de la
reconstrucción del Segundo Templo de Jerusalén —cuya
fecha de terminación no se explicita—, y «se está cum-
pliendo» en potencia la última semana, que es la faltante.
La profecía dice: «Desde la salida de la orden de restau-
rar y edificar a Jerusalén, hasta un Ungido, un Príncipe,
habrá siete semanas y sesenta y dos semanas; y en tiempos
de angustias será ella reedificada con plaza y circunvala-
ción. Al cabo de las sesenta y dos semanas será muerto el
Ungido y no será más» (Dn 9, 25-26), traducción de La
Sagrada Biblia de Juan Straubinger, quien explica en una
nota: «Las siete semanas corresponden a los 49 años que los
regresados del cautiverio tendrán que emplear en la
reconstrucción de la Ciudad Santa».
Creo oportuno reparar en esto: «Desde la salida de la
orden de restaurar y edificar a Jerusalén» hubo, en la teoría,
siete semanas, pero en la práctica no habría sido inmediata
la respuesta, sino más bien demorada: una cosa es la orden
en una fecha puntual, y otra, la diligencia para realizar la
labor. La reconstrucción del Templo, en efecto, tuvo sus
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«tiempos de angustias», sea por las incursiones de los ene-
migos extranjeros (cf. Ne 4), sea por las estrecheces econó-
micas (cf. Ne 5).
Hasta la venida del Mesías, el Templo —mucho tiempo
atrás— había sido restaurado y edificado, incluso con «plaza
y circunvalación»; precisamente, una vez culminada su
reconstrucción, «se está cumpliendo», ya que vino el Mesías,
el tiempo de las sesenta y nueve semanas —producto de
sumar los dos números proféticos iniciales: 7 + 62—, el
cual finalizó estrictamente en el día de la Crucifixión, como
así sugiere el Señor con relación a su martirio: «para que el
Mesías sea ungido y se cumpla lo que conlleva la profecía
para el pueblo que no lo quiso». Straubinger anota: «Pasa-
das las siete semanas empleadas en la reedificación de
Jerusalén y las subsiguientes sesenta y dos, será muerto el
Ungido».

4.d. Juan Suárez Falcó, en su valioso ensayo «La profecía


de las 70 semanas de Daniel», publicado en la web de Como
vara de almendro en enero de 2022, rescata y expone resu-
midamente la tesis del sacerdote español Pablo Caballero
Sánchez, paúl, autor del opúsculo titulado Las setenta
semanas daniélicas y el pueblo judío (1946, Madrid: Editorial
Luz). Las setenta semanas, a juicio de este sacerdote, se
segmentan en tres épocas históricas:

1. Siete semanas, equivalentes a cuarenta y nueve años,


que van desde 453 a. C., año del permiso de Artajerjes
que recibe Nehemías para volver a Jerusalén y recons-
truirla con un resto fiel de Babilonia, hasta 404 a. C.,

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año de «la muerte de Nehemías, terminada la obra
principal».
2. Sesenta y dos semanas, equivalentes a cuatrocientos
treinta y cuatro años, que van desde 404 a. C. hasta el
23 de marzo de 31, fecha de la Crucifixión del Señor.
3. Una semana, equivalente a siete años, que es el septe-
nio del Anticristo.

En cuanto a la fidelidad de las fechas, no es aquí el lugar


para comprobarla. Pasados los siglos, persiste una impre-
sión borrosa: errare humanun est. Hay diversos autores,
antiguos y hodiernos, que pensarían distinto conforme a su
aplicación metodológica. Véase, por ejemplo, la fina diser-
tación de Benedicto XVI acerca de la fecha de la Nativi-
dad en su libro La infancia de Jesús (2012). Es un tema
controversial y complejo, que involucra la participación de
muchas disciplinas científicas. A pesar de esto, importa
tener en cuenta las tres fracciones temporales mencionadas:
creo que aquí puede haber un consenso.2

4.e. Por un lado, tenemos el primer sentido: las setenta


semanas daniélicas se cuentan «desde que fue publicado el
decreto de reconstrucción del Templo» de Jerusalén hasta
la Anunciación; por otro, el segundo sentido: las sesenta y

2 Cabe suscribir, disponible en Internet, el renombrado estudio académico de


Colin J. Humphreys y W. Graeme Waddington, «The Date of the Cruci-
fixion», editado en 1985 por la revista Journal of the American Scientific
Affiliation (núm. 37, págs. 2-10), donde se concluye, con fundamento en la
ciencia astronómica, que la Crucifixión fue el viernes 3 de abril de 33 del
calendario gregoriano.

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nueve semanas, contadas desde la reconstrucción efectiva y
angustiosa del Templo, terminan en la Crucifixión. Al pare-
cer, hay una contradicción aritmética. ¿Pero acaso Dios no
escribe derecho con renglones torcidos y es el dueño del
tiempo (cf. Qo 3)?
Es posible que los dos sentidos aludan a dos ritmos
temporales distintos y complementarios: el primero, según
el curso de la Luna, al cumplimiento llano y ágil de las
setenta semanas, y el segundo, según el curso del Sol, al
cumplimiento tortuoso y dilatado de ellas a causa de los
pecados de los hombres. Por ahora, esta es la interpreta-
ción que se me ocurre. A mi modo de ver, las setenta sema-
nas, de acuerdo con el primer sentido, se realizan con la
Primera Venida del Señor; de acuerdo con el segundo
sentido, se realizarán con su Segunda Venida gloriosa, una
vez finalizada la última semana.
Por consiguiente, habría dos niveles temporales de cóm-
puto de las setenta semanas: uno unitario y compacto (70),
completado con la Anunciación, y otro tripartita y frag-
mentado en la última semana (7 + 62 + 1), que acaba con
la Parusía.

4.f. El signo astronómico, celeste, de la Crucifixión del


Cordero de Dios fue una espesa oscuridad durante el Viernes
Santo del 14 de Nisán: «Toda la tierra se cubrió de tinieblas
desde la hora sexta hasta la hora nona» (Mt 27, 45). «Cuando
tomó Jesús el vinagre, dijo: “Todo está consumado”. E in-
clinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19, 30). Además,
hubo signos terrestres: «el velo del Santuario se rasgó en dos,

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de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron»
(Mt 27, 51).
Hasta ahí, se cumplieron exactamente cuatrocientos
ochenta y tres años de la profecía de Daniel —cuyo número
continuo de días depende del calendario que se mire—; esto
es, sesenta y nueve semanas —producto de sumar, se insiste,
los dos números proféticos iniciales: 7 + 62—. Pero no
termina la historia: falta, a partir de ahí, el último tiempo,
la última semana, que es la setenta, para que la ecuación se
complete: 7 + 62 + 1. Siendo su duración de siete años, sus
días contabilizan, en mi concepto, dos mil quinientos veinte.
Sin duda, esta semana es apocalíptica: precede a la Parusía,
no sin la persecución del Anticristo final, «a quien el Señor
exterminará con el soplo de su boca y destruirá con su venida
majestuosa» (2 Tes 2, 8).
Conforme al segundo sentido visto en el numeral anterior,
la profecía de Daniel, desde la Crucifixión en el Viernes
Santo, se queda en suspenso porque se forma un discontinuo
temporal. No siguen de inmediato los días de la semana
setenta, puesto que «Jerusalén será pisoteada por los gen-
tiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles» (Lc
21, 24), profecía que se ha concretado el 14 de mayo de 1948,
fecha de la fundación del Estado de Israel, como profun-
dizaremos más adelante.

4.g. Por último, quisiera comentar lo que dijo el Joven


Jesús: «No conocerá ya la muerte el Santuario verdadero.
Al igual que su Santificador, resucitará para vida eterna y,
al final de los días del mundo, vivirá en el Cielo». Cada uno

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de nosotros, si somos fieles auténticos, podemos ser santua-
rios verdaderos, templos del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 15,
19), y así resucitar para la gloria eterna. En este orden,
jamás seremos derribados.
En cuanto al soberbio Siammai, hay un momento en que
confiesa, muy a su pesar, una dolorosa verdad al Joven Jesús
sin poder comprender a fondo: «Acuérdate de Daniel, que
dice que, cuando hayan matado al Cristo, el Templo y la
Ciudad serán destruidos por un pueblo y por un caudillo
venideros. ¡Y tú sostienes que el Santuario de Dios no
volverá a ser derribado!». En efecto, lo dice la profecía: «Y
el pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad
y el Santuario» (Dn 9, 26). No ha habido tanta dificultad
en identificarlo con Tito y sus soldados romanos, que per-
petraron la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén
en el año 70 (cf. Lc 21, 20), pero la profecía tiene un cum-
plimiento pendiente: aquel «príncipe» prefigura al Anti-
cristo final, la «bestia» (Ap 17, 16), quien reinará «durante
una semana» (Dn 9, 27), la última, la setenta. Desde luego,
es el mismo príncipe que «destruirá la ciudad y el Santua-
rio»; el que «a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio
y la oblación» (Dn 9, 27). ¿Y ahora cuál ciudad puede ser
sino el Vaticano (cf. Ap 17, 16-17), enclavado en Roma,
que es llamada también la «segunda Jerusalén» por el
Señor Jesús según apunta Valtorta en Los Cuadernos (sep-
tiembre-noviembre de 1950), ya que el Segundo Templo de
Jerusalén sigue arruinado (cf. Mt 24, 2)?
En fin, ¿cómo se habían de sentir aquellos doctores que
altercaban con el Joven Jesús al reconocer la paradoja del

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Mesías asesinado? ¿Cómo no odiarían algunos a Daniel,
profeta que fue, por su parte, un signo de contradicción?

5. La siguiente cita de Valtorta, que será la última sobre el


asunto que nos ocupa, nos muestra la profecía de Daniel
con otro acento. En la mañana del Jueves Santo, durante
el tercer año de su vida pública, el Señor Jesús, audaz y
fustigante, predica frente a la multitud en Jerusalén:

Está escrito: «Setenta semanas han sido fijadas para tu


pueblo, para tu ciudad santa, para que sea eliminada la
prevaricación, tenga fin el pecado, quede borrada la ini-
quidad, venga la eterna justicia, se cumplan visión y pro-
fecía y sea Ungido el Santo de los santos. Después de siete
más sesenta y dos vendrá el Cristo. Después de sesenta y
dos será entregado a la muerte. Después de una semana
confirmará el testamento, pero a la mitad de la semana
vendrán a faltar las víctimas y los sacrificios y se dará en
el Templo la abominación de la desolación y durará hasta
el final de los siglos» (vol. 5, cap. 598, pág. 394).

Gramaticalmente, el sujeto es Cristo, quien después de


una semana, que es la setenta, «confirmará el testamento»:
Él, que nunca miente, que es «el Amén, el testigo fiel y
veraz, el principio de la creación de Dios» (Ap 3, 14) y que
se hace llamar «Fiel» y «Veraz» (Ap 19, 11), cumplirá la
promesa de su Parusía para llevarse a los elegidos.
La abominación de la desolación, que consiste tanto en
la supresión oficial de la Eucaristía, incluso a la fuerza,
como en la adoración apóstata del Anticristo, no sin un

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rito eclesiástico bastardo, satánico y camuflado (cf. Ap 13,
8), «durará hasta el final de los siglos», esto es, hasta la
Parusía. En mi libro San Agustín y el final apocalíptico del
milenio: examen y síntesis (2021), argumento que la abomi-
nación de la desolación, a partir de la mitad de la semana
setenta, durará mil doscientos noventa días, y ofrezco un
análisis de lo que puede pasar en el comienzo, el intermedio
y el final de esta semana. Parecidamente repito, con algún
pormenor, en mi ensayo «Tres incógnitas sobre el final de
los tiempos», publicado en la web de Adoración y liberación
el 30 de octubre de 2021.

II
1. La cuestión candente: ¿cuándo empieza la semana se-
tenta de la profecía de Daniel? ¿Acaso seremos nosotros
testigos directos y venturosos de la Parusía? ¿Conviene
tantear los tiempos para estar seguros de la venida del
Señor Jesús, a semejanza de la Virgen y de Gamaliel según
la narración de Valtorta?
Ser vigilantes, así como reitera el Evangelio, es estar en
gracia de Dios (cf. Ap 3, 3), pero también es estar atentos a
los signos celestes o terrestres de los tiempos (cf. Mt 16, 3),
no sea que nos parezcamos a aquellos escribas y fariseos que
no supieron interpretar o no quisieron aceptar la época
mesiánica (cf. Lc 12, 54-56), nos convirtamos en la cizaña,
que ha de ser quenada, o terminemos abandonados como
las vírgenes necias, que no conservaron el verdadero aceite

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de las lámparas para irradiar la luz de Dios (cf. Jn 8, 12),
esto es, la sana doctrina del depositum fidei, incontaminada
de las herejías mundanas (cf. Ap 1, 3). No sea, en fin, que
nos vayamos fascinados con el dragón sin darnos cuenta,
como advertía el cardenal John Henry Newman en sus
Cuatro sermones sobre el Anticristo.
Es claro que con la Anunciación llega la plenitud de los
tiempos y a la vez llegaron los últimos tiempos (cf. Gal 4,
4). «Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en
su consumación. Estamos ya en la “última hora”» (CIC,
§ 670). «Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la
gloria es inminente» (CIC, § 673). Un ensayo brillante y
poético sobre esto es el de Bruno Moreno Ramos, «¿Los
últimos tiempos?», publicado en la web de Infocatólica el 9
de diciembre de 2020. Invito a su lectura, como también a
la de los comentarios de sus lectores, para tener una idea
amplia de la sensibilidad actual de algunos católicos al res-
pecto.
Desde que la Iglesia es militante, estamos en la batalla
final, sí, pero aquí la pregunta cardinal es si estamos en la
última etapa de esta batalla. Es decir, si vivimos en el fin
de los últimos tiempos. Sin duda, la semana setenta, si
sucediese ahora, significaría la prontitud de este fin. Desde
luego, nos encontremos o no en ella, nuestra actitud cris-
tiana debe ser siempre íntegra, pero, en mi propio sentir,
no me da igual vivir un tiempo excepcional y apocalíptico
que uno común y corriente.
¿Será, pues, prudente sostener la expectativa parusíaca,
que nos puede animar bastante (cf. 2 Tim 4, 8), a pesar de

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los acontecimientos terribles o amargos (cf. Lc 21, 28), o
nos resignaremos a bostezar tranquilamente porque faltan
millones y millones de años para que venga el Señor Jesús,
quizá después de que la humanidad haya poblado todos los
planetas del universo, y concluir que no pasó nada trascen-
dental de lo que aguardábamos?
Es cierto que nadie sabe el día ni la hora, sino solo el
Padre (cf. Mt 24, 26), pero no es lo único cierto. Limitarse a
repetirlo, como para encogerse de hombros o para zanjar el
asunto, es decir lo necesario, no lo suficiente.
¿Es posible conocer con alguna seguridad el cuándo, el
tiempo de la semana setenta, aunque no el día ni la hora de
la Parusía? Creo que sí. La venida gloriosa del Señor Jesús
podrá ser repentina, mas no intempestiva. Él nos pide enten-
der al profeta Daniel, aprender la parábola de la higuera,
estudiar las señales. Él mismo promete en el Apocalipsis:
«Mira, vendré enseguida. Bienaventurado el que guarde las
palabras de la profecía de este libro» (Ap 22, 7). Y ad-
vierte: «Si no velas vendré como ladrón, y no sabrás a qué
hora llegaré sobre ti» (Ap 3, 3). Calculo que vendrá luego
de la hora sexta, pasada la gran tribulación (cf. Mt 24, 29-
31), como argumenté en mi libro. Para el momento crucial
del Harmagedón, avisa el Rey de reyes a los soldados cris-
tianos: «Mirad que vengo como un ladrón. Bienaventurado
el que esté vigilante y guarde sus vestidos, para no andar
desnudo y que le vean sus vergüenzas» (Ap 16, 15). Vendrá
como un ladrón nocturno para robarse a los elegidos con sus
ángeles, aunque les sorprenda.
Si bien estos versículos pueden referirse al juicio particu-
lar de cada uno de nosotros en cualquier tiempo histórico,
28 de 70
se tornan literales en la hora de la Parusía, que será, si mi
expresión es correcta, un juicio simultáneo —como un
relámpago global— sobre toda la multitud de la última
generación humana posdiluviana.

2. Giovanni Papini, autor de Historia de Cristo, libro que se


dio a conocer en el año 1921, poco después de la Primera
Guerra Mundial, escribe:

Pero si no anuncia Jesús el día [de la Parusía], nos dice en


cambio las cosas que habrán de ocurrir antes del mismo.
Estas cosas son dos: que el Evangelio del Reino sea predi-
cado a todos los pueblos y que los gentiles no dominen en
Jerusalén. En nuestros tiempos han quedado cumplidas
estas dos condiciones y quizá el gran día se aproxima. No
hay ya en el mundo nación civil o tribu bárbara en la que
los descendientes de los apóstoles no hayan predicado el
Evangelio; los musulmanes no mandan ya en Jerusalén
desde 1918, y se habla incluso de una resurrección del es-
tado judío. Cuando, de acuerdo con las palabras de Osías,
los hijos de Israel, después de permanecer tanto tiempo
sin rey y sin altar, se conviertan al Hijo de David y
vuelvan trémulos hacia la bondad del Señor, el fin de los
tiempos estará próximo.3

¿Ahora, un siglo después, no estará «el fin de los tiempos»


más próximo que nunca? No solo se han cumplido aquellas

3 PAPINI, Giovanni (1960). Historia de Cristo. En: Obras, tomo IV. Madrid:
Aguilar, 2.a ed., pág. 257. Recopilación, prólogo y notas de José Miguel Velloso;
traducción del italiano por Amando Lázaro Ros.

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dos condiciones, sino que presenciamos con nuestros propios
ojos la cotidiana apostasía en la Iglesia, profetizada por
san Pablo (cf. 2 Tes 2, 3). Ya son al menos tres señales his-
tóricas capitales y convincentes. ¿Quién las objetará?
Comentando la parábola de la higuera según san Mateo,
anota Straubinger en La Sagrada Biblia: «Las grandes
persecuciones que últimamente han sufrido los judíos (cf.
Za. 13, 8; Ez. 5, 1-13), los casos singulares de conversión, la
vuelta a Palestina y al idioma hebreo, etc., bien podrían
ser señales, aunque no exclusivas, que no hemos de mirar
con indiferencia» (n. 269).

3. Hay, además, otra señal no menos importante: el apar-


tamiento —¡apártate, quítate!— de lo que impide o estorba,
como una piedra de tropiezo contra el mundo, la manifesta-
ción del Anticristo, un obstáculo (katéjon) que asocio, en
mi opinión —en última instancia, destrozado el escudo del
orden político y religioso cristiano por las Revoluciones, las
guerras, las plagas heréticas y el menosprecio de la Euca-
ristía—, con el papado en general (el qué neutro) y con el
papa en particular (el quién masculino) y que sucede en
concreto durante la circunstancia de la misma apostasía,
para que expeditamente actúe el famoso Falso Profeta final
del Apocalipsis (cf. Ap 13, 11 ss.; Jn 10, 1-13). Este, un papa
impostor, un lobo disfrazado de oveja, un siervo suntuoso
del Anticristo y, sobre todo, del dragón, un gurú multirreli-
gioso y hasta taumatúrgico, ocuparía, sobre las ruinas de la
gran ramera, la otrora Sede de Pedro —una vez estallada la
abominación de la desolación a manos del Anticristo, la

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«bestia» (Ap 17, 16-17; cf. Na 3, 1-7)—, para engañar con
anticrística propaganda y publicidad a la Iglesia, provo-
cando el último gran cisma radicalmente: la separación
terminal entre el trigo y la cizaña.
A mí me parece, por lo demás, que la asombrosa y célebre
fotografía del rayo nocturno que el lunes 11 de febrero de
2013, día de la Virgen de Lourdes, cayó sobre la cúpula de
la basílica de San Pedro en el Vaticano fue una señal celeste
que confirma ese apartamiento. «Veía yo a Satanás caer del
cielo como un rayo» (Lc 10, 18).
¿Acaso desde entonces, por fin, este ángel maldito no se
apoderó cabalmente del Vaticano, como temía León XIII
durante la inquietante visión que tuvo el 13 de octubre de
1884 sobre un asalto de Satanás contra la Iglesia de Dios y
que le motivó a escribir la oración de exorcismo del arcán-
gel san Miguel? ¿Acaso el tiempo de unos cien años, según
esta visión, que el Señor Jesús le concedió al «dragón rojo»
(Ap 12, 3) para infestar el Santuario, llenándolo de humo,
sembrándolo de cizaña, pervirtiéndolo con el modernismo,
no va, como rivalizando con la Revolución de Octubre en
Rusia y de la consiguiente expansión del comunismo en el
mundo, desde el 13 de octubre de 1917, fecha del milagro
del sol de la Virgen de Fátima, hasta el 23 de septiembre de
2017, día en que realmente, según el calendario gregoriano,
se patentizó la señal celeste —astronómica, no astrológica—
de la mujer vestida del sol —constelación de Virgo—, con
la luna bajo sus pies, con la corona de doce estrellas sobre
su cabeza —constelación de Leo más tres planetas: Mercu-
rio, Marte y Venus— y con Júpiter gestado en su vientre
durante unos nueve meses? ¿No es esta, como la Virgen de
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Guadalupe, la mujer profetizada en el Apocalipsis (cf. Ap
12, 1-2; 12, 5), indicando tal vez, además de llevarse a cabo
el Tercer Secreto, el comienzo del Reino de María para la
batalla final contra el reino del dragón?
Desde que haya ocurrido la abominación de la desola-
ción, el Apocalipsis ordena: «Salid de ella, pueblo mío, para
que no seáis cómplices de sus pecados ni participéis de sus
castigos» (Ap 18, 4). El mismo Señor Jesús nos avisa para
huir de la trampa de la gran Babilonia, que es la Roma
idolátrica y apóstata, como también, por extensión, el orbe
anticristiano: «cuando veáis la abominación de la desola-
ción, que predijo el profeta Daniel, erigida en el lugar santo
—quien lea, entienda—» (Mt 24, 15). «Cuando veáis a
Jerusalén cercada por ejércitos, sabed que se acerca su
desolación» (Lc 21, 20). Se acerca su devastación bélica.
Por supuesto, Jerusalén fue desolada en el año 70. Pero si
Roma es la segunda Jerusalén, la profecía, con relación al
fin de los últimos tiempos, se vuelve vigente (cf. Dn 8, 11-
12). Enseguida leemos: «Jerusalén será pisoteada por los
gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles»
(Lc 21, 24). Una vez más, si Roma es la segunda Jerusalén,
es comprensible que los gentiles «pisotearán la ciudad santa
durante cuarenta y dos meses» (Ap 11, 2), es decir, Dios
da el plazo: los mil doscientos sesenta días de la segunda
mitad de la semana setenta, contados desde la abomina-
ción de la desolación.
Considero que esta abominación —que implica una
invasión militar o un atentado terrorista de gran enverga-
dura en el Vaticano— es el hito crítico, la señal terrestre más
fuerte, indudable y decisiva, incluso mediática: entonces la
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semana setenta, una regla fija y desplazable en el tiempo,
quedaría centrada desde la mitad en una fecha histórica.
Cristo, vinculando el Nuevo Testamento con el Antiguo, nos
remite al profeta Daniel, quien habla de aquel «príncipe»
del que ya tratamos, el que reinará durante una semana,
que es la setenta, «destruirá la ciudad y el Santuario» (Dn
9, 26) y «a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y
la oblación» (Dn 9, 27).
Si esto es así de claro, creo que será por una grave razón:
resistir al Anticristo, para evitar la condenación eterna. Por
otro lado, Satanás necesita un servidor religioso, un sacer-
dote principal al que obedecerán, por ser la cabeza visible
del Cuerpo Místico del Anticristo, muchos desprevenidos
(cf. Mt 24, 24-25).
Aquí podemos, como un novelista, especular sobre este
escenario: arrasado el Vaticano, aunque no del todo —pues
el Tercer Secreto de Fátima dice: «una gran ciudad medio
en ruinas», frase cuyo sentido literal es viable—, ¿cuál
sería la reacción de los medios oficiales (anticristianos) de
comunicación? Aparte de lamentar, con ánimo luctuoso o
hipócrita, las víctimas de la agresión armada —probable-
mente islámica: piénsese en la yihad, tal vez azuzada por la
Sinagoga de Satanás—, la apoteosis mundial sobre el aplau-
dido «papa» (cf. Lc 6, 26), el obispo romano vestido de blanco
—bien podría ser un mártir, hasta quizá ser canonizado
con premura como para validar su legado—, no haría más
que prolongar el problema que allí preexistía, hasta que,
guardando las apariencias e intensificándose el engaño (cf.
2 Tes 2, 11-12), suba el sucesor: el Falso Profeta final (cf. Ap

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13, 11 ss.), soberano pomposo de la gran Babilonia, apro-
bador de la nueva Sodoma y Gomorra, cuyo discurso masó-
nico sobre la confraternidad universal, con el pretexto
filosófico-iluminista de las leyendas negras y de eliminar la
violencia religiosa, agudizaría el irenismo herético (cf. 1 Tes
5, 3). Sin duda, es también un mentiroso como el dragón,
pues habla como él. La Iglesia católica romana tradicional,
así como el Señor Jesús, ¿no sufrirá la calumnia suprema
(cf. Mt 5, 11)? Los que a ella pertenezcan y sean probados
en la fe, a pesar de todas las supuestas evidencias históricas
contrarias, ¿no serán estigmatizados de fanáticos y hasta
de culpables (cf. 2 Tim 3, 12; Ap 13, 9-10)? Es fundamental,
para la falsa Iglesia del Anticristo, controvertir o tergiver-
sar los dogmas.
«Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros»
(1 Jn 2, 19). Sospecho que a partir de la mitad de la semana
setenta de la profecía de Daniel se exhibiría este personaje
infernal. Por algo el Apocalipsis —dentro del mismo capí-
tulo 13— describe con esta sucesión: primero a la bestia del
mar; luego, a la bestia de la tierra. Otra cosa es que la
general apostasía, además de las herejías de los no pocos
falsos profetas de hoy, hasta de aquellos que ocupan el vértice
de la Iglesia, sean aspectos precursores del Anticristo. Sí, la
apostasía es fatal, pero la herejía es corrosiva.

4. Desde la Crucifixión no siguen de inmediato los días de la


semana setenta, según dilucidamos, puesto que «Jerusalén
será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el
tiempo de los gentiles» (Lc 21, 24). El 14 de mayo de 1948

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se funda el Estado de Israel. Entonces se cumple —más
perfectamente que en el año 1918— no solo el tiempo de los
gentiles, sino la profecía de la parábola de la higuera (cf. Mt
24, 32-33), árbol simbólico del pueblo de Israel, que se había
dispersado tras la destrucción del Segundo Templo de Jeru-
salén en el año 70, pero que vuelve a congregarse: «sus ramas
están ya tiernas y brotan sus hojas» (Mt 24, 32). Ahora sus
ramas están robustas desde 1967 con la enérgica reconquista
de Jerusalén tras la Guerra de los Seis Días.
La fecha de 14 de mayo de 1948 —en mi concepto, como
también el de otros investigadores, entre ellos Ozaeta—,
cuando las ramas están tiernas, es el punto básico de partida
para delimitar, siquiera con una aproximación, el comienzo
y el final de la semana setenta, que es un lapso de dos mil
quinientos veinte días.
La profecía de la parábola de la higuera, insertada a
propósito en el discurso escatológico del Señor Jesús, es la
clave para ubicarnos en la cronología apocalíptica; especí-
ficamente, para determinar el comienzo y el final del septe-
nio del Anticristo. Dentro del texto de los sinópticos, ¿en
qué pasaje se lee? Justo después de que el Señor Jesús haya
profetizado sobre la gran tribulación (cf. Mt 24, 21), periodo
que puede pertenecer, estrictamente hablando, a la segunda
mitad de la semana setenta, que dura cuarenta y dos meses
o mil doscientos sesenta días (cf. Ap 13, 5). Él mismo nos
dice qué sucederá después de entonces:

Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días,


el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las
estrellas caerán del cielo y las potestades de los cielos se

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conmoverán. Entonces aparecerá en el cielo la señal del
Hijo del Hombre, y en ese momento todas las tribus de la
tierra romperán en llantos, y verán al Hijo del Hombre que
viene sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. Y
enviará a sus ángeles que, con trompeta clamorosa, reunirán
a sus elegidos desde los cuatro vientos, de un extremo a otro
de los cielos (Mt 24, 29-31).

En otras palabras, sucederá en algún momento —aunque


no sepamos jamás con absoluta certeza el día ni la hora—
la séptima trompeta del Apocalipsis (cf. Ap 11, 15-19), la
Parusía, la venida gloriosa del Señor Jesús con sus ángeles,
luego del apagón cósmico, por expresarlo así, para llevarse a
los suyos y resguardarlos (cf. 1 Tes 4, 15-17) antes de juzgar
a los impíos con los inminentes estragos de la séptima copa
de la ira (cf. Ap 16, 17-21).
Acerca del oscurecimiento del sol y de la luna, la caída de
las estrellas y la conmoción de las potestades de los cielos,
cabe aceptar el sentido figurado de san Agustín (cf. El fin
del mundo, § 39), pero me parece que el sentido literal, puesto
que no es imposible, prevalece aquí. Además, este santo
doctor dice, siendo coherente con el mismo sentido figurado,
que aquello sucede durante los días de la gran tribulación.
Pero pienso que el texto bíblico, conforme al sentido literal,
es evidente: sucede inmediatamente después.
El adverbio inmediatamente no es superfluo: significa, a
mi entender, que por aquel suceso celeste (cf. Ap 16, 10-11)
cortará Dios, de modo fulminante, el tiempo concedido de
persecución del Anticristo para atribular a la Iglesia verda-
dera —anticipando la Parusía, enseguida la «bestia», como

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esbocé en mi libro citado, se armará para la épica batalla del
fin del mundo, «la batalla del gran día del Dios Todopode-
roso»: el Harmagedón (cf. Ap 16, 12-16), la última y defini-
tiva guerra de la Creación, cuya singularidad consiste en
que no será simplemente entre hombres sino también entre
ángeles: los ejércitos del dragón contra los ejércitos del Rey
de reyes y Señor de señores (cf. Ap 19, 11 ss.). Esto significa
que el Harmagedón es cronológicamente posterior al reinado
septenario del Anticristo —a quien se le opondría el profeti-
zado gran monarca, así como, por dar una comparación
parcial, el astuto Francisco Franco con relación al peligroso
Adolf Hitler—.
Una vez que leemos sobre la gran tribulación y el apagón
cósmico, hechos que se relacionan con la semana setenta de
Daniel, nos encontramos —como si fueran un intercalado—
con los siguientes versículos de la mencionada profecía sobre
la parábola de la higuera, cuyo motivo sería recordarnos
cuándo empezará esta semana: «Aprended de la higuera
esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan
sus hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también voso-
tros, cuando veáis todas estas cosas, sabed que es inminente,
que está a las puertas» (Mt 24, 32-33).
Luego asevera Cristo: «Yo os aseguro que no pasará esta
generación hasta que todo esto suceda» (Mt 24, 34). Por el
contexto dual, estaría predicando no solo sobre su genera-
ción, que hasta cierto punto —en una escala geográfica
menor, la Judea de entonces— fue testigo de lo profetizado,
sino también sobre la generación de la higuera, aquella que
vivirá —en una escala geográfica mayor, el orbe entero— la

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semana setenta de la profecía de Daniel. ¿Cuál otra podrá
ser sino la que haya nacido desde 1948?
En particular, la higuera puede referirse al Israel actual,
generación con la que somos contemporáneos, y se espera
que sus higos maduros —los frutos de conversión del pueblo
judío— se recojan oportunamente en el verano, cuando se
haya manifestado el Señor Jesús desde el cielo: «os aseguro
que no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en
nombre del Señor» (Mt 23, 39). Aquellos que no se hayan
convertido a tiempo serán como los higos verdes e inmadu-
ros que caen en el Dies irae (cf. Ap 6, 13).

5. Una generación humana —que ahora es posdiluviana,


descendiente de Noé— puede ser de setenta u ochenta años
de edad (cf. Sal 90, 10) o bien de cien años (cf. Si 18, 9). En
todo caso, definir el día del comienzo de la semana setenta
no es tan sencillo. Si tomamos la fecha de 14 de mayo de
1948 como un límite mínimo de partida, no creo que nece-
sariamente con números redondos —a saber, 70, 80, 90 o
100— se deba determinar el máximo posible de años de una
generación y, por lo tanto, el máximo posible del año de la
Parusía, pues también cabría admitir, entre otras cifras, el
76 o el 82. Por ejemplo, si usamos el número 80, el final de la
semana setenta —atención: conforme a los días del calenda-
rio gregoriano, que es solar— será el 14 de mayo de 2028.
Sin embargo, «nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los
ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino solo el Padre» (Mt 24,
36). Nadie sabe, presente simple que tiene también valor
futuro: nadie sabrá (cf. CIC, § 673).

38 de 70
A pesar de las diferencias interpretativas entre los estu-
diosos sobre esto, podemos a lo sumo dar aproximaciones y
modelos cronológicos, incluso con algún rigor —como el que
he ofrecido en mi citado libro sobre la semana setenta—,
teniendo en cuenta, claro está, los signos celestes o terrestres,
como las insólitas tétradas de lunas rojas durante las fiestas
judías, dos en Pascua y dos en Tabernáculos, en los años
2014 y 2015 —hasta setenta años después de la Segunda
Guerra Mundial— o la profanación inaudita de la diosa
Pachamama dentro del recinto del Vaticano en el año 2019.
«El sol se cambiará en tinieblas, y la luna en sangre, antes
de que llegue el día del Señor, grande y terrible» (Jl 3, 4).
En un sentido acaso latente, suena como un llamamiento a
escudriñar los eclipses. Superada la gran tribulación de la
Iglesia, así como Cristo fue crucificado durante el Viernes
Santo, ¿qué obsta, por otra parte, que esta profecía de Joel
pueda insinuar el apagón cósmico (cf. Ap 6, 12-17), preám-
bulo del gran Dies irae del Cordero para los impíos exclu-
sivamente?
Poseemos, además, la abundante información auxiliar de
las revelaciones privadas, especialmente de las apariciones
marianas, tan recurrentes en los últimos años y que no es
sensato ignorarlas con desprecio por ser dignas de examen:
La Salette, Lourdes, Fátima, Garabandal, Akita, entre otras.
Sí, in crescendo, percibo —en la era de la Internet— una
atmósfera de expectativa parusíaca, así como había un am-
biente de expectativa mesiánica cuando el Joven Jesús, que
ya ejercitaba la espada verbal contra los pecados de los
hombres y no el diálogo transigente con el mundo, dispu-
taba con aquellos doctores en el Templo. Hoy la inmensa
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mayoría de los clérigos duermen y no parecen reparar en
esto. Los que alzan la voz se cuentan con los dedos de la
mano. Los que hacen más bulla son los laicos. Enmudecidos
los pastores, diríase que hay ovejas que ladran.
Cristo nos urgió a que comprendiéramos la profecía de
Daniel. Espero que los dos testigos del Apocalipsis (cf. Ap 11,
1-13) vengan del cielo a sacudir las conciencias y a preparar-
nos, como san Juan Bautista, a la Parusía durante el Reino
de María de Fátima (cf. Ap 12), que se habrá formado triun-
falmente, dispuesto al martirio, para la batalla final contra
el reino del dragón. Si ellos no vinieran, ¿quién nos alertaría
con bastante seguridad y persuasión gritando en el desierto
con el espíritu de Elías: «Convertíos, porque el Reino de los
cielos está cerca» (Mt 3, 2)?
El Reino de María, la Iglesia católica verdadera —sepa-
rada de las ruinas de la gran ramera, que es la falsa Iglesia
del Falso Profeta—, ya que entrará de lleno en la semana
setenta, particularmente en la gran tribulación de su segunda
mitad (cf. Ap 12, 14-17), no creo que presuponga, dada la
circunstancia histórica de este mundo decadente, una res-
tauración total de la cristiandad para ser como en los siglos
pasados (cf. CIC, §§ 675-677).
Imagino que el «tiempo de paz» anunciado en el Segundo
Secreto de Fátima, que considero como una tregua breve,
puede inaugurarse luego del Aviso —vocablo de la Virgen
de Garabandal—, evento que, si ocurriese, podría suscitar
mutaciones dramáticas en la espiritualidad de las personas,
incluso conmocionar, sea para bien o para mal según su
voluntad, al actual obispo romano vestido de blanco, y además

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consolidar el Reino de María, mientras la calma precede a la
tempestad, y hasta propiciar la unión solemne, consagrada
y convertida Rusia, de la Iglesia ortodoxa con la católica
frente al enemigo común: el Anticristo, que hablará por su
cuenta buscando su propia gloria (cf. Jn 7, 18). Si un nuevo
cisma surge con la falsa Iglesia del Falso Profeta, el viejo
cisma entre Oriente y Occidente podrá concluir.
En cuanto al día del Aviso (cf. 1 Cor 4, 4-5; Dn 12, 10), no
creo que sobrevenga en la segunda mitad de la semana
setenta, sino en algún momento dentro de la primera mitad.
La disquisición de esto es más bien sutil, tal como la he dado
en mi libro, y no veo oportuno demorarme aquí repitién-
dola.4

6. Si el 14 de mayo de 1948, año de la fundación del Estado


de Israel, supone el principio del fin de los últimos tiempos,
puesto que hasta entonces, seguramente, Jerusalén ya no
era pisoteada por los gentiles (cf. Lc 21, 24), la semana
setenta de la profecía de Daniel es el septenio histórico que
representa, a mi modo de ver, el final del fin de los últimos
tiempos, cuyos días postreros de la segunda mitad, los de la
gran tribulación, serían abreviados en el número de horas,
no en el de días, como expliqué en mi libro (cf. Mt 24, 22;
Ap 8, 12).

4 Sin detenerme a explicarla, propongo de paso la fórmula modificada de la


fecha del Aviso, que es, entre todas las que he deducido, la única hipotética, a
fin de mejorar el artificio del cálculo heurístico: Av = T + 720 + 40X, donde
T es la fecha de la transgresión, y X, que es la cantidad de intentos, consta de
un rango de números enteros del 0 al 7, de modo que hay hasta ocho intentos
posibles.

41 de 70
Ahora bien, el fin de los últimos tiempos conduce al fin del
mundo necesariamente, porque la Parusía implica, además
del comienzo de una nueva era, el fin del mundo presente: la
cosecha del trigo y la cizaña por los ángeles (cf. Mt 13, 39).
Esto se colige de san Agustín en su obra magna (cf. La
Ciudad de Dios, XX, cap. 8, § 1). Precisamente, se trata del
fin del mundo posdiluviano —al final del milenio sexto, si
nos atenemos a las siete edades de la Creación—, no del fin
del mundo posparusíaco. El mundo posdiluviano será des-
truido por el fuego, así como el que cayó sobre Sodoma y
Gomorra, dejando estas ciudades arruinadas para siempre;
el mundo posparusíaco, en cambio, luego de la purificación
del fuego, jamás será destruido: es el cielo nuevo y la tierra
nueva. Pero el nuevo cielo y la nueva tierra, a mi entender,
no surgen de inmediato después del milenio sexto, ya que el
fuego quemará el mundo viejo, sino después del milenio
séptimo, una vez consumada la conflagración y el Juicio
universal, por lo que los elegidos de la Iglesia triunfante,
entretanto, estarían resguardados en la Jerusalén celeste
durante el séptimo milenio, hasta que la Ciudad de Dios
descienda sobre el mundo nuevo en el octavo día, que será
eterno y no tendrá fin (cf. Lc 1, 32-33): el Reino de Dios en
la tierra, el Paraíso terrenal restaurado, con un solo rebaño
y un solo pastor (cf. Ap 21, 1-2; Jn 10, 16; Is 65, 13-25; 66,
22; Ez 36, 11; 37, 25-28).
Supongamos que el nuevo cielo y la nueva tierra surgie-
sen de inmediato tras el milenio sexto, efectuada la Parusía,
y que el fin del mundo fuera al cabo del milenio séptimo:
¿consentiría Dios destruir el mundo recién establecido, sobre

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el que está profetizado que será eterno (cf. Ap 21, 3-6)? No,
ciertamente no. Se resalta que la expresión fin del mundo
no significa aniquilación o reducción del ser al no ser, sino
destrucción y a la vez purificación y renovación. Es una mu-
tación de la apariencia de este mundo, que está cada vez
terminando (cf. 1 Cor 7, 31). Así como el diluvio universal
sumergió el mundo prediluviano para que, navegando a
salvo los elegidos en el arca de Noé, emergiese el posdilu-
viano, el fuego universal incinerará el mundo posdiluviano
para que, resguardados a salvo los elegidos en la Jerusalén
celeste (cf. Ap 11, 19), reluzca el posparusíaco.
Al final de la semana setenta sigue —luego del apagón
cósmico, que es un aspecto del fin del mundo— el séptimo
milenio en la Jerusalén celeste, ciudad construida y enviada
por Dios mismo (cf. Ap 3, 12; 21, 9-27; 2 Cor 5, 1; Hb 9, 11),
donde vivirían para siempre los elegidos que hayan sido
llevados por el Señor Jesús con sus ángeles (cf. 1 Tes 4, 15-
17; 2 Tes 1, 5-10), hasta gozar el octavo día. Acerca de esto
argumenté con amplitud en mi ensayo «Las siete edades de
la Creación y los mil años según el Apocalipsis», publicado
en la web de Adoración y liberación el 3 de octubre de 2021.
El milenio séptimo, gracias a la poderosa liberación de la
Parusía, acontecimiento en que el Señor Jesús con sus
ángeles vencerá al Anticristo, al Falso Profeta y, en fin, a
Satanás y todos sus ejércitos, es el descanso sabático, una
era de paz indefectible, que jamás será turbada. Si así no
fuese, aquella liberación no habría sido perfecta, lo que
contradice la Escritura (cf. 2 Tes 1, 6-10; Ap 11, 15).

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Por lo tanto, no creo que al final de este milenio, que
denomino también la edad dorada de la Iglesia triunfante,
suceda otra apostasía u otra guerra. La apostasía de la que
habla san Pablo no es cíclica, como si él hubiera pronosti-
cado un eterno retorno de infinitas apostasías y vueltas a la
fe, sino que es, históricamente, una sola, además de ser, así
como la Parusía, irrepetible, dependiente del apartamiento
del katéjon (cf. 2 Tes 2, 6-8): es la que precede al Anticristo
y es contemporánea con él (cf. 2 Tes 2, 3-4). Con la Parusía
se cierra la historia lineal de la humanidad posdiluviana.

7. La guerra de Gog y de Magog, de acuerdo con la crono-


logía de la exégesis de san Agustín (cf. La Ciudad de Dios,
XX, cap. 8, §§ 2-3), acaece al final del milenio sexto, no del
séptimo: Satanás será soltado entonces de su prisión (cf. Ap
20, 7), precisamente porque habrá sido apartado el katéjon
a fin de que el Anticristo, la «bestia», su arma predilecta,
se manifieste. El dragón será, pues, desencadenado «al final
del mundo» (La Ciudad de Dios, XX, cap. 11), como escribe
este santo doctor.
Leemos: «Cuando se cumplan los mil años, Satanás será
soltado de su prisión, y saldrá a seducir a las naciones que
hay en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, y a
reunirlos para la guerra. Y su número es como la arena del
mar» (Ap 20, 7-8). Estos «mil años», valga la puntualiza-
ción, solo pueden ser los del milenio sexto, no del séptimo; y
al final de ellos no solo se desarrolla la semana setenta de la
profecía de Daniel, sino «la consumación del mundo, período

44 de 70
en el que [Satanás] deberá ser soltado» (La Ciudad de Dios,
XX, cap. 8, § 3). Comenta san Agustín:

Estas naciones, aquí designadas por Gog y Magog, no deben


interpretarse como unos pueblos bárbaros determinados,
establecidos en alguna parte de la geografía, ni aplicarse,
como algunos han sospechado, a los Getas y Masagetas,
guiados por la letra inicial de su nombre, ni siquiera a unos
extranjeros cualesquiera, independientes de la jurisdicción
de Roma. Está todo el orbe de la Tierra significado en estas
palabras: Las naciones de los cuatro ángulos de la Tierra,
que identifica con Gog y Magog (La Ciudad de Dios, XX,
cap. 11).

Así, la expresión Gog y Magog no significaría más que


los enemigos declarados de Dios de todas las naciones del
mundo, los cuales, al pertenecer a Satanás y ser impulsa-
dos a la guerra, se obstinan en hostigar a la Iglesia verda-
dera. ¿Esto no delata una situación histórica tenebrosa,
moralmente monstruosa, similar a la de aquellos sodomitas
perversos que acosaban como endemoniados a los dos ángeles
que había recibido Lot en su hogar (cf. Gn 19)? Por algo el
Diablo estará realmente desatado (cf. Ap 20, 7).
A mí me parece que la guerra de Gog y de Magog puede
ser una prolongación residual de la de Harmagedón, que
reúne a «los reyes de todo el orbe […] para la batalla del
gran día del Dios Todopoderoso» (Ap 16, 14). Pues los ele-
gidos de la Ciudad de Dios, que serán cercados por aquellos
numerosos enemigos, ya habrán sido reunidos (cf. Mt 24,
31; Ez 38, 8-16): «Subieron por la ancha extensión de la

45 de 70
tierra y pusieron cerco al campamento de los santos y a la
ciudad amada» (Ap 20, 9). Sobre aquellos elegidos explica
san Agustín:

No se ha querido decir aquí que se hubieran concentrado en


un lugar o que habrán de concentrarse, como si el campa-
mento de los consagrados y la ciudad predilecta hubieran
de estar localizadas en algún punto; en realidad no se
refiere sino a la Iglesia de Cristo, difundida por toda la
redondez de la Tierra. Por eso estará entonces por todas
partes, es decir, en todos los pueblos, significados por las
palabras «extensión de la tierra» (La Ciudad de Dios, XX,
cap. 11).

En otro sentido, Gog sería la cabeza, y Magog, los miembros


subordinados a ella, así como el reino del dragón en con-
traste con el Reino de María, cuya cabeza es Jesucristo, y
los miembros subordinados a ella, los fieles (cf. Rom 12, 4-5;
1 Cor 12, 27). Dicho de otro modo, se nos estaría mostrando,
en el fondo, la batalla entre la Iglesia de Satanás y la
Iglesia de Dios, entre el Cuerpo Místico del Anticristo y el
Cuerpo Místico de Cristo.
¿No es Gog la bestia del mar, que posee diez cuernos y
cuya cabeza principal es el Anticristo, la «bestia» a secas,
el undécimo cuerno? ¿Y no es Magog la bestia de la tierra,
cuyo soberano es el Falso Profeta, servidor de la misma
bestia del mar? Gog y Magog representarían, a su vez, el
sistema político y el religioso que, seducidos por el dragón,
conjuran contra Cristo. Leemos: «vi a la bestia, a los reyes
y a sus ejércitos congregados para hacer la guerra contra el

46 de 70
que iba montado en el caballo y contra su ejército» (Ap 19,
19; cf. Ap 17, 12-14), lo que recuerda la convocatoria para
la batalla de Harmagedón (cf. Ap 16, 14). Desde luego, el
Falso Profeta no es un militar, sino un sacerdote satánico,
pero su predicación con la lengua de serpiente, así como la
de todos aquellos que le secunden para que los demás, dela-
tados o no, se inclinen a adorar al Anticristo, no es un arma
de menos peso, pues se dirige al alma en especial para que
apostate y muera: esto es infinitamente más peligroso que
matar el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Vencidos el Falso Profeta y
el Anticristo durante la batalla de Harmagedón gracias a la
Parusía (cf. Ap 19, 19-20; Dn 7, 11), Gog y Magog, si son
entendidos, respectivamente, como la bestia del mar y la de
la tierra, podrían persistir en la guerra hasta el final (cf. Dn
7, 12), hasta que, antes de asediar —o de seguir asediando—
a los elegidos de la Ciudad de Dios, los devore el «fuego del
cielo» (Ap 20, 9).
Sin embargo, la resonancia del nombre de Gog, escrito en
el Apocalipsis una sola vez al lado del de Magog, suscita la
reminiscencia de la profecía de Ezequiel. Ante todo, en
lugar de Gog no dice san Juan «la bestia del mar», y en
lugar de Magog, «la bestia de la tierra». En el Apocalipsis,
Gog y Magog, sujetos al dragón, parecen una colectividad
anticristiana; pero, según Ezequiel, Gog es un personaje
individual, un príncipe, y Magog, su país de origen o su
tierra septentrional (cf. Ez 38, 2; 39, 1): con él se alían
numerosos pueblos (cf. Ez 38, 15), a diferencia de lo que
enuncia el Apocalipsis: hay una alianza de «los cuatro án-
gulos de la tierra» (Ap 20, 9), o sea, del orbe entero. Quizá la
referencia a Gog, desde la profecía de san Juan, sugiera por
47 de 70
lo menos una invasión extranjera, predominantemente desde
el norte, sobre el Israel convertido a Cristo. Cedamos la pa-
labra al teólogo José Salguero:

Gog era para los judíos y cristianos de los primeros siglos


un conductor de hordas bárbaras contra Palestina y Jeru-
salén, como lo sería más tarde para el mundo cristiano Atila
con sus ejércitos. Gog, por instigación diabólica, reunirá
una inmensa horda salvaje y bárbara al fin de los siglos
para destruir a la Iglesia de Cristo, que, como Israel después
de la restauración, vivía tranquila en torno a su Señor. Y
esa horda feroz, como los ejércitos de Gog en Ezequiel,
subirá por la llanura de la Tierra Santa para asediar el
campamento de los santos y la ciudad amada [cf. Ap 20, 9],
que es la Iglesia, y acabar con ella. Tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento se emplea con frecuencia la
expresión subir para indicar la ida a Palestina, y sobre
todo a Jerusalén. Y, en efecto, la tierra de que nos habla
San Juan designa Palestina; y la llanura debe de ser la de
Esdrelón, lugar obligado de paso de los ejércitos invasores.
Estas hordas invasoras deben de ser las mismas que junta-
ron los reyes de la tierra en Harmagedón para luchar contra
Dios y el Cordero. Luego cercan el campamento de los santos,
es decir, a los cristianos, que constituyen el verdadero pueblo
de Dios, y a la ciudad amada, la Sión del Antiguo Testa-
mento, que aquí representa la nueva Jerusalén, la Iglesia
de Cristo. Pero Dios acudirá en auxilio de los suyos. Como
en Ezequiel [cf. Ez 38, 22; 39, 6] y como en la literatura
apocalíptica, la victoria se obtiene sin necesidad de lucha.

48 de 70
El Señor hará descender fuego del cielo y los devorará. Con
esto, el ejército invasor quedará totalmente destrozado.5

Si para este teólogo la tierra significa Palestina, conforme


al pensamiento contextual del vidente san Juan, para san
Agustín, no obstante, es el orbe entero, si nos ubicamos en
el fin de los últimos tiempos, cuando el Evangelio haya sido
predicado en todo el mundo, no solo en Palestina. Puesto
que el profeta Ezequiel vivió antes que san Agustín y, sobre
todo, antes que nosotros, solo habría podido concebir como
enemigos de Israel, así como san Juan, a aquellos pueblos
extranjeros de su tiempo. De manera que, en un sentido
pleno, Gog, sin limitarse a ser un personaje individual, sería
—con respecto a nuestra época— una coalición anticris-
tiana: la bestia del mar, pero ya sin el Anticristo (el undé-
cimo cuerno) y el Falso Profeta, echados antes al infierno
(cf. Ap 19, 20), lo que es decir que acaso no poseerá, tras su
apabullante fracaso en el Harmagedón, todos los diez cuernos.
Quebrada su fuerza, considero plausible que prepondere el
cuerno septentrional, que apunta al mismo origen territo-
rial de Gog. Entonces la trinidad satánica se compondría
todavía del dragón, la bestia del mar (Gog) y la bestia de la
tierra (Magog).
En la perspectiva del Apocalipsis, Gog y Magog serán
quemados por el «fuego del cielo» (Ap 20, 9) al final del
milenio sexto —después de la semana setenta—, sin nin-

5 SALGUERO, José (1965). Epístolas católicas. Apocalipsis. En: Biblia Comen-


tada. Texto de la Nácar-Colunga, tomo VII, pág. 519. Madrid: Biblioteca de
Autores Cristianos. Índices generales de los siete volúmenes por Maximiliano
García Cordero, O. P.

49 de 70
guna mención tácita de darles sepultura —¿para qué, si
van a ser incinerados en un santiamén?—, mientras que,
en la perspectiva de Ezequiel, Gog y sus tropas serán
exterminados desastrosamente por un flagelo de Dios (cf.
Ez 38, 17-23), comparable con el de la séptima copa de la
ira (cf. Ap 16, 17-21). Ezequiel, frente a la enormidad de la
hecatombe, teme que los cuerpos yacentes de los guerreros
contaminen el suelo de Israel, por lo que deben sepultarse
según las prescripciones, las cuales sí serían fatigosas para
los israelitas de su siglo: «La derrota será tal, que los judíos
se dedicarán durante siete años y siete meses a quemar las
armas del enemigo vencido y a enterrar sus cadáveres [cf.
Ez 39, 9-16]. El género apocalíptico se despliega aquí en
toda su ampulosidad imaginativa».6 «Los cadáveres man-
cillaban con impureza legal el lugar donde se encontraban
[cf. Nm 19, 11 ss.; 31, 19 ss.]; por eso era preciso buscarlos
cuidadosamente, de modo que la tierra de Yahvé no estu-
viera contaminada».7 Previamente, para su ignominia, han
de ser pasto de las aves y de las fieras del campo (cf. Ez 39,
17-20; Ap 19, 17-18).
Por lo visto, de acuerdo con el estilo de Ezequiel, las
cifras siete años —para la combustión de los despojos (cf. Ez
39, 9-10)— y siete meses —para el enterramiento (cf. Ez 39,
12)— resultarían ser un cálculo virtual e hiperbólico. Su
sentido, trasladado al día de hoy, podría ser anacrónico, no
literal.
6 GARCÍA CORDERO, Maximiliano (1961). Libros proféticos. En: Biblia comen-
tada. Texto de la Nácar-Colunga, tomo III, pág. 938. Madrid: Biblioteca de Au-
tores Cristianos.
7 Ibidem, pág. 940.

50 de 70
III
1. No debemos olvidar que hay también otros números de
días: 1290 y 1335, profetizados por Daniel con relación al
tiempo del fin y referidos a la mitad de la semana setenta.
«Desde que sea suprimido el sacrificio cotidiano y coloquen
la abominación de la desolación, pasarán mil doscientos
noventa días. Dichoso el que espere y llegue a los mil tres-
cientos treinta y cinco días» (Dn 12, 11-12). Bienaventu-
rado el que hasta entonces, habiendo sobrevivido las diversas
calamidades apocalípticas, espere la Parusía cumpliendo la
Ley de Dios y perseverando en la fe. La segunda mitad de
la semana setenta dura mil doscientos sesenta días, pero la
abominación de la desolación, a partir de la mitad de la
misma semana, dura mil doscientos noventa: significaría que
hasta ahí el Anticristo, el contaminador del «lugar santo»
(Mt 24, 15; cf. 2 Tes 2, 3-4), ya habrá sido muerto, para que
sea purificado el Santuario (cf. Dn 8, 13-14). Los judíos se
habrán desengañado y convertido (cf. Za 12, 10). En La
Sagrada Biblia comenta Straubinger:

S. Agustín cree que, entre la muerte del Anticristo y el fin


del mundo, mediará un tiempo [en mi concepto, sería la
diferencia entre los números 1335 y 1290], al cual se refiere
también S. Tomás diciendo: «Consolará el Señor a Sión
(Is. 51, 3)… y a causa de esto, después de la muerte del
Anticristo, será también doble la consolación: esto es, la
paz y la multiplicación de la fe; porque entonces todos los
judíos se convertirán a la fe de Cristo, viendo que fueron
engañados: en aquellos días suyos, Judá será salvo e Israel

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vivirá tranquilamente y el nombre con que será llamado helo
aquí: Justo Señor nuestro (Jr. 23, 6)» (n. 3137).

Conviene insistir en que, pasada la Parusía, ciertamente,


habrá un cielo nuevo y una tierra nueva (cf. Ap 21, 1),
pero no de inmediato, al menos por tres razones:

1. La profecía de san Pedro sobre el fuego mundial (cf.


2 Pe 3, 10-13), que —en mi concepto, hasta el límite
temporal de los mil trescientos treinta y cinco días,
contados desde la mitad de la semana setenta— des-
truirá gradualmente el mundo posdiluviano purificán-
dolo, a fin de «recapitular en Cristo todas las cosas, las
de los cielos y las de la tierra» (Ef 1, 10), como también,
rendido y destronado Satanás, de afirmar su Reino
eterno sobre el mundo, liberándonos para siempre de
todo mal y siendo el único Señor (cf. Ap 11, 15). Incluso
los persistentes ejércitos satánicos de Gog y de Magog
involucrados en aquella guerra de Harmagedón —tras
el aplastante descalabro del Anticristo y del Falso
Profeta, que desde allí habrán sido arrojados al in-
fierno (cf. Ap 19, 19-20)—, cuando vayan a cercar «al
campamento de los santos y a la ciudad amada» (Ap
20, 9) —los elegidos del granero, la Jerusalén celeste,
ya recogidos como el trigo por los ángeles de Dios (cf.
Mt 13, 30)—, serán derrotados y, por último, consu-
midos como la cizaña por el «fuego del cielo» (Ap 20,
9), a semejanza del que cayó, quedando Lot a salvo
con rapidez (cf. Gn 19), sobre Sodoma y Gomorra (cf.
Lc 17, 28-30), y entonces Satanás eternamente será

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expulsado al lago de fuego con todas sus huestes (cf.
Ap 20, 10; Is 27, 1).
2. La profecía de san Pablo sobre el arrebatamiento (cf.
1 Tes 4, 15-17), que es postribulacional —posterior al
periodo de la gran tribulación— y del que únicamente
son dignos los elegidos de la Iglesia triunfante. Algunos
sostienen que habrá un arrebatamiento pretribulacio-
nal, pensamiento que me parece problemático: si pre-
viamente fuesen llevados todos los elegidos o muchos,
¿a quién perseguiría el Anticristo? La verdad es que
habrá una persecución global (cf. Ap 12, 17; 13, 7-10);
los verdaderos cristianos estarán embarcados en la
batalla final contra la marejada del Leviatán. El mismo
Señor Jesús, que era el Inocente, no huyó del Calva-
rio. San Mateo y san Marcos concuerdan en que los
ángeles de Dios reunirán a los elegidos después de la
gran tribulación (cf. Mt 24, 24-31; Mc 13, 24-27); san
Lucas, con base en el relato de aquella fuga de Lot de
Sodoma, da a entender que será justo antes del fuego
mundial y durante la Parusía (cf. Lc 17, 28-36), como
también después de la gran tribulación (cf. Lc 21, 20-
28). Otra cosa, no obstante, es que los elegidos, los
devotos marianos en especial (cf. Ap 12, 14), cuando
hayan comprendido la señal de la abominación de la
desolación para huir a tiempo, puedan ser guardados
y protegidos de aquel periodo satánico (cf. Ap 3, 10;
Mt 23, 37).
3. La conclusión del Juicio universal al final del séptimo
milenio. «El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal

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tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después
de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa
(cf. 2 Pe 3, 12-13)» (CIC, § 677). Subrayo: después de la
última sacudida cósmica del mundo posdiluviano.

2. Escribe Ozaeta: «No se sabe el día ni la hora de la Segunda


Venida, así dice el Evangelio. Pero eso no significa que no
se pueda saber el mes ni la semana. Seguramente vendrá en
el mes de Tishri y en la semana de Tabernáculos, y dentro
de esa semana llegaría de incógnito».8 El Señor Jesús, a
pesar de saberse amenazado por aquellos judíos que le
odiaban, les dijo a sus discípulos: «Subid vosotros a la fiesta
[de Tabernáculos]; yo no subo a esta fiesta porque aún no
se ha cumplido mi tiempo» (Jn 7, 8). Pero realmente fue:
«Mediada ya la fiesta, subió Jesús al Templo y se puso a
enseñar» (Jn 7, 14).
Aquí me parece interesante la reflexión de Ozaeta. Él
expone que las grandes fiestas mosaicas son seis: tres en la
primavera boreal (Pascua, Ázimos y Pentecostés) y tres en
el otoño boreal (Trompetas, Expiación y Tabernáculos),
además de la séptima fiesta (Dedicación), que se celebra
desde el 25 de Kislev, día invernal en que, por lo demás,
según Valtorta, nació el Redentor en Belén de Judá: «Yo
soy siempre un cirio encendido… y desearía que tales fuerais
también vosotros. Soy la Encenia sempiterna, Pedro. ¿Sabes
que nací exactamente el veinticinco de Kisléu?» (vol. 2,
cap. 132, pág. 322); «amigos, aquí [en la gruta de Belén], la

8 OZAETA, Mauricio (2020). Quinto Reino. 2.a ed., pág. 14. Autopublicación
disponible en Amazon.

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noche del 25 de Encenias, de la Virgen nació Jesucristo, el
Emmanuel, el Verbo de Dios hecho carne por amor al hom-
bre: quien os está hablando» (vol. 1, cap. 73, pág. 392). El
Hijo de Dios, la «luz del mundo» (Jn 8, 12; cf. Jn 1, 9), quien
vino a purificarlo de los pecados (cf. 2 M 10, 5), habría, pues,
nacido durante la fiesta de la Dedicación ( Janucá), que dura
ocho días (cf. 1 M 4, 56-59; 2 M 10, 6) con arreglo a las ocho
velas de los brazos de la menorá: «Me han dicho ciertos
amigos nuestros que Tú naciste mientras Belén ardía por
una lejana fiesta de las Luminarias» (vol. 2, cap. 136, págs.
346-347). Cristo, la «Encenia sempiterna», al octavo día fue
circuncidado para recibir el nombre de Jesús (cf. Lc 2, 21).
El mes hebreo de Kislev oscila entre noviembre y diciem-
bre del calendario gregoriano. La Janucá presenta una lla-
mativa semejanza exterior con la fiesta católica tradicional
colombiana del Día de las Velitas, celebrada en la noche
del 7 de diciembre como vigilia en honor de la Inmaculada
Concepción.
Nota Ozaeta que las tres fiestas primaverales —agrego
que también, probablemente, la invernal de la Janucá—
las consumó el Señor Jesús en aquellas fechas concretas
judías: fue el Cordero inmolado en la Pascua, ofreció en la
cruz su Cuerpo y su Sangre para la salvación de la humani-
dad y envió al Espíritu Santo en el Pentecostés a los cua-
renta días.
Al parecer, falta que Él consuma las tres fiestas otoñales,
de modo que su Parusía, cuando suene la séptima trompeta,
pudiera ser en el mes de Tishri —que designa el principio
del año según el calendario hebreo moderno (Rosh Hashaná:

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cf. Lv 23, 24), conmemorando el aniversario de la Creación
del mundo—, pero se manifestaría de incógnito —por sor-
presa, como el ladrón nocturno— a mediados de la fiesta
de Tabernáculos (cf. Lv 23, 34), que es la más relevante de
todas. Yo añadiría que justo en la fiesta de Expiación (Yom
Kippur: cf. Lv 23, 27), pasada la gran tribulación de aquellos
días, «aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y
entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra» (Mt 24,
30; cf. Ap 1, 7).
¿Es adecuado identificar esta señal con el Aviso? Lo
dudo. ¿Por qué? Por la literalidad del mismo texto de san
Mateo, que nos da per se la cronología. Inmediatamente
después de la tribulación de aquellos días, sucede en este
orden:

1. El oscurecimiento del sol, junto con los demás fenó-


menos cósmicos, lo que puede ser sorpresivo en un día
aparentemente normal en que las gentes, a pesar de la
gran tribulación que impera en los lugares donde los
verdaderos fieles son martirizados y que acaso no sea
noticiosa en el mundo dictatorial y mentiroso del Anti-
cristo —pensemos, por ejemplo, en el régimen comu-
nista chino de hoy—, comen, beben o trabajan (cf. Lc
17, 28-30).
2. Aquella señal del Hijo del Hombre, que pudiera ser
una cruz universal y luminosa en el cielo: la del Jesús
Redentor, cuyos rayos serían comparables con los del
cuadro de la Divina Misericordia.
3. La Parusía propiamente dicha: «verán al Hijo del
Hombre que viene sobre las nubes del cielo con gran

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poder y gloria. Y enviará a sus ángeles que, con trom-
peta clamorosa, reunirán a sus elegidos» (Mt 24, 30-
31).

Si el Aviso se identificara con esta misma señal, ocurriría


justo después de la gran tribulación; ¿pero acaso no debería
ser algún tiempo atrás, con el objeto de provocar, junto con
el Milagro consiguiente, una gran conversión antes de la
gran tribulación?

3. El Señor Jesús vino a ser el Cordero de Dios para realizar


su Sacrificio en la Pascua; vendrá de nuevo a ser el León de
Judá (cf. Ap 5, 5) para realizar el Apocalipsis, que es su
manifestación gloriosa (cf. 2 Tim 4, 18), e instaurar luego
su «Reino celestial» (2 Tim 4, 18), no sin haber dominado
al Diablo (cf. Ap 20, 10), un «león rugiente» (1 Pe 5, 8). Me
parece creíble que quien es «el Alfa y la Omega» (Ap 22,
13) celebre la fiesta de los Tabernáculos con sus elegidos,
que son los gloriosamente resucitados y los milagrosamente
transformados (cf. 1 Tes 4, 15-17; 1 Cor 15, 51-52).9 Pues ¿qué
es un cuerpo glorioso o uno transformado, donde la muerte
ha sido vencida definitivamente (cf. 1 Cor 15, 53-57), sino una
tienda indestructible?
La tienda se usaba para protegerse de la inclemencia del
sol mientras los israelitas peregrinaran por el desierto. La
imagen pasó a transparentar el realismo de la tienda del

9Sobre los gloriosamente resucitados y los milagrosamente transformados, véase


mi referido ensayo «Las siete edades de la Creación y los mil años según el
Apocalipsis».

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cuerpo mortal, pero los que adoran a Dios «en espíritu y en
verdad» (  Jn 4, 24) esperan ser hombres celestes e incorrupti-
bles (cf. 1 Cor 15, 48-49; 2 Cor 5, 1-4; Flp 3, 20-21) para no
tener jamás hambre ni sed (cf. Ap 7, 15-16).
Me parece, pues, creíble que el Señor Jesús celebre con
los suyos la fiesta de los Tabernáculos —o de las Tiendas—
luego de haberse derramado las siete copas de la ira (cf. Ap
16), las cuales se guardan en «el templo de la tienda del
testimonio» (Ap 15, 5): «nadie podía entrar en el templo
hasta que se cumplieran las siete plagas de los siete ánge-
les» (Ap 15, 8). ¿Este templo abierto en el cielo, que no sería
otro que la Jerusalén celeste (cf. Ap 3, 12; 11, 19), en el que
todavía no se entra para ser partícipe de la salvación y de
la comunión de los santos en la Iglesia triunfante (cf. Hb 9,
28), no alude a la fiesta de los Tabernáculos (cf. Za 14, 16),
que se ha de gozar en el séptimo milenio? Los patriarcas «si
hubieran añorado la tierra de la que habían salido, habrían
tenido ocasión de volver a ella. Pero aspiraban a una patria
mejor, es decir, a la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza
de ser llamado Dios suyo, porque les ha preparado una
ciudad» (Hb 11, 15-16): la Jerusalén celeste.

4. Si fuera verdadero el razonamiento de que queda pen-


diente que el Señor Jesús consuma las tres fiestas otoñales,
consideraría, por otra parte, que la semana setenta de la
profecía de Daniel —que dura dos mil quinientos veinte
días fijos o bien siete años— debe comenzar en un cierto
mes del calendario gregoriano, para que a partir de entonces,
contados todos los días de esta semana, termine en —o al

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menos se acerque a— el mes de Tishri del calendario hebreo,
que oscila entre septiembre y octubre según el caso. Por lo
tanto, el mes gregoriano del comienzo de la semana setenta
pudiera ser septiembre u octubre.
Incluso así, delimitado el mes, no hay más que una apro-
ximación: no es fácil determinar el día preciso del comienzo
de la semana setenta, a no ser que haya una señal adicional,
notoria e histórica, aparte de las ya mencionadas, a saber,
tres terrestres y dos celestes: 1) los gentiles no dominan en
Jerusalén desde el año 1918; 2) el Evangelio ha sido predi-
cado en todo el mundo; 3) la apostasía es una realidad actual
evidente; 4) el rayo nocturno que cayó el 11 de febrero de
2013 sobre la cúpula de la basílica de san Pedro en el Vati-
cano puede indicar el apartamiento del katéjon; 5) la mujer
vestida del sol descrita en el capítulo 12 del Apocalipsis se
cumplió, astronómicamente, el 23 de septiembre de 2017.
Pudiera haber otras, como las tétradas de lunas rojas de
los años 2014 y 2015, además de la gran conjunción entre
Júpiter y Saturno del año 2020. La razón de que yo hubiese
propuesto el 4 de octubre de 2019 como el día posible del
comienzo de la semana setenta se debe al concepto bíblico
de transgresión. «Se le dio un ejército contra el sacrificio
cotidiano a causa de la transgresión» (Dn 8, 12), así traduce
la Biblia de Navarra con respecto al «cuerno pequeño» (Dn
8, 9), a quien se le da el ejército y que es identificable con
Antíoco IV Epífanes; pero este personaje histórico es una
sombra del Anticristo final (cf. Dn 9, 27), la «bestia», el
undécimo cuerno de la bestia del mar (cf. Ap 13, 1-10; 17,
16-17). En La Sagrada Biblia de Straubinger leemos: «Un
ejército le fue dado para destruir el sacrificio perpetuo a
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causa de los pecados» (Dn 8, 12). En otras palabras, el
Anticristo, llegada su hora exacta, será un flagelo a causa
de la transgresión.
Pues bien, es un hecho que el 4 de octubre de 2019, en el
ámbito de la apostasía en que nos hallamos, se transgredió
el primer mandamiento de la Ley de Dios in fraganti —el
primer mandamiento, insisto—, lo que ya sería el colmo,
sobre todo porque fue con la anuencia del obispo romano
vestido de blanco, junto con los cardenales, obispos y sacer-
dotes presentes: la indisimulada idolatría de la Pachamama
dentro del Vaticano, diosa que incluso, ay, llegó a ser entro-
nizada en una barca dentro de la nave de San Pedro, hasta
ser elogiada durante el Sínodo de la Amazonia (6-27 de
octubre de 2019).
¿No fue una cosa extravagante en la historia de la Iglesia?
¿Para qué diablos este nuevo Baal (cf. Nm 25, 3; 1 Cor 10,
14-23) en el Santuario principal de Dios, que parece, como
si fuera una parodia de la Virgen, concebir al Ánomos (cf.
2 Tes 2, 8) hasta su manifestación e implantar una nueva
Iglesia con un rumbo mundano? ¿No fue una profanación
pública e intolerable que mereciera el castigo divino por
medio del Anticristo (cf. Ap 17, 16-17)? Acerca de quién
puede ser y cómo puede aparecer la «bestia», hablé en el
programa de YouTube No tengas miedo, de Ana Beatriz
Becerra («Apagón cósmico y la génesis del Anticristo», 5 de
agosto de 2021).
Acaso captemos otra siguiente señal, otra transgresión
más escandalosa en septiembre u octubre, si es cierto que en
uno de estos dos meses debe comenzar la semana setenta.

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No me parece necesario que una señal terrestre como tal
suceda simultáneamente con una celeste, predecible desde
la óptica astronómica. El Señor Jesús advierte: «cuando
veáis la abominación de la desolación, que predijo el profeta
Daniel, erigida en el lugar santo —quien lea, entienda—»
(Mt 24, 15): se trata, sin duda, de una señal terrestre, pero
—en este caso— no dice que veamos a la vez también el
cielo para detectar alguna conjunción especial. Quizás en
aquel día no haya ningún evento astronómico significativo.
En algunos casos, no obstante, sí puede haber una simulta-
neidad entre una señal celeste y una terrestre, como en la
hora de la Crucifixión, en que sucedió la oscuridad, el terre-
moto y el rasgamiento del velo del Templo.
El curso del sol, la luna y las estrellas es normalmente
predecible para quien esté mirando arriba por afición o por
oficio, aunque nada impide que Dios dé sorpresas insólitas,
como la detención del sol y de la luna para favorecer a Josué
ganar una batalla (cf. Jos 10, 12-14).

5. Después de todo, la fecha de 4 de octubre de 2019, que


corresponde al 5 de Tishri de 5780 del calendario judío, solo
puede ser tentativa. Así lo digo yo, pues no soy un adivino,
sino un intérprete. Se puede discutir si la transgresión es la
señal obvia que define el día del comienzo de la semana
setenta. A la luz del versículo referido, es posible: «Se le dio
un ejército contra el sacrificio cotidiano a causa de la trans-
gresión» (Dn 8, 12; cf. Dn 11, 31-35). ¿No percibimos aquí,
con esta traducción de la Biblia de Navarra, dos hitos rela-
cionados entre sí: el primero, la mitad de la semana setenta,
momento culminante de la abominación de la desolación,
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con el ejército del Anticristo que «hará cesar el sacrificio y la
oblación» (Dn 9, 27), y el segundo, el comienzo de la misma
semana, la transgresión causante —junto con los pecados y
la apostasía creciente— de que el undécimo cuerno destruya
militarmente «la ciudad y el Santuario» (Dn 9, 26)? Estos
versículos de Daniel pueden complementarse.
No creo, por lo visto, que la abominación de la desolación
consista en la eliminación pacífica de la Eucaristía, sin nin-
guna acción bélica, conforme a la noción de que destruir el
Santuario no es más que abolir o anular —con la apariencia
de legalidad— el Cuerpo de Cristo (cf. Jn 2, 19), esto es, el
Santísimo Sacramento del Altar. Pero también se habla de
la ciudad, y no se dice propiamente destruir, sino cesar la
misa —que tanto odia Satanás—, verbo que es asimilable
con derogar o prohibir.
Daniel expresa dos cosas diferentes: el Anticristo, por un
lado —aunque sin dar la cara, pues es un astuto manipula-
dor que se haría el inocente, aprovechándose de un ejército
a sus órdenes en lo que puede ser una operación de falsa
bandera—, «destruirá la ciudad y el Santuario» (Dn 9, 26);
por otro, «a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y
la oblación» (Dn 9, 27). Así traducen las Biblias. Además,
siendo un hipócrita impío —«es el hombre de la iniquidad,
el hijo de la perdición» (2 Tes 2, 3)—, «pronunciará palabras
contra el Altísimo, someterá a prueba a los santos del Altí-
simo y pretenderá cambiar los tiempos y la Ley» (Dn 7, 25;
cf. Ap 13, 5-7).
Cronológicamente, ¿las dos cosas son simultáneas o es
primero una y después otra? Si son simultáneas, entonces

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el asalto será una declaración de guerra, una persecución
patente, al menos con el chantaje económico para garantizar
la prosperidad en la esclavitud controlada dentro de la red
tecnocrática totalitaria: la «bestia», creyéndose ser Dios y
el verdadero Cristo (2 Tes 2, 3-4), exigirá ser adorada (cf. Ap
8, 3) a cambio de beneficios materiales, no sin la complici-
dad del Falso Profeta, que promoverá el culto religioso de
su personalidad (cf. Ap 13, 11 ss.) y empujará al precipicio
de la eterna condenación a todos cuantos «no creyeron en
la verdad, sino que pusieron su complacencia en la injusticia»
(2 Tes 2, 12).
La verdad, por supuesto, es Jesús de Nazaret, el Verbo de
Dios nacido de la Santísima Virgen María: quien no está
con Él está contra Él (cf. Mt 12, 30). «Por eso Dios les
envía un poder seductor, para que ellos crean en la men-
tira» (2 Tes 2, 11). ¿Al Anticristo no se le llama, pues, bestia
porque es una fiera? Si su elocuencia no logra persuadir a
los santos que se mantengan firmes en la fe de la Iglesia
católica (cf. 2 Tes 2, 15) —algunos de ellos se le enfrentarán
directamente para desenmascararle, como los dos testigos
del Apocalipsis—, actuará como un tirano.
Si las dos cosas no son simultáneas, sino que la «bestia»
primero «destruirá la ciudad y el Santuario» (Dn 9, 26; cf.
Ap 17, 16-17); luego, quizá pacificada la circunstancia de
forma conveniente o encubierta, «a la mitad de la semana
hará cesar el sacrificio y la oblación» (Dn 9, 27), entonces
se sobreentiende que en la primera mitad de esta semana se
acometerá la rebelión. Supongamos que esto fuera el 9 de
Av, día de duelo en que los judíos ortodoxos practican el

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Ayuno (Tisha b’Av) conmemorando, fundamentalmente, la
destrucción del Primer Templo de Jerusalén (9 de Av de
586 a.  C.) y del Segundo Templo (9 de Av de 70 d. C.). ¿El
mismo mes y el mismo día, 9 de Av, no será para no pocos
judíos, sean practicantes o no, más que una casualidad, una
señal de alarma como para hacerles recapacitar sobre que
allí, en el Vaticano, estaba el Tercer Templo, y como para
despertarles suspicacias sobre la persona del Anticristo, el
pretendido Mesías? ¿O más bien algunos, confabulados en
secreto con él, se valdrán de esta fecha para vengarse de la
Iglesia católica? Ambas conjeturas, que parecen dos caras
de la misma moneda, son posibles al mismo tiempo. Cabe
imaginar todo lo contrario: ni les llamaría la atención ni lo
planificarían así. El mes hebreo de Av oscila entre julio y
agosto del calendario gregoriano. El 9 de Av de este año
2022, por ejemplo, coincide con el 6 de agosto.
Pero Daniel es explícito sobre el Anticristo: «Hará una
alianza firme con muchos durante una semana, y durante
media semana hará cesar el sacrificio y la ofrenda, y pondrá
en el ala del Templo la abominación de la desolación, hasta
que el cumplimiento decretado llegue sobre el desolador»
(Dn 9, 27). En otras palabras, la «abominación de la deso-
lación» —que es el mismo Anticristo, el desolador abomi-
nable que demandará ser adorado— no se efectúa antes de
la mitad de esta semana, sino a partir de ella. Por esta
razón, sostengo que las dos cosas arriba discutidas son
simultáneas. No hay desolación si no hay destrucción de «la
ciudad y el Santuario».

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A su vez, el Apocalipsis precisa que «se le dio poder para
actuar durante cuarenta y dos meses» (Ap 13, 5), es decir,
a partir de la mitad de la semana setenta empieza, aunque
solapadamente, su imposición violenta, habiendo sido un
político deslumbrante: «toda la tierra, admirada, siguió a
la bestia» (Ap 13, 3); «se le dio una boca que profería
palabras arrogantes y blasfemias» (Ap 13, 5). «Una de sus
cabezas estaba como herida de muerte, pero se curó su
herida mortal» (Ap 13, 3), lo que confronto con una de las
cabezas peculiares de los siete reyes de la ciudad de las siete
colinas (cf. Ap 17, 9): «La bestia que existía, pero ya no
existe, es el octavo, aunque también es uno de los siete, y
va hacia la perdición» (Ap 17, 11).
A mi modo de ver, sería «el hijo de la perdición» (2 Tes
2, 3), un espíritu infernal, ya condenado, que «va a subir del
abismo, pero irá a la perdición» (Ap 17, 8); ¿no va a encar-
narse, pues, con la tecnología actual, en un cuerpo humano
de manera clónica o similar? Permitido por Dios (cf. 2 Tes
2, 11), ¿no será preternatural su ascenso desde el abismo?
Así como leímos que «toda la tierra, admirada, siguió a la
bestia» (Ap 13, 3), resulta esta paráfrasis: «Los habitantes
de la tierra cuyos nombres no están escritos en el libro de la
vida desde la creación del mundo se sorprenderán al ver a
la bestia, porque existía, pero ya no existe, y, sin embargo,
reaparecerá» (Ap 17, 8). Dejo al lector meditar quién puede
ser (cf. Ap 13, 18).

6. Concedamos que no necesariamente el día de la transgre-


sión —aunque fuera en el mes de septiembre u octubre—

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coincide con el comienzo de la semana setenta, puesto que,
por otra parte, está escrito que el Anticristo pactará «una
alianza firme con muchos durante una semana» (Dn 9, 27).
¿Se dirá que el primer día de esta alianza, ya con el Anti-
cristo manifiesto, será público necesariamente, indicando así
el comienzo de la semana setenta? También se puede discutir.
Habitualmente, las conspiraciones anticristianas se traman
entre bastidores: es «el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53) y
«el misterio de la iniquidad» (2 Tes 2, 7). Lo demuestra la
historia de las Revoluciones, como la francesa, y el esote-
rismo de la masonería, que es el ariete de Lucifer contra el
orden cristiano. Recordemos cómo actuó Judas Iscariote
—siendo aún Pedro el verdadero papa— con aquellos inte-
grantes de la Sinagoga de Satanás para entregarles el Cuerpo
de Cristo: intrigando.
El pacto del Anticristo con muchos durante una semana
lo interpreto con relación al Apocalipsis: «Los diez cuernos
que has visto son diez reyes, que aún no han recibido el
reino, pero recibirán, junto con la bestia, el poder real du-
rante una hora. Éstos, de común acuerdo, entregan su fuer-
za y su poder a la bestia. Lucharán contra el Cordero; pero
el Cordero, junto con sus llamados, elegidos y fieles, los
vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes» (Ap
17, 12-14).
Esta profecía la acoge san Juan en su tiempo histórico:
entonces los diez reyes «aún no han recibido el reino».
¿Ahora, dentro del escenario del globalismo, no están rei-
nando? Se trata de los diez cuernos de la bestia del mar (cf.
Ap 13, 1-10): el Anticristo, que es el undécimo cuerno, aliado

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con ellos, les dará el poder real durante una hora, a fin de que
se encarnicen contra el Cordero, contra la Iglesia misma: la
guerra de la gran tribulación (cf. Ap 11, 7; 12, 17; 13, 7).
¿Cuándo es esta hora? Como expuse con detalle en mi
libro, está dentro de la segunda mitad de la semana setenta,
cuando haya sido desolada la gran ramera: «Los diez cuer-
nos que has visto y la bestia aborrecerán a la ramera, la
dejarán desolada y desnuda, se comerán sus carnes y la
quemarán en el fuego. Porque Dios ha movido sus corazones
para que ejecuten el designio divino y, de común acuerdo,
entreguen el reino a la bestia, hasta que se cumplan las
palabras de Dios» (Ap 17, 16-17).
El «designio divino» sería el castigo que Dios permite
mediante el Anticristo (cf. Ap 17, 1-2). La «bestia», un
político, un emperador (Nerón César), cuyo objetivo, forma-
lizado en el pacto con muchos, es erradicar de veras —de
una vez por todas— el auténtico cristianismo de la faz de
la tierra, recibirá de los diez reyes la fuerza y el poder, como
también el reino, durante una semana, hasta que el Cordero
la someta en el Harmagedón (cf. Ap 19, 11-21).
Básicamente, aparte de las guerras y de los rumores de
guerra (cf. Mt 24, 6-8), tan frecuentes en la historia desde el
discurso escatológico de Cristo, habría dos combates apoca-
lípticos al final del milenio sexto: el de la gran tribulación,
en la segunda mitad de la semana setenta, y el de Harma-
gedón, poco después de esta semana, donde la ofensiva de
Gog y de Magog (cf. Ap 20, 8), ya muertos el Anticristo y
el Falso Profeta, no sería más que una secuela.
En mi concepto, la primera mitad de la semana setenta
se puede corresponder al Jueves Santo de la Iglesia, tiempo
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de traición, y la segunda mitad, al Viernes Santo, tiempo
de tribulación. ¿No vemos hoy, en contra de Pedro, a un
Judas entregando el Cuerpo Místico de Cristo?

7. Para concluir, este texto de san Agustín, El fin del mundo,


catalogado como «Carta 199», dirigido al obispo Hesiquio
(cf. también La Ciudad de Dios, XX, cap. 5, § 4), donde se
compara el sentir de tres católicos acerca del día de la
Parusía, es pertinente:

Uno de ellos cree que el Señor vendrá más pronto, otro que
vendrá más tarde, y el tercero confiesa su ignorancia sobre
el asunto. Aunque los tres vayan de acuerdo con el Evan-
gelio, pues aman la manifestación del Señor, y la esperan
con ardor y vigilancia, veamos quién se adapta mejor al
Evangelio.
El primero dice: «Velemos y oremos, porque el Señor
vendrá más pronto». El segundo dice: «Velemos y oremos,
porque esta vida es breve e incierta, aunque el Señor
tardará en venir». El tercero dice: «Velemos y oremos
porque esta vida es breve e incierta y no sabemos cuándo
vendrá el Señor». El Evangelio dice: Prestad atención.
Velad y orad, porque no sabéis cuándo llegará el tiempo [Mc
13, 33]. Por favor, ¿no oímos que el tercero dice lo que
hemos oído decir al Evangelio? Por el deseo del Reino de
Dios, los tres quieren que sea verdad lo que dice el pri-
mero. Pero el segundo lo niega, mientras el tercero, sin
negar nada, confiesa que ignora quién de los otros dos dice
la verdad. Si se realiza como había predicho el primero, se
alegrarán con él el segundo y el tercero, pues los tres aman
la aparición del Señor [cf. 2 Tim 4, 8]. Se regocijarán que

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haya llegado más pronto lo que amaban. Si no aparece el
Señor y se ve que es verdad lo que decía el segundo, es de
temer que la tardanza perturbe a los que habían creído al
primero y empiecen a creer, no que el Señor tardará, sino
que no vendrá. Ya ves cuál sería la ruina de las almas. Si
tienen una fe tan firme que se pasen a la opinión del se-
gundo y esperan con fidelidad y paciencia al Señor, que
tarda, abundarán los oprobios, insultos y burlas de los
enemigos, que apartarán de la fe cristiana a muchos débi-
les, anunciando que es falso que se les haya prometido el
Reino, como era falso que iba a venir pronto el Señor. Los
que opinan lo mismo que el segundo, esto es, que el Señor
ha de tardar en venir, y se descubre que eso es falso, por
venir pronto el Señor, quienes le habían creído no se
turbarán en su fe, sino que gozarán de una alegría inespe-
rada.
Por lo tanto, el que dice que el Señor vendrá pronto,
responde mejor a los deseos, pero su error trae peores
consecuencias. ¡Ojalá sea verdad, pues causará molestias
si no es verdad! En cambio, el que dice que el Señor tar-
dará y, no obstante eso, cree, espera y ama su venida,
aunque yerre respecto a la tardanza, yerra felizmente,
porque tendrá mayor paciencia, si tarda, y mayor alegría,
si no tarda. Los que aman la aparición del Señor oyen al
primero con mayor gusto, pero creen al segundo con mayor
seguridad. El tercero, que confiesa su ignorancia, desea
que tenga razón el primero, tolera lo que dice el segundo,
y en nada yerra, pues ni afirma ni niega. Tal soy yo, y, por
favor, no me desdeñes. Yo te amo cuando afirmas lo que
yo deseo que sea la verdad. Y tanto más quiero que no te
engañes cuanto más amo lo que me prometes y cuanto
mejor veo los riesgos si te equivocas. Perdóname si soy

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cargante para tu santa sensibilidad. Tanto mayor placer
me ha producido el hablar largamente contigo, siquiera
por escrito, cuanto más rara vez tengo ocasión de hacerlo
(El fin del mundo, §§ 52-54).10

En pocas palabras: «Para amar la venida del Señor, no


es preciso ni afirmar que se acerca ni afirmar que no se
acerca» (El fin del mundo, § 15). De acuerdo, ¿pero ahora,
dieciséis siglos después, no sabemos más que entonces,
gracias a ti también, oh santo doctor?

Medellín, Colombia
16 de febrero de 2022
Fiesta de san Onésimo

10 Cf. https://www.augustinus.it/spagnolo/lettere/lettera_204_testo.htm

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