1 - Calderon-Bouchet-Ruben-Pax-Romana-Version-Completa PDF
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Roma, para las inteligencias preocupadas de Oc
cidente, nunca ha podido ser un capítulo cerrado
de la historia del mundo ni una empresa política
ya terminada en el tiempo. Por el contrario, cada
intento de investigación del pasado romano es en
realidad una búsqueda de las claves profundas del
bien común para el mundo de hoy.
Pareciera existir generalizado consenso en los
hombres de la antigua Cristiandad en que Roma
significó algo grande y noble en la historia de la
humanidad y que su desaparición de los mapas
esconde una magnífica vigencia plena de enseñan
zas. Nadie, por ello, se resigna a la presunta muer
te de Roma. Quizá sea porque en cada lectura del
pasado se descubre que en los fundamentos de
toda empresa política de restauración de la cosa
pública los hombres y las costumbres de Roma vi
ven secretamente.
P \ \ KOVHN %
Rubén Calderón Bouchet, cuya pluma no nece
sita presentación, nos guía al través de la trama de
los siglos. Y al terminar su obra, advertimos que
sabemos más de Roma, pero también que compren
demos mejor la realidad que nos rodea. Una lec
tura, entonces, plenamente justificada.
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■
Nacionalismo tj revolución.
Form ación d e la ciudad cristiana.
A pogeo d e la ciudad cristiana.
D ecadencia d e la ciudad cristiana.
La ruptura d el sistema religioso en el siglo XVI.
Las oligarquías financieras contra la monarquía
absoluta.
Esperanza, historia y utopía.
L a contrarrevolución en Francia.
Tradición, revolución y restauración em el pensa
miento político d e don Juan V ázqu ez de Mella..
RUBEN CALDERON BOUCHET
Pax Romana
Ensayo para una interpretación
del poder político en Roma
LIBRERIA HUEMUL
BUENOS AIRES
Edición al cuidado de César A. Gigena Lamas,
revisada por el autor.
Impreso en la Argentina
Printed in Argentine
Hecho el depòsito que marca la lev 11.723
© Editorial Nuevo Orden / Buenos Aires /Argentina
INDICE
LOS ORIGENES
LEYENDA E HISTORIA
7
csla pretcnsión toma fuerza la epopeya de Eneas
hasta <|iie halló en Virgilio el vate que la puso a la
par de sus antecedentes griegos.
A la lu/. de algunos hechos históricos, hoy mejor
conocidos, y que desearíamos con testimonios más
ahimdanlcs, “parece que el problema del helenis
mo romano no puede ya proponerse en los términos
habituales, lar noción misma de helenismo estalla.
No es posible oponer como un bloque a otro, Gre
cia a liorna. El análisis de las dos civilizaciones re
vela un parentesco profundo y estamos obligados
a preguntarnos si el helenismo literario e intelec
liiül que conquista la Italia romana a partir del
siglo III antes de Cristo, no despertaba, en una
larga medida, virtualidades que subyacían en un
londo religioso, racial y cultural, pariente del grie
go”
Según esta tesis sostenida por Grimal, Roma no
debió a su sola facundia su incorporación a los
ciclos helénicos. Era una ciudad satélite de la Héla-
de con anterioridad al siglo IV a. de J. C. y había
recibido profundas influencias griegas cuando to
davía no era cabeza del “Septimontium”.
La leyenda es doble: nace de las profundidades
religiosas del mito y surge, con renovada fuerza
v por contagio cultural, de las influencias litera
rias helénicas. No se puede olvidar que el alma
antigua es mucho más compleja de lo que nuestro
simplismo racionalista nos enseña. Hechos tan de
cididamente históricos como la constitución del
Imperio Romano estaban, en alguna medida, anun
ciados en la leyenda de Heracles, que los romanos
conocieron y vieron proyectada en la asombrosa
hazaña de Alejandro.
Los historiadores modernos, especialmente aque
llos de los siglos X V III y XIX, abandonaron, tali
8
■
9
Catón, Licinio Macer y otros. Es verdad que éstos
narraron acontecimientos ocurridos algunos siglos
antes de venir ellos al mundo, pero tenían a su dis
posición documentos oficiales que más tarde se
perdieron. Contaron también con referencias lite
rarias de viajeros griegos que habían demostrado,
en sus primeros contactos con Roma, un vivo inte
rés por las circunstancias de su desarrollo.
Los observadores griegos vieron con perspicacia
la favorable situación geopolítica de Roma sobre
la cuenca del Tíber y la distancia que la separa
ba del mar Tirreno. La zona dominada por el río
había sido justamente apreciada por los etruscos y
como todo hace presumir que habían sido exce
lentes marinos, vieron también como un hecho pro
misorio su cercanía al mar que, según la tradición,
había tomado de ellos su nombre.
Nada ha llegado hasta nosotros de la historiogra
fía griega sobre la Roma primitiva, a no ser los
fragmentos que Dionisio de Halicarnaso rescató de
un lamentable olvido. Lo mismo puede decirse de
las importantes fuentes historiográficas etruscas que
los primeros analistas tuvieron oportunidad de con
sultar. Desgraciadamente la desaparición de estas
últimas ha sido definitiva y sólo nos queda de ellas
la fundada sospecha de su importancia.
Existían también documentos de carácter religio
so o político cuya redacción estuvo confiada a los
colegios sacerdotales o a los funcionarios a cargo
de la preparación de los calendarios o de catálogos
donde se señalaban los acontecimientos más nota
bles de la vida de la ciudad. Entre esos documentos
pueden señalarse los cantos religiosos ( “carmina” ),
las reglas que correspondían a los distintos ritos
( “indigitamenta” ), recopilaciones de leyes de in
negable valor para la historia del derecho, casos
de jurisprudencia asentados en los diferentes liti-
gios por el más importante tribunal en materia
procesal.
10
De todos estos documentos el más valioso para
la labor historiográfica fue el calendario. Fue con
feccionado bajo la dirección de los pontífices que
señalaban en él los días fastos o nefastos relacio
nados con la iniciación de algún importante negocio
político.
Los romanos no tuvieron un diario de sesiones
para registrar los asuntos discutidos en el Senado,
pero existieron tratados, leyes, listas de magistrados
y otros importantes documentos de interés público
que pudieron servir a los analistas, junto con los
archivos familiares, elogios fúnebres, conmemora
ciones y mementos de toda especie, para recons
truir el pasado de la ciudad.
Fueron todos testimonios frágiles y no siempre
veraces, pero llenos del color y el movimiento vivo
de los hombres de esa época. Permiten un acerca
miento a sus vidas, aunque no auspicien grandes
ilusiones sobre su valor testimonial en lo que a los
hechos se refiere.
En el año 320 a. de J. C. los galos incendiaron
la ciudad de liorna. Como la mayor parte de sus
construcciones eran de madera, la Urbe ardió co
mo una tea y en el pavoroso incendio desapareció
la más antigua documentación. Lo más grave no
fue tanto la pérdida de los archivos del pueblo
romano, como la posterior reconstrucción que se
hizo del material desaparecido. “Los que ahora
existen —opinaba Clodio en su Elenco de los tiem
p os— fueron hechos contra toda verdad, por ama
nuenses dispuestos a adular a los nuevos amos de
la LTrbe, que deseaban aparecer como pertenecien
tes a las más antiguas familias’’
La opinión de Clodio tiene su grano de suspica
cia y probablemente dirige sus dardos contra algu-3
11
nos enemigos personales. No todo fue obra del frau
de, pero conviene tener en cuenta la sospecha pa
ra no dar excesivo crédito a los datos aportados
por estas reconstrucciones. Tito Livio advierte que
muchas de las alabanzas y elogios redactados en
ocasión de un funeral eran creaciones literarias y
no obra de historiadores. Los muertos romanos,
como casi todos, al investir la rigidez cadavérica
inauguraban un fácil procerato que la piedad filial
y el respeto religioso no encontraban jamás indis
creto.
Las recomendaciones de Tito Livio pueden ser
corroboradas con algunas reflexiones de Cicerón
acerca de la mendacidad de tales elogios postumos.
Esto habla a favor de la actitud crítica con que los
romanos de la ilustración elaboraron su historiogra
fía, pero queda en pie que la historia de Roma
primitiva fue escrita con mucha posterioridad a los
acontecimientos y que la documentación utilizada
inspira graves reservas.
¿Puede la historiografía moderna subsanar estas
dificultades y arrojar sobre los primeros pasos de
Roma una luz que permita corregir los defectos
de la versión tradicional?
La operación es difícil y los materiales históricos
obtenidos por la arqueología no pueden sustituir
la ausencia de fuentes literarias. La historia y la
leyenda están íntimamente mezcladas en el naci
miento de Roma y es asunto arduo para el histo
riador separar una cosa de otra, sin poner en peli
gro el vivo tejido del pasado. Conviene no oponer
los como si fueran principios contradictorios y, ma
nejados con precaución, iluminan el camino inicial
de la urbe latina. Algo informan sobre los hechos
y mucho sobre el espíritu que produjo el adveni
miento a la historia de la ciudad que debía sel
la más grande capital del mundo antiguo y la ca
beza de dos civilizaciones.
Desde la perspectiva de su grandeza se explica,
12
■
13
LAS CIRCUNSTANCIAS EXTERIO RES
14
I
15
de los umbros, donde recibieron el nombre de ti-
rrenos. La leyenda quiere que esta designación fue
tomada del nombre de uno de sus reyes. Como se
suponía que habían llegado a Italia por mar, el
nombre de Tirreno le fue otorgado al mar que bor
deaba la costa occidental de Italia. Por Tito Livio
sabemos que los etruscos lo designaban “Tuscum”.
La tínica voz discordante en la opinión general
de considerarlos provenientes de Lidia es la de Dio
nisio de Ilalicarnaso. Criticó el juicio de sus an
tecesores y afirmó que: “los etruscos constituyen
un pueblo de gran antigüedad”, y como su lengua
y sus costumbres “lo hacen diferente de los otros
pueblos conocidos”, considera conveniente tenerlo
por autóctono 5.
Desde un punto de mira estrictamente científico
la opinión de Dionisio es la menos aceptable, dado
que aún no se ha podido descubrir la existencia de
un pueblo autóctono.
En épocas más recientes se crevó descubrir en el
pueblo etruseo una rama de la gran familia de los
invasores indogermánicos. La prosperidad de esta
teoría tropieza con una dificultad invencible: la
lengua eírusca no corresponde al tronco de las in-
dogermanas. Las investigaciones filológicas contem
poráneas, fundadas en un abundante material epi
gráfico y arqueológico, confirman, aunque con am
plio margen de inseguridad, la opinión tradicional
de la proveniencia lídica.
Los etruscos hicieron algo más que proponer a los
futuros historiadores el enigma de sus orígenes y
el misterio de su extraña epigrafía. Constituyeron
un vigoroso poder político y si no unificaron Italia
bajo su hegemonía fue porque tropezaron al sur
con los griegos y los cartagineses y debieron ceder
ante la arremetida de estos poderosos adversarios.
16
No obstante esta adversidad, la Italia meridional
conoció un largo período de dominación etrusca v
es opinión segura que los primeros pasos del cre
cimiento romano estuvieron bajo su control. Los
«latos arqueológicos permiten suponerlo así y aun
que esto hiera un poco el orgullo nacional romano,
los etruscos, al dominar el centro de la Península
desde el Tirreno al Adriático, dieron a Roma su pri
mera lección imperial.
Roma, bajo el dominio etrusco, se convirtió en
cabeza de una confederación de ciudades. Esta si
tuación permitió acentuar el carácter militar de la
ciudad del Tíber y la convirtió poco a poco en una
capital cuya irradiación se extendió a todo el Lacio.
A esta época corresponde el reinado de los Turquí
nos, prolongado según conjetura plausible, hasta el
510 a. de J. C., en que cesa la reyecía etrusca y se
implanta la República.
Raymond Bloch sostiene que “los descubrimien-
los arqueológicos que se realizan incesantemente
en el suelo de la Urbe permiten precisar nuestra
visión del destino de Roma arcaica. La naturaleza
y el desplazamiento de los objetos descubiertos
muestran la gran extensión de la ciudad a partir
del año 650 a. de J. C. aproximadamente y la influen
cia etrusca que allí predomina. Desde la mitad del
siglo VII hasta promediar el VI, Roma es una urbe
importante que comprende un número considerable
de santuarios, aunque de construcción modesta.
A partir del año 550 la Roma llamada de los Tar-
«|uinos asumió el aspecto de una gran metrópoli
elrusca, comparable a las lucomonías vecinas de la
Ktruria meridional” c.
Si todo esto es cierto, lo cual no es muy seguro,
el dominio etrusco habría dado a Roma una imbo
rrable lección de grandeza. Así la conjetura arqueo
lógica explica, en alguna medida, la posterior evo-
17
lución de la ciudad. Los romanos se independizarán
de los etruscos, pero no podrán actuar como si los
etruscos no hubieran hecho de Roma una suerte
de capital.
La leyenda romana se apoderó de algunos he
chos históricos que pertenecen en realidad al pue
blo etrusco y los consideró como propios, hasta
que, efectivamente, la gravitación paradigmática
cíe estas gestas integre el patrimonio histórico de
Roma.
Pierre Grimal considera que el encuentro con los
griegos fue todavía mucho más importante para el
ulterior desenvolvimiento de la ciudad de Roma.
Sostiene el historiador francés que Roma, desde el
punto de mira cultural, fue una ciudad satélite del
mundo griego. La tradición respalda la seriedad de
la tesis v las exploraciones arqueológicas más re
cientes ¡a confirman. Un subsuelo muy rico en
restos de artesanía griega permite suponer que
desde el siglo VII a. de J. C. hay en Roma una
fuerte presencia helénica ’ .
Reconoce nuestro autor que algunos caracteres
de la concepción romana de la ciudad y de sus
instituciones políticas, en particular la idea del Es
tado con su religión vinculada al suelo patrio y la
profunda convicción de la presencia real de los
dioses en el ámbito físico de la urbe, tienen un ori
gen extraño a la más pura tradición helénica. Pero
el desarrollo de la organización social, la forma que
tuvieron sus instituciones, la presencia del ideal
jurídico sobre el juego de los poderes, traduce sin
equívocos el espíritu de la polis griega, para no
sospechar la existencia de una influencia temprana
y vigorosa.
Se pregunta Grimal si es una pura coincidencia
que la expulsión de los Tarquinos se produjera casi
contemporáneamente a la deposición de los Pisis-
18
Ilatidas en Atenas. ¿¡No señala este hecho que, a
un lado y otro del Adriático, similares condiciones
espirituales y económicas tienden a provocar su
cesos análogos?
\:o deja de advertir que la caída de los Tarqui
nes está ligada a una situación típica del centro de
Italia: el retroceso del poderío etrusco y el conse-
i líente levantamiento de los pueblos sometidos a
n dominio. Habría que forzar demasiado la inter
pretación de los hechos para que los sucesos pade-
i idos por Italia central puedan resistir una compa
ración con la expulsión de la tiranía en Atenas.
De cualquier manera la semejanza señalada por
<Irimal tiene un aire de familia que refuerza la
convicción de hallarnos con sociedades parientas.
Conviene advertir otra diferencia para no caer
cu el exceso de las comparaciones fáciles. El ascen
so de los tiranos en las ciudades griegas fue motiva
do por movimientos revolucionarios y éstos tomaron
lucrza sobre un fondo de protestas y desencuentros
sociales, inherentes al proceso de la polis griega
bajo el dominio de las oligarquías comerciales. No
leñemos noticias que la situación de los agriculto
res y pastores latinos y sabinos bajo el poder etrus-
co haya padecido algo semejante. Todo hace sos
pechar que en el conflicto que armó a los griegos
contra los etruscos estas poblaciones se mantuvie
ron en cauta expectativa hasta que el debilitamien
to definitivo de sus dominadores les permitió el
golpe liberador.
Sin negar el valor que tuvo el encuentro con los
griegos en el destino de la ciudad romana, co
rresponde acentuar las peculiaridades de la ur
be latina, para no ceder ante los esquemas de
inspiración sociológica apoyados en ciertos pare
cidos históricos. La influencia helénica existió mu
cho antes de que los romanos se pusieran en con
tacto con la madre Grecia. Esta influencia fue esen
cialmente cultural, como señala Grimal, y ayudó
19
i
mlidio a los romanos para encontrar el camino de
sii propia expresión espiritual. La historia de Ro
ma, como la de Atenas y la de Esparta, tiene un
desarrollo “sui generis” que debe explicarse en el
ámbito de su propia peculiaridad.
Los hechos históricos tienen en el proceso espi
ritual de un pueblo un doble valor, según sean ges
tas llevadas a buen término por ese mismo pueblo
o impactos producidos por la acción de otras na
ciones. En el primer caso forman parte de su propia
expresión espiritual y condicionan el carácter de
sus futuras acciones. En el segundo caso la in
fluencia de otro pueblo puede ser o no estimulante
y provocar así el crecimiento de fuerzas todavía
latentes o, en su defecto, causar un desmayo de
esas energías. De cualquier manera tales impactos
exteriores se incorporan vivamente a la historia de
una sociedad y cualifican para siempre las manifes
taciones de su dinamismo histórico.
Me hago cargo del poco valor denotativo que
tienen los términos cuando nos referimos a una
realidad viviente como es una sociedad de hom
bres. Existen virtualidades que pueden ser actúa
lizadas por movimientos provenientes de la misma
sociedad o del choque con otro pueblo. De cual
quier manera condicionan la vida de una nación y
modifican en algún sentido la modalidad de sus
respuestas.
Un hecho que condicionó para siempre la vida
de Roma y la colocó con toda su originalidad en el
seno de la historia, fue la toma del poder por el
patriciado romano a la caída de los Tarquinos. ¿Qué
fue lo que realmente sucedió y qué carácter tuvo
el traspaso de la monarquía etrusca a la República
Romana?
Los que tienen de la historia una visión lineal
fundada en la aceptación “a priori” del progreso
indefinido, creen que las sociedades humanas han
partido de las formas más primitivas y autoritarias
20
de la organización hacia una mayor participación
de la ciudadanía en el poder social. Con un pre
juicio de esta naturaleza metido en la cabeza, el
paso de la antigua monarquía etrusca a la Repú
blica aparece con todos los caracteres de una pro
gresista revolución social. Una monarquía afectada
por la caducidad inherente a un gobierno paterna
lista y conservador es reemplazada por un sistema
más moderno v en histórica consonancia con las
exigencias de la época. El esquema resulta clarísi
mo y satisface las esperanzas del ciudadano ilus
trado cine descansa su espíritu en la segura ilusión
del progreso.
Si examinamos el suceso con otra óptica se impo
ne en primer lugar una observación que cambia
totalmente esa rosada perspectiva. La monarquía
romana, si así puede llamarse al gobierno personal
que ejercieron los etruscos sobre la Urbe, no fue
un gobierno nacido de la propia evolución del pue
blo romano ni respondió a una estructura social de
organización arcaica. Fue la expresión autoritaria
de un pueblo más culto y respondía a un sistema
de administración civil más moderno, si se lo com
para con aquél que le sucedió.
El cambio político no fue tampoco el resultado
de un levantamiento revolucionario que hubiere
partido de la población romana, como consecuencia
de un proceso de desgaste ocasionado por las lu
chas entre etruscos y griegos. La República Romana
no significó un progreso en el sentido moderno
del término y todo hace suponer que fue más bien
un retorno a un ordenamiento social más primitivo.
Por esa razón, una de sus consecuencias más inme
diatas fue una palpable limitación de la actividad
económica y un avance conservador de los campe
sinos sobre los grupos comerciales c industriales,
léase plebeyos, introducidos por la monarquía
etrusca.
Derrotados los etruscos en una batalla contra
21
los ejércitos de Cumas en los aledaños del 524 a.
de J. C., se encontraron inmediatamente frente al
levantamiento de las colonias griegas de la Cam-
pania. Ambos sucesos tuvieron repercusión en el
Lacio y los latinos vieron la oportunidad de desli
gar su suerte de un poder que amenazaba derrum
barse por todas partes. Se levantaron contra él v,
apoyados en sus pretensiones de liberación nacio
nal por los de Cumas, batieron a los etruscos en
la batalla de Aricia.
Es opinión de León Homo que la rebelión de
los latinos no fue apoyada por Roma. Los romanos
se habrían limitado a observar el desenlace para
luego tomar la decisión que más conviniere a sus
intereses.
“Diga lo que quiera la tradición —escribe Homo—
se ha deformado en interés de Roma el carácter de
la famosa revolución del 509, así como se había
deformado en el período anterior la caída de Alba.
Roma no tuvo iniciativa en su liberación nacional.
Se limitó a seguir un movimiento que le vino im
puesto por las circunstancias.” s
Se me ocurre que Roma aceptó el cambio con
disgusto porque ponía en peligro, por lo menos de
un modo inmediato, su situación hegemóniea en la
cuenca del Tíber. La clase senatorial, formada pol
los grupos propietarios más antiguos de las siete
colinas, tomaron la iniciativa y se unieron al mo
vimiento. Los conducía un doble interés político:
extraer todos los beneficios posibles del hecho y
luchar por sus posiciones económicas tornando en
sus manos la conducción de la “res publica” antes
que lo hicieran los grupos representantes del co
mercio y la industria, más ligados a la suerte de ,1a
monarquía.
Esto modifica, en alguna medida, el cuadro del
nacimiento de la República romana tal como suele
22
ser presentado por los historiadores progresistas.
Fue una reacción de pequeños propietarios rurales,
“gentlemen farmers” si se quiere cubrir con un
nombre menos rústico la coalición de los chacareros
del “Septimontium”.
La primera consecuencia, social, de la medida
fue acentuar la separación entre patricios y plebe
yos. Estos últimos habían sido beneficiados por la
economía portuaria mantenida por los reyes etrus-
cos y como, en general, eran pobladores reciente
mente ingresados en la ciudad, no tenían el esta
tuto religioso de los antiguos pobladores y por
ende no gozaban del derecho “quiritario”.
La segunda consecuencia fue política y se ma
nifestó en una reducción de la importancia romana
en su proyección “acl extra”. La ciudad, después
de haber sido cabeza de una confederación de
ciudades dominadas por los etruscos, se convirtió,
durante un cierto tiempo, en un centro urbano ve
nido a menos.
Roma aceptó su disminución v diecisiete años
más tarde firmó una alianza con otras ciudades
latinas donde declaraba que cambiaría la posición
de los cielos y la tierra antes que se alterare la paz
de los firmantes del pacto.
Pero Jos etruscos le habían dado la lección de la
grandeza y un irónico escepticismo con respecto
al valor de los contratos políticos.
23
|j posesión de una robusta salud ética y de una
vivida tradición religiosa que podía hacerles pare
cer obvias las reflexiones sobre su proyección en
i I alma.
Sus moralistas fueron estudiosos de las costum
bres y se limitaron, en general, a consideraciones
someras cuando no triviales sobre la decadencia
de los buenos hábitos. El hecho de que casi todos
ellos fueron austeros defensores de los usos tradi
cionales señala la índole conservadora del romano
y su poco gusto por las confesiones.
La ausencia de referencias testimoniales sobre la
vida íntima hace difícil el acceso al alma romana.
Faltan documentos literarios relativos a sus pensa
mientos más secretos y a sus experiencias persona
les de carácter religioso. Conocemos muchos deta
lles externos de esa religión, el nombre de sus dio
ses, la índole de sus ritos, la pompa de sus cultos y
la disposición de sus templos, pero no sabemos nada
del estado interior que esas creencias imponían.
George Dumézil publicó en 1949 un libro que
intituló L ‘héritage indo-europeríne a Rom e y era,
en alguna medida, la culminación de una serie de
trabajos sobre los mitos, las creencias y los dioses
indogermánicos. Sus reflexiones en torno de la reli
gión romana venían contenidas en un contexto mu
cho más amplio y trataban de explicar, en su pro
yección histórica, el parentesco que tenía con la
griega y la de otros pueblos del mismo origen lin
güístico.
Escribía Dumézil: “para designar la lengua co
mún de la que proceden tanto los griegos como los
latinos, así como los celtas, germanos, eslavos, hin
dúes e iranios se ha inventado el nombre extraño,
algebraico, de «indoeuropeos», que no hay ninguna
razón para cambiar, porque las otras designaciones
propuestas no valen mucho más” !>.
0 D u m e 7.ii ., C¡.: L ’llcritag e nulo i’iiropccn u Home, París,
Gallimard, 1914, pág. 15.
24
Consideraba también que su aporte a la historia
de !a religión romana podía considerarse casi nulo
o por lo menos negativo, ya que solamente puede
haber servido para borrar algunas ilusiones. Pen
saba que, si tenía razón, sus trabajos recordarían
a los historiadores de Roma que no se sabe casi
nada sobre los orígenes de esa sociedad privile
giada y que, en el estado actual de las ciencias
históricas, convendría dejar en blanco las páginas
que los manuales dedican a esas lejanas épocas.
En una entrevista que Pierre Sipriot concertó con
Dumézil a propósito de la civilización romana y
que apareció en un número especial de “La Table
Ronde”, el promotor del coloquio inició su en
cuesta sobre la religión romana refiriéndose a las
numerosas trazas “de una concepción tripartita del
mundo v de la sociedad que parecían corresponder
a tres funciones esenciales: soberanía político-reli
giosa; fuerza combatiente y productividad”.
Estas tres funciones aparecían presididas por los
tres dioses principales del panteón romano: Júpi
ter, Marte v Quirino. Al servicio de esta tríada
mayor se encontraban los primeros “flámines” del
colegio sacerdotal. Sipriot preguntaba a Dumézil
sobre el probable origen de estas divinidades.
La respuesta del especialista comenzó con una
referencia a la opinión corriente que adjudica Jú
piter y Marte al aporte latino y Quirino a la here
dad sabina. El fundamento de esa aseveración re
posa en el hecho de que los sabinos habrían sido
los pobladores de la colina que se llamó del Qui
lina!. Dumézil alega contra esta tesis que uno de
los pocos conocimientos serios que se posee de la
lengua sabina obliga a aceptar que “ese idioma no
había guardado el sonido que en latín corresponde
al fonema «qu». Sería un caso muy singular que
el único dios cuyo nombre comienza con «qu» fue
ra precisamente el que los sabinos no podían ni
sabían pronunciar”.
25
Aumentó su perplejidad el descubrimiento de una
inscripción atribuida a los umbríos y relacionada
con las ceremonias religiosas de la ciudad de Igu-
vium. Se lee en ella que esa ciudad reconocía la
protección de tres grandes dioses “gravovii” y que
esta tríada comprendía un orden de enumeración
que era también una jerarquía, impuesta por el
énfasis de algunos detalles litúrgicos. Esos tres dio
ses eran Júpiter, Marte y un tercero que recibía
el nombre de Vofionus.
Vofionus no es homónimo de Quirinus, pero el
sufijo “us” en que ambos concluyen permite supo
ner un cierto parentesco lingüístico. El descubri
miento indujo a pensar que la existencia de la
tríada no era exclusiva de Roma y que el estudio
de sus dioses habla de un clima teológico común
a varias ciudades de Italia.
El Júpiter del “flamen Dialis”, antes de la reli
gión capitolina, era, en la autorizada opinión de
Dumézil, el dios del día, del cielo luminoso. Su sa
cerdote estaba impregnado por la sacralidad del
dios, tanto en los preceptos como en su persona.
Era el encargado de los auspicios que comandaban
la acción política. En la evolución posterior de la
religión romana, en la fase que Dumézil llama ca
pitolina, se reforzaron las prerrogativas de Júpiter
y llamado también “Capitolino”, se convirtió en
el garante de la grandeza de la Urbe y en su ver
dadero “Rex”.
“Es efectivamente el dios soberano, el dios de
la ciudad, cuando ella se piensa como una entidad
política, con su destino y sus ambiciones con res
pecto al mundo”.
La evidencia de la soberanía de Júpiter brega
por un sistema religioso coherente y no por esa
polvareda de divinidades que, según ciertos testi
monios, harían de la religión romana un verdadero
caos. Dumézil explica esta aparente antinomia cuan
do admite en la religión vivida de los romanos un
26
proceso antropomórfico espontáneo. Los dioses prin
cipales están rodeados de fuerzas divinas, de “ilu
mina”, señales o manifestaciones que el hombre
debe conocer para intuir, a través de ellas, la
voluntad de quien las dirige.
“Tengo la impresión —nos dice— que tal profu
sión es un brote religioso secundario y que aumentó
en la medida que la religión romana envejecía. Muy
pronto, en su historia, los romanos presentaron sus
grandes divinidades como si estuvieran rodeadas
de un equipo numeroso de a u x ilia re s....”.
Protesta contra la idea de comparar los “numina”
romanos con eso que las religiones polinesias con
sideran como “mana”. El “numen”, de acuerdo con
su etimología, es un signo visible, un movimiento
de la cabeza o de la mano, por el cual una persona
de gran dignidad hace conocer su voluntad. Detrás
del numen está la persona del dios. Los romanos
tuvieron una idea personal de los dioses y nunca
consideraron que fuesen fuerzas ciegas e irrepre-
sentables.
La palabra “deus” designa una persona, un gran
dios como Júpiter o una pequeña deidad como
“mater matuta”. Dios es un término indoeuropeo
v se encuentra, con variantes, en todas las lenguas
que caen bajo esta designación. Esta filiación del
término bastaría, por sí sola, para probar que los
antepasados de los romanos llegaron a Italia con
divinidades personales y con un politeísmo del
mismo nivel que el de los indoiránicos.
Antes de dar por terminada la entrevista, Dumé-
zil recordó la conveniencia de no adjudicar a los
dioses romanos rasgos físicos precisos. Esto explica
la ausencia de una mitología antropomórfica al es
tilo de la griega. Existió, no obstante, una organi
zación social divina que se reflejó en el “ordo sa-
eerdotum”.
La religión ha sido siempre un territorio vedado
para quien no participa de la fe tradicional, por
27
oso conviene, aunque sólo sea a título de simple
hipótesis, dar a esos poderes invisibles que presi
dían la vida del romano “ese carácter de realidad
que le atribuyen todas las civilizaciones”.
No importa que no podamos decir, de acuerdo
con testimonios fehacientes, en qué consistía esa
realidad.
El romano prestaba gran atención a todas esas
señales, “ ' ” irtían de los poderes in
visibles mantener en constante
vigilancia todos sus movimientos. Esta vigilia dis
ciplinó su espíritu y afinó su conciencia para percibir
la presencia de lo sagrado en todas las actividades
que emprendía. Nada era indiferente a los “nu-
mina” ni podía sustraerse a su influencia.
I.as fuentes para el estudio de esta religión son,
en primer lugar, Catón, Cicerón y Tito Livio. En
segundo lugar, Varrón, San Agustín y Plutarco.
De todos ellos, Catón, por su proximidad a los
orígenes, y Agustín, por su profunda experiencia
religiosa, hubieran sido los mejor señalados para
darnos una idea cabal de la “fides” romana. Pero
San Agustín estuvo más atento a refutar que a es
clarecer los contenidos de esa religión y Catón es
taba demasiado preocupado por edificar sus fieles
en Jos aspectos morales de las creencias romanas
y se interesó poco por la teología, si es que efec
tivamente existió una cosa semejante en la civiliza
ción romana.
Cicerón, que se ocupó en alguna oportunidad de
La naturaleza de los dioses, prometió con ese título
sugestivo más de lo que pudo cumplir. Después de
leerlo con la atención que merece por su facundia
retórica, no hemos avanzado nada en el conoci
miento del panteón romano y menos todavía en el
d< esa misteriosa experiencia sacral en que debe
consistir el trato del creyente con sus dioses.
Varrón fue hijo de un movimiento cultural de
corte racionalista y en sus Antigüedades se muestra
■
29
otras de carácter sobrenatural. Había númenes re
lacionados con la agricultura, la ganadería y en
general con todos los actos de la vida cotidiana
fueran de índole personal, familiar o política.
Pueblo campesino, su vida transcurría en torno
del hogar doméstico y de las faenas rurales. El culto
dé Vesta, simbolizado por el fuego y los dioses
lares, constituía, junto con la piedad a los muer
tos tutelares, el momento más fuerte y constante
de su fe, el menos intelectual y el que con más
fuerza perduró en los usos y las costumbres del
pueblo.
La familia fue la base social de la Roma primitiva
y en orden a la unidad doméstica encontramos un
culto antiquísimo y de particular reciedumbre. La
vida de la comunidad paren tal se desarrollaba en
el hogar, donde ardía constantemente la llama vo
tiva de Vesta. La ciudad fue concebida, como en
todos los pueblos indogermánicos, como una pro
yección de la familia. En el templo estaba el hogar
común cuyo fuego sagrado era protegido por los
flánúnes y las vestales.
El culto familiar no concluía con el fuego de
Yesía y se prolongaba en otras deidades protecto
ras, genios y penates, que inspiraban ritos v fiestas
propias de la comunidad parental. En la casa es
taba Jano, el espíritu de la puerta, habitualmente
representado por dos rostros que miraban hacia
fuera y hacia dentro de la mansión. Había también
un buen número de deidades femeninas, hacendo
sas y prácticas, que intervenían en todos los ins
tantes de la vida de la mujer. Lueina asistía a las
parturientas y cuidaba de los niños como un ángel
custodio. Cunina se inclinaba sobre la cuna mien
tras el infante dormía, Rumina le enseñaba a ma
mar, Statana a caminar y Ossipaga fortalecía sus
huesitos.
San Agustín las recordó sin mucha ternura para
decirnos que el pueblo de Israel se había formado
30
sin la asistencia de tantos dioses pueriles, que sus
1lijos se habían casado sin la ayuda de los dioses
conyugales y se habían unido sus hombres y sus
mujeres sin el culto de Príapo u .
Estos múltiples dioses estaban emparentados con
los “numina” agrarios, que eran también del re
sorte del “pater familiae”. Los rebaños y las tierras
labradas tenían sus protectores celestes. El dueño
de un predio agrícola debía conocer los nombres y
los ritos propiciatorios para preservar sus sembra
dos y los rebaños que pudiere tener, de las diver
sas plagas que los amenazaban. Nada se dejaba al
azar y cada labor era iniciada con una ceremonia
donde se pedía el auxilio de la fuerza divina co
rrespondiente.
La vida social, regulada por un culto minucioso
y una entrega activa a la protección de tantos dio
ses, no podía dejar de proyectar una benéfica dis
ciplina en las actividades del alma. De allí nacie
ron los hábitos piadosos, la paciencia, la humildad
y la confiada esperanza que tanto sirvieron para
forjar la templada reciedumbre del carácter ro
mano.
La evolución posterior de la religión no introdujo
cambios notables en el fondo tradicional de estas
creencias, pero al complicarse los ritos con algunas
fantasías poéticas se banalizaron y la afectación
trajo como consecuencia la superstición y posterior
mente el escepticismo.
E L ORDEN FAMILIAR
31
austeras pero sin rigidez, solidario sin obsecuencias
y siempre dispuesto a oirecer la vida por su comu
nidad sin convertirse nunca en un profesional de
la guerra.
La solidaridad con el grupo comunitario recibió
el nombre de “pietas” o patriotismo. Cuando se
formó la Urbe, los miembros de las familias fun
dadoras extendieron su “pietas” a toda la ciudad:
“Dulce et decorum est pro patria morí”.
La educación recibida por el romano en el seno
de la familia obedecía a una finalidad distinta de
aquella que orientó la paideia del joven griego.
Ni los ideales estéticos del aristócrata ateniense,
ni la parcialidad castrense del espartano. Su for
mación en el predio rústico tuvo un propósito prác
tico y si se quiere utilitario: cultivar la tierra y de
fenderla con tenacidad de sus enemigos: plagas,
desastres y ataques armados.
Este origen campesino mantiene su sello a lo largo
de toda la historia romana, y cada vez que el giro
de los sucesos los llevó a pensar que decaían su
primer movimiento de restauración fue hacia el
campo, hacia la tierra. El romano vinculó sus vir
tudes con la “res rustica”.
La casa romana conservó su origen agrícola. Te
nía un gran patio donde se recibía el agua de las-
lluvias v que tanto recordaba a un corral. Sus
huertas y sus jardines, a las que Grimal ha dedi
cado uno de sus mejores libros, eran la prueba de
sus preferencias campestres.
Las tareas propias del campo robustecían el cuer
po de los jóvenes y, sin embellecerlo, le daban la
dureza propia de los ejercicios sostenidos en largas
jornadas de trabajo. No fue el romano un atleta de
estadio ni el concurrente asiduo a los gimnasios.
Alternaba la azada y el pico con la lanza y la es
pada, y adquiría en el trato con esos instrumentos
una consistencia férrea y una paciencia de labriego.
No tuvo en sus gestos ni en su apostura la con-
32
■
33
1
Pese a la triple designación masculina: Cayo
Julio César, Marco Tulio Cicero o Cayo Cornelio
Graco, se podían dar homonimias y esta circunstan
cia explica el recurso al mote, especialmente cuando
se trataba de tocayos por partida triple como fue
el caso de Publio Cornelio Escipión, el destructor
de Cartago, y su homónimo, vencedor de Aníbal.
El primero de ellos añadió a sus tres designaciones
usuales la de Emiliano Africano Menor. El resultado
no podía ser más pomposo ni más largo, pero ser
vía para señalar su catadura militar. E l propósito
de tales fórmulas era indicar claramente los grupos
familiares y con ellos la responsabilidad social que
correspondía al que así se denominaba: “Erano
nomi lunghi —escribe Indro Montanelli— posanti
e imponenti, che già di per se stessi caricavano un
certo numero di doveri sulle spalle del neonato” 12.
Un romano que se respetaba era miembro de
una familia y nadie que se sustrajera a sus vínculos
tribales podía ocupar un lugar importante en el
seno de la República. La historia familiar formaba
parte de la realidad espiritual de un hombre v
no podía aspirar a convertirse en una personalidad
de relieve si no estaba adscripto por nacimiento o
adopción a una importante comunidad gentilicia.
De ella recibía su fuerza y la cohesión de sus re
laciones políticas, a ella pedía explicaciones la so
ciedad entera cuando alguno de sus miembros no
respondía con valor a las exigencias de su cargo.
El profundo sentido de la educación familiar
romana no concluía en la adhesión del recién na
cido a un orden histórico de esfuerzos, suponía
también la recepción de todas aquellas influencias
espirituales que gravitaban en su formación. En
las primeras épocas de la República no hubo pe
dagogos esclavos para substituir a los padres, ni
34
siquiera maestros pagados: “En Roma —escribe
Marrou— no se confiaba la educación de un niño
a un esclavo. Es la madre quien lo educa y esto
hasta en las familias de mejor linaje. La madre se
honra permaneciendo en su casa para asegurar el
cumplimiento de este deber sagrado que la con
vierte en servidora de sus hijos” 1S.
Si no bastaba la madre, se elegía a una parienta
que reuniera los requisitos exigibles para hacerse
responsable de esa tarea. A partir de los diez años
el niño, en todo lo que hacía a su educación, pa
saba a depender del padre. Los maestros, cuando
los había, realizaban una función dependiente de
la paterna.
Marco Porcio Catón, llamado también el “Cen
sor”, es quizás, una figura excesiva para convocar
su testimonio acerca de la educación romana, pero,
dado el grado de obstinación que puso en revivir
las virtudes tradicionales, nos sirve para hacernos
una idea aproximada de lo que pudieron ser tales
usos en la mejor época de la Urbe.
Narra Plutarco que Catón enseñó a sus vastagos
las primeras letras, porque no quería que los niños
tuviesen que agradecer a un esclavo tan excelente
enseñanza. Luego les dio a conocer las leyes de la
ciudad y los adiestró en el manejo de las armas,
los curtió en los ejercicios para que pudieran resis
tir el frío y el calor y vencieran a nado las corrien
tes de los ríos. Con su propia mano escribió una
historia de Roma y señaló en ella los hechos más
salientes para que crecieran en la emulación de las
grandes hazañas. Cuidó mucho la delicadeza cor
poral en su relación con los niños y no compareció
desnudo delante de ellos, como solían hacerlo los
griegos.
El romano de la época clásica, antes de contagiar-13
35
se de las costumbres helénicas, fue un varón grave
v pudoroso. Un poco solemne, si se quiere, pero
severamente apegado a una estricta diferenciación
sexual14.
A los dieciséis años el adolescente vestía la toga
viril y se despojaba para siempre de los signos ex
teriores de la infancia. El padre lo colocaba junto
a un amigo, con preferencia alguien que tuviera
cierta importancia en la vida pública, para que lo
iniciare en el aprendizaje de los negocios.
Un largo servicio militar completaba este primer
ciclo del “curriculum” romano. Nadie podía iniciar
con provecho una fructuosa carrera de honores
si no había demostrado en el ejército que era dig
no de su sangre.
La educación familiar tendía a desarrollar en los
jóvenes un carácter noble, jorque no sólo insistía
en el respeto a la tradición nacional, sino que
acentuaba la fidelidad a las virtudes de la propia
familia. “Cada una de las grandes casas romanas
—observa Marrou— tenía ante la vida una actitud
definida, un comportamiento fijo” 15. Los padres
trataban que los hijos tomaran en consideración
tales hábitos y los reprodujeran en sus costumbres.
La crítica moderna suele considerar con cierto
escepticismo la referencia a ciertos hechos reite
rados por los miembros de una misma familia a
través de dos o tres generaciones, como la famosa
“devotio” de los Decio, repetida por el padre, un
hijo y un nieto en 340, 295 y 279, respectivamente.
En cada una de estas fechas y en el curso de una
batalla decisiva un Decio se consagró a los dioses
infernales para obtener el triunfo del ejército ro
mano. La “devotio” imponía el sacrificio de la
vida en un ofrecimiento expiatorio.145
36
LA GUERRA
37
hasta adquirir esa constitución que fue su caracte
rística en los últimos años de la República y pri
meros del Imperio. Los cambios introducidos en su
organización estuvieron ligados al ritmo de las gue
rras sostenidas por la Urbe y las innovaciones se
impusieron cuando el impacto del adversario obli
gó a un cambio de táctica. Los galos le enseñaron
el uso de la espada y sus choques furiosos a frac
cionar el frente y constituir los “manipuli”.
Este nuevo ordenamiento del combate dio pro
fundidad a las tropas e impidió la ruptura inme
diata del frente al recibir el golpe de la caballería.
Las guerras con Pirro y con Aníbal terminaron su
educación guerrera y definieron su estrategia. Con
posterioridad a esos encuentros Roma ya no tuvo
enemigos capaces de hacerle cambiar sus dispo
sitivos militares y fue ella quien impuso las condi
ciones en que debían librarse los combates.
La disciplina militar fue severísima y la falta
más leve era castigada con implacable rapidez.
Los castigos iban desde una simple tunda de palos
hasta la muerte infamante aplicada al desertor o
al cobarde. La sanción podía caer sobre una legión
entera, condenándola a la decimación, por la cual
era ejecutado un soldado de cada diez. En caso de
sublevación podía ser pasada totalmente por las
armas y su nombre borrado para siempre de las
listas militares.
Observaba Hegel, en sus L eccion es sobre la filo
sofía ele la historia universal, que la peculiaridad
del Estado romano suponía una dura disciplina y
el sacrificio de la personalidad en aras de la aso
ciación. Según este filósofo, el Estado romano se
forjó en la guerra y esta situación selló el carácter
aristocrático de su organización político-militar: “No
existe una unión ética y liberal, sino un estado
violento de subordinación que deriva de la guerra".
La virtud romana por antonomasia fue la valen
tía, pero no en el sentido individualista y aparatoso
38
«le los héroes griegos, según el testimonio de Ho
mero, sino en su completa integración con el gru
po táctico.
Creo que Hegel, con el propósito de ilustrar
con un ejemplo histórico sus presupuestos filosó
ficos, exageró bastante la dureza romana y no dio
su parte a las exigencias del corazón. En su sis
tema Roma encarna un momento del desarrollo
del espíritu y de ahí nace la hierática fijeza que
el autor de la Fenomenología impone a su cuadro
histórico.
“La personalidad rígida, a quien vemos rechazar
en la familia y en la gens las relaciones del senti
miento y del corazón, hace en el Estado la inmo
lación de todo lo concretamente moral, disolvién
dose en una obediencia a una soberanía con la cual
cada uno se identifica.” 16
Como toda visión monolítica ésta de Hegel es
sólo parcialmente verdadera. De hecho el romano
colocó, incluso sobre el interés del Estado, la “pax
deorum”, sin la cual la suerte de la ciudad corría
el peligro de hundirse. Había que conciliar el
favor de las deidades y para ello convenía proce
der de acuerdo con los ritos y reglas tradicionales:
forma conveniente, momento adecuado, lugar de
terminado y personal autorizado. Esta ejercitación
ritual y el ofrecimiento del sacrificio tiene que mo
ver a los dioses para que obren en interés de la
ciudad 17.
Tal movilización de divinidades en favor de un
plan político no significaba poner ese propósito
sobre la voluntad de los dioses convocados; por
el contrario, era admitir que sólo preocupándose
por la justicia de su causa, los dioses accederían
a defender los intereses de Roma. En buen latín
39
esto significaba poner el “ius divinum” sobre el
“ius civitatis” y hace ingresar la piedad patrió
tica en el supremo interés de la piedad religiosa.
No se advierte en los usos romanos el ejercicio
de una razón de Estado fríamente racionalista.
Había en ese pueblo muchos compromisos religio
sos para que no pusieran todas sus empresas bajo
la protección divina y no desearan el amparo de
esa justicia superior.
Los romanos hicieron lo posible para legar a la
posteridad la imagen de un pueblo austero hasta
la rigidez y solamente preocupado por ganar la
guerra. Esta opinión se impone cuando se exami
nan los criterios que predominaron en sus empre
sas bélicas, pero no podemos olvidar que esos ac
tos estuvieron siempre al servicio de una política.
EL IDIOMA
40
mil años de teología habían amontonado sobre su
recuerdo.
Los “dignos menesteres” para los que fue crea
da la lengua latina no se limitó al léxico jurídico
ni. a los epitafios que ornaban los mármoles de
las tumbas romanas. Desde la época más antigua
encontramos en Roma una poesía religiosa muy ru
dimentaria pero de gran expresividad. Este len
guaje rítmico había sido compuesto para ser acom
pañado por las flautas en el culto de los dioses.
El “Carmen arvale” y el “Carmen saliare” son,
quizá, los documentos literarios más viejos que
conocemos del pasado romano.
El culto a los muertos inspiró en sus vates lar
gas lamentaciones elegiacas llamadas ‘“neniae”,
donde se hacía el elogio del difunto y se le recor
daba, por si lo hubiere olvidado, algunos detalles
concernientes a la vida de ultratumba. Las “ne
niae” son lamentos de una rudeza todavía bárbara,
pero se advierte en ellos la música que usará Pro-
percio para componer sus elegías amatorias.
Se ha discutido mucho esta vinculación poética,
en parte porque destruye la leyenda del romano
rígido e insensible. Se trató de hallar los antece
dentes griegos de expresiones tan patéticas como
delicadas: los amores de Propercio y Cynthia se
rían la versión romana de las quejas de Safo y
Alceo.
Sin terciar en una discusión que excede mis co
nocimientos, considero, bajo la inspiración del sim
ple buen sentido, que el estímulo no pudo obrar
el milagro de una creación de la nada. Los ro
manos tuvieron vocación lírica y la manifestaron
en los comienzos de su historia literaria. La in
fluencia griega ayudó con formas expresivas más
desarrolladas, al crecimiento de las virtualidades
que estaban latentes en el idioma del Lacio y en
el temperamento de sus habitantes.
El latín, como el italiano actual, fue una lengua
41
particularmente apta para la construcción de ver
sos burlescos y las expresiones verbales de inten
ción satírica. Esto prueba la complejidad del alma
romana y los muchos matices psicológicos que de
ben considerarse para no exagerar la gravedad de
aquellos varones tan inclinados, en otros aspectos,
a la maledicencia procaz.
De esta veta humorística nació la fábula atelana,
algo parecida a la comedia beocia, pero adscripta
por la lengua y el espíritu a una modalidad típica
mente latina.
Los epitalamios han reclamado un tono de bro
ma desvergonzada y dieron fácil pábulo a refe
rencias de color muy subido. Esto no debe hacer
nos pensar en la existencia de una sociedad de
costumbres disipadas y cabe, para dar de ellos
una interpretación adecuada, la ponderación de
Marcial: “Aunque los versos son libres la intención
de mi conducta es proba”.
No conviene exagerar el valor literario de todas
estas composiciones en verso. Fue el contacto con
el mundo griego lo que permitió a los romanos su
perar el carácter popular de la literatura y alcan
zar una expresión culta.
Los primeros pasos de esta transformación fue
ron dados por los griegos asimilados a la vida ro
mana. Livio Andrónico fue uno de los primeros
en transformar el latín en una lengua poética se
gún los cánones helénicos. Se debió esperar to
davía mucho tiempo para alcanzar el desarrollo
que legaron Lucrecio, Horacio, Ovidio o Virgilio.
La influencia griega no detuvo el proceso de cre
cimiento del genio latino, por el contrario, le sir
vió de estímulo y lo alentó en la línea de su es
piritualidad autóctona.
42
EL DERECHO
43
meum esse ex jure quiritium”. Esta antigua fórmula,
conservada por Galo, manifiesta en su concisa bre
vedad la existencia del legendario derecho quiritario.
Ese “jure quiritium” incluía solamente a las
comunidades gentilicias patricias y a los clientes
que estaban bajo su protección familiar. Los ple
beyos estaban fuera de este orden, y no por ra
zones de origen servil, sino porque llegaron a Ro
ma con posterioridad y no gozaban del estatuto re
ligioso de las comunidades fundadoras. Fue la
posesión de un rígido sistema gentilicio lo que fa
voreció el auge de las familias campesinas y les
permitió, con el correr del tiempo, asentar una
cierta prelacia sobre los comerciantes y artesa
nos ingresados a la ciudad con posterioridad.
LA ORGANIZACION PRIMITIVA
44
mediante la cual se les concedía la protección de
los dioses tutelares de la “gens” y tomaban, para
su uso, el nombre gentilicio. Podían participar del
culto y ocupar el lugar a que los destinaba el ca
beza de la comunidad.
La fuerza social de la “gens” dependía de su
cohesión interior y del número de hogares que
comprendía. El desarrollo político de Roma obli
gó a estas comunidades a aceptar la religión de
la ciudad. Esto no significó el abandono de sus
propias tradiciones ni su disolución en el nuevo
ordenamiento político. Hasta muy avanzada la
época imperial, Roma mantuvo la vitalidad de
estos grupos y ningún candidato a una función
pública importante podía alcanzar una posición si
no lo apoyaba su “gens”. No obstante la sana
costumbre de vivir en el marco de estas comuni
dades, el Estado romano creció a sus expensas y
dejaron de tener la importancia que habían tenido.
Ue la antigua constitución monárquica de Roma
se sabe muy poco. La leyenda se apoderó muv
pronto de los recuerdos que quedaron y lo que
se puede leer entre líneas se pierden en las bru
mas de las conjeturas.
Se cree que de los siete reyes romanos que
según la tradición precedieron el advenimiento de
la República cuatro de ellos: Rómulo, Numa Pom-
pilio, Tulio Ostilio y Anco Marcio pertenecieron
a una supuesta dinastía latina de la que no se tie
ne ninguna noticia cierta. Los otros tres: Tarqui-
no el Antiguo, Servio Tulio y Tarquino el So
berbio habrían sido etruscos.
Si se admite la existencia de la reyecía y se asi
mila su papel al que desempeñaron sus semejan
tes de los pueblos indogermánicos, no es difícil
conjeturar la existencia de un Consejo formado
por los padres gentiles y de una asamblea integra
da por los miembros en edad militar de esas co
aceptando esa farsa de falsa lozanía. Los afei-
45
mó Senado y la asamblea de los guerreros recibió
el nombre de “curiata”, porque procedía de una
división en treinta curias con un curión a la ca
beza.
Surge la conjetura, nada más que plausible, que
la monarquía etrusca buscó apoyo en los habi
tantes plebeyos para aumentar su poder a expen
sas de las gentes paisanas. Este proceso es gene
ralmente descripto como si fuera parte del movi
miento social que comienza con la toma del poder
por los senadores. Como ya lo dijimos, la insta
lación de la República tuvo más bien un carácter
reaccionario y fue provocada, en alguna medida,
por la aproximación a la plebe iniciada por los
reyes etruscos.
Para hacemos una idea adecuada de este trámi
te conviene distinguir la existencia de dos corrien
tes históricas que suelen mezclar sus aguas en
cuanto no se las discierne con atención. Había una
fuerte burguesía comercial y artesanal cuya ex
pansión se apoyaba en la monarquía etrusca y as
piraba a desligarse de la tutela del consejo sena
torial de procedencia patricia. En las ciudades
donde esta fuerza ascendente triunfó, se impuso
una constitución republicana oligárquica. El triun
fo del Senado, por las razones históricas ya consi
deradas, impidió el avance de la oligarquía co
mercial, por lo menos durante un cierto tiempo, y
dio el poder a los grupos pastoriles y agrarios, que
se batían por los fueros de la tradición.
46
Il
LA REPUBLICA ROMANA
47
ria. No obstante conviene reconocer que el esque
ma de Bloch no tiene una excesiva dureza doctri
naria. En alguna medida su interpretación de los
hechos es amplia y da lugar a otras opiniones.
Pero los apriorismos terminan por imponerse y
una noción de “clase” demasiado gravada por
la acentuación del “status” económico no deja ver
la importancia que tuvo el régimen familiar en esos
movimientos de ascensos y descensos sociales en
el interior de la sociedad romana.
Dice Bloch que “cuando la casta dominante se
trocó en una camarilla aristocrática, empezando a
explotar conscientemente y con éxito sus ventajas
materiales cuando sin vacilación alguna puso sus
plenos poderes políticos al servicio de sus intere
ses económicos y transformó el uso en derecho,
reglamentando el derecho público según las me
didas de sus veleidades dominadoras, entonces de
bió empezar a cundir la oposición de la clase per
judicada, la plebe 2.
Esta visión del proceso arroja sobre el cuadro
una luz demasiado moderna para no resultar falsa
en sus líneas más generales. Las explicaciones que
sobre el mismo período de la historia ofrece Teo
doro Mommsen, adolecen, quizá, de una prema
tura nostalgia por la gestión imperial de César. No
logra hacer entender bien, a pesar del espacio que
dedica a las luchas sociales, cuáles fueron los
resortes, las fuerzas de cohesión interior, que lle
varon a la República a su indiscutible prelacia
sobre la Italia central y antes que conquistara el
resto de la Península. Si efectivamente hubo una
crisis constante en la distribución de los poderes
y una lucha sin piedad entre patricios y plebeyos,
no se explica bien cómo esa situación no gravitó
desfavorablemente en la unidad requerida por la
guerra.
48
¿Cómo podemos superar estos esquemas y com
prender los sucesos desde una perspectiva que
permita apreciar mejor la coherencia política de
la clase dirigente y la unidad que logró mantener
en Roma en medio de aquellos conflictos?
Habrá que observar su sólida proyección hacia
afuera y comprender por qué razón sus movimien
tos interiores no comprometieron el empuje de la
empresa política.
La expulsión de los etruscos detuvo, sin lugar
a dudas, un proceso ascensional de la política ro
mana pero no trajo, como consecuencia inmediata,
una crisis que lesionara para siempre los resortes
del gobierno. La aristocracia senatorial hizo fren
te al vacío dejado por la monarquía y halló en su
experiencia los medios para sostenerse en medio
de la conmoción provocada. Un reflejo de seguridad
la llevó a procurarse una palanca ejecutiva que,
sin perder el beneficio de una fuerte centraliza
ción del poder, garantizara la primacía del Senado.
Esta magistratura que reemplazaba al rey en sus
prerrogativas políticas fue ejercida por dos preto
res (cónsules), esto es colegas, que duraban un
año en el ejercicio de sus funciones civiles, mili
tares y comerciales.
La experiencia había enseñado a los senadores
que ciertos hechos excepcionales podían obligar
a fortalecer aún más la autoridad del ejecutivo y
con este propósito crearon una magistratura via
jera, opcional y extraordinaria, la dictadura. El
dictador no podía prolongar su acción restaurado
ra más allá de la solución del problema que la
había hecho surgir. Fue un poder excepcional y
suponía a su lado, como contrafuerza equilibra-
dora, la presencia del “magister equitum” o jefe
de la caballería.
Este auxiliar del dictador era una garantía, para
el orden “equestre”, de que no surgiera la tenta
ción del poder personal y se tratara ae mantenerse
49
en él con el apoyo, siempre posible, de la Asam
blea Curiata.
Bloch sostiene, sin el alarde de una documen
tación fehaciente, que el patriciado romano extrajo
su poder del ejercicio de las funciones burocráti
cas que había ejercido durante la monarquía etrus-
ca. Habría que demostrar que en ese tiempo exis
tió un aparato administrativo lo bantante compli
cado como para formar toda una élite en el ejer
cicio de sus funciones principales. No parece que
la Roma primitiva diera para tanto y todo induce
a pensar que los senadores tuvieron su poder de
la constitución gentilicia del pueblo. La fuerza
que sostenía su autoridad era la de esas comuni
dades intermedias.
El forcejeo político y social del estamento sena
torial y el plebeyo se plantea también en el terreno
de las comunidades familiares. Esto le da un es
tatuto muy diferente del de la lucha de clases
tal como la plantea el marxismo. Las agrupaciones
gentiles plebeyas tratan de alcanzar posiciones
ventajosas adquiriendo una posición semejante a
la de los patricios. La lucha no se efectúa de
acuerdo con la contraposición revolucionaria opri
midos y opresores, sino por el deseo de lograr ma
yores privilegios. Es una querella de ambiciones
y no de frustraciones.
Otro aspecto que conviene señalar, para com
prender el carácter de las luchas sociales en la
antigua Roma, es que la pugna por escalar posi
ciones se realiza desde la base familiar y no de
una supuesta atomización masiva.
El esquema progresista, “ad usum populi”, quie
re que frente a la casta dominante se levante la
multitud, la plebe, detentora de una situación que
auspicia, necesariamente, la rebeldía. Conviene
señalar que el término plebe señala una catego
ría de ciudadanos que, sin serlo de pleno jure,
gozan de algunos derechos quiritarios y están em-
50
peñados en alcanzar otros a través de sus agrupa
ciones tribales. No todos los plebeyos son pobres,
ni todos los patricios son ricos. Las situaciones fa
miliares varían como sus fortunas y las condicio
nes que poseen para mejorar su estatuto social.
Los plebeyos no pertenecían de hecho ni de de
recho a las agrupaciones gentilicias tradicionales,
aunque se conocen entre ellos nombres que tienen
sus resabios aristocráticos. Así Valerios patricios
y Valerios plebeyos, Cornelios de uno y otro esta
mento, pero, es muy probable, que estos homóni
mos sean, por parte de los plebeyos, una suerte
de usurpación o tal vez el resto de una antigua
situación de clientes. De cualquier modo es sínto
ma de un esnobismo que ratifica el sello ambi
cioso y no revolucionario de las luchas sociales
en la antigua Roma.
Estos ciudadanos libres que formaban la plebe
en general no eran clientes de las viejas familias.
Provenían de diversos lugares de Italia y su cre
cimiento se debió, como opina Rostovtzeff, a tres
causas principales: la importancia comercial de
Roma atrajo pobladores del Lacio y otras regiones
cercanas; la industria desarrollada por el comercio
hizo necesario el aporte de mano de obra artesa-
nal, que se agrupó en corporaciones de oficios o
gildas, de acuerdo con su importancia económica,
y adquirió determinados derechos y privilegios. En
la medida que Roma incorporó a su territorio nue
vos distritos, la aristocracia perteneciente a los pue
blos conquistados pasó a formar parte de Roma
en calidad de ciudadanos pero con la condición de
plebeyos3.
Si ías cosas sucedieron de esta manera, resulta
un poco artificial separar las luchas sociales del
contexto de la conquista, porque resultan, en al-
51
guna medida, un aspecto de esta última. Los con
flictos estamentales, para dar el nombre que co
rresponde, es la crisis inevitable del crecimiento
de Roma.
Cada conquista de la Urbe planteaba un doble
problema: anexionar un territorio e incorporar a
la ciudadanía una cantidad nueva de habitantes
que debían integrarse sin poner en peligro la pri
macía de quienes pertenecían a Roma de pleno
“jure”. Esto explica por qué razón las guerras ex
teriores y las luchas civiles se dieron al mismo
tiempo sin poner en peligro la cohesión interior-
de la política romana. Da también razón de las
diferentes categorías de plebeyos y de la falta de
sentido de clase que éstos tenían.
Dije que Roma no participó con particular en
tusiasmo en la expulsión de los reyes etruscos y
menos todavía sus clases populares, que tenían
todas las de ganar con el sostenimiento de una
monarquía progresista. Pero como el Lacio se
comprometió a fondo en esta guerra, Roma no se
pudo desentender de su conexión vital con el te
rritorio latino y la gente que lo poblaba. Entró
también en el conflicto y el patriciado comprendió
la necesidad de reparar esa ausencia de espíritu
libertario con una nueva versión de los hechos que
fabricó más tarde a designio, convirtiéndose en
los autores casi exclusivos de aquella liberación.
Integrar el Lacio y afianzar el prestigio como
sucesores del dominio etrusco fue la primera em
presa política que se propusieron los miembros
del Senado romano. Se logró sin grandes dificul
tades, porque la misma necesidad que llevaba a
Roma hacia el Lacio, impulsaba a esta región a
desear la protección militar de Roma. Convertirse
en la cabeza de la confederación latina fue un mo
vimiento espontáneo y casi natural de su gravita
ción geográfica sobre la cuenca del Tíber.
En el año 449 a. de J. C. los romanos chocaron
52
con los sabinos y luego de infligirles una derrota
lerminante anexaron su territorio e incorporaron a
título de ciudadanos a las principales familias sa
binas. De este modo la suerte de ambos pueblos
quedó unida y pudieron enfrentar, solidariamente,
los peligros de algunos vecinos particularmente
empeñados en no aceptar el desarrollo de la Ur
be. Las sucesivas guerras contra los habitantes
de Veyes y los Volscos redondeó el dominio roma
no sobre el centro de Italia y le permitió exten
derse sobre las costas del Tirreno, el viejo mar
de los etruscos.
Una anexión imponía otra y la superación de un
peligro significaba la aparición de otro mayor. Los
galos dominaban la parte norte de Italia a partir
del siglo V a. de J. C. y con esa extraordinaria mo
vilidad, característica de la raza celta, ocuparon
un extenso territorio. En los umbrales del siglo IV
los etruscos habían padecido sus reiterados ata
ques y en el 390 llevaron sus depredaciones hacia
la misma Roma, saqueándola y convirtiéndola en
un montón de cenizas.
Demasiado anárquicos para aprovechar políti
camente sus condiciones militares, luego de des
truir la ciudad, se retiraron dejando a los romanos
la absoluta resolución de que había que terminar
con ese pueblo de salteadores. La ocasión tardó
en presentarse, pero era condición de la mentali
dad romana no olvidar jamás un agravio ni des
cuidar a un presunto enemigo.
No habían concluido de reconstruir la ciudad
cuando iniciaron los trámites pertinentes para dar
a los galos la lección que la situación imponía.
Reformaron el ejército, aumentaron el número de
los ciudadanos bajo bandera y construyeron alre
dedor de la ciudad una muralla para protegerla
de otra agresión. La tradición sostiene que am
bas medidas fueron tomadas durante el reinado
de Servio Tulio, un par de siglos antes, pero la
53
arqueología se empeña en sostener que fue des
pués del incendio de Roma, es decir en pleno
siglo IV.
No había terminado Roma de dominar el Lacio
cuando se encontró con el peligroso vecindario de
los samnitas, pueblo que ocupaba la región de la
Campania y cuya capacidad militar Roma advir
tió con harta frecuencia.
En un primer contacto las relaciones fueron pa
cíficas y, al parecer, acordaron una suerte de alian
za defensiva frente a la presencia inamistosa de
los galos. Cuando desapareció de las fronteras el
enemigo común, el Samnio miró con ojos descon
fiados los progresos romanos en torno de su pro
pio suelo. Como estaban bastante ocupados en de
fenderse por el sur de los griegos, los samnitas
no salieron al encuentro de este crecimiento ame
nazador de la República, pero comenzaron a pre
pararse para lo que pudiere suceder.
Los preliminares de esta guerra son confusos.
Ambas potencias contaban con numerosos aliados
entre Jos pueblos del centro de Italia y no todos
muy seguros. La debilidad de las cohesiones ex
plica, más que ninguna otra cosa, el giro que tomó
la guerra, sus cambios de frente, sus modificacio
nes y su movediza diplomacia. Las únicas alian
zas firmes para los romanos fueron aquellas que
habían encontrado en la Urbe una protección y
una razón de vida política.
En el año 326 a. de }. C. o 428 de la supuesta
fundación de Roma, el ejército romano se apoderó
de la ciudad de Rudra en la frontera de la Cam
pania. Un año más tarde penetraron en el Samnio.
Los primeros encuentros fueron favorables a
Roma, pero una hábil emboscada preparada por
los samnitas en el valle de Caudium obligó al
ejército romano a rendirse casi sin presentar com
bate. Fue una de las más amargas humillaciones
de su historia. Las tropas romanas debieron poner-
54
se de rodillas y pasar arrastrándose bajo los yu-
guillos de sus vencedores. Por suerte para Roma,
estos samnitas, aunque rudos luchadores, tenían
una visión del futuro bastante reducida. Creyeron,
con toda inocencia, que ofreciendo a los romanos
una paz ventajosa, éstos abandonarían sus propó
sitos de conquista.
La política romana aspiraba, más que a la con
quista, a la seguridad, y los samnitas cometieron
un inmenso error al ofrecer una paz tan generosa
luego de una humillación sin precedentes. Cuando
lo advirtieron, era demasiado tarde y los roma
nos habían vuelto a penetrar en sus territorios.
La segunda guerra comenzó cuatro años más
tarde de la humillación de Caudium y las prime
ras batallas se sucedieron en medio de las deser
ciones de las ciudades que especulaban con el
triunfo de una u otra de las fuerzas en pugna. Los
romanos, conducidos por el mejor de sus genera
les, Lucio Papirio Cursor, fueron ganando terre
no y logrando una serie de objetivos militares que
iban haciendo posible un desenlace triunfal.
Durante las acciones bélicas contra el Sainnio,
Roma debió hacer frente a una coalición etrusca
y en esta situación se pudo advertir la tremenda
vitalidad del pueblo romano que, atacado por dos
adversarios de gran capacidad les infligió sendas
derrotas. Etruscos y samnitas se vieron obligados
a aceptar la paz impuesta por Roma y buscar la
forma de concertar nuevas alianzas para derrotar
al temible rival.
En el año 298 los enemigos de Roma creyeron
llegado el momento de terminar con la incómoda
república del Tíber. Los romanos, que habían
visto con cierta anticipación venir el peligro, se
lanzaron rápidamente contra cada uno de los miem
bros de la coalición y antes que éstos pudieran
reunir sus fuerzas. En 295 derrotaron a los galos
en la Umbría y los obligaron a retirarse más allá
55
del río Po. Volviéndose hacia los otros aliados,
un poco desconcertados ante la velocidad del ata
que, los derrotaron en un par de batallas más y
los obligaron a firmar la paz.
Vencida la coalición, Roma mantuvo un fuerte
control militar en el centro de Italia e incorporó
a la ciudadanía romana a los elementos más asi
milables e importantes de las poblaciones some
tidas. Los territorios fueron convertidos en “ager
publicus” y dados en propiedad a ciudadanos ro
manos para su explotación y cultivo.
La historia suele ser parca con respecto a la
procedencia de esos ciudadanos, pero podemos
suponer que muchos de ellos pertenecían a los
mismos países distribuidos. De este modo se ligaba
el interés de tales propietarios a la suerte de Ro
ma y no se imponía a las poblaciones vencidas el
patronato, siempre antipático, de los vencedores.
Roma se había extendido por el norte hasta el
río Po y por el sur llegó a limitar con los estados
griegos. En estas últimas fronteras encontró el ve
cindario de fuertes poderes políticos cuya sagaci
dad y experiencia no eran inferiores a la suya. Los
griegos no encontraron de su gusto la incómoda
presencia de la Loba y veían con gran recelo el
crecimiento de la República.
La piedra de escándalo fue la ciudad de Tarento.
Roma había concluido con ella un pacto por el
que se comprometía a no pasar con su flota más
allá del promontorio Lucinio. El compromiso, acep
tado durante el lapso de la guerra contra los sam-
nitas, resultó más tarde de una flagrante estupidez.
Impedía a los romanos el acceso al Adriático con
las consecuencias de una lamentable restricción de
su comercio.
Violó resueltamente su tratado con Tarento y
pasó con sus naves mucho más allá del indicado
promontorio. Los tarentinos, directamente amena
zados en sus vías marítimas, pidieron la protección
56
(le Pirro, rey de Epiro y uno de los mejores gene
rales de la época.
El clamor de Tarento lo puso en movimiento y
aceptó convertirse en el protector de esa ciudad
griega amenazada por el poder expansivo de aque
lla insólita Urbe. No obstante las miras de Pirro
son más ambiciosas y sueña con una Italia unida
bajos sus estandartes victoriosos. La destrucción del
ejército romano le parece una excelente oportuni
dad para llevar adelante sus proyectos.
Se fijó dos objetivos inmediatos. Uno diplomáti
co: destruir las alianzas que secundaban el poder
romano y que Pirro creyó más frágiles de lo que
en realidad eran. Otro militar y consistía en expug
nar a Roma atacándola en todas partes hasta re
ducirla a defenderse en su propio territorio. Un
ataque directo a la Urbe le pareció la maniobra más
segura para destruir el sistema de alianzas que po
dían tener los romanos. Vencidos en el campo de
batalla las ciudades tributarias no tardarían en sa
cudir sus yugos.
Pirro creía no sin cierta ingenuidad, que su in-
misción en los asuntos itálicos no despertaría la
sospecha de sus designios imperiales v que los
pueblos aliados a la Loba caerían con facilidad en
sus brazos salvadores.
La realidad no respondió exactamente a sus sue
ños y su marcha liberadora no tuvo el esperado
eco en las poblaciones sometidas al dominio roma
no. La confederación itálica, lejos de romperse, se
mantuvo con firmeza ante el ataque griego.
Faltaba el encuentro armado y Pirro confiaba
en su caballería, en su experiencia militar y en sus
cuerpos de elefantes. Este general griego, con todo
el peso de la gloria macedónica en sus espaldas,
no tuvo inconvenientes en ganar todas las batallas
en sus sucesivos encuentros con los romanos, pero
como se fue alejando cada vez más de sus bases sin
poder destruir el frente enemigo, retornó a Taren-
57
to con el propósito de reclutar nuevos aliados y
reanudar su proyecto.
La guerra recomienza en 279 y Pirro gana una
encarnizada batalla en la que pierde lo mejor de
sus tropas. Fue ese triunfo el que le sugirió la fa
mosa frase: “Si ganamos otra batalla como ésta,
habremos perdido la guerra”.
De vuelta nuevamente a Tarento inicia desde
allí negociaciones de paz con el Senado romano.
Los senadores consideran detenidamente las pro
posiciones de Pirro y contestan con sesuda lentitud
que si quiere la paz se retire de Italia.
En el ínterin Pirro ha sido convocado por las
ciudades griegas de Sicilia para que enfrente allí el
peligro cartaginés, y el voluble conquistador ve
abrirse el horizonte de una nueva perspectiva bé
lica y cede al encanto de la aventura.
Los romanos aprovechan la ausencia del general
griego y se hacen fuertes en toda Italia y dan un
merecido correctivo a los pueblos que habían apo
yado la campaña de Pirro. Tarento, que lo ve venir,
clama nuevamente por el auxilio del rey de Epiro.
Esta tercera iniciación de las hostilidades toma
a Pirro bastante desgastado y a los romanos muy
bien instruidos por las derrotas anteriores. El efec
to producido por los elefantes en las primeras ba
tallas ha perdido su eficacia y cuando el general
romano N. Curio Dentato los hace recibir a flecha
zos, los paquidermos emprenden ominosa fuga y
siembran la confusión entre las filas de los solda
dos griegos.
Pirro se despidió de su proyecto de unificar Ita
lia bajo la férula de Epiro y la dejó librada a la
hegemonía romana. Desde el Rubicón hasta el es
trecho de Messina, la ciudad del Tíber quedó co
mo dueña sin rivales.
58
INSTITUCIONES POLITICAS
59
res hacía que la acción de un hombre careciera de
nobleza y certidumbre.
Sin lugar a dudas Temístoeles fue, como persona,
más talentoso y audaz que Aristides, pero era un
advenedizo, un hombre nuevo. Esta situación inei
día en su modo de concebir y asumir el poder. Su
posición en la ciudad era una conquista demasiado
personal para que no la sintiera como propiedad
suya y la tratara en consecuencia. En cambio Aris
tides y con posterioridad el mismo Pericles en el
auge de la democracia ateniense, dependían en
gran parte de su linaje. El poder adquirido por
ellos estaba ligado a un esfuerzo familiar y al pres
tigio de una estirpe para creerlo logrado en las pe
ripecias de una aventura personal.
Cuando Platón especuló en torno de la consti
tución de una república paradigmática, su concep
to de clase dirigente nació de criterios individualis
tas. Por eso insistió tanto en el valor de las insti
tuciones educativas para efectuar la selección. Nun
ca tuvo en cuenta el valor selectivo del medio fa
miliar. Si hubiere pensado en su propio caso y en
todos esos recuerdos que con tanta nostalgia ligó
a su infancia, no hubiera escrito cosas tan reñidas
con la condición humana como algunas de las que
sostuvo en su célebre república.
Roma fue un pueblo formado por familias y es
en el seno de las estirpes donde debemos buscar
el secreto de sus clases dirigentes. El aristócrata
romano no es hijo de la improvisación y la aven
tura individual. Es resultado de un prolongado es
fuerzo familiar. Sus raíces se hunden en un suelo
rico en vínculos y tradiciones y esto hacía de él,
con pocas o muchas condiciones, un producto pro
fundamente elaborado por las energías históricas
de la raza.
Quizás explique también la ausencia de genios
excepcionales y da cuenta y razón de aquella pie
dad profunda que fue la raíz del patriotismo ro
60
mano. Hasta César no tuvo individuos de una en
vergadura extraordinaria, no obstante pudo vencer
a Pirro y posteriormente a un genio militar como
Aníbal, gracias a la tenacidad, al empuje constante,
de una clase dirigente que ponía toda su confianza
en las virtudes de la raza.
El error de muchos historiadores en la aprecia
ción de las luchas sociales en la República se pro
duce porque no han sabido apreciar el valor de
las comunidades gentiles y de los grupos fami
liares en la formación y el ascenso de las grandes
personalidades romanas tanto patricias como ple
beyas.
Nada de concesiones a la buena fortuna de un
hombre aislado, una promoción social sin méritos
en la comunidad respectiva no era concebible.
Cuando un beneficio social cae sobre la plebe en
sentido lato, es siempre a través de una institución
defensiva que protege a la muchedumbre en cuan
to tal y nunca en forma de derechos atomizados,
capaces de introducir la anarquía en la conducción
de los cuerpos políticos.
Las guerras extendieron el poder y la influencia
romana, pero crearon un par de problemas que los
romanos solucionaron de acuerdo con sus usos tra
dicionales. El primero fue el de la anexión de los
pueblos conquistados y el segundo la colonización
de las tierras nuevas.
Para comprender las soluciones dadas por Roma,
conviene recordar que no procedió conforme a un
criterio normativo único. En cada caso tuvo en
cuenta las circunstancias particulares que rodeaban
el hecho y procedió de acuerdo con una prudente
y bien determinada respuesta a la situación plan
leada.
La versión de un dominio que extiende por todas
partes un modelo jurídico ha sido lanzada por al
gunos historiadores demasiado influenciados por la
consideración especial del derecho romano. La ver
61
dad es distinta y todo hace suponer que en cada
conquista procedieron de acuerdo con criterios im
puestos por la ocasión política.
La anexión de un territorio suponía la creación
de un vínculo, lo más sólido posible entre el pueblo
conquistado y el conquistador. Este vínculo no po
dría existir si todos los colonos asentados en el nue
vo país no estuvieran sostenidos por la doble fuerza
de la religión y los intereses. Se trataba de no re
nunciar a la colonización de las tierras conquis
tadas ni de llenarla de gentes extrañas a la suerte
de Roma. Como tampoco contaba con una cantidad
suficiente de patricios para llenar a Italia con po
bladores descendientes de su aristocracia campe
sina, echó mano de la plebe y la convirtió así en
una suerte de aristocracia provinciana.
La ausencia de documentos hace que no se pue
da dar una idea bien fundada de los medios arbi
trados para cada caso. Se puede conjeturar que
fue en estas situaciones donde el genio romano se
mostró a la altura de su innegable capacidad polí
tica, de otro modo no se podría explicar la solidez
y la duración de sus conquistas.
Los patricios eran propietarios de predios rurales.
La libertad de testar les permitía conservar la tie
rra en manos de sus descendientes más indicados.
El “assiduus” era el heredero, los otros, aunque
pertenecientes por su ascendencia al mismo esta
mento, fueron llamados “proletarii”.
Los padres romanos tenían interés en asegurar
el porvenir de estos hijos y las tierras conquistadas
como botín de guerra ofrecieron la oportunidad de
una instalación especialmente buena para los “pro
letarii”. De esta suerte Roma se adjudicaba dos
triunfos: instalaba su exceso demográfico fuera de
la Urbe y mantenía un vínculo social estable con
los colonos que procedían de sus mejores familias.
Los plebeyos ricos se encontraron muy pronto
en una situación semejante y disponían de un cre-
62
ciclo número de “proletarii” para colocarlos fuera
de la ciudad. En un comienzo la distribución entre
unos y otros proletarios se hacía totalmente en be
neficio de los patricios, que recibían las mejores
tierras y los lotes más extensos.
La extensión que correspondía a un proletario
plebeyo estaba determinada por la decisión de la
Asamblea Centuriata. Este era un cuerpo consulti
vo de carácter militar, pero que tenía algunas pre
rrogativas relacionadas con asuntos de la con
quista.
La Asamblea Centuriata nació en la República
V su organización siguió la evolución de los cuerpos
militares. Estos, según uno de los censos más anti
guos que se conocen, estaban distribuidos de la
siguiente manera: 18 centurias de jinetes constitui
das por personal de patricios y plebeyos en condi
ciones de poder pagar y mantener sus cabalgadu
ras. Las 18 centurias eran consideradas fuera de las
clases que estaban bajo las armas y sólo se convo-
cabán en caso de peligro grave.
Los ciudadanos simplemente pudientes formaban
la primera clase constituida por ochenta centurias.
La segunda, tercera y cuarta clase estaban integra
das por veinte centurias cada una y pertenecían a
ellas los ciudadanos de condición económica inter
media. Una quinta clase pertenecía a los más po
bres habitantes de Roma y contaba con treinta
centurias.
Este tipo de organización ponía en manos de los
ciudadanos más ricos la mayoría de los votos de
está asamblea. La elección se hacía por centurias
y no por cabeza, de tal modo las 18 centurias de
caballería y las ochenta de la primera clase teiúan
más votos que todas las otras juntas, aunque sus
centurias no tuvieran cien hombres cada una como
se podía suponer por el nombre.
La Asamblea Centuriata se reunía por convoca
ción expresa del cónsul y otra autoridad con impe-
63
río. Lo hacía de acuerdo con las exigencias de un
ceremonial militar y no cívico. Las facultades de
la Asamblea se extendían al orden legislativo y ju
dicial y llegaba hasta la designación de los ma
gistrados más importantes.
Este cuerpo democrático nominalmente tenía el
poder supremo, aunque la decisión estaba en manos
de los ciudadanos más ricos e influyentes. Para evi
tar la garrulería que nace en todas las asambleas,
se observó en ella un carácter severamente castren
se y sus miembros no podían discutir las medidas
propuestas a su consideración. Se las aceptaba o
rechazaba sin otro comentario.
No era un grupo deliberativo y decía sí o no a
las proposiciones que le sometía el cónsul o el pro
pio Senado, pero tal afirmación o negación tenía
valor de ley o de veto. El Senado ratificaba lo re
sucito por ía Asamblea. Esto daba a las decisiones
un itinerario complicado, lleno de cautelas aparen
temente ociosas, pero fundamentalmente útiles para
conservar el equilibrio de las fuerzas republicanas.
El pueblo decidía así, en última instancia, sobre
las medidas que hacían a su interés pero no le
gislaba, ni aconsejaba, ni discutía. Esto evitaba la
actuación desordenada de los agitadores que, de
otro modo, no hubiesen tardado en aparecer como
sucedió efectivamente al fin de la República.
La evolución de este cueqro no habla de una de
mocratización progresiva, pero sí de un aumento
de poder de las clases medias. No se trató de cam
bios o variaciones ideológicas, sino de la incorpora
ción de nuevas fuerzas al orden romano. Habría
que considerar si este aumento de poder no sucedió
a un traspaso de la riqueza de un medio social a
otro.
La extensión del imperio prohijó negocios y com
binaciones financieras de todo título y éstos no be
neficiaron únicamente a la clase senatorial. Se hi
cieron nuevas fortunas y éstas hicieron sentir muy
64
pronto su peso en la conducción de los negocios
públicos.
Los marxistas pueden hablar de la plebe como
si este estamento constituyese una clase social en
el sentido económico del término, tal como lo exi
ge la jerga revolucionaria. Como hemos dicho en
más de una ocasión, los plebeyos lucharon para
incorporarse al orden patricio y lo hicieron desde
sus agrupaciones familiares. En esta suerte de ca
rrera por ocupar posiciones ventajosas, hubo plebe-
vos que trataban de subir y otros que trataban de
frenarlos para evitar que al hacerse demasiado fá
cil, el ascenso perdiera valor. La importancia de
las comunidades gentiles mantuvo siempre su pres
tigio y no fueron pocos los patricios que se hicie
ron adoptar por una familia plebeya para poder
hacer una exitosa carrera política.
TRIBUNADO
65
En la medida que Roma crezca y los nuevos ciu
dadanos se van incorporando a su derecho, el¡ tri
bunado aumentará sus potestades. En la época, ¡de'
Cayo y Tiberio Graco llegó a ser una de las magis
traturas más poderosas y estuvo por encima del
consulado. Los Gracos fueron unos de los primeros
en padecer en carne propia esta hipertrofia del tri
bunado. El porvenir estaba en él, no porque res
pondiera a las exigencias del progresismo revolu
cionario como parecen creer los historiadores de
izquierda, sino porque se colocó en la línea, del
desarrollo del poder personal, que librará más tar
de a Roma de la presión de los grupos financieros.
El tribunado surgió para proteger a los ciudada
nos que por sus precarias condiciones económicas
no podían ser inscriptos en una categoría privile
giada. Estos ciudadanos fueron la verdadera plebe
y acostumbran a reunirse con sus tribunos en una
asamblea que se llamó “Consilium Plebis”.
Se impuso la necesidad de redactar un código
que reuniera las leyes para la defensa de esos ciu
dadanos. El Senado destacó una comisión de diez
patricios, “decem viros”, para que se encargara de
la faena. La comisión recopiló una serie de máxi
mas jurídicas y las inscribió en doce tablas —1T abu
laran! libellus— y que, según la opinión de Tito
Livio, es la fuente del derecho público y privado
de Roma: “Fons omnis publici privatique jpris”.
OTRAS MAGISTRATURAS
<•1 1 .
Las guerras obligaron a Roma a extender su do
minio. La dilatación del territorio complicó el cam
po de la acción militar, administrativa y civil. Hubo
necesidad de crear otras magistraturas para man
tener en pie el aparato estatal y hacer frente a, las
nuevas situaciones. Los magistrados designados fue
ron puestos bajo la potestad de los cónsules y les
66
fueron asignadas funciones muy bien determinadas
para evitar conflictos de jurisdicciones.
Los cónsules dejaron de ser llamados pretores.
Este último título se le dio a un magistrado que
hacía las veces de comandante en el ejército y de
juez en tiempo de paz. Directamente subordinado
al pretor, aparece el cuestor a cargo de una tarea
complicada con los asuntos financieros y le suceden
los ediles a cuya cuenta corren las cuestiones edi-
licias, puentes y caminos. Los ediles fueron dos y
vendrá el tiempo en que el ejercicio de esta fun
ción puede marcar para siempre el éxito o el fra
caso de una carrera política. A su cargo corría la
dirección de los juegos y espectáculos públicos. La
largueza y liberalidad del edil hacía mucho para
su futura promoción a un puesto más alto en la
jerarquía de la potestad romana.
El aumento de la población y la necesidad de
tener al día los padrones donde figuraban los ciu
dadanos libres, obligó a crear una magistratura es
pecial, la censura. El censor era el encargado de
forjar las listas de las clases y las centurias. Vigi
laba todo lo referente a la moral y las buenas cos
tumbres públicas. Catón, llamado el Censor, fue
la encarnación egregia de esta función.
La censura se convirtió en una de las magistra
turas más importantes de la República. Como los
cónsules v los tribunos, los censores fueron en nú
mero de dos y duraban cinco años en su mandato.
Posteriormente, y como una consecuencia inevita
ble de esa importancia, se redujo su duración a die
ciocho meses.
Era un poder peligroso y se debía tener sumo
cuidado en la elección del censor. El honor de to
dos los ciudadanos estaba sometido a su juicio y
no escapaba a su competencia ni la vida privada
de los romanos. El era el encargado de asegurar la
situación jurídica de un miembro de la República
67
f
68
sobre ella, se convirtió en la más alta jerarquía a
que podía aspirar un romano.
69
ponerse, que las exigencias de la conquista impuso
la creación de una serie de medidas que, por su
índole, tendían a la constitución de un poder per
sonal unificador y éste, llevado por la fuerza de
su dialéctica centralizada, se vio forzado a debi
litar las organizaciones familiares y gentilicias.
El proceso puede verse como un ascenso de la
plebe o como un debilitamiento del patriciado.
Desde el punto de mira de las auténticas conquis
tas humanas esto no significa gran cosa. Los po
bres y menesterosos aumentaban en Roma cada
día y esta situación hacía que se debía contar con
ellos para cualquier aventura política. Incluidos en
los cuadros familiares y defendidos por las organi
zaciones patriarcales, actuaron a la sombra de sus
jefes naturales. Cuando fueron multitud y dejaron
de pertenecer a las comunidades gentiles, entraron
en el ejército como soldados profesionales o forma
ron parte de las facciones qu« seguían la suerte
política de un caudillo. Fueron ellos los que sos
tuvieron a César y respaldaron la aventura del
poder personal.
Así como desaparecieron las comunidades inter
medias fagocitadas por el crecimiento de la orga
nización estatal, desaparecieron las magistraturas
que servían de contrapoderes y se sumaron a la
del magistrado único que figurará, como era de
esperar, como tribuno de la plebe y el encargado
de defender los intereses de la muchedumbre.
Examinemos el proceso en sus raíces más remo
tas y observemos el cambio que se produjo cuando
se hizo la distribución del proletariado urbano sin
tomar en cuenta su pertenencia a los grupos fami
liares o gentiles. A partir del 304 a. de J. C. la cla
sificación domiciliaria se hizo con criterio pura
mente territorial, y los habitantes, procedieran de
familias patricias o plebeyas, fijaron su domicilio
de acuerdo con una división geométrica de la ciu
dad.
70
En esta nueva línea se inscribe la organización
(le los comicios tribales con “Consilium Plebis”.
Suerte de asamblea multitudinaria e inorgánica que
vota “per capita” y no por centurias como suce
día con la antigua organización de tipo militar
que conocimos con el nombre de Asamblea Centu-
riata.
Se ha discutido mucho con respecto al origen y
a las prerrogativas de esta nueva asamblea. No
pensamos ser excesivamente lógicos cuando supo
nemos, en la excelente compañía de León Homo,
que la Asamblea Tribal y el “Consilium Plebis”
fueron una sola cosa y reemplazaron a la Asamblea
Centuriata cuando se produjo la unión del prole
tariado patricio y plebeyo. En ese preciso momen
to se llamó Asamblea Tribal y sus decisiones tu
vieron fuerza de ley para todos los estamentos.
Por ese tiempo la estructura del poder había
cambiado pasando de los jefes de los grupos gen
tiles a los plutócratas. Estos últimos fundaban sus
prerrogativas en la posesión de una gran fortuna
personal y no en el apoyo de las antiguas fuerzas
familiares de carácter rural. Esto no significa que
las comunidades gentiles hubieran desaparecido
totalmente. La clientela seguía siendo una impor
tante realidad y las alianzas familiares funcionaban
como en sus buenos tiempos.
El paso de la República Senatorial a una pluto
cracia mixta de patricios y plebeyos con fortuna
quedó sellado con la Ley Hortensia, que no sé por
qué sinrazón algunos historiadores consideran co
mo si fuera un triunfo del pueblo contra la autori
dad de los clanes. Sin duda fue un rudo golpe para
las antiguas organizaciones y, en apariencia, con
solidó el poder de la Asamblea Tribal, en realidad
benefició a la oligarquía que a través de esa asam
blea dispuso de una excelente arma para combatir
la influencia conservadora del Senado.
71
En ese preciso momento la constitución republi
cana alcanza el punto de equilibrio que tanto ala
barán Polibio y Cicerón y que consistió, funda
mentalmente, en una armónica dosificación de los
intereses personales con el bien común de la ciudad.
Si consideramos los rasgos jurídicos de esta cons
titución se nos aparece como un orden legal fun
dado esencialmente en las costumbres y con ten
dencia a poner el estado ciudad bajo el control de
una oligarquía que no ha roto todavía los vínculos
con las antiguas organizaciones gentiles. Las fuer
zas familiares dan al conjunto un cierto tono aris
tocrático que no logra ocultar totalmente el temi
ble poder de las finanzas. Los grandes magistrados
de la República tratan de restar valor a las deci
siones senatoriales y afianzar la presión de las cla
ses medias.
El carácter consuetudinario de la ley romana da
a la constitución una gran aptitud para acomodar
sus cuadros jurídicos a las exigencias del momento
e imponer así modificaciones y cambios oportunos.
Al mismo tiempo la fidelidad a las costumbres im
pide que esa movilidad se convierta en revolución
permanente. El romano nunca
valores de la tradición ni dejo cíe sostenerse en
ellos a pesar de su gran oportunismo político.
Cicerón, que quizá soñaba con imitar a sus maes
tros griegos cuando escribió sus reflexiones sobre
la República, al fin se contentó, como buen roma
no, con hacer el elogio de la constitución de su
patria. Porque ésta, al revés de esas constituciones
que parecían haber salido armadas de la cabeza
de un solo legislador, nació del concurso de mu
chos ingenios y se consolidó en el paso secular de
las generaciones.
72
LA ORGANIZACION D EL DOMINIO
HASTA LAS GUERRAS PUNICAS
73
ron al Lacio y a la Sabelia. Otras tuvieron un de
recho de ciudadanía sin sufragio. Esto quería decir
que sus habitantes eran ciudadanos romanos y co
mo tales gozaban los privilegios inherentes a su
dignidad y debían cumplir con las obligaciones co
rrespondientes: formaban parte del ejército, eran
juzgados, si tenían que serlo, de acuerdo con los
usos legales romanos, pero no podían elegir autori
dades ni ser elegidos.
La ausencia de fuentes documentales para adqui
rir una información minuciosa de los diferentes re
gímenes a que estaban sometidas las ciudades com
ponentes del dominio, obliga a proceder con mucha
cautela. Roma no sólo procedió de un modo espe
cial frente a cada ciudad, sino que también lo hizo
con respecto a los distintos grupos humanos que
componían la población del territorio conquistado.
En general dio la ciudadanía a los elementos más
poderosos y progresistas para ligarlos a su suerte.
Estos nuevos ciudadanos eran asimilados por el
ejército y colocados en posiciones que tenían en
cuenta su valor y su dignidad para participar de las
glorias militares.
No dominó sobre un mundo uniforme y homo
géneo espiritualmente igualado por una propagan
da de tipo ideológico. La Italia de esa época esta
ba constituida por poblaciones muy diferentes y
esto hacía difícil la reducción a un común denomi
nador. Lamenta Piganiol la pérdida de la docu
mentación que hubiere permitido comprender “esa
interesante originalidad”. Lo único que aparece
como ingrediente de uniformidad es el dinero. Su
aparición acompaña el despertar de los intereses
mercantiles que junto con las influencias helenísi-
cas “complican, refinan y pervierten los espíritus
y las instituciones” 5.
74
III
LAS INSTITUCIONES
DE LA REPUBLICA
• í MI
75
las prerrogativas con que lo investía su nueva cons
titución. Lo hizo a través de tres órganos esen
ciales: Senado, magistraturas y asambleas. Cada
uno de las cuales tuvo su composición particular y
sufrió, a lo largo de la historia republicana, muchas
transformaciones, tanto en la constitución como
en las funciones.
El primer cambio que se puede observar reside
en el carácter electivo de las magistraturas repu
blicanas y de la responsabilidad que tales funciones
imponían ante el pueblo reunido en asamblea. Si
se examina con alguna atención, la modificación no
fue tan grande como parece, porque si bien las
magistraturas monárquicas eran de mayor dura
ción, su responsabilidad ante el soberano, en este
caso el rey, no era menos. Es un prejuicio progre
sista suponer que una soberanía que no puede
ejercerse o se ejerce dificientemente a través de
una asamblea significa un adelanto notable con
respecto a la soberanía personal.
Para evitar los inconvenientes de este precario
ejercicio del poder, la República Romana estable
ció el consulado.
CONSULADO
76
judiciales. En razón de estas últimas fueron llama
rlos pretores, título que equivalía al de un juez.
La necesidad de separar el poder judicial de los
otros dos obligó a crear una pretura separada del
consulado.
El carácter anual del mandato consular tenía
por propósito evitar la prolongación del ejercicio
de un poder capaz de tentar la aventura del mo
narquismo. Por una razón semejante se estableció
la colegialidad, tratando de que uno y otro cónsul
se controlaran mutuamente.
La potestad de los cónsules tenía otra limitación
en la llamada “provocatio ad populum” o apelación
que se hacía ante la Asamblea Curiata cuando se
trataba de la aplicación de una pena capital a un
ciudadano romano.
Terminado el período por el que habían sido
nombrados los cónsules debían dar cuenta de su
administración ante el Senado y podían ser perse
guidos mediante acción criminal por no haber cum
plido con sus obligaciones.
El poder de los cónsules sufrió en el transcurso
del tiempo serias limitaciones y durante un cierto
período, entre 445 y 367 a. de J. C., fue suprimido
en beneficio de la censura y el tribunado militar.
Su restablecimiento posterior no significó el retor
no a una situación anterior ni a la integridad de
sus antiguas funciones. En cuanto a la anualidad
de su duración fue también modificada por causa de
las guerras que impusieron, en muchas ocasiones,
la prórroga de los mandatos militares.
CUESTURA
77
Estos auxiliares fuerou llamados cuestores. Cuando
aumentó la complejidad de los asuntos del Estado
aumentó su número y finalmente estos magistra
dos fueron elegidos directamente en los comicios
tribales.
DICTADURA
ASAMBLEA CENTURIATA
78
Tercera clase: con más de cincuenta mil ases de
renta: 20 centurias.
Cuarta clase: con más de veinticinco mil ases de
renta: 20 centurias.
Quinta clase: con más de once mil ases de renta:
30 centurias.
Fuera de estas categorías militares formaban los
llamados “capitii censi”, que eran convocados a
filas en caso de peligro muy grave para la ciudad.
La Asamblea sólo podía ser convocada por un
magistrado que tuviera imperio: dictador, cónsul o
pretor. Se elegía un día que los augurios dieran
por propicio y se la reunía en el campo de Marte
en formación militar. Allí el funcionario que había
pedido la realización del acto presentaba ante la
Asamblea la proposición que quería poner bajo
consideración —“rogatio”— que debía ser aceptada
o rechazada.
La interrogación se hacía por centurias comen
zando por las de los caballeros y concluyendo en
los ciudadanos de quinta clase. La consulta termi
naba cuando el asunto había sido rechazado o acep
tado por mayoría absoluta. De esta manera la cues
tión quedaba terminada si los caballeros y los ciu
dadanos de la primera clase se habían expedido en
completo acuerdo.
Las rogaciones presentadas a la asamblea podían
ser de tres tipos: elegir los grandes magistrados de
la República; aprobar o vetar leyes que decidían
sobre la paz o la guerra; sentencias judiciales que
exigían la “convocado ad populum”.
La decisión de la Asamblea requería, con poste
rioridad, la “auctoritas patruum” o ratificación por
parte del Senado. Sin esto sus resoluciones no
eran válidas.
La Ley Hortensia, dictada en el año 287 a. de
J. C., dio el título de Asamblea a la reunión de las
tribus y fueron las resoluciones de este último cuer-
79
po popular las que tuvieron fuerza de ley. De cual
quier modo la Asamblea Centuriata permaneció
como una institución militar encargada siempre de
votar las leyes concernientes a la paz y a la guerra.
Su composición fue más democrática.
TRIBUNADO
80
Los proletarios de ambos estamentos, gracias a
la tesonera acción de los tribunos, fueron mejo
rando su situación dentro y fuera del Estado. A
partir del año 267 ambos magistrados tuvieron el
derecho de sentarse entre los senadores y un si
glo más adelante, fue la primera magistratura de
la República.
Para ese tiempo la división social de Roma no
respondía más al clásico modelo de patricios y
plebeyos. Era simplemente entre ricos y pobres.
Estos últimos constituían una decidida mayoría v
los tribunos se convirtieron en sus defensores le
gales dando unidad y coordinación a sus movimien
tos políticos. Con Tiberio y Cayo Graco se advir
tió el enorme poder que alcanzaban los tribunos
cuando sabían usar sus prerrogativas para adqui
rir popularidad y prestigio. El temor de que en el
tribunado podía incoarse la restauración de la mo
narquía, llevó a Sila, en el interregno de su reac
ción pro senatorial, a borrarlo de la constitución
romana. Vuelto a la vida con Pompeyo culminó
en la gestión de César y Augusto.
Los tribunos de la plebe fueron asistidos en sus
funciones por ediles de procedencia también ple
beya y que, junto a las actividades tradicionales
del edilato, sustituyeron a los tribunos en cuestio
nes de menor cuantía.
CONSILIUM PLEBIS
81
Sabemos que en este Consilium se elegía a los
tribunos y a los ediles plebeyos. Probablemente la
votación se hacía “per capita” y las disposiciones
de tales plebiscitos no pasaban de la designación
de esos funcionarios.
82
TRIBUNADO MILITAR
SENADO
83
sus manos y quien entiende algo de gobierno, com
prenderá lo que esto significa.
Durante casi tres siglos, desde la fundación de
la República, sus miembros fueron trescientos y re
presentaban las comunidades gentiles más impor
tantes del país. Posteriormente su reclutamiento
quedó librado al juicio de los cónsules y dictado
res, más tarde al de los censores cuando estos ma
gistrados lograron su mayor poderío. Exclusiva
mente patricios hasta el año 400 a. de J.C., poste
riormente se incorporaron también los plebeyos.
El lugar donde los senadores se reunían para
sesionar se llamó “curia” y estuvo ubicado frente
al foro de la ciudad. Para que este cuerpo de gran
des magistrados actuara, debía ser convocado por
un funcionario “cum ius agendi cum patribus” y
esto sólo competía al dictador, los cónsules o pre
tores y posteriormente también a los tribunos.
Todo miembro de una magistratura con derecho
a la silla “curul” pasaba a formar parte del Senado.
Dionisio de Halicamaso aseguró que el Senado lo
podía todo en materia de paz y de guerra y que
si bien no hacía las leyes, era él quien las prepa
raba y las ratificaba promulgándolas.
Era dueño del tesoro y sólo con su autorización
se podía extraer fondos para enfrentar un gasto
extraordinario de tal manera que no hubo en Roma
una acción política de importancia que no con
tara con su beneplácito.
Las sesiones eran presididas por el ‘princeps se-
natus”, dignidad que correspondía al más antiguo
de sus miembros. Le seguían en orden jerárquico
los que habían ocupado el cargo de cónsules, pre
tores, ediles, tribunos y cuestores.
La sesión comenzaba luego de una consulta a
los dioses a la que sucedía la apertura del debate
con una información general acerca de los asuntos
de mayor interés público y en especial el de aquel
que había provocado la sesión.
84
Para votar favorablemente una resolución bas
taba la aprobación de la mitad de los senadores y
a veces menos. Cuando esa resolución no sufría el
veto de algún funcionario autorizado para poder
hacerlo se convertía en “senado consulto”.
Durante las luchas civiles en el siglo II a. de J. C.
el Senado fue el centro de la reacción conservadora.
Abatido en parte por los Gracos y luego por la
reforma del ejército debida a Mario, se levantó con
Sila y se mantuvo con Pompeyo, para caer nueva
mente bajo el tribunado casi imperial de César.
Augusto lo convitrió en un instrumento de su po
der personal.
Para ese tiempo el Senado había cambiado com
pletamente el carácter de su reclutamiento. Su nú
mero pasaba los novecientos y había entre ellos
muchos provincianos que debían a César todo
cuanto eran.
LA CONSTITUCION REPUBLICANA
85
Pensada para una situación política limitada a
un municipio creció con la expansión de la ciudad
y amplió, al mismo tiempo, los cuadros jurídicos
de todas sus instituciones. Esta aptitud para sa
car las leyes del marco limitado por la religión lo
cal, dio a Roma un lugar especial en el ámbito de
la ciudad antigua y le permitió convertirse en la
capital de un sistema político nuevo.
Esta elástica adaptabilidad del derecho romano
sirvió para ligar la Urbe a los pueblos vencidos sin
destruir su dignidad ni reducirlos a simples súbdi
tos. Guglielmo Perrero en el prefacio de su Nuova
Storia di Roma asegura que esa historia puede re
sumirse “en un gran esfuerzo para adaptar las ins
tituciones de una pequeña ciudad aristocrática a la
tarea casi sobrehumana de regir un gran imperio”.
Ferrero, y casi todos los estudiosos que conside
raron la constitución de Roma, señalaron su aristo-
cratismo. No obstante esa unanimidad, se nos pre
senta una pequeña duda en el uso de ese término
para distinguir el régimen romano. La aristocracia
se compadece con la existencia de un esfuerzo edu
cativo que tiende a formar en el aristócrata ciertos
hábitos de conducta que el romano no tuvo muy
en cuenta: distinción en el atuendo, elegancia en
tono de la conversación, el ejercicio de aptitudes
lúdicas en relación con una gratuidad lujosa, etc.
A pesar de la ausencia de tales preocupaciones,
no se puede decir que la minoría dirigente de Roma
haya sido una oligarquía tal como la descripta por
Aristóteles en su tratado sobre la Política y mucho
menos una democracia.
Los autores de formación liberal o decididamen
te revolucionaria observan en la evolución de la
República las señales de un progresivo democra
tismo que advierten, de modo particular, en el ad
venimiento del orden plebeyo al goce de los dere
chos que fueron otrora privilegio de los patricios.
En más de una oportunidad marqué el carácter
86
familiar que tuvieron estas conquistas y significa
ron más un ascenso de las comunidades plebeyas
que un descenso de las patricias. La democratiza
ción es un proceso de nivelación por lo bajo, nun
ca por lo alto. Moral y materialmente hablando,
los plebeyos ganaban sus puestas cuando se hacían
dignos de la condición de patricios.
El poder efectivo mantenido por las minorías se
hacía sentir en las modalidades del sufragio: en
la Asamblea Centuriata los caballeros y la primera
clase de ciudadanos tenían más votos que todas
las demás y en la Asamblea tribal fueron los pe
queños propietarios los que sumaban una notable
mayoría de votos.
Conviene señalar, por último, que no tuvo el
romano una distinción clara en el ejercicio de los
poderes. Las atribuciones ejecutivas, legislativas y
judiciales de los distintos magistrados tenían, pese
a la confusión, un cierto equilibrio y un efectivo
control mutuo en sus funciones. Esto es lo que ad
miraba Montesquieu cuando escribió en su Esprit
d es Lois “que el gobierno de Roma fue admirable,
EVOLUCION D E LA CONSTITUCION
ROMANA
87
las ciudades etruscas reconocía la existencia de una
suerte de rey —“lukume”—, cuyas insignias, corona
de oro, toga, cetro y silla curul pregonaban su orí
gen divino o por lo menos el de su “auctoritas".
Con la caída de la monarquía etrusca el poder
pasó al “Concilium Patrum” y éstos trataron, por
todos los medios, de mantener la estructura admi
nistrativa y cultural impuesta por los etruscos. El
“lukume” fue reemplazado por dos funcionarios des
tacados por el Senado y se trató que la “auctori
tas” encarnada por ellos y la institución senatorial
conservaran las insignias y los poderes de su origen
sagrado.
La población quedó dividida en dos grupos, no
tanto por la situación económica como por el es
tatuto religioso que cada uno de ellos poseía. Quie
nes poseían los vínculos tradicionales con los dio
ses del lugar gozaban de los derechos y privilegios
que esos lazos religiosos suponían. Tenían también
las obligaciones con respecto al gobierno y a la
defensa de la ciudad. Eran los padres de Roma v
su estamento constituyó el patriciado.
Las cosas pudieron haber quedado en esa situa
ción si el espíritu o el destino de la Urbe no hu
biera llevado a los Padres a requerir el concurso
de la plebe para apoyar su gestión. Esto significó
entrar en transacciones sociales con los recién llega
dos y concederles derechos que la religión reserva
ba para los miembros del “populas”. Acto inédito
en la ciudad antigua y que abrió, para el derecho
romano, la perspectiva de una jurisdicción que rom
pía el fundamento tradicional del culto.
Otro aspecto de la historia romana poco tratado
por los historiadores es que el expansionismo ro
mano favoreció también a los pobres y encontró en
las clases menos pudientes una fervorosa participa
ción. Como escribe Mario Atilio Levi en su libro
L a lucha política en el mundo antiguo: “La carac
terística de la evolución política romana consistió
88
en la gradual resolución de las cuestiones políticas
que separaban el patriciado de la plebe, antes in
cluso de que se obtuviese un estado de completa
igualdad jurídica entre las dos comunidades. Anu
lando el problema que Ies tenía separado en el de
recho público, es decir, sagrado, las dos comuni
dades seguían constituyendo dos capas de la mis
ma ciudadanía, provistas de un diferente estado
jurídico y cívico. En efecto, no obstante en el nuevo
orden los plebeyos continuaron sin poder ser ele
gidos para las funciones públicas y sin tener el
derecho de recíproco ‘conmercium et connubium’
con el patriciado, para el que ya eran ciudadanos,
aunque seguían siendo, en algunos aspectos, extran
jeros” 1.
Al cuerpo de las leyes escritas obtenido por la
plebe para el reconocimiento de su ciudadanía se lo
llamó Ley d e las d oce tablas. Era un primer esbo
zo de codificación donde ya se advierte esa auto
nomía jurídica que adquirirá el derecho romano,
hasta que se convierta en la manifestación del de
recho por antonomasia.
Al incorporarse a la ciudad con sus derechos y
obligaciones, especialmente aquellas de carácter
militar y político, el peso numérico de la plebe
se hizo sentir cada día con más fuerza. No obs
tante, como lo hemos advertido en diferentes opor
tunidades, no significó una democratización de la
constitución romana en el sentido ateniense. Escribe
Mario Atilio Levi que cuando se superó “la antigua
distinción entre patricios y plebeyos, que reflejaba
arcaicas formas de la organización del Estado, asu
mió la totalidad del poder una capa predominante
de la sociedad romana gracias a la riqueza y a la
posesión de los medios de trabajo: tierra y capitales.
Los nuevos notables, patricios plebeyos, al acceder
89
al Senado por el nacimiento o la carrera realizada,
tuvieron en esa asamblea el instrumento de su po
der” 2.
El mismo autor explica el carácter “sui generis”
de la evolución política e institucional de Roma
atribuyéndola a sus orígenes mezclados. Cuando
los enemigos de la Loba expandieron la leyenda
del “asilo de Rómulo” se referían precisamente al
conglomerado cosmopolita que habitaba la ciudad
de las siete colinas al convertirse en refugio de
aquellos que escapaban de sus antiguos hogares
por distintos motivos, pero siempre por haber roto
los lazos que los ataban a la religión ancestral.
Se hace difícil una evolución tan positiva del
derecho romano a partir de la situación que hacía
de su población algo tan heteróclito. Tendemos es
pontáneamente a pensar que una capacidad tal
para la apertura se funda en una inteligencia prác
tica más abierta y en un mejor entendimiento para
los valores de la cosa pública. Una causa no impi
de el ejercicio de la otra obra y si existió entre los
romanos una actitud intelectual tan aguda para la
organización política, la mezcla y la heterogenei
dad de sus componentes la maduró en la multipli
cidad de sus experiencias.
Levi suma a las razones del múltiple aporte ra
cial el hecho de que los dioses romanos “no estaban
emparentados con los héroes vivientes entre los
hombres” y por lo tanto no había quienes descen
dieran directamente de ellos. Más que antepasados,
fueron fuerzas divinas capaces de colaborar con cual
quiera que tuviera la virtud de la “pietas”. Por
esa razón el nacimiento no fue tan importante en
Roma, como en las ciudades donde la estirpe des
cendiente de un dios lo era todo. Recordamos la
tenaz oposición que puso el pueblo de Atenas a su
jefe Pericles, cuando éste quiso hacer reconocer la
2 Ibid.
90
ciudadanía del hijo que había tenido con Aspasia
y .que era, en mucho mayor medida que sus legí
timos, el heredero de sus condiciones espirituales.
Pero Atenas, a pesar de su gran inteligencia y su
democratismo, fue una ciudad cerrada a todos los
que no descendían, por ambos progenitores, de los
padres de la estirpe.
“La práctica romana, de la que se deriva la se
paración del vínculo de ciudadanía respecto al del
origen común y también la separación del concep
to de protección divina de un lazo directo entre
las divinidades y una concreta comunidad humana,
representaba en el mundo antiguo una inovación
no menos revolucionaria que la afirmada por la fi
losofía y la política ateniense en el siglo V, cuando
se encontró en la razón humana la fuente de la le
gislación y de la soberanía, que hasta entonces sólo
se había visto en la voluntad divina” 3.
DESARROLLO ESPIRITUAL
3 Ibid.
91
asegura que cuando los romanos alcanzaron el
estadio de su autoconciencia y sintieron la ne
cesidad de expresarse a sí mismos, existía ya en
la literatura griega un alto nivel de desarrollo en
las formas de su expresión. Los romanos, que es
tuvieron siempre en contacto con ese mundo y
admiraban la cultura y la lengua de la Hélade,
supieron aprovechar esa ventajosa proximidad pa
ra acelerar su propia evolución espiritual.
La influencia helénica partió, como era lógico
esperar, de la Magna Grecia. Es opinión de Pie-
rre Grimal que el acontecimiento determinante
fue la adhesión de Tarento, luego de las doloro
sas guerras sostenidas con Pirro.
Livio Andrónico es, quizás, el primer autor de
origen griego que dejó un testimonio literario es
crito en la lengua del Lacio. Usó el ritmo satur
niano que, según los eruditos, se cultivaba en la
poesía oral de los pueblos itálicos. Estos trabajos
de Livio rompen con la tradición de la poesía anó
nima y aparecen —según Grimal— revestidos de una
dignidad literaria hasta ese momento desconocida.
“Con ellos, es la idea de una cultura intelec
tual la que penetra en la conciencia romana, y de
una ciencia puesta al servicio de la lengua y del
pensamiento que son, precisamente lo que ne
cesita la ciudad”
Livio Andrónico había nacido en Tarento y lle
gó a Roma en el año 272 cuando todavía era un
niño y en calidad de esclavo. Para aumentar el
peso de su influencia se ha dicho que fue como
profesor del idioma griego que entró en la Urbe.
Está probado que esto no pasa de una buena in
tención por parte de algún admirador de sus es
critos. Era esclavo y uno de los tantos de lengua
griega que entraron en Roma por esa época y se4
92
convirtieron, cuando tenían cierta cultura, en pe
dagogos, instructores o maestros de lengua.
Livio Andrónico hizo algunas traducciones de
las que no subsistieron más que fragmentos. Eran
versiones de Homero, y Grimal se admira que
haya elegido un autor que todo romano culto
podía leer en su idioma original. Considera muy
probable que Livio Andrónico, al emprender esa
tarea, aparentemente obvia, buscaba un metro la
tino capaz de hacer frente a la versificación de
una epopeya. Si eligió la Odisea en lugar de la
Ilíada, habrá que buscar la explicación en el ca
rácter mediterráneo que tuvo este poema. Ade
más, hacía eco a la leyenda, muy expandida en
tre los romanos, de que Eneas, uno de los héroes
sobrevivientes de Troya, había sido el antepasado
de los mellizos fundadores de la Urbe Condita.
Lo que subsiste del trabajo de Livio Andrónico
es poco y en general malo. Pero en los escasos
testimonios que pueden observarse se encuentra
la voluntad del autor de romanizar el panteón
griego, dando a los dioses nombres latinos.
Esta traducción —nos dice Grimal— lejos de ser
la tentativa pedante y sin porvenir de un maestro
de escuela, es un acontecimiento de enorme impor
tancia en la historia espiritual de Roma. No sig
nifica, como pretenden algunos autores, una inva
sión dominante del helenismo, sino una adaptación
de la poesía griega a una disposición ligüística
que la había merecido. “Se inscribe en una tradi
ción que la prepara y la explica” 5.
No contento con introducir la epopeya de Ho
mero, salieron de sus manos juegos escénicos que
tuvieron la ocasión de ser representados en algu
nos teatros de Roma.
Muy poco sabemos del teatro helenístico y
cuando se trata de responder por la originalidad
93
de las piezas de Livio Andrónico, se tropieza con
el vacío más absoluto con respecto a sus antece
dentes. ¿Fueron de él? ¿Fueron simples traduc
ciones de obras anteriores? No sabemos nada.
Si es cierto lo que decía Tito Livio con respecto
a los orígenes del teatro romano, éste habría na
cido de ciertos juegos propios de las pantomimas
etruscas, y su antigüedad, según el testimonio del
gran historiador podía remontarse hasta el 384
a. de J. C.
Esta fecha, por su antigüedad, destruye la hipó
tesis de un teatro romano totalmente influido por
el griego. Estas piezas se llamaron “saturae” y
habría que preguntarse, con Grimal, si influyeron
en las adaptaciones intentadas por Livio Andrónico.
Por el momento nos interesa destacar el desa
rrollo del latín escrito. No importa que sus mode
los hayan sido tomados, desde muy temprano, de la
literatura griega. El genio particular de la lengua, su
gusto por las sentencias, asomó pronto, y esto prue
ba una vez más el temple jurídico de sus cultores.
Cicerón, en los últimos años de la República,
hacía el elogio de la elocuencia y consideraba a
Atenas la cuna de las artes oratorias, pero consi
deraba “que en muchas cosas nuestros ingenios
llevan ventajas a los de las otras naciones” no tanto
por el ornamento retórico de sus discursos cuanto
por la preocupación del bien público que expusie
ron siempre “con pocas y enérgicas palabras” 6.
En esto consiste el arte del bien decir y bien
escribir: expresar con pocas palabras y muy bien
escogidas lo que pensamos acerca de cualquier
asunto, sin dar lugar a muchas confusiones. La re
tórica romana fue siempre fiel a su fondo jurídico
y en esto no hizo más que abrevar en el hontanar
profundo de la raza.1
CARTAGO
95
Antes de penetrar con alguna atención en los
detalles del arreglo a la romana, conviene decir
algo sobre el espíritu del pueblo cartaginés a tra
vés de los escasos testimonios que dejó.
El dominio que tuvieron los fenicios sobre Nu-
midia recuerda un poco al que ejercieron los etrus-
cos sobre la Italia central. La diferencia entre uno
y otro radica, principalmente, en la mayor centra
lización política del poderío cartaginés. Los etrus-
cos dividieron más sus fuerzas y junto a Roma
erigieron otras ciudades importantes que obede
cían a su potestad. Cartago fue única y cuando
cayó, cayó con ella todo el imperio púnico.
Heredera de Tiro y de Sidón, sostuvo el presti
gio comercial e industrial de aquellas grandes
ciudades. Como ellas tuvo un gusto intenso por
las aventuras marítimas y la piratería costera, cul
tivó el arte de la púrpura y supo unir el culto de
Afrodita con las preocupaciones financieras.
En un rubro de gustos más caseros se dio con
ingenio a la agricultura y aprovechó con talento
las posibilidades del suelo y el clima de Numidia.
Colaboró con su intensa producción agrícola la
mano de obra barata provista por los nativos del
lugar, y, como los cartagineses fueron excelentes
ingenieros, en el despliegue de una frondosa red
de regadíos, llenaron la región de huertas y de
jardines donde abundaban los frutos de los países
tributarios del Mediterráneo: hortalizas, olivos, ci-
tros y una abigarrada profusión de flores ornaban
sus colinas y subían por los mármoles de sus pa
lacios hasta las azoteas.
Trabajaron los metales y para proveerse de la
materia prima necesaria para el desarrollo de la
industria metalúrgica, explotaron con éxito las le
janas minas de España en cuyas costas fueron
fundadas algunas factorías.
Para mantener activo el tráfico que exigía su co
mercio crearon una poderosa armada y se adue
96
ñaron de la mitad occidental del Mediterráneo
antes que los romanos pudieran llamarlo Mare
Nostrum.
Una ciudad tan perspicaz no podía mirar a Ita
lia con ojos indiferentes. Pronto descubrió las po
sibilidades económicas de la Península y mantuvo
algunos encuentros armados con griegos y etrus-
cos. Unos y otros advirtieron la peligrosidad de
este enemigo que dominaba el mar y cuyas flotas
incansables rodeaban por todas partes los puertos
de Sicilia. Pirro, llamado por algunas ciudades
griegas de la isla, hizo todo lo que pudo para
alejar a los cartagineses pero le sucedió lo de
siempre: luego de haber ganado unas cuantas ba
tallas perdió finalmente la guerra, como si hubie
ra sido inventado a propósito para ilustrar su le
yenda.
Los navegantes cartagineses figuran entre los
más audaces de la historia y es fama que sus ex
ploradores bordearon largamente las costas atlán
ticas del Africa algunos siglos antes que los por
tugueses. Sus caravanas de camellos no quedaron
a la zaga de sus buques y atravesaban regularmen
te el desierto de Sahara para entrar en contacto con
los legendarios etíopes.
A la amplitud de su comercio correspondió una
organización financiera adecuada. Conocieron el
papel moneda y supieron respaldar su valor con
el oro que guardaban en sus arcas. El dinero car
taginés logró dominar sin rivales la cuenca occi
dental del Mediterráneo.
Pueblos con menos experiencia comercial y to
davía bárbaros en materia de técnica financiera
no podían competir con ellos y para beneficiarse
con las ventajas de su organización entraron en
la esfera de sus intereses, va como tributarios o
como simples clientes o aliados.
Este imperio marítimo no fue solamente un po
der financiero; su poderosa armada y su no menos
97
fuerte infantería de marina respaldaban con sus
armas la extensa red de sus intereses. Las ciuda
des tributarias pagaban religiosamente sus impues
tos bajo pena de incurrir en un castigo ejemplar si
se vislumbraba en ellas alguna veleidad libertaria.
Los dirigentes de esta empresa llevaron en Car-
tago una vida cuya magnificencia y esplendor
estaba muy lejos de la austera simplicidad que
tanto alabó Catón el Censor en su homenaje al
temple romano. Poseían palacios y edificios gigan
tescos, hasta de doce pisos de altura, rodeados de
jardines y con lujosas piletas de natación donde
se doraban al sol los hijos de estos duros comer
ciantes.
En esas suntuosas residencias vivían estos hom
bres de cuerpos menudos, de rostros aquilinos,
morenos o pelirrojos, pero que manejaban con se
vera competencia sus empresas sin dejarse ablan
dar por las riquezas.
Poco sabemos de sus costumbres y no mucho
más de su lengua, que perteneció al grupo de las
llamadas semíticas, como el hebreo o el árabe.
Los dibujos de vasos y relieves nos los muestran
con sus largas barbas, pero sin bigotes, como para
hacer resaltar aún más los rasgos caprinos de sus
caras.
Fue una sociedad de ricos. Los pobres no sólo
pertenecían a otro estamento, sino también a otra
raza o a los subproductos decadentes de la pro
pia estirpe, indignos, por falta de aptitud para
mantenerse en la esfera de los que dirigían el
negocio. El tipo humano que cultivaba el cartaginés
no estuvo hecho para soportar la pobreza. Podía
aguantarla por momentos, como una imposición
aciaga del destino, pero luchaba denodadamente
contra ella sin que jamás la encontrara digna de
suscitar su admiración, ni siquiera el reconocimien
to de su dignidad. El pobre que no hacía nada
para hacerse rico no era una persona honorable ni
98
encontraba en la sociedad de Cartago una situa
ción decorosa.
Las mujeres, cuando no tenían otro capital que
su belleza, podían dedicarse a la prostitución sin
desmedro de su respetabilidad. La fortuna ama
sada en ese comercio no era peor considerada que
otra. El dinero estaba bajo la protección de Afro
dita y consagraba la suerte de quien lo poseía.
Aristóteles comparó Cartago con la república de
los lacedemonios en cuanto a la especialización
exclusiva de su clase dirigentes: militar en los
espartanos, comercial en los púnicos. Ambos gru
pos humanos vivieron sobre la espalda de una po
blación extraña a las leyes de la ciudad y esto les
permitió introducir en su gobierno, sin peligro
mayor, un elemento democrático.
Como Esparta, tuvo una institución semejante al
eforado, compuesta de ciento cuatro miembros
elegidos entre los personajes más representativos
de la banca, la industria y el comercio, santa tri
logía cartaginesa y canon infalible para medir
cualidades.
Poseyó también, siempre al decir de Aristóteles,
una magistratura análoga a la realeza que estuvo
asistida por un colegio de ancianos o Senado. El
rey tenía carácter electivo y el consejo de ancia
nos, encallecido en la concertación de negocios,
atendía más las exigencias financieras de la em
presa estatal que a las tradiciones morales o reli
giosas. Los cartagineses creen —opinaba el Esta-
girita— “que en la elección de los gobernantes de
be tenerse en cuenta no sólo sus cualidades sino
también su riqueza. Es imposible que quien no
tiene muchos recursos pueda gobernar bien y ten
ga ocios para hacerlo” 1.
99
Es difícil saber lo que opinaría Aristóteles del
ocio entendido a la manera púnica. La palabra
tuvo, en la escuela de Atenas, un significado filo
sófico de una dignidad desconocida en Cartago.
Denotaba el tiempo que el hombre concedía a su
perfeccionamiento espiritual. El cartaginés no co
noció esta inquietud, no tuvieron eso que los la
tinos llamaron “otium cum dignitatis”. Su vida
fue puro negocio tanto en la dimensión personal
como en aquella más alta de la política. Aristó
teles, después de haber hablado de la necesidad
de poder vacar para gobernar, dice que la ley de
Cartago “estimó más la riqueza que la virtud y
esto hace avarienta a toda la ciudad”.
De eso se trataba: toda la ciudad era avarienta
y cuando alguien alcanzaba la riqueza era para
tener más y no para dedicarse a los juegos olím
picos, a la filosofía o simplemente a la pederastía
pedagógica, que era el escalón más vasto y con
currido de la vida ociosa griega.
El dinero hace al hombre. Si esta máxima, que
nunca ha sido del todo falsa, se aplica con rigor,
no se pueden evitar los inconvenientes provoca
dos por una valoración tan mezquina de la vida.
Los cartagineses fueron lógicos y cuando una
parte de la población sentía envidia de los pode
rosos y esa envidia ponía en peligro la concordia
civil, estos últimos recurrían al soborno y enri
quecían a todo probable caudillo de una rebelión
armada. La subversión fue también una manera
eficaz de hacer fortuna y convenía desarmar las
testas populares sumándolas a la oligarquía.
El medio fue usado con éxito para apagar fue
gos revolucionarios y muchas colonias cartagine
sas nacieron de algún conato de guerra civil y cre
cieron para mantener en alto el prestigio de la
riqueza púnica.
Con estas condiciones excepcionales para tener
una vida larga y próspera, los cartagineses pudie-
100
ron haberse mantenido algunos siglos más en la
cartelera, si Dios no hubiera dado al pueblo roma
no las condiciones que le dio o si le hubiese con
cedido a Cartago todo el dinero que precisaba
para poder cumplir un plan oneroso de sobornos.
Desgraciadamente para los púnicos el dinero se
acabó y mal puede uno amar las riquezas si al fi
nal tiene que repartirlas con todos aquellos que
las envidian sin tener condiciones para adquirirlas.
Los cartagineses supieron esto y para enfrentar
situaciones extremas tuvieron su ejército y su ar
mada. Cuando conocieron las intenciones y la
capacidad combativa de la Loba advirtieron que
había que emplearse a fondo. Se trataba de una
nueva fuerza que todavía no había exprirnentado
el cansancio de la saciedad.
Hace unos años Fayard editó en Francia el li
bro de Jean Paul Brisson Carthague ou Rome?,
en donde este historiador, en la perspectiva de una
visión progresista de la historia, trató de revivir
a la luz de los descubrimientos arqueológicos y
de algunos nuevos testimonios, los famosos epi
sodios de las Guerras Púnicas. El autor quería que
en esta suerte de antigua guerra mundial, Cartago
fuera la potencia democrática y Roma la encar
nación del abominable imperialismo militar.
Pese a las pequeñas o grandes trampas que se
esconden en el fondo de una opinión tan moderna
de la historia antigua, algo de esta tajante dico
tomía se da en el combate de estos dos pueblos.
Efectivamente para Cartago “la guerra había si
do siempre un medio para alcanzar otros fines” y
prefirió la acción diplomática, que le permitía
obtener los mismos resultados con mucho menos
gasto. Cuando una expedición guerrera se imponía,
contrataba mercenarios y bajo la dirección de un
jefe cartaginés iniciaba las hostilidades o procu
raba contenerlas cuando ya el adversario había
iniciado su ofensiva.
101
“Simplemente —sintetiza Jean Paul Brisson— su
jerarquía de valores mantenía la guerra en la me
dida de un medio al que se apela solamente cuan
do hace falta sin sentir la necesidad vital de su
ejercicio, jerarquía inversa a la de Roma para
quien la guerra era su razón de ser” -.
Confirma su juicio sobre Roma aduciendo que
se trataba de una ciudad militar, tanto por su es
tructura social que distribuía la ciudadanía en
cinco clases según el papel que cada una de ellas
desempeñaba en r el hecho
de que ninguna hacerse si
no era al térmir prparación
militar.
“La guerra representaba para Roma un elemento
vital y la ciudad se hubiese sentido deshonrada
si hubiera confiado a mercenarios el cuidado de
su obra más importante. No hacer la guerra era
para Roma condenarse al inmovilismo. Actitud
que los cartagineses no podían entender” 23.
Las características del imperio marítimo soste
nido por los cartagineses hablaban claramente de
sus propósitos. Eran puntos de dominio sobre las
costas separados entre sí por grandes espacios de
agua “que no ofrecían ninguna estabilidad ni se
dejaban cernir por ninguna frontera”.
102
Sicilia era, en su casi totalidad, griega, y quizá
por eso desconocía tanto los beneficios como los
inconvenientes de una unidad política sobre el
fraccionamiento en ciudades. Estas estuvieron siem
pre divididas y para poder sostener una indepen
dencia amenazada sabían ofrecer sus encantos, con
hábiles meneos diplomáticos, a las potencias que
podían ayudarlas en los momentos de mayor
apremio.
Cartago había puesto sus ojos en Messina, mien
tras vigilaba estrechamente a Siracusa, cuyas ve
leidades hegemónicas se habían hecho sentir años
antes durante la tiranía de Hieron. En esa célebre
oportunidad Messina había solicitado la ayuda
púnica contra Siracusa. Una vez que la obtuvo y
fue salvada por los cartagineses, no tuvo más re
medio que tolerar la permanencia de sus salvado
res, que se quedaron en la isla con el propósito
firme de no irse más.
Esta presencia tan cercana y tan peligrosamente
fuerte alarmó a los mamertinos y como Roma es
taba a un paso, con sus legiones siempre listas,
la llamaron en su auxilio.
El Senado romano no era un aparato que se
ponía en movimiento por cualquier golpe de aire.
La invitación de los mamertinos fue recibida con
gravedad y provocó sesudas reflexiones durante
un cierto tiempo. Si se les prestaba ayuda, había
que disponerse a entrar en guerra con Cartago.
Esto significaba una lucha larga y muy problemá
tica en cuanto al resultado; si no se atendía al pe
dido, la presencia de los púnicos en la punta de
la bota era algo poco tranquilizador y cuyo peli
gro aumentaría con el tiempo.
I mego de discutir largamente el asunto y medir
sus consecuencias, el Senado aceptó la responsa
bilidad de la guerra, y las legiones romanas en
traron en movimiento. Se cruzó el estrecho y se
103
hizo pie en tierra siciliana. Este fue el comienzo
de la primera Guerra Púnica.
Hieron de Siracusa vio el desembarco romano
y luego las legiones que entraban en combate jun
to a los mamertinos. Comprendió con claridad que
allí se jugaba el destino entero de Sicilia. A pesar
de tener una inteligencia política de primer or
den, se ofuscó y buscó la alianza de los cartagi
neses. Unido a las fuerzas púnicas intervino en el
asalto a Messina, pero fue rechazado. El fracaso
le advirtió sobre el error de su elección y, aban
donando a sus aliados, firmó con Roma una paz
por separado.
Los romanos no hacían remilgos cuando entra
ban en juego sus intereses políticos: pactaron con
Siracusa y comprendieron el provecho que podían
sacar de una ciudad notoriamente experta en cues
tiones marinas, especialmente cuando se había
entrado en guerra contra una talasoeracia del ta
maño de Cartago.
La guerra en Sicilia duró veinte años, desde el
264 hasta el 241 a. de }. C. En esta larga con
frontación de fuerzas y de ingenio los romanos
probaron sus grandes condiciones bélicas tanto en
acciones de tierra como en el mar. En su cotejo
con la armada cartaginesa comprendieron el valor
de los ingenieros navales de Siracusa —la patria
de Arquímedes—. Gracias a ellos infligieron a los
púnicos algunas derrotas notables.
Los cartagineses quedaron sorprendidos cuando
fueron abordados por los barcos romanos, que
arrojaban sobre sus buques unas suertes de pon
tones a través de los cuales la infantería llevaba
la lucha hasta los puentes de sus navios.
El encuentro naval decisivo fue en Marsala y
aunque el resultado de la batalla resultó incierto,
los cartagineses bajo las órdenes de un Amílcar
—que no era el padre de Aníbal— sufrieron pér
didas irreparables. Obligados a pedir la paz, el
104
general romano Atilio Régulo les impuso condi
ciones tan duras que los obligó a reanudar las
hostilidades y a pelear hasta el fin.
Felizmente para los púnicos, el ejército romano,
siempre conducido por Régulo, sufrió una tremen
da derrota ante la pericia estratégica del merce
nario espartano Xantipo, que los cartagineses ha
bían contratado para esa oportunidad. La batalla
fue cerca de Cartago, en Túnez, y del fuerte ejér
cito de Régulo sólo dos mil hombres pudieron
volver a Roma con la narración del encuentro.
Fue un mal año para la Loba y durante un largo
tiempo debió quedarse para lamer sus heridas.
La guerra se reanudó en Sicilia, cuando los car
tagineses pusieron sitio a Palermo bajo la direc
ción del general púnico Asdrúbal. Esta vez no los
acompañó la suerte y más de veinte mil cartagi
neses quedaron en el campo de batalla.
Fue en esta ocasión cuando apareció en las filas
cartaginesas el primero de los Barca que debía
inmortalizar el nombre de esta famosa familia:
Amílcar. Este capitán creyó conveniente cambiar
la táctica seguida hasta ese momento en la lucha
contra Roma e inició una serie de operaciones
ofensivas sobre diversos lugares del litoral italia
no. Estos golpes de comando aumentaron las di
ficultades porque atravesaba la ciudad del Tíber.
El Senado estaba aterrado y con las arcas del teso
ro casi exhaustas. Con todo, la guerra no podía
ser contenida y debió apelarse a los grandes re
cursos.
Los hombres más ricos de Roma probaron una
vez más que sus intereses estaban estrechamente
ligados a la causa de la República y como sus
fortunas dependían de la buena conducción de
los negocios públicos, pusieron todo cuanto te
nían en equipar una nueva escuadra y designaron
para comandarla al cónsul Lutacio Catulo.
En el año 241 Catulo infligió a la armada car-
105
taginesa una derrota definitiva que la expugnó del
Mediterráneo como fuerza combativa. Cartago de
bió pagar a Roma un tributo de 3.200 talentos v
la posición de Roma en Sicilia fue indiscutida.
La derrota conmovió profundamente a los car
tagineses y hubo en la ciudad una serie de levan
tamientos que hicieron todavía más grande el
desastre. Roma observó estas luchas civiles sin in
tervenir, pero luego se hizo pagar esa neutralidad
exigiendo la entrega de Córcega y Cerdeña y mil
doscientos talentos más para reponer su armada
y asegurar el dominio de la cuenca occidental del
Mediterráneo.
106
lanzaron a reclutar huestes para armar un pode
roso ejército. Estaban en esa faena cuando murió
Amílcar y lo sucedió en la obra su yerno Asdrii-
bal, que demostró, con los hechos, ser un digno
sucesor de su suegro.
Baal Harnan debe haber sentido una predilec
ción particular por el mayor de los Barca, Aníbal.
Cuando en 221 a. de J. C. Asdrúbal perece en una
reyerta que la historia no ha podido aclarar, Aní
bal es elegido como general por sus soldados pa
ra continuar la obra paterna.
Era el hijo mayor de Amílcar y probablemente
nació en el año 246 a. de J. C. Acompañó a su
padre a España cuando apenas tenía nueve años
y a los veinticinco le sucedió en el mando. Se hizo
cargo de ese nuevo estado que Piganiol llamó “de
los bárcidas” y con un claro esquema estratégico
inició sus preparativos para llevar la guerra so
bre Roma.
El Senado romano estaba enterado del creci
miento y la peligrosidad de esa nueva fuerza y
trató de detenerla firmando un tratado con Aníbal
en el que éste se comprometía a no pasar las fron
teras del río Ebro.
Cuando se está al servicio de un demonio con
quistador como Baal Haman, los acuerdos son le
tra muerta y no era el mayor de los hijos de Amíl
car quien se ataría las manos por una promesa
impuesta por la necesidad.
En el año 218 Aníbal asedió la ciudad de Sa-
gunto, aliada de Roma, y dejándola rodeada por
un ejército a las órdenes de su hermano Asdrú
bal, atravesó rápidamente el Ebro y los Pirineos
con un ejército de cuarenta mil infantes, nueve
mil jinetes y una treintena de elefantes. Con estas
tropas, donde militaban íberos y munidas, realizó
la famosa travesía de los Alpes y se descolgó por
el norte de Italia para llevar a la Península su
guerra contra Roma.
107
Todo esto puede decirse en un par de líneas,
pero su realización fue una de esas hazañas mili
tares que dejan en la historia una huella imborra
ble y hacen de sus conductores uno de los más
gloriosos capitanes que se conocen.
El Senado romano, muy sorprendido pero no asus
tado, puso treinta mil infantes y catorce mil jine
tes bajo bandera y los colocó a las órdenes de P-
Comelio Scipio, quien, habiendo sido cónsul en
216, tomó el mando de una expedición contra Ja
España púnica y trató de alcanzar a Aníbal en el
valle del Ródano sin poder lograrlo. De retorno
a Italia, se puso al frente de este nuevo ejército
y fue derrotado en Tessino por el caudillo carta
ginés. Herido en combate, en cuanto se restableció
partió nuevamente a España, donde cumplió las
funciones de pro-cónsul entre los años 217 y 211.
Murió en una emboscada.
La batalla de Tessino convirtió a Aníbal en due
ño de la Galia Cisalpina y allí reclutó entre los
galos, siempre mal dispuestos contra Roma, sus
mejores soldados.
T. Sempronius Longus, colega de P. Comelio
Scipio, fue encargado por el Senado de preparar
una expedición contra Cartago a partir de Sicilia,
pero en vista del desastre fue rápidamente convo
cado a asistir a su colega en la lucha contra Aní
bal. Se encontró con Scipio en Trebia, pero apura
do por demostrar sus condiciones militares atacó
a Aníbal sin esperar el apoyo del otro ejército.
Derrotado también por el general cartaginés, desa
pareció de la escena política.
El camino a Roma estaba expedito, pero el ge
neral cartaginés tuvo que retirarse a sus cuarteles
de invierno y esperar “il grido dell’acquila mar-
zia” antes de iniciar la nueva ofensiva.
En la primavera del 217 dio Aníbal la orden
de marcha. Polibio narra los sufrimientos de su
ejército en medio de los pantanos y teniendo que
108
\
109
Muchos creen que Aníbal perdió el tiempo al
no atacar directamente a Roma luego de Cannas.
Otros sostienen que igualmente a lo sucedido en
Trasimeno no quedó en condiciones de comenzar
un sitio. Sabía bien que los romanos se jugarían
enteros en la defensa de la ciudad y que antes
de llegar a sus murallas tendría que vencer varios
ataques en los que el vigor y el fanatismo romano
se emplearían a fondo para detenerlo. Esto pro
vocaría un deterioro que sería imposible reponer
con prontitud y asegurar así la victoria. Creyó más
prudente esperar y observar si la derrota de Can
nas cambiaba la posición de los pueblos aliados
a Roma. Mientras tanto pidió refuerzos a Carta-
go, pues necesitaba reponer hombres y materiales.
Roma, cercada por los soldados de Aníbal, de
rrotada en Cannas, abandonada por una parte de
las ciudades aliadas que jugaron la carta del cau
dillo cartaginés, pasó una de las situaciones más
difíciles de su larga historia. La situación se com
plicó cuando Aníbal obtuvo el apoyo de Macedo
nia v las falanges griegas comenzaron a invadir
Italia.
Reconozco que los cotejos que suelen hacerse
entre Roma y Cartago son bastante triviales cuan
do no puramente retóricos, pero examinando la
situación provocada por Aníbal es difícil resistir
la tentación y no correr el riesgo de una compa
ración. La guerra ha favorecido a Aníbal. Este
tiene en su favor las batallas ganadas y el genio
militar que los romanos no poseen. La iniciativa
bélica, el apoyo macedónico y el de algunas ciu
dades de Italia son puestas que militan por Aní
bal. Por lo demás la lucha se dirime en tierra
romana y esto va siempre en perjuicio del dueño
del territorio.
Aníbal no cuenta, sin embargo, con el respaldo
de su propia nación. Esta ausencia se hará sen
tir cada día con más fuerza, y en tanto ese apoyo
110
se haga cada vez más necesario. Roma, en cam
bio, posee muchos recursos y la fuente inagotable
de su tremenda energía patriótica. Como no po
día derrotar a Aníbal en un encuentro frontal,
aplicó la misma táctica que le había dado tan ex
celentes resultados al caudillo cartaginés, y abrió
contra los púnicos un frente en España y otro en
Africa.
LOS ESCIPIONES
111
se encargara de los asuntos españoles. Como na
die se presentó como candidato al cumplimiento
de tan difícil misión, un joven de veinticinco años,
hijo de uno de los generales muertos en la em
boscada, pidió el cargo para si. Era contra la
costumbre, porque el joven Scipio apenas había
iniciado el curso de los honores y carecía de la
experiencia suficiente para que el Senado le con
fiara un cargo de tanta importancia. La Asamblea
se hizo responsable de la designación y Publio
Comelio Scipio Júnior partió para España con
el grado de pro-cónsul y todos los poderes que le
permitieran emprender las acciones que conside
rara indispensables.
Scipio se apoderó de Cartagena, base principal
de las operaciones bárcidas, y de allí inició con
brío una ofensiva total poniendo en práctica lo
que había aprendido de su gran adversario. Dice
Polibio que antes de llegar al teatro de las ope
raciones “estudió con gran cuidado la topografía
de los sitios que quería atacar, el régimen de los
vientos, la amplitud de las mareas y todas las po
sibilidades que el terreno podía ofrecer a una
defensa” 5.
A sus condiciones guerreras y a su buen cono
cimiento de la ciencia militar de la época, unió
el encanto de su juventud, de su generosidad y
nobleza. Pronto se granjeó la adhesión entusiasta
de cuantos tuvieron la oportunidad de servir y
combatir bajo sus órdenes. Esto le facilitó también
la difícil tarea de conquistar la simpatía de los
españoles, no siempre bien dispuestos para con
el dominador romano.
Un primer encuentro con Asdrúbal en los cam
pos de Bailón quedó un poco indeciso y las tropas
cartaginesas lograron salir del trance sin grandes
pérdidas rehaciéndose rápidamente para volver al8
112
ataque en tierras de Andalucía. En una segunda
batalla, Scipio los derrotó por completo y tuvo en
sus manos el dominio de España. El Senado roma
no lo convocó a la Urbe y Scipio fue recibido por
el pueblo con muestras de grandes esperanzas.
Contra la opinión de los senadores y de su por
tavoz, Fabio, Scipio sostuvo la tesis de atacar a
los cartagineses en Africa. Los viejos se resistieron
pero la Asamblea apoyó el pedido y se le conce
dió el mando de las tropas que enfrentarían a los
púnicos en Zama.
La gran batalla final contra Aníbal se produjo
en el año 204 y en ella se encontraron al fin los
dos más grandes generales de la época: Aníbal
y Scipio. Parece que antes de dirimir el pleito
por la fuerza los dos jefes tuvieron una entre
vista, pero no se llegó a ningún acuerdo.
El combate comenzó mal para los cartagineses,
porque Massinisa, jefe númida y poseedor de una
intrépida caballería, se pasó al campo romano con
todas sus huestes. La fuerte ayuda redobló la
audacia de Scipio y le facilitó la realización de
una maniobra aprendida de Aníbal y que consis
tía principalmente en algunos movimientos con
tropas montadas.
La victoria de Zama puso fin a la segunda
Guerra Púnica. Aníbal y Scipio concertaron una
paz que si bien no salvaba a Cartago de las duras
condiciones de una franca derrota, garantizaba la
existencia de la ciudad.
La oligarquía cartiginesa perdió, en ese largo
cotejo bélico, gran parte de sus antiguas vir
tudes, y el pueblo púnico, que nunca había teni
do una clase dirigente noble, se vio de pronto
gobernado por un montón de plutócratas que en
vidiaban más las excelencias de Aníbal y le te
nían más miedo que a los romanos. El Senado
cartaginés entró en trato con el de Roma y acusó
a Aníbal de querer proseguir la guerra sin consi
113
derar sus intereses ni sus opiniones. El resultado
fue un canje miserable por el cual Cartago obte
nía una precaria paz a cambio de la cabeza de su
gran caudillo.
Aníbal no era hombre de entregar su vida sin
resistencia. Se refugió en Grecia, en donde se con
virtió en una suerte de asesor militar del rey An-
tioco. Cuando los romanos derrotaron a Antioco,
Aníbal buscó refugio en Creta y luego en Bitinia.
Rodeado en todas partes por sus implacables ene
migos se dio muerte ingiriendo un fuerte veneno.
Dice la leyenda que antes de morir habría dicho:
“Devolvamos la tranquilidad a los romanos, dado
que no tienen la paciencia de esperar la muerte
de un viejo como yo”.
114
un fondo tenebroso de sacrificios y expiaciones
que hablan tnuy alto en torno de un montón de
fuerzas oscuras en franca contradicción con el
cuadro de racionalidad militar que hemos des-
cripto.
Hasta las Guerras Púnicas la República romana
se movió en un ámbito cultural de intereses que
podemos llamar helenísticos. Probablemente el cre
cimiento espiritual de Roma hubiere seguido esta
línea de desarrollo si los acontecimientos suscita
dos por las Guerras Púnicas, especialmente por
la segunda, no hubiesen removido un fondo mu
cho más antiguo sacando a la luz las misteriosas
energías de sus tradiciones seculares.
“Roma percibió que el mundo griego había sido
el espectador, a menudo malevolente, de su lucha.
Sus ejércitos hollaron tierras griegas, sus diplomá
ticos tomaron contacto con los reinos orientales y
concertaron alianzas y complicidades. Toda su po
lítica se levantó al nivel del helenismo y la invadió
el sentimiento de su propia superioridad, especial
mente cuando pensó que Aníbal, formado en la
escuela de la estrategia griega, no pudo acabar
con la obstinación de los países latinos.. ." °.
Este retorno sobre sí misma la llevó a buscar
en sus creencias ancestrales el vigor espiritual que
necesitaba para restaurar su seguridad y lograr
el triunfo sobre el enemigo. “Ya con sacrificios
expiatorios de carácter brutal y arcaico, o bien
con el desarrollo de géneros poéticos como el
teatro y la epopeya —fenómenos que en apañen
cia son independientes los unos de los otros, y
aun contradictorios, pero todos tienden a probar
que Roma, bajo la presión del peligro extremo,
está en camino de tomar una nueva conciencia
de eso que ella es y de conquistar un lugar origi-6
115
nal en la espiritualidad del mundo mediterráneo” 7.
La derrota de Roma en la batalla de Cannas
fue motivo para un reencuentro sobrenatural con
los viejos misterios de la raza. Se buscó la causa
religiosa del desastre y se trató de reconquistar la
benevolencia de los dioses ofendidos con un sa
crificio terrible. Dos vírgenes destinadas a con
servar el fuego sagrado de la ciudad habían co
metido el sacrilegio de abandonarse en los brazos
de un amor culpable. Una de ellas se suicidó y
la otra fue sepultada viva en una cueva. Su se
ductor recibió de la mano del sumo pontífice una
paliza ritual que le costó la vida.
Para aplacar la irritación de los dioses y pur
gar el crimen se recurrió al sacrificio de seres
humanos. Un galo y una gala, un griego y una
griega, fueron ofrecidos a los daimones para que
su cólera cayera sobre los pueblos a que pertene
cían ambas parejas.
Paralelamente a estas medidas religiosas, de
probable procedencia etrusca, afirma Grimal que
se envió una embajada a Delfos para obtener del
viejo oráculo helénico un consejo y una seguridad
de protección.
“Roma no podía renunciar totalmente a esta
parte importante de sus tradiciones, aquellas que
había contraído en su relación tan positiva con
el helenismo” 8.
Añade que esta vinculación religiosa con Del
fos era también de origen etrusco, de manera que
el recurso al santuario debe tomarse como un sal
to atrás en la línea de sus relaciones culturales
con Grecia.
La religión romana, además de sus fuentes
etruscas, tenía otras que se pierden en los oríge
nes de los pueblos latinos. En el año 217 se de-
116
claró una primavera santa, sacrificio cruento que
consistía en el holocausto de todos los hijos varo
nes nacidos en ese año. Para evitar el dolor de
ese antiguo rito, se lo reemplazó por el destierro
de todos esos niños cuando alcanzaran la edad
en que podían abandonar la ciudad. Ese mismo
año el dictador Fabio erigió en el Capitolio un
altar al dios Mens, representación divina de la in
teligencia, que tanta falta hacía para poder com
batir la sagacidad de Aníbal.
Los dioses eran convocados, como en los ciclos
troyanos, para engrosar las filas de los soldados
\ proteger con fuerzas sobrenaturales a aquellos
que merecían sus favores por la piedad demos
trada. Pero a la inversa de lo que sucedía en Ho
mero, las fuerzas llamadas en avuda por los ro
manos pertenecían a un mundo religioso mucho
más primario y antiguo que aquél de la aristocra
cia olímpica.
La faz nocturna de la Roma demoníaca se re
vela en la crueldad de los sacrificios expiatorios.
Si existió en Roma una inclinación manifiesta por
la serenidad apolínea del racionalismo griego, las
Guerras Púnicas, en el lapso de su duración, la
hicieron abandonar como a una tentación peli
grosa. Suponía un espejismo paralizador ante los
griegos que armaban los brazos de los enemigos
de Roma.
“Así las más graves innovaciones religiosas se
explican, en última instancia, no por el auge de
un cosmopolitismo —imposible en esos años de aco
so militar y moral— ni por el aturdimiento de los
romanos. Roma estuvo lejos de abandonarse a la
desesperación y perder la fe en su misión y en su
destino. Fue por el surgir de una conciencia más
aguda de su personalidad nacional y racial. El mo
vimiento espiritual comenzado por la obra de Livio
Andrónico, el advenimiento de la conciencia itálica
en Roma se continúa y se acentúa. Solamente que
117
el cuadro se amplía y la patria latina tiende a
convertirse en única beneficiaria” °.
118
Antes de terminar la segunda Guerra Púnica
los romanos debieron intervenir en Macedonia e
infligieron a la patria de Alejandro dos desas
tres navales de gran importancia política: Egina,
en 210, y Lemos, en 208. A estas operaciones su
cedieron sendas medidas sobre tierras griegas que
pudieran asegurar el éxito. En 205 el rey de Ma
cedonia, Filipo, como el padre de Alejandro, con
certó una paz con la Urbe que permitió a ésta
atender mejor sus asuntos pendientes con Cartago.
Cartago, en 151 a. de J. C., cansada de las
pretensiones cada día más apremiantes de los nu-
rnidas, sin pedir la debida autorización a Roma,
se armó contra ellos y se aprestó para el combate.
Los romanos acudieron con presteza en apoyo del
aliado munida e impusieron a los cartagineses con
diciones de paz tan duras y brutales que éstos no
tuvieron más remedio que luchar contra los ro
manos.
La ciudad se aprestó para la defensa y se armó
como pudo para ofrecer una resistencia feroz que
contrastaba notablemente con los hábitos pacíficos
y más bien voluptuosos de sus habitantes. La du
reza romana fue la autora de ese milagro y Publio
Cornelio Scipio Emiliano debió someter la ciudad
a un sitio implacable antes de entrar en ella co
mo triunfador. Tres años duró la agonía de Car
tago V, finalmente vencida, lo que quedó de su
población fue vendida como esclava.
No es una de las páginas más nobles de la his
toria de Roma, pero sí aquella que habla con más
elocuencia de su inclinación implacable a arreglar
sus asuntos bélicos de un modo definitivo.
“Escipión Emiliano dejó sus tropas para sa
quear libremente la ciudad entre los humeantes
escombros, luego procedió a la distribución del
botín v envió el navio más rápido de su flota
para avisar a Roma de la victoria. El viejo Catón
había muerto sin ver la realización de su más
119
ardiente deseo, pero su sombra debió temblar de
satisfacción en ese mundo subterráneo donde to
davía debía animarlo su odio implacable. Roma
podía respirar tranquila, las vergonzosas derrotas
que le había infligido Aníbal estaban vengadas” 10.
120
V
EL OCASO
DE LA REPUBLICA ROMANA
LAS PROVINCIAS
121
habían renunciado a ella y aunque sacudidos por
todos los vientos de la violencia que entró en sus
naciones luego de la epopeya alejandrina, seguían
creyendo que la ciudad estado era el ámbito ca
bal donde se podía desarrollar en su plenitud la
vida del hombre.
Los romanos nacieron con otra disposición es
piritual y la ley significó para ellos, más que una
“regula mores”, una concesión para adecuar sus
derechos, una garantía de su efectividad. Por esa
razón la ley venía siempre impuesta por los hechos
que ella tendía a hacer ingresar en el orden de
eso que podemos llamar, provisoriamente, la “pax
romana”.
La conquista de la cuenca del Mediterráneo
trajo consigo una serie de transformaciones polí
ticas y sociales que hicieron de la vieja constitu
ción republicana un instrumento inadecuado para
dar solución a los problemas que diariamente pre
sentaba la realidad. Los romanos los fueron resol
viendo como pudieron y en la medida que debie
ron enfrentarlos, sin que nunca cayeran en la ten
tación de preverlos en el esquema “a priori” de
ua regimentación ideológica.
Los conflictos sociales nacidos en el calor de la
conquista no tuvieron nunca la dureza dialéctica
que le presta, muchas veces, la interpelación mar-
xista. Individuales o colectivos, simples o comple
jos, fueron siempre tensiones de poder y de fuerza
que auspiciaron soluciones en las que se los re
conocía o rechazaba, sin pretender introducir en
el resultado ningún condimento de justicia ideal.
Sabemos que la quimera no fue el fuerte de los
romanos. Tuvieron confianza en la resolución por
la espada, pero nunca creyeron que ese instrumento
pudiera ser la clave de un dominio verdadero. La
ley tenía que venir a transformar la dura imposi
ción del hecho con una situación conforme a las
exigencias de la vida en común.
122
Cuando se trató de organizar el estatuto de las
provincias conquistadas, se analizaron las reales
condiciones en que la conquista había sido hecha
y se tuvo en cuenta la índole particular de la re
lación que ese territorio tuvo con Roma. Muchos
de los nuevos estados vasallos pudieron ser incor
porados sin grandes inconvenientes. La confedera
ción romana los admitía en calidad de súbditos so
metidos a la ley militar —“foedus aequum”— y para
esa ocasión se usaba designar un magistrado es
pecial, con una jerarquía dentro del ejército y do
tado de los instrumentos que hicieran falta para
el ejercicio de sus funciones.
Los mandatos militares extraordinarios y las pró
rrogas sucesivas de los mismos serán una exigencia
de gobierno impuesta por la extensión del dominio
y que al fin incidirán negativamente en la suerte
del régimen republicano. Esas magistraturas, naci
das en las duras necesidades de la guerra, tenían
implícitos muchos elementos de gobierno personal
para que no suscitaran en los elegidos el deseo de
imponer en Roma los criterios que tan buen resul
tado daban en las provincias sometidas. La solución
imperial es un hecho político que surgió de los te
rritorios conquistados y que se volcó más tarde so
bre la misma Urbe como una lógica gravitación
de ese inmenso cuerpo.
La relación de Roma con los países dominados
tiene dos momentos. En una primera fase la ciudad
capital intenta, sin salir del marco republicano, dar
una solución adecuada a sus extensas posesiones.
Los partidos políticos, de factura puramente eco
nómica, juegan en esa oportunidad el papel de fac
tores negativos. Trenzados en lucha sin cuartel
hacen imposible la solución al problema. Sus inte
reses sectoriales convierten el gobierno de las pro
vincias en un saqueo permanente y en una lucha
feroz por ver quién roba más. Las tentativas de
Tiberio y Cayo Graco, la de Livio Druso, como las
123
de Mario y Sila, ilustran con sus sangrientos epi
sodios el desarrollo de este primer momento.
La segunda fase se incoa en la primera y nace
de los instrumentos creados por Roma para soste
ner la organización imperial. Se puede decir, con
más rigor, que es el Imperio mismo, en la persona
de sus hombres representativos quien impone a
Roma el régimen que debe trocar el saqueo en un
gobierno.
Mario y Sila fueron hombres del Imperio y en
sus respectivas gestiones políticas intervinieron, ya
como jefes de facciones ciudadanas o bien como
generales a la cabeza de sus legiones profesionales.
No impusieron la monarquía porque no tuvieron
el genio para hacerlo o porque fueron impedidos
por sus compromisos partidarios. Puede ser tam
bién que Roma no había sufrido lo suficiente, a
causa de las guerras civiles, para renunciar a sus
vicios constitucionales.
Antes de examinar la primera fase de este pro
ceso político, conviene decir algo más acerca de las
formas de dominio que Roma adoptó en sus pro
vincias. El empirismo práctico de los romanos fue
el mejor elemento de éxito. Los países que habían
estado bajo el dominio de Cartago pasaron al de
Roma sin que aparecieran cambios muy notables
en sus relaciones con ambos poderes. El goberna
dor de la ciudad y el ejército a sus órdenes fueron
romanos. Hubo también un pretor y un cuestor
encargados de cobrar los tributos que en parte
eran usados para mantener el aparato local de go
bierno y en parte pasaban a integrar el tesoro de
Roma.
Merced al cobro de este tributo la ciudad capi
tal sostuvo sus fuerzas armadas sin ceder a la cos
tumbre griega de hacerlo en nombre de una confe
deración. Esto explica que la situación jurídica de
los estados vasallos no fuera la de aliados, sino
la de súbditos.
124
“Concepción extraña a las ideas dominantes en
las ciudades greco-itálicas y adquirida, probable
mente, en las dinastías macedónicas de Oriente”,
escribe Rostovtzeff L
La explicación de esta política, en la relación
concreta con España, nació por el hecho de haber
sido la península ibérica una posesión particular de
los Barca. La cosa se complicó cuando se trató de
imponer un estatuto a las ciudades de tradición
helénica. Eran pueblos cultos, muchos de ellos au
tónomos y con un nivel de cultura que Roma ad
miraba.
Algunos de estos estados fueron sumados al do
minio romano en calidad de aliados, pero sin ma
rina ni ejército propios. Otros, todavía mejor apre
ciados, fueron incorporados en la misma situación
que las ciudades de Italia. Los hubo también —el
caso de Siracusa— que vieron reemplazada su tira
nía local por un gobernante dependiente de Roma,
pero que hizo modificaciones en el régimen legal
de la ciudad.
El resto de Sicilia fue ordenado de acuerdo con
la jurisprudencia asentada en Siracusa. De esta ma
ñera Roma mantenía sus vasallos en una red de
potestades e intereses muy complicada y al mismo
tiempo muy dúctil. Nunca sacrificó la variedad
de las situaciones al gusto de la uniformidad im
puesta por el espíritu racionalista.
Los romanos se encontraron en el mundo helé
nico luego de haber aceptado gran parte de sus
presupuestos intelectuales. Esto los hizo obrar con
discreción y gobernar a esos pueblos sin aplastar
bajo el peso de una potestad extraña las costum
bres vernáculas.
Roma respetó siempre las tradiciones y hasta en
época de mayor escepticismo tuvo con respecto a
las creencias de sus súbditos un cauteloso cuidado,1
125
que expresaba al mismo tiempo estima de la fe
ajena y temor a los dioses, cualesquiera fuera su
procedencia.
Reconocían a la vida una clara primacía sobre
la obra exclusiva de la razón. No creyeron bueno
ni conveniente entrar a saco en los sentimientos
religiosos bajo el pretexto de que podían ser poco
razonables o simplemente oscuros y salvajes. Si a l
guna vez se metieron a censurar una práctica re
ligiosa, lo hicieron para defender otras aceptadas
por todos, o para evitar se pecara contra la vida,
el decoro o la salud mental. Su choque contra el
cristianismo se hizo en nombre de la tolerancia v
bajo la acusación de su exclusivismo. El culto mo
noteísta era de un Dios único y los romanos no
podían admitir que se vaciaran sus altares en bene
ficio de ese solo Dios.
Los pueblos que constituyeron el Imperio Roma
no no estaban ligados a la ciudad capital de acuer-
jurídico simple. Existía una
alianzas, vasallajes, asocia
ciones y subordinaciones que solamente la mente
práctica, al mismo tiempo sutil y memoriosa del
romano, podía comprender y reconocer en sus mil
detalles.
Cuando terminó la tercera Guerra Púnica, Carta-
go fue también anexada a la República Romana y
se convirtió en la ciudad cabeza de la provincia
de Africa. Las situaciones claras y distintas forman
parte del lado soleado de las relaciones de Roma
con los pueblos vencidos. Existe también un costado
oscuro, sombrío, y éste fue acentuándose en la
medida que el poder y las tentaciones alimentadas
por las riquezas a disposición de los magistrados
fueron corrompiendo cada vez más la moral de los
hombres públicos. Catón ha sido siempre un ejem
plo demasiado chillón para que no sospechemos
que se consideraba a sí mismo como una suerte de
milagro moral. Sus conatos reaccionarios y la insta-
126
lación a gritos de sus pregonadas virtudes hace
pensar que se trataba de un artículo de lujo, de
una excepción y no de un caso habitual.
El gobierno de las provincias, en especial de
aquellas que pertenecían al pueblo romano —“prae-
dio populi romani”—, era una función extraordina
riamente lucrativa. Los funcionarios encargados
de su administración hallaron en sus tareas la ma
nera más cómoda de hacer fortuna y como la po
breza, más que una prueba de santidad, era con
siderada un oprobio, no tenían ningún escrúpulo
en volver llenos de oro, aunque hubiesen partido
sin un cobre. Las provincias griegas, que tenían
una larga veteranía administrativa, se protegieron
mejor de estos abusos. Apelaban con frecuencia an
te el Senado romano y armaban tal escándalo que
sus quejas fueron muchas veces oídas, especialmen
te si coincidían con los agravios políticos que el
Senado podía tener contra esos gobernadores.
En las provincias alejadas, y con poca aptitud
para las querellas litigiosas, las reclamaciones se
perdían en las sordas orejas de los administrado
res y nunca llegaban a donde podían ser recogidas
con fruto. Conviene recordar estas circunstancias
para comprender mejor los sucesos que llevaron
la República a su ocaso.
127
mucho meaos severa en todo cuanto respecta a las
costumbres, sin ser, por ello, menos agresiva y
dicaz.
Se lia dicho que Grecia conquistada conquistó
a sus orgullosos conquistadores y les impuso un
modo de vida y un gusto por los refinamientos que
estaba muy lejos de la sencillez tan vigorosamente
propagada por el viejo Catón el Censor.
“I primi trenta anni del secolo secondo avanti
Cristo —escribe Guglielmo Ferrerò— furono per
l’Italia una di quelle età felici, in qui anche qui co
mincia con poco capitale può far fortuna, perché
il tenor di vita, i desideri, l’industria, il comercio,
le idee, l’audacia, tutto insomma ingrandisce rapi
damente e insieme”
Los males correspondientes a esta situación no
tardarán en nacer. No había terminado el siglo
II a. de J. C. cuando los desmanes de la nueva
oligarquía, su codicia desatada y su sentido pura
mente crematístico de la conquista produjeron su
inexorable consecuencia: la pauperización de los
ciudadanos comunes, el abandono de los predios
solariegos, la imposibilidad de competir con las
explotaciones agrícolas en gran escala que se hacían
con esclavos y sobre las tierras públicas.
El problema preocupó a los romanos: ¿Cómo se
podía obrar para que esta situación no destruyera
la República? La medida aparentemente más sen
sata era el restablecimiento de la clase media agrí
cola. Una mirada retrospectiva a las pasadas glo
rias bastaba para atribuir a este estamento todas las
virtudes heroicas y los bienes merecidos por la
ciudad.
Puestos ante el signo manifiesto de la decaden
cia, los ojos se volvían por sí solos al pasado y
buscaban solución en las lecciones de la historia.2
128
Expediente fácil, ilusorio e ingenuo. Los hermanos
Tiberio y Cayo Graco fueron los encargados de
proponerlo a la consideración del pueblo y de la
clase senatorial. Como promotores fueron también
los primeros en recoger la amarga cosecha de esta
falsa solución.
Bloch decía que si toda la aristocracia hubiera
pensado de la misma manera que los Gracos y no
se hubiere arredrado ante los necesarios sacrificios,
la duración y vitalidad de la República aristocrática
habría podido prolongarse por algunos siglos más.
No obstante, añadía a continuación, volviendo
por los fueros de su esquema marxista, que ese
idealismo solamente se puede encontrar en algunos
individuos. La clase no puede renunciar nunca a
sus intereses y privilegios.
Esta entelequia sociológica que se llama la clase
asume la responsabilidad de haber desoído la voz
de sus mejores representantes. La profecía de Bloch
tiene el encanto de una admonición llena de nos
talgia, lo que la hace también un poco innecesaria.
Nunca sobremos lo que pudiera haber sucedido de
tener éxito la tentativa de los Gracos. Tal vez no
se pueda decir con absoluta certeza que era un
plan descabellado, pero existe la seguridad de (que
muchos factores reales se oponían a su realización
y la famosa solución agraria tenía la desgracia de
no ser francamente aceptada ni por sus posibles
beneficiarios, sin hablar, por supuesto, de quienes
la distribución del “ager publieus” lastimaba en
sus intereses.
Para los primeros se trata de volver a la gleba,
a la mansera y a la pala. No solamente de gozar
de una propiedad trabajada por otros, sino de la
brar uno mismo la heredad. Esta perspeciva bucó
lica no entusiasmaba demasiado a los hombres q u e
se habían acostumbrado a vivir en la ciudad.
Pese a todos mis esfuerzos por hallar en Tiberio
Graco algunos rasgos de inteligencia política, no
129
logro alejar de mi mente la imagen de un “medio*
crón” solemne e infatuado con sus recetas de mo-
ralina agrícola. Sin duda sabía hablar bien y, corno-
manejaba con facilidad los temas que agradan a
la gente del pueblo, fue escuchado con pasión.
“Los animales feroces —decía— tienen su guari
da, su lecho, su escondrijo, en cambio los ciudada
nos que combaten y mueren por Roma nada poseen
a no ser el aire y la luz del sol. Se los ve vagando,
sin casa ni hogar, con sus mujeres y sus hijos
Cuando nuestros generales en el fragor de la ba
talla exhortan a los soldados a defender los tem
plos y las tumbas familiares contra el enemigo, no-
se preguntan si queda alguno de esos romanos due
ños todavía del altar sagrado donde reposan sus
mayores. Estos así llamados dueños del mundo no
son dueños ni de una mota de tierra donde pue
dan ser enterrados y honrados por los suyos. Com
baten y mueren por el lujo y la riqueza ajena.’’
El plan de reforma agraria propuesto por Tiberio
Graco fue concebido con anterioridad por Cayo
Lelio, quien, en 140 a. de J. C., lo había presentado
ante el Senado para que fuese considerado por los
padres de la ciudad. El proyecto no pasó de allí,
hasta que en 134 a Tiberio se le ocurrió la idea de
hacerlo votar directamente por la asamblea del
pueblo sin pasar vista al Senado. Era, como escribe
Adcock, un reto a las costumbres”. La situación
empeoró cuando el otro tribuno, en ejercicio de
sus funciones, Octavio, vetó la proposición de T i
berio.
El mayor de los Gracos carecía de esa pruden
cia que asegura una larga vida y, como tal vez
amaba más la fama que la existencia, “invocó al
pueblo contra su colega de tribunado y lo hizo
deponer por el voto de la plebe” 3.
130
Era un nuevo desafío a la costumbre, además al
Senado, a la constitución y al simple buen sentido.
Todos cuantos conservaban un adarme de cordura
política lo abandonaron y se encontró solo en lucha
contra la oligarquía cogobernante.
Durante el tiempo de duración de su mandato
tribunicio estuvo amparado por el carácter sagra
do de su magistratura. Cuando venció su tiempo
trató de hacerse reelegir, pero fue derrotado por
sus opositores y quedó así, sin defensa, frente a
los puñales del enemigo.
Adcock hace suya la opinión de Last, quien
atribuye a los constitucionalistas haber impedido la
reelección de Tiberio y haberlo librado así a un
injusto crimen. Con la muerte de Tiberio se inau
guró en Roma la costumbre nefanda de eliminar
por el asesinato a los opositores más notables.
La ley agraria no fue derogada, pero su vigencia
se limitó a resultados muy pobres por la oposición
que halló entre los explotadores del “ager publi-
cus” y el poco entusiasmo que tuvo el proletariado
urbano para reclamar la posesión de sus predios.
Diez años después de la muerte de Tiberio, en
el año 124 a. de J. C., fue elegido tribuno de la
plebe su hermano Cayo Graco. Heredero de las
inquietudes de su mavoral resucitó el expediente
que había sido archivado y en parte por vengar la
muerte de Tiberio y rescatar su memoria del ol
vido y en no pequeña parte por satisfacer sus pro
pias convicciones, inició una ruidosa campaña para
que la ley sobre el “ager publicus’’ renaciera de
sus cenizas. Más hábil que Tiberio, tomó una serie
de medidas políticas para respaldar sus propósitos.
En primer lugar trató de contrapesar la influen
cia del Senado captándose el apoyo de la clase de
los caballeros —“equites”— mediante unas concesio
nes oportunas establecidas en una ley que llamó
judiciaria. Esta medida legal creaba en beneficio
de la clase “equestre” el monopolio de los tribu
131
nales que entendían todo lo concerniente a los de
litos cometidos en provincia. Esto significaba poner
en inanos de los financieros y capitalistas más re
cientes una poderosa palanca de poder que hasta ese
momento manejaba la antigua oligarquía senatorial.
No conforme con otorgarles este privilegio, Cayo
les hizo conceder las adjudicaciones por cobros de
impuestos. Regalo magnífico —opina León Homo—
que el segundo de los Gracos ofrecía a los caba
lleros para sumarlos a su causa.
Ambas leyes fueron reforzadas con otras dos que
tendían a asegurarle el apoyo de una clientela
más amplia y popular: la ley frumentaria y la co
lonial. Una quinta ley concedía la ciudadanía ro
mana a todos los habitantes de Italia.
Cayo creyó tener a sus enemigos en las manos,
pero el orden senatorial no dormía. Su larga expe
rienda política le permitió comprender que la
mejor medida para combatir el prestigio del joven
tribuno era entrar con él en una competencia dema
gógica. Comisionó a otro tribuno del pueblo, Livio
Druso, para que aumentara el tenor de los ofrecí
mientos hechos por Cayo al pueblo sin miedo a las
exageraciones. El pueblo tragó el anzuelo y la popu
laridad de ( 'ayo fue reemplazada por la de Druso.
La facción oligárquica no se contentó con esta
derrota impuesta a Cayo y buscó por todos los
medios la ocasión para librarse de él. Acusado de
haber instigado la muerte de los lictores de Opimio
fue perseguido y asesinado.
“Como su hermano Tiberio, caía víctima de las
ideas políticas que había defendido y de los pro
cedimientos revolucionarios que había empleado
para asegurar su éxito. La ley agraria, herida en
su persona, pero esta vez de muerte, no tardó en
seguirlo a la tumba” 4.
132
MARIO Y EL MOVIMIENTO DEMOCRATICO
133
del ejército y dio cuenta del jefe numida en un
par de golpes felices que tuvieron la virtud de
consolidar su prestigio. Inmediatamente después
se dio a la faena de convertir el ejército cívico en
un ejército profesional, incorporando en sus filas
a un proletariado que reclutó en cualquier parte y
que halló en la situación de soldado un aliciente
para conseguir un lugar en el mundo. Al cambiar
la modalidad del reclutamiento hizo del ejército
un instrumento que desde ese momento estaría al
servicio de los generales felices.
I.ucio Sila, cuestor de Mario y uno de los héroes
en la guerra contra Yugurta, concentró pronto la
mirada de la clase senatorial, que veía en él a
un seguro albacea capaz de librarla de la presión
populista de Mario. Sila era un joven aristócrata
que hasta poco antes de entrar en el ejército había
llevado en Roma una vida de señorito disipado.
En el ejército demostró que era digno de sus ante
pasados y muy capaz de convertirse en un auténtico
jefe de guerra.
Durante su primer consulado, Mario debió aten
der numerosos peligros que amenazaban las fron
teras del Imperio, especialmente aquellas que linda
ban con las poblaciones germánicas. Mario dio a la
República la seguridad que ésta esperaba y la
ciudadanía se acostumbró a depender de la espada
de un buen soldado.
Fue el peligro ante las depredaciones cometidas
por los cimbros la que llevó a los romanos a elegir
a Mario por segunda vez cónsul, contrariando “la
ley que no permitía elegir ausentes, y contra aque
lla que prohibía una reelección inmediata” 6.
Reelecciones ilegales recayeron sobre Mario en
varias oportunidades, de tal modo que las prórro
gas sucesivas de sus mandatos consulares convirtió
su gobierno en una suerte de monarquía electiva
134
impuesta por la necesidad de la guerra y que, por
supuesto, ignoraba hipócritamente su nombre.
Era Mario cónsul cuando estalló la guerra de
Italia cuyo punto de partida fue en un pueblo de
los Abruzzos, pero que muy pronto se extendió por
todo el centro de la Península. El resto de los
italianos se mantuvo en una expectativa ansiosa y
con la secreta esperanza de que Roma sufriera una
seria derrota para entrar en la contienda.
El Senado, una vez más, dio muestra de su gran
pericia diplomática y aseguró, en primer lugar, la
adhesión de algunos pueblos indecisos. Luego pasó
a considerar la situación de las ciudades que se
sometieron con facilidad y realzó su alianza con
algunos privilegios. Las más recalcitrantes sufrieron,
frente a los generales romanos, una prolija derrota
que las dejó en la imposibilidad de hacer más
daño a la República.
Mario aprovechó el triunfo para proceder con
generosidad con los vencidos y aseguró para su
partido el reclutamiento de una amplia clientela
itálica.
La figura de Sila había crecido peligrosamente
y ya se proyectaba como una sombra amenazadora
sobre el prestigio de Mario. Este se hacía viejo y
su gusto por la demagogia lo había llevado a hacer
concesiones demasiado grandes a sus caudillos po
pulares, quienes, como es de uso, abusaban de sus
poderes. La clase senatorial complotaba para sus
tituirlo y el pueblo mismo lo veía como a una
figura en decadencia.
Los conflictos internos de la Urbe, las intrigas
de sus enemigos y los desatinos de sus lugartenien
tes superaron la autoridad de Mario y minaron la
poca energía que le quedaba. Se dice que para
ese tiempo había perdido el sueño.
Sila, vencedor de Mitrídates, fue llamado por el
Senado para que pusiera fin a las inquietudes de
Roma, amenazada por la ira y el temor senil del
135
anciano Mario. La entrada de Sila en Roma a la
cabeza de sus tropas y el suicidio de Mario puso
fin a esta primera etapa del movimiento popular.
Sila asumió la dictadura y prolongó su mandato
durante diez años en los cuales trató de devolver
al Senado su majestad y sus prerrogativas.
LA DICTADURA D E SILA
136
sechar alguna popularidad por la generosidad con
que manejaba los bienes, fueran privados o pú
blicos.
Nombrado cuestor en el ejército de Mario, inter
vino activamente en la captura de Yugurta con una
espectacular operación de comando. Mario no des
confió inmediatamente de él y lo mantuvo como a
uno de sus lugartenientes en las guerras contra
los cimbros y los teutones. Cuando en el 99 a. de
J. C. volvió a Roma, tenía conquistada fama de
buen soldado y podía continuar con decoro el cur
so de los honores, pero en lugar de velar por su
prestigio y seguir el camino de la buena fama pre
parado por el rumor público, sostiene su leyenda
que pasó cuatro años alternando con prostitutas y
gladiadores, como para probar su versatilidad ama
toria y su versación en todos los vicios del reper
torio griego.
Su genio chancero, su buen gusto literario, su
educación artística y sus conocimientos del mundo
alegre hicieron de él un candidato insustituible
para la magistratura de edil, a cuyo cargo corrían
todas las fiestas de la ciudad. Ya edil puso toda su
fantasía al servicio de los espectáculos públicos y
conquistó en esas faenas a muchos ciudadanos de
Roma.
Luego de edil, pretor. El “curriculum” lo exigía
}' también la necesidad de componer un poco la
fortuna comprometida en el edilato. La guerra de
Capadocia le permitió llenarse de oro y con él pagó
generosamente las deudas contraídas y todavía le
quedó dinero para mantener en Roma un partido
a su servicio.
Es curioso advertir —esto ofrece un nuevo aspec
to de la personalidad de Sila— que este campeón
de los derechos aristocráticos no sentía por las per
sonas de su medio social ningún respeto. Tampoco
manifestó inclinaciones especiales por la plebe v
así como despreció sus conquistas sociales, no tuvo
137
ningún escrúpulo en usar su influencia cuando tuvo
necesidad de ella. En el año 86 a. de J. C., en
ocasión de la guerra con Mitrídates, presentó su
candidatura al consulado y logró su designación.
Cuando se trata de Sila es imposible eludir el
anecdotario. A propósito de su ascensión al consu
lado, se habló muchísimo de sus fructuosas amista
des femeninas. Evidentemente eran especulaciones
tendientes a desdibujar su imagen aunque todas
ellas destacan un hecho muy importante en Ja po
lítica romana y es el de las alianzas familiares. Es
sabido que Sila se casó varias veces y nunca, en
sus relaciones matrimoniales, descuidó los vínculos
que podían favorecer su carrera. Su cuarta esposa,
Cecilia Metela, era hija del pontífice máximo y
presidente del Senado. Esto sumaba muchos puntos
a favor de su candidatura y lo convertía, pese a los
malos antecedentes, en el hombre fuerte de la oli
garquía senatorial.
Dispuesto a llevar a buen fin la guerra contra
Mitrídates, Sila preparó sus bártulos sin pensar
que el viejo Mario pudiera albergar la ilusión de
conducir él mismo la lucha contra el famoso rey.
Por medio del tribuno Sulpicio Rufo, Mario trató
que la Asamblea de la Plebe revocara la elección
de Sila y lo designara a él como general de esa
expedición. Sila apresuró sus disposiciones v se
puso a la cabeza del ejército acampado en Ñola.
Volvió con sus tropas a Roma y depuso a Sulpicio
Rufo haciéndolo asesinar por uno de sus hombres
de confianza al que luego mandó a decapitar para
que su crimen no quedara impune. Esto es lo que
se llamó humor sileano y revelaba la imperturba
ble frialdad con que tomada sus decisiones.
No sabemos si fue también un rasgo de humor
negro o una simple equivocación, pero dejó en Ro
ma, como cónsules a Gneo Octavio, representante
del patriciado senatorial, y a Cornelio Cinna como
portavoz de la plebe. No había llegado a ponerse
138
«en contacto con el enemigo, cuando en Roma es
talló la bomba que suponía la aproximación de
•estos dos hombres.
La revuelta no es fácil de seguir en todas sus
alternativas. Hubo una fuga de Cinna y un retorno
de Mario a la cabeza de sus legiones. Su entrada
■en Roma fue una masacre de senadores y de miem
bros de la vieja nobleza. Proclamado cónsul junto
■con Cinna, Mario logró mantenerse en el poder
por dos años más, gracias al terror que sembró en
tre sus enemigos.
La guerra contra Mitrídates puso nuevamente de
relieve las condiciones militares de Sila, en quien
se aliaban la fuerza del león y la astucia del zorro,
según el gusto romano por los cotejos zoológicos.
Las complicaciones propias de la contienda bélica,
sumadas a las querellas intestinas de la ciudad de
Roma, lo obligaron a usar con generosidad de am
bas virtudes. Venció a Mitrídates y también a Va
lerio Flaco, quien había sido enviado por Mario
para reemplazarlo en el ejército.
Sin el apoyo de su gobierno —había sido decla
rado rebelde— y por ende sin dinero para pagar a
sus legionarios, Sila se vio obligado a vivir sobre
el terreno y tomar en los países conquistados lo
que precisaba para proseguir la campaña. Atenas
fue minuciosamente saqueada después de un corto
asedio y con el botín obtenido pagó a sus tropas.
Toda Grecia sufrió las implacables requisas del
general romano, quien a pesar de su admiración
por la cultura helénica, no ahorró a sus habitantes
ningún mal trato. Dueño de un respetable tesoro
dio la orden de marchar contra Roma para restau
rar la autoridad senatorial desconocida por Mario
y Cinna.
Ambos cónsules del partido popular se prepa
raron para enfrentar las legiones de Sila. Fue uno
de los encuentros más sangrientos que se libró en
Roma y en él perecieron más de cien mil hombres.
139
Mario, antes de caer prisionero y conociendo el
carácter de Sila, se suicidó. Su cabeza, arrancada
de su tronco, fue expuesta en el foro romano como
un trofeo del vencedor.
Sila entró en la Urbe en el mes de enero del 81
a. de J. C. y su dictadura se prolongó dos años, en
los que se esforzó, vanamente, por restaurar el
prestigio de las instituciones aristocráticas y reba
jar el poder de la plebe. Restauró muy poco, pero
rebajó bastante. El miedo a sus procedimientos su
marios se extendió a todas las clases y mientras se
mantuvo en el poder nadie osó reclamar sus de
lechos.
Tuvo las condiciones requeridas para instaurar
la monarquía pero, probablemente, no quiso. Su
ambición, que no era pequeña, se satisfizo con mu
cho menos. En cuanto a las ideas políticas no tras
cendió el ámbito constitucional republicano al que
quiso, por un simple reflejo familiar, aristocrático.
“Terminada la reforma —escribe León H om o-
todo estaba dispuesto para el funcionamiento del
nuevo orden. No quedaba más que un obstáculo y
era, precisamente, el poder excepcional que tenía
Sila y la situación ilegal de su prolongada dicta
dura” 7.
Gomo creyó haber logrado su propósito renunció
a los lictores. Sus últimos años los pasó en compañía
de una joven belleza llamada Valeria y en la menos
grata de una horrible enfermedad que lo deformó
totalmente. Dicen que enfrentó la muerte con la
intrépida frialdad con que había enfrentado todos
los peligros de la vida y las responsabilidades del
poder. Terminó de escribir sus memorias y se le
atribuye la confección de un epitafio en el que se
alababa de haber pagado siempre sus deudas: a
los que le sirvieron, con servicios; a los que le
ofendieron, con la muerte.
140
IN TERLUDIO SENATORIAL,
PRINCIPADO D E POMPEYO
141
Roma, había hecho una cuantiosa fortuna compran
do casas incendiadas y sacando de ellas cuanto po
día gracias a un grupo de bomberos especialmente-
entrenados. Era inmensamente rico y sólo le faltaba
el lustre militar para aspirar a las más altas funcio
nes del Estado. El levantamiento de los gladiadores
encabezado por Espartaco le dio la oportunidad de
adquirir ese prestigio e iniciar un curso de honores
respetable.
Pompeyo, como militar, el mejor después de Sila,
y Craso, como financiero, eran hombres de reali
dades y comprendieron ambos que si Roma quería
sobrevivir tenía que dejar de ir a la zaga de una
agrupación anacrónica que carecía del poder real.
El pueblo romano tuvo en Pompeyo un nuevo
ídolo y el ilustre general en razón de su simpatía
pudo unir a la autoridad de Sila la antigua popula
ridad de Mario. Ya cónsul respondió a las espe
ranzas populares y restableció el tribunado de la
plebe abolido por Sila. “De un golpe —escribía Car-
copino— hizo saltar la pieza maestra de la máquina
oligárquica” s.
Para rematar la faena creó los tribunales mixtos
en donde los patricios se hallaban en minoría. En
verdad —observaba el mismo Carcopino— en las
agitaciones del año 70 a. de J. C. sólo Pompeyo
salió ganando. Al reafirmar el poder tribunicio se
aseguró los votos de la plebe con el propósito firme
de obtener nuevos comandos extraordinarios.
Doblegó a la oligarquía bajo el control de las
sociedades vectigalias y aflojó las riendas a las am
biciones del estamento “equestre”, generador de
expediciones y conquistas. No se había extinguido
en el horizonte la sombra del viejo caudillo oligár
quico cuando se proyectaba sobre Roma una nueva
figura imperial!l.
142
La ruina del poder senatorial parecía definitiva
mente sellada cuando se presentó la cuestión del
comercio con Oriente, afectado por la presencia
cada día más numerosa de los piratas. El proyecto
para eliminar este flagelo fue propuesto por los
comerciantes directamente perjudicados. Haciendo
caso omiso de las consecuencias políticas que po
día tener el plan ideado para destruir la piratería,
se ponía en manos de Pompeyo un poder sin pre
cedentes en la historia de la ciudad. Desde las Co
lumnas de Hércules (Gibraltar) hasta las playas de
Siria y de Ponto se le concedía un mandato ex
traordinario con una jurisdicción que abarcaba las
costas del Mediterráneo hasta cincuenta millas tie
rra adentro: era el Imperio.
El nombramiento suponía una duración de tres
años y se ponía a la disposición de Pompeyo un
estado mayor compuesto por veinticinco lugarte
nientes del estamento senatorial con insignias y
atribuciones pretoriales. Se le autorizaba a levan
tar un ejército de 120.000 hombres, 70.000 caballos
y 500 naves de guerra. Podía movilizar todos los
recursos de las provincias y países aliados sin pre
vio consentimiento del Senado. La ciudad de Roma
ponía sus fondos públicos a las órdenes de Pom
peyo.
Como advirtió Mommsen, este proyecto de ley
acarreaba, definitivamente la ruina del poder se
natorial, desaparecía ante la fuerza de esta nueva
magistratura que asumía tan extraordinaria compe
tencia en los asuntos financieros y militares.
Concluida exitosamente su guerra con los piratas,
el partido que Pompeyo tenía en la Urbe se mo
vilizó para conseguir una prórroga de sus poderes
militares con el pretexto de que debía terminarse
la guerra contra Mitrídates, que había quedado sin
resolver y se arrastraba un año tras otro ocasionando
inconvenientes.
Mamilius, tribuno de la plebe y hombre de Pom-
143
peyó, presentó ante los senadores el nuevo pro
yecto de ley. La reacción del estamento senatorial,
por lo menos en su primer movimiento, fue de re
chazo. Luego se pensó mejor y la reflexión inspiró
un gran temor entre los príncipes de la patria. Vol
vieron sobre la primera opinión y votaron en favor
de la prórroga del mandato con la excepción del
senador Catulo.
“Fue así —escribe Plutarco— como Pompeyo, au
sente, fue hecho señor y dueño de lo que Sila había
tenido en su poder por la fuerza de las armas y
la efusión de sangre” 10.
Plutarco reconoce que el poder personal se iba
imponiendo con segura lentitud, pero como una
necesaria consecuencia de la situación política crea
da por la conquista y las exigencias del gobierno
de ese enorme territorio.
Pero Plutarco fue un historiador y escribió sobre
ese asunto cuando ya habían pasado unos siglos.
Pompeyo, metido en el meollo de los acontecimien
tos, no vio las cosas con la misma nitidez y se limitó
a recibir esas prebendas y esos honores sin dar el
paso hacia el poder personal que otro, con más
genio, hubiera dado. Carcopino hizo un resumen
de la situación que exime de otros comentarios:
“Ningún emperador había reunido tantos terri
torios, ninguno había juntado tantas riquezas —pa
recía que a su vez esta conquista postulara, para
su propia conservación, la restauración de la monar
quía. ¿Pompeyo había soñado en esta consecuencia
de su acción? No es seguro. Toda su conducta lo
revela tal como lo muestra su busto de Mycalsberg:
agudo hasta la sutileza, astuto hasta la perfidia,
pero sin profundidad, orondo y fatuo, con más va
nidad que ambición. Por lo demás era demasiado
minucioso y prudente, harto hipócrita para tomar
los acontecimientos del cuello; demasiado satisfe-
10 P l u t a r c o : Pompeyo, XXXIX.
144
cho de sí mismo como para no temer que alguna
vez le faltaran los honores con que lo colmaban.
Procedente de la burguesía provinciana, su nobleza
era demasiado reciente para no querer gozar de
todos los triunfos del decoro constitucional dentro
del que había hecho fortuna y que se le imponía
por su majestad. En su ausencia, César había minado
el terreno bajo sus pies y trastornado la situación” n .
Cuando Pompeyo, luego de derrotar a Mitrída-
tes, volvió en triunfo a la ciudad de Roma, hizo
lo que César no hará en una situación semejante:
licenció su ejército y entró en la Urbe como simple
general republicano que espera de las autoridades
y el pueblo una ovación triunfal. Con este acto
selló su suerte y, en cierta medida, perfiló el carác
ter de eso que se llamará su sistema.
Sin entrar en precisiones rigurosas se puede
afirmar que dicho sistema se redujo a lo que Ci
cerón propondrá en otra oportunidad para salvar las
instituciones y evitar la guerra civil: el principado.
¿Qué fue el principado para Cicerón? Un régimen
de compromiso entre la república aristocrática y la
monarquía. El rector, moderador, tutor o procura
dor será quien tenga en sus manos la potestad eje
cutiva y los destinos del Estado. Especie de rey
constitucional, tiene el perfil equívoco de un en
gendro oratorio e ineficaz. Pompeyo, primer ciuda
dano de Roma, no pudo terminar con las oposicio
nes que mantenían latente la guerra civil.
Advirtió que tenía las manos atadas por todos
los lazos que lo unían al Senado, pero no estaba en
su índole querer la única salida política posible en
esa precisa coyuntura. César actuaba junto a él
v hacía todo lo posible para que no pudiese verla.
Antes de ocuparnos de la solución veamos mejor
el terreno en que ésta se planteaba: en primer lugar
estaba la ciudad de Roma con sus disensiones in
ri C a r c o p in o , J . : o. c ., pág. 590.
145
ternas y el clima de guerra civil creado por las fac
ciones en pugna. Nadie podía hacer carrera sin
hacerse faccioso y entrar, por consecuencia, bajo
la férula de uno de los caudillos que se disputaban
Ja calle.
Más allá de Roma estaba el Imperio. Era una
•criatura de la ciudad, producto del esfuerzo roma
no, pero de tal modo crecido que sus necesidades
y exigencias imponían nuevos instrumentos de po
der para satisfacerlas. Las fuerzas que nacieron de
su realidad política revierten ahora sobre la misma
Roma y tratarán de obtener de ella un comporta
miento digno del Imperio.
Hemos dicho en más de una oportunidad que
los partidos romanos no tenían el carácter ideoló
gico de sus similares griegos: “lo más parecido
a una idea política de que ellos tuvieron noticia
fue el armonioso equilibrio entre los magistrados,
Senado y pueblo, con el Senado como factor prin
cipal” 12*.
Cicerón, lo más parecido a un ideólogo que se
puede hallar en Roma, no pasó, en materia de
ideas políticas, de una fácil apología del sistema
republicano de su patria: único que conocía bien
y único que entendió. Trató de salvarlo como
pudo y propuso para ello el ambiguo expediente
del principado.
Nadie mejor que Cicerón puede ilustrarnos sobre
el itinerario intelectual de la lucha de los partidos,
porque como escribió Gastón Boissier: “Tenía un
pie en todas las agrupaciones. Esto que es un grave
defecto para un hombre político, los maliciosos de
su tiempo se lo reprocharon amargamente, es una
virtud para di cronista a causa de que todos los
partidos políticos estuvieron representados en su
correspondencia” i:t.
146
CICERON
147
cipado de Pompeyo. Había en el demasiado cé
lebre general una dosis de vanidad advenediza que
satisfacía a Cicerón y le permitió convertirse en el
portavoz titular del régimen. El triunfo de César
lo sorprendió y, aunque no fue totalmente ajeno
a la intriga que culminó en su asesinato, no tuvo
en ella participación muy directa.
Retirado en Tusculum y Astura, compuso para
la posteridad, ayudándose con sus recuerdos y
algunos apuntes de clase, la mayor parte de sus
obras filosóficas. Su innegable talento literario le
permitía una facilidad en la expresión que en su
vanidad confundió con genio filosófico. Sin esta
ilusión no se explica que haya escrito, cuando había
pasado con generosidad “el mezzo dil eammin”,
que “sería cosa gloriosa y admirable que los latinos
no necesitáramos para nada la filosofía de los
griegos y lo conseguiremos ciertamente, si yo pue
do desarrollar mis planes” 15.
Su formación filosófica explicaba el carácter
ecléctico de su doctrina y, aunque carente de ori
ginalidad y fuerza reflexiva, es una fuente de valor
para el conocimiento de los estoicos medios y de
los representantes de la Academia Segunda v Ter
cera cuyas obras no han llegado hasta nosotros.
Aunque Marco Antonio le hubiese dado tiempo pa
ra completar sus designios filosóficos nunca hubie
ra pasado de ser ese puente a través del cual la fi
losofía griega penetró en el mundo romano, o, para
hablar con más precisión, en el latín escrito.
Estos son los rasgos principales de su fisonomía
académica. En su actividad política, como ya lo
hemos anticipado, no fue más original, pero, como
buen romano, fue allí donde dio la nota más alta
de su genio.
Se inició con una valiente oposición a la dictadura
148
de Sila, cuando, en un minuto de audacia, aceptó
la defensa de Roscius en contra de Crysogonus,
favorito del dictador. No exhibió en este discurso
ningún programa político, pero se dejaba ver en
él esa fuerte repugnancia por la tiranía que va a
ser la única fuerza auténtica de su carácter.
La democracia victoriosa no fue para Cicerón
mejor que la oligarquía y durante el lapso dominado
por las turbas se sintió molesto como en el apogeo
del dictador senatorial. La demagogia lo aterraba
v frente a los facciosos sentía ese vértigo que ex
plica, en gran parte, la violencia de su lenguaje
cuando apostrofa a quien encarna la anarquía. Ca
tilina le dio la gran oportunidad de su vida y en
sus famosas Catilinarias expuso, con innegable ta
lento, todo el odio que guardaba a los desmanes
revolucionarios.
Cicerón no fue nunca un político de primer pla
no. Su faena principal, en orden a la consolidación
de su movimiento, fue nuclear a la clase de los
“equestres” para fundar sobre ella el principado.
Coalición sin porvenir que duró el tiempo del pe-
ligro provocado por Catilina y terminó cuando pa
só el susto.
Los “equestres” no constituían un estamento só
lido. Se trataba de personas muy ocupadas en sus
negocios privados. No tenían la tradición política
de la vieja aristocracia ni esa unidad en la envidia
que congrega a las masas.
CATILINA
149
efectos fulminantes. Todos los que tenían algo que
perder obedecieron a los reflejos movilizados por
Cicerón y se nuclearon en torno al orador. Por
un momento Cicerón pudo pensar que tenía el
destino de Roma en sus manos y se creyó el hom
bre destinado a salvar la República.
Pasado el pánico, los “equestres” se dieron cuen
ta que la solución fuerte no podía venir de la pres
tigiosa garganta de Marco Tulio y dejaron al ora
dor con sus nostalgias principescas para prestar
apoyo al partido democrático que se levantaba con
la figura de César. Cicerón se unió a la vieja oli
garquía senatorial.
Muchas veces se trató de reivindicar la perso
nalidad de Catilina y de paso arrojar algunas man
chas sobre la imagen de Cicerón. En verdad tales
intentos no han pasado de alardes ingeniosos sin
mucho apoyo testimonial. Admitimos que nuestro
conocimiento de la conjuración de Catilina pro
viene directamente de los enemigos del demagogo
y tanto las Catilinarias de Cicerón como la narra
ción, no menos famosa, de Salustio, tienen un fuerte
sabor polémico.
No obstante son las únicas fuentes históricas que
se conocen y hay que torcer mucho el hilo de los
acontecimientos para encontrar algo concreto ca
paz de favorecer la reivindicación de Catilina.
El gobierno democrático, en la vejez de Mario,
había dejado en Roma un recuerdo lamentable de
violencias y arbitrariedades. Felizmente para la
memoria del movimiento, la reacción encabezada
por Sila hizo que al cabo de los años se pensara en
Mario con verdadera nostalgia y hasta se lamen
tara la desaparición trágica del viejo caudillo po
pular.
Cuando Sila terminó su mandato y dejó al Se
nado un poder absoluto, indiviso y aparentemente
durable en materia de legislación, de administración
y de justicia, el partido popular parecía muerto.
150
‘‘Sila —opinaba Momeasen— organizó el Estado no
como un dueño de casa, que, no observando otra
regla que las de su propia prudencia, restablece
el orden turbado, sino como un agente de nego
cios que observa los términos de un contrato” 1C.
L o hizo con gran energía, pero sin ninguna ilu
sión en lo que respecta a los resultados de su obra.
Tan poca confianza tuvo el dictador en los miem
bros de la antigua nobleza que se rodeó de lugar
tenientes pertenecientes al orden “equestre” y que,
por supuesto, eran tránsfugas de la democracia.
Las arbitrariedades de Mario y de Sila minaron
los fundamentos legales de la convivencia política
y quien en esa época aspirara a ser el primer
ciudadano de Roma debía comenzar por capita
near una cuadrilla de bribones para poder neutra
lizar las bandas enemigas.
Catilina siguió la costumbre y, como lo advierte
Salusíio, en una ciudad tan grande y tan relajada
en sus hábitos morales, le fue fácil tener a su lado
una tropa de facinerosos y malvados. Porque
cuantos con sus insolencias, adulterios y glotone
rías habían destrozado su patrimonio; cuantos por
redimir delitos habían contraído crecidas deudas. . .
eran allegados y amigos de Catilina. La influencia
del seductor se hizo sentir de manera particular
entre los jóvenes “ porque según la pasión que más
remaba en ellos, a unos presentaba amigas, a otros
compraba perros o caballos, en suma no perdonaba
gasto alguno, ni se avergonzaba por nada, a true
que de tenerlos obligados y seguros para sus pro
pósitos” 1T.
Salustio describe los componentes de la banda
de Catilina y lo hace bajo el imperio de una no
disimulada indignación. El propio Catilina reunía
todas las condiciones requeridas para acaudillar
151
un movimiento subversivo: era fuerte, audaz, inteli
gente e inescrupuloso y no carecía de esa pizca
de locura que hace del demagogo un foco de irre
sistible sugestión. Si a esta conjunción de virtudes
unimos el descontento general provocado por la
oligarquía de los “sacularii” (saqueadores) y las
injusticias de todo orden provocadas por la avidez
y el desenfreno de los apetitos, tendremos un pano
rama de la situación que explicaba la aparición
de Catilina.*
152
VI
PAX ROMANA
CESA11
153
pernicioso: corrompían el ánimo y obstaculizaban,
por su mal ejemplo, la labor de la autoridad res
tauradora.
“En nombre de los dioses —escribía— tomad
el timón del Estado en vuestras manos y poned
término a los males engendrados por la codicia” L
El gobierno fuerte que llegaba con César era,
para Salustio, la única defensa posible contra las
depredaciones de la oligarquía saqueadora. Las ins
tituciones republicanas no podían nada contra el
poder omnipotente del dinero, y, por causa de las
libertades acordadas a los ciudadanos, amenazaba
con prolongarlo y exasperarlo.
“Habréis alcanzado el fin si detenéis la licencia
de los despilfarros y las rapiñas, sin apelar a las
antiguas instituciones que nuestras corrompidas
costumbres han tornado ridiculas, sino haciendo
del patrimonio de cada uno el límite invariable de
los gastos” 12.
Hay en estos párrafos dos ideas dignas de rete
ner: la caducidad del ideal republicano como con
secuencia de la pérdida de las virtudes que lo hi
cieron posible y la necesidad de un gobierno per
sonal que ataque el mal de Roma en su raíz: la
fuerza del dinero.
Sobre la caducidad de las instituciones republi
canas hemos dicho algo en capítulos anteriores.
Conviene que ahora examinemos el nacimiento
de la idea monárquica, recordando que uno y otro
proceso se cumplen casi paralelamente, porque en
la misma medida que se tomaba conciencia de los
males insuperables que amenazaban la República, se
preparaban los remedios para superar la situación.
La solución se impuso al modo romano. No
fue el resultado de una fría elaboración constitu
cional, sino la consecuencia de un prolongado co
154
tejo armado, que tomó como base elementos insti
tucionales probados en la faena política y que ha
bían sido impuestos por las circunstancias. Estos
elementos fueron, como ya lo recordamos, la pro
rrogación de los mandatos militares y la creación
de gobiernos provinciales revestidos del imperium
completo.
Ambas medidas estuvieron exigidas por la con
quista y se tomaron, en sus comienzos, con el pro
pósito de ser aplicadas únicamente en los territo
rios ocupados por las armas romanas. Posterior
mente, cuando las luchas entre las facciones habían
llevado el caos a la misma ciudad de Roma, fueron
también usados para dirimir los problemas susci
tados por la guerra civil.
No resulta exceso interpretativo suponer que la
salud llegó a la Urbe por la mediación del poder
militar y los órganos políticos nacidos de la con
quista. Fue el Imperio el que se impuso a Roma, le
dio una forma de gobierno y la designó su capital.
Pompeyo fue un hombre del Imperio, pero no
tuvo el valor, el ingenio o la audacia requerida
para imponerse a los órdenes estamentales que go
bernaban Roma.
César, durante el tiempo en que Pompeyo com
batía en Asia, era apenas el jefe de una facción
que degeneraba día a día en una simple agrupa
ción de conspiradores. Lo único imperial que po
día exhibir en esa época eran sus deudas. Crecerá
a la sombra de Pompeyo y Craso y cuando se con
vierta en jefe de legiones y en un experto soldado,
demostrará que nunca fue indigno de haberlas
contraído.
Roma, como cualquier otra ciudad antigua, es
taba organizada en torno de principios legales que
dependían exclusivamente de su estatuto religioso.
Cuando las viejas fórmulas usuales de su derecho
se independizaron de las creencias tradicionales y
comenzaron a convertirse en principios universales
155
de convivencia ordenada, el derecho romano ad
quirió la fisonomía jurídica que debía convertirlo
en fundamento de un derecho universal.
Este nuevo orden jurídico debió muchos de
sus principios a la filosofía estoica y, en general, al
pensamiento helenístico, pero siguió siendo roma
no en todo aquello que tuvo de jurídico en sen
tido estricto. Fue en ese nivel donde el realismo
latino halló sus expresiones más felices.
Es un hecho que la ley romana rompió el molde
estrecho de la comunidad religiosa en la que nació.
Pudo extenderse a otros pueblos y a otras naciones
sin perder su romana especificidad. Se puede decir,
sin caer en paradojas, que se hizo más universal
en la misma medida que fue cada día más romana.
“Los pueblos sometidos —escribía Fustel de Cou-
langes— sólo llegaron a constituir un pueblo orga
nizado cuando conquistaron los derechos y las ins
tituciones que Roma pudo guardar para sí. Tuvie
ron que ingresar, para conseguirlo, en la ciudad
romana, hacerse sitio en ella, apretarse, transfor
marla a ella también para hacer de ellos y de Ro
ma un mismo cuerpo” 3.
Este proceso no hubiera podido realizarse si
Roma no hubiese sido capaz de abandonar sus
prejuicios religiosos tradicionales y abrirse a la
posibilidad de fundar un estatuto jurídico válido
para otros pueblos. Este paso fue, a la manera ro
mana, un auténtico desarrollo racional de las vir
tualidades latentes en su cultura. De cualquier
manera resultó imprescindible para que los habi
tantes del Imperio se incorporaran a la ciudadanía
romana.
César fue un lúcido elemento en la realización
práctica de esta faena y toda su obra lleva el se
llo, típicamente racionalista, de una suerte de des-
156
potismo ilustrado. El fue quien condujo a Roma,
amenazada por la guerra civil, a transformarse
en la cabeza de una gran unidad política y, al
mismo tiempo, el que encontró los medios ade
cuados para que pudiera darse ese cambio.
El fenómeno de la monarquía cesariana —no
importa que oficialmente no fuera reconocida co
mo tal— está vinculado a la transformación de la
ciudad antigua en una nueva organización racio
nal de convivencia política. Otra de las causas
secundarias, pero importante en la realización del
nuevo orden, fue la oligarquía financiera.
El manejo del dinero tiene mucho de matemá
tico, de decididamente abstracto y racionalista,
para que no induzca a sus cultores a soluciones
políticas que están en la línea de sus tendencias.
No creo, con esta afirmación, sostener el criterio
de quienes hacen de la economía el fundamento
explicativo de todos los cambios producidos en
la sociedad. Una cosa es la economía y otra, bas
tante diferente, las preferencias valorativas im
puestas por los criterios económicos. Se trata de
opciones asumidas en el campo del espíritu y no
de exigencias impuestas por las necesidades de
la producción. Los hombres habituados al manejo
de los asuntos financieros tienen marcada dispo
sición a imponer a todas sus actividades la índole
de sus esquemas mentales. La vieja aristocracia
romana —aunque fundamentalmente influida por
la nueva situación— se sentía todavía ligada a los
antiguos intereses religiosos, y creía, contra los
nuevos poderes, que ella encarnaba la voluntad
de los antepasados. Nunca logró comprender que
la ciudadanía podía ser una cosa independiente
del culto a los muertos y a los dioses tribales.
César, a pesar de pertenecer por su linaje al
más viejo patriciado romano, era, intelectualmen
te, un hombre nuevo. Comprendió no solamente
el poder de las finanzas, sino los peligros que traía
157
su intromisión en los asuntos políticos. Instinti
vamente buscó el apoyo de las clases populares
y trató de encauzar la energía del capitalismo
romano con el propósito de hacer coincidir sus
intereses con la política que imponía el momento
histórico.
A su retorno de las Galias —escribe Fowler—
tratará de fundir todos los partidos en un gobier
no racional y activo. Procurará hacer comprender
a los ciudadanos lo que realmente había llegado
a ser el Imperio Romano y descubrirles así los
principios capaces de inspirar un gobierno feliz
y sabio 4.
No conviene, cuando se habla de política, de
jarse llevar por el espejismo de ciertas frases. César
no fue un soñador y jamás entró en su cerebro
la idea de creer que un plan político tenía por
propósito la felicidad o la dicha de la gente. Fue
un aventurero de gran raza con el instinto certero
de aquello que es magnífico. Comprendió, en
cuanto se puso a reflexionar seriamente en la cosa
pública, que había que terminar con los aventu
reros menores empeñados en sucios jueguitos sin
porvenir. Roma debía ser la cabeza de la “Oiku-
mene”. Este propósito alejandrino era muy propio
del hombre que había llorado frente a la estatua
del Macedonio, porque a los cuarenta años cum
plidos no había logrado ni un modesto mandato
militar.
Si tentados por el gusto de los esquemas fáciles
intentáramos colocar a César en una de esas op
ciones antitéticas impuestas por el pensamiento
revolucionario: izquierda, derecha; reacción, re
volución, nos veríamos en serias dificultades para
determinar una ubicación precisa sin llenarla de
advertencias y aclaraciones.
158
Colocado frente a los más rabiosos defensores
del estatuto republicano como Catón de Utica,
Marco Bruto y a veces el mismo Cicerón, César
aparece en una posición francamente innovadora
y hasta podría merecer el calificativo de revolu
cionaria si tales términos no estuvieran definitiva
mente adscriptos a ciertas disyuntivas que el hom
bre antiguo no conoció. Considerado en su lucha
contra el poder disolvente de la oligarquía comer
cial y teniendo en cuenta su claro deseo de res
taurar la majestad del gobierno, aparece como
un hombre de derecha.
En verdad le tocó tener que poner un poco
de cordura en medio del desenfreno. Su combate
más importante fue, como ya lo dijimos, contra
la influencia antipolítica del dinero. César cono
cía el valor del oro y nunca ahorró esfuerzos pa
ra conseguirlo donde estuviera, pero supo tam
bién que el poder no puede reposar exclusiva
mente en él y, cosa todavía más importante, com
prendió que el soberano debía estar por encima
de los intereses financieros para evitar la influen
cia corruptora del soborno.
“La presión infinitamente perniciosa, en el or
den material y moral de las grandes riquezas, fue
detenida con medidas inmediatas y planes políti
cos a largo plazo, pero que concurrían a tapar
las fuentes de las acumulaciones ilegítimas de los
capitales. Hay que convenir que a pesar de todos
los abusos del absolutismo, se descubre, en la
primera parte de la época imperial, un progreso
constante de la prosperidad general y una ten
dencia a mejorar las condiciones de la moralidad
pública en las esferas gobernantes” 5.
Las oligarquías nunca han podido constituir un
gobierno propiamente dicho, y cuando la aristo
cracia de la sangre —verdadero gobierno de Roma
159
en la edad de oro de la República— es substituida’
por las promociones de los advenedizos, enrique
cidas con los despojos de los pueblos conquista
dos, Roma, aunque constitucionalmente siguió
siendo una república aristocrática, vio sus leyes
sometidas a una violación permanente, y aunque
las provincias no conocieron en la misma medida
los conflictos desatados por la pasión partidaria,
se vieron sometidas a un saqueo profesional y sis
temático.
Fue para terminar con esta situación que César
estableció el carácter oficial de los cargos públi
cos y convirtió a los países conquistados en partes
integrantes de un cuerpo político único. Esta
nueva idea hizo estallar el marco de la ciudad
antigua y abrió el horizonte de una noción de
Estado que el mundo griego no conoció.
“Los procónsules y propretores de la época de
Sila —escribió Mommsem— eran esencialmente so
beranos en el radio de sus jurisdicciones y no se
hallaban fiscalizados por nadie. Los de la época
de César fueron servidores bien disciplinados de
un severo monarca a quien la unidad y el carácter
vitalicio de su poder colocaban en una relación
más natural y más tolerable con respecto a sus
súbditos numerosos y pequeños
tiranos que se sucedían en los mandos años tras.
años” 6.
Suetonio —que nunca dio pruebas de ser un
lince— anotaba en su crónica sobre el gobierno
de César que éste no concedió la abolición de las
deudas, tal como lo esperaba su clientela más de
mocrática, pero decretó que los deudores pagarían
según la estimación de sus propiedades y confor
me al precio de esos bienes antes de ía guerra
civil, y que se deduciría del capital todo cuanto
160
se hubiese pagado en dinero o en promesas es
critas a título usurario. Con esta disposición hizo
desaparecer una cuarta parte de las deudas 7.
Esta política económica revelaba la sensatez del
gobernante. Su lucha fue contra la usura, no con
tra la propiedad, ni contra el capital. Su oposición
a la oligarquía de los llamados “sacularii” se de
tiene en el justo límite de un equilibrado respeto
por las fuerzas económicas.
¿Que aspiró a la monarquía? ¿Que este deseo
Je vino por su frecuentación con los reinos epígo
nos de la conquista de Alejandro? Ambas pre
guntas pueden ser contestadas afirmativamente pe
ro no sin recaudos. Los que han estudiado seria
mente a César no dudaron que su aspiración fue
instaurar la monarquía y aunque nunca usó el tí
tulo de rey, tan mal sonante en las orejas roma
nas, tuvo todos los poderes de un autócrata.
Se podría añadir, de acuerdo con la opinión
de Warden Fowler, que en su aspecto puramente
constitucional su gestión fue un éxito completo,
porque dejó impresa su voluntad sobre el mundo
romano para el resto de su historia.
E L PRINCIPADO DE AUGUSTO
161
Admito que no se puede quitar ni añadir nada a.
la figura del continuador de César que ya no
haya sido dicho, pero tratar de ubicarlo en la
perspectiva de una visión personal de la historia
romana ayuda a esclarecer su significado.
Lo primero que llama la atención cuando se
estudia el siglo de Augusto es el carácter racional,
frío y reflexivo del poder que se impone sobre
todos los países cubiertos bajo el dominio de Ro
ma. El orden político que nació de las exigen
cias prácticas de la conquista tuvo por padre un
cálculo técnico ejecutado con toda minuciosidad.
Su relación con las tradiciones antiguas vino im
puesto por una razón de Estado o, en el mejor
de los casos, por eso que los filósofos escépticos
llamaron la “defensa de la vida”, pero no tuvo
mucho que ver con la pasión religiosa o la fe
vivida.
Formado por razas diferentes, unidas sus partes
por esa violencia metódica, en todo momento due
ña de sí misma, el Imperio, aunque tomó fuerzas
del pasado, se impuso como una solución impues
ta por la sagacidad de una política bien pensada.
Fue un triunfo de la razón práctica.
El instrumento racional de ese triunfo fue, sin
lugar a dudas, la nueva idea del derecho que los
romanos supieron imponer a las viejas fórmulas de
convivencia. Este orden jurídico se extendió a to
dos los campos de la cultura v supo sellarlos con
la marca de su racionalismo legal: religión, ar
tes y costumbres quedaron impregnadas de ritua
lismo jurídico y nada importante escapó de las
exigencias de esta voluntad ordenadora.
Augusto presidió esta faena, pero hasta tal pun
to su función fue solidaria de ella que puede ser
considerado su principal actor, por la importan
cia que tuvo su capacidad configuradora.
La trayectoria pública de Augusto, desde que
asumió la herencia de César, hasta su muerte, tiene
162
el carácter reflexivo, lógico e implacable de una
fría y metódica inteligencia política. Nada escapó
de su control ni de su terrible eficacia gobernativa.
El racionalismo romano tiene en él a su represen
tación más egregia, porque si en algo se distinguió
del racionalismo griego es por su orientación ha
cia la política. En este campo de actividad probó
su repudio por las quimeras y su inclinación na
tural hacia las realidades.
Augusto heredó de César una guerra civil y una
clara voluntad de imperio. Ambas cosas lo lleva
ron a comprender que para pasar de la República
a la monarquía debía asociar las aspiraciones au-
toeráticas de su predecesor con los prejuicios re
publicanos de sus compatriotas. Cuando halló la
fórmula adecuada, supo gobernar como un sobe
rano absoluto, bajo el manto de un austero censor
republicano.
El fracaso de César y las dificultades que debió
superar para conquistar el poder, lo aleccionaron
acerca de los medios que debía emplear para im
poner la solución que la situación política exigía.
Esto le impuso, durante el largo lapso de su as
censo y de su apogeo, un juego doble, no muy dig
no si se mide con los parámetros de una moral
caballeresca, pero que tuvo éxito. Como era natu
ralmente hipócrita no le costó mucho simular un
gran respeto por las viejas fórmulas constituciona
les y deslizar bajo ellas el contrabando de la au
tocracia.
Siempre atento a los hechos y muy sensible a
las lecciones de la historia, impuso su proyecto y
por varios siglos fue el régimen posible para soste
ner la vida del Imperio Romano.
En este utilitarismo vio Víctor Garthausen el pa
rentesco entre el Imperio Romano y el británico:
“ De todos los imperios de los últimos tiempos, Gran
Bretaña es el único que puede compararse con el
Imperio Romano. Su constitución se desarrolló de
163
-
164
verdad lo había convertido en un instrumento al
servicio del gobierno personal.
Janus fue un dios romano y tenía por misión
guardar la puerta de la casa. Este dios bifronte es
el signo tentador para representar el carácter de
la política romana, que nunca pudo contemplar el
futuro sin tener los ojos puestos en el pasado. Esto
explica por qué razón Augusto nunca se presentó
como un innovador, sino como restaurador. Y aun
que renovó casi todo, en sus discursos no se cansa
ba de repetir que su misión era devolver a Roma
el esplendor perdido. Velleius Paterculus se hace
eco de esta pretensión cuando afirma en su Histo
ria Rovxana que “todo lo que los hombres pueden
pedir a los dioses, todo lo que los dioses pueden
acordar a los hombres, todo lo que los votos pueden
desear, todo lo que la felicidad puede realizar de
más completo, todo esto lo procuró Augusto al Es
tado romano y al universo entero. Las discordias
civiles sofocadas después de veinte años, las gue
rras externas apagadas, la paz devuelta, el furor
de los combates en todas partes apaciguados. La
fuerza restituida a las leyes, la autoridad a los jui
cios, la majestad al Senado, las antiguas magistra
turas reinstaladas en su antiguo p od erío... los
brazos devueltos a la agricultura, el respeto a la
religión, la seguridad a los ciudadanos, la confianza
a todas las propiedades. La legislación sufrió sa
bias reformas, fueron promulgadas leyes saluda
bles, el recenso del Senado se hizo sin rigor, pero
con justa severidad. Las exhortaciones del prínci
pe obligaron a los primeros ciudadanos, a los hom
bres más distinguidos por sus triunfos y honores,
a trabajar por el embellecimiento de Roma” 9.
Si se prescinde de la exageración del apologista,
se advierte el propósito de crear una sugestión
restauradora, de promover la idea de un retorno
165
triunfante hacia el esplendor de la República. To
do ha sido devuelto, restituido, reconstruido. La
República entera, con sus virtudes antañonas, sus
fuerzas renovadas renace de sus cenizas al con
juro mágico del emperador Augusto.
Decretó el retorno a la juventud y a las viejas
costumbres, a la simplicidad de Catón el Censor,
a la decencia de Lucrecia. Las viejas suripantas
del teatro republicano sonríen con sus bocas sin
dientes y exhiben sus piernas marchitas como
aceptando esta farsa de falsa lozanía. Los afei
tes impuestos por el Príncipe no ocultan las inju
rias del tiempo y bajo la pintura se descubre el
verdadero rostro de los actores: no son jóvenes
ni están sanos. El aparato montado por César du
rará, pero más por la inercia de un mundo ávido de
seguridad que por la fuerza del entusiasmo.
“Séame permitido —pidió Augusto— afirmar la
República en estado permanente de esplendor y
seguridad. Habré conseguido la recompensa que
ambiciono, si se considera su felicidad obra mía,
y si puedo alabarme, al morir, de haberla estable
cido sobre bases inmutables” 10.
El tono enfático del párrafo no debe hacernos
olvidar que Augusto supo enfrentar a los que bus
caban motivos para reírse con una autoridad jamás
discutida. Su intención de instaurar la República
en estado de esplendor permanente es una frase
que, por supuesto, no puede ser tomada al pie de
la letra, pero sabía movilizar el pasado al servicio
del presente y esto, para los romanos que sabían
leer entre líneas, era importante.
Ningún romano inteligente ignoraba que el pa
sado estaba bien muerto y que los decretos remo-
zadores de Augusto caían en las orejas de un país
viejo y escéptico, pero en la medida que podían
comprender las intenciones de Augusto las apro-
10 S u e t o n io : o. c . , pág. XXVII.
166
baban, aunque en el fuero íntimo se rieran un poco
de la imposible pretensión del emperador.
Es difícil saber si Augusto advertía con lucidez
lo que podía haber de falso en su sistema. Su em
peño en mantener la vigencia de los valores fene
cidos tiene algo de conmovedor y puso en esta ta
rea una sinceridad que logró triunfar de su propia
hipocresía.
Decretó la vigencia de instituciones que Roma
ya había abandonado en el camino y reforzó la
policía para que nadie pudiere tomar en broma su
intención restauradora. Senado, tribunado, pontifi
cado y comicios seguían funcionando. Es cierto
que en sus movimientos no existía el calor de los
viejos tiempos, pero en cambio tenían una perfec
ción que hacía pensar de inmediato en los hilos
que los unían al sistema central.
El tribunado fue ejercido por el propio Empera
dor y sin ninguna de las restricciones que tuvo
durante la República: anualidad, colegialidad v
carácter urbano. El imperio proconsular, antaño
limitado a los países que se hallaban bajo la ley
marcial, se hizo extensivo a todo el dominio con
la inclusión de Roma. Con esta medida la ciudad
pasó a integrar el Imperio y se convirtió en presa
de su propia conquista. El sumo pontificado tam
bién fue asumido por Augusto a la muerte de Lé-
pido. Con esta medida resucitó la identificación
del trono y el altar.
Declarado cónsul vitalicio y dueño de las prin
cipales magistraturas, quiso transmitir el poder a
un heredero de su elección. Ninguna de las leyes
republicanas autorizaba esta medida, de modo que
debió hacerse sin recurrir a ningún antecedente
jurídico. Escribía León Homo que el problema
de la sucesión no tenía solución legal. ¿Cómo hacer
hereditaria una magistratura viajera? ¿Cómo trans
mitir a voluntad un poder delegado?
“Augusto logró su propósito por dos procedi-
167
mientos conjugados: una designación moral ligada
a la herencia, fuera natural o adoptiva, y una aso
ciación anticipada al poder imperial bajo la forma
de co-regencia. En estas condiciones, el heredero
designado por el parentesco se convertía en la se
gunda persona del reino. Desaparecido el empe
rador, tenía en sus manos todos los resortes del
poder. El Senado se hallaría frente a una situación
de hecho contra la cual no podría hacer nada. La
elección del co-regente como emperador sería una
carta obligada, reducida a una formalidad pura y
simple” u .
Augusto fue hombre de hechos, no importa que
haya escrito que había transferido su gobierno a
manos del Senado y del pueblo romano y que no
había aceptado ninguna función contraria a la
constitución; tenía en sus manos el ejército y las
finanzas, lo demás discurría por sí solo.
Los historiadores de Roma no se han engañado
a este respecto y afirmaron con Dion Cassio que el
poder del pueblo y del Senado pasaron a las ma
nos de Augusto que los usó a su antojo. Tácito
confirmó esta opinión con palabras que resumen la
cuestión:
“Despojado Lépido del poder y muerto Anto
nio, no quedaba al partido de los Julios otro jefe
que César (por Octavio Augusto), el cual dejando
el nombre de triunviro, presentóse como cónsul y
contentóse, para defender a la plebe, con el poder
tribunicio. Cuando sedujo al ejército con sus dádi
vas, al pueblo con las distribuciones de trigo y a
todos con la dulzura de la paz, comenzó a levan
tarse poco a poco y atribuirse lo que solía es
tar a cargo del Senado, de los magistrados y de
las leyes”.
“Nadie se le oponía, pues los más valerosos ciu
dadanos habían sucumbido en las guerras civiles1
168
y los demás, entre los nobles, cuanto más dóciles
¡i la servidumbre tanto más se elevaban en honores
y riquezas; engrandecidos en este género de cosas,
preferían lo presente que era seguro a lo pasado
que era peligroso” 12.
La paz fue el beneficio que obtuvo Roma a
cambio del sometimiento a la voluntad de Augusto.
En los citados párrafos de Tácito no se oculta una
embozada crítica al régimen inaugurado por el
Príncipe. ¿Qué proponía Tácito a cambio?
En verdad, nada. En Roma no existió una opo
sición sistemática al orden imperial y al decir
sistemática pienso en una oposición organizada,
con un plan y un sistema de ideas coherentes.
12 T á c i t o , Anales, I; II..
169
La ciudad de Halicarnaso, tierra de Herodoto
según la tradición, celebró a César Augusto como
al padre de la tierra y como “al más sabio de la
raza humana, cuya sabiduría no sólo ha satisfecho,
sino que ha excedido los ruegos de todos. César
nació para la salvación del mundo, y su nacimiento
puede ser tenido como el comienzo de la vida y de
la existencia” iy.
Estos encomios no se limitaban a panegíricos
ocasionales e improvisados con el propósito de con
seguir algún beneficio, apuntaban a constituir una
suerte de sincretismo religioso para consolidar el
sistema sobre una base indiscutible.
El “genio” del emperador era objeto de un culto
al servicio de la unidad política. Todos los países
de la cuenca del Mediterráneo deseaban esa unifi
cación y la fe en el emperador aparecía como
el fundamento tangible de ese culto.
Pocas veces en la historia se ha logrado la reali
zación de una empresa política tan vasta y variada
como el Imperio Romano y con tanto éxito. Tasta
ese momento la situación del mundo greco-latino,
no había estado tan cerca de alcanzar el deside
rátum de sus aspiraciones. Por primera vez un po
der consciente de sus propósitos construyó un or
den de convivencia en el cual hasta las tradiciones
religiosas fueron reflexivamente asumidas para ser
vir un objetivo político. Lo que tal vez faltó en
ese imperio fue la vida. Su política, por mucho que
se empeñara en resucitar con fomentos oficiales las
bases morales del orden público, destacó con ma
yor nitidez la diferencia que había entre un romano
de la época de oro de la República y ese otro que
parecía fabricado en las oficinas imperiales.
Una circunstancia favoreció esta empresa: la fal
ta de espíritu revolucionario en el racionalismo ro
mano. Los movimientos políticos nunca tuvieron13
13 G a r t h a u se n , V.: o. c.
170
t'l propósito de construir una utopía y siempre es
tuvieron comprometidos con intereses conservado
res.
En este aspecto de la vida romana predominaba
una base religiosa arcaica, una innata desconfianza
al poder destructivo del tiempo y una suerte de
complacencia instintiva en la seguridad de los re
tornos. El imperio no encontró una oposición ca
paz de elaborar un régimen que se le opusiera.
Hubo descontentos, pero éstos se detenían en la
figura personal del emperador y si pensaban sa
carlo, era para poner otro en las mismas condicio
nes, aunque mejor dispuesto para con ellos.
“A este despotismo inquieto y poco seguro —es
cribía tíoissier— respondió una oposición indecisa,
disimulada, más molesta que eficaz, sin consisten
eia y sin principios” 14.
Lo que quedó de esta oposición: panfletos, sáti
ras, literatura de alusiones y lecturas públicas con
veladas referencias críticas al César de turno, no
testimonia por la existencia de una lucha partida
ria, sino simplemente por deseos muy concretos de
verse libre de la persona de tal o cual emperador.
Esto permitió al Imperio durar muchos años y que
fuera, de acuerdo con la famosa “boutade” de Bar-
bey d’Aurevilly, una monarquía absoluta limitada
por el asesinato.
LA RESTAURACION RELIGIOSA
171
/
para que colaborasen en la tarea de insuflar un
poco de sangre a las deidades romanas.
La vieja religión era muy formalista y se expre
só con preferencia en las manifestaciones exteriores
del culto. Resucitar las antiguas liturgias, remozar
las con los dudosos recursos del teatro, fue una
cuestión de arqueología más que de fe.
Otro aspecto esencial de la religión romana fue
su carácter político. Esto permitió que la faena res
tauradora no tuviera que vencer grandes dificulta
des para hacerla ingresar en el programa de re
construcción social emprendido por Augusto. Esto
también explica —como escribía Boissier en un
libro dedicado a la religión romana— porque razón
no fueron los devotos, sino los políticos, y aun
aquellos que no creían en nada, los que más y
mejor encomiaron la religión romana. Cicerón, que
no podía ocultar la risa cuando pasaba frente a
uno de sus colegas en el “Colegio de Augures”,
hizo un elogio de la religión donde exalta su valor
pragmático: “Si se compara el pueblo romano con
todos los otros pueblos, se verá que ellos lo igua
lan o superan en todo, pero Roma vale más por
el culto que da a los dioses. Gracias a eso vencieron
al mundo entero” 15.
En religión como en política Roma no volvía la
espalda al pasado; por el contrario estuvo siempre
en la tarea de hacerlo servir al presente. El estoi
cismo, en esa época el sistema filosófico más ex
tendido por el Imperio, aspiró a conciliar en su teo
logía la razón con la fe y lo hizo en una síntesis más
utilitaria que especulativa y en donde probó, con
razones políticas, el valor de la religión popular 16.
Todas estas tentativas estuvieron animadas por
la acción de los emperadores que pensaban, como
172
\
173
de los trabajos de la tierra y de la paz bucólica
un cuadro tan manifiestamente falso, como ador
nado de los más tontos colores mitológicos” ls.
Por poco que se compare la E n eida con los glan
des poemas épicos de Homero se comprenderá que
Virgilio trabajó sobre un material sabiamente esco
gido y no con tradiciones religiosas pertenecientes
a una fuerte y viva fe popular.
Los períodos finales de una cultura se caracteri
zan por la pérdida de la fe. En su lugar la razón
trata de substituir el entusiasmo, la inspiración
divina o lo que fuere que haya en el fondo de las
religiones, por las pasiones partidarias, ideológicas
o simplemente conservadoras. Si se observa bien,
este proceso admite dos formas de realización: una
reaccionaria, clasicista, que con los ojos puestos
en las condiciones que hicieron en otrora la gran
deza del pueblo, lucha por reconstruirlas racio
nalmente. La otra tendencia es revolucionaria ahis
tórica, utópica. Pretende una sustitución completa
de la realidad social por un modelo de fabricación
racional.
Grecia conoció ambas formas del racionalismo,
Roma sólo la primera. El gobierno de Augusto es,
en todos sus aspectos, la ilustración cabal de una
restauración conservadora.
El 19 de agosto del año 14 de la era cristiana, el
emperador entró en agonía a raíz de una enferme
dad que lo atacó en Ñola. Velleius Paterculus nos
transmitió sus supuestas últimas palabras. Verdade
ras o no, son el agudo epílogo de su obra de go
bierno.
“¿He representado bien la comedia de la vida?”
Terminó repitiendo en griego la frase con que
se cerraban los espectáculos teatrales: “Si estáis
contentos, aplaudid al autor”.
174
Vil
SOCIEDAD Y CULTURA
LA VIDA FAMILIAR
175
constante de las mujeres en las ceremonias y ban
quetes de una refinada vida social. Una vez ntás
se impone la seguridad de que un mundo dado
fundamentalmente a los negocios convierte a la mu
jer en uno de sus más preciados ornamentos.
Si se pasa de la cerámica a las escenas esculpidas
en las piedras tumbales, se observa nuevamente el
lugar de privilegio que ocupaba la mujer y la im
portancia que debieron tener en la vida social de
los etruscos. Se tiene la impresión, de acuerdo con
los mejores etruscólogos, que la mujer era el cen
tro indiscutido de la vida social y que reinaba sin
sombras en el seno de la familia.
Tito Livio, en una referencia que hace sobre el
origen de los Tarquinos, se detiene a relatarnos la
leyenda de Tanaquil, la mujer de quien sería Tai-
quino el Antiguo y a cuya carrera ascendente
habría colaborado de un modo decisivo. No sola
mente el primero de los Tarquinos debió su as
censo a la habilidad de Tanaquil, sino que fue
ella, siempre según Tito Livio, la que promovió
la llegada al trono del sucesor de su marido, Ser
vio Tulio.
Verdad o ficción poética, esta referencia brega
por la importancia que tuvo la mujer no solamente
en los límites de la casa familiar, sino también en
las relaciones de la vida pública.
El fuego sagrado de la ciudad de Roma estuvo
custodiado por las vírgenes llamada vestales. ¿Qué
relación existía entre la conservación de la virgini
dad y la vigilancia de la llama votiva? No sabe
mos. Los vínculos son misteriosos y se pierden en
la noche de los tiempos. Existe un poder en el
fuego sagrado y en la virginidad que ningún con
tacto impuro debe manchar. La violación del voto
de virginidad traía como castigo un terrible supli
cio. ¿Hay una prefiguración de la Virgen Santísi
ma en la pureza de esas jóvenes consagradas al
culto de la ciudad?
176
\
177
Normalmente la mujer era el centro de ese p e
q u eñ o estado constituido por la familia heril, El
pater reinaba como un soberano sobre los hijos e
hijas no casadas, sobre los nietos, los clientes y
los esclavos. No obstante este gran poder, los otros
miembros de la casa tenían sus derechos y prerro
gativas. La mujer pod'
muebles e inmuebles
hermanos. La soberanía paterna no era discutida
y la ley le otorgaba el carácter de un verdadero juez
con respecto a sus allegados. Podía castigar, agra
ciar o dar la muerte si lo encontraba necesario.
Pero no podía usar de ese poder sin reunir el con
sejo de la familia.
El casamiento de una hija significaba que el pa
dre abandonaba la potestad que ejercía sobre ella
y la transfería al marido. En latín se decía que
pasaba de la mano del padre a la mano del marido
y dependía de este último como una hija.
Los patricios romanos tuvieron una forma de
matrimonio solemne que se llamó “conferratio”
y que se realizaba en presencia de diez testigos,
luego de un sacrificio y una consulta a los auspi
cios. Los esposos compartían una torta de trigo
duro —“fareus libum”— como símbolo de la vida
en común. Esta ceremonia le daba al matrimonio
su sentido público y religioso.
Entre los plebeyos las costumbres fueron más rea
listas y se acomodaron a situaciones de mayor cru
deza. Una de las formas comunes del matrimonio
entre gente de menor cuantía fue la “consuma-
tio” o simple “uso”. La muchacha abandonaba la
casa paterna y se iba a la del marido. Pasado un
año quedaba en poder de este último de acuerdo
con el principio jurídico de que en los bienes
muebles la posesión vale el título. Esta situación
legal tenía su contraparte: si la mujer abandonaba
durante tres noches seguidas el hogar del marido,
volvía de nuevo a la casa de su padre.
178
Otra forma matrimonial fue la compra que se
efectuaba comúnmente en dos actos: el padre aban
donaba su potestad sobre la hija, la emancipaba.
En otras palabras la dejaba en la calle. El esposo,
apiadado de la situación de la muchacha, pedía
a ésta si quería pasar a estar bajo su protección.
Si aceptaba, pasaba a vivir con el marido.
I.os matrimonios plebeyos fueron meramente ci
viles, en cambio los patricios reconocían formas
tradicionales religiosas. Un ciudadano romano no
podía casarse con una mujer cuyos padres no tu
vieran el privilegio de esa ciudadanía. Junto a es
ta limitación prohibitiva del matrimonio estaban
los impedimentos por consanguinidad que se exten
dían, en los comienzos de la República, a un grado
de parentesco bastante lejano. Más adelante se ate
nuó un poco y durante la época imperial se redujo
todavía mucho más.
La edad fijada por la ley para la contracción del
matrimonio era de doce años para la mujer y de
veinte para los varones. Estos últimos podían hacer
lo a partir del momento que recibían la toga viril,
que era a los diecisiete años. Fue uso largamente
aceptado en las clases altas que la muchacha pro
metida en matrimonio a un joven ingresara a la fa
milia del marido a partir de los siete años, con
el propósito de educarse en las costumbres que
debían ser las suyas. Allí completaba su educa
ción: aprendía a leer, a escribir, a contar y recitar
versos. Además, todas las artes que eran menester
para hacer de ella un ama de casa hacendosa. Hilar
v tejer eran las ocupaciones más importantes en la
vida de la mujer y las que permitían dar a la seño
ra de casa el título honorable de “summa lanifica”.
Según una antigua tradición, cuyo origen re
monta hasta Rómulo, había tres motivos funda
mentales para repudiar a la esposa: el adulterio, la
provocación de un aborto o la fabricación de un
doble juego de llaves para abrir la despensa.
179
Algunos historiadores opinan que el matrimonio
llamado por “confaerratio” era indisoluble, pero
resulta que existía una ceremonia la “difaerratio”
que disolvía el vínculo impuesto por la primera.
Esto solamente se aplicaba en el caso en que la
mujer hubiese sido condenada a muerte por el con
sejo familiar.
Los contratos civiles permitían el divorcio y para
que éste se produjera bastaba la voluntad del ma
rido expresada en una expulsión pura y llana: “Da
me las llaves de la casa, toma tus bártulos y vete”.
Así de simple. Con todo no parece probable
que esta decisión se tomara sin reunir el consejo
de la familia y explicar ante él las verdaderas cau
sas del repudio. No podemos olvidar que las unio
nes matrimoniales solían ser verdaderas alianzas
familiares y no era faena fácil deshacerse de una
muchacha que tuviera excelentes apoyos en su
propia familia.
Legalmente la mujer dependía del marido y éste
podía hacer todas aquellas cosas que le estaban
prohibido a ella bajo pena de repudio y a veces
de muerte.
El hogar es el reino de la mujer, allí es la “do
mina” o “dueña”. En las casas importantes está
eximida del trabajo servil y sólo hila o teje rodeada
por sus servidoras. No vive encerrada en el “gi~
neceo” y puede salir a la calle, dándole aviso a su
marido del lugar a donde va. Fuera de la casa
porta la “stela matronalis” y se hace acompañar
por algunas servidoras, cuyo cortejo da cuenta de
la dignidad del ama. En la calle se le cede la ve
reda y está totalmente prohibido tocarla, aun cuan
do comparezca ante un juez para responder de la
comisión de un delito.
Es cierto que no puede repudiar a su marido
por las razones indicadas más arriba, pero el adul
terio en Roma no era fácil y el marido engañado
puede matar impunemente a su rival si lo encuen-
180
Ira “in fraganti”. Estas dificultades y peligros, una
existencia realizada a la vista de tantos servidores,
I lacen de la monogamia un carta obligada.
La posición de la mujer en la casa, lejos de
disminuir, se acentuó en la época imperial y su
importancia fue disipando la potestad discrecio
nal del marido. Podía disponer de su dote y en los
llamados matrimonios libres, frecuentes durante el
Imperio, la mujer retenía la propiedad de todos sus
bienes y el marido no intervenía para nada en su
administración a no ser que ella así lo consintiera.
Existen numerosas referencias a matrimonios
políticos hechos con una mujer de condición so
cial superior a la del marido y que significó para
este último un adelanto en su clasificación jerár
quica.
“¿Por qué no quiero casarme con una mujer
rica? —se preguntaba Marcial—. Porque no siento
el menor deseo de convertirme en la esposa de
mi esposa.
LA INFLUENCIA DE LA HELADE
181
Para el historiador francés toda la cultura griega
“se presentaba como un sistema de pensamiento
muy próximo a las tendencias profundas de Roma’’.
Ambas civilizaciones revelaban un innegable pa
rentesco, por esa razón su encuentro, durante los
sucesos bélicos del siglo III a. de J. C. “despiertan
posibilidades y potencias latentes”, tanto mejor
advertidas por los romanos cuanto más respondían
a tendencias íntimas “de esa síntesis psicológica,
racial y cultural que llamamos Roma y en donde
se unen, aunque en diferentes proporciones, ele
mentos parecidos a los que constituyen la síntesis
griega” 2.
Para Grimal, Roma fue una ciudad helénica tanto
por sus constitutivos étnicos como por sus aspira
ciones culturales. El estudio de la literatura romana
durante la edad de oro de la República lo confirma
en esta sospecha.
Ante todo está el modelo griego. Responda o
no a eso que Grimal llama las aspiraciones más
profundas del alma romana, se encuentra allí al
alcance de los artistas, con todo su vigor expresivo,
para señalarles cómo deben desarrollar sus propios
trabajos. Los romanos conocieron estos modelos
durante las guerras realizadas en Sicilia. En cada
una de las ciudades de la isla había un teatro y, en
ellos, los soldados romanos tuvieron la oportunidad
de ver representadas las escenas más conocidas del
drama ático y las improvisaciones y pantomimas
a que eran muy aficionados los sicilianos. Sin duda
había en los romanos una disposición espiritual que
hacía eco a estas creaciones del espíritu helénico
y muy pronto las exigencias de la demanda des
pertaron los ingenios capaces de emular las obras
griegas con otras semejantes escritas en el idioma
del Lacio.
182
Tarea larga y que no estuvo libre de inconve
nientes. El latín evolucionó con gran rapidez para
alcanzar las finezas expresivas del modelo. Esta
evolución exagerada tuvo sus riesgos: idiotismos,
greguecismos, atentados a la sintaxis natural de
la lengua, fueron el precio pagado por los prime
ros escritores latinos para evitar la monotonía de
una lengua todavía muy rústica. El latín aguantó
el cambio y pronto estuvo en condiciones, si no
de superar a su modelo, de crear obras originales
que respondían mejor, en el fondo y en la forma, a
su idiosincrasia.
Grimal, trocándose en “advocatus diaboli” de
su propia tesis, nos aconseja dejar momentáneamen
te a un lado el helenismo latente que pudiera exis
tir en el alma romana y observar la influencia ex
terior que tuvo Grecia en el desarrollo de la espi
ritualidad latina.
La Grecia contemporánea de las Guerras Púnicas
ofrece al historiador dos rostros. Uno de ellos,
vuelto hacia el pasado, vive de la nostalgia y el
recuerdo; el otro miraba hacia el futuro y tenía
su sede en la Magna Grecia. Este último es el que
los romanos conocieron mejor y del que recibieron
una influencia no ya libresca, sino viva.
“La ola partió de Magna Grecia y el aconteci
miento que la puso en marcha fue la toma de Ta
lento en 272 a. de J. C.” Fue la ciudad de Livio
Andrónico, el primero de los autores latinos cono
cidos. Desgraciadamente para nuestro conocimien
to de los primeros pasos literarios de Roma, Livio
Andrónico es apenas un nombre. Debemos esperar
el advenimiento de Nevius para encontrar un au
tor del que sobrevivieron algunos fragmentos en
léxicos posteriores. Nevius no fue un poeta, apenas
un gramático que componía versos con prolija pe
ricia sintáctica. En sus dramas usó con abundan
cia la métrica griega, no así en un poema épico
que dedicó al triunfo sobre Cartago, que escri-
183
bió en ritmo saturniano y en perfecto acuerdo con
la tradición de los cantos religiosos romanos.
La idea que Roma fue fundada por troyanos que
habían escapado de la destrucción de su ciudad
parece haber nacido en Sicilia. Era una justifica
ción ingenua de la derrota padecida por los grie
gos de la isla frente a esa advenediza que entraba
con tanto ímpetu en el escenario histórico.
El fino helenismo de los romanos sufrió un lar
go eclipse cuando Aníbal invadió Italia y llevó sus
ejércitos contra la Urbe. Hubo un movimiento de
retorno hacia las fuentes etruscas y latinas; Roma
abominó, temporariamente, del embrujo helénico.
Luego de las guerras con Macedonia todo vuelve
a su cauce y los vencedores de Cartago, de Aníbal,
de Filipo y de Antíoco juran por los dioses del
Olimpo y sienten en sus almas la mesura apolínea.
La helenización de las clases cultivadas era un
hecho irreversible. No se podía ser un hombre cul
to si no se tenía conocimiento de la literatura y la
filosofía griega y no se manejaba su lengua con
cierta holgura. Los romanos estaban convencidos
que la lengua de los griegos poseía esa fluidez y
una riqueza expresiva que los latinos nunca po
drían alcanzar.
De esta certeza nació la idea de enseñar el latín
en cursos paralelos con el griego. Esta manera de
estudiar la gramática se prolongó a lo largo de la
historia imperial y pasó a formar parte de los usos
pedagógicos de nuestra civilización, hasta un pun
to en que podemos afirmar, sin temor ni temblor,
que su abandono es una de las causas más impor
tantes de nuestro deterioro cultural. Catón el Cen
sor encarnó la reacción contra el helenismo y su
actitud desconfiada frente a la influencia griega re
velaba la mentalidad del chacarero latino. No se
crea por esto que Catón era hombre de criterio es
trecho e incapaz de apreciar las obras del espíritu.
Era fundamentalmente un romano en el momento
184
ni que toda Grecia flirteaba con Cartago y se hacía
necesario volver por los fueros de las propias tra
diciones para oponerse a ese sortilegio debilitador.
Catón tampoco creía mucho en el valor de las
conquistas y las anexiones. Pensaba que Roma te
nía bastante con ser la cabeza de Italia y hablaba,
como escribe Grimal, en nombre de una ética muy
coherente y perfectamente comprensible para la
aristocracia rústica y para los propietarios del Lacio.
Frente a Catón, Grimal coloca la figura de los
Escipiones, tan animados como el Censor por la fe
en Roma, pero con exigencias de expansión y con
quistas que anunciaban ya el pensamiento imperial
de la época de César y Augusto.
“Si Catón representa el espíritu de los propie
tarios rurales y la fuerte cohesión de la ciudad
municipio, los Escipiones reclaman para sí la inter
pretación del pensamiento helénico que, venido
de Etruria y de la Magna Grecia, formó la con
ciencia romana y le dio los medios para expresarse”.
Catón y el grupo encabezado por los Escipiones
encarnan, respectivamente, las dos corrientes en
que se divide el espíritu de Roma: la tradicional
y agrícola que halló en los Gracos su última expre
sión política y la corriente imperial, helenística,
que se abrió paso en el atardecer de la República
y floreció con el Imperio.
Las guerras del siglo II a. de J. C. pusieron en
movimiento ambas fuerzas, como si Roma, frente
a la agresión púnica, hubiera tenido necesidad de
recogerse sobre sí misma y buscar en las tuerzas
religiosas la raíz de su alma ancestral. Vencidos
los cartagineses, se lanzó hacia adelante para con
quistar el ámbito político donde se disolvería su
antigua personalidad, para dar nacimiento a esa
liorna que Júpiter, Marte y Quirino querían impo
ner sobre la cuenca del Mediterráneo. Roma, ca
beza del Imperio, es el anuncio de esa otra Roma
que será la cabeza de la Iglesia Católica.
185
Grimal cree que lo helenístico formaba también
parte de la tradición romana auténtica. En esta
afirmación quizá convenga distinguir dos aspectos:
uno constituido por los elementos religiosos y étni
cos comunes a la ciudad del Lacio v a los pueblos
griegos; el otro depende del proceso de racionali
zación sufrido por la cultura helénica y que se co
noce con el nombre de helenismo propiamente dicho.
Hav un origen común en los pueblos greco-latinos
que explica ciertas semejanzas en sus creencias,
en sus costumbres y en sus respectivas trayectorias.
Pero hay también un proceso de extensión cultu
ral, perfectamente consciente, que se extiende por
toda la cuenca del Mediterráneo, cuyo impacto Ro
ma sufrió a igual que otras ciudades, aunque con
una capacidad receptiva en razón directa de su
energía histórica.
Esto aceleró la maduración de su ritmo evoluti
vo, pero despertó, al mismo tiempo, la fuerte pro
testa de sentimientos todavía vigorosos v que en
contraban su alimento en las fuentes de la religión
nacional. Esta reacción explica la existencia de C a
tón el Censor y también la hibridación que pade
cieron ciertas obras de arte romanas, hasta que las-
formas expresivas helenísticas completaron su tarea
de adaptarse a la romanidad.
Conviene señalar también que tanto la tradición
religiosa griega como la romana no conocieron en
sus criterios artísticos la rigidez de una forma hie-
rática fija. La gran libertad expresiva de que dieron
muestra fue uno de los mejores legados que hizo
el arte antiguo a la civilización latino cristiana.
LA PARADOJA DE LA COMEDIA EN EL
TEATRO ROMANO
186
de distinta manera y en total acuerdo con los gus
tos que predominaron en los diversos estamentos
sociales.
La tragedia fue expresión de la aristocracia y co
mo tal tradujo los sentimientos del hombre egregio
sometido a la fatalidad de un destino adverso. La
comedia tuvo sus adeptos entre el pueblo y la
burguesía ciudadana.
Se puede decir, sin exageración, que Roma no
tuvo nunca una verdadera aristocracia. Faltó a su
clase dirigente esa educación estética que imponía
en todos los actos del hombre la elegancia sobre
la utilidad. Roma fue, desde su comienzo, gober
nada por un campesinado pragmático y poco amigo
de cultivar bellas posturas y gestos heroicos. Aqui-
les no hubiera podido ser un héroe romano. Su pun
donor personal lo hacía incomprensible para un
pueblo que ponía la solidaridad patriótica por en
cima de cualquier actitud anárquica, por hermosa
(jue fuera. El romano no amó el “bello gesto” pol
lo que pudiere tener de bello, lo honró cuando traía
consigo un contenido que podía ser útil al orden
social.
Esta disposición del ánimo romano explica la
diferencia entre la “gravitas” latina y la “sofrosi-
na” griega. La “gravitas” impone reserva en las
expresiones temperamentales por razones de co
mando. Nace del arte de mandar, de la guerra si
se quiere, no del teatro. La “gravitas” está muy
lejos de ser cómica, pero tampoco es trágica. No
se presta para la risa, pero no impone ese terror
sagrado que emana del héroe griego acosado por
“ibris” de su propia desmesura. La “gravitas” es
simplemente la posesión de sí mismo que debe
tener siempre el jefe frente a sus subalternos.
En la tragedia griega el que pierde el control
de las fuerzas demoníacas que conmueven al espí
ritu entra en el terreno tenebroso de la violencia
trágica y convoca contra él las potencias ciegas
187
del destino. El que pierde la gravedad del talante
que conviene a un jefe en una situación de peligro
sólo provoca un efecto cómico.
Esto quizá pueda explicar por qué razón la co
media tuvo más éxito que la tragedia en el teatro
romano. El hecho que hayan sobrevivido veinti-
siete piezas cómicas anteriores al siglo primero de
nuestra era es un indicio del valor que se les con
cedió. D e las tragedias representadas en ese tiem
po apenas si subsisten algunos pocos títulos y una
docena de fragmentos recogidos por los gramáticos
para uso de los escolares.
Livio Andrónico y Nevius fueron los primeros
en adaptar las comedias griegas al gusto romano.
Estas adaptaciones imponían un par de recaudos:
hacer que los lances demasiado exóticos fueran com
prensibles para el público romano y conservar la
atmósfera griega para no ofender la “gravitas” ro
mana.
AI romano le gustó reír, y hasta admitía hacer
lo a expensas de su gravedad y dentro de los límites
que permitía el decoro. Guando la comedia faltó
a las exigencias de este requisito y llevó sus bro
mas hasta vulnerar la autoridad, tanto el come
diante como el comediógrafo pagaron con el des
tierro, y a veces con la vida, su falta de contención.
Nevius sufrió un percance de esta naturaleza
cuando escribió, en uso de una libertad de lenguaje
que las costumbres toleraban, un verso cuya equi-
vocidad permitía una interpretación insultante para
el cónsul Metellus:
“Fato Metelli Romae fiunt cónsules.”
La palabra “fato” tiene doble sentido: puede
significar el destino o la desgracia. Según uno u
otro, la frase puede ser un insulto o una simple
constatación. Como el verso fue dicho en plena
guerra, Nevius olvidó el valor político de la “gra
vitas” consular. Fue encarcelado y más tarde des
terrado de Roma.
188
La evolución que sigue la comedia en el curso
de la historia romana obedece a un destino im
puesto por su mismo origen. Como se trata de una
forma vulgar del drama y, en alguna medida, pro
pia del espíritu popular, cuando las clases patri
cias fueron perdiendo el control de la situación
política y la burguesía se afianzó en el poder, la
comedia se fue imponiendo y se hizo cada vez
más grosera.
En la época imperial la tragedia había desapa
recido casi por completo del teatro romano. La
atelana y el mimo habían reemplazado los viejos
juegos escénicos y, a través de Plauto y Terencio,
continuaron las farsas de Menandro.
Estas expresiones del teatro popular latino tenían
orígenes remotos. La atelana procedía de Campa-
nia y era una suerte de representación improvisada
a la manera de los juegos de Polichinela. La acción
corría a cargo de cuatro personajes graciosos que
encarnaban sendos tipos de la fauna popular: Papo,
el viejo de buen sentido; Dosene, un jorobado char
latán y en oportunidades, sabio; Buco, el tragón,
y Maco el tonto.
Con estos cuatro personajes se realizaba una ac
ción cómica que, sin grandes pretensiones y mucha
sal gruesa, hacía reír a un público con pocas exi
gencias.
El mimo era una especie de farsa que tenía en
Roma muy viejas raíces y sus antecedentes se ex
tendían por toda la Italia meridional, prestándose
su juego a escenas humorísticas de todo calibre.
El que se estiló en Roma durante el ocaso de la
República y el Imperio no pertenecía al género
más refinado. Se trataba de pantomimas muy tos
cas en las que se faltaba alegremente el respeto
a todo el mundo. Burlas a las costumbres femeni
nas y masculinas con una dosis de obscenidades
bastante cargada, pero que aseguraba el éxito entre
los marineros, menestrales y antiguos soldados que
189
componían la clientela habitual de los teatros sub
urbanos. Se hacían alusiones a los hombres públicos
sin que escapara a ellas ni el emperador.
Se recuerda la escena cómica llevada al teatro
por Dato, donde se aludía al parricidio cometido
por Nerón.
La comedia se fue perdiendo en la medida que
el teatro se dirigió a un público cada vez más
vasto. La necesidad de impresionar a las muche
dumbres con escenas realistas obligó a ampliar
fastuosamente los escenarios, montar máquinas y
aparatos capaces de producir los efectos buscados
por el escenógrafo, más atento a provocar el pavor,
el espanto, que a producir obras de mérito esté
tico. E l ingenio se agotó en la invención de tramo
yas y el arte del diálogo cedió el paso al puro es
pectáculo visual.
No podemos cerrar este comentario sobre la co
media romana sin referirnos brevemente a la per
sonalidad de Terencio y Plauto.
Terencio, segundo de los grandes comediógrafos
romanos, había nacido en Cartago y con toda pro
babilidad era de origen púnico. Hay quienes sos
tienen que pudo ser numida. Sólo sabemos que
entró en Roma en calidad de esclavo, pero liber
tado por el senador C. Terentius Lucanus, pasó a
pertenecer a su familia cuyo nombre inmortalizó
con su obra.
Como Livio Andrónieo adquirió en Roma toda
su cultura y se impregnó del helenismo que fue la
consecuencia intelectual de las guerras púnicas y
especialmente de la conquista de Grecia. Muchos
eruditos suponen que algunas de las escenas de su
teatro fueron escritas por nobles romanos adscrip-
tos al círculo helenizante de los Escipiones y que
por razones de “gravitas” no se atrevían a presen
tar con sus nombres. Como quiera que haya sido,
esta opinión refleja un hecho, y es que Terencio
encarnó la disposición común a un amplio grupo
190
de hombres que pertenecían a los estamentos más
cultos de la ciudad.
Se ha discutido también la originalidad de
su obra y en esta discusión está comprometida la
independencia de la inspiración romana con res
pecto a sus modelos griegos. Las diferencias exis
tentes entre Terencio y Plauto y el uso que ambos
hicieron, aunque con matices muy personales, de
algunos recursos cómicos tradicionales, señalan la
originalidad de los dos autores. Indican también
que la comedia romana, pese a todo lo que pudo
tomar en préstamo a la de Atenas, no era un
simple calco.
La comedia de Plauto, nacida durante los años
de la guerra contra Cartago, tiene un carácter to
davía más romano que la de Terencio. Este “um
brío” de Sarsinas era hombre de negocios y em
prendió el camino del teatro para restaurar una
fortuna perdida en el comercio.
“El teatro de Plauto —escribía Grímal— no es
griego. Concede un amplio lugar no sólo a lo ro
mano, sino también a lo italiano. Detalles de cos
tumbres, de instituciones, incluso de topografía,
muestran que las escenas, a pesar de los nombres
griegos de sus personajes, concesión a la «gravi
tas», están pensando en un ambiente romano” 3.
Romana es también la intención de Plauto, y
moralizante, en el sentido en que lo entendía el
viejo Catón: dar a los romanos la conciencia de
su responsabilidad patriótica y poner lo helénico
como ejemplo pernicioso de individualismo. Plan
to imita a los griegos, pero se sirve de ellos para
edificar el ánimo romano. Su posición espiritual
se encuentra en el cruce de los caminos que van
por los Escipiones al helenismo y por Catón al
tradicionalismo moralizador de la República. El
Imperio, como un río caudal, nació de estas dos
fuentes v de ambas dependió su duración y su éxito.
3 G ju m a l , Pierre: o. c., pág. 94.
191
LA FILOSOFIA EN ROMA
192
sesgo que tomaba la política romana, no escri
bieron nada pero afectaban en los negocios te
rrenos una cierta displicencia estoica.
El menos estoico de todos ellos fue Cicerón y,
al mismo tiempo, el único que tradujo por escrito
sus inquietudes filosóficas. No fue, para hablar
con propiedad, un pensador sistemático. Le gus
taba escribir y esto dice todo acerca de la versa
tilidad con que acogió los temas más variados y
las influencias espirituales más diferentes sin lo
grar integrarlas en un cuerpo original de doctri
na. San Agustín se refirió a él con encomio, por
la influencia especial que ejerció en su formación
ese libro de Marco Tulio que se llamó Hortcnsio.
Desgraciadamente para nuestra curiosidad el
libro se ha perdido, pero no creo pecar contra la
filosofía si conjeturo que no debe ser muy su
perior a los otros que de él nos quedan. San
Agustín era un lector ávido y una lectura solía
sugerirle muchas ideas que atribuía con genero
sidad al libro leído. Esta actitud del santo doctor
nos permite sospechar que concedió al Hortensio
mucho más de lo que el genio de Cicerón puso
en él.
Los otros cultores republicanos de la filosofía
fueron menos felices y carecieron de posteridad
conocida. Dos de ellos, Bruto y Cacius, intervi
nieron demasiado activamente en el asesinato de
César. Esto malquistó la filosofía con los here
deros del dictador. Desde ese momento fueron
sospechosos de abrigar ideas contrarias al Estado.
Sólo con los Antoninos la filosofía ocupará una
parte de los ocios del emperador: ligeramente epi
cúrea con Adriano, se hará nuevamente estoica
con Marco Aurelio.
El romano común nunca la miró con buenos
ojos, la encontraba demasiado griega y adscripta
a usos y costumbres de los que abominaba en
aras de la “gravitas” tradicional. La admitió
193
cuando la pérdida de la fe en los antiguos dioses
fue casi un hecho y el emperador, como decía
Elvio Prisco, debía poder entregarse a los nego
cios políticos bien armado espiritualmente contra
los golpes del destino.
Así se buscó en ella un arma contra la irracio
nalidad de la suerte, por esa razón entró en la
inteligencia a la muerte de la religión, pero im
puso su necesidad. Las preferencias por e! estoi
cismo nacieron del temperamento activo del ro
mano. Quintiliano decía que el hombre cívico
es verdaderamente sabio cuando se entrega a la
administración del Estado y no a vanas refle
xiones.
“¿Qué filósofo ha intervenido como juez en un
proceso o como ciudadano en una asamblea del
pueblo? ¿Cuál se ha ocupado del gobierno para
poder dar reglas y consejos?”
Estas dos preguntas de Quintiliano traducen
mejor que cualquier otro comentario el pensa
miento del hombre de acción frente a eso que
consideraba las vanidades de” la filosofía. Ade
más deja traslucir la sospecha de que tal entrega
a las cuestiones ociosas del pensamiento es mala
de por sí.
Contemporáneo de Cicerón fue Tito Lucrecio
Caro. Nació en la Campania por el año 95 a. de
J. C., según la cronología de San Jerónimo, y se
dio muerte con un veneno cuarenta y cuatro años
después. Este gran poeta latino no fue total
mente romano, ni por el nacimiento, ni por el es
píritu, aunque fuese el latín su “patria lingua”.
Heredero de la tradición poética de Ennius, no
se preocupó, como su coetáneo Catulo, por mo
dificar la métrica de los versos e introducir en el
arte nuevos refinamientos. Tomó la tarea de ver
sificar como un instrumento didáctico para trans
mitir sus ideas. No obstante, debe reconocérsele
un gran talento literario, y si no hubiere sido por
194
la pedantería pedagógica, habría podido legar al
gunas magníficas elegías y no ese chorro inaca
bable de versos que se llamó “De rerum natura”.
De cualquier modo, el famoso poema de Lucre
cio muestra, aquí y allá, las pruebas de que fue
hecho por un poeta y no sólo por el empedernido
reconstructor de la filosofía de Epicuro.
Lucrecio adoptó el epicureismo y pretendió
conciliar el materialismo de Demócrito v Leucipo
con las enseñanzas que sobre el placer habían
predicado los filósofos de la escuela de Cvrene.
El sincretismo tenía su originalidad v más que a
una moral hedonista tendía a conseguir un temple
de ánimo que no desesperase frente a los dolo
res de la muerte y, en particular, ante las ame
nazas de las sanciones ultraterrenas enseñadas
por la tradición religiosa. El libro de Lucrecio
fue un modelo de moral sin religión, pero nunca
negó la existencia de los dioses.
La conciliación de su teísmo teórico y de su
ateísmo práctico nacía del concepto muv parti
cular que tenía acerca de la naturaleza de los
dioses. La esférica perfección de que gozaban los
seres divinos les impedía ocuparse de otra cosa
que no fuera el goce de la plenitud vital que po
seían. Esto los hacía definitivamente epicúreos
y no teníamos por qué temer que se ocuparan de
nuestras pobres almas para atormentarlas en las
regiones infernales.
La orientación práctica de la inteligencia ro
mana explica por qué razón la filosofía, como la
poesía y la historia, eran instrumentalmente usa
das para reforzar el arte de la retórica. En la
elocuencia veía el romano la utilidad de todos
estos saberes y la completa realización del hom
bre culto.
En el año 93 a. de J. C. se abrió en Roma la
primera escuela de oratoria latina donde enseñó
L. Plocio Galo, cliente de la casa de Mario. Es
195
curioso advertir que esta primera escuela de re
tórica, contra lo que podía esperarse, se apar
taba de la tradición griega y denotaba una mar
cada predilección por los asuntos de interés
inmediato.
La Retórica a Erenio es uno de los pocos ma
nuales que ha sobrevivido al naufragio de este
arte. Probablemente este libro perteneció a uno
de los alumnos de Plocio Galo. En él se aconse
ja, con claro realismo, que las cuestiones de tipo
Orestes y Clitemnestra hay que reemplazarlas por
asuntos que tengan directa relación con la vida
romana: cuestiones de derecho penal, comercial o
marítimo.
Repetimos, esta enseñanza no excluía la poe
sía, la suponía. La lectura y explicación de los
poetas era una indispensable iniciación para que
el niño adquiriera conciencia del ritmo de la len
gua. La filosofía venía después para dar al ora
dor un cierto horizonte intelectual v la oportu
nidad de lucirse con citas adecuadas. También
tendía a agudizar el ingenio en la argumentación
coherente.
Este pragmatismo romano nos instruye sobre
los límites en que debemos aceptar el tema de la
fascinación que Grecia pudo ejercer sobre sus
fieros conquistadores. La influencia helénica au
mentó en los últimos años de la República y la
filosofía didáctica propia de los exponentes del
helenismo ejerció en la mente romana un efecto
bastante nocivo.
Como estas reflexiones sobre la cultura romana
tienen el propósito de hacer notar los elementos
que posteriormente ingresaron en la civilización
latino-cristiana, conviene advertir el carácter li
bre que tuvieron todas estas creaciones cultura
les. Los greco-latinos, en sentido muy diverso de
los hebreos y posteriormente de los musulmanes,
dejaron sus expresiones artísticas y científicas li-
196
bradas a un ejercicio que se regía según criterios
propios y no a imposiciones provenientes de la
religión. La cultura greco-latina no fue sacral en
sentido estricto y esta libertad de su actividad es
piritual la transmitió a la civilización que la
sucedió.
197
Si nos atenemos al número de los edificios de
dicados, luego de Júpiter, la divinidad más ve
nerada de Roma fue Juno. Sobre el Arx existía
un templo llamado de Juno Moneta. En el campo
de Marte estaba el de Juno Reina y el de Juno
Sospita. En el monte Esquilino el dedicado a Juno
Lucina.
Mercurio, Minerva, Diana, Ceres y Venus eran
especialmente venerados por los romanos y cada
uno de ellos tenía sus santuarios. No enumera
remos los templos dedicados a los héroes divini
zados ni a las numerosas abstracciones, como la
Concordia, la Fides, la Fortuna, la Mente, la Pie
dad y la Victoria. No faltaban los santuarios mo
destos dedicados a divinidades menos notorias ni
los monumentos recordatorios que hablaban de
una piedad difundida y copiosa. Había altares
dedicados al dios desconocido que, como su ho
mónimo de Atenas, apuntaba a una divinidad
cualquiera que pudiese haber eludido el conoci
miento de esa constante y tenaz preocupación re
ligiosa.
Las fiestas —el hombre antiguo no conoció eso
que nosotros llamamos fiestas cívicas— fueron
siempre religiosas y ocupaban una buena parte del
año. Basta leer el calendario religioso para po
der apreciar todo el tiempo que se reservaba al
culto. Existían fiestas ordinarias y fiestas extra
ordinarias. Entre estas últimas sobresalieron los
triunfos. En ellos se exaltaba al mismo tiempo
la patria y la religión cuando el general victo
rioso ofrecía en el altar de la ciudad los laureles
y las víctimas que llevaba consigo.
Un número tan grande de dioses exigía un ce
remonial vasto y minucioso y para su realización
estaban consagrados los colegios sacerdotales, unas
asociaciones que se llamaron sodalidades y no po
cos sacerdotes no colegiados. Los colegios sacer
dotales fueron cuatro: el de los pontífices, a la
198
cabeza del culto oficial, y cuyo origen remontaba
a Numa. Sila aumentó el número de los pontí
fices, que llegó a ser de quince miembros. La
misión propia de este colegio fue cuidar el culto
público de la ciudad. Defendía la religión de
las innovaciones y del abandono que suele ser
su triste consecuencia. El sumo pontífice tenía
su cargo por vida y concentraba en su persona
todos los poderes del colegio pontifical.
A este colegio lo sucedía en importancia el de
los Augures, una institución cuyo nacimiento se
pierde en la leyenda. El número de sus compo
nentes aumentó también por iniciativa de Sila, que
pretendía reforzar con esta medida las institucio
nes tradicionales. La República, ya en su ocaso,
conoció un colegio de quince augures, no muy
convencidos del valor de su extraña ciencia ni
muy seguros en la ejecución de sus ritos, pero
con la certeza de su valor político. Asistían a los
magistrados de la ciudad e interpretaban los sig
ns favorables o desfavorables que leían en las
entrañas de las aves y que servían de presagio
para iniciar o desistir de una empresa. El colegio
tenía una reunión mensual de carácter ordinario,
pero el Senado podía convocarlo para una sesión
extraordinaria si así lo creía necesario.
El Colegio de los “Quindecenviros Sacris Fa-
eiundis” remontaba su prosapia hasta los prime
ros reyes de Roma. En sus comienzos no tuvo el
nombre que adoptó, probablemente, durante el
gobierno de Sila, al elevarse a quince el número
de sus miembros. Tenía en su gobierno el culto
de los dioses que no pertenecían a la nación ro
mana. Consultaba los libros Sibilinos y en la
misma medida que se extendió el dominio de
Roma se amplió su jurisdicción.
Tenía el poder de abrir el panteón romano a
las divinidades extranjeras, vigilar el culto de esas
divinidades recientemente incorporadas y estable -
199
cer las reglas para asimilarlas a las costumbres
romanas.
El cuarto colegio sacerdotal era el de los F e
riales, de origen tan arcaico como los otros y a
cuya competencia incumbían las declaraciones de
guerra, tratados de paz, alianzas y armisticios.
Había otras asociaciones religiosas que lleva
ban el nombre de Sodalidades. Se conocen cua
tro: la de los Lupercales, cuya fiesta anual era ru
bricada con un sacrificio en una gruta llamada
antro del Lupercal y luego en una carrera alrededor
del Palatino. Era también un culto arcaico y aso
ciado con las divinidades de la tierra.
La sodalidad de los Hermanos Arvales era to
davía nrás vieja y estaba ligada al culto de la
tierra nutricia y de la Dea Dia, cuya fiesta anual
caía en el mes de enero.
La sodalidad de los Salianos tenía las fiestas
dedicadas a Marte durante el mes de marzo. D i
rigía las danzas armadas v presidía la purifica
ción de los instrumentos de guerra: “el armilus-
trium”.
Hubo una última sodalidad llamada de los
Titianos que debía su nombre al rey sabino Ti-
tius Tatius. Tenía por misión perpetuar el culto
de los dioses sabinos.
Junto a estas asociaciones existieron también
grupos sacerdotales destinados a un culto espe
cial. El más famoso fue el de los Flámines, que
dependían del sumo pontífice y cuya tarea era
la conservación del culto a los grandes dioses de
la ciudad: Júpiter, Marte y Quirino. Hubo otros
flámines dedicados a otras divinidades menores.
Aulo Gelio en sus N oches áticas hace una deta
liada descripción de la vida que llevaban los flá
mines dedicados a Júpiter. Tan minuciosas eran
las prescripciones y las reglas a las que debían
someter sus conductas, que sólo recordarlas era
una tortura.
200
En este cuadro de la religión romana convie
ne recordar el Colegio de las Vestales. Eran vír
genes consagradas a mantener permanentemente
encendido el fuego de Vesta. Vivían en una co
munidad bajo la dirección espiritual de la Gran
Vestal y estaban totalmente retiradas del mundo.
Si llegaban a violar su voto de castidad eran con
denadas a muerte por el sumo pontífice, quien
las hacía sepultar vivas.
Este aparato religioso se mantenía en pie hacia
el fin de la República, pero como escribe León
Homo: se practicaba, pero ya no se creía. El
mismo autor señala ese escepticismo como una
prueba del debilitamiento de la tradición 4.
201
.*! '
Vili
SENECA Y NERON
203
res, pero al mismo tiempo le inspiró un ideal
ético a cuyas normas trató de ajustar su vida.
“Observarás —escribe en la Epístola cvm— que
la mayor parte de los que oyen filosofía, asisten
a la escuela como a sitio de recreo. No tienen la
pretensión de abandonar ningún vicio ni se pro
ponen ningún modelo para ordenar su vidas, sino
que buscan solamente el agrado de los oídos”.
De la retórica como arte extrajo su primer dolor
cuando incurrió en la envidia de Calígula y en
la persecución que desató contra él Mesalina. Más
tarde, durante el reinado de Claudio, fue acusa
do de haber abusado de la inocencia de Julia,
y desterrado a la isla de Córcega. Allí debió re
currir a todos los consuelos espirituales de la fi
losofía para combatir el horror de la soledad du
rante los nueve años que duró su exilio.
Otra vuelta de la voluble fortuna lo llevó nue
vamente a la corte imperial. La emperatriz Agri-
pina puso bajo su cuidado la educación de Nerón
y uno de sus primeros trabajos oratorios fue re
dactar el elogio fúnebre del difunto emperador
Claudio. Su discípulo Nerón lo pronunció con
gran énfasis delante de todos los grandes magis
trados de la ciudad. Nadie ignoraba que Claudio
había sido envenenado por Agripina y advertían
el cómico contraste entre el lúgubre asesinato per
petrado por la madre del orador y los engolados
pensamientos fúnebres redactados por el profe
sor de retórica.
Séneca era sobrio en cuanto a la alimentación
y a la expresión de sus emociones, pero lo era
mucho menos en el manejo de la sintaxis latina
y muy pronto otros literatos que aspiraban a ocu
par su puesto lo acusaron de corromper el gusto
del joven Nerón enseñándole a escribir en un es
tilo muy afectado.
El verdadero carácter de Nerón no pasó inad
vertido a su maestro, y en alguna oportunidad
204
dijo a sus amigos que amaestraba un león. Su
énfasis lo llevó a exagerar bastante la índole de
su real discípulo, que era apenas un degenerado.
Los primeros pasos del gobierno de Nerón fue
ron discretamente buenos, y es opinión de mu
chos que esta provisoria bondad fue por influencia
de Séneca.
La locura latente en el alma del emperador apa
reció luego que hizo asesinar a su madre. Los
historiadores dicen que Séneca no tuvo nada que
ver con este crimen, ni con otros que le sucedie
ron. Probablemente asqueado por el giro que to
maba la vesania de Nerón y puesto sobre aviso a
raíz del asesinato de Burro, se retiró a una villa
de la Campania, donde pasó sus últimos años
dedicado a escribir sus reflexiones y a consolar
se de los emperadores.
De este modo evitó, por un tiempo, el clima
malsano de la corte, pero no pudo hacer que Ne
rón no se preocupara por su existencia. Había
sido un hombre demasiado notorio para que el
emperador lo olvidara con facilidad y había fre
cuentado largo tiempo la mente de Nerón para
que éste no temiera su ironía.
Para esa época Nerón se había declarado dios,
y, aunque su físico no lo disponía favorablemente
para ese papel, pues era un mozo de piernas dé
biles, de cuerpo adiposo y un rostro abotagado y
sin fuerza, lo había adoptado para que el nuevo
cargo lo librara para siempre de remordimientos
y problemas de conciencia.
Terapéutica estrafalaria pero no totalmente re
ñida con el concepto moderno de las transferen
cias psicológicas. En realidad se curó de todo
cuanto podía quedar en él de humano y su lo
cura entró en un plan de realizaciones heroicas
de las que no excluía un cierto humor negro.
Soñaba con un gran templo eregido a su genio
y una ampliación no menos grandiosa del urba-
205
nismo romano. Cuando estalló el famoso incen
dio de la ciudad, los habitantes, que conocían
sus inquietudes arquitectónicas y algunos de los
extraños vericuetos de su mente, pensaron que
podía ser él el autor del horrible siniestro. Nun
ca se logró saber dónde estaba el culpable, pero
como el pueblo pedía uno a grandes alaridos,
Nerón creyó conveniente hallarlo y lo más pronto
posible.
Ignoramos las razones que lo llevaron a elegir
a los cristianos como víctimas para desempeñar
el papel de incendiarios. Era una secta poco nu
merosa y como afirmaba Tácito, sus adeptos per
tenecían “a cuanto hay de criminal e infame en
la ciudad de Roma” 1.
Hecha la elección resultaron excelentes chivos
emisarios y pudieron servir en otras oportunida
des célebres para distraer la atención pública de
algunos asuntos que el Estado prefería mantener
bajo capa.
Purgada la culpa del incendio con el sacrificio
de los cristianos, Nerón se dio con vigor, y no
sin talento, a la transformación urbanística de Ro
ma. En esta tarea lo sorprendió la muerte de su
mujer, Popea. Según unos falleció como conse
cuencia de un aborto y según otros el aborto fue
provocado por una patada en el vientre que le
había dado su divino esposo. Sea como fuere,
Nerón la sintió mucho y lloró públicamente sobre
su cadáver.
El luto no ha sido hecho para los dioses, y como
Nerón no olvidaba jamás su divina condición,
prosiguió con entusiasmo la construcción del tem
plo a su genio. Estaba en estos menesteres cuan
do se descubrió la conspiración que pretendía po
ner en su sitio al senador Calpurnio Pisón.
206
Natal, que odiaba a Séneca, lo acusó de estar
también en la intriga y el emperador lo condenó
a muerte. Tácito afirma que Séneca no tuvo nada
que ver con la conjuración de Cayo Calpurnio
Pisón y que tal complicidad sólo existió en la
mente de Natal. Otros suponen que hubo una
conversación entre Séneca y Natal acerca de Pi
són y durante ella se pronunciaron palabras que
el cerebro de Nerón y el espanto de Natal con
sideraron comprometedoras. La verdad no se co
noce y éste es uno de los tantos misterios que la
historia guarda en sus cajones secretos.
El filósofo supo enfrentar la muerte con calma
estoica y aprovechó la oportunidad para dar su
última lección de filosofía y afirmar la imagen
con que quiso pasar a la posteridad.
¿En qué consistió la enseñanza de Séneca y
qué valor tuvo su pensamiento? Si pretendemos
indagar la importancia teórica del senequismo,
debemos admitir que la filosofía de Séneca no
tiene método y carece de una arquitectura siste
mática capaz de colocarlo entre los grandes pen
sadores del mundo antiguo.
Fue un gran escritor, a veces brillante, a veces
afectado, pero en todo momento sabe traducir
con fidelidad el estado espiritual de su época. Es
un testigo excelente para conocer el mundo en
que le tocó vivir y en el que desempeñó el papel
de director de conciencias.
La tónica de sus reflexiones está dada en sus
Epístolas morales. En ellas, por momentos con
gran felicidad, une el tono familiar y directo con
la reflexión doctrinaria. Sus propósitos son prác
ticos y trata de enseñar el recogimiento y la li
bertad en una vida retirada, sin apegos, y me
lancólica.
“Recógete en ti mismo cuanto puedas; busca a
aquellos que puedan hacerte mejor y recibe tam
bién a quienes tu puedas mejorar. Esto es re-
207
cíproco, los hombres aprenden cuando enseñan” 2.
Son los consejos de un profesor desengañado
pero fiel a su oficio. La época es dura para quien
gozó los favores del poder y se ve ahora en la
soledad de un retiro forzoso. Séneca admite que
se pueden dar lecciones públicas “pero nadie es
capaz de comprenderte, exceptuando uno o dos,
y a éstos tendrás que formarlos” 3.
El pensamiento de Séneca no tiene, como el de
Epicuro, su hontanar en un temperamento cae
dizo. El tono recogido e íntimo que adopta nace
de la situación que vive, no de sus entrañas. Sé
neca fue hombre bien dotado para la vida y no
tuvo espontáneamente los gustos que la necesi
dad le obligó a adoptar.
Sus adversarios le atribuían una fuerte incli
nación a los placeres de la mesa v del tálamo.
Por mucha malevolencia que hayan puesto en es
ta acusación, no se la puede poner totalmente en
duda. La posición que logró, la fortuna que
amasó, la importancia social que tuvo, bregan por
el vigor de su personalidad. Sus reflexiones fue
ron una compensación y un refugio.
Muchos de sus aforismos con respecto a los
beneficios de la vida simple o del retorno a la
naturalidad primitiva son tópicos literarios y te
mas para ejercicios de estilo y en su pluma de
latan más decepción que desprecio por las co
modidades y los refinamientos de la civilización.
En su último retiro campestre no carecía de nada
y cuando se suicidó por orden de Nerón, lo hizo
en un baño que no hubiese tenido nada que en
vidiar al de Petronio, que pasaba por ser el ár
bitro de la elegancia en ese momento.
“La libertad se abriga bajo el techo de paja,
como ahora la esclavitud bajo el oro y el mármol” 4.
208
a
Esto era mucho más cierto de lo que hoy esta
mos dispuestos a creer, porque efectivamente la
vigilancia maniática del emperador se hacía sentir
mucho más sobre sus allegados que sobre la pobre
gente que vivía lejos del trono.
Si su filosofía trató de ser un consuelo para un
tiempo en que se despreció a los hombres, no es
de extrañar que la exposición de sus pensamientos,
invariable en cuanto al tono dominante, siga los
movimientos de un ánimo muy sensible a los cam
bios humorales. Esto explica su eclecticismo y las
numerosas contradicciones que se encuentran a lo
largo de sus escritos. No es raro leer en ellos una
exaltación de la solidaridad, luego de haber acon
sejado el alejamiento de todo trato social.
La filosofía sirvió de consuelo y a esta exigencia
pragmática plegó el orden de sus sentencias. Es
inútil buscar un principio espiritual que sirva de
fundamento ontologico a todo su edificio concep
tual. Su física es, al mismo tiempo, una suerte de
teología y el concepto de dios, como mente del
universo, razón, logos y fuego sutil, es algo más
imaginado que concebido y posee todos los atri
butos de una metáfora poética.
La ética es búsqueda del equilibrio anímico y
se logra acallando las pasiones bajo el dominio de
una razón resignada, desesperada, y vanamente
empeñada en hallar una esperanza en un mundo
donde no hay nada que esperar.
EL ESTOICISM O DE EPICTETO
209
la única posibilidad de llegar a viejo consiste en
la aptitud para sonreír entre los insultos y las
injurias.
Cayo Mussonio Rufo tuvo mejor suerte o mejor
disposición para sobrevivir que Séneca. Nerón se
contentó con echarlo de la ciudad a la que volvió
más tarde llamado por Tito, que sintió por él un
gran aprecio.
Los escépticos dicen que Tito no cometió mu
chos errores porque vivió poco y sólo su corta vida
explica la buena imagen que dejó en la historia.
Queda firme como recuerdo de su paso por la
magistratura imperial su generosidad y su mag
nanimidad. Para los que piensan en la suerte co
rrida por Jerusalén cuando fue ocupada por Tito
en el 70 de nuestra era, tales afirmaciones pueden
parecer exageradas, pero en tal apreciación no se
puede desestimar una razón de oficio. En Jerusa
lén fue un general al frente de un ejército para
sofocar una sublevación, en Roma fue un gober
nante. No se puede pedir en ambos casos las mis
mas virtudes y los mismos criterios.
Amaba a su pueblo y esto no quiere decir que
amara a todo el mundo. Lo demostró en ese par
de años que sucedió a su padre en el trono de
los césares. Durante su gobierno se sucedieron va
rias calamidades que pusieron a prueba su buena
disposición. A raíz de un nuevo incendio que de
vastó la ciudad tomó numerosas medidas de ca
rácter social para aliviar la suerte de los menos
favorecidos. Una epidemia que asoló a toda Italia
y la erupción del Vesubio que sepultó la ciudad
de Pompeya lo obligaron a prodigarse en socorro
de las víctimas. Hizo todo cuanto estuvo en sus
manos para reparar los daños causados por estas
calamidades. No sólo pagó con el tesoro público,
sino que perdió la vida asistiendo personalmente
a los afectados por la peste.
Mussonio Rufo fue amigo suyo y gozó de su
210
I
estimación. No sabemos mucho más acerca de este
filósofo, porque su capacidad expresiva, como la
de Sócrates, se gastó totalmente en conversaciones
privadas. No escribió nada. Su discípulo Epicteto
logró amplia fama y una larga posteridad gracias
al arte de dictar, en breves sentencias, los prin
cipios fundamentales de la filosofía que aprendió
de los labios de Mussonio Rufo.
Epicteto dijo que Mussonio era estoico y llevaba
una vida muy austera, poco usual en su época.
Estimaba que el cuerpo debía ser sometido a una
dura disciplina para que no se opusiera al ejercicio
de las virtudes. Y lo que fue más notable, siguió
sus propios consejos.
Epicteto fue de origen griego. Había nacido en
el pueblo de Hierápolis, en Frigia, en las cercanías
del año 50 de nuestra era. Llegó a Roma como
esclavo del jefe del cuerpo de guardias de Nerón,
pero a la muerte de su amo recuperó la libertad
y ejerció el oficio de filósofo en la capital del im
perio, hasta que Domiciano, sucesor de Tito, expul
só a todo el gremio del radio de Roma.
Domiciano fue todo lo contrario de su hermano
Tito y esta disparidad de disposiciones se acentuó
con el tiempo. Los primeros años de su gobierno
fueron severos, y aunque muy rígidos, perfecta
mente soportables. Cuidaba de las costumbres pú
blicas y privadas como un censor de la época re
publicana, pero su desconfianza no descansaba ja
más. El ejercicio minucioso de la sospecha lo llevó
a ver conjuras por todas partes. Para evitar lo
que consideraba una consecuencia fatal de toda
rebelión, aumentó su aparato represivo y llevó has
ta la extravagancia la intervención policial.
Se hizo llamar “Señor y Dios nuestro” y como
los filósofos administraban el Olimpo con otro cri
terio los expulsó de Roma. Plizo degollar a los cris
tianos por impiedad, porque si bien rezaban por
él, no admitían que fuese divino.
211
Como todos se sentían amenazados, en la medida
que aumentaba su locura, crecían las conjuras.
Una de ellas tuvo éxito y Domiciano, luego de de
fenderse con energía, cayó a los pies de sus ene
migos cribado a puñaladas.
Se puede decir que el poder tenía en Roma
mala sombra y exigía por parte del soberano una
vigilancia que generalmente resultaba ruinosa para
sus nervios. De diez emperadores que se cuentan
hasta Domiciano, siete murieron asesinados y al
gunos casi locos.
Esta situación exigía, por parte de los hombres
que, en alguna medida, participaban del poder, una
gran circunspección y de aquellos que tenían con
diciones para la reflexión, el cultivo de pensamien
tos que los fortalecieran contra los azares y los
caprichos del favor imperial.
Epicteto, que conoció a Nerón y luego a Domi
ciano, se consoló en la escuela estoica de Musso-
nio Rufo y, aunque tampoco escribió nada, uno de
sus discípulos, Flavio Arriano de Nicomedia, reco
piló sus enseñanzas y publicó tres libros que llevan
el nombre de su maestro. Estos tres libros son:
L as diatribas, Las homilías y el Encridion. Sólo
poseemos cuatro capítulos de L as diatribas y todo
el Encridion para hacernos una idea aproximada
del estoicismo sostenido por Epicteto.
Como la de Séneca su intención es práctica y
poco importante desde el punto de mira especula
tivo. Dios es el alma del mundo y el universo má-
sico su cuerpo. Como todos somos porciones de
ese universo, Dios está siempre con nosotros cua
lesquiera sea el lugar donde nos encontremos.
Para comprender la Providencia basta fijar la
atención en la armonía del cosmos y en el orden
que reina en nuestra naturaleza, cuando tenemos la
sabiduría de someterla a nuestra razón.
Si Dios es la razón de todo, y nosotros sus partes,
racionalizar los apetitos y dominar las pasiones es.
212
el camino para ponerse de acuerdo con Dios, y por
eso mismo, con la propia naturaleza. La receta
parecía infalible y todo consistía en acertar con la
voluntad divina: “Sabes que si te adhieres a Dios,
atravesarás la vida con seguridad. Unirse a Dios
es querer lo que El quiere, y no querer lo que El
no quiere” 5.
No obstante la aparente transparencia del prin
cipio, Epieteto sabía que no es cosa fácil ser hom
bre y todavía más difícil ser un filósofo: “Grande
es la lucha, pero divina la obra. El fin es el rei
nado de la libertad, la serenidad, la ataraxia. Para
lograrlo hay que invocar el nombre de Dios”.
Lo que depende de nosotros debe ser hecho con
la mejor voluntad y en la clara inteligencia de que
debemos obrar conforme a la razón. Lo que no
depende de nosotros como las enfermedades, la
muerte, Nerón o Domiciano, tiene que ser aguan
tado con firmeza y serenidad. Dios sabe para qué
nos envía tales males y conviene descansar en la
seguridad de que son para nuestro bien.
213
Nerva era ya viejo, estaba achacoso y no podía du
rar mucho tiempo, fue elegido sin protestas.
Sus contemporáneos tal vez lo hubieren aguan
tado más, pero los dioses le dieron sólo dos años-
para enderezar los entuertos dejados por su pre
decesor. Sus medidas de gobierno fueron sagaces
y, en general, muy generosas y bien inspiradas,
pero la más inteligente de todas ellas fue la de
elegir un sucesor en la persona de Trajano, un ge
neral oriundo de España que comandaba las le
giones destacadas en la Germania.
Trajano gobernó durante 19 años, del 98 al 117
de nuestra era. En ese lapso reorganizó militar y
administrativamente el imperio. Se ha dicho que
con Trajano Roma llegó al punto culminante de
su poder, pero también que fue en ese tiempo
cuanto la potencia romana reveló la magnitud de
los problemas que ya no podía resolver.
Trajano, que comprendía todo, se sobrepuso y
dio cuenta de su tarea sin caer en la tentación de
la amargura, ni apelar a los refinamientos de la
filosofía. Era un hombre de armas enérgico y sen
cillo, y poseía, además, una clara inteligencia de
estadista.
Su sucesor, Adriano, mantuvo sus puestas y la
vieja máquina imperial siguió andando hasta su
descomposición durante el gobierno de Antonino
Pío. Era pariente de Trajano y como él, nacido en
España. No sé si éstas fueron las causas que lo
llevaron al trono una vez fallecido Trajano, o, como
aseguran las malas lenguas, el hecho ventajoso de
haberlo reemplazado en el lecho de su esposa Plo-
tina que facilitó su acceso al poder. Con o sin
adulterio, Plotina sintió por Adriano una inclina
ción muy acentuada y no fue ajena a su designa
ción, pues Trajano no lo había hecho su heredero,
ya por olvido o como un reproche a su deslealtad.
Cuarenta años tenía Adriano cuando se hizo car
go del imperio en el año 117 y sesenta cuando
214
murió en 138. Durante esos veinte años el impe
rio será beneficiado con los frutos de su actividad
incesante, esclarecida por la luz de una gran in
teligencia. Adriano —aquí se descubre el punto
en que podría discrepar de Trajano— creyó con
veniente renunciar a la ya larga guerra que Roma
libraba contra Armenia. Retiró los soldados de la
frontera persa y renunció a sostener la conquista
de esa región. Los partidarios de la paz alabaron
su sabiduría política, pero muchos soldados, for
mados en la dura disciplina de Trajano, vieron en
estas medidas un signo de debilidad lamentable.
No fue el único motivo de disgusto que Adriano
dio a los hombres de armas. Toda su personalidad
delataba al intelectual y al helenista empecinado.
Amaba la música, las matemáticas, las artes plásti
cas y la filosofía. Le gustaba escribir y rodearse
de poetas y pensadores con los que pasaba mu
chas horas de su vida. Esta inclinación al ocio
no restó eficacia a su labor como gobernante, ni
disminuyó su resistencia física, ni sus aptitudes mi
litares. Simplemente lo apartó del trato con su
ejército y se convirtió en un ser extraño al mundo
castrense que sostenía con sus armas el imperio.
Adriano supo hacerlo todo bien, y, sin embargo,
en todo lo que hizo puso un sello de melancolía,
una tristeza tan compleja y refinada, que no se
puede menos que ver en su personalidad como em
perador el anuncio de la decadencia. Su última
obra fue la construcción de su propia tumba: la
mole “Hadriani”, hoy castillo de Sant’Angelo. La
literatura latina conservó de él unos versos exqui
sitos que hablan con nostalgia del alma abandona
da a la soledad de la muerte:
Animula vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc habibis in loca,
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles dabis iocos.
215
Cuando después de una enfermedad larga y do-
lorosa se sintió morir, tuvo antojo de ver el mar.
Allí murió, consumido por un sentimiento que
nunca pudo expresar en toda su plenitud, frente
al mar donde había crecido el Imperio.
Como no dejó hijos, le sucedió en el trono T.
Aelius Adrianus Antonino Pius, que había adop
tado, conforme con el uso sucesorio impuesto por
Nerva. Luego de las sombrías nubes de los últi
mos días de Adriano, la figura solar de Antonino
Pío trajo al imperio veintitrés años de paz, entre
138 hasta el 161, en que se extinguió.
Fue como un día claro y apacible en el que
apenas se veían las nubes acumuladas en el hori
zonte y que presagiaban futuras agitaciones en las
fronteras. Hombre bondadoso, de carácter pater
nal, se preocupó más por legislar con justicia que
por fortalecer el aparato del Estado. Los resul
tados de su bonhomía aparecieron a su muerte y
fue su sucesor Marco Aurelio, quien tuvo que salir
en expediciones guerreras para sostener los lindes
que se caían por todas partes.
No era, precisamente, la persona más indicada
para este oficio militar y sus condiciones de inte
lectual tuvieron que sufrir una ruda tortura para
poder atender las exigencias del oficio. Este con
flicto entre su vocación y aquello que la suerte
le impuso encontró una salida en la filosofía.
Marco Aurelio había sido adoptado por Adriano
y era hijo de Antonio Vero y Domizia Lucilla.
Aunque nacido en Roma, descendía de españoles
como los Antoninos. En el año 130, cuando apenas
tenía nueve años, lo adoptó su abuelo paterno
Marco Antonio Vero y a la muerte de este último,
acaecida seis años después, Adriano lo reconoció
como suyo. Antes de morir se lo recomendó a An
tonino Pío como sucesor, mandato que éste cum
plió con piedad ejemplar.
Adriano lo llamó “Verissimo”, como si la índole
216
<[ue demostró desde niño fuera la expresión cabal
de aquello que sugería su gentilicio. La educación
de Marco Aurelio corrió a cargo del retórico Corne-
lio Frontón, erudito poseedor de una extraordinaria
cultura literaria.
Frontón trató de formar el alma y el estilo del
joven discípulo de acuerdo con los cánones de una
extraña pedagogía gramatical de su invención. Es
curioso observar cómo esta ciencia, aparentemen
te tan distante de la ética, podía, en virtud de
una gimnasia permanente y exclusiva, convertirse
en práctica de la inteligencia y en norma de
conducta.
La enseñanza de Frontón consistía en una prolija
lectura de los autores antiguos, con especial dedi
cación al ordenamiento sintáctico de los períodos.
El alumno debía modelar su dicción y su estilo li
terario en la paráfrasis de esos escritores. Debía
eludir los neologismos y dar a su vocabulario una
patina de antigüedad que lo hiciera aparecer como
obra clásica.
Este sistema pedagógico era más un prejuicio
que el resultado de una reflexión sobre el arte de
enseñar. Se creía firmemente que los antiguos ha
bían dado la lección insuperable y los contemporá
neos sólo podían demostrar su capacidad imitán
dolos.
No obstante su ausencia de originalidad, el am
biente cultural del siglo n de nuestra era se im
pone con una suerte de hipertrofia productiva que
venía anunciándose desde el siglo anterior, cuan
do Séneca escribía que se trabajaba en una “at
mósfera de intemperancia literaria”.
Raras veces —nos aseguraba Parabeni— la devo
ción a la ciencia y el ardor por el estudio encon
trará elogios más encendidos que en las Cartas de
Plinio o en los escritos de Marco Aurelio. Explica
ba el poder que tenía la retórica sobre los espíri
tus, por el esfuerzo que había que desplegar para
217
aprender a hablar y a escribir de acuerdo con las
exigencias de ese arte. Esta faena terminaba por
absorber “en árida ejercitación toda la actividad
de un estudioso” 6.
Fue el siglo de Apuleyo y de Luciano, genios
fosforescentes, de una versatilidad sólo compara
ble a su vacío espiritual. Todos los géneros litera
rios fueron manejados por Apuleyo con una facili
dad que lindaba con la garrulería. Luciano aspiró
a una universalidad semejante en el “pastiche” y
la emulación. Con todo fue un espíritu mucho más
crítico que el de Apuleyo y su mordacidad en
contró en las producciones de la época un mag
nífico campo para ejercitarse.
El maestro Frontón mantuvo con Marco Aure
lio una larga correspondencia que es fuente irreem
plazable para estudiar la pedagogía de los retó
ricos y, al mismo tiempo, para comprender los
esfuerzos hechos por nuestro “Verissimo” para
librarse del vacío de aquella erudición pedantes
ca, en cuanto descubrió el manantial de la filosofía.
Escribía Marco Aurelio a su maestro en el año
146 que aún no había hecho el trabajo que le
solicitara, no porque tuviese demasiadas ocupa
ciones, sino porque se hallaba sumergido en la
lectura de Arístides “cuyo libro ya me pone con
tento, ya disgustado de mí mismo. Contento cuan
do me enseña a ser virtuoso, disgustado cuando
me muestra lo lejos que me encuentro del ideal
que me propone”.
La influencia de Rústico, un estoico que por
su severidad estaba muy cerca del corazón de
Marco Aurelio, terminó por enemistarlo con la re
tórica. En sus R ecuerdos nos dice que por él re
nunció al estudio de la “poesía y la elegancia” y
encontró la simplicidad y la naturalidad en su
218
forma de expresión. La lectura de Epicteto com
pletó su conversión y el futuro emperador halló
el camino por donde debía transitar su espíritu,
guiado por la ejemplaridad del esclavo exiliado v
enfermo.
La ruptura con Frontón en un hombre de sen
timientos tan delicados como Marco Aurelio no
se tradujo en separación rencorosa. Siempre ma
nifestó un gran agradecimiento al hombre que le
había enseñado a odiar la tiranía y a ocuparse
del espíritu más que del cuerpo. Al mismo tiempo
agradecía a los dioses “no haber hecho grandes
progresos en el arte de la retórica, en el que
habría insistido, si no hubiere descubierto que
tenía mejores condiciones” 7.
La muerte de Antonino Pío ocurrida el 7 de
marzo de 161 lo puso al frente del gobierno. De
acuerdo con la voluntad postuma de Adriano de
bía compartir el trono con Lucio Vero, cuya be
lleza afeminada corría pareja con su ánimo exan
güe y su refinada inteligencia. Lucio no tuvo
necesidad de consolarse del poder, porque lo dejó
totalmente en manos de Marco Aurelio. Se con
tentó con brillar y cometer de vez en cuando
algún error lamentable que el emperador filósofo
procuraba enmendar con estoica paciencia.
Sería un error creer que Marco Aurelio fue un
gran estadista. Sin lugar a dudas tuvo muchas
virtudes que durante su gobierno pudieron brillar
en servicio de los hombres. Pero estas nobles dis
posiciones no bastaban para hacer de él un go
bernante en toda la extensión de la palabra. Había
asimilado buenas enseñanzas y, como no carecía
de talento, se las arregló para resolver con discre
ción los graves problemas que imponía el mando.
Si su ánimo fue uno de aquellos que crecen
con el castigo, la Providencia le impuso tantas ca-
219
lamidades como le hacían falta para probar su es
toicismo: asalto de los bárbaros en las fronteras,
pestes, terremotos, inundaciones, sequías, motines,
rebeliones de tropas y dificultades financieras. Na
da faltó para templar su paciencia y probar su
ecuanimidad. Tuyo que realizar las tareas más
contrarias a su índole, improvisándose soldado
contra su salud delicada; soberano diligente y enér
gico contra su inclinación al ocio y a la apatía.
Debió interesarse en todo lo que no le interesaba
y vivir durante años en los lugares donde nunca
hubiere querido estar.
Durante su exilio militar en las fronteras de
Hungría escribió sus pensamientos más íntimos y
buscó consuelo en el cultivo de esa filosofía que
tanta desconfianza había inspirado a sus antece
sores.
Poco queda de los trabajos literarios que se le
atribuyen. Algunos fragmentos de los Discursos,
un copioso epistolario no siempre genuino y ese
libro, sin duda su obra maestra, que conocemos en
español con el título de Soliloquios y al que los
italianos llaman Ricordi.
Lo escribió en griego y según Renán es muy
probable que en esa época Marco Aurelio llevase
una suerte de diario íntimo, “donde escribía en
griego algunas máximas que le servían para sos
tenerse en la lucha, las reminiscencias de sus au
tores favoritos y los trozos de los moralistas que
mejor hablaban a su corazón. Los principios que
le habían ayudado en la jornada, y, a veces, los
consejos que su conciencia escrupulosa creía obli
gación darse” 8.
En estos Solilocjuios, cuya edición italiana tengo
entre mis manos, es donde se puede hallar la sa
biduría que extrajo de su experiencia y que le sir-
220
vió de consuelo en las amargas calamidades que
colmaron su existencia.
Estos pensamientos no tienen la indiscreción de
un diario íntimo; constituyen los jalones de un
preciso itinerario intelectual que, sin caer nunca
en lo anecdótico, sabe mantenerse con clásica con
tención en los límites del interés universal.
El tono predominante es melancólico y manifiesta
una profunda voluntad de no dejarse dominar pol
la desesperación. La duración de la vida es corta
v el cuerpo cosa mudable. El sentido se turba con
facilidad y nuestra salud se corrompe. El alma es
un torbellino, la fortuna incierta y la fama injusta.
La vida es lucha y peregrinación. El único alivio
postumo es el olvido. Sólo la filosofía puede ofre
cernos su precario consuelo.
¿Cuál puede ser el sentido de una existencia
que sale tan mal parada de su primer encuentro
con una filosofía consoladora?
El acuerdo con la razón. A simple vista la co
sa no es tan probable, a juzgar por lo que termina
mos de leer, pero todo es cuestión de perspectiva.
Si la observación de la realidad nos revela el cur
so delirante de los sucesos, conviene entrar en sí
mismo con el propósito de prepararnos un terreno
libre y ancho para vacar a gusto en el mundo de
la mente.
Ahora reinan el cambio y la lucha. Tal situa
ción debe ser tomada como se presenta. La vida
íntima es la roca segura donde se rompen sin
herirnos las olas del destino. Resistimos mejor a
las cosas si las conocemos en su esencia y sabemos
cuál es el lugar que ocupan en el universo y el
tiempo que están destinadas a durar.
Entonces podemos tener una justa valoración de
los acontecimientos y no caer en la necedad de
pelear por cosas sin valor. Las tristezas que trae
ia vida son soportables si llamamos a nuestro so
corro los altos principios de la filosofía. La vida
221
en la corte es madrasta pero la filosofía es madre.
La razón es una y universal. Todos participamos
de ella con nuestra inteligencia. El culto de la
razón nos devolverá la paz interior, nos hará soli
darios con los otros hombres y nos pondrá en ar
monía con los dioses.
Todos los hombres tenemos gustos diferentes
—escribía—: a unos les place unas cosas a otros,
otras. A mí me gusta tener una mente sana que
observe todo con ojos benignos y acoja la realidad
en su valor. El universo tiene una armonía y la
salvación consiste en conocer la esencia de las co
sas, saber cuál es la materia y cuál es la causa
para poder obrar con justicia y vivir la verdad.
Es posible alcanzar cierta felicidad si nuestra
alma permanece indiferente frente a lo que es in
diferente y examina todo en su relación al orden
del universo. Una sola cosa permanece: Dios. To
do reside ahí, el resto, esté o no en tu poder, es
cadáver y humo.
La sabiduría es el único refugio del hombre,
quien no sabe lo que es el mundo ignora su pro
pio destino. Para descubrir el sentido eterno de
las cosas no hay que perder el tiempo indagando
sobre naturalezas caducas: contempla el curso de
las estrellas y medita siempre en el perenne cam
bio que afecta a los elementos. Tales pensamientos
purifican el alma de la fealdad de la vida terrena.
Para entender esta cura de alma por la con
templación de los astros, tal como aconsejaba
Marco Aurelio, es preciso conocer el misticismo
cósmico que lo anima. El cielo estaba poblado
por seres espirituales, cuya eterna complacencia
se manifestaba en el desplazamiento regular y
armonioso de ¡as estrellas.
Marco Aurelio parecía encarnar al viejo dios de
fensor de las puertas romanas, porque, mientras
hilaba estos pensamientos, cumplía con seriedad
su oficio imperial. Cuando tenía que hacer la gue-
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rra ]a hacía bien, pero esto no le impedía, en la
soledad de su retiro, escribir frases como ésta:
“Una araña, cuando ha capturado una mosca, cree
haber hecho algo grande. Así también el que ha
capturado un sármata. Ni la una ni el otro piensan
que son dos ladrones”.
¿Qué era él mismo?
El emperador de los romanos. Esto no le decía
gran cosa, por esa razón cuando Avidio Cassio se
sublevó con sus tropas y se proclamó emperador,
Marco trató de llegar rápidamente a un acuerdo
con él. Juzgó que si Roma así lo deseaba, Cassio
podía asumir la potestad del imperio. El Senado
rechazó la proposición de Marco Aurelio y éste,
contra su gusto, tuvo que salir al encuentro de su
rebelde concurrente.
Cassio fue asesinado por un oficial de su propio
séquito y cuando Marco volvió a Roma después
del incidente, se le tributó un triunfo. La mez
quindad de esta gloria militar no pasó inadvertida
ante los ojos del lúcido emperador. Aceptó el so
lemne agasajo como una prueba más de las inco
herencias del destino y asoció a ella a su hijo
Cómodo.
Murió antes de poder valorar en toda su mise
ria las condiciones del joven Cómodo. Las malas
lenguas decían que su mujer, Faustina, lo había
engendrado con un gladiador. La vocación de
Cómodo corroboró siempre este infundio, amó más
el circo que el gobierno. Nunca filósofo alguno ha
creado algo tan ajeno a la vida del espíritu co
mo la personalidad de este payaso siniestro.
Marco Aurelio murió en un campamento militar
cercano al sitio donde se levantó más tarde la
ciudad de Viena. De golpe se sintió seriamente
enfermo y tuvo la seguridad que se moría. Duran
te cinco días permaneció en su lecho sin probar
un bocado. Al día sexto se levantó con dificul-
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tad, presentó a Cómodo ante sus tropas y se vi ti
vió a tender para no levantarse más.
Roma recordó su figura con una columna y .....
estatua ecuestre que se levantó en la Pia/./.n ( o
lonna. Más tarde sobre esa misma columna. C •
romanos pusieron al Apóstol San Pablo.
Montado a caballo y con el gesto del domimi
dor universal, no se adecuaba al carácter de IVIm
co Aurelio. ¿Pero podía presentárselo, sin ......... .
cabo para la función de gobierno, entregado a la
faena de su meditación sin esperanza?
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