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Gargarella Roberto y Maurino Gustavo Vivir en La Calle El Derecho A La Vivienda en La Jurisprudencia Del TSJ

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Lecciones y Ensayos, nro.

89, 20112 329


Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps.
329-350

VIVIR EN LA CALLE. EL DERECHO A LA VIVIENDA


EN LA JuRISpRuDENCIA DEL TSJC
roberto gargareLLa* y gustavo maurino**

Resumen: En el artículo se analizan críticamente dos recientes decisiones del


Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires referidos a la política
pública seguida por el Poder Ejecutivo local, en relación con el marco habitacional de
las personas que viven en “situación de calle”. A través del examen de estas
decisiones particulares,
los autores reflexionan sobre algunas cuestiones más generales de teoría
constitucional, relacionadas con el control judicial en el área de los derechos sociales;
el lugar normativo de los pactos internacionales de derechos humanos; y las tensiones
entre activismo judicial y democracia.

palabras clave: Derecho a la vivienda – Justiciabilidad de los derechos económicos,


sociales y culturales – Constitución- Derechos Humanos – Tribunal Superior de
Justicia de la Ciudad de Buenos Aires – División de poderes – Control de
constitucionalidad – Democracia

Abstract: In this essay, two recent decisions of the Buenos Aires City Superior Court
concerning the local executive public policies as to ‘the homeless’ access to housing
will be critically examined. By discussing the government measures described in
these cases, broader questions on constitutional theory will arise, such as court
control in the social rights’ field, the legal nature of international conventions on
human rights and the contradictions between judicial activism and democracy.

Keywords: Housing Rights – Judiciability of Economic, Social and Cultural Rights –


Constitution – Human Rights – Buenos Aires City Superior Court – Division of
powers – Constitutionality control – Democracy

*
Abogado (ubA), Lic. En Sociología (ubA), Doctor en Derecho (ubA y university of
Chicago), Estudios postdoctorales (Oxford university), profesor Titular regular de Derecho
Constitucional (ubA). Investigador del Christian michelsen Institute (CmI) y del
CONICET.
Abogado (universidad Nacional de Córdoba), director ACIJ, docente y coordinador de la
**

Clínica Jurídica de Interés público de la Facultad de Derecho de la universidad de palermo.


profesor Adjunto de “Teoría de la Decisión y Organizaciones” en la universidad Nacional
de Tucumán.
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Recientemente, el Tribunal Superior de Justicia de la ciudad de Buenos Aires


–en adelante, TSJ– dictó dos fallos trascendentes, en los cuales debió evaluar si la
política pública establecida por el Poder Ejecutivo local para brindar asistencia
habitacional a personas que se encuentran en “situación de calle” era consistente
con el derecho a la vivienda, consagrado en el Art. 31 de la Constitución de la
Ciudad, y que cuenta con jerarquía constitucional en virtud de su reconocimiento
en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en
adelante, “PIDESC”).1
En dichos precedentes se ha conformado una mayoría provisional integrada
por los votos y remisiones cruzadas realizada por los jueces Lozano, Casás y
Conde, alrededor de ciertas doctrinas interpretativas que merece la pena discutir
con profundidad, pues apuntan a cuestiones fundamentales de teoría constitucional
que, a nuestro modo de ver, arrojan respuestas inadecuadas para la construcción de
una práctica constitucional comprometida con la efectividad de los derechos
fundamentales.

i. sobre Los derechos, Las poLíticas púbLicas, eL gobierno y eL poder JudiciaL. cómo (no) entender
La separación de poderes y La democracia.

En los fallos analizados, los jueces de la mayoría han realizado una serie de
reflexiones sobre la relación entre el Poder Judicial y el gobierno en una
democracia constitucional. La formulación más básica de esa visión puede
encontrarse acaso en el siguiente pasaje del voto de los jueces Ana María Conde y
Luis Francisco Lozano, en “Alba Quintana”:

“…en ejercicio de sus propias competencias ni el Poder Ejecutivo (vgr. art. 104, inc.
17, de la CCBA) ni el Poder Judicial (art. 106 CCBA) pueden asumir las elecciones
privativas del Legislador. Solamente en el ámbito legislativo puede establecerse el
modo de afectar y distribuir recursos. Esa elección, en materia de vivienda debe
observar las prioridades contempladas en el art. 31 de la CCBA así como aquellas
otras que determine el legislador y resulten compatibles.

1. El programa en cuestión estaba regulado por el Decreto Nº 690/06. Uno de los fallos
–“Ministerio
Público - Asesoría General Tutelar de la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires c/ GCBA s/ acción declarativa de
inconstitucionalidad” (en adelante, “AGT”)– resolvió una acción declarativa abstracta de
inconstitucionalidad, interpuesta de conformidad con lo dispuesto por el Art. 113 de la
Constitución local, en la que se cuestionaban las reformas implementadas al programa en
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cuestión en 2008, por resultar regresivas para el derecho a la vivienda. En el otro caso –“Alba
Quintana, Pablo c/ GCBA y otros s/ amparo” (en adelante,
“Alba Quintana”)– se resolvió una acción individual en la que una persona beneficiaria del
programa reclamaba la extensión de la cobertura económica originalmente prevista, luego de su
vencimiento, en virtud de que su situación de emergencia habitacional continuaba.
A su turno, es evidente que no corresponde al Poder Judicial seleccionar
políticas públicas ni expedirse en torno a su idoneidad o conveniencia. Mucho más
evidente surge la falta de medios para asumir tal tarea. Esos medios faltan
precisamente porque no atañe al Poder Judicial asumir la misión de elaborar un
plan de gobierno. La ausencia de representatividad de los órganos permanentes del
Poder Judicial no es el único ni el principal motivo por el cual los jueces no están
llamados a cumplir la misión enunciada. En realidad, si los temas propuestos
pudieran ser resueltos por los jueces, los efectos de la cosa juzgada implicarían que
las políticas de estado dispuestas, en esta hipótesis por los jueces, adquirirían la
estabilidad propia de ese instituto. Ello, claro, resulta incompatible con la
mutabilidad que debe tener en nuestro sistema la selección de las políticas
públicas, por ello depositada en el legislador. Dispuesta la afectación de recursos
por los jueces, el compromiso quedaría petrificado en el tiempo, al margen de la
realidad presupuestaria y de la elección que en ese terreno el sistema democrático
atribuye al órgano representativo.
Sin embargo, lo dicho no importa negar al Poder Judicial toda intervención
posible en la materia que nos ocupa. Para evitar que las decisiones de los jueces
alteren el principio de división de poderes, sus sentencias deben aplicar en el caso
concreto los estándares susceptibles de ser descubiertos en las normas. En ese
orden de ideas remitimos a Baker v. Carr (369 U.S. 186, 217), cuya doctrina fue
recogida por la CSJN en autos “Zaratiegui Horacio” registrados en Fallos
311:2580. Si en lugar de descubiertos y aplicados, esos estándares fueran fijados
por los jueces, éstos magistrados vendrían a violar la división de poderes y, en
última instancia, el principio de la soberanía del pueblo del art. 33 de la CN, al que
remite el art. 10 de la CCBA. Ello así, porque en el marco de dicho principio
compete al pueblo –sujeto portador de la voluntad general roussoniana– adoptar
las reglas generales que ciñen las soluciones particulares. En nuestro sistema, el
juez, tiene el deber de ser fiel al programa legislativo y el orden jurídico presente
no tolera, por razones de política muy claras, que el juez se emancipe de las
soluciones de la ley y se lance con su programa legislativo propio [cf. TSJ in re
“Barila Santiago c/ GCBA s/ amparo (art. 14 CCABA) s/ recurso de
inconstitucionalidad concedido” y su acumulado Expte. nº 6542/09 “GCBA s/
queja por recurso de inconstitucionalidad denegado en: ‘Barila Santiago c/ GCBA
s/ amparo (art. 14 CCABA), Expte. nº 6603/09’, sentencia de este Tribunal del 4
de noviembre de 2009]”.2
Los párrafos citados dejan entrever, con claridad, los presupuestos teóricos
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principales que distinguen a esta mayoría, que nos refieren a una cierta lectura
sobre la idea de la división de poderes y a un cierto modo de pensar la democracia.
A continuación, quisiéramos examinar con algún detalle los fundamentos de lo allí

2. La sustancia de este pasaje es repetida por el Juez Casás en “Alba Quintana” (Cons. 5 y 6 de su
voto) y en “AGT” (Cons. 2.14). A su vez, en “AGT”, el juez Lozano adhirió al voto del Juez
Casás.
sostenido, dada su importancia. Vayamos entonces, por partes, sobre estos dos
argumentos que, por lo demás, resultan habitualmente citados por aquellos jueces
que resisten la asunción de un papel más comprometido en el área de los derechos
sociales.

i) El argumento de la separación de
poderes. Conforme a este argumento, el Poder Judicial no debe
involucrarse en cuestiones relacionadas con la aplicación de los derechos
sociales, porque ello implicaría dejar que la justicia tomase el lugar de los
legisladores, que son los constitucionalmente encargados de resolver
cuestiones que tienen que ver el presupuesto. 3 Si el poder judicial
comenzara a ocuparse de este tipo de cuestiones –continúa la objeción–
sus integrantes pasarían a legislar en el área más crucial de las que se
encargan al Congreso, y la justicia se distraería así de la realización de
tareas que sí le competen. Lo que es más importante, de este modo se
quebraría el principio de división de poderes, con lo cual los riesgos de
abusos de poder –que el sistema de separación quería evitar– se
incrementarían.

ii) El argumento democrático. El argumento democrático


que vamos a exa-
minar se encuentra directamente vinculado con la anterior, y nos refiere
a la falta de legitimidad de la justicia para resolver cuestiones
relacionadas con el presupuesto o, en particular, con el diseño de
políticas públi-
cas específicas. La idea de falta de legitimidad se refiere al hecho
según el cual cuestiones como las referidas deben ser organizadas y
definidas por la ciudadanía, directamente o a través de sus
representantes, y no por personas que carecen de esas credenciales
democráticas. Es verdad que el Poder Judicial deriva su autoridad del
poder democrático, pero también lo es que su legitimidad, en dicho
terreno, resulta débil en relación con las alternativas políticas
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disponibles, ya que sus miembros no son directamente elegidos, ni


pueden ser removidos, a partir de una votación popular. Este rasgo,
relacionado con la separación existente entre jueces y ciudadanos,
puede ser valioso por una diversidad de razones pero, al mismo tiempo,
justifica que ciertas tareas sean asignadas prioritariamente al legislador
y no al juez, y viceversa.

3. Esta crítica descansa sobre premisas polémicas, como la que señala que los derechos sociales –
y sólo los derechos sociales– involucran gastos cuantiosos que los tornan diferentes de los
demás derechos. Por ahora, concederemos este presupuesto, el que, en verdad, consideramos
difícil de sostener.
Aunque muy habituales, ambas argumentaciones resultan frágiles y
vulnerables, por lo cual no llegan a afectar verdaderamente la idea de que los
jueces tienen mucho por hacer en torno a la efectivización de los derechos
sociales. Fundamentalmente, ambas objeciones son susceptibles de una misma y
sencilla réplica, que prueba ser letal frente a ellas. Si la réplica que planteamos
tuviera éxito, por lo demás, quedaríamos enfrentados a una situación curiosa, dada
la constante insistencia con que se presentan dichas objeciones, que ya llevan
décadas de vida. La réplica en cuestión parte, muy simplemente, de una pregunta
como la siguiente: ¿Cuál es la concepción que Ud. –crítico de la judiciabilidad de
los derechos sociales– tiene en mente, cuando se refiere a las ideas de “separación
de los poderes” o de “democracia”?
Según entendemos, apenas nos adentramos en alguna respuesta frente a este
tipo de interrogantes, advertimos que las objeciones del caso resultan menos
atractivas de lo que en un primer momento podrían parecer. Vayamos entonces por
partes.

I.a. Sobre la separación de poderes

En primer lugar, y de modo muy notable, nos encontramos con que la noción
de separación de poderes que predomina en la literatura sobre los derechos
sociales, resulta habitual e indisolublemente atada a una idea que es simplemente
contradictoria con la que se emplea permanentemente dentro del derecho
constitucional (muy en especial –aunque no exclusivamente– en el derecho
constitucional construido por la tradición norteamericana), y desde hace más de
doscientos años. El punto, en todo caso, no es meramente “histórico”, ya que hay
buenas razones para favorecer una aproximación como la que hoy predomina, en
la medida en que se enfaticen –como puede bien hacerse– sus aspectos dialógicos.
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Para comenzar, la idea de separación de poderes que aparece como


presupuesta en la objeción señalada, es aquella según la cual cada poder tiene
funciones
específicas, y ninguno de ellos debe entrometerse en las tareas de los demás
poderes, bajo el riesgo de romper el equilibrio buscado, y disparar un grave riesgo
de opresión y abuso de poder. Los jueces que conformaron la mayoría en los fallos
analizados, por caso, postulan esta idea, cuando advierten contra la posibilidad de
que, con sus decisiones en la materia, los “magistrados” puedan “violar la
división de poderes y, en última instancia, el principio de la soberanía del
pueblo”.
Esta visión de la división de poderes es la que en su momento se denominó
“separación estricta”, y que fue presentada y defendida, de modo habitual, por el
pensamiento “antifederalista” estadounidense, a su vez inspirado por el
pensamiento revolucionario francés, y parte del radicalismo inglés (como en el
caso de Thomas Paine).4

4. Ver, por ejemplo, GARGARELLA, Roberto: Los fundamentos legales de la desigualdad, Siglo
Para bien o para mal, dicha idea de la “separación”, sin embargo, resultó
duramente derrotada en los tiempos de la Convención Federal estadounidense y,
desde entonces, es difícil que se piense en ella, tanto cuando se pretende describir
los sistemas constitucionales vigentes en América, como cuando se teoriza sobre
ellos. De allí que resulte llamativo que sea ésta la noción de “separación” que
reaparece cuando se trata de la cuestión de los derechos sociales. Sin embargo, el
hecho es que es ésta –la postura derrotada– la visión que se utiliza en la objeción
bajo estudio, que sostiene que los jueces no deben “interferir” con la actuación de
los legisladores, ni “invadir” al Congreso, ni ocuparse de tareas que están
centralmente a cargo de las ramas políticas.
Como resulta obvio, la concepción “dominante” sobre la separación de
poderes no es otra que la que popularizó James Madison, en su propuesta de un
sistema de “frenos y contrapesos”. Así, en los papeles de El Federalista, Madison
comenzó su encendida defensa del sistema que había contribuido a crear, acusado
por entonces de “mezclar (los poderes de las distintas ramas) de modo tal de, al
mismo tiempo, destruir toda la simetría y belleza de formas (del sistema
institucional), y exponer a algunas de las principales partes del edificio
institucional al peligro de ser destruidas por el peso desproporcionado que se le
otorga a las otras partes”. La respuesta de Madison ante las críticas recibidas fue
que “a menos que los diversos departamentos se encuentren conectados y
parcialmente mezclados como para darle a cada uno un control constitucional
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frente a los demás, el grado de separación exigido…, necesario para un gobierno


libre, no puede ser mantenido”.5
Es decir, en el núcleo de la idea de los “frenos y contrapesos” –en su misma
esencia, expuesta por su principal defensor– se encontraba instalada la idea según
la cual cada una de las ramas de gobierno debía tener el poder suficiente para
interactuar con las posibles intromisiones de las demás,-y ser capaz de
contrarrestarlas.
La idea de “frenos y contrapesos” significa, desde un principio, fundamentalmente
eso: la capacidad de mutua interferencia de un poder sobre otro, la idea de que
cada poder cuenta con las armas suficientes y necesarias para resistir los seguros
embates de los demás.6

XXI, Buenos Aires, 2008.


5. HAMILTON, Alexander y otros: El Federalista, Nº 47, Fondo de Cultura Económica,
México, 2001.
6. Cabe notar, por lo demás, que Madison construyó esta noción de los “frenos y
contrapesos” en diálogo con la noción “antifederalista” de la “separación estricta”, y en crítica
directa contra ésta. Para él, defender el modelo de los “frenos y contrapesos” era una manera de
dejar en claro que estaba en contra de la alternativa de la “separación estricta”. De allí que resulte
tan llamativo que una mayoría de los defensores del esquema madisoniano aparezcan luego
críticos del papel de los jueces en materia de derechos sociales, invocando exactamente la noción
de “separación estricta” que Madison –y ellos mismos– tienden a sostener en abstracto.
En conclusión, y para lo que nos interesa, resulta sorpresivo que se objete a
la judicialización de los derechos sociales diciendo que, de ese modo, los jueces
“invaden” el lugar de los legisladores, se inmiscuyen en tareas para las que no
están preparados, y amenazan con tomar el lugar de los políticos. Esta objeción, en
principio, resulta inconcebible desde la idea de “frenos” que convive,
esencialmente, con la “mutua interferencia” entre los poderes. El problema, en
todo caso, puede surgir si no tomamos cuidado en las formas y casos de esa
intervención judicial en un área que corresponde, en principio, y
fundamentalmente, al legislador pero nunca simplemente a partir del hecho de que
estemos frente a dicha intervención. Este punto resulta iluminado, de modo
especial, cuando se examina de cerca la llamada “objeción democrática”, sobre la
que ahora concentraremos nuestra atención. Las reflexiones sobre la democracia,
que comenzaremos a repasar ahora, nos ayudarán a ver mejor los aspectos
normativos implícitos en este primer punto.

I.b. Sobre la idea de democracia

En su formulación habitual, el argumento de la “separación de poderes” va de


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la mano de la crítica democrática, que califica y agrava la anterior: lo que está en


juego, según parece, no es sólo una actitud “invasiva” del poder judicial, que
genera el riesgo del abuso de poder, sino una directa afrenta a nuestros
compromisos democráticos. Finalmente, si asignamos ciertas funciones al
Congreso, antes que a los jueces, no es por el mero deseo de distribuir funciones
de algún modo, sino por razones que tienen que ver con una “legitimidad
diferencial” entre ambos poderes. Pensamos, por caso, que es apropiado que los
legisladores se ocupen del presupuesto, porque creemos que las cuestiones
distributivas merecen discutirse colectivamente, con representantes de todas las
ideologías, y de todas las secciones del país. Una interferencia judicial en ese
terreno resulta entonces, en principio y por tales razones, inaceptable: los jueces
carecen de la representatividad que consideramos crucial para que puedan llevarse
a cabo tales discusiones de modo tal de conseguir decisiones más imparciales.
Dicho lo anterior, necesitamos dar algunas precisiones antes de darle la
victoria a esta objeción. Nuevamente, y frente a ella, cabe preguntarse desde qué
concepción de la democracia podemos decir que un escenario como el descripto
ofende a sus principios. Más precisamente, por qué una intervención judicial,
sobre cuestiones que tienen que ver, por caso, con el presupuesto, resultaría
insultante para el modo en que entendemos la democracia. Por ejemplo, en el
diseño de cualquier presupuesto intervienen –en forma de equipos técnicos–
abogados, economistas y contadores que no tienen ninguna legitimación
democrática, pero nadie advierte el mínimo problema en dicha intervención. Ello
así, porque la autoridad final de los legisladores es la que prima, frente a la de tales
asesores. El punto es simple, pero sugiere algo importante, y es que, en principio,
no hay ningún problema con la “interferencia” de otras personas (sin credenciales
democráticas, o con credenciales muy débiles) en el proceso de creación
legislativa, y dependiendo de los modos o el lugar que ocupe esa intervención (i.e.,
sería un problema si ella no estuviera adecuadamente subordinada a la autoridad
superior de los legisladores).
La resistencia a la actividad judicial en cuestiones que atañen centralmente
al presupuesto surge entonces, y finalmente, de visiones sobre la democracia que
podríamos describir como implausibles. Se podría pensar la democracia, por caso,
de acuerdo con una visión roussoniana más radical y extrema, según la cual la
voluntad soberana y mayoritaria del pueblo se expresa únicamente a través del
Legislativo, que debe ser, por tanto, obedecido por los demás poderes.
No es común defender esta visión de la democracia, en la teoría, y mucho
menos en la esfera judicial. Sin embargo, esta es la visión que parecen defender
tanto los Jueces Lozano y Conde, como el Juez Casás, en sus respectivos votos, al
hablar, reiteradamente, de la voluntad soberana del pueblo o, de modo más
explícito en el caso de los primeros, del pueblo como “sujeto portadorde
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la voluntad general roussoniana”, y representado en esa voluntad por el


Parlamento.
Ahora bien, concediendo por el momento que éste fuera el mejor modo de
entender la democracia, cabría reconocer, a continuación, que dicha visión no
requiere la abstinencia del Poder Judicial frente al Legislativo, ni mucho menos la
abstinencia del Poder Judicial a la hora de pensar en medidas relacionadas con la
satisfacción de derechos sociales básicos.
En primer lugar, entonces, no resulta obvio que esta fuerte preferencia por la
regla mayoritaria no sea capaz de abrir lugar alguno a la intervención judicial. Por
el contrario, aún en el momento más extremo y “mayoritario” de la Revolución
Francesa, se pensó en el diseño de mecanismos de comunicación entre ambos
poderes, en donde –en los hechos– el poder judicial intervenía para “activar” la
intervención legislativa. Así, luego de que el Diputado Bergasse presentara su
reporte sobre el poder judicial, ante la Asamblea Nacional, se decidió la creación
de la institución del referee legislatif (que luego sería incorporada al texto cons-
titución de 1791, y que subsistiría, con modificaciones, hasta 1837). El poder
judicial fue obligado, entonces, a reenviar la ley cuestionada al Congreso, a fin de
que éste zanjara, con autoridad final, el asunto en cuestión. Ello ocurría, por lo
demás, luego de la intervención previa de tres tribunales. 7 El ejemplo simplemente
respalda la intuición conforme a la cual, salvo que adoptemos una versión más
bien caricaturesca de la democracia, resulta difícil concebir un sistema que

7. Conforme al texto constitucional de 1791 se estableció que, en aquellos casos en que “después
de dos casaciones el fallo del tercer tribunal fuera atacado por los mismos medios que los dos
primeros, la cuestión no podrá ser planteada nuevamente al tribunal de casación sin haber sido
sometida al cuerpo legislativo, que emitirá un decreto declaratorio de la ley, al que el tribunal de
casación tendrá necesariamente que ajustarse”.
obstinadamente requiera negar cualquier intervención judicial en torno al proceso
legislativo, y en diálogo con éste.8
Por otro lado, y para no quedarnos exclusivamente con una historia antigua,
convendría decir que dos de los principales críticos contemporáneos del control
judicial, desde una perspectiva populista –como la defendida por Mark Tushnet– o
mayoritaria –como la que propone Jeremy Waldron– defienden formas sustantivas
de la intervención judicial, en materia de derechos sociales. 9 Lo que autores como
los citados sostienen, en la actualidad (del mismo modo que toda una corriente de
autores inscripta dentro de lo que se ha dado en llamar el “constitucionalismo
popular”) no es un rechazo directo al control judicial, sino una crítica a una cierta
modalidad del control judicial, que es la que implica dejarle la última palabra
institucional a los jueces, en lugar de a los legisladores. 10 Es decir, aún los críticos
más férreos del control judicial –los críticos que reivindican una postura
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radicaldemocrática– parecen abrir cierto lugar para la interferencia judicial en el


ámbito de los derechos sociales (en el caso de Tushnet, de modo muy explícito11.
En definitiva, ni siquiera partiendo de la visión más extrema e inhabitual
posible de la democracia –una visión radical roussoniana, raramente asumida en
decisiones judiciales– tendríamos razones para concluir, con la Justicia porteña,
que “en ejercicio de sus propias competencias ni el
Poder Ejecutivo (vgr. art. 104, inc. 17, de
la CCBA) ni el Poder Judicial (art. 106 CCBA)
pueden asumir las elecciones privativas del Legislador. Solamente en el ámbito
legislativo puede establecerse el modo de afectar y distribuir recursos”.
Las cosas serían todavía más distintas si el Poder Judicial optara por no
fundar sus juicios en una concepción roussoniana, como en este caso, sino en
concepciones alternativas de la democracia, tales como la deliberativa, conforme a
la cual las decisiones democráticas se justifican cuando son el resultado de una
discusión amplia entre “todos los potencialmente afectados” por ellas.12 Se trata,

8. Por lo demás, alguien podría señalar, razonablemente, que una postura especialmente
preocupada por la intervención política activa de la ciudadanía debería asegurar, por ello
mismo, procesos de control destinados a asegurar la preservación de las condiciones de
ciudadanía (condiciones que incluyen, muy especialmente, el respeto de los derechos
sociales).
9. Ver, por ejemplo, WALDRON, Jeremy: “Refining the question about judges’ moral
capacity”, Int J Constitutional Law 7: 69-82, 2009; o TUSHNET, Mark:
Weak Courts, Strong Rights, Princeton U.P., 2008.
10. Ver KRAMER, Larry: The People Themselves: Popular Constitutionalism
and Judicial Review, Oxford University Press, 2005.
11. Op. Cit.
12. BOHMAN, J.: Public Deliberation: Pluralism, Complexity, and Democracy, MIT Press,
Cambridge, MA., 1996; BOHMAN, J. and REHG, W. (eds): Deliberative Democracy, MIT
Press, Cambridge, MA.,1997; COHEN, J.: “The Economic Basis of a Deliberative
Democracy”, en
entonces, de un proceso democrático caracterizado por dos rasgos fundamentales,
relacionados con la inclusión social, y la deliberación política. Ambos
elementos aparecen aquí como condiciones necesarias e indispensables para la
creación de decisiones imparciales.
Si el fundamento democrático que aceptáramos fuera uno relacionado con la
democracia deliberativa, los resultados en la materia resultarían, previsiblemente,
muy diferentes de los examinados, tanto en términos justificativos, como en
términos propositivos. En efecto, los jueces se encuentran, en términos
institucionales, en una excelente posición para favorecer la deliberación
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democrática. El poder judicial es la institución que recibe querellas de los que


consideran haber sido tratados indebidamente en el proceso político de toma de
decisiones. A sus miembros se les exige, como algo cotidiano, que observen el
sistema político, con atención especial en sus debilidades, fracasos y rupturas. Más
aún, los jueces se encuentran institucionalmente obligados a escuchar a las
diferentes partes del conflicto –y no sólo a la parte que reclama haber sido
maltratada.
Por lo dicho hasta aquí, los jueces no sólo se encuentran bien situados para
enriquecer el proceso deliberativo y ayudarlo a corregir algunas de sus indebidas
parcialidades, sino que además cuentan con herramientas que facilitan esa tarea a
su disposición. Al mismo tiempo, tienen amplias posibilidades de actuar de manera
respetuosa hacia a la autoridad popular: ellos poseen suficientes técnicas y medios
procedimentales a su alcance para actuar en consecuencia. Pueden bloquear la
aplicación de una cierta norma y devolverla al Congreso, forzándolo a repensarla;
pueden declarar que algún derecho fue violado, sin imponer a los legisladores una
solución concreta; pueden establecer que una violación de derechos debe
corregirse en un tiempo límite, sin ocupar el lugar del legislador ni decidir cuál
remedio particular debería ser aprobado; pueden sugerir al legislador una serie de
soluciones alternativas, dejando la decisión final en manos del último.
De este modo, la justicia podría participar de un modo dialógico en la
construcción del derecho, y ayudar así a las demás ramas del poder y a la
ciudadanía en general, en este continuo proceso de reflexión constitucional. Al
actuar de este modo, la justicia podría, a la vez, escapar de las dos principales
líneas de acción alternativas con las que aparece tradicionalmente asociada: ya sea
la imposición de su autoridad y voluntad, por encima de la de los órganos
democráticos, ya sea el silencio cómplice, que ampara las violaciones de derechos
(por acción u omisión) cometidas por los demás poderes, y que suele ocultarse
bajo el ropaje de un poder

Social Philosophy and Policy, Vol. 6(2), pp. 25-50, 1989; HABERMAS, J.:, Between Facts and
Norms, (Original Faktizität und Geltung), MIT Press, Cambridge, MA., 1996; NINO,
C.S.: The Ethics of Human Rights, Oxford University Press, Oxford, 1991, y The Constitution
of Deliberative Democracy, Yale University Press, New Haven, 1996.
judicial –según se alega– “estrictamente ceñido” a las exigencias del derecho, y
por lo tanto funcional al poder legislativo.
Sólo para pensar en algunos caminos específicos, podríamos señalar que, en
casos como los citados, los tribunales podrían: i) “establecer que un derecho
constitucional ha sido violado, sin demandar remedios específicos”; ii) “declarar
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que un derecho constitucional ha sido violado, y pedirle al Estado que provea el


remedio:
a) sin especificar cómo y sin fijar un período límite; b) sin especificar cómo, pero
demandando que se efectúe en un cierto tiempo”; iii) “establecer que un derecho
constitucional ha sido violado, exigirle al gobierno la provisión de remedios, y
especificar qué clase de remedios pueden usarse, cómo y cuándo”. 13 De hecho, la
acción declarativa abstracta regulada en la Constitución de la Ciudad, con sus
mecanismos de reenvío cuando la norma impugnada sea considerada
inconstitucional es una de estas herramientas, cuya operatividad en la ciudad
requiere la intervención activa, en lugar de la autoexclusión y el silenciamiento del
poder judicial en el diálogo institucional.

ii. fundamento, contenido y satisfacción progresiva de Los derechos sociaLes. cómo (no) entender eL
derecho a La vivienda

La posición mayoritaria adoptada en los fallos comentados también merece


ser discutida en relación con la sustancia y el alcance asignado al derecho a la
vivienda –y de los derechos sociales en general.
El recorrido interpretativo de los jueces Lozano, Casás y Conde tiene la
siguiente forma:14

“…establecer el alcance del derecho a la vivienda contemplado en el art. 11 [del


PIDESC], …supone asumir, entre otras reglas, la de la progresividad prevista en el
art. 2, ambos del Pacto Internacional en cuestión. Ello así, porque, aunque no ha sido
puesto en tela de juicio que el art. 31 de la CCBA cumple con dicho pacto, la
interpretación que de él se haga servirá necesariamente de pauta para la de la norma
local, por aplicación de la regla hermenéutica…la Observación General 3 del Comité
sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1990, “La índole de las
obligaciones de

13. FABRE, C.: Social rights under the Constitution. Government


and the Decent life, Oxford
University Press, Oxford, 2000; GLOPPEN, S.: “Analyzing the Role of Courts in Social
Transformation”, en GARGARELLA R. et al. (eds), Courts and Social
Transformation in New Democracies, Ashgate, Londres, 2006.
14. Seguimos el desarrollo del voto de los jueces Lozano y Conde en “Alba Quintana”. El juez
Casás se suscribió explícitamente dicho estándar en su voto en “AGT” –Conf. Ap. 2 de su
voto.
Lecciones y Ensayos, nro. 89, 20112 341
Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps.
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los Estados Partes”, Artículo 11 [2], en adelante OG3), suministra una visión que nos
sirve indudablemente de guía y que ha sido tenida en cuenta a la hora de formular la
interpretación del art. 31 vertida infra…”.

En esta cláusula, la CCBA engloba un aspecto inexorablemente colectivo –


hábitat adecuado– con otro que, como regla, implica, directamente o de modo
indirecto, como puede ocurrir en los planes autogestionados, asignaciones
individuales de recursos, y sólo podemos imaginarlo como atendido por bienes
colectivos en situaciones excepcionales en las que una escasez insuperable impone
compartir el techo.

“…Las obligaciones de los estados son en buena medida de medios no de resultados


(OG3 punto 1) y las de medios llegan a la máxima medida de los recursos
disponibles. Los recursos disponibles limitan aun la progresividad en el cumplimiento
pleno de los compromisos emergentes del PIDESC…la Ciudad de Buenos Aires no
está obligada a proporcionar vivienda a cualquier habitante del país, o incluso del
extranjero, que adolezca de esa necesidad. Su obligación se concreta en fijar
programas y condiciones de acceso a una vivienda, dentro de las capacidades que sus
posibilidades le permitan conforme el aprovechamiento máximo de los recursos
presupuestarios disponibles…”

“…La progresividad del art. 2 [del PIDESC] constituye en ese sentido una
salvaguarda para los estados cuando no pueden cumplir inmediatamente los deberes
asumidos. Empero…los gobiernos sobre los que pesa el deber de cumplir el pacto
deben adoptar medidas que conduzcan al pleno cumplimiento…”

“[para analizar la progresividad en la satisfacción de un derecho]…, no cabe medir la


mejora según lo que toque a cada individuo, tal como parece ser la concepción del a
quo, sino que debe serlo globalmente para toda la población. Tampoco cabe pensar
separadamente los derechos contemplados en el PIDESC sino que hay que pensarlos
en conjunto, según se desprende de que los recursos disponibles lo son para el
conjunto… Las medidas deben ser las mejores que permitan los recursos de que se
dispone….” “…Una segunda obligación de resultado surge del PIDESC en la
concepción de la Observación General 3, punto 10: los estados deben asegurar un
piso a los derechos que deben tutelar…En la interpretación del Comité, el parador
estatal destinado a brindar “abrigo” aparece como la expresión mínima del derecho a
la vivienda…”.

Los jueces de la mayoría del TSJ presentan una reconstrucción del derecho a
la vivienda que debe ser discutida en varios aspectos. En este comentario nos
ocuparemos de dos cuestiones –el contenido mínimo y el principio de
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Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps. 329-350

progresividad– que nos interesan especialmente por ser representativas de una


visión demasiado débil de los derechos sociales que en buena medida termina por
privarlos de potencia y relevancia constitucional.

II.a. Sobre el contenido mínimo del derecho a la vivienda

Según la mayoría del Tribunal Superior, dos cuestiones resultan claras sobre
el contenido esencial del derecho a la vivienda, garantizado por el Art. 31 de la
Constitución cuando dice “La Ciudad reconoce el derecho a una vivienda digna”:
(1) “No existe un derecho subjetivo de cualquier
persona para exigir en forma inmediata y
directa de la Ciudad de Buenos Aires la
plena satisfacción de su necesidad habitacional…
[(2)]Sí, en cambio, para que el universo de destinatarios a quienes el
GCBA debe asistir, pueda requerir la cobertura
habitacional indispensable –sea a través de hogares o paradores…”
Los jueces afirman que la expresión mínima del derecho a la vivienda con-
sagrado en la Constitución Local, debería buscarse en la OG Nº 3, 15 y concluyen
que “En la interpretación del Comité, el parador estatal destinado a brindar
‘abrigo’ aparece como la expresión mínima del derecho a la vivienda”. 16
Un primer problema en la interpretación analizada consiste precisamente en
el hecho de que Tribunal recurra a estos materiales de interpretación y,
particularmente, a una interpretación restrictiva de ellos, en vez de precisar el
alcance de las peculiares obligaciones del poder público local a la luz de la
exigente Constitución de la Ciudad. Para aclarar lo dicho, piénsese en el siguiente
ejemplo: tenemos una norma local –una Constitución– en una Ciudad rica –
pongamos Oslo– que reconoce numerosos derechos para sus habitantes –derechos
a los que, de modo explícito, considera directamente operativos–. Por otro lado,
imaginemos que existe una norma internacional cualquiera, que pretende ser
aplicada en los contextos más diversos, desde países muy ricos hasta otros muy
pobres. Es dable esperar que, en debido respeto a esta diversidad, tanto como por
respeto frente a la autoridad democrática

15. Dicha Observación General, resulta pertinente destacar, no se refiere en particular al


derecho a la vivienda, sino, en general al modo de entender el tipo de obligaciones que el pacto,
tal como fue redactado, establece para los estados.
16. “On the basis of the extensive experience gained by the Committee, as well as by the
body that preceded it, over a period of more than a decade of 85 examining States parties reports
the Committee is of the view that a minimum core obligation to ensure the satisfaction of, at the
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Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps.
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very least, minimum essential levels of each of the rights is incumbent upon every State party.
Thus, for example, a State party in which any significant number of individuals is deprived of
essential foodstuffs, of essential primary health care, of basic shelter and housing, or of the most
basic forms of education is, prima facie, failing to discharge its obligations under the Covenant,
if the Covenant were to be read in such a way as not to establish such a minimum core
obligation, it would be largely deprived of its raison d’etre.”
de las diversas localidades en donde el tratado del caso pretende aplicarse, la
norma internacional sea en su texto –y lo sean también las interpretaciones del
mismo– muy prudentes respecto de las obligaciones correspondientes a cada país
firmante. Finalmente, resultaría injusto que la norma en cuestión sea leída
exactamente del mismo modo en un país con enormes recursos, como Noruega,
que en otros como Haití, un país devastado por la pobreza. Por ello mismo, y en
respeto a esa heterogeneidad, es dable esperar que a nivel internacional se piense
en “pisos mínimos”, de forma tal que las obligaciones básicas del caso puedan ser
cumplidas aún por sus miembros más desfavorecidos. Ahora bien, sería absurdo,
en dicho contexto, que Noruega quisiera eximirse de sus obligaciones básicas,
afirmando que ya ha cumplido con estándares como los que cumple Haití.
Esta parece ser, sin embargo, la lectura que propone el Tribunal de la Ciudad
de las obligaciones asumidas por la ciudadanía de Buenos Aires, a través de su
demandante Constitución. En los votos analizados se hace un largo excurso para
asociar al derecho a la vivienda –a partir de una frase de la OG Nº 3– con el de
“techo” o “abrigo”; que pasa a ser entendido, desde allí, como su “expresión
mínima”. Sin embargo, todo ese camino resulta, por lo demás, extraño, cuando
pensamos en el carácter sumamente exigente de la Constitución de la Ciudad;
reconocemos el nivel de compromiso allí mismo asumido por los Convencionales
Constituyentes, a través del Art. 10; y consideramos, a la vez, que la Capital
Federal es el área más rica de todo el territorio del país. En este marco jurídico-
político, la tarea de la justicia debe ser la de cooperar con el poder público en el
reaseguro del respeto de los derechos de todos. Sin embargo, encontramos que el
fallo deja de lado, en buena medida, el peso decisivo de la legislación local en la
decisión del conflicto del caso (algo para lo cual la normativa local bastaba y
sobraba); aborda –innecesariamente– la discusión de los estándares
internacionales; y escoge, luego, una lectura que termina por minimizar, antes que
a expandir o precisar, el peso de las exigencias fijadas por el derecho local.
En segundo lugar, pero con idéntico grado de importancia, advertimos que
incluso en los propios términos del recurso interpretativo utilizado por le TSJ –la
exploración en las palabras del Comité DESC para determinar el alcance de los
compromisos de la Ciudad– se comete un error en la exégesis de las fuentes
internacionales, en virtud de que los jueces han omitido toda consideración a la
Observación General Nº 4 sancionada por dicho Comité en 1991 –el año siguiente
a la OG Nº 3– y referida específicamente a la explicitación del contenido del
derecho a la vivienda del PIDESC. En el apartado 7º de dicha Observación, se dice
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Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps. 329-350

textualmente: “En opinión del Comité, el derecho a la vivienda no se debe


interpretar en un sentido estricto o restrictivo que lo equipare, por ejemplo,
con el cobijo que resulta del mero hecho de tener un tejado por encima de la
cabeza o lo considere exclusivamente como una comodidad... la referencia que
figura en el párrafo 1 del artículo 11 no se debe entender en sentido de vivienda
a secas, sino de vivienda adecuada…el concepto de ‘vivienda adecuada’...
significa disponer de un lugar donde poderse aislar si se desea, espacio
adecuado, seguridad adecuada, iluminación y ventilación adecuadas, una
infraestructura básica adecuada y una situación adecuada en relación con el
trabajo y los servicios básicos, todo ello a un costo razonable…”.
La reconstrucción del TSJ sobre el contenido “mínimo” o “básico” del
derecho a la vivienda –acceso a un parador que de abrigo– no sólo resulta
implausible –por acudir de manera formalista a una fuente jurídica inapropiada sin
ponderarla con los más exigentes compromisos locales– sino que además
reconstruye equivocadamente los estándares establecidos en dicho ámbito jurídico
internacional.
Lamentablemente, las complicaciones con la interpretación realizada por el
TSJ no terminan allí. A nuestro juicio, un problema todavía más serio se encuentra
en la ausencia de una teoría normativa que explicite qué es lo que protege el
derecho a una vivienda adecuada y por qué éste debe ser considerado un derecho
fundamental –es decir, una teoría sobre los fundamentos del derecho en cuestión-.
Sin una teoría explícita sobre los fundamentos de los derechos, no es posible
responder con inteligibilidad a la pregunta sobre su contenido –mínimo, o máximo,
nuclear o periférico, etc.– y resulta asimismo imposible resolver motivadamente –
en base a razones públicas– conflictos entre derechos, o entre derechos y
decisiones públicas regulatorias.
En la teoría constitucional contemporánea, tanto de inspiración europea
continental como americana, la discusión sobre el alcance de los derechos está
indi-
solublemente unida a otra sobre los fundamentos, particularmente los filosóficos,
morales y políticos, que dan justificación y sentido a la consagración
constitucional.17 Es desde la discusión acerca de los fundamentos, y en diálogo
reflexivo con ella, que se construye la justificación y la determinación acerca del
contenido de los derechos, sobre la base de la cual se definen las argumentaciones
relativas al alcance concreto de los derechos en un caso dado. Sin fundamentos
públicos e inteligibles,
la definición del contenido de un derecho y la respuesta a los conflictos entre
derechos terminan en mera decisión discrecional, sin la clase de argumentos
necesarios para sostenerla.
La respuesta acerca de la aceptabilidad o inadecuación constitucional de una
regulación particular de emergencia habitacional, frente al derecho a la vivienda,
Lecciones y Ensayos, nro. 89, 20112 345
Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps.
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queda vacía sin una explicitación –aunque sea básica o brevemente articulada–
acerca de los principios y valores que inspiran tal derecho. ¿Cómo es posible
decidir

17. Los aportes teóricos de Ronald Dworkin –ver, Freedom’s Law, Harvard University Press,
Cambridge MA; 1996-, y su teoría sobre la “lectura moral de la constitución” – y Robert Alexy –
ver Teoríade los Derechos Fundamentales, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid 2008– son acaso los más influyentes, a un lado y otro del océano, de
este modo de trabajo interpretativo, del cual el llamado neoconstitucionalismo resulta tributario.
si el Estado cumple o no con sus obligaciones de esforzarse hasta el máximo de los
recursos disponibles para la satisfacción del derecho a la vivienda sin que el punto
de partida sea la afirmación de alguna concepción sustantiva acerca de la
conexión, a nivel de fundamentos, entre tal derecho y los compromisos de justicia
social o distributiva que inspiran nuestros arreglos constitucionales?
En los casos analizados, la idea adoptada por la mayoría del TSJ acerca del
contenido del derecho a la vivienda –como derecho a un parador o un albergue
para quienes no tienen dónde dormir– hace muy difícil identificar algún valor o
principio de justificación de este derecho fundamental. Más aún, resulta difícil
determinar si para los jueces de la mayoría el derecho a la vivienda opera
realmente como un derecho fundamental en la estructura constitucional: su
contenido básico ha sido tan minimizado que cuesta hacerlo compatible con teorías
valiosas sobre los derechos.
Ciertamente, el derecho a la vivienda podría vincularse con diversos
principios que inspiran teorías robustas sobre los derechos, como la autonomía o la
igualdad.
El ideal de la autonomía personal puede ser descripto como el compromiso
del estado constitucional con la creación y aseguramiento de condiciones que
promuevan y garanticen la libre elección y adopción de planes de vida personales
por parte de los habitantes. Dicho principio constituye la base sobre la cual se
funda la obligación del Estado de garantizar derechos de gran envergadura, en la
medida en que provee las condiciones normativas y fácticas que le den sentido a
tal autonomía.18 Si se suscribe este principio a nivel de fundamentos, resulta claro
que el acceso a condiciones de vivienda digna, para la vida individual y familiar –
con seguridad en la tenencia y funcionalidad adecuada en cuanto soporte material
de la organización de dicha vida personal y familiar– debe incluirse como uno de
los bienes fundamentales a ser garantizados. Esa garantía de vivienda adecuada y
segura desde la cual las personas puedan tomar decisiones y llevar adelante sus
propias vidas demanda algo muy diferente a un techo o albergue para que quienes
no los tienen puedan soportar las inclemencias del tiempo; es decir, no demanda
346 Lecciones y Ensayos, nro. 89, 20112
Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps. 329-350

“algo más”, sino “algo diferente”. La seguridad en la tenencia es un elemento que,


en sí mismo, los

18. La autonomía, seriamente considerada, no resulta de ninguna manera garantizada mediante


condiciones normativas (normas que prohíban su lesión), sino que demanda condiciones también
materiales. Tampoco resulta lesionada solamente por el incumplimiento de deberes de
abstención, sino que demanda el cumplimiento de deberes de acción y se lesiona por su falta de
realización efectiva. Una tesis que pretenda afirmar el valor de la autonomía, pero la reduzca a
condiciones normativas y deberes negativos es, lisa y llanamente, una mala teoría sobre la
autonomía y, en rigor de verdad, una tesis libertaria y conservadora. Para un desarrollo de estos
argumentos, ver NINO, Carlos: “Liberalismo Conservador: ¿liberal o conservador?”,
“Autonomía y Necesidades Básicas”, y “Sobre los Derechos Sociales”, en Los Escritos de Carlos
S. Nino: Derecho Moral y Política II, Gedisa, 2007.
paradores y albergues no contemplan, y mucho menos la adecuación a las
funciones hogareñas y familiares que la vivienda debe cumplir como ámbito
material en el cual damos forma a nuestras vidas. Los albergues y paradores no
representan un “mínimo”, sino la vulneración a una idea del derecho a la vivienda
entendido como un bien fundamental requerido por una constitución
comprometida con el ideal de la autonomía personal.
El otro gran principio de fundamentación de los derechos, el ideal de
igualdad, –sea que lo entendamos como una dimensión de igualdad política para el
ejercicio de la ciudadanía de una democracia participativa como la que proclama la
constitución de la ciudad en su artículo 1º; o como una dimensión de igualdad
social o económica que garantice un piso mínimo de inclusión– también presenta
una clara demanda de acceso a ciertos bienes de “dignidad” y “autorrespeto”, entre
los cuales una vivienda segura en la tenencia y adecuada funcionalmente queda
comprendido, junto con otros que han sido consagrados en los llamados derechos
sociales –tales como educación básica, protección de la salud, acceso a la vida
cultural, etc–. Quienes carezcan de estos bienes en una comunidad política
determinada, no cuentan con condiciones significativas de igualdad ciudadana
básica; no puede decirse que sean moral, política ni socialmente iguales a quienes
sí gozamos de ellos.
En síntesis, para una comunidad comprometida con ideales robustos de
igualdad y autonomía –como merece ser vista la Ciudad de Buenos Aires, y la
Argentina como nación constitucional– y que ha consagrado expresamente en sus
textos constitucionales el derecho a una vivienda adecuada como parte de las
promesas fundamentales, no resultan aceptables las propuestas interpretativas que,
como las adoptada por la mayoría del TSJ, resultan tan minimalistas que acaban
desintegrando el bien sobre el que recae este derecho. 19
Lecciones y Ensayos, nro. 89, 20112 347
Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps.
329-350

El escueto contenido mínimo del derecho a la vivienda que se ofrece en los


fallos analizados sólo podría explicarse sobre la base de una teoría constitucional
según la cual el acceso seguro a una vivienda adecuada no fuera en realidad un
derecho constitucional exigible al Estado. Ciertamente, ello privaría de sentido al
propio pacto constitucional de la Ciudad sobre este tema; pero, además, sólo
quedaría avalado por teorías normativas inaceptables sobre la justicia distributiva,
que defendieran, por ejemplo, la idea de que cada uno debe procurarse como pueda
sus condiciones materiales de dignidad, liberando al Estado de los deberes de
creación

19. El ideal de la fraternidad o la solidaridad también proveería una justificación al


reconocimiento del derecho a la vivienda, probablemente menos intenso que el demandado por la
autonomía y la igualdad –pues podría resultar más sensible a compensaciones interpersonales y a
consideraciones agregativas ante la escasez – pero seguro más exigente que el estándar adoptado
por el TSJ, en la medida que dicha fraternidad está obviamente asociada con niveles decentes de
dignidad humana.
efectivos de igualdad y autonomía.20 Bajo esa clase de concepciones,
eventualmente, podría explicarse que el único deber constitucional fuerte –en el
sentido de emerger directamente de la constitución y no quedar abierto
radicalmente a las políticas legislativas o administrativas– fuera el de proveer un
parador a quien esté en la calle. Difícilmente pueda imaginarse un deber de acción
más estrecho que éste, pero ese tipo de teorías no resultan aceptables en un estado
constitucional que se tome en serio los compromisos con los derechos sociales
afirmados por el Estado argentino en general y la Ciudad de Buenos Aires en
particular.
Correlativamente, la aversión a dotar al derecho a la vivienda de sustancia
es injustificable para un acuerdo constitucional comprometido con la realización
igualitaria de las personas; al igual que lo sería una concepción análoga respecto
del derecho a la salud, a la educación y a la seguridad social, por citar los casos
más obvios. Los arreglos constitucionales conservadores de 1853 posiblemente
podrían encontrar consistencia con tales teorías –que reconocen pocos derechos,
básicamente construidos como libertades normativas– pero, sencillamente, ya no
puede encajar con los compromisos constitucionales adoptados en nuestro país y
en la Ciudad a través de las reformas constitucionales consagradas luego de le
recuperación democrática.
No se nos escapa que el reconocimiento de un contenido robusto al derecho a
la vivienda (que lo asocie, por ejemplo, con algo genuinamente parecido a un
“derecho a la vivienda”) implicaría una serie de deberes de parte del Estado que
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Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps. 329-350

difícilmente puedan ser, en términos operativos, garantizados o satisfechos en el


corto plazo, o cuya realización, en todo caso, no podría alcanzarse plenamente sin
que la fisonomía del estado y de sus políticas públicas deban cambiar
radicalmente.21 Evidentemente, la manera de afrontar esos desafíos no debe
consistir en debilitar el derecho en cuestión, sino –en primer lugar– en afirmar su
normatividad y activar una evaluación intensa sobre las políticas del Estado. Es
sabido que, en nuestro país, 20. Algo parecido al entendimiento abiertamente conservador
que se postulaba en nuestra doctrina constitucional del siglo XIX. Para una reconstrucción de esta
perspectiva, que afirmaba que las desigualdades sociales y naturales no requerían neutralización
por parte del Estado, ver MAURINO, G.: “Pobreza y discriminación: la protección constitucional
para los más humildes”, en GARGARELLA R. y ALEGRE M. (Coords.): El derecho a la
igualdad: aportes para un constitucionalismo igualitario, Lexis-Nexis Argentina, Buenos Aires,
2007.
21. Las villas de emergencia deberían ser urbanizadas, y se debería proveer un sistema legal de
seguridad en la tenencia a sus habitantes; ponerse en marcha programas de vivienda, tanto a
través de la gestión estatal como de la regulación del desarrollo inmobiliario urbano; promoverse
o facilitarse asistencia crediticia para quienes carecen de capacidad económica suficiente para
proveerse vivienda por sus propios medios; producirse y actualizarse gran cantidad de
información pública, de gran calidad a fin de organizar las políticas públicas a largo plazo, etc.
Lamentablemente, nada de esto es parte de la fisonomía de la Ciudad en relación con las políticas
habitacionales.
ni siquiera los derechos y garantías más clásicos, incondicionales y universalmente
consolidados, como el derecho a no ser víctima de torturas o apremios ilegales por
parte de las autoridades policiales, o la garantía de que las cárceles sean sanas y
limpias, están siquiera cerca de ser satisfechos o garantizados de manera general y
sustantiva. Sin embargo, el camino para lidiar con estas ofensas institucionales –y
las que resultan, en general, de una sociedad desigual y excluyente– no debe ser el
de negarlas, desnaturalizando los derechos cuya violación las denuncia.22

II. Sobre la progresividad y el máximo de los recursos disponibles para realizar


el derecho a la vivienda

Los votos que han formado la mayoría en los fallos comentados reconocen y
explicitan los conceptos dogmáticos del sistema internacional de los derechos
humanos, y afirman que la satisfacción del derecho a la vivienda es un proyecto
realizable progresivamente, que debe satisfacerse al ritmo de los recursos
disponibles. Sin embargo, la propia argumentación que se desarrolla termina por
privar de relevancia normativa a tales estándares de evaluación del
comportamiento estatal.
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Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps.
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El estándar de progresividad tiene dos instancias de trascendencia jurídica:


en primer lugar, constituye un mecanismo para evaluar, a través de los informes de
los estados, el desarrollo de sus obligaciones internacionales. En este sentido, en
que el grado de cumplimiento de los derechos sociales se evalúa externa y
globalmente, la progresividad es una herramienta significativa a nivel diplomático,
aunque de poca relevancia para el poder judicial doméstico, en la medida en que su
intervención está limitada a examinar casos específicos y concretos, y no la
situación general de cumplimiento de los derechos. 23 Un nivel diferente en el que
la progresividad opera
como estándar de evaluación, y que sí es relevante a los fines de la decisión de
causas judiciales locales, se encuentra en su proyección para analizar normas o
prácticas estatales concretas que impactan sobre un determinado derecho. Las
normas y 22. La argumentación conservadora, adversa a reconocer un genuino derecho al
acceso a la vivienda adecuada suele presuponer que existe una identificación o asimilación entre
“vivienda” y “propiedad privada inmobiliaria”. Sin embargo, el derecho a la vivienda tal como
resulta fundamentado por el principio de autonomía, o también por diversas concepciones de la
igualdad, no implica ni conceptual, ni normativamente dicha asimilación; pues el acceso a la
tenencia segura de una vivienda adecuada puede honrarse mediante variados arreglos jurídicos
aceptables que no implicaran propiedad privada inmobiliaria.
23. Ciertamente, la evaluación del grado de progresividad –y no regresividad– global y agregada
sobre los derechos en general o sobre la situación de algún derecho en particular puede ser
relevante en el análisis judicial relativo a causas, pues podría dar un punto de partida –un
argumento prima facie– a favor o en contra del estado, cuando se alegue una vulneración a un
determinado derecho, pero poco más.
prácticas estatales específicas pueden analizarse en su dimensión de progresividad
o regresividad, tal como el caso de la AGT lo reclamaba, y como efectivamente lo
utilizaron los jueces Lozano y Casás al evaluar la impugnación del decreto que
modificaba el programa de emergencia habitacional.
Sin embargo, en “Alba Quintana” los mismos jueces de la mayoría, en sentido
contrario a lo que habían señalado en “AGT”, afirmaron que el análisis judicial de
la progresividad no puede hacerse en un caso concreto o en relación con el
impacto concreto de una política pública, sino que debería hacerse de manera
global y agregada, en relación con todas las políticas públicas y con todos los
derechos –como ocurriría cuando el Comité DESC evalúa el desempeño de los
estados–. Es de esperar que esta contradicción sea resuelta en el sentido de afirmar
y no negar la relevancia de la “progresividad” como estándar para evaluar
situaciones, prácticas y regulaciones concretas –como en el caso “AGT”– y que la
afirmación de “Alba Quintana” quede en el olvido, para que al estándar de
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en la jurisprudencia del TSJC, ps. 329-350

progresividad pueda seguir operando con utilidad en la evaluación de la protección


judicial de los derechos sociales.
Si la relevancia interpretativa del estándar de progresividad ha quedado
dañada en las inconsistentes argumentaciones reseñadas, el estándar del máximo
de los recursos disponibles ha quedado lisa y llanamente fulminado.
La satisfacción de los derechos sociales implica una intensa agenda
redistributiva respecto de las condiciones generales del statu quo en sociedades tan
desiguales e injustas como la argentina, y dicha agenda está condicionada por la
asignación de recursos. Nadie debería negar esto, así como también debería
admitirse que el sistema internacional de tutela de derechos sociales ha concedido
que la escasez de
recursos puede constituir una justificación aceptable frente a la deficiente
satisfacción de éstos por parte de un Estado en términos de su desempeño global y
agregado a la cual hemos hecho referencia –aunque no podría funcionar como una
excusa válida ante una vulneración concreta y específica que resulta
judicializada.24
En todo caso, para que el estándar del “máximo de los recursos disponibles”
tuviera una función operativa, la escasez de recursos sólo podría ser invocada
como una excepción justificativa para el Estado incumplidor –que, como tal,
debería ser probada fuera de toda duda por éste– pero no como una especie de
norma de habilitación general para que el estado elija cuándo y cómo avanzar en la
satisfacción del derecho. Si se pretende que los derechos signifiquen algo más que
un catálogo aspiracional, el estándar en cuestión no puede transformarse en una
especie de autorización a priori para que los gobiernos obren discrecionalmente al
respecto.

24. Resulta valioso, en este sentido, el claro estándar fijado por la CSJN diversos precedentes, al
dejar claro que las carencias presupuestarias no podían justificar el incumplimiento de los
derechos fundamentales. El fallo “Badin, Ruben c/Provincia de Buenos Aires” (Fallos
318:2002), de 1995, fue el primer precedente en el que se afirmó claramente el estándar.
Cuando se cuestionan las limitaciones de una política pública por no llegar a
satisfacer integralmente cierto derecho, la dependencia de los recursos y la
progresividad sólo deberían poder funcionar como excusa de la responsabilidad
del gobierno en remediar dicha situación ante un reclamo concreto, si existiera una
prueba fuerte –que debe rendir el estado que la invoca, claro– de una situación de
excepción en la que sus recursos presupuestarios no permitan la plena satisfacción.
Todos los estados administran escasez, pero si la escasez se transforma en
habilitación para la postergación en la satisfacción de los derechos, en ese mismo
momento, los derechos en cuestión quedan pulverizados; y eso es lo que termina
Lecciones y Ensayos, nro. 89, 20112 351
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pasando con el derecho a la vivienda en la senda que marca la interpretación de la


mayoría del TSJ.
Para invocar la indisponibilidad de mayores recursos en un caso concreto, el
gobierno debería demostrar la existencia de una particular y aguda crisis financiera
que, transitoriamente, le impida cumplir con sus obligaciones. Pero si la
argumentación se hiciera pasar por la situación estructural de escasez o déficit
económico del estado –y así es como toman la cuestión los votos de la mayoría del
TSJ al construir su estándar–, entonces la excusa sólo debería considerarse
plausible si el estado probara, por lo menos, lo siguiente: (1) que una mejora en el
nivel de satisfacción del derecho sólo puede lograrse mediante mayores recursos
(2) que todos los recursos presupuestarios asignados a tales derechos han sido
empleados (3) que la organización y distribución del presupuesto prioriza
adecuadamente la satisfacción de los derechos fundamentales antes de ocuparse de
políticas genéricas de bienestar general (4) que el estado carece de posibilidades de
incrementar sus ingresos mediante mecanismos excepcionales, como los créditos o
las contribuciones especiales.
La existencia de “dificultades económicas” o “políticas” para avanzar en el
cumplimiento de los compromisos constitucionales no puede aceptarse como
excusa válida por los tribunales, del mismo modo en que resulta inaceptable la
invo-
cación de ese tipo de dificultades por parte de un deudor que manifiesta que “no
puede” cumplir sus obligaciones. Si las obligaciones en cuestión se refieren a la
satisfacción de derechos fundamentales, con mayor razón, éstas deberían ser des-
cartadas. Pero el daño más fuerte no resulta cuando dichas afirmaciones se utilizan
como excusa para el Estado, sino cuando sirven para afirmar que el derecho en
cuestión no existe.
En todo caso, si algo debe hacer el Poder Judicial es evaluar las razones y
pruebas que aporte el gobierno y evaluar su plausibilidad, considerando la
trascendencia de los bienes y derechos en juego –partiendo, como dijimos, de una
teoría congruente con el carácter fundamental de tales bienes y derechos–. Pero
nada de esto puede encontrarse en el análisis de los fallos comentados. Ninguno de
ellos contiene una exploración o consideración concreta de argumentos o
informaciones acerca de las decisiones presupuestarias del gobierno, ni del
impacto presupuestario de compromisos más exigentes con el derecho a la
vivienda. No ha existido diálogo, ni razones, ni pruebas, sino la sola afirmación de
que la satisfacción de los derechos sociales demanda recursos, que los recursos son
escasos, y luego la conclusión de que el Poder Judicial debe ser prescindente sobre
esos aspectos.
Al final del día, el entendimiento inadecuado que los jueces del TSJ han cons-
truido sobre su propio rol en el sistema constitucional y en el diálogo democrático
–asunto sobre lo que presentamos nuestros primeros comentarios– termina
352 Lecciones y Ensayos, nro. 89, 20112
Gargarella, Roberto y Maurino, Gustavo, Vivir en la calle. El derecho a la vivienda
en la jurisprudencia del TSJC, ps. 329-350

mostrando aquí otra faceta de su negativo impacto en la doctrina que transforma lo


que debe ser un severo estándar de excepción en una norma general de habilitación
para incumplir con los derechos fundamentales.

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