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Posibilidades de Una Semiología Del Teatro, María Del Carmen Bobes Naves 1

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Posibilidades de una semiología del teatro, María del Carmen Bobes Naves.

Con una tradición que se remonta a la Poética de Aristóteles, la Teoría Literaria ha estudiado
el teatro limitándolo al texto escrito, y ha identificado la historia del teatro con la historia de los
escritores y de las obras dramáticas. La representación y todo lo referente a la puesta en escena se
consideraba de hecho -teóricamente no se planteaba- como ajeno a la investigación teórica, puesto
que se reducía a la «práctica teatral».

Desde esa perspectiva, el teatro se consideraba como uno de los géneros literarios, distinto
de la lírica y de la épica principalmente por su discurso dialogado, aunque en casos límites se diesen
aproximaciones e interferencias formales entre los géneros (teatro lírico, novela dialogada...)

Hay, sin embargo, algo fundamental en el texto dramático que constituye su rasgo específico
frente a los otros géneros literarios, y es que el diálogo no se ofrece como una forma de discurso
elegida por el autor entre otras posibles (como sería el caso del poema o la novela dialogados), sino
corno forma impuesta por la virtualidad de la representación del texto. Es cierto que el poema
puede recitarse y representarse ante un público, pero no es esa su finalidad; y es cierto que la novela
puede adaptarse a una escenificación (en cartelera está la representación que Lola Herrera hace de
Cinco horas con Mario), pero también está claro que no es éste su destino. Lírica y narración tienen
como destinatario un lector individual, mientras que el teatro se dirige a un público reunido en un
espacio para asistir a la representación de un texto dramático. En los otros géneros literarios, la
representación exige la previa adaptación del texto: el drama es representable directamente.

Como texto literario, el teatro tiene algunos aspectos comunes con la épica: es una fábula, la
viven unos personajes en un tiempo y en un espacio, y tiene un discurso lingüístico. La semiología
del teatro puede estudiar estas categorías de la misma manera que las estudia en la narración. Pero,
además, en el texto dramático hay otros aspectos de los que una semiología del relato no puede
darse cuenta.

Como texto destinado a la representación, el drama presenta dos tipos de discurso: el


diálogo (o -texto principal- según Ingarden) y las acotaciones (o -texto secundario -, según el
mismo autor). El texto principal es de carácter literario y lo realizarán verbalmente los actores en la
representación ante el público, traduciendo a signos paralingüísticos o quinestésicos las acotaciones
que están en el texto escrito, y las que se derivan del sentido del diálogo, aunque no hayan sido
explicitadas directamente. El texto secundario tiene carácter funcional, no artístico (son excepción
las acotaciones en "verso"del teatro modernista, o las que pone Valle Inclán en verso o en prosa
trabajadísima, en sus obras dramáticas), se dirige al director de escena o a los mismos actores, y
desaparece, como lenguaje verbal, en la representación, siendo sustituido por signos de sistemas
semióticos muy diversos: trajes, movimientos, objetos, decorado, etc., aparte de los paralingüísticos
y quinésicos que exigen la realización de los diálogos.

Teniendo en cuenta que a lo largo de la historia del teatro hay textos que apenas tienen
acotaciones, otros que üe- .nen un canto por ciento muy alto de «texto secundario* y, sobre todo,
teniendo en cuenta que muchas de las indicaciones que se realizan en la puesta en escena están
recogidas en el mismo diálogo y no corno anotaciones directas, preferimos diferenciar en el texto
dramático escrito dos aspectos que llamaremos Texto Literario, constituido fundamentalmente por
el diálogo, pero sin excluir las acotaciones, que pueden ser literarias, y Texto Espectacular
consumido por el conjunto de indicaciones, estén en las acotaciones o en el mismo diálogo, que
permiten la puesta en escena del texto dramático y adquieren en el escenario expresión en signos no
verbales. El Texto Espectacular hace posible la puesta en escena del Teatro Literario y ambos están
en el texto escrito, y ambos estarán en la puesta en escena, aunque bajo sistemas sémicos diferentes:
verbales el texto literario, paraverbales o no verbales en el texto espectacular. Las dos fases del
proceso teatral (escritura / representación) no tienen amplitud bien diferente: la escritura se dirige a
un lector individual y usa solamente signos lingüísticos; la representación se dirige a un receptor
múltiple, el público, y utiliza signos verbales y no verbales; pero hay que destacar que en ningún
caso son realidades que se enfrentan, como han pretendido algunos críticos del teatro, historiadores
o prácticos.

Las dos clases del texto dramático (escritura / representación) han tenido desde finales del
siglo XIX una valoración muy diversa para los historiadores de la literatura (atienden
principalmente al texto) y para la práctica dramática (atiende principalmente a los signos no
verbales de la representación). Las relaciones entre el texto y su representación no se habían
estructurarlo en forma alguna: el autor escribía su obra y un director (que circunstancial mente
podía ser el mismo autor) la ponía en escena; no se daban problemas de competencia, de valoración
o de prevalencia entre esas dos fases. Pero desde finales del XIX y probablemente a causa del
descubrí miento de los valores escénicos funcionales y semióticos de la luz que se convierten en un
verdadero sistema de signos escénicos en competencia con la palabra, que hasta entonces era el
único sistema de signos reconocido (teatro de palabras), la pues ta en escena adquiere una
sustantividad propia y el modo en que se entienden sus relaciones con el texto condiciona
profundamentee la esencia misma del proceso teatral de sus partes.

En primer lugar se cuestiona la identidad y autonomía de ambas realidades, y se considera la


posibilidad de que una de ellas sea la específicamente teatral, en cuyo caso se podría prescindir de
la otra: el teatro seria sólo texto o sólo representación. Para los partidarios del texto estilo, la
representación anula la capacidad de figuración del lector, reduciendo mediante la presencia del
autor, la fantasía sobre su ser y su apariencia, y lo mismo respecto a los ambientes que, percibidos
por los sentido a través de un decorado, impiden a la imaginación del lector sus propios vuelos-
Para los partidarios de la representación, el texto escrito constituye una rémora de la que es mejor
prescindir, ya que impide al director aplicar su propia fantasía.

En segundo lugar, se plantea, en ocasiones incluso en la práctica, la posibilidad de eliminar


alguno de los elementos que aporta el texto teatral y que hemos enumerado como comunes con el
relato (la acción – fábula -, los personajes – caracteres -, tiempo y espacio –cronotopo-; discurso) y
se ha intentado renovar el teatro prescindiendo de alguna de estas categorías, o situándolas fuera del
tiempo o del espacio, incluso se ha intentado prescindir del discurso (Acto sin palabras, de S.
Beckett).

1. ¿El texto solo es teatro? / ¿La representación sola es teatro?

2. ¿Es posible una obra (primero en el texto luego en la representación) sin fábula? / ¿Es
posible un teatro sin personajes? / ¿Es posible un teatro sin unas coordenadas de tiempo y espacio? /
¿Es posible un teatro sin lenguaje verbal?

Históricamente el texto y la representación son dos realidades bien diferenciadas en el


tiempo, en el espacio y en la forma material en que se manifiestan y cumplen su proceso de
comunicación, y ambas tienen habitualmente acciones, personajes, un tiempo para la acción y un
espacio para los personajes. Vamos a analizar de dónde proceden las razones a esos asaltos a los
“palacios de invierno” de las obras dramáticas reconocidos como imprescindibles por la teoría
literaria tradicional, y vamos a ver por qué se ha puesto en entredicho la existencia y conveniencia
de la fábula, del personaje, del tiempo y del espacio, o porqué se han puesto en entredicho
igualmente desde otros ángulos, la existencia o conveniencia de signos extralingüísticos que la
puesta en escena venía añadiendo en el texto representado.

Esto nos permitirá fundamentar los objetivos de una semiología del teatro, porque si
entendemos que la semiología estudia – o al menos lo intenta – todos los sistemas de signos que
pueden dar sentido a una obra, se deduce que no puede limitarse a los lingüísticos (es decir, a los
del texto escrito, como hacía la crítica y la historia literaria dramática tradicional), ni puede
limitarse tampoco a los signos no verbales (objetuales, quinésicos, proxémicos, etc) que aparecen
en escena, casi siempre predeterminados desde el texto, y que a los partidarios de la representación
interesaban en exclusiva.
La obra del teatro, en todas sus fases (texto / representación) y en todos sus aspectos (texto
literario / texto espectacular), es para la semiología un conjunto de signos que tienen la posibilidad
de actualizarse en la escena, y algunos de ellos en simultaneidad. Y es muy interesante subrayar que
los signos dramáticos, y precisamente porque alternan signos lingüísticos y no lingüísticos, pueden
actuar simultáneamente en la transmisión del mensaje al espectador. El lenguaje, único sistema de
signos usado en el relato y en la lírica, impone inexorablemente una sucesividad al discurso de la
novela o del poema. El espectador de una obra de teatro oye los diálogos, y a la vez ve a los actores
que se mueven, que van vestidos de una cierta manera y remiten a un ambiente con los objetos de
que están rodeados, etc, y todo en el escenario actúa de forma directa y simultánea sobre la
imaginación y los sentidos haciendo que el mensaje sea más vivo, más rápido, más intenso y, por
tanto, más eficaz, en cuanto al modo de recepción, que es el de otros géneros literarios.

Los signos escénicos subrayan, intensifican o crean el mensaje dramático sobre el escenario
y son mucho más variados que en el texto, donde se limitan a los signos lingüísticos en la sucesión
del discurso. Un ejemplo puede evidenciarlo: en el primer acto de Hamlet se ha anunciado de
palabra al Espectro. Dicen que lo han visto soldados de la guardia, luego lo ha visto Horacio y se lo
cuenta al príncipe. La identificación con el rey la aseguran redundantemente por medro del diálogo:
dicen que va vestido la armadura real; que mueve con majestad, y por si al lector pudiese pasarle
inadvertido, el diálogo insiste una y otra vez el estacando signos y tu referencia:

MARCELO: ¿Y no parece al rey?


HORACIO: ¡Como tú a ti mismo! Tal era la armadura que llevaba cuando combatió con el
ambicioso noruego y así frunció el ceño cuando, en airada entrevista, rerrbió de su trinco.
MARCELO: Pues ya en dos ocasiones… ha pasado con marcial continuamente por delante
de nuestra guardia…
HORACIO: … una figura idéntica a vuestro padre, perfectamente armada de punta en
blanco, se les pasó delante y con andar solemne pasó con lentitud y majestuosidad… el
bastón de mando que empuñaba.
HAMLET: ¿Iba armado, decís?
MARCELO Y BERNARDO: Armado, señor…
HAMLET: ¿Su barba era entrecana, no?
HORACIO: Sí, señor, como yo la vi, en vida, de un gris plateado.

La multitud de signos identificadores del rey: la armadura real, el gesto majestuoso, el


movimiento lento y majestuoso, la figura, el bastón de mando, la barba entrecana, etc., se le van a
presentar en simultaneidad a la vista del espectador, mientras que se le han presentado sólo en
forma sucesiva por medio de la palabra. El texto informa suficientemente, y la puesta en escena,
siguiendo indicaciones del mismo texto y predeterminada por él subraya el mensaje repitiendo en
otro sistema de signos visuales, la misma referencia que ha denotado la palabra, pero a la vez dirige
la vista (signos en el espacio, de una vez. estáticos) y al oído (signos en el tiempo, en sucesividad).
La simultaneidad de unos signos, la sucesividad de otros, el estatismo de unos al menos en un
tiempo, y el dinamismo de otros, hace del espectáculo escénico un Iugar privilegiado de emisión y
proporciona al espectador unas posibilidades más amplias que las que puede tener un lector de un
texto escrito.

Un estudio del texto dramático escrito no es suficiente para explicar el objeto «teatro» y
debe continuarse con un estudio de la puesta en escena. Y esto es precisamente lo que se propone
una semiología del teatro, estudiar el fenómeno teatral en todas sus fases, haciendo una gramática
del texto teatral y una gramática de la representación teatral, es decir, buscar las normas por las que
se rigen los signos lingüísticos del discurso dramático para alcanzar un significado literario y
determinar las normas por las que los diferentes signos de la puesta en escena alcanzan un sentido
único, a partir de las relaciones sintácticas y valores pragmáticos. En resumen, la semiología trata
de conocer cómo son los signos del teatro cómo funcionan como tales signos. Para ello debe aplicar
un método adecuado a la naturaleza de los signos que son expresión de un contenido literario y de
un contenido escénico respectivamente. La semiología del teatro tiene que ir más allá de la
semiología literaria (cuyos signos son lingüísticos), pues debe añadir a esta la semiología de la
escena (cuyos signos son lingüísticos y no lingüísticos). El prescindir de las categorías y unidades
de texto escrito (fábula, personajes, tiempos, espacios, discurso) no supone privilegiar la escena
frente al texto, porque tales categorías están también en la escena, si bien se manifiestan de forma
distinta que en el texto. La renovación del teatro, si se da, deberá proceder de otras formas de
concebir los procesos sémicos o los signos y sus manifestaciones en el texto y en la representación
conjuntamente.

Partiremos, por imposiciones metodológicas, del hecho de la existencia de dos formas en la


obra literaria dramática (escrita / representada) y de dos momentos en la recepción (lectura /
representación), que pueden identificarse objetivamente como diferentes, porque, aparte de otras
posibles razones, se dirigen a receptores diferentes (individual colectivo) en tiempos diferentes
(lectura individual / asistencia a un espectáculo público): a) la obra escrita por el autor, el texto
lingüístico; b) la obra interpretada por los lectores, el texto escenificado.

Tanto el texto literario como el texto espectacular se actualizan en el espectáculo teatral,


donde se “dice” del diálogo como lenguaje “en situación” y se convierten en signos escénicos los
signos lingüísticos que en el diálogo o en las acotaciones tienen una referencia no lingüística:
objetos, movimientos, trajes, gestos, etc. Con estos signos, en cualquiera de sus formas de
manifestación se construye la fábula y los personajes y se encuadran en un cornotopo.

Las relaciones entre ambos textos y entre las fases de su estructura y representación son muy
complejas y en ningún caso unívocas, pero son realidades distintas; no puede hablarse de un texto
determinado para una forma de representación, ni de una forma de representar para un texto
concreto. La teatralidad de un texto dramático, es decir, su texto espectacular admite varias maneras
de realización escénica, del mismo modo que el texto literario admite varias lecturas, tanto si es
texto literario dramático o texto narrativo, o de otro tipo. Cada obra dramática puede tener, y de
hecho la mayoría ha tenido, varias representaciones; cada una de las formas de representación,
catalogada (realista, naturalista, simbólica, expresionista..) o no (puede ser original e inaugurar una
estética nueva) y puede ser válida para diversos textos, aunque es posible que unas se adapten mejor
que otras; las primeras representaciones de Yerma se hicieron con una estética costumbrista, pero el
éxito universal sobrevino cuando Víctor García hizo un montaje simbólico de la obra.

Hay que pensar que el texto dramático literario, considerado como realidad independiente de
la representación, como toda creación artística, no se agota en un sentido, tiene muchas posibles
lecturas ya que es un texto polivalente semánticamente El sentido del espectáculo teatral se abre
desde el texto a la representación como un abanico de posibilidades, o como esos fuegos de artificio
en los que cada chispa se proyecta en cascada nuevamente. El conjunto es, según acertada fórmula
de R. Barthes, una sinfonía de signos, una “polifonía informacional”, cuyo estudio debe hacerse en
su totalidad, no dando una parte del todo.

La representación incluye al texto principal, es decir, al diálogo en la voz de los actores y al texto
secundario, es decir, las acotaciones, en los signos escénicos no verbales. El texto lingüístico tiene,
pues, una doble existencia: precede a la representación y la realiza. Como texto que precede a la
representación puede leerse como una obra literaria e interpretar los diálogos como expresión de
una fábula, y bajo esta consideración, el drama se somete a las leyes de la “sucesividad” de toda
lectura, literaria o no, impuestas por los signos lingüísticos. Esta sucesividad es inexorable, se da en
la escritura, se da en las relaciones de la fábula, cuyos motivos se sitúan en el tiempo sucesivo, y se
da en la lectura. Pero el texto teatral es más que una fábula y es más que unos signos lingüísticos.

El teórico de la literatura sabe – o debe saber – que no puede limitar el sentido del texto a
una lectura coherente, porque el texto dramático contiene, como hemos verificado en los cortos
diálogos que hemos transcrito de Hamlet, otro sistema de signos, que pueden tener la misma u otra
referencia que los signos lingüísticos, y que se harán presentes en la representación.
A Ubersfeld (1977), después de plantear la cuestión de la especificidad del texto teatral y
después de exponer argumentos a favor y en contra, llega a la conclusión de que el texto dramático
incluye virtualmente la representación; es decir, lo teatral no puede reducirse a los signos no
verbales que añade la puesta en escena del texto escrito, sino que el mismo texto escrito es ya
teatro, como diálogo preparado para una realización escénica y como conjunto de signos que
pueden ser realizados en la representación. El texto no incluye una forma determinada de
representación en los moldes de una determinada estética, pero es indudable que incluye
virtualmente una representación, que es “representable”: todo autor de una obra dramática le
comunica una “teatralidad”, que luego se realizará como él expresa de otro modo.

Por su parte, los actores y el director de la puesta en escena saben – o deben saber- que es
imposible manejar las claves del teatro en forma exhaustiva, como es imposible hacerlo sobre
cualquier obra artística, y es necesario poner en coherencia los signos de una lectura, entre otras
posibles, para alcanzar una representación con sentido, porque si admiten que representan un texto
artístico, tienen que admitir a la vez su radical ambigüedad, su naturaleza polivalente
semánticamente. En ningún caso una representación puede poner simultáneamente en escena dos o
más lecturas, tendrá que decidirse por una, porque entrarían en contradicción.

El texto incluye virtualmente la representación (no una determinada), y la representación


implica un texto. Profesionales del teatro, teóricos, espectadores, etc, todos buscan en el texto el
centro de referencias y la base de los sentidos de las lecturas. ¿Dónde está la oposición dialéctica
entre esas dos realidades? Desde luego no en su entidad como tales realidades distintas pero con un
sentido único.

Después de este preámbulo, podemos decir que corresponde a la semiología teatral señalar
los caminos para el estudio del teatro en todas las partes de su proceso de expresión y
comunicación. En el texto teatral existen multitud de signos que pertenecen a sistemas muy
diversos y, por tanto, deben ser estudiados cada uno de ellos y el conjunto que forman. La
semiología propone estudiar el teatro como texto y como representación, como un conjunto de
signos que alcanzan su sentido en la lectura del texto escrito y en la visión del texto representado.
El paso decisivo para una semiología del teatro está precisamente en ese reconocimiento de la
diversidad de códigos para interpretar los signos lingüísticos y no lingüísticos que se actualizan en
la escena.

Tadeusz Kowzan dio un gran paso en la semiología teatral cuando en 1968 en un artículo
publicado en la revista Diógene (nº 61) -Le signe au théatre. Introductron á la sémiologie de l'art du
spectacle-, señala hasta trece sistemas de signos en la representación: la palabra, el tono; la mímica,
el gesto, el movimiento, el maquillaje, el peinado, el traje, los accesorios, el decorado, la
iluminación, la música y el sonido. Unos son signos auditivos, otros son signos visuales; unos se
manifiestan en la persona del actor, otros en el espacio escénico. Todos contribuyen a realizar un
espectáculo específicamente distinto de otras manifestaciones artísticas, literarias o no literarias.

Además del estudio de todos los sistemas de signos que intervienen en la obra dramática, del
análisis de su distribución y relaciones en ella (sintaxis semiótica), ha de tenerse en cuenta su
significado y su aportación al sentido (semántica semiótica), y también ha de contarse con todo lo
que contribuye a crear sentido desde fuera del texto: los prejuicios del público, los tipos de
caracteres que son diseñados por las investigaciones sociológicas y psicológicas y que pueden
servir de canon para la interpretación de los personajes de la obra, de las pasiones que, a pesar de
todo, son históricas, al menos en su valoración en las distintas etapas y movimientos culturales
(pasión por la vida o por la muerte, por el amor o por el poder, vividas de moto muy distinto en el
romanticismo, en el realismo) y son marco desde el que se crea el texto o se interpreta la lectura o
en la representación… Todos estos datos exteriores que modifican el sentido de un texto sob objeto
de un estudio pragmático teatral.

Y una vez señalados los objetivos y partes de una semiología del teatro, podemos echar una
ojeada a su historia porque, como ocurre generalmente, al aparecer un enfoque nuevo de la
investigación, las circunstancias en que aparecen son muy diversas. La situación anterior a la
aparición de la semiología dramática, en torno a los años treinta del presente siglo, podemos
considerar que seguía dos direcciones extremas, aunque con posiciones intermedias siempre:

a) La teoría y crítica denominada, con ciertas connotaciones despectivas, “académica”,


“universitaria”, “intelectual”, que privilegia el texto y mantiene, en general, que la
representación no es más que la mera traducción del lenguaje de las acotaciones y
eventualmente parte del texto, a otros sistemas de signos que acompañan el escenario al
diálogo dicho por los actores. Para mantener esta tesis es necesario partir de una idea: la
equivalencia de contenidos entre el texto escrito (diálogo + acotaciones) y la puesta en
escena. La tarea del director teatral consistiría en cambiar la – materia del contenido-, es
decir, cambiar los signos lingüísticos del texto en signos de la escena, unos dichos, otros
sustituidos por su referencia, en la parte correspondiente. La equivalencia semántica entre el
texto escrito y el texto representado sería algo indiscutible, y el papel del director sería
equivalente al de un traductor.

Hoy, por lo general, se rechaza esa equivalencia, porque para admitirla sería necesario
admitir algo que la teoría literaria viene rechazando, por absurdo: la existencia de un significado
único en la obra de arte literario, lo que equivaldría a equiparar con el texto el lenguaje funcional
que es, o tiene a ser, unívoco. Pero además está claro que los signos acústicos y visuales que aporta
el director, el decorador, los músicos, los actores, etc, puede construir nuevos sentidos añadidos al
que puede proceder del texto escrito, bien para destacar alguna parte, o para darles coherencia, o
incluso para buscar contradicciones entre las diferentes categorías o partes de la obra.

No está fijado nunca porque es imposible hacerlo, un sentido único para un texto literario,
no está fijado, porque tampoco puede estarlo, un sentido único para los signos no lingüísticos, pero
artísticos, que Ínter vienen en la representación. Nó puede haber, por tanto, correspondencia
unívoca entre dos realidades plurivalentes semánticamente. El sentido del texto -uno de sus
sentidos- no puede coincidir t orí d sentido de la representación -uno de sus sentidos-, dada su
ambigüedad semántica y lo que suele alcanzarse es una intersección de sentidos, más o menos
amplia y coherente. Por otra parte, subrayamos que la mayor o menor coincidencia no implica, en
absoluto, mayor o menor acierto en la representación. De la misma manera que la lectura de una
novela no pone en relación más que una parte del texto, la representación de un texto dramático,
que en principio es una lectura del texto dramático, no activa más que una parte de su significado,
es decir, un sentido, que puede ser ampliado en direcciones diversas por los signos del escenario. La
representación, lo mismo que la lectura de un texto literario, no exige la exhaustividad, es suficiente
con que no sea rechazada por el texto, que no sea arbitraria y que sea coherente.

Hay además otros peligros en esta actitud que sobrevalora el texto. El más inmediato
consiste en sacralizarlo: es decir en fijarlo semánticamente (otra cosa sería la fijación textual del
discurso en la edición crítica), porque, en una paradoja evidente, lo que se conseguiría seria la
fijación de una lectura, la del crítico o la del director de escena, y no la fijación de un significado
textual, que como hemos dicho, es imposible por su polivalencia semántica.

Insistimos, pues, en que cualquier estudio del teatro ha de tener presente, ante todo, que el
texto dramático es de naturaleza literaria y, por tanto, tiene una capacidad de generar sentidos
diversos, o, como afirma la escuela de Tartu, mantiene una entropía, una densidad de sentidos, una
ambigüedad semántica, que según los nuevos críticos, le es consustancial.

La crítica tradicional que privilegia el texto y tiende a fijarlo en una lectura erigiendo esta –
que no es más que la lectura de un crítico- lo que realiza es una transducción ya que intenta hacer de
uno de los sentidos posibles el único e imponerlo como canon de la lectura a todos los lectores. Esta
postura es rechaza frontalmente por una teoría semiológica del teatro por la razón antes aducida: se
olvida que el texto literario no se agota en un sentido.
b) Una actitud que suele presentarse como vanguardista (F Rastier, A. Ubersfeld), pero que
arranca de finales del siglo XIX con ocasión del uso funcional, emotivo y semiótico de la luz en la
escena, tiene sus manifestaciones más extremosas en el rechazo del texto y en la consiguiente
sobrevaloración de la puesta en escena.

El escenógrafo inglés E. G Craig (1872-1966), famoso renovador de la puesta en escena,


mantiene en su obra El i'irte del leatto que “el teatro nada tiene que ver con el autor y la literatura”,
ya que el texto no es más que uno de los elementos de la representación y es necesario ampliar el
lenguaje escénico, “exteriorizar la ansiedad, hacer hablar a los decorados, traducir la acción en
términos visuales, proyectar las imágenes visibles del miedo, la pena, el remordimiento. la
alienación, jugar con las palabras”.

Los ataques al texto se generalizan y traen como contrapartida una sobre valoración de los
sistemas de signos no lingüísticos. En 1915 se publica en varias revistas el Primer Manifiesto fie la
escenografía futurista en el que se habla de elementos escénicos nuevos, de una utilización más
amplia de la luz y del espacio, del movimiento y de los volúmenes... El teatro se define como “una
arquitectura abstracta de planos y volúmenes”.

Como toda postura radical, esta orientación, al rechazar el mito del texto, cae en otros mitos,
también reduccionistas, como querer identificar el teatro con los juegos de luces, o con un
tratamiento especial del espacio, o con un intento de escapar a la sucesividad del tiempo, o bien
suprimir alguna de las categorías de la fábula dramática, incluida la misma fábula… En cualquier
caso, los ataques al texto se hacen generales en la primera mitad del siglo XX.

No vamos a argumentar en contra directamente, sino que, coomo hemos hechos antes al utilizar un
pasaje de Hamlet para demostrar las posibilidades de concurrencia de signos acústicos y visuales en
escena para desatacar la presencia de un personaje, el Espectro, vamos a dejar un que un pasaje
teatral ofrezca razones que muestren la fuerza escénica de la palabra y la consiguiente necedad de
suprimirla tanchándola de no teatral. En Los habitantes de la casa deshabitada, utiliza Jardiel
Poncela un recurso muy eficaz dramáticamente para subrayar escenas y para conseguir la atención y
la intriga del público: consiste en “representar” un contenido varias veces valiéndose de signos de
diversos sistemas sémicos; el miedo y el desconcierto de un personaje que, solo en la escena, ve
pasar a un hombre sin cabeza, a un fantasma, a un esqueleto; es una escena muda, aunque hay
abundancia de gestos de sorpresa y miedo, y alguna interjección. Los espectadores quedan tan
intrigados como el personaje que está en la escena, esperan una explicación, y antes de darla, a fin
de crear ansiedad y suspenso, se repite la escena, pero esta vez con signos verbales: el personaje —
Gregorio- cuenta a otro que llega lo que ha visto punto por punto. El espectador, que ha visto los
hechos, oye v ve cómo son interpretados por Gregorio: la palabra, el tono de voz, los movimientos
expresivos que acompañan a las palabras, consiguen una escena viva, aunque “contada”, y muestran
cómo el texto lingüístico puede ser escénicamente eficaz; la reacción del público confirma esta
eficacia. Los efectos de luz, de sonido, las apariencias del traje y del maquillaje, los movimientos de
los actores, etc., se potencian con los electos suscitados por los signos lingüísticos, paralingúísiitos.
y proxemieos (palabra, tono, distancia entre los actores), haciendo del espectáculo teatral esa
polifonía de que habló Barthes y en la que se integra sin duda tomo un elemento relevante el
lenguaje.

La orientación que rechaza el texto encuentra un valedor agresivo en A. Artaud, que, a la


vez que exalta todos los signos no lingüísticos del teatro por su valor y expresividad, ataca con gran
virulencia al texto. Su ideal, expuesto en El teatro y su doble (1936), consiste en explotar todos los
sistemas de signos no lingüñisticos y crear con ellos un lenguaje específicamente teatral que nada
tenga que ver con la literatura: “renunciaremos así a la superstición teatral del texto y a la dictadura
del escritor”, ya que “destruir el lenguaje para alcanzar la vida es crear o recrear el teatro”. “Un
teatro que subordine la puesta en escena y la realización al texto, es decir, todo lo que es
específicamente teatral, es un teatro de idiotas, de locos, de invertidos, de gramáticos, de
tendederos, de antipoetas y de positivistas, es decir, occidental.

La difusión de estas ideas se vio favorecida por intereses que afectaban el teatro como
espectáculo más que como creación artística y propició el encumbramiento de la figura del director
de escena, que pasa a ocupar, como responsable del éxito o del fracaso de la obra, el lugar de
privilegio que tradicionalmente se había reservado para el autor. El proceso es muy complejo y las
causas reales y teóricas de distintas actitudes son muy diversas. L. Mirlas lo explica con claridad,
como un proceso económico, en Artaud y moderno (Buenos Aires. V.1 Ateneo, 1974).

No entramos en las causas del enfrentamiento entre el texto y la representación, sólo lo


tendremos en cuenta como hecho: se produjo en la historia de la cultura occidental en el paso del
siglo XIX al XX y se prolonga hasta mitad de siglo aunque todavía deja sentir sus efectos y ha
conmocionado radicalmente al teatro, tanto en la escritura como en la fase espectacular.

J. Urrutia (- De la posible imposibilidad de la critica teat r a l y de la reivindicación del texto


teatral, Semiología del lobo. Barcelona. Planeta. 1975) argumenta que el privilegio concedido al
texto lingüístico por la crítica tradicional, f r e n t e a los demás sistemas de signos que intervienen en
la representación escénica de la obra, se justifica por varias razones: el texto estable, tiene una
forma lingüística fijada, mientras que la interpretación utiliza sistemas de signos (pie no están
codificados v son mudables de una a otra representación; además el texto es anterior a la
representación y persiste en ella, tanto en el diálogo de los actores como en signos de otros
sistemas. En texto, pues, está fijado y preexiste, la representación es variable y sigue siempre al
texto. Pero aún puede añadirse que el texto persiste después de cualquier lectura o representación,
mientras que la representación se agota en sí misma, como la lectura de cualquier texto literario,
una forma determinada que ha fijado la edición estílistica, y contando con lodos los posibles
antecedentes textuales que le ha señalado la crítica histórica; ese texto se edita una y otra vez,
inmutable, a través de los siglos. Queda memoria de interpretaciones geniales la fuerza que L.
Olivier da a la figura del príncipe; el Hamlet romántico de M. Harvey; el débil y resentido príncipe
que crea H B. Ivring; el profundo dolor del represen cada por S Bernhardt… que no pueden
repetirse de la misma manera. Todos estos y otros muchos actores han recitado el texto de
Shakespeare, con tono más o menos intenso y conmovido, y han conseguido subrayar ideas o
sentimientos mediante el énfasis que han puesto en algunas expresiones, en determinados gestos o
movimientos, pero siempre utilizaron el lenguaje que Shakespear expuso en boca de su atormentado
y dolorido personaje. Ninguna de las representaciones ha modificado el texto como tal (otra cosa es
que suprima o intercale frases en cada representación, es decir, que adapten el texto a un puesta en
escena), de la misma manera que ninguna de las lecturas que ha propuesto la crítica universal ha
cambiado el texto de Cervantes en el Quijote. Las lecturas, como las interpretaciones enriquecen a
la obra como producto histórico y literario (Mukarovskv) porque descubren nuevos sentidos,
nuevas relaciones entre las unidades y nuevas posibilidades de organización del conjunto, que no se
habían tenido en cuenta en lecturas anteriores -aunque siempre estuviesen virtualmente allí-, pero
no cambian el texto, que se cierra formalmente cuando sale de manos del autor.

El interrogante que habíamos planteado al principio, ¿es posible una obra de teatro reducida
al texto? y el complementario, es posible una obra de teatro reducida a la representación?, puede
contestarse ahora.

El primer supuesto limitaría a la obra de teatro al texto y su lectura, como ocurre en el


género narrativo, y efectivamente así comienzan todas las obras dramáticas que se han escrito en el
universo mundo, tanto las que se han estrenado después como las que nunca llegaron a un
escenario. Puede afirmarse que el texto no es espectáculo, y es cierto, pero ¿podría afirmarse que no
es teatro? Hemos afirmado, siguiendo a A. Ubersfeld que el texto incluye virtualmente la
representación. Si ésta no se realiza, el destinatario de la obra escrita es el lector individual, como
en el caso de la literatura siempre, pero con la diferencia de que los otros textos literarios, relato o
poema, están destinados a ese lector individual y en el caso del drama el texto está preparado para
la representación y culmina el proceso sémico que inicia cuando es visto por un público en una
puesta en escena. El texto dramático está escrito para la representación ante un público, es decir,
ante un lector colectivo (los espectadores) y alcanza su plenitud semántica en la escena. Cuando un
poema o un relato no tiene lectores, no puede ponerse en duda que puede tenerlos y que a ellos está
dirigido cuando un texto dramático no se ha representado, no significa que no sea teatro, porque
puede ser representado v está escrito para ser representado: es el hecho lo que no se da, no la
posibilidad de la representación. Los distintos sistemas de signos que pueden ser utilizados en
forma recurrente o en forma discordante, pero en simultaneidad con el escenario, si la obra no se
representa, se limitarán a la sucesividad propia del lenguaje escrito, pero no pierden su capacidad de
manifestarse espectacularmente. Por ejemplo, si un personaje dice que ha visto al rey vestido con
armadura, en el texto se acaba con esas palabras de un lenguaje representativo y declarativo; en la
escena pueden decirse esas palabras y además aparecer el rey vestido con la armadura, y alguien
puede señalarlo así, o hacer exclamaciones sobre la forma majestuosa en que anda cuando está
andando, etc.

En este problema ha sido decisiva la aportación de P Bogatvrev en el artículo de 1958 (-Les


signes du ihéatrc». Poélique, 8, 1971, 517-530), donde establece la oposición “signo de signo”/
“signo de objeto”, básica para todos los estudios semiológicos del teatro. Las posibilidades del texto
escrito se realizan con “signos de signos”, mientras que las posibilidades de la escena se amplían a
los “signos de objetos”. Los lectores de una obra de teatro, si tienen “hábito escénico” pueden llegar
a imaginar una representación a partir de las palabras, tanto las que remiten a objetos como las que
remiten a otras palabras. En el texto suele haber indicios suficientes para la representación, el lector
puede imaginarla o no; al espectador se la dan hecha.

En cuanto a la segunda parte del problema, ¿es posible un teatro sin texto? Es un hecho que
existen espectáculos como el mimo, que no usan la palabra. Nadie duda de su carácter de
espectáculos, ni de su capacidad para crear sentido y transmitir un mensaje, pero ¿es teatro?
Depende de lo que convencionalmente señalemos como limite al teatro: si consideramos que lo
específico del teatro es el espectáculo con palabra, el mimo no sería teatro, si consideramos que
todo espectáculo en el que haya cambio y movimiento (no los cuadros, por ejemplo) esteatro, lo son
hasta las fuentes luminosas (R. Salvat).

A lo largo de la historia se han presentado como espectáculos representaciones cuyo texto se


improvisa en la escena; es decir, sin texto previo. Mimus, Commedia dell’ Arte, Stegreifspiel,
“carpas mejicanas”. etc. Estos espectáculos no es que no usen la palabra, es que no tienen un texto
previamente escrito, improvisan. Ahora bien, ¿hasta qué punto podemos admitir que improvisan? o
¿hasta qué punto el texto preexiste, aunque no esté escrito, en la memoria de los actores? Por de
pronto suelen mantenerse los mismos personajes: Pantalón, Arlequín, Colombina, Polichinela, que
desempeñan siempre el mismo papel en cuanto que siempre es el avaro, la dama joven y
enamorada, el fanfarrón, el trapisondista, etc. Generalmente el conflicto se anuncia antes de
levantar el telón: el director de la compañía lee un canevás. La libertad y la improvisación se reduce
a elegir formas, encuentros, frases, parlamentos, pero no hay libertad para elegir temas, relaciones,
conductas, etc, porque el desenlace está también prefijado: siempre triunfa el mismo personaje. Por
si esto fuera poco, los actores de la comedia del arte pasaban el tiempo aprendiendo de memoria
largas tiradas de verso sobre temas concretos: la salida del sol, el amor, los sentimientos filiales,
etc., y según, fábula, los recitan, y es siempre el mismo texto en las mismas circunstancias.

La improvisación sobre el escenario, o se renueva cada día, o es improvisación sólo el


primer día y luego en texto escrito o en guión tácito. P. Brook (El espacio vacío, Arte y técnica del
teatro, 1968; Barcelona, Península, 1973) explica que en el Royal Shakespeare Theatre montó una
sobre el tema, de total actualidad y de vivo interés para el público, de la guerra del Vietnam, y la
represento sin texto previo para que cada día surgiesen motivos nuevos y candentes. La obra no fue
manida en las giras y se limitó a Londres porque se pensó que el público de esa ciudad era el
adecuado para la experiencia. Lo ideal hubiera sido inducirla a una sola representación y agotar el
tema, pero se incluyó como pieza de repertorio, y esto exigía repetir, caon lo que fue perdiendo
espontaneidad a medida que pasaban los días y perdió su razón de ser como teatro experimental.

La misma situación se plantea literariamente en Seis personajes en busca de autor.


Pirandello, autor muy sensible a las problemas de la creación dramática, escenifica el de la posible
representación sin texto, como un problema que se muerde la cola, como tantos otros sobre
posibilidades extremas o sobre el origen o finalidad de las creaciones humanas; parecen problemas
bizantinos, cuya solución no se alcanzará nunca, sencillamente porque no se han presentado como
tales problemas en la práctica. Esto es lo que parece deducirse del diálogo siguiente:

- ¿Quiere que improvisemos un drama, así por las buenas?

- ¡Sí! ¡Como en la Comedia del Arte!

- ¡Es algo inaudito! ¡Si el teatro tiene que reducirse a esto!

(Pirandello, 1. Teatro, Madrid, Guadarrama, 1968, pág 71).

La experiencia se lleva a cabo al comenzar la segunda parte del drama y el director


ordena al apuntador:

- Siga las escenas y procure fijar las frases. ¡Al menos las más importantes (…)!
Después, cada uno tendrá su papel escrito (pág. 75).
El texto constituye siempre una unidad de sentido, en la que tiene cabida, siguiendo las leyes
de la coherencia y la verosimilitud las unidades menores que tienen sentido propio, es decir, los
motivos de la fábula y las categorías sintácticas de la obra: funciones, personajes, relaciones,
diálogos, transformaciones, etc.

La unidad de sentido, que puede variar de una lectura a otra, de una representación a otra, y
generalmente puede reducirse a una frase que lo resume, de modo que, si es adecuada (no verdadera
o falsa, que estos son criterios no válidos en el texto ficcional literario) permitirá entender las partes
en el conjunto, y si por el contrario, no es adecuada la lectura y el sentido que aporta, las partes
entrarán en conflictos de forma y sentido. Si leemos Hamlet como -escenificación de la duda.-
podremos analizar cómo las diferentes unidades del diálogo, o los personajes, o las relaciones
Hamlet – Reina, o Rey - Reina, etc. se integran en esa lectura y cómo van contribuyendo a la
creación del sentirlo: el exceso de intelectualismo, el carácter contemplativo, el ser hombre de
letras. Etc, son rasgos del carácter del protagonista que se ponen de relieve en sus relaciones con
otros personajes del drama y que encajan bien en esa lectura: pero si se lee la tragedia
shakesperiana como escenificación de un “complejo de Edipo”, las vacilaciones del príncipe se ven
a otra luz, y sus relaciones con la reina se explican en el conjunto de otra manera. Los contenidos
pardales de todas las unidades, categorías y relaciones pueden adquirir matices que los integran en
la lectura conjunta. Y si tratamos de buscar el sentido de una obra carente de lógica, como La
cantante calva, podemos observar que el discurso, bajo una apariencia inmediata de organización
lógica, es absurdo en sus relaciones semánticas. Formas canónicas de diálogo perfectas, como el
esquema pregunta-respuesta, se hacen absurdas:

- ¿Y la cantante calva?

- Peinándose, como siempre.

La forma del diálogo es lingüísticamente perfecta: a una pregunta sigue una respuesta
aparentemente lógica si no fuera por el significado del término “calva”. La pregunta se la está
haciendo el espectador desde que lee o ve en telón el título de la obra, y la contestación lógica para
explicar que estamos ante una obra mimetiza el absurdo social mediante el absurdo lingüístico.

El texto no es, al menos no se limita, a un juego de preguntas y respuestas ligadas por la


lógica semántica inmediata, es un sentido que se está creando por medio de un “lenguaje en
situación”, mientras dura la obra y el espectador va interpretando sucesivamente los valores de los
distintos signos en una secuencia que a veces se ve obligada a retroceder para reconsiderar lo que
hasta entonces se había creído interpretar. La lectura del texto escénico es, bajo esta perspectiva,
igual que la lectura literaria en general, tanto en el caso de que exista un texto previo escrito, como
en el caso de que el texto se improvise al representar, al estilo de la Comedia del Arte.

Hay otra forma de improvisación que han desarrollado algunos grupos teatrales de
vanguardia (como tales se presentan), como el Living Theatre y otros que lo imitan, que hacen
critica de instituciones o tic situaciones políticas, sociales o culturales. El esquema de la obra se lo
da, generalmente por vía negativa, la estructura que se critica una ceremonia militar o religiosa,
etc.., que está en el conocimiento de los espectadores y cuyas partes siguen haciendo una especie de
contraescultura de la realidad, presentando vacíos en vez de volúmenes. La improvisación queda
limitada a las frases concretas que se pronuncian, no al sentido global de la obra, que se conoce
previamente. Por último, señalamos como significativo en esta dirección de supresión del texto
escrito y sus partes, el intento de S. Beckett en Acto de palabras. En este caso la representación se
hace sin palabras en boca del único actor que está en el escenario; sin embargo, hay abundancia de
palabras en el lenguaje de las acotaciones: se detallan los movimientos, los gestos, las actitudes de
ilusión, de desconfianza, de renuncia, los objetos que aparecen y desaparecen y establecen
relaciones con el actor... todo está minuciosamente recogido en el texto secundario, que en este caso
no es precisamente secundario, pues es el único, y resulta suficiente para crear sentido. Es posible
que el actor que represente Acto sin palabras haga más gestos, más movimientos o menos que los
indicados en el texto, pero esto es lo normal en cualquier representación: las acotaciones no agotan
las posibilidades sobre signos paralingüísticos (que en esta obra no hay), quinésicos, proxémicos o
objetuales.

En resumen, la existencia de dos realidades, texto / representación, en el proceso de


comunicación teatral, es cuestionable. Las relaciones que pueden establecerse entre ellas son de
índole diversa y dependen del concepto que se tenga sobre la literatura y el teatro y también de la
estética que se siga al hacer la puesta en escena: realista, naturalista, simbolista, expresionista,
realismo psicológico, etc. La negación del texto es meramente teórica, porque, según hemos
comprobado, bajo cualquiera de sus formas de expresión insiste siempre un “sentido” previo que se
va construyendo con el diálogo, y que por tanto está en el texto y en la representación. Sin embargo,
es preciso reconocer que si las posturas que rechazan el texto han sido extremadas y no se atienen a
la realidad de los hechos, puede explicarse como relación a unas formas de teatro que se reducñia a
palabras (“teatro de palabras”) y a una forma de crítica y teoría dramática que se limitaba al texto
escrito. El teatro es texto inexorablemente y es representación, virtual o realizada.

La semiología del teatro parte del reconcomiendo de las dos realidades del teatro y toma por
objeto propio todos los signos de cualquier sistema que sea, que se actualizan en representación.
Yaen 1937 Mukatovski, en la Conferencia de los Artistas dramáticos de Vanguardia, afirmó que
había llegado el momento en el que todos los códigos de la obra teatral se encontraban libres de
subordinaciones, de modo que la tensión que se produce entre ellos en escena puede manifestarse
con toda libertad, sin partir dc una valoración previa de la palabra a de otros signos.

Cuatro años más tarde, en el Club de Amigos del Teatro, en una conferencia -Sobre el
estado actual de la teoria del teatro- insiste Mukatovski en que el teatro cobra sentido no solo por el
lenguaje, sino por otros principios semióticos, cuyo conjunto sería: el texto dramático, el espacio, el
actor y el público. De este modo se integraría el texto (escrito – representado) y el sentido que crea
en una pragmática que tiene en cuenta las relaciones exteriores y el proceso de comunicación
originado.

La escuela polaca de semiología del teatro ha subrayado también la necesidad de tener en


cuenta todos los códigos teatrales y las relaciones que establecen entre ellos para alcanzar la
comprensión de la obra como totalidad, como unidad artística en la que las partes se integran en el
conjunto, según el principio estructuralista que está en la base semiótica.

El objeto de la semiología teatral consiste en descubrir el significado de la obra como


totalidad, y no sólo el significado y el eventual sentido del texto, que no es más que una parte del
proceso teatral.

Los teóricos de orientación semiológica están de acuerdo en que el teatro utiliza signos de
varios sistemas en simultaneidad: el relato puede utilizar también signos distintos, pero
reproducidos en el sistema lingüístico: un novelista puede tener en cuenta los gestos de un
personaje, pero los dirá con palabras, mientras que en el escenario se da forma viva a los signos
verbales, paraverbales, quinésicos, proxémicos. El novelista nos describe con palabra la actitud
dolorida de su personaje: “los Ojos, la boca, la posición de la cabeza, torso y Brazos, eran como
signos gráficos de fácil interpretación (R. Perez de Ayala, Belarmiro y Apolonio), situándolo en un
ambiente que también describe con palabras cuyas referencias son objetos (una pitillera lujosa, una
botella de coñac francés, un marco de plata con un retrato de una mujer joven. etc.), el drama
pondría al actor en escenario en esa actitud y rodeado de esos objetos que vería de un solo golpe dc
vista el espectador, a la vez que oiría cómo habla y deduciría la discordancia entre palabras y cosas.

Mientras el relato se sirve del lenguaje en exclusive se sometido a las leyes de la sucesividad
que impone sistema de signos, el teatro, sometido también a la sucesividad en el texto escrito, la
supera en la representaci pone en escena simultáneamente signos de varios dando densidad al
mensaje.
La palabra, que en la novela lo es todo, puede limitarse en el teatro a ser indicio de una
actitud, de una conducta que se inicia en la idea del autor y que pasa al actor comprometiendo todo
su ser: su apariencia, sus gestos, sus movimientos, mientras representa al personaje diseñado en la
obra. Si un personaje utiliza la palabra dolor y muestra con su cuerpo que está sufriendo, y está
rodeado de un ambiente en el que encajan estos conceptos, los espectadores reciben mediante dos o
tres canales el mismo contenido y captan en simultaneidad signos redundantes cuya referencia es
el “dolor”.

Generalmente los diálogos dramáticos se realizan en el teatro actual con frases relativamente
cortas, ya que los discursos, salvo excepciones, resultan poco dramáticos, y algunos autoresintentan
aclarar el significado y las intenciones por medio del texto secundario con explicaciones escénicas
sobre gestos, movimientos y objetos que deben crear la situación en que se pronuncian las palabras
para darles el énfasis escénico adecuado. Sorprende, no obstante, que en las mejores obras suele
haber pocas indicaciones; probablemente reconocen que los detalles son inútiles, o bien que la
realización del texto ha de ser creada artísticamente por el actor: las palabras, las réplicas, tienen uta
contenido que exige por sí mismo determinado tono, ritmo, intensidad, determinados gestos y
distancias determinadas: un actor que entienda el dialogo, lo realizará de forma adecuada, si vive
interiormente el problema que se plantea con las palabras, y el acompañamiento de gestos,
movimientos y actitudes propias de la situación, será espontáneo. La renovación de la vivencia en
escena es la base del método Stanislavski, que tanto influyó en la formación de los actores de este
siglo. El actor que se pegue demasiado al texto -a la palabra- corno espectáculo puede resultar
convencional; el que interprete de acuerdo con sus vivencias, puede no coincidir con la obra, pero el
que recrea en ánimo el estado que corresponde al personaje, según las frases que pronuncia,
dispondrá de los gestos, hará la entonación más convincente y los movimientos más adecuados. P.
Brook (El espacio vacío. Arte y técnica del teatro. Barcelona. Península. 1973) cuenta que hizo
leer, sin dar ninguna indicación sobre el carácter de Conerila y su papel en la obra, el párrafo que en
ella se describe su amor por el rey Lear “Señor, os amo más que cuanto pueden expresar las
palabras, más que la luz de mis ojos, que al espacio y que a la libertad; por encima de todo lo que
puede evaluarse, rico o raro; no menos que a la vida dotad de gracia, salud, belleza y honor; tanto
como ningún hijo amó nunca a su ni a su padre fue amado. Es un amor el mío que deja aliento e
insuficiente al discurso. Os amo por en todo cuanto admite ponderación”. El párrafo, leído con
sencillez, sin indicaciones, espontáneamente, parece lleno de elocuencia y encanto, pero al
integrarse en el texto conociendo la obra, el carácter de Conerila y el desenlace, se tiende a leer con
aire malvado, comprometiendo hasta la interpretación fonética y, por supuesto, el gesto y todo el
cuerpo en un intento de interpretar el sistema ético que subyace en todas las acciones del personaje.,
en esta obra y en el conjunto del teatro de Shakespeare.
La dependencia de los códigos con la significación total de una obra dramática, así como la
autonomía de los distintos sistemas, crea una tensión constante que permite con eficacia perfilar y
matizar el mensaje mientras dura la representación. Así lo ha entendido la teoría semiológica y,
ello, emprende el análisis de todos los signos de diferentes sistemas que aparecen en el conjunto
autónomo que forman en la obra. Por esa misma razón, la semiología rechaza la oposición “texto” /
“representación”, porque no puede admitir que la relación dialéctica entre ellos sea de sino más bien
de integración, como formas y frases que expresan el mismo contenido en el proceso de
comunicación dramática.

El texto incluye virtualmente la representación tanto si las acotaciones son suficientes para
lograr una total, como en el caso de que las acotaciones sean suficientes o no las haya. Entendida la
palabra del “lenguaje en situación” es indicio de vivencias amplias y profundas, y la falta de
acotaciones deja al margen mayor recreación por parte de los actores. Pero es necesario subrayar
que la palabra del texto principal, por su contenido reclama una determinada interpretación, por
ejemplo, las palabras que aluden al amor, o al dolor, exigen gestos diferentes y entonación
adecuada, aunque el texto secundario no lo especificque. En este sentido proponemos la expresión
“texto espectacular” referida al diálogo que ha de realizarse en el escenario de una determinada
manera, en forma de espectáculo.

Resumiendo lo que hemos argumentado hasta ahora sobre los caminos que la teoría
semiológica del teatro propone inicialmente en el análisis de la obra dramática, en su doble
vertiente de texto literario y texto espectacular y en sus dos fases de texto escrito y representación, y
dejando para otro momento el análisis de las unidades y categorías que constituyen las partes
cualitativas de la obra (fábula, personajes, tiempo, espacio, discurso) podemos señalar los siguientes
puntos:

1. El texto teatral tiene frente a otros textos literarios, la virtualidad de una representación.
y sirve de punto de partida, no determinante en absoluto, sino condicionante, de los
sistemas de signos que se han de actualizar en la representación.
2. Hay una escala de signos que, partiendo del texto, se integra progresivamente en el
espectáculo total de la representación, y su modo de integrarse depende del sentido
global de cada lectura, pues son signos movibles.
3. El texto principal tiene un sentido determinado que se organiza en cada lectura de modo
coherente, destacando para ello unos signos frente a otros, unas unidades frente a otras.
4. Las modificaciones paralingüísticas que se realizan al pronunciar el diálogo en escena
subrayan tinos pasajes o atenúan otros, según el ritmo, el tono, la intensidad y la
entonación intencional que altere el sentido “neutro”, que en principio tiene la palabra
escrita. El ejemplo de P. Brook sobre el texto de Conerila es suficientemente aclarador.
5. Los gestos y las actitudes corporales contribuyen así mismo a subrayar o a diluir el
sentido de las palabras; pueden intensificarlas con recurrencias o concurrencias de
signos: hablar del rey y verlo andar con majestad, con la armadura real, con el bastón de
mando, con la corona; también pueden distorsionar las palabras cuando se conoce la
falsedad del tono que pone de relieve la discordancia entre acciones y texto.

Los signos enumerados: palabra, paralenguaje y gesto pueden realizarse en una lectura
en un público de una obra, sin que se llegue a representar en un espacio escénico. El
clima dramático puede conseguirse hasta un determinado punto con estos tres sistemas
sémicos. Los otros signos: las distancias, los signos del decorado, la luz, el sonido… se
integrarán solamente en la “puesta en escena” de la obra.

6. Los movimientos y, en relación a ellos, la distancia entre los actores, tienen un valor
sémico indudable. La proxémica es el estudio de las relaciones entre los hombres,
tomando como indicio la distancia física a que se sitúan. E. T. Hall (Le, langage
silencieux. La dimensión Cachée) ha demostrado el valor cultural y semiótico de este
conjunto de signos y ha proporcionado un nuevo código de indudable aplicación al
teatro.
7. La figura, los trajes y el maquillaje del actor constituyen, por su parte, un conjunto de
signos sobre los que cabe una actitud naturalista o simbolista. El mensaje se realiza con
signos de objeto y no con signos de signo a partir de este conjunto.
8. Los objetos que están en el escenario crean un ambiente determinado que tiene
significación en sí mismo. Cuando se levanta el telón, antes de que aparezcan los actores
y comiencen a hablar, el escenario proporciona al espectador muchos signos que lo
ponen en antecedentes de cómo puede ser la obra.
9. La luz y el sonido, aparte de contribuir a crear ambiente, tienen una función de
recurrencia inmediata. Un ambiente oscuro y con música solemne es marco adecuado
para determinadas obras y no lo es para otras.
Esto supone que esos sistemas tienen autonomía hasta un cierto grado, puesto que en sí
mismos son significativos y se integraran con su sentido en el conjunto, adelantando
aspectos del mensaje al espectador.
10. El desarrollo que hasta ahora ha alcanzado la semiología teatral ha sido suficiente para
señalar sus propios objetivos y para reconocer los diferentes signos, algunos de sus
rasgos característicos y algunos de los métodos que permiten reconocerlos y explicarlos,
pero es preciso reconocer que no se ha hecho demasiada andadura por esos caminos que
se han señalado.

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