Los Heroes Son Mi Debilidad
Los Heroes Son Mi Debilidad
Los Heroes Son Mi Debilidad
ELIZABETH
PHILLIPS
LOS HÉROES SON
MI DEBILIDAD
Corrección y edición:
CAPÍTULO 1
Annie no solía hablar con su maleta, pero
últimamente no era del todo ella misma. Los potentes
haces de los faros apenas se introducían en la
penumbra arremolinada de la ventisca invernal, y los
limpiaparabrisas de su viejo Kia no podían competir
con la furia de la tormenta que arrasaba la isla.
—Solo es un poco de nieve —dijo a la descomunal
maleta roja que ocupaba el asiento del pasajero—. Que
parezca el fin del mundo no significa que lo sea.
—Sabes que no soporto el frío —respondió la maleta
con la molesta voz quejumbrosa de una niña
majadera—. ¿Cómo pudiste traerme a este sitio tan horrible?
Porque no podía hacer otra cosa.
Una gélida ráfaga de viento zarandeó el coche, y
las ramas de los abetos suspendidas sobre la carretera
sin asfaltar lo azotaron como si fueran los pelos de una
bruja. Annie decidió que quienes creían que el infierno
era un horno abrasador estaban equivocados. El
infierno era aquella isla inhóspita y adversa en
invierno.
—¿No has oído hablar de Miami Beach? —intervino
Crumpet, la princesa malcriada de la maleta—. No,
claro, y en lugar de ir allí tuviste que traernos a una isla
desierta en medio del Atlántico Norte, ¡donde seguramente
nos acabarán devorando los osos polares!
Las marchas chirriaban mientras el Kia ascendía
con dificultad por la angosta y resbaladiza carretera de
la isla. Annie tenía jaqueca, le dolían las costillas de
tanto toser, y el mero hecho de alargar el cuello para
mirar por la parte limpia del parabrisas la mareaba.
Estaba sola en el mundo, y solo las voces imaginarias
de sus muñecos de ventrílocua la mantenían ligada a la
realidad. A pesar de lo mal que estaba, captó la ironía.
Invocó la voz más tranquilizadora de la práctica
Dilly, que iba guardada en otra maleta roja a juego que
ocupaba el asiento trasero.
—No estamos en medio del Atlántico —dijo la sensata
Dilly —. Estamos en una isla situada a dieciséis kilómetros
de la costa de Nueva Inglaterra, y, que yo sepa, en Maine no
hay osos polares. Además, Peregrine Island no está desierta.
—Pues como si lo estuviera. —Si Crumpet hubiera
estado en el brazo de Annie, habría levantado la
naricita—. Aquí la gente apenas sobrevive en pleno verano;
imagínate en invierno. Seguro que se comen a sus muertos.
El coche pegó un ligero coletazo. Annie corrigió
el rumbo y sujetó el volante con más fuerza con sus
manos enguantadas. Aunque la calefacción no
funcionaba demasiado bien, había empezado a sudar
bajo la chaqueta.
—Tendrías que dejar de quejarte, Crumpet —
reprendió Dilly a su malhumorada compañera—.
Peregrine Island es un centro veraniego muy concurrido.
—¡No estamos en verano! —exclamó Crumpet—.
Estamos en la primera semana de febrero, acabamos de bajar
de un ferry en el que me mareé y aquí no habrá más de
cincuenta personas. ¡Cincuenta imbéciles!
—Sabes que a Annie no le quedó más remedio que venir
aquí —dijo Dilly.
—Porque es una fracasada con mayúsculas —soltó
con desdén una desagradable voz masculina.
Leo tenía la mala costumbre de expresar en voz
alta los temores más profundos de Annie, y era
inevitable que se inmiscuyera en sus pensamientos. Era
el que menos le gustaba de sus muñecos, pero en todas
las historias tiene que haber un malo.
—Eso es muy hiriente, Leo —intervino Dilly —.
Aunque sea verdad.
—Como tú eres la protagonista femenina, todo acaba
saliéndote bien, Dilly. Pero no ocurre lo mismo con los demás
— siguió quejándose la irascible Crumpet—. Ni una
sola vez. ¡Estamos acabados! ¡Acabados, te lo aseguro!
Siempre tenemos...
La tos de Annie interrumpió el histrionismo
mental de su muñeco. Tarde o temprano su cuerpo
superaría las secuelas de la neumonía, o al menos eso
esperaba, pero ¿qué pasaría con todo lo demás? Había
perdido la fe en sí misma y la sensación de que, a sus
treinta y tres años, le quedaba lo mejor por vivir.
Estaba débil físicamente, vacía emocionalmente y
bastante aterrada, lo que no eran las mejores
condiciones para alguien obligado a pasar los dos
meses siguientes en una isla aislada de Maine.
—Solo son sesenta días —le recordó Dilly —.
Además, Annie, no tienes ningún otro sitio donde ir.
Y ahí estaba. La cruda realidad. Annie no tenía
ningún sitio donde ir. No tenía nada que hacer, salvo
buscar el legado que su madre podía haberle dejado.
El Kia pasó por un bache lleno de nieve, y el
cinturón de seguridad le oprimió el tórax. La presión
en el pecho la hizo toser de nuevo. Ojalá hubiera
podido pernoctar en el hotel del pueblo, pero el Island
Inn estaba cerrado hasta mayo. Aunque tampoco
habría podido permitírselo.
El coche coronó a duras penas la colina. Annie
llevaba años transportando sus muñecos en toda clase
de condiciones meteorológicas para actuar por todo el
estado, pero ni siquiera alguien que conducía
decentemente en medio de la nieve podía controlar del
todo el vehículo en una carretera como aquella,
especialmente su Kia. No en vano los residentes de
Peregrine Island se desplazaban en camioneta.
—Ve despacio —advirtió otra voz masculina
procedente de la maleta de atrás—. No siempre llega
antes quien más corre.
Peter, el galán de sus muñecos, su príncipe azul,
trataba de animarla, a diferencia de su exnovio-
amante, un actor que solo se animaba a sí mismo.
Annie detuvo el coche y luego inició el lento descenso.
Sucedió a medio camino.
La aparición salió de la nada.
Un hombre vestido de negro cruzó la carretera a
lomos de un caballo azabache. Annie poseía una gran
imaginación, como atestiguaban sus conversaciones
mentales con sus muñecos, así que pensó que lo había
imaginado. Pero la visión era real. El jinete iba
inclinado sobre la crin ondeante del animal, que corría
raudo por la nieve. Eran seres demoníacos: un caballo
de pesadilla y un jinete diabólico galopando en medio
de una furiosa tormenta.
Desaparecieron con la misma rapidez con que
habían aparecido, pero Annie pisó el freno y el coche
empezó a derrapar. Patinó hacia la cuneta cubierta de
nieve, donde se detuvo tras dar un bandazo
escalofriante.
—Eres un auténtico desastre —se burló Leo, el malo.
Agotada, se le llenaron los ojos de lágrimas. Le
temblaban las manos. ¿Eran reales aquel jinete y su
montura o los habría invocado ella? Tenía que
concentrarse. Puso la marcha atrás y trató de sacar el
coche de la cuneta, pero las ruedas se hundieron más
en la nieve. Apoyó la cabeza en el respaldo. Si se
quedaba allí, tarde o temprano alguien la encontraría.
Pero ¿cuándo? Al final de aquel camino solo había la
cabaña y la casa principal.
Procuró pensar. Su único contacto en la isla era el
hombre que estaba al cuidado de la casa principal y la
cabaña, pero solo tenía su dirección de correo
electrónico, que había utilizado para hacerle saber que
llegaba y pedirle que lo tuviera todo a punto para
poder instalarse. Aunque hubiera tenido el número de
teléfono de Will Shaw, que así se llamaba el hombre,
dudaba que allí su móvil tuviera cobertura.
—Eres un desastre. —Leo jamás hablaba en tono
normal, sino siempre con desdén.
Annie sacó un pañuelo de papel de un paquete
arrugado y, en lugar de pensar en su dilema, pensó en
el caballo y el jinete. ¿Qué clase de chiflado sacaba a
un animal con ese tiempo? Cerró los ojos con fuerza y
contuvo las náuseas. Ojalá pudiera acurrucarse y
echarse a dormir. ¿Sería tan horrible admitir que la
vida había podido con ella?
—Ya basta —dijo la sensata Dilly.
Annie tenía la cabeza como un bombo. Tenía que
encontrar a Shaw para que le sacara el coche de allí.
—Olvídate de Shaw —intervino Peter, el galán—.
Ya lo haré yo.
Pero Peter, como su exnovio, solo era bueno en
las crisis ficticias.
La cabaña estaba más o menos a kilómetro y
medio, una distancia fácil para una persona saludable
si el tiempo era decente. Pero hacía un tiempo de mil
demonios y ella no tenía nada de saludable.
—Ríndete —aconsejó Leo con cierto desdén—.
Quieres hacerlo.
—Deja de tocar las narices, Leo. —Era la voz de
Scamp, la mejor amiga de Dilly y álter ego de Annie.
A pesar de que Scamp era la causante de muchos
de los líos en que se metían sus muñecos y que Dilly la
heroína y Peter el galán tenían que solucionar, a Annie
le encantaba su valor y su gran corazón.
—Cálmate —le ordenó Scamp —. Sal del coche.
Annie quiso enviarla a freír espárragos, pero ¿para
qué? Se metió el alborotado cabello bajo el cuello de la
chaqueta acolchada y se subió la cremallera. Los
guantes de lana tenían un agujero en el pulgar, donde
notó el frío del tirador de la puerta. Se obligó a abrirla.
El frío le azotó la cara y la dejó sin aliento. Sacó
las piernas a regañadientes. Sus andrajosas botas de
ante marrón, ideales para la ciudad, se hundieron en la
nieve, y sus vaqueros se demostraron insuficientes para
ese tiempo. Con la cabeza gacha para protegerse del
viento, se dirigió hacia el maletero para sacar el abrigo,
pero resultó que el coche estaba encajado contra la
ladera de tal modo que no podía abrirse. No sabía por
qué se sorprendía; hacía tanto que nada le salía bien
que había olvidado lo que era tener buena suerte.
Regresó a la puerta del conductor. Sus muñecos
estarían bien esa noche en el coche, pero ¿y si no era
así? Los necesitaba. Eran lo único que le quedaba, y si
los perdía, podría desaparecer por completo.
—Patético —soltó el despectivo Leo. Le entraron
ganas de despedazarlo.
—Tú me necesitas más que yo a ti, ricura —le recordó
Leo—. Sin mí, no puedes actuar.
No le hizo caso. Sacó las maletas del coche
resollando, apagó las luces, quitó las llaves y cerró la
puerta. Se vio envuelta en una densa oscuridad que la
hizo boquear de pánico.
—Tranquila. Yo te rescataré —aseguró Peter.
Annie sujetó las maletas con más fuerza y procuró
que el miedo no la paralizara.
—¡No veo nada! —se quejó Crumpet—. ¡No soporto
la oscuridad!
Annie carecía de una linterna en su anticuado
móvil, pero lo que sí tenía... Dejó una maleta en la
nieve y rebuscó en el bolsillo las llaves del coche y la
pequeña linterna que llevaba con el llavero. No había
usado esa luz en meses y no sabía si funcionaría. Con
el corazón en un puño, lo encendió.
Un haz azulado dibujó una senda por la nieve, tan
estrecha que podría fácilmente salirse del camino.
—Contrólate —ordenó Scamp.
—No lo conseguirás —vaticinó el cenizo Leo.
Annie dio los primeros pasos en la nieve. El
viento le atravesó la delgada chaqueta y le enredó el
pelo, cuyos rizos le azotaron la cara. La nieve le
golpeaba la nuca y empezó a toser. El dolor le oprimía
las costillas y las maletas le chocaban contra las
piernas. Al poco tuvo que dejarlas en el suelo para
descansar los brazos.
Hundió el cuello en la chaqueta para filtrar el aire
helado. Los dedos le ardían del frío, y cuando empezó
a andar de nuevo, convocó las voces imaginarias de
sus muñecos para que le hicieran compañía.
Crumpet: «Si me dejas caer y se me estropea el precioso
vestido azul, te demandaré.»
Peter: «¡Yo soy el más valiente! ¡Y el más fuerte! Yo te
ayudaré.»
Leo: «¿Sabes hacer algo bien?»
Dilly: «No escuches a Leo. Sigue andando.
Llegaremos.»
Y Scamp, su inútil álter ego: «Una mujer con una
maleta entra en un bar...»
Se le llenaron los ojos de lágrimas, con lo que se
nubló lo poco que veía. El viento le zarandeó las
maletas y amenazó con arrancárselas de las manos.
Eran demasiado grandes y pesadas. Casi se le
desencajaban los brazos. Había sido una estupidez
llevarlas a cuestas. Una estupidez mayúscula. Pero no
podía dejar sus muñecos.
Cada paso parecía un kilómetro, y nunca había
tenido tanto frío. Y ella que creía que le había
empezado a cambiar la suerte, solo porque había
podido tomar el transbordador de vehículos del
continente, que funcionaba esporádicamente, a
diferencia de la embarcación langostera reconvertida
para proporcionar servicio semanal a la isla. Pero
cuanto más se alejaba el transbordador de la costa de
Maine, más había empeorado el tiempo.
Siguió avanzando con esfuerzo, arrastrando los
pies por la nieve, con los brazos doloridos y los
pulmones ardiendo mientras intentaba no sucumbir a
un nuevo acceso de tos. ¿Por qué no había metido el
abrigo dentro del coche en lugar de guardarlo en el
maletero? ¿Por qué no había hecho otras cosas, como
encontrar un empleo estable, ser más prudente con el
dinero y salir con hombres presentables?
Había pasado mucho tiempo desde que estuvo en
la isla. Recordaba que la carretera terminaba en el
desvío que conducía a la cabaña y a Harp House. Pero
¿y si se había perdido? Vete a saber lo que habría
cambiado desde entonces.
Tropezó y se cayó de rodillas. El llavero se le
resbaló de la mano y la luz se apagó. Aferró una de las
maletas para apoyarse. Estaba helada. Ardiendo.
Inspiró como pudo y palpó la nieve frenéticamente. Si
se quedaba sin luz...
Tenía los dedos tan entumecidos que estuvo a
punto de no encontrarlo. Cuando por fin sostuvo de
nuevo la linterna, la encendió y vio el grupo de árboles
que señalaba el final de la carretera. Dirigió el haz a la
derecha, donde iluminó la gran roca de granito del
desvío. Se puso de pie, levantó las maletas y avanzó
tambaleante.
El alivio por encontrar el desvío le duró poco. Con
los siglos, el clima riguroso de Maine había dejado el
terreno poblado solamente de resistentes piceas. Sin
ninguna barrera natural, las ráfagas que llegaban del
océano zarandeaban sus maletas como si fueran velas.
Logró ponerse de espaldas a la ventisca sin perder
ninguna de las dos. Hundió primero un pie y luego el
otro, y avanzó con dificultad por la nieve acumulada
arrastrando las maletas y conteniendo el impulso de
tumbarse y dejar que el frío hiciera lo que quisiera con
ella.
Iba tan agachada para enfrentarse al viento que
casi se le pasó. Si no hubiera sido porque golpeó un
muro de piedra recubierto de nieve con la esquina de
una maleta, no se habría dado cuenta de que había
llegado a Moonraker Cottage.
La cabaña de tejas grises era apenas un bulto
amorfo bajo la nieve. No se había despejado el camino
ni había luces de bienvenida encendidas. La última vez
que había estado allí, la puerta estaba pintada de rojo
arándano, pero ahora era de un azul violáceo. Un
montículo de nieve bajo la ventana delantera tapaba
un par de viejas nasas langosteras de madera, un guiño
a los orígenes pescadores de la cabaña. Se arrastró
entre la ventisca hasta la puerta y dejó las maletas en
el suelo. Buscó a tientas la cerradura hasta que recordó
que los isleños rara vez cerraban con llave.
La puerta se abrió de golpe. Metió las maletas y,
con la poca fuerza que le quedaba, la cerró de nuevo.
Los pulmones le dolían. Se derrumbó sobre una
maleta, sollozando más que jadeando.
Al cabo de un momento fue consciente del olor a
cerrado de la gélida habitación. Con la nariz contra la
manga, buscó a tientas el interruptor de la luz. Nada
se encendió. O el guarda no había recibido el correo
electrónico en que le pedía que pusiera el generador en
marcha y encendiera la caldera, o había pasado de
hacerlo. Le dolía todo el cuerpo helado. Dejó caer los
guantes recubiertos de nieve en la alfombrita de lona
que había ante la puerta, pero no se molestó en
sacudirse la nieve del cabello enmarañado. Tenía los
vaqueros helados y pegados a las piernas, pero tendría
que descalzarse las botas para quitárselos y tenía
demasiado frío para hacerlo.
Ahora bien, a pesar de lo abatida que estaba, tenía
que sacar sus muñecos de las maletas rebozadas en
nieve. Encontró una de las varias linternas que su
madre tenía siempre cerca de la puerta. Antes de que
los recortes llegaran a los presupuestos de colegios y
bibliotecas, sus muñecos le habían proporcionado un
sustento más regular que su fracasada carrera de actriz
o sus empleos a tiempo parcial paseando perros y
sirviendo bebidas en el Coffee.
Temblando de frío, maldijo al guarda, que al
parecer no tenía reparos en montar a caballo en medio
de una tormenta, pero era incapaz de esforzarse en
hacer su trabajo. Tenía que haber sido Shaw el jinete
que había visto. Nadie más vivía en aquel extremo de
la isla en invierno. Abrió las maletas y sacó los cinco
muñecos. Los dejó en las bolsas de plástico que los
protegían, en el sofá. Después, linterna en mano,
recorrió tambaleante el glacial suelo de madera.
El interior de Moonraker Cottage no se parecía
nada a la idea de una tradicional cabaña de pesca de
Nueva Inglaterra. En cambio, el sello excéntrico de su
madre estaba en todas partes, desde un escalofriante
cuenco con cráneos de pequeños animales hasta una
cómoda dorada de Luis XIV con la palabra
«martinete» que Mariah había pintarrajeado en ella
con espray negro. Annie hubiera preferido un espacio
más acogedor, pero durante los días de gloria de
Mariah, cuando había inspirado a diseñadores de
moda y a una generación de jóvenes artistas, tanto
esta cabaña como el piso de su madre en Manhattan
habían aparecido en las revistas de decoración más
exclusivas.
Aquellos días habían llegado a su fin hacía años,
cuando Mariah había perdido el favor de los círculos
artísticos, cada vez más jóvenes, de Manhattan. Los
acaudalados neoyorquinos habían empezado a pedir a
otros que les ayudaran a reunir una buena colección
privada de arte, y Mariah se había visto obligada a
vender sus objetos de valor para conservar su estilo de
vida. Para cuando había enfermado, ya no le quedaba
nada. Nada excepto algo que había en esta cabaña...
algo que, al parecer, era el «legado» misterioso de
Annie.
«Está en la cabaña. Tendrás... mucho dinero...»
Mariah había dicho estas palabras en sus últimas
horas antes de morir, un período en el que apenas
había estado lúcida.
—No hay ningún legado —soltó Leo—. Tu madre lo
exageraba todo.
Puede que si Annie hubiera pasado más tiempo
en la isla, habría sabido si Mariah decía la verdad, pero
no soportaba ese sitio y no había vuelto desde su
vigésimo segundo cumpleaños, hacía once años.
Recorrió el dormitorio de su madre con la
linterna. La fotografía a tamaño real de una elaborada
cabecera italiana tallada en madera hacía las veces de
cabecera de la cama de matrimonio. Un par de tapices
hechos de lana hervida y de lo que parecían restos de
artículos de ferretería colgaba junto a la puerta del
vestidor. Este seguía oliendo a la fragancia particular
de su madre, una colonia de hombre japonesa poco
conocida que costaba un dineral importar. Al inhalar
su aroma, Annie deseó poder sentir el dolor que una
hija tendría que experimentar tras perder a un
progenitor tan solo cinco semanas atrás, pero
simplemente se sentía agotada.
Esperó a encontrar un par de calcetines gruesos y
el viejo manto de lana escarlata de Mariah para
librarse de la ropa mojada. Tras poner todas las
mantas que halló en la cama de su madre, se metió
entre las sábanas mohosas, apagó la linterna y se
durmió.
***
CAPÍTULO 2
Bajó despacio. Era un galán gótico que había
cobrado vida, con su chaleco gris perla, su pañuelo
blanco y sus pantalones oscuros remetidos en botas de
montar de cuero negro de caña alta. Colgando
lánguidamente a un costado llevaba una pistola de
duelo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Annie. Por un
momento pensó que le había vuelto a subir la fiebre o
que su imaginación le estaba jugando una mala pasada.
Pero no era ninguna alucinación. Era muy real.
Desvió lentamente la mirada de la pistola, las
botas y el chaleco para fijarla en el hombre en sí.
La tenue luz gris le realzaba el cabello negro
azabache, los ojos azul claro, la cara de rasgos
cincelados y serios. Todo en él era la personificación
de la altivez decimonónica. Quiso hacer una
reverencia. Echar a correr. Decirle que, después de
todo, no necesitaba el puesto de institutriz.
Cuando llegó al peldaño inferior, Annie le vio la
cicatriz a un lado de la ceja. La cicatriz que ella le
había hecho. Theo Harp.
Hacía dieciocho años que no lo veía. Dieciocho
años en los que había intentado sepultar los recuerdos
de aquel desagradable verano.
—¡Lárgate! ¡Venga, lo más rápido que puedas! —Esta
vez no fue Crumpet a quien oyó en su cabeza, sino a la
sensata y práctica Dilly.
Y a alguien más...
—Vaya... Por fin nos conocemos. —Un respeto
reverencial sustituyó el desdén habitual de Leo.
El atractivo masculino y frío de Harp encajaba a
la perfección con aquel entorno gótico. Era alto,
delgado y elegantemente disoluto. El pañuelo blanco
que llevaba al cuello realzaba la tez oscura que había
heredado de su madre andaluza, y hacía tiempo que
había dejado atrás la escualidez de la adolescencia.
Pero seguía igual de distante. Le dirigió una mirada
gélida.
—¿Qué quieres?
Harp sabía perfectamente quién era, pero actuaba
como si hubiera entrado en su casa una desconocida.
—Estoy buscando a Will Shaw —respondió, y le
dio rabia el ligero temblor de su voz. Harp pisó el suelo
de mármol con ónice negro formando rombos del
vestíbulo.
—Shaw ya no trabaja aquí.
—¿Quién se ocupa entonces de la cabaña?
—Eso tendrás que preguntárselo a mi padre.
Como si Annie pudiera llamar sin más a Elliott
Harp, un hombre que pasaba los inviernos en el sur de
Francia con su tercera esposa, que no podía haber sido
más distinta a Mariah. La vitalidad y el estilo
excéntrico y sexualmente ambiguo de su madre, con
sus pantalones pitillo, sus camisas blancas de hombre
y sus bonitos pañuelos de cuello, habían cautivado a
varios amantes, además de a Elliott Harp. Casarse con
Mariah había sido su particular rebelión de mediana
edad contra una vida ultraconservadora. Y había
proporcionado a Mariah una sensación de seguridad
que ella jamás había logrado antes. Estaban
condenados al fracaso desde el principio.
Annie encogió los dedos de los pies y no quiso
dejarse intimidar.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Shaw?
—Ni idea. —Levantó ligeramente un omóplato,
demasiado displicente para encogerse de hombros
como es debido.
El timbre de un móvil muy moderno se inmiscuyó
en la conversación. Annie no se había fijado, pero
Harp llevaba un estilizado teléfono inteligente negro
en la otra mano, la que no sujetaba la pistola de duelo.
Cuando Theo echó un vistazo a la pantalla, Annie
cayó en la cuenta de que era él a quien había visto la
noche anterior cruzar la carretera galopando sin la
menor consideración por el hermoso animal que
montaba. Pero bueno, Theo Harp tenía antecedentes
dudosos en lo referente al bienestar de otros seres
vivos, tanto animales como humanos.
Sintió una fugaz náusea. Se fijó en una araña que
se deslizaba por el suelo sucio de mármol. Theo Harp
silenció la llamada. Por la puerta abierta que había tras
él, la que daba a la biblioteca, Annie vislumbró el gran
escritorio de caoba de Elliott Harp. No parecía que
nadie lo usara. No había tazas, blocs ni libros de
consulta. Si Theo Harp trabajaba en su siguiente libro,
no lo estaba haciendo allí.
—Me dijeron lo de tu madre —comentó.
No dijo que sintiera lo de su madre. Claro que
había visto cómo Mariah había tratado a su hija.
«Mantén la espalda erguida, Antoinette. Mira a la
gente a los ojos. ¿Cómo esperas sino que te respeten?»
Peor aún: «Dame ese libro. No vas a leer más
tonterías. Solo las novelas que yo te dé.»
Annie detestaba todas aquellas novelas. Puede
que hubiera quien se enamorara de Melville, Proust,
Joyce y Tolstói, pero a ella le gustaban los libros en
que aparecían protagonistas femeninas valientes que se
mantenían firmes en lugar de lanzarse a las vías del
tren.
Theo Harp acarició el borde del móvil con el
pulgar, la pistola de duelo todavía colgando de la otra
mano, mientras examinaba su improvisado atuendo de
vagabunda: el manto rojo, la vieja bufanda, las
gastadas botas de ante marrón. Annie estaba en medio
de una pesadilla. La pistola, su extraña vestimenta...
¿Por qué era como si la casa hubiera retrocedido dos
siglos? ¿Y por qué un día había intentado matarla?
«No es un simple abusón, Elliott —había dicho su
madre al que por aquel entonces era su marido—. Tu
hijo tiene un problema grave.»
Annie sabía ahora lo que aquel verano no tenía
claro: Theo Harp era un enfermo mental, un
psicópata. Las mentiras, las manipulaciones, las
crueldades... Los incidentes que su padre había
intentado catalogar de simples diabluras no habían sido
diabluras en absoluto.
Seguía teniendo el estómago revuelto. No
soportaba estar tan asustada. Theo se pasó la pistola a
la mano derecha.
—No vuelvas a venir aquí, Annie.
La estaba apabullando de nuevo, y eso no le
gustaba nada.
Un gemido fantasmagórico, salido de la nada,
recorrió el pasillo. Ella se volvió para ver de dónde
procedía.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó y, al mirarlo, vio
que él también se había sorprendido.
—Es una casa vieja —dijo rápidamente.
—A mí no me pareció el ruido de una casa vieja.
—No es asunto tuyo.
Tenía razón. Nada que tuviera que ver con él era
ya asunto suyo. Estaba más que dispuesta a marcharse,
pero apenas había dado unos pasos y el ruido se
repitió, un gemido más bajo esta vez, más
sobrecogedor todavía que el primero y procedente de
otra dirección. Se volvió hacia él y vio que tenía el
ceño fruncido y los hombros tensos.
—¿Una esposa loca en el desván? —aventuró
Annie.
—Será el viento —replicó Theo, retándola a
contradecirlo.
—Yo que tú dejaría las luces encendidas —soltó
ella, acariciando la suave lana del manto de su madre.
Mantuvo la cabeza erguida el tiempo suficiente
para cruzar el vestíbulo hacia el pasillo trasero, pero
cuando llegó a la cocina se detuvo para taparse bien
con el manto rojo. Una caja de gofres congelados, una
bolsa vacía de galletas saladas y una botella de kétchup
sobresalían del cubo de la basura del rincón. Theo
Harp estaba loco. Y su locura no era de las divertidas
del que cuenta chistes malos, sino de las malas del que
guarda cadáveres en el sótano. Esta vez, al salir, fue
algo más que el frío ártico lo que la hizo estremecerse.
Fue la desesperación.
Irguió más la espalda. El móvil de Theo... Debía
haber cobertura en la casa. ¿La habría también ahí
fuera? Sacó su prehistórico móvil del bolsillo, encontró
un lugar abrigado cerca de la glorieta abandonada, y lo
encendió. A los pocos segundos tenía cobertura. Con
manos temblorosas, llamó al número del supuesto
ayuntamiento de la isla.
Contestó una mujer que se identificó como
Barbara Rose.
—Will Shaw se marchó de la isla con su familia el
mes pasado —le informó—. Un par de días antes de
que llegara Theo Harp.
A Annie se le cayó el alma a los pies.
—Es lo que hacen los jóvenes —prosiguió
Barbara—. Se van. La pesca de la langosta no ha sido
buena los últimos años.
Ahora por lo menos Annie sabía por qué no le
había contestado el correo electrónico.
—Bueno... —dijo tras humedecerse los labios—.
¿Cuánto me cobraría alguien por venir a ayudarme? —
explicó el problema que había tenido con el coche y el
hecho de que no sabía cómo funcionaban la caldera y
el generador.
—Te enviaré a mi marido en cuanto vuelva —
aseguró Barbara—. Así hacemos las cosas en la isla.
Nos ayudamos unos a otros. No tardará más de una
hora.
—¿De veras? Eso sería... Eres muy amable. —Oyó
un relincho procedente de la cuadra. El verano que
había vivido allí, el edificio estaba pintado de gris claro.
Ahora era granate oscuro, igual que la glorieta cercana.
Dirigió la vista hacia la casa.
—Lamentamos mucho lo de tu madre —comentó
Barbara—. La echaremos de menos. Trajo cultura a la
isla, junto con gente famosa.
—Gracias. —En un primer momento creyó que
era un efecto óptico. Parpadeó, pero allí estaba. Una
cara que la observaba desde una ventana del piso
superior.
—Cuando te haya sacado el coche de la nieve,
Booker te enseñará cómo funcionan la caldera y el
generador. —Barbara hizo una pausa—. ¿Has visto ya
a Theo Harp?
La cara desapareció con la misma rapidez con que
había aparecido. Annie estaba demasiado lejos para
distinguir las facciones, pero no era Theo. ¿Una mujer?
¿Un niño? ¿La esposa chalada encerrada a cal y canto?
—Solo un momento —respondió sin apartar los
ojos de la ventana vacía—. ¿Trajo Theo a alguien con
él?
—No; vino solo. Puede que no lo sepas, pero su
mujer falleció el año pasado.
¿Ah, sí? Annie desvió la mirada de la ventana
antes de dejarse llevar de nuevo por la imaginación.
Dio las gracias a Barbara e inició el camino de regreso
a Moonraker Cottage.
A pesar del frío, del ardor en los pulmones y el
misterioso rostro que había visto, estaba algo más
animada. Pronto tendría otra vez el coche, además de
calefacción y electricidad. Entonces podría empezar a
buscar a fondo lo que Mariah le había dejado. La
cabaña era pequeña. No le costaría demasiado
encontrarlo.
Una vez más, deseó poder venderla, pero todo lo
que relacionaba a Mariah con Elliott Harp había sido
siempre complicado. Hizo un alto para descansar. El
abuelo de Elliott construyó Harp House a principios
del siglo XX, y Elliott había comprado los terrenos
circundantes, que incluían Moonraker Cottage. Por
alguna razón, a Mariah le encantaba la cabaña, y
durante los trámites de su divorcio, había exigido a
Elliott que se la diera. Él se había negado, pero para
cuando se redactó el documento final del divorcio,
habían llegado a un acuerdo. La cabaña sería suya con
la condición de que la ocupara sesenta días
consecutivos al año. En caso contrario, retornaría a la
familia Harp. No había segundas oportunidades. Si se
iba antes de que se cumplieran los sesenta días, no
podría volver y empezar a contar de nuevo.
Mariah era de ciudad, y Elliott creía que le había
ganado la partida. Si dejaba la isla durante ese período
de dos meses, aunque solo fuera una noche, perdería la
casa irremisiblemente. Pero, para su consternación, el
acuerdo le fue bien a Mariah. Le encantaba la isla,
aunque no Elliott, y como no podía ir a ver a sus
amigos, los invitaba a alojarse con ella. Algunos eran
artistas consolidados; otros, nuevos talentos a los que
quería animar. Todos agradecían la oportunidad de
pintar, escribir y crear en el estudio de la cabaña.
Mariah había velado por los artistas mucho mejor de lo
que había velado jamás por su propia hija.
Tras cubrirse bien con el manto, Annie reanudó la
marcha. Había heredado la cabaña, con las mismas
condiciones que su madre. Nada de segundas
oportunidades. Tenía que pasar allí sesenta días
consecutivos o volvería a pertenecer a la familia Harp.
Solo que, a diferencia de su madre, Annie detestaba la
isla. Pero en aquel momento no tenía otro sitio donde
ir, exceptuando el futón apolillado del almacén de la
cafetería donde había trabajado. Entre la enfermedad
de su madre y la suya, no había podido conservar
ningún empleo, y no tenía ni fuerzas ni dinero para
encontrar otro sitio donde vivir.
Cuando llegó a la gélida marisma, las piernas se
le rebelaban. Se distrajo practicando variaciones de sus
gemidos fantasmagóricos. Soltó algo muy parecido a
una carcajada. Puede que fuera un fracaso como actriz,
pero no como ventrílocua.
Y Theo Harp no había sospechado nada.
***
***
CAPÍTULO 3
Despertó con un ánimo más positivo. La idea de
ir volviendo loco a Theo Harp era tan
gratificantemente retorcida que no podía evitar sentirse
mejor. Era imposible que escribiera aquellos libros
espantosos sin una gran imaginación, y ¿qué sería más
justo que utilizar esa imaginación en su contra? Pensó
en qué más podría hacer y se imaginó a Theo con una
camisa de fuerza puesta y tras los barrotes de un
manicomio.
—¡Con algunas serpientes reptando a su alrededor! —
añadió Scamp.
—Bah, no te será tan fácil alterarlo —soltó el
desdeñoso Leo.
Annie se desenredó el cabello con un peine. Se
puso unos vaqueros, una camiseta interior, otra gris de
manga larga y una sudadera que había sobrevivido
quién sabe cómo a sus días de universitaria. Al salir del
dormitorio hacia el salón, vio lo que había hecho por
la noche antes de acostarse. Los cráneos de pájaros
que Mariah tenía expuestos en un cuenco coronado
con alambre de púas estaban ahora en una bolsa de
basura. Puede que su madre y Georgia O’Keeffe
encontraran bonitos aquellos huesos, pero ella no, y si
tenía que pasarse dos meses allí, quería sentirse por lo
menos un poquito como en casa. Por desgracia, la
cabaña era demasiado pequeña para esconder la silla
tornasolada con forma de sirena en algún sitio. Había
intentado sentarse en ella y se le habían clavado en la
espalda unos pechos de sirena.
Había encontrado dos cosas que la habían
inquietado: un ejemplar del Portland Press Herald de
hacía siete días y una bolsa de café recién molido en la
cocina. Alguien había estado allí recientemente.
Tomó una taza de aquel café y se obligó a comer
una tostada con mermelada. Le horrorizaba pensar
que tenía que volver a Harp House. Pero, por lo
menos, tendría acceso a internet. Observó el cuadro del
árbol invertido. Quizá al acabar el día sabría quién era
R. Connor y si su obra tenía algún valor.
No podía posponerlo más. Metió el bloc del
inventario, el portátil y unas cosas más en la mochila,
se abrigó bien, y empezó el poco apetecible trayecto
hacia Harp House. Al cruzar el extremo de la
marisma, vio el puente peatonal de madera. Rodearlo
significaba alargar la caminata, así que debería dejar de
evitarlo. Lo haría. Pero no hoy.
Annie había conocido a Theo y Regan Harp dos
semanas después de que Mariah y Elliott hubieran
viajado al Caribe y regresado casados. Los gemelos
estaban subiendo los escalones del acantilado desde la
playa. Regan había aparecido primero, con sus largas
piernas bronceadas y el cabello moreno ondeando
alrededor de sus bellas facciones. Entonces había visto
a Theo. Incluso con dieciséis años, flacucho, con algo
de acné en la frente y una cara demasiado pequeña
para su nariz, era arrebatador, distante, y ella se quedó
fascinada. Él, en cambio, la observó con indisimulado
aburrimiento.
Annie quería gustarles, pero su seguridad en sí
mismos la intimidaba tanto que en su presencia se
inhibía. Mientras que Regan era agradable y dulce,
Theo era grosero y sarcástico. Elliott solía consentirlos
para intentar compensar que su madre los hubiera
abandonado a los cinco años, pero insistía en que
incluyeran a Annie en sus actividades. Theo la invitó a
regañadientes a navegar con ellos en su velero. Pero
cuando Annie llegó al muelle que había entre Harp
House y Moonraker Cottage, Theo, Regan y Jaycie ya
habían zarpado sin ella. Al día siguiente se había
presentado una hora antes y ellos no aparecieron.
Una tarde, Theo le dijo que fuera a ver los restos
de un viejo barco langostero que había cerca, en la
playa, y ella descubrió, demasiado tarde, que se
habían convertido en uno de los puntos de nidificación
de las gaviotas de la isla. Se habían lanzado en picado
hacia ella, le habían dado con las alas y una le había
golpeado la cabeza en una escena sacada de Los pájaros
de Hitchcock. Annie recelaba de los pájaros desde
entonces.
La letanía de fechorías de Theo había sido
interminable: dejarle pescados entre las sábanas,
hacerle malas pasadas en la piscina, abandonarla a
oscuras en la playa una noche. Annie se deshizo de los
recuerdos. Por suerte, nunca volvería a tener quince
años.
Empezó a toser, y al detenerse para intentar
recuperar el aliento se percató de que era la primera
vez que lo hacía aquella mañana. Es posible que
estuviera mejorando por fin. Se imaginó sentada ante
una mesa cálida con un ordenador cálido en una
oficina cálida, realizando un trabajo que quizá la
mataría de aburrimiento, pero le supondría una paga a
final de mes.
—¿Y nosotros qué? —gimió Crumpet.
—Annie necesita un trabajo de verdad —intervino la
sensata Dilly —. No puede ser ventrílocua toda la vida.
Scamp metió baza:
—Tendrías que haber hecho muñecos porno. Podrías
haber cobrado mucho más por los espectáculos.
Los muñecos porno había sido una idea que
Annie se había planteado cuando tenía la fiebre muy
alta.
Finalmente llegó a lo alto del acantilado. Al pasar
ante la cuadra, oyó el relincho de un caballo. Se ocultó
rápidamente entre los árboles, justo a tiempo de ver
cómo Theo salía por la puerta. Annie tenía frío incluso
con el abrigo puesto, pero él solo llevaba un jersey gris
marengo, unos vaqueros y botas de montar.
Dejó de caminar. Ella se mantenía detrás de él,
pero los árboles que la tapaban eran escasos y rogó que
no se diera la vuelta.
Una ráfaga de viento creó un derviche
fantasmagórico en la nieve. Theo cruzó los brazos y se
sacó el jersey por la cabeza. No llevaba nada debajo.
Lo miró estupefacta. Estaba allí plantado,
desnudo de cintura para arriba con el cabello moreno
agitado por el viento, desafiando al invierno de Maine.
Annie podría haber estado mirando una de aquellas
telenovelas famosas por aprovechar cualquier excusa
para dejar descamisado al galán de turno. Solo que
hacía un frío de mil demonios, Theo Harp no era
ningún galán y la única explicación para su gesto era
que estaba loco.
Vio cómo apretaba los puños, alzaba el mentón y
dirigía una mirada hacia la casa. ¿Cómo podía alguien
tan atractivo ser tan cruel? Su torso fibroso, su ancha
y musculosa espalda, la forma en que plantaba cara a
las inclemencias del tiempo... Era todo muy extraño.
No parecía tanto un mortal como parte del paisaje: un
ser primitivo que no necesitaba las sencillas
comodidades humanas del calor, la comida... el amor.
Se estremeció bajo el abrigo y contempló cómo él
entraba en la torre con el jersey oscilando a un
costado.
***
***
***
***
CAPÍTULO 5
Pasar las noches sola en la cabaña había asustado
a Annie desde el principio, pero aquel día fue peor
todavía. Las ventanas carecían de cortinas, y Theo
podía observarla en cualquier momento con su
telescopio. Dejó las luces apagadas, tropezó por la casa
a oscuras y al acostarse se tapó hasta la cabeza. Pero
la oscuridad le hizo recordar la forma en que todo
había cambiado.
Había ocurrido poco después del incidente del
montaplatos. Regan estaba en una clase de equitación
o encerrada en su cuarto escribiendo poemas. Annie
estaba sentada en las rocas de la playa, soñando con
ser la estupenda y bonita actriz protagonista de una
gran película cuando Theo se le acercó y se sentó a su
lado, con unos shorts caqui que le iban demasiado
grandes y le dejaban las largas piernas al descubierto.
Un cangrejo ermitaño se escabulló en una charca de
marea a sus pies. Theo le habló con la mirada puesta
en el mar, en el sitio donde empezaban a formarse las
olas.
—Siento lo que ha pasado, Annie. Todo ha sido
un poco extraño.
Ella era tan boba que lo perdonó al instante.
A partir de entonces, siempre que Regan estaba
ocupada, Theo y Annie salían juntos. Él le enseñó
algunos de los lugares que más le gustaban de la isla.
Empezó a confiarle cosas, al principio vacilante, pero
poco a poco se fue sincerando más. Le contó lo mucho
que detestaba su internado, y que estaba escribiendo
relatos cortos que no mostraba a nadie. Habló sobre
sus libros preferidos. Annie se convenció de que era la
única chica a la que se había confiado, y le enseñó
algunos de los dibujos que hacía a escondidas para que
Mariah no los criticara. Finalmente, la besó. A ella. A
Annie Hewitt, un espantajo larguirucho de quince
años con la cara demasiado larga, los ojos demasiado
grandes y el cabello demasiado rizado.
Después de aquello, cada vez que Regan no
estaba lo pasaban juntos, normalmente en la cueva,
durante la marea baja, montándoselo en la arena
mojada. Él le tocaba el pecho por encima del bañador
y ella creía que se moría de felicidad. Cuando le bajó la
parte superior, le dio vergüenza que sus senos no
fueran más grandes e intentó cubrirse con las manos.
Él se las apartó y le acarició los pezones con los dedos.
Estaba extasiada.
Poco después se tocaban con excitación. Él le
bajó la cremallera de los pantalones cortos y le metió
la mano en las bragas. Ningún chico la había tocado
allí. Le introdujo el dedo. Estaba llena a rebosar de
hormonas. Orgásmica al instante.
Ella también lo tocó, y la primera vez que notó la
humedad en la mano, creyó que lo había lastimado.
Estaba enamorada.
Pero entonces todo cambió. Él empezó a evitarla
sin motivo. Y también a ningunearla delante de su
hermana y Jaycie: «No seas tan gansa, Annie. Te
portas como una cría.»
Annie intentó hablar con él a solas para averiguar
por qué se estaba portando así, pero él la evitó.
Encontró un puñado de sus preciadas novelas góticas
en el fondo de la piscina.
Una tarde soleada de julio cruzaron el puente
peatonal de la marisma. Annie iba algo adelantada,
seguida de Jaycie y los gemelos. Había estado
intentando impresionar a Theo con lo sofisticada que
era hablando sobre su vida en Manhattan.
—He ido en metro desde que tenía diez años y...
—Deja de fanfarronear —la cortó Theo. Y acto
seguido le dio un empujón en la espalda.
Annie se cayó del puente y aterrizó de bruces en
las aguas turbias. Las manos y los antebrazos se le
hundieron en el fango y el lodo se le pegó a las
piernas. Al intentar levantarse, unas briznas medio
podridas de spartina y una maraña de cianobacterias se
le enredaron en el cabello y la ropa. Escupió el fango y
quiso restregarse los ojos, pero no pudo y se echó a
llorar.
Al final, tuvieron que sacarla de allí Regan y
Jaycie, tan horrorizadas como ella. Annie se había
raspado una rodilla y perdido las sandalias de piel que
se había comprado con su propio dinero. Las lágrimas
le resbalaban por el barro de sus mejillas mientras
permanecía plantada en el puente como una criatura
salida de una película de terror.
—¿Por qué has hecho eso?
—No me gustan los fanfarrones —respondió
Theo, mirándola impávido.
—¡No se lo cuentes a nadie, Annie! —le suplicó
Regan con lágrimas en los ojos—. ¡Por favor, a nadie!
O Theo se meterá en un buen lío. No volverá a hacer
nunca algo así. Prométeselo, Theo.
Él se marchó sin prometer nada.
Annie no se lo contó a nadie. Entonces. No lo
hizo hasta mucho después.
***
***
***
CAPÍTULO 6
Caballo y jinete surgieron de un grupo de viejas
piceas. Theo refrenó el caballo al verla. Annie notó un
regusto a metal frío en la boca. Estaba sola en una isla
anárquica al final de una carretera desierta con un
hombre que una vez había intentado matarla.
Y podría estar pensando en volver a hacerlo.
—¡Huy ¡Huy! ¡Huy! —los gritos silenciosos de
Crumpet siguieron el ritmo de los latidos del corazón
de Annie.
—Que no se te ocurra rajarte —le ordenó Scamp
cuando Theo se acercó a ella.
Annie no solía tener miedo de los caballos, pero
este era enorme, y le pareció detectar una mirada de
locura en sus ojos. Tuvo la sensación de revivir una
vieja pesadilla y, a pesar de la orden de Scamp,
retrocedió unos pasos.
—Cobarde —se mofó Scamp.
—¿Vas a algún sitio especial? —Theo no iba
vestido adecuadamente para un clima tan frío: una
chaqueta de ante negra y unos guantes; la cabeza
descubierta y ni siquiera una buena bufanda alrededor
del cuello. Pero por lo menos todo era
confortablemente del siglo XXI. Todavía no entendía
lo que había visto aquella primera tarde que se había
cruzado con él a caballo.
Le vinieron a la cabeza las palabras de Marie
durante la partida de bunco: «Yo solo digo que Regan
Harp sabía navegar tan bien como su hermano. Y no
soy la única a la que le parece raro que zarpara en
medio de una borrasca.»
Contuvo su temor metiéndose en el papel de su
muñeco favorito.
—Voy a una velada con los muchos amigos que
tengo en la isla. Y si no aparezco, vendrán a buscarme.
—Theo ladeó la cabeza.—Por desgracia, se me ha
quedado el coche atascado en la cuneta y me iría bien
algo de ayuda para sacarlo de ahí —se apresuró a
añadir. Verse obligada a pedirle ayuda era peor que su
acceso de tos más terrible, y no podía dejarlo así—. ¿O
tendría que buscar a alguien un poco más fuerte?
Theo era muy fuerte, y era una estupidez por su
parte chincharlo.
—No me gusta tu actitud —soltó él tras echar un
vistazo al lugar donde estaba su coche y dirigir después
los ojos hacia ella.
—No eres el primero que me lo dice.
—Tienes una forma muy rara de pedir ayuda —
dijo Theo, y parpadeó como Annie imaginaba que
haría un psicópata.
—Todos tenemos nuestras rarezas. Habría que
empujarlo. —Le horrorizaba darle la espalda, pero lo
hizo igualmente.
Se dirigió hacia su coche oyendo el ruido de
cascos de Dancer en la grava al trotar a su lado. Se
preguntó si Theo habría empezado a creer que Harp
House estaba encantada. Esperaba que sí. El reloj
hacía tictac.
—Te diré lo que haremos —dijo él—. Te ayudaré
si tú me ayudas a mí.
—Me encantaría, solo que me da reparo
descuartizar cadáveres. Demasiados huesos.
¡Maldita sea! Eso era lo que le pasaba cuando
estaba demasiado rato a solas con sus muñecos. Sus
personalidades se apoderaban de ella.
—Nuestras personalidades proceden de ti —señaló
Dilly.
—¿De qué estás hablando? —Theo fingió
perplejidad. Annie dio marcha atrás.
—¿Qué clase de ayuda necesitas? —preguntó, y
añadió mentalmente: «Aparte de la psiquiátrica.»
—Quiero alquilarte la cabaña.
Ella se paró en seco. No sabía qué se había
esperado, pero no era aquello.
—¿Y dónde se supone que voy a alojarme yo?
—Regresa a Nueva York. Este sitio no es para ti.
Te compensaré con creces.
¿De verdad pensaba que era tan idiota? Se metió
las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿De verdad piensas que soy tan idiota?
—Nunca he pensado que seas idiota.
Annie reanudó la marcha, aunque siguió
manteniendo la distancia.
—¿Por qué iba a irme antes de que hayan pasado
mis sesenta días?
Theo bajó la vista hacia ella, fingiendo primero
desconcierto y después disgustado, como si al final lo
hubiera recordado.
—Había olvidado ese detalle.
—Sí, claro. —Annie se detuvo—. ¿Para qué
quieres alquilar la cabaña? Tienes tantas habitaciones
que ni siquiera sabes qué hacer con ellas.
—Para aislarme de todo —soltó con el mismo
desdén que Leo.
—Le daría un puñetazo por ti —comentó Peter,
nervioso—. Pero es un auténtico Sansón.
Tras observar el Kia de Annie, desmontó y ató a
Dancer a una rama al otro lado de la carretera.
—Un coche así no sirve de nada por aquí. Ya
tendrías que saberlo.
—Me compraré otro que sirva.
Theo le dirigió una larga mirada, abrió la puerta
del coche y subió.
—Empuja —ordenó.
—¿Yo?
—El coche es tuyo.
«Gilipollas.» No era lo bastante fuerte para
hacerlo, como él sabía perfectamente, pero estuvo
empujando la trasera del coche mientras él le daba
órdenes desde el interior. No renunció a estar al
volante hasta que ella empezó a toser, y entonces sacó
el coche al primer intento.
Ella tenía la ropa hecha un desastre y la cara
manchada, pero él apenas se había ensuciado las
manos. Lo bueno del caso era que no la había
arrastrado hasta los árboles para degollarla, de modo
que no tenía motivos para quejarse.
***
***
***
CAPÍTULO 7
Annie examinó el estropicio. Armarios y cajones
abiertos, cubiertos, paños de cocina, cajas y latas
diseminados por el suelo. Dejó la mochila. La basura
que había llenado el cubo estaba esparcida por todas
partes, junto con servilletas de papel, papel film y un
paquete de fideos. Los saleros y pimenteros kitschy de
Mariah seguían en el alféizar de la ventana, pero los
coladores, tazas medidoras y libros de cocina yacían
sobre un lecho de arroz desparramado.
Dirigió la vista hacia el salón en penumbra y se le
erizó la nuca. ¿Y si todavía había alguien en la casa?
Salió por la puerta por la que acababa de entrar, corrió
hacia el coche y se encerró en él.
El sonido de su respiración irregular llenó el
interior. No había número de urgencias al que llamar.
Ningún vecino simpático al que pudiera recurrir. ¿Qué
tenía que hacer? ¿Conducir hasta el pueblo para pedir
ayuda? ¿Y quién iba a ayudarla en una isla sin policía?
Si se perpetraba algún delito grave, la policía tenía que
venir del continente.
Sin policía y sin vigilancia vecinal. Daba igual lo
que pusieran los mapas, había dejado el estado de
Maine para instalarse en el estado de Anarquía.
Su otra opción era volver en coche a Harp House,
pero ese era el último lugar al que podía acudir en
busca de ayuda. Creía que estaba siendo sutil con sus
ruidos espeluznantes y sus bromas fantasmagóricas.
Era evidente que no. Aquello era obra de Theo, su
forma de devolverle la pelota.
Deseó tener un arma igual que los demás isleños.
Aunque acabara disparándose a sí misma, un arma la
haría sentir menos vulnerable.
Examinó el interior del coche de Theo. Un
sistema de audio lujoso, GPS, un cargador de móvil y
una guantera con los documentos y el manual del
automóvil. En el suelo, delante del asiento del
copiloto, había un raspador de hielo, y detrás un
paraguas plegable. Objetos inútiles.
No podía quedarse allí sentada para siempre.
—Yo lo haría —aseguró Crumpet—. Me quedaría
aquí sentada hasta que alguien viniera a rescatarme.
Lo que no iba a pasar. Le dio al interruptor del
maletero y se apeó despacio. Tras mirar alrededor para
comprobar que nadie se le acercaba a hurtadillas, se
dirigió sigilosamente hacia el maletero. Allí encontró
una pala pequeña de mango corto. Exactamente la
clase de útil que un isleño inteligente llevaría para
liberar el coche si se le quedaba atascado.
—O si tuviera que enterrar un cadáver —susurró
Crumpet.
¿Y el gato? ¿Seguiría dentro, o lo habría rescatado
de un supuesto peligro simplemente para llevarlo a la
muerte? Sujetó la pala, sacó la linterna que llevaba en
el bolsillo del abrigo y avanzó con cuidado hacia la
casa.
—Está muy oscuro —soltó Peter—. Creo que me
vuelvo al coche.
La nieve se había derretido y helado, de modo
que no era probable que pudiera encontrar huellas
reveladoras aunque tuviera luz suficiente para verlas.
Se dirigió hacia la fachada de la casa. Supuso que Theo
no se habría quedado por allí después de hacer aquello,
pero no tenía forma de saberlo con certeza. Se abrió
paso entre las anticuadas nansas langosteras de madera
cerca de la puerta principal y se agachó bajo la ventana
del salón. Asomó despacio la cabeza y echó un vistazo
dentro.
Estaba oscuro, pero distinguía lo suficiente para
comprobar que la habitación no se había librado de los
destrozos. El sillón marrón que parecía un asiento de
avión estaba tumbado de lado, el sofá estaba fuera de
su lugar con los cojines desparramados y el cuadro del
árbol colgaba torcido en la pared.
Había empañado el cristal con su aliento. Con
cuidado levantó más la linterna y dirigió la luz al
fondo de la habitación. Habían tirado al suelo los
libros de los estantes y dos cajones de la cómoda Luis
XIV pintarrajeada estaban abiertos de par en par. No
se veía el gato por ninguna parte, ni vivo ni muerto.
Se agazapó y rodeó a tientas la cabaña hacia la
parte trasera, que estaba todavía más tenebrosa, más
aislada. Levantó la cabeza centímetro a centímetro
hasta ver bien su cuarto, pero estaba demasiado oscuro
para distinguir nada. Theo podía estar escondido bajo
la ventana, al otro lado de la pared.
Se armó de valor, levantó la linterna e iluminó la
habitación. Estaba exactamente como la había dejado,
sin otro desorden que el que ella misma había causado
por la mañana.
—¿Qué coño estás haciendo?
Chilló, soltó sin querer la pala y se giró de golpe.
Theo estaba en la penumbra, a cinco metros.
Echó a correr por donde había venido. Rodeó la
cabaña hacia el coche para intentar meterse en él.
Como alma que lleva el diablo, aterrada. Resbaló y
perdió la linterna al caer. Se levantó y siguió corriendo.
«Métete dentro y echa el cierre de seguridad.
Márchate antes de que te pille.» Lo arrollaría con el
coche si era necesario. Lo aplastaría. Con el corazón
desbocado, rodeó la fachada de la cabaña, cambió de
dirección, alzó la vista y...
Theo estaba apoyado en la puerta del copiloto del
Range Rover, con los brazos cruzados y aspecto
relajado. Annie se detuvo en seco. Vio que Theo
llevaba la chaqueta negra de ante y unos vaqueros. Ni
gorra ni guantes.
—Qué raro —dijo él con calma, la luz de la cocina
iluminándole la cara—. No recuerdo que estuvieras tan
loca cuando eras pequeña.
—¿Yo? ¡Tú eres el psicópata! —No era su
intención gritarlo, ni siquiera decirlo. La palabra quedó
suspendida en el aire entre ambos. Pero él no se
abalanzó sobre ella, sino que habló con calma:
—Esto tiene que acabar. Te das cuenta, ¿verdad?
La mejor forma que Theo tenía de lograr que
aquello acabara era matarla.
—Tienes razón. Lo que tú digas —respondió,
respirando agitadamente, y empezó a retroceder
despacio, con cuidado.
—Lo entiendo —aseguró Theo a la vez que
descruzaba los brazos—. Cuando tenía dieciséis años
era un monstruo. No creas que lo he olvidado. Pero
unos años yendo al psiquiatra acabaron con mis
problemas.
Ningún psiquiatra podía acabar con aquella clase
de patología. Asintió temblorosa.
—¡Qué bien! Estupendo. Me alegro por ti. —Dio
un paso más hacia atrás.
—Han pasado muchos años. Estás haciendo el
ridículo.
Eso la enfureció.
—¡Márchate! Ya has hecho bastante por hoy.
—No he hecho nada —dijo él, separándose del
coche—. ¡Y eres tú la que tiene que marcharse!
—He estado dentro. He captado el mensaje. —
Bajó la voz y se esforzó por parecer tranquila—.
Dime... ¿has... has hecho daño al gato?
—La muerte de Mariah debe de haber sido muy
dura para ti. Tal vez tendrías que hablar con alguien —
comentó Theo, ladeando la cabeza.
¿De verdad creía que era ella quien tenía
problemas mentales? Tenía que apaciguarlo.
—Lo haré. Hablaré con alguien. Así que ya
puedes irte a casa. Llévate el coche.
—¿Te refieres a mi coche? ¿Al que te llevaste sin
pedir permiso?
Le había dicho que podía usar el coche cuando
quisiera, pero no iba a discutir con él por eso.
—No volveré a hacerlo. Ya es tarde, y seguro que
tienes muchas cosas que hacer. Nos veremos por la
mañana. —No después de aquello. Tendría que
encontrar otra forma de saldar su deuda con Jaycie,
porque no iba a volver a la casa principal ni loca.
—Me iré en cuanto me digas por qué te escondías
aquí fuera.
—No me escondía. Solo... hacía un poco de
ejercicio.
—Sandeces. —Avanzó hacia la puerta lateral, la
abrió y entró.
Annie corrió hacia el coche, pero no fue lo
bastante rápida. Theo salió de la casa como una
exhalación.
—¿Qué coño ha pasado ahí dentro?
Su indignación fue tan convincente que Annie lo
habría creído si no lo conociera muy bien.
—No pasa nada —aseguró en voz baja—. No se
lo diré a nadie.
—¿Crees que yo hice eso? —preguntó, señalando
la casa con un dedo.
—No, no. Claro que no.
—Sí que lo crees. —La miró con el ceño
fruncido—. Ni te imaginas las ganas que tengo de
largarme ahora mismo y dejar que te encargues de esto
tú sola.
—P... pues hazlo.
—No me tientes —dijo, y dio dos zancadas para
situarse junto a ella.
Annie dio un respingo cuando él la cogió por la
muñeca. Y forcejeó mientras tiraba de ella hacia la
puerta.
—¿Quieres callarte? —pidió Theo—. Tengo los
tímpanos a punto de reventar. Por no hablar de lo
mucho que estás asustando a las gaviotas.
Que pareciera exasperado en lugar de
amenazador obró un efecto extraño en ella: empezó a
sentirse idiota en lugar de atemorizada. Como una de
aquellas protagonistas tontainas de las películas en
blanco y negro a las que John Wayne o Gary Cooper
siempre estaban arrastrando por ahí. No le gustó la
sensación y, una vez dentro, dejó de oponer
resistencia.
Theo la soltó, pero tenía los ojos puestos en ella y
su expresión era de lo más seria.
—¿Quién ha hecho esto?
Se dijo a sí misma que intentaba engañarla, pero
no se sentía engañada, y no se le ocurrió otra cosa que
decir que no fuera la verdad.
—Creía que tú.
—¿Yo? —Pareció desconcertado—. Eres un
coñazo y desearía que no hubieras venido aquí, pero
¿por qué iba a destrozar el sitio donde me gusta
trabajar?
Oyó un maullido. El gato entró con cautela en la
cocina.
Un misterio resuelto.
Pasaron unos segundos mientras Theo se
quedaba mirando el animal. Y después a ella.
Finalmente habló, y lo hizo con aquel exceso de
paciencia que se utiliza cuando se trata con un niño o
un retardado mental:
—¿Qué hace mi gato aquí?
El muy traidor restregó su cuerpecito en los
tobillos de Theo.
—Me... me siguió a casa.
—Y un cuerno. —Cogió el gato y lo acarició
detrás de las orejas—. ¿Qué te ha hecho esta loca,
Hannibal?
¿Hannibal?
El gato apoyó la cabeza en la chaqueta de Theo y
cerró los ojos. Él se lo llevó a la sala y ella, cada vez
más desconcertada, lo siguió.
—¿Falta algo? —preguntó él tras encender la luz.
—No lo sé. Tenía el móvil y el portátil conmigo,
pero...
¡Sus muñecos! Scamp seguía en su mochila, pero
¿y los demás?
Corrió hacia el estudio. Había un estante bajo la
ventana para que los artistas guardaran sus utensilios.
La semana anterior lo había limpiado y los había
dispuesto allí. Estaban exactamente igual que cuando
se había ido por la mañana. Dilly y Leo, separados por
Crumpet y Peter.
—Unos amigos muy agradables —comentó Theo
asomando la cabeza.
Quería levantarlos, hablar con ellos, pero no iba a
hacerlo mientras él pudiera verla. Theo avanzó hacia
su habitación. Lo siguió.
Un montón desordenado de prendas esperaba a
que terminara de quitar el resto de las cosas de Mariah
para tener más espacio. Un sujetador colgaba de la
silla que había entre las ventanas junto con el pijama
que se había puesto la noche anterior. Normalmente se
hacía la cama, pero aquella mañana había pasado de
hacerlo y hasta había dejado una toalla de baño a los
pies. Lo peor era que las bragas naranjas que llevaba el
día anterior estaban tiradas en medio del suelo.
—Vaya, aquí se han esmerado —comentó Theo.
¿Intentaba ser chistoso?
El gato se le había quedado dormido en los
brazos, pero él seguía acariciándole el lomo,
hundiendo los dedos en el pelaje negro. Regresó a la
sala y después a la cocina. Annie escondió el libro de
arte erótico bajo el sofá de un puntapié y lo siguió.
—¿Has notado algo extraño? —preguntó Theo.
—¡Pues sí! Me han destrozado la casa.
—No me refiero a eso. Echa un vistazo. ¿Ves algo
raro?
—¿Mi vida pasando ante mis ojos?
—Basta de tonterías.
—No puedo evitarlo. Suelo bromear cuando estoy
aterrada. —Trató de ver lo que él quería que viera,
pero estaba demasiado aturdida. ¿De verdad era Theo
inocente o simplemente un buen actor? No se le
ocurría nadie más que pudiera haber hecho aquello.
Barbara le había advertido sobre los forasteros de la
isla, pero ¿no habría robado algo un forastero? Aunque
no había demasiado que robar.
Salvo el legado de Mariah.
La idea de que otra persona pudiera saber lo del
legado la dejó preocupada. Echó un vistazo a la cocina.
El mayor desorden se debía al cubo de basura volcado
ya los paquetes rotos de arroz y fideos. No parecía
haber nada roto.
—Supongo que podría haber sido peor —admitió.
—Exacto. No hay cristales rotos. Que hayas visto,
no falta nada. Parece algo calculado. ¿Te guarda rencor
alguien de la isla?
Se lo quedó mirando. Pasaron unos segundos
antes de que él lo entendiera.
—A mí no me mires —soltó—. Eres tú quien me
guarda rencor a mí.
—¡Y con razón!
—No te estoy diciendo que te culpe por ello. Era
un chaval malcriado. Solo te estoy diciendo que no
tengo ningún motivo para hacer algo así.
—Claro que sí. Más de uno. Quieres la cabaña.
Yo te traigo malos recuerdos. Eres... —Se detuvo antes
de soltar lo que estaba pensando.
—No soy un psicópata. —Theo le leyó el
pensamiento.
—No he dicho que lo seas. —Pero lo estaba
pensando, desde luego.
—Era un chaval, Annie, y aquel verano tuve
problemas muy serios.
—No me digas. —Quería soltarle muchas cosas
pero no era el momento.
—Eliminemos temporalmente mi nombre de tu
lista de sospechosos —pidió él levantando la mano, lo
que perturbó al gato—. Solo como ejercicio. Puedes
volver a ponerme el primero de la lista en cuanto
hayamos terminado.
Se estaba burlando de ella. Eso tendría que
haberla enfurecido pero, por extraño que pareciera, la
reconfortó.
—No hay más sospechosos.
«Salvo quien sepa que aquí tiene que haber algo
valioso.» ¿Lo habría encontrado? Había repasado todo
lo dispuesto en las estanterías, pero no había hecho un
inventario sistemático del contenido de las cajas del
estudio ni de los armarios. ¿Cómo iba a saberlo nunca?
—¿Has tenido algún altercado con alguien desde
tu llegada? —Levantó de nuevo la mano—. Aparte de
conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—Pero me han advertido sobre los vagabundos —
añadió.
—No me gusta lo que ha pasado —dijo Theo,
dejando el gato en el suelo—. Debes avisar a la policía
del continente.
—Por lo que recuerdo, solo vienen si se trata de
un asesinato.
—Tienes razón. —Se bajó la cremallera de la
chaqueta—. Vamos a ordenar esto.
—Ya lo haré yo —dijo Annie—. Tú vete.
—Si quisiera matarte, violarte o lo que pienses que
podría hacerte, a estas alturas ya lo habría hecho —
comentó Theo, y le dirigió una mirada ligeramente
desdeñosa.
—Te agradezco que no lo hayas hecho.
Theo murmuró algo y se marchó airado al salón.
Mientras se quitaba el abrigo, Annie pensó en los
gurús de la autoayuda y cómo decían que la gente
tenía que confiar en su instinto. Pero el instinto podía
equivocarse. Como ahora, por ejemplo. Porque se
sentía casi segura.
***
***
***
***
***
***
CAPÍTULO 10
Annie comprobó el estado de sus brazos y
piernas, moviéndolos lo justo para asegurarse de que
no estaba herida. Escuchó atentamente, pero solo oyó
el sonido irregular de su respiración y el oleaje del mar.
Un ave marina graznó. Despacio, con cuidado, levantó
la cabeza.
La bala procedía del oeste. No vio nada fuera de
lo normal en las piceas rojas y los árboles bajos de hoja
caduca que crecían entre el lugar donde ella estaba
tumbada y la carretera. Se levantó un poco más, lo que
le desplazó ligeramente la mochila, y volvió la vista
hacia la cabaña, hacia el mar y después hacia Harp
House, en lo alto del acantilado. Todo parecía tan frío
y desolado como siempre.
Se arrodilló lentamente. Con la mochila como
única protección, estaba demasiado expuesta. No tenía
ninguna experiencia en armas. ¿Cómo podía saber que
había sido realmente una bala?
Porque lo sabía.
¿Habría sido el disparo perdido de un cazador? En
Peregrine Island no había animales de caza, pero todo
el mundo tenía armas en casa. Según Barbara, más de
un isleño se había disparado a sí mismo o a otra
persona. Por lo general accidentes, aunque no siempre.
Oyó algo tras ella; un ruido fuera de lugar: los
cascos de un caballo. Una nueva subida de adrenalina
la envió de nuevo al suelo. Theo se acercaba para
rematarla.
En cuanto lo pensó, se puso de pie como pudo.
No iba a permitir que le disparara estando encogida de
miedo en el suelo. Si su intención era matarla, tendría
que mirarla a los ojos al apretar el gatillo. Al volverse y
ver el animal galopando hacia ella desde la playa, la
invadió una terrible sensación de traición, además del
ansia de creer que aquello no estaba sucediendo.
Theo se incorporó y desmontó. No llevaba
ninguna arma a la vista. Ninguna arma de ningún tipo.
Puede que la hubiera tirado. O... Tenía las mejillas
coloradas del frío, pero llevaba la chaqueta
desabrochada, y se le abrió al correr hacia ella.
—¿Qué ha pasado? Te vi caer. ¿Estás bien?
—¿Me has disparado? —le espetó Annie. Le
castañeteaban los dientes y temblaba como una vara.
—¡Claro que no! ¿Qué coño...? ¿Estás diciendo
que alguien te disparó?
—¡Sí, alguien me disparó! —chilló ella.
—¿Estás segura?
—Nunca me habían disparado antes, pero sí,
estoy segura. ¿Cómo es posible que no lo oyeras? —
soltó con los dientes apretados.
—Estaba demasiado cerca del agua para oír nada.
Dime exactamente qué pasó.
Le dolían los pulpejos de la mano bajo los
guantes. Flexionó los dedos y le explicó lo sucedido:
—Iba de camino a la casa principal y una bala me
pasó rozando la cabeza.
—¿De dónde venía?
Trató de recordarlo.
—Creo que de allí. —Señaló con mano
temblorosa la carretera, en dirección contraria a la que
traía él.
La examinó, como si intentara averiguar si estaba
herida, y después echó un rápido vistazo en derredor.
—Quédate donde pueda verte. Después iremos
juntos a Harp House. —Instantes después, cabalgaba
hacia los árboles.
Annie se sentía demasiado vulnerable, pero estaría
más expuesta si regresaba por la marisma a la cabaña.
Esperó a que las piernas dejaran de temblarle y corrió
hacia los árboles situados al inicio del camino que
conducía a Harp House.
Theo no tardó en volver a su lado. Esperaba que
le echara una bronca por no haberse quedado quieta,
pero no lo hizo, sino que desmontó y caminó con ella
llevando a Dancer de las riendas.
—¿Has visto algo? —preguntó Annie.
—Nada. Cuando llegué, hacía rato que quien lo
hiciera se había ido.
Al llegar a lo alto del camino, Theo le dijo que
tenía que desentumecer a Dancer.
—Me reuniré contigo en la casa —le indicó—.
Entonces hablaremos.
Pero a Annie no le apetecía entrar en la casa,
donde habría tenido que charlar con Jaycie. Así que se
metió en la cuadra mientras Theo hacía trotar a Dancer
por el patio. La cuadra seguía oliendo a animales y
polvo, aunque como ahora solo alojaba un caballo, los
olores eran más débiles que antes. Una tenue luz se
colaba por la ventana sobre el tambaleante banco de
madera donde Theo y ella habían hablado aquella
tarde, poco antes de que hubiera ido a la cueva para
encontrarse con él.
Se quitó la mochila y marcó el número de la
policía del continente que se había guardado en el
móvil después del allanamiento. El agente que la
atendió escuchó diligentemente la información que le
dio, pero no pareció interesado.
—Seguro que fue obra de algún chaval. Peregrine
es un poco como el Lejano Oeste, pero supongo que ya
lo sabrá.
—Los chavales están en el colegio —respondió
ella, conteniendo su impaciencia.
—Hoy no. Los maestros de todas las islas están
en Monhegan para su convención invernal. Los
colegios tienen fiesta.
Era algo reconfortante pensar que el disparo
podría haberlo hecho un crío que toqueteaba un arma
en lugar de un adulto con intenciones siniestras. El
agente le prometió hacer indagaciones la siguiente vez
que visitara la isla.
—Si sucede algo más, no dude en informarnos —
dijo.
—¿Algo como que acierten al dispararme?
—No creo que deba preocuparse por eso, señora.
Los isleños son gente ruda, pero por lo general no se
matan entre sí.
—Gilipollas —murmuró al colgar justo cuando
Theo metía a Dancer en la cuadra.
—¿Qué he hecho ahora? —preguntó él.
—No tú. He llamado a la policía del continente.
—Ya me imagino lo bien que ha ido la
conversación. —Llevó a Dancer al único
compartimento acondicionado. Aunque no había
calefacción, colgó la chaqueta en un gancho y empezó
a desensillar el caballo—. ¿Estás segura de que alguien
te disparó?
—¿No me crees? —repuso Annie levantándose del
banco.
—¿Por qué no iba a creerte?
«Porque yo nunca creo lo que me dices.» Se acercó
al box del caballo.
—¿No encontrarías pisadas? ¿O un casquillo de
bala?
—Sí, claro. —Quitó la manta de la montura—. En
medio del barrizal, fue lo primero que vi: un casquillo
de bala.
—No hace falta ser sarcástico. —Como ella casi
siempre era sarcástica con él, esperó que le replicara,
pero Theo se limitó a gruñir que veía demasiadas
series policíacas.
Mientras él terminaba de quitar los arreos a
Dancer, Annie miró el box de al lado, donde Regan y
ella habían encontrado los cachorros. Ahora solo
contenía una escoba, un montón de cubos y malos
recuerdos. Desvió la mirada.
Finalmente, dejó de revolotear por la cuadra con
los ojos y observó lo que hacía Theo: los cepillados
largos y regulares, las suaves caricias para asegurarse
de que no se dejaba ningún abrojo ni mancha de barro,
la forma en que lo rascaba detrás de las orejas y le
hablaba en voz baja. El evidente cuidado con que lo
hacía la llevó a decir algo que lamentó de inmediato:
—Realmente no pensé que hubieras sido tú.
—Sí, seguramente lo pensaste. —Dejó el cepillo y
se arrodilló para comprobar los cascos de Dancer. Tras
verificar que no se le había quedado incrustada
ninguna piedra, salió del box y la miró con sus
penetrantes ojos—. Basta de tonterías —soltó—. Dime
ahora mismo qué está pasando.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —repuso ella
toqueteando el gorro que acababa de quitarse.
—Sabes más de lo que me cuentas. ¿No confías en
mí? Allá tú. Pero ahora mismo soy la única persona en
la que puedes confiar.
—Eso no tiene sentido.
—Supéralo.
Era el momento de recordarle algo.
—Cuando regresé a la isla... la primera vez que te
vi, llevabas un arma.
—Una pistola de duelo, una antigualla.
—De la colección de armas de tu padre.
—Es verdad. Hay un armario lleno de armas en la
casa. Escopetas, rifles, armas cortas. —Se detuvo y
entornó los ojos—. Y sé dispararlas todas.
—Eso me hace sentir mucho mejor, gracias. —Se
metió el gorro en el bolsillo.
Pero, irónicamente, era así. Si realmente quisiera
matarla por alguna retorcida razón que solo él supiera,
ya lo habría hecho. En cuanto a su legado... Era un
Harp y no parecía necesitar dinero.
—¿Por qué vive entonces en la isla? —preguntó Dilly
—. A no ser que no tenga ningún otro sitio donde ir.
—Igual que tú —señaló Crumpet.
Annie acalló las voces de los muñecos. Puede que
no le gustara, y no le gustaba, pero en aquel momento
Theo era la única persona con quien podía hablar.
—Igual que cuando tenías quince años —le recordó
Dilly.
—Esto se te está escapando de las manos —
insistió Theo junto a la puerta del box—. Dime qué me
estás ocultando.
—Podría haber sido un crío. El maestro de la isla
está en una convención, de modo que el colegio hace
fiesta.
—¿Un crío? ¿Crees que un crío también te
destrozó la casa?
—Quizá. —No, no lo creía en absoluto.
—Si hubiera sido un crío, la destrucción habría
sido mucho mayor.
—No podemos saberlo. —Pasó a su lado—.
Tengo que irme. Jaycie me esperaba hace una hora.
Antes de que pudiera dar el segundo paso, Theo
se le había plantado delante y su cuerpo musculoso era
un muro infranqueable.
—Tienes dos opciones para elegir —le dijo—. O te
vas de la isla...
¿Y dejarle la cabaña? Ni loca.
—... o eres franca conmigo y me dejas que intente
ayudarte —sentenció.
La oferta parecía sincera y entrañable, pero en
lugar de hundir la cara en el jersey de Theo como
quería hacer, Annie se metió en la piel de Crumpet.
—¿Qué más te da? Ni siquiera te gusto —soltó
irritada.
—Me gustas mucho —lo dijo muy serio, pero ella
no se lo tragaba.
—Pamplinas.
—¿No me crees? —preguntó arqueando una ceja.
—No.
—De acuerdo, pues. —Se metió las manos en los
bolsillos del vaquero—. Eres bastante desastre —soltó,
y añadió en voz baja y ronca—: Pero eres una mujer, y
eso es lo que necesito. Ha pasado mucho tiempo.
Estaba jugando con ella. Se lo veía en los ojos,
pero eso no impidió que se le despertaran los sentidos.
Fue una sensación inquietante, no deseada, pero
comprensible. Theo era una fantasía sexual morena de
ojos azules salida de sus novelas románticas y hecha
realidad, y ella era una mujer alta y delgada de treinta
y tres años con un rostro peculiar, un pelo rebelde y
una atracción fatal por hombres no tan nobles como
parecían. Combatió su magia negra con un crucifijo de
sarcasmo.
—¿Por qué no lo dijiste antes? Ahora mismo me
desnudo.
—Aquí hace demasiado frío. —Era la suavidad en
persona—. Necesitamos una cama caliente.
—No lo creas. —«¡Cállate, coño! ¡Cállate!», se
advirtió Annie, pero fue incapaz—. Ya pongo yo
bastante caliente. O, por lo menos, eso me han dicho.
Agitó el cabello, tomó la mochila y pasó por su
lado.
Esta vez, Theo dejó que se fuera.
Observó cómo la puerta de la cuadra se cerraba de
golpe y esbozó una sonrisa cercana a una mueca. No
tendría que haberla pinchado, aunque ella le siguiera el
juego. Pero aquellos ojazos lo seguían tentando,
haciendo que deseara jugar con ella. Divertirse
obscenamente un poco. Había algo especial en la
forma en que olía, no a los perfumes despiadadamente
caros a que se había acostumbrado, sino a pastilla de
jabón y champú afrutado de droguería.
Dancer le dio un golpecito en el hombro con el
hocico.
—Ya lo sé, chico. Me ha hechizado bien. Y es
culpa mía. —El caballo le tocó la mandíbula a modo
de asentimiento.
Theo dejó los arreos en su sitio y llenó de agua
fresca el cubo de Dancer. La noche anterior, cuando
había intentado entrar en el portátil que Annie se había
dejado en la casa, no pudo acertar la contraseña. De
momento sus secretos seguían siéndolo, pero no podía
dejar que continuaran así mucho tiempo más.
Tenía que dejar de meterse con ella. Además,
pincharla como acababa de hacer parecía alterarlo más
a él que molestarla a ella. Lo último que quería tener
ahora en la cabeza era una mujer desnuda, y mucho
menos a Annie Hewitt desnuda.
Que estuviera de nuevo en Peregrine era como
volver a sumirse en una pesadilla. ¿Por qué tenía ganas
entonces de estar con ella? Puede que fuera porque
encontraba cierta seguridad extraña en su compañía.
No poseía la belleza refinada que habitualmente lo
atraía. A diferencia de Kenley, Annie tenía una cara
más bien divertida. También era un lince, y aunque no
estaba necesitada, tampoco se presentaba como una
mujer indomable.
Estas eran sus cosas buenas. En cuanto a las
malas...
Annie contemplaba la vida como un espectáculo
de ventriloquia. No tenía ninguna experiencia en
noches desgarradoras ni en una desesperación tan
grande que se pega a todo lo que se toca. Puede que
Annie lo negara, pero todavía creía en los finales
felices. Esa era la ilusión que hacía que quisiera estar
con ella.
Recogió la chaqueta. Tenía que empezar a pensar
en la siguiente escena que no parecía poder escribir, y
dejar de hacerlo en el cuerpo desnudo que se escondía
bajo los suéteres gruesos y el voluminoso abrigo de
Annie. Llevaba demasiadas prendas. Si fuera verano,
la vería en traje de baño y su imaginación de escritor
quedaría lo bastante satisfecha para poder dedicarse a
pensamientos más productivos. Así, en cambio,
seguía imaginando la flaca figura adolescente que
apenas recordaba y sintiendo curiosidad por su aspecto
actual.
Dio una última palmadita a Dancer.
—Tienes mucha suerte, chico. No tener pelotas
hace que la vida sea menos complicada.
***
***
***
CAPÍTULO 12
Annie aparcó el Range Rover en el garaje de Harp
House. Pensar en el dibujo de Livia le habría ido bien
para no preocuparse por su posible embarazo si lo que
la niña había plasmado no fuera tan inquietante.
Quería enseñar el dibujo a Jaycie por si ella sabía
descifrarlo, pero había hecho un pacto y, aunque fuera
con una niña de cuatro años, no iba a romperlo.
Cerró la puerta del garaje y se dirigió hacia la
entrada. Había llegado a Harp House antes que Theo.
Al mirar hacia abajo, lo vio en el camino de la playa:
una figura solitaria recortada contra la inmensidad del
mar. Como de costumbre, llevaba la cabeza
descubierta y su chaqueta negra de ante como única
protección frente el viento. Se agachó para examinar
una charca de marea y después se acuclilló para
contemplar el mar. ¿En qué estaría pensando? ¿En
algún argumento espantoso? ¿En su difunta esposa? ¿O
tal vez estaría planeando cómo librarse de una mujer
inoportuna a la que podría haber dejado embarazada
sin querer?
Theo no iba a matarla. De eso estaba segura. Pero
podría lastimarla de muchas otras formas. Sabía que
tenía tendencia a idealizar a los hombres como Theo,
así que debía estar prevenida. La noche anterior se
había acostado con una fantasía. La fantasía romántica
de una rata de biblioteca.
Lavó los platos del desayuno de Jaycie y Livia y
arregló la cocina. Cuando terminó, seguía sin haber
visto a Jaycie, y fue a buscarla.
Como vivían en las dependencias de la antigua
ama de llaves en la casa, al otro lado de la torre,
recorrió el pasillo trasero hasta la puerta del fondo.
Estaba cerrada, así que llamó.
—¿Jaycie?
No hubo respuesta. Llamó otra vez. Cuando iba
a girar el pomo, Livia abrió la puerta. Estaba adorable
con una corona de papel casera tan encasquetada que
le sobresalían las orejas.
—Hola, Liv. Me gusta tu corona.
A Livia solo le interesaba comprobar si Annie
había llevado a Scamp, y al no ver el muñeco su
decepción fue evidente.
—Scamp está echando una siesta —explicó
Annie—. Pero después vendrá a verte. ¿Está tu mamá?
Livia abrió más la puerta para dejarla pasar.
Las dependencias del ama de llaves en forma de L
tenían salón y dormitorio. Antes de romperse el pie,
Jaycie había convertido el salón en la habitación de
Livia. El cuarto de ella era austero: una cama, una
silla, una cómoda y una lámpara, todos desechos de la
casa. El espacio de Livia era más alegre, con una
estantería rosa fuerte, una mesa y sillas infantiles, una
alfombra rosa y verde y una cama con un edredón de
Tarta de Fresa.
Jaycie estaba ante la ventana, mirando fuera. El
hipopótamo atado a la muleta se había movido y
estaba boca abajo. Se volvió despacio, con los vaqueros
y el jersey cereza marcándole las curvas.
—Estaba... arreglando un poco todo esto.
Annie no la creyó: los juguetes de Livia estaban
esparcidos por el suelo, y unos cuantos muñecos de
peluche asomaban del revoltijo de sábanas de la cama
deshecha.
—Tenía miedo de que estuvieras enferma —dijo.
—No. No estoy enferma.
Annie cayó en la cuenta de que conocía a Jaycie
tan poco como la primera vez que había ido a Harp
House hacía menos de tres semanas y tuvo la
sensación de estar contemplando una fotografía algo
desenfocada.
—Theo no vino a casa anoche —comentó Jaycie,
apoyándose en su pie sano.
La culpa hizo que Annie se acalorara. Entendió
que por ese motivo Jaycie se había recluido. Y aunque
no creía que Theo tuviera ningún interés personal en
Jaycie, tuvo la impresión de haber traicionado su
amistad. Tenía que contarle por lo menos parte de la
verdad, pero no mientras Livia estuviera allí pendiente
de todo lo que decían.
—A Scamp le encantan tus dibujos, Liv. Mientras
tu mamá y yo hablamos tal vez podrías hacernos uno
para colgar en la cocina.
Livia no protestó. Se fue a su mesa y abrió la caja
de lápices de colores. Annie salió al pasillo y Jaycie la
siguió. No iba a mentirle, pero sería cruel contarle
demasiado.
—Han estado pasando cosas extrañas —explicó,
sin poder deshacerse del sentimiento de culpa—. No
quería molestarte, pero supongo que tienes que
saberlo. Anteanoche, cuando volví a la cabaña, alguien
la había destrozado por dentro.
—¿Cómo?
Annie le describió lo que se había encontrado. Y
después le contó lo demás.
—Ayer por la mañana, cuando venía hacia aquí,
alguien me disparó.
—¿Te disparó?
—La bala me pasó rozando. Theo me encontró
justo después. Por eso no vino a casa anoche. No
quería dejarme sola, aunque le dije que no hacía falta
que se quedara.
—Sería un accidente, seguro. Algún imbécil que
disparaba a los pájaros —sugirió Jaycie, apoyada en la
pared tras ella.
—Fue a campo abierto. Estaba muy claro que yo
no era ningún pájaro.
Pero Jaycie no la estaba escuchando.
—Apuesto a que fue Danny Keen. Siempre hace
cosas así. Seguramente fue a la cabaña con un par de
sus amigos. Llamaré a su madre.
Annie no creía que la explicación fuera tan
sencilla, pero Jaycie ya había empezado a recorrer el
pasillo, moviéndose con las muletas mucho mejor que
cuando Annie había llegado. Se recordó que Jaycie
jamás debía saber lo que había sucedido en la cabaña.
Nadie debía saberlo. A no ser que realmente estuviera
embarazada...
—¡Para! —exigió Dilly —. No vas a pensar en eso.
—Yo me casaré contigo —intervino Peter—. Los
galanes siempre hacen lo que es debido.
Peter empezaba a ponerla nerviosa.
***
***
CAPÍTULO 13
—¿Que me desnude? Tú deliras.
—¿Ah, sí? —Theo rodeó al gato—. Después de lo
de anoche, no tenemos nada que perder. Y te gustará
saber que la cabaña ya está bien surtida de condones.
Hay en todas las habitaciones.
—¿Aquí también? —preguntó Annie echando un
vistazo alrededor y pensando que era realmente
pervertido.
—En el cajón de arriba de la mesilla de noche. —
Y señaló hacia el mueble con un gesto de cabeza—. Al
lado de tu osito de peluche.
—Es un Beanie Baby coleccionable.
—Te pido disculpas. —Era un hombre frío y
relajado que lo más complicado que tenía en la cabeza
era la seducción—. También puse en el estudio, la
cocina, el cuarto de baño y llevo más en los bolsillos —
explicó, y le recorrió el cuerpo con la mirada—.
Aunque... no hace falta condón para todo lo que estoy
pensando hacerte.
Ella dio un respingo y su imaginación repasó un
catálogo de imágenes lascivas, tal como él quería. Se
obligó a regresar a la realidad.
—Das muchas cosas por sentadas.
—Como tú misma dijiste, queda mucho invierno.
Era una falsa seducción; en realidad buscaba que
ella dejara de hacerle preguntas. O tal vez no. Se ciñó
el cinturón de la bata.
—Si hay algo que me distingue... es que sin
intimidad emocional no me interesa.
—Recuérdame qué clase de intimidad emocional
tuvimos anoche... porque parecías muy interesada.
—Fue una excepción debida al alcohol. —No era
del todo cierto, y no daba la impresión de que Theo se
lo hubiera tragado. Hannibal tocó otra vez la papelera
con una pata y como casi la tiró, Annie lo recogió del
suelo—. Déjalo ya y dime por qué viniste a Peregrine
en lugar de ir a un sitio más agradable.
—No seas cotilla. No tiene nada que ver contigo.
—La suave seducción se desvaneció.
—Sí, si quieres que me desnude —susurró.
¿Estaba realmente tratando de utilizar el sexo como
moneda de cambio? Tendría que darle vergüenza, pero
como Theo no se rio, ella ni siquiera se sonrojó—.
Sexo a cambio de sinceridad. Esta es mi oferta.
—No hablas en serio.
«En absoluto», pensó ella.
—No me gustan los secretos. Si quieres verme
desnuda, tendrás que darme algo a cambio —afirmó
mientras acariciaba al gato entre las orejas.
—No estoy tan ansioso por verte desnuda —
replicó Theo, ceñudo.
—Tú te lo pierdes —repuso Annie, sin saber de
dónde había sacado aquella seguridad en sí misma,
aquella actitud desafiante. Allí estaba, toda ufana, con
un pijama de hombre que le iba grande, una vieja bata
andrajosa y, no había que olvidarlo, posiblemente
embarazada. Y aun así, actuaba como si acabara de
recorrer la pasarela en un desfile de Victoria’s Secret—.
Sostén tu gato mientras me encargo de nuestro difunto
amigo.
—Ya me ocuparé yo.
—Como quieras. —Levantó el gato hasta que sus
narices casi se tocaron—. Ven conmigo, Hannibal. Tu
papá tiene que librarse de otro cadáver.
Se marchó triunfante de la habitación con el gato
en brazos y henchida de satisfacción. No había
averiguado gran cosa, pero de algún modo había
logrado nivelar las condiciones entre ambos. Cuando
dejó el minino en el suelo, reflexionó sobre lo que él
había dicho respecto a que su independencia, la de ella,
no era pura fachada. ¿Y si era verdad? ¿Y si no era tan
desastre como se consideraba a sí misma?
Era una idea nueva, pero últimamente lo había
pasado tan mal que la rechazó sin más. Salvo que... si
al final era verdad, tendría que modificar radicalmente
la opinión que tenía de sí misma.
—Agallas, Antoinette. Eso es lo que te falta. Unas
buenas agallas —decía su madre.
«No, madre —pensó—. Que no sea tú no significa
que no tenga agallas de sobras. Tuve las suficientes
para darte todo lo que necesitabas antes de morir,
¿no?» Y ahora lo estaba pagando.
La puerta de la cocina se abrió y se cerró. Un
momento después, Theo entró en el salón. Habló en
voz tan baja que casi no distinguió lo que decía.
—No podía escribir. Tenía que alejarme de todos.
Annie se volvió. Atenta.
Él estaba junto a la estantería, con el pelo algo
despeinado debido a la salida para deshacerse del
ratón.
—No soportaba la compasión de mis amigos y el
odio de los de ella. —Soltó una carcajada—. Su padre
me dijo que era como si yo mismo le hubiera metido
aquellas pastillas garganta abajo. Y puede que tuviera
razón. ¿Satisfecha?
Cuando se giró para irse al estudio, ella lo siguió.
—El caso es que si querías alejarte, ¿por qué no
fuiste a un sitio que no detestaras? La Riviera francesa.
Las islas Vírgenes. Yo qué sé. Puedes permitírtelo. Y,
en cambio, viniste aquí.
—Me encanta Peregrine. Lo que no me gusta es
Harp House. Y eso lo convierte en el lugar ideal para
empezar a escribir de nuevo. Nada de distracciones.
Por lo menos hasta que tú apareciste. —Se metió en el
estudio.
Tenía sentido, pero faltaba algo. Cruzó la puerta
tras él.
—Hace un par de semanas te vi salir de la cuadra.
Hacía un frío terrible, pero te quitaste el jersey. ¿Por
qué lo hiciste?
Theo se quedó mirando un arañazo que había en
el suelo. Annie creyó que no iba a contestar. Pero lo
hizo:
—Porque quería sentir algo.
Uno de los signos clásicos de un psicópata es su
incapacidad de experimentar emociones normales,
pero el dolor que reflejaba su rostro daba fe de que lo
sentía todo. Una enorme desazón se apoderó de
Annie. Como no quería oír más, se volvió para
marcharse.
—Te dejaré solo.
—Al principio éramos felices —aseguró Theo—.
Por lo menos, eso creía yo.
Ella se giró para mirarlo.
Tenía los ojos puestos en el mural de la pared,
pero Annie tuvo la sensación de que no veía el taxi
pintado que se estrellaba contra el escaparate.
—Pasado un tiempo, empezó a llamarme con más
frecuencia desde el trabajo. No le di mayor
importancia hasta que, poco después, empecé a recibir
montones de mensajes cada día... cada hora. De texto,
llamadas telefónicas, correos electrónicos. Quería
saber dónde estaba, qué estaba haciendo. Si no le
contestaba enseguida, montaba en cólera y me acusaba
de estar con otras mujeres. Nunca le fui infiel. Nunca.
Finalmente miró a Annie.
—Dejó su empleo —continuó—. O quizá la
obligaron a dejarlo. No lo sé con certeza. Su
comportamiento se volvió más extraño. Explicó a su
familia y a alguno de sus amigos que la estaba
engañando, que la había amenazado. Al final, la llevé
a un psiquiatra. La medicó, y la situación mejoró un
tiempo hasta que dejó de tomar las pastillas porque
decía que estaba intentando envenenarla. Traté de
conseguir ayuda de su familia, pero nunca les
mostraba su peor cara y se negaban a creer que
realmente le pasara algo malo. Empezó a atacarme
físicamente, puñetazos y arañazos. Tenía miedo de
acabar lastimándola y me fui de casa. —Apretó los
puños—. Una semana después se suicidó. ¿Qué te
parece este cuento de hadas de la vida real?
Annie estaba horrorizada, pero como todo en él
rechazaba que le tuvieran lástima, se mantuvo fría.
—Solamente a ti se te ocurriría casarte con una
psicópata —soltó. Él pareció sobresaltarse, pero relajó
los hombros.
—Sí, bueno, Dios los cría y ellos se juntan, ¿no?
—Eso dicen. —Miró los muñecos, que
descansaban en el estante y después de nuevo a él—.
Recuérdame que parte de todo esto es culpa tuya.
Aparte de haberte casado con ella.
—Venga, Annie —resopló él, otra vez tenso,
además de enfadado—. No seas ingenua. Sabía muy
bien lo enferma que estaba. Nunca tendría que haberla
dejado. Si me hubiera enfrentado a su familia y la
hubiera ingresado en un hospital, como necesitaba,
puede que siguiera viva.
—Hoy en día es algo difícil internar a alguien
contra su voluntad.
—Podría haber encontrado la manera.
—Tal vez sí. O no. —Hannibal ronroneó—. No
sabía que fueras tan machista.
—¿De qué estás hablando? —soltó Theo,
levantando la cabeza de golpe.
—Cualquier mujer racional casada con un
hombre que la maltratara como tu mujer a ti lo habría
dejado, se habría ido a un refugio, habría hecho lo que
fuera para marcharse. Pero como tú eres hombre,
tenías que quedarte con ella. Es así como va el asunto,
¿eh?
—No lo entiendes —dijo, desconcertado.
—¿Ah, no? Si quieres sentirte culpable por algo,
hazlo por un pecado real, como no prepararme la cena
hoy.
—¿Qué es lo que te pasa? —soltó Theo tras
esbozar una fugaz sonrisa que le suavizó los rasgos—.
Eres pura bondad y también pura estupidez.
Prométeme que no volverás a hacer más
desplazamientos a pie. Y que cuando conduzcas,
tendrás los ojos muy abiertos.
—Abiertos del todo. —Ahora que sabía la verdad
sobre su matrimonio, deseaba no saberla. Para
satisfacer su curiosidad, había permitido que se
formara una grieta más en el muro que los separaba,
que cayera un ladrillo más—. Buenas noches.
—Oye, habíamos hecho un trato. ¿No se supone
que ahora tienes que desnudarte?
—Sería sexo por compasión —simuló reconocer—
. No te insultaré de ese modo.
—Adelante. Insúltame.
—Estás demasiado revolucionado. Más adelante
me lo agradecerás.
—Lo dudo —murmuró cuando lo dejó solo.
***
CAPÍTULO 14
Theo se preparó para recibir una ola monstruosa
que golpeó la proa del Val Jane. Había crecido entre
veleros y zarpado más de una vez en embarcaciones
langosteras. Se había enfrentado a tempestades
veraniegas, pero nunca a nada como esto. El casco de
fibra de vidrio enfiló otro valle, y Theo tuvo un
estimulante subidón de adrenalina. Por primera vez
desde hacía siglos se sentía totalmente vivo.
El barco langostero se elevó con el oleaje, se
quedó suspendido un momento y volvió a descender.
Incluso con el traje naranja de supervivencia para el
mal tiempo, estaba helado hasta los huesos. El agua
salada le resbalaba cuello abajo, y tenía todas las
partes expuestas del cuerpo mojadas y entumecidas,
pero el refugio de la timonera no lo tentaba. Quería
vivir aquello. Experimentarlo. Asimilarlo. Necesitaba
tener el pulso así de acelerado, los sentidos así de
aguzados.
Otra masa de agua se elevó, imponente, ante
ellos. El servicio de guardacostas había comunicado
por radio que el Shamrock, la trainera perdida, había
perdido potencia después de que se le inundara el
motor, y que llevaba dos hombres a bordo. Ninguno
duraría mucho tiempo en el agua, dadas las
temperaturas gélidas del océano. Ni siquiera el traje de
supervivencia los protegería. Theo repasó mentalmente
todo lo que sabía sobre cómo tratar la hipotermia.
Había iniciado su formación como auxiliar
sanitario cuando se documentaba para El sanatorio. La
idea de ser capaz de intervenir en situaciones de crisis
estimuló su imaginación de escritor y redujo su
creciente sensación de ahogo. Lo había hecho a pesar
de las objeciones de Kenley.
«¡Tienes que pasar el tiempo conmigo!»
Una vez titulado, se había ofrecido para trabajar
como voluntario en el Center City de Filadelfia, donde
había tratado de todo, desde fracturas de huesos de
turistas o infartos de practicantes de footing hasta
lesiones de patinaje y mordidas de perro. Había ido en
coche a Nueva York durante el huracán que había
castigado duramente la ciudad para ayudar a evacuar
el Hospital de Veteranos de Manhattan y una
residencia de ancianos de Queens. Sin embargo, nunca
había tratado a hombres rescatados del Atlántico
Norte en pleno invierno. Esperaba que no fuera
demasiado tarde.
El Val Jane encontró el Shamrock de repente. La
trainera apenas se mantenía a flote, muy escorada a
estribor, y cabeceaba en el agua como una botella de
plástico vacía. Un hombre se aferraba a la borda. Theo
no distinguía al otro.
Oyó el zumbido del motor diésel mientras Ed
maniobraba el Val Jane para acercarlo más a pesar de
que el fuerte oleaje trataba de separar las dos
embarcaciones. Darren y Jim Garcia, el otro miembro
de la tripulación que Ed había elegido para aquella
misión, se esforzaban en la cubierta helada por
amarrar la trainera al Val Jane. Como Theo, llevaban
chalecos salvavidas sobre su equipo de supervivencia.
Theo alcanzó a ver el rostro aterrado del hombre
que se aferraba como podía a la borda y vislumbró
después al segundo tripulante, que estaba inmóvil y
atrapado en el cordaje. Darren estaba empezando a
atarse un cabo de seguridad a la cintura para abordar la
trainera. Theo se dirigió con dificultad hacia él y se lo
arrebató.
—¿Qué haces? —gritó Darren por encima del
ruido del motor.
—¡Necesito ejercicio! —respondió Theo, y
empezó a rodearse la cintura con el cabo.
—¿Te has vuelto...?
Pero Theo ya estaba atando el nudo y, en lugar de
perder tiempo discutiendo, Darren sujetó el otro
extremo a una cornamusa de cubierta.
—No quiero tener que rescatarte a ti también —
gruñó mientras daba su cuchillo a Theo.
—Eso no pasará —aseguró Theo con una
chulería que no sentía. Pensaba quién sufriría si no
salía airoso de aquello. ¿Su padre? ¿Unos cuantos
amigos? Lo superarían. ¿Y Annie?
Annie lo celebraría con una botella de champán.
Pero no lo haría. Eso era lo malo de ella. No tenía
vista con la gente. Esperaba que hubiera ido a Harp
House como le había dicho. Si la había dejado
embarazada...
No podía permitirse esa clase de distracción. El
Shamrock se estaba hundiendo. En cualquier momento
tendrían que soltar las amarras o pondrían en peligro
el Val Jane. Al mirar el espacio que separaba las dos
embarcaciones, esperó volver a estar a bordo antes de
que eso sucediera.
Observó las olas, esperó su oportunidad y se
arriesgó a pasar a la acción. Logró salvar la distancia
entre ambos barcos y encaramarse con dificultad al
casco resbaladizo y medio sumergido del Shamrock. Al
pescador que se aferraba a la borda solo le quedaban
fuerzas para alargar un brazo.
—Mi hijo... —soltó como pudo.
Theo echó un vistazo al puente de mando. El
muchacho atrapado en su interior tendría unos
dieciséis años y estaba inconsciente. Se concentró
primero en el hombre mayor. Hizo gestos a Darren y
lo levantó lo suficiente para que este y Jim pudieran
sujetarlo y subirlo al Val Jane. El hombre tenía los
labios azules y necesitaba atención inmediata, pero
Theo tenía que liberar antes al chico.
Se introdujo en el puente de mando, chapoteando
con sus botas en el agua. El muchacho tenía los ojos
cerrados y no se movía. Como el barco se estaba
hundiendo, Theo no perdió el tiempo en buscarle el
pulso. Había una norma básica a la hora de tratar la
hipotermia extrema: nadie está muerto hasta que está
caliente y muerto.
Se abrió camino a través de las cuerdas
enmarañadas que atrapaban las piernas del chico
mientras lo sujetaba por la chaqueta de supervivencia.
No iba a liberarlo para ver cómo el mar se lo llevaba.
Jim y Darren se peleaban con las amarras,
haciendo todo lo posible para que las embarcaciones
siguieran estando cerca. Theo cargó al muchacho hasta
dejarlo en el casco. Una ola lo cubrió, cegándolo.
Sujetó al chico con todas sus fuerzas y parpadeó para
aclararse la vista, pero recibió el impacto de otra ola.
Finalmente, Darren y Jim pudieron alargar los brazos
lo suficiente para subir al pescador a bordo del Val
Jane.
Unos momentos después Theo se desmoronó en
la cubierta, pero cada segundo acercaba más a aquellos
hombres a la muerte, de modo que se levantó de
inmediato. Mientras Jim y Ed se encargaban de la
trainera, Darren lo ayudó a llevarlos al puente de
mando.
A diferencia del chico, que apenas tenía edad para
afeitarse, el hombre mayor era barbudo y tenía la piel
curtida de alguien que ha pasado casi toda su vida al
aire libre. Había empezado a temblar, lo que era buena
señal.
—Mi hijo...
—Yo cuidaré de él —dijo Theo, y rogó que los
guardacostas llegaran pronto. Llevaba un equipo de
emergencias sanitarias en el coche, pero carecía del
equipo de reanimación que esos dos hombres
necesitaban.
En otras circunstancias le habría efectuado la
reanimación cardiopulmonar al chico, pero podría
resultar fatal para alguien con hipotermia extrema. Sin
sacarse el equipo, les quitó el traje de supervivencia a
los hombres y los envolvió en mantas secas. Preparó
unas bolsas de calor improvisadas y las puso bajo las
axilas del muchacho. Finalmente, le encontró el pulso:
débil.
Cuando llegó la embarcación del servicio de
guardacostas, Theo había tapado a los dos hombres y
los había hecho reaccionar con más bolsas de calor.
Para su alivio, el muchacho había empezado a
moverse, mientras que su padre ya articulaba frases
cortas.
Theo informó a la sanitaria de los guardacostas
mientras ella les ponía una vía y les suministraba
oxígeno caliente y humidificado. El muchacho tenía
los ojos abiertos, y su padre intentaba incorporarse.
—Le ha salvado... la vida. Ha salvado la vida... de
mi hijo.
—No se mueva —dijo Theo, empujando con
cuidado al hombre para que se acostara—. Me alegra
haberles ayudado.
***
***
Como no consiguió volver a dormirse, Annie se
puso el abrigo, cogió las llaves del Range Rover y
salió. Durante el camino de vuelta tras la cena de la
Langosta Hervida no había hablado con Jaycie sobre
lo que había averiguado. Y su amiga no sabía que ella
había ido a la torre a esperar a Theo.
El cielo nocturno se había despejado, y el velo
estrellado de la Vía Láctea se extendía sobre ella. No
quería hablar con Jaycie ni con Theo por la mañana,
pero en lugar de subirse al coche se dirigió hacia el
borde del camino y miró hacia abajo. Estaba
demasiado oscuro para ver la cabaña, pero si hubiera
habido alguien allí haciendo algo, ya se habría ido.
Hacía semanas, le habría dado miedo ir a la cabaña en
plena noche, pero la isla la había curtido. Ahora casi
esperaba que hubiera alguien. Así, por lo menos, sabría
quién la atormentaba.
El Range Rover olía como Theo: a cuero y al frío
invernal. Estaba bajando la guardia tan deprisa que
apenas podía mantener su posición. Y también estaba
Jaycie. Aunque había pasado casi un mes con ella, su
amiga no había mencionado ni una sola vez el pequeño
detalle de que había matado a su marido. De acuerdo,
no era el tipo de tema que podía sacarse fácilmente en
una conversación, pero tendría que haber encontrado
la forma. Aunque ella estaba acostumbrada a
intercambiar confidencias con sus amigas, sus
conversaciones con Jaycie siempre eran superficiales.
Era como si Jaycie llevara un cartel de prohibida la
entrada colgado del cuello.
Annie llegó a la cabaña y salió del coche. El
cerrajero que no podía permitirse no iba a ir hasta la
semana siguiente. Podía encontrarse a cualquiera
dentro. Abrió la puerta, entró en la cocina y prendió la
luz. Todo estaba tal como lo había dejado. Recorrió la
casa, encendiendo las luces, y echó un vistazo al
trastero.
—Cobardica —se mofó Peter.
—Cállate, imbécil. Estoy aquí, ¿no? —replicó.
Últimamente Leo no la había fastidiado, mientras que
Peter, su galán, se mostraba cada vez más agresivo.
Otra cosa desequilibrada en su vida.
***
***
***
CAPÍTULO 15
El lunes, al amanecer, Annie salió a trompicones
de la cama cuando todavía estaba oscuro para
arreglarse con vistas de hacerse a la mar con Naomi,
pero no había dado tres pasos antes de despejarse de
golpe. ¿Hacerse a la mar con Naomi? Gimió y se tapó
la cara con las manos. ¿Dónde tenía la cabeza? ¡No se
había dado cuenta! No podía zarpar en la embarcación
de Naomi. ¿Por qué su mente había sido incapaz de
comprenderlo? En cuanto el Ladyslipper saliera del
puerto, habría abandonado oficialmente la isla. Pero
como el barco estaba anclado en Peregrine, y salía y
regresaba cada día, como Naomi formaba parte de la
isla, como había estado distraída, no había establecido
la conexión. Seguro que estaba embarazada. ¿Cómo, si
no, podía explicarse semejante lapsus?
—Si no te pasaras tanto rato contemplando extasiada a
Theo Harp, volverías a tener cerebro —advirtió Crumpet.
Ni siquiera Crumpet era tan corta. Tenía que
encontrarse con Naomi en el muelle, y no podía dejar
de presentarse sin una explicación. Se vistió y fue al
pueblo en el Suburban; Jaycie se lo había dejado.
La carretera estaba llena de barro congelado
después de la tormenta del sábado por la noche, y
condujo con cuidado, todavía aturdida por su propio
atolondramiento. Llevaba veintidós días atrapada en
una isla que existía gracias al mar, pero no podía
aventurarse a salir a ese mar. No podía volver a
cometer un error tan elemental.
El cielo había empezado a iluminarse cuando se
reunió con Naomi en el muelle, que estaba cargando
cosas en el esquife que la llevaría al Ladyslipper,
anclado en el puerto.
—¡Has venido! —exclamó Naomi saludándola
alegremente con la mano—. Tenía miedo de que
hubieras cambiado de opinión.
Antes de que Annie pudiera explicarle nada,
empezó a comentarle la predicción meteorológica del
día.
—Naomi, no puedo ir contigo —la interrumpió
por fin Annie.
En aquel instante, un coche que llegaba levantó
grava al aparcar derrapando en una plaza situada junto
al cobertizo. Theo se apeó bruscamente.
—¡Annie! ¡No te muevas!
Las dos vieron cómo corría hacia ellas por el
muelle. El cabello despeinado le ondeaba y tenía una
marca de la almohada en la mejilla.
—Lo siento, Naomi —se disculpó al detenerse
junto a ellas—. Annie no puede dejar la isla.
Otro error. Annie había olvidado romper la nota
apresurada que había dejado a Theo la noche anterior,
y ahora ahí estaba.
—¿Por qué no? —preguntó Naomi tras llevarse
una mano a la cadera, haciendo gala del temple que la
había convertido en una próspera langostera. Como
había empezado a aducir que tenía gastroenteritis,
Annie se devanó los sesos en busca de una explicación
creíble, pero Theo se le adelantó.
—Annie está bajo arresto domiciliario —soltó,
poniéndole una mano en el hombro.
—¡¿Qué?! —Naomi se llevó la otra mano a la
cadera.
—Se metió en un lío antes de venir aquí. Nada
importante. Trabajaba con sus muñecos sin licencia.
Nueva York tiene leyes muy estrictas al respecto. Por
desgracia para ella, cometió varias veces esta
infracción.
Annie lo fulminó con la mirada, pero estaba
lanzado.
—En lugar de enviarla a prisión, el juez le dio la
opción de irse un par de meses de la ciudad. Aceptó
que viniera aquí, pero solo con la condición de que no
abandonara la isla. Una especie de arresto domiciliario.
Algo que, evidentemente, se le ha olvidado.
Esta explicación fascinó y horrorizó a la vez a
Annie. Se apartó la mano de Theo del hombro.
—¿Y tú qué pintas en todo esto?
La mano volvió al hombro.
—Bueno, Annie. Ya sabes que el juez te puso bajo
mi tutela. Voy a pasar por alto esta pequeña infracción,
pero solo si prometes que no volverá a ocurrir.
—Los de ciudad estáis como una regadera —
resopló Naomi.
—Especialmente los neoyorquinos —concedió
Theo muy serio—. Vamos, Annie. Alejémonos de la
tentación.
—Relájate, Theo —pidió Naomi, sin dar su brazo
a torcer—. Es solo un rato en mi barco. Nadie va a
enterarse.
—Lo siento, Naomi, pero me tomo muy en serio
mi deber judicial.
Annie se debatía entre las ganas de reírse y el
deseo de lanzarlo al agua de un empujón.
—Esa clase de cosas importan un rábano aquí —
arguyó Naomi. Estaba realmente enojada, pero Theo
no cedió.
—Hay que hacer lo correcto. —Hundió los dedos
en el hombro de Annie—. Voy a pasar por alto este
pequeño incidente, pero que no vuelva a ocurrir —
sentenció, y se la llevó del muelle.
—¿Trabajaba con los muñecos sin licencia? —
soltó Annie en cuanto estuvieron fuera del alcance del
oído de Naomi.
—¿De verdad quieres que todos sepan tus cosas?
—No. Como tampoco quiero que piensen que soy
una delincuente convicta.
—No exageres. Lo de los muñecos es solo una
falta.
—¿No podía habérsete ocurrido nada mejor?
¿Como una llamada urgente de mi agente? —replicó,
levantando las manos.
—¿Tienes agente?
—Ya no. Pero Naomi no lo sabe.
—Mis más sinceras disculpas —dijo como un
personaje decimonónico—. Acababa de levantarme y
estaba sometido a mucha presión. —Y pasó al
ataque—: ¿De verdad ibas a subirte alegremente a ese
barco y zarpar? De verdad, Annie, necesitas que
alguien cuide de ti.
—No iba a embarcarme. Iba a decirle que no
podía ir justo cuando llegó la caballería.
—¿Y por qué aceptaste, para empezar?
—Tengo muchas cosas en la cabeza, ¿sabes?
—No eres la única. —La condujo por el
aparcamiento hacia el ayuntamiento—. Necesito un
café.
Varios pescadores locales seguían alrededor de la
cafetera comunitaria que había junto a la puerta. Theo
los saludó con la cabeza mientras llenaba dos vasos de
plástico de algo que parecía agua sucia y les ponía la
tapa.
Luego se dirigieron hacia sus coches. El de Theo
estaba mal aparcado, a un par de metros del de ella.
Cuando tomó un sorbo de café, la voluta de humo
hizo que Annie se fijara en los labios perfectamente
delineados de Theo. El pelo alborotado, la barba de un
día y la nariz enrojecida por el frío le daban el aspecto
de un anuncio desaliñado de Ralph Lauren.
—¿Tienes prisa por volver? —preguntó Theo.
—No especialmente. —No hasta que supiera por
qué no la había empujado a bordo del barco y la había
despedido alegremente con la mano.
—Pues sube. Quiero enseñarte algo.
—¿Tiene relación con alguna cámara de tortura o
una tumba sin nombre?
La miró indignado.
Annie esbozó aquella sonrisa de satisfacción a la
que estaba empezando a acostumbrarse. Theo entornó
los ojos y abrió la puerta del pasajero.
En lugar de volver a la casa, tomó la dirección
contraria. La destartalada caravana estática que servía
de escuela ocupaba un lugar en la colina junto a las
ruinas del anterior edificio. Pasaron frente a una
galería de arte y un par de restaurantes que anunciaban
bocadillos de langosta y almejas al vapor, cerrados. El
almacén de pescado estaba al lado de Christmas Beach,
donde los pescadores sacaban sus embarcaciones del
agua para repararlas.
Los baches de la carretera hacían que beber algo
caliente, aunque tuviera tapa, resultara difícil. Annie
sorbió con cuidado el café amargo.
—Lo que Peregrine necesita es un buen Starbucks.
—Y un delicatessen —añadió Theo, que se puso
unas gafas de sol—. Vendería mi alma por un bagel
decente.
—Ah, ¿pero es que todavía tienes alma?
—¿Has terminado ya?
—Perdona. No puedo contenerme. —Entornó los
ojos al sol reluciente del invierno—. Una pregunta,
Theo...
—Después. —Tomó un camino en muy malas
condiciones que enseguida se volvió intransitable.
Aparcó en un bosquecillo de piceas—. A partir de aquí
hay que andar.
Unas semanas atrás, hasta el menor de los paseos
le habría supuesto un esfuerzo enorme, pero no
recordaba cuándo había tenido el último acceso de tos.
La isla le había devuelto la salud. Por lo menos, hasta
que alguien volviera a dispararle.
Theo acortó su larga zancada y la tomó del codo
mientras recorrían el terreno helado. Ella no necesitaba
que la ayudara, pero le gustaba la gentileza de sus
modales del Viejo Mundo. Un par de surcos paralelos
señalaban lo que quedaba de un sendero que
atravesaba un pinar. A partir de ese punto, el camino
descendía ligeramente, pasaba junto a un árbol caído y,
tras una curva, daba a lo que, en verano, debía de ser
un magnífico prado. En el centro había una casa
abandonada de labranza de piedra con tejado de
pizarra y un par de chimeneas. Unos matorrales quizá
de arándanos crecían junto a un viejo cobertizo de
piedra. El mar se extendía a lo lejos, no tanto como
para que la vista no fuera espectacular, pero sí para
que su furia no alcanzara hasta allí. Incluso en un frío
día invernal, aquel prado apartado y abrigado parecía
encantado.
—Es el sueño de lo que tendría que ser una isla de
Maine —comentó Annie tras suspirar.
—Mucho más acogedor que Harp House.
—Una cripta es más acogedora que Harp House.
—No voy a discutírtelo. Esta es la granja más
antigua de la isla. O por lo menos lo era. Aquí se
criaban ovejas, se cultivaba algo de grano y verduras.
Lleva abandonada desde los años ochenta.
—Alguien sigue conservándola —dijo ella al
fijarse en el tejado en buen estado y las ventanas
intactas. Theo se limitó a tomar un sorbo de café.
Annie ladeó la cabeza para mirarlo, pero tenía los
ojos ocultos tras las gafas de sol.
—Tú —soltó—. Eres tú quien la ha estado
conservando.
Él se encogió de hombros como si no fuera
importante.
—La compré tirada de precio.
Su tono indiferente no la engañó. Puede que
detestara Harp House, pero aquella casa le encantaba.
—No tiene calefacción ni electricidad —prosiguió
él, sin apartar la mirada del mar—. Hay un pozo, pero
no agua corriente. No vale demasiado.
Pero para él sí. Los lugares sombreados del prado
conservaban zonas de nieve virgen. Annie dirigió la
vista al agua, donde el sol matutino plateaba las crestas
de las olas.
—¿Por qué impediste que embarcara con Naomi?
En cuanto hubiera salido del puerto, la cabaña habría
sido tuya.
—Habría sido de mi padre.
—¿Y?
—¿Te imaginas lo que Cynthia haría con ella? La
convertiría en una choza campesina o la demolería
para construir una aldea inglesa. Vete a saber qué se le
ocurriría.
Otra cosa que creía saber de él que se iba al garete:
Theo quería que se quedara la cabaña. Tenía que
aclararse las ideas.
—Sabes muy bien que es solo cuestión de tiempo
que pierda la propiedad. En cuanto encuentre un
trabajo estable, me será imposible pasar aquí dos meses
al año.
—Ya abordaremos ese problema cuando llegue el
momento.
Habló en plural. No lo abordaría ella sola.
—Ven. Te la enseñaré por dentro —dijo.
Lo siguió hacia la casa de labranza. Se había
acostumbrado tanto al fragor de las olas que los cantos
de los pájaros y los silencios del prado le parecían
encantados. Al acercarse a la puerta, se arrodilló para
contemplar un macizo de campanillas de invierno. Sus
diminutos pétalos se agachaban a modo de disculpa
por lucir su belleza cuando todavía quedaba tanto
invierno por delante. Tocó una de las flores blancas.
—Todavía hay esperanza en el mundo —
comentó.
—¿De veras?
—Tiene que haberla. Si no, ¿qué sentido tendría
nada?
—Me recuerdas a un chaval que conozco. No
puede ganar pero no deja de luchar. —Soltó con una
carcajada sin alegría.
—¿Estás hablando de ti mismo? —preguntó Annie
con la cabeza inclinada socarronamente.
—¿De mí? —Se sorprendió—. No. El chaval es...
Olvídalo. Los escritores tenemos tendencia a mezclar
la realidad con la ficción.
«Los ventrílocuos también», pensó Annie.
—No tengo ni idea de qué estás hablando —intervino
Scamp con su habitual desdén.
Theo encontró la llave que buscaba y la introdujo
en la cerradura, que giró fácilmente.
—Creía que nadie cerraba con llave en la isla —
comentó Annie.
—Cuando se es de ciudad...
Entró tras él en una sala vacía con un gastado
suelo entarimado y una gran chimenea de piedra. Un
coro de motas de polvo, que la corriente de aire había
movido, danzó delante de una ventana soleada. La
habitación olía a humo de leña y a viejo, pero no a
abandono. No había basura ni agujeros en las paredes,
cubiertas de un empapelado floral descolorido y
anticuado con las puntas despegadas.
Se desabrochó el abrigo. Theo estaba en el centro
de la habitación, con las manos en los bolsillos de la
parka, casi como si le diera vergüenza que ella viera la
casa. Pasó por delante de él en dirección a la cocina.
No había electrodomésticos, solo un fregadero de
piedra y unos armarios de metal abollados. Una vieja
chimenea ocupaba la pared del fondo. La habían
limpiado y le habían puesto leña recién cortada.
«Me encanta esta casa», pensó Annie. Estaba en la
isla pero alejada de sus conflictos.
Se quitó el gorro y se lo metió en el bolsillo. Sobre
el fregadero, una ventana daba a un claro que en su día
debió de ser un jardín. Se lo imaginó en flor:
malvarrosas y gladiolos coexistiendo con guisantes,
repollos y remolachas, todos lozanos.
***
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CAPÍTULO 19
—¿Acabemos con esto? —Frunció el ceño de
nuevo—. ¿Quieres saber si maté a Regan, ¿verdad?
El único modo en que lograría que Theo le
contara el resto era sonsacárselo.
—No digas tonterías. Tú no la mataste.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco, constructor de cabañas de
hadas. —Y era cierto. En muchos sentidos no lo había
conocido hasta entonces. Él parpadeó, pero ella lo
interrumpió antes de que pudiera negar lo que había
hecho por Livia.
—Plasmas toda la maldad en el papel. Ahora deja
de distraerme con tu fingida peligrosidad y cuéntame
qué pasó.
—Tal vez te haya contado todo lo que quiero
contarte.
Theo adoptó la misma expresión de desdén que
Leo, pero eso no la disuadió.
—Regan y tú acababais de titularos. Y no en la
misma universidad. ¿Cómo lo conseguiste?
—Amenacé con dejar la universidad si no
aceptaba que nos separásemos. Le dije que viajaría por
el mundo sin decir a nadie adónde iba.
A Annie le encantó que hubiera hecho aquello
para protegerse.
—Así que fuisteis a centros distintos... —No hacía
falta tener una bola de cristal para imaginar qué había
sucedido después—. Y conociste a una chica.
—A más de una. ¿No tienes nada mejor que
hacer?
—Nada. Sigue.
Recogió el abrigo de la otomana, lo colgó junto a
la puerta y lo arregló, no porque fuera un maniático del
orden, sino porque no quería mirarla.
—Era como un hombre hambriento en un
supermercado, pero a pesar de que nuestros campus
estaban a cientos de kilómetros de distancia, seguí
siendo muy reservado. Hasta el último año, en que me
enamoré de una compañera de clase...
Annie se recostó en la silla, intentando parecer
relajada para que siguiera hablando.
—Deja que lo adivine. Era bonita, lista y alocada
—comentó.
—Dos aciertos de tres. —Logró esbozar una leve
sonrisa—. Ahora es directora general de una empresa
tecnológica de Denver. Está casada y tiene tres hijos.
Sin duda, no era nada alocada.
—Pero tenías un gran problema...
Desplazó un bloc de su escritorio unos
centímetros a la izquierda.
—Iba ver a Regan a su campus siempre que
podía, y parecía estar bien. Normal. El último curso
hasta había empezado a salir con chicos. Creí que
había superado sus problemas. —Se alejó del
escritorio—. La familia iba a reunirse en la isla para
celebrar el Cuatro de Julio. Deborah no podía venir,
pero quería conocer Peregrine, así que la traje la
semana antes de la fecha en que estaba previsto que
llegara todo el mundo —explicó mientras se dirigía
hacia la ventana trasera que daba al mar—. Iba a
contárselo a Regan el siguiente fin de semana, pero ella
se presentó antes de tiempo.
Annie se aferró a los brazos de la silla con los
dedos, sin querer oír lo que seguía, aunque tenía que
hacerlo.
—Deborah y yo paseábamos por la playa. Regan
nos vio desde lo alto del acantilado. Íbamos tomados
de la mano. Eso es todo. —Extendió las manos a cada
lado del alféizar con la vista puesta en el exterior—.
Había llovido y las rocas estaban resbaladizas, de
modo que no sé cómo pudo bajar tan deprisa los
escalones. Ni siquiera la vi llegar, pero antes de que me
diera cuenta se abalanzó sobre Deborah. La sujetó y la
apartó de mí. Deborah huyó corriendo hacia la casa.
Se apartó de la ventana pero siguió sin mirarla.
—Estaba furioso —siguió—. Dije a Regan que
tenía que vivir mi vida y que ella tenía que ir al
psiquiatra. Fui despiadado. —Se señaló la cicatriz de
la ceja—. Fue Regan quien me hizo esto, no tú —
aseguró, y añadió indicando, más abajo, una marca
más pequeña que Annie ni siquiera había visto—. Esta
es la que me hiciste tú.
Se había sentido muy satisfecha de haberle dejado
una cicatriz. Y ahora verla le daba remordimientos.
—Regan se puso como loca. Me amenazó,
amenazó a Deborah. Exploté. Le dije que la odiaba.
Me miró a los ojos y dijo que iba a suicidarse. —Le
tembló un músculo en la mandíbula—. Estaba tan
enojado que le dije que me daba igual.
La lástima invadió a Annie.
Theo se dirigió hacia la ventana con el telescopio,
sin mirarla, sin ver nada.
—Se acercaba una tormenta. Cuando llegué a la
casa, me había calmado lo suficiente para saber que
tenía que regresar y decirle que no había querido decir
aquello, aunque en el fondo sí quería. Pero fue
demasiado tarde. Ya había recorrido la playa hasta
nuestro muelle, y estaba subiendo a bordo del velero.
Le grité desde los peldaños que volviera. No sé si me
oyó. Izó las velas antes de que pudiera alcanzarla.
Annie podía verlo como si estuviera allí, y quiso
borrar aquella imagen de su cabeza.
—La lancha a motor estaba en el dique seco para
ser reparada —contó Theo—, así que me lancé al agua
con la absurda idea de alcanzarla. Había un fuerte
oleaje. Ella me vio y me gritó que regresara a tierra,
pero yo seguí nadando. Aunque las olas me
zarandeaban, alcancé a vislumbrar varias veces la cara.
Parecía apesadumbrada, arrepentida. Muy arrepentida.
Entonces ajustó las velas y se hizo a la mar en plena
tormenta. —Abrió los puños—. Fue la última vez que
la vi viva.
Annie apretó los puños. Estaba mal odiar a un
enfermo mental, pero Regan no solo se había
destruido a sí misma y casi la había matado a ella,
sino que también había hecho todo lo posible por
destruir a Theo.
—Regan te hizo una buena faena. La venganza
perfecta.
—Tú no lo entiendes —replicó Theo con
amargura—. No se suicidó para castigarme. Lo hizo
para liberarme.
—¡Eso no lo sabes! —exclamó Annie,
levantándose.
—Sí que lo sé. —Finalmente, la miró—. A veces
podíamos leernos los pensamientos, y ese fue uno de
esos momentos.
Recordó las lágrimas que Regan había derramado
por una gaviota con el ala rota. En sus momentos
lúcidos, debía de detestar aquella parte de sí misma.
Annie sabía que no tenía que dejar que la lástima se le
reflejara en el semblante, pero lo que Theo se había
hecho a sí mismo estaba mal.
—El plan de Regan no funcionó. Todavía te
consideras responsable de su muerte.
—Regan. Kenley —soltó él, rechazando la
compasión de Annie con un movimiento brusco de la
mano—. Busca qué tienen en común y me encontrarás
a mí.
—Lo que encontraré son dos mujeres enajenadas
y un hombre con un sentido exagerado de la
responsabilidad. No podrías haber salvado a Regan.
Tarde o temprano se habría destruido a sí misma. El
caso de Kenley es más peliagudo. Dices que te atrajo
porque era justo lo contrario de Regan, pero ¿es eso
cierto?
—Tú no lo entiendes. Era brillante. Parecía una
mujer muy independiente.
—Eso lo comprendo, pero tuviste que captar la
necesidad que se ocultaba bajo esa fachada.
—No lo hice.
Theo se había enfadado, pero Annie insistió.
—¿Es posible que vieras tu relación con ella como
una forma de compensar lo que le había ocurrido a
Regan? Habías sido incapaz de salvar a tu hermana,
pero tal vez podrías salvar a Kenley, ¿no?
—Ese título en psiquiatría que te sacaste en
internet te resulta muy práctico —soltó Theo con una
mueca.
Había adquirido sus conocimientos sobre la
psicología humana en talleres de interpretación
dedicados a comprender las motivaciones más
profundas de un personaje.
—Eres un cuidador nato, Theo. ¿Has pensado
alguna vez que escribir podría ser tu forma de
rebelarte contra lo que hay en tu interior que te lleva a
sentirte responsable de los demás?
—Estás llegando demasiado lejos —soltó él con
dureza.
—Piénsalo, ¿de acuerdo? Si tienes razón sobre
Regan, imagina cómo detestaría que te sigas castigando
así.
Su hostilidad apenas disimulada le indicó que no
podía presionarlo más. Había plantado las semillas.
Ahora tenía que distanciarse un poco para ver si
alguna de ellas germinaba. Se dirigió hacia la puerta.
—Por si empezaras a preguntártelo... Eres un
hombre excelente y un amante bastante decente, pero
jamás me suicidaría por ti.
—Me alegra saberlo.
—Ni perdería un minuto de sueño.
—Ligeramente ofensivo, pero... gracias por ser tan
clara.
—Es la forma en que se comportan las mujeres
cuerdas. Tenlo presente de cara al futuro.
—Me aseguraré de hacerlo.
La repentina opresión que sintió en el pecho
contradecía su labia. Le dolía el alma por él. No había
ido a la isla a escribir. Había ido a hacer penitencia
por dos muertes que consideraba culpa suya. Harp
House no era su refugio, sino su castigo.
***
***
***
***
***
***
CAPÍTULO 21
Annie nunca había oído nada tan hermoso como
aquellas palabras tenues y titubeantes: «Estoy aquí.»
No podía estropear aquello...
—Livia —susurró Scamp —. ¿De verdad eres tú?
—Sí.
—Creía que estaba sola, con Annie nada más.
—Yo también estoy aquí. —La voz recién hallada
de Livia sonaba áspera por falta de uso.
—Eso me hace sentir mejor —comentó Scamp,
sorbiéndose la nariz—. ¿Tienes miedo?
—Sí.
—Yo también. Me alegra no ser la única.
—No lo eres. —No pronunciaba bien la r, le salía
como una especie de d; una sustitución de sonidos tan
encantadora que Annie notó una opresión en el pecho.
—¿Quieres quedarte aquí más rato o estás preparada
para salir?
—No lo sé —dijo Livia tras una larga pausa.
Annie dominó su aprensión y se obligó a esperar.
Pasaron unos segundos eternos.
—¿Scamp? —llamó la niña por fin—. ¿Sigues ahí?
—Estoy pensando. Y creo que tienes que hablarlo con
una persona mayor. ¿Te parece bien si envío a Annie a
buscarte?
Annie esperó, temerosa de haberla presionado
demasiado. Pero Livia respondió en voz baja:
—Vale.
—¡Annie! —llamó Scamp —. Ven, por favor. Livia
tiene que hablar contigo. Livia, tengo mucho frío. Me voy a
tomar chocolate caliente. Y pepinillos en vinagre. Nos vemos
después.
Annie rodeó la roca, rezando para que su
aparición no volviera muda otra vez a Livia. La niña
tenía las rodillas dobladas y se rodeaba las piernas con
los brazos. Tenía la cabeza gacha, de modo que el
cabello le ocultaba la cara.
A pesar de que no sabía si Jaycie podía oír que
Livia estaba a salvo, Annie se abstuvo de gritárselo por
miedo a que la pequeña volviera a ensimismarse.
—Hola, ratoncito.
Livia alzó por fin la cabeza.
¿Qué habría inducido a una niña que temía la
oscuridad a meterse allí? Solo algo muy traumático.
Pero cuando Annie la había encontrado en la playa,
estaba más malhumorada que traumatizada. Algo
tenía que haber ocurrido después, pero aparte de la
llegada de Theo...
Y entonces lo entendió.
Aunque le castañeteaban los dientes y el saliente
era demasiado estrecho para estar cómoda, se subió
para instalarse lo mejor que pudo en él y rodear a Livia
con un brazo. La pequeña olía a humedad salobre,
sudor infantil y champú.
—¿Sabías que Scamp está enfadada conmigo? —
preguntó Annie. Livia sacudió la cabeza.
Annie esperó, sin prestar atención a la roca
puntiaguda que se le clavaba en el hombro. Mantuvo a
la niña cerca de ella, pero sin darle más explicaciones.
Finalmente, notó cómo la pequeña movía la boca
contra su brazo.
—¿Qué has hecho?
¡Qué alegría oír aquella vocecita!
—Scamp me dijo que entraste aquí porque nos
oíste discutir a Theo y a mí. Por eso está enojada
conmigo. Porque discutimos delante de ti, y las
discusiones entre personas mayores te dan miedo.
La cabecita de Livia asintió de modo casi
imperceptible en su hombro.
—Es por cómo tu papá solía lastimar a tu mamá y
por cómo murió él. —Trató de hablar con la mayor
naturalidad.
—Me dio miedo —admitió la niña con un sollozo
desgarrador.
—Ya. A mí también me lo habría dado. Scamp me
dijo que tendría que haberte explicado que el hecho de
que los mayores discutan no significa que vaya a pasar
nada malo. Como cuando Theo y yo discutimos. Nos
gusta discutir. Pero nunca nos lastimaríamos.
Livia ladeó la cabeza para mirarla, asimilando lo
que acababa de decirle.
Annie podría habérsela llevado a cuestas de la
cueva, pero titubeó. ¿Qué más podría decir para
deshacer el daño que le había hecho? Le acarició la
mejilla con el pulgar.
—A veces la gente discute. Tanto los niños como
los mayores. Por ejemplo, hoy tu mamá y yo
discutimos. Fue culpa mía y voy a decirle que lo
siento.
—¿Mamá y tú? —se sorprendió Livia.
—Yo estaba equivocada en algo. Pero verás,
Livia, si te asustas cada vez que oyes discutir a alguien,
te vas a asustar muchas veces. Y nadie quiere que te
sientas así.
—Pero Theo gritaba mucho.
—Y yo también. Estaba muy enojada con él.
—Podrías dispararle con una pistola —soltó Livia,
intentando aclarar una situación demasiado
complicada para ella.
—Oh, no. Yo nunca haría eso. —Annie intentó
encontrar otra forma. Vaciló un instante—. ¿Puedo
contarte un secreto blindado?
—Sí.
—Amo a Theo —susurró con la mejilla apoyada
en la cabeza de la niña—. Y nunca podría amar a
alguien que quisiera lastimarme. Pero eso no significa
que no pueda enfadarme con él.
—¿Amas a Theo?
—Es mi secreto blindado, ¿recuerdas?
—Sí. —El dulce sonido de la respiración de la
niña llegaba a los oídos de Annie. Entonces, Livia se
contoneó y añadió—: ¿Puedo contarte un secreto
blindado?
—Claro —respondió Annie, y se preparó.
—No me gustó la canción de Scamp —dijo Livia,
mirándola con la cabeza levantada. Annie soltó una
carcajada y le besó la frente.
—No se lo diremos —prometió.
***
***
1
La ludoterapia utiliza el juego como un medio de comunicación y
expresión entre el terapeuta y el paciente; ayuda al aniño a entender
de una mejor manera su comportamiento y resolver todos los
problemas que tenga para adaptarse.
teléfono, y me gusta. —Esa profesión le pegaba más
que ser actriz. Tendría que ponerse a estudiar de
nuevo, algo que no podría permitirse durante cierto
tiempo, pero tenía un buen historial académico y su
experiencia trabajando con niños podría servirle para
conseguir una beca. Si no, solicitaría un préstamo. De
una forma u otra, iba a lograrlo.
—Te admiro —dijo Jaycie con la mirada
absorta—. Me había ensimismado tanto como Livia.
Me compadecía, me hacía ilusiones con Theo en lugar
de seguir adelante con mi vida.
Annie la comprendía muy bien.
—Si no hubieras venido... —Jaycie sacudió la
cabeza, como para despejarla—. No estoy pensando
solo en Livia, sino en la forma en que has asumido el
control de tu vida. Quiero empezar de cero, y voy a
hacer algo al respecto.
Annie también sabía muy bien a qué se refería con
eso.
—¿Qué piensas hacer con la cabaña? —preguntó
Jaycie.
Annie no quería contarle lo que las abuelas le
habían hecho ni admitir que se había enamorado de
Theo.
—La dejo hoy mismo y me voy de la isla en el
transbordador de vehículos de la semana que viene —
anunció, y tras un leve titubeo añadió—: Las cosas con
Theo se han... complicado demasiado. He tenido que
cortar.
—Oh, Annie, lo siento. —Jaycie no se alegró,
sino que mostró una sincera preocupación. Hablaba en
serio al decir que Theo había sido una fantasía y no su
realidad —. Esperaba que no te marcharas tan pronto.
Voy a echarte mucho de menos.
—Y yo a ti —repuso Annie, que la abrazó
impulsivamente.
Su amiga escuchó estoicamente cómo Annie le
contaba que tenía que encontrar un sitio donde alojarse
hasta que llegara el transbordador.
—No puedo encontrarme con Theo cada dos por
tres en la cabaña. Necesito estar sola.
Tenía intención de comentar a Barbara que
necesitaba un alojamiento temporal. Podría pedir un
unicornio de oro y las abuelas se lo encontrarían.
Cualquier cosa con tal de comprar su silencio.
Pero resultó que no necesitó a Barbara. Con una
simple llamada telefónica, Jaycie le encontró donde
hospedarse.
***
Querido Theo:
Me he trasladado unos días al pueblo para,
entre otras cosas, adaptarme a la deprimente
perspectiva (¡buaa!) de dejar de practicar un sexo
alucinante contigo. Estoy segura de que me
encontrarás si quieres, pero tengo cosas que hacer,
así que te pido que me dejes espacio. Sé bueno,
¿quieres? Ya me encargaré yo de las brujas de
Peregrine Island, de modo que mantente al margen.
A.
***
***
***
***
CAPÍTULO 24
La inquietud de Annie fue en aumento. Barbara
dirigió una mirada de impotencia a las demás. Naomi
se pasó una mano por su corto cabello y se separó un
poco del resto.
—Annie no ha cedido la cabaña voluntariamente
—anunció—. Nosotras la obligamos a hacerlo. El
desconcierto se apoderó de los presentes.
—Nadie me ha obligado a hacer nada —replicó
Annie, levantándose—. Quería cederos la cabaña. ¿Y
ahora me equivoco o huele a café? Propongo que se
levante la sesión.
Como no era propietaria, no podía proponer que
se levantara nada, pero ya no tenía ganas de vengarse.
Las mujeres habían actuado mal, y estaban sufriendo
por ello. Pero no eran malas personas. Eran madres y
abuelas que en su empeño por conservar a sus familias
habían perdido la noción del bien y el mal. A pesar de
todos sus defectos, Annie les tenía afecto, y sabía
mejor que nadie la facilidad con que el amor podía
hacerle perder a uno el rumbo.
—Annie... —Barbara volvía a recuperar su
autoridad—. Es algo que todas estamos de acuerdo en
que tenemos que hacer.
—No —la contradijo Annie. Y repitió
intencionadamente—: No tenéis que hacerlo.
—Siéntate, Annie, por favor. —Barbara volvía a
estar al mando. Annie se hundió en su silla.
Después de que Barbara explicara sucintamente el
acuerdo legal entre Elliott Harp y Mariah, Tildy habló,
sujetándose la cazadora escarlata:
—Somos mujeres decentes, espero que lo sepáis.
Pensamos que si teníamos una nueva escuela, nuestros
pequeños dejarían de irse.
—Es una vergüenza que los niños vayan a clase en
una caravana —afirmó una mujer desde el fondo de la
sala.
—Nos convencimos de que el fin justificaba los
medios —intervino Naomi.
—Yo fui quien lo empezó todo —confesó Louise
Nelson, apoyada en el bastón mientras miraba a su
nuera, sentada en la primera fila—. Galeann, no te
importaba vivir aquí hasta que la escuela se incendió.
No podía soportar la idea de que Johnny y tú os
marcharais. He vivido en la isla toda mi vida, pero soy
lo bastante lista como para saber que no puedo
quedarme aquí sin tener familia cerca. —La edad le
había debilitado la voz, y la sala se quedó en
silencio—. Si os vais, tendré que trasladarme al
continente, pero quiero morir aquí. Eso hizo que
empezara a pensar en otras posibilidades.
Naomi se pasó la mano por el pelo otra vez, con
lo que se le quedó alborotado.
—Nos estamos adelantando a los
acontecimientos —dijo, y tomó la palabra para
exponer todo lo que habían hecho paso a paso, sin
soslayar ninguno. Describió cómo habían saboteado el
pedido de provisiones de Annie, cómo le habían puesto
patas arriba la cabaña. Todo.
Annie se hundió más en la silla. La estaban
presentando como heroína y víctima a la vez, y no
quería ser ninguna de las dos cosas.
—Nos aseguramos de no romper nada —
interrumpió Judy, sin derramar lágrimas pero con un
pañuelo en la mano.
Naomi detalló cómo habían colgado el muñeco de
una soga del techo, pintado el mensaje de advertencia
en la pared de la cabaña y, por último, disparado a
Annie.
—Eso lo hice yo —reconoció Barbara bajando los
ojos—. Fue lo peor, y fue cosa mía.
—¡Mamá! —exclamó Lisa, asombrada.
—A mí se me ocurrió decir a Annie que Theo
Harp había tenido un accidente para que se marchara
de la isla con Naomi —contó Marie tras fruncir los
labios—. Soy una mujer decente, y nunca me había
avergonzado tanto de mí misma. Espero que Dios me
perdone, porque yo no puedo perdonarme.
Había que reconocérselo: puede que Marie fuera
una amargada, pero tenía conciencia.
—Annie dedujo lo que habíamos hecho y se
encaró con nosotras —tomó la palabra Barbara—. Le
suplicamos que guardara silencio para que ninguno de
vosotros se enterara, pero no quiso prometernos nada.
—Irguió más la cabeza—. El domingo fui a verla y
volví a suplicarle que nos guardara el secreto. Podía
haberme echado con cajas destempladas, pero en
cambio dijo que la cabaña era nuestra, libre de cargas.
Que pertenecía a la isla, no a ella.
Annie se retorció en el asiento cuando más
personas se volvieron para mirarla.
—Al principio, nos sentimos simplemente
aliviadas —explicó Tildy —, pero cuanto más lo
hablábamos, más nos costaba mirarnos a los ojos, y
más avergonzadas estábamos.
—¿Cómo íbamos a miraros a la cara día tras día,
cómo íbamos a mirar a la cara de nuestros pequeños,
sabiendo lo que habíamos hecho? —preguntó Judy
tras sonarse la nariz.
—Sabíamos que esto iba a reconcomernos el resto
de nuestra vida si no lo confesábamos —admitió
Barbara con los hombros erguidos.
—La confesión es buena para el alma —afirmó
Marie con santurronería—. Y así lo decidimos.
—Lo hecho, hecho está —dijo Naomi—. Solo
podemos ser sinceras al respecto. Podéis juzgarnos.
Podéis odiarnos si queréis.
Como ya no podía más, Annie se levantó por
segunda vez.
—La única persona que tiene derecho a odiaros
soy yo, y no os odio, por lo que los demás tampoco
deberían hacerlo. Propongo que demos por terminada
la reunión ahora mismo.
—Secundo la moción —dijo Booker Rose,
pasando por alto que Annie no era propietaria. La
reunión se dio por finalizada.
Lo único que Annie quería era marcharse, pero la
rodearon muchas personas que querían hablar con ella,
darle las gracias y pedirle disculpas. Los isleños
ignoraron a las abuelas, pero Annie estaba segura de
que lo peor ya había pasado. A los isleños les costaría
asimilar lo que había pasado, pero eran gente dura que
admiraba la iniciativa aunque fuera desacertada. No
harían el vacío a las abuelas demasiado tiempo.
***
***
CAPÍTULO 25
Theo no quería que su cerebro pensara. Estaba allí
plantado, como una gárgola de Harp House, con los
pies petrificados en el suelo, mientras Annie lograba
subir a la recalcitrante niña en el coche. Contempló
como un tonto cómo se iba.
«¡Sí que puedo! ¡Si los dos son iguales!»
Annie había sido clara cuando le dijo que tenía
demasiado bagaje emocional. Pero a él ya no le parecía
que lo tuviera. Las ruinas humeantes de la casa
representaban todo lo que estaba dejando atrás. Todo
lo que le impedía escuchar a su corazón y ser el
hombre que quería ser. Amaba a Annie Hewitt desde
lo más profundo de su ser.
¿Annie había dicho a Livia que lo amaba? ¿Qué le
había dicho exactamente? Tenía la angustiosa
sensación de que no había querido decir lo mismo que
él.
Lo había descubierto de golpe el mismo día que
había ido a buscar los cristales marinos de Regan.
Cuando Livia le pidió que le contara lo que ella llamó
«secreto blindado», las palabras le habían salido con la
misma facilidad que el aliento. Era como si hubiera
amado a Annie desde los dieciséis años, y tal vez fuera
así.
«Tienes demasiado bagaje emocional.»
Estas palabras lo habían convertido en un
cobarde. Tenía un pasado deprimente con las mujeres,
y a pesar de todas sus bromas sobre su dinero, Annie
no quería ni un céntimo de él. Si alguna vez se
enteraba de que era él quien había comprado aquella
maldita silla con forma de sirena, jamás se lo
perdonaría. Solo podía ofrecerle su corazón, algo que
ella había dejado claro que no quería.
Pero no era tan cobarde como para no oponer
resistencia. Había planeado darle tiempo hasta el
último día para que se calmara después de su
discusión en el embarcadero. Tenía intención de
prepararle el mejor desayuno de su vida y de llevárselo
al Lucky Charm esa mañana. Había imaginado que
conseguiría convencerla de que su bagaje emocional
era cosa del pasado, que tenía libertad para amarla
tanto si ella podía corresponder a su amor como si no.
Pero el incendio lo había fastidiado todo.
Necesitaba tener la cabeza despejada. Dormir
unas horas. Desde luego, ducharse. Pero no tenía
tiempo para nada de eso. Annie tenía que notar su
urgencia tanto como él. Era la única forma que tenía
de convencerla de que no renunciara a él.
«Por probar que no quede, pero ya no tiene
remedio.»
La falta de sueño le estaba pasando factura. Ahora
oía a Scamp. Dejó de mirar las ruinas de Harp House y
se subió al coche para dirigirse hacia la cabaña.
Annie ya se había ido. Había dejado a Livia y se
había marchado corriendo al pueblo para huir de él
como del diablo. Con un nudo en el estómago, salió en
pos de ella.
Como el Suburban no era rival para su Range
Rover, la alcanzó enseguida. Tocó el claxon pero ella
no se detuvo. Siguió tocando el claxon. Ella aceleró.
«Te lo dije —saltó el maldito muñeco—. Es
demasiado tarde.»
¡Y un cuerno! Estaban en una isla y Annie se
dirigía al pueblo. Lo único que necesitaba era tener
paciencia y seguirla. Pero no quería tener paciencia. La
quería y a, y si ella no entendía que iba muy en serio,
se lo demostraría.
Dio un topetazo con su coche contra la trasera
del Suburban, no lo bastante fuerte para hacerlo virar
bruscamente, solo lo suficiente para que supiera que
no bromeaba. Al parecer, ella tampoco, pues siguió
conduciendo. El Suburban estaba hecho un desastre,
con tantas abolladuras que un par más no importaría,
pero no podía decirse lo mismo de su Range Rover. Le
daba igual. Le dio otro toquecito. Y otro. Finalmente,
la única luz de freno del Suburban que funcionaba se
iluminó.
El coche se paró dando un bandazo, la puerta se
abrió de golpe y Annie salió como una exhalación. Él
también lo hizo, a tiempo de oírla gritar:
—¡No quiero hablar de ello!
—¡Muy bien! —le respondió Theo también a voz
en grito—. Ya hablaré yo. Te amo, y por Dios que no
me avergüenzo de ello. Y puede que tú no tengas
tanto bagaje emocional como y o, pero no finjas que no
tienes después de haber estado con todos esos
desgraciados.
—¡Solo fueron dos!
—¡En mi caso también fueron dos, o sea que
estamos empatados!
—¡Y un cuerno! —Estaban a cinco metros de
distancia, pero ella seguía gritando—. ¡Los míos eran
gilipollas egocéntricos! ¡Las tuyas eran locas
homicidas!
—¡Kenley no era homicida!
—Bueno, se parecía bastante. ¡Y lo único que yo
hice después de cortar fue ver reposiciones de Big Bang
y ganar tres kilos! No es lo mismo que hacer penitencia
el resto de tu vida.
—¡Ya no! —bramaba tan alto como ella, y
tampoco se había movido de sitio. Tenía la cabeza
hecha un lío y la garganta irritada. Le dolía todo el
cuerpo. Ella, en cambio, con su cabello electrizado y
sus ojos centelleantes, tenía el aspecto de una diosa
vengativa en pleno apogeo—. Quiero compartir mi
vida contigo, Annie —dijo acercándose a ella—.
Quiero hacerte el amor hasta que no puedas andar. Y
quiero tener hijos contigo. Siento haber tardado tanto
en darme cuenta, pero no estoy acostumbrado a que el
amor sea bonito. —La apuntó con un dedo—. Dijiste
que eras romántica. ¡El romanticismo no es nada! Es
una palabrita que no se acerca ni de lejos a lo que
siento por ti. ¡Y ya sé que tarde o temprano te enterarás
de lo de esa puñetera silla, pero es así como yo hago las
cosas! A partir de ahora...
—¿Silla?
Mierda. Ahora echaba chispas y lo miraba con
ojos furibundos.
—¡Fuiste tú quien compró la silla! —exclamó
Annie.
—¿Quién coño más te ama lo bastante como para
comprar algo tan feo? —soltó. No podía mostrar
ninguna debilidad. Annie volvió a abrir la boca, y él
estaba tan extenuado que le dolía hasta el cabello, pero
siguió insistiendo:
—La oferta del empleo que te he hecho es real. He
empezado un nuevo libro, uno que te gustará, pero no
quiero hablar de eso ahora. Quiero hablar de unir
nuestras vidas y tener la oportunidad de demostrarte
que lo que siento es fuerte e intenso sin nada que lo
ensombrezca. Eso es lo que quiero demostrarte.
Ansiaba hablarle de Diggity. Y repetir que quería
tener hijos con ella, por si acaso no lo había oído bien.
Quería besarla hasta aturdirla, hacerle el amor hasta
dejarla derrengada. Y lo habría hecho si no fuera
porque ella se sentó en medio de la carretera enlodada,
como si le fallaran las piernas. Eso puso fin a su
diatriba como nada más podría haber conseguido.
Se acercó a ella y se acuclilló a su lado. Un tímido
haz de luz se abrió paso entre los árboles y jugó al
escondite con los pómulos de Annie. Los alborotados
rizos castaños que tanto le gustaban a él lanzaron una
escaramuza alrededor de su cara, la cara más hermosa
que él había visto, rebosante de vida, animada con
todas las emociones que le hacían ser quien era.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ella no contestó, y ver a Annie sin palabras lo
asustó, así que volvió a lanzarse.
—Quiero compartir mi vida contigo. No puedo
imaginarme viviendo con nadie más. ¿Te lo pensarás
por lo menos?
Asintió, aunque débilmente, y no parecía segura
de ello. Si lo dejaba ahora, tal vez la perdiera para
siempre, de modo que le habló sobre Diggity y sobre
cómo quería que ilustrara el libro que estaba
escribiendo para niños, no para adultos, y sobre cómo
a sus nuevos lectores les encantarían sus peculiares
dibujos. Se sentó con ella en medio de la carretera
enfangada y le explicó que el amor siempre había
equivalido a una tragedia para él y que por eso le había
costado tanto identificar lo que sentía por ella: la paz,
la conexión, la ternura. Casi se atragantó al pronunciar
esta última palabra, no porque no la dijera en serio,
sino porque, incluso para un escritor, decir una palabra
como «ternura» en voz alta era como renunciar a su
hombría. Pero como ella lo miraba fijamente, la
repitió, y después le dijo lo maravilloso que era estar
dentro de ella.
Al ver que esto captaba su atención, introdujo un
toque de lascivia. Bajó la voz y le susurró al oído. Le
dijo lo que quería hacerle y lo que quería que ella le
hiciera a él. Los rizos de Annie le hacían cosquillas en
los labios, notó que a ella le ardía la piel, y los
vaqueros empezaron a apretarle, pero volvió a sentirse
como un hombre; un hombre a merced de esa mujer
que manipulaba muñecos, que ayudaba a niñas mudas
a hablar de nuevo y que lo había rescatado de su
propia desesperanza. Esa mujer peculiar, sexy,
completamente cuerda.
—Creo que te he amado desde que tenía dieciséis
años —añadió, acariciándole la cara. Annie ladeó la
cabeza, como si esperara algo.
—Estoy seguro —afirmó él con más rotundidad,
aunque no estaba nada seguro. ¿Quién podía repasar
su adolescencia y tener nada claro? Pero ella quería
algo más de él y tenía que dárselo, aunque no tenía ni
idea de lo que era.
De golpe, oyó la voz de un muñeco:
—Bésala, idiota.
No había nada que anhelara más, pero apestaba a
humo, tenía la cara manchada de hollín y las manos
sucias.
—Hazlo.
Y lo hizo. Hundió las manos sucias en el cabello
de Annie y la besó apasionadamente. En el cuello, en
los ojos, en las comisuras de los labios. La besó como
si le fuera la vida en ello. Le transmitió su futuro en un
beso, todo lo que podían ser y tener. Los suaves
sonidos que emitían juntos eran un poema para sus
oídos.
Annie le puso las manos en los hombros, no para
separarlo de ella, sino para acercarlo. Él se perdió en
ella. Se encontró.
Cuando su beso por fin terminó, le siguió
tomando con las manos mugrientas las mejillas ahora
también mugrientas. Ella tenía la punta de la nariz
manchada de hollín y los labios hinchados de su beso.
Le brillaban los ojos.
—Secreto blindado —susurró.
A él se le hizo un nudo en el estómago y suspiró.
—Que sea bueno —pidió.
Annie le acercó los labios al oído y le susurró el
secreto.
Era bueno. Realmente bueno. De hecho, no podía
haber sido mejor.
EPÍLOGO
El sol estival se deslizaba sobre las crestas de las
olas y se reflejaba en los mástiles de un par de veleros
que viraban con el viento. En el jardín delante de la
vieja casa de labranza había unas sillas Adirondack
para gozar de la mejor vista del lejano océano. Rosas,
espuelas de caballero, guisantes de olor y capuchinas
florecían en el jardín, y un camino cruzaba
serpenteante el prado para conducir del patio a la casa,
ahora dos veces más grande de lo que había sido en su
día. Una arboleda resguardaba una pequeña casa de
invitados que contaba con una fea silla con forma de
sirena en el pequeño porche.
En el jardín, una sombrilla que recibía la brisa de
primera hora de la tarde se alzaba en el centro de una
larga mesa de madera lo bastante grande para
acomodar una familia numerosa. Una vieja gárgola de
piedra con una gorra de los Knicks torcida en la
cabeza había custodiado tiempo atrás una casa en el
otro extremo de la isla. Ahora se agazapaba en actitud
protectora cerca de una maceta rebosante de geranios.
Por todas partes se veían los restos de un verano en
Maine: una pelota de fútbol, un juguete para montar,
unas gafas de natación abandonadas, varitas para hacer
burbujas de jabón y tizas empapadas de agua.
Un niño moreno de pelo lacio y con el ceño
fruncido estaba sentado con las piernas cruzadas entre
dos de las sillas Adirondack hablando con Scamp, que
lo miraba desde el brazo de una de ellas.
—Y por eso pataleé —contaba el pequeño—.
Porque me hizo enfadar mucho
—¡Qué horror! —exclamó el muñeco, agitando los
rizos de hilo—. Vuelve a contarme exactamente lo que hizo.
El niño, que se llamaba Charlie Harp, se apartó
impacientemente el cabello de la frente e infló los
mofletes, indignado.
—¡No quiso dejarme conducir la camioneta!
—¡Será canalla! —refunfuñó Scamp, que se llevó la
mano de tela a la frente. De la silla contigua se elevó
un sufrido suspiro. Scamp y Charlie lo ignoraron.
—Entonces se enfadó conmigo porque le quité mi
coche turbo a mi hermana —añadió Charlie—. Era
mío.
—¡Increíble! —Scamp hizo un gesto indiferente
hacia una niñita con el pelo rizado que dormía en un
edredón sobre la hierba—. Que haga años que no juegas
con ese coche no es ningún motivo para que ella lo tenga. Tu
hermana es un fastidio. Ni siquiera le gustas.
—Bueno... —Charlie frunció el ceño—. Sí que le
gusto.
—No le gustas.
—¡Que sí! Se ríe cuando le hago muecas, y
cuando juego con ella y hago ruidos, se lo pasa muy
bien.
—Très intéressant —comentó Scamp, que seguía
teniendo debilidad por los idiomas.
—A veces tira la comida al suelo, y eso es muy
gracioso.
—Humm... tal vez... —Scamp se dio unos
toquecitos en la mejilla—. No, olvídalo.
—Dímelo.
—Bueno... —El muñeco repitió los toquecitos en
la otra mejilla—. Yo, Scamp, estoy pensando que tu coche
turbo es un juguete de niño pequeño y que si alguien te viera
jugar con él, pensaría que eres un...
—¡Eso no pasará porque voy a regalar a mi
hermana ese juguete de niño pequeño!
Scamp lo observó, atónita.
—¡Cómo no se me había ocurrido! Creo que compondré
una canción para...
—¡No!
—Muy bien. —Scamp se sorbió la nariz, muy
ofendida—. Si vas a ponerte así, te diré lo que dijo Dilly.
Dijo que no puedes ser un auténtico superhéroe hasta que
aprendas a ser bueno con los niños pequeños. Eso es lo que
dijo.
Como Charlie no tenía ningún argumento para
rebatir esta afirmación, se toqueteó el vendaje del dedo
gordo del pie y volvió a su principal motivo de queja:
—Soy un niño isleño.
—Desgraciadamente, solo en verano. El resto del tiempo
eres un niño de Nueva York.
—¡Los veranos también cuentan! Sigo siendo un
niño isleño, y los niños isleños conducen.
—A los diez años. —Esta voz, grave y enérgica,
procedía de Leo, que se trataba del segundo muñeco
favorito de Charlie, puesto que era mucho más
interesante que el aburrido de Peter o que la tonta de
Crumpet, o incluso Dilly, que siempre le recordaba que
debía cepillarse los dientes y cosas así.
Leo miró a Charlie desde el brazo de la silla
contigua.
—Los niños isleños no conducen hasta haber cumplido
diez años. Y tú, compadre, tienes seis.
—Pronto tendré diez.
—No tan pronto, gracias a Dios.
—Estoy muy enfadado. —Charlie fulminó al
muñeco con la mirada.
—Claro que sí. Enfadadísimo. —Leo sacudió la
cabeza—. Tengo una idea.
—¿Cuál?
—Dile lo enfadado que estás. Después dale pena y pídele
que te lleve a hacer body board. Si le das la pena suficiente,
se sentirá tan mal que te llevará.
Como no había nacido ayer, Charlie dejó de mirar
a Leo para dirigir la vista al hombre que lo manipulaba.
—¿De veras? ¿Podemos ir ya? Su padre dejó a
Leo.
—Las olas parecen buenas. ¿Por qué no? Ve a
buscar las cosas —respondió.
Charlie se levantó de un brinco y corrió hacia la
casa. Pero cuando llegó al peldaño delantero, se detuvo
y se volvió de repente.
—¿Podré conducir?
—¡No, ni hablar! —replicó su madre, a la vez que
dejaba a Scamp. Charlie entró airado en la casa.
—Me encanta ese crío —comentó su padre con
una risita.
—No me digas. —La madre contempló la niña
dormida. Los rizos rubios de la pequeña no podían ser
más distintos del cabello moreno y lacio de su padre,
pero los niños habían heredado sus ojos azules. Y la
personalidad irreverente de su madre.
Annie se recostó en la tumbona. Theo jamás se
cansaba de mirar el peculiar rostro de su mujer. Alargó
el brazo y le tomó la mano para acariciarle el anillo de
boda con un diamante incrustado que ella había
considerado excesivo, aunque le gustaba igualmente.
—¿A qué hora nos libramos de ellos? —preguntó
él.
—Los dejaremos en casa de Barbara a las cuatro.
Ella les dará la cena.
—Lo que nos permitirá gozar de una velada
completa de embriaguez y libertinaje.
—Embriaguez, no sé, pero seguro que habrá
libertinaje.
—Eso espero. Quiero a esos diablillos con locura,
pero desbaratan nuestra vida sexual.
—Esta noche no —aseguró Annie mientras le
acariciaba el muslo.
—Me estás matando —gimió Theo.
—Todavía no he empezado.
Alargó la mano hacia ella.
Cuando notó la mano de Theo en el cabello,
Annie se preguntó si estaría mal que le gustara tanto
interpretar el papel de mujer fatal, que le encantara el
poder que tenía sobre Theo, un poder que solo
utilizaba para alejar las tinieblas de él. Era un hombre
distinto del que había visto hacía siete años en lo alto
de la escalera empuñando una pistola de duelo. Ambos
eran distintos. Esta isla que una vez había detestado se
había convertido en su lugar preferido, un refugio del
ajetreo de su vida habitual.
Además de trabajar privadamente con niños con
problemas, ofrecía seminarios sobre el manejo de
muñecos a médicos, enfermeras, profesores y
asistentes sociales. Jamás imaginó que le gustaría
tanto su trabajo. Su principal reto era compaginarlo
todo con la familia, que lo era todo para ella, y con
los amigos a los que tanto apreciaba. Allí, en la isla,
tenía tiempo para hacer las cosas que a veces no podía
el resto del año, como la fiesta que había organizado
para el undécimo cumpleaños de Livia la semana
anterior, cuando Jaycie y su nueva familia habían
venido de visita desde el continente.
—Es tan agradable estar aquí sentada —dijo,
alzando la cara hacia el sol.
—Trabajas demasiado —comentó Theo, y no era
la primera vez.
—No soy la única. —No era extraño que los
libros de Diggity Swift hubieran cosechado tanto
éxito. Las aventuras de Diggity llevaban a sus jóvenes
lectores al límite del terror sin traspasarlo. A Annie le
encantaba que sus dibujos simplones inspiraran a su
marido y gustaran a sus lectores.
Charlie salió como un bólido de la casa. Theo se
levantó a regañadientes, besó a Annie y cogió una de
las galletas de arándanos del recipiente que había
encontrado esa mañana a la puerta de la casa de
labranza. Miró un momento a su hija dormida y se
dirigió hacia la playa con su hijo. Annie puso los pies
en el asiento de la silla y se rodeó las rodillas con los
brazos.
En sus viejas novelas góticas, el lector jamás sabía
qué les sucedía a los protagonistas cuando la vida real
se imponía y tenían que afrontar todos sus
inconvenientes: tareas domésticas, riñas infantiles,
resfriados, y los desafíos de tratar con los parientes,
los de él, no los de ella. Elliott se había vuelto más
afable con los años, pero Cynthia era tan pretenciosa
como siempre, y volvía loco a Theo. Annie la toleraba
mejor porque Cynthia era una abuela increíblemente
buena, mucho mejor con los niños que con los adultos,
y los pequeños la adoraban.
En cuanto a la familia de Annie... La hermana
viuda de Niven Garr, Sylvia, junto con la pareja de
muchos años de Niven, Benedict, o abuelo Bendy,
como Charlie lo llamaba, les harían pronto su visita
veraniega anual. En un primer momento, Sylvia y
Benedict habían recelado de Annie, pero tras la
prueba de ADN y de unas incómodas visitas iniciales,
habían acabado tan unidos como si siempre hubieran
formado parte de sus respectivas vidas.
Esta noche, sin embargo, estarían solos Theo y
ella. Mañana recogerían a los niños y se desplazarían
al otro lado de la isla. Se imaginaba saludando con la
mano a la familia de Providence que había alquilado la
cabaña que servía de escuela para el verano, y
tomando después el camino lleno de baches hasta lo
alto del acantilado, donde se disfrutaba de la mejor
vista de la isla.
Hacía años que las edificaciones anexas de Harp
House habían sido demolidas y la piscina, rellenada,
para evitar peligros. De lo que fuera antaño la casa
solo quedaba la torre cubierta de enredaderas. Theo y
ella se echarían en una manta para saborear una
botella de buen vino mientras Charlie corría a sus
anchas como solo podía hacer un niño isleño. Al fin,
Theo cargaría a su hija, le besaría la coronilla y la
llevaría hasta el tocón de una vieja picea. Se agacharía,
recogería los cristales marinos que todavía había
esparcidos por allí y le susurraría al oído:
—Vamos a construir una casita de hadas.
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