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Menores 2020 t4 08
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Esta lección está basada en 2 Reyes 2:1-15; “Profetas y Reyes”, cap. 17, p. 145-152.
Cuando Dios nos llama a hacer su obra, también nos concede el don de su Espíritu y el poder para hacer lo que nos pide.
A El padre espiritual.
v Elías fue un profeta que hizo volver al pueblo de Israel de la apostasía a la adoración a Dios.
v Restableció las escuelas de los profetas que había creado Samuel. Allí los jóvenes eran educados de forma que
pudiesen magnificar y honrar la Ley de Dios.
v Dios le indicó a Elías que escogiese a su sucesor y le envió a la hacienda de Eliseo. La familia de Eliseo honraba a
Dios y no había caído en la apostasía de Israel.
v Cuando llegó Elías, Eliseo estaba trabajando en el campo, según su costumbre. Estaba acostumbrado a la
disciplina del trabajo útil, a tener hábitos sencillos, a ser fiel en las cosas pequeñas y a obedecer a Dios y a sus
padres. Estas eran cualidades que lo hacían apto para el servicio de Dios.
v Elías se colocó al lado de Eliseo y le echó sobre los hombros su manto, consagrándolo así para ser su servidor y
su sucesor.
v Eliseo hizo una fiesta a la que invitó a todo el pueblo, se despidió de sus padres y siguió a su nuevo padre
espiritual.
o Sé fiel en las tareas pequeñas porque estas te prepararán para realizar las tareas mayores.
o Toma la decisión de que harás la obra para la cual Dios te llame.
B Padre e hijo trabajando juntos.
v Elías y Eliseo trabajaban muy bien juntos, pues Elías era muy impulsivo mientras que Eliseo era calmado.
v Eliseo comenzó ayudando a Elías en tareas sencillas, como, por ejemplo, lavarle las manos. Atendía a Elías como
un hijo atiende a su padre anciano. Así fue adquiriendo la preparación necesaria para ser profeta.
v Juntos siguieron educando a los jóvenes en las escuelas de los profetas, de las que se mencionan tres en la
Biblia: Gilgal, Betel y Jericó.
o Agradece a Dios porque Él une a las personas que trabajan bien juntas y se ayudan mutuamente.
C El hijo inseparable.
v Llegó el momento en el que Eliseo ya estaba preparado para ocupar el puesto de Elías. Dios le comunicó a Elías
que se lo iba a llevar al Cielo. Sin que él lo supiera, también se lo comunicó a Eliseo y a los profetas.
v Elías hizo un último recorrido por las escuelas. Al llegar a cada una de ellas, invitaba a Eliseo a quedarse allí. Elías
estaba probándole para saber si quería continuar su obra.
v Eliseo se negó a separarse de su maestro. Había tomado desde el principio la decisión de dedicarse a la obra de
Dios y no estaba dispuesto a renunciar a ella.
o Pide a Dios que te haga servicial y te de oportunidades de servir a otros.
D Recibiendo la herencia.
v Al llegar el Jordán, Elías golpeó las aguas con su manto y cruzaron los dos. Cuando llegaron al otro lado, Elías le
dijo a Eliseo: “Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea quitado de ti”.
v En el pueblo de Israel, el hijo mayor recibía una doble porción de la herencia. Por eso, Eliseo le pidió a Elías
recibir una doble porción de su espíritu.
v Eliseo quería que el Espíritu Santo que había estado con Elías estuviese ahora con él para poder realizar
eficazmente su labor de profeta.
v Elías, que no podía garantizarle su pedido, le dijo que lo recibiría si lo veía irse. En ese momento, un carro de
fuego vino a buscar a Elías y lo subió al cielo en un torbellino.
v Eliseo lo vio y Dios le otorgó su Espíritu Santo. Aunque no lo había pedido, también recibió como herencia el
manto de pieles de camello de Elías (símbolo de su autoridad profética).
v Al volver, golpeó con el manto las aguas del Jordán como lo había hecho Elías, y pasó en seco.
v Los jóvenes profetas que estaban esperando vieron el milagro y se dieron cuenta de que Eliseo había sido
nombrado por Dios el heredero y sucesor de Elías.
o Pide a Dios que te llene de su Espíritu Santo para hacer la obra que Él tiene preparada para ti.
Resumen: El Espíritu de Dios nos da fuerzas para vivir y trabajar para Él.
DIOS ESCOGIÓ A ZEQUE
Por Josefina Cunnington Edwards
Zeque Morton restregó sus pies descalzos contra el suelo polvoriento. Estaba sentado a la alfombra de la casa que
alquilaban, sobre la gran piedra plana que formaba el escalón de entrada. En ella vivían, además de él, su hermana
Rosalía, su hermano menor, Heriberto, y sus padres.
Allá arriba, en la colina, estaba la casa grande de los patrones, que Zeque veía a través de los campos de tabaco y de
algodón, rodeada por frondosos árboles que la protegían del sol abrasador del verano. En cambio, ni un árbol protegía
su frágil vivienda, que el sol recalentaba, secaba y descascaraba.
Acaban de almorzar. El pan de maíz que sobrara del desayuno, juntamente con un guisado de arvejas con carne de
cerdo, no supieron mal después de la larga mañana de trabajo que había comenzado a las cinco.
Ahora disponía de unos minutos para descansar; después, todos, inclusive la mamá, tenía que volver a trabajar al campo
de tabaco. Pensó que no le vendría mal ganar un poco de dinero extra. Había oído hablar tanto de la radio… que le
hubiera gustado comprar una. O quizás se pudiera comprar algunos metros de tela o un par de zapatos… si es que
lograba ir a la escuela cuando empezaran las clases. Y al pensar en eso, una expresión de tristeza empañó sus ojos, pues
recordó aquella oportunidad cuando manifestó su deseo de concurrir a la escuela secundaria y el padre, rendido de
cansancio, protestó:
—Ahora los chicos nunca están satisfechos. Yo me conformé con aprender a escribir mi nombre. Nosotros somos
pobres. No podemos darnos los lujos que se dan otros.
Pero entonces intervino su madre y en su rostro gastado se dibujó un gesto de ternura al mirar a su primogénito, que
parecía tan diferente de todos los demás de su familia.
—Papá –dijo afectuosamente ella–, Zeque es joven y él quiere vivir mejor de lo que hemos vivido nosotros. Debemos
ayudarlo en lo que podamos. No hay ninguna ley que prohíba soñar, ¿no es cierto?
Con esto Zeque se había sentido más animado. Estaban entonces a mediados del verano y se preguntaba si le sería
posible ir al pueblo para asistir a la escuela secundaria cuando comenzaran las clases. Pero ¿cómo podría hacerlo? No
tenía ropa. Más de una sola vez en la escuela primaria había soportado en silencio las burlas de sus compañeros,
aunque por dentro hirviera su indignación. En tales momentos se consolaba diciendo: “Algún día tendré cosas mejores.
Sí que las tendré. Y también las tendrán mamá y mi hermana. Trabajaré sin descanso hasta que dejemos de ser pobres.
No estamos obligados a seguir viviendo en esta miseria”.
A diferencia de sus hermanos, Zeque siempre estaba dispuesto a ayudar a su madre en todos los trabajos de la casa, y
se daba trazas para aliviarla de muchas tareas. Era él quien llenaba la paila grande que tenían en el patio para calentar
agua, y también quien le ayudaba a su madre a lavar la ropa. Con la ayuda del jabón casero y de un palo especial que
tenía, quitaba la suciedad de las ropas más pesadas. Rosalía protestaba si tenía que hacer ese trabajo, y Heriberto
prefería irse a pescar. Así que Rosalía tenía que limpiar la casa y a veces hacer la comida, pero aun en esas tareas Zeque
la aventajaba. Era un muchachito limpio.
“Te vas a debilitar con tantos baños” le dijo su padre en cierta oportunidad, pero para Zeque no había sensación más
espléndida que la de sentir su cuerpo limpio.
Llegó el día de la fiesta nacional que ese año fue un día muy caluroso. De vez en cuando los dueños de la hacienda
tenían gestos bondadosos para con sus obreros, y en esa oportunidad le dijeron al padre de Zeque que podía ir al huerto
de la casa grande y recoger para sí un gran cesto de duraznos (melocotones), si así lo deseaba. También le dieron un
gallo para festejar el día patrio.
Ese día resultaba difícil esperar la hora del almuerzo. Sobre el fuego estaba la olla donde se cocinaba el gallo. Un poco
más allá, otra olla hirviendo tenía sabrosas batatas (boniatos o camotes). En un rincón de la cocina, un porrón negro,
tapado con una tusa (coronta o marlo) estaba lleno de sorgo que sabría muy bien con el pan de maíz que se estaba
horneando. Pero Zeque tenía otro motivo por el cual estaba contento, además del rico almuerzo que le guardaba.
En una taza quebrada, escondido de los voraces dedos de Heriberto y Rosalía, y aun del papá, había un buen
montoncito de monedas que él había ganado trabajando en la casa grande después de las tareas regulares del día,
haciendo cualquier cosa que le pedían: encerar pisos, cortar el césped, traer leña, lavar pisos. Los “patrones” sabían que
podían depender de él. Cada vez que ponía una moneda en la taza, pensaba: “Esto me ayudará a estudiar álgebra, o
para aprender a hablar como se debe. Yo no sé hablar, ni sé expresar lo que siento en mi interior”.
Y era verdad. Zeque tenía pensamientos hermosos, deseos de ver y de hacer cosas maravillosas. Deseaba ver montañas
cubiertas de nueve, escarpadas y bellas, esponjosas como las papas majadas que hacía su mamá. Añoraba ver pinos que
se recortaran sobre el horizonte, y mares que bañaran la playa arenosa. Su imaginación ardía por hacer reales las cosas
de las cuales había leído u oído, pero no podía expresar lo que pensaba. Y eso lo torturaba. Soñaba con un mundo
desconocido al cual deseaba llegar, y tenía la impresión de que, si no hacía algo pronto, nunca lo lograría.
Su madre se movía de un lado a otro en la cocina, ocupada con sus tareas. Zeque amaba a su madre y sentía pena de
que fueran tan pobres, y de que ella tuviera que trabajar tanto. Entró pues para ayudarla. Allí estaba ella, inclinada,
mirando dentro del horno, su cuerpo ataviado con un burdo vestido que nunca había sido hermoso. Y Zeque reflexionó:
“Y pensar que a ella le gustan tanto las cosas hermosas! –Y de nuevo sintió el aguijón de sus pensamientos de tantas
veces, y se dijo: —Le conseguiré un hermoso vestido, todo lleno de ramilletes de flores. Y también zapatos, brillantes y
nuevos, y peinetas bonitas”.
En ese instante los dos oyeron el crujir de unas pisadas en la grava del sendero de entrada a la casa y, cuando
levantaron la vista, vieron que sobre el escalón formado por la piedra grande se había detenido un joven vestido con
una camisa blanca de mangas cortas, bien limpia y planchada, y unos pantalones azules con raya bien marcada, detalle
que no le pasó inadvertido a Zeque, quien de repente se sintió avergonzado al verse con sus pantalones anchos,
desplanchados y sus pies descalzos.
La madre lo invitó a pasar y le ofreció una silla que antes limpió cuidosamente. Luego le alcanzó un jarro de lata lleno de
agua fresca y pura, del balde que Zeque acababa de traer del manantial.
Los biscochos de crema y leche de mantequilla estaban listos, dorados y humeantes, enfriándose sobre la tapa del
horno. El gallo se seguía cocinando en la salsa, con sus papas que la mamá acababa de poner en la olla. Al lado se estaba
terminando de cocinar las judías o habichuelas verdes, el maíz y las batatas. ¡Qué aromas provenían de ese rincón! ¡Ese
día sí que tendrían un verdadero almuerzo! Mientras esperaban que llegaran los demás para comer, el joven les hizo la
presentación de un libro que vendía.
En una de las páginas del libro que les estaba mostrando, había una figura de colores vivos donde se veía el cielo
cubierto de nubes y sepulcros que se abrían, de los cuales salían personas sonrientes con los brazos extendidos en alto.
Zeque vio que la mamá se quitaba una lágrima con el dorso de la mano, porque allí, bajo un montículo de tierra, cerca
de la iglesia, yacía Paulina, la hermanita tan dulce y graciosa, de voz cristalina y alegre, que sucumbió ante la
enfermedad.
—¿A qué colegio asiste Ud.? –le preguntó Zeque de pronto al joven. Este se sonrió como evocando imágenes, y le habló
de su colegio, con sus hermosos parques, sus grandes edificios de piedra, por cuyos muros se trepaba la hiedra, sus
corpulentos árboles, sus campos, su ganado de raza, sus aves. De repente se detuvo, y volviéndose a Zeque le preguntó
a su vez:
El muchacho se retorció en un gesto que infundía compasión. Era consciente de su incapacidad de expresarse, de sus
remiendos, de sus pies descalzos. Su torturante deseo pareció flotar en el mismo aire que lo rodeaba. La madre colocó
una de sus huesudas manos sobre el hombro de su hijo y, cuando éste levantó la vista, vio que ella tenía los ojos llenos
de lágrimas, y ambos se comprendieron. Ella también hubiera querido estudiar en su juventud, pero no tuvo la
oportunidad de hacerlo.
—¿Yo? –tartamudeó por fin Zeque–; yo… no puedo… es decir, ni siquiera he podido asistir a la escuela secundaria. No
puedo ir a un colegio superior. Pero eso es lo que más deseo en esta tierra.
—¿Y por qué no? –prosiguió el joven–. Ud. puede trabajar para pagarse los gastos. Por cierto, que no podrá seguir un
programa de estudios completo, pero podrá ir avanzando. Allí tienen también escuela secundaria. Voy a escribirles que
le manden un prospecto. Conviene que Ud., por su parte, también pida información.
La madre le compró un libro al joven y se lo pagó con dinero que tenía ahorrado. Luego le sirvieron alimento. En eso
llegaron los demás, y todos se sentaron a la mesa. Zeque notó que el joven comió de todo pero rehusó servirse esas
ricas arvejas preparadas con carne de cerdo. ¡Qué extraño –pensó Zeque–, se priva de los mejores bocados!
Desde ese día Zeque vivió pendiente del buzón de las cartas. Seguía aprovechando cada minuto que tenía para ganar
algún dinero extra. Cuando la taza rajada se llenó, la mamá le dio una lata de conserva, y ésta también se llenó.
“Pero cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, recibiréis poder y saldréis a dar testimonio de mí en Jerusalén, en
toda la región de Judea, en Samaria y hasta en las partes más lejanas de la tierra”. (Hechos 1:8 DHHe)
David— llamó la mamá —. Papa, ¿dónde está David? Pensé que estaba en el automóvil, pero ahora no lo veo ahí. ¡Qué
temprano salió esta mañana!
David escuchó el llamado de su madre, pero, como sucede a veces con los niños, no quería apurarse.
— Revistas que saqué del auto, y estuve en la casa de la Sra. Mella dándole un estudio bíblico—respondió el niño, con
tono de importancia, —Pero, todavía no son las siete y media de la mañana. ¿Estaba en pie la Sra. Mella?
—No, tuve que esperar que se vistiera. Luego me invitó a entrar; le entregué las revistas y le pedí que me leyera algo.
También le dije que el séptimo día es el sábado.
—Me contestó que su pastor asegura que se debe ir a la iglesia los domingos.
—Menos mal que no. En realidad, sería más prudente no salir tan temprano a dar estudios bíblicos, porque la gente
todavía está acostada; pero sé que Jesús está contento porque fuiste a la casa de la Sra. Mella con tus revistas. Veo que
los folletos que tienes no hablan del sábado, pero hiciste bien en decirle que el sábado es el día de Dios.
—Papá, nosotros los mayores necesitamos la lección que nuestro hijo nos ha dado hoy. Deberíamos tener más celo
misionero. No es la primera vez que David le lleva publicaciones a la Sra. Mella. Hace algunas semanas me pidió varios
ejemplares de la lección de escuela sabática para regalarle a la sobrinita de cuatro años de nuestra vecina. También le di
algunos ejemplares de Juventud para los muchachos mayores.
Después de una pausa, la mamá continuó: —Tres o cuatro días atrás, el sobrino de la Sra. Mella me mostró dos tarjetas
de solicitud del Curso Bíblico por correspondencia. Una era para él y la otra para su hermana. Quizá el amor de David
por Jesús y su espíritu misionero producen mejores resultados de lo que nos imaginamos.
—David sabe que yo pertenezco a la sociedad misionera de la iglesia— replicó el papá—. Quería ir con nosotros los
sábados de tarde cuando hacíamos nuestras visitas misioneras, pero pensamos que no convenía. Ahora ha salido por su
propia cuenta.
Hasta los niños como David, cuando aman a Jesús, pueden ser una bendición para sus vecinos. Aunque no tengas edad
suficiente para leer nada fuera de tus lecturas, puedes regalar revistas y folletos a personas que tal vez no las aceptarían
de los mayores, puedes mandar mensajes que hablen de Dios, etc.
¿No querrás también hacer tu parte para que otros aprendan más de Jesús?