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Lessing Doris - Instrucciones para Un Descenso Al Infierno
Lessing Doris - Instrucciones para Un Descenso Al Infierno
Lessing Doris - Instrucciones para Un Descenso Al Infierno
DESCENSO AL INFIERNO
DORIS LESSING
RACHEL CARSON, bióloga marina del siglo XXThe edge of the sea
HOSPITAL CENTRAL
HOJA DE ADMISIÓN
Observaciones generales:
17 de agosto. DOCTOR
18 de agosto. DOCTOR X
Hace mucho calor. La corriente fluctúa, va y viene. Muy deprisa. Hace tanto
calor que el agua se derrite. Está más clara de lo normal, por lo que percibo una
oscilación clara y rápida. Como las olas de calor. Veo un brillo intenso. Luz.
Diferentes clases de luz. Está la luz conocida, la claridad normal, digamos, de un
día nublado. Luego, la del sol, una danza amarilla añadida a la primera. Luego, el
cabrilleo de las olas de calor, ondas calóricas que generan luz cuando la luz las
genera a ellas. Luego, la luz interior, un resplandor que semeja nieve suspendida
en el aire. Que resplandece incluso por la noche, cuando no hay luna, ni sol, ni luz.
El resplandor del viento solar. Sí, eso es. Oh, viento solar, sopla, sopla, sopla y
tráeme a mi amor. Hace mucho calor. Una costra salada me recubre el rostro. Si me
lo frotara, me lo restregaría con pura sal marina. Estoy al pairo, en un mar ligero,
luminoso, oscilante, delirantemente delicioso, pues el agua se ha vuelto clara y
resbaladiza con el calor, agua ligera en vez de agua pesada. Necesito viento. Oh,
viento solar, viento del sol. Sol. Al final de su Espectros, él dice «el Sol, el Sol, el Sol,
el Sol», y al final de Al despertar de nuestra muerte, «el Sol», en los brazos del Sol,
impulsado por el viento solar, vueltas y vueltas y vueltas y vueltas...
PACIENTE. Jonás.
PACIENTE. ¿Horas?
PACIENTE. Lo sabe muy bien. Oriénteme hacia el sur con su ala blanca.
ENFERMERA. Comprendo.
ENFERMERA. No sé cómo.
PACIENTE. ¿Quizás le hace falta alguna contraseña? ¿Quién era ese hombre
que estuvo aquí ayer?
21 de agosto. DOCTOR X
DOCTOR Y. Pensamos que sería positivo que hablara usted con alguien. Si
no le sirvo yo, está el doctor X.
DOCTOR Y. No. Soy médico. Éste es el Hospital Central. Hace casi una
semana que está usted aquí. Hasta ahora no ha sido capaz de decirnos su nombre
ni dónde vive. Queremos ayudarle a recordar.
DOCTOR Y. Toque esto, vamos. Es mi mano. ¿Le parece acaso una ilusión?
Es una mano tangible, sólida.
PACIENTE. Las cosas no son lo que parecen. Han surgido muchas manos
de la oscuridad para después desaparecer. ¿Por qué no habría de desaparecer la
suya?
PACIENTE. Si me acuerdo.
DOCTOR Y
Tras zarpar de la costa de los Diamantes, el primer obstáculo que hay que
sortear es la corriente costera del norte. Más de una vez y más de dos, incluso más
de una docena, al partir de la costa de los Diamantes, la corriente litoral nos ha
llevado demasiado al sur, e incluso a la vista de la curva africana nos ha arrastrado
de forma inexorable hacia la corriente de Guinea, hacia parajes desconocidos e
indeseados. Pero siempre hemos conseguido virar a tiempo y poner rumbo al
oeste, con la intención de recalar en Trinidad. Es decir, a menos que en esta ocasión
nos topáramos con Ellos. Vueltas y vueltas. No es un ciclo sin puertos lo que
deseamos alcanzar. Nancy espera al pobre Charlie en Puerto Rico, George tiene a
su viejo amigo John en el cabo Cañaveral, y yo, cuando el barco se haya acercado lo
bastante a la playa, espero ver a Conchita sentada en su alta y negra roca y oírla
cantar para mí. Sin embargo, ahora que los saludos y las despedidas se han
repetido tantas veces, ellos, como nosotros, sólo quieren que esto acabe. Y cuando
uno ha escuchado las canciones tan a menudo, los cantores ya no son Nancy sola,
el pobre Charlie solo, ni el resto de nosotros. En los últimos viajes, cuando dejamos
atrás el jardín donde Nancy aguarda, se unieron a ella todas las muchachas de su
ciudad, y, de pie sobre el malecón, nos siguieron con la mirada mientras nos
alejábamos y cantaron juntas aquello que tantas veces les habían cantado a ellas el
pobre Charlie y su tripulación:
Bajo mi mano
carne de flores,
bajo mi mano
cálido paisaje.
Si todavía se oyeran los chillidos de las aves en la playa,y el galope de los caballos
por la noche,amor, yo me volvería hacia ti para decirte:prepara la cama,enciende la
lámpara.Nos tumbaríamos toda la noche a escucharel golpe de las olas, el golpe.Si todavía
hubiera aves en las dunas,si los caballos todavía corrieran salvajes por la playa.Y entonces
nos despedíamos con la mano, hasta que nos perdíamos de vista mutuamente. Con
cada vuelta derramábamos menos lágrimas, porque nos preparábamos para
avistarlos a Ellos, y ellas, las mujeres, esperaban con nosotros, ya que de nosotros
dependía su libertad, puesto que estaban prisioneras en aquella isla.
Era como si aquel Disco o Cristal, en su rápido paso por encima o a través
del barco, por encima o a través de mí, hubiera cambiado la atmósfera que me
rodeaba, me hubiera cambiado a mí. Me había dejado temblando, sacudido por
escalofríos y paralizado por un frío terror. Apenas me tenía de pie, aferrado a una
cuerda para no caerme. Cuando el tembleque remitió, yo me quedé con los dientes
apretados, esperando recuperar el calorcillo vital propio de un cachorro, mas el
temblor recrudeció, como si yo sufriese un ataque de malaria, aunque lo que me
había acometido era una especie de debilidad, no la fiebre. Ahora todo el barco se
me antojaba hostil, como si su sustancia hubiera comenzado a pudrirse al recibir el
aliento del Disco. Decir que estaba aterrorizado sería emplear una expresión
demasiado ordinaria. No, había colisionado con un mundo extraño, había aspirado
profundamente un aire insoportable. Yo no era yo, y la aversión al barco constituía
en sí misma una enfermedad. Entretanto, las velas se mecían, se agitaban, se
hinchaban o colgaban muertas sobre mi cabeza, y el barco daba bandazos,
cabeceaba a merced de un viento cambiante. Me sentía como una criatura asaltada
y abandonada a una muerte segura.
Sí, los saludaré, desde luego, aunque ahora una nueva frialdad en mi
corazón me habla de otro miedo que antes no lo atormentaba. No se me había
ocurrido, a lo largo de todos esos ciclos y círculos y rodeos, de esas vueltas y
vueltas, la posibilidad de que Ellos no me vieran, de que me pasaran por alto como
a un gatito dormido o un cachorro ciego oculto en el pliegue de su maloliente
manta. ¿Por qué habrían de fijarse en esa partícula diminuta que es la balsa en mar
abierto? Y no queda otra opción que la de continuar, aun sin remos, sin timón, sin
dormir, totalmente exhausto. A pesar de todo, sé que sería un detalle por mi parte
recalar en la playa de Nancy y comunicarle que su Charlie se ha encontrado al fin
con... ¿con qué? Con Ellos, supongo, aunque eso es todo cuanto sabría decirle, pues
ignoro qué sintió él al ser absorbido por la sustancia de aquella Cosa brillante. ¿Me
dedicará ella su canción cuando pase en mi balsa? ¿Se alinearán las mujeres sobre
las tapias de aquel jardín estival para cantarme? ¿Les cantaré yo a mi vez que el
tiempo del amor ha quedado atrás? Y luego seguiré a la deriva para ir al encuentro
del amigo de George y le informaré a voces de que George... ¿qué? ¿Y dónde? Y así
sucesivamente hasta vislumbrar de nuevo a mi Conchita, que aguarda, vestida con
el hábito de monja, allí a donde mis viajes y andanzas la han llevado.
y en el bosque oscuro
¿contarás también
cómo nos besamos por vez primera con labios cerrados, asustados,
¿Dirás:
Y así canta ella, cada vez que paso, dando vueltas y más vueltas,
ininterrumpidamente,
Creo que es muy posible que haya sufrido una regresión a los once o doce
años. Es la edad en la que me encantaban las historias de barcos. Está mucho peor,
a mi juicio. Lo cierto es que nunca da señales de reparar en mi presencia. El doctor
Y afirma que con él reacciona.
DOCTOR X
DOCTOR Y. Lleva varios días hablando prácticamente sin parar, ¿lo sabía?
PACIENTE. Pícaro.
PACIENTE. Aquí.
DOCTOR Y. Dígame: ¿por qué nunca quiere hablar con el doctor X? Él está
bastante molesto por ello. Yo lo estaría también.
2 2 Juego de palabras que se basa en el hecho de que, en inglés la i griega (apellido del
se hundió en la corriente de Guinea, dejando a Quién en la resbaladiza balsa y...
29 de agosto. DOCTOR X
El mar está más picado que antes. Cuando el oleaje inclina la balsa hacia un
lado, veo los peces aletear sobre mi cabeza; y cuando las olas rompen contra mí, los
peces y las algas emergen de golpe, se deslizan sobre mi rostro y se zambullen de
nuevo. Cuando mi balsa sube y sube hacia la cresta de las olas, los peces me miran
fijamente desde el interior de la pared de agua. Fijaos en esa criatura del aire,
piensan, antes de golpearme la cara y los hombros, y yo me digo, mientras
resbalan sobre mí y desaparecen, que son criaturas acuáticas, que pertenecen a la
humedad. La ola se riza y se retuerce formando remolinos perfectos, llevando
dentro de sí tres peces de las profundidades que han subido a contemplar el cielo,
un pececillo propio de estanques o charcas y el nítido destello del plancton, que no
es visible ni invisible, sino un crujido brillante en la imaginación. Si los hombres
son criaturas del aire, y los peces, grandes o pequeños, criaturas del mar, ¿cuáles
son las criaturas del fuego? Ah, ya lo sé, pero vosotros no me visteis, me pasasteis
por alto, me arrebatasteis a mis compañeros y me dejasteis maullando en mi
pliegue de manta maloliente. ¿Dónde están mis amigos? Administrando justicia
desde las frondas ígneas, mirándome directamente a los ojos desde la sedosa y
ondulante espesura de las llamas. Fijaos, piensan, hay un hombre, una criatura del
aire que respira fuego amarillo del mismo modo que nosotros respiramos H 20. Hay
algo en esa forma de boquear, reflexionan —¿será George o el pobre Charlie?—,
que resulta familiar. Pero están más allá del aire y de los seres que habitan en él.
Son lanzallamas. Tormentas de fuego. ¿Cabe definir la justicia como una entidad
benévola? Pues no: arrasa, derriba, aterroriza. Las olas son tan profundas y estallan
con tal ímpetu y furia que paso más tiempo debajo de ellas que encima. Ellas
enseñan a los hombres —los hombres enseñan a los hombres— a desarrollar
pulmones de pez, los hombres aprenden a respirar agua. Si aspiro profundamente
en el agua, ¿se adaptarán los tejidos de mis pulmones en el breve lapso en que cae
Oh, no, no, no, he abandonado mi barco, el buen barco Por Qué, y me he
agarrado como una lapa a mi nueva y dura cama, la balsa; y ahora, ¿cómo voy a
apartarme de ella, para adentrarme girando en las selvas marinas como un ave
enferma? Pero ¿y si encuentro un escollo o un islote? Qué tontería: no hay escollos
ni islotes ni islas ni puertos de escala en medio del ancho océano Atlántico a 45
grados sobre el Ecuador. Pero la balsa se está deshaciendo. Se rompe. Yo sólo
disponía de cuerdas corrientes para atar los maderos de lado a lado, de través y
longitudinalmente; pero ¿qué clase de cuerdas habrían mantenido sujeto este tosco
conjunto de troncos en un mar tan embravecido? Se avecina una tempestad. Un
tifón. El cielo está negro de tormenta, y las nubes aparecen bordeadas de un blanco
enfermizo y amarillento, y las olas son azules y negras y más altas que el
campanario de la iglesia, y todo lo que me rodea está húmedo y frío, y los oídos me
pitan como si hubiese contraído las fiebres palúdicas. Y allí va mi balsa,
desbaratándose debajo de mí como un manojo de paja en el remolino de un
desagüe de cocina. Allí va, y yo a nado, esforzándome por agarrarme a unas
briznas o incluso a una espina de pescado. Estoy completamente empapado y me
ahogo y tengo frío, mucho frío; frío en mi interior, allí donde debería concentrarse
todo mi calor vital, a lo largo de la columna vertebral y en el vientre, pero allí hace
frío, tanto frío como en la luna. Desciendo cada vez más, pero el mar suberoso me
lanza de nuevo hacia arriba, hacia la luz, y allí, bajo mi mano, hay roca, un puerto
en medio de la tormenta, un peñasco pequeño y negro que apenas asoma a la
superficie, que no figura en ningún mapa y con el que ningún gran marinero ha
topado antes que yo. No es más que una solitaria y negra roca de basalto, la cima
de una gran montaña de unos tres kilómetros de alto, cuyas laderas inferiores
están cubiertas de grandes bosques de ramas oscilantes donde pacen manadas de
búfalos marinos. Me aferraré a este escollo hasta que la borrasca remita y vuelva el
sol. Aquí al fin puedo descansar tranquilo: la roca, surgida del fondo del océano
hace un millón de años y bien acostumbrada a reclamar sus posesiones y a
aguantar las galernas del Atlántico, se mantiene firme. Hay una larga grieta en la
roca, un hueco en el que me acurrucaré hasta la mañana. Oh, ahora vuelvo a ser
una criatura terrestre y con derecho a dormir a pierna suelta. El peñasco, que es la
cumbre de una montaña, y yo formamos un conjunto sólido, y ahora es el agua la
que se mueve y fluye. Calma. Quieto. La tempestad ha amainado y el sol luce sobre
un mar llano, tranquilo y estable, cuya superficie se curva suavemente sin crisparse
como si el océano quisiera hacerse pedazos. Un mar caliente, arrullador, salado,
que se desplaza y pasa junto a mí, hacia el oeste, hacia la siguiente parada, las
Antillas, que se desplaza, dejándome atrás, asentado sobre mi roca. Sumido en un
sueño profundo. Un sueño. Profundo.
y los peces que emiten una débil fosforescencia nadan entre las algas,
y flotan bancos de luz que parpadean como ojos.
Los piojos de mar saltan sobre rocas pálidas hinchadas como sapos.
se eleva como una luna pálida que atraviesa las franjas acuosas,
y pasa con ojos albinos como la luna inerte desde hace tanto tiempo.
ENFERMERA. Por favor. Está usted alterado. Todo el mundo tiene sus
altibajos. Todo el mundo ha atravesado alguna crisis en su vida. Incluso yo misma.
Piénselo.
PACIENTE. Pero ¿qué es esta porquería, qué son estas píldoras, cómo voy a
despertar si usted...? ¿Quién es ese hombre que me acosa, que pretende que me
hunda como un ahogado y...?
PACIENTE. Debo ascender del fondo del mar. Debo salir a la superficie, con
tormenta o sin ella, porque Ellos nunca me encontrarían allá abajo. Ya cuesta
bastante creer que Ellos quieran venir a respirar este aire denso, viciado y repleto
de humo; pero esperar que desciendan al lecho del mar, donde reposa tanto pecio,
no, no es razonable. No, debo subir y darles la oportunidad de verme allí,
aovillado en el hueco de una roca caliente.
ENFERMERA. Sí, desde luego, muy bien. Pero no se atormente así..., por el
amor de Dios.
Estamos ante la costa. Ahora más que nunca debemos comprobar que
nuestra derrota sea la correcta. Aquí no hay rocas, encalladeros ni arrecifes,
marsopa, que amenacen con rasparte la delicada nariz o arrancar tiras de piel de tu
liso lomo, pero ante nosotros se extiende el litoral brillante, el peor de todos los
peligros que plagan la corriente del Sur, pues si posamos la vista en esa
maravillosa costa, deseando estar en ella, entonces nos absorberá de nuevo aquel
ciclo del olvido en el que dábamos vueltas y vueltas y vueltas y vueltas a las costas
de África con las montañas de hielo del sur por toda compañía; así que sigue
adelante, marsopa, y piensa en tu trabajo, que consiste en llevarme a mi destino, y
nunca sueñes con esas arenas plateadas, con esas selvas profundas, porque, si lo
haces, te fallarán las fuerzas y te deslizarás hacia el sur como un pez muerto o
moribundo.
Allí está. Casi hemos llegado, y el oleaje brama en nuestro interior. Pero
cierra tus oídos, marsopa, no mires ni escuches, procura centrar todos tus
pensamientos en vencer la fuerte resaca. Adelante. Adelante, con el suave batir de
la corriente sur en tu flanco izquierdo. Adelante, que yo tampoco estoy mirando,
querida marsopa, porque si no arribase a esa costa ahora y nos deslizáramos hacia
el sur de nuevo para dar vueltas y vueltas, te pediría, marsopa, que me trataras
como os tratamos a vosotros los hombres, descuartizándome para satisfacer tu
curiosidad. Estamos cerca. Sí, muy cerca. Estamos tan cerca ahora que los árboles
de la playa y la tierra que se eleva más allá de la playa tienden sus ramas sobre
nosotros como los árboles sobre un río tranquilo. Y llegamos. Pero ¿vendrás
conmigo? ¿Te desgarrarás por la mitad esa cola gruesa, lisa, negra y brillante para
transformarla en pies que te lleven a las altas planicies junto a mí? No; entonces
adiós, marsopa, adiós, regresa a tu mar y sé feliz allí, vive y respira hasta que el
veneno que el hombre fabrica en perjuicio de todas las criaturas te alcance y
destruya. Y ahora me bajo de tu amistoso lomo, gracias, gracias amable pez. Mis
plantas se posan sobre una arena crujiente, y el fleco de la marea me refresca los
tobillos.
Debían de ser las diez de la mañana. El sol brillaba a mi espalda desde una
altura de media mañana. El cielo estaba despejado, de un color azul intenso y
profundo. Me encontraba en una ancha playa de arena blanca que se alargaba unos
tres kilómetros en ambas direcciones antes de torcerse y perderse de vista detrás
de unas rocas. Ante mí, una colina recubierta de un espeso bosque arrancaba en el
borde de la arena. Una ligera brisa procedente del mar agitaba las hojas de los
árboles, que relucían al igual que el agua. La arena centelleaba. Era un espectáculo
que infundía sosiego, paz y seguridad, aunque reinaba al mismo tiempo cierta
confusión de luz. Respiré aliviado al apartarme del brillo deslumbrante de la arena
y cobijarme a la fresca sombra de los árboles. La maleza era baja, lo que me
permitía caminar con facilidad. Ya en la playa me había percatado de que el
terreno ascendía abruptamente hacia unas rocas que al parecer delimitaban una
meseta. Yo buscaba un camino mientras andaba en dirección oeste bajo las ramas;
al fin avisté un sendero arenoso que ascendía hacia el altiplano que se alzaba
enfrente. Era una caminata tranquila y relajante. El rumor del oleaje había
enmudecido. Arriba, el ramaje guardaba un pesado silencio agudizado por el canto
de miles de pájaros. De pronto, delante de mí sonó un ruido tan atronador como el
de las olas, que habían quedado cinco o seis kilómetros atrás. Había llegado a
orillas de un río que bajaba torrencial de roca en roca hasta afluir a una corriente
que discurría con suavidad por un cauce más ancho hasta el mar. El camino
bordeaba el río y se estrechaba en su ascenso hasta convertirse en una simple
senda flanqueada por las rocas, junto a la catarata. Yo avanzaba despacio, rociado
por una espuma que disolvía la amarga sal marina de mi rostro. Cuando llegué a la
cima y volví la cabeza atrás, vi que el terreno formaba una pendiente empinada a
lo largo de la costa. El punto en que el río se ensanchaba y sus aguas se
apaciguaban tras su descenso rocoso, estaba ya a casi dos kilómetros de distancia.
Desde donde me encontraba dominaba una extensión de kilómetros y kilómetros
de la espesura que había atravesado; más allá todavía, el azul del océano se fundía
con el del cielo entre los mechones blancuzcos de una nube, una suerte de espuma
celeste en la lejanía. Giré sobre los talones. Los promontorios que había divisado
desde la playa se alzaban todavía imponentes frente a mí, pues me hallaba aún a
una altura media. Y estaba de nuevo en un bosque, más bajo y ralo que el otro, en
un lugar donde ya la aulaga y la maleza de las alturas empezaban a
entremezclarse. En conjunto esta vegetación tenía un aire más alegre e íntimo que
la de abajo, porque estaba poblada de pájaros y monos. Un aroma penetrante
flotaba en el aire. Provenía de un árbol que nunca antes había visto. Semejaba un
castaño, con unas flores de color malva y rosa como las de la magnolia. La brisa
había diseminado este olor de tal forma que parecía estar en todas partes. Este sitio
no destilaba la menor sensación de hostilidad hacia el intruso; por el contrario, yo
me sentí bien recibido, como si la aversión y la animosidad no se hubieran
implantado aquí todavía. Algo más adelante, recorría el camino a ritmo constante,
un animal enorme y moteado como un leopardo salió de entre las cañas de bambú,
justo por donde yo iba a pasar, me dirigió una mirada reflexiva y luego se apartó
de la senda sin dejar de observarme. Noté que estaba alerta, pues sus ojos verdes se
clavaron en mí, sin parpadear, pero con expresión benévola. No se me ocurrió que
quizá debía temerlo. Seguí andando con paso firme, acercándome a él. Se
encontraba a sólo unos seis pasos de mí y parecía sumamente grande y poderoso.
Aunque estaba agazapado, su cabeza quedaba más o menos a la misma altura que
la mía. Lo miré a los ojos con una especie de gesto de asentimiento, pues supuse
que una sonrisa no sería lo bastante expresiva, y entonces, como un gato casero
que desea agradecer la presencia o la amistad de su amo, pero es demasiado
perezoso u orgulloso para moverse, este leopardo o puma o lo que fuera entrecerró
los párpados y emitió un leve ronroneo. Continué andando. La bestia me siguió
con la vista y, tras avanzar unos metros en pos de mí, desapareció entre unos
matorrales que crecían a la orilla del río y lanzaban destellos de luz iridiscente,
pues centenares de hilos de telaraña reflejaban la luz. Proseguí mi ascenso. Era ya
por la tarde, y el sol me daba en los ojos, deslumbrándome. Al mirar atrás, me dio
la impresión de que había cubierto al menos la mitad del trayecto entre la playa y
mi destino, la planicie rodeada de rocas. No se alcanzaba a ver la enorme
depresión en la tierra que acababa de atravesar, junto a las cataratas: el terreno
parecía descender en tíña pendiente suave hacia el mar, y sólo una tenue bruma
gris delataba la ubicación de las cascadas. La única señal de la existencia de la
hondonada era el sonido, el rumor todavía perceptible de las cascadas. Si no
hubiera cruzado esa depresión yo mismo, habría jurado que no estaba allí; por
tanto era posible que enfrente de mí hubiese otras brechas y pendientes ahora
ocultas por el bosque. El río corría a mi lado, encañonado entre dos altas riberas.
Era todo un paraíso para las aves y los monos, y cuando me detuve bajo los árboles
para descansar y procurar un rato de alivio a mis ojos, lastimados por el fulgor del
sol, avisté en la margen opuesta, en una blanca extensión de arena, unos cervatillos
que bajaban a beber. Decidí tumbarme a reposar. Encontré un prado en declive,
donde la luz se filtraba por el ramaje, y me quedé dormido entre un mosaico de sol
y sombra. Cuando desperté, reparé en que la dorada bestia de piel moteada yacía
junto a mí. Oscurecía bajo los árboles. Había dormido más de lo previsto. Decidí
pasar la noche allí mismo, pues colegí que mi amigo, el gran felino, se quedaría a
mi lado para protegerme. Encontré además un árbol repleto de unos frutos de un
color naranja violáceo y el púrpura que me sirvieron de cena, y como era el primer
alimento que ingería en tierra después de tanto tiempo, cada bocado me sabía a
gloria. Luego me senté de nuevo a contemplar la claridad cada vez más mortecina
del crepúsculo; todo cobraba un aspecto más triste. La bestia amarilla se me acercó
hasta ponerse al alcance de mi mano, y se echó con la enorme cabeza apoyada
sobre las patas y los sus ojos verdes fijos en la otra orilla del río. Me dio la
impresión de que, en esta hora en que la luz solar abandona esta parte de la Tierra
y las sombras trepan desde el mar, mi compañía le resultaba agradable. Estábamos
sentados juntos cuando el paisaje desapareció engullido por las sombras: primero
el río que fluía por el fondo de la hondonada, luego los árboles de la otra margen,
cuyas elevadas copas permanecieron iluminadas un largo rato más, luego los
arbustos más cercanos y, por último, los matojos que había marcado para
utilizarlos como puntos de referencia en caso necesario, tratando de grabarme en la
retina su forma, como si estos pequeños centinelas pudiesen contener el avance
avasallador de las sombras. El bramido lejano de las playas servía ahora de telón
de fondo al rumor del río, que a su vez acompañaba el chapaleo y el murmullo de
la superficie. Las aves nocturnas se rebulleron y se pusieron a parlotear, posadas
en las ramas bajas que colgaban sobre mi cabeza. Y cuando la gran bestia levantó la
cabeza y rugió, el sonido retumbó por las colinas y las roquedas, y todo quedó en
tinieblas. Oí que algo se movía en los arbustos a mi espalda. Pensé que mi amiga,
la bestia, se había ido de caza o hacia un sitio lejano, pero cuando escudriñé la
espesura en aquella penumbra de olor dulzón, descubrí dos bestias tumbadas una
junto a la otra. La recién llegada lamía con delicadeza la cabeza de la anterior, que
ronroneaba.
Seguí caminando, siempre hacia arriba, medio aturdido por el estruendo del
agua al caer, por los vientos cortantes y desagradables que parecían soplar desde
todas partes, dejándome sin aliento. Con todo, la viveza de este aire y el esfuerzo
por llenar mis pulmones me estimulaba, de forma que todo cobró una especial
nitidez ante mis ojos, debido a mi estado de lucidez y a la luz refrescante y
desprovista de sombras del amanecer. Me hallaba tan cerca del borde de la
altiplanicie, con sus peñas arracimadas, que temía que los vientos las impeliesen
colina abajo contra mí para que me aplastaran, o que toda esa masa se
desprendiera y se produjese un corrimiento de tierras, tal como advertí que había
ocurrido más abajo, en la ladera. Continué andando, a pesar de todo, agarrándome
a ramas y arbustos, a matas y cañas que me arañaban los brazos y las manos. Si los
vientos no se hubieran llevado todo mi sentido común, de seguro que habría dado
media vuelta; pero, aunque lo que veía me llenaba de malos presentimientos,
proseguí mi ascenso como un robot. Ya no me cabía la menor duda: delante de mí
había una grieta muy estrecha, tal vez demasiado peligrosa para cruzarla, y, más
arriba —si conseguía llegar a esa altura— me encontraría ante una roca enorme y
lisa como el cristal que se elevaba hasta el mismo borde de la escarpa. Al parecer
no había rodeo posible. A un costado de la peña el río, más que correr sobre un
lecho de roca, se precipitaba hacia abajo. Todo lo que alcanzaba a vislumbrar por
ese lado eran masas de agua y espuma. Al otro lado, una cuesta muy empinada
que bajaba hasta la orilla de un precipicio. Me habría resultado imposible
desviarme hacia la derecha, pues cuando arrojé un simple guijarro se desencadenó
un alud que retumbaba entre los árboles, allá abajo. Sin embargo, la senda subía
hasta aquí paralela al río; alguna persona o animal la había usado..., y su destino
parecía ser esta brecha que se abría delante de mí. Por eso me atreví a penetrar en
ella. La luz del sol matinal brillaba con fuerza en el cielo azul sobre mi cabeza, pero
allí abajo me envolvía una penumbra que hedía a murciélagos. Me costaba un
enorme esfuerzo avanzar, con los pies apoyados en una pared, y la espalda y los
hombros en la otra. Era un proceso lento y doloroso, pero finalmente me planté de
un salto en un saliente de la roca de cristal. Miré hacia abajo: la vista de los bosques
surcados por el río era magnífica; al otro lado de los árboles se divisaba la franja
blanca y circular de arena, y más allá, todo un horizonte de mar. Aquí arriba el aire
estaba impregnado del olor penetrante del rocío y del perfume de las flores de los
bosques de más abajo. Tenía la sensación de que la maloliente grieta por la que
había pasado no formaba parte real de mi viaje, pues su estrechez y oscuridad se
me antojaban inconciliables con los amplios espacios que había atravesado; sin
embargo, lo cierto es que había pasado por allí, y me propuse no olvidarlo. De no
haber emprendido esa penosa subida a través de la hendidura, no estaría donde
estaba, un camino sin salida, al menos aparentemente. Yo deseaba continuar
subiendo, ya que no había otra solución, pero no había manera. El saliente sobre el
que estaba apenas medía un metro de ancho, y sus dos extremos desembocaban en
el vacío, como descubrí tras una breve exploración. Enfrente de mí se erguía esta
roca negra y lisa como el cristal. Intenté escrutar su interior con la vista, tal como
había escrutado otras veces las olas del mar. La diferencia era que en la roca no
había peces que me miraran, sólo el reflejo de un rostro desaliñado con barba de
muchas semanas. Y no sabía qué hacer. Era imposible trepar por aquella roca.
Medía al menos siete u ocho metros de altura y no había una sola prominencia o
hendidura de donde agarrarse. Me senté, de cara al sol de la mañana, al este, de
donde había venido, pensando que ese lugar era tan bueno como cualquier otro
para morir. Sin embargo, algo se movió en la grieta y avisté la cabeza del felino
amarillo, que subía con cautela, pues era un ascenso difícil incluso para él. Detrás
venía su amiga o su compañera. Me aparté para dejarles espacio sobre la
plataforma, pero no permanecieron a mi lado. Primero uno y luego el otro posaron
en mí sus ojos verdes. Sus cabezotas cuadradas, empenachadas y amarillas se
recortaban contra el profundo azul del cielo. Luego, uno detrás del otro, se
plantaron en lo alto de la roca cristalina de un par de saltos grandes y ágiles. Divisé
las dos cabezas, todavía enmarcadas por el cielo azul, mirándome desde las rocas,
unos diez metros más arriba. Me acerqué a la punta desde donde habían saltado,
sin dar crédito a mis ojos, y caí en la cuenta de que en la rasa superficie cristalina
había una veta más áspera, como un sendero, sólo visible cuando la luz incidía en
ella desde un ángulo muy concreto. Su rugosidad no era la del árbol de corteza
gruesa, sino la del granito en bruto. Sin el ejemplo de las dos bestias, no hubiera
soñado siquiera con trepar por aquella franja granulosa; mas ahora me coloqué en
el sitio más alto posible, alcancé con las palmas los bordes y descubrí que si no
pensaba en lo temerario de aquel acto, mis manos y pies se agarraban con firmeza
a la cara de esta roca dura que respiraba. Me percaté de que había sobrepasado el
límite que había estimado infranqueable, entre las peñas que bordeaban la
altiplanicie que había fijado como destino de mi viaje. Resultaba evidente que esta
elevación, mi meta desde el momento en que había desembarcado en la playa de
allá abajo el día anterior, no era sino una llanura baja en comparación con las
montañas que se alzaban enfrente, unos ochenta kilómetros al oeste. Ahora, al
bajar la mirada, el camino por el que acababa de subir no me parecía gran cosa;
incluso la cima escarpada de cristal que acababa de escalar me imponía tan poco
respeto como... como cualquier cosa conseguida con relativa facilidad. El ancho río
aparecía simplemente como un hilo de plata brillante. Las cascadas más bajas, a
casi veinte kilómetros de distancia, donde el terreno selvático descendía
abruptamente, no eran más que una hilera de copas de árboles ensombrecidas, y
una blanca nube sobre el ramaje señalaba el emplazamiento de la catarata de varios
kilómetros de largo. En cambio, de las cascadas más altas, cuya agua pulverizada
alcanzaba la misma cumbre en que me encontraba, no percibía más que el sonido,
pues su vertiginosa caída no era ya visible para mí.
Ante mis ojos se extendía la costa, y, más allá, el océano azul. Y era como si
en el mundo no hubiera nadie más que yo. Ni un barco en el mar, ni una canoa en
el río, y, en los bosques de allí abajo, ni una columna de humo que indicara la
presencia de una cabaña o un viajero que estuviese preparándose algo de comer.
Escogí al fin una casa pequeña con un jardín de rosas y agua que corría
tanto por conductos abiertos como por cañerías cerradas. Se alzaba cerca del borde
de la escarpa, desde donde se abarcaban el cielo y el mar, lo que permitía a la vista
pasearse desde las cascadas rocosas que se encontraban bajo la pared de cristal
hasta las cataratas, los sombríos y frondosos bosques, las playas, el océano, el cielo,
y luego regresar siguiendo el camino del sol hasta posarse justo en el cénit, donde
los ojos habían de desistir, ofuscados, y descender hacia mis pies, plantados en la
orilla de la escarpadura.
Por otra parte, no había motivos para sentirme solo. En aquella ciudad
reinaba la misma atmósfera que en las poblaciones habitadas, como si estuviese
dotada de alma o ser, como si me conociera. Las paredes parecían reconocerme al
pasar, y cuando la luna salió por tercera vez desde mi llegada a esta costa, yo me
paseaba bajo los árboles, por las avenidas de piedra, como si estuviera entre
amigos.
Muy tarde, cuando la luna ya casi se había puesto tras las montañas, yo me
acostaba en mi lecho de hojas que despedían un olor delicioso y dormía un buen
rato. Era un sueño ligero y placentero del que no me costaba despertar; en él yo
hablaba con mis queridos compañeros del barco, George y Charlie, James y
Stephen y Miles y los demás; a esta conversación se unían Conchita y Nancy con
sus canciones y risas. Cuando abría los párpados bajo el sol que resplandecía sobre
el mar verdeazul, estaba convencido de que algo reclamaba mi atención. Mis
amigos se encontraban alrededor de mí, lo sabía, y de alguna manera también
sabía que se componían de la misma sustancia que aquella piedra cálida y terrosa,
así como de aire; pero no me bastaba vivir allí y respirar ese aire. Me incorporaba
de golpe, como impulsado por la conciencia de que había algo que hacer, me
acercaba al canal más próximo y me lavaba la cara y las manos. Admiraba mi
impresionante barba de marinero, mis duros, morenos y soleados brazos y rostro;
comía algunos de esos frutos que semejaban melocotones y deambulaba entre las
casas que tenían el cielo por techo para ver qué encontraba... Me extrañó no
haberlo notado antes: entre los edificios, en lo que parecía el centro de la ciudad
antigua, estaba lo que muy bien pudo ser la plaza principal, una extensión de
piedra lisa desprovista de flores y canales de agua. Medía unos setenta o cien
metros de largo y comprendía un círculo de unos cincuenta de diámetro. Había
resquicios entre las piedras por las que había penetrado la tierra y de las que
habían brotado algunas hierbas; pero la plaza era prácticamente plana y
permanecía a la espera de que yo hiciese lo que tenía que hacer. En ese momento
supe en qué iba a consistir mi tarea. Debía preparar aquel círculo limpiando toda la
suciedad suelta y arrancando los hierbajos. Así pues, acometí mi labor. Me llevó
más tiempo de lo normal por no disponer de los utensilios adecuados. Desgajé una
rama resistente y la usé como escoba. Una vez que hube barrido el polvo y
desherbado el suelo, comencé a rociarlo con agua que traía de los canales cercanos
en las manos ahuecadas. Sin embargo, era un proceso lento. Por fortuna, encontré
una piedra cóncava que acaso sirvió para moler el grano en ella y la usé para
transportar agua. Limpiar y preparar este círculo en el centro de la ciudad me llevó
casi una semana, durante la que trabajé día y noche. Sólo descansaba entre el ocaso
y la salida de la luna, y entre la puesta de la luna y el amanecer, cuando no eran
inmediatos.
tirana,
reflejando el calor,
reflejando el frío,
Desequilibrada Tierra,
esforzada y tambaleante,
Este sonido se tornaba cada vez más intenso y penetrante. Una noche,
cuando el medio disco flotaba en el aire por encima de mi cabeza, oí entremezclado
con éste otro ruido, un ruido terreno, y supe que, fuera lo que fuese, procedía de la
llanura que se extendía más allá de la ciudad, hasta las montañas lejanas. Paseé
entre las ruinas de lo que hasta este momento consideraba tan mío, y ahora en
cambio se me antojaba distante, como si las casas me hubieran vuelto la espalda; al
alargar la mano para tocar la pared de un edificio, una esquina o el amago de una
sombra, mis dedos se cerraban sobre sí mismos, y mis ojos comenzaban a recorrer
todos los rincones que servirían de escondite a un posible enemigo. Era la primera
vez desde mi llegada que pensaba en seres hostiles o en otros peligros.
Seguí andando por una calle empedrada que resonaba con el eco de mis
pisadas, llegué al límite de la ciudad y vislumbré, bajo la brillante luna y las
estrellas, todo un rebaño que pastaba en la llanura. Había miles de reses, todas de
color crema o dorado pálido, bestias grandes, bien alimentadas, de aspecto
tranquilo y sin pastor. Tenían por corral la inmensidad de la llanura y se
desplazaban juntas, como movidas por el mismo impulso, la misma idea; ora
agachaban la cabeza para pacer, ora mugían. Era este sonido el que me había
atraído hasta aquí desde el centro de la ciudad. De repente, un ala de este rebaño
fantasmal se espantó por algún motivo, y atisbé una sombra que salía corriendo de
las ruinas, agazapada. Acto seguido, una de las grandes bestias cayó muerta y de
pronto percibí un fuerte y enfermizo olor a sangre en ese aire que, como yo bien
sabía, aunque sin pruebas, nunca antes se había impregnado de ese hedor.
DOCTOR Y
DOCTOR X
Bajo mi mano
carne de flores,
bajo mi mano
paisaje cálido.
Devuélveme mi mundo,
en ti respira la tierra
bajo mi mano...
una y otra vez. Se reían todos de mí, regodeándose con malicia, porque me
había unido a su festín sangriento. Más tarde, cuando todo terminó, advertí que las
mujeres se marchaban muy sobrias, dejando el fuego encendido y trozos de carne
hedionda amontonados a un lado. Busqué al crío con la mirada, pero no estaba allí.
Luego descubrí que estaba muerto y que lo habían arrojado sobre la pila de carne
que aguardaba en medio del claro, toda ensangrentada y de color rojo violáceo, a
la orgía de la noche siguiente. El bebé estaba desnudo, enrojecido como un recién
nacido, empapado en sangre, y sus genitales, los genitales desproporcionados de
un recién nacido, estaban a la vista en lo alto del montón de carne. Entonces me
percaté de que yo estaba desnudo. No lograba recordar cuándo había perdido mis
pantalones, los que llevaba cuando abandoné el barco. Probablemente iba ya sin
ropa cuando el delfín me dejó en la playa; pero no había dedicado el menor
pensamiento a mi desnudez. Ahora, en cambio, sentí la necesidad de taparme. La
piel sanguinolenta de la vaca muerta estaba doblada a un lado del calvero, donde
las mujeres y los muchachos la habían tirado. Corrí hacia allí y me disponía a
envolverme en ella, pese a que estaba mojada y sin curtir, cuando, al mirar
casualmente hacia arriba vi que el sol lucía sobre los árboles y que la traidora luna
había desaparecido, al igual que el fuego, la carne sangrante y el bebé muerto. No
quedaba el menor rastro de aquella danza nocturna y macabra.
Regresé andando por el bosque, ahora bañado por la suave luz matinal;
crucé la pradera, luego los barrios periféricos de la ciudad desierta y al fin llegué a
la plaza central. La examiné ansiosamente para comprobar si la noche anterior la
había afectado de alguna manera. Pero no, estaba allí, serena y expuesta al sol, sin
otro sonido que el del agua invisible y el canto de los pájaros.
Noté además que, cuando estaban cansados o creían que nadie los
observaba, andaban a cuatro patas durante un buen rato. De esta manera corrían
veloces y con gran agilidad, pues la forma de su cuerpo se prestaba a ello. Sin
embargo, cuando un individuo o grupo se comportaba así durante largo tiempo,
los otros comenzaban a irritarse, a reñirlo, a emitir chillidos de reproche. En un
principio los inculpados asumían una actitud desafiante, pero al final acababan por
recobrar la posición vertical.
Del océano y del bosque vino la oscuridad, que envolvió en un abrir y cerrar
de ojos la altiplanicie y la populosa ciudad. Me marché al borde de la escarpa y allí
me senté, alzando la vista a las estrellas. De atrás me llegaba el murmullo sordo y
variado de los animales que también escrutaban el firmamento, en el que el dorso
de la luna aparecía como un círculo oscuro con una franja insignificante de luz a
un lado.
Tal vez fue por su miedo a las tinieblas, tal vez por el hecho de que ese
miedo despojaba sus movimientos y voces de su brío habitual, de forma que los
seres acumulaban energía en lugar de aprovecharla; o quizá fue porque la ciudad
había crecido desmesuradamente, demasiado para seguir guardando las formas;
fuera lo que fuese, esa noche estallaron los conflictos. Lo noté primero por el olor,
aquel olor a sangre que a estas alturas conocía tan bien. Se produjeron riñas mucho
más ruidosas que de ordinario, acompañadas de gritos y aullidos. Estos últimos
sonaban como los que proferían las mujeres enloquecidas por la sangre alrededor
del fuego. La mañana siguiente, al pasearme por la plaza central y por las casas, vi
cadáveres por todas partes. En su mayor parte eran de monos, aunque había uno o
dos de perros-rata. Las dos razas se habían separado una de otra, con la salvedad
de algunos monos que habían decidido permanecer junto a las grandes bestias, en
calidad de sus sirvientes o bufones. La ciudad quedó toscamente dividida, y ahora
los centinelas en lo alto de árboles y muros se acechaban entre sí. La vigilancia se
llevaba a cabo hacia dentro en vez de hacia el exterior.
El mar color pavo real chilló azul, las casas turquesa, rojo,
La Luna Llena surgió del mar y bañó toda la tierra, desde la playa hasta las
altas cumbres, en un resplandor argénteo. Se elevó, abriéndose paso entre las
estrellas. El ave blanca levantó las alas y subió y subió y subió volando hacia la
luna.
DOCTOR Y
DOCTOR X
Caí en la cuenta entonces de que, cuando paseaba bajo mi forma normal por
la ciudad de piedra y cobraba conciencia, como le ocurre a la mayoría de la gente,
de que el aire estaba más enrarecido en esta o aquella casa o lugar público, lo que
contemplaba eran lugares o espacios donde el modelo tipo latía en su propio
pensamiento.
En este gran entramado de claridad, las llamas, los tonos y los haces siempre
cambiantes emitían notas que abarcaban toda la escala, de forma que lo que yo
percibía, o mejor dicho, aquello de lo que formaba parte, no era luz ni sonido, sino
esa zona donde las dos identidades confluían. El latido de esta bola de luz y sonido
coincidía con el de la tierra que la circundaba, y, tal como había advertido en los
edificios de la ciudad y las manadas de animales, aquellas bestias implacables, en
todos los rincones de ese mundo terroso se abrían grietas y simas de una sustancia
superior, una palpitación, luz o sonido más sutil en el tiempo y que conformaba los
canales de una esfera envolvente superior que se alimentaba de la inferior. Desde
esa posición en el espacio, como desde el interior de una pompa de jabón que nace
en el extremo de un tubo en el que unos labios insuflan aire, yo alcanzaba a ver a
través de la membrana rotatoria el mundo que conocemos, tierra y mar, montañas
y desiertos, que giraba presionado por la materia, mientras esta criatura
suspendida en el espacio, rodeada por esa otra envoltura más delicada, estaba
vacía; pues la humanidad no resultaba visible hasta que uno se acercaba a una
posición desde la que las ciudades, aglomeraciones y obras humanas se mostraban
a la vista como piojos en hendiduras y brechas. No había otras señales de la
humanidad que unas pequeñas costras grisáceas dispersas, unas manchas fijas,
inmóviles, partículas insignificantes que se movían según pautas preestablecidas y
que parecían más pequeñas que los granos de arena o el polvo del polen. Daba la
impresión de que incluso la trayectoria curva descrita por uno de estos grupos de
partículas en su travesía de un continente al otro era una llama diminuta y
parpadeante dentro del gran cuadro de sacudidas y oscilaciones.
Ahora que la Tierra rotaba con mayor rapidez, aunque todavía lo bastante
despacio para que yo apreciara el cambio, el crecimiento y la desaparición de las
formas, observé que los planetas se movían, evolucionaban, se acercaban y se
separaban, ejerciendo unos sobre otros una presión de fuerzas que impedía su
disgregación. Me fijé, asimismo, en las pequeñas costras de materia que señalaban
la presencia de los hombres, de la humanidad, y que también cambiaban y bullían.
Del mismo modo que las aguas, los océanos (esa delgada película líquida sobre la
corteza terrestre) se agitaban y oscilaban bajo el influjo del sol y la luna, la
existencia del hombre fluctuaba en su entramado de necesidades, en el lugar que le
había tocado en la vida de los planetas, en una costra diminuta en la superficie de
ese espesamiento visible del aliento del sol al que llamamos Tierra. La humanidad
era un latido en la vida del Sol, de un sol que arde entre vastas explosiones de
diversas clases de luz o sonido, unas fuertes y densas, otras más sutiles, con
fuerzas de grado muy diverso que, lanzadas al espacio, mantenían en danza
continua a las migajas y pequeñas llamas. La gran fuerza que permitía la
continuidad de ese movimiento envolvente y circular era el sol. El Sol era la
energía que lo controlaba todo; a su lado, la potencia y las leyes secundarias de los
otros cuerpos se antojaban insignificantes. La base, el alma, el corazón y el centro
de este sistema solar residían en su luz, ritmo y musicalidad. El Sol era el rey. No
obstante, aunque este poder central, este núcleo majestuoso de nuestra red,
resultaba esencial para todo el sistema, en zonas muy alejadas del centro, como
aquélla donde se encontraba el oscuro y desolado Plutón, por ejemplo, quizá
parecía más inmediata la atracción entre los planetas; tal vez allí, o más lejos aún,
se pierde la noción de que el sol es la nota grave de órgano que sustenta a todo ser,
tal vez se olvida más todavía que en la Tierra, que gira de forma tan irregular y
lastimosa, agobiada bajo el peso frío de su necesidad. Al contemplar la danza del
Sol con sus socios, pensé que a lo mejor el más cercano, Mercurio, era el único que
permanecía siempre consciente de la canción subyacente del Sol, de sus
requerimientos e intenciones. Es también conocido como Tot, Enoc, Buda, Idris y
Hermes, entre otros muchos títulos y nombres con que lo designan las historias de
la tierra: Mercurio el mensajero, el portador de nuevas, el mandadero del sol, el
diseminador de leyes del centro cantor de Dios.
Sí, pero mas lejos, en el tercer planeta, que daba vueltas desiguales, cuesta
más conservar ese conocimiento, la cordura y la simplicidad del gran Sol. En
efecto, la pobre Tierra estaba apartada de su gracia. Ese ritmo de rotación me
permitió ver con claridad la concatenación de acontecimientos de la Tierra y los
demás planetas. Descubrí que las guerras, las hambrunas, los terremotos, los
desastres, las riadas, las epidemias y las plagas de insectos, ratas y bichos
voladores se desencadenaban y desaparecían según la combinación de presiones
de los planetas, el sol y la luna. Porque una plaga de langostas, una epidemia de
virus e incluso la existencia humana se gobiernan desde otra parte. La vida del
hombre, esa pequeña costra de materia que ni siquiera resultaba visible hasta que
uno pasaba por encima de ella en vuelo rasante para efectuar una inspección
rápida, como el ave que otea el banco de peces que salpican el ancho flanco de una
ola, poseía un ritmo con una intensidad, un tamaño y una salud regulados por
Mercurio y Venus, Marte y Júpiter, Saturno, Neptuno, Urano y Plutón, así como
por sus movimientos y ese gran foco de luz que los alimentaba a todos. El hombre,
esa llama vacilante que menguaba y se avivaba al azar, a veces pacífico, a veces
criminal, estaba encadenado. Porque cuando una guerra estallaba y afectaba a la
mitad de los habitantes del globo, cuando la población de la Tierra se doblaba en
un puñado de años por vez primera en la historia o cuando por todas partes se
desataban griteríos, riñas, luchas, altercados, matanzas y la gente clamaba contra el
destino, era porque el equilibrio de los planetas había cambiado, o porque un
cometa se acercaba demasiado —o porque la luna hablaba, proclamando a los
cuatro vientos el frío y la violencia—; por eso, al inclinarme para acercarme lo más
posible, atisbé las revoluciones de la Tierra y la Lima. En aquélla, la tierra y el agua
crecían rítmicamente y vibraban, del mismo modo que la materia se hinchaba, se
movía y temblaba en la Luna, en la fría Luna, en la mortalmente fría Luna, la
hermana helada de la cálida Tierra, la hijastra, la Luna terrible que chupaba como
una sanguijuela y se aferraba a la caliente Tierra, que todavía vivía; porque la Luna
quería vivir, la Luna ansiaba vivir, la Luna era como ese pobre y triste bebé recién
nacido, un bebé que deseaba vivir, que luchaba por vivir, como esos huevos que
absorben cal de los huesos de las gallinas o los fetos, que arrancan un poco de vida
a sus madres. La luna chupaba como una sanguijuela; semejaba un imán de
carencia, el primer metrónomo de la Tierra en el baile de los planetas; porque era el
cuerpo más cercano, la gemela despojada y medio muerta de hambre, el álter ego
de la Tierra, la Necesidad.
Allí estaba el dolor frío que pesaba sobre un rincón de mi mente desde que
me absorbiera el Cristal: la conciencia de la Luna y de su necesidad. Tan próxima
estaba, tan unida a la tierra, que era tierra; vistas incluso desde aquella distancia
tan corta parecían dos hermanos siempre en movimiento uno alrededor del otro.
La lima, tan cercana, era esa fuerza siempre presente y que las limitadas mentes
humanas pasan por alto tan fácilmente cuando buscan razones y respuestas.
Resultaba más fácil mirar —más allá incluso de las órbitas de Urano y Plutón—
hacia Riga, e incluso a ese otro espejo, Andrómeda y más allá...
Sí, mas ¿qué golpe tan terrible fue ése? ¿Qué fue lo que nos separó del
centro, de la dulce cordura del Nosotros? Enseguida lo averiguaré, pues estoy
siendo succionado hacia atrás como una migaja hacia el desagüe de una bañera,
arrastrado hacia el canal de molino, hacia atrás, siempre hacia atrás, hasta que
¡pum! El cometa emerge a toda velocidad de la oscuridad del espacio, golpea a la
Tierra en el diafragma, la desvía de su curso; luego retorna a sus tinieblas,
llevándose consigo parte de la atmósfera y dejando a la Tierra insegura para
siempre, bamboleándose de un sitio para otro, como un trompo, totalmente
ladeada. Así nacieron las estaciones, amadas por los poetas; aunque el aire que
respiraban, y que los mantenía cuerdos y diciendo Nosotros, llevados por el amor
y la empatía hacia este órgano en desarrollo en el seno de un cuerpo celeste al que
pertenecían, ya no era el mismo. Este aire, en otro tiempo fundamento del cariño y
la comprensión serenos, se convirtió en veneno, y los pulmones de aquellos pobres
animalillos se afanaron por adaptarse al cambio, al igual que sus pobres cerebros,
todos ellos entontecidos y confusos, imposibilitados para funcionar correctamente
desde entonces, a pesar del esfuerzo. Su mente se había transformado en una
máquina estropeada, siempre atormentada por recuerdos extraños e imprecisos de
una época anterior a su envenenamiento, una época en que amaban en lugar de
odiar. Y ahí estaba la desdichada Tierra, una víctima maltrecha; la vanidad se
impuso, y ellos pronto olvidaron el aire recientemente contaminado; mas, después
del choque, me encuentro al otro lado de la catástrofe, en un tiempo pasado. Por
otro lado, cabría decir también «en un tiempo futuro», porque el arriba y el abajo
son perfectamente intercambiables; todo depende del punto de vista, del lugar en
que uno se sitúe, como ocurre con el adelante y el atrás. Hablando, pues, desde la
óptica humana, o microbiana, me encuentro en un momento anterior al choque,
respirando un aire dulce y fresco que rebosa armonía, sí, armonía. Y estoy aquí
como un viajero, como un Ulises que vuelve a casa, que navega en aguas
familiares, tras haber burlado al rencoroso Neptuno y haberse dejado guiar por su
amiga, la hija de Júpiter.
y como los de los gatos, los ojos de los hombres se agrandan con la noche.
brillantes, individuales,
Pero ¿por qué Júpiter, si Saturno ya ocupó una vez ese puesto? Al menos es
lo que se desprende de los viejos mitos. Por otra parte, ¿por qué no es razonable
suponer que los planetas, como las estrellas —o como la gente— cambian de
carácter? Al fin y al cabo no es raro que un planeta de peso, responsable, muestre
una imagen de sí mismo muy distinta de la de su juventud. Quizá Júpiter asumió
la dignidad de Señor de los Dioses (del mismo modo que los mayordomos
dominan a los criados durante la ausencia de los patronos), de Dios suplente,
cuando el mal genio de Saturno le impidió continuar desempeñando esta función.
Después de todo, Saturno devoró a sus hijos. Y se dice que los anillos de Saturno
son los restos pulverizados de planetas anteriores.
O bien, cuando las palabras han de suplir las pulsaciones, los impulsos, las
vibraciones, los movimientos rápidos, las influencias, el polvo y el viento estelares,
ella dice a Júpiter, en su papel de primogénita responsable: «Padre, ¿no es hora ya
de que dediques un pensamiento a esa pobre humanidad tan apurada? El pobre
Ulises sigue suspirando en brazos de la hechicera y sólo desea regresar a casa. ¿No
lo has castigado ya bastante?»
«¿Yo? replica su padre. ¡Te lo tomas todo como algo personal, querida. Eres
tan emotiva...! En primer lugar, estoy tan sujeto a las armonías cósmicas como
cualquiera. En segundo lugar, no fui yo; seguro que recuerdas que fue Neptuno
quien los odiaba. Además, ese favorito tuyo se indispuso con el mar.»
Hace unos cien años (del tiempo terrestre), los adivinos, historiadores y
anticuarios de todas clases determinaron categóricamente que el mundo se creó
hace unos cuatro mil años, y todos los que no estaban de acuerdo con esta tesis lo
pasaron mal, como tristemente nos cuentan las memorias, biografías e historias de
esa época. ¡Qué gran paso se ha dado desde entonces hacia una manera de pensar
más libre! Hoy se admite que el origen del mundo físico se remonta a mucho antes;
de hecho, a millones de años antes. Cien años de pensamiento académico han
aumentado en millones la edad de la Tierra. Sin embargo, en lo referente a la edad
de las civilizaciones, todos estos adivinos, anticuarios y científicos siguen
pensando como entonces: no se les ocurre siquiera la posibilidad de que la historia
de la civilización sea muy antigua. Se reconoce que la Tierra se formó hace
millones de años, pero el nacimiento de la humanidad está fechado entre el 2000 y
el 4000 a. C, según la tendencia de cada escuela y su definición de civilización, por
supuesto. Nosotros, ahora, personificamos la civilización, la corona de la
humanidad, el punto álgido del proceso evolutivo. El hombre de los ordenadores
es el rey, el poseedor de la sabiduría que se les negó a los bárbaros: desde nuestra
superioridad no vemos en nuestro pasado más que salvajes y, más allá, monos. Se
cuenta (y se canta) que la escritura se inventó en el tercer milenio antes de Cristo; la
agricultura, en cambio, es muy antigua, al igual que las matemáticas y la
astronomía, que se convirtió en una ciencia en el momento en que se divorció de la
astrología y la superstición. Y todo se conoce por vestigios, por fragmentos: los
hijos de una sociedad obsesionada con la posesión y los objetos atribuyen las
mismas características a civilizaciones anteriores; esclavos de sus propios
artefactos, creen que los viejos bárbaros también lo fueron.
Es posible que los astrónomos de hace diez mil, veinte mil o incluso treinta
mil años fueran tan inteligentes como nosotros. Es posible que la prueba de esto se
encuentre en yacimientos sin excavar, a disposición de mentes sin prejuicios
temporales.
Ellos sin duda entendían que las palabras debían emplearse por su propio
bien y entendían lo que simbolizaban.
Mucho antes que los dioses romanos, griegos, egipcios, peruanos o
babilónicos, los astrónomos escuchaban a Júpiter y su familia, o a Saturno, y sabían
que Tot (o como quiera que lo llamaran entonces) servía a Amón (y aquí resurge la
idea del sustituto, porque Tot creó el mundo con tina palabra) y que había
nombres para los planetas, los soles y las estrellas, así como para las migajas, las
burbujas y las gotas de tierra, fuego y agua; interpretaban sus sonidos y colores,
narraban historias instructivas sobre Tiempos y Circunstancias. ¿Por qué no?
Nadie sabe qué hay debajo de las arenas de los desiertos. Nadie sabe cuántas veces
se ha tambaleado la Tierra al recibir los golpes de los cometas, cuántas veces ha
perdido o adquirido una luna, cuántas veces ha cambiado de aire, de naturaleza.
Nadie sabe qué ha existido y ha desaparecido irremediablemente, en cuántas
ocasiones ha comprendido y olvidado el hombre que su mente, carne, vida y
movimiento se componen de la materia de las estrellas, del sol, de los planetas; que
la esencia del sol es la suya propia; todos esos sucesos que nos sobrevienen a causa
de la interacción de los planetas; el hecho de que es factible una administración
inteligente de los recursos de la humanidad basada en predicciones precisas
realizadas por mentes especialmente sensibles al baile celeste.
—El robo del fuego —insiste Minerva, con una suficiencia bastante habitual
en ella.
—Y hay algo más —añade Minerva, muy seria, en un tono que irrita a
Mercurio. Hay en ella algo de sabionda. Su sentido del juego limpio y de la justicia
(tachado de infantil por la mayoría de los dioses, que se creen más avanzados
desde el punto de vista filosófico) la ha llevado a menudo a reflexionar sobre los
derechos de las mujeres y la vanidad de los hombres.
—Muy bien —contesta Mercurio—. Entendido.
—¿De veras? —dice ella, severa—. Su madre era una terrícola, pero ¿quién
era el padre?
—Justicia —dice ella—.Juego limpio. Soy digna hija de mi padre. ¿Quién fue
el padre de él? Con esa sangre o, más bien, fuego en las venas, ¿qué esperabas?
¿Que el hombre viviera como un topo bajo tierra sabiendo que existía la Luz, sin
intentar alcanzarla?
—Había motivos para creer —señala Mercurio— que estuvo en contacto con
la Luz desde el principio. Paseó por el Jardín en compañía de Dios.
—Y por eso comió lo que nunca debió comer. Robó la manzana, querido
dios de los ladrones. Y pagó por ello.
—En resumen, que todo marcha según lo previsto y con nuestra valiosa
ayuda.
—Sí. El de que existe una armonía, y si desean prosperar deben obedecer las
leyes, cierto.
—Pero las cosas están peor esta vez. Las estrellas, como tú muy bien sabes...
—A la larga, sí. Pero qué largo les debe de parecer a ellos, pobrecillos.
—Por su culpa, en parte.
—Hoy hablas con mucha dureza. A veces parece que nos intercambiamos
los papeles. No olvides que eres el dios de los ladrones porque despiertas, o
incluso provocas, la curiosidad y el deseo de superarse con acciones como el robo
del fuego, el comer del fruto prohibido o la construcción de una torre con el fin de
alcanzar a los mismos dioses. Todos ellos actos punibles. Actos, de hecho, que ya
han recibido castigo.
—Pero uno espera que posean el mismo potencial para el bien que para el
mal; es así como se contrapesan las cosas.
—Estoy seguro de que la ansiedad está justificada. Pero confío en que habrá,
como siempre, unos pocos que escuchen. Con eso bastará.
—Es sólo que..., bueno, después de todo, somos doce o así los hijos de
Júpiter, una familia cada vez más numerosa, y algunos nos parecemos a la Tierra,
y, como soy la mayor, debes comprender que he adquirido cierta experiencia y...
Minerva se va volando.
La Conferencia
se celebró en Venus y a ella asistieron delegados de lugares tan lejanos como
Plutón y Neptuno, que normalmente se conformaban con que les enviasen las
actas. No obstante, en esta ocasión todo el Sistema Solar se vería afectado. El
mismo Sol estaba representado; pero su presencia era general y dominante; llegado
cierto punto de la reunión, la luz brilló con más fuerza y se impuso un silencio
momentáneo. Eso fue todo. Sin embargo, todo el mundo se percató de que algo
insólito sucedía, y la sensación de urgencia se intensificó.
—Merk —dijo ella—, seré breve; pero debo recordarte que el tiempo vuela.
»Lo primero que debéis tener en cuenta es que no hay que subestimar las
dificultades. Todos los presentes habéis viajado a lo largo y ancho del Sistema
(algunos incluso habéis salido de él), por lo que no necesito deciros que una cosa es
la descripción de una experiencia y otra la experiencia misma, razón por la que
seré breve.
Absorbidos por el sonido, por el mar, un mar oscilante, bum, siss, buuuum,
sisss, bummm, zas, zas, zas, zas, zas, una y otra vez, una y otra vez, sí, no, sí, no, sí,
no. Blanco y negro, idas y venidas, afuera y adentro, arriba y abajo, no, sí, no, sí,
no, sí, uno, dos, uno, dos y el tres soy yo, el tres soy yo, EL TRES SOY YO. Estoy en
la oscuridad, en una oscuridad con pulso propio, agazapado y encogido,
agarrándome con fuerza, buuuum, sisss, buuum, sisss, mecido y sacudido, en
alguna parte, al otro lado de la verja, delante de la puerta, deslumbrado por una
luz salpicada de coágulos de color rojo oscuro, atenazado por el dolor, y salgo
hacia una luz blanquecina donde las formas se mueven, las cosas brillan y
despiden destellos.
Mareado y con náuseas, con la boca llena del olor a vómito, el estómago tan
revuelto como el de un bebé, oh, y un malestar tan grande, y demasiado lleno y
demasiado vacío, hambriento, mojado e impregnado de olores; olor, oscuridad y
luz, oscuridad y luz, uno y dos, el tres soy yo. Y
Sé bueno y duérmete.
Pero estoy de pie, corriendo, y paso el día descubriendo los tonos y sonidos
de la Luz. El sueño y la cama me esperan para agarrarme de los talones y
arrastrarme hacia abajo, hacia abajo y en pleno día, dicen, mientras yo desespero
impaciente, inquieto y malhumorado, mientras el enemigo mina mi capacidad de
descubrir, de maravillarme, de disfrutar.
Y solo en la oscuridad grito y sacudo los barrotes hasta que me duermo para
que me quieran, me duermo, aprendo finalmente a dormir.
Los días blancos y cortos se suceden, cada vez más rápidos, pasan, pasan,
pasan y desaparecen muy blancos, con breves lapsos de oscuridad intercalados, los
días son para vivir, y las noches para Dormir
En una sala larga y estrecha, donde unas monjas arropan como a unos niños
a sesenta viejos vestidos con pijamas usados, a las nueve de la noche, la enfermera
va de cama en cama repartiendo dosis para DORMIR.
DULCES SUEÑOS.
DULCES SUEÑOS.
DULCES SUEÑOS.
En las clínicas mentales, que albergan a todos esos millones que se han
derrumbado, que abren resquicios para que la luz pueda entrar por fin, las
píldoras se distribuyen como el grano que se vierte en los embudos de los
comederos de los gallineros, A DORMIR, las agujas penetran en los brazos
extendidos, A DORMIR, los tubos de goma atados al brazo gotean, A DORMIR
Debo despertar.
Mas estoy atado de pies y manos, estoy envuelto totalmente por algas del
mar de los Sargazos, y ruedo impotente por el fondo de los océanos entre los
muertos, con la mirada ennegrecida. El sueño, tan pesado, domina la necesidad de
despertar y luchar.
Debo despertar.
Doctor, ahora está muy débil. Sí, y muy nervioso entre pinchazo y pinchazo.
Parece turbado, desconcertado, incapaz de alimentarse por sí mismo; es como si
quisiera dormirse de nuevo y no despertar, se ha puesto furioso cuando le he dicho
Creemos que debería despertar ahora.
¿Me siento?
¿Me encuentro?
Ha dormido muchas horas, y pensamos que ahora que está descansado tal
vez sea capaz de recordar quién es.
¿Quién es usted?
Soy el doctor Y.
¿No me recuerda?
¿Entonces?
Verá, hemos averiguado algunas cosas sobre usted; pero sería mejor que
usted lo recordara por sí mismo. ¿Puede intentarlo?
Sí que puedo.
Adelante, pues.
Hay algo que debería estar haciendo, lo sé. Sí, de eso estoy seguro.
¿Qué?
¿Qué?
No, a quién.
¿Nosotros?
Es ley de Dios.
Ah, ya veo. Bien, descanse un poco. No lo ha hecho mal para ser la primera
vez que está despierto.
Pero he estado mucho más despierto otras veces que ahora. Esto no es estar
despierto en absoluto.
Bueno, bueno.
Calma, calma, chsss, no se excite, así, buen chico. Enfermera, ¿puede venir
un momento?. Bien. Le veré mañana, profesor.
DOCTOR X
DOCTOR Y
Es lunes, 15 de septiembre.
No físicamente.
¿Dónde, profesor?
Sí, sí. Lo recuerdo. Yo. Y El, por supuesto..., y... y muchos otros, sí...
Continúe.
La Emanencia. Sí. La luz. Eso es. Dios Padre, amén, amén, amén. Y nosotros
éramos, sí, eso es lo que éramos, y ésa es la razón por la que estoy aquí, pero me
extravié completamente en esos campos.
Perdió la memoria, profesor, y lo encontraron vagando por la orilla del río.
Dios mío, espero que se haya limpiado solo, espero que corra limpio de
nuevo.
Oh, estoy seguro de que eso no es cierto. Es posible que el Támesis no sea el
río más limpio del mundo, pero no arrastra demasiados cadáveres que digamos.
Bueno, bueno.
Dios, creo. Tengo que recurrir a las palabras para hablar con usted. Eliot.
Tengo que recurrir a las palabras. Pero si Dios no, entonces ¿qué?
Así que usted también es Dios, ¿no?
Bien, bien. Que descanse. Le diré al doctor X que va usted mejorando. Hasta
mañana. Me haré cargo de usted durante unos días, el doctor X se va de
vacaciones.
¿El doctor X?
¿Lo conoce? ¿Puede verlo? Quiero decir desde allí, desde la luz. Desde allí el
doctor X ni siquiera existiría. Sólo los que despiden luz resultan visibles desde el
país de la luz. A usted se le vería, sí; porque su luz arde, es una luz pequeña pero
estable.
DOCTOR Y
Querido doctor Y:
Gracias por sus cartas y sus explicaciones sobre el estado de mi marido. Las
llamadas del doctor X me habían dejado muy preocupada porque no sé nada de
psiquiatría y él no fue muy explícito. Entiendo, sin embargo, que si mi marido
perdió la memoria no había gran cosa que decir. Que yo sepa, no hay ningún
motivo especial para que esté «en tensión» como usted dice, al menos más de lo
normal. Por otro lado, creo que yo tampoco tendría por qué saberlo. No me meto
en los asuntos de mi marido. Por eso, aunque algo lo hubiese alterado
últimamente, quizá no me enteraría. Si no di parte a la policía fue porque estas
ausencias no son raras en él, y a él le molesta que me entrometa. Sugiero que
consulte a Jeremy Thorne, del número 122 de la calle Rose, Little Manchester, cerca
de Cambridge, que está mucho más al corriente de los planes de mi marido que yo.
No creo que el señor Thorne haya regresado todavía de Italia, adonde se ha ido de
vacaciones, pero volverá pronto.
Afectuosamente,
FELICITY WATKINS
Creo que está usted mejor. Le ha vuelto el color a la cara, salta a la vista que
está mucho más fuerte y ya no tiene los ojos turbios.
¿Por qué utiliza la conjunción «o»? Sería más adecuado «y». Es curioso. La
gente dice «o bien», «o», «esto o aquello», a causa del embarullamiento, dentro o
fuera, blanco y negro, sí y no, uno y dos, uno, dos, el «o bien» deriva de eso, del
pulso, de los latidos en la sangre, pero no se trata en absoluto de «o bien», sino de
y, y, y, y...
Sea como fuere, profesor, debe aceptar que usted es quien es. Le estoy
diciendo la verdad. Acéptelo e intente seguir adelante a partir de ahí.
Debo dormir, quiero dormir. Pero no aquí, sino allí. Lo que dije antes no lo
habría dicho de haber sabido lo que sé. Soy capaz de dormir para el resto de mi
vida; de hecho, todos nos pasamos la vida dormidos. Sí. Usted también.
Profesor Watkins, ¿es consciente de que lleva un mes en este lugar, en este
hospital? Es el Hospital Central. Se encontraba en estado de choque cuando lo
trajeron. Había estado deambulando por ahí hasta que la policía le encontró en el
Embankment. Estaba aturdido, hablaba solo y divagaba. Le administramos un
sedante. Y como no notamos ninguna mejoría, probamos en usted una droga para
recuperar a la gente. Este fármaco a menudo adormece a la gente; usted no fue una
excepción, le dio mucho sueño. Que el efecto haya sido positivo o no es discutible.
Le repito una y otra vez, para que no lo olvide, que lleva usted un mes en el
hospital. Acabamos de averiguar su nombre, profesión, dirección y demás datos.
Sabemos algunas cosas más, si es que quiere oírlas... ¿Y bien? Vamos, inténtelo.
Usted sólo dice lo que sabe, y me asegura que es la verdad; pero si le digo
yo lo que sé, me lleva la contraria.
Entonces empecemos por usted. Dígame lo que sabe. ¿Por qué se ríe? ¿Se da
cuenta de que no se había reído antes, de que es la primera vez?
Doctor, no puedo hablar con usted, ¿lo entiende? Todas las palabras que
usted pronuncia caen en un abismo, ni son yo ni son usted. Le veo. Usted es una
luz pequeña; pequeña, pero buena. Dios está en usted, doctor. Estas palabras no
son usted.
¿Cómo lo sabe?
Me daría miedo tener que hacerlo. No puedo fiarme de las palabras. Las
palabras que salen de su boca caen al suelo. ¿Palabras a cambio de algo? ¿De eso se
trata? De sus sueños o su vida. Pero no es «o», precisamente. Es «y», como todo.
Sus sueños y su vida. Puede hablarme desde ahí, hablar y hablar. Sueño todo lo
que hago, acostado o despierto.
Bien, bien, profesor, le veré mañana. Tal vez tengamos que probar con un
nuevo tratamiento.
DOCTOR X
DOCTOR Y
Si no se produce una mejoría en los próximos dos o tres días, habrá que
trasladarlo a North Catchment, en Higginhill. Le recuerdo que este centro es sólo
para ingresos.
DOCTOR X
DOCTOR Y
DOCTOR X
DOCTOR Y
De acuerdo.
DOCTOR X
Ya lo ve.
¿Sí, profesor?
Como respuesta le diré que durante este último mes le he dedicado más
tiempo a usted que a ningún otro paciente.
No, no me refiero a eso. Yo le insisto en que no soy quien usted dice que
soy. Estoy seguro de ello. No soy el profesor Charles o como se llame. Y aunque lo
sea de nombre, eso es lo de menos. Pero usted me lo repite una y otra vez,
empeñado en ese punto.
Siga, le escucho.
Usted.
¿Tengo esposa?
Sí. Se llama Felicity. ¿No le parece curioso?
Felicity.
Si soy profesor puedo tener esposa, pero, por lo que sé, también soy un
marino con una mujer en la Antillas llamada Nancy.
Creo que soy mis amigos. Y ellos están... en el nombre del Cristal. Sí. Una
unidad. La unidad.
Atentamente,
FELICITY WATKINS
Usted iba a dar una charla a un par de docenas de padres, porque también
había dedicado su atención durante un tiempo a programas similares. La idea de
pasarme toda una tarde en una sala de conferencias no me seducía demasiado;
creo, con todo, que estos esfuerzos individuales por educar, formar y estimular
intelectualmente son de vital importancia, que un país donde no se llevan a cabo es
un país dormido. Es más, la democracia depende de ellos. Acudí y me encontré,
como esperaba, en un espacio rectangular, recién enlucido y pintado de gris,
todavía húmedo. Era una sala nueva y mal climatizada. Al fondo había una tarima
dispuesta para el conferenciante, usted. El nutrido auditorio estaba distribuido en
hileras frente a usted. Las sillas eran duras. En pocas palabras, era uno de aquellos
entornos tan anodinos que elegimos para exponer y discutir nuestros sueños de un
mundo mejor, como la sala comunal de un pueblo o un salón parroquial. En éstos
suele haber una plataforma con una mesa tras la que se sienta un hombre o una
mujer, con un vaso de agua a mano y un micrófono delante, de cara a un grupo de
personas que lo miran y lo escuchan. Esto redunda en la fundación de mejores
escuelas, la construcción de hospitales, el nacimiento de una nueva sociedad. Algo
que consideramos normal, en suma; aunque un observador externo opinaría otra
cosa. El caso es que el orador aquella noche era usted, un hombre de mediana
edad, acostumbrado a las tribunas y a las conferencias, de cierto renombre y una
actitud sencilla concebida para no molestar ni ofender a su público. Tal vez esto le
parezca una crítica, pero no lo es. Recuerdo que yo estaba allí sentada cuando
usted empezó a hablar y pensé que demostraba usted la misma seguridad y tacto
que los médicos junto a la cabecera de sus pacientes.
Me sentía inquieta e irritable sin motivo justificado, por lo que me enfurecí
conmigo misma. Me gustaba lo que oía. Me gustaba el hecho de que todos aquellos
jóvenes padres se ofrecieran a instruir gratis a aquellos muchachos en todos
aquellos aspectos que descuidaba la escuela. Me caía bien usted por los rasgos de
su carácter que dejaba traslucir su profesionalidad. Y no obstante hervía por dentro
en un sentimiento de rebeldía: ¿por qué ha de sentarse uno en sillas duras, en salas
desprovistas de personalidad a oír ideas de otros, cuando uno sólo desea ser un
ciudadano más y ejercer como tal? ¿Por qué tiene que haber siempre gente
disconforme con la marcha de su sociedad? ¿Por qué damos por sentado que
siempre ha sido así, que debe ser así? ¿Por qué los beneficios del sistema resultan
siempre tan pobres, exiguos y despreciables comparados con lo que es capaz de
imaginar como posible y deseable cualquier persona corriente en la calle, por no
hablar de ese pequeño grupo de padres, con una educación exquisita, que se había
reunido en aquella sala? Yo formaba parte de ese grupo hace veinte años, por
causa de mis hijos, y también recientemente, por causa de los hijos de unos amigos;
pero lo que habíamos soñado, discutido, planeado y llevado a la práctica había
quedado muy lejos del ideal. Habíamos obtenido resultados bastante buenos, pero
nada que se acercara siquiera a lo que sabíamos posible. ¿Por qué? ¿Qué había
fallado? ¿Qué es lo que fallaba siempre?
«Todo el mundo en esta sala cree, sin saberlo, o sin habérselo planteado —al
menos se comporta como si lo creyera—, que los niños de hasta siete u ocho años
pertenecen a una especie diferente de la nuestra. Vemos a los niños como criaturas
a punto de ser corrompidas por lo mismo que nos corrompió a nosotros. Les
hablamos y los tratamos como si estuviese en nuestras manos conseguir que
sucedan cosas casi inimaginables. Hablamos de ellos como seres que llevan en sí la
semilla de una raza superior a la nuestra. Y todos compartimos este sentimiento.
Por eso en el terreno de la educación abundan los desencuentros y las disputas
enconadas, y por eso no hay una sola persona en ningún país que esté satisfecho
con lo que se ofrece a los niños (excepto, claro está, en las dictaduras, donde se les
educa según las necesidades del Estado). Nos hemos acostumbrado a este hecho y
no nos percatamos de lo extraordinario que es. En el caso de otras especies basta
con enseñarles a las crías a sobrevivir, a adquirir la destreza de sus mayores y los
conocimientos prácticos suficientes. Mas sucede que cada generación profiere un
gemido de angustia en algún punto determinado, como si la hubieran traicionado,
vendido, estafado. Todas las generaciones sueñan con algo mejor para sus hijos, y
todas se toman la llegada a la edad adulta de sus jóvenes con una desilusión
profunda y secreta, aunque se trate de jóvenes que la misma sociedad ensalza
como modelos. Todo esto se debe a la creencia arraigada, pero inconsciente, de que
es posible algo mejor que uno mismo. Es como si los jóvenes evolucionasen hacia
la adultez en una especie de carrera de obstáculos en que arrostran toda clase de
peligros, mientras sus mayores se esfuerzan valerosa pero inútilmente por
brindarles un futuro mejor. Una vez que alcanzan la madurez, hacen causa común
con sus padres, vuelven la vista atrás hacia su infancia y siguen el crecimiento de
sus hijos con la misma angustia estéril. ¿Lograremos impedir que estos niños se
echen a perder como nosotros? ¿Cómo evitarlo? ¿Quién no ha leído al menos una
vez en los ojos de un niño la crítica, la hostilidad, la sombría conciencia del
prisionero? Esta actitud sólo se aprecia en ellos cuando son todavía muy jóvenes;
es decir, mucho antes de que se alineen con los padres, antes incluso de que su
individualidad se vea eclipsada por lo que los padres dicen que es, por su “esto
está bien y esto mal”.» El encuentro de aquella noche de padres preocupados por
ofrecer a sus hijos algo mejor, una «educación» mejor, no fue ni más ni menos que
un reflejo del fenómeno que se repite en cada generación. Todos los que le
escuchaban, sentados en aquellas sillas duras, estaban atormentados por la
sensación de que no habían desarrollado todo su potencial. Algo había ido mal. Un
doloroso y equivocado proceso se había completado, y ellos, después de haber
cursado unos estudios caros —la mayoría de los presentes pertenecía a la clase
media—, habían quedado convertidos en seres deficientes, incompletos y en
muchos casos claramente desviados. Así pues, no hacíamos sino seguir los pasos
de las generaciones anteriores; y ahora mirábamos a nuestros niños como si
poseyesen las cualidades necesarias para llegar a ser —siempre y cuando les
proporcionáramos la educación apropiada— seres completamente diferentes de
nosotros, mejores, más valientes, y alegres. Eso y mucho más: nos parecían
cachorros de otra especie, libres, sin miedo, con todo un mar de posibilidades ante
ellos, rebosantes de esa cualidad que todo el mundo reconoce, aunque nadie ha
sabido definir, cualidad que todos los adultos pierden y saben que pierden.
Por alguna razón seguí con la vista a ese hombre, consciente del frío que me
estaba entrando por haberme quedado quieta. Esa era mi preocupación principal,
que tenía frío. Al mismo tiempo me rondaba la idea de que conocía a ese hombre.
De pronto me asaltó la certeza de conocerlo; era algo más que pura amistad, pero
recuerde que cuento sesenta años y que ya no soy una chica romántica. No sabría
decirle más: no consigo evocar otra ocasión en que haya sentido una afinidad tan
grande con otra persona, como si lo supiese todo sobre ella, como si estuviéramos
profundamente compenetrados. Cuando esta sensación se disipó, dejándome
asombrada e incluso divertida, me percaté de que, en efecto, lo conocía: era
Frederick Larson. ¿Ha oído hablar de él? No lo creo, no es muy célebre; aunque no
la considero una pregunta tan tonta. Después de todo, ¿cuántas veces pregunta
uno a un amigo o conocido por tal o cual persona, y resulta que, contra todo
pronóstico, ha tratado con ella? Pero en este caso hay algo más: sucede que cuando
nosotros —explicaré ese «nosotros» en otro instante— entablamos una relación de
atracción con otros, de hecho estamos ya en la misma órbita, por así decirlo. Nos
conocemos y tenemos amigos en común. El encuentro en sí representa únicamente
la confirmación de un lazo existente. En una palabra, Frederick le ha oído nombrar
a usted y está al tanto de su trabajo, dice que, de hecho, le saludó en una ocasión,
pero que había tanta gente... Fue en otra conferencia; él duda de que se acuerde
usted de él, si es que llegó a oír su nombre.
Esta vez, cuando llegó a donde yo estaba, dirigió la mirada hacia el patio —
aunque era demasiado grande para llamarlo patio— que cruzaba a toda prisa la
gente diminuta tras salir del edificio. Debió de fijarse en lo mismo que yo, porque
comentó: «Hay edificios tan grandes como éste con escalinatas de tamaño
proporcional.»
No le entendí.
»Por otra parte, venera a una deidad superior a todas las demás, pero a la
vez más atrasada que ellos mismos, y menos poderosa, pues hasta los dioses de
segunda, como Superman, emplean técnicas modernas como la levitación y los
viajes por el espacio. La deidad superior, por el contrario, se aplaca e invoca con
cánticos que se entonan delante de sacerdotes vestidos con túnicas muy decoradas,
con arreglo a un ceremonial complicado, y normalmente en edificios muy
recargados pero de arquitectura rudimentaria y arcaica. Estos sacerdotes,
siguiendo probablemente un ritual mágico, recurren a sonidos de toda clase, como
cantos, salmodias, sonsonetes, etcétera.
Finalmente concluyó que padecía un trastorno mental leve debido tal vez a
que había tomado conciencia de haber sobrepasado ya la mitad de su vida. Pero
dejó de preocuparse por los porqués. Todo había cobrado cuerpo y vida ante sus
ojos. Era como el enamoramiento, esa condición que duraba horas, días, semanas,
en la que todo se nos antoja impregnado de la personalidad de la otra persona. Y,
sin embargo, no estaba enamorado ni había otra persona. Todo —gente, lugares,
árboles, plantas, edificios— había adquirido un cariz rico y prometedor que
desaparecía cuando él se acercaba. «Era como no ver mi imagen en un espejo.»
Conozco muy bien esa sensación, ¿usted no? Le hablé a Frederick de todo lo que
experimenté aquella «noche de los niños» (ése es el título que le he puesto).
Continuamos hablando hasta que cerró el bar; luego fuimos a mi piso, porque
compartíamos la misma impresión de que éramos el uno para el otro una caja llena
de posibilidades, aunque cerrada, sellada. Mas si seguíamos hablando, quizás
emergería alguna revelación, alguna clave.
Sin embargo, venció esta crisis temporal e inició una serie de conferencias
sobre Grecia. Fue entonces cuando sufrió el ataque de tartamudez.
Si optase por seguir el ejemplo del pobre victoriano, aceptaría ese trabajo en
Sudán, aunque sólo sea para que su mujer no se quedase sin ese crucero de placer
a Madeira en el que había depositado tantas ilusiones. No era justo que ella pagase
las consecuencias de las Crisis de Fe de Frederick. Si él lo hiciera, por otra parte,
como la mente del trabajador está condicionada por su trabajo, pronto olvidaría
sus Dudas, que acabarían por parecerle no sólo ridículas, sino enfermizas. Por
fortuna, su esposa es una mujer juiciosa, para quien la arqueología ha significado
siempre una oportunidad para que ella y sus hijos se tomen unas excelentes
vacaciones, de modo que le contestó que no iba a quejarse de verse privada de un
viaje a Madeira cuando había viajado ya a tantos sitios. Entonces se marchó una
temporada a España con una amiga que tenía un chalet, dejando a Frederick en
Londres.
Para finalizar añadiré otra cosa, por si le sirve de algo; Frederick se curó de
su tartamudez dando rienda suelta a «ese torrente paralelo» de ideas y palabras
que lo cohibían, impidiéndole soltar lugares comunes. Primero lo escucha y luego
lo repite en voz alta, bien a solas, bien delante de mí o de un magnetófono. Los
resultados son sorprendentes.
Afectuosamente,
ROSEMARY BAINES
Atentamente,
CHARLES WATKINS
Querido Doctor Y:
Afectuosamente,
DOCTOR Z
Hola, Charles.
Usted es...
Tu esposa, soy.
Lo siento.
No lo entiendo...
Entonces Felicity...
No.
Dime, pues.
¿Y no te acuerdas?
No. Estás enfadada. No esperaba que lo estuvieras.
No. Bueno, hasta donde yo sé, no. Si la perdiste, nunca me lo dijiste. Pero
como normalmente no me cuentas las cosas...
No llores.
Creía que se había ido usted a casa, señora Watkins. Siéntese, me alegro de
verla. Dígame qué puedo hacer por usted.
¡Qué puede hacer por mí...! Doctor X, él lleva aquí casi dos meses.
Es cierto. Pero está mejor. Creemos que está mejor.
¿Cómo juzgan la mejoría? ¿Cómo? Me dicen que no sabía quién era cuando
lo trajeron aquí, y sigue sin saberlo. ¿En qué sentido está mejor?
En mi opinión, sí.
Mañana.
¿Podré verlo?
Desde luego. Al salir diga en la oficina que volverá mañana y pídales una
cita.
No, no me refiero a eso. Sé que hay gente que pierde la memoria. Pero...
¿está usted casado, doctor?
Sí, lo estoy.
Ahora la entiendo.
Entiendo a qué se refiere. Pero tenga en cuenta que yo estoy tan a oscuras
como usted, o más. Usted lo conoce bien, yo no. Si habla usted de nuevo con él y
deja que se acostumbre poco a poco... Y no lo tome a mal, pero si usted tratase de
no llorar...
Escúcheme, voy a hacerle una sugerencia. Tómese otra taza de té, fume otro
cigarrillo. Lávese la cara, hay un lavabo ahí. Voy a pedirle a su marido que la
reciba de nuevo; pero no entre si no consigue contener el llanto. ¿Entiende por
qué? Si él la ve demasiado afectada, puede cerrarse en banda. Procure mostrarse
relajada, tranquila. Eso puede ayudarlo a recuperar la memoria.
Lo intentaré, doctor.
Charles, he hablado con el doctor Y.
Ah, ¿sí?
Me cae bien.
¿Verlo?
Ah, ya ...............................................................,
No creo que me haya enfadado una sola vez siquiera, pero sí percibo
emociones en tu rostro y en el de los médicos y las enfermeras.
Sentí que todo volvía a empezar, que no quería pasar por eso otra vez.
¿Qué?
¿Lo mismo?
Me conoces... Entonces...
A ellos también los conozco. Observar es conocer.
Entiendo.
¿Muy qué?
Tu rabia...
Charles, cuando dices que no te acuerdas de nada, ¿lo dices en serio? ¿No te
acuerdas de mí, de los niños, de la casa? ¿No te acuerdas de tus padres? Querías a
tu padre, Charles, lo querías mucho, ¿no lo recuerdas?
No sé de qué me hablas.
¿Filosofar?
No me sorprende.
Lo siento.
Sí, todo el tiempo me dicen que soy profesor. Profesor, qué palabra tan
graciosa...
Creo que me iré ahora, si no te importa. ¿Quieres que vuelva? Mañana no,
porque tía Rosa está con los niños y tiene que regresar a casa a cuidar de tía Anna,
que no está muy bien. Tiene de nuevo bronquitis, y, por supuesto, no puedo dejar
a los niños solos; pero podría venir dentro de cuatro o cinco días, si convenzo a la
señora Spencer de que se quede un par de días... Telefonearé al médico. Adiós,
Charles.
La señora Watkins ha pasado una hora con el paciente hoy. Dice que él no la
recuerda en absoluto. En mi opinión ha sido una visita beneficiosa para el paciente
y debería repetirse.DOCTOR YNo estoy de acuerdo. Deberíamos probar los
electrochoques.DOCTOR XEl paciente ha pasado una mala noche con
alucinaciones recurrentes. Le he administrado meprobamate.DOCTOR YQuerido
doctor Y:
Afectuosamente,
FELICITY WATKINS
Estimado doctor Y:
Nuestros padres eran amigos. Desde niños, todos nos tomaban por grandes
camaradas. Sospecho que la visión de Charles sobre esto es tan irónica como la
mía. íbamos al mismo colegio. Ninguno de los dos destacaba entre los demás. Creo
que nos juntábamos porque nos sentíamos solos y para defendernos mutuamente.
Mis recuerdos de este período no coinciden con los de Charles, según he colegido
de discusiones posteriores. En pocas palabras, yo lo consideraba un incordio,
aunque sabía que él no actuaba de mala fe. Pero dejemos eso: le contaré un
incidente típico del colegio de Rugby, en el que ambos estábamos internos. El
verano en que ambos contábamos dieciséis años, nuestro profesor invitó a seis de
nosotros a una excursión en velero que partía de la isla de Wight. Yo figuraba entre
esos seis. Las invitaciones no eran «personales», sino que, en vacaciones, se
asignaban tumos de forma justa y rigurosa. Este profesor era una gran persona,
una muy buena influencia para mí, y también, estoy seguro, para Charles. La razón
por la que me eligió a mí y no a Charles radica simplemente en que mi apellido
precedía al suyo por orden alfabético. Yo me había ejercitado bastante en la
navegación, por la sencilla razón de que mis padres se encontraban en mejor
posición económica que los de Charles. Sabía que a él no le hacía mucha ilusión
volver a casa aquel verano, por una serie de razones. En resumidas cuentas, le
sugerí al profesor que dejara que Charles fuera en mi lugar. Era impensable, por
supuesto, que Charles quedara indiferente ante el gran sacrificio que esto suponía
para mí. Mi gesto conmovió al profesor. No, no fue esto lo que me movió a ello.
Esperaba que Charles me lo agradeciera de alguna forma. Cuando Wentworth le
comunicó que yo había renunciado en su favor, Charles simplemente asintió con la
cabeza. Esto sorprendió tanto a Wentworth que le repitió que yo le había cedido mi
lugar en el velero, entonces y sólo entonces, Charles respondió: «Gracias, me
gustaría ir.» No le comenté nada al respecto. Fue un verano particularmente
soleado y agradable, y yo lo pasé rodeado de gente tan aburrida que mi
pensamiento se desviaba continuamente hacia la reacción tan extraordinaria de
Charles. Durante mucho tiempo no se lo mencioné; me había sentado demasiado
mal. Sólo saqué a relucir el tema años más tarde, después de la guerra. Entonces le
dije —tal vez con la esperanza de desterrar ese recuerdo obsesivo de mi cabeza—
lo resentido que había estado aquel largo verano. Me miró y me replicó: «Nadie te
obligó a cederme tu lugar, ¿verdad?»
No creo que me quede nada importante que referir, aunque podría citarle
muchos más ejemplos.
Atentamente,
JEREMY THORNE
Querido doctor Y:
CONSTANCE MAYNE
Querido Charles:
Había una vez una joven e idealista estudiante de lengua y literatura que
asistió, que Dios la perdone, a una clase, una introducción a la Antigua Grecia, y
allí oyó a un profesor loco afirmar que no existía más que una literatura y una
lengua, las griegas (clásicas, no modernas). Y resultaba tan persuasivo que la
ingenua muchacha abandonó sus cursos de literatura hermosa y útil, de francés,
español e italiano, por la vieja e inútil Grecia, sólo porque el profesor Loco se lo
recomendó. Pasaron tres años en los que esta ingenua muchacha sudó la gota
gorda, sacó unas notas magníficas y todo para verse recompensada con una
sonrisa de aprobación del profesor Loco. El día que se enteró de que había
obtenido la licenciatura, esta ingenua muchacha estaba en Londres, donde el
profesor Loco daba una charla en televisión sobre Grecia, cuna de la civilización
europea: que si Intelectual por aquí y Moral por allá, y la charla seguía y seguía,
pero, tal como notó la ingenua estudiante, ni una palabra sobre la Mujer y menos
aún sobre los Esclavos de ese paraíso, o Antigua Grecia, moralmente tan superior.
Entonces la ingenua estudiante tomó un taxi y se fue a los estudios de la BBC, y
cuando salía él todo orondo y encantador, con su pipa y su americana de tweed, ella
le dijo: «No he oído ni una palabra sobre la mujer ni sobre los esclavos.» A lo que el
profesor Loco replicó: «¿Eres tú, Connie? Magnífico. Felicidades por tus excelentes
resultados. Así que te preocupa la suerte de las mujeres y los esclavos. ¿Qué haces
por ellos?» La ingenua muchacha, que tardó cinco confusos y vertiginosos minutos
en captar el sentido de sus palabras, le respondió: «Tiene razón. Intentaré algo.»
Renunció a volver a la universidad a realizar estudios de posgrado, tal vez de
doctorado, y así sucesivamente, y en cambio se fue a Birmingham y consiguió un
empleo en una fábrica con otras mujeres que producían envases de plástico para
detergente... Descubrió que su condición de Mujeres las convertía en Esclavas, le
armó toda clase de escándalos y alborotos a la dirección, fue nombrada
representante sindical, se hizo comunista y tres años más tarde regresó a
Cambridge a intercambiar impresiones con el profesor Loco. «Ya lo he intentado»,
le gritó y a continuación le contó la historia de sus tres años duros, muy duros,
pero que muy duros, de trabajo intenso, agotador, brutal, en apoyo de aquellas
mujeres de Birmingham que fabricaban envases de plástico. Por toda respuesta, él
se quitó la pipa de la boca: «Bien hecho —dijo—. Y ahora, vamos a la cama.»
Sí, sí sé si llorar o reír. Esta mañana me estoy riendo, y Dios sabe que ya era
hora.
—Quien se crea una palabra de lo que alguien dice en la cama merece lo que
le pase —sentencia él.
—He cambiado dos veces de vida por culpa tuya —grita ella, llorando
desconsolada.
Por eso volví a Birmingham, tuve un hermoso hijo que pesaba tres kilos y
seiscientos gramos, y conservé mi trabajo con alguna que otra ayuda de los
amables embaladores de envases de plástico; de eso hace ya dos años.
No, no quiero nada tuyo, maldita sea. Nada. Si quieres ver al niño, bien. Si
no, también.
Me da igual.
Me las arreglo sola, muchas gracias.
Ahora que lo pienso bien, sí, es totalmente cierto, así que muchas gracias,
pero no. Lo digo en serio. No necesito a nadie, yo.
Según me comentó ayer un viejo compañero de clase, vas por ahí diciendo
que la literatura clásica es un montón de basura y que su enseñanza es
absolutamente catastrófica, que nadie la entiende, excepto tú, claro.
CONSTANCE
Estimado doctor X:
Atentamente,
ROSEMARY BAINES
Querido doctor Y:
Fue en la última guerra. Para mí no era nada nuevo, por supuesto, pero
desde que entablé una relación estrecha con Charles supe que la experiencia no le
había hecho mucho bien. Un día me presentó a un amigo, y éste me confió que
Charles le había asegurado una vez que él —es decir, Charles— había decidido que
no sobreviviría a la guerra. Lo habían destinado a un puesto peligroso. En dos
ocasiones, sus camaradas, es decir, los hombres con los que luchaba en ese
momento, murieron. Una vez en el norte de África, y la otra en Italia. Este amigo
me dijo que se encontró con él una vez que ya todo había terminado, no podía
creer que siguiese vivo, según me dijo. Se llama Miles Bovey. Incluyo su dirección,
por si le interesa preguntarle sobre aquello. Me contó que Charles sufrió una
profunda crisis al final de la guerra y le faltaban fuerzas para empezar a vivir de
nuevo. Se entregó a la bebida, al menos según Miles, aunque yo nunca lo he visto
beber más de lo normal. Luego volvió a la universidad. Ahora recuerdo algo que
me dijo una vez: que, desde la guerra, le parece imposible que la gente realmente
conceda importancia a las cosas que señala como importantes. Añadió que tenía
que aprender a «jugar a esos pequeños juegos»; también que Miles Bovey era «la
única persona que lo había comprendido de verdad». Le pregunté a qué pequeños
juegos se refería y me contestó: «A todo este condenado embrollo.» «¿Al amor
también?», quise saber. Y no recuerdo qué me respondió a esto.
Afectuosamente,
CONSTANCE MAYNE
Apreciado doctor Y:
Gracias por su amable carta. No he sacado gran cosa en claro de la carta del
doctor X.
Sí, supongo que no cabe duda de que aquella tarde Charles Watkins se
comportó de un modo insólito en él; pero recuerde que sabía muy poco de él; sólo
había escuchado algunas charlas suyas y algunas observaciones sobre él de boca de
amigos comunes.
Ignoro si esa conferencia fue importante para él. Lo fue ciertamente para mí.
Le escribí a Charles una larga carta explicándole por qué. Tal vez fue un error;
aunque, pensándolo bien, no me arrepiento. A veces hay que correr el riesgo de
poner a la gente en una situación embarazosa, exigiéndoles más de lo que están
dispuestos o en condiciones de dar. Y en mi carta yo le planteaba una de esas
exigencias. Conscientemente, además. Usted me preguntará qué decía.
Responderle implicaría reescribir la misma carta. Baste decirle que asistí a aquella
conferencia y que lo que oí en ella cambió mi manera de pensar. De pensar y de
experimentar el mundo que me rodeaba; aunque mi cambio no fue notorio para los
demás. No obtuve respuesta. Pensé un par de veces en volver a escribirle por si la
primera carta se había extraviado; pero eso no sucede normalmente. Concluí que a
mi misiva le había faltado tacto, o tal vez que no había sido oportuna y que nunca
recibiría noticias suyas directamente.
Esto no me pareció tan raro como cabría esperar. Para empezar, él sabía
dónde vivía yo, pues mi carta le había llegado unos días antes, e incluso, por lo
visto, se había acercado a mi piso a ver si yo estaba. Al no encontrarme allí, se pasó
por los bares vecinos hasta dar conmigo.
No sé hasta qué punto eran reales las prisiones, redes, jaulas y trampas de
que hablaba Charles aquella noche. Si es que aquellos desvaríos eran hablar.
Frederick y yo interpretamos estas palabras de manera muy concreta; pero ¿y
Charles? No estoy segura. Cuando al fin salió de la habitación (había reparado en
la suciedad de sus manos y quería lavárselas), nos planteamos la posibilidad de
llamar al médico; al final decidimos no hacerlo. No se le veía incapaz de valerse
por sí mismo. Tal vez nos equivocamos; después de todo, la suciedad de su ropa, la
falta de alimento y su fatiga saltaban a la vista. Pero soy una de esas personas que
no cree que las crisis de otras personas se deban cortar de golpe ni paliar por
medio de drogas o somníferos, o fingiendo que no hay tal crisis; tampoco creo que
haya que restarles importancia. Estoy segura de que otras personas —aquellas que
los médicos califican de responsables— habrían llamado a un médico para que se
hiciera cargo de Charles (perdóneme por expresarlo así, tan a las claras). No
obstante, me pareció que su estado mental no se diferenciaba mucho del que me ha
invadido en períodos de especial inspiración o iluminación.
Espero que este relato más bien confuso de aquella tarde le sirva de algo. No
sabe cuánto lamento su enfermedad, y, sin embargo, parte de mí lo envidia. Hay
tanto que desearía olvidar... ¿Me permitirá visitarlo alguna tarde? Me gustaría,
sobre todo si puede ser de alguna ayuda.
Afectuosamente,
ROSEMARY BAINES
Querido doctor X:
Un saludo,
MILES BOVEY
Doctor X:
Charles Watkins sirvió bajo mis órdenes durante cuatro años. Su conducta
fue satisfactoria en todo momento. Rechazó en cierta ocasión un ascenso porque no
deseaba separarse de ciertos amigos. Su decisión me pareció de todo punto
comprensible, aunque me alegré cuando cambió de opinión, hacia el final de la
guerra. Fue durante la campaña italiana. Llegó a teniente, creo, aunque no estoy
seguro porque estamos hablando de hace veinticinco años. Siento oír que no se
encuentra bien.
Atentamente,
PHILIP BRENT-HAMPSTEAD
Se acerca el fin de mes, el tiempo del paciente aquí se agota, y no veo razón
alguna para no trasladarlo, como decidimos originariamente, a North Catchment.
DOCTOR X
DOCTOR Y
Querido doctor X:
Gracias por su carta. Me alegra mucho saber que mi marido progresa. ¿Se
acuerda ya de mí y de su familia?
Atentamente,
FELICITY WATKINS
PACIENTE. Miles. ¿Milos? Milos, sí, creo que... Pero está muerto.
DOCTOR Y. Me gustaría que pusiese todo eso por escrito. ¿Lo intentará?
Los aliados habían estado del lado de Mihailovich. Corrían rumores de que
Mihailovich era aliado de Hitler y de que Tito representaba la única oposición real,
por lo que convenía prestarle toda la ayuda posible. Pero Tito era comunista. Se
sabía poco de él, y las noticias que llegaban de Yugoslavia eran muy confusas; al
parecer se habían reavivado los viejos antagonismos religiosos y regionales en el
marco de la lucha entre Tito y Mihailovich.
Me emparejaron con Miles Bovey. Nos dejarían caer a ambos sobre las
montañas de Bosnia, a fin de que intentáramos contactar allí con los partisanos.
Miles Bovey y yo saltamos del avión una noche fría en medio de una
oscuridad absoluta. La sensación habría sido la misma si nos hubiésemos lanzado
sobre el desierto o el mar—o hacia arriba, hacia el vacío del espacio—, en lugar de
sobre unas montañas donde sabíamos que había pueblos llenos de guerrilleros, los
partisanos, y sus adversarios, los chetniks.
El sol estaba ya alto. Sus rayos de color dorado rojizo inundaban el bosque.
Los pájaros cantaban. Las cinco personas que se encontraban a mis pies miraban y
sonreían.
Cuando bajé del árbol, ella, que había acabado de examinar a Miles, pasó a
examinarme los rasguños que me había hecho en las palmas al aferrarme al tronco,
y después la pierna, que me dolía de mala manera por el golpe recibido al
aterrizar. Los demás se habían puesto a excavar una fosa. Mi primer encuentro con
los partisanos y con mi querida Konstantina se produjo en torno a un entierro.
Escarbaban la suave tierra con sus manos, cuchillos y cantimploras. Antes de
introducir el cuerpo en la sepultura, lo despojamos de sus pertrechos, de gran
valor para aquellos soldados tan precariamente equipados, y yo extraje sus
píldoras venenosas del compartimento de su cinturón donde yo sabía que las
guardaba.
En los países ocupados por los nazis, estaban los que los combatían y los
que colaboraban con ellos, bien por simpatía natural, bien porque creían que
acabarían por ganar. En general se distribuían de manera muy simple. La gente de
la ciudad o de los pueblos sabía que fulano y mengano eran nazis, y que fulano y
mengano no lo eran. En los países del norte, como Noruega u Holanda, las
divisiones estaban más claras que en los del sur. De la Holanda ocupada llegaba
información de que los nazis habían colgado, fusilado o aprisionado a doce
miembros de la resistencia, que tales o cuales miembros de la resistencia habían
efectuado tales o cuales actos de sabotaje. Pero en Yugoslavia las cosas eran muy
distintas. No se recibían noticias como: «Los alemanes entraron en tal pueblo y
fusilaron a veinte miembros de la resistencia yugoslava», sino: «los
colaboracionistas croatas entraron en un pueblo serbio y exterminaron a todos los
habitantes», o «tropas musulmanas masacraron a toda la gente del pueblo de...», o
«los partisanos, después de entrar en tal pueblo tras un duro combate encontraron
a todos los habitantes asesinados por... los croatas», etcétera. Las posibilidades
eran casi infinitas debido a la gran variedad de grupos: católicos, mahometanos,
montenegrinos, herzogovinos, croatas y serbios, entre otros.
Pasé con ellos unos tres meses. Sólo en la guerra y en el amor escapamos al
sopor de la necesidad, a la jaula de lo cotidiano, y entramos en un estado en que
cada día es una aventura, cada momento cae nítido y definido como un copo de
nieve recortado contra una roca negra y brillante, como una hoja que desciende en
espiral sobre el sotobosque. Tres meses de vida normal no representan mucho más
que el esfuerzo de revolverse en la cama en un sueño agitado. El aire de aquellas
montañas y la compañía de aquellos jóvenes soldados... Es como si se me hubiera
grabado en el cerebro cada respiración. Recordarlo produce la misma sensación
que esos ojos amigos cuando se posan afectuosos en tu rostro, generando calor, y
notas que en tus labios se dibuja una sonrisa.
Aquella vasta sierra en la que nos movíamos como si fuéramos los primeros
habitantes de la Tierra, descubriendo riquezas en cada nuevo claro del bosque,
flores, frutos, bandadas de palomas, ciervos, arroyos de agua cantarina llenos de
peces. Estas montañas albergaban a cientos, no, a miles de grupos que avanzaban
silenciosos bajo los grandes árboles, con los ojos siempre alerta en busca del
enemigo; gente que dormía con las manos en los fusiles y que había aprendido a
reconocer a los amigos tanto por sus muestras de camaradería como por el
heroísmo optimista de su estrella roja.
Pero todo resultó muy simple. Nos despedimos de nuestros amigos antes
del alba. Reptamos hasta la orilla del campo. A menudo había centinelas apostados
en estos terrenos. Sin embargo, todo estaba muy tranquilo. Las mujeres
conversaban a gritos entre las espigas de maíz, riendo. Konstantina llamó a una de
las mujeres que alzó la vista sobresaltada; luego demostró lo bien entrenada que
estaba por la guerra. Se hizo cargo de la situación al instante y nos indicó con una
sencilla señal que entendía y que guardásemos silencio. Sin dejar de trabajar se
acercó despacio, mientras proseguía su charla con una mujer situada a unos diez
metros de distancia. Cuando al fin llegó a donde estábamos, ella y Konstantina
hablaron en voz baja, una desde el campo, la otra desde los arbustos. Los labios de
la mujer apenas se movían. Esto, junto con su extrema cautela, evidenciaba el
estado en que la ocupación había sumido al pueblo. Nos confió que una de las
mujeres simpatizaba con los alemanes. Era necesario planear la forma de librarse
de ella. La suerte nos sonrió. Cuando llevábamos una hora escondidos entre las
matas, dicha mujer, por iniciativa propia, se encaminó hacia el pueblo. Explicó que
tenía que poner pan a cocer. A partir de ese momento, todo sucedió muy
rápidamente. Una de las mujeres se marchó a su casa y regresó con un lío de ropa
que arrojó a los arbustos donde nos encontrábamos. Al cabo de un momento,
Konstantina había cambiado su atuendo de soldado por uno de moza de pueblo y
salió del bosque. Llevaba una falda larga azul, una blusa blanca y un pañuelo del
mismo color. A continuación se unió a las mujeres imitando los movimientos de
una que labraba con una azada. Al poco rato todas se marcharon al pueblo,
Konstantina entre ellas.
La pendiente que descendía hasta la aldea estaba desierta. En el maizal
predominaba un color verde brillante. Los árboles y matorrales vecinos lucían la
lozanía de principios del verano. El sol resplandecía en el cielo, de un azul intenso.
Hacía calor. Las plantas de maíz acababan de alcanzar su altura normal, pero
parecía que la fuerza de la savia las impulsaría a crecer aún más. Se erguían rectas,
con tallos tan frágiles como cañas de azúcar. Las inflorescencias que coronaban las
espigas empezaban ya a palidecer, dando al conjunto de los campos una coloración
ligeramente blanquecina por encima de aquel verde vivo. Las mazorcas, que
sobresalían a los lados, no habían alcanzado aún la plenitud, y los pelos colgaban
suaves y frescos de los extremos. Ninguna se había secado todavía. De cada
panocha sobresalía una lengua de seda brillante. Aquella mañana había llovido. De
las puntas de las hojas arqueadas y los laxos filamentos rojos caían grandes gotas
relucientes. La tierra desprendía un olor fresco y dulce. Una humedad vivificante
se elevaba de los sembrados. Todo allí era joven y a la vez maduro. Al cabo de sólo
una semana, presentaría un aspecto muy distinto. Las hojas arqueadas se tornarían
amarillas, y las aristas duras y blanquecinas, mientras que el rojo intenso de las
espiguillas se secaría formando coágulos. Era como contemplar una ola instantes
antes de que se rompa.
Al poco rato se aproximó una docena de mujeres que venían del pueblo con
toda parsimonia. Recogieron sus azadas de donde las habían dejado. Konstantiná
había conseguido una y se puso a arar con las demás. Yo habría jurado que
trabajaba por el placer de trabajar, evocando la vida tranquila y rural de otros
tiempos. Poco a poco, y sin soltar el instrumento de labranza, se acercó a los
arbustos y al poco tiempo estaba a mi lado, ya sin la azada. Bajo la falda ocultaba
hogazas, carne, fiambres, incluso huevos. Su tía pasó frente a nosotros, sin que la
azada dejara de subir y bajar en sus manos. Con disimulo lanzó un paquete hacia
los matorrales, y yo extendí los brazos para recogerlo de entre las ramas, como si
de un fruto codiciado se tratase: eran los suministros médicos. Para entonces,
Konstantina se había quitado el disfraz de campesina y vestía ya con su ropa de
soldado. Devolvió el hatillo que contenía las prendas y después de despedirse
rápidamente de la mujer que cavaba a poco menos de dos metros, emprendimos la
marcha de regreso. La operación había sido un éxito y no había perjudicado a los
civiles. Antes de la llegada del invierno, los nuestros lograrían expulsar del pueblo
al enemigo.
Pronto oscurecería. Cuando cayó finalmente la tarde, había abierto una fosa
de un metro y medio de profundidad y un metro de ancho. La arrastré hasta que
quedó tendida dentro, y acto seguido me tumbé boca abajo, al borde del hoyo,
para taparle el rostro con hojas frescas. Le crucé las manos sobre el pecho; luego la
cubrí con un manto de hojarasca. Yo sudaba y sollozaba sin cesar, pero en silencio:
más tarde descubrí que me había mordido los labios hasta hacerlos sangrar. Muy
pronto lo único que delataba el emplazamiento de su sepultura era una leve
protuberancia en la capa de broza del último otoño. La situación no me permitió
poner señal alguna sobre ella. Elegí tres árboles que formaban un triángulo en
cuyo centro se encontraba la tumba y los marqué practicando unas muescas en la
corteza; luego las froté con lodo para que el enemigo no las descubriese.
KONSTANTINA RIBAR
PARTISANA
Para cuando acabé de enterrarla, el sol empezaba a ponerse tras la cima que
yo debía coronar antes de que saliera la luna. La luz amarillenta del crepúsculo
inundaba el claro. Y al reunir todos los paquetes de comida y medicamentos para
intentar juntarlos en un solo fardo, me percaté de que a lo largo de aquellas dos o
tres horas el ciervo no se había movido del lugar donde estaba, a unos veinte pasos
de mí, entre las rocas. Creo que fue el ruido de sus pezuñas sobre una piedra lo
que me impulsó a mirar. Aún me observaba fijamente, y su cabeza comenzó a
repetir aquellos movimientos delicados cuando yo pasé cerca de él. En uno de sus
cuernos había una mancha, la sangre de Konstantina, que muy bien habría podido
ser la mía. Me planté delante y clavé la vista en él. No lo entendía. No entendía por
qué después de su embestida no había huido. También escapaba a mi comprensión
que hubiera permanecido allí, vigilándome durante todo aquel tiempo mientras yo
excavaba la fosa de Konstantina y la depositaba en ella, sin acercarse ni poner de
manifiesto su presencia de alguna manera. Me sumí en ese estado de indiferencia
casi onírico que sigue a una emoción fuerte. Aquella bestezuela de pelaje brillante
que permanecía con sus elegantes astas gachas, a la espera y sin razón aparente,
contribuía a la irrealidad de la escena.
La cría yacía a un lado de las rocas que proyectaban largas sombras sobre
ella. Su piel suave y reluciente estaba llena de vida. Junto a ella, como montando
guardia, había una planta alta de hojas rutilantes que la abanicaban y la rociaban,
como si se encontrara bajo una fuente. El cervatillo era perfecto, un triunfo
deslumbrante, como si aquellas gigantescas montañas y aquellos frondosos
bosques hubieran elegido aquel animalillo para representarlos; aquella imagen
rebosaba belleza y estaba cargada de significado.
Rodeé a la bestia a distancia prudente, sin apartar los ojos de ella. Conforme
me movía, ella también giraba, apuntándome con los cuernos. Tras ella, el
cervatillo permanecía, como una ofrenda, bañado en luz, bajo la planta,
probablemente un hinojo o un eneldo.
Yo avanzaba muy despacio. Llevaba encima cien kilos entre la comida y los
medicamentos. Cuando llegué al borde del claro, me volví y advertí que el
cervatillo pugnaba por levantarse sobre sus delgadas y largas patas de grulla. La
cierva todavía me miraba. Así abandoné aquel calvero donde reposan los restos de
Konstantina. La cierva me amenazaba aún con su cuerno ensangrentado, y el
cervatillo consiguió ponerse de pie, exactamente debajo de aquella fuente verde y
resplandeciente.
Querido doctor Y:
Si se me permite añadir una opinión que quizá vaya más allá de lo que
usted me pidió, me parece alarmante la situación actual. Ahora la mayoría de la
gente joven, tanto si es antimilitarista como si no, tanto si se opone al servicio
militar obligatorio como si está a favor, ignora que lo peor de la guerra es el hastío
que llega a provocar. Nunca hubiera creído que en tan corto espacio de tiempo —
veinticinco años— recuperaría esa aura de glamour. Me refiero a que mi experiencia
de la guerra fue parcial. Charles, en cambio, hubo de soportar las actividades más
pesadas y rutinarias, las mayores incomodidades y el tedio máximo, además de
dosis fijas de peligro y muerte. No todos aquellos a quienes asignaron tareas
parecidas en Dunkerque, el norte de África, Italia y el segundo frente sufrieron
tanto.
Si Charles piensa que estoy muerto, ¿cree que le sería de alguna ayuda
demostrarle que se equivoca?
Un saludo,
MILES BOVEY
Querido doctor X:
Atentamente,
FELICITY WATKINS
Querido doctor Y:
Por supuesto que quiero que mi marido vuelva a casa lo antes posible. Será
una situación difícil para todos nosotros, pero haré lo que esté en mi mano por
ayudarlo. Estoy segura de que una vez que se encuentre en casa, con los suyos y
rodeado de sus cosas, recobrará la memoria.
Atentamente,
FELICITY WATKINS
Eran las diez de la mañana. En una gran sala de un primer piso desde
donde se dominaba un macizo de flores de diseño formal, ahora con la tierra
removida y expuesta a las primeras escarchas, así como un par de hayas y unos
rosales de florecimiento tardío, había unas cuarenta o cincuenta personas, algunas
sentadas, otras repantigadas. Ninguna de ellas contemplaba la vista por las
ventanas. Las había de todas las edades y de ambos sexos; aunque predominaban
las mujeres de mediana edad. Algunas miraban la televisión, o, para ser exactos, la
imagen de prueba, una toma de un riachuelo que corría sobre unas rocas a la
sombra de unos árboles en flor. Algunas hacían punto, otras charlaban. Parecía el
salón de un hotel provinciano o de segunda, salvo por el olor característico a
medicinas.
Había mesas y sillas repartidas desigualmente por la sala. Una chica joven,
sentada a una mesa situada justo en el centro, jugaba al solitario. Tenía el cabello
liso y negro, grandes ojos del mismo color y piel aceitunada. Era delgada aunque
de formas levemente redondeadas. Su imagen se ajustaba al ideal de belleza
femenina. Además, iba vestida a la moda. Llevaba un vestido de crepé que ceñía
con suavidad sus pechos y caderas. Tanto las mangas largas y estrechas, como el
cuello alto y ajustado, estaban adornados con unos sencillos ribetes de lino blanco
ligeramente sucios. Habría pasado por el atuendo apropiado para un ama de casa,
una secretaria o una lady victoriana que se dispone a dedicar la mañana a sus
cuentas, de no ser porque la falda le llegaba a medio muslo. En una palabra, se
trataba de un minivestido especialmente corto. Costaba imaginar una prenda más
sorprendente que aquélla. El contraste entre su severidad, su austera elegancia, y
aquellas largas piernas desnudas era chocante. De hecho, no estaban
completamente desnudas; la joven llevaba unas medias muy finas de color gris
pálido. Iba sin bragas. Su postura, con las piernas separadas, indicaba claramente
que se había olvidado de ellas o que ya tenía bastante con cubrirse la parte
superior, como para encima ocuparse de sus piernas o su sexo. Sus partes
pudendas se entreveían como una mancha húmeda y oscura, y el hecho de que las
enseñara le confería un aire cándido, casi tierno.
Había dos enfermeras entre los pacientes. Las dos pobres mujeres, mal
pagadas, pertenecientes a la clase trabajadora, estaban allí porque los salarios de
sus maridos también eran muy bajos y no alcanzaban para mantener a su familia
según la pauta que marcan los anuncios de la televisión. Ambas estaban más
pendientes de la joven que de los demás pacientes. Su mirada destilaba una especie
de resentimiento que ni un sueldo diez veces superior habría mitigado.
Como las dos tenían hijas adolescentes, estaban familiarizadas con las
discusiones sobre el maquillaje y los trapitos. A una le gustaba que su hija luciera
vestidos muy cortos y abundante colorete; a la otra, no; mas estas diferencias
habían quedado eclipsadas por una inquietud más profunda. Las dos se habían
enzarzado en acaloradas riñas con la muchacha. Se llamaba Violet y llevaba unas
minis mucho más cortas de lo que la misma moda exigía, cosa que a ambas les
parecía horroroso, tanto más cuanto que se negaba a ponerse bragas. La joven las
tildaba a ellas, las enfermeras (y también madres entrenadas para ejercer la
autoridad), de anticuadas y carcas, de odiar a las chicas y al sexo; exactamente,
palabra por palabra, las mismas acusaciones que les lanzaban sus propias hijas. El
hecho de que Violet estuviera loca y recurriese a los mismos argumentos que ellas
para no llevar bragas y convertirse con su provocación en foco de desorden entre
los pacientes masculinos ya bastante desequilibrados, subvertía el marco de la
moralidad convencional. Por supuesto que el esquema mental de una de las
enfermeras —la que permitía a su hija ponerse minifalda, pestañas postizas y
gruesas capas de maquillaje— era más liberal que el de la otra; con todo, a ambas
las invadía a menudo la sensación de que aquella muchacha, la señorita Violet
Stoke, ridiculizaba los valores que ellas defendían con tanto orgullo al sentarse de
aquella forma, con la entrepierna a la vista. Además, obraba así por principio, es
decir, en nombre de la libertad, de los derechos de la juventud y de la liberación
femenina. Las dos mujeres confesaban no sólo a los médicos sino incluso a sus
pacientes que Violet las sacaba de sus casillas. No les importaba admitir que la
odiaban, actitud que los médicos al cargo de la clínica deploraban y achacaban a
una falta de visión y de control, pero que el resto de los doctores aplaudía, pues
demostraba una franqueza y honestidad que resultaban refrescantes tanto para los
pacientes como para ellos mismos. Ambas sabían bien que ese vestido, especie de
parodia del de una mujer de su casa, y la posición en que se sentaba, con el pubis
expuesto, constituían un desafió a su dignidad. Además, no se lavaba lo suficiente
(síntoma muy habitual de su enfermedad), por lo que despedía un hedor intenso
que ni el olor a medicinas disimulaba.
Por otra parte, era bonita, una belleza exótica y nada británica.
Estaba sentada sola, tal como había vivido siempre. Por eso jugaba al
solitario. Si la gente estuviera dotada de una vista lo bastante aguda, habría notado
que a Violet la consumían llamas de odio, un fuego siniestro. La envolvía un aura
de odio que sólo ella conocía. Era consciente de que aquellas dos mujeres la
observaban más que a los demás, pero no las veía como realmente eran, como a
dos pobres mujeres que desempeñaban un empleo desagradable porque no
estaban cualificadas para desempeñar otro mejor. Las veía tres veces más grandes
de lo que eran, arbitrariamente poderosas, peligrosas, terribles. Las detestaba con
todas sus fuerzas, por viejas, zafias, provincianas, pobres y porque estaban siempre
cansadas. Para colmo, aquella mañana, como cada mañana desde hacía semanas, le
habían ordenado que se pusiera bragas además de medias, pues daba asco y su
tarea ya era lo bastante pesada como para que ella encima anduviese excitando a
todos aquellos hombres; además la habían llamado egoísta, antisocial,
desobediente.
Cuando Violet las miraba, se apoderaba de ella un terror juvenil, pues temía
estar contemplando su propio futuro. La vida le había enseñado a una edad
temprana que aunque al principio era fácil ser joven y alegre, muy pronto acababa
uno como una persona entrada en años, cansada y totalmente olvidada.
Llevaba un buen rato allí sentada, jugando al solitario con una actitud que
parecía clamar «¿por qué me dejáis aquí sola?», cuando entró en la sala un hombre
bien parecido que rondaba los cincuenta. Tenía el pelo cano y ondulado, los ojos
azules y una buena sonrisa.
—¿Qué te ha dicho?
—Que tienen que trasladarme a otro sitio. No puedo seguir aquí en las
mismas condiciones.
—Insiste en que este hospital es sólo para ingresos y que no puede seguir
saltándose las normas.
—Pero ¿es que no tienes nada de dinero? —gritó con la voz petulante de
una niña mimada que pide una muñeca nueva o un vestido.
—El profesor está forrado, según me cuentan —comentó él—. Aunque eso,
por supuesto, no me ayuda mucho.
—Yo podría conseguir un empleo y ganar dinero. He tenido varios empleos.
Nunca por mucho tiempo, desde luego.
—Estoy seguro de que yo también podría. Soy hábil con las manos. Podría
lavar platos en un restaurante o trabajar en un bar, ¿no crees?
—Podríamos probar.
—Siempre, siempre.
Volvió a repartir, en esta ocasión tres manos, cada una de cinco cartas.
—No dejes que eso te afecte, por favor. Te prepararé un té, ¿te apetece un
té?
—Tal vez. ¿Cómo saber si he sido un buen padre para mis hijos? Pero eso
forma parte del pasado. Tú formas parte del presente, y mi cariño te hace bien,
¿no?
—El doctor X dice que hubo un caso el año pasado de un hombre que fingía
no recordar a su mujer; pero el doctor X lo desenmascaró y lo mandó a su casa.
—Lo siento.
—Yo no te odio.
—Oh, bueno, no creo que sea para tanto. O sea, ¿por qué nos cae tan mal a
todos el doctor X? No son tan diferentes, ¿o sí?
—Sí, sí que lo son.
—Está bien.
—¿Estás segura?
—Sí. Me fijé en ella las dos veces que vino a verte. Yo fui quien le indicó
dónde estabas y le mostré el camino. Eso fue cuando me mostraba dócil y
dispuesta a cooperar.
—Sé cuando estoy con ella que me dice la verdad. Me odia, ¿sabes?
—Entonces no llores.
—No lloro. Nunca lloro, y cuando lo hago no soy yo quien llora. A menudo
me veo a mí misma llorar, desde fuera... Y no vale la pena, no es un sentimiento
real... En cambio, ella lloraba como una Magdalena la última vez.
—¿Y es así?
—Si sientes eso es que no has perdido la memoria, sino sólo el recuerdo de
algunos datos o sucesos.
—Sí, eso me digo una y otra vez. Pero es que hay algo más. Sí, hay algo que
debo recordar, que tengo que recordar.
—No dejes que te trasladen a ese lugar, por nada del mundo.
Ningún otro tratamiento provocaba tanto pánico entre los enfermos. Con
todo, más de la mitad de los presentes en esa sala había recibido descargas
eléctricas en el cerebro. Aunque se les administraban fármacos de efectos tan
potentes como los de los electrochoques pero más imprevisibles, éstos no
suscitaban rumores ni comentarios tan pavorosos.
—Brian Smith dice que sabe con una semana de antelación cuándo le va a
tocar la próxima sesión de electro-choques —observó ella.
—La señora Jones me aseguró el otro día que no soportaba la idea de vivir
sin ellos.
—A Roger le darán el alta la semana próxima —dijo ella al fin—. Dice que
va a buscar un apartamento y que podemos compartirlo con él si queremos hasta
que encontremos uno para nosotros.
—Estupendo. Es muy amable. Estoy seguro de que eso será lo mejor para
nosotros.
No le tengo antipatía.
O de padre.
De todos modos, da igual lo que yo piense: no sería posible. Ella tiene dos
padres, dos madres, tres hermanas y un hermano. Lo sé bien, para mi desgracia.
No. Pero usted tendría que aguantarlos revoloteando alrededor de usted día
y noche. Más vale que ella permanezca aquí donde se le permite seguir siendo una
niña sin la agradable compañía de esa familia.
Me resulta muy raro, doctor Y. Dice que le agradaría que me alojara con
Miles Bovey o con Rosemary Baines.
Me dijo que recordaba aquella noche en que vagó por las calles después de
despedirse de la señorita Baines.
Algo sí, aunque no mucho. El hecho de que vagara por las calles no es lo
importante. Lo importante es que había algo que tenía que recordar, que tengo que
recordar. Lo sé. Iba en busca de algo o de alguien.
Palabras. Eso es, una palabra. Para usted significa una cosa, para mí otra
diferente.
¿Está seguro de que no se comporta como una niña que juega a ser mayor?
Algunas veces sí; pero no es sólo una niña, doctor Y. Desde el punto de vista
emotivo sí lo es, por supuesto, pero ella capta el significado de cosas que usted no
entiende.
Lo siento, ¿qué quiere que haga? Puedo decirle que me parecería beneficioso
que los dos pasaran una temporada juntos. Podría decírselo; pero estoy convencido
de que mi opinión sería discutida, y no sólo por sus cuatro progenitores.
Si mañana salieran del hospital usted y ella y se fueran a vivir juntos, nadie
podría impedírselo físicamente. Pero estoy seguro de que ella volvería corriendo a
nosotros en menos de una semana.
Muy bien, doctor, eso reduce mi número de posibilidades para elegir. Creo
que al final me inclinaré por la de volver con mi familia.
No, creo que las circunstancias han fijado el rumbo de mi vida en gran
medida.
Pude haber tomado otras decisiones, desde luego; pero siempre he sido la
misma persona.
Puede volver a casa. Su mujer asegura que le recibiría con los brazos
abiertos. Creemos que esto sería un error, en vista de su estado actual. No lo
sabemos, pero es muy posible que la raíz de su problema estuviese en su casa, su
mujer o sus hijos.
¿Y no es su casa ni su mujer?
Amigos, amigos, sí. Amigos fieles. Los amigos no están para ayudarse y
lamerse uno a otro el hocico y decirse: qué fabuloso eres, qué amable. Los amigos
están para combatir codo con codo, están para...
Las mismas, digo, para usted; porque si decidiera salir de allí, se encontraría
en la misma situación en que se encuentra ahora. Tendría las mismas alternativas.
No, pero sabemos que habría miles, tal vez ya millones de personas que sin
él se sentirían demasiado deprimidos para seguir viviendo.
Bien, bien.
Sí, desde luego. Probablemente usted mismo acabará por acceder a ello. Ese
es mi punto de, vista. Es también la opinión del doctor X. Le hemos administrado
medicinas en lugar de electrochoques y no han producido la mejoría que
deseábamos. Nada ha funcionado con usted. Había perdido la memoria antes de
llegar y sigue sin recobrarla: ¿qué hemos de hacer?
Sí.
Para el final del otoño aquellos zarcillos habían alcanzado varias veces la
camelia, gracias a la brisa para después volver a su sitio, bien a causa de un viento
fuerte, bien porque ambas suponían un peso demasiado grande para la camelia.
Dos de los otros tres pacientes dormían con las luces apagadas. El otro
escuchaba la radio con unos auriculares.
Una muchacha entró en la sala. Llevaba un pijama infantil con flores y una
bata enguatada. Se había deshecho el moño formal que llevaba y se había recogido
el cabello en una cola de caballo, de modo que semejaba una mata marrón
cuidadosamente atada con una cinta rosa. Era la viva imagen de todo lo bueno y lo
sano; pero la pobre muchacha no era capaz de conseguir lo que quería. La
presencia de la señorita Violet Stoke resultaba tan chocante porque el rostro de
aquella niñita traslucía el semblante triste de una mujer en sus cinco sentidos. Se
sentó en la cama del profesor.
Aquel día había corrido la voz de que el profesor Charles Watkins había
pedido voluntariamente que le aplicaran corrientes. Algunos de los pacientes
acogieron la noticia con indiferencia, pero muchos estaban asustados. El profesor
se había convertido en una especie de símbolo. Mientras que a la mayoría la
sometían al tratamiento sin consultarla, a él se le había ofrecido la posibilidad de
elegir, porque el doctor Y se había opuesto en su caso. Pero ahora que ya estaba
recuperado (salvo por el hecho de que estaba de acuerdo con el pasado que le
asignaban), había comunicado a los dos médicos que quería probar el
electrochoque.
—Siento que te lo tomes tan mal —respondió—, pero ya no sabía qué hacer.
Para empezar, no quiere ni oír hablar de lo de compartir un piso. Supongo que al
fin y al cabo no era una opción realista.
—Si, como espero, todo sale bien, entonces podrás venir a pasar una
temporada con Felicity, conmigo y con los niños.
—Te has dejado convencer. Pero, por qué, por qué, por qué.
El profesor examinó a los dos hombres que yacían en las camas situadas
frente a la suya, luego al que escuchaba la radio sentado en la cama y de cuando en
cuando soltaba sonoras carcajadas.
—Sólo hay una cosa en la que todos parecen estar de acuerdo: que los
electrochoques me pueden ayudar a recordar.
—Sí, y puede que no. Sabes tan bien como yo cómo quedan algunos.
Parecen sombras, zombis. Ya has visto lo que pasa.
—Pero es un riesgo.
Se oyeron pasos que se acercaban y una voz alegre que decía «buenas
noches, buenas noches, buenas noches», mientras las luces se apagaban una a una
en las salas que daban al pasillo.
Ella asintió con la cabeza. Sus tristes ojos de mujer miraban hacia la puerta,
donde aparecería la silueta de la enfermera poco después. Estaban en la última sala
del pasillo.
—Muy bien, señorita Stoke. Recuerde que el profesor necesita dormir esta
noche y usted también, querida. —Acto seguido, se marchó.
—Pero a lo mejor descubres que no eres más que ese tal profesor Watkins.
—Sé que corro un riesgo. Lo sé bien. Tal vez el choque me haga olvidar lo
que ahora sé; que debo cambiar de vida.
—Sí, pero ¿cómo? Todos pensamos eso, lo pensamos todo el tiempo. Sé que
ésa es la clave de todo, pero ¿cómo?
—Hay algo que debo alcanzar. Tengo que difundirlo. Aunque la gente no
sea consciente de ello, es como si respirase a diario aire envenenado. No están
despiertos. Se golpearon la cabeza hace tiempo y no saben que por eso viven
atontados y matándose unos a otros.
—Pero ¿no hay manera de seguir siendo diferentes? ¿No hay forma de
escapar? Si lo averiguas, ¿me sacarás de aquí?
—Todo depende del tiempo, de la sincronía, ¿sabes? Hay veces que resulta
más fácil escapar que otras...
—¡Señorita Stoke! —llamó la enfermera desde la puerta.
—Adiós, querida.
Queridísimo Charles:
FELICITY
Estimado Charles:
JEREMY
Estimado Jeremy:
Gracias por todo. Siento haber sido tan pelma. Creo que estoy en pleno uso
de mis facultades mentales. Recuerdo todo lo que hablamos sobre la serie de
conferencias y me siento con fuerzas para darlas yo mismo. Tu amigo,
CHARLES
Querido Miles:
CHARLES
CHARLES WATKINS
Abril de 1970
EPÍLOGO O GUARDA
Hace algunos años escribí una sinopsis para una película. Estaba inspirada
en un buen amigo mío cuya percepción sensorial era diferente de la del resto de la
gente.
Blake pregunta:
¿Cómo sabes que toda ave que surca el aire no es un mundo inmenso de
placer, confinado por tus cinco sentidos?
Mantener una amistad larga y estrecha con una persona que lo vive todo de
forma distinta que la gente «normal» me ha llevado a hacerme esta misma
pregunta.
Por otro lado, hace falta haber recibido un adoctrinamiento especial para
creer que clasificar sentimientos o estados mentales, encontrar las frases y
expresiones o, en una palabra, describirlos, equivale a entenderlos, a
experimentarlos en su propia piel. Y ese adoctrinamiento es el que se imparte en
las escuelas, donde la mayor parte del tiempo se invierte en enseñar a clasificar, a
escoger palabras, a definir.
Se me ocurrió una idea. Envié el guión a dos médicos. Uno de ellos era
especialista en psiquiatría de un hospital clínico, un hombre que formaba futuros
doctores y trataba enfermos. El otro era un neurólogo que trabajaba en un gran
hospital clínico de Londres como catedrático y en su consulta privada de Harley
Street.
Les pedí que lo leyeran y me indicaran qué trastorno padecía ese personaje,
que emitieran un dictamen como si se tratara de un paciente.