Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Descola Philippe - Las Lanzas Del Crepúsculo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 54

T rad u cc ió n de

V a l e r ia C a st ellô -Jo ber t


y R ic a r d o I b a r l u c ía
PHILIPPE DESCOLA

LAS LANZAS
DEL CREPÚSCULO

Relatos jíbaros. Alta Amazonia


P L A C S O - B ib lio te c a

Fondo de C ultura E c o n ó m ic a

M é x ic o - A r g e n t in a - B r a s il - C o l o m b ia - C h il e - E sp a ñ a
E sta d o s U n id o s d e A m é r ic a - G uatem ala - P erú - V en ezuela
Primera edición en francés, 1993
Primera edición en español, 2003

¿-V '
.o ü

O í ío b '-

'ilBíAüTECA- ílÁ CS,0-

00510(12 lru*°- ±.l%o;}r__ ;;;;


M xw ¡ ::ro-■'-s o c . L i b r o
--fí; *iAC£C

Título original: Les lances du crépuscule


IS B N de la edición original: 2-259-02351-7
© Librairie Pion, 1993

D . R. © 2005, F o n d o d e C u lt u r a E c o n ó m ic a d e A r g e n t in a , S.A.
El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires
fondo@fce.com.ar / www.fce.com.ar
Av. Picacho Ajusco 227; 14200 México D.F.

ISB N : 950-557-633-1

Forocopiar libros está penado por la ley.

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en


form a idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin la
autorización expresa de la editorial.

Im p r e s o e n l a A r g e n t i n a - P h in t e d in A r c e n t in a
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
3. E l territorio achuar en Ecuador.
M apa de Patrick M érienne a partir de documentos de Philippe Descola.
I. APRENDIZAJES

W a ja r i r e g r e s ó d e l b a ñ o ajustándose su viejo itip, un paño a rayas verticales


de bandas rojas, amarillas, blancas y azules que le llegaba a la m itad del muslo.
Com o la mayoría de los hombres del lugar, lleva normalmente un short o un
pantalón, y reserva su vestimenta tradicional para uso doméstico. Las aguas
pardas y turbulentas del Capahuari corren al pie de la casa, pero una pequeña
entrada en la orilla permite bañarse sin peligro: el flujo de la corriente es deteni­
do por un enorme tronco acostado a flor de agua a través del lecho, del que los
niños se sirven com o de un trampolín. Otros leños salpican de taludes la ver­
tiente escarpada y ayudan a acceder al río sin resbalar sobre la pendiente arcillo­
sa. Amarrada con una gran liana a las raíces de una cepa de m iraguano, una
piragua de madera ahuecada se halla a medias inclinada sobre la orilla; su popa
horizontal dom inando el río ofrece un emplazamiento para lavar la ropa blanca
y la vajilla o para llenar grandes cantimploras en form a de pera. D ecenas de
mariposas amarillas revolotean sobre esta lavadora flotante y sobre el lim o del
río, donde disputan a colonias de hormigas m inúsculas los residuos de la últim a
comida. La gente de aquí llama Kapawi a este curso de agua al que los m apas
ecuatorianos y los quechuas de Montalvo denom inan Capahuari, por altera­
ción de una palabra achuar, ella misma abreviación de Kapawientza, “el río de
los kapaw i”, una especie de pez chato.
Es el atardecer, pero el calor es aún fuerte, apenas atenuado por una peque­
ña brisa que circula libremente en la casa sin muros. Adentro, la m edia penum ­
bra és atravesada en sentido oblicuo por haces lum inosos que estrían la tierra
batida, iluminando aveces un delgado hilo de hum o o una gran m osca dorada.
Vista desde el interior, la vegetación del huerto y de la selva se aleja bajo la línea
sombría del enramado del techo como un paño continuo de verdes brillantes
en camafeo. Este segundo plano puntillista vuelve por contraste la m orada más
oscura y unifica en un dominante sepia la arena rosada del suelo, el marrón
ennegrecido de la caña, el pardo opaco de las vigas y el ocre vivo de las grandes
vasijas donde fermenta la mandioca.
Wajari se sentó en silencio sobre la pequeña silla de m adera tallada que le
estaba reservada: un disco cóncavo establecido sobre un asiento piram idal y

43
44 ADAPTARSE A LA SELVA

adornado con un rombo sobresaliente que representa una cabeza de reptil. Es


un hombre de treinta años, de cabellos espesos y algo enrulados, nariz aguileña
y la mirada irónica bajo cejas com o de carbón, preciso en sus movimientos a
pesar de una leve corpulencia. Tras haber partido a cazar con su cerbatana desde
el alba, había regresado hacía poco, cargando sobre su espalda un gran pécari de
labios blancos. A su llegada, mujeres y niños estaban atónitos, fingiendo indife­
rencia ante esa presa de calidad. H abía depositado su carga sin decir palabra a
los pies de Senur, la m ás anciana de sus esposas, y había ¡do a bañarse en el
Kapawi después de haber colocado cuidadosamente su cerbatana en posición
vertical en un pequeño portatacos fijado sobre uno de los pilares que sostienen
la casa. Senur lo siguió poco después exhibiendo el pécari, que él había despe­
llejado y trozado con una vieja lám ina de machete afilada como una navaja.
Ahora, Wajari tiene los ojos fijos en el suelo evitando mirar en mi dirección,
los codos apoyados sobre las rodillas, aparentemente perdido en una m edita­
ción profunda. Su rostro parece más cobrizo que de costumbre porque el baño
ha hecho desaparecer del todo la tintura con la que se había pintado antes de ir
a cazar. Estoy frente a él en un pequeño banco de madera reservado a los visi­
tantes, apoyado en uno de los postes del antetecho, en el borde de la casa. Calco
m i actitud sobre la suya y hago com o si lo ignorara, sumergido en un vocabula­
rio jíbaro confeccionado por un misionero salesiano con fines pastorales.
C on voz sonante, el am o de casa exclama de repente: “¡N ijiam anch! wari,
jiam anch, jiam anch, jiam an ch !”. Es el momento para que las mujeres sirvan la
chicha de mandioca, nijiam anch, brebaje untuoso y levemente alcoholizado
que constituye la bebida habitual en la vida cotidiana. M is compañeros no
beben nunca agua pura y la chicha de m andioca sirve tanto para aplacar la sed
com o para llenar el estóm ago y lubricar las conversaciones. Unos días de fer­
mentación suplementaria la convierten en u n brebaje fuerte que se consume en
libaciones repetidas en ocasión de las fiestas. Com o Senur estaba ocupada en
destripar el pécari al borde del Kapawi, es su hermana Entza, la segunda esposa,
quien acude hacia su m arido con un pininkia, una gran copa de barro cocido
esm altada de blanco y finamente decorada con motivos geométricos rojos y
negros. C on una mano hundida en el líquido blancuzco, tritura la pasta de
m andioca para diluirla mejor en el agua, y de tanto en tanto retira las largas
fibras que sobrenadan. La chicha de calidad debe ser homogénea y sin grumos,
cremosa al paladar y para nada acuosa. Pero Wajari ignora la copa que le extien­
de su m ujer y, sin mirarla, m urmura com o una reprimenda: “¡Apach!", “el blan­
co” . Tras ofrecerme el pininkia, Entza le extiende una segunda copa a Wajari,
Dibujo de Philippe M unch a p a rtir de los documentos de Philippe Descola.
46 ADAPTARSE A LA SELVA

pues se halla apostada unos pasos detrás de él con una gran calabaza llena de
chicha que amasa m aquinalmente, lista para volver a servirnos. Con el antebra­
zo replegado sobre su opulento pecho para proteger la chicha de los mosquitos
que nos persiguen a esta hora del día y el vientre redondo echado hacia adelante
como una mujer encinta, rodea de atenciones a su esposo con una mirada satis­
fecha.
El nijiamanch se bebe de acuerdo con un código de conveniencia preciso
que asimilé en algunos días, pues el aprendizaje de una cultura empieza siempre
por los modales en la mesa. Es inconcebible rechazar la copa ofrecida por una
mujer; tal gesto sería interpretado com o un signo de descortesía grave para el
anfitrión, quien sentiría así que uno sospecha que ha envenenado el brebaje.
Según se dice, sólo los m oribundos y los enemigos declarados desdeñan el
nijiamanch que se les presenta, y esta conducta, tanto de unos como de otros, es
la más segura revelación de su verdadera condición. Sin embargo, no hay que
aceptar el pininkia con precipitación: una gran reserva es aquí de rigor y, en
ningún caso, el extraño a la casa debe mirar a la cara a la mujer que se la sirve,
bajo pena de pasar por un seductor. La necesidad de evitar cualquier contacto
vuelve las libaciones tanto más espaciadas, pues es im propio para un hombre
tocar la chicha de m andioca sobre la cual las mujeres continúan ejerciendo su
dominio hasta la ingestión. Así, y com o a menudo es el caso, cuando un insecto
atraído por esta pequeña charca lechosa se debate en las angustias del ahogo, no
hay otra solución que soplar suavemente sobre la superficie del líquido para
permitirle conseguir apoyo sobre el perímetro de la copa. Apiadada por los
esfuerzos del bebedor, la dueña de casa se aproxima entonces para liberarlo del
moscardón inoportuno y tritura de nuevo en su pininkia la pasta fermentada.
Girando la cabeza con ostentación en la dirección opuesta a la mujer y con un
amplio gesto, el invitado ofrece la copa para susananipulaciones.
Con un movimiento idéntico, acom pañado de la pronunciación de la pala­
bra familiar apropiada, se le pide una ración suplementaria. Después de la ter­
cera ronda, la cortesía y un sentido exhibicionista de la frugalidad exigen que se
opongan leves negativas a un nuevo trago, así como las reglas de la hospitalidad
imponen a las mujeres ignorar esas manifestaciones de cortesía. Las protestas se
hacen más enérgicas a medida que el número de vueltas aumenta, pero perma­
necen sin efecto. Apenas se admite que un hombre pueda beber menos de una
media docena de copas sin ofender gravemente a la dueña de casa que las prepa­
ra; sin embargo, cuando varias mujeres sirven simultáneamente, es lícito devol­
ver uno de los pininkia antes de ese fatídico umbral. En las excusas hay que dar
APRENDIZAJES 47

muchas muestras de inventiva y de una gran vehem encia en su form ulación


para satisfacer el amor propio de la despensera de chicha y verse librado de su
inagotable pininkia.
Las esposas son las amas absolutas de este pequeño juego que, a pesar de la
pasión insaciable que los achuar demuestran por su bebida, puede terminar por
parecerse al suplicio del embudo. Los chasquidos de lengua entusiastas del prin­
cipio dan pronto lugar a manifestaciones discretas de aerofagia, el estóm ago se
infla como un globo, la ligera acidez del brebaje provoca una salivación des­
agradable y el irreprimible deseo de eliminar el líquido acum ulado en la vejiga
debe ser dom inado por decoro. Cuando Jas m ujeres están de m al hum or, el
encanto del convite acaba por desvanecerse y su falsa solicitud se transform a en
el imparable exutorio de una relación de fuerzas desigual entre los sexos.
N ada semejante ocurre hoy, afortunadamente. C om o Wajari está atareado
lejos de casa durante todo el día, la sesión vespertina de nijiam anch es uno de
los raros momentos en los que puedo ejercer mi profesión, esto es, hacer hablar
a quien en la jerga de nuestra disciplina recibe el nombre más bien desagradable
de informante. A decir verdad, hice m uy mal en considerar a Wajari com o un
informante, comparable con esos personajes oscuros que, en las novelas policiales
o de espionaje, desgranan sus confidencias en sitios discretos. Sin duda, debe­
mos esta nada elegante herencia terminológica a la tradición de los etnólogos
africanistas de preguerra -siem pre rodeados de boys, m ozos de equipajes e intér­
pretes-, que remuneraban a los sabios indígenas por sus horas laborables desde
la veranda, como se le da la propina al jardinero. Por cierto, los etnógrafos de la
Amazonia no están impregnados de angelismo y tam bién distribuyen m onedas
por toda clase de buenas y malas razones: no se ingresa en la intim idad de
perfectos desconocidos sin retribuir de un m odo u otro su buena voluntad o
asegurarse por ofrendas adelantadas que a uno no lo pondrán en la puerta.
Fue nuestra apuesta dirigirnos al Kapawi sin provisión alguna de alimentos,
pero ampliamente provistos de pequeños objetos de trueque. Wajari, por lo
demás, no se equivocó cuando, la tarde de nuestro prim er encuentro, nos invitó
a vivir con él. Tras la partida precipitada de los dos guías quechuas hacia
Montalvo, el joven achuar que había conversado con ellos en su lengua nos
sugirió en un español extremadamente rústico que ingresáramos en el interior
de la casa de Wajari. Tseremp había adquirido sus talentos políglotas trabajando
algunos meses com o mano de obra para una com pañía de investigación petro­
lera en el río Curaray, al norte del territorio achuar. Le expliqué que deseába­
mos pasar allí algunos días para aprender el jíbaro y él dedujo de ello que éra­
48 ADAPTARSE A LA SELVA

m os misioneros protestantes estadounidenses, lo que con perfecta mala fe no


negué ni confirmé. Tseremp fue entonces nuestro intérprete ante el dueño de
casa, y al cabo de una larga perorata que escuchamos con incomprensión llena
de angustia, nos transmitió el ofrecimiento de Wajari de vivir en su casa.
Ese m ism o atardecer le di a Wajari un gran machete y un pedazo de tela para
cada una de sus tres esposas; los aceptó en silencio y sin parecer darle im portan­
cia. D espués de una sem ana de com partir con él la vida doméstica, parecía
haber adm itido nuestra presencia com o algo casi natural, manifestaba una dis­
tancia amable, tan discretamente atenta a nuestras necesidades como desprovis­
ta de servilismo. En dos o tres ocasiones, hicimos algunos regalos menores a las
mujeres y a los niños y distribuim os medicamentos para paliar una crisis de
paludismo o la diarrea de un niño de pecho. Pero yo no sentía que aquellos rega­
los fueran corruptores o que hubieran convertido a Wajari en un informante
debidamente retribuido por develar los secretos de la cultura ante mi indagación.
M i anfitrión continuaba engullendo en silencio la chicha de mandioca que
su esposa le vertía con liberalidad. Bebió un trago y se volvió de pronto hacia
mí, mirándome fijamente a los ojos: la etiqueta autoriza en adelante la conver­
sación y la iniciativa recae sobre él, com o es siempre el caso durante las visitas.
-¿E stá bien?
—Sí, bien.
- Y la.señora, ¿está bien?
—Sí, está bien.
H asta aquí nada dem asiado difícil; el pequeño diccionario mimeografiado
shuar-español del reverendo padre Luigi Bolla me permite, a pesar de las dife­
rencias de vocabulario entre los dos dialectos, sostener sin apremio este cente­
lleante diálogo. Envalentonado por el éxito, procuro orientarme hacia mi obje­
tivo con menos banalidad.
—¿Y esto qué es? —digo, señalando su silla.
- E s un chitnpui.
Ya lo sabía; el inestimable léxico del misionero explica que el chimpui es un
pequeño taburete de m adera esculpido. Pero la apariencia zoomórfica de la silla
me intriga y es su significación sim bólica lo que quiero averiguar.
-C laro , es un chimpui, ¿pero qué es?
—Es un chimpui com pleto, un verdadero chimpui.
M i saber no va mucho más lejos en términos de fórmulas interrogativas,
pero aparte de “¿qué es?” , sé también decir “ ¿por qué?” .
—¿Por qué el chimpui?
?L A £ S Ü - Biblioteca
APRENDIZAJES 49

Wajari me respondió con una larga frase en la que creí distinguir que “nuestros
antepasados” y “mi padre” han encontrado desde toda la eternidad inconcebible
sentarse sobre otra cosa que no fuera un chimpui. Es el círculo vicioso típico de la
explicación por la tradición, de la cual el etnógrafo no puede salir más que por una
acción de arrojo o inventando una interpretación complicada pero verosímil. Elegí
más bien la audacia que la imaginación, me acerqué al chimpui de Wajari, toque el
pequeño rombo con forma de cabeza de reptil y repetí mi pregunta.
—¿Y esto qué es?
Siguió una nueva glosa. N o retengo más que las primeras palabras, yantaría
nuke, que, tras consulta febril del diccionario, aparentemente significan “cabeza
de caimán”. Wajari continúa con entusiasmo un comentario que llega a ser para
m í perfectamente ininteligible. Para respetar al menos las apariencias, puntúo
su discurso con interjecciones vigorosamente aprobatorias, “ ¡Es verdad, es ver­
dad!”, “¡Bien dicho!”, como les he escuchado hacer a los achuar durante sus
diálogos. Interiormente, estoy rabioso; lo que Wajari desgrana ante m í con com ­
placencia es, sin duda, el m ito del origen de su pueblo, y he olvidado encender
mi grabador. El protocolo soberbio de las investigaciones etnográficas lamenta­
blemente se hunde, mi charla dirigida se encam ina al fracaso, la indagación de
la tradición oral se anega en las arenas de la incomprensión.
M i posición altiva respecto de los intérpretes y de aquellos que los utilizan
comienza a resquebrajarse; más vale, quizá, la sumisión a interpretaciones incon­
trolables de especialistas indígenas de la vulgarización cultural que esta ignorancia
persistente engendrada por la barrera lingüística! Pero no tenemos opción. El
español de Tseremp es demasiado rudimentario para que lo convirtamos en tra­
ductor y aquí nadie es bilingüe. A decir verdad, mi dificultad para ver en Wajari al
informante patentado de los manuales de etnografía es atribuible, en lo esencial,
a que no entiendo úna gota de las informaciones que me proporciona. Tengo la
impresión de que él cumple bien su papel sin haberlo aprendido, mientras que yo
defraudo el mío pese a estar cuidadosamente preparado.
Un m utism o recíproco se instala de nuevo y yo apaciguo mis escrúpulos
científicos con el recuerdo de un consejo que Claude Lévi-Strauss me dio antes
de mi partida. Luego de haberlo agobiado con el detalle de las técnicas de inves­
tigación que pensaba emplear y los problemas sutiles que me permitirían resol­
ver, concluyó nuestra conversación con estas simples palabras: “Déjese llevar
por el terreno”. En esa situación, no había otra cosa que hacer.
Senur regresó del Kapawi tras haber cortado el pécari en cuartos y lavado las
tripas. Antes de comenzar la preparación del animal, puso primero el hígado y los
50 ADAPTARSE A LA SELVA

riñones a asar sobre una pequeña brocheta para servirle a su esposo. Invitados en
este caso a compartirlo, lo degustamos con gran placer puesto que, en una cocina
donde la insipidez de lo hervido reina sin igual, los despojos de la caza son los únicos
que se comen asados. Entza y Mirunik han construido entre tanto una parrilla de
madera verde sobre uno de los fuegos para poner a ahumar la carne. La parrilla sirve
para todos los habitantes de la casa, pero la carne ya ha sido distribuida por Senur
entre las mujeres; su privilegio de ancianidad le ha permitido guardarse dos pemiles
y un buen trozo de espinazo, dándole el resto a las otras dos esposas.
Para las necesidades de la cena, cada mujer selecciona un pedazo de carne
que pone a cocer a fuego lento en una m armita de m andioca o de taró. Una
después de la otra, vienen a depositar a nuestros pies una porción de puchero en
unos tachau, grandes platos de tierra cocida barnizados de negro. Paralelamente,
Wajari ha sido atendido e invita a sus hijos adolescentes, Chiwian y Paantam, a
compartir su ración, mientras que Senur, Entza y Mirunik reúnen a su alrede­
dor a sus hijos respectivos para un pequeño festín íntimo. Aunque las esposas
comen a veces juntas, por lo común cada una provee a su propia alimentación
y a la de su progenie: incluso en el seno de la familia, el hecho de que sean
ocasionalmente comensales no entraña compartir los alimentos. Nuestros achuar,
evidentemente, no han oído nunca hablar del comunismo primitivo.
Una calabaza con agua circula a manera de palangana para las abluciones
preparatorias a la comida; un sorbo para enjuagarse la boca, luego un sorbo
vertido en un delgado hilo para lavarse las manos. El dueño de casa me invita
entonces a empezar con la expresión estereotipada: “ ¡Come la m andioca!” , a la
cual hay que responder con consentimiento forzado y el asombro fingido de
descubrir de pronto a los pies los platos humeantes. La m andioca dulce es el
alimento básico de los achuar, sinónimo tan estrecho de comida como lo es el pan
en Francia, y acompañado incluso de un trozo de carne, se invitará a consumir
por litote siempre esta modesta ración. Es de buen tono por parte del invitado
continuar un rato rechazando esta ofrenda, como si estuviera harto y fuera
incapaz de ingerir bocado, y sólo agobiado por las reglas de cortesía debe uno
resolverse a picotear los platos hasta entonces laboriosamente ignorados.
Terminada la comida, la calabaza con agua circula de nuevo y ahora toca a
Mirunik servir la inevitable chicha de mandioca. Wajari conversa a media voz
con su hijo mayor mientras degusta su nijiamanch, lo cual me dispensa de otra
desgraciada tentativa de requisitoria oral. El sol se abisma detrás de la selva con
la súbita ineluctabilidad de esta latitud, abandonando tras de sí un degradé de
azul cobalto y bermellón sobre el que se recortan finamente en som bras chines­
APRENDIZAJES 51

cas las hojas delgadas y enlazadas de las palmaras chontas. Perdido en esta lu ju ­
ria de pasteles, un minúsculo cúmulo vela en el poniente, com o una roja linter­
na veneciana puesta sobre la cima de los árboles. L a absoluta inmovilidad del
aire hace aún más estáticas las masas vegetales confundidas en un prim er plano
único que se destaca sobre la tela celeste com o un decorado sin profundidad.
Sumergida en verdes monótonos, la naturaleza es aquí poco propicia para
desencadenar la emulación pictórica; no despliega su mal gusto m ás que al
crepúsculo, y entonces se adecúa a la estética de Baudelaire, sobrepasando en su
artificio los coloridos de los más horribles cromos. U na agitación excepcional
de los anfitriones de la selva acom paña esta breve lujuria de crom atism o; los
animales diurnos se preparan ruidosamente para dorm ir mientras las especies
de las tinieblas se despiertan para cazar con apetitos carnívoros. Los olores tam ­
bién son más nítidos, pues el calor del fin de la tarde les ha dado un cuerpo que
el sol no ha tenido la capacidad de disipar. Entum ecidos durante la jornada por
la uniformidad de los estimulantes naturales, los órganos sensibles son de pron­
to asaltados al crepúsculo por una multiplicidad de percepciones sim ultáneas
que hacen muy difícil toda discriminación entre la vista, el oído y el olfato. C on
esta brutal excitación de los sentidos, la transición entre el día y la noche adquiere
en la selva una dimensión particular, como si la separación entre el cuerpo y su
entorno se aboliera por un corto momento ante el gran vacío del sueño.
Es la hora tan esperada en que por fin podem os bajar la guardia. L a m irada
atenta que posam os sobre nuestros anfitriones nos es devuelta evidentemente
con constancia y ese pequeño juego de observación recíproca conoce su tregua
a la caída de la noche. Los niños, en particular, dejan de espiarnos para com en­
tar nuestros menores actos y gestos con susurros ahogados en risas. A esta hora
están ocupados en cazar chicharras con un pequeño tubo de bam bú provisto de
un pistón que dispara bolitas de arcilla seca por compresión. Se escuchan sus
alaridos de alegría en los bosquecillos que bordean la ribera cuando logran al­
canzar unos de sus blancos. Senur les grita: “¡Cuidado con las serpientes!”, lue­
go masculla en la semioscuridad mientras atiza un fuego y maldice probable­
mente su inconciencia frente a los peligros de la selva. En voz baja, hablo con
Anne Christine de los acontecimientos de la jornada, de la lentitud de nuestro
progreso y de todo lo que hemos dejado atrás. Sin este retorno a la intim idad
que nos es ofrecido cada noche, soportaríamos sin duda menos fácilmente las
contrariedades de nuestra vida nueva, y confieso que me pregunto a veces de
dónde algunos de nuestros colegas han podido sacar la fuerza de ánim o para
permanecer solos varios años en condiciones similares.
52 ADAPTARSE A LA SELVA

Sin duda fatigado por su jornada de caza, Wajari no parece esta noche dis­
puesto a velar. La señal de acostarse es dada cuando me indica el lecho de las
visitas con la simple orden: “ ¡Duerm e!” . Contrariamente a muchas otras tribus
am azónicas, los jíbaros no utilizan ham acas, sino cam astros rectangulares
recubiertos de listones flexibles de m adera de palmera o de bambú. Se duerme
de manera extraña, con las piernas a medias en el vacío y reposando sobre una
pequeña percha que está encim a de un hogar a combustión lenta. Este disposi­
tivo se funda en el viejo principio de la sabiduría popular según el cual nunca se
tiene frío cuando los pies están al calor; a condición de levantarse regularmente
para reavivar el fuego m oribundo, se consigue así combatir el frío húmedo de
las pocas horas que preceden el alba.
Los lechos de los habitantes de la casa están circundados por tres planchas
de listones de madera: en esta habitación sin tabiques, los lechos ofrecen un
pequeño islote de intim idad, semejante al lecho cerrado bretón que dom ina la
sala com ún. Nuestra cam a está desprovista de ese refinamiento. Apoyada a los
postes periféricos, apenas protegida de la lluvia por la saliente del antetecho, se
abre tan largamente hacia el jardín y la selva que uno se creería sobre una balsa,
todavía unida a la casa por una amarra tenue, pero a punto de derivar hacia las
tinieblas de la jungla desde el m om ento en que el sueño haya burlado nuestra
vigilancia. Los ruidos esporádicos de la m orada adormecida son suplantados en
este proscenio por los ecos nocturnos de la vida salvaje; el fondo estridente de
las chicharras y de los grillos, el bajo continuo de los sapos son puntuados por
los gritos melancólicos de las aves rapaces y los tres silbidos descendentes del
chotacabras. Y es de esta m anera casi incongruente que el llanto de un niño o el
gemido de un perro convocan la proxim idad de un universo familiar, mientras
la noche suprime aquí las construcciones pacientes de la humanidad.

Taburete chim pui del dueño de casa.


Ilustración del autor.
II. TEMPRANO EN LA MAÑANA

Un r e spla n d o r t e m b l o r o so da un lengüetazo por el interior del techo de hojas


de palmera, capturando en su cam po la disposición en damero de las planchas
y de los cabrios. Atravesada ocasionalmente por una som bra gigantesca, una
suave luz anaranjada afirma poco a poco los detalles de la estructura de madera
al ritmo regular de un aliento experto: en la noche aún oscura, una m ujer viene
a reanimar el fuego. Quedan dos largas horas antes del alba, pero los habitantes
de la casa ya se despiertan para las rutinas de un nuevo día. La movilización no
es ni inmediata ni general y la hum edad penetrante no incita m ucho a perder el
tiempo: fuera de Senur y de Wajari, nadie todavía se ha levantado. Algunas
cabezas de niños despeinadas surgen de las camas cerradas, luego vuelven a
sumergirse en el calor mullido en el que es tan lindo remolonear. El dueño de
casa se ha sentado en su chimpui, dando su ancha espalda al calor revigorizante
del hogar. Su esposa regresa del río, surgiendo de la oscuridad con una gran
vasija de agua fresca. Chiwian, un muchacho de unos quince años, va a unirse a
su padre en silencio y se sienta com o él de espaldas al fuego, a caballo sobre uno
de los leños.
Sobre el hogar del tankamash, Senur dispone el yukunt, una gran copa negra
de boca m uy ancha. Este recipiente, provisto de un pie hueco en form a de
huso, está destinado a la preparación de la wayus, una infusión elaborada con
una planta cultivada que pertenece a la m ism a familia de la célebre yerba mate
de los argentinos. El bulbo del fondo contiene las hojas y la extremidad estrecha
oficia de filtro para impedirles que se expandan en la cocción mientras uno se
sirve a voluntad con unas pequeñas calabazas oblongas. C om o Wajari me ha
invitado a unirme a él, abandono con pesar la tranquilidad de mi lecho para ir
a cumplir con mi deber junto al fuego. La wayus es más que un té matinal, es
una institución del m ism o orden que la chicha de mandioca, pero som etida a
un protocolo menos estricto. Sólo los hombres consumen esta infusión dulzo­
na de propiedades ligeramente eméticas, que cancela por un tiempo, en la inti­
midad del fin de la noche, el formalismo am puloso de la etiqueta diurna.
Al invitar a un visitante masculino a sentarse junto con él cerca del fuego, el
dueño de casa suprime por un momento la invisible barrera que confina a los

53
54 ADAPTARSE A LA SELVA

extranjeros en los lindes del espacio doméstico. D e forma casi elíptica, la casa
achuar está, en efecto, separada a lo ancho por un límite no material que la
divide en dos partes de dimensiones desiguales: el ekent y el tankamash. Lugar
reservado a la sociabilidad masculina y a la recepción de visitantes, el tankamash
ocupa aproximadamente un tercio de la casa, desde una de las extremidades en
semicírculo hasta los primeros pilares que sostienen la estructura. Allí se sienta
Wajari en su chimpui com o en un trono, allí duermen los invitados y los ado­
lescentes solteros de la casa. Allí también se encuentra el tuntui, un tambor muy
grande hecho con un tronco vacío y mantenido en posición semivertical por
una liana atravesada en su extremidad superior y amarrada a una viga horizon­
tal que une las alfardas. Por razones que aún me resultan misteriosas, ese largo
cilindro de sonido cavernoso se encuentra, a su vez, prolongado en ambas ex­
tremidades por rombos en form a de cabeza de reptil. En el tankamash, el dueño
de casa y sus invitados disponen cada uno de un hogar formado por tres gran­
des leños en estrella. Las maderas seleccionadas son particularmente densas y se 1
consumen muy lentamente; para reanimar la llama, basta poner en contacto
las extremidades de los troncos, agregar algunas ramas y atizar unos instantes el
fuego que se está incubando. Estos hogares masculinos están eximidos del ser­
vicio prosaico de la cocina y sirven únicamente para calentar las horas frescas de
la noche y recibir al círculo de bebedores de wayus.
Por contraste, el ekent es el ámbito de las mujeres y de la vida de familia. Las
camas de la casa están erigidas en el perímetro, mientras que el centro está
ocupado por hogares culinarios y por una importante batería de muits, esas
grandes vasijas de tierra cocida donde se deja fermentar la mandioca. Canastos
de maní o de espigas de maíz cuelgan de las viguetas, fuera del alcance de la
voracidad de los ratones y de la glotonería de los niños. Sobre cañizos de made­
ra de palmera se amontonan los utensilios domésticos, los paquetes de arcilla y
los colorantes para la alfarería, los bloques de sal gris producidos por los shuar
de Mangosiza, el hilo de pescar, los husos de algodón: todo el modesto batibu­
rrillo de la vida cotidiana.
Petrificados ante la idea de comprometer por un gesto intempestivo la ama­
bilidad de la acogida que nos estaba reservada, pero instruidos también por la
lectura de nuestros antecesores entre los jíbaros, Anne Christine y yo hemos
aprendido rápidamente las pocas reglas de convivencia que permiten desplazar­
se en la casa sin cometer torpezas. En esta habitación abierta y cuyo interior se
deja abarcar con una sola mirada, el protocolo impone accesos y áreas diferen­
tes a los hombres y a las mujeres según sean miembros de la casa o extranjeros.
TEMPRANO EN LA MAÑANA 55

El ekent, en principio, me está prohibido, com o a todos los visitantes m asculi­


nos, y tengo que limitar mis movimientos a la parte del tankamash que me está
asignada, salvo cuando Wajari me invita cerca de su hogar para beber la wayus.
Las mujeres y las hijas del dueño de casa están obligadas también a hacerlo,
puesto que no atraviesan la línea imaginaria que las separa del tankamash a no
ser para las necesidades de su oficio, es decir, servir las com idas a los hom bres y
ofrecerles la chicha de mandioca. Wajari, por supuesto, dondequiera que esté se
encuentra en su casa en este espacio que él m ism o construyó, privilegio de la
condición masculina que se extiende a sus hijos mayores.
Anne Christine debe a su estatuto un poco particular el goce de una gran
libertad de movimiento. En tanto mujer, tiene libre acceso al ekent, donde pasa
una parte del día con las esposas de Wajari, pero las obligaciones que se im po­
nen a su sexo están en cierta medida obliteradas por la extrema distancia que
introduce su origen extranjero. Mientras que la m ujer de un visitante no es
comúnmente adm itida en el tankamash sino para com partir por la noche la
cam a con su marido, Anne Christine puede elegir a gusto ir a unirse con las
mujeres en su gineceo u ocupar un lugar discreto a m i lado, com o lo haría un
adolescente de visita a su padre. Ella respeta con buen hum or las apariencias de
esta sumisión que le abre las puertas de dos m undos, uno de los cuales m e está
casi irremediablemente cerrado.
Wajari cuenta a Chiwian una larga historia que comienza con la fórm ula
yaurtchu, esa apertura universal de los mitos y de los cuentos que podría traducirse
por “hace mucho tiempo” . Las peripecias parecen numerosas, salpicadas por
onomatopeyas expresivas o cambios de ritmo m elódico, y echo pestes contra la
incompetencia lingüística que priva a mi curiosidad de ese probable tesoro de
la cultura jíbara. Cautivado por el relato de su padre, el joven Paantam se ha
unido también a nosotros. Sin embargo, la m ism a curiosidad no anim a por
igual a los otros miembros de la casa: Senur se volvió a acostar y las otras dos
mujeres todavía no se han levantado. D om inando la escena desde sus platafor­
mas, juegan con sus hijos o conversan con ellos en voz baja.
En efecto, todo un mundo retoza en los peak, com o se llama a estas camas
cerradas. C ada una de ellas acoge a una esposa y su progenitura de baja edad o
sea, a veces, cuatro o cinco hijos. Éstos abandonan el lecho materno recién a los
12 años: los varones van a dormir en el tankamash y las chicas disponen enton­
ces de una cama propia en el ekent. En cuanto a Wajari, hace honor cada noche
al peak de una esposa diferente según una rotación que mi contabilidad m inu­
ciosa afirma equitativa. Las mujeres casadas son así dueñas de un pequeño terri­
56 ADAPTARSE A LA SELVA

torio bien separado donde viene a atracar su esposo nómade y colectivo. Este
territorio se proyecta, adem ás, más allá de los límites del peak, en las reglas de
exclusividad que gobiernan el uso de los objetos domésticos. Senur, Entza y
M irunik disponen cada una de un fuego culinario que Wajari debe alimentar
yendo a buscar pesados lefios en el bosque. Los utensilios domésticos y las he­
rramientas que no fabrican ellas m ism as —machetes, ollas de hojalata, estacas
para cavar- están también escrupulosamente repartidos. El único instrumento
de cocina cuya utilización com parten es el mortero para la mandioca, gran
placa redonda y ligeramente hueca, confeccionada con una raíz tabular.
La cam a de cada esposa está flanqueada por otra en miniatura donde yace
m edia docena de perros m alhum orados y flacos. Las jaurías son aquí asunto
exclusivo de las mujeres, que las poseen con orgullo, las educan con amor y las
adiestran con competencia. Las alimentan también con cuidado, con un sabro­
so puré de batata dispuesto en caparazones de tortuga. La flacura penosa de
estos pobres piojosos no es, pues, resultado de la parsimonia de sus amas, sino
del temible vigor de los parásitos que los afligen. A pesar de su columna verte­
bral saliente y de su rabo descarnado, los perros achuar son sabuesos valientes y
tenaces. Realizan, además, una guardia eficaz de las casas, rodeando a los intru­
sos con vueltas amenazadoras de las que es a veces difícil salir sin ser lastimado.
Raramente se los deja vagar en libertad y, para prevenir peleas, las jaurías de las
diferentes esposas quedan atadas en sus plataformas respectivas por correas de
corteza.
H undido en una pequeña ham aca colgada de los montantes de la cama
cerrada, el bebé de Entza se puso a llorar. Su madre lo hamaca con la punta del
pie, a la vez que despioja tranquilamente la cabellera de una chiquita; tararea
una canción de cuna para calmarlo. Ante la falta de resultados, Entza abandona
enseguida su recreo higiénico para tomar el bebé y darle el pecho. Pero apenas
lo alza da un grito y se precipita hacia nosotros. La cabecita está sucia de sangre,
en parte coagulada, mientras que el cuerpo parece por contraste de una palidez
enfermiza. Preocupado, Wajari interrumpe su narración y toma el bebé en sus
brazos; escruta su cráneo ensangrentado hablando entre dientes con tono ame­
nazador, luego me pide que lo examine. Justo debajo de la oreja, una pequeña
m ordedura señala el crimen atroz: un vampiro ha venido en el curso de la no­
che. Aunque sin gravedad, la herida ha sangrado en abundancia; en efecto, el
animal no muerde más que superficialmente, pero deposita una secreción que
anestesia a su víctima e im pide que la sangre se coagule. Estos vampiros son
apenas m ás grandes que un ratón y su punción nocturna no trae consecuencias;
TEMPRANO EN LA MAÑANA 57

sin embargo, si vuelven a molestar a un bebé ya flaco, acaban provocando una


suerte de anemia que puede resultar mortal.
Es la segunda vez desde el inicio de nuestra estadía que el bebé es atacado y
su padre parece muy perturbado. Mientras Entza le lava la cabeza con agua
caliente, Wajari lo hace saltar gentilmente sobre sus rodillas para tratar de cal­
mar su llanto, luego lo levanta bien alto con sus brazos y le chupa el pene.
Nuestro huésped ofrece en el ejercicio de su ternura paterna una curiosa mezcla
de fuerza bruta y delicadeza. El torso m usculoso y el cuello poderoso, los rasgos
de la cara viriles y afirmados subrayan por contraste la gracia casi femenina de
los cabellos negros que barren sus hombros. El bebé se ha calmado y lanza
gorjeos de placer jugando con la melena sedosa de su padre; trata de agarrar los
dientes de jaguar que este último lleva en un collar o las cintas multicolores que
envuelven sus puños. En esta cultura donde el cabello largo y los adornos pre­
ciosos son atributos de los hombres, el bebe juguetea con Wajari como si se trata­
ra de una hermosa madre burguesa de cabellera perfumada y collar brillante.
¿Qué pensar frente a este cuadro conmovedor pero sin la afectación de la
siniestra reputación que se les dio a estos guerreros reductores de cabezas? Por
cierto, Wajari no es siempre tan cariñoso con su progenie y es necesaria una
ocasión algo excepcional para verlo jugar así con un bebé. En cuanto un niño
empieza a caminar, y sobre todo si se trata de una niña, adopta respecto de él
una actitud más mesurada y se abstiene a partir de entonces de todo abrazo.
Pero este pudor del gesto no oculta el orgullo afectuoso de su mirada cuando
contempla con impasibidad a su pequeña horda. Es com o para creer que hemos
dado con los únicos indígenas pacíficos de esta sociedad considerada sanguina­
ria y que se esfuerzan por representar ante nosotros una ficción rousseauniana
que nada en la literatura etnográfica dejaba prever.
La luminosidad lechosa del alba comienza a suplantar el resplandor de los
hogares. La bruma que sube del río envuelve con su vello los contornos del
huerto y ahoga en una curiosa uniformidad los primeros fuegos de un sol aún
invisible. A veces, un desgarro deja entrever la copa de un árbol, pero el suelo
está tapizado de una nube algodonosa que enrolla sus bollos alrededor de la
vegetación como humo de teatro. El rito de la wayus se encamina hacia su
inevitable conclusión. Las virtudes de esta infusión no son solamente sociales,
son primero y ante todo eméticas. Bebida en pequeñas cantidades, la wayus no
ejerce ningún efecto particular. Pero, al igual que la chicha de mandioca, se la
bebe aquí sin descanso hasta vaciar la gran copa negra, y una náusea persistente
se instala de inmediato si no se alivia al estómago de esta sustancia líquida.
58 ADAPTARSE A LA SELVA

Acompaño entonces a Wajari entre los arbustos que bordean el Kapawi y ha­
ciéndome cosquillas en la campanilla, com o se debe, con una pequeña pluma,
me entrego en medio de los vapores del alba a la costumbre cotidiana del vómito.
Los hombres no empezarían la jornada sin esta enérgica purgación que devuelve
al organismo la virginidad del estómago vacío. A través de la expulsión purifica-
dora de los residuos fisiológicos, los achuar han encontrado un medio cómodo
para abolir el pasado y renacer cada m añana al m undo con la frescura de la
amnesia corporal.
Wajari no regresa conm igo a la casa, sino que me anuncia con voz serena
que va a defecar en el río. La purificación debe perseguirse hasta su término con
una inmersión en las aguas aún muy frías del Kapawi y la evacuación en la
corriente de los últimos desechos. Por nuestra naciente camaradería debería
acompañarlo en esta actividad que los hombres unidos por el afecto realizan
siempre en tándem, pero no he aceptado hasta ahora esta sumisión excesiva a
las obligaciones de la observación participante. Ligeramente río abajo de la
pequeña ensenada destinada a las actividades hogareñas, Wajari hace un revue­
lo del diablo: golpea el agua con las manos ululando de manera sostenida, grito
que se alza entre los vapores del río como una sirena de niebla. Se interrumpe
por momentos para decir triunfalmente en un alarido: “ ¡Soy Wajari1.¡Soy Wajari'
¡Soy fuerte! ¡Soy un jaguar que anda en la noche! ¡Soy una anaconda!”. El con­
traste es sobrecogedor con la dulzura de los cuadros domésticos precedentes.
Desvanecido el tierno padre, desaparecido el anfitrión considerado: ahora es el
guerrero quien exalta su gloria en el alba atenta.
Goteando y temblando, Wajari regresa de su batahola con la seguridad de
una virilidad reafirmada. Y como una prueba sólo tiene gracia si se la comparte,
embarca en sus brazos tres o cuatro cachorros para ir a arrojarlos al Kapawi. Los
perros deben educarse como los hombres, y no hay nada como un baño para
fortificar su coraje. Chiwian y Paantam, sin embargo, no parecen querer seguir
a su padre en esas abluciones ascéticas en que se forjan las cualidades de la
condición masculina. N o por esto es reprendida su molicie pues, a partir de los
doce o trece años, los varones parecen aquí libres de su persona: Wajari nunca
da órdenes a sus hijos ni les levanta la voz.
A los desdichados cachorritos no les sienta bien ese tratamiento de favor;
ladran penosamente cada vez que su inflexible amaestrador los devuelve al río
con enérgicas expresiones de aliento. Tiritando de frío, suben finalmente hasta
el talud tropezando, pero para chocar contra una nueva prueba. Sin duda inspi­
rado por sus gemidos, el agamí que cuida la casa ha decidido, no sabemos por
TEMPRANO EN LA MAÑANA 59

qué, cerrarles el paso. Del tamaño de una gallina, pero de patas m uy largas, este
pájaro se deja domesticar muy fácilmente cuando es capturado joven; con una
distinción arrogante, pasea entonces por los alrededores de la m orada un ele­
gante plumaje gris ceniza de reflejos verde oliva. A pesar de su apariencia p on ­
derada y delicada, el agamí adora jugar al cancerbero, señalando la llegada de
un extranjero con el grito penetrante e indignado que le ha valido su nombre.
El de Wajari está sujeto a mañas: interrumpe a veces su patrulla de dandi para
lanzarse muy vulgarmente sobre el animal o el visitante que le desagrada. Es
difícil deshacerse de sus ataques histéricos y los pobres cachorritos pasan por la
cruel experiencia. Entretanto, las jaurías se han puesto a ladrar contra la im pú­
dica ave; el tití cautivo brinca hacia todos lados trepado a su ham aca dando
gritos sobreagudos y los bebés asustados hacen oír su llanto convulsivo. Senur
termina por saltar lanzando imprecaciones para separar la riña a bastonazos y el
odioso animal retoma su guardia con una satisfacción sarcástica.
El sol disipó la bruma de la que no quedan m ás que algunos jirones enreda­
dos en el linde del bosque. El cielo muy despejado anuncia una nueva jornada
de calor, aunque éste no se haga sentir antes de la m edia m añana. Son las seis y
m edia en mi reloj y el desayuno se anuncia al fin bajo la form a de una vuelta
general de chicha de mandioca, acom pañada para beneficio nuestro con un
plato de taros hervidos. Wajari se limita a los líquidos. Según su costum bre, no
comerá nada antes del final de la tarde, cuando tenga lugar la única com ida
cotidiana verdadera que debe estar compuesta por algún plato de animal de
caza o de pescado para calificarse como tal. Un pequeño tentem pié de m andio­
ca asada, de dioscórea o de taro viene a veces a saciar un poco el hambre y
permite esperar la cena, pero debe ser com ido com o quien no quiere y casi
deprisa y corriendo. L a glotonería es despreciada aquí y se recuerda constante­
mente a los niños pequeños que tienen que moderar su gula natural. Puesto
que la com ida es tan variada como abundante, no es el fantasm a del hambre lo
que engendra esta discreción, sino el sentimiento de que la tem perancia bajo
todas sus formas es la virtud ejemplar de los grados superiores de la hum anidad.
Con excepción de la chicha de mandioca, de la que se puede engullir cantida­
des considerables, los modales de la mesa imponen a los hom bres una fachada
de frugalidad tanto más ostentadora cuanto numerosos son los testigos.
A caballo en su chimpui, Wajari se ha lanzado en su aseo con la m ism a
aplicación que una cortesana veneciana. Después de haberse peinado cuidado­
samente el cabello, lo divide en dos trenzas a un lado y a otro del flequillo
espeso que le come las cejas. En cada trenza hay enredado un gran cordón de
60 ADAPTARSE A LA SELVA

algodón rojo, mientras que su larga cola de caballo está atada por una cinta
tejida de motivos geométricos, que lleva en sus extremidades plumas de tucán
rojas y amarillas que form an en su nuca como un ramillete. Toma luego sus
karts, dos delgados tubos de bam bú de unos treinta centímetros de largo ador­
nados con un motivo de rom bos grabado al fuego; cada tubo está rematado por
una roseta de plum as y una larga mecha de cabello negro. Habiendo hum edeci­
do con saliva los bambúes para hacerlos deslizar mejor, Wajari retira los dos
bastoncillos que lleva en los lóbulos de las orejas para introducir delicadamente
en los agujeros este volum inoso juego de alhajas. Pide entonces a unas de sus
hijas que vaya a buscar una vaina en el arbusto de rucú que bordea la casa, como
corresponde para un cosm ético utilizado cada día por todos. Con un tallo m o­
jado en el jugo rojo de la vaina, se dibuja en el rostro un motivo com plicado a
la vez que se exam ina con m irada crítica en el pequeño espejo que le di hace
unos días. Finalmente satisfecho de su apariencia, nuestro huésped tom a su
gran machete, me invita a quedarme en la casa, y se va con paso alegre a visitar
a su cuñado Pinchu que lo ha invitado a desbrozar un nuevo huerto. U na larga
jornada de ocio forzado se abre ante mí.
III. RUMORES PUEBLERINOS

La l l u v ia f in a que cayó toda la noche ha cedido su lugar a una de esas mañanas


destempladas en que levantarse se convierte en un acto de coraje. Wajari renun­
ció m uy afortunadamente a su habitual lavado de estóm ago y su baño se desa­
rrolló sin alboroto. En este m om ento está ocupado revolviendo su p itiak , un
canasto trenzado con tapa m uy cerrado donde guarda sus efectos personales y
del que saca una abominable cam isa de nailon abigarrada al estilo hawaiano.
Tras sacudirla enérgicamente para hacer caer a las numerosas cucarachas que
habían encontrado refugio en ella, lanza un “ tu-tu-tu-tu m elodioso para invi­
tar a las gallinas a picotear los insectos enloquecidos que huyen a toda velocidad
a un lado y a otro. A pesar de la vulgaridad de su vestimenta, Wajari no parece
ridículo, a lo sum o incongruente. Y si tiene esta deferencia hacia la elegancia
vistosa de los trópicos es en honor de su hermano T itiar que nos ha pedido que
fuéramos hoy a ayudarlo a construir su casa.
Titiar vive en la otra orilla, no m uy lejos de aquí. Las lluvias de estos últimos
días han hecho subir brutalmente el nivel de las aguas, y el gran tronco por el
cual se atraviesa comúnmente el Kapawi quedó sum ergido, por lo que atravesa­
mos el río en la pequeña piragua sacudida por la corriente. L a casa del hermano
de Wajari se alza sobre una gran terraza arenosa en la confluencia del Kapawi y
de un arroyo de aguas transparentes, encajonada en un pequeño barranco fron­
doso. Está flanqueada por el esqueleto de una gran estructura de m adera ya
arm ada por completo, pero aún desprovista de su techo de palmera. Al contra­
rio de la de nuestro anfitrión, la casa está rodeada por paredes de bosque de
palmeras, interrumpidas en cada una de las extremidades por una puerta plena.
D e su intimidad así disimulada, no se percibe por el m om ento más que grandes
gritos.
Entramos por la puerta del tankamash, puntuando nuestra llegada con el
saludo tautológico habitual: “¡Estoy llegando!” . Hace falta un instante para acos­
tumbrarse a la penum bra y distinguir la guirnalda de invitados que tapiza el
m uro del tankamash frente a la silueta de Titiar que reina desde su chimpui.
D espués de navegar en medio de una profusión de pininkia llenos hasta el ras,
colocados en el mayor desorden en el piso y sobre los bancos, nos hacen un

61
90 ADAPTARSE A LA SELVA

concedido por el marido, quien siempre puede tomar uno de sus miembros
para trocarlo. En la práctica, es bastante raro que un hombre despoje a su espo­
sa de un perro al que ella está apegada sin darle la seguridad de algo a cam bio en
el futuro de valor equivalente, ya otro perro, ya otro objeto de uso exclusivo
como una trenza de perlas de vidrio. Esta imbricación de los derechos sobre el
perro refleja bien el estatuto am biguo del animal: situado enteramente en la
dependencia de las mujeres, criado, cuidado, alimentado y adiestrado por ellas,
sirve sobre todo a los hombres en una de las acciones más distintivas de su
condición.
La ambigüedad del perro se expresa también en otros registros. Socializado
en lo más cercano de la humanidad, dado que es el único animal que duerme en
una cama y com e alimento cocido, el perro revela, sin embargo, una naturaleza
bestial por su falta de discriminación alimentaria y sexual: come todos los dese­
chos, incluso los excrementos, y se acopla indiferentemente con sus progenito­
res sin respetar la prohibición del incesto que rige a la sociedad. Además, es
llamado con el m ism o término genérico que designa al jaguar y a algunos otros
felinos, yaw a, cuya esencia y com portam iento compartiría. Este salvajismo
participativo es desviado, sin embargo, en provecho de los hombres, pues el
perro representa simultáneamente el arquetipo de lo doméstico, tanku, epíteto
que le es agregado para distinguirlo de sus falsos primos indomables. Recibe,
además, un nombre propio, privilegio que no se le concede a ninguno de los
animales domesticados. En la intersección de lo natural y de lo cultural, de lo
masculino y de lo femenino, de lo social y de lo bestial, el perro es un ser
heterogéneo e inclasificable; su posición extraña en el bestiario jíbaro señala,
probablemente, una llegada tardía en la selva de la llanura, com o si su lugar en
las jerarquías animales aún no estuviera firmemente establecido.
VI. LA MAGIA DE LOS HUERTOS

L os DIALOGOS d e las v elad as se volvieron más sueltos. Solo con Wajari junto al
hogar, nos buscamos a cada vuelta de palabra, com o suspendidos entre el sueño
y el alba por el círculo de fuego que nos aísla de las tinieblas. C o n voz baja pero
intensa, Wajari me detalla un sueño que acaba de contarle a Entza en la intim i­
dad de la cam a cerrada. Nunkui, el espíritu de los huertos, se le ha aparecido
esta noche bajo la forma de una enanita achaparrada con el rostro untado de
rucú; sentada sobre un tronco con la inmovilidad serena de un sapo, estaba
rodeada de un halo rojo muy vibrante. Wajari estaba sorprendido, pues N unkui
visita más bien los sueños de las mujeres a las que ayuda con sus preceptos en
los trabajos del huerto. Luego de pedirle que la siguiera, lo condujo hasta una
orilla escarpada del Kapawi; allí, con un movimiento enérgico del m entón, le
indicó un afloramiento pedregoso prolongado por un pequeño desprendim ien­
to. En medio de las piedras, un punto comenzó a brillar con un resplandor
rojizo como la extremidad ardiente de uno de esos grandes cigarrillos que Wajari
se arma con hojas de maíz seco. Con voz suave, N unkui m urm uró entonces
una pequeña canción y Entza apareció a su lado; luego desaparecieron súbita­
mente, junto con la mancha de fuego en el desprendim iento. Según W ajari,
este sueño excepcional es el presagio, o m ejor aún la prefiguración, del hallaz­
go de una piedra de Nunkui. También llamadas nan tar, estos poderosos en­
cantamientos favorecen el crecimiento de las plantas cultivadas transm itién­
doles la energía que guardan dentro de sí; las m ujeres valoran celosam ente su
posesión, que dará a sus huertos una opulencia ostentosa, fuente de prestigio
y de envidia.
Al levantarse el sol, luego de comer sólo un plato de batatas, partimos en
busca de la piedra mágica. Wajari la encuentra en el lugar indicado, a tan sólo
tres meandros río abajo de la casa. Es un pequeño pedazo de silicato cuyo color
rojizo presenta en un lado y otro puntos brillantes. Entza, a quien está destina­
do, lo envuelve cuidadosamente en una tela de algodón y lo coloca en un bol
pininkia que guarda en su canasto; luego, regresa a la casa, carga al bebé en
bandolera, tom a su machete y un tizón, libera a los perros, hace señas a su
chiquilla de seguirla, y toda la compañía se dirige hacia el huerto. Anne Christine

91
92 ADAPTARSE A LA SELVA

la acom paña y yo las sigo algunos pasos con una desenvoltura simulada: los
hombres no son bienvenidos en los huertos.
Por supuesto, son los hombres los que desbrozan los claros, pero después de la
tala de los grandes árboles con hacha y el desmalezamiento de los bosquecillos
residuales con machete, apelan a las mujeres para la quema; cuando una espesa
alfombra de cenizas recubre el futuro huerto, su última contribución es plantar
las hileras de bananos que delimitarán las parcelas de las diferentes coesposas. Tras
este gesto simbólico que define la apropiación social del huerto, se retiran de la
escena y dejan el campo libre a sus compañeras. C on ayuda de una estaca para
cavar de madera de chonta, las mujeres disponen entonces los esquejes de man­
dioca sobre toda la superficie de su parcela de tierra, luego reparten en un aparen­
te desorden las dioscóreas, las batatas, los taros, los porotos, los zapallos, los maníes
y los ananás. N o queda más que colocar aquellos árboles cuyos frutos de tempo­
rada rompen la normalidad un poco monótona: palmeras chonta, aguacates,
chirimoyos, caimitos, ingas, cacaos y guayabos. Éstos son plantados más bien
bordeando el área perfectamente desbrozada que rodea a la casa, espacio colectivo
que escapa a la jurisdicción demasiado exclusiva ejercida por las mujeres en sus
propias parcelas. Es también allí donde se encuentran las plantas que cada uno
usa comúnmente: el pimiento, el tabaco, el algodón, los arbustos de clibadium y
de barbasco —cuya savia asfixia a los peces en las pescas con raíces envenenadas-,
las calabaceras, el rucú y la yagua para pintarse el rostro y, finalmente, las diferen­
tes especies simples y las plantas narcóticas, como el estramonio. En plena m adu­
rez, el huerto cobra el aspecto de un vergel extendido en una huerta en crecimien­
to. Los altos tallos de los papayos dominan un desorden impresionante; los taros
crecen como monstruosos ramos de hojas de serilla, los bananos se confunden y
se tuercen bajo el peso de enorm es regímenes de plantainas, los zapallos se am on­
tonan com o pelotas a los pies de troncos calcinados, las alfombras de maníes
limitan con los bosquecillos de caña de azúcar, las marantáceas prosperan a lo
largo de los grandes troncos acostados que han subsistido de la tala, y por todas
partes los arbustos de m andioca despliegan como tentáculos sus hojas con dedos.
Entza se ha detenido a la som bra de un zapote silvestre, que se salvó de la
tala por sus frutos suculentos. Amarra a su bebé a una hamaca, atada en la otra
punta a un poste clavado en la tierra; luego enciende un fuego rápidamente con
algunas ramas ennegrecidas que sobrevivieron a la quema. Allí está en su reino,
en el corazón de la parcela que ha creado, delimitada dentro del gran huerto de
la casa por un pequeño sendero que la separa de Senur y por un inmenso
capoquero abatido cuya parte superior erige una barrera más alta que un hom-
f É f a t f S O - B ib iió te n a
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 93

bre entre su dom inio y el de Mirunik. Por el lado que bordea la selva, una hilera
de bananos señala el fin del espacio dom eñado.
Es tiempo ahora de ocuparse de la piedra de Nunkui. Entza toma el bol pininkia
que la contiene, lo recubre con otro pininkia de dimensiones idénticas y oculta
este pequeño receptáculo al pie de un tronco. Aprisionado de este modo, el nantar
ejercerá su acción benéfica sin peligro para el bebé. Estas piedras mágicas, en
efecto, están dotadas de una vida autónoma que les permite desplazarse por sí
mismas; si se las dejara vagar al aire libre, se acercarían subrepticiamente a los
niños para chuparles la sangre. Afortunadamente, Entza conoce un anent que su
madre le ha enseñado en el pasado para amansar a estas sanguijuelas minerales
para que no ataquen a los humanos. En respuesta a esta invocación, los nantar
comienzan a enrojecer como brasas atizadas y la energía fecundadora que extraen
de Nunkui se difunde en las plantas. Para optimizar estas condiciones propiciatorias,
es conveniente también humedecer los nantar caníbales con infusiones de rucó,
sustituto metafórico de la sangre que tanto les gusta.
. Pero las piedras de Nunkui no garantizan por sí solas el oficio de la horticul­
tura; hace falta tam bién transpirar. Progresando en cuclillas en círculos
concéntricos, Entza se ha puesto a desbrozar con el machete. D ía tras día, arranca
las malas hierbas que disputan el terreno a las plantas cultivadas. Esta paciente
labor ocupa la mayor parte del tiempo pasado en el huerto. La tradición mítica
cuenta que estas matas de gramíneas parásitas nacieron de las plum as de Colibrí
que las expandió por la superficie de la tierra para castigar a los hum anos por un
exceso de esmero hortícola. Com o sus hermanas Wayus y M ukunt desobede­
cieron por no haber cum plido su promesa de cultivar sin esfuerzo y se habían
deslomado al plantar la mandioca, ignorando sus consejos, C olibrí lanzó una
maldición que acabó con el trabajo fácil: en adelante, los hombres deberán
sufrir duramente para desmalezar los huertos y las mujeres estarán condenadas
a sacar las hierbas perpetuamente.
Aunque haya sido sancionado por un irascible pájaro-m osca mítico, este
imperativo cultural obedece menos a razones prácticas que a preocupaciones
estéticas. El íntimo orgullo de una mujer achuar es presentar ante la mirada
crítica de sus colegas un huerto perfectamente dom inado donde ninguna plan­
ta adventicia traiga el recuerdo del desorden caótico de la jungla cercana. La
aparente confusión vegetal que impresiona al principio al observador neófito
es, en realidad, producto de un sabio equilibrio entre grupos de plantas muy
diversas por sus formas y sus exigencias, dispuestas en macizos de afinidades
que separan pequeñas corrientes arenosas diseñadas tan meticulosamente como
94 ADAPTARSE A LA SELVA

un jardín japonés. Por cierto, el desbrozamiento prolonga un poco la vida del


huerto antes de que el agotamiento de estos suelos poco fértiles acabe por vol­
ver inevitable su abandono, después de tres o cuatro años de cultivo. Sin embar­
go, el cuidado maniático con que los achuar emprenden la tarea parece respon­
der, sobre todo, a su gusto por la composición vegetal y la armonía hortícola, tal
como lo prueban a contrario las numerosas etnias amazónicas que se abstienen
de escardar las parcelas quemadas sin por eso exponerse al hambre.
Fuera de este trabajo de mantenimiento fastidioso y en parte superfluo, la
horticultura tropical exige en verdad pocos esfuerzos. A quí no es necesario
remover la tierra, binar los terrones, regar o cubrir con paja los plantones, abo­
nar los suelos, arrancar los brotes inútiles o luchar contra los parásitos. L a m a­
yoría de las plantas se multiplican por vía vegetativa; ya con esquejes en el tallo,
como la mandioca, ya plantando un retoño, por ejemplo de banano, ya tam ­
bién enterrando un fragmento de tubérculo como es el caso de la dioscórea. La
mandioca, que constituye, en sus muy numerosas variedades, el grueso de la
alimentación cotidiana, es el sueño del hortelano despreocupado. C ada planta
provee entre dos y cinco kilos de raíces que un golpe de machete alcanza a
desenterrar; una vez recogidas, dos golpes de cuchilla permiten darle al tallo la
form a de un palito que, colocado en la tierra sin un cuidado particular, pronto
se cubrirá de hojas y ofrecerá un nuevo lote de raíces dentro de algunos meses.
Al igual que la dioscórea, esta planta acomodaticia soporta ser dejada en la
tierra mucho más allá de su período de maduración sin que sus raíces se echen
a perder. Vuelve inútil, pues, el almacenamiento de los alimentos, puesto que, a
diferencia de las temporadas muertas que conocen los cultivadores de cereales,
el huerto constituye aquí una reserva de plantas feculentas de pie donde es
posible abastecerse durante todo el año según las necesidades.
Existen algunos aficionados furtivos a los tubérculos, peto sus depredacio­
nes resultan ser bastante modestas. Las pacas, los acuchis y sobre todo los agutíes
son los excavadores nocturnos que más asiduamente visitan el huerto en busca
de su porción de raíces. Contra sus daños rápidamente descubiertos, los hom ­
bres no están desvalidos: se montan trampas eficaces en los caminos que trazan
estos grandes roedores cuya carne algo grasa es muy apreciada. La más común
es un pequeño túnel de ram as sobre el que cuelga un tronco pesado; al
introducirse en esta trampa a la que lo conduce la rutina de su trayecto, el
animal tropieza con un palo que provoca la caída de la masa.
A veces, se prefieren represalias más directas. Así, la otra noche, Wajari me
pidió prestada la linterna para apostarse con su viejo fúsil al acecho de un agutí
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 95

que robaba m andioca desde hacía un tiempo en el jardín de Senur. N o tardó en


dispararle, despertando a toda la casa con una deflagración terrible. Al placer
del acecho, siempre vivaz en un cazador, se sum aba la satisfacción de cobrarse
una venganza gastronómica con esta especie de gran cobayo alzado sobre patas
de comadreja. Antes que cercar sus huertos, los achuar prefieren dejar libre
acceso a los predadores con los que ellos mismos se alim entan, adm itiendo con
filosofía que form a parte de la naturaleza el hecho de que un cebo pueda ser
ocasionalmente mordisqueado.
El sol ya ha pasado el cénit y Entza acabó de escardar. C on la ayuda de su
hijita Inchi, de seis o siete años a lo sumo, junta las m alas hierbas y las am on­
tona sobre el fuego que despide enseguida espesas volutas de hum o blanco.
Com o todas las niñas, Inchi ha sido iniciada desde m uy pequeña en las tareas
distintivas de la condición femenina: horticultura, cocina, limpieza, faena de
agua, cuidado de los niños... Es sobre todo en este últim o ám bito donde ella es
útil, acunando al bebé mientras la madre trabaja o apartando de él las m oscas
inoportunas; pero si la ayuda que brinda a Entza es aún m odesta, aprende junto
a ella su papel de futura esposa y de-buena-hortelana. L a sim plicidad de los
modos culturales hace olvidar que el huerto es un universo m uy com plejo donde
coexisten millares de plantas de un centenar de especies, de las cuales algunas,
como la m andioca o la batata, comprenden varias decenas de variedades. Para
dominar esta sociedad vegetal sobre la cual sus esposos ignoran casi todo, las
mujeres necesitan un saber botánico pacientemente acum ulado desde la infancia.
En contraste, el hermanito de Inchi se encuentra totalm ente libre de obliga­
ciones. Unkush pasa sus jornadas haciendo lo que quiere, sin que a nadie le pase
por la cabeza ir a pedirle siquiera un favor, por pequeño que sea. Este ocio
varonil continuará toda la adolescencia. En inestable equilibrio sobre un tron­
co, por el m om ento está ocupado vareando papayas con un largo bastón. Los
frutos del huerto están destinados principalmente a los niños y éstos no dejan
de servirse cada vez que les viene en gana. Pero las papayas no están m aduras y
resisten con obstinación los golpes que les da el m uchacho; arrastrado por su
impulso, termina por caer sobre una plantación de porotos de la que se levanta
gritando un “¡chuw a!" asqueado.
Siempre acom pañada por Inchi, Entza se dirige hacia una planta de m an­
dioca que examina con ojo crítico. Es una variedad nueva que ha plantado hace
unas semanas a partir del esqueje que le dio su herm ana Chaw ir que vive al
borde del Pastaza. Sus raíces son mucho más gruesas que las de las variedades
cultivadas en Capahuari y su sabor un poco insulso la destina únicamente a la
96 ADAPTARSE A LA SELVA

fabricación de chicha de mandioca. Pero aquí la tierra es diferente de la del


Pastaza; com pacta y arcillosa, según dicen, es menos fértil que los suelos negros
y arenosos que bordean el gran río. Por este motivo, Entza teme que la planta
no se aclimate. En cuclillas delante de la planta de mandioca, le canta con voz
dulce una pequeña súplica.

Por ser una mujer Nunkui, voy llamando al comestible a la existencia


Las raíces sekemur, donde quiera que se apoyen, donde quiera que se encuen
/tren, las he hecho así, bien separadas
Por ser de la misma especie, a mi paso siguen naciendo
Las raíces de sekemur se han “especiado”
Están acudiendo hacia mí
Por ser una mujer Nunkui, voy llamando al comestible a la existencia
Detrás de mí, respondiendo a mi llamado, sigue naciendo.

L a fuerza del verbo aparece de nuevo confirmada: para contener el irreprimible


vampirismo de las piedras de N unkui o para que una planta de mandioca crez­
ca a pesar de haber sido trasplantada, hay que tocar el alma de esas entidades
m udas pero atentas con un anent adecuado. Sin embargo, la palabra actuante
exige precauciones; aunque se dirija a una planta de mandioca, el anent de
Entza no m enciona el objeto de sus preocupaciones sino por medio de una
metáfora, el jabón vegetal sekemur, cuya raíz volum inosa evoca a la de la m an­
dioca. N i el alma de los perros ni el de las plantas soportan las interpelaciones
demasiado directas. L a sensibilidad de estos interlocutores susceptibles se rebe­
laría ante la declaración explícita de lo que los hombres esperan de ellos y debe,
pues, manejarse mediante exortaciones desviadas que borran la crudeza de las
exigencias, y hasta el nombre m ism o del ser destinado a encarnarlas.
Sea cual fuere su objetivo particular, todos los anent destinados al huerto se
refieren a Nunkui de una u otra manera. Ella es la creadora y la patrona de las
plantas cultivadas, tal como lo prueba un mito que aún los niños más pequeños han
sabido contarme. La siguiente versión —nuestra primera tentativa de traducción de
un m ito- la escuché de boca de la vieja Chinkias, madre de Wajari y Tifiar.

Hace mucho, muchísimo tiempo, las personas no tenían huertos; tenían ham­
bre constantemente, pues vivían de las raíces y de las hojas que recogían en la
selva. Un día, una mujer partió a juntar camarones en un pequeño río; encon­
trándose al borde del agua, vio mondaduras de mandioca y peladuras de plan­
taina correr a la deriva; al remontar el río para ver de dónde venían esas
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 97

mondaduras, vislumbró a una mujer que estaba pelando mandioca. Esa mujer
era Nunkui. Ella le dijo a Nunkui: “Abuelita, por compasión, dame mandioca”.
Pero Nunkui se negó y le dijo: “Mejor lleva contigo a mi hija Uyush (el perezo­
so). Pero te pido que la trates bien; cuando hayas vuelto a tu casa, le dirás que
llame a las plantas cultivadas”. La mujer cumplió esto y la niña Uyush nombró
todas las plantas de los huertos: la mandioca, la plantaina, la batata, el taro, la
dioscórea, todas las plantas de los huertos; y ellas existieron de forma auténtica.
Estaban felices, pues el alimento no faltaba. Un día que Uyush se encontraba
sola con los niños de la casa, éstos le pidieron para jugar que llamara a la existen­
cia a una araña, cosa que hizo, luego a un escorpión, cosa que también hizo;
exigieron entonces que Ifamara a los espíritus maléficos de Iwianch. Primero se
negó, luego cedió a su pedido y horribles Iwianch entraron en la casa; comple­
tamente aterrorizados, los niños quisieron vengarse de Uyush y le arrojaron
puñados de ceniza caliente en los ojos; Uyush se refugió sobre el techo de la
casa. Allí, se puso a cantar para los bambúes gigantes kenku que crecían cerca de
la casa. “Kenku, kenku ven a buscarme, vamos a comer maníes, kenku, kenku,
ven a buscarme, vamos a comer maníes.” Sacudido por una súbita borrasca, un
bambú se abatió sobre el techo y Uyush se agarró de él. Los niños intentaron
alcanzarla, pero Uyush penetró en el bambú, desde donde lanzó una maldición
a las plantas cultivadas que nombró una a una; éstas empezaron entonces a
encogerse, hasta volverse minúsculas; luego Uyush descendió por el interior del
bambú, defecando con regularidad; cada uno de sus excrementos ha formado
un nudo del bambú. Uyush vive ahora bajo la tierra con Nunkui; así me lo
contó mi madre Yapan en el pasado.

Aunque comience en todas sus variantes con la fórm ulayaunchu, “en el pasado” ,
no por eso este mito no instaura un corte irremediable entre el tiempo presente y
el de los orígenes. Los mitos son “discursos del pasado” (yaunchu aujm atsam u),
pero yaunchu designa aquí una simple anterioridad que es imposible especificar
de manera precisa en el desarrollo temporal en razón de la dichosa amnesia en que
se complacen los achuar. El universo de los mitos se ha acabado hace algunos
generaciones a lo sumo, en el límite indistinto del recuerdo de aquellos antepasa­
dos próximos que la cadena de la memoria une todavía a los vivos. La época de las
fundaciones de la cultura, por lo tanto, no está tan lejos com o para que sus prota­
gonistas no tengan algo para decir en el desarrollo de lo cotidiano, donde su
presencia es sentida como un eco atenuado del rol heroico que desempeñaron
antaño. Un intercambio diario con los espíritus contemporáneos despoja a los
hombres de todo misterio y prolonga en un mundo inmanente, pero cognosci­
ble, los principios de igualdad que rigen la sociedad. N inguna separación origina­
98 ADAPTARSE A LA SELVA

ria, ninguna ascensión al empíreo, ninguna distinción de las esencias funda aquí
el orden humano por el alejamiento de los dioses. Mis compañeros no agradecen
a Nunkui por su acto creador, no le rinden acciones de gracias por sus actos de
bondad; en suma, no han contraído con ella esas deudas morales inextinguibles
que vuelven tan exigentes las religiones de la trascendencia.
Este espíritu bonachón reside en el subsuelo de los huertos donde vela por el
bienestar de sus hijos vegetales, sin ofrecer a los hum anos rigor aparente por la
ofensa que antaño padeciera Uyush. Las mujeres se aseguran de su presencia
cantándole anent y tienen con ella un contrato implícito por la tutela conjunta
de las plantas cultivadas. Gracias a un asiduo trabajo, en efecto, los achuar han
logrado manejar la maldición de Uyush y hacer crecer de nuevo la miniaturas
vegetales que ésta había dejado a su paso. Nunkui es, en cierto m odo, la metá­
fora de la buena jardinera; en la mayoría de las invocaciones que se le dirigen, la
cantante se identifica con ella explícitamente, com o si deseara captar las virtu­
des de su modelo. La autoridad materna ejercida por Nunkui sobre su progenie
vegetal es concedida así idealmente a las mujeres que saben establecer con este
espíritu relaciones de concordia. La horticultura se presenta, en suma, como la
reiteración cotidiana del acto de engendramiento en el curso del cual Nunkui
dio nacimiento a las plantas cultivadas por intermedio de su hija Uyush. Muy
lógicamente, las plantas son tratadas com o hijos por las mujeres que se ocupan
de ellas y aparecen en los anent com o los hijos adoptivos de Nunkui.
Tal desvelo hortícola traduce, sin duda, Una dificultad técnica muy real: la
mayor parte de las plantas cultivadas por los achuar se reproducen mediante
la plantación de esquejes y, por tanto, para existir y perpetuarse dependen de los
cuidados que les prodigan las mujeres. La mandioca no regresa a estado salvaje
cuando es librada al abandono, sino que muere pronto y sin posteridad bajo el
abrazo de la vegetación secundaria segregada por la jungla que la rodea. La horti­
cultura procede, entonces, por una negociación dialéctica donde la mandioca se
deja comer por los hombres en tanto éstos se ocupen de asegurar la continuidad
de su descendencia. Este canibalismo vegetal no es en absoluto metafórico para
mis compañeros, que conciben a la mandioca como a un ser animado, dotado de
un alma wakan, que lleva en los espacios cultivados una vida de familia comple­
tamente ortodoxa. Aunque se encuentren bajo los auspicios de Nunkui, los anent
destinados al huerto están destinados directamente a este pequeño pueblo de la
mandioca para incitarlo a crecer y a multiplicarse en armonía.
Estos hijos frondosos devorados por quienes los crían saben encontrar una
compensación a su destino: al igual que las piedras de Nunkui, se cree que la
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 99

mandioca chupa la sangre de los humanos, y m uy especialmente la de su proge­


nie. Se le imputa a menudo la anemia de los niños de pecho cuando los murcié­
lagos vampiros no pueden ser considerados responsables; contrariamente a estos
últimos, la mandioca no deja huellas, puesto que bebe por simple contacto de sus
hojas omnipresentes. Por esta razón, a los achuar les gusta desplazarse en sus
huertos sobre aquellos grandes troncos que quedan después de la tala, santuarios
alzados por encima de un mar solapado de mandioca, que hacen oficio de sende­
ro para los visitantes. Obligados a un contacto cotidiano con la planta vampírica,
las mujeres y sus hijos son evidentemente los más expuestos. Se vigila a los niños
con gran atención y se les recomienda no alejarse demasiado de su madre, que teje
alrededor de ellos una barrera de protección invisible por m edio de anent apro­
piados. Estos encantamientos incitan a la mandioca a desviarse de los niños para
atacar a los extranjeros que pudieran entrar subrepticiamente al huerto.

Atraviésalo de inmediato
A l decir esto, los he oído regenerarse
Al caos rocoso, me lo estoy imaginando
Nosotros, nosotros mismos, al venir a tomar, los he oído regenerarse
Ruedo, ruedo
Los he oído regenerarse, haciendo despeñar el caos rocoso
M i pequeño huerto que se regenera, me lo estoy imaginando
Los escombros rocosos, me los estoy imaginando.

L a m andioca recibe aquí una orden inequívoca. D e su buena ejecución depen­


de un monstruoso destino; al chupar la sangre de los intrusos, la planta adquie­
re una potencia sin freno, sus raíces se hinchan y se vuelven inalterables com o
un caos rocoso cuyo gigantesco desprendimiento fue quizás provocado por la
cantora. Pero estas exhortaciones no son siempre oídas. H ace unos días, Entza
desenterró una raíces estriadas de rojo que interpretó inm ediatam ente como
huellas de la sangre que la planta había bebido. Esta am enaza la vuelve particu­
larmente cauta, sobre todo porque el peligro se ve ahora aum entado por la
fresca presencia del nanear, cuyas propensiones caníbales ella todavía no sabe
manejar bien.
L a horticultura presenta una curiosa paradoja; de una actividad bonachona
y desprovista de incidentes, los achuar han hecho una suerte de guerrilla con­
sanguínea regulada por un peligroso equilibrio de las sangrías. L a madre se
nutre de sus hijos vegetales, que a su vez tom an de su progenie hum ana la
100 ADAPTARSE A LA SELVA

sangre que necesitan para su crecimiento. La fecundidad de los nantar es pro­


porcional a su nocividad vam pírica y N unkui m ism a declina sus atributos en
todas las tonalidades del rojo. Primero, el rojo bermellón del rucú, con el que
las mujeres se untan el rostro para agradarle; luego, el rojo amarronado del cucú
de la m andioca o el rojo anaranjado de la pequeña boa wapau, dos animales
considerados como auxiliares o encarnaciones de Nunkui, que las mujeres atraen
hacia sus jardines por m edio de anent seductores; también el rojo encarnado de
la flor salvaje keaku cesa, cuyo bulbo se ralla dentro de una infusión de rucú y se
vierte sobre los esquejes de m andioca en la primera plantación.
Este discreto ritual que Anne Christine ha podido observar hace poco en el
nuevo huerto de Suwitiar, la joven esposa de Mukuimp, suele ser guiado por
una vieja experimentada. Le habían pedido a Surutik que oficiara: quebrada
sobre su bastón, con los pechos colgando y la nariz carcomida por la leishmaniasis,
ofrecía una triste im agen de decrepitud y esterilidad. Era ella, sin embargo,
quien vaciaba sobre gavillas de tallos de m andioca la calabaza que contenía el
agua enrojecida, era ella la que exhortaba a las plantas a beber ese sustituto de
sangre hum ana con el fin de proteger en el futuro a los niños despreocupados
que se acerquen a ellas. L a m enopausia ha excluido a Surutik del ciclo de la
fertilidad y justam ente por ello puede transmitir sin peligro a la m andioca el
ersatz de esa sangre que en ella se ha secado. Una mujer más joven se habría
visto expuesta a una punción subrepticia, dado que los esquejes prefieren la
sangre fresca de su am a antes que la pálida imitación que se les ofrece.
La sangre existe en el m undo com o una fuente de energía limitada y su pérdi­
da progresiva es lo que engendra la senectud; pero aquello que unos han perdido
no puede más que ser aprovechado por los demás, en un sutil sistema de vasos
comunicantes. La relación de las hortelanas con la mandioca es, así, del mismo
orden que la extraña asociación que liga a ciertos insectos con sus “madres”. Mis
compañeros suponen, en efecto, que los anofeles y los mosquitos viven en miríadas
sobre animales-madres, que tienen la apariencia de grandes perros, con los que
viven en simbiosis, chupándoles su sangre permanentemente y reinyectándoles la
que toman de otro. El vampirismo de la mandioca y de las piedras de Nunkui no
sería sino un restablecimiento de los equilibrios naturales en un gran circuito de
intercambio fisiológico, que une a las mujeres y a sus hijos humanos y vegetales
para la necesaria conservación de la sangre en cantidad finita.
Felizmente, no todas las plantas del huerto manifiestan las peligrosas dispo­
siciones de la mandioca. Muchas entre ellas, sin embargo, están dotadas de un
alma wakan, único indicio que subsiste ahora de su humanidad anterior, cuan­
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 101

do los héroes míticos aún no habían fraccionado al ser vivo en los diferentes
órdenes en los que ahora está encarnado. Es el caso, por ejemplo, de la pobre
muchacha Wayus, condenada por Colibrí por su excesivo celo a transformarse
en ese arbustillo hom ónim o cuyas hojas sirven para preparar la infusión que se
bebe antes del amanecer. Es el caso también de las dos hermanas Ipiak (rucú) y
Sua (yagua), a quienes una voracidad sexual imposible de satisfacer condujo a
metamorfosearse en esos cosméticos naturales con los que los hombres se ador­
nan el rostro. Naanch me contó hace poco su edificante historia.

Los ancianos decían que existía en el pasado una joven mujer llamada Sua, que
ahora conocemos como una planta para pintarse; ella tenía una hermana llama­
da Ipiak. Ambas eran solteras y les ocurrió lo mismo que a nosotros, los hom­
bres, cuando no tenemos esposa y tenemos muchas ganas de una mujer; con las
mujeres sin marido, es exactamente igual. Deseaban mucho poseer a un hom­
bre y, juntas, se pusieron a la búsqueda. Habían oído hablar de Nayap (un
vencejo de cola bifurcada) como de un verdadero macho y decidieron ponerse a
buscarlo para desposarlo. Lo encontraron en un camino de la selva, cuando él
había partido a cazar pájaros con la cerbatana. Les preguntó: “¿Adonde van?”, y
ellas respondieron: “íbamos a tu casa”. Entonces Nayap les dijo: “Está bien, mi
madre se ha quedado en casa para moler maíz, ¡vayan con ella!” . Agregó: “Un
poco más lejos el camino se bifurca; en el camino que conduce a mi casa hay
una pluma caudal del loro^«r<zy en el camino que conduce a lo de mi hermanó
Tsuna (sanies) hay una pluma caudal del cucó ikianchim-, ¡tengan cuidado de no
equivocarse de camino!”. “De acuerdo”, dijeron ellas, y se echaron a andar. Pero
Tsuna se encontraba detrás de ellas y había oído todo. Excitado por esas bellas
jóvenes, decidió desposarlas y regresó a toda velocidad para invertir las plumas
caudales; las jóvenes tomaron el camino equivocado. Nayap, que no sospechaba
nada, regresó a su casa a la tarde con mucha carne para las dos hermanas; le
preguntó a su madre: “¿Las mujeres aún no han llegado?”, y ella respondió: “No
he visto a ninguna mujer”. Entonces Nayap exclamó: “¿Qué ha pasado enton­
ces? Me dijeron que venían aquí y les indiqué el camino” ; agregó: “Tal vez fue­
ron a lo de mi hermano Tsuna”; estaba muy disgustado y decidió olvidarse del
asunto. Durante ese tiempo, ambas mujeres habían llegado a lo de la madre de
Tsuna; ella estaba maleando arcilla para hacer vasijas. Sorprendidas, le pregun­
taron: “¿Eres la madre de Nayap?”. “Sí, sí, soy yo”, se apuró en responder. Las
dos hermanas se instalaron y esperaron el retorno de Nayap. Cayó la noche y él
aún no había vuelto; preguntaron a la vieja: “¿Y tu hijo dónde está?” y ella
respondió que había ido a cazar pájaros. Velaron hasta bastante tarde, y la vieja
les dijo que se acostaran en el peak. Tsuna finalmente llegó en plena noche; su
ADAPTARSE A LA SELVA

aspecto era tan repugnante que tenía vergüenza de mostrarse a la luz del día.
Regresaba de la caza con las manos vacías y apenas traía algunos cangrejos del
río, pero no se veía a causa de la oscuridad. Contó sus proezas de cazador mien­
tras comían los cangrejos y su madre decía entre dientes: “Los pájaros que ma­
taste son viejos y duros”. Tsuna fue entonces a acostarse entre las dos hermanas
y la noche entera pasó entre caricias y juegos eróticos; agotadas, Sua e Ipiak se
durmieron poco antes del alba. Cuando se despertaron, ya era de día y su com­
pañero había desaparecido; entonces se dieron cuenta de que se hallaban cu­
biertas de una especie de sanies pegajosa y fétida. Las dos hermanas se pregunta­
ban qué había ocurrido y decidieron no dormir la noche siguiente. Cuando se
encontraron nuevamente acostadas con Tsuna lograron cansarlo tanto con sus
caricias que pronto se quedó dormido; cuando apareció el alba, descubrieron su
cuerpo repugnante cubierto de sanies. Se alejaron raudamente y se ocultaron
para observar. Cuando Tsuna se despertó, su madre le dijo: “Hijo mío, ¡estás
empezando a perder la vergüenza!”. Al verse reprendido, Tsuna se levantó de un
salto, empuñó su cerbatana y partió corriendo hacia la selva. Como había olvi­
dado su aljaba, no se atrevió a regresar y llamó a su madre para que se la alcan­
zara; luego desapareció. Ambas hermanas decidieron ir a lo de Nayap; pero éste
estaba furioso pues se daba cuenta por su olor nauseabundo que las jóvenes se
habían acostado con Tsuna. Nayap les ordenó que fueran a bañarse para lavar la
sanies que las cubría. Después del baño, se frotaron con hojas perfumadas y
regresaron a la casa; pero todavía despedían exhalaciones infectas y Nayap re­
chazó sus proposiciones. Entonces, Sua e Ipiak se pusieron a buscar a otro hom­
bre. Llegaron a lo de una vieja cuyo hijo era monstruoso; tenía una talla minús­
cula, pero poseía un pene gigantesco que llevaba enroscado alrededor del cuer­
po como una cuerda. Su madre lo tenía encerrado en una gran vasija muits
apoyada sobre un estante encima de la cama. Ignorando esto, las dos hermanas
preguntaron dónde estaba y la vieja respondió: “Mi hijo ha ido a matar enemi­
gos, todavía no ha vuelto”. “Está bien -dijeron- vamos a quedarnos aquí para
tomarlo por esposo.” Todos los días pedían noticias del hijo, y la madre respon­
día: “No sé cuándo va a regresar”. Ahora bien, cada noche, el homúnculo sacaba
su inmenso pene del muits, lo desenroscaba hasta la cama más abajo y copulaba
con las dos hermanas dormidas. A la mañana, éstas se daban cuenta de que
habían sido penetradas, pero no comprendían cómo. Una vez que la vieja había
salido al huerto, las dos jóvenes se pusieron a revisar la casa y descubrieron el
muits con el hijo monstruoso. Habiéndolo encontrado, decidieron matarlo;
pusieron agua a hervir, la volcaron en la vasija y el hijo murió escaldado. Sua e
Ipiak emprendieron nuevamente su búsqueda llorando; no sabían dónde ir, pues
ningún hombre las quería. Mientras andaban, decían: “¿En qué podríamos
metamorfosearnos? ¿Tal vez en colina? No, pues los hombres corren por las
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 103

colinas, se burlarían de nosotras y tendríamos vergüenza. ¿O bien podríamos


convertirnos en ranas en un gran pantano? ¡No, eso también sería vergonzoso!
¿Por qué no nos transformarnos en una gran llanura aluvial? Esto no conviene,
pues los hombres se mofarían de nosotras diciendo que nadie se ha transforma­
do en llanura”. Al final, Sua tomó una decisión: “Lo mejor sería que me con­
vierta en Sua, pues incluso los hombres jóvenes podrían decir a sus esposas:
‘Dame Sua para pintarme el rostro’, y celebrarían mi nombre.” Luego Sua pre­
guntó a su hermana: “Y tú, hermanita, ¿en qué quieres transformarte?” Ipiak
respondió: “Y bueno, entonces yo voy a convertirme en Ipiak, pues incluso los
hombres jóvenes dirán a su esposa: ‘Dame Ipiak para pintarme el rostro’, y
celebrarán mi nombre”. Sua se alzó con toda su altura y separó las piernas: dio
un gran grito y se convirtió en la planta sua (yagua). Ipiak se acuclilló en el suelo
y se convirtió en la planta ipiak (rucú). Por esta razón el rucú es un arbusto bajo
mientras que la yagua tiene un talle esbelto. Se confundían tanto con la vegeta­
ción que los pájaros mismos las sobrevolaban sin temor. Toda clase de gente
acudió entonces a visitarlas para pintarse; Yakum (“mono aullador”) fue untado
de rucú por Ipiak, al igual que Kunamp (“ardilla”); Chuu (“mono lanudo”) fue
adornado por Sua, que le puso yagua en la cabeza, las manos y los pies. Y cuan­
do se hallaron todos embellecidos de este modo, se metamorfosearon. Es todo.

Envilecidas por los pretendientes horribles que ellas habían solicitado sin p u ­
dor, rechazadas por un bello hombre de pene bifurcado al que desagradaba su
libertinaje, despreciadas por todos aquellos cuya virilidad codiciaban, Sua e
Ipiak aprendieron duramente la modestia. Al tom ar por su cuenta la iniciativa
del casamiento, se exponían a la vergüenza de un deseo dem asiado manifiesto y
se condenaban a que fuera engañado o burlado sin cesar. Este excesivo am or
por los hombres tuvo en adelante un solo m odo de expresarse: atrapar lo más
cerca posible el rostro y el cuerpo de aquellos que se negaban a poseerlas y
embellecer con su mácula transfigurada a todos esos am antes desdeñosos. Y si
este mito confiere cierta grandeza trágica a los m odestos arbustos de cosmética
que bordean la casa, enuncia también una moral puritana destinada a las m u je­
res achuar. Los cánones del buen comportamiento y las exigencias de las buenas
costumbres imponen a éstas una conducta reservada de la que no deben alejarse
bajo pena de ser borradas de la humanidad. Al igual que el gato de Chester, que
se desvanece lentamente en el follaje dejando subsistir su sonrisa enigmática, las
dos mujeres ávidas de sexo desaparecieron en el reino vegetal legando a los
hombres sus pigmentos, símbolos por excelencia de una dom esticación de la
naturaleza con fines sociales.
104 ADAPTARSE A LA SELVA

Pero no todas las plantas del huerto han conocido tan dramáticos destinos: la
batata y la calabaza tienen un alma femenina, y el banano, un alma masculina,
pero no se les conoce un pasado mítico. Sus atributos de género evocan igualmen­
te la sexualidad, pero son más prosaicamente derivados de homologías metonímicas
con los órganos de la reproducción, recordados en ocasión de juegos de palabras
llenos de sobreentendidos. Esta humanización de la mayoría de las plantas culti­
vadas significa que éstas son receptivas a las invocaciones anent que se les dirige.
El alma wakan de la que están dotadas es una facultad de entendimiento; las
vuelve aptas para comunicarse entre ellas en el seno de una misma especie y les
permite comprender los mensajes de las mujeres que las cultivan, como las exhor­
taciones de Nunkui o de sus animales familiares. Sin embargo, únicamente en los
sueños y los trances alucinatorios estos seres vegetales pueden recobrar su aparien­
cia hum ana perdida en el pasado y dialogar con los achuar en su lengua.
Esta animación de los vegetales no es propia sólo del huerto. Al igual que las
graciosas hamadríades de la antigüedad o los alisios melenudos de las leyendas
germánicas, numerosos árboles de la selva disimulan bajo su porte frágil o m a­
jestuoso una conciencia a flor de corteza. Son las criaturas de Shakaim, herma­
no o esposo de N unkui según las interpretaciones, que cultiva la jungla como
una gigantesca plantación e indica a los hombres los lugares más apropiados
para abrir claros. Los límites de la naturaleza son así alejados por esta socializa­
ción de los vegetales, pues la selva, tan salvaje en apariencia, no es más que el
huerto sobrenatural donde Shakaim ejerce su talento de horticultor. Al crear
claros para instalar sus cultivos, los hombres no hacen más que sustituir las
plantaciones de Shakaim con las de N unkui, unas y otras domesticadas en pro­
vecho propio por espíritus complacientes.
Senur vino a unirse a Entza junto al fuego que se está apagando suavemente.
Apuntando con su machete con aire amenazador un bosquecillo de bananos
escuálidos, ésta farfulla con voz gutural, com o suelen hacer las mujeres ofendi­
das por la indiferencia o las bromas de su marido.
—M is bananos están enfermos, hermanita; hace una luna ya que se secan y se
consum en de calor. ¿No estarán muriendo a causa de los celos?
—A ver, hermanita, tal vez no estás equivocada.
—M is batatitas son com o grandes papayas del Pastaza, mis raíces de m andio­
ca son redondas com o el vientre de un tapir, todos mis pequeños comestibles se
multiplican. Siendo una m ujer Nunkui, ¿cómo los hijos de mi huerto habrían
de morir? ¿No serán los celos de una malvada los que hacen perecer a m is pe­
queños bananos? ¿No mueren por maldición?
D ibujo de Pbilippe M unch a p a rtir de los documentos de Philippe Descola.
106 ADAPTARSE A LA SELVA

La palabra está dicha, yum inkramu, la maldición de una mujer envidiosa tal
vez se ha abatido sobre el huerto de Entza, traída por anent tan secretos que
ninguna mujer admite conocerlos. Senur, la mayor y confidente, le prodiga
consejos y consuelo.
—Quizá dices la verdad, hermanita; así actúan las malvadas porque sus co­
mestibles son raquíticos; piensan con celos para decir; “Las plantas de mi her­
mana son bellas y múltiples, ¡vamos a ver cómo se arruinan sus plantas!”. H ay
que pensar para confirmarlo, hermanita; ¿no se tratará de alguna que vino a tu
huerto? N o será alguna que dijo: “Hermanita, tus bananos son hermosos como
los de los Kukam, río abajo, los míos son gráciles como los winchu salvajes del
borde del agua; por compasión, ¡dime cóm o los has hecho crecer!” . Una malva­
da no pronuncia palabras directas, hermanita, y en su corazón hay celos; re­
cuerda, hermanita, recuerda quién te ha visitado con palabras sinuosas; ella,
seguramente ella, te ha lanzado la maldición.
Entza deberá ahora pasar revista en su memoria a todas las mujeres que
vinieron a ver su huerto; entre ellas se esconde la que, por medio de alabanzas
excesivas, mostraba sus celos. Por medio de un anent destinado a esta circunstan­
cia, tendrá que devolver al huerto de la que le ha echado esa suerte la misma
maldición que afecta a sus bananos. Esta justicia distributiva a veces no acierta en
el blanco, pero se trata de un efecto inevitable de todas las brujerías domésticas.
La tarde ya está avanzada y los trabajos del huerto se encaminan hacia su
final. Mientras Senur regresa a la casa, Entza desentierra media docena de raíces
de m andioca y vuelve a plantar rápidamente los tallos tras haber apilado las
raíces en su canasto. Agrega algunas batatas y dos grandes dioscóreas, luego se
dirige al río para lavar y pelar los tubérculos llenos de tierra. U na vez realizada
esta tarea, deja el canasto en la casa y lleva a sus hijos a bañarse al río. En el
camino se cruza con Wajari que, muy gallardo, con la cerbatana al hombro,
regresa trayendo colgados de su espalda dos monos aulladores de grandes ojos
vacíos. Bastante lejos río abajo, un humareda espesa se alza perezosamente del
nuevo terreno desbrozado de Tseremp, haciendo llegar hasta aquí su olor a
bosque verde quemándose. U na pareja de aras se dirige piando hacia el ponien­
te, demasiado alto como para poder dispararles; es señal, dicen, de que una
mujer achuar fue secuestrada por guerreros shuar y que la llevan a su casa. Un
pequeño pez-gato se enganchó en la línea de Chiwian; da vueltas a un lado y
otro en el agua con los bigotes temblando y acaba por ser arrojado en la orilla,
donde es muerto de un bastonazo. Los niños se salpican riendo en el agua. Su
piel luce como cuero barnizado. Bajo sus movimientos desordenados, la arena
LA MAGIA DE LOS HUERTOS 107

sube desde el fondo en torbellinos, como nubes acuáticas donde se refracta la


luz en mil pequeños destellos suspendidos. Tejida de acontecim ientos insignifi­
cantes, esta agitación apacible conduce a Entza de regreso a casa y suspende el
diálogo interior que mantiene en su huerto.

M uits, vaso de fermentación para la chicha de mandioca.


Ilustración del autor.
VIII. CACERÍA

E l SENDERO s e r p e n t e a a l b o r d e d e l a c a n t i l a d o , separado del vacío por una


estrecha cortina de vegetación que apenas deja filtrar la luz exangüe del alba.
Aquí y allá, un hueco abierto por un desprendimiento permite vislum brar aba­
jo el valle en el que fluye el Kapawi. Al fondo de la depresión que delim ita los
bordes abruptos de la meseta, alcanzan a distinguirse, entre franjas de brum a,
las manchas más claras de los huertos y algunos techos de palm as, de los cuales
se eleva perezosamente un hilo de humo. A lo lejos, donde corre el río, el ruido
regular de una cascada resuena con claridad insólita. Delante de m í, Pinchu
marcha con pasitos rápidos en la penumbra, cargando su gran cerbatana en
equilibrio sobre la espalda y el carcaj bamboleando sobre los riñones. Santam ik
me sigue, armada de un pequeño machete, manteniendo corta la correa de la
que tiran cinco perros que me huelen los talones. Antes de que despunte el día
hemos salido al encuentro de una manada de pécaris.
Pinchu se levantó muy temprano y me confió que había tenido un sueño
kuntuknar favorable al pécari de collar: en el curso de una ronda de bebidas,
cuando todos estaban pasablemente ebrios de chicha de m andioca fermentada,
una violenta disputa había estallado entre él y Wajari. Luego de intercambiar
algunos insultos, los cuñados se había amenazado con sus armas. La escena soña­
da me sorprendió mucho porque que era del todo improbable: los dos hombres
mostraban por lo común signos de una complacida afinidad y nunca arreglarían
una discusión a los golpes. Los achuar precisamente desprecian a sus vecinos
quechuas del norte porque no se atreven a disparar a sus enemigos, pero se baten
a los puños entre sí, sin dignidad y sin vergüenza, como niños o perros camorreros
que deben separarse a golpes de bastón. Ese tipo de familiaridad violenta provoca
horror aquí, donde la enemistad más extrema se expresa siempre a la distancia del
cañón de un fusil. Los sueños ofrecen evidentemente salidas cóm odas a todos
estos pugilistas reprimidos, a quienes una puntillosa sangre fría les impide m ontar
en cólera: descriptas sin peso en la inocencia del sueño, las mil tensiones acum u­
ladas en la vida social se convierten en pretextos para salir de caza.
Aunque desarrolló su interpretación del kuntuknar sin reticencia, Pinchu no
dijo en verdad que iría a cazar: el sueño indicaba el encuentro con una m anada de

125
126 ADAPTARSE A LA SELVA

pécaris, pero nada decía acerca de la suerte que se le reservaba. Después de la


chicha de m andioca que bebió de prisa al final de la noche, el dueño de casa
simplemente se levantó y gritó: “¡Llevemos a pasear a los perros!”. La orden de
seguirlo estaba dirigida a Santam ik, pues había pasado la noche con ella y Yatris
lo había acom pañado a la selva tres días antes. Los achuar se cuidan de no
alardear sobre sus proyectos de caza, a tal punto que la palabra misma no existe
y es reemplazada por m últiples perífrasis en las que la idea de la muerte es
sistemáticamente desterrada. Esta tartufería semántica vale como precaución:
no hay que arriesgarse a irritar a los espíritus que velan por los animales.
Convertidos en autom áticos por la costumbre, tanto el sueño adivinatorio
como la censura de las intenciones son m edidas propiciatorias de las que Pinchu
hubiera podido hoy disculparse. En efecto, esas circunspecciones se alimentan
de una certidumbre: una m anada de pécaris ha merodeado ayer no lejos de
Kusutka, al borde de los pequeños pantanos donde están las palmeras cubiertas
con lonas. Al final de la tarde, luego de una especie de cosecha, con el canasto
lleno de trozos de liana machap para hacer el curare, Pinchu vio el suelo remo­
vido por los m orros y el cieno aún fresco cubierto de desechos al pie de los
troncos. Siguió un buen rato las huellas que se dirigían claramente hacia el
Achuentza: se trataba de una gran m anada compuesta de una veintena de ani­
males, con algunos m achos todavía jóvenes. N o tenía tiempo y debió regresar
de prisa, pero tom ó para hoy todos los recaudos. El primero fue interpretar en
su larga flauta travesera, al caer el sol, un anent especialmente destinado a lla­
m ar un kuntuknar: adm irable precaución que busca reducir doblemente el azar,
ya que, suprim iendo los riesgos del sueño, se previene contra los riesgos de la
caza. Los hombres buscan, de este m odo, asegurarse un sueño favorable que
vendrá a revelar la resolución ya tom ada, sea porque la ausencia de caza hace
murmurar a las mujeres, sea porque las huellas frescas de la presa han sido
recientemente localizadas. Poco antes de dormir, esta técnica de autosugestión
induce una imaginería mental y una predisposición emotiva muy propicias para
que surjan visiones nocturnas anticipatorias. Los sueños que presagian la caza
—com o aquellos que anuncian los conflictos— no son acontecimientos total­
mente espontáneos o fortuitos, sino más bien confirmaciones previsibles de
una intencionalidad previa. Tienen la cualidad de un acto voluntario que anula el
determinismo introducido por la oniromancia en los asuntos de la vida corriente.
El sendero abandona bruscamente la cresta del cerro, se hunde hacia el oeste
y se torna más bien una pequeña huella indistinta, un matorral serpenteante
sobre una alfom bra de hojas muertas. La planicie está regularmente cortada por
CACERIA 127

valles escarpados donde corren riachos de agua clara, casi bucólicos en su m ur­
mullo cristalino. El calor comienza a esparcirse y con el sudor, las moscas se
pegan en racimos a la piel, disipando toda ilusión romántica. En tanto, la selva
parece erizada com o un rosal: en todos partes no hay más que ángulos agudos,
espinas en abundancia, ramas que azotan, raíces con las que se tropieza, horm i­
gas hostiles o lianas que enredan. Esos obstáculos, que apenas se evitan en terre­
no llano, se vuelven inextricables sobre los desniveles abruptos de las crestas
donde una delgada superficie de hojas recubre traicioneramente toboganes de
arcilla. ¡Sobre todo cuando no hay de dónde asirse para no resbalar! L a ram a
de auxilio que uno agarra al azar traspasa la manos con sus agujas o exhibe una
colonia de hormigas; la liana de la que uno se tom a com o de un pasamanos
cede y hace llover pequeñas cosas que pican en el cuello; el bello tronco liso que
se pisa para pasar se deshace bajo la presión, m inado por la podredumbre. M ien­
tras patino en el barro, levanto a cada paso enormes terrones de arcilla em buti­
dos en mis suelas gastadas. Por delante, Pinchu sube las pendiente con ligereza
sobre la punta de sus pies prensiles.
Este paisaje caótico que recorremos a grandes pasos, dando innumerables
rodeos, parece tan familiar a mi guía como el de una caminata realizada miles
de veces. C om o un campesino que recuerda las anécdotas que se relacionan con
una fuente, una cruz o una encrucijada, Pinchu puntúa nuestra ruta con pe­
queños relatos graciosos o trágicos: en ese barranco, la otra vez, Tsukanka cayó
en una emboscada; tras escapar milagrosamente al fuego de los fusiles, huyó
precipitadamente con las nalgas al aire, dejando su itip colgado de las espinas;
allá, al pie de ese capoquero, Tayujin permaneció varios días esperando las vi­
siones arutam , ebrio de tabaco verde y de estramonio; en una saliente del Chirta,
en la confluencia con ese pequeño arroyo, Tarir preparó una piragua de gran
tamaño y tuvo que hacer venir gente de todas partes para jalarla contra la co­
rriente hasta el Chirta.
Aparentemente desierto, este territorio está, sin embargo, recorrido por mil
acontecimientos que, más que los lugares mencionados, dan a la selva anónima
la sustancia histórica de sus puntos de referencia. Es verdad que a dos horas de
marcha de la casa de Pinchu apenas estamos todavía en su patio trasero. Fran­
queado hace poco, el Chirta representa la frontera del espacio doméstico donde
retozan las mujeres y los niños: bajo este aire vienen a recolectar la miel silves­
tre, a levantar los frutos de estación o pescar con raíces venenosas en los torren­
tes. Un poco más allá comienza el verdadero coto de caza, el dom inio de lo
inhabitado. H acia el poniente se precisan dos horas para llegar a la casa más
128 ADAPTARSE A LA SELVA

próxima, la de Kawarunch a orillas del Pastaza. Tres días se necesitan hacia el


norte para alcanzar la casa de Yaur, en la desembocadura del Kupatentza. Al
sudeste, es aun peor: el sendero que conduce en una semana a lo de Nayapi se
pierde en la confluencia del Kapawi y del Chundaikiu. En estas inmensidades
vacías, el encuentro con un hombre nunca es fortuito.
Atravesamos el Kusutka a media mañana y modificamos nuestra ruta hacia
el sur, sobre una quebrada apenas perceptible. Es una de las sendas de caza de
Pinchu, bien marcada aquí y allá por una rama cortada, cuyas hojas desentonan
entre el follaje circundante: un camino sin lógica aparente ni destino. C on el
paso muy circunspecto desde hace algún rato, mi mentor se ha detenido al pie
de un árbol e investiga su corteza.
—Han pisado allí —dice en voz baja.
—¿Quiénes, los pécaris?
—N o, no, los papagayos.
Haciéndom e señas para que lo siga con prudencia, Pinchu trepa a una pe­
queña colina, interrumpiéndose de a tramos para señalarme vestigios de cacao
silvestre bajo ciertos árboles.
—Los papagayos están engolosinados —susurra con voz risueña.
Santamik se ha quedado al pie del monte con sus perros. Al llegar a la cima,
percibimos a lo lejos movimientos desordenados en la copa de un árbol gigan­
tesco: confusamente entrevistas, decenas de formas rojizas se agitan sin recelo.
Pinchu coloca una flechilla en su cerbatana, desliza otras dos en su espesa cabe­
llera para tenerlas inmediatamente a mano y avanza con precaución hasta el pie
mismo del árbol donde cuelgan los monos lanudos. Llamarlos “papagayos” fue
una típica broma para engañar su atención porque, al parecer, tienen un fino
oído para reconocer su nombre. Llevando la cabeza hacia arriba, la pesada cer­
batana completamente vertical, Pinchu ha soplado sin un ruido su primer dar­
do y recargado enseguida. El proyectil se ha clavado en el tórax de un macho
gordo que, sorprendido, se lo arranca con un golpe seco. N o importa, porque la
punta untada de curare se ha quedado en la herida: el extremo de la flechilla
había sido cuidadosamente cortado antes con la mandíbula de piraña que Pinchu
lleva siempre guardada en su carcaj.
En el momento en que se ubica para tirarle a un segundo animal, el aullido
muy lejano de un perro provoca una conmoción en el grupo; los m onos gran­
des se dispersan en todas las direcciones y el que ha elegido Pinchu se pone
fuera de alcance. Tratando de despertar su curiosidad para tirarle con su cerba­
tana, Pinchu exclama con voz dulce pero gutural: “ Chaar, chaar, chaar . Es el
Dibujo de Philipfe M unch a partir de los documentos de Philippe Descola.
130 ADAPTARSE A LA SELVA

llamado a reunión propio de la especie. Un segundo aullido arruinó los efectos


y todo el grupo emprendió brutalm ente la huida. Sólo permaneció la primera
víctima, a horcajadas y abrazando en un temblor convulsivo una gran rama
secundaria, con el rabo vigorosamente enrollado alrededor de un tronco. La
muerte no tarda en sobrevenir, pero no resuelve el problema del cazador. Con
los ojos abiertos, el animal quedó obstinadamente agarrado a su rama, tetanizado
por la agonía en un abrazo definitivo. Por encima de grandes contrafuertes
tabulares, el árbol presenta un largo tronco rectilíneo totalmente desprovisto de
apoyo; trepar es manifiestamente im posible sin un hacha para tallar las muescas.
V iendo su presa fuera de alcance, Pinchu entona entre dientes un anent resig­
nado; pero la interpretación m ágica queda sin efecto: el m ono peludo no cae.
—¡T ch a! ¡Soplé para nada! M i pequeño curare ha succionado la sangre del
m ono que va a ser para los buitres; se van a saciar con tanta grasa. Después de
todo, ¿fue por azar que tuve un kuntuknar sobre los monos lanudos? Así es.
¡Vamos, cuñado! N o hay que demorarse, porque el am ana podría vernos.
El am ana de los m onos lanudos es una especie de prototipo, un macho
canoso, m uy viejo pero gigantesco, siempre hábil para sustraerse a los ojos de
los cazadores. Encarnando en el más alto punto las aptitudes de la especie,
constituye la figura emblemática, un poco a la manera de las esencias nominales
de la filosofía platónica que se perpetúan en el imperio de las ideas como mode­
los perfectos de los elementos del m undo. El amana vela bonachón sobre sus
congéneres: gracias a su poder de ubicuidad, espía las intenciones de los cazado­
res fanfarrones y advierte a los otros sim ios de las amenazas que pesan sobre
ellos. N o obstante, no se opone a la caza, pero pide que se desarrolle dentro de las
reglas: así, abandonar un cadáver a los pájaros carroñeros comporta una falta de
dignidad y la partida precipitada de Pinchu aparece como la prueba de su males­
tar, com o el reconocimiento implícito de una derogación a la ética de la caza.
L a existencia m ism a del am ana reposa en parte sobre esta necesidad de ofre­
cer un espejo individual a los remordimientos del cazador. Aunque cacen todos
los días por placer tanto com o por necesidad, mis compañeros no son indife­
rentes al hecho de dar muerte a seres con plum as y con pelos que detentan una
afectividad m uy humana. Ahora bien, una especie animal nunca es una catego­
ría abstracta por medio de la cual el pensamiento subordina pequeñas diferen­
cias de apariencia entre ciertos individuos a semejanzas generales más esenciales
que los distinguen colectivamente de otras formas de vida. Al animar esta clase
puramente nominal mediante un ser que la representa toda entera, se vuelve
posible dar una expresión dinám ica a sentimientos ambivalentes que la supre­
CACERÍA 131

sión de una vida no puede dejar de suscitar. Ante la inocencia manifiesta de


cada presa, es necesario que, todas juntas en el seno de cada especie, den naci­
miento a la imagen vindicativa de un censor.
Al volver, encontramos a Santam ik retando a uno de sus perros con una
varilla, en un tumulto de chillidos e imprecaciones: W ampuash, aún joven e
inexperimentada, no pudo resistir al placer de ladrar a un ratón que se asomó
entre las hojas muertas, provocando así la huida de los m onos alarmados. A
pesar de su mal humor, Pinchu no dice nada, dejando a su m ujer la responsabi­
lidad de amaestrar a su jauría.
Las primeras señales de pécaris de collar aparecen al borde de un afluente
pantanoso del Kusutka: después de rodar en el fango negruzco, los animales se
han frotado con fuerza en los estípites de las palmeras, dejando supurar de su
glándula almizclera el acre efluvio que los distingue. Su paso es reciente: las
burbujas fermentan todavía en el fondo de las madrigueras irisadas y el olor
poderoso de los porcinos flota en el aire, exhalado por el cieno podrido. La
huella no es fácil de seguir, pues los pécaris se han internado en el pantano poco
profundo, agrupados sin duda alrededor del viejo que conduce la manada. Los
perros son ahora muy útiles para olfatear el camino seguido por los cerdos en
ese lodazal glauco que engulle tras de sí toda señal de paso. C on el machete
vigorosamente em puñado y los ojos brillantes de excitación bajo el flequillo
renegrido, Santam ik ofrece la imagen de una D iana tropical; anima a su jauría
repitiendo en voz baja pero apremiante: “jS ik ! ¡sik!,” expresión de aliento que
precede la estam pida final. D e tanto en tanto, pronuncia suavemente el nom ­
bre de la perra que marcha a la cabeza, la negra Shuwinia.
Al llegar a un islote cubierto de heléchos arborescentes, Pinchu hace detener
al grupo con un amplio movimiento del brazo y señala con el mentón un puer­
co echado dom inando las aguas negras.
—¿No oyes? Hacen tush, tush, tush.
En efecto, con claridad se percibe el chasquido de los colmillos que se
entrechocan como un sordo fondo de matracas: los animales han encontrado
una dotación de frutos de cáscara dura.
Pinchu da sus últimas instrucciones a Santam ik antes del ataque final:
—Te quedarás atrás con los perros; cuando escuches a los animales correr
haciendo ju u , ju u , ju u , soltarás a Shuwinia y un poco después a los otros; toda­
vía no son muy corajudos; no vaya a ser que se hagan destripar.
El brazo del pantano está cubierto por un silencio absoluto para gran alegría
de los m osquitos que, por nubes, aprovechan para picarnos con toda im puni­
132 ADAPTARSE A LA SELVA

dad. Los pécaris están muy dispersos, com o siempre que se detienen a forrajear:
eso reduce el peligro de que la piara entera cargue sobre nosotros.
El primer puerco que encontramos está solo en un pequeño claro, a unos
treinta metros: con la cabeza maciza bien subrayada por el collar grisáceo, la pe­
lambre lacia erizada sobre el rabo, la bestia empuja con ligeros gruñidos escarban­
do bajo las raíces de un árbol acostado sobre el suelo. Disimulado por un tronco,
Pinchu le apunta sin prisa y le dispara su dardo en el flanco, en la confluencia del
pernil, lo más cerca posible del corazón para que el curare actúe rápidamente. El
animal escapa enseguida dando aullidos guturales, desencadenando una confu­
sión indescriptible. Pinchu se lanza a perseguirlo por el bosquecillo, vociferando
para llamar a los perros, mientras que los otros chanchos huyen al azar, regresan­
do sobre sus pasos y entrecruzándose en todas las direcciones, atemorizados en su
pánico ciego por los ladridos frenéticos de la jauría. Siguiendo a Pinchu con gran
esfuerzo por los lagos del sotobosque, lo alcanzo a poca distancia, en el momento
en que, paralizado por el veneno, el pécari se desmorona brutalmente sobre sus
patas delanteras, con las traseras sacudidas por violentas coces.
En tanto el tum ulto se despeja: a lo lejos no se oye más que el concierto
furioso de los perros, manifiestamente inmóviles ante una presa abatida. Aban­
donando a la bestia en sus sobresaltos, reunimos la jauría. C on el pelo erizado y
enseñando los colmillos, los perros forman un semicírculo amenazante a la en­
trada de una cavidad apenas visible entre las raíces de un árbol enorme, de
donde brotan chasquidos de mandíbulas. La cabeza asoma fuera de la madri­
guera cada vez que Shuwinia hace gesto de aproximarse, cortando el aire con
sus colmillos agudos antes de volver a ponerse enseguida a cubierto. Culpable
de haber hecho huir a los monos, la joven W ampuash gime dulcemente a inter­
valos, con el lomo abierto por una laceración profunda que lim pia con peque­
ños lamidos dolorosos. Aprovechando una estocada del animal hábilmente es­
quivada por Shuwinia, Pinchu le clava una flechilla en el cuello. La caza se
termina con ese golpe de gracia porque la piara ha sacado ahora m ucha ventaja
como para esperar volver a atraparla antes de que caiga la noche.
Tras la fanfarria de la caza, el descuartizamiento del animal parece más bien
una recaída prosaica. Los dos pécaris son desollados a cam po abierto, mientras
Santamik hunde sus manos en la cavidad humeante para extraer la ristra de
tripas azuladas. Por lo común, los intestinos no son com ida desdeñable, pero
cada animal supera los treinta kilos y hay que poder alivianar la carga debido al
largo trayecto de regreso. El hígado es, por el contrario, cuidadosamente con­
servado: asado en brochetas, recompensa al cazador por sus esfuerzos.
CACERIA 133

Pinchu extrae la glándula almizclera situada en la base del rabo y la frota


enérgicamente en los hocicos de los perros para im pregnarlos de ese olor pene­
trante, que es como el epíteto del pécari. Luego les arroja esas especies de riño­
nes malolientes, no ya para habituar su olfato al cerdo salvaje, sino para que, al
devorar el órgano del que emana su pestilencia nativa, adquieran un poco de su
ferocidad. Al menos según Gaston Phoebus, que lo evoca en un antiguo tratado
de montería, los cazadores del país de O c siguen fielmente esta costumbre cuando
cazan el jabalí. En tierra jíbara, com o entre los com anches o en el país de Foix,
la incorporación de los humores del animal sirve para cebar periódicamente a
los perros muy domesticados y, puesto que hace de su bestialidad reconquistada
un arma más afilada, este distanciamiento los lleva a servir m ejor a los hombres
a los que se han apegado demasiado.
Uno de los pécaris es despedazado sumariamente: la cabeza, el lomo, la pance­
ta y los pemiles son enrollados sanguinolentos en largas hojas de palmera y colo­
cados en la cesta de Santamik. Pinchu ata las cuatro patas del otro animal con una
liana y estiba todo sobre su espalda con una banda de corteza que le ciñe el pecho.
Así enjaezados, mis anfitriones vuelven a partir con paso rápido hacia la casa,
anhelando sin duda con nostalgia dulces retozos que mi curiosidad ha vuelto
imposibles. Las confidencias que he podido obtener de los hombres jóvenes son
en efecto coincidentes al respecto: la caza permite a los esposos librarse a los pla­
ceres de la carne sin temor de tener que refrenar apetitos cuya expresión vivaz sería
inescrupulosa en el recinto muy poblado del hogar. C uando un hombre invita a
una de sus esposas a acompañarlo a la selva, teniendo el cuidado de respetar el
turno de cada una para no exponerse a la cólera de todas, es también para satisfa­
cer las obligaciones conyugales. Esta sexualidad silvestre no es probablemente por
pura curiosidad: en una soledad inmensa, pero bajo la mirada de la naturaleza, a
veces al lado de la presa abatida, los esposos abrazados buscan tal vez en su placer
redoblar la excitación de la caza y su paroxismo mortal.
C on diez horas de marcha en las piernas volvemos a encontrarnos finalmen­
te con la casa. Relajado por el baño y alegre por el espectáculo de los pécaris
amontonados sobre un ahumadero, Pinchu está con ánim o de conversar:
—¿Cóm o es, cuñado, el amana de los pécaris de collar?
-E l verdadero amana es Jurijri, la madre de los pécaris. Jurijri, sabes, es
pálido com o tú; tiene barba y cabellos largos; y habla todas las lenguas, la nues­
tra, el quechua, el español y tu lengua también, la que hablas con Anchumir.
Jurijri lleva botas, un casco de hierro y una espada. En la nuca tiene una boca
con dientes m uy grandes, pero no se ve a causa de los cabellos; con esa boca se
134 ADAPTARSE A LA SELVA

come a la gente, a aquellos que se burlan de la presa, a aquellos que matan a los
animales porque sí, sólo por placer. Jurijri vive bajo la tierra; hay muchos Jurijri
allá abajo y salen por las m adrigueras y los árboles huecos. Los pécaris de collar
viven con ellos; com o perros, pululan alrededor de sus casas.
Ahora com prendo m ejor esta insistencia furtiva que tenían al principio los
adolescentes para examinarme el occipucio: ¡buscaban los caninos! Preparado
para calmar los ánimos a los cazadores de cabezas, yo mismo era tomado por un
porquerizo caníbal residente en las entrañas de la tierra, metáfora siniestra del
blanco revestido con los atavíos de un conquistador. Un poco en toda la
Amazonia, los indígenas conciben a los pécaris como chanchos domésticos co­
locados bajo la férula de feroces am os sobrenaturales, que los tienen a veces
encerrados en vastos cotos de donde son soltados cada tanto para afrontar los
proyectiles de los cazadores. N un ca se m ata a un animal por azar: se precisa el
consentimiento de su guardián invisible, siempre pronto a no entregar a sus
bestias si piensa que se les ha faltado el respeto.
M uy curiosamente, el ejem plo ofrecido por los espíritus protectores de las
fieras casi no fue im itado por los nativos, que no han intentado domesticar
realmente a las especies salvajes que podían prestarse a ello. Por cierto, recogen
las crías de los animales que han cazado y las tratan por lo general con el afecto
un poco brusco que reservan a los huérfanos. Sólo la progenie de la presa es
adoptada, en com pensación tal vez de la suerte que los cazadores han hecho
sufrir a sus padres y com o para disipar una mala conciencia que no osa declarar­
se. Por otra parte, es raro que los amerindios se coman a esos compañeros fam i­
liares, ni siquiera cuando sucum ben a una muerte natural. Pocas especies se
muestran verdaderamente dóciles a vivir en el universo de los hombres, y ciertas
casas de Capahuari parecen un arca de N oé donde cohabitan sin entusiasmo los
representantes más disímiles de la fauna amazónica: aras, titís, tucanes, monos
capuchinos, papagayos, pacas, agamíes, churucos, etc. Pinchu mismo está ob­
sesionado con un pequeño pécari que, en perjuicio de los perros, pasea por su
casa con tanta libertad com o el compañero de san Antonio.
L a experiencia em pírica del adiestramiento no ha conducido a los indígenas
de la selva a procurar una verdadera domesticación, esto es, la reproducción
controlada por el hombre de ciertas especies: aparte de los que trajo la C onquis­
ta, la A m azonia está vacía de animales domésticos. Las razones son sin duda
más culturales que técnicas. Ciertas especies autóctonas ocasionalmente adies­
tradas, com o el pécari, el tapir o el agutí, probablemente habrían terminado
por prestarse a una cría en sem icautividad, proveyendo así el equivalente de un
CACERIA 135

cerdo, de una vaca o de un conejo. Tal robinsoneada hubiera sido utópica,


porque si la caza exige el adiestramiento com o su prolongación sim bólica, la
domesticación es su negación. La cría implica una relación de sujeción recípro­
ca con el animal, viendo cada uno en el otro la fuente prosaica de su alim enta­
ción y de su bienestar; fundada en parte en el agradecimiento del estóm ago,
esta dependencia m utua adopta la máscara de una convivencia sin sorpresas, en
las antípodas del fervor lúdico que anim a al cazador amerindio en la satisfac­
ción cotidianamente renovada de su placer.
La ausencia de animales domésticos locales parece tanto menos atribuible a
una falta de com petencia que al hecho de que los amerindios son grandes expe­
rimentadores de lo viviente, atentos a sus propiedades múltiples y viejos maes­
tros en los trabajos prácticos de genética vegetal. H ace más de cinco mil años
que la cultura de la m andioca nació en la Amazonia, seguida de inm ediato por
la de cientos de especies que com portan innumerables variedades adaptadas a
las más pequeñas variaciones de sol y de clima. Pero, contrariamente a lo que ha
pasado en el cercano Oriente, esta m uy antigua domesticación de una am plia
gama de plantas no ha tenido aquí por corolario la domesticación de los anim a­
les. Es verdad que aquí habría sido prácticamente redundante, ya que, a seme­
janza de los achuar, numerosas tribus amazónicas se representan a las fieras de la
selva com o ya sujetas a espíritus que las protegen y, por tanto, en un estado
insuperable de dom esticidad. Someterlos a la cría ha debido parecer a los
amerindios una empresa inútil, incluso peligrosa, en razón de conflictos de
atribución o de precedencia que no habrían dejado de surgir con los criadores
sobrenaturales, evidentemente celosos de sus prerrogativas sobre las fieras. Los
animales domésticos no podrían pertenecer simultáneamente a diversos amos;
y si los espíritus aceptan en ciertas condiciones que los hombres vengan a cazar
entre sus rebaños silvestres para alimentarse, no soportarían sin duda verse to­
talmente saqueados. La caza procede, así, de un derecho de usufructo temporario
que los guardianes de las fieras desean ver constantemente renegociado; supone
una ética del contrato y una filosofía del intercambio inconmensurable con la
moral dulzona del establo y del gallinero.
—¿Qué anent cantas, cuñado, cuando vamos a cazar monos lanudos?
—Escucha, es así;

Pequeño amana, pequeño amana, si los dos somos amana, ¿cómo vamos a hacer?
Me oscurezco como el Shaam, como el Shaam
Pequeño amana, pequeño amana, ¡envíame a tus hijos!
136 ADAPTARSE A LA SELVA

Sobre este mismo montículo, que griten churururui, churururui, churururui,


Que digan waanta, waanta, waanta, sacudiendo las ramas.

¡He aquí una hábil súplica, que juega de tanto en tanto con el equívoco de las
identificaciones! Primero, identificación con el amana de los m onos lanudos,
animal ejemplar que representa los intereses de la especie y; cuya com plicidad el
cazador requiere como norma entre personas respetables. Segundo, identifica­
ción con el Shaam, uno de los espíritus que velan atentamente por los destinos
de las fieras. D e este invisible habitante de los pantanos o de los bosques oscu­
ros, del que se dice que lleva su corazón en bandolera sobre el pecho como una
medusa palpitante, se conocen sólo los gemidos quejum brosos que deja brotar
en el crepúsculo.
-Y cuando el m ono lanudo ha quedado enganchado entre las ramas, ¿qué
anent cantas?

¡Cuñadito, cufiadito, cúfiadito, bájame la rama!


Mi anzuelo, mi flecha, ¿cómo, cómo, cómo no te han traspasado?
Ven a mí, cuñadito, te he matado en tierras lejanas.

Animal emblemático a semejanza del tucán, el m ono lanudo es representado


por el cazador com o un cuñado, es decir, un proveedor o donante de mujeres.
Esa relación de alianza entre los achuar, que ciñe alas partes a una deuda m utua
inextinguible, no está exenta de preocupaciones: los enemigos potenciales se
reclutan, en efecto, entre los parientes por alianza. El com portam iento de los
cuñados, hecho de dependencia recíproca y de amenidades indispensables, ofrece
así un modelo de camaradería am biguo, propia para definir la relación equívo­
ca que liga al cazador con su presa. Esta afinidad retorcida contrasta con el
espíritu de concertación igualitaria que marca la invocación al amana: este últi­
mo es un par al que se le pide que se libre de sus dependientes.
—Pero el m ono lanudo está muerto. ¿Cóm o puede escuchar tu anent?
-E stá muerto, es verdad. Sin embargo, su wakan está aún cerca de él. Los
anent que le cantamos no se escuchan del mismo m odo que tú me estás escu­
chando ahora; ellos no escuchan las palabras que pronunciamos. Los pensa­
mientos que ponemos en nuestros anent entran en el wakan de aquellos a los
que invocamos y allí se establecen, com o en una casa. Entonces, sin saberlo en
realidad, aquellos para los que cantamos quieren lo que nosotros queremos; se
pliegan a nuestros pensamientos porque nuestros deseos mismos los habitan.
CACERÍA 137

Mientras conversamos, el pécari de la casa llegó trotando para echarse a mis


pies en un hueco del suelo, donde la tierra removida abrazaba estrechamente su
forma. Repantingado sobre el flanco en su m ancha arenosa, el anim al había
llamado mi atención con pequeños golpes de morro en la suela de mi calzado:
como de costumbre, deseaba que le rascara el lomo. El diálogo prosiguió pues,
mientras paseaba la punta de mi borceguí por su rabadilla erizada. C uando
interrumpo a veces mi caricia, la bestia se endereza a m edias para mirarme con
aire indignado y sus gruñidos de placer son reemplazados por gruñidos menos
amenos. Cansado de este ejercicio, he terminado por ponerm e de pie. El pécari
se levanta entonces y viene a frotarse pesadamente en m is pantorrillas, con sus
ojitos abotonados fijos sobre m í y toda su tiranía de un anim al familiar. Ju sto
detrás de nosotros, un gran marco de madera está apoyado contra los postes
que sostienen el antetecho, exponiendo al sol del atardecer la piel de la bestia
traída por Pinchu. Grotescamente extendida por las lianas que la atan, aún
jaspeada aquí y allá de manchas sangrientas donde se aglutinan moscas verdes,
los despojos de su congénere dejan a mi atormentador indiferente.

También podría gustarte