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Los Heroes Son Mi Debilidad

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SUSAN

ELIZABETH
PHILLIPS
LOS HÉROES SON
MI DEBILIDAD

Corrección y edición:
CAPÍTULO 1
Annie no solía hablar con su maleta, pero
últimamente no era del todo ella misma. Los potentes
haces de los faros apenas se introducían en la
penumbra arremolinada de la ventisca invernal, y los
limpiaparabrisas de su viejo Kia no podían competir
con la furia de la tormenta que arrasaba la isla.
—Solo es un poco de nieve —dijo a la descomunal
maleta roja que ocupaba el asiento del pasajero—. Que
parezca el fin del mundo no significa que lo sea.
—Sabes que no soporto el frío —respondió la maleta
con la molesta voz quejumbrosa de una niña
majadera—. ¿Cómo pudiste traerme a este sitio tan horrible?
Porque no podía hacer otra cosa.
Una gélida ráfaga de viento zarandeó el coche, y
las ramas de los abetos suspendidas sobre la carretera
sin asfaltar lo azotaron como si fueran los pelos de una
bruja. Annie decidió que quienes creían que el infierno
era un horno abrasador estaban equivocados. El
infierno era aquella isla inhóspita y adversa en
invierno.
—¿No has oído hablar de Miami Beach? —intervino
Crumpet, la princesa malcriada de la maleta—. No,
claro, y en lugar de ir allí tuviste que traernos a una isla
desierta en medio del Atlántico Norte, ¡donde seguramente
nos acabarán devorando los osos polares!
Las marchas chirriaban mientras el Kia ascendía
con dificultad por la angosta y resbaladiza carretera de
la isla. Annie tenía jaqueca, le dolían las costillas de
tanto toser, y el mero hecho de alargar el cuello para
mirar por la parte limpia del parabrisas la mareaba.
Estaba sola en el mundo, y solo las voces imaginarias
de sus muñecos de ventrílocua la mantenían ligada a la
realidad. A pesar de lo mal que estaba, captó la ironía.
Invocó la voz más tranquilizadora de la práctica
Dilly, que iba guardada en otra maleta roja a juego que
ocupaba el asiento trasero.
—No estamos en medio del Atlántico —dijo la sensata
Dilly —. Estamos en una isla situada a dieciséis kilómetros
de la costa de Nueva Inglaterra, y, que yo sepa, en Maine no
hay osos polares. Además, Peregrine Island no está desierta.
—Pues como si lo estuviera. —Si Crumpet hubiera
estado en el brazo de Annie, habría levantado la
naricita—. Aquí la gente apenas sobrevive en pleno verano;
imagínate en invierno. Seguro que se comen a sus muertos.
El coche pegó un ligero coletazo. Annie corrigió
el rumbo y sujetó el volante con más fuerza con sus
manos enguantadas. Aunque la calefacción no
funcionaba demasiado bien, había empezado a sudar
bajo la chaqueta.
—Tendrías que dejar de quejarte, Crumpet —
reprendió Dilly a su malhumorada compañera—.
Peregrine Island es un centro veraniego muy concurrido.
—¡No estamos en verano! —exclamó Crumpet—.
Estamos en la primera semana de febrero, acabamos de bajar
de un ferry en el que me mareé y aquí no habrá más de
cincuenta personas. ¡Cincuenta imbéciles!
—Sabes que a Annie no le quedó más remedio que venir
aquí —dijo Dilly.
—Porque es una fracasada con mayúsculas —soltó
con desdén una desagradable voz masculina.
Leo tenía la mala costumbre de expresar en voz
alta los temores más profundos de Annie, y era
inevitable que se inmiscuyera en sus pensamientos. Era
el que menos le gustaba de sus muñecos, pero en todas
las historias tiene que haber un malo.
—Eso es muy hiriente, Leo —intervino Dilly —.
Aunque sea verdad.
—Como tú eres la protagonista femenina, todo acaba
saliéndote bien, Dilly. Pero no ocurre lo mismo con los demás
— siguió quejándose la irascible Crumpet—. Ni una
sola vez. ¡Estamos acabados! ¡Acabados, te lo aseguro!
Siempre tenemos...
La tos de Annie interrumpió el histrionismo
mental de su muñeco. Tarde o temprano su cuerpo
superaría las secuelas de la neumonía, o al menos eso
esperaba, pero ¿qué pasaría con todo lo demás? Había
perdido la fe en sí misma y la sensación de que, a sus
treinta y tres años, le quedaba lo mejor por vivir.
Estaba débil físicamente, vacía emocionalmente y
bastante aterrada, lo que no eran las mejores
condiciones para alguien obligado a pasar los dos
meses siguientes en una isla aislada de Maine.
—Solo son sesenta días —le recordó Dilly —.
Además, Annie, no tienes ningún otro sitio donde ir.
Y ahí estaba. La cruda realidad. Annie no tenía
ningún sitio donde ir. No tenía nada que hacer, salvo
buscar el legado que su madre podía haberle dejado.
El Kia pasó por un bache lleno de nieve, y el
cinturón de seguridad le oprimió el tórax. La presión
en el pecho la hizo toser de nuevo. Ojalá hubiera
podido pernoctar en el hotel del pueblo, pero el Island
Inn estaba cerrado hasta mayo. Aunque tampoco
habría podido permitírselo.
El coche coronó a duras penas la colina. Annie
llevaba años transportando sus muñecos en toda clase
de condiciones meteorológicas para actuar por todo el
estado, pero ni siquiera alguien que conducía
decentemente en medio de la nieve podía controlar del
todo el vehículo en una carretera como aquella,
especialmente su Kia. No en vano los residentes de
Peregrine Island se desplazaban en camioneta.
—Ve despacio —advirtió otra voz masculina
procedente de la maleta de atrás—. No siempre llega
antes quien más corre.
Peter, el galán de sus muñecos, su príncipe azul,
trataba de animarla, a diferencia de su exnovio-
amante, un actor que solo se animaba a sí mismo.
Annie detuvo el coche y luego inició el lento descenso.
Sucedió a medio camino.
La aparición salió de la nada.
Un hombre vestido de negro cruzó la carretera a
lomos de un caballo azabache. Annie poseía una gran
imaginación, como atestiguaban sus conversaciones
mentales con sus muñecos, así que pensó que lo había
imaginado. Pero la visión era real. El jinete iba
inclinado sobre la crin ondeante del animal, que corría
raudo por la nieve. Eran seres demoníacos: un caballo
de pesadilla y un jinete diabólico galopando en medio
de una furiosa tormenta.
Desaparecieron con la misma rapidez con que
habían aparecido, pero Annie pisó el freno y el coche
empezó a derrapar. Patinó hacia la cuneta cubierta de
nieve, donde se detuvo tras dar un bandazo
escalofriante.
—Eres un auténtico desastre —se burló Leo, el malo.
Agotada, se le llenaron los ojos de lágrimas. Le
temblaban las manos. ¿Eran reales aquel jinete y su
montura o los habría invocado ella? Tenía que
concentrarse. Puso la marcha atrás y trató de sacar el
coche de la cuneta, pero las ruedas se hundieron más
en la nieve. Apoyó la cabeza en el respaldo. Si se
quedaba allí, tarde o temprano alguien la encontraría.
Pero ¿cuándo? Al final de aquel camino solo había la
cabaña y la casa principal.
Procuró pensar. Su único contacto en la isla era el
hombre que estaba al cuidado de la casa principal y la
cabaña, pero solo tenía su dirección de correo
electrónico, que había utilizado para hacerle saber que
llegaba y pedirle que lo tuviera todo a punto para
poder instalarse. Aunque hubiera tenido el número de
teléfono de Will Shaw, que así se llamaba el hombre,
dudaba que allí su móvil tuviera cobertura.
—Eres un desastre. —Leo jamás hablaba en tono
normal, sino siempre con desdén.
Annie sacó un pañuelo de papel de un paquete
arrugado y, en lugar de pensar en su dilema, pensó en
el caballo y el jinete. ¿Qué clase de chiflado sacaba a
un animal con ese tiempo? Cerró los ojos con fuerza y
contuvo las náuseas. Ojalá pudiera acurrucarse y
echarse a dormir. ¿Sería tan horrible admitir que la
vida había podido con ella?
—Ya basta —dijo la sensata Dilly.
Annie tenía la cabeza como un bombo. Tenía que
encontrar a Shaw para que le sacara el coche de allí.
—Olvídate de Shaw —intervino Peter, el galán—.
Ya lo haré yo.
Pero Peter, como su exnovio, solo era bueno en
las crisis ficticias.
La cabaña estaba más o menos a kilómetro y
medio, una distancia fácil para una persona saludable
si el tiempo era decente. Pero hacía un tiempo de mil
demonios y ella no tenía nada de saludable.
—Ríndete —aconsejó Leo con cierto desdén—.
Quieres hacerlo.
—Deja de tocar las narices, Leo. —Era la voz de
Scamp, la mejor amiga de Dilly y álter ego de Annie.
A pesar de que Scamp era la causante de muchos
de los líos en que se metían sus muñecos y que Dilly la
heroína y Peter el galán tenían que solucionar, a Annie
le encantaba su valor y su gran corazón.
—Cálmate —le ordenó Scamp —. Sal del coche.
Annie quiso enviarla a freír espárragos, pero ¿para
qué? Se metió el alborotado cabello bajo el cuello de la
chaqueta acolchada y se subió la cremallera. Los
guantes de lana tenían un agujero en el pulgar, donde
notó el frío del tirador de la puerta. Se obligó a abrirla.
El frío le azotó la cara y la dejó sin aliento. Sacó
las piernas a regañadientes. Sus andrajosas botas de
ante marrón, ideales para la ciudad, se hundieron en la
nieve, y sus vaqueros se demostraron insuficientes para
ese tiempo. Con la cabeza gacha para protegerse del
viento, se dirigió hacia el maletero para sacar el abrigo,
pero resultó que el coche estaba encajado contra la
ladera de tal modo que no podía abrirse. No sabía por
qué se sorprendía; hacía tanto que nada le salía bien
que había olvidado lo que era tener buena suerte.
Regresó a la puerta del conductor. Sus muñecos
estarían bien esa noche en el coche, pero ¿y si no era
así? Los necesitaba. Eran lo único que le quedaba, y si
los perdía, podría desaparecer por completo.
—Patético —soltó el despectivo Leo. Le entraron
ganas de despedazarlo.
—Tú me necesitas más que yo a ti, ricura —le recordó
Leo—. Sin mí, no puedes actuar.
No le hizo caso. Sacó las maletas del coche
resollando, apagó las luces, quitó las llaves y cerró la
puerta. Se vio envuelta en una densa oscuridad que la
hizo boquear de pánico.
—Tranquila. Yo te rescataré —aseguró Peter.
Annie sujetó las maletas con más fuerza y procuró
que el miedo no la paralizara.
—¡No veo nada! —se quejó Crumpet—. ¡No soporto
la oscuridad!
Annie carecía de una linterna en su anticuado
móvil, pero lo que sí tenía... Dejó una maleta en la
nieve y rebuscó en el bolsillo las llaves del coche y la
pequeña linterna que llevaba con el llavero. No había
usado esa luz en meses y no sabía si funcionaría. Con
el corazón en un puño, lo encendió.
Un haz azulado dibujó una senda por la nieve, tan
estrecha que podría fácilmente salirse del camino.
—Contrólate —ordenó Scamp.
—No lo conseguirás —vaticinó el cenizo Leo.
Annie dio los primeros pasos en la nieve. El
viento le atravesó la delgada chaqueta y le enredó el
pelo, cuyos rizos le azotaron la cara. La nieve le
golpeaba la nuca y empezó a toser. El dolor le oprimía
las costillas y las maletas le chocaban contra las
piernas. Al poco tuvo que dejarlas en el suelo para
descansar los brazos.
Hundió el cuello en la chaqueta para filtrar el aire
helado. Los dedos le ardían del frío, y cuando empezó
a andar de nuevo, convocó las voces imaginarias de
sus muñecos para que le hicieran compañía.
Crumpet: «Si me dejas caer y se me estropea el precioso
vestido azul, te demandaré.»
Peter: «¡Yo soy el más valiente! ¡Y el más fuerte! Yo te
ayudaré.»
Leo: «¿Sabes hacer algo bien?»
Dilly: «No escuches a Leo. Sigue andando.
Llegaremos.»
Y Scamp, su inútil álter ego: «Una mujer con una
maleta entra en un bar...»
Se le llenaron los ojos de lágrimas, con lo que se
nubló lo poco que veía. El viento le zarandeó las
maletas y amenazó con arrancárselas de las manos.
Eran demasiado grandes y pesadas. Casi se le
desencajaban los brazos. Había sido una estupidez
llevarlas a cuestas. Una estupidez mayúscula. Pero no
podía dejar sus muñecos.
Cada paso parecía un kilómetro, y nunca había
tenido tanto frío. Y ella que creía que le había
empezado a cambiar la suerte, solo porque había
podido tomar el transbordador de vehículos del
continente, que funcionaba esporádicamente, a
diferencia de la embarcación langostera reconvertida
para proporcionar servicio semanal a la isla. Pero
cuanto más se alejaba el transbordador de la costa de
Maine, más había empeorado el tiempo.
Siguió avanzando con esfuerzo, arrastrando los
pies por la nieve, con los brazos doloridos y los
pulmones ardiendo mientras intentaba no sucumbir a
un nuevo acceso de tos. ¿Por qué no había metido el
abrigo dentro del coche en lugar de guardarlo en el
maletero? ¿Por qué no había hecho otras cosas, como
encontrar un empleo estable, ser más prudente con el
dinero y salir con hombres presentables?
Había pasado mucho tiempo desde que estuvo en
la isla. Recordaba que la carretera terminaba en el
desvío que conducía a la cabaña y a Harp House. Pero
¿y si se había perdido? Vete a saber lo que habría
cambiado desde entonces.
Tropezó y se cayó de rodillas. El llavero se le
resbaló de la mano y la luz se apagó. Aferró una de las
maletas para apoyarse. Estaba helada. Ardiendo.
Inspiró como pudo y palpó la nieve frenéticamente. Si
se quedaba sin luz...
Tenía los dedos tan entumecidos que estuvo a
punto de no encontrarlo. Cuando por fin sostuvo de
nuevo la linterna, la encendió y vio el grupo de árboles
que señalaba el final de la carretera. Dirigió el haz a la
derecha, donde iluminó la gran roca de granito del
desvío. Se puso de pie, levantó las maletas y avanzó
tambaleante.
El alivio por encontrar el desvío le duró poco. Con
los siglos, el clima riguroso de Maine había dejado el
terreno poblado solamente de resistentes piceas. Sin
ninguna barrera natural, las ráfagas que llegaban del
océano zarandeaban sus maletas como si fueran velas.
Logró ponerse de espaldas a la ventisca sin perder
ninguna de las dos. Hundió primero un pie y luego el
otro, y avanzó con dificultad por la nieve acumulada
arrastrando las maletas y conteniendo el impulso de
tumbarse y dejar que el frío hiciera lo que quisiera con
ella.
Iba tan agachada para enfrentarse al viento que
casi se le pasó. Si no hubiera sido porque golpeó un
muro de piedra recubierto de nieve con la esquina de
una maleta, no se habría dado cuenta de que había
llegado a Moonraker Cottage.
La cabaña de tejas grises era apenas un bulto
amorfo bajo la nieve. No se había despejado el camino
ni había luces de bienvenida encendidas. La última vez
que había estado allí, la puerta estaba pintada de rojo
arándano, pero ahora era de un azul violáceo. Un
montículo de nieve bajo la ventana delantera tapaba
un par de viejas nasas langosteras de madera, un guiño
a los orígenes pescadores de la cabaña. Se arrastró
entre la ventisca hasta la puerta y dejó las maletas en
el suelo. Buscó a tientas la cerradura hasta que recordó
que los isleños rara vez cerraban con llave.
La puerta se abrió de golpe. Metió las maletas y,
con la poca fuerza que le quedaba, la cerró de nuevo.
Los pulmones le dolían. Se derrumbó sobre una
maleta, sollozando más que jadeando.
Al cabo de un momento fue consciente del olor a
cerrado de la gélida habitación. Con la nariz contra la
manga, buscó a tientas el interruptor de la luz. Nada
se encendió. O el guarda no había recibido el correo
electrónico en que le pedía que pusiera el generador en
marcha y encendiera la caldera, o había pasado de
hacerlo. Le dolía todo el cuerpo helado. Dejó caer los
guantes recubiertos de nieve en la alfombrita de lona
que había ante la puerta, pero no se molestó en
sacudirse la nieve del cabello enmarañado. Tenía los
vaqueros helados y pegados a las piernas, pero tendría
que descalzarse las botas para quitárselos y tenía
demasiado frío para hacerlo.
Ahora bien, a pesar de lo abatida que estaba, tenía
que sacar sus muñecos de las maletas rebozadas en
nieve. Encontró una de las varias linternas que su
madre tenía siempre cerca de la puerta. Antes de que
los recortes llegaran a los presupuestos de colegios y
bibliotecas, sus muñecos le habían proporcionado un
sustento más regular que su fracasada carrera de actriz
o sus empleos a tiempo parcial paseando perros y
sirviendo bebidas en el Coffee.
Temblando de frío, maldijo al guarda, que al
parecer no tenía reparos en montar a caballo en medio
de una tormenta, pero era incapaz de esforzarse en
hacer su trabajo. Tenía que haber sido Shaw el jinete
que había visto. Nadie más vivía en aquel extremo de
la isla en invierno. Abrió las maletas y sacó los cinco
muñecos. Los dejó en las bolsas de plástico que los
protegían, en el sofá. Después, linterna en mano,
recorrió tambaleante el glacial suelo de madera.
El interior de Moonraker Cottage no se parecía
nada a la idea de una tradicional cabaña de pesca de
Nueva Inglaterra. En cambio, el sello excéntrico de su
madre estaba en todas partes, desde un escalofriante
cuenco con cráneos de pequeños animales hasta una
cómoda dorada de Luis XIV con la palabra
«martinete» que Mariah había pintarrajeado en ella
con espray negro. Annie hubiera preferido un espacio
más acogedor, pero durante los días de gloria de
Mariah, cuando había inspirado a diseñadores de
moda y a una generación de jóvenes artistas, tanto
esta cabaña como el piso de su madre en Manhattan
habían aparecido en las revistas de decoración más
exclusivas.
Aquellos días habían llegado a su fin hacía años,
cuando Mariah había perdido el favor de los círculos
artísticos, cada vez más jóvenes, de Manhattan. Los
acaudalados neoyorquinos habían empezado a pedir a
otros que les ayudaran a reunir una buena colección
privada de arte, y Mariah se había visto obligada a
vender sus objetos de valor para conservar su estilo de
vida. Para cuando había enfermado, ya no le quedaba
nada. Nada excepto algo que había en esta cabaña...
algo que, al parecer, era el «legado» misterioso de
Annie.
«Está en la cabaña. Tendrás... mucho dinero...»
Mariah había dicho estas palabras en sus últimas
horas antes de morir, un período en el que apenas
había estado lúcida.
—No hay ningún legado —soltó Leo—. Tu madre lo
exageraba todo.
Puede que si Annie hubiera pasado más tiempo
en la isla, habría sabido si Mariah decía la verdad, pero
no soportaba ese sitio y no había vuelto desde su
vigésimo segundo cumpleaños, hacía once años.
Recorrió el dormitorio de su madre con la
linterna. La fotografía a tamaño real de una elaborada
cabecera italiana tallada en madera hacía las veces de
cabecera de la cama de matrimonio. Un par de tapices
hechos de lana hervida y de lo que parecían restos de
artículos de ferretería colgaba junto a la puerta del
vestidor. Este seguía oliendo a la fragancia particular
de su madre, una colonia de hombre japonesa poco
conocida que costaba un dineral importar. Al inhalar
su aroma, Annie deseó poder sentir el dolor que una
hija tendría que experimentar tras perder a un
progenitor tan solo cinco semanas atrás, pero
simplemente se sentía agotada.
Esperó a encontrar un par de calcetines gruesos y
el viejo manto de lana escarlata de Mariah para
librarse de la ropa mojada. Tras poner todas las
mantas que halló en la cama de su madre, se metió
entre las sábanas mohosas, apagó la linterna y se
durmió.

***

Creía que jamás volvería a entrar en calor, pero


cuando un acceso de tos la despertó hacia las dos de la
madrugada, estaba sudando. Era como si le hubieran
aplastado las costillas, tenía una jaqueca horrible y le
dolía la garganta. También tenía ganas de hacer pipí,
otro inconveniente en una casa sin agua. Cuando por
fin la tos remitió, salió de la cama. Envuelta en el
manto escarlata, encendió la linterna y, apoyándose en
la pared, se dirigió hacia el cuarto de baño.
Mantuvo la linterna apuntada hacia abajo para no
verse reflejada en el espejo que colgaba sobre el
anticuado lavabo. Sabía lo que vería. Un rostro largo,
pálido, ensombrecido por la enfermedad; un mentón
puntiagudo; unos grandes ojos castaños y un
indomable cabello castaño claro que se enroscaba y
rizaba a su antojo. Tenía una cara que gustaba a los
niños, pero que la mayoría de los hombres encontraba
peculiar más que atractiva. Había heredado el cabello y
la cara de su padre desconocido. «Un hombre casado.
No quiso saber nada de ti. Ya está muerto, gracias a
Dios.» Y la silueta de Mariah: alta, delgada, con las
muñecas y los codos huesudos, los pies grandes y los
dedos de las manos largos.
—Para triunfar como actriz, hay que tener una
belleza excepcional o un talento excepcional —había
vaticinado Mariah—. Eres bastante bonita, Antoinette,
y se te da muy bien imitar, pero tenemos que ser
realistas...
—Tu madre no era lo que se dice tu mejor animadora
—terció Dilly.
—Ya te animaré yo —aseguró Peter—. Cuidaré de ti
y te amaré siempre.
Las galantes proclamas de Peter solían suscitar
una sonrisa de Annie, pero aquella noche solo podía
pensar en el abismo emocional que había entre los
hombres a quienes había elegido entregar su corazón y
los galanes de la ficción que le encantaban. Y en el
otro abismo, el que había entre la vida que había
imaginado para ella misma y la que estaba viviendo.
A pesar de las objeciones de Mariah, Annie se
había licenciado en artes dramáticas y había pasado los
diez siguientes años yendo a castings. Había hecho
showcases y teatro comunitario, y hasta había
conseguido algunos papeles en producciones de
pequeño formato. Muy pocos. El pasado verano había
aceptado, finalmente, que Mariah tenía razón. Era
mejor como ventrílocua de lo que jamás llegaría a ser
como actriz. Lo que no la llevaba a ninguna parte.
Encontró una botella de agua con sabor de
ginseng que, a saber cómo, no se había congelado. Le
dolió incluso tragar un sorbo. Se la llevó de vuelta al
salón.
Aunque Mariah no había estado en la cabaña
desde el verano, justo antes de que le diagnosticaran el
cáncer, no había demasiado polvo. El guarda debió de
hacer al menos esa parte de su trabajo. Ojalá hubiera
hecho el resto.
Sus muñecos estaban en el sofá victoriano de color
rosa subido. Los muñecos y el coche eran todo lo que
tenía.
—No todo —dijo Dilly.
Cierto. Existía la astronómica deuda que Annie
no tenía forma de pagar; la deuda que había
acumulado para satisfacer todas las necesidades de su
madre durante sus seis últimos meses de vida.
—Para así obtener finalmente la aprobación de mamá
—aseguró con desdén Leo.
Empezó a quitar el plástico protector a los
muñecos. Cada uno de ellos medía unos setenta y
cinco centímetros de alto, y disponía de un mecanismo
para moverle los ojos y la boca. Tomó a Peter y le
deslizó una mano bajo la camiseta.
—¡Qué bonita eres, Dilly! —exclamó con su varonil
voz—. Eres la mujer de mis sueños.
—Y tú eres un hombre estupendo —suspiró Dilly —.
Valiente y audaz.
—Solo en la imaginación de Annie —aseguró Scamp
imprimiendo a su voz un rencor impropio de ella—. Si
no, eres tan inútil como sus ex.
—Solo hay dos ex, Scamp —la reprendió Dilly —. Y
no tendrías que hacer pagar a Peter tu resentimiento hacia los
hombres. Seguramente no es tu intención, pero estás
empezando a parecer una abusona, y ya sabes lo que
pensamos de los abusones.
Annie estaba especializada en espectáculos
centrados en un tema, y varios de ellos se basaban en
los abusones. Dejó a Peter y apartó a Leo, que le
susurró imaginariamente: «Todavía me tienes miedo.»
A veces era como si sus muñecos tuvieran cerebro
propio.
Se cubrió más con el manto escarlata y se acercó a
la ventana salediza de la parte delantera. La tormenta
había amainado y la luz de la luna entraba por los
cristales. Contempló el inhóspito paisaje invernal; las
sombras impenetrables de las piceas, la lúgubre
extensión de marisma. Entonces levantó la vista.
Harp House se alzaba imponente a lo lejos, sobre
la cima misma de un árido acantilado. La luz turbia de
la media luna dibujaba la silueta de sus tejados
angulares y su espectacular torre. Salvo por una tenue
luz amarilla que se veía en una habitación de lo alto de
la torre, la casa estaba oscura. La escena le recordó las
portadas de las viejas novelas góticas que todavía
encontraba, a veces, en librerías de segunda mano. No
le costó demasiado imaginarse a una protagonista
descalza corriendo por aquella casa fantasmagórica en
un vaporoso salto de cama, huyendo de la
amenazadora luz de la torre. Esos libros resultaban
pintorescos al compararlos con los eróticos vampiros,
hombres lobo y metamorfos actuales, pero siempre le
habían gustado. Alimentaban sus fantasías.
Sobre la línea irregular del tejado de Harp House,
las nubes de tormenta pasaban veloces ante la luna de
modo tan desenfrenado como el jinete que había
cruzado la carretera como una bala. Se le erizó la piel,
no debido al frío sino a su propia fantasía. Se volvió
para mirar a Leo.
Párpados grandes... Labios finos con expresión de
desdén... El malo perfecto. Podría haberse evitado
mucho dolor si no hubiera idealizado a los taciturnos
hombres de los que se había enamorado, imaginándose
que eran galanes inmaculados en lugar de darse cuenta
de que uno era infiel y el otro, narcisista. Ahora bien,
Leo era otra historia. Lo había creado ella misma con
tela e hilo. Ella lo controlaba.
—Eso es lo que tú te crees —susurró Leo.
Se estremeció y volvió al dormitorio. Pero ni
siquiera al meterse de nuevo en la cama pudo quitarse
de la cabeza la imagen oscura de la casa del acantilado.
«Anoche soñé que volvía a Manderley...»
***

No tenía hambre cuando despertó la mañana


siguiente, pero se obligó a comer un puñado de
cereales rancios. La cabaña estaba helada, era un día
encapotado y lo único que quería era volver a la cama.
Pero no podía vivir en la cabaña sin calefacción ni agua
corriente, y cuanto más pensaba en el guarda ausente,
más se enojaba. Sacó el único número de teléfono que
tenía y que correspondía a la combinación de
ayuntamiento, oficina de correos y biblioteca de la
isla, pero aunque tenía el móvil cargado, no había
cobertura. Se dejó caer en la butaca de terciopelo rosa
y ocultó la cabeza entre las manos. Tendría que ir a
buscar a Will Shaw en persona, lo que significaba
subir a Harp House. Regresar al lugar al que había
jurado no volver a acercarse jamás.
Se puso toda la ropa de abrigo que pudo
encontrar, se envolvió en el manto rojo de su madre y
se rodeó el cuello con una antigua bufanda de Hermès.
Reunió toda su energía y fuerza de voluntad y salió. El
día era tan sombrío como su futuro, el aire salitroso,
gélido, y la distancia hasta la casa parecía insuperable.
—Yo te llevaré en volandas —se ofreció Peter.
Scamp le hizo una pedorreta.
Había marea baja, pero las rocas heladas a lo
largo de la costa eran demasiado peligrosas para
recorrerlas en esa época del año, de modo que siguió la
ruta más larga, dando un rodeo por la marisma. Pero
no era solo la distancia lo que la asustaba.
Dilly trató de infundirle valor:
—Han pasado dieciocho años desde que subiste a Harp
House. Hace mucho que los fantasmas y los duendes se
marcharon.
Annie se tapó la nariz y la boca con la punta del
manto.
—No te preocupes —dijo Peter—. Yo te protegeré.
Ambos hacían su papel. Eran los encargados de
deshacer los entuertos de Scamp y de intervenir
cuando Leo abusaba. Eran los que lanzaban mensajes
antidrogas, recordaban a los niños que debían comerse
las verduras, lavarse los dientes y no dejar que nadie
les tocara sus partes íntimas.
—Pero sería muy agradable —se burló Leo.
A veces desearía no haberlo creado, pero era el
malo ideal. Era el matón, el camello, el rey de la
comida basura y el desconocido que intentaba llevarse
a los niños de los parques: «Venid conmigo, niñitos, y
os daré todos los caramelos que queráis.»
—Para, Annie —dijo Dilly —. Ningún miembro de la
familia Harp viene a la isla hasta el verano. Allí solo vive el
guarda.
Leo se negó a dejar a Annie en paz:
—Tengo caramelos... y recuerdos de todos tus fracasos.
¿Qué tal tu estupenda carrera de actriz?
Se encorvó un poco. Tenía que empezar a meditar
o hacer yoga, algo que le enseñara a disciplinar la
mente en lugar de dejar que la llevara donde quería o
no quería ir.
¿Y qué si sus sueños de actriz no se habían
cumplido como deseaba? A los niños les encantaban
sus espectáculos con los muñecos.
Sus botas aplastaban la nieve. Totoras muertas y
juncos huecos asomaban sus maltrechas cabezas por la
capa helada de la marisma dormida. En verano, la
marisma rebosaba vida, pero ahora estaba desolada,
gris y tan apagada como sus esperanzas.
Al acercarse al trecho inferior del camino de grava
con la nieve recién quitada que ascendía por el
acantilado hasta Harp House, se detuvo para
descansar de nuevo. Si Shaw podía limpiar el camino,
podría sacar su coche de la nieve. Siguió adelante.
Antes de la neumonía, podría haber subido a toda
velocidad, pero cuando llegó por fin a lo más alto tenía
los pulmones ardiendo y había empezado a resollar. A
lo lejos, la cabaña parecía un juguete abandonado a su
suerte ante el embate del mar y los accidentados
acantilados de Maine. Inspiró y, con más ardor en los
pulmones, alzó la cabeza.
Harp House se levantaba recortada contra un
cielo color peltre. Arraigada en el granito, expuesta a
las borrascas en verano ya los temporales en invierno,
retaba a los elementos a derribarla. Las otras casas de
verano de la isla estaban construidas en su parte
oriental, más protegida, pero lo fácil no era digno de
Harp House, una imponente fortaleza de madera con
el tejado de tejas y una nada acogedora torre a un lado,
en el rocoso extremo occidental, a gran altura sobre el
mar.
Todo eran ángulos marcados: los tejados
puntiagudos, los aleros ensombrecidos y los gabletes
ominosos. Cómo le había gustado ese lúgubre aspecto
gótico cuando había vivido allí el verano que su madre
se casó con Elliott Harp. Se había imaginado con un
vestido gris pardusco y un baúl de viaje en la mano, de
buena familia pero pobre y desesperada, obligada a
aceptar el humilde puesto de gobernanta. Con la
cabeza alta y la espalda erguida, se enfrentaba al brutal
pero apuesto dueño de la casa con tanta valentía que al
final él acababa enamorándose perdidamente de ella.
Se casaban y ella redecoraba la casa.
No había pasado demasiado tiempo antes de que
los sueños románticos de una quinceañera hogareña
que leía demasiado y vivía demasiado poco se toparan
con una realidad más dura.
Ahora, la piscina se había convertido en unas
fantasmagóricas fauces vacías, y unos peldaños de
piedra custodiados por gárgolas sustituían las sencillas
escaleras de madera que conducían a las entradas
trasera y lateral.
Pasó ante la cuadra y siguió un camino abierto
toscamente hacia la puerta trasera. Más le valía a
Shaw estar allí en lugar de galopando en uno de los
caballos de Elliott Harp. Tocó el timbre, pero no lo
oyó sonar dentro. La casa era demasiado grande.
Esperó y volvió a tocarlo, pero nadie respondió. El
felpudo parecía usado recientemente para limpiar la
nieve de unas suelas. Llamó con fuerza con los
nudillos.
La puerta cedió.
Tenía tanto frío que entró sin más en el recibidor
trasero. Diversas prendas de abrigo, junto con escobas
y fregonas, colgaban de un gancho en la pared. Dobló
la esquina que daba a la cocina principal y se detuvo.
Todo estaba diferente. La cocina ya no tenía los
armarios de nogal ni los electrodomésticos de acero
inoxidable que recordaba haber visto hacía dieciocho
años. Ahora daba la impresión de haber retrocedido en
el tiempo hasta el siglo XIX.
La pared que separaba la cocina de lo que había
sido un comedor para el desayuno había desaparecido,
con lo que el espacio era el doble de grande que antes.
Unas altas ventanas horizontales dejaban entrar la luz,
pero como ahora estaban situadas por lo menos a
metro ochenta del suelo, solo podía mirarse por ellas si
se era muy alto. La mitad superior de las paredes
estaba enlucida y, la inferior, recubierta de azulejos
cuadrados que habían sido blancos en su día; había
algunos desportillados en las esquinas y otros
resquebrajados por obra del tiempo. El suelo era de
piedra y el hueco de la chimenea, cubierto de hollín,
era lo bastante grande como para asar un jabalí... o un
hombre lo suficiente insensato para que lo pillaran
cazando furtivamente en las tierras de su señor.
En lugar de armarios de cocina, unos burdos
estantes sostenían cuencos y vasijas de cerámica.
Unos altos aparadores de madera oscura flanqueaban
una apagada cocina AGA negra de tamaño industrial.
Un fregadero rústico de piedra contenía un montón
desordenado de platos sucios. Una serie de ollas y
cacerolas de cobre, no brillantes y pulidas, sino
abolladas y desgastadas, colgaba sobre una larga tabla
de madera marcada, diseñada para decapitar gallinas,
cortar chuletas o preparar un rico postre para su
señoría.
Sin duda, habían reformado la cocina, pero ¿qué
clase de reforma retrocedía dos siglos? ¿Y por qué?
—¡Corre! —chilló Crumpet—. ¡Aquí está pasando
algo muy gordo!
Siempre que Crumpet se ponía histérica, Annie
contaba con la actitud sensata de Dilly para adquirir
perspectiva, pero Dilly se quedó callada, y ni siquiera
Scamp soltó un comentario gracioso.
—¿Señor Shaw? —La voz de Annie carecía de su
proyección habitual.
Al no haber respuesta, se adentró más en la
cocina, con lo que dejó mojado el suelo de piedra. Pero
no iba a sacarse las botas. Si tenía que salir por piernas,
no iba a hacerlo en calcetines.
—¿Will?
Silencio total.
Pasó por la despensa, cruzó un estrecho pasillo
trasero, se desvió por el salón y accedió al vestíbulo
por la puerta de arco. Una tenue luz gris se colaba por
los seis cristales cuadrados sobre la puerta principal.
La imponente escalera de caoba seguía llevando a un
rellano con una vidriera opaca, pero la alfombra que
cubría los peldaños era ahora de un granate
deprimente en lugar del floreado multicolor de antaño.
Una capa de polvo recubría los muebles, y de un
rincón del techo colgaba una telaraña. En las paredes,
revestidas ahora con paneles de madera oscura, las
marinas habían sido reemplazadas por lúgubres
retratos al óleo de hombres y mujeres prósperos con
ropas del siglo XIX, aunque difícilmente podían ser
los antepasados campesinos de origen irlandés de
Elliott Harp. Lo único que faltaba para que la entrada
fuera todavía más deprimente era una armadura y un
cuervo disecado.
Oyó pasos procedentes de arriba y se acercó más a
la escalera.
—¿Señor Shaw? Soy Annie Hewitt. La puerta
estaba abierta, por eso he entrado —explicó, alzando
la vista—. Tendría que... —Las palabras se le
quedaron en la boca.
El dueño de la casa estaba en lo alto de la escalera.

CAPÍTULO 2
Bajó despacio. Era un galán gótico que había
cobrado vida, con su chaleco gris perla, su pañuelo
blanco y sus pantalones oscuros remetidos en botas de
montar de cuero negro de caña alta. Colgando
lánguidamente a un costado llevaba una pistola de
duelo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Annie. Por un
momento pensó que le había vuelto a subir la fiebre o
que su imaginación le estaba jugando una mala pasada.
Pero no era ninguna alucinación. Era muy real.
Desvió lentamente la mirada de la pistola, las
botas y el chaleco para fijarla en el hombre en sí.
La tenue luz gris le realzaba el cabello negro
azabache, los ojos azul claro, la cara de rasgos
cincelados y serios. Todo en él era la personificación
de la altivez decimonónica. Quiso hacer una
reverencia. Echar a correr. Decirle que, después de
todo, no necesitaba el puesto de institutriz.
Cuando llegó al peldaño inferior, Annie le vio la
cicatriz a un lado de la ceja. La cicatriz que ella le
había hecho. Theo Harp.
Hacía dieciocho años que no lo veía. Dieciocho
años en los que había intentado sepultar los recuerdos
de aquel desagradable verano.
—¡Lárgate! ¡Venga, lo más rápido que puedas! —Esta
vez no fue Crumpet a quien oyó en su cabeza, sino a la
sensata y práctica Dilly.
Y a alguien más...
—Vaya... Por fin nos conocemos. —Un respeto
reverencial sustituyó el desdén habitual de Leo.
El atractivo masculino y frío de Harp encajaba a
la perfección con aquel entorno gótico. Era alto,
delgado y elegantemente disoluto. El pañuelo blanco
que llevaba al cuello realzaba la tez oscura que había
heredado de su madre andaluza, y hacía tiempo que
había dejado atrás la escualidez de la adolescencia.
Pero seguía igual de distante. Le dirigió una mirada
gélida.
—¿Qué quieres?
Harp sabía perfectamente quién era, pero actuaba
como si hubiera entrado en su casa una desconocida.
—Estoy buscando a Will Shaw —respondió, y le
dio rabia el ligero temblor de su voz. Harp pisó el suelo
de mármol con ónice negro formando rombos del
vestíbulo.
—Shaw ya no trabaja aquí.
—¿Quién se ocupa entonces de la cabaña?
—Eso tendrás que preguntárselo a mi padre.
Como si Annie pudiera llamar sin más a Elliott
Harp, un hombre que pasaba los inviernos en el sur de
Francia con su tercera esposa, que no podía haber sido
más distinta a Mariah. La vitalidad y el estilo
excéntrico y sexualmente ambiguo de su madre, con
sus pantalones pitillo, sus camisas blancas de hombre
y sus bonitos pañuelos de cuello, habían cautivado a
varios amantes, además de a Elliott Harp. Casarse con
Mariah había sido su particular rebelión de mediana
edad contra una vida ultraconservadora. Y había
proporcionado a Mariah una sensación de seguridad
que ella jamás había logrado antes. Estaban
condenados al fracaso desde el principio.
Annie encogió los dedos de los pies y no quiso
dejarse intimidar.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Shaw?
—Ni idea. —Levantó ligeramente un omóplato,
demasiado displicente para encogerse de hombros
como es debido.
El timbre de un móvil muy moderno se inmiscuyó
en la conversación. Annie no se había fijado, pero
Harp llevaba un estilizado teléfono inteligente negro
en la otra mano, la que no sujetaba la pistola de duelo.
Cuando Theo echó un vistazo a la pantalla, Annie
cayó en la cuenta de que era él a quien había visto la
noche anterior cruzar la carretera galopando sin la
menor consideración por el hermoso animal que
montaba. Pero bueno, Theo Harp tenía antecedentes
dudosos en lo referente al bienestar de otros seres
vivos, tanto animales como humanos.
Sintió una fugaz náusea. Se fijó en una araña que
se deslizaba por el suelo sucio de mármol. Theo Harp
silenció la llamada. Por la puerta abierta que había tras
él, la que daba a la biblioteca, Annie vislumbró el gran
escritorio de caoba de Elliott Harp. No parecía que
nadie lo usara. No había tazas, blocs ni libros de
consulta. Si Theo Harp trabajaba en su siguiente libro,
no lo estaba haciendo allí.
—Me dijeron lo de tu madre —comentó.
No dijo que sintiera lo de su madre. Claro que
había visto cómo Mariah había tratado a su hija.
«Mantén la espalda erguida, Antoinette. Mira a la
gente a los ojos. ¿Cómo esperas sino que te respeten?»
Peor aún: «Dame ese libro. No vas a leer más
tonterías. Solo las novelas que yo te dé.»
Annie detestaba todas aquellas novelas. Puede
que hubiera quien se enamorara de Melville, Proust,
Joyce y Tolstói, pero a ella le gustaban los libros en
que aparecían protagonistas femeninas valientes que se
mantenían firmes en lugar de lanzarse a las vías del
tren.
Theo Harp acarició el borde del móvil con el
pulgar, la pistola de duelo todavía colgando de la otra
mano, mientras examinaba su improvisado atuendo de
vagabunda: el manto rojo, la vieja bufanda, las
gastadas botas de ante marrón. Annie estaba en medio
de una pesadilla. La pistola, su extraña vestimenta...
¿Por qué era como si la casa hubiera retrocedido dos
siglos? ¿Y por qué un día había intentado matarla?
«No es un simple abusón, Elliott —había dicho su
madre al que por aquel entonces era su marido—. Tu
hijo tiene un problema grave.»
Annie sabía ahora lo que aquel verano no tenía
claro: Theo Harp era un enfermo mental, un
psicópata. Las mentiras, las manipulaciones, las
crueldades... Los incidentes que su padre había
intentado catalogar de simples diabluras no habían sido
diabluras en absoluto.
Seguía teniendo el estómago revuelto. No
soportaba estar tan asustada. Theo se pasó la pistola a
la mano derecha.
—No vuelvas a venir aquí, Annie.
La estaba apabullando de nuevo, y eso no le
gustaba nada.
Un gemido fantasmagórico, salido de la nada,
recorrió el pasillo. Ella se volvió para ver de dónde
procedía.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó y, al mirarlo, vio
que él también se había sorprendido.
—Es una casa vieja —dijo rápidamente.
—A mí no me pareció el ruido de una casa vieja.
—No es asunto tuyo.
Tenía razón. Nada que tuviera que ver con él era
ya asunto suyo. Estaba más que dispuesta a marcharse,
pero apenas había dado unos pasos y el ruido se
repitió, un gemido más bajo esta vez, más
sobrecogedor todavía que el primero y procedente de
otra dirección. Se volvió hacia él y vio que tenía el
ceño fruncido y los hombros tensos.
—¿Una esposa loca en el desván? —aventuró
Annie.
—Será el viento —replicó Theo, retándola a
contradecirlo.
—Yo que tú dejaría las luces encendidas —soltó
ella, acariciando la suave lana del manto de su madre.
Mantuvo la cabeza erguida el tiempo suficiente
para cruzar el vestíbulo hacia el pasillo trasero, pero
cuando llegó a la cocina se detuvo para taparse bien
con el manto rojo. Una caja de gofres congelados, una
bolsa vacía de galletas saladas y una botella de kétchup
sobresalían del cubo de la basura del rincón. Theo
Harp estaba loco. Y su locura no era de las divertidas
del que cuenta chistes malos, sino de las malas del que
guarda cadáveres en el sótano. Esta vez, al salir, fue
algo más que el frío ártico lo que la hizo estremecerse.
Fue la desesperación.
Irguió más la espalda. El móvil de Theo... Debía
haber cobertura en la casa. ¿La habría también ahí
fuera? Sacó su prehistórico móvil del bolsillo, encontró
un lugar abrigado cerca de la glorieta abandonada, y lo
encendió. A los pocos segundos tenía cobertura. Con
manos temblorosas, llamó al número del supuesto
ayuntamiento de la isla.
Contestó una mujer que se identificó como
Barbara Rose.
—Will Shaw se marchó de la isla con su familia el
mes pasado —le informó—. Un par de días antes de
que llegara Theo Harp.
A Annie se le cayó el alma a los pies.
—Es lo que hacen los jóvenes —prosiguió
Barbara—. Se van. La pesca de la langosta no ha sido
buena los últimos años.
Ahora por lo menos Annie sabía por qué no le
había contestado el correo electrónico.
—Bueno... —dijo tras humedecerse los labios—.
¿Cuánto me cobraría alguien por venir a ayudarme? —
explicó el problema que había tenido con el coche y el
hecho de que no sabía cómo funcionaban la caldera y
el generador.
—Te enviaré a mi marido en cuanto vuelva —
aseguró Barbara—. Así hacemos las cosas en la isla.
Nos ayudamos unos a otros. No tardará más de una
hora.
—¿De veras? Eso sería... Eres muy amable. —Oyó
un relincho procedente de la cuadra. El verano que
había vivido allí, el edificio estaba pintado de gris claro.
Ahora era granate oscuro, igual que la glorieta cercana.
Dirigió la vista hacia la casa.
—Lamentamos mucho lo de tu madre —comentó
Barbara—. La echaremos de menos. Trajo cultura a la
isla, junto con gente famosa.
—Gracias. —En un primer momento creyó que
era un efecto óptico. Parpadeó, pero allí estaba. Una
cara que la observaba desde una ventana del piso
superior.
—Cuando te haya sacado el coche de la nieve,
Booker te enseñará cómo funcionan la caldera y el
generador. —Barbara hizo una pausa—. ¿Has visto ya
a Theo Harp?
La cara desapareció con la misma rapidez con que
había aparecido. Annie estaba demasiado lejos para
distinguir las facciones, pero no era Theo. ¿Una mujer?
¿Un niño? ¿La esposa chalada encerrada a cal y canto?
—Solo un momento —respondió sin apartar los
ojos de la ventana vacía—. ¿Trajo Theo a alguien con
él?
—No; vino solo. Puede que no lo sepas, pero su
mujer falleció el año pasado.
¿Ah, sí? Annie desvió la mirada de la ventana
antes de dejarse llevar de nuevo por la imaginación.
Dio las gracias a Barbara e inició el camino de regreso
a Moonraker Cottage.
A pesar del frío, del ardor en los pulmones y el
misterioso rostro que había visto, estaba algo más
animada. Pronto tendría otra vez el coche, además de
calefacción y electricidad. Entonces podría empezar a
buscar a fondo lo que Mariah le había dejado. La
cabaña era pequeña. No le costaría demasiado
encontrarlo.
Una vez más, deseó poder venderla, pero todo lo
que relacionaba a Mariah con Elliott Harp había sido
siempre complicado. Hizo un alto para descansar. El
abuelo de Elliott construyó Harp House a principios
del siglo XX, y Elliott había comprado los terrenos
circundantes, que incluían Moonraker Cottage. Por
alguna razón, a Mariah le encantaba la cabaña, y
durante los trámites de su divorcio, había exigido a
Elliott que se la diera. Él se había negado, pero para
cuando se redactó el documento final del divorcio,
habían llegado a un acuerdo. La cabaña sería suya con
la condición de que la ocupara sesenta días
consecutivos al año. En caso contrario, retornaría a la
familia Harp. No había segundas oportunidades. Si se
iba antes de que se cumplieran los sesenta días, no
podría volver y empezar a contar de nuevo.
Mariah era de ciudad, y Elliott creía que le había
ganado la partida. Si dejaba la isla durante ese período
de dos meses, aunque solo fuera una noche, perdería la
casa irremisiblemente. Pero, para su consternación, el
acuerdo le fue bien a Mariah. Le encantaba la isla,
aunque no Elliott, y como no podía ir a ver a sus
amigos, los invitaba a alojarse con ella. Algunos eran
artistas consolidados; otros, nuevos talentos a los que
quería animar. Todos agradecían la oportunidad de
pintar, escribir y crear en el estudio de la cabaña.
Mariah había velado por los artistas mucho mejor de lo
que había velado jamás por su propia hija.
Tras cubrirse bien con el manto, Annie reanudó la
marcha. Había heredado la cabaña, con las mismas
condiciones que su madre. Nada de segundas
oportunidades. Tenía que pasar allí sesenta días
consecutivos o volvería a pertenecer a la familia Harp.
Solo que, a diferencia de su madre, Annie detestaba la
isla. Pero en aquel momento no tenía otro sitio donde
ir, exceptuando el futón apolillado del almacén de la
cafetería donde había trabajado. Entre la enfermedad
de su madre y la suya, no había podido conservar
ningún empleo, y no tenía ni fuerzas ni dinero para
encontrar otro sitio donde vivir.
Cuando llegó a la gélida marisma, las piernas se
le rebelaban. Se distrajo practicando variaciones de sus
gemidos fantasmagóricos. Soltó algo muy parecido a
una carcajada. Puede que fuera un fracaso como actriz,
pero no como ventrílocua.
Y Theo Harp no había sospechado nada.

***

En su segunda mañana ya tenía agua, electricidad


y una casa fría pero habitable. Gracias a Booker, el
marido parlanchín de Barbara Rose, se enteró de que
el regreso de Theo Harp era la comidilla de la isla.
—Lo que le pasó a su mujer fue una tragedia —
aseguró Booker, después de haberle enseñado a evitar
que las cañerías se congelaran, a utilizar el generador
y conservar el propano—. Nos supo muy mal por él.
Era raro, pero pasó muchos veranos aquí. ¿Has leído
su libro?
Como detestaba admitir que lo había hecho, se
encogió de hombros de forma vaga.
—Provocó más pesadillas a mi mujer que Stephen
King —dijo Booker—. No sé de dónde sacó todas esas
ideas.
El sanatorio había sido una novela
innecesariamente truculenta sobre un hospital
psiquiátrico para delincuentes psicóticos con una
habitación que transportaba a sus residentes,
especialmente a los que se divertían torturando, hacia
atrás en el tiempo. Annie la había detestado. Y como
gracias al sustancioso fondo fiduciario que le había
dejado su abuela, Theo no necesitaba ganarse la vida
con la escritura, lo que había creado era, según ella,
todavía más reprobable, aunque hubiera sido un best
seller. Se suponía que ahora estaba trabajando en una
secuela, que desde luego esta vez ella no leería.
Cuando Booker se marchó, sacó de las bolsas los
comestibles que había traído del continente, comprobó
que todas las ventanas estuvieran cerradas, apoyó una
mesa decorativa metálica contra la puerta principal y
durmió doce horas seguidas. Como siempre, se
despertó tosiendo y pensando en el dinero. Estaba
sumida en deudas y muy preocupada al respecto. Se
quedó en la cama, con los ojos fijos en el techo,
intentando encontrar una salida.
Después de que le hubieran diagnosticado su
enfermedad, Mariah necesitó a Annie por primera vez,
y Annie no le había fallado, renunciando incluso a su
trabajo cuando llegó el momento que no podía dejarla
sola.
«¿Cómo tengo una hija tan tímida?», solía decir su
madre. Pero al final había sido ella quien, temerosa, se
había aferrado a Annie suplicándole que no la
abandonara. Annie había utilizado sus pequeños
ahorros para pagar el alquiler del piso en Manhattan
que tanto quería su madre para que esta no tuviera que
marcharse de él, y había dependido por primera vez en
su vida de las tarjetas de crédito. Compró los remedios
naturales que Mariah juraba que la hacían sentir
mejor, los libros que le alimentaban el espíritu artístico
y los alimentos especiales que la ayudaban a no perder
demasiado peso.
Cuanto más débil, más agradecida estaba Mariah.
«No sé qué haría sin ti.» Estas palabras fueron un
bálsamo para la niña que aún habitaba en Annie
anhelando la aprobación de su madre, siempre tan
crítica con ella.
Annie se habría podido mantener a flote si no
hubiera decidido hacer realidad el sueño de su madre
de viajar por última vez a Londres. Gracias a más
tarjetas de crédito, se había pasado una semana
empujando a Mariah en una silla de ruedas por los
museos y las galerías que más le gustaban. Cuando se
detuvieron ante un enorme lienzo rojo y gris del artista
Niven Garr en la Tate Modern hizo que su sacrificio
hubiera valido la pena. Mariah se había llevado a los
labios la mano de su hija y había pronunciado las
palabras que Annie había ansiado oír toda su vida: «Te
quiero.»
Annie se levantó de la cama y se pasó la mañana
hurgando por las cinco habitaciones de la cabaña: el
salón, la cocina, el cuarto de baño, el dormitorio de
Mariah y un estudio que había servido también de
habitación de invitados. Los artistas que se habían
alojado allí a lo largo de los años habían regalado a
Mariah cuadros y pequeñas esculturas, los más
valiosos de los cuales hacía tiempo que su madre había
vendido. Pero ¿qué se había guardado?
Podía ser cualquier cosa. El sofá victoriano rosa
de respaldo alto y el futurista sillón marrón, una diosa
tailandesa de piedra, los cráneos de pájaros, un mural
que mostraba un olmo cabeza abajo. La mezcolanza
de estilos de muebles y objetos resultaba armoniosa
gracias al infalible sentido del color de su madre:
paredes vainilla y tapicerías azul violáceo, aceituna y
marrón. El sofá rosa subido y una fea silla tornasolada
con forma de sirena aportaban la nota llamativa.
Mientras se tomaba una segunda taza de café,
decidió ser más sistemática en su búsqueda. Empezó
por el salón, inventariando todas las obras de arte y
su descripción en un bloc. Sería mucho más fácil si
Mariah le hubiera dicho qué buscar. O si pudiera
vender la cabaña.
—No tenías que haber llevado a tu madre a Londres —
comentó Crumpet con un mohín—. En lugar de eso, me
tendrías que haber comprado un vestido nuevo. Y una
diadema.
—Hiciste lo correcto —aseguró Peter, apoyándola
como siempre—. Mariah no era mala persona, solo mala
madre.
—¿Lo hiciste por ella... o por ti? —preguntó Dilly
con su dulzura habitual, lo que no hizo que sus
palabras resultaran menos hirientes.
—Lo que fuera para ganarse el amor de mamaíta,
¿verdad, Antoinette? —soltó Leo con desdén. Eso era lo
que tenían sus muñecos... decían las verdades a las que
ella no quería enfrentarse.
Miró por la ventana y vio algo que se movía a lo
lejos. Un caballo y un jinete recortados contra el mar
gris y espumoso, cruzando el paisaje invernal como si
los estuvieran persiguiendo los demonios del infierno.

***

Después de otro día de ataques de tos, siestas y


ratos dedicados a su afición de dibujar niños de viñeta
con aspecto bobalicón para animarse, ya no podía
seguir ignorando el problema de la cobertura del móvil.
La nieve caída la noche anterior había vuelto
impracticable la ya peligrosa carretera, lo que
significaba otra excursión a lo alto del acantilado para
poder utilizar el teléfono. Esta vez, sin embargo, se
mantendría fuera de la vista de la casa principal.
Con el abrigo de plumón, iba mejor equipada que
la anterior vez para realizar el ascenso. Aunque seguía
haciendo mucho frío, había salido el sol y la nieve
parecía espolvoreada de purpurina. Pero sus
problemas eran demasiado graves como para disfrutar
de la belleza. No solo necesitaba cobertura. También
necesitaba acceso a internet. Si no quería que nadie se
aprovechara de ella, tenía que comprobar todo lo
inventariado en su bloc, pero ¿cómo iba a hacerlo? La
cabaña no tenía Wi-Fi. El hotel y los hostales ofrecían
conexión gratuita en verano, pero ahora estaban
cerrados, y aunque su coche aguantara los viajes al
pueblo, no se imaginaba llamando de puerta en puerta
en busca de alguien que la dejara entrar para navegar
por la web.
Incluso con el abrigo, el gorro de lana rojo con
que se cubría el cabello rebelde, y la bufanda que le
tapaba la nariz y la boca, tiritaba de frío al subir a la
cima de la colina. Tras echar un vistazo a la casa para
asegurarse de que Theo no anduviera por ahí, encontró
un sitio tras la glorieta para hacer sus llamadas: a la
escuela primaria de Nueva Jersey que no le había
pagado su última visita, a la tienda de venta en
consignación donde había dejado los muebles decentes
que quedaban de su madre. Los suyos estaban tan
viejos que no había valido la pena venderlos y los había
tirado. Estaba harta de preocuparse por el dinero.
—Yo te pagaré las facturas —afirmó Peter—. Te
salvaré.
Un ruido la distrajo. Miró alrededor y vio a una
niña agachada bajo las ramas inferiores de una gran
picea roja. Tendría unos tres o cuatro años, muy
pequeña para estar fuera sola. Llevaba una chaqueta
acolchada rosa y pantalones de pana morados, pero no
mitones, botas ni gorro que le tapara el cabello lacio
castaño claro.
Annie recordó la cara de la ventana. Debía de ser
la hija de Theo.
Le horrorizó pensar en Theo siendo padre. Pobre
criatura. No iba lo bastante abrigada y no parecía
haber nadie pendiente de ella. Teniendo en cuenta lo
que Annie sabía sobre el pasado de Theo, puede que
aquello fuera lo de menos.
La niña se dio cuenta de que la habían visto y
retrocedió entre las ramas.
—Hola —dijo Annie tras ponerse en cuclillas—.
No quería asustarte. Estaba llamando por teléfono.
La pequeña se la quedó mirando sin contestar,
pero Annie había conocido a muchos niños tímidos.
—Soy Annie. Antoinette, en realidad, pero nadie
me llama así. Y tú, ¿cómo te llamas?
La niña no respondió.
—¿Eres un hada de las nieves? ¿O un conejito de
las nieves?
Siguió sin hablar.
—Seguro que eres una ardilla. Pero no veo nueces
por aquí. ¿Tal vez eres una ardilla que come galletas?
Normalmente hasta el crío más tímido
reaccionaba ante esa clase de tontería, pero la niña no
lo hizo. No era sorda, porque había vuelto la cabeza al
oír el graznido de un pájaro, pero cuando Annie
observó aquellos ojos grandes y atentos, supo que algo
no andaba bien.
—Livia... —Era la voz de una mujer, apagada,
como si no quisiera que la oyeran desde la casa—.
Livia, ¿dónde estás? Ven aquí inmediatamente.
A Annie la venció la curiosidad y se dirigió a la
parte delantera de la glorieta.
La mujer era bonita, con una larga cabellera rubia
peinada con la raya a un lado, y unas curvas que ni
siquiera unos vaqueros y una sudadera holgada
podían disimular. Se apoyaba con dificultad en un par
de muletas.
—¡Livia!
La mujer le resultó conocida.
—¿Jaycie? —preguntó tras salir de entre las
sombras. La mujer se tambaleó un poco con las
muletas.
—¿Annie? —Se sorprendió.
Jaycie Mills y su padre habían vivido en
Moonraker Cottage antes de que Elliott lo comprara.
Hacía años que Annie no la veía, pero nunca olvidas a
quien te ha salvado la vida.
Vio pasar un fogonazo rosado: era la niña, Livia,
que corría hacia la puerta de la cocina con sus
zapatillas deportivas rojas cubiertas de nieve. Jaycie se
tambaleó de nuevo con sus muletas.
—Livia, no te he dado permiso para salir —volvía
a hablar con voz susurrante—. Ya habíamos hablado
antes de esto.
Livia la miró, pero no respondió.
—Ve a quitarte esas zapatillas. —La niña
desapareció, y Jaycie se dirigió a Annie: —Me habían
dicho que habías regresado a la isla, pero no esperaba
verte aquí arriba.
—No tengo cobertura en la cabaña y tenía que
hacer unas llamadas —explicó Annie acercándose,
aunque sin abandonar la protección de los árboles.
En la adolescencia, mientras que Theo Harp y su
hermana gemela eran morenos, Jaycie era rubia, y
seguía siéndolo. Aunque ya no estaba tan esquelética
como entonces, sus hermosos rasgos seguían
ligeramente indefinidos, como si viviera tras una lente
empañada. Pero ¿por qué estaba allí?
—Ahora soy el ama de llaves de Harp House —
explicó como si le ley era el pensamiento. Annie no
podía imaginar un trabajo más deprimente. Jaycie
señaló la cocina. —Pasa —dijo.
Annie no podía entrar, y tenía la excusa perfecta.
—Lord Theo me ha ordenado que me mantenga
alejada de la casa. —El nombre se le quedó pegado a
los labios como si fuera aceite rancio.
Jaycie había sido siempre más seria que ellos y no
reaccionó ante la ironía de Annie. Ser la hija de un
langostero borracho la había cargado con las
responsabilidades de un adulto, y aunque era un año
menor que Annie y dos que los gemelos Harp, parecía
la más madura de los cuatro.
—Theo solo baja de noche —aseguró—. Ni
siquiera sabrá que estás aquí.
Al parecer, Jaycie no sabía que Theo no se
limitaba a hacer incursiones nocturnas en la planta
inferior.
—No puedo.
—Por favor —insistió Jaycie—. Estaría bien
mantener una conversación con una persona adulta
para variar.
Su invitación era más bien una súplica. Annie se
lo debía todo y, por más que deseaba negarse, irse
habría estado mal. Recobró la compostura y recorrió
deprisa el patio trasero por si acaso Theo estaba
espiándolas. Al subir los peldaños flanqueados por las
gárgolas, tuvo que recordarse que los días en que Theo
la aterrorizaba habían terminado.
Jaycie se quedó en el umbral de la puerta trasera.
Vio que Annie contemplaba el hipopótamo morado
que le asomaba de manera incongruente bajo una axila
y el osito de peluche rosa que se le veía bajo la otra.
—Son de mi hija —aclaró.
Livia era hija de Jaycie, pues. No de Theo.
—Las muletas me lastiman las axilas —explicó
Jaycie mientras retrocedía para que Annie entrara en el
recibidor trasero—. Los uso a modo de cojines.
—Y dan tema de conversación.
Jaycie se limitó a asentir, con una seriedad que no
concordaba con los peluches.
A pesar de todo lo que había hecho por Annie
aquel verano, años atrás, nunca habían sido íntimas.
Durante las dos breves visitas que Annie había hecho a
la isla tras el divorcio de su madre, había ido a ver a
Jaycie, pero sus encuentros habían sido incómodos
debido a la reserva de su salvadora.
Annie restregó las botas en el felpudo.
—¿Qué te pasó?
—Resbalé en el hielo hace dos semanas. No te
preocupes por las botas —indicó al ver que Annie se
agachaba para descalzarse—. El suelo está tan sucio
que un poco de nieve no importa. —Se dirigió con
dificultad hacia la cocina.
Annie se quitó las botas igualmente y se
arrepintió en cuanto el frío del suelo de piedra le
traspasó los calcetines. Tosió y se sonó la nariz. La
cocina estaba más oscura de lo que recordaba, hasta el
hollín de la chimenea. Había más cacharros
amontonados en el fregadero que en su visita anterior,
dos días antes; la basura rebosaba y el suelo pedía a
gritos una escoba. El lamentable estado de la cocina la
incomodó.
Livia había desaparecido y Jaycie se dejó caer en
una silla ante la larga mesa de cocina.
—Ya sé que está todo hecho un desastre —
aseguró—, pero desde mi accidente, ha sido un
infierno intentar hacer mi trabajo.
Rezumaba una tensión que Annie no recordaba,
reflejada no solo en las uñas mordidas sino también en
los movimientos rápidos y nerviosos con las manos.
—El pie debe de dolerte —comentó.
—No podría haberme pasado en peor momento.
Mucha gente se maneja bien con las muletas, pero no
es mi caso, la verdad. —Se levantó una pierna con las
manos para descansar el pie en la silla más cercana—.
Theo ya no me quería aquí, y ahora que todo se está
viniendo abajo... —Alzó las manos y las dejó caer de
nuevo en su regazo—. Siéntate. Te ofrecería café, pero
es demasiado trabajo.
—No quiero nada —la tranquilizó Annie.
Cuando se sentaba, Livia entró en la cocina abrazada
a un maltrecho gatito de peluche a rayas blancas y
rosas. Ya no llevaba el abrigo ni las zapatillas, y las
vueltas de sus pantalones de pana morados estaban
empapadas. Jaycie lo vio pero parecía resignada—.
¿Cuántos años tienes, Livia? —preguntó a la pequeña
con una sonrisa.
—Cuatro —respondió Jaycie por su hija—. Livia,
el suelo está frío. Ve a ponerte las zapatillas. La niña se
marchó otra vez, sin pronunciar palabra.
Annie quería preguntar a Jaycie por Livia, pero
como no quería ser indiscreta, habló sobre la cocina.
—¿Qué pasó aquí? Todo ha cambiado mucho.
—¿A que es horrible? Cynthia, la mujer de Elliott,
está obsesionada con todo lo británico, aunque ella es
de Dakota del Norte. Se le metió en la cabeza
convertir Harp House en una casa solariega inglesa del
siglo diecinueve y logró convencer a Elliott para que se
gastara una fortuna en las reformas, incluida esta
cocina. Tanto dinero para algo tan feo. Y el verano
pasado ni siquiera vinieron.
—Parece una locura —comentó Annie, y apoyó
los talones en el travesaño de la silla para apartar los
pies del suelo.
—Mi amiga Lisa... Tú no la conoces. No estaba
en la isla aquel verano. A Lisa le encanta lo que
Cynthia hizo, pero ella no tiene que trabajar aquí. —Se
miró las uñas mordidas—. Me ilusioné mucho cuando
Lisa me recomendó a Cynthia para el puesto de ama
de llaves después de que Will se marchara. Es
imposible encontrar trabajo aquí en invierno. —La silla
crujió cuando intentó encontrar una postura más
cómoda—. Pero ahora que me he roto el pie, tengo
miedo de que Theo me despida.
—Típico de Theo Harp dar una patada a alguien
indefenso —dijo Annie con la mandíbula tensa.
—Ahora está distinto. No sé. —Su expresión
melancólica recordó a Annie algo que casi había
olvidado, la forma en que Jaycie miraba a Theo aquel
verano, como si no hubiera nada más en el mundo—.
Supongo que esperaba que nos viéramos más. Que
habláramos o algo.
O sea que Jaycie todavía sentía algo por Theo.
Annie recordó estar celosa de la dulce belleza rubia de
Jaycie a pesar de que Theo no le prestara demasiada
atención. Procuró hablar con tacto.
—Tal vez tendrías que considerarte afortunada.
Theo no es lo que se dice una buena opción romántica.
—Supongo que no. Se ha vuelto más bien raro.
Nadie viene aquí y él apenas va al pueblo. Deambula
por la casa toda la noche, y de día, o bien monta a
caballo o bien está en la torre escribiendo. Es donde se
aloja, no en la casa en sí. Puede que todos los
escritores sean raros. Me paso días sin verlo.
—Yo estuve aquí hace un par de días y me lo
encontré nada más llegar.
—¿En serio? Debió de ser cuando Livia y yo
estuvimos en cama enfermas, de lo contrario te habría
visto. Dormíamos casi todo el día.
Annie recordó aquella cara en la ventana del
primer piso. Puede que Jaycie hubiera dormido, pero
Livia...
—¿Theo vive en la torre que solía ocupar su
abuela?
Jaycie asintió y colocó bien el pie en la silla.
—Tiene su propia cocina. Antes de romperme el
pie, se la abastecía. Ahora, como no puedo subir
escaleras, tengo que enviárselo todo en el montaplatos.
Annie recordaba muy bien aquel montaplatos.
Un día Theo la había metido dentro y la había dejado
entre dos pisos. Echó un vistazo al viejo reloj de
pared. Necesitaba echar un sueñecito. ¿Cuándo podría
marcharse?
Jaycie sacó un móvil del bolsillo, otro teléfono
inteligente de alta tecnología, y lo dejó sobre la mesa.
—Me envía mensajes de texto cuando necesita
algo, pero ahora mismo no puedo hacer demasiado.
Ya no quería contratarme al principio, pero Cynthia
insistió. Ahora está buscando una excusa para librarse
de mí.
A Annie le habría gustado decir algo
esperanzador, pero Jaycie tenía que conocer a Theo lo
suficiente para saber que haría exactamente lo que
quisiera. Jaycie toqueteó una reluciente pegatina de
My Little Pony pegada en la superficie toscamente
labrada de la mesa de la servidumbre.
—Livia significa mucho para mí. Es lo único que
me queda —no lo dijo autocompadeciéndose sino más
bien exponiendo una realidad—. Si pierdo este empleo,
no habrá ninguno más —sentenció, levantándose con
dificultad—. Perdona mi verborrea. Paso mucho
tiempo sin poder conversar más que con una niña de
cuatro años.
Una niña de cuatro años que no parecía hablar.
Jaycie se dirigió titubeante hacia un anticuado
refrigerador de dimensiones considerables.
—Tengo que preparar la cena —dijo.
—Deja que te ayude. —A pesar de lo cansada que
estaba, le haría sentir bien hacer algo por otra persona.
—No te preocupes. —Abrió el refrigerador y,
curiosamente, dejó a la vista el interior de un aparato
muy moderno. Examinó su contenido—. Cuando
crecía, lo único que quería era largarme. Y entonces me
casé con un langostero y me quedé atrapada aquí.
—¿Lo conocía yo?
—Puede que no, pues era mucho mayor. Ned
Grayson. El hombre más atractivo de la isla. Durante
un tiempo me hizo olvidar lo mucho que detestaba
vivir aquí. — Sacó de la nevera un bol cubierto con
papel film—. Murió el verano pasado.
—Lo siento.
—No lo sientas —repuso con una risita
compungida—. Resultó que tenía muy mal genio y
unos puños fuertes que solía utilizar. Sobre todo
conmigo.
—Oh, Jaycie... —Su aire de vulnerabilidad hacía
que imaginar a alguien maltratándola fuera el doble de
espantoso.
Jaycie se metió el bol bajo el brazo libre y lo
apretó contra su cuerpo.
—Es irónico. Pensé que mis días de huesos rotos
se habían acabado cuando él murió —soltó mientras
cerraba la puerta del refrigerador con la cadera, lo que
le hizo perder el equilibrio en el último instante. Las
muletas le cayeron al suelo, junto con el bol, que se
rompió con un estallido de cristales y de chile—.
¡Mierda!
Se le llenaron los ojos de lágrimas de rabia. El
chile salpicó el suelo, el aparador, sus vaqueros y sus
zapatillas deportivas. Había trozos de cristal por todas
partes.
—Ve a asearte —dijo Annie, acercándose a ella—.
Ya me encargo yo de esto.
Jaycie se apoyó en el refrigerador y se quedó
mirando aquel desastre.
—No puedo depender de los demás. Tengo que
cuidar de mí misma.
—Ahora no —la contradijo Annie con toda la
firmeza que pudo—. Dime dónde hay un cubo.
Se quedó el resto de la tarde. Por más cansada que
estuviera, no iba a dejar a Jaycie así. Limpió el chile
del suelo y lavó los platos del fregadero, tratando de
disimular su tos cuando Jaycie estaba cerca. Todo el
rato estaba pendiente de Theo Harp. Saber que estaba
tan cerca de ella le ponía los nervios de punta, pero no
iba a permitir que Jaycie lo notara. Antes de irse, hizo
algo impensable: preparó la cena de Theo.
Contempló el plato de sopa de tomate de lata, las
hamburguesas, el arroz hervido instantáneo y el maíz
congelado.
—No tendrás matarratas por aquí, ¿verdad? —dijo
mientras Jaycie cojeaba por la cocina—. Da igual. Esta
comida ya es bastante asquerosa tal como está.
—No se dará cuenta. No le importa nada la
comida.
«Lo único que le importa es lastimar a la gente.»
Llevó la bandeja con la cena por el pasillo trasero.
Al dejarla en el montaplatos, recordó el miedo que
había pasado al estar atrapada dentro de aquel espacio
tan reducido, a oscuras, hecha un ovillo con las
rodillas contra el pecho. Habían castigado a Theo a
estar encerrado en su cuarto dos días, y solo ella se
había percatado de que Regan, su hermana gemela, se
había colado dentro para hacerle compañía.
Mientras que Theo era malo y egoísta, Regan era
dulce y tímida. Salvo cuando Regan estaba tocando el
oboe o escribiendo poemas en su libreta morada,
ambos hermanos eran inseparables. Annie sospechaba
que Regan y ella se habrían hecho buenas amigas si
Theo no se hubiera asegurado de lo contrario.
—No sé cómo darte las gracias —dijo Jaycie con
lágrimas en los ojos cuando Annie por fin se dispuso a
marcharse.
—Ya lo hiciste. Hace dieciocho años —respondió
Annie, disimulando su fatiga. Vaciló, porque sabía lo
que tendría que hacer y no quería, pero finalmente
tomó la única decisión con la que podría vivir consigo
misma—. Mañana volveré para ayudarte un rato.
—¡No tienes por qué! —Jaycie abrió unos ojos
como platos.
—Me irá bien. Así no le daré vueltas a la cabeza
—mintió, y entonces se le ocurrió algo—. ¿Hay Wi-Fi
aquí? —Cuando Jaycie asintió, esbozó una sonrisa—.
Perfecto. Traeré mi portátil. Me estarás ayudando tú a
mí. Tengo que buscar cierta información.
—Gracias. Significa mucho para mí —dijo Jaycie,
secándose las lágrimas con un pañuelo de papel, y fue
en busca de Livia.
Annie recogió su abrigo. A pesar de su
extenuación, se alegraba de haber hecho algo para
saldar su vieja deuda. Empezó a ponerse los guantes y
titubeó un instante. No podía dejar de pensar en el
montaplatos.
—Adelante —susurró Scamp —. Te mueres de ganas
de hacerlo.
—¿No te parece que es algo inmaduro? —respondió
Dilly.
—Desde luego —dijo Scamp.
Annie recordó sus días de adolescente, cuando
estaba desesperada por gustar a Theo. Cruzó
sigilosamente la cocina. Recorrió el pasillo trasero con
discreción hasta el final y se quedó mirando el
montaplatos. Edgar Allan Poe tenía el monopolio de
«Nunca más», y «Rosebud» no era lo que se dice
aterrador. «Morirás en siete días», era demasiado
específico. Pero había visto mucha televisión cuando
estaba enferma, incluida Apocalypse Now...
Abrió la puerta del montaplatos, agachó la cabeza
y gimió de modo escalofriante:
—Horror... —La palabra se elevó por el hueco
como el siseo de una serpiente—. Horrooooor...
Se le puso carne de gallina.
—¡Enfermizo! —exclamó Scamp, encantada.
—Infantil pero gratificante —opinó Dilly.
Annie regresó por donde había venido y salió de
la casa. Se dirigió hacia el camino sin apartarse de las
sombras para no ser vista desde la torre. Harp House
tenía por fin el fantasma que se merecía.

CAPÍTULO 3
Despertó con un ánimo más positivo. La idea de
ir volviendo loco a Theo Harp era tan
gratificantemente retorcida que no podía evitar sentirse
mejor. Era imposible que escribiera aquellos libros
espantosos sin una gran imaginación, y ¿qué sería más
justo que utilizar esa imaginación en su contra? Pensó
en qué más podría hacer y se imaginó a Theo con una
camisa de fuerza puesta y tras los barrotes de un
manicomio.
—¡Con algunas serpientes reptando a su alrededor! —
añadió Scamp.
—Bah, no te será tan fácil alterarlo —soltó el
desdeñoso Leo.
Annie se desenredó el cabello con un peine. Se
puso unos vaqueros, una camiseta interior, otra gris de
manga larga y una sudadera que había sobrevivido
quién sabe cómo a sus días de universitaria. Al salir del
dormitorio hacia el salón, vio lo que había hecho por
la noche antes de acostarse. Los cráneos de pájaros
que Mariah tenía expuestos en un cuenco coronado
con alambre de púas estaban ahora en una bolsa de
basura. Puede que su madre y Georgia O’Keeffe
encontraran bonitos aquellos huesos, pero ella no, y si
tenía que pasarse dos meses allí, quería sentirse por lo
menos un poquito como en casa. Por desgracia, la
cabaña era demasiado pequeña para esconder la silla
tornasolada con forma de sirena en algún sitio. Había
intentado sentarse en ella y se le habían clavado en la
espalda unos pechos de sirena.
Había encontrado dos cosas que la habían
inquietado: un ejemplar del Portland Press Herald de
hacía siete días y una bolsa de café recién molido en la
cocina. Alguien había estado allí recientemente.
Tomó una taza de aquel café y se obligó a comer
una tostada con mermelada. Le horrorizaba pensar
que tenía que volver a Harp House. Pero, por lo
menos, tendría acceso a internet. Observó el cuadro del
árbol invertido. Quizá al acabar el día sabría quién era
R. Connor y si su obra tenía algún valor.
No podía posponerlo más. Metió el bloc del
inventario, el portátil y unas cosas más en la mochila,
se abrigó bien, y empezó el poco apetecible trayecto
hacia Harp House. Al cruzar el extremo de la
marisma, vio el puente peatonal de madera. Rodearlo
significaba alargar la caminata, así que debería dejar de
evitarlo. Lo haría. Pero no hoy.
Annie había conocido a Theo y Regan Harp dos
semanas después de que Mariah y Elliott hubieran
viajado al Caribe y regresado casados. Los gemelos
estaban subiendo los escalones del acantilado desde la
playa. Regan había aparecido primero, con sus largas
piernas bronceadas y el cabello moreno ondeando
alrededor de sus bellas facciones. Entonces había visto
a Theo. Incluso con dieciséis años, flacucho, con algo
de acné en la frente y una cara demasiado pequeña
para su nariz, era arrebatador, distante, y ella se quedó
fascinada. Él, en cambio, la observó con indisimulado
aburrimiento.
Annie quería gustarles, pero su seguridad en sí
mismos la intimidaba tanto que en su presencia se
inhibía. Mientras que Regan era agradable y dulce,
Theo era grosero y sarcástico. Elliott solía consentirlos
para intentar compensar que su madre los hubiera
abandonado a los cinco años, pero insistía en que
incluyeran a Annie en sus actividades. Theo la invitó a
regañadientes a navegar con ellos en su velero. Pero
cuando Annie llegó al muelle que había entre Harp
House y Moonraker Cottage, Theo, Regan y Jaycie ya
habían zarpado sin ella. Al día siguiente se había
presentado una hora antes y ellos no aparecieron.
Una tarde, Theo le dijo que fuera a ver los restos
de un viejo barco langostero que había cerca, en la
playa, y ella descubrió, demasiado tarde, que se
habían convertido en uno de los puntos de nidificación
de las gaviotas de la isla. Se habían lanzado en picado
hacia ella, le habían dado con las alas y una le había
golpeado la cabeza en una escena sacada de Los pájaros
de Hitchcock. Annie recelaba de los pájaros desde
entonces.
La letanía de fechorías de Theo había sido
interminable: dejarle pescados entre las sábanas,
hacerle malas pasadas en la piscina, abandonarla a
oscuras en la playa una noche. Annie se deshizo de los
recuerdos. Por suerte, nunca volvería a tener quince
años.
Empezó a toser, y al detenerse para intentar
recuperar el aliento se percató de que era la primera
vez que lo hacía aquella mañana. Es posible que
estuviera mejorando por fin. Se imaginó sentada ante
una mesa cálida con un ordenador cálido en una
oficina cálida, realizando un trabajo que quizá la
mataría de aburrimiento, pero le supondría una paga a
final de mes.
—¿Y nosotros qué? —gimió Crumpet.
—Annie necesita un trabajo de verdad —intervino la
sensata Dilly —. No puede ser ventrílocua toda la vida.
Scamp metió baza:
—Tendrías que haber hecho muñecos porno. Podrías
haber cobrado mucho más por los espectáculos.
Los muñecos porno había sido una idea que
Annie se había planteado cuando tenía la fiebre muy
alta.
Finalmente llegó a lo alto del acantilado. Al pasar
ante la cuadra, oyó el relincho de un caballo. Se ocultó
rápidamente entre los árboles, justo a tiempo de ver
cómo Theo salía por la puerta. Annie tenía frío incluso
con el abrigo puesto, pero él solo llevaba un jersey gris
marengo, unos vaqueros y botas de montar.
Dejó de caminar. Ella se mantenía detrás de él,
pero los árboles que la tapaban eran escasos y rogó que
no se diera la vuelta.
Una ráfaga de viento creó un derviche
fantasmagórico en la nieve. Theo cruzó los brazos y se
sacó el jersey por la cabeza. No llevaba nada debajo.
Lo miró estupefacta. Estaba allí plantado,
desnudo de cintura para arriba con el cabello moreno
agitado por el viento, desafiando al invierno de Maine.
Annie podría haber estado mirando una de aquellas
telenovelas famosas por aprovechar cualquier excusa
para dejar descamisado al galán de turno. Solo que
hacía un frío de mil demonios, Theo Harp no era
ningún galán y la única explicación para su gesto era
que estaba loco.
Vio cómo apretaba los puños, alzaba el mentón y
dirigía una mirada hacia la casa. ¿Cómo podía alguien
tan atractivo ser tan cruel? Su torso fibroso, su ancha
y musculosa espalda, la forma en que plantaba cara a
las inclemencias del tiempo... Era todo muy extraño.
No parecía tanto un mortal como parte del paisaje: un
ser primitivo que no necesitaba las sencillas
comodidades humanas del calor, la comida... el amor.
Se estremeció bajo el abrigo y contempló cómo él
entraba en la torre con el jersey oscilando a un
costado.

***

Fue conmovedor lo contenta que se puso Jaycie al


verla.
—No me puedo creer que hayas vuelto —soltó
mientras Annie colgaba la mochila y se quitaba las
botas.
—Si no lo hacía, me habría perdido toda la
diversión —aseguró con una expresión jubilosa. Echó
un vistazo a la cocina. A pesar de la penumbra, tenía
mejor aspecto que el día anterior, pero seguía estando
horrible.
Jaycie avanzó pesadamente hacia la mesa,
mordiéndose el labio inferior.
—Theo va a despedirme —murmuró—. Lo sé.
Como está todo el rato en la torre, cree que no es
necesario que haya nadie en la casa. Si no fuera por
Cynthia... —Se aferró con tanta fuerza a las muletas
que se le quedaron los nudillos blancos—. Esta
mañana vio aquí a Lisa McKinley, que ha ido por mí a
recibir el barco del correo. No creí que lo supiera, pero
me equivocaba. Detesta que haya nadie por aquí.
—¿Cómo va a encontrar entonces a su siguiente víctima
de asesinato? —preguntó Scamp —. A no ser que sea
Jaycie...
—Yo la protegeré —anunció Peter muy ufano—. Es
lo que hago. Proteger a las damas en apuros.
Jaycie se colocó bien las muletas y el hipopótamo
rosa movió incongruentemente la cabeza arriba y abajo
cerca de su axila.
—Me envió un mensaje para decirme que no
quiere que Lisa vuelva por aquí —explicó con el ceño
fruncido—. Que les diga que le guarden la
correspondencia en el pueblo hasta que él pueda ir a
buscarla. Pero Lisa ha estado trayendo también
provisiones cada semana. ¿Qué voy a hacer ahora? No
puedo perder este empleo, Annie. Es lo único que
tengo.
Annie intentó animarla.
—Pronto tendrás mejor el pie y podrás conducir.
—Eso no es todo. No le gusta que haya niños en
la casa. Le dije lo modosa que es Livia y le prometí
que ni siquiera sabría que estaba aquí, pero la niña no
para de salir a escondidas. Me da miedo que la vea.
Annie se calzó las zapatillas deportivas que había
llevado.
—A ver si lo entiendo. Por capricho de lord Theo,
¿una niña de cuatro años no puede salir a jugar al aire
libre? Eso no está bien.
—Supongo que puede hacer lo que quiera; la casa
es suya. Además, mientras yo vaya con muletas, no
puedo salir con ella y tampoco quiero que esté fuera
sola.
Annie no soportaba la forma en que Jaycie
excusaba todo lo que Theo hacía. Después de tantos
años debería darse cuenta de qué clase de persona era,
pero parecía seguir encandilada con él.
—Tal vez estuviera encandilada con él cuando eran
críos —susurró Dilly —. Ahora Jaycie es una mujer adulta.
Tal vez lo que siente sea algo más profundo.
—Eso no es nada bueno —comentó Scamp —. Nada
bueno... —repitió.
Livia entró en la cocina. Vestía los pantalones de
pana del día anterior y llevaba una caja de plástico
transparente llena de lápices de colores y un
manoseado papel de dibujo.
—Hola, Livia —la saludó Annie con una sonrisa.
La pequeña agachó la cabeza.
—Es muy tímida —dijo Jaycie.
Livia se acercó a la mesa, se encaramó a una silla
y se puso a dibujar. Su madre enseñó a Annie dónde se
guardaban las cosas de la limpieza sin dejar de
disculparse.
—No tienes por qué hacerlo. De verdad. Es mi
problema, no el tuyo.
—¿Por qué no miras qué puedes hacer respecto a
las comidas del señor? —la interrumpió Annie—. Ya
que no secundaste mi idea del matarratas, tal vez
podrías encontrar alguna seta venenosa.
—No es tan malo, Annie —aseguró Jaycie,
sonriente. Mentira.
Al cargar trapos del polvo y una escoba al pasillo
principal, miró con inquietud la escalera. Ojalá Jaycie
tuviese razón y la aparición de Theo cuatro días atrás
hubiera sido una excepción. Si se enteraba de que ella
estaba haciendo el trabajo de Jaycie, se buscaría otra
ama de llaves.
La mayoría de las habitaciones de la planta baja
estaban cerradas para conservar el calor, pero había
que limpiar el vestíbulo, el despacho de Elliott y el
deprimente solario. Con sus limitadas fuerzas, decidió
considerar prioritario el vestíbulo, pero cuando hubo
quitado las telarañas y el polvo de los paneles de
madera de las paredes, ya estaba resollando. Regresó a
la cocina y encontró a Livia sola, todavía sentada a la
mesa con los lápices de colores.
Había estado pensando en la niña, así que fue al
recibidor trasero en busca de la mochila, donde tenía a
Scamp. Annie había confeccionado los atuendos de
sus muñecos, incluidas las medias de colores, la falda
rosa y la camiseta amarilla con una reluciente estrella
morada de Scamp. Una diadema con una amapola
verde de trapo mantenía sus rebeldes rizos naranja en
su sitio. Se colocó el muñeco en el antebrazo y colocó
los dedos en las palancas que accionaban su boca y sus
ojos. Volvió a la mesa con Scamp escondida a la
espalda.
Cuando la niña despegó el lápiz colorado del
papel, Annie se sentó en diagonal respecto a ella. Al
instante, Scamp asomó la cabeza para mirar a Livia.
—¡La, la, la! —cantó con aquella voz que usaba
para llamar la atención—. Yo, Scamp, conocida también
como Genevieve Adelaide Josephine Brown, ¡declaro que hoy
hace un día precioso!
Livia levantó de golpe la cabeza y se quedó
mirando el muñeco. Scamp se inclinó para intentar ver
qué estaba pintando la niña, de tal modo que sus
rebeldes rizos le ocultaron la cara.
—A mí también me encanta dibujar. ¿Puedo ver lo que
has hecho?
Livia, sin apartar los ojos del muñeco, tapó el
papel con el brazo.
—Vale, hay cosas que son privadas —dijo Scamp —.
Pero yo soy de las que comparte sus talentos. Como el canto.
Livia ladeó la cabeza, llena de curiosidad.
—Soy una cantante maravillosa —peroró Scamp —.
Aunque no comparto mis canciones increíblemente fabulosas
con cualquiera. Lo mismo que tú tus dibujos. No tienes por
qué compartirlos con nadie.
Livia apartó la mano de su dibujo. Cuando Scamp
agachó la cabeza sobre el papel para examinarlo,
Annie tuvo que fiarse de lo que alcanzaba a divisar con
el rabillo del ojo: algo parecido a una figura humana y
una casa toscamente trazada.
—¡Fabuloso! —exclamó Scamp —. Yo también soy
una gran artista. —Ahora le tocó a ella ladear la
cabeza—. ¿Te gustaría oírme cantar?
Livia asintió.
Scamp abrió los brazos y empezó a cantar una
versión cómicamente operística de Soy una taza que
siempre arrancaba carcajadas a sus espectadores más
pequeños. Livia la escuchó atentamente pero no
sonrió, ni siquiera cuando Scamp empezó a cambiar la
letra. «Un plato hueco, un plato alado, un chaparrón. ¡Olé!»
La canción hizo toser a Annie, que lo disimuló
haciendo que Scamp se pusiera a bailar como una loca.
Al final, el muñeco se dejó caer sobre la mesa.
—Ser fabulosa es agotador —aseguró. Livia asintió,
muy seria.
Annie había aprendido que cuando se trata con
niños conviene parar cuando llevas ventaja. Scamp se
levantó y sacudió la cabeza llena de rizos.
—Es la hora de mi siesta. Au revoir. Hasta la vista...
—Y desapareció bajo la mesa.
Livia se agachó para ver dónde había ido el
muñeco, pero mientras lo hacía, Annie se levantó y se
puso a Scamp delante para taparla con el cuerpo
mientras se dirigía al recibidor para guardarla de nuevo
en la mochila. No miró a Livia, pero al salir de la
cocina notó que la niña la estaba observando.
Más tarde, mientras Theo estaba fuera, Annie
aprovechó su ausencia para llevar la basura hasta los
bidones metálicos que había detrás de la cuadra. Al
regresar a la casa, echó un vistazo a la piscina vacía.
Un conjunto antiestético de desechos congelados se
había amontonado en el fondo. Incluso en pleno
verano, el agua de Peregrine Island era gélida, y ella y
Regan nadaban sobre todo en la piscina; Theo prefería
el océano. Si el oleaje era fuerte, cargaba la tabla de
surf en la trasera de su Jeep y se iba a Gull Beach.
Annie había anhelado ir con él, pero le daba tanto
miedo su rechazo que no se había atrevido a pedírselo.
Un gato negro dobló despacio la esquina de la
cuadra y alzó los ojos amarillos hacia ella. Annie se
quedó inmóvil. Oyó una voz de alarma en su cabeza.
—¡Largo de aquí! —siseó. El gato la miró
fijamente.
—¡Vete! —dijo, y corrió hacia él agitando los
brazos—. ¡Lárgate! Y no vuelvas. No si sabes lo que te
conviene.
El felino se escabulló.
Las lágrimas acudieron repentinamente a sus ojos.
Parpadeó para librarse de ellas y volvió a entrar en la
casa.

***

Aquella noche durmió otras doce horas. Después,


dedicó el resto de la mañana a trabajar en su
inventario de la sala de la cabaña para catalogar
muebles, cuadros y objetos como la diosa tailandesa.
El día anterior había estado demasiado ocupada en la
casa principal para hacer ninguna búsqueda, pero hoy
encontraría un rato. Mariah jamás había necesitado
que nadie determinara el valor de sus posesiones; lo
había hecho por sí misma, y Annie haría lo mismo.
Por la tarde, se metió el portátil en la mochila y subió
a pie a Harp House. Tenía agujetas debido al ejercicio
poco habitual, pero solo tuvo un acceso de tos antes de
llegar a la cima.
Limpió el despacho de Elliott, incluido el feo
armario de nogal oscuro para armas, y lavó los platos
del día anterior mientras Jaycie se ocupaba de la
comida de Theo.
—No soy demasiado buena cocinera —
comentó—. Un motivo más para que me despida.
—En eso no puedo ayudarte —dijo Annie.
Annie vio otra vez al gato negro y salió sin el
abrigo para ahuyentarlo. Luego se sentó con el portátil
en la cocina, pero el Wi-Fi de la casa precisaba
contraseña, algo que tendría que haber previsto.
—Yo siempre uso el móvil que me dio Theo —
indicó Jaycie al sentarse a raspar unas zanahorias—.
Nunca he tenido que usar ninguna contraseña.
Annie probó sin fortuna varias combinaciones de
nombres, cumpleaños e incluso nombres de
embarcaciones. Estiró los brazos para descargar los
hombros, miró la pantalla y tecleó despacio
«Regan0630», la hora en que Regan Harp se ahogó
después de que su velero volcara delante de la isla
durante una tempestad. Tenía veintidós años y
acababa de licenciarse, pero para Annie siempre sería
un ángel moreno de dieciséis años que tocaba el oboe y
escribía poemas.
La puerta se abrió de golpe, y Annie se volvió.
Theo Harp entró con paso airado en la cocina
arrastrando a Livia.
CAPÍTULO 4
Era como si lo hubiera transportado hasta allí una
violenta borrasca. Pero lo que más alarmaba de su
estruendosa aparición no era su expresión, sino la niña
aterrada con la boquita abierta en un escalofriante grito
silencioso.
—¡Livia! —exclamó Jaycie, y al abalanzarse hacia
su hija perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente al
suelo acompañada de sus muletas. Annie se levantó de
un brinco y se dirigió hacia él, demasiado horrorizada
por lo que estaba ocurriendo para ayudar a Jaycie.
—¿Qué te propones?
—¿Qué me propongo yo? —replicó Theo con el
ceño fruncido de rabia—. ¡Estaba en la cuadra!
—¡Suéltala! —Annie le quitó la niña, que estaba
tan asustada como ella. Jaycie ya había logrado
sentarse en el suelo, así que le dejó a Livia en el regazo
y se colocó instintivamente entre ellas y Theo—. ¡No
te acerques! —le advirtió.
—¡Oye, que el paladín soy yo! —se quejó Peter—.
Proteger a los demás es cosa mía.
—¡Estaba en mi cuadra! —exclamó Theo. Su
presencia llenaba la tenebrosa cocina y se llevaba todo
el aire.
—¿Podrías bajar un poco la voz? —exigió Annie
tras tomar aliento. Jaycie soltó un gritito ahogado.
—La niña no estaba simplemente en la puerta —
añadió Theo sin hacer caso—. Estaba en el box de
Dancer. ¡Dentro! Ese caballo es muy asustadizo.
¿Tienes idea de lo que podía haberle pasado? Y te dije
que no te acercaras a esta casa. ¿Por qué estás aquí?
Ella se obligó a no dejarse intimidar esta vez, pero
no podía igualarlo en furia.
—¿Cómo se metió en el box?
—¡Y yo qué sé! —Su mirada reflejó la acusación—
. Puede que no estuviera cerrado.
—O sea, se te olvidó cerrarlo. —Le habían
empezado a temblar las piernas—. ¿Tal vez pensabas
sacar a tu caballo durante otra tormenta de nieve?
Había conseguido que dejara de prestar atención a
Jaycie y Livia. Por desgracia, ahora la concentraba en
ella.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —insistió
Theo, y flexionó las manos como preparándose para
asestarle un puñetazo. Sus muñecos la salvaron.
—¡Esa lengua! —repuso usando el tono de
reproche de Dilly. Menos mal que se acordó de mover
los labios al hacerlo.
—¿Por qué estás en mi casa? —le espetó él.
Annie no podía permitir que supiera que había
estado ayudando a Jaycie.
—En la cabaña no hay Wi-Fi y lo necesito.
—Usa el de otro sitio.
—Si no le haces frente —advirtió Scamp —, volverá a
salirse con la suya.
—Te agradecería que me dieras la contraseña —
pidió Annie, levantando el mentón. Él la miró como si
acabara de salir de una cloaca.
—Te dije que no te acercaras a esta casa.
—¿Ah, sí? No me acuerdo. Jaycie me dijo que no
podía estar aquí pero no le hice caso —mintió, y para
asegurarse de que lo entendía, añadió—: Ya no soy
tan modosita como antes.
Jaycie hizo un ruidito en lugar de guardar silencio,
lo que hizo que Theo se volviera a fijar en ella.
—Ya sabes en qué quedamos, Jaycie.
—Intenté mantener a Livia alejada de ti, pero... —
explicó, estrechando a la niña contra su pecho.
—Esto no funcionará —soltó Theo—. Tendré que
tomar una decisión.
Y con esta altanera afirmación, se volvió para
marcharse, como si ya no hubiera más que decir.
—¡Deja que se marche! —aconsejó Crumpet.
Pero Annie no podía hacerlo, así que se plantó
delante de él.
—¿De qué vas, tío? ¡Mírala! —Señaló con el dedo
a Jaycie, esperando que no advirtiera lo mucho que
temblaba—. ¿De verdad estás pensando en echar a la
calle a una viuda que no tiene un centavo y a su hija en
pleno invierno? ¿Se ha petrificado del todo tu corazón?
Olvídalo. Es una pregunta retórica.
Él la contempló con la expresión molesta de
alguien a quien revolotea un mosquito fastidioso.
—No es asunto tuyo.
Detestaba las confrontaciones, pero Scamp no, de
modo que se metió en la piel de su álter ego.
—Porque soy una persona compasiva. ¿Conoces
el significado de «compasiva»? —Los espléndidos ojos
azules de Theo se ensombrecieron—. Livia no volverá
a entrar en la cuadra porque te acordarás de cerrar la
puerta. Y tu ama de llaves está haciendo un trabajo
excelente aun con un pie lesionado. Te ha preparado la
comida, ¿no? Mira la cocina. Está inmaculada. —
Como era una exageración, buscó su punto débil—: Si
despides a Jaycie, Cynthia contratará a alguien más.
Piénsalo. Otra desconocida invadiendo tu intimidad.
Curioseando en Harp House. Observándote.
Interrumpiéndote mientras trabajas. Intentando
incluso charlar contigo. ¿Es eso lo que quieres?
Aunque él resollaba, ella vio su victoria en la
ligera tensión de sus ojos, en el vago gesto de sus
hermosos labios. Theo dirigió una mirada a Jaycie,
que seguía sentada en el suelo abrazando a Livia.
—Voy a salir un par de horas —soltó con
brusquedad—. Limpia la torre mientras estoy fuera.
No te acerques al segundo piso.
Se marchó mostrando la misma rudeza con la que
había entrado.
Livia se chupaba el pulgar. Jaycie le besó las
mejillas antes de levantarse ayudada de las muletas.
—No puedo creer que le hayas hablado así.
Annie tampoco.

***

La torre tenía dos entradas: una desde el exterior


y otra desde el primer piso de la casa. Como Jaycie no
podía subir escaleras, Annie fue la encargada de hacer
el trabajo.
La torre estaba construida sobre unos cimientos
más altos que el resto de Harp House, por lo que su
planta baja estaba al mismo nivel que el primer piso de
la casa en sí, y la puerta situada al final del pasillo
superior de la casa daba directamente al salón
principal de la torre. Nada parecía haber cambiado
desde la época en que la abuela de los gemelos se
alojaba allí. Las paredes angulares de color beige
servían de escenografía para una recargada decoración
de los años ochenta, con objetos desgastados que se
veían difusamente debido a la hilera de ventanas
orientadas al mar.
Una raída alfombra persa cubría la mayor parte
del suelo de parqué, y había un sofá beige de gruesos
brazos y cojines con flecos bajo un par de paisajes al
óleo amateurs. Unos grandes candelabros de madera
de pie con altas y gruesas velas blancas intactas se
hallaban bajo un reloj de péndulo detenido a las once
y cuatro minutos. Era la única parte de Harp House
que no parecía haber retrocedido dos siglos, pero era
igual de lúgubre.
Se adentró en la pequeña cocina con el
montaplatos en la pared del fondo. En lugar de un
montón de platos sucios, los que le habían enviado
desde la cocina principal con las comidas estaban
limpios y colocados en un escurridor de plástico azul.
Sacó una botella de limpiador de debajo del fregadero,
pero no lo utilizó enseguida. Jaycie solo le preparaba
la cena. ¿Qué comía el resto del día el señor de los
infiernos? Dejó la botella y abrió los armarios.
No vio ningún ojo de tritón ni dedo de rana.
Ningún globo ocular salteado ni uñas fritas. En lugar
de eso encontró cajas de cereales Cheerios y Wheaties.
Nada demasiado dulce. Nada divertido. Pero tampoco
trozos de cuerpo humano conservados.
Como quizá esa fuera su única posibilidad de
explorar, siguió curioseando. Algunas latas comunes.
Un paquete de seis botellas de agua con gas cara, una
bolsa grande de café en grano de primera calidad, y
una botella de whisky bueno. Había unas cuantas
piezas de fruta en la encimera, y al mirarlas le resonó
la voz de la malvada reina en la cabeza: «Toma una
manzana, preciosa...»
Se dirigió hacia el refrigerador, donde encontró
zumo de tomate, un pedazo de queso duro, aceitunas
negras y latas sin abrir de un paté asqueroso. No era
sorprendente que le gustara comer vísceras.
El congelador estaba prácticamente vacío, y el
cajón para verduras solo contenía zanahorias y
rábanos. Echó otro vistazo a la cocina. ¿Dónde estaba
la comida basura, las bolsas de nachos y los botes de
helado? ¿Dónde estaba el montón de patatas fritas de
bolsa, el alijo de mantequilla de cacahuete? Nada
salado ni crujiente. Ningún capricho dulce. A su
manera, esa cocina era tan horripilante como la otra.
Tomó el limpiador y dudó un instante. ¿No había
leído en alguna parte que había que limpiar empezando
por arriba?
—A nadie le gustan los fisgones —dijo Crumpet con
su voz altiva.
—Como si tú no tuvieras ningún defecto —replicó
mentalmente Annie.
—La vanidad no es un defecto. Es una vocación.
Sí, Annie quería curiosear e iba a hacerlo. Ahora
tenía tiempo para ver qué tenía Theo exactamente en
su guarida.
Las doloridas pantorrillas le protestaron al subir la
escalera hasta el primer piso. Vio la puerta cerrada que
daba a la buhardilla del segundo piso, donde se
suponía que Theo escribía su segunda novela sádica. O
tal vez descuartizaba cadáveres.
La puerta del dormitorio estaba abierta. Se asomó
para echar un vistazo. Salvo unos vaqueros y una
sudadera a los pies de la cama mal hecha, daba la
impresión de que seguía viviendo allí una anciana.
Paredes color hueso, cortinas estampadas con rosas de
Jericó, una butaca frambuesa sin brazos, una otomana
redonda y una cama de matrimonio cubierta con una
colcha beige. Desde luego, no había hecho nada para
sentirse cómodo.
Volvió al pequeño pasillo y dudó un instante antes
de subir los seis peldaños hasta el prohibido segundo
piso. Abrió la puerta.
La habitación pentagonal disponía de un techo de
madera a la vista y cinco ventanas angostas y
desnudas con arcos puntiagudos. Los toques humanos
que faltaban en todas partes eran también visibles en
aquella estancia. Un escritorio en forma de L
sobresalía de una pared, abarrotado de papeles,
estuches de cedés vacíos, un par de libretas, un
ordenador de mesa y unos auriculares. Al otro lado de
la habitación, una estantería metálica negra industrial
contenía diversos aparatos electrónicos, incluido un
sistema de audio y un pequeño televisor de pantalla
plana. Había montones de libros en el suelo, bajo las
ventanas, y un portátil junto a una butaca
redondeada.
La puerta se abrió con un crujido.
Annie dio un respingo y se giró de golpe.
Theo entró con una bufanda negra en las manos.
—Ya trató de matarte una vez —auguró Leo con
desdén—. Puede volver a intentarlo.
Ella tragó saliva y apartó los ojos de la pequeña
cicatriz blanca en el extremo de la ceja, la cicatriz que
le había hecho ella.
Theo se le acercó, con la bufanda sujeta ahora a
modo de mordaza, o quizá de trapo empapado de
cloroformo. ¿Cuánto rato tendría que apretárselo
contra la nariz para dejarla inconsciente?
—Este piso está prohibido —dijo Theo—. Pero
eso ya lo sabías. Y aun así, estás aquí.
Se pasó la bufanda alrededor del cuello y sujetó las
puntas con las manos. Annie se quedó muda. Tuvo
que recurrir otra vez a Scamp para armarse de valor.
—Eres tú quien no tendría que estar aquí. —Rogó
que no oyera el temblor en su voz normalmente
firme—. ¿Cómo voy a husmear si no te vas cuando
dices?
—Muy graciosa. —Tiró de las puntas de la
bufanda.
—Es... es culpa tuya, la verdad. —Tenía que
ocurrírsele algo deprisa—. No habría venido aquí si me
hubieras dado la contraseña que te pedí.
—¿Qué dices?
—Mucha gente la tiene pegada al ordenador. —
Juntó las manos a la espalda.
—Yo no.
—Mantente firme —ordenó Scamp —. Que vea que
ahora está tratando con una mujer y no con una adolescente
insegura.
Se le habían dado muy bien las clases de
improvisación, así que echó el resto.
—¿No te parece un poco tonto?
—¿Tonto?
—Bueno, vale, lo que sea. Pero... ¿y si olvidas la
contraseña? Tendrías que llamar a la compañía
telefónica. —Carraspeó y tomó aliento—. Ya sabes
cómo va la cosa. Te tendrán horas al aparato
escuchando una grabación que te recuerda lo
importante que es tu llamada. O una musiquita
machacona. ¿No se te hace eterno? A mí, al cabo de
un rato, me dan ganas de suicidarme. ¿De veras quieres
pasar por ese calvario cuando una simple nota
adhesiva previene el problema?
—O un simple correo electrónico —ironizó él—.
Dirigo.
—¿Qué?
Theo soltó la bufanda y se dirigió hacia la ventana
más cercana, donde había un telescopio enfocado hacia
el océano.
—Me has convencido. La contraseña es Dirigo.
—¿Qué clase de contraseña es esa?
—Es el lema del estado de Maine. Significa
«dirijo». También significa que te has quedado sin
excusa para husmear.
En eso llevaba razón. Ella avanzó hacia la puerta.
Theo levantó el telescopio del trípode y lo llevó
hasta otra ventana.
—¿Crees que no sé que estás haciendo el trabajo
de Jaycie por ella?
—¿Qué más te da, mientras el trabajo se haga? —
replicó Annie, que debería haberse imaginado que lo
sabría.
—Porque no te quiero por aquí.
—Entendido. Preferirías despedir a Jaycie.
—No necesito a nadie en la casa.
—Claro que sí. ¿Quién, si no, abriría la puerta
cuando estás durmiendo en el ataúd?
Sin hacerle caso, Theo miró por el telescopio y lo
ajustó. A Annie se le erizó el vello de la nuca: él se
había puesto ante la ventana orientada hacia la cabaña.
—Eso te pasa por meterte con un chiflado —bufó el
desdeñoso Leo.
—Tengo un telescopio nuevo —comentó Theo—.
Con buena luz, es increíble todo lo que puedo ver. —
Levantó ligeramente el aparato—. Espero que los
muebles que moviste no fueran demasiado pesados
para ti.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—No olvides cambiar las sábanas de mi cuarto —
dijo sin volverse—. No hay nada mejor que el contacto
de las sábanas limpias sobre la piel desnuda.
Annie no iba a dejar que viera lo mucho que la
seguía asustando. Se obligó a girar despacio para
encaminarse hacia la escalera. Tenía todas las razones
del mundo para decir a Jaycie que no podía hacer más
su trabajo. Todas las razones del mundo, salvo la
certeza de que no podría vivir consigo misma si
permitía que el miedo que le provocaba Theo Harp la
obligara a abandonar a la chica que una vez le había
salvado la vida.
Trabajó lo más rápido que pudo. Quitó el polvo
de los muebles del salón, pasó el aspirador por la
alfombra, fregó la cocina y después, con aprensión, fue
al cuarto de Theo. Encontró las sábanas limpias, pero
quitar las de la cama era algo demasiado personal,
íntimo. Apretó la mandíbula y lo hizo de todos modos.
Al tomar un trapo, oyó que la puerta de la
buhardilla se cerraba, el ruido de una llave en la
cerradura y unos pasos que bajaban la escalera. No
quería volverse, pero lo hizo.
Theo estaba en la puerta, con un hombro apoyado
en el quicio. La recorrió con la mirada empezando por
el cabello alborotado hacia los pechos, apenas visibles
bajo el grueso jersey, y descendiendo hacia las caderas,
donde la posó un instante antes de seguir hacia abajo.
Su repaso era calculado. Tenía algo invasivo e
inquietante. Finalmente, se volvió para marcharse.
Y entonces sucedió.
Un escalofriante sonido entre gemido y gruñido
resonó en la habitación. Theo se detuvo en seco. Annie
alzó los ojos hacia la buhardilla.
—¿Qué ha sido eso?
Con el ceño fruncido, él abrió la boca como si
quisiera dar una explicación, pero no pronunció
ninguna palabra. Un momento después se había ido.
La puerta de abajo se cerró de golpe. Annie apretó la
mandíbula.
«Cabrón. Te lo tienes bien merecido.»

***

La respiración de Theo formó vaho al abrir la


puerta de la cuadra, el sitio donde siempre iba cuando
necesitaba reflexionar. Había creído que lo había
previsto todo, menos que Annie volviera, pero no iba a
consentirlo.
El interior olía a heno, estiércol, polvo y frío.
Años atrás, su padre había tenido hasta cuatro caballos
en aquella cuadra, animales que se alojaban en el
establo de la isla cuando la familia no estaba en
Peregrine. Ahora su caballo castrado negro era el único
que había.
Dancer relinchó y asomó la cabeza por el box.
Theo nunca había imaginado que volvería a verla, pero
allí estaba. En su casa. En su vida. Y el pasado había
regresado con ella. Acarició el morro del animal.
—Estamos solos tú y yo, chico —dijo—. Tú y
yo... y los nuevos demonios que han venido a
rondarnos.
El caballo sacudió la cabeza. Theo abrió la puerta
del compartimento. No podía dejar que aquello
continuara. Tenía que librarse de ella.

CAPÍTULO 5
Pasar las noches sola en la cabaña había asustado
a Annie desde el principio, pero aquel día fue peor
todavía. Las ventanas carecían de cortinas, y Theo
podía observarla en cualquier momento con su
telescopio. Dejó las luces apagadas, tropezó por la casa
a oscuras y al acostarse se tapó hasta la cabeza. Pero
la oscuridad le hizo recordar la forma en que todo
había cambiado.
Había ocurrido poco después del incidente del
montaplatos. Regan estaba en una clase de equitación
o encerrada en su cuarto escribiendo poemas. Annie
estaba sentada en las rocas de la playa, soñando con
ser la estupenda y bonita actriz protagonista de una
gran película cuando Theo se le acercó y se sentó a su
lado, con unos shorts caqui que le iban demasiado
grandes y le dejaban las largas piernas al descubierto.
Un cangrejo ermitaño se escabulló en una charca de
marea a sus pies. Theo le habló con la mirada puesta
en el mar, en el sitio donde empezaban a formarse las
olas.
—Siento lo que ha pasado, Annie. Todo ha sido
un poco extraño.
Ella era tan boba que lo perdonó al instante.
A partir de entonces, siempre que Regan estaba
ocupada, Theo y Annie salían juntos. Él le enseñó
algunos de los lugares que más le gustaban de la isla.
Empezó a confiarle cosas, al principio vacilante, pero
poco a poco se fue sincerando más. Le contó lo mucho
que detestaba su internado, y que estaba escribiendo
relatos cortos que no mostraba a nadie. Habló sobre
sus libros preferidos. Annie se convenció de que era la
única chica a la que se había confiado, y le enseñó
algunos de los dibujos que hacía a escondidas para que
Mariah no los criticara. Finalmente, la besó. A ella. A
Annie Hewitt, un espantajo larguirucho de quince
años con la cara demasiado larga, los ojos demasiado
grandes y el cabello demasiado rizado.
Después de aquello, cada vez que Regan no
estaba lo pasaban juntos, normalmente en la cueva,
durante la marea baja, montándoselo en la arena
mojada. Él le tocaba el pecho por encima del bañador
y ella creía que se moría de felicidad. Cuando le bajó la
parte superior, le dio vergüenza que sus senos no
fueran más grandes e intentó cubrirse con las manos.
Él se las apartó y le acarició los pezones con los dedos.
Estaba extasiada.
Poco después se tocaban con excitación. Él le
bajó la cremallera de los pantalones cortos y le metió
la mano en las bragas. Ningún chico la había tocado
allí. Le introdujo el dedo. Estaba llena a rebosar de
hormonas. Orgásmica al instante.
Ella también lo tocó, y la primera vez que notó la
humedad en la mano, creyó que lo había lastimado.
Estaba enamorada.
Pero entonces todo cambió. Él empezó a evitarla
sin motivo. Y también a ningunearla delante de su
hermana y Jaycie: «No seas tan gansa, Annie. Te
portas como una cría.»
Annie intentó hablar con él a solas para averiguar
por qué se estaba portando así, pero él la evitó.
Encontró un puñado de sus preciadas novelas góticas
en el fondo de la piscina.
Una tarde soleada de julio cruzaron el puente
peatonal de la marisma. Annie iba algo adelantada,
seguida de Jaycie y los gemelos. Había estado
intentando impresionar a Theo con lo sofisticada que
era hablando sobre su vida en Manhattan.
—He ido en metro desde que tenía diez años y...
—Deja de fanfarronear —la cortó Theo. Y acto
seguido le dio un empujón en la espalda.
Annie se cayó del puente y aterrizó de bruces en
las aguas turbias. Las manos y los antebrazos se le
hundieron en el fango y el lodo se le pegó a las
piernas. Al intentar levantarse, unas briznas medio
podridas de spartina y una maraña de cianobacterias se
le enredaron en el cabello y la ropa. Escupió el fango y
quiso restregarse los ojos, pero no pudo y se echó a
llorar.
Al final, tuvieron que sacarla de allí Regan y
Jaycie, tan horrorizadas como ella. Annie se había
raspado una rodilla y perdido las sandalias de piel que
se había comprado con su propio dinero. Las lágrimas
le resbalaban por el barro de sus mejillas mientras
permanecía plantada en el puente como una criatura
salida de una película de terror.
—¿Por qué has hecho eso?
—No me gustan los fanfarrones —respondió
Theo, mirándola impávido.
—¡No se lo cuentes a nadie, Annie! —le suplicó
Regan con lágrimas en los ojos—. ¡Por favor, a nadie!
O Theo se meterá en un buen lío. No volverá a hacer
nunca algo así. Prométeselo, Theo.
Él se marchó sin prometer nada.
Annie no se lo contó a nadie. Entonces. No lo
hizo hasta mucho después.

***

La mañana siguiente, recorrió la cabaña


intentando recuperarse de una noche de poco descanso
antes de hacer la temida caminata hasta Harp House.
Terminó en el estudio, a salvo del telescopio de Theo.
Su madre había ampliado la parte trasera de la casa
para convertirla en una zona de trabajo espaciosa y
bien iluminada. Las manchas de pintura en el suelo de
madera eran testimonio del desfile de artistas que
habían trabajado allí a lo largo de los años. Una colcha
roja asomaba bajo unas cajas de cartón depositadas
sobre la cama que había quedado en un rincón. Junto a
ella había un par de sillas de madera con asiento de
mimbre pintadas de amarillo.
Las paredes azul celeste de la habitación, la
colcha roja y las sillas amarillas tenían que recordar el
cuadro El dormitorio en Arlés de Van Gogh, mientras
que el trampantojo mural de tamaño natural de la
pared más larga mostraba el morro de un taxi que se
estrellaba contra el escaparate de una tienda. Esperaba
que el mural no fuera el legado porque no alcanzaba a
imaginar cómo podría vender una pared entera.
Imaginó a su madre en aquella habitación,
alimentando el ego de los artistas de una forma que
nunca hizo con el de su propia hija. Mariah creía que
había que cuidar a los artistas, pero se negaba a animar
a su hija a dibujar o actuar, aunque a Annie le
encantaban ambas cosas.
«El mundo del arte es un nido de víboras. Aunque
tengas mucho talento, algo que tú no tienes, se te come
vivo. No quiero eso para ti.»
A Mariah le habría ido mucho mejor con una de
aquellas niñas obstinadas a las que les daba igual la
opinión de los demás. Pero ella había tenido una hija
tímida que vivía de sus sueños. Aun así, al final, Annie
había sido la fuerte y había apoyado a su madre, que
ya no podía cuidar de sí misma.
Dejó la taza de café a un lado al oír un vehículo
que se acercaba. Fue al salón y miró por la ventana,
justo a tiempo de ver cómo una destartalada camioneta
blanca se detenía al final del camino. Se abrió la puerta
y salió una mujer voluminosa de unos sesenta años.
Llevaba un abrigo de plumón gris y un par de
resistentes botas negras que se hundieron en la nieve.
Aunque ningún gorro le cubría el cardado cabello
rubio, una bufanda a rombos negros y verdes le
rodeaba el cuello. Se inclinó hacia la camioneta y
recogió una bolsa de regalo rosa de la que rebosaba
algo envuelto en papel frambuesa.
Annie se alegró tanto de ver a alguien no
relacionado con Harp House que casi tropezó con la
alfombra al apresurarse hacia la puerta. Al abrirla,
cayó nieve del tejado.
—Soy Barbara Rose —se presentó la mujer
mientras la saludaba simpáticamente con la mano—.
Ya llevas casi una semana aquí. Me pareció que ya era
hora de que alguien viniera a ver cómo te va. —El
carmín rojo contrastaba con su tez pálida, y cuando
subió los peldaños, Annie vio unas manchitas de rímel
en las ligeras bolsas que tenía bajo los ojos.
—Gracias por enviarme a tu marido el primer día
—dijo Annie, haciéndola pasar y quitándole el
abrigo—. ¿Te apetece un café?
—Me encantaría. —Bajo el abrigo, unos
pantalones elásticos negros y un jersey azul marino le
envolvían las voluminosas curvas. Se quitó las botas
para seguir a Annie a la cocina con la bolsa de regalo y
su fuerte fragancia floral—. Esta isla ya es de por sí
solitaria para una mujer sola, pero aquí, en medio de la
nada... —añadió con un estremecimiento—. Cuando
estás sola, puedes tener disgustos.
No eran exactamente las palabras que Annie
quería oír de una isleña veterana.
Mientras Annie preparaba un poco de café,
Barbara echó un vistazo alrededor de la cocina, donde
vio la colección de saleros y pimenteros en el alféizar
de la ventana, y la serie de litografías en la pared.
—En verano solían venir aquí un montón de
famosos —explicó, casi nostálgica—, pero no recuerdo
haberte visto demasiado.
—Soy más de ciudad —dijo Annie y enchufó la
cafetera.
—Pues Peregrine no es un buen sitio para alguien
de ciudad, especialmente en pleno invierno.
A Barbara le gustaba hablar y, mientras la cafetera
empezaba a borbotear, lo hizo sobre el clima
excepcionalmente frío y sobre lo duro que era el
invierno para las isleñas cuando sus maridos estaban
en el mar embravecido. Annie había olvidado lo
complicadas que eran las leyes que estipulaban cuándo
y dónde podían colocar las nansas los langosteros
profesionales, y Barbara estuvo encantada de
recordárselo.
—Solo pescamos desde principios de octubre
hasta el uno de junio. Entonces nos concentramos en
el turismo. La mayoría de las islas restantes pescan de
mayo a diciembre.
—¿No sería más fácil cuando hace más calor?
—Por supuesto. Aunque, al recoger las nansas,
puede haber problemas, incluso cuando hace buen
tiempo. Pero la langosta sube de precio en invierno,
por lo que pescarla ahora tiene sus ventajas.
Annie terminó de preparar el café. Llevaron las
tazas a la mesa que había junto a la ventana salediza
delantera. Barbara dio a Annie la bolsa de regalo y se
sentó frente a ella. Contenía una bufanda a rombos,
como la de Barbara, solo que blancos y negros.
—Tejer nos mantiene a muchas ocupadas durante
el invierno —dijo Barbara mientras recogía las migas
del desayuno de Annie—. Así no le doy vueltas a la
cabeza. Mi hijo vive ahora en Bangor. Antes veía a mi
nieto todos los días pero ahora tengo suerte si lo veo
cada dos meses. —Se le nublaron los ojos. Se levantó
de golpe y llevó las migas a la cocina. Al regresar, no
había acabado de recobrar la compostura—. Mi hija
Lisa está hablando de irse. Si lo hace, perderé a mis dos
nietas.
—¿La amiga de Jaycie?
—Parece que el incendio de la escuela podría ser
la gota que colmó el vaso —asintió Barbara.
Annie recordó vagamente el pequeño edificio que
había servido de escuela en la isla. Estaba en lo alto de
la colina que se levantaba sobre el embarcadero.
—No sabía que había habido un incendio.
—Ocurrió a principios de diciembre, justo después
de que Theo Harp llegara. Un cortocircuito eléctrico.
La escuela quedó hecha cenizas. —Repiqueteó la mesa
con las uñas pintadas de rojo—. Esa escuela llevaba
cincuenta años educando a los niños de la isla hasta
que tenían que ir a la secundaria, en el continente.
Ahora usamos una vieja caravana estática, que es lo
único que puede permitirse el municipio, y Lisa dice
que no va a dejar que sus hijas sigan yendo a clase en
una caravana.
Annie no culpaba a las mujeres que querían irse.
La vida en una isla pequeña era más romántica en
teoría que en la realidad.
—No soy la única —prosiguió Barbara,
toqueteándose la alianza, un delgado aro de oro con
un diamante minúsculo—. El hijo de Judy Kester está
resistiendo las presiones de su mujer para mudarse a
vivir con los padres de ella en algún lugar de Vermont,
y Tildy... —Movió la mano como si no quisiera seguir
pensando en ello—. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Hasta finales de marzo.
—Siendo invierno es mucho tiempo.
Annie se encogió de hombros. Al parecer, las
condiciones que debía cumplir para ser propietaria de
la cabaña no eran del dominio público y quería que
siguiera así. Si no, daría la impresión de que alguien la
estaba controlando, como si fuera uno de sus muñecos.
—Mi marido siempre me dice que no meta las
narices en los asuntos de los demás —comentó
Barbara—, pero no me perdonaría a mí misma si no te
advirtiera que te será duro vivir aquí sola.
—Estaré bien —mintió Annie.
—Estás lejos del pueblo —insistió Barbara, cuya
expresión de preocupación no resultaba alentadora—.
Y he visto tu coche... Sin carreteras asfaltadas, no te
servirá de nada este invierno.
Algo que Annie ya había deducido.
Antes de irse, Barbara la invitó a las partidas de
bunco de la isla.
—Somos sobre todo abuelas, pero haré que esté
Lisa. Tiene una edad más cercana a la tuya.
Annie aceptó sin vacilar. No le apetecía jugar al
bunco, pero necesitaba charlar con alguien aparte de sus
muñecos y de Jaycie, quien, a pesar de lo dulce que
era, no era lo que se dice una conversadora
estimulante.

***

Un ruido despertó a Theo. Esta vez no era otra


pesadilla, sino un sonido fuera de lugar. Abrió los ojos
y escuchó.
Incluso en medio del aturdimiento debido al
sueño, no tardó en reconocer lo que estaba oyendo: las
campanadas del reloj de la planta inferior. Tres...
cuatro... cinco...
Se incorporó en la cama. Aquel reloj llevaba sin
funcionar desde que su abuela Hildy había muerto
hacía seis años.
Apartó las mantas y escuchó. Las melódicas
campanadas sonaban apagadas, pero perfectamente
audibles. Las contó. Siete... ocho... nueve... diez...
Finalmente, acabaron a las doce.
Echó un vistazo al reloj de la mesilla: las tres de la
madrugada. ¿Qué demonios estaba pasando?
Se levantó y bajó al piso inferior. Iba desnudo,
pero el frío le daba igual. Le gustaba sentirse
incómodo. Le hacía sentirse vivo.
El claro de luna creciente se filtraba por las
ventanas y dibujaba barrotes carcelarios en la
alfombra. El salón olía a polvo, a falta de uso, pero el
péndulo del reloj de pared de Hildy oscilaba con un
rítmico tictac y señalaba con sus manecillas las doce.
Aquel reloj llevaba años en silencio.
Puede que se pasara la vida laboral entre personas
malvadas que viajaban en el tiempo, pero no creía en
lo sobrenatural. Sin embargo, había pasado por
aquella habitación antes de acostarse y si el reloj
hubiera estado funcionando entonces, se habría dado
cuenta. Y también estaban aquellos ruidos extraños.
Tenía que haber una explicación para todo, pero
cuál. Eso sí, tendría tiempo para pensar en ello porque
esa noche ya no podría volver a pegar ojo. Daba igual.
El sueño se había convertido en su enemigo, un lugar
siniestro habitado por los fantasmas de su pasado,
unos fantasmas que se habían vuelto mucho más
amenazadores desde la reaparición de Annie.

***

La carretera no estaba tan helada como una


semana antes, cuando Annie había llegado, pero los
baches eran más pronunciados, y tardó cuarenta
minutos en efectuar el recorrido de quince minutos al
pueblo para la partida femenina de bunco. Mientras
conducía, procuró no pensar en Theo Harp, quien
nunca estaba lejos de sus pensamientos. Habían
pasado tres días desde su enfrentamiento en la torre, y
solo lo había visto de lejos. Quería que siguiera así,
pero algo le decía que no sería tan fácil.
Agradecía la oportunidad de alejarse de la
cabaña. A pesar de sus excursiones a Harp House,
había empezado a sentirse mejor físicamente, si bien
no emocionalmente. Se había puesto sus mejores
vaqueros y una de las camisas blancas de hombre de su
madre. Recogerse el indomable pelo hacia arriba,
aplicarse un poco de carmín color caramelo y ponerse
rímel en las pestañas fue todo lo que pudo hacer con lo
que tenía. En ocasiones creía que tendría que
prescindir del rímel para que sus ojos no fueran tan
prominentes, pero sus amigas le decían que era
demasiado crítica consigo misma y que sus ojos
castaños eran su mejor rasgo.
A la derecha de la carretera, el gran embarcadero
de piedra sobresalía en el puerto donde estaban
amarrados los barcos langosteros. Unos cobertizos
cerrados habían sustituido los abiertos que ella
recordaba. Todo era como antes, los visitantes
veraniegos seguían guardando sus embarcaciones de
recreo dentro, junto con las nansas de los langosteros y
las boyas que había que pintar.
A la izquierda se alineaban varios restaurantes,
cerrados en invierno, una tienda de regalos y un par de
galerías de arte. El ayuntamiento de la isla, un
polivalente edificio de tejas grises que también hacía
las veces de oficina de correos y biblioteca, estaba
abierto todo el año. En la colina que se elevaba tras el
pueblo, apenas alcanzaba a distinguir las lápidas
cubiertas de nieve del cementerio. Ladera arriba, con
vistas al puerto, el Peregrine Island Inn permanecía
oscuro y vacío, a la espera de que el mes de mayo le
devolviera la vida.
Las casas del pueblo estaban cerca de la carretera.
En sus jardines laterales había montones de nansas
langosteras, rollos de cable y coches para desguace que
no habían ido a parar a un vertedero fuera de la isla.
La de Rose era muy parecida a las demás: funcional,
cuadrada y con tejado de tejas. Barbara la recibió, le
cogió el abrigo y la condujo hasta la cocina por una
sala que olía a humo de madera y al perfume floral de
la anfitriona.
Unas cortinas verdes recogidas enmarcaban la
ventana sobre el fregadero, y una colección de platos
de souvenir colgaba sobre los oscuros armarios de
madera. Las numerosas fotos dispuestas en el
refrigerador dejaban claro lo orgullosa que estaba
Barbara de sus nietos.
Una octogenaria aún apuesta cuyos pómulos y
nariz ancha sugerían que podía ser una combinación
de raza africana e india americana estaba sentada a la
mesa de la cocina con la única mujer joven aparte de
Annie, una morena menudita de nariz respingona y
gafas de montura rectangular negra con el cabello
cortado a lo paje. Barbara se la presentó como su hija,
Lisa McKinley. Era la amiga de Jaycie, quien la había
recomendado a Cynthia Harp para el trabajo de ama
de llaves.
Annie pronto descubrió que Lisa era a la vez
bibliotecaria voluntaria y propietaria de la única
cafetería y panadería de Peregrine.
—La panadería está cerrada hasta el uno de mayo
—contó Lisa a Annie—. Y no soporto el bunco, pero
quería conocerte.
—Lisa tiene dos niñas preciosas —indicó Barbara,
señalando su galería de fotos de la nevera—. Mis
nietas. Ambas nacieron aquí.
—Mi castigo por haberme casado con un
langostero en lugar de irme con Jimmy Timkins
cuando tuve ocasión —comentó Lisa.
—No le hagas caso. Adora a su marido —aseguró
Barbara antes de presentar a Annie a las demás
mujeres.
—¿No te importa estar sola en esa cabaña? —le
preguntó Marie, una mujer con unas marcadas arrugas
que le descendían desde las comisuras de los labios, lo
que le confería una expresión avinagrada—.
Especialmente teniendo a Theo Harp como único
vecino.
—Soy bastante intrépida —respondió Annie. Los
muñecos que ocupaban su mente se partieron de la
risa.
—Que todo el mundo se sirva bebida —ordenó
Barbara.
—Yo no viviría allí ni por todo el oro del mundo
—insistió Marie—. No mientras Theo esté en Harp
House. Regan Harp era una muchacha muy dulce.
—Marie es muy suspicaz. No le hagas caso —
advirtió Barbara a la vez que accionaba el dispensador
de vino.
—Yo solo digo que Regan Harp sabía navegar tan
bien como su hermano —prosiguió Marie,
impertérrita—. Y no soy la única a la que le parece
raro que zarpara en medio de una borrasca.
Barbara dirigió a Annie, que estaba intentando
asimilar lo que acababa de oír, hacia una silla en una
de las dos mesas.
—No te preocupes si no has jugado nunca. No
cuesta demasiado aprender.
—El bunco es básicamente una excusa para
reunirnos sin los hombres y beber vino. —El
comentario de Judy Kester no era como para
carcajearse, pero Judy parecía reírse de casi todo. Entre
su buen humor y su pelirrojo pelo teñido que parecía la
peluca de un payaso, caía bien enseguida.
—En Peregrine no están permitidos los verdaderos
estímulos intelectuales —soltó Lisa con aspereza—.
Por lo menos en invierno.
—Sigues enojada porque la señora Harp no
regresó el pasado verano. —Barbara tiró los dados.
—Cynthia es amiga mía —dijo Lisa—. No quiero
oír comentarios malos sobre ella.
—¿Como el hecho de que es una esnob? —
Barbara tiró de nuevo los dados.
—No lo es —replicó Lisa—. Que sea culta no
significa que sea esnob.
—Mariah Hewitt era mucho más culta que
Cynthia Harp —comentó Marie con amargura—, pero
no iba por ahí mirando a todo el mundo por encima
del hombro.
A pesar de los problemas que Annie había tenido
con su madre, le resultó agradable oír hablar bien de
ella.
—Cynthia y yo nos hicimos amigas porque
tenemos gustos muy parecidos —explicó Lisa a Annie
cuando le tocó tirar. Annie se preguntó si eso incluiría
los relativos a la decoración.
—Minibunco —soltó alguien en la mesa de al lado.
El juego era tan fácil de aprender como había
indicado Barbara, y poco a poco Annie fue
conociendo los nombres y las personalidades de las
mujeres sentadas a ambas mesas. Lisa se consideraba
una intelectual; Louise, la octogenaria, había llegado a
la isla al casarse. El carácter de Marie era tan agrio
como su rostro, mientras que Judy Kester era divertida
y alegre por naturaleza.
Como bibliotecaria voluntaria de Peregrine, Lisa
llevó la conversación de nuevo a Theo Harp.
—Es un escritor de talento. No tendría que perder
el tiempo escribiendo tonterías como El sanatorio.
—Oh, me encantó ese libro —aseguró Judy, con
un buen humor tan radiante como la sudadera morada
que la proclamaba la MEJOR ABUELA DEL
MUNDO—. Me dio tanto miedo que dormí una
semana con la luz encendida.
—¿Qué clase de hombre escribe sobre esas
torturas espantosas? —preguntó Marie con los labios
fruncidos—. Nunca había leído nada tan espeluznante.
—Lo que hizo que el libro se vendiera tanto fue el
sexo —comentó una mujer rubicunda llamada Naomi.
Con su gran estatura, su pelo teñido de negro cortado
a la taza y su fuerte voz era una persona imponente, ya
Annie no le extrañó saber que capitaneaba su propia
embarcación langostera.
El miembro más elegante del grupo, y propietaria
de la tienda de regalos local, era la pareja de bunco de
Naomi, Tildy, una sexagenaria con el cabello rubio
ralo, un jersey de cuello de pico color cereza y collares
de plata.
—El sexo era lo mejor —aseguró—. Ese hombre
tiene mucha imaginación.
Aunque Lisa tenía más o menos la edad de Annie,
era casi tan puritana como Marie.
—Avergonzó a su familia —dijo—. No me
opongo a las escenas de sexo bien escritas, pero...
—Pero no te gustan las escenas de sexo que
excitan a la gente —terminó la frase Tildy. Lisa tuvo la
gentileza de reír.
—Si no te gustó, fue simplemente porque no
contaba con la aprobación de Cindy —comentó
Barbara al tirar los dados.
—Cynthia —la corrigió Lisa—. Nadie la llama
Cindy.
—¡Bunco! —Judy dio una palmada para tocar la
campanilla de la mesa con tanta fuerza que sus
pendientes de plata en forma de cruces se le
bambolearon en las orejas. Las demás gimieron.
Cambiaron de pareja. La conversación derivó
hacia el precio del propano, la frecuencia con que se
iba la luz y, finalmente, la pesca de la langosta.
Además de averiguar que Naomi tenía su propio
barco, Annie descubrió que la mayoría de las mujeres
había ocupado en algún momento un puesto en la
popa de las embarcaciones de sus maridos realizando
un trabajo peligroso que conllevaba vaciar nansas
pesadas, clasificar su contenido para conservarlo y
ponerles de nuevo anzuelos apestosos. Si Annie no
hubiera abandonado ya cualquier fantasía sobre la vida
en la isla, su conversación la habría devuelto a la cruda
realidad.
Pero el tema principal fue la predicción marítima
y cómo afectaba al transporte de suministros. El gran
transbordador que había llevado a Annie a la isla solo
navegaba una vez cada seis semanas en invierno, pero
un barco más pequeño llegaba semanalmente con
correspondencia, alimentos y otras provisiones. Por
desgracia, la semana anterior unas olas de tres metros y
medio le habían impedido zarpar del continente, por lo
que los isleños tenían que esperar su llegada siete días
más.
—Si a alguien le sobra mantequilla, se la compraré
—dijo Tildy, jugueteando con sus collares de plata.
—Yo tengo mantequilla, pero necesitaría huevos.
—No tengo. Pero me queda algo de pan de
calabacín en el congelador.
—Todas tenemos pan de calabacín —aseguró
Tildy entornando los ojos. Soltaron una carcajada.
Annie pensó en la poca comida que le quedaba y
en que tenía que organizarse mejor a la hora de
encargar provisiones. A menos que quisiera acabar
alimentándose de comida enlatada todo el invierno,
valía más que llamara para hacer su pedido al día
siguiente a primera hora. Y que lo pagara con tarjeta de
crédito...
—Si la semana que viene no llega el ferry, voy a
asar los hámsters de mis nietos —intervino Judy a la
vez que tiraba los dados.
—Tienes suerte de tener todavía aquí a tus nietos
—comentó Marie.
—No sé qué haré si se van. —La expresión de
Judy perdió su alegría habitual.
Louise, la octogenaria, no había comentado nada,
pero Tildy tendió la mano para darle palmaditas en el
frágil brazo.
—Johnny no se irá. Ya lo verás —la animó—. Se
divorciaría de Galeann antes de dejar que le convenza
de irse.
—Espero que tengas razón —dijo la mujer
mayor—. Lo espero de todo corazón.
Al terminar la velada, cuando las mujeres recogían
sus abrigos, Barbara hizo un gesto a Annie para que se
alejara de la puerta.
—He estado pensando en ti desde mi visita, y no
me sentiría bien si no te avisara... Mucha gente cree
que aquí todos formamos una gran familia, pero la isla
tiene su lado oscuro.
«Dímelo a mí», pensó Annie.
—No estoy hablando de la obsesión de Marie con
la muerte de Regan Harp. Nadie cree que Theo fuera
responsable de eso. Pero Peregrine es ideal para las
personas que quieren pasar desapercibidas. Los
capitanes contratan a hombres del continente sin hacer
demasiadas preguntas. A tu madre le entraron
vándalos en casa un par de veces. He visto peleas, a
navajazos. Se pinchan neumáticos. Y no todos los que
vivimos aquí todo el año somos ciudadanos
ejemplares. Si pones nansas en la zona de pesca de
otro demasiado a menudo puede que te encuentres el
cordaje cortado y todo tu equipo en el fondo del mar.
Annie iba a comentar que no tenía ninguna
intención de poner nansas langosteras en ninguna
parte, pero Barbara no había terminado.
—Este tipo de problemas se extiende hacia el
interior. Quiero a la mayoría de los isleños, pero
también tenemos borrachos e indeseables. Como el
marido de Jaycie. Como era apuesto y su familia se
remontaba a tres generaciones, Ned Grayson decidió
que podía hacer lo que quisiera.
«Igual que Theo», pensó Annie.
—Solo digo que allí estás aislada —insistió
Barbara, dándole palmaditas en el antebrazo—. No
tienes teléfono, y estás demasiado lejos del pueblo para
recibir ayuda rápidamente. No bajes la guardia y no te
confíes.
No había que preocuparse por eso.
Annie salió de casa de Barbara con mieditis
aguda. Comprobó dos veces el asiento trasero de su
coche antes de sentarse al volante y se pasó todo el
trayecto de vuelta echando vistazos por el retrovisor.
Aparte de unas ligeras derrapadas y de quedarse casi
sin morro en un bache, regresó sin incidentes. Eso le
dio la confianza suficiente para volver a ir al pueblo
tres días después a pedir prestados unos libros.
Cuando entró en la diminuta biblioteca, Lisa
McKinley estaba a cargo del mostrador mientras que
una de sus pelirrojas hijas corría por la sala. Lisa
saludó a Annie y, acto seguido, le señaló una lista
montada en metacrilato expuesta en la esquina del
mostrador.
—Estas son mis recomendaciones para febrero —
dijo.
Annie repasó los títulos. Le recordaron los libros
pesados y deprimentes que Mariah le obligaba a leer.
—Me gustan los libros un poco más entretenidos
—comentó.
—A Jaycie también —dijo, encorvando un poco
los hombros debido a la decepción—. Cuando Cynthia
estaba aquí, organizábamos recomendaciones de libros
para cada mes del año, pero casi nadie les prestaba
atención.
—Supongo que hay gustos para todo.
En aquel momento la hija de Lisa tiró un montón
de libros infantiles y Lisa se apresuró a recogerlos.
Annie dejó el pueblo con un montón de libros en
rústica y la desaprobación de Lisa. A mitad de camino
de la cabaña vio delante un bache del tamaño de un
cráter.
—¡Mierda! —Apenas pisó el freno, pero el Kia
empezó a derrapar y volvió a salirse de la carretera.
Intentó liberar el coche, pero tuvo el mismo éxito
que en su primer día en la isla. Salió a echar un
vistazo. No estaba tan atascado como la otra vez,
pero sí lo suficiente para necesitar ayuda. ¿Tenía forma
de conseguir ayuda? ¿Llevaba un equipo de emergencia
o un par de bolsas de arena en el maletero como
cualquier isleño sensato? Pues no. No estaba preparada
para vivir en un lugar donde había que ser
autosuficiente.
—Eres un desastre —susurró Leo. Peter, su galán,
no dijo nada.
Miró carretera abajo. El viento, que nunca parecía
remitir, le azotaba el cuerpo.
—¡No soporto este sitio! —gritó, lo que solo sirvió
para provocarle tos.
Echó a andar. El día estaba nublado, como de
costumbre. ¿Brillaba alguna vez el sol en aquella isla
olvidada de Dios? Hundió las manos enguantadas en
los bolsillos y encorvó los hombros, intentando no
pensar en el gorro rojo de lana que se había quedado
sobre la cama, en la cabaña. Seguramente Theo la
estaría mirando en aquel preciso instante por el
telescopio.
Levantó la cabeza de golpe al oír partirse unas
ramas, seguido de un ruido que solo podía proceder de
los cascos de un animal grande. Era un sonido extraño
en una isla donde no había nada más grande que un
gato o un perro. Y un caballo negro.

CAPÍTULO 6
Caballo y jinete surgieron de un grupo de viejas
piceas. Theo refrenó el caballo al verla. Annie notó un
regusto a metal frío en la boca. Estaba sola en una isla
anárquica al final de una carretera desierta con un
hombre que una vez había intentado matarla.
Y podría estar pensando en volver a hacerlo.
—¡Huy ¡Huy! ¡Huy! —los gritos silenciosos de
Crumpet siguieron el ritmo de los latidos del corazón
de Annie.
—Que no se te ocurra rajarte —le ordenó Scamp
cuando Theo se acercó a ella.
Annie no solía tener miedo de los caballos, pero
este era enorme, y le pareció detectar una mirada de
locura en sus ojos. Tuvo la sensación de revivir una
vieja pesadilla y, a pesar de la orden de Scamp,
retrocedió unos pasos.
—Cobarde —se mofó Scamp.
—¿Vas a algún sitio especial? —Theo no iba
vestido adecuadamente para un clima tan frío: una
chaqueta de ante negra y unos guantes; la cabeza
descubierta y ni siquiera una buena bufanda alrededor
del cuello. Pero por lo menos todo era
confortablemente del siglo XXI. Todavía no entendía
lo que había visto aquella primera tarde que se había
cruzado con él a caballo.
Le vinieron a la cabeza las palabras de Marie
durante la partida de bunco: «Yo solo digo que Regan
Harp sabía navegar tan bien como su hermano. Y no
soy la única a la que le parece raro que zarpara en
medio de una borrasca.»
Contuvo su temor metiéndose en el papel de su
muñeco favorito.
—Voy a una velada con los muchos amigos que
tengo en la isla. Y si no aparezco, vendrán a buscarme.
—Theo ladeó la cabeza.—Por desgracia, se me ha
quedado el coche atascado en la cuneta y me iría bien
algo de ayuda para sacarlo de ahí —se apresuró a
añadir. Verse obligada a pedirle ayuda era peor que su
acceso de tos más terrible, y no podía dejarlo así—. ¿O
tendría que buscar a alguien un poco más fuerte?
Theo era muy fuerte, y era una estupidez por su
parte chincharlo.
—No me gusta tu actitud —soltó él tras echar un
vistazo al lugar donde estaba su coche y dirigir después
los ojos hacia ella.
—No eres el primero que me lo dice.
—Tienes una forma muy rara de pedir ayuda —
dijo Theo, y parpadeó como Annie imaginaba que
haría un psicópata.
—Todos tenemos nuestras rarezas. Habría que
empujarlo. —Le horrorizaba darle la espalda, pero lo
hizo igualmente.
Se dirigió hacia su coche oyendo el ruido de
cascos de Dancer en la grava al trotar a su lado. Se
preguntó si Theo habría empezado a creer que Harp
House estaba encantada. Esperaba que sí. El reloj
hacía tictac.
—Te diré lo que haremos —dijo él—. Te ayudaré
si tú me ayudas a mí.
—Me encantaría, solo que me da reparo
descuartizar cadáveres. Demasiados huesos.
¡Maldita sea! Eso era lo que le pasaba cuando
estaba demasiado rato a solas con sus muñecos. Sus
personalidades se apoderaban de ella.
—Nuestras personalidades proceden de ti —señaló
Dilly.
—¿De qué estás hablando? —Theo fingió
perplejidad. Annie dio marcha atrás.
—¿Qué clase de ayuda necesitas? —preguntó, y
añadió mentalmente: «Aparte de la psiquiátrica.»
—Quiero alquilarte la cabaña.
Ella se paró en seco. No sabía qué se había
esperado, pero no era aquello.
—¿Y dónde se supone que voy a alojarme yo?
—Regresa a Nueva York. Este sitio no es para ti.
Te compensaré con creces.
¿De verdad pensaba que era tan idiota? Se metió
las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿De verdad piensas que soy tan idiota?
—Nunca he pensado que seas idiota.
Annie reanudó la marcha, aunque siguió
manteniendo la distancia.
—¿Por qué iba a irme antes de que hayan pasado
mis sesenta días?
Theo bajó la vista hacia ella, fingiendo primero
desconcierto y después disgustado, como si al final lo
hubiera recordado.
—Había olvidado ese detalle.
—Sí, claro. —Annie se detuvo—. ¿Para qué
quieres alquilar la cabaña? Tienes tantas habitaciones
que ni siquiera sabes qué hacer con ellas.
—Para aislarme de todo —soltó con el mismo
desdén que Leo.
—Le daría un puñetazo por ti —comentó Peter,
nervioso—. Pero es un auténtico Sansón.
Tras observar el Kia de Annie, desmontó y ató a
Dancer a una rama al otro lado de la carretera.
—Un coche así no sirve de nada por aquí. Ya
tendrías que saberlo.
—Me compraré otro que sirva.
Theo le dirigió una larga mirada, abrió la puerta
del coche y subió.
—Empuja —ordenó.
—¿Yo?
—El coche es tuyo.
«Gilipollas.» No era lo bastante fuerte para
hacerlo, como él sabía perfectamente, pero estuvo
empujando la trasera del coche mientras él le daba
órdenes desde el interior. No renunció a estar al
volante hasta que ella empezó a toser, y entonces sacó
el coche al primer intento.
Ella tenía la ropa hecha un desastre y la cara
manchada, pero él apenas se había ensuciado las
manos. Lo bueno del caso era que no la había
arrastrado hasta los árboles para degollarla, de modo
que no tenía motivos para quejarse.

***

Al día siguiente, cuando colgaba el abrigo y la


mochila junto a la puerta trasera de Harp House y se
cambiaba las botas por unas zapatillas deportivas,
seguía pensando en su encuentro con Theo. Que no
hubiera tratado de agredirla no significaba que no
fuera a hacerlo. Hasta donde sabía, la había dejado
ilesa solo porque no quería la molestia de una posible
visita de la policía debido a la aparición del cadáver de
una mujer arrastrado por las olas hasta la playa.
«Igual que Regan...» Descartó aquel pensamiento.
Regan era la única persona a la que Theo había
querido en su vida.
Dobló la esquina y, al entrar en la cocina, vio a
Jaycie sentada inmóvil ante la mesa. Llevaba sus
habituales vaqueros y sudadera, lo único que Annie le
había visto puesto, pero esas prendas informales no
acababan de quedarle bien. Tendría que llevar
coquetos vestidos veraniegos y grandes gafas de sol y
conducir un descapotable rojo por una carretera de
Alabama.
Dejó el portátil en la mesa.
—Se acabó —dijo Jaycie, desanimada, sin
mirarla. Apoyó los codos en la mesa y se frotó las
sienes—. Esta mañana me envió un SMS después de
montar a caballo. Decía que tenía que ir al pueblo y
que cuando volviera hablaríamos sobre llegar a otro
acuerdo.
Annie contuvo las ganas de soltar una diatriba.
—Eso no significa por fuerza que vaya a
despedirte. —Era eso exactamente lo que significaba.
Jaycie, con un largo mechón rubio sobre la pálida
mejilla, la miró por fin.
—Las dos sabemos que va a hacerlo. Puedo
quedarme un par de días en casa de Lisa, pero ¿qué
haré después? Mi hija... —Se le contrajo la cara—.
Livia ya lo ha pasado bastante mal.
—Hablaré con él. —Era lo último que Annie
quería hacer, pero no se le ocurría otra forma de
consolar a Jaycie—. ¿Todavía está en el pueblo?
—Fue a tirar la basura reciclable al contenedor
porque yo no podía hacerlo. No puedo culparle por
querer librarse de mí. Me es imposible hacer el trabajo
para el que me contrataron.
Annie sí podía culparlo, y no le gustaba la mirada
melancólica de Jaycie. ¿Le atraían los hombres crueles
o qué?
—Voy a ver qué hace Livia —dijo Jaycie, que se
levantó y tomó las muletas.
Annie quería hacer daño a Theo. Ahora, mientras
estaba fuera de casa. Enviarlo de vuelta al continente.
Cogió una botella de kétchup del refrigerador y subió
al primer piso para acceder a la torre por la puerta
situada al final del pasillo. Se dirigió hacia el único
cuarto de baño de la torre, donde una toalla húmeda
colgaba junto a la ducha.
Parecía que había limpiado el lavabo esa mañana
después de afeitarse. Annie se echó un poco de
kétchup en la mano. No mucho, solo un poco.
Recorrió entonces la esquina inferior izquierda del
espejo con los dedos extendidos para dejar una ligera
mancha. Algo que no fuera demasiado evidente. Algo
que pudiera parecer o no una huella ensangrentada.
Algo tan poco visible que él no supiera si le había
pasado por la mañana o, en caso contrario, qué había
sucedido desde entonces para que estuviera allí.
Sería más gratificante dejarle un cuchillo clavado
en la almohada, pero si iba demasiado lejos, Theo
dejaría de imaginar que había fantasmas y empezaría a
sospechar de ella. Quería que dudara de su cordura,
no que buscara a un posible autor, lo mismo que
esperaba lograr cuando había saboteado el reloj de su
abuela la semana anterior.
Había regresado a Harp House a altas horas de la
noche, un recorrido peligroso que tuvo que obligarse a
hacer. Pero su temor había sido ampliamente
recompensado. Había comprobado antes las bisagras
de la puerta exterior de la torre para asegurarse de que
no chirriaran. No lo hicieron, y nada la delató cuando
entró poco antes de las dos de la madrugada. No le
costó nada colarse sigilosamente en el salón mientras
Theo dormía en el piso superior. Separó el reloj de la
pared lo suficiente para colocar la pila nueva que había
llevado para sustituir la gastada que había quitado
antes. Una vez hecho esto, ajustó la hora para que el
reloj tocara las doce, pero solo después de que ella
estuviera de vuelta a salvo en la cabaña. Una
genialidad.
Pero ese recuerdo no la animó. Después de todo
lo que él había hecho, aquellas bromas parecían más
infantiles que amenazadoras. Tenía que subir el nivel,
pero no se le ocurría cómo hacerlo sin que la pillara.
Oyó un ruido a su espalda. Inspiró hondo y se dio
la vuelta. Era el gato negro.
—¡Dios mío! —Se arrodilló. El minino la miró
con sus ojos dorados—. ¿Cómo entraste aquí? ¿Te
atrajo con alguna artimaña? Tienes que mantenerte
alejado de él. No puedes entrar aquí.
El gato volvió la cabeza y se marchó hacia el
cuarto de Theo. Lo siguió, y vio que se metía bajo la
cama. Se tumbó boca abajo y trató de hacerlo salir.
—Ven, gatito. Ven conmigo.
El animal no se movió.
—Te da de comer, ¿verdad? No dejes que lo haga.
No tienes ni idea de lo que te está poniendo en la
comida. El gato siguió impertérrito.
—¡No seas tonto! —exclamó frustrada—. Estoy
intentando ayudarte.
El felino clavó las uñas en la alfombra, se estiró y
le bostezó en la cara.
Annie alargó el brazo bajo la cama. Cuando el
gato levantó la cabeza y, milagrosamente, empezó a
avanzar hacia ella, Annie contuvo el aliento. Se le
acercó a la mano, se la olió y empezó a lamerle los
dedos.
Un gato al que le encantaba el kétchup.
A condición de que tuviera un poco de kétchup
en los dedos, el gato la dejó cargarlo, sacarlo de la
torre y llevarlo a la cocina de la casa. Como Jaycie
seguía con Livia, no hubo testigos de lo que le costó
meter al cabreado gato en una cesta de pícnic tapada
que encontró en la despensa. El animal aulló como
una sirena de ambulancia durante todo el trayecto
hasta la cabaña.
Cuando lo dejó dentro, tenía los nervios tan
deteriorados como los brazos llenos de arañazos.
—Te aseguro que esto me gusta tan poco como a
ti. —Al abrir la tapa, el gato salió de un salto, arqueó la
espalda y le soltó un bufido.
Llenó un bol de agua. Lo mejor que encontró para
hacerle un lavabo fue un montón de periódicos que
había en el suelo. Aquella noche le daría de comer su
última lata de atún, la que había previsto que fuera su
cena.
Quería acostarse, pero había cometido la
estupidez de prometer a Jaycie que hablaría con Theo.
Mientras volvía a subir a lo alto del acantilado con la
boca y la nariz tapadas con una bufanda, se preguntó
cuánto tiempo más tendría que hacer aquello para
saldar su deuda con Jaycie.
¿A quién pretendía engañar? Apenas había
empezado a hacerlo.
Olió el fuego antes incluso de ver el humo
elevándose de los bidones de basura detrás del garaje.
Como era imposible que Jaycie hubiera recorrido ese
trecho helado, Theo tenía que haber vuelto del pueblo
y estar satisfaciendo su morbosa fascinación por las
llamas.
Cuando eran unos críos, tenía un montón de
madera arrastrada por el mar para poder hacer
hogueras siempre que quisieran.
—Si miras las llamas —le había dicho—, puedes
ver el futuro.
Pero Annie lo había espiado un día que estaba
solo en la playa y le había visto lanzar al fuego lo que
le pareció un pedazo de madera hasta que captó un
brillo morado y cayó en la cuenta de que lo que estaba
quemando era la preciada libreta con los poemas de
Regan.
Aquella noche los había oído pelearse en el cuarto
de Theo.
—¡Has sido tú! —había chillado Regan—. Lo sé.
¿Por qué eres tan malo?
Fuera cual fuese la respuesta de Theo, había
quedado tapada por el ruido de la discusión que Elliott
y Mariah mantenían al pie de la escalera.
Unas semanas después, desapareció el querido
oboe de Regan. Al final, un invitado vio sus restos
carbonizados en uno de los bidones de basura. ¿Era
tan imposible creer que Theo había tenido algo que ver
en la muerte de Regan?
Ojalá no hubiese prometido a Jaycie que hablaría
con él. Pero se armó de valor y se dirigió hacia el
garaje. Vio que Theo había dejado la chaqueta en un
tocón y llevaba solo unos vaqueros y una camiseta gris
de manga larga. Al acercarse, se percató de que
enfrentarse con él recién llegada de la cabaña la
beneficiaba. Theo no sabía que era su segunda visita y
no tendría motivo alguno para relacionarla con las
huellas en su espejo. Jaycie no podía subir la escalera y
Livia era demasiado pequeña para llegar a él, por lo
que solo quedaba la posibilidad de un ser no
demasiado amistoso del otro mundo.
Una lluvia de chispas saltó del bidón. Bajo el
brillo de las brasas rojas, con el cabello tan oscuro, los
fieros ojos azules y los rasgos afilados, mirarlo era
como vislumbrar al lugarteniente del diablo en una
correría invernal.
Crispó los dedos en los bolsillos del abrigo y se
acercó al círculo de fuego.
—Jaycie dice que vas a despedirla.
—¿Eso dice? —Recogió una carcasa de pollo que
había caído al suelo.
—La semana pasada te dije que la ayudaría, y lo
he hecho. La casa está decente y tienes la comida a su
hora.
—Si es que puede llamarse comida a lo que me
subís. —Echó la carcasa al fuego—. El mundo es muy
duro para un corazón tan sufridor como el tuyo.
—Mejor tener un corazón sufridor que carecer de
él. Aunque le des un buen finiquito, ¿cuánto va a
durarle? No es que haya otros empleos esperándola. Y
es una de tus amigas más antiguas.
—Esta mañana tuve que ir en coche a llevar la
basura reciclable al pueblo —se quejó mientras recogía
un puñado de cáscaras de naranja.
—Ya la habría llevado yo.
—Sí, claro. —Echó las cáscaras a las llamas—. Ya
vimos lo bien que te fue ayer tu viaje.
—Fue una excepción —dijo Annie con una
expresión seria.
Theo la contempló, fijándose en sus mejillas, sin
duda, sonrojadas y en el caos enmarañado de pelo que
le asomaba bajo el gorro de lana rojo. No le gustó la
forma en que la estaba mirando. No era amenazadora,
sino más bien como si la estuviera viendo realmente.
Por completo. Golpes y magulladuras. Cicatrices.
Incluso... (intentó deshacerse de aquella impresión)
incluso algunos puntos vírgenes.
En lugar del miedo y el asco que tendría que
haberle provocado aquella forma de mirarla, tuvo el
inquietante deseo de sentarse en uno de los tocones y
contarle sus problemas, como si tuvieran otra vez
quince años. Se la estaba ganando igual que la primera
vez. El odio le salió a borbotones.
—¿Por qué quemaste la libreta de poemas de
Regan?
—No me acuerdo. —Las llamas refulgieron.
—Ella siempre intentaba protegerte. Te defendía
sin importar lo horrible que fuera lo que hubieras
hecho.
—Los gemelos son extraños —soltó casi con
desdén, lo que le recordó tanto a Leo que se
estremeció. Y entonces añadió—: ¿Sabes qué? Tal vez
podamos encontrar una solución.
La mirada calculadora de Theo la llevó a
sospechar que se trataba de otra de sus trampas.
—Ni hablar.
—Como quieras —repuso él, encogiéndose de
hombros. Echó una bolsa llena de basura al fuego—.
Iré a hablar con Jaycie.
La trampa se cerró.
—¡No has cambiado nada! —exclamó Annie—.
¿Qué quieres?
—Quiero usar la cabaña —respondió dirigiendo
hacia ella sus ojos diabólicos.
—No voy a irme de la isla —aseguró Annie
mientras el olor acre del plástico quemado impregnaba
el aire.
—Ningún problema. Solo la necesito de día. —La
reverberación de las llamas le distorsionaba los
rasgos—. Tú puedes pasarte el día en Harp House.
Usar internet. Hacer lo que quieras. Al llegar la noche,
intercambiamos los puestos.
Le había tendido una trampa y ella había caído.
¿Había llegado a decir que iba a despedir a Jaycie o
simplemente las dos lo habían supuesto? Al plantearse
la posibilidad de que todo hubiera sido un ardid
planeado para manipularla, cayó en la cuenta de otra
cosa.
—Eras tú quien usaba la cabaña antes de que yo
llegara. El café que encontré era tuyo. Y el periódico.
—¿Y qué? A tu madre jamás le importó ceder la
cabaña —soltó mientras echaba la última bolsa de
basura al bidón ardiente.
—Mi madre ya no está —replicó Annie. Recordó
el periódico que había encontrado, fechado unos días
antes de su llegada—. Tenías que saber cuándo
llegaba; al parecer todo el mundo lo sabía en la isla.
Pero cuando llegué, no había agua ni calefacción. Lo
hiciste aposta.
—No quería que te quedaras.
No mostró el menor rastro de vergüenza, pero
dadas las circunstancias no iba a darle la medalla de
oro a la sinceridad.
—¿Qué tiene de especial la cabaña? —quiso saber
ella.
—No es Harp House —contestó mientras recogía
la chaqueta del tocón.
—Si detestas tanto esta casa, ¿por qué estás aquí?
—Podría hacerte la misma pregunta.
—No tengo más remedio. —Se caló el gorro hasta
las orejas—. No es tu caso.
—¿Ah, no? —Se echó la chaqueta al hombro y
empezó a andar hacia la casa.
—Acepto, pero con una condición —le gritó,
aunque no estaba en situación de poner condiciones—.
Que pueda utilizar tu Range Rover cuando quiera.
—La llave está colgada junto a la puerta trasera —
aceptó Theo sin detenerse.
Recordó la ropa interior que había dejado
esparcida por el dormitorio y el libro de fotos artísticas
de cariz erótico que estaba abierto en el sofá. Y
también estaba el gato negro.
—De acuerdo. Pero nuestro trato no empieza
hasta mañana. Te traeré la llave de la cabaña por la
mañana.
—No hace falta. Ya tengo una. —Con dos largos
pasos rodeó la cuadra y se perdió de vista.

***

La habían chantajeado, pero Annie también había


obtenido algo a cambio. No solo disponía ahora de un
medio de transporte fiable, sino que tampoco tendría
que preocuparse por encontrarse con Theo durante el
día. Se preguntó si habría encontrado las huellas que le
había dejado en el espejo del baño. Ojalá pudiera oírlo
chillar.
Aquella noche tal vez podría dejarle marcas de
arañazos en la puerta de la torre. A ver qué pensaba de
eso.
Cuando entró, Jaycie estaba sentada a la mesa,
ordenando un montón de colada limpia. Livia levantó
la vista del gran puzle que estaba montando en el
suelo, prestando atención a Annie por primera vez.
Annie sonrió y se juró sacar a Scamp antes de que
acabara el día.
Se acercó a la mesa para ayudar con la colada.
—He hablado con Theo. No tienes que
preocuparte por nada.
—¿De veras? ¿Estás segura? —A Jaycie le
brillaron los ojos.
—Sí —contestó Annie mientras doblaba una
toalla de baño—. A partir de ahora yo haré los recados
en el pueblo, de modo que hazme saber lo que tengo
que hacer.
—Tendría que haber confiado más en él —dijo
casi sin aliento—. Ha sido muy bueno conmigo.
Annie se mordió la lengua.
Trabajaron un rato en silencio. Annie se encargó
de las sábanas y las toallas para no tener que ocuparse
de las prendas personales de Theo. Jaycie tardó lo
suyo doblando un montón de bóxers sedosos,
toqueteando la tela.
—Seguro que son carísimos —comentó.
—Es increíble que una tela tan delicada pueda
aguantar tantas uñas afiladas de mujer. —«Por no
hablar de una parte grande del cuerpo...», pensó
aunque no lo dijo.
—Diría que no —respondió Jaycie, tomándose el
comentario de Annie en serio—. Su mujer murió hace
solo un año, y las únicas mujeres que hay por aquí
somos tú, yo y Livia.
Annie dirigió la vista hacia la niña de cuatro
años. Livia fruncía el ceño, concentrada, al encajar las
piezas del enorme puzle en su sitio. No tenía
problemas de inteligencia, y Annie la había oído
tatarear en voz baja, de modo que a sus cuerdas
vocales no les pasaba nada. ¿Por qué no hablaría?
¿Sería timidez o algo más complicado? Fuera cual
fuese la causa, su mutismo la hacía más vulnerable de
lo habitual a esa edad.
Livia terminó el puzle y salió de la cocina. Annie
pasaba demasiado rato con ellas para desconocer lo
que le pasaba a la pequeña.
—Vi a Livia escribiendo números. Es muy lista.
—Escribe algunos al revés —dijo Jaycie, pero era
evidente que estaba orgullosa de su hija. A Annie no se
le ocurrió otra forma de abordar el asunto que ser
directa.
—No la he oído hablar. A lo mejor lo hace
contigo cuando yo no estoy...
—Yo empecé a hablar tarde. —Jaycie se puso
tensa y habló de modo tan terminante que no dio
margen a hacer más preguntas, pero Annie no estaba
dispuesta a dejarlo correr.
—No quiero entrometerme, pero me gustaría
saber algo más —insistió.
—Estará bien —aseguró Jaycie, y se levantó
apoyándose en las muletas—. ¿Crees que podría
preparar un sándwich de carne picada a Theo para
cenar?
Annie no quería imaginarse lo que pensaría Theo
del sándwich de carne picada de Jaycie.
—Sí. —Se dispuso a abordar un tema más
difícil—. Jaycie, creo que tendrías que procurar que
Theo no vuelva a estar cerca de Livia.
—Ya lo sé. Se enfadó mucho por lo de la cuadra.
—No lo digo solo por eso. Theo es... imprevisible.
—¿Qué quieres decir?
No podía acusarlo directamente de querer lastimar
a Livia porque no sabía si eso era cierto, pero tampoco
podía ignorar la posibilidad.
—No se le dan bien los niños. Y Harp House no
es el lugar más seguro del mundo para un crío.
—Tú no eres isleña, Annie. No sabes cómo son
las cosas aquí —soltó Jaycie casi con
condescendencia—. Los niños de la isla no son unos
mimados. Yo recogía nansas a los ocho años, y creo
que aquí no hay ningún niño que no sepa conducir un
coche al cumplir los diez. No es como en el
continente. Los niños de Peregrine aprenden a ser
independientes. Por eso cuesta tanto impedir que salga
de la casa.
Annie dudaba que ninguno de aquellos niños
independientes de la isla fuera mudo. Aun así, podía
ser que Livia hablara con Jaycie cuando ella no
estuviera. Y puede que se preocupara por nada. Theo
había parecido realmente alterado ante la posibilidad
de que Livia se hiciera daño en la cuadra.
Separó los paños de cocina.
—Theo quiere usar la cabaña durante el día —
anunció.
—Trabajaba mucho en ella hasta que regresaste.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Creía que lo sabías.
Iba a decir que Theo tenía un despacho equipado
en la torre, pero recordó que Jaycie no sabía que había
subido allí. La única forma en que podía soportar
trabajar para él era recordándose que no estaba
trabajando para él, sino saldando su deuda con Jaycie.
Cuando terminó de meter la ropa doblada en el
cesto para guardarla la siguiente vez que Theo
estuviera fuera de casa, llevó el portátil a lo que
tiempo atrás había sido un agradable solario pero que
actualmente, con sus paredes de paneles oscuros y su
gruesa moqueta burdeos, recordaba más bien una
guarida de Drácula. Por lo menos, tenía vistas al
océano, a diferencia del despacho de Elliott. Eligió
una butaca de piel orientada al gran porche delantero
que daba al mar, grisáceo y con embravecidas olas
espumosas ese día.
Abrió el archivo que había creado con el
inventario y se puso a trabajar, esperando no llegar a
tantos callejones sin salida esta vez. Había podido
localizar a la mayoría de los artistas cuyas obras
colgaban en las paredes de la cabaña. El que había
pintado el mural era profesor universitario a tiempo
parcial y su obra no había cuajado, por lo que no
tendría que intentar vender una pared. Las litografías
en blanco y negro de la cocina le reportarían unos
cientos de dólares. R. Connor, el pintor del árbol
cabeza abajo, vendía sus cuadros en ferias de arte a
precios modestos, y teniendo en cuenta la comisión
que tendría que abonar al marchante, apenas le
quedaría nada para pagar sus facturas.
Se permitió buscar el nombre de Theo en Google.
Nunca lo había buscado, y ahora añadió otra palabra a
la búsqueda: esposa.
Solo encontró una foto nítida. Era de un año y
medio antes en una fiesta de etiqueta benéfica para la
Orquesta de Filadelfia. Theo parecía hecho para llevar
un esmoquin, y su mujer, a quien la foto identificaba
como Kenley Adler Harp, era su pareja perfecta: una
belleza patricia de rasgos delicados y larga cabellera
oscura. Tenía algo familiar, aunque no alcanzó a
distinguir qué.
Investigando un poco más obtuvo su necrológica.
Había muerto el febrero anterior, como había dicho
Jaycie. Era tres años mayor que Theo. Se había
licenciado en Bryn Mawr y tenía un máster en
Administración de Empresas por Dartmouth. Una
mujer hermosa e inteligente a la vez. Había trabajado
en el sector financiero y dejado esposo, madre y un par
de tías. No era lo que se dice una familia fértil. No se
mencionaba la causa de la muerte.
¿Por qué le sonaba tanto? El cabello oscuro, los
rasgos perfectamente simétricos... Finalmente cayó en
la cuenta: Regan Harp podría haber tenido aquel
aspecto si hubiera llegado a los treinta.
El ruido de unas muletas interrumpió aquel
pensamiento espeluznante. Jaycie apareció en la
puerta.
—Livia no está. Ha vuelto a salir.
—Iré a buscarla —dijo Annie, y dejó el portátil a
un lado.
—No lo haría si pudiera sacarla yo de vez en
cuando —comentó Jaycie, apoyada en el marco de la
puerta—. Sé que está mal tenerla encerrada así. Dios
mío, soy una madre horrorosa.
—Eres una madre excelente. De todos modos,
necesito un poco de aire fresco.
Lo último que Annie necesitaba era aire fresco.
Estaba harta del aire fresco. Harta de que el viento le
cortara la cara, de que le dolieran los músculos de
andar a rastras tras los gatos, de subir el camino del
acantilado hasta Harp House dos veces al día. Pero
por lo menos estaba empezando a recuperar las
fuerzas.
Dirigió una sonrisa tranquilizadora a Jaycie y se
fue a la cocina para intentar abrigarse. Tras contemplar
su mochila unos instantes decidió que había llegado la
hora de sacar a Scamp.
Livia estaba agazapada bajo las ramas de su árbol
favorito. La nieve se había derretido alrededor del
tronco y la pequeña estaba sentada con las piernas
cruzadas en el suelo moviendo un par de piñas como si
fueran muñequitos.
Una vez deslizó la mano en Scamp, Annie dispuso
la falda rosa del muñeco de modo que le cayera sobre
el antebrazo. Vio que la niña fingía no ver cómo se
acercaba y se sentó finalmente en un saliente rocoso
cerca del árbol. Apoyó entonces el codo en una pierna
y dejó libre a Scamp.
—Psss... Psss...
La p era uno de los sonidos que los ventrílocuos
aficionados trataban de evitar, lo mismo que la m, la b
o la f, que exigen mover los labios. Pero Annie tenía
años de experiencia sustituyendo sonidos, y ni siquiera
los adultos eran capaces de distinguir que utilizaba una
versión suavizada de la t en lugar de la p. El
movimiento era otra distracción que impedía que el
público notara la sustitución de sonidos. Por ejemplo,
decir ni en lugar de mi.
Livia alzó la cabeza con los ojos puestos en el
muñeco.
—¿Te gusta mi ropa?
Scamp empezó a menearse para lucir sus medias
multicolores y su camiseta adornada con una estrella y
sacudió su alborotada melena de hilo.
—Tendría que haberme puesto los vaqueros de
leopardo. La falda me molesta cuando quiero dar una
voltereta o saltar a la pata coja. Claro que tú no puedes saber
eso. Eres demasiado pequeña para saltar a la pata coja.
Livia sacudió la cabeza.
—¿No lo eres?
Después de sacudir otra vez la cabeza, Livia salió
de debajo de las ramas, dobló una pierna y saltó con
dificultad con la otra.
—¡Magnífico! —Scamp aplaudió con sus dos
manitas de tela—. ¿Puedes tocarte los dedos de los pies?
La niña dobló las rodillas y lo hizo de tal modo
que rozó el suelo con las puntas de su cabello castaño.
Y así siguieron un rato. Scamp estuvo pidiendo a
Livia que hiciera cosas hasta que, finalmente, después
de que la niña hubiera dado una serie de vueltas
alrededor de la picea mientras Scamp la apremiaba a
correr cada vez más, el muñeco dijo:
—Estás en una forma increíble para tener solo tres años.
Aquello detuvo a Livia en seco. Miró a Scamp con
el ceño fruncido y le mostró cuatro dedos.
—Perdona, creía que eras más pequeña porque no sabes
hablar.
A Annie le alivió ver que Livia se mostraba más
ofendida que avergonzada. Scamp ladeó la cabeza de
modo que un mechón de pelo naranja le tapó un ojo.
—Debe de ser duro no hablar. Yo no paro de hacerlo.
Hablo, hablo y hablo. Me encuentro fascinante. ¿Y tú?
Livia asintió, muy seria.
Scamp alzó la vista al cielo, como si estuviera
pensando algo.
—¿Has oído hablar de los secretos blindados?
Livia sacudió la cabeza, concentrada en Scamp,
como si Annie no existiera.
—A mí me encanta —aseguró el muñeco—. Si digo
«secreto blindado», puedo contarte lo que sea y tú no puedes
enojarte. Annie y yo lo jugamos y no sabes los secretos tan
horribles que me ha contado, como la vez que me rompió mi
lápiz de colores preferido—. Echó la cabeza atrás, abrió la
boca de par en par y bramó—:¡Secreto blindado!
Livia abrió unos ojos como platos, expectante.
—¡Yo primero! —exclamó Scamp —. Y recuerda: no
puedes enojarte cuando te lo diga. Igual que yo no me enojaré
si me cuentas algo. —Agachó la cabeza y habló bajito,
como quien se confiesa—. Mi secreto blindado es que... al
principio no me caías bien porque tu pelo es bonito y castaño
mientras que el mío es naranja. Y me daba envidia —
explicó y alzó los ojos—. ¿Estás enojada?
La pequeña sacudió la cabeza.
—Muy bien. —Había llegado el momento de
comprobar si Livia aceptaría la relación entre
ventrílocua y muñeco. Fingió susurrar algo a Scamp al
oído.
—¿Tenemos que hacerlo, Annie? —le preguntó
Scamp, girándose hacia ella. Y Annie habló por
primera vez:
—Sí, tenemos que hacerlo.
Scamp suspiró y volvió a dirigirse a Livia.
—Annie dice que tenemos que entrar.
La niña recogió las piñas y se levantó.
Tras dudar un instante, Annie hizo que Scamp se
inclinara hacia la pequeña y le susurrara bastante alto:
—Annie también me dijo que si estás sola y ves a Theo
debes ir corriendo con tu mamá porque él no comprende a los
niños pequeños.
Livia se marchó corriendo hacia la casa, con lo
que Annie no supo qué le había parecido aquella
recomendación.

***

Acababa de oscurecer cuando Annie dejó Harp


House, pero esta vez no regresó a pie a la cabaña y
armada únicamente con una linterna contra su vívida
imaginación. Cogió la llave del Range Rover de Theo
colgada en el recibidor trasero y fue en coche.
Como la cabaña no tenía garaje, sino una plaza de
grava para aparcar a un lado del edificio, estacionó allí
y entró por la puerta lateral. Una vez dentro, encendió
la luz.
La cocina estaba destrozada.

CAPÍTULO 7
Annie examinó el estropicio. Armarios y cajones
abiertos, cubiertos, paños de cocina, cajas y latas
diseminados por el suelo. Dejó la mochila. La basura
que había llenado el cubo estaba esparcida por todas
partes, junto con servilletas de papel, papel film y un
paquete de fideos. Los saleros y pimenteros kitschy de
Mariah seguían en el alféizar de la ventana, pero los
coladores, tazas medidoras y libros de cocina yacían
sobre un lecho de arroz desparramado.
Dirigió la vista hacia el salón en penumbra y se le
erizó la nuca. ¿Y si todavía había alguien en la casa?
Salió por la puerta por la que acababa de entrar, corrió
hacia el coche y se encerró en él.
El sonido de su respiración irregular llenó el
interior. No había número de urgencias al que llamar.
Ningún vecino simpático al que pudiera recurrir. ¿Qué
tenía que hacer? ¿Conducir hasta el pueblo para pedir
ayuda? ¿Y quién iba a ayudarla en una isla sin policía?
Si se perpetraba algún delito grave, la policía tenía que
venir del continente.
Sin policía y sin vigilancia vecinal. Daba igual lo
que pusieran los mapas, había dejado el estado de
Maine para instalarse en el estado de Anarquía.
Su otra opción era volver en coche a Harp House,
pero ese era el último lugar al que podía acudir en
busca de ayuda. Creía que estaba siendo sutil con sus
ruidos espeluznantes y sus bromas fantasmagóricas.
Era evidente que no. Aquello era obra de Theo, su
forma de devolverle la pelota.
Deseó tener un arma igual que los demás isleños.
Aunque acabara disparándose a sí misma, un arma la
haría sentir menos vulnerable.
Examinó el interior del coche de Theo. Un
sistema de audio lujoso, GPS, un cargador de móvil y
una guantera con los documentos y el manual del
automóvil. En el suelo, delante del asiento del
copiloto, había un raspador de hielo, y detrás un
paraguas plegable. Objetos inútiles.
No podía quedarse allí sentada para siempre.
—Yo lo haría —aseguró Crumpet—. Me quedaría
aquí sentada hasta que alguien viniera a rescatarme.
Lo que no iba a pasar. Le dio al interruptor del
maletero y se apeó despacio. Tras mirar alrededor para
comprobar que nadie se le acercaba a hurtadillas, se
dirigió sigilosamente hacia el maletero. Allí encontró
una pala pequeña de mango corto. Exactamente la
clase de útil que un isleño inteligente llevaría para
liberar el coche si se le quedaba atascado.
—O si tuviera que enterrar un cadáver —susurró
Crumpet.
¿Y el gato? ¿Seguiría dentro, o lo habría rescatado
de un supuesto peligro simplemente para llevarlo a la
muerte? Sujetó la pala, sacó la linterna que llevaba en
el bolsillo del abrigo y avanzó con cuidado hacia la
casa.
—Está muy oscuro —soltó Peter—. Creo que me
vuelvo al coche.
La nieve se había derretido y helado, de modo
que no era probable que pudiera encontrar huellas
reveladoras aunque tuviera luz suficiente para verlas.
Se dirigió hacia la fachada de la casa. Supuso que Theo
no se habría quedado por allí después de hacer aquello,
pero no tenía forma de saberlo con certeza. Se abrió
paso entre las anticuadas nansas langosteras de madera
cerca de la puerta principal y se agachó bajo la ventana
del salón. Asomó despacio la cabeza y echó un vistazo
dentro.
Estaba oscuro, pero distinguía lo suficiente para
comprobar que la habitación no se había librado de los
destrozos. El sillón marrón que parecía un asiento de
avión estaba tumbado de lado, el sofá estaba fuera de
su lugar con los cojines desparramados y el cuadro del
árbol colgaba torcido en la pared.
Había empañado el cristal con su aliento. Con
cuidado levantó más la linterna y dirigió la luz al
fondo de la habitación. Habían tirado al suelo los
libros de los estantes y dos cajones de la cómoda Luis
XIV pintarrajeada estaban abiertos de par en par. No
se veía el gato por ninguna parte, ni vivo ni muerto.
Se agazapó y rodeó a tientas la cabaña hacia la
parte trasera, que estaba todavía más tenebrosa, más
aislada. Levantó la cabeza centímetro a centímetro
hasta ver bien su cuarto, pero estaba demasiado oscuro
para distinguir nada. Theo podía estar escondido bajo
la ventana, al otro lado de la pared.
Se armó de valor, levantó la linterna e iluminó la
habitación. Estaba exactamente como la había dejado,
sin otro desorden que el que ella misma había causado
por la mañana.
—¿Qué coño estás haciendo?
Chilló, soltó sin querer la pala y se giró de golpe.
Theo estaba en la penumbra, a cinco metros.
Echó a correr por donde había venido. Rodeó la
cabaña hacia el coche para intentar meterse en él.
Como alma que lleva el diablo, aterrada. Resbaló y
perdió la linterna al caer. Se levantó y siguió corriendo.
«Métete dentro y echa el cierre de seguridad.
Márchate antes de que te pille.» Lo arrollaría con el
coche si era necesario. Lo aplastaría. Con el corazón
desbocado, rodeó la fachada de la cabaña, cambió de
dirección, alzó la vista y...
Theo estaba apoyado en la puerta del copiloto del
Range Rover, con los brazos cruzados y aspecto
relajado. Annie se detuvo en seco. Vio que Theo
llevaba la chaqueta negra de ante y unos vaqueros. Ni
gorra ni guantes.
—Qué raro —dijo él con calma, la luz de la cocina
iluminándole la cara—. No recuerdo que estuvieras tan
loca cuando eras pequeña.
—¿Yo? ¡Tú eres el psicópata! —No era su
intención gritarlo, ni siquiera decirlo. La palabra quedó
suspendida en el aire entre ambos. Pero él no se
abalanzó sobre ella, sino que habló con calma:
—Esto tiene que acabar. Te das cuenta, ¿verdad?
La mejor forma que Theo tenía de lograr que
aquello acabara era matarla.
—Tienes razón. Lo que tú digas —respondió,
respirando agitadamente, y empezó a retroceder
despacio, con cuidado.
—Lo entiendo —aseguró Theo a la vez que
descruzaba los brazos—. Cuando tenía dieciséis años
era un monstruo. No creas que lo he olvidado. Pero
unos años yendo al psiquiatra acabaron con mis
problemas.
Ningún psiquiatra podía acabar con aquella clase
de patología. Asintió temblorosa.
—¡Qué bien! Estupendo. Me alegro por ti. —Dio
un paso más hacia atrás.
—Han pasado muchos años. Estás haciendo el
ridículo.
Eso la enfureció.
—¡Márchate! Ya has hecho bastante por hoy.
—No he hecho nada —dijo él, separándose del
coche—. ¡Y eres tú la que tiene que marcharse!
—He estado dentro. He captado el mensaje. —
Bajó la voz y se esforzó por parecer tranquila—.
Dime... ¿has... has hecho daño al gato?
—La muerte de Mariah debe de haber sido muy
dura para ti. Tal vez tendrías que hablar con alguien —
comentó Theo, ladeando la cabeza.
¿De verdad creía que era ella quien tenía
problemas mentales? Tenía que apaciguarlo.
—Lo haré. Hablaré con alguien. Así que ya
puedes irte a casa. Llévate el coche.
—¿Te refieres a mi coche? ¿Al que te llevaste sin
pedir permiso?
Le había dicho que podía usar el coche cuando
quisiera, pero no iba a discutir con él por eso.
—No volveré a hacerlo. Ya es tarde, y seguro que
tienes muchas cosas que hacer. Nos veremos por la
mañana. —No después de aquello. Tendría que
encontrar otra forma de saldar su deuda con Jaycie,
porque no iba a volver a la casa principal ni loca.
—Me iré en cuanto me digas por qué te escondías
aquí fuera.
—No me escondía. Solo... hacía un poco de
ejercicio.
—Sandeces. —Avanzó hacia la puerta lateral, la
abrió y entró.
Annie corrió hacia el coche, pero no fue lo
bastante rápida. Theo salió de la casa como una
exhalación.
—¿Qué coño ha pasado ahí dentro?
Su indignación fue tan convincente que Annie lo
habría creído si no lo conociera muy bien.
—No pasa nada —aseguró en voz baja—. No se
lo diré a nadie.
—¿Crees que yo hice eso? —preguntó, señalando
la casa con un dedo.
—No, no. Claro que no.
—Sí que lo crees. —La miró con el ceño
fruncido—. Ni te imaginas las ganas que tengo de
largarme ahora mismo y dejar que te encargues de esto
tú sola.
—P... pues hazlo.
—No me tientes —dijo, y dio dos zancadas para
situarse junto a ella.
Annie dio un respingo cuando él la cogió por la
muñeca. Y forcejeó mientras tiraba de ella hacia la
puerta.
—¿Quieres callarte? —pidió Theo—. Tengo los
tímpanos a punto de reventar. Por no hablar de lo
mucho que estás asustando a las gaviotas.
Que pareciera exasperado en lugar de
amenazador obró un efecto extraño en ella: empezó a
sentirse idiota en lugar de atemorizada. Como una de
aquellas protagonistas tontainas de las películas en
blanco y negro a las que John Wayne o Gary Cooper
siempre estaban arrastrando por ahí. No le gustó la
sensación y, una vez dentro, dejó de oponer
resistencia.
Theo la soltó, pero tenía los ojos puestos en ella y
su expresión era de lo más seria.
—¿Quién ha hecho esto?
Se dijo a sí misma que intentaba engañarla, pero
no se sentía engañada, y no se le ocurrió otra cosa que
decir que no fuera la verdad.
—Creía que tú.
—¿Yo? —Pareció desconcertado—. Eres un
coñazo y desearía que no hubieras venido aquí, pero
¿por qué iba a destrozar el sitio donde me gusta
trabajar?
Oyó un maullido. El gato entró con cautela en la
cocina.
Un misterio resuelto.
Pasaron unos segundos mientras Theo se
quedaba mirando el animal. Y después a ella.
Finalmente habló, y lo hizo con aquel exceso de
paciencia que se utiliza cuando se trata con un niño o
un retardado mental:
—¿Qué hace mi gato aquí?
El muy traidor restregó su cuerpecito en los
tobillos de Theo.
—Me... me siguió a casa.
—Y un cuerno. —Cogió el gato y lo acarició
detrás de las orejas—. ¿Qué te ha hecho esta loca,
Hannibal?
¿Hannibal?
El gato apoyó la cabeza en la chaqueta de Theo y
cerró los ojos. Él se lo llevó a la sala y ella, cada vez
más desconcertada, lo siguió.
—¿Falta algo? —preguntó él tras encender la luz.
—No lo sé. Tenía el móvil y el portátil conmigo,
pero...
¡Sus muñecos! Scamp seguía en su mochila, pero
¿y los demás?
Corrió hacia el estudio. Había un estante bajo la
ventana para que los artistas guardaran sus utensilios.
La semana anterior lo había limpiado y los había
dispuesto allí. Estaban exactamente igual que cuando
se había ido por la mañana. Dilly y Leo, separados por
Crumpet y Peter.
—Unos amigos muy agradables —comentó Theo
asomando la cabeza.
Quería levantarlos, hablar con ellos, pero no iba a
hacerlo mientras él pudiera verla. Theo avanzó hacia
su habitación. Lo siguió.
Un montón desordenado de prendas esperaba a
que terminara de quitar el resto de las cosas de Mariah
para tener más espacio. Un sujetador colgaba de la
silla que había entre las ventanas junto con el pijama
que se había puesto la noche anterior. Normalmente se
hacía la cama, pero aquella mañana había pasado de
hacerlo y hasta había dejado una toalla de baño a los
pies. Lo peor era que las bragas naranjas que llevaba el
día anterior estaban tiradas en medio del suelo.
—Vaya, aquí se han esmerado —comentó Theo.
¿Intentaba ser chistoso?
El gato se le había quedado dormido en los
brazos, pero él seguía acariciándole el lomo,
hundiendo los dedos en el pelaje negro. Regresó a la
sala y después a la cocina. Annie escondió el libro de
arte erótico bajo el sofá de un puntapié y lo siguió.
—¿Has notado algo extraño? —preguntó Theo.
—¡Pues sí! Me han destrozado la casa.
—No me refiero a eso. Echa un vistazo. ¿Ves algo
raro?
—¿Mi vida pasando ante mis ojos?
—Basta de tonterías.
—No puedo evitarlo. Suelo bromear cuando estoy
aterrada. —Trató de ver lo que él quería que viera,
pero estaba demasiado aturdida. ¿De verdad era Theo
inocente o simplemente un buen actor? No se le
ocurría nadie más que pudiera haber hecho aquello.
Barbara le había advertido sobre los forasteros de la
isla, pero ¿no habría robado algo un forastero? Aunque
no había demasiado que robar.
Salvo el legado de Mariah.
La idea de que otra persona pudiera saber lo del
legado la dejó preocupada. Echó un vistazo a la cocina.
El mayor desorden se debía al cubo de basura volcado
ya los paquetes rotos de arroz y fideos. No parecía
haber nada roto.
—Supongo que podría haber sido peor —admitió.
—Exacto. No hay cristales rotos. Que hayas visto,
no falta nada. Parece algo calculado. ¿Te guarda rencor
alguien de la isla?
Se lo quedó mirando. Pasaron unos segundos
antes de que él lo entendiera.
—A mí no me mires —soltó—. Eres tú quien me
guarda rencor a mí.
—¡Y con razón!
—No te estoy diciendo que te culpe por ello. Era
un chaval malcriado. Solo te estoy diciendo que no
tengo ningún motivo para hacer algo así.
—Claro que sí. Más de uno. Quieres la cabaña.
Yo te traigo malos recuerdos. Eres... —Se detuvo antes
de soltar lo que estaba pensando.
—No soy un psicópata. —Theo le leyó el
pensamiento.
—No he dicho que lo seas. —Pero lo estaba
pensando, desde luego.
—Era un chaval, Annie, y aquel verano tuve
problemas muy serios.
—No me digas. —Quería soltarle muchas cosas
pero no era el momento.
—Eliminemos temporalmente mi nombre de tu
lista de sospechosos —pidió él levantando la mano, lo
que perturbó al gato—. Solo como ejercicio. Puedes
volver a ponerme el primero de la lista en cuanto
hayamos terminado.
Se estaba burlando de ella. Eso tendría que
haberla enfurecido pero, por extraño que pareciera, la
reconfortó.
—No hay más sospechosos.
«Salvo quien sepa que aquí tiene que haber algo
valioso.» ¿Lo habría encontrado? Había repasado todo
lo dispuesto en las estanterías, pero no había hecho un
inventario sistemático del contenido de las cajas del
estudio ni de los armarios. ¿Cómo iba a saberlo nunca?
—¿Has tenido algún altercado con alguien desde
tu llegada? —Levantó de nuevo la mano—. Aparte de
conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—Pero me han advertido sobre los vagabundos —
añadió.
—No me gusta lo que ha pasado —dijo Theo,
dejando el gato en el suelo—. Debes avisar a la policía
del continente.
—Por lo que recuerdo, solo vienen si se trata de
un asesinato.
—Tienes razón. —Se bajó la cremallera de la
chaqueta—. Vamos a ordenar esto.
—Ya lo haré yo —dijo Annie—. Tú vete.
—Si quisiera matarte, violarte o lo que pienses que
podría hacerte, a estas alturas ya lo habría hecho —
comentó Theo, y le dirigió una mirada ligeramente
desdeñosa.
—Te agradezco que no lo hayas hecho.
Theo murmuró algo y se marchó airado al salón.
Mientras se quitaba el abrigo, Annie pensó en los
gurús de la autoayuda y cómo decían que la gente
tenía que confiar en su instinto. Pero el instinto podía
equivocarse. Como ahora, por ejemplo. Porque se
sentía casi segura.

***

Cuando se acostó esa noche, había empezado a


toser de nuevo, por lo que le costó todavía más
quedarse dormida, pero ¿cómo iba a relajarse si Theo
Harp estaba despatarrado en el sofá rosa? Se había
negado a irse a casa, pese a que ella se lo hubiera
ordenado. Y lo más terrible era que, en el fondo,
quería que se quedara. Era tal como había sido cuando
tenía quince años. Se comportaba como si fuera un
amigo, se ganaba su confianza y después se convertía
en un monstruo.
El día había sido agotador y, cuando finalmente la
venció el sueño, durmió profundamente. Al amanecer,
la tenue luz matinal se le coló por los párpados
cerrados y vivió uno de esos maravillosos momentos
de somnolencia en que es demasiado pronto para
levantarte y puedes quedarte un rato más en la cama.
Abrigada y cómoda, dobló las rodillas. Y rozó algo.
Abrió los ojos de golpe.
Theo estaba acostado a su lado. Allí mismo. Boca
arriba. A pocos centímetros de distancia. Annie
boqueó y soltó un resuello.
Los labios de Theo se movieron, aunque él seguía
con los ojos cerrados.
—Avísame si vas a chillar para que pueda
suicidarme antes —murmuró.
—¿Qué haces aquí? —exclamó airada. Sin chillar.
—La espalda me estaba matando en el sofá. Es
demasiado corto.
—¡Te dije que usaras la cama del estudio!
—Está llena de cajas y había que hacerla.
Demasiado jaleo.
Estaba echado sobre las mantas, con los vaqueros
y el jersey puestos, cubierto hasta el pecho con el
edredón que le había dado la noche anterior. A
diferencia del aspecto con que ella se levantaba por la
mañana, él tenía el pelo perfectamente revuelto, la
mandíbula atractivamente poblada de barba incipiente
y la tez morena que había heredado de su madre
realzada por el blanco inmaculado de la almohada.
Seguramente ni siquiera tenía mal aliento. Y no
mostraba el menor deseo de moverse.
A Annie se le fueron las ganas de volver a
dormirse. Pensó en la clase de cosas que quería decir:
«¡Maldito seas! ¡Cómo te atreves!» Pero parecían
salidas de un diálogo malo de una de sus viejas novelas
góticas. Apretó los dientes.
—Sal de mi cama, por favor.
—¿Llevas algo puesto? —preguntó Theo con los
ojos aún cerrados.
—¡Sí, llevo algo puesto! —Logró imprimir una
justificada indignación a su voz.
—Estupendo. Así no habrá ningún problema.
—No habría habido ningún problema aunque no
llevara nada puesto.
—¿Estás segura?
¿Se le estaba insinuando? Si no fuera porque ya
estaba completamente despierta, eso la habría
despertado. Salió pitando de la cama, consciente de su
pijama de franela amarillo de Santa Claus, un regalo
bromista de una amiga. Tomó con furia la bata de
Mariah y los calcetines del día anterior, y salió de la
habitación.

***

Los pasos de Annie se fueron apagando. Theo


sonrió. Había dormido mejor que en más tiempo del
que podía recordar. Casi se sentía descansado. Estar
allí tumbado irritando a Annie había sido... Buscó la
palabra hasta encontrarla. Pero le resultaba tan poco
familiar que tuvo que valorarla un momento para
asegurarse de que era la correcta.
Irritar a Annie había sido... divertido.
Ella le tenía un miedo terrible, y no era ningún
misterio por qué, pero no se había amedrentado. Ya
cuando era una adolescente torpe y bastante insegura,
había sido más valiente de lo que ella misma creía, más
de lo que tendría que haber sido, dada la forma en que
su madre la ninguneaba. También tenía muy
desarrollado el sentido del bien y del mal. No había
áreas grises para Antoinette Hewitt. Puede que eso
fuera lo que lo había atraído cuando eran unos
adolescentes.
No podía soportar tenerla allí, pero era evidente
que no iba a marcharse por un tiempo. Aquel maldito
acuerdo de divorcio. Quería poder usar la cabaña
cuando le apeteciera y ella le había fastidiado esos
planes. Pero no solo era la cabaña. Era Annie en sí,
con su ridícula ingenuidad y su vínculo con un pasado
que quería olvidar. Annie, que sabía demasiado.
Se había cabreado al verla con el coche atascado
en la carretera. Por eso la había atormentado haciendo
que lo empujara para intentar sacarlo ella, aunque
sabía muy bien que no podría. Sentado al volante,
ordenándole que se esforzara más, había sentido algo
extraño. Había sido casi como meterse en la piel de
otro. Un hombre cualquiera al que le gustaba divertirse
un poco con la gente.
Una ilusión. Él no era nada normal. Pero esta
mañana casi se sentía como si lo fuera.
La encontró ante el fregadero de la cocina. La
noche anterior habían limpiado la peor parte del
estropicio, y ahora estaba lavando los cubiertos
recogidos del suelo. Estaba de espaldas, con sus
desbocados rizos castaños formando su revoltijo
habitual. Siempre le habían atraído mujeres de una
belleza clásica, y Annie no era así. Su excitación lo
inquietó, pero llevaba mucho tiempo sin sexo y fue
instintiva.
La recordó con quince años: torpe, divertida y
tan enamorada de él que no había necesitado
esforzarse para impresionarla. Sus manoseos sexuales
eran cómicos vistos ahora, pero normales para un
adolescente caliente. Puede que fuera lo único que
había sido normal en él.
La bata azul marino le llegaba hasta la pantorrilla
y, por debajo, le asomaba un pijama amarillo de
franela con Santa Claus intentando bajar por una
chimenea.
—Bonito pijama.
—Ya puedes irte a casa —replicó Annie.
—¿Tienes alguno con el conejito de Pascua?
Se volvió con una mano en la cadera para
responder:
—Me gusta la ropa de dormir sexy. ¿Qué pasa?
Theo soltó una carcajada, desentrenada sí, pero
carcajada al fin y al cabo. No había tinieblas cerca de
Annie Hewitt. Con sus grandes ojos, su nariz pecosa y
su cabello alborotado, le recordó a un hada. No una de
aquellas hadas frágiles que revolotean grácilmente de
flor en flor, sino un hada ensimismada. La clase de
hada que es más probable que tropiece con un grillo
dormido antes que esparcir polvos mágicos. Sintió que
se relajaba un poco.
Lo repasó con la mirada de la cabeza a los pies.
Estaba acostumbrado a que las mujeres lo
contemplaran, pero no solían fruncir el ceño al mismo
tiempo. Cierto, había dormido con la ropa puesta y
necesitaba un afeitado, pero ¿tan mala pinta hacía?
—¿Tienes siquiera mal aliento? —soltó Annie
todavía con el ceño fruncido.
—No creo; acabo de usar tu pasta de dientes —
respondió desconcertado—. ¿Alguna razón por la que
quieras saberlo?
—Estoy redactando una lista de cosas repulsivas
en ti.
—«Psicópata» está ya en lo alto de tu lista, así que
no creo que necesites añadir mucho más —dijo a la
ligera, como si fuera una broma, aunque los dos sabían
que no lo era.
Annie cogió la escoba y empezó a barrer unos
granos de arroz que se les habían pasado por alto.
—Es significativa la forma en que apareciste
anoche justo en el momento exacto.
—Vine en busca de mi coche. ¿Recuerdas mi
coche? El que me birlaste.
Le había dicho que podía tomarlo prestado, pero
¿qué más daba? Annie sabía cuándo debía pelear y
cuándo no, así que ignoró la acusación.
—Llegaste muy deprisa.
—Seguí el camino de la playa.
—Lástima que anoche no usaras tu telescopio
para espiar. Tal vez habrías visto quién hizo esto —
soltó tras dejar la escoba en el rincón.
—La próxima vez seré más concienzudo.
—¿Por qué ibas vestido como Beau Brummell el
primer día? —quiso saber mientras intentaba sacar un
fideo de debajo de la cocina. Theo tardó un momento
en recordar a qué se refería.
—Me documentaba para mi próxima novela.
Quería saber qué se siente al moverse con esa ropa...
Me gusta meterme en la piel de mis personajes.
Especialmente de los más retorcidos.
Ella pareció desconcertada. Pero ¿por qué? Dirigió
la vista a los armarios.
—Tengo hambre. ¿Dónde están los cereales?
Annie guardó finalmente la escoba en el armario.
—No me quedan.
—¿Y huevos?
—Tampoco.
—¿Pan?
—No hay.
—¿Sobras?
—Ojalá.
—Dime que mi café sigue aquí.
—Solo un poco, y no voy a compartirlo.
—Es evidente que todavía no sabes cómo comprar
comestibles en la isla —dijo él, abriendo armarios para
buscarlo.
—No toques mis cosas.
Encontró lo que quedaba de su bolsa de café
molido sobre el refrigerador. Annie quiso arrebatárselo
de las manos, pero Theo lo sujetó por encima de la
cabeza.
—Sé amable —pidió Annie.
«Amable.» Una mierda de palabra. Él apenas la
usaba. No tenía peso moral. No hacía falta ser valiente
para ser amable. Ser amable no exigía sacrificio ni
firmeza de carácter. Ojalá lo único que tuviera que
hacer fuera ser amable...
Bajó un brazo, y con la mano libre le tiró del
cinturón de la bata. Cuando se abrió, le puso la palma
en la piel que el escote del pijama de franela dejaba al
descubierto. Annie, sobresaltada, abrió unos ojos
como platos.
—Olvídate del café —dijo Theo—. Quítate esto
para que pueda ver si lo que hay debajo ha crecido un
poco.
Nada amable. Antes bien, todo lo contrario.
Pero en lugar de propinarle el bofetón que se
merecía, Annie se lo quedó mirando con un asco
inquietante.
—Estás como una cabra —le espetó, y se marchó
con el ceño fruncido.
«Tienes razón —pensó Theo—. Y nunca lo
olvides.»
CAPÍTULO 8
Annie estaba junto a la ventana de la cocina,
mirando como el gato subía de un salto al coche de
Theo y ambos se iban juntos. «No te descuides ni un
segundo, Hannibal», pensó.
No había sido nada erótico que Theo le abriera la
bata. Era propio de un cabrón portarse como un
cabrón, solo había hecho lo que le era propio. Pero al
alejarse de la ventana, pensó en la mirada calculadora
que le había dirigido cuando lo hacía. Había intentado
deliberadamente desquiciarla, pero no lo había
conseguido. Era un gilipollas taimado, pero ¿también
peligroso? Su intuición le decía que no, pero la razón le
estaba lanzando señales de alarma como para parar un
tren de carga.
Se dirigió hacia el dormitorio. Se suponía que su
obligado alquiler de la cabaña empezaba ese día, y
tenía que largarse antes de que él regresara. Se puso lo
que se había convertido en su uniforme isleño:
vaqueros, calcetines de lana, camiseta de manga larga
y jersey grueso. Echaba de menos las telas vaporosas y
los estampados coloridos de sus vestidos bohemios de
verano. Echaba de menos sus conjuntos vintage de los
años cincuenta con canesús entallados y faldas
amplias. Uno de sus favoritos lucía un estampado con
cerezas maduras. Otro tenía una cenefa con diminutas
copas de martini en diferentes posiciones. A diferencia
de Mariah, a Annie le encantaban las prendas de vestir
coloridas con ribetes de fantasía y botones
decorativos. Ninguna de esas cosas daba vida a los
vaqueros y suéteres raídos que había llevado a la isla.
Volvió al salón y miró por la ventana. No vio ni
rastro del coche de Theo. Se vistió deprisa, tomó el
bloc con el inventario y empezó a recorrer las estancias
de la cabaña para ver si faltaba algo. Había querido
hacerlo la noche anterior, pero no iba a permitir que
Theo supiera nada sobre el legado ni sobre sus
sospechas de que el allanamiento guardaba relación
con eso.
Todo lo anotado en su lista seguía en su sitio,
pero lo que buscaba podía estar escondido en el fondo
de un cajón o en uno de los armarios que todavía no
había revisado a fondo. ¿Habría encontrado el intruso
lo que ella había sido incapaz de localizar?
Theo la preocupaba. Al subirse la cremallera del
abrigo, se replanteó la posibilidad de que el
allanamiento no tuviera que ver con el legado de
Mariah y sí con que Theo quisiera vengarse por
asustarlo. Pensaba que no la había pillado por lo del
reloj, pero ¿y si no era así? ¿Y si la hubiera calado y
aquello fuera una represalia?
¿Debería hacer caso a su razón o a su intuición?
A su razón, por supuesto. Confiar en Theo Harp
era poco menos que confiar en que una serpiente
venenosa no te morderá.
Dio una vuelta alrededor de la cabaña. Theo
había hecho lo mismo antes de irse, aparentemente en
busca de huellas... o tal vez para eliminar cualquier
indicio que pudiera haber dejado él mismo. Le había
dicho que la falta de nieve nueva y la confusión de las
pisadas que había dejado ella hacían imposible ver
nada inusual. No lo había creído del todo, pero al
examinar la misma zona, tampoco encontró nada
sospechoso. Se volvió hacia el mar. Estaba bajando la
marea matinal. Si Theo había podido recorrer anoche
el camino de la playa, ella tendría que poder hacerlo
ahora.
Unas rocas húmedas y recortadas bordeaban la
costa cerca de la cabaña, y el gélido viento marino
transportaba olor a sal y algas. Si hiciera más calor,
habría andado junto a la orilla, pero se mantuvo
alejada de ella, eligiendo con cuidado su camino por
un angosto sendero que en verano era de arena pero
ahora estaba cubierto de nieve helada.
El sendero no estaba bien definido, y tuvo que
encaramarse a algunas de las rocas en las que antes se
sentaba a leer. Había pasado horas allí soñando
despierta con los personajes de la novela de turno. Las
protagonistas femeninas mostraban su firmeza de
carácter cuando se enfrentaban a aquellos hombres
intimidantes de noble linaje con sus bruscos cambios
de humor y sus narices aguileñas. Más o menos como
un tal Theo Harp, aunque su nariz no era aguileña.
Recordó la decepción que se llevó cuando había
buscado aquella palabra tan romántica y había
comprobado su significado real.
Un par de gaviotas luchaban contra el viento.
Hizo un alto para admirar la belleza impetuosa del
océano que golpeaba la costa y sus espumosas crestas
grises que se zambullían en agitados valles oscuros.
Había vivido tanto tiempo en la ciudad que había
olvidado aquella impresión de estar completamente
sola en el universo. Era una sensación agradable, de
ensueño en verano pero inquietante en invierno.
Siguió adelante. La capa de hielo crujió bajo sus
pies cuando llegó a la playa de Harp House. No había
estado allí desde el día en que casi perdió la vida. El
recuerdo que se había esforzado tanto por suprimir la
asaltó de nuevo.
Regan y ella habían encontrado una camada de
perros unas semanas antes del final del verano. Annie
seguía abatida por el distanciamiento hostil de Theo y
se había alejado de él. Aquella mañana en concreto,
mientras él hacía surf, Regan, Jaycie y ella estaban en
la cuadra con los cachorros recién nacidos. La perra
preñada que rondaba por el jardín los había parido por
la noche.
Los animalitos, acurrucados contra su madre,
tenían apenas unas horas. Eran seis bolitas de pelaje
blanco y negro que se retorcían con los ojos aún
cerrados y los vientrecitos rosados agitándose con
cada respiración. Su madre, una mezcla de tantas
razas que era imposible deducir su pedigrí, se había
presentado a principios de verano. Al principio Theo
había dicho que era suya, pero cuando el animal se
lastimó una pata había perdido interés en él.
Las tres chicas estaban sentadas con las piernas
cruzadas en la paja, charlando animadamente mientras
observaban cada cachorrito.
—Este es el más guapo —afirmó Jaycie.
—Ojalá pudiéramos llevárnoslos a todos cuando
nos vayamos.
—Quiero ponerles nombre.
Al final, Regan se había quedado callada. Cuando
Annie le preguntó si pasaba algo, se enroscó un
mechón de pelo reluciente alrededor de un dedo y
hurgó el suelo con una brizna de paja.
—No contemos lo de los cachorros a Theo.
Annie no tenía ninguna intención de contar nada,
pero quiso saber igualmente a qué venía aquello.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Es que a veces, él... —contestó Regan,
pasándose el mechón por la mejilla.
—Es un chico —intervino Jaycie—. Los chicos
son más brutos que las chicas.
Annie pensó en el oboe de Regan y en la libreta
con sus poemas. Pensó en ella misma, encerrada en el
montaplatos, atacada por las gaviotas, empujada a la
marisma.
—Venga, vamos —dijo Regan, y se puso de pie
ágilmente como deseosa de cambiar de tema.
Las tres habían salido de la cuadra, pero después,
aquella tarde, cuando Regan y ella regresaron para ver
cómo seguían los cachorros, Theo estaba allí. Annie se
quedó atrás mientras Regan se situaba a su lado.
Estaba en cuclillas en la paja, acariciando uno de los
cuerpecitos temblorosos.
—Son muy guapos, ¿verdad? —dijo Regan, como
si necesitara que él validara su opinión.
—Son chuchos —soltó Theo—. Nada del otro
mundo. No me gustan los perros. —Se levantó de la
paja y salió de la cuadra sin mirar siquiera a Annie.
Al día siguiente, Annie lo encontró de nuevo en la
cuadra. Estaba lloviendo y el olor del otoño
impregnaba ya el ambiente. Regan estaba recogiendo
sus últimas cosas para el viaje a casa del día siguiente,
y Theo sujetaba uno de los cachorros. Las palabras de
Regan le vinieron a la cabeza y se lanzó hacia él.
—¡Suéltalo! —exclamó.
Sin discutir, Theo dejó el cachorro con los demás.
La miró sin su habitual expresión enfurruñada ya ella
le pareció más triste que huraño. El romántico ratón
de biblioteca que llevaba dentro olvidó su crueldad y
pensó solamente en sus queridos galanes
incomprendidos con sus oscuros secretos, su nobleza
oculta y sus pasiones prodigiosas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—El verano se ha acabado —respondió Theo
encogiéndose de hombros—. Vaya mierda, que llueva
nuestro último día.
A Annie le gustaba la lluvia. Le proporcionaba
una buena excusa para acurrucarse a leer. Y le alegraba
irse. Los últimos meses habían sido demasiado duros.
Los tres volverían a sus respectivos colegios. Theo
y Regan a los elegantes internados de Connecticut y
ella a su primer curso de secundaria en LaGuardia
High, el instituto en que se inspiró Fama.
—Las cosas no van demasiado bien entre tu
madre y mi padre —comentó Theo, con las manos
metidas en los bolsillos de sus shorts.
Ella también había oído las peleas. Las rarezas de
Mariah que al principio Elliott había encontrado tan
encantadoras habían empezado a molestarlo, y había
oído a su madre acusarlo de ser estirado, que lo era,
pero su estabilidad era lo que Mariah había querido,
más aún que su dinero. Ahora Mariah decía que Annie
y ella volverían a su viejo piso cuando regresaran a la
ciudad. Solo para recoger las cosas, decía, pero Annie
no la creía.
La lluvia repiqueteaba en las ventanas
polvorientas de la cuadra. Theo hundió la punta de su
zapatilla deportiva sobre la paja.
—Siento que las cosas se hayan enrarecido entre
nosotros este verano.
Las cosas no se habían enrarecido. Él se había
vuelto raro. Pero no le gustaban los enfrentamientos,
así que se limitó a murmurar:
—No pasa nada.
—Me... me gustaba hablar contigo.
A ella también le gustaba hablar con él, y los ratos
en que se lo montaban todavía más.
—A mí también —afirmó.
No sabía muy bien cómo pasó, pero terminaron
sentados en uno de los bancos de madera con la
espalda contra la pared de la cuadra, hablando sobre
los estudios, sobre sus padres, sobre los libros que
tenían que leer el año siguiente. Era exactamente
como antes, y podría haber estado charlando horas
con él, pero aparecieron Jaycie y Regan. Theo saltó
del banco, escupió en la paja y señaló la puerta con la
cabeza.
—Vamos al pueblo —les dijo—. Me apetecen
unas almejas fritas.
No invitó a Annie a ir con ellos.
Se sintió idiota por haber vuelto a hablar con él.
Pero aquella noche, tras terminar de hacer el equipaje,
encontró una nota que él le había pasado por debajo
de la puerta de su cuarto:
La marea está baja. Reúnete conmigo en la cueva.
Por favor, T.
Se puso una camiseta y unos shorts limpios de la
maleta, se peinó, se aplicó un poco de brillo labial y
salió a hurtadillas de la casa.
Theo no estaba en la playa, pero no había
esperado verlo allí. Siempre se encontraban en una
pequeña zona de arena hacia la parte posterior, donde
había una charca de marea desde donde podía
contemplarse el mar.
Se había equivocado con lo de la marea. Estaba
subiendo mucho. Pero habían estado en la cueva antes
durante el cambio de marea y no había peligro.
Aunque el agua era más profunda en el fondo de la
cueva, podían salir nadando perfectamente.
El agua fría del mar le empapaba las zapatillas
deportivas y le salpicaba las piernas desnudas mientras
ascendía las rocas hacia la entrada. Cuando llegó,
encendió la pequeña linterna rosa que había llevado.
—¿Theo? —Su voz retumbó en la cámara rocosa.
No le respondió.
Una ola le golpeó las rodillas. Iba a volverse para
marcharse, decepcionada, cuando lo oyó. No su
respuesta, sino los ladridos frenéticos de los cachorros.
Lo primero que pensó fue que Theo los había llevado
para jugar con ellos.
—¿Theo? —llamó de nuevo, y al ver que no le
contestaba, se adentró en la cueva buscándolo con la
luz de la linterna.
El espacio arenoso del fondo, cerca de donde
Theo y ella solían montárselo, estaba cubierto de
agua. Las olas lamían el saliente que había justo
encima. En aquel saliente había una caja de cartón, y
de su interior procedían los ruidos que oía.
—¡Theo! —gritó, con un nudo en el estómago, y
su angustia aumentó al no recibir respuesta. Empezó a
andar por el agua hacia el fondo de la cueva hasta que
el agua le llegó a la cintura.
El saliente sobresalía de la pared rocosa unos
centímetros por encima de su cabeza. Las salpicaduras
de agua estaban ya empapando la vieja caja de cartón.
Si intentaba llevársela del saliente, el fondo se rompería
y los cachorros caerían al agua. Pero no podía dejarlos
allí. En unos momentos las olas se llevarían la caja.
«¿Qué has hecho, Theo?»
No podía pensar en eso mientras oía los gemidos
de los cachorros, cada vez más frenéticos. Palpó la
pared de la cueva con la punta de la zapatilla hasta
encontrar una roca que usar como escalón. Se impulsó
hacia arriba e iluminó el interior de la caja con la
linterna. Allí estaban los seis cachorros, gimiendo
aterrados, intentando escabullirse, sobre un trozo de
toalla marrón que ya estaba mojada de agua salada.
Dejó la linterna en el saliente, tomó dos de los
animalitos y procuró mantenerlos contra su pecho
para bajar del escalón. Las uñas de los cachorros le
atravesaron la camiseta y perdió el equilibrio. Con
unos gañidos aterrados, los dos cachorros cayeron de
nuevo en la caja.
Tendría que llevarlos de uno en uno. Tomó el más
grande y bajó del escalón con una mueca al notar
cómo le clavaba las uñas en el brazo. Era muy fácil
salir de la cueva nadando, pero muy difícil caminar por
el agua arremolinada con un cachorro inquieto en los
brazos.
Avanzó como pudo hacia la luz cada vez más
tenue procedente de la boca de la cueva. El agua le
llegaba ya a las piernas. El cachorro estaba histérico y
le hacía daño al clavarle las uñas.
—Estate quieto, por favor. Por favor...
Cuando llegó a la entrada de la cueva, habían
empezado a sangrarle los arañazos del brazo, y
todavía había dentro cinco cachorros más. Pero, antes
de que pudiera volver por ellos, tenía que encontrar un
lugar seguro donde dejar al que llevaba. Se dirigió a
trompicones por las rocas hasta el sitio donde
encendían las hogueras.
Todavía estaban las cenizas de la hoguera de la
semana anterior, pero las piedras que rodeaban el
perímetro eran lo bastante altas como para impedir que
el cachorro saliera y el interior estaba seco. Lo dejó en
el suelo y corrió hacia la cueva. Nunca se había
quedado en ella el tiempo suficiente para ver qué
altura alcanzaba la marea, pero el agua seguía
subiendo. Como el suelo hacía bajada, tuvo que nadar
y, aunque era verano, el agua estaba helada. Tanteó
con las manos la pared hasta encontrar la roca que
usaba como escalón bajo el saliente. Tiritando, sacó el
segundo cachorro de la caja e hizo de nuevo una
mueca cuando el animalito le clavó también las uñas.
Consiguió llevar al cachorro al círculo de piedras
de la hoguera, pero el agua estaba cada vez más alta,
por lo que tuvo que esforzarse para llegar al fondo de
la cueva para salvar al tercero. La linterna que había
dejado en el saliente emitía una luz más tenue,
aunque suficiente para ver que la caja de cartón
estaba a punto de desmoronarse. No podría salvarlos a
todos, pero tenía que intentarlo.
Levantó el tercer cachorro y bajó del escalón, pero
entonces una ola la atrapó, el perrito forcejeó con ella y
se le escapó de las manos, cayendo al agua. Con un
sollozo, hundió los brazos en el agua y buscó
frenéticamente el cuerpecito. En cuanto lo encontró, lo
sacó de un tirón.
La resaca tiraba de ella mientras se dirigía
andando por el agua hacia la boca de la cueva. Le
costaba respirar. El cachorro había dejado de forcejear
y no supo si estaba vivo o muerto hasta que lo dejó en
el círculo de piedras de la hoguera y vio que se movía.
Tres más. No podía volver aún a la cueva, tenía
que descansar. Pero si lo hacía, los animales se
ahogarían.
La resaca era cada vez más fuerte, y el agua subía
sin pausa. En algún momento se le había caído una
zapatilla, así que se quitó la otra de un puntapié. Le
costaba respirar, y antes de llegar a la caja empapada se
hundió dos veces en el agua. La segunda, tragó tanta
agua salada que todavía se atragantaba al encaramarse
al escalón.
Antes de que pudiera hacerse con el cuarto
cachorro, una ola volvió a derribarla. Encontró el
escalón rocoso y se subió otra vez, casi sin aliento.
Sacó como pudo otro animalito. El dolor de los
arañazos en brazos y pecho y el ardor de los pulmones
eran insoportables. Las piernas le estaban cediendo, y
los músculos le pedían a gritos que parara. Una ola la
levantó del suelo y se la llevó junto con el cachorro,
pero de algún modo logró aguantar el envite. Intentó
expulsar tosiendo el agua que había tragado. Los
músculos de brazos y piernas le ardían, pero pudo
llegar a las piedras de la hoguera.
Dos más...
Si hubiera tenido claridad mental se habría
detenido, pero actuaba por instinto. Toda su vida la
había encaminado hacia aquel momento en que su
único objetivo era salvar a los cachorros. Se cayó en las
rocas al regresar a trompicones a la cueva, y se hizo un
corte en la pantorrilla. Entró tambaleándose. Una ola
gélida la derribó y se esforzó por nadar hasta el fondo.
Gracias a la luz apenas perceptible de la linterna
del saliente vio que la caja mojada se combaba
precariamente. Se arañó la rodilla en la pared rocosa al
impulsarse hacia arriba.
Dos cachorros. No podría hacer aquello dos
veces. Tenía que llevarse a los dos. Trató de sujetarlos
juntos pero las manos no le respondieron. El pie le
resbaló y volvió a caerse al agua. Sin aire, intentó salir
a la superficie, pero estaba medio ahogada y
desorientada. A duras penas logró subirse al escalón y
meter la mano en la caja.
Solo uno. Solo podría salvar uno.
Rodeó un pelaje empapado con los dedos. Con
un sollozo desgarrador, sacó el cachorro y se puso a
nadar, pero las piernas no se le movían. Trató
entonces de ponerse de pie, pero la resaca era
demasiado fuerte. Y entonces, a la tenue luz que
llegaba del exterior, vio la ola monstruosa que se
abalanzaba hacia la cueva. Elevándose más y más.
Una vez se coló dentro, la engulló y la lanzó contra la
pared del fondo. Consciente de que se estaba
ahogando, se retorció agitando los brazos.
Una mano tiró de ella, que se resistió y forcejeó.
Pero los brazos eran fuertes. Insistentes. Tiraron de
ella hasta que sacó la cabeza y logró respirar.
¿Theo? No era él, sino Jaycie.
—¡Deja de resistirte! —exclamó la chica.
—Los perritos... Hay otro... —Se quedó sin
oxígeno.
Las golpeó otra ola, pero Jaycie siguió sujetándola
con fuerza y consiguió llevarla a ella y al cachorro
contracorriente hacia el exterior.
Cuando llegaron a las rocas, Annie se desmoronó,
pero Jaycie no. Mientras Annie se esforzaba por
sentarse, su salvadora entró otra vez en la cueva. No
tardó en salir con el último cachorro.
Annie fue ligeramente consciente de que el corte
de la pantorrilla le sangraba, de los arañazos que le
cubrían los brazos y de las manchas que le adornaban
la camiseta como rosas rojas. Oyó los ladridos de los
cachorros procedentes del círculo de piedras, pero el
sonido no le resultó placentero.
Jaycie se inclinó hacia las piedras de la hoguera
con el cachorro que había rescatado. Annie asimiló
lentamente el hecho de que la chica le había salvado la
vida ya pesar de que le castañeteaban los dientes, logró
pronunciar un sentido «gracias».
—Deberías dárselas a mi padre por
emborracharse. He tenido que irme —replicó Jaycie
encogiéndose de hombros.
—¡Annie! Annie, ¿estás ahí abajo?
Era demasiado oscuro para ver nada, pero Annie
reconoció la voz de Regan.
—Está aquí —dijo Jaycie, puesto que Annie era
incapaz de contestar. Regan bajó con dificultad por las
rocas y se acercó presurosa.
—¿Estás bien? —le preguntó—. Por favor, no se lo
digas a mi padre. ¡Por favor!
La rabia invadió a Annie. Mientras se ponía en
pie, Regan corrió hacia los cachorros. Se acercó uno a
la mejilla y se echó a llorar.
—No puedes contarlo, Annie.
Todas las emociones que Annie había reprimido
le explotaron en su interior. Dejó los cachorros, dejó a
Regan y Jaycie y subió como pudo por las rocas hasta
los escalones del acantilado. Todavía le fallaban las
piernas y tiritaba, y tuvo que sujetarse al pasamanos de
cuerda para impulsarse hacia arriba.
Las luces que rodeaban la piscina desierta seguían
prendidas. El dolor y la rabia de Annie confirieron
nuevas fuerzas a sus piernas. Cruzó rápidamente el
jardín, entró en la casa y subió la escalera.
La habitación de Theo estaba al fondo, junto a la
de su hermana. Abrió la puerta de golpe. El
muchacho estaba tendido en la cama. Al verla, con el
cabello enmarañado y apelmazado, los arañazos
ensangrentados y la pantorrilla rajada, se levantó.
Siempre había un equipo de montar en su cuarto.
Annie no tomó conscientemente la fusta, pero una
fuerza incontrolable se apoderó de ella. Se abalanzó
esgrimiendo la fusta hacia él, que se quedó de pie sin
moverse, casi como si supiera lo que se le venía
encima. Ella le atizó con la fusta con todas sus
fuerzas, haciéndole un corte sobre la ceja.
—¡Annie! —Su madre, alertada por el jaleo,
entró en la habitación seguida de Elliott. El hombre
llevaba su acostumbrada camisa azul almidonada de
etiqueta mientras que su madre lucía un caftán negro y
unos largos pendientes de plata. Mariah soltó un grito
ahogado al ver la cara ensangrentada de Theo y el
desquicio de Annie—. Dios mío...
—¡Es un monstruo! —gritó la joven.
—Annie, estás histérica —afirmó Elliott, y se
aproximó a su hijo.
—¡Los cachorros casi se ahogan por tu culpa! —
bramó Annie—. ¿Te fastidia que no lo hayan hecho?
¿Te fastidia que sigan vivos?
Las lágrimas le resbalaban por la cara y volvió a
abalanzarse hacia él, pero Elliott le arrebató la fusta.
—¡Basta! —le ordenó.
—Annie, ¿qué ha pasado? —Su madre la miraba
como si no la reconociera.
Annie lo contó todo. Theo se había quedado allí
plantado con la mirada en el suelo y la sangre
manándole de la herida mientras ella hablaba sobre la
nota que él le había escrito y sobre los cachorros. Les
explicó cómo la había dejado encerrada en el
montaplatos, cómo la había lanzado a los pájaros en
los restos de aquella embarcación, cómo la había
empujado a la marisma. Las palabras le salían a
borbotones.
—Tendrías que haberme hablado mucho antes de
todo esto. —Mariah se llevó a su hija de la habitación
y dejó que Elliott se ocupara de la herida de su hijo.
Tanto el corte en la pantorrilla de Annie como el
de la frente de Theo requerían puntos de sutura, pero
como en la isla no había médico, tuvieron que
contentarse con un simple vendaje. Eso les dejó a
ambos una cicatriz: la pequeña y casi interesante de
Theo, y la más larga de Annie, que al final se había ido
desvaneciendo más que el recuerdo.
Aquella noche, después de que los cachorros
volvieran a estar en la cuadra con su madre y de que
todo el mundo se hubiera acostado, Annie seguía
despierta, escuchando el tenue murmullo de voces
procedentes de la habitación de los adultos. Como
hablaban demasiado bajo, salió al pasillo para
escucharlos a escondidas.
—Acéptalo, Elliott —decía su madre—. A tu hijo
le pasa algo muy raro. Un chico normal no hace cosas
así.
—Necesita disciplina, eso es todo —replicó él—.
Le estoy buscando una academia militar. Se acabaron
los mimos.
Su madre no se aplacó.
—No necesita una academia militar. ¡Lo que
necesita es un psiquiatra! —exclamó.
—No exageres. Tú siempre exageras, y no lo
soporto.
La discusión subió de tono, y al final Annie se
durmió llorando.
***

Theo la miraba desde la torre. Annie estaba en la


playa, con las puntas del cabello revoloteando al
viento bajo el gorro de lana rojo mientras contemplaba
la cueva. Un desprendimiento de rocas había tapado la
entrada hacía años, pero sabía muy bien dónde estaba.
Theo se frotó la delgada cicatriz de la ceja.
Había jurado a su padre que no tenía intención de
lastimar a nadie, que aquella tarde solo había llevado
los cachorros a la playa para que Annie y él pudieran
jugar con ellos, pero que se había puesto a ver la tele y
se había olvidado de ellos.
La academia militar a la que le envió su padre se
dedicaba a reformar a chicos conflictivos, y sus
compañeros de clase sobrevivían al ambiente
espartano atormentándose unos a otros. Su carácter
solitario, su entusiasmo por los libros y su condición
de recién llegado lo habían convertido en el blanco
ideal. Había tenido que participar en peleas, saliendo
victorioso en la mayoría. Pero le daba lo mismo, no así
a Regan, que había empezado una huelga de hambre.
Su internado era la institución hermana del
colegio al que Theo iba antes, y ella quería que
volviera allí. En un primer momento Elliott había
ignorado su huelga de hambre, pero transigió cuando
el internado amenazó con enviarla a casa debido a su
anorexia. Y Theo volvió a su viejo colegio.
Ahora, se apartó de la ventana de la torre y
recogió el portátil y un par de blocs para llevarlos a la
cabaña. Nunca le había gustado escribir en un
despacho. En Manhattan solía cambiar el que tenía en
su casa por un rincón de una biblioteca o una mesa en
su cafetería favorita. Si Kenley estaba trabajando, se
iba a la cocina o a un sillón del salón. Kenley nunca
había podido entenderlo.
—Serías más productivo si no cambiaras de sitio,
Theo —le decía.
Palabras irónicas viniendo de una mujer
ciclotímica cuyas emociones pasaban de cimas
obsesivas a abismos paralizantes en un solo día.
No iba a dejar que Kenley lo rondara hoy. No
después de haber pasado la primera noche de sueño
reparador desde su llegada a Peregrine Island. Tenía
que salvar su carrera y hoy iba a escribir.
El sanatorio había sido un best seller inesperado,
circunstancia que había impresionado a su padre.
—Me cuesta explicar a nuestros amigos por qué
mi hijo tiene una imaginación tan truculenta —
decía—. Si no fuera por la insensatez de tu abuela,
estarías trabajando en la empresa, como tiene que ser.
La insensatez de su abuela, como Elliott lo
llamaba, era su decisión de dejar su patrimonio a Theo
y, según su padre, impedir así que el joven necesitara
un trabajo de verdad. Dicho de otro modo, que fuera a
trabajar a Harp Industries.
La empresa tenía sus orígenes en la fábrica de
botones del abuelo de Elliott pero ahora producía los
pernos y tornillos de titanio a partir de superaleaciones
que se utilizaban en la construcción de helicópteros
Black Hawk y de bombarderos invisibles. Pero Theo
no quería fabricar tuercas y tornillos. Quería escribir
libros en los que la frontera entre el bien y el mal fuera
clara. Donde hubiera por lo menos la oportunidad de
que el orden ganara al caos y a la locura. Es lo que
había hecho en El sanatorio, su novela de terror sobre
un siniestro hospital psiquiátrico para delincuentes
psicóticos con una habitación que transportaba a sus
residentes, incluido el doctor Quentin Pierce, un
asesino en serie especialmente sádico, hacia atrás en el
tiempo.
Ahora estaba trabajando en la secuela de El
sanatorio. Con los antecedentes ya establecidos en el
primer libro y su intención de llevar a Pierce al siglo
XIX en Londres, su tarea debería haber sido más fácil.
Pero estaba teniendo problemas y no sabía muy bien
por qué. Eso sí, sabía que tenía más probabilidades de
superar su bloqueo en la cabaña y se alegraba de haber
podido manipular a Annie para que le dejara trabajar
en ella.
Algo le rozó los tobillos. Bajó la vista y vio que
Hannibal le había llevado un regalo: un ratón gris.
—Sé que lo haces por amor, chavalote, pero ¿te
importaría dejar de hacerlo? —pidió al gato con una
mueca.
Hannibal ronroneó y restregó la cabeza contra la
pierna de Theo.
—Otro día, otro cadáver —murmuró Theo. Había
llegado la hora de ir a trabajar.
CAPÍTULO 9
Theo le había dejado su Range Rover en Harp
House. Conducirlo por la peligrosa carretera que
llevaba al pueblo para la llegada semanal del barco de
los suministros tendría que haber sido más relajante
que ir en su Kia, pero estaba demasiado tensa por
haberse encontrado a Theo durmiendo a su lado al
despertarse por la mañana. Aparcó el coche en el
embarcadero y se animó pensando en la ensalada que
se prepararía para cenar.
En el muelle esperaba un montón de personas, la
mayoría mujeres. La cantidad desproporcionada de
residentes mayores confirmaba que las familias más
jóvenes se marchaban, como le había explicado
Barbara. Peregrine Island era bonita en verano, pero
¿quién querría vivir allí todo el año? Aunque ese día
soleado, el cielo despejado y la luz brillante reflejada en
el agua tenían una belleza especial.
Vio a Barbara y la saludó con la mano. Lisa,
envuelta en un abrigo enorme que seguramente
pertenecía a su marido, estaba charlando con Judy
Kester, cuya cabellera pelirroja era tan llamativa y
alegre como su risa. Ver juntas a las mujeres de la
partida de bunco hizo que Annie echara de menos a sus
amigas.
Marie Cameron se le acercó corriendo, con
aspecto de haber estado chupando limones.
—¿Cómo te va lo de estar sola? —preguntó con
tanto pesar como si Annie estuviera en la última fase
de una enfermedad terminal.
—Bien. Sin problemas. —Annie no iba a
mencionar a nadie el allanamiento de la noche
anterior. Marie se inclinó hacia ella. Olía a clavo y
bolas de naftalina.
—Ten cuidado con Theo —le advirtió—. Sé lo
que me digo. Estaba claro que se acercaba un
temporal. Regan no habría zarpado con su
embarcación con ese tiempo, no voluntariamente.
Por fortuna, el barco langostero reconvertido en
ferry que transportaba semanalmente los suministros a
la isla estaba llegando al embarcadero, y Annie no
tuvo que responder. La embarcación transportaba cajas
de plástico repletas de bolsas de provisiones, así como
una bobina de cable eléctrico, tejas y un reluciente
retrete blanco. Los isleños formaron una cadena
humana para descargar el barco y, posteriormente,
hicieron lo mismo con el correo, junto a los paquetes y
cajas de plástico vacías del anterior cargamento de
provisiones.
Una vez hecho esto, todos se encaminaron hacia
el aparcamiento. Cada caja de plástico llena de
provisiones llevaba una pegatina en la que constaba el
nombre del receptor. Annie no tuvo problema en
localizar tres cajas destinadas a HARP HOUSE.
Estaban tan llenas que le costó lo suyo meterlas en el
coche.
—Cuando llega el ferry siempre acaba siendo un
buen día —le dijo Barbara desde la puerta trasera de su
camioneta.
—Lo primero que voy a hacer será comerme una
manzana —respondió Annie cuando dejó la última
caja en la trasera del Range Rover.
Regresó para buscar su reducido pedido entre la
decena de cajas que todavía no había reclamado nadie.
Leyó los nombres de cada una de ellas pero no
figuraba el suyo. Volvió a comprobarlo. Norton...
Carmine... Gibson... Alvarez... Ningún Hewitt.
Ningún Moonraker Cottage.
Mientras buscaba por tercera vez, captó la
fragancia de la colonia floral de Barbara detrás de ella.
—¿Pasa algo? —le preguntó la mujer mayor.
—No veo mis provisiones. Solo las de Harp
House. Alguien tiene que haberse llevado las mías por
error.
—Seguramente la nueva dependienta de la tienda
se ha vuelto a equivocar. El mes pasado se le olvidó la
mitad de mi pedido.
Annie perdió su buen humor. Primero el
allanamiento de la cabaña y ahora aquello. Llevaba allí
dos semanas. No tenía pan, leche, nada, salvo unas
cuantas latas y algo de arroz. ¿Cómo iba a esperar otra
semana al siguiente ferry, y eso solo en caso de que
pudiera realizar el trayecto?
—Hace frío suficiente para dejar las cosas en el
coche media hora —dijo Barbara—. Ven a mi casa a
tomar una taza de café. Puedes llamar a la tienda
desde ahí.
—¿Podrías darme una de tus manzanas también?
—pidió Annie con tristeza.
—Claro —contestó la mujer mayor con una
sonrisa.
La cocina olía a beicon y al perfume de Barbara.
Le dio a Annie una manzana y empezó a guardar sus
provisiones. Annie llamó a la dependienta de la tienda
del continente que se encargaba de los pedidos de los
isleños y le explicó lo sucedido, pero la dependienta se
mostró más contrariada que apesadumbrada.
—Recibí un mensaje en el cual se me pedía que
cancelara su pedido.
—Pero yo no hice eso.
—Pues supongo que alguien le tiene manía.
Barbara dejó en la mesa un par de tazas de café
con flores estampadas cuando Annie colgó.
—Alguien canceló mi pedido —la informó.
—¿Estás segura? Esa muchacha no para de meter
la pata. —Sacó una lata de galletas del armario—. Aun
así... En la isla pasan esta clase de coses. Si alguien
guarda rencor por algo, hace una llamada telefónica.
—Destapó la caja, que estaba llena de galletas
escarchadas sobre papel encerado.
Annie se sentó, aunque había perdido el apetito
incluso para comerse la manzana. Barbara tomó una
galleta. Se había perfilado una ceja algo torcida, lo que
le daba un aspecto ligeramente chiflado, pero su
mirada clara no tenía nada de locura.
—Me gustaría decirte que las cosas mejorarán,
pero vete a saber.
No era lo que Annie quería oír.
—No hay motivo para que nadie me guarde
rencor.
«Excepto tal vez Theo», pensó.
—Y tampoco lo hay para que surjan disputas. Me
encanta Peregrine, pero no es para todo el mundo. —
Ofreció la lata de galletas a Annie, moviéndola para
animarla a coger una, pero Annie sacudió la cabeza. Y
Barbara la tapó—. Seguramente me estoy metiendo
donde no me llaman, pero creo que tienes más o
menos la misma edad que Lisa, y es evidente que no
eres feliz aquí. Lamentaría que te fueras, pero no tienes
familia en la isla, y no hay motivo para que seas
desdichada.
La preocupación de Barbara era muy importante
para ella, y contuvo el impulso de confiarle lo de los
cuarenta y seis días que todavía tenía que pasar allí y
lo de las deudas que no podía pagar, lo del recelo que
sentía hacia Theo y sus temores de cara al futuro.
—Gracias, Barbara. Estaré bien.
Al regresar en coche a Harp House, pensó en lo
inteligente que la edad y las deudas la estaban
volviendo. Ya no iba a intentar llegar a final de mes
con los muñecos y con algún que otro trabajillo. Se
acabaron las preocupaciones porque un trabajo de
nueve a cinco le impidiera ir a castings. Buscaría algo
con un sueldo regular y un bonito plan de pensiones.
—No lo soportarás —dijo Scamp.
—Lo soportaré mejor que ser pobre —replicó
Annie. Ni siquiera Scamp podía discutirle eso.

***

Pasó el resto del día en Harp House. Cuando fue


a tirar la basura, vio algo raro delante del tocón que
había cerca del escondite de Livia. Alguien había
clavado dos hileras de ramitas en la tierra delante del
hueco en la base del nudoso tocón. Unas tiras de
corteza yacían sobre ellas a modo de tejado. El día
antes no lo había visto, por lo que Livia tenía que
haber salido hoy a hurtadillas. Ojalá Jaycie le explicara
el mutismo de su hija. La niña era todo un misterio.
Como el Range Rover desapareció por la tarde,
Annie se marchó con tiempo de sobra para volver a pie
a la cabaña antes del anochecer. Pero como había
llenado una bolsa de plástico y la mochila con
comestibles de Harp House, tuvo que pararse cada
tanto a descansar. Ya a lo lejos distinguió el Range
Rover delante de la cabaña. No era justo. Se suponía
que Theo tenía que haberse ido cuando ella volviera a
casa. Lo último que quería era pelearse con él, pero si
no le plantaba cara ahora, le pasaría por encima.
Entró por la puerta principal y se encontró a Theo
con las piernas extendidas sobre el brazo de su sofá
rosa y a Leo en el brazo. Bajó los pies al suelo al verla.
—Me gusta este tipo —dijo.
—Ya —soltó Annie. «Sois tal para cual», pensó.
—¿Cómo te llamas, tío? —preguntó Theo al
muñeco.
—Se llama Bob —respondió Annie—. Y ahora
que ha llegado el relevo, es decir yo, ya deberías
haberte ido a casa.
—¿Traes algo rico ahí? —Señaló la bolsa de
comestibles con Leo.
—Sí. —Se quitó el abrigo y fue a la cocina.
Consciente de que se había llevado la comida de
Theo, dejó la mochila en el suelo y puso la bolsa de
plástico en la encimera. Theo la siguió, todavía con
Leo en el brazo, algo que a ella le resultaba
inquietante—. Suelta a Bob. Y a partir de ahora no
toques mis muñecos. Son valiosos, y solo los toco y o.
Debías estar trabajando, no curioseando mis cosas.
—He trabajado. —Echó un vistazo a la bolsa de
plástico—. He matado a una adolescente fugada de
casa ya un indigente. Los devoró una manada de
lobos. Y como la escena transcurre en el civilizado
Hyde Park, debo decir que estoy muy satisfecho de mí
mismo.
—¡Dame eso! —Le quitó a Leo de la mano. Lo
último que necesitaba era que Theo la perturbara con
ataques de manadas de lobos.
«Primero, le desgarré el cuello...»
Dejó a Leo en el salón y regresó a la cocina. Ver a
Leo y Theo juntos exigía una represalia.
—Hoy pasó algo extraño cuando estaba en el piso
superior de Harp House. Oí... Bueno, no sé si
mencionarlo. No quiero disgustarte.
—¿Desde cuándo?
—Vale. Estaba al final del pasillo, junto a la
puerta de la torre, y noté un aire frío que venía del otro
lado. —Siempre había sido una persona sincera y no
entendía cómo se sentía tan cómoda mintiendo—. Fue
como si alguien hubiera dejado abierta una ventana,
solo que diez veces más frío —añadió, y no le costó
fingir un ligero escalofrío—. No sé cómo soportas vivir
allí.
—Supongo que hay personas a las que les
molestan menos los fantasmas que a otras —respondió
mientras sacaba un paquete con media docena de
huevos. Annie lo miró con dureza, pero parecía más
interesado en examinar el contenido de la bolsa que en
dejar que lo asustara.
—Es curioso que nos gusten tanto las mismas
marcas —comentó Theo.
Como iba a enterarse en cuanto hablara con
Jaycie, daba igual contárselo ella misma.
—Alguien canceló mi pedido a la tienda. Te lo
devolveré todo la semana que viene cuando llegue el
ferry.
—¿Esta comida es mía?
—Solo son unas pocas cosas. Un préstamo. —
Empezó a sacar lo que había metido en la mochila.
—¿Me has decomisado el paquete de beicon? —Se
sorprendió Theo al coger el paquete que le quedaba
más cerca.
—Tenías dos. No echarás en falta uno.
—No puedo creerme que me hayas birlado el
beicon.
—Me habría gustado coger donuts y pizzas
congeladas, pero no pude. ¿Y sabes por qué? Porque no
pediste. ¿Qué clase de hombre eres?
—Un hombre al que le gusta la comida de
verdad. —La apartó para ver lo que había en su
mochila y sacó un trozo del parmesano que Annie
había cortado—. Excelente —dijo, y se lo pasó de una
mano a otra para dejarlo en la encimera y empezar a
abrir los armarios de la cocina.
—¡Oye! ¿Qué haces?
—Prepararme la cena. Con mi comida —
respondió tras sacar una cacerola—. Si no me haces
enfadar, quizá te dé un poco. O no.
—¡No! Vete a casa. Ahora la cabaña es mía,
¿recuerdas?
—Tienes razón. —Empezó a meter los paquetes
en la bolsa de plástico—. Me llevaré esto conmigo.
«Maldita sea.» Además de toser menos, había
recuperado el apetito, y apenas había comido nada en
todo el día.
—Está bien —soltó de mala gana—. Tú cocinas y
yo como. Después te vas.
Theo ya estaba buscando otro cacharro en el
armario.
Ella dejó a Leo en el estudio y fue a su
habitación. No le gustaba Theo, y él no quería que ella
estuviera allí. ¿Qué pretendía, pues? Se cambió las
botas por unas zapatillas de peluche y ordenó las
prendas que había sobre la cama. No quería estar
cerca de un hombre al que tenía miedo. Peor aún, de
un hombre en el que, en el fondo, todavía quería
confiar, a pesar de todas las pruebas que había en su
contra. Se parecía demasiado a volver a tener quince
años.
El olor a beicon chisporroteante empezó a llenar
el ambiente, junto con un ligero aroma a ajo. Le gruño
el estómago.
—A la mierda. —Fue de nuevo a la cocina.
Las deliciosas fragancias procedían de la sartén.
Mientras hervía unos espaguetis en la olla, Theo
estaba batiendo unos huevos en un bol amarillo. En la
encimera había dos copas de vino al lado de una
polvorienta botella del armario situado sobre el
fregadero.
—¿Dónde tienes el sacacorchos? —preguntó.
Bebía buen vino tan pocas veces que no se le había
ocurrido abrir ninguna de las botellas que Mariah
guardaba. Ahora, el aliciente era irresistible. Rebuscó
en el cajón de los cachivaches y le pasó el sacacorchos.
—¿Qué estás preparando?
—Una de mis especialidades.
—¿Hígado humano con habas y un Chianti
fantástico?
—Eres adorable —repuso él con una ceja
arqueada. No iba a dejarlo correr tan fácilmente.
—Recordarás que tengo muchos motivos para
esperar lo peor de ti —insistió.
—De eso hace mucho tiempo, Annie —replicó
Theo mientras quitaba el tapón con un hábil
movimiento de muñeca—. Ya te lo dije. Por entonces
era un chaval problemático.
—Ajá... Y sigues siendo problemático.
—No sabes nada sobre cómo soy ahora. —Le
llenó la copa de vino tinto.
—Vives en una casa encantada. Aterras a los
niños pequeños. Sacas tu caballo a galopar en medio de
una ventisca. Tienes...
Theo dejó la botella con excesiva fuerza.
—Este mes hará un año que perdí a mi mujer.
¿Qué coño esperas? ¿Sombreritos para fiesta y
carracas?
—Lo siento —dijo Annie con una punzada de
remordimiento.
—Y no maltrato a Dancer —aseguró sin hacer caso
de sus condolencias—. Cuanto peor tiempo hace, más
le gusta.
Pensó en Theo, desnudo de cintura para arriba, en
medio de la nieve.
—¿Igual que a ti?
—Exacto... —respondió cansinamente—. Igual
que a mí. —Tomó un rallador de queso que había
encontrado en alguna parte y el pedazo de parmesano.
Annie bebió el vino. Era un cabernet delicioso,
afrutado y con cuerpo. Era evidente que Theo no
quería hablar, lo que la incitó a seguir.
—Háblame de tu nuevo libro.
—No me gusta hablar de un libro cuando lo estoy
escribiendo —contestó pasados unos segundos—.
Roba energía al texto.
Un reto parecido al que se enfrentan los actores
que interpretan un papel noche tras noche. Observó
cómo rallaba el queso en un bol de cristal.
—A mucha gente no le gustó nada El sanatorio. —
Su comentario fue tan grosero que casi le dio
vergüenza.
—¿Lo leíste? —quiso saber Theo a la vez que
retiraba la olla hirviendo del fogón y vertía los
espaguetis en un colador en el fregadero.
—No pude terminarlo. —No era propio de ella ser
tan directa, pero quería que supiera que no era la
misma timorata que cuando tenía quince años—.
¿Cómo murió tu mujer?
Theo pasó la pasta caliente al bol con los huevos
batidos sin alterarse.
—De desesperación. Se suicidó.
Esa noticia la intranquilizó. Quiso preguntarle
muchas cosas: ¿Cómo lo hizo? ¿Lo viste venir? ¿Fuiste
tú el motivo? Esta última la que más. Pero no se sintió
con ánimo para expresarlo en voz alta.
Theo añadió el beicon y el ajo a la pasta, y lo
mezcló todo con un par de tenedores. Annie llevó
cubiertos y servilletas a la mesa junto a la ventana
voladiza que había en el salón. Después de dejar en
ella las copas para el vino, ocupó su lugar. Theo salió
de la cocina con los platos llenos y frunció el ceño al
ver la silla con forma de sirena pintada de colores
chillones.
—Cuesta creer que tu madre fuera una experta en
arte... —comentó.
—No es peor que algunas cosas de las que
hayaquí —repuso ella, e inhaló el aroma a ajo, beicon
y parmesano—. Huele de maravilla.
—Espaguetis a la carbonara —anunció Theo,
dejándole un plato y sentándose delante de ella. El
hambre debió de freírle el cerebro porque hizo una
estupidez como una casa: alzó su copa.
—Por el chef —dijo.
Theo la miró a los ojos pero no levantó su copa.
Ella dejó rápidamente la suya, pero él le sostuvo la
mirada, y sintió un extraño cosquilleo, como si hubiera
algo más que el aire que se colaba por la ventana. Solo
tardó un instante en deducir lo que estaba pasando.
Algunas mujeres se sentían atraídas por hombres
volubles, a veces debido a la neurosis; otras, si la mujer
era romántica, debido a la ingenua fantasía de que su
propia feminidad era lo bastante fuerte como para
domar a uno de esos granujas. En las novelas, la
fantasía era irresistible. En la vida real era una sandez
absoluta. Evidentemente, sentía la atracción sexual de
aquella peligrosa masculinidad. Su cuerpo había
superado muchas dificultades últimamente y aquel
despertar significaba que se estaba sanando. Por otro
lado, su reacción le recordaba además que Theo
todavía ejercía una fascinación destructiva en ella.
Se concentró en la comida, girando el tenedor en
la pasta y llevándose un bocado a la boca. Era lo
mejor que había saboreado nunca. Rica y jugosa, con
el gusto salado del ajo y el ahumado del beicon.
Delicioso.
—¿Cuándo aprendiste a cocinar?
—Cuando empecé a escribir. Descubrí que cocinar
era una forma estupenda de resolver mentalmente
problemas del argumento.
—No hay nada que inspire más que un cuchillo
afilado, ¿eh? —Él arqueó la ceja sana. —Puede que sea
lo mejor que he probado en mi vida —añadió Annie,
que decidió mostrarse menos mordaz.
—Hombre, si lo comparamos con lo que Jaycie y
tú me habéis estado preparando...
—Nuestra comida no tiene nada de malo —
repuso con escasa convicción.
—Ni nada de bueno tampoco. Lo mejor que
puede decirse de ella es que es práctica.
—Me conformo con eso —soltó Annie mientras
trataba de pinchar un trocito de beicon con el
tenedor—. ¿Por qué no te cocinas tú mismo?
—Demasiado follón.
No era una respuesta del todo satisfactoria ya que
disfrutaba cocinando, pero no estaba dispuesta a
mostrar el interés suficiente para preguntar nada más.
Theo se recostó en la silla. A diferencia de ella, no
engullía la comida, sino que la saboreaba.
—¿Por qué no hiciste un pedido de provisiones?
—Sí que lo hice... —contestó entre bocado y
bocado—. Al parecer, alguien dejó un mensaje
diciendo que lo cancelaba.
—Es lo que no entiendo —comentó Theo,
acariciando la copa de vino—. No llevas aquí ni dos
semanas. ¿Cómo has logrado cabrear a alguien tan
rápido?
Habría pagado por saber si Theo sabía o no que
podría tener algo valioso oculto en la cabaña.
—Ni idea —respondió, enroscando los espaguetis
alrededor del tenedor.
—Hay algo que no me estás contando.
—Hay muchas cosas que no te estoy contando —
soltó antes de llevarse el tenedor a la boca.
—Tienes tu propia teoría al respecto, ¿verdad?
—Sí, pero por desgracia no puedo demostrar que
tú estás detrás de lo sucedido.
—Déjate de sandeces —replicó Theo con
dureza—. Sabes muy bien que no destrocé esta casa.
Pero estoy empezando a creer que tú puedes tener idea
de quién lo hizo.
—Ninguna. Te lo juro. —Por lo menos esa parte
era cierta.
—¿Y entonces qué? A pesar de la gente con que te
relacionas, no eres idiota. Creo que sospechas algo.
—Puede ser. Y no, no voy a decírtelo.
La miró con una expresión inescrutable, imposible
de descifrar.
—No confías en mí, ¿verdad?
Era una pregunta tan absurda que no se tomó la
molestia de contestar, aunque no pudo evitar entornar
los ojos. Lo que a él no le pareció nada gracioso.
—No puedo ayudarte si no eres franca conmigo
—indicó con la voz de alguien acostumbrado a que le
obedezcan al instante. No iba a conseguirlo de ella.
Una comida fabulosa y un vino excelente no bastaban
para borrarle la memoria.
—Dime qué está pasando —insistió Theo—. ¿Por
qué van a por ti? ¿Qué quieren?
—La llave de mi corazón —bromeó, llevándose la
palma de la mano al pecho.
—Tus secretos no me interesan —repuso Theo
con la mandíbula tensa.
—No tendrían por qué interesarte.
Acabaron de comer en silencio. Annie llevó el
plato y la copa a la cocina. La puerta del armario sobre
el fregadero seguía abierta de par en par, por lo que se
veían las botellas que había dentro. Su madre siempre
había tenido buen vino, gracias a los regalos que le
llevaba la gente. Añadas escasas. Botellas muy
buscadas por los coleccionistas. Vete a saber qué tenía
guardado allí. Tal vez...
¡El vino! Annie se aferró al borde del fregadero.
¿Y si su legado eran aquellas botellas de vino? Se había
concentrado tanto en las obras de arte que no se le
había ocurrido pensar en nada más. Las botellas raras
de vino alcanzaban cifras desorbitantes en las subastas.
Tenía noticia de que se había vendido una por veinte o
treinta mil dólares. ¿Y si Theo y ella acababan de
pulirse parte de su legado?
El vino empezó a subirle por el esófago. Oyó que
Theo entraba en la cocina.
—Tienes que irte —soltó—. La comida ha estado
bien, pero hablo en serio. Ahora vete.
—Por mí, perfecto. —Dejó el plato en la
encimera, sin mostrar ninguna emoción por ser
echado.
Una vez a solas, Annie tomó el bloc, anotó la
información de la etiqueta de cada botella de vino y
las metió cuidadosamente en una caja. Encontró un
rotulador, escribió ROPA PARA DONAR en la tapa
y guardó la caja en el fondo de su vestidor. Si volvían a
entrar en su casa, no iba a ponerles las cosas fáciles.

***

—No dejo de pensar que si esta habitación


estuviera mejor, tal vez a Theo le gustaría relajarse en
ella —dijo Jaycie, apoyándose precariamente en las
muletas.
Lo que significaba que tendría más probabilidades
de pasar tiempo con él, tal como quería. Annie
sacudió los cojines del sofá del solario. Jaycie ya no
era una adolescente encandilada. ¿Acaso no había
aprendido a elegir mejor a los hombres?
—Anoche Theo no vino a cenar a casa.
Annie oyó la pregunta en la voz de Jaycie pero
decidió que era mejor no contarle lo de la cena.
—Se quedó un rato para darme la lata. Al final lo
eché.
—Oh. Puede que fuera lo mejor —comentó Jaycie
mientras quitaba el polvo de los estantes.
El vino fue otra decepción. Annie buscó cada una
de las botellas en internet. La más cara valía cien
dólares, sin duda un precio elevado, pero la suma que
alcanzaban todas juntas no podía catalogarse de
legado.
Cuando cerraba la tapa del portátil, oyó a Jaycie
en la puerta de la cocina:
—¡Livia! No puedes salir. ¡Ven aquí ahora mismo!
—Iré a buscarla —suspiró Annie.
—¿Tendré que empezar a castigarla? —se
preguntó Jaycie, que salió cojeando al pasillo.
Al notar la duda en su voz, Annie se dio cuenta
de que Jaycie era demasiado buena. Además, las dos
eran conscientes de que no estaba bien tener encerrada
todo el día a una niña activa. Mientras se ponía el
abrigo y recogía a Scamp, Annie decidió que ser una
persona decente era una lata.
Encontró a Livia en cuclillas junto al tocón. La
pequeña había añadido algo a la doble hilera de
ramitas clavadas en el suelo delante del tocón hueco.
Un empedrado en miniatura formaba ahora un camino
bajo el dosel de ramitas hasta la entrada al hueco del
árbol.
Annie comprendió lo que estaba viendo: Livia
había construido una casita de hadas. Aquellas
moradas construidas para cualquier ser fantástico que
habitara en el bosque eran comunes en Maine. Eran de
ramitas, de musgo, de guijarros, de piñas... de lo que
ofreciera la naturaleza.
Annie se sentó con las piernas cruzadas en el frío
saliente de piedra y apoyó a Scamp en la rodilla.
—Soy yo —dijo el muñeco—. Genevieve Adelaide
Josephine Brown, también conocida como Scamp. ¿Cómo te
va?
Livia tocó el empedrado, casi como si quisiera
decir algo.
—Parece que has construido una casita de hadas —
comentó Scamp para animarla—. A mí me gusta
construir cosas. Una vez formé las letras del alfabeto con
palitos de polo, otra hice flores con pañuelos de papel, y hasta
hice un pavo de Acción de Gracias con un recorte de mi
mano. Tengo grandes dotes artísticas. Pero nunca he
construido una casita de hadas.
Livia fijaba toda su atención en Scamp, como si
Annie no existiera.
—¿Han venido las hadas?
La niña empezó a abrir la boca como dispuesta a
responder. Annie contuvo el aliento. Pero la pequeña
frunció el ceño, cerró la boca, volvió a abrirla, y
pareció desanimarse. Encorvó los hombros y agachó la
cabeza. Se la veía tan abatida que Annie lamentó haber
tratado de presionarla.
—¡Secreto blindado!
Livia alzó la cabeza con los ojos súbitamente
vivaces.
—Este es malo, pero recuerda que no puedes enojarte —
dijo el muñeco tras llevarse las manitas de tela a la
boca. La niña asintió muy seria.
—Mi secreto blindado es... —bajó la voz y empezó
casi a susurrar—: Una vez tenía que haber recogido mis
juguetes, pero como no me apetecía, decidí ir a explorar,
aunque Annie me había dicho que no saliera. Pero salí
igualmente, y ella se asustó mucho porque no sabía dónde
estaba —explicó, y tras una pausa añadió —: Te dije que
era malo. ¿Todavía te caigo bien?
Livia asintió enérgicamente.
—No es justo. Yo te he contado dos secretos blindados,
pero tú no me has contado ninguno —se quejó Scamp,
recostada en el pecho de Annie. Annie notó las ganas
de comunicarse de la niña, la tensión que adquiría su
cuerpecito, la tristeza que expresaban sus rasgos
delicados.
—¡Da igual! Tengo una nueva canción. ¿Te he
mencionado que soy una cantante increíble? Te la
interpretaré. No cantes conmigo porque es un solo, pero
puedes bailar si quieres.
El muñeco empezó a interpretar una versión
entusiasta de Girls Just Want to Have Fun . Durante el
primer estribillo, Annie se levantó y se puso a bailar
mientras Scamp movía la cabeza sentada en su brazo.
Livia la imitó enseguida. Cuando Scamp cantó el
estribillo final, Annie y la niña bailaban juntas, y
Annie no había tosido ni una sola vez.

***

Annie no vio a Theo ese día, pero la tarde


siguiente, cuando Jaycie y ella seguían limpiando el
solario, se hizo notar.
—Es un mensaje de Theo —anunció Jaycie tras
echar un vistazo al móvil—. Quiere que limpie todas
las chimeneas. Ha olvidado que no puedo hacerlo.
—No ha olvidado nada —replicó Annie. Theo
encontraba siempre una nueva forma de atormentarla.
Jaycie la miró por encima del hipopótamo púrpura
atado a la parte superior de la muleta.
—Es mi trabajo. Tú no tendrías que hacer estas
cosas.
—Si no las hago, privaré a Theo de su diversión.
Jaycie chocó con la estantería, con lo que hizo
caer de lado un libro encuadernado en cuero.
—No entiendo por qué no os lleváis bien. Quiero
decir... Recuerdo lo que pasó, pero fue hace mucho
tiempo. Solo era un crío. Y, por lo que sé, nunca
volvió a meterse en problemas.
«Porqué Elliott lo encubriría», pensó Annie, y
dijo:
—El carácter de una persona no cambia con el
tiempo.
Jaycie la miró muy seria.
—Su carácter no tiene nada de malo. Si lo tuviera,
me habría despedido —comentó. Era la mujer más
ingenua del mundo.
Annie se tragó un comentario mordaz. No quería
infligir su cinismo en la única amiga de verdad que
tenía en la isla. Y puede que fuera ella la que tuviera un
problema de carácter. Después de todo lo que le había
pasado a Jaycie en su matrimonio, era admirable que
siguiera siendo optimista con respecto a los hombres.
***

Cuando esa noche Annie entró cubierta de hollín


en su casa, vio a Leo a horcajadas sobre el respaldo del
sofá como un vaquero a caballo. Dilly estaba sentada
en una silla, con la botella de vino vacía de dos noches
atrás en el regazo. Crumpet yacía despatarrada en el
suelo delante del libro de fotografías eróticas abierto,
mientras que Peter se había deslizado tras ella para
mirarle por debajo de la falda.
Theo salió de la cocina con un paño en la mano.
Annie alzó la vista de los muñecos para mirarlo.
—Se aburrían —comentó él, encogiéndose de
hombros.
—Tú te aburrías. No querías escribir y esta fue tu
forma de dejarlo para más tarde. ¿No te había dicho
que no tocaras mis muñecos?
—¿Me lo dijiste? No lo recuerdo.
—Podría discutir contigo, pero tengo que darme
un baño. Por alguna razón, estoy cubierta de hollín de
chimenea.
Vio que Theo esbozaba una sonrisa. Una sonrisa
como Dios manda que no acababa de encajar en su
rostro taciturno.
—Será mejor que te hayas ido cuando salga. —Se
marchó con paso airado.
—¿Seguro que quieres que me vaya? —lo oyó
decir—. Hoy he comprado un par de estupendas
langostas en el pueblo.
¡Maldita sea! Estaba hambrienta, pero no iba a
venderse por una comida. Por lo menos, no por
comida corriente. Pero... ¿langosta? Cerró de golpe la
puerta de su cuarto, lo que hizo que se sintiera como
una imbécil.
—No entiendo por qué —dijo Crumpet, irritada—.
Yo me paso el día dando portazos.
«Exacto», pensó Annie, y se quitó los vaqueros
sucios.
Se dio un baño, se quitó el hollín del cabello, se
puso unos vaqueros limpios y uno de los suéteres
negros de cuello alto de Mariah. Intentó dominarse el
cabello haciéndose una coleta, aunque sabía que
pronto los rizos le asomarían como muelles de un
colchón. Observó el escaso maquillaje del que
disponía, pero se negó a aplicarse brillo labial siquiera.
La cocina olía como un restaurante de cuatro
tenedores, y Theo estaba echando un vistazo al
armario que había sobre el fregadero.
—¿Qué ha sido del vino que había aquí?
—Está metido en cajas a la espera de mi siguiente
viaje a la oficina de correos —respondió Annie
subiéndose las mangas del jersey. El valor de todas las
botellas ascendía a unos cuatrocientos dólares; no era
un legado, pero se agradecía—. Voy a venderlo.
Resulta que soy demasiado pobre para beberme un
vino que vale cientos de dólares. O para ofrecérselo a
un invitado no deseado.
—Te compro una botella. Mejor aún, te la cambio
por la comida que me sisaste.
—No te sisé nada. Ya te lo dije: te lo repondré
todo la semana que viene cuando llegue el barco con
los suministros. —Se apresuró a modificar aquella
afirmación—: Salvo lo que te comiste tú.
—No quiero que me repongas nada. Quiero tu
vino.
—Dale tu cuerpo —intervino Scamp.
«Maldita sea, Scamp. Cállate.» Annie miró los
cacharros que había en los fogones.
—Hasta la botella más barata vale más que la
comida que te tomé prestada.
—Estás olvidando la langosta de hoy.
—En Peregrine es más caro comer hamburguesa
que langosta. Pero ha sido un buen intento.
—De acuerdo. Te compro una botella.
—Estupendo. Voy a buscar la lista de precios.
Oyó que murmuraba algo mientras ella se dirigía
hacia su dormitorio.
—¿Cuánto te quieres gastar? —preguntó.
—Sorpréndeme —respondió Theo desde la
cocina—. Y no podrás tomar ni un sorbo. Me lo voy a
beber todo yo. Sacó la caja del fondo del vestidor.
—Entonces tendré que añadir una cuota de
descorchado. Te saldrá más barato compartirlo.
Oyó algo que podía ser una tos o una carcajada
sorda.
Theo había preparado puré de patatas para
acompañar la langosta, un puré cremoso con sabor a
ajo, una prueba irrefutable de que su oferta de preparar
la cena era premeditada, porque aquella mañana no
había patatas en la cabaña. ¿Qué motivo tenía para
estar allí? Desde luego no era altruista.
Puso la mesa, y provista de una sudadera para
evitar la corriente de aire que se colaba por la ventana
salediza, lo ayudó a llevar los platos desde la cocina.
—¿De verdad has limpiado todas las chimeneas?
—preguntó él cuando empezaron a comer.
—Pues sí.
Theo contuvo una sonrisa mientras le llenaba la
copa de vino y alzaba la suya para brindar:
—Por las mujeres buenas.
No iba a discutir con él, no mientras tuviera una
langosta y un cazo con mantequilla caliente delante,
así que fingió estar sola.
Comieron en silencio. Annie no lo rompió hasta
haber terminado el último bocado, un pedazo
especialmente sabroso de la cola, y haberse limpiado la
mancha de mantequilla de la barbilla.
—Seguro que hiciste un pacto con el diablo: le
diste el alma a cambio de saber cocinar.
—Y de poder ver a través de la ropa de las mujeres
—añadió Theo a la vez que dejaba caer una pinza
vacía en el bol para los restos del caparazón. Aquellos
ojos azules estaban hechos para el cinismo, y las
chispas de sus iris la desconcertaron. Dobló la
servilleta.
—Lástima que por aquí no haya nada que valga la
pena verse.
—Yo no diría eso —la contradijo recorriendo el
borde de su copa con el pulgar sin quitarle los ojos de
encima.
Un ramalazo de electricidad sexual le recorrió el
cuerpo, calentándole la piel, y por un momento se
sintió como si volviera a tener quince años. Era el
vino. Empujó su plato hacia el centro de la mesa.
—Es verdad —dijo—. La mujer más bonita de la
isla vive bajo tu mismo techo. Me olvidaba de Jaycie.
Él pareció fugazmente perplejo; una auténtica
farsa por su parte.
—No utilices tus habilidades sexuales con ella,
Theo —pidió Annie mientras se sujetaba bien la
coleta—. Ha perdido a su marido, tiene una hija muda
y gracias a ti carece de seguridad laboral.
—Nunca la habría despedido. Y tú lo sabes.
No lo sabía en absoluto, y no se fiaba de él. Pero
se le ocurrió algo.
—No la despedirás mientras puedas hacérmelo
pasar mal. ¿Es eso?
—No puedo creer que realmente hayas limpiado
todas las chimeneas. —La forma indolente en que
Theo arqueó una ceja le indicó que le tomaba el
pelo—. Si en lugar de vivir en Harp House lo hiciera
en el pueblo, podría venir un par de veces a la semana
—prosiguió—. Todavía puedo disponerlo así, ¿sabes?
—¿Dónde en el pueblo? ¿En una habitación en
casa de alguien? Eso es peor que lo que tiene ahora.
—No tiene por qué haber problema mientras yo
pueda trabajar aquí. —Vació su copa—. Y la hija de
Jaycie hablará cuando esté preparada para hacerlo.
—El gran psicólogo infantil ha hablado.
—¿Quién mejor que yo para reconocer a un crío
problemático?
—Pero Livia no es ninguna psicópata —soltó
Annie, haciéndose la inocente.
—¿Crees que simplemente porque soy malo no tengo
sentimientos?
Sin duda había bebido demasiado, porque aquella
voz era la de Leo.
—Aquel verano tenía problemas. Me porté mal.
Su falta de emoción la enfureció, y se levantó de
golpe.
—Intentaste matarme. Si Jaycie no hubiera estado
paseando por la playa esa noche, me habría ahogado.
—¿Crees que no lo sé? —repuso Theo con
perturbadora intensidad.
Detestaba la incertidumbre que él le provocaba.
Tendría que sentirse más amenazada cuando estaban
juntos, pero lo único que la amenazaba era la
confusión. Claro que ¿no era lo mismo cuando tenía
quince años? Entonces tampoco había querido creer
que corría peligro. Hasta que casi se ahogó.
—Háblame de Regan —pidió.
—No viene al caso —dijo Theo, que dejó la
servilleta en la mesa y se levantó.
Si hubiera sido cualquier otra persona, la
compasión le habría hecho cambiar de tema. Pero
necesitaba saber.
—Regan era una buena navegante —insistió—.
¿Por qué zarparía cuando sabía que se avecinaba una
tormenta? ¿Por qué lo haría?
Theo cruzó la habitación y cogió su chaqueta.
—No hablo de Regan —espetó—. Nunca.
Segundos después, se había ido.

***

Annie se terminó el vino restante antes de


acostarse.
Se despertó con una sed descomunal y con un
dolor de cabeza más descomunal aún. No quería ir a
Harp House. ¿No había dicho Theo que no despediría
a Jaycie? Pero no se fiaba de él. Y aunque hubiera
hablado en serio, Jaycie seguía necesitando ayuda. No
podía abandonarla.
Tras dejar la cabaña, se juró que no iba a permitir
que Theo le tomara el pelo exigiéndole que hiciera
trabajos como limpiar las chimeneas. En Peregrine
Island solo había sitio para un experto en la
manipulación de muñecos, y era ella.
Algo le pasó zumbando junto a la cabeza. Con un
grito ahogado, se tiró al suelo.
Se quedó tendida, respirando con dificultad, con
la tierra fría bajo la mejilla mientras todo le daba
vueltas. Cerró los ojos y oyó el palpitar de su corazón.
Alguien acababa de dispararle. Alguien que podría
estar yendo a por ella con un arma.

CAPÍTULO 10
Annie comprobó el estado de sus brazos y
piernas, moviéndolos lo justo para asegurarse de que
no estaba herida. Escuchó atentamente, pero solo oyó
el sonido irregular de su respiración y el oleaje del mar.
Un ave marina graznó. Despacio, con cuidado, levantó
la cabeza.
La bala procedía del oeste. No vio nada fuera de
lo normal en las piceas rojas y los árboles bajos de hoja
caduca que crecían entre el lugar donde ella estaba
tumbada y la carretera. Se levantó un poco más, lo que
le desplazó ligeramente la mochila, y volvió la vista
hacia la cabaña, hacia el mar y después hacia Harp
House, en lo alto del acantilado. Todo parecía tan frío
y desolado como siempre.
Se arrodilló lentamente. Con la mochila como
única protección, estaba demasiado expuesta. No tenía
ninguna experiencia en armas. ¿Cómo podía saber que
había sido realmente una bala?
Porque lo sabía.
¿Habría sido el disparo perdido de un cazador? En
Peregrine Island no había animales de caza, pero todo
el mundo tenía armas en casa. Según Barbara, más de
un isleño se había disparado a sí mismo o a otra
persona. Por lo general accidentes, aunque no siempre.
Oyó algo tras ella; un ruido fuera de lugar: los
cascos de un caballo. Una nueva subida de adrenalina
la envió de nuevo al suelo. Theo se acercaba para
rematarla.
En cuanto lo pensó, se puso de pie como pudo.
No iba a permitir que le disparara estando encogida de
miedo en el suelo. Si su intención era matarla, tendría
que mirarla a los ojos al apretar el gatillo. Al volverse y
ver el animal galopando hacia ella desde la playa, la
invadió una terrible sensación de traición, además del
ansia de creer que aquello no estaba sucediendo.
Theo se incorporó y desmontó. No llevaba
ninguna arma a la vista. Ninguna arma de ningún tipo.
Puede que la hubiera tirado. O... Tenía las mejillas
coloradas del frío, pero llevaba la chaqueta
desabrochada, y se le abrió al correr hacia ella.
—¿Qué ha pasado? Te vi caer. ¿Estás bien?
—¿Me has disparado? —le espetó Annie. Le
castañeteaban los dientes y temblaba como una vara.
—¡Claro que no! ¿Qué coño...? ¿Estás diciendo
que alguien te disparó?
—¡Sí, alguien me disparó! —chilló ella.
—¿Estás segura?
—Nunca me habían disparado antes, pero sí,
estoy segura. ¿Cómo es posible que no lo oyeras? —
soltó con los dientes apretados.
—Estaba demasiado cerca del agua para oír nada.
Dime exactamente qué pasó.
Le dolían los pulpejos de la mano bajo los
guantes. Flexionó los dedos y le explicó lo sucedido:
—Iba de camino a la casa principal y una bala me
pasó rozando la cabeza.
—¿De dónde venía?
Trató de recordarlo.
—Creo que de allí. —Señaló con mano
temblorosa la carretera, en dirección contraria a la que
traía él.
La examinó, como si intentara averiguar si estaba
herida, y después echó un rápido vistazo en derredor.
—Quédate donde pueda verte. Después iremos
juntos a Harp House. —Instantes después, cabalgaba
hacia los árboles.
Annie se sentía demasiado vulnerable, pero estaría
más expuesta si regresaba por la marisma a la cabaña.
Esperó a que las piernas dejaran de temblarle y corrió
hacia los árboles situados al inicio del camino que
conducía a Harp House.
Theo no tardó en volver a su lado. Esperaba que
le echara una bronca por no haberse quedado quieta,
pero no lo hizo, sino que desmontó y caminó con ella
llevando a Dancer de las riendas.
—¿Has visto algo? —preguntó Annie.
—Nada. Cuando llegué, hacía rato que quien lo
hiciera se había ido.
Al llegar a lo alto del camino, Theo le dijo que
tenía que desentumecer a Dancer.
—Me reuniré contigo en la casa —le indicó—.
Entonces hablaremos.
Pero a Annie no le apetecía entrar en la casa,
donde habría tenido que charlar con Jaycie. Así que se
metió en la cuadra mientras Theo hacía trotar a Dancer
por el patio. La cuadra seguía oliendo a animales y
polvo, aunque como ahora solo alojaba un caballo, los
olores eran más débiles que antes. Una tenue luz se
colaba por la ventana sobre el tambaleante banco de
madera donde Theo y ella habían hablado aquella
tarde, poco antes de que hubiera ido a la cueva para
encontrarse con él.
Se quitó la mochila y marcó el número de la
policía del continente que se había guardado en el
móvil después del allanamiento. El agente que la
atendió escuchó diligentemente la información que le
dio, pero no pareció interesado.
—Seguro que fue obra de algún chaval. Peregrine
es un poco como el Lejano Oeste, pero supongo que ya
lo sabrá.
—Los chavales están en el colegio —respondió
ella, conteniendo su impaciencia.
—Hoy no. Los maestros de todas las islas están
en Monhegan para su convención invernal. Los
colegios tienen fiesta.
Era algo reconfortante pensar que el disparo
podría haberlo hecho un crío que toqueteaba un arma
en lugar de un adulto con intenciones siniestras. El
agente le prometió hacer indagaciones la siguiente vez
que visitara la isla.
—Si sucede algo más, no dude en informarnos —
dijo.
—¿Algo como que acierten al dispararme?
—No creo que deba preocuparse por eso, señora.
Los isleños son gente ruda, pero por lo general no se
matan entre sí.
—Gilipollas —murmuró al colgar justo cuando
Theo metía a Dancer en la cuadra.
—¿Qué he hecho ahora? —preguntó él.
—No tú. He llamado a la policía del continente.
—Ya me imagino lo bien que ha ido la
conversación. —Llevó a Dancer al único
compartimento acondicionado. Aunque no había
calefacción, colgó la chaqueta en un gancho y empezó
a desensillar el caballo—. ¿Estás segura de que alguien
te disparó?
—¿No me crees? —repuso Annie levantándose del
banco.
—¿Por qué no iba a creerte?
«Porque yo nunca creo lo que me dices.» Se acercó
al box del caballo.
—¿No encontrarías pisadas? ¿O un casquillo de
bala?
—Sí, claro. —Quitó la manta de la montura—. En
medio del barrizal, fue lo primero que vi: un casquillo
de bala.
—No hace falta ser sarcástico. —Como ella casi
siempre era sarcástica con él, esperó que le replicara,
pero Theo se limitó a gruñir que veía demasiadas
series policíacas.
Mientras él terminaba de quitar los arreos a
Dancer, Annie miró el box de al lado, donde Regan y
ella habían encontrado los cachorros. Ahora solo
contenía una escoba, un montón de cubos y malos
recuerdos. Desvió la mirada.
Finalmente, dejó de revolotear por la cuadra con
los ojos y observó lo que hacía Theo: los cepillados
largos y regulares, las suaves caricias para asegurarse
de que no se dejaba ningún abrojo ni mancha de barro,
la forma en que lo rascaba detrás de las orejas y le
hablaba en voz baja. El evidente cuidado con que lo
hacía la llevó a decir algo que lamentó de inmediato:
—Realmente no pensé que hubieras sido tú.
—Sí, seguramente lo pensaste. —Dejó el cepillo y
se arrodilló para comprobar los cascos de Dancer. Tras
verificar que no se le había quedado incrustada
ninguna piedra, salió del box y la miró con sus
penetrantes ojos—. Basta de tonterías —soltó—. Dime
ahora mismo qué está pasando.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —repuso ella
toqueteando el gorro que acababa de quitarse.
—Sabes más de lo que me cuentas. ¿No confías en
mí? Allá tú. Pero ahora mismo soy la única persona en
la que puedes confiar.
—Eso no tiene sentido.
—Supéralo.
Era el momento de recordarle algo.
—Cuando regresé a la isla... la primera vez que te
vi, llevabas un arma.
—Una pistola de duelo, una antigualla.
—De la colección de armas de tu padre.
—Es verdad. Hay un armario lleno de armas en la
casa. Escopetas, rifles, armas cortas. —Se detuvo y
entornó los ojos—. Y sé dispararlas todas.
—Eso me hace sentir mucho mejor, gracias. —Se
metió el gorro en el bolsillo.
Pero, irónicamente, era así. Si realmente quisiera
matarla por alguna retorcida razón que solo él supiera,
ya lo habría hecho. En cuanto a su legado... Era un
Harp y no parecía necesitar dinero.
—¿Por qué vive entonces en la isla? —preguntó Dilly
—. A no ser que no tenga ningún otro sitio donde ir.
—Igual que tú —señaló Crumpet.
Annie acalló las voces de los muñecos. Puede que
no le gustara, y no le gustaba, pero en aquel momento
Theo era la única persona con quien podía hablar.
—Igual que cuando tenías quince años —le recordó
Dilly.
—Esto se te está escapando de las manos —
insistió Theo junto a la puerta del box—. Dime qué me
estás ocultando.
—Podría haber sido un crío. El maestro de la isla
está en una convención, de modo que el colegio hace
fiesta.
—¿Un crío? ¿Crees que un crío también te
destrozó la casa?
—Quizá. —No, no lo creía en absoluto.
—Si hubiera sido un crío, la destrucción habría
sido mucho mayor.
—No podemos saberlo. —Pasó a su lado—.
Tengo que irme. Jaycie me esperaba hace una hora.
Antes de que pudiera dar el segundo paso, Theo
se le había plantado delante y su cuerpo musculoso era
un muro infranqueable.
—Tienes dos opciones para elegir —le dijo—. O te
vas de la isla...
¿Y dejarle la cabaña? Ni loca.
—... o eres franca conmigo y me dejas que intente
ayudarte —sentenció.
La oferta parecía sincera y entrañable, pero en
lugar de hundir la cara en el jersey de Theo como
quería hacer, Annie se metió en la piel de Crumpet.
—¿Qué más te da? Ni siquiera te gusto —soltó
irritada.
—Me gustas mucho —lo dijo muy serio, pero ella
no se lo tragaba.
—Pamplinas.
—¿No me crees? —preguntó arqueando una ceja.
—No.
—De acuerdo, pues. —Se metió las manos en los
bolsillos del vaquero—. Eres bastante desastre —soltó,
y añadió en voz baja y ronca—: Pero eres una mujer, y
eso es lo que necesito. Ha pasado mucho tiempo.
Estaba jugando con ella. Se lo veía en los ojos,
pero eso no impidió que se le despertaran los sentidos.
Fue una sensación inquietante, no deseada, pero
comprensible. Theo era una fantasía sexual morena de
ojos azules salida de sus novelas románticas y hecha
realidad, y ella era una mujer alta y delgada de treinta
y tres años con un rostro peculiar, un pelo rebelde y
una atracción fatal por hombres no tan nobles como
parecían. Combatió su magia negra con un crucifijo de
sarcasmo.
—¿Por qué no lo dijiste antes? Ahora mismo me
desnudo.
—Aquí hace demasiado frío. —Era la suavidad en
persona—. Necesitamos una cama caliente.
—No lo creas. —«¡Cállate, coño! ¡Cállate!», se
advirtió Annie, pero fue incapaz—. Ya pongo yo
bastante caliente. O, por lo menos, eso me han dicho.
Agitó el cabello, tomó la mochila y pasó por su
lado.
Esta vez, Theo dejó que se fuera.
Observó cómo la puerta de la cuadra se cerraba de
golpe y esbozó una sonrisa cercana a una mueca. No
tendría que haberla pinchado, aunque ella le siguiera el
juego. Pero aquellos ojazos lo seguían tentando,
haciendo que deseara jugar con ella. Divertirse
obscenamente un poco. Había algo especial en la
forma en que olía, no a los perfumes despiadadamente
caros a que se había acostumbrado, sino a pastilla de
jabón y champú afrutado de droguería.
Dancer le dio un golpecito en el hombro con el
hocico.
—Ya lo sé, chico. Me ha hechizado bien. Y es
culpa mía. —El caballo le tocó la mandíbula a modo
de asentimiento.
Theo dejó los arreos en su sitio y llenó de agua
fresca el cubo de Dancer. La noche anterior, cuando
había intentado entrar en el portátil que Annie se había
dejado en la casa, no pudo acertar la contraseña. De
momento sus secretos seguían siéndolo, pero no podía
dejar que continuaran así mucho tiempo más.
Tenía que dejar de meterse con ella. Además,
pincharla como acababa de hacer parecía alterarlo más
a él que molestarla a ella. Lo último que quería tener
ahora en la cabeza era una mujer desnuda, y mucho
menos a Annie Hewitt desnuda.
Que estuviera de nuevo en Peregrine era como
volver a sumirse en una pesadilla. ¿Por qué tenía ganas
entonces de estar con ella? Puede que fuera porque
encontraba cierta seguridad extraña en su compañía.
No poseía la belleza refinada que habitualmente lo
atraía. A diferencia de Kenley, Annie tenía una cara
más bien divertida. También era un lince, y aunque no
estaba necesitada, tampoco se presentaba como una
mujer indomable.
Estas eran sus cosas buenas. En cuanto a las
malas...
Annie contemplaba la vida como un espectáculo
de ventriloquia. No tenía ninguna experiencia en
noches desgarradoras ni en una desesperación tan
grande que se pega a todo lo que se toca. Puede que
Annie lo negara, pero todavía creía en los finales
felices. Esa era la ilusión que hacía que quisiera estar
con ella.
Recogió la chaqueta. Tenía que empezar a pensar
en la siguiente escena que no parecía poder escribir, y
dejar de hacerlo en el cuerpo desnudo que se escondía
bajo los suéteres gruesos y el voluminoso abrigo de
Annie. Llevaba demasiadas prendas. Si fuera verano,
la vería en traje de baño y su imaginación de escritor
quedaría lo bastante satisfecha para poder dedicarse a
pensamientos más productivos. Así, en cambio,
seguía imaginando la flaca figura adolescente que
apenas recordaba y sintiendo curiosidad por su aspecto
actual.
Dio una última palmadita a Dancer.
—Tienes mucha suerte, chico. No tener pelotas
hace que la vida sea menos complicada.

***

Annie pasó unas horas buscando los libros de


arte más antiguos que había en la estantería, pero
ninguno resultó ser raro, ni el tomo de David
Hockney, ni la colección de Niven Garr ni el libro de
Julian Schnabel. Cuando la frustración la venció,
ayudó a Jaycie a limpiar.
Jaycie había estado todo el día más callada que de
costumbre. Parecía cansada, y cuando se dirigieron
hacia el despacho de Elliott, Annie le ordenó que se
sentara. Jaycie apoyó las muletas en el brazo del sillón
de piel y se hundió en el sofá.
—Theo me ha enviado un mensaje diciéndome
que me asegure de que esta noche regresas a la cabaña
en el Range Rover.
Annie no había contado a Jaycie que le habían
disparado, y no pensaba hacerlo. Su intención era
facilitar la vida a Jaycie, no añadirle preocupaciones.
—También me decía que hoy no le subiera cena.
Es la tercera vez esta semana —comentó, pasándose
un mechón de cabello rubio tras la oreja.
—No lo he invitado, Jaycie. Pero Theo hace lo
que quiere —dijo Annie mientras llevaba la aspiradora
hasta las ventanas delanteras.
—Le gustas. No lo entiendo. Dices cosas horribles
de él.
—No le gusto yo —intentó explicar Annie—. Lo
que le gusta es hacérmelo pasar mal, que es muy
distinto.
—Yo no lo veo así. —Jaycie se levantó y sujetó
con torpeza las muletas—. Será mejor que vaya a ver
qué está haciendo Livia.
Annie la miró consternada. Estaba lastimando a
la última persona del mundo a la que quería lastimar.
La vida en una isla casi desierta era más complicada
cada día que pasaba.
Esa tarde, justo antes de ir a buscar el abrigo,
Annie vio que Livia arrastraba un taburete por la
cocina, se encaramaba y le metía un papel de dibujo
enrollado en la mochila. Tenía intención de
examinarlo en cuanto llegara a la cabaña, pero lo
primero que vio al abrir la puerta fue a Leo
despatarrado en el sofá con una pajita de beber atada
en el brazo como el torniquete de un drogadicto. Dilly
holgazaneaba en el otro extremo con un cilindro de
papel a modo de cigarrillo en la mano; tenía las piernas
cruzadas como un hombre, con un tobillo sobre la
rodilla contraria.
—¿Podrías dejar mis muñecos en paz? —soltó,
quitándose el gorro.
Theo salió de la cocina con un paño de cocina
lavanda metido en la cinturilla de los vaqueros.
—Hasta ahora, no sabía que era tan incapaz de
controlar mis impulsos.
Annie detestó el placer que sintió al verlo. Pero
¿qué mujer no disfrutaría regalándose la vista con un
hombre como él, paño de cocina lavanda incluido?
Quiso castigarlo por su exagerada apostura siendo
altanera.
—Dilly jamás fumaría. Está especializada en
prevenir las adicciones.
—Admirable.
—Y se supone que tendrías que haberte ido
cuando llego a casa.
—¿Ah, sí? —Tenía el aspecto de un ídolo de las
fiestas infantiles propenso a tener lapsus de memoria.
Hannibal salió de la cocina y se acurrucó en el zapato
de Theo.
—¿Qué hace aquí tu pariente? —preguntó Annie
mirando el minino.
—Lo necesito mientras trabajo.
—¿Para tus embrujos?
—A los escritores les van los gatos. Es imposible
que lo entiendas.
La miró con una expresión tan condescendiente
que ella supo que intentaba cabrearla. De modo que
rescató a sus muñecos de sus recién adquiridos vicios y
los llevó de vuelta al estudio.
Las cajas ya no estaban sobre la cama sino
dispuestas a lo largo de la pared bajo el mural del taxi,
el cual, según sus indagaciones, carecía de todo valor,
como la mayoría de lo demás. Había empezado a
revisar el contenido de las cajas para inventariarlo
todo, pero lo único interesante que había encontrado
hasta entonces era el libro de visitas de la cabaña y su
«libro de los sueños», el nombre con que se refería al
álbum de recortes que había rellenado en su
adolescencia. Había llenado sus páginas con sus
dibujos, carteles de las obras que veía, fotos de sus
actrices favoritas y reseñas escritas por ella misma
sobre sus éxitos imaginarios en Broadway. Era
deprimente ver lo lejos que su vida adulta se había
quedado de las fantasías de aquella jovencita, y lo
había guardado.
Un aroma delicioso le llegó desde la cocina. Tras
pasarse un peine por el cabello y ponerse un poco de
brillo labial para adecentarse, regresó al salón, donde
se encontró a Theo holgazaneando en el sofá en la
misma postura en que había situado antes a Leo.
Incluso desde el otro lado de la habitación, pudo ver
que tenía uno de sus dibujos en las manos.
—Había olvidado lo buena artista que eres.
Ver que examinaba algo que ella había hecho para
entretenerse la incomodó.
—No soy nada buena. Lo hago por mera
diversión.
—Te subestimas. —Volvió a mirar el dibujo—.
Me gusta este chaval. Tiene carácter.
Era un esbozo de un estudioso chico moreno con
el pelo lacio y un remolino que le brotaba como una
fuente de la coronilla. Bajo las vueltas de los vaqueros
le asomaban unos tobillos huesudos, como si estuviera
pasando uno de los típicos estirones preadolescentes.
Unas gafas de montura cuadrada apoyadas en la nariz,
algo pecosa. Llevaba mal abrochada la camisa, y lucía
un reloj demasiado grande en la muñeca. Desde
luego, no era una gran obra, pero el chico tenía
potencial para convertirse en un futuro muñeco.
Theo inclinó el papel para contemplarlo desde
otro ángulo.
—¿Cuántos años crees que tendrá? —preguntó.
—Ni idea.
—Doce, tal vez. En plena lucha con la pubertad.
—Si tú lo dices.
Cuando dejó el dibujo, Annie se percató de que se
había servido una copa de vino. Quiso quejarse, pero él
le señaló la botella abierta en la cómoda de Luis XIV.
—Lo traje de casa. Y no puedes tomar hasta que
respondas unas preguntas.
Algo que no quería hacer.
—¿Qué tenemos para cenar? —soltó Annie.
—Yo tengo pudin de carne. No un pudin
cualquiera. Este lleva algo de panceta, dos quesos
especiales y un glaseado con un ingrediente secreto
que podría ser Guinness. ¿Te interesa?
—Tal vez. —De solo pensarlo se le hizo la boca
agua.
—Estupendo. Pero antes tendrás que hablar. Lo
que significa que se te acabó el tiempo. Decide ahora
mismo si vas a confiar en mí o no.
¿Cómo iba a hacer eso? No podía haberle
disparado desde donde estaba, pero eso no significaba
que fuera de fiar, teniendo en cuenta su pasado. Se
acercó despacio a la butaca inspirada en un asiento de
avión, donde se sentó sobre los talones.
—Es una lástima que tu libro tuviera tan malas
críticas —le soltó—. No puedo ni imaginarme cuánto
debió de afectar a tu autoestima.
Theo tomó un sorbo de vino, con la misma
indolencia que un playboy que se relaja en la Costa del
Sol.
—La hizo pedazos. ¿Estás segura de que no lo
leíste?
Había llegado el momento de hacerle pagar su
condescendencia anterior.
—Prefiero una literatura más noble.
—Sí, vi algo de esa literatura más noble en tu
habitación. De lo más intimidante para un
escritorzuelo como yo.
—¿Qué hacías en mi habitación? —preguntó
Annie con el ceño fruncido.
—Registrarla. Con más éxito que cuando intenté
acceder a tu ordenador. Un día de estos tendrás que
darme tu contraseña. Es lo justo.
—Eso sería un no.
—Pues tendré que seguir curioseando hasta que
seas franca conmigo. —La señaló con la copa de
vino—. Por cierto, necesitas bragas nuevas.
Dado lo que había fisgoneado ella en la torre, le
costó indignarse como debía.
—Mi ropa interior no tiene nada de malo.
—Lo dice una mujer que no se come un rosco
desde hace mucho tiempo.
—¡Eso no es verdad!
—No te creo.
Tuvo el deseo contradictorio de jugar con él y de
ser sincera.
—Para tu información, me he revolcado con una
larga lista de novios que no valían un pimiento. —La
lista no era larga, pero como Theo se echó a reír, no
iba a aclarárselo.
Cuando finalmente se puso serio, sacudió
compungido la cabeza.
—Veo que sigues subestimándote. Por cierto, ¿por
qué lo haces y cuándo vas a dejar de hacerlo?
La idea de que él la considerara más de lo que ella
se consideraba a veces a sí misma la desconcertó.
—Confía en él —sugirió Scamp.
—No seas imbécil —dijo Dilly.
—¡Olvídate de él! —exclamó Peter—. ¡Yo te salvaré!
—No seas tan fantoche, hombre —refunfuñó Leo—.
Puede salvarse sola.
Puede que recordar a los dos hombres que no la
habían apoyado en nada fuera lo que decantó la
balanza hacia Theo. A pesar de que se dijo que los
psicópatas tenían un talento especial para ganarse la
confianza de sus víctimas, se sentó bien y le contó la
verdad:
—Justo antes de morir, Mariah me dijo que me
había dejado algo valioso en la cabaña. Un legado. Y
que cuando lo encontrara, tendría dinero.
Había captado la atención de Theo.
—¿Qué clase de legado? —quiso saber tras poner
los pies en el suelo y sentarse erguido.
—No lo sé. Apenas podía respirar. Justo después
entró en coma y murió antes del amanecer.
—¿Y has averiguado qué es?
—He hecho búsquedas de las principales obras de
arte, pero llevaba años vendiendo su colección, y nada
de lo que queda parece valer demasiado. Durante unas
gloriosas horas, creí que podía ser el vino.
—Aquí se alojaban escritores. Y músicos.
—Ojalá hubiera sido un poco más específica —
asintió Annie.
—Mariah tenía la costumbre de ponerte las cosas
difíciles. Nunca lo entendí.
—Era su forma de expresar amor —explicó ella
sin amargura—. Yo era demasiado corriente para ella,
demasiado modosa.
—Los buenos tiempos —dijo Theo con ironía.
—Creo que temía por mí porque era muy distinta
de ella. Era beige para su carmesí. —Hannibal le saltó
al regazo y ella le acarició la cabeza—. A Mariah le
preocupaba que no pudiera hacer frente a la vida. Creía
que criticarme era la mejor forma de fortalecerme.
—Algo retorcido, pero parece haber funcionado.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir
con eso, Theo añadió:
—¿Miraste en el desván?
—¿Qué desván?
—El espacio que hay sobre el techo.
—Eso no es ningún desván. Es un... —Pero por
supuesto que era un desván—. No hay forma de
acceder a él.
—Claro que la hay. Se entra por una trampilla
situada en el vestidor del estudio.
Annie la había visto en muchas ocasiones, pero
nunca había pensado dónde llevaría. Se levantó de un
brinco, con lo que desplazó a Hannibal.
—Voy a mirarlo ahora mismo.
—Espera. Un paso en falso y atravesarás el techo.
Mañana lo comprobaré.
No antes que ella. Volvió a sentarse.
—¿Me das vino ahora? Y pudin de carne.
—¿Quién más está al corriente de esto? —le
preguntó mientras se acercaba a la botella de vino.
—No se lo he dicho a nadie. Hasta ahora. Espero
no lamentarlo.
—Alguien allanó la cabaña, y te dispararon —dijo
Theo sin hacerle caso—. Supongamos que la persona
que lo hizo va tras lo que Mariah dejó aquí.
—No se te escapa ni una.
—¿Vas a seguir tirando pullas o quieres resolver ya
este asunto?
—Seguiré con las pullas —respondió ella tras
pensar un instante. Theo se quedó quieto, esperando
pacientemente—. ¡Está bien! —exclamó levantando
los brazos—. Te escucho.
—Será la primera vez. —Le tendió la copa de
vino—. Supongamos que no le has contado a nadie
más lo de...
—No lo he hecho.
—¿Ni a Jaycie? ¿Ni a ninguna de tus amigas?
—¿Ni a un novio imbécil? A nadie. —Sorbió el
vino—. Mariah tiene que habérselo dicho a alguien.
O... un marginado se coló en la cabaña en busca de
dinero y, sin ninguna relación con esto, un chaval que
manejaba torpemente un arma me disparó sin querer.
—Sigues buscando el final feliz.
—Es mejor que ir por la vida siendo todo agonías.
—¿Te refieres a ser realista?
—¿Realista o cínico? —Frunció el ceño—. Te diré
lo que no me gusta de los cínicos...
Evidentemente, a Theo le daba igual lo que no le
gustaba, porque se dirigió hacia la cocina. Pero como el
cinismo era uno de sus puntos débiles, ella lo siguió.
—Los cínicos evaden los problemas —aseguró,
pensando en su último ex, que ocultaba su inseguridad
como actor tras la condescendencia—. Ser cínico da a
una persona la excusa para no pelear por nada. No
tienes que ensuciarte las manos resolviendo los
problemas, pues no lograrás nada. Te puedes pasar
todo el día en la cama y menospreciar a todos los
idiotas que intentan ingenuamente cambiar las cosas.
Es una gran patraña. Los cínicos son las personas más
holgazanas que conozco.
—Oye, a mí no me mires. Te he preparado un
pudin de carne estupendo. —Verlo inclinarse para
abrir el horno le hizo perder el hilo. Era delgado, pero
nada esquelético. Musculoso, pero no exageradamente.
De repente la cabaña parecía demasiado pequeña y
aislada.
Tomó los cubiertos y los llevó a la mesa.
—¡Peligro! ¡Peligro! —la alertó la sensata Dilly.
CAPÍTULO 11
El pudin de carne era todavía mejor de lo
anunciado, y las verduras asadas que lo acompañaban
estaban perfectamente sazonadas. A la tercera copa de
vino, la cabaña se había convertido en un lugar ajeno
al tiempo, donde las normas adecuadas de conducta
estaban suspendidas y los secretos podían seguir
siendo secretos. Un lugar donde una mujer podía
abandonar sus dudas y permitirse cualquier capricho
sensual sin que nadie se enterara. Trató de salir de su
ensimismamiento, pero el vino se lo puso demasiado
difícil.
Theo giró el pie de la copa entre sus dedos.
—¿Recuerdas lo que solíamos hacer en la cueva?
—dijo con voz grave, tan suave como la noche.
—Casi nada. Fue hace mucho tiempo —
respondió Annie, cortando ostentosamente una patata
por la mitad.
—Yo sí lo recuerdo.
—No sé por qué.
Theo la miró trocear la patata como si supiera que
había estado pensando en escondites eróticos.
—Todo el mundo recuerda su primera vez.
—No hubo ninguna primera vez —dijo Annie—.
No llegamos tan lejos.
—Nos acercamos bastante. Y creía que no lo
recordabas.
—Eso lo recuerdo.
—Nos lo montábamos horas seguidas. ¿Recuerdas
eso? —preguntó Theo, recostándose en la silla.
¿Cómo podría olvidarlo? No paraban de besarse,
en las mejillas, el cuello, los labios, besos de lengua
durante minutos... horas. Y después volvían a
empezar. Los adultos están demasiado pendientes del
objetivo final como para dedicarle tiempo a los
preliminares. Solo los adolescentes temerosos del
siguiente paso se dan besos que duran una eternidad.
No estaba borracha, pero sí achispada, y no quería
quedarse en aquella desconcertante cueva de los
recuerdos.
—La gente ya no sabe besar.
—¿Tú crees?
—Sí. —Dio otro sorbo de aquel vino rico y
embriagador.
—Puede que tengas razón —admitió Theo—. A
mí se me da fatal.
—Muy pocos hombres lo admitirían. —Le costó
mucho contener las ganas de corregirlo.
—Quizá es que me pongo demasiado ansioso por
llegar al siguiente paso.
—Tú y todos los hombres.
Una cola negra asomó por encima del borde de la
mesa. Hannibal había saltado al regazo de Theo, que lo
acarició y volvió de dejarlo en el suelo. Annie paseó un
bocado de pudin por el plato, ya sin apetito, sin
recelos.
—No lo entiendo. Te encantan los animales.
Theo no le preguntó a qué se refería. Sabía que
todavía estaban en la cueva, pero ahora subía la marea
y el tiempo se había vuelto traicionero. Se levantó de la
mesa y se acercó a la estantería.
—¿Cómo explicar algo que ni tú mismo
comprendes?
—¿Era a los cachorros? ¿Era a mí? ¿A quién
querías hacer daño? —preguntó Annie con el codo
apoyado en la mesa.
—En el fondo, creo que a mí mismo —respondió
tras reflexionar un instante—. Por cierto, tendrías que
haberme contado lo del legado de Mariah la noche que
te allanaron la casa.
—Como si tú me lo contaras todo. O algo, en
realidad. —Se levantó y cogió su copa de vino.
—Nadie va por ahí disparándome.
—No confío... No confiaba en ti.
Se volvió hacia ella con una mirada seductora.
—Si supieras lo que estoy pensando en este
momento, tendrías motivos para no confiar en mí,
porque algunos de mis recuerdos más felices son de
aquella cueva. Sé que tú no piensas lo mismo.
Si no hubiera sido por lo sucedido aquella última
noche, casi podría haber estado de acuerdo con él. El
vino le recorría las venas.
—Es difícil sentir nostalgia por el sitio donde casi
te ahogaste.
—Ya.
Estaba cansada de tener los nervios de punta y le
encantaba la forma en que el vino la había relajado.
Quiso enterrar el pasado, deshacerlo para que nunca
hubiera tenido lugar. Hacer cuenta de que acababan de
conocerse. Quería ser como sus conocidas, que podían
ver a un hombre atractivo en un bar, acostarse con él y
marcharse unas horas después sin tener
remordimientos ni flagelarse. «Soy básicamente un
hombre —le había dicho una vez su amiga Rachel—.
No necesito vínculos emocionales. Solo quiero
desahogarme.»
Ella también quería ser un hombre.
—Tengo una idea. —Theo se apoyó en la
estantería con una ligera sonrisa—. Podríamos
montárnoslo. Por los viejos tiempos.
—Eso sería un no —respondió ella, aunque, debido
a las tres copas de vino, sin convicción suficiente.
—¿Estás segura? —Se separó de la estantería—.
No estaríamos abriendo nuevos caminos. Y como no
puedes librarte del todo de la sensación de que quiero
matarte, no tendrás que fingir ningún cariño por mí. Es
que... me iría bien practicar un poco.
Debido al vino que le corría por las venas no
pudo resistirse a la tentación de aquella seducción
despreocupada. Pero aunque estaba lo bastante
borracha para aceptar, no lo estaba tanto para no
imponer condiciones.
—Nada de manos.
—Bueno, no sé —replicó Theo, acercándose
despacio a ella.
—Nada de manos —repitió con más firmeza.
—Muy bien..., de acuerdo. Nada de manos por
debajo de la cintura.
—Nada de manos por debajo del cuello —lo
corrigió Annie, ladeando la cabeza.
—Pues entonces será imposible. —Se detuvo
delante de ella y le quitó la copa de la mano como si le
estuviera desabrochando el sujetador.
—Tómalo o déjalo —soltó Annie. Le gustaba
cómo era estando casi borracha.
—Me estás poniendo nervioso —repuso Theo—.
Ya te dije que no estoy demasiado seguro de mis besos.
De otras cosas sí, pero de mis besos... Nada seguro.
Sus ojos se reían de ella. El taciturno y malvado
Theo Harp la estaba atrapando en una red de fantasía
erótica. Se acercó la mano al pelo y se soltó la coleta.
—Pide ayuda al chico de dieciséis años que hay en
ti. A él se le daba muy bien besar.
—Lo intentaré —dijo Theo mirándole el cabello.
Se acabó el vino de la copa de ella y recorrió los
últimos centímetros que los separaban.
Theo jamás se había vanagloriado de ello, pero
siempre que había querido una mujer, la había tenido.
Sin embargo, esa clase de arrogancia sexual era
peligrosa con alguien como Annie. ¿Por qué no le
había seguido el juego? Porque sabía lo que le
convenía.
No se acordaba de la última vez que Kenley y él
se habían besado, pero sí recordaba la última vez que
habían follado. Un polvo nocturno durante el cual ella
lo odiaba y se había asegurado de que él lo supiera.
Durante el cual él la odiaba y había intentado que no
se notara.
Miró sus párpados cerrados. Le recordaron unas
pálidas valvas marinas que el mar hubiera llevado a la
playa. Se había vuelto algo dura con los años, pero
nunca sería una tocanarices. Se aferraba a sus muñecos
y a su mundo de ensueño lleno de buenas intenciones
y finales felices. Y ahora estaba ahí, dispuesta a que la
besara. Y ahí estaba él, a punto de aprovecharse de ello
cuando en realidad debería marcharse.
Le pasó los pulgares por los pómulos y ella separó
los labios ligeramente. Annie no esperaba que se
portara bien. Había visto lo peor de él, y no esperaba
que la rescatara, la protegiera e hiciera lo correcto. Y
aún más importante, no esperaba que la amara. Eso
era lo que más le gustaba a Theo. Eso y que ella fuera
una absoluta descreída de su posible decencia. Hacía
mucho tiempo que él no tenía la libertad de bajar la
guardia y ser quien quería ser.
Un hombre sin la menor decencia.
Acercó los labios a los suyos y apenas los rozó.
Sus alientos con olor a vino se mezclaron. Annie
arqueó el cuello para aumentar el contacto. Él se
obligó a apartarse un centímetro. Sus labios se
acariciaron, nada más.
Annie tomo conciencia de lo que estaba haciendo
y se separó levemente de él, dejando un espacio que
Theo llenó rápidamente con un ligero roce. Tenía
todos los motivos del mundo para temerlo, y dejar que
se le acercara tanto era absurdo, pero movió la cabeza
de modo que rozó los labios de Theo con los suyos
con la suavidad de una pluma. Solo habían
transcurrido unos segundos, pero él ya estaba excitado.
Le selló la boca con la suya, le separó los labios y le
metió la lengua.
Notó que Annie le golpeaba el pecho con los
pulpejos de las manos.
—Tienes razón —le dijo, fulminándolo con unos
indignados ojos castaños—. Besas de pena.
¿Cómo? ¿Él besaba de pena? No iba a dejar las
cosas así. Apoyó una mano en la pared, detrás de la
cabeza de Annie, rozándole el cabello.
—Perdona. Me ha dado un calambre en la pierna
y he perdido el equilibrio.
—Tu oportunidad, eso es lo que has perdido.
Era la fanfarronada de alguien que no se había
separado ni un centímetro de él. Jamás admitiría una
derrota tan pronto. No ante Annie. Ante la
batalladora y bondadosa Annie Hewitt, a quien nunca
se le ocurriría pedir la última gota de sangre a un
hombre.
—Mis más sinceras disculpas. —Ladeó la cabeza
y le sopló suavemente la delicada piel detrás de la
oreja, moviéndole el cabello.
—Eso está mejor.
Se acercó más a ella para explorar aquel punto
erótico con los labios. La proximidad le resultaba
angustiosa, pero no iba a permitir que su erección se
impusiera. Annie le recorrió la cintura con las manos,
que deslizó por debajo de su jersey, quebrantando su
propia norma, algo que él no pensaba reprocharle.
Luego volvió la cabeza y le acercó la boca mucho más,
pero como siempre había sido competitivo y el juego
había empezado, él solo la besó en la mandíbula.
Cuando Annie arqueó el cuello, él aceptó la
invitación y la besó allí. Notó cómo le deslizaba las
manos más arriba bajo el jersey. El contacto de una
mujer decente le resultaba placentero. Y desconocido.
Contuvo las ganas de ir más allá. Al final, fue ella
quien presionó su cuerpo contra el de él y acercó la
boca a sus labios abiertos.
No sabía muy bien cómo habían acabado en el
suelo. ¿La había llevado él? ¿O ella? Solo sabía que
estaba tumbada boca arriba, y que él estaba sobre ella.
Igual que durante aquellos días dulces y apasionados
en la cueva.
Quería tener a Annie desnuda, abierta de piernas,
mojada y dispuesta. Lo rápido que respiraba, la forma
en que le sujetaba con las manos la espalda desnuda le
indicaban que ella también lo quería. Aferrándose al
último autocontrol que le quedaba, volvió a besarla.
En las sienes, las mejillas, los labios... Besos
apasionados y sentidos. Una y otra vez.
Annie gemía suplicante mientras le rodeaba las
piernas con una suya. Él enredó las manos en el
cabello alborotado de ella. Se acomodó más en sus
caderas. Los vaqueros de ambos le estorbaban, y los
gemidos de Annie eran cada vez más apremiantes.
Estaba perdiendo el control. No podía contenerse más.
Le bajó la cremallera de los pantalones, se bajó la
de los suyos. Annie arqueó la espalda. Él le quitó como
pudo los vaqueros, que le quedaron en un tobillo.
Annie se aferró a su jersey mientras él se colocaba
entre sus muslos, se liberaba y la penetraba.
Ella profirió un gemido gutural, entregado e
indefenso, y se desplomó. Theo la penetró más. Se
retiró. Volvió a penetrarla. Y eso fue todo. El universo
explotó a su alrededor.

***

Después, oyó que Annie maldecía.


—¡Cabrón! ¡Hijo de puta! —Lo apartó de ella,
subiéndose los vaqueros a la vez que se ponía de pie—
. ¡Dios mío, me odio a mí misma! ¡Te odio! —
exclamó mientras se subía la cremallera con una
especie de grotesca danza. Aleteaba con los codos y
daba puntapiés en el suelo. Él se levantó y se abrochó
los vaqueros mientras ella seguía con su diatriba—:
¡Soy una idiota! Alguien tendría que sacrificarme como
a un animal enfermo. ¡Dios mío, qué idiota y tonta
soy!
Theo guardaba silencio.
—¡No soy tan fácil! ¡No lo soy! —chilló ella,
colorada y furiosa.
—Eres más bien fácil —soltó él sin poder
contenerse.
Ella cogió un cojín del sofá y se lo lanzó. Él estaba
acostumbrado a las iras femeninas, y aquello era tan
insignificante que no se molestó en agacharse.
Colérica, Annie dio otro puntapié en el suelo. Agitaba
los brazos y los rizos le ondeaban.
—¡Sé exactamente qué pasará ahora! En cuanto
te dé la espalda, estaré de bruces en la marisma. O
encerrada en el montaplatos. ¡O ahogándome en la
cueva! — Tomó aliento— . ¡No confío en ti! No me
gustas. Y ahora tú... tú...
—Hacía siglos que no me lo pasaba tan bien. —
Nunca era pedante, pero Annie tenía algo que sacaba
lo peor de él. O puede que fuera lo mejor.
—¡Te has corrido dentro de mí! —Lo fulminó con
la mirada.
Dejó de hacerle gracia. Nunca había sido
descuidado, y de pronto se sintió estúpido. Se puso a la
defensiva.
—Fue involuntario.
—¡Tendrías que haberlo evitado! Puede que ahora
mismo uno de tus nadadorcitos esté braceando hacia
mi óvulo.
Lo dijo con gracia, pero él no tenía ganas de reír.
Se frotó la mandíbula con el dorso del puño.
—Tomas la píldora, ¿no?
—¡Es un poco tarde para que lo preguntes! —Se
volvió y se alejó airada—. ¡Y no, no la tomo!
Un frío gélido lo paralizó. La oyó en el
dormitorio, y después en el cuarto de baño. Necesitaba
lavarse, pero solo podía pensar en lo que había hecho y
en el terrible precio que podría tener que pagar por
aquel simple encuentro sexual, sin duda el peor de su
vida.
Cuando Annie por fin salió, llevaba puesta la bata
azul marino, el pijama de Santa Claus y unos
calcetines deportivos. Tenía la cara lavada y se había
recogido el pelo con una cinta de la que salían
tirabuzones mojados aquí y allá. Afortunadamente,
parecía más tranquila.
—Tuve neumonía —le explicó—. Eso me fastidió
el calendario de la píldora.
—¿Cuándo tuviste el último período? —preguntó
Theo a la vez que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿De qué vas? ¿Ahora eres mi ginecólogo? Vete a
la mierda, tío.
—Annie...
—Mira, sé que es tan culpa mía como tuya, pero
ahora mismo estoy demasiado furiosa para admitir mi
parte de responsabilidad.
—¡Por supuesto que también es culpa tuya! ¡Tú y
tu jueguecito de los besos!
—Que tú estropeaste.
—Pues claro que lo estropeé. ¿Acaso crees que soy
de piedra?
—¡Tú! ¿Y yo qué? ¿Y desde cuándo crees que está
bien practicar el sexo sin condón?
—No lo creo, maldita sea. Pero no suelo llevar
uno en el bolsillo.
—¡Pues deberías! Mírate. ¡No tendrías que ir a
ninguna parte sin una docena! —Sacudió la cabeza y
cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, estaba más
calmada—. Vete —pidió—. No soporto verte ni un
minuto más.
Su esposa le había dicho casi esas mismas palabras
en muchas ocasiones, pero mientras que Kenley
parecía desquiciada al hacerlo, Annie solo parecía
cansada.
—No puedo irme, Annie —dijo con cuidado—.
Creía que a estas alturas ya lo sabrías.
—Claro que puedes. Y es lo que vas a hacer. Ya.
—¿De verdad crees que te dejaré aquí sola de
noche después de que alguien te haya disparado?
Se lo quedó mirando. Él temió que volviera a
patear el suelo o que le lanzara algo más contundente
que un cojín, pero no lo hizo.
—No te quiero aquí.
—Ya lo sé.
Ella se cruzó de brazos cogiéndose los codos.
—Haz lo que quieras. Estoy demasiado alterada
para discutir. Y duerme en el estudio, no pienso
compartir la cama. ¿Entendido? —Un momento
después se había ido dando un portazo.
Él fue al cuarto de baño, y luego se encargó de
recoger la cena. Como había cocinado, no le
correspondería hacerlo a él, pero no le importaba. A
diferencia de la vida real, limpiar una cocina era una
tarea con un principio, un desarrollo y un final claros.
Como un libro.

***

Al levantarse por la mañana, Annie estuvo a


punto de tropezar con Hannibal. Encima, parecía
haberse conseguido un gato a tiempo parcial. La noche
anterior se había dormido contando y recontando los
días que habían pasado desde su última regla. Tendría
que estar a salvo, pero «tendría» no era ninguna
garantía. Que ella supiera, podría estar incubando la
semilla del diablo. Y si eso sucedía... No soportaba
pensarlo.
Creía que se había librado del poder que aquellos
ficticios galanes atractivos y taciturnos ejercían sobre
ella. Pero no. Bastaba con que Theo mostrara un poco
de interés y ahí estaba, abierta de piernas con los ojos
cerrados como la protagonista más tonta jamás
descrita. Era de lo más estúpido. Por imposible que
fuera la búsqueda, quería amor eterno. Quería hijos y
la vida familiar convencional que nunca había
conocido, pero nunca los tendría con aquellos
hombres lastimados y distantes. Y aun así, allí estaba,
volviendo a lo de antes, solo que mucho peor. Estaba
atrapada en la red de Theo Harp, no porque él se la
hubiera lanzado diabólicamente, sino porque ella
misma había corrido hacia él con los brazos abiertos.
Tenía que subir al desván antes que él. En cuanto
lo oyó en el cuarto de baño, sacó la escalera de mano
del trastero y la llevó al estudio. Theo ya había hecho
la cama, y sus muñecos seguían dispuestos en el
estante situado bajo la ventana. Una vez tuvo puesta la
escalera en el vestidor, subió y abrió la trampilla.
Asomó con cautela la cabeza en el frío desván y lo
iluminó con la linterna que había llevado, pero solo vio
vigas y material aislante.
Otro callejón sin salida.
Oyó que el agua se cerraba en el cuarto de baño y
se dirigió hacia la cocina para prepararse rápidamente
un bol de cereales, que se llevó a su habitación. No le
gustaba esconderse en su propia casa, pero no
soportaba la idea de verlo en aquel momento.
No recordó el papel que Livia le había metido en
la mochila hasta que él se hubo marchado. Lo sacó y
se lo llevó a la mesa, donde lo desdobló. Livia había
dibujado con rotulador negro tres muñecos de palitos,
dos grandes y uno muy pequeño. El menor, en un
lado de la hoja, tenía el cabello lacio. Bajo él, Livia
había puesto su propio nombre en letra cursiva
mayúscula. Las otras dos figuras no estaban
etiquetadas. Una estaba postrada con una camisa que
lucía una flor roja, y la otra estaba de pie con los
brazos extendidos. Al pie de la página, Livia había
escrito laboriosamente: SECREINDADO.
Annie examinó el dibujo más atentamente. Se fijó
en que la figura pequeña no tenía boca.
SECREINDADO. Y por fin lo entendió. No sabía
exactamente qué estaba viendo pero sabía por qué
Livia se lo había dado. Aquel dibujo era el secreto
blindado de Livia.

CAPÍTULO 12
Annie aparcó el Range Rover en el garaje de Harp
House. Pensar en el dibujo de Livia le habría ido bien
para no preocuparse por su posible embarazo si lo que
la niña había plasmado no fuera tan inquietante.
Quería enseñar el dibujo a Jaycie por si ella sabía
descifrarlo, pero había hecho un pacto y, aunque fuera
con una niña de cuatro años, no iba a romperlo.
Cerró la puerta del garaje y se dirigió hacia la
entrada. Había llegado a Harp House antes que Theo.
Al mirar hacia abajo, lo vio en el camino de la playa:
una figura solitaria recortada contra la inmensidad del
mar. Como de costumbre, llevaba la cabeza
descubierta y su chaqueta negra de ante como única
protección frente el viento. Se agachó para examinar
una charca de marea y después se acuclilló para
contemplar el mar. ¿En qué estaría pensando? ¿En
algún argumento espantoso? ¿En su difunta esposa? ¿O
tal vez estaría planeando cómo librarse de una mujer
inoportuna a la que podría haber dejado embarazada
sin querer?
Theo no iba a matarla. De eso estaba segura. Pero
podría lastimarla de muchas otras formas. Sabía que
tenía tendencia a idealizar a los hombres como Theo,
así que debía estar prevenida. La noche anterior se
había acostado con una fantasía. La fantasía romántica
de una rata de biblioteca.
Lavó los platos del desayuno de Jaycie y Livia y
arregló la cocina. Cuando terminó, seguía sin haber
visto a Jaycie, y fue a buscarla.
Como vivían en las dependencias de la antigua
ama de llaves en la casa, al otro lado de la torre,
recorrió el pasillo trasero hasta la puerta del fondo.
Estaba cerrada, así que llamó.
—¿Jaycie?
No hubo respuesta. Llamó otra vez. Cuando iba
a girar el pomo, Livia abrió la puerta. Estaba adorable
con una corona de papel casera tan encasquetada que
le sobresalían las orejas.
—Hola, Liv. Me gusta tu corona.
A Livia solo le interesaba comprobar si Annie
había llevado a Scamp, y al no ver el muñeco su
decepción fue evidente.
—Scamp está echando una siesta —explicó
Annie—. Pero después vendrá a verte. ¿Está tu mamá?
Livia abrió más la puerta para dejarla pasar.
Las dependencias del ama de llaves en forma de L
tenían salón y dormitorio. Antes de romperse el pie,
Jaycie había convertido el salón en la habitación de
Livia. El cuarto de ella era austero: una cama, una
silla, una cómoda y una lámpara, todos desechos de la
casa. El espacio de Livia era más alegre, con una
estantería rosa fuerte, una mesa y sillas infantiles, una
alfombra rosa y verde y una cama con un edredón de
Tarta de Fresa.
Jaycie estaba ante la ventana, mirando fuera. El
hipopótamo atado a la muleta se había movido y
estaba boca abajo. Se volvió despacio, con los vaqueros
y el jersey cereza marcándole las curvas.
—Estaba... arreglando un poco todo esto.
Annie no la creyó: los juguetes de Livia estaban
esparcidos por el suelo, y unos cuantos muñecos de
peluche asomaban del revoltijo de sábanas de la cama
deshecha.
—Tenía miedo de que estuvieras enferma —dijo.
—No. No estoy enferma.
Annie cayó en la cuenta de que conocía a Jaycie
tan poco como la primera vez que había ido a Harp
House hacía menos de tres semanas y tuvo la
sensación de estar contemplando una fotografía algo
desenfocada.
—Theo no vino a casa anoche —comentó Jaycie,
apoyándose en su pie sano.
La culpa hizo que Annie se acalorara. Entendió
que por ese motivo Jaycie se había recluido. Y aunque
no creía que Theo tuviera ningún interés personal en
Jaycie, tuvo la impresión de haber traicionado su
amistad. Tenía que contarle por lo menos parte de la
verdad, pero no mientras Livia estuviera allí pendiente
de todo lo que decían.
—A Scamp le encantan tus dibujos, Liv. Mientras
tu mamá y yo hablamos tal vez podrías hacernos uno
para colgar en la cocina.
Livia no protestó. Se fue a su mesa y abrió la caja
de lápices de colores. Annie salió al pasillo y Jaycie la
siguió. No iba a mentirle, pero sería cruel contarle
demasiado.
—Han estado pasando cosas extrañas —explicó,
sin poder deshacerse del sentimiento de culpa—. No
quería molestarte, pero supongo que tienes que
saberlo. Anteanoche, cuando volví a la cabaña, alguien
la había destrozado por dentro.
—¿Cómo?
Annie le describió lo que se había encontrado. Y
después le contó lo demás.
—Ayer por la mañana, cuando venía hacia aquí,
alguien me disparó.
—¿Te disparó?
—La bala me pasó rozando. Theo me encontró
justo después. Por eso no vino a casa anoche. No
quería dejarme sola, aunque le dije que no hacía falta
que se quedara.
—Sería un accidente, seguro. Algún imbécil que
disparaba a los pájaros —sugirió Jaycie, apoyada en la
pared tras ella.
—Fue a campo abierto. Estaba muy claro que yo
no era ningún pájaro.
Pero Jaycie no la estaba escuchando.
—Apuesto a que fue Danny Keen. Siempre hace
cosas así. Seguramente fue a la cabaña con un par de
sus amigos. Llamaré a su madre.
Annie no creía que la explicación fuera tan
sencilla, pero Jaycie ya había empezado a recorrer el
pasillo, moviéndose con las muletas mucho mejor que
cuando Annie había llegado. Se recordó que Jaycie
jamás debía saber lo que había sucedido en la cabaña.
Nadie debía saberlo. A no ser que realmente estuviera
embarazada...
—¡Para! —exigió Dilly —. No vas a pensar en eso.
—Yo me casaré contigo —intervino Peter—. Los
galanes siempre hacen lo que es debido.
Peter empezaba a ponerla nerviosa.

***

Livia entró en la biblioteca con su abrigo rosa, la


corona de papel todavía en la cabeza y arrastrando la
mochila de Annie. No había que ser un lince para
imaginar lo que quería. Annie cerró el portátil y fue a
buscar su abrigo.
Salieron. La temperatura había subido por encima
de los cero grados y por las canaletas fluía el agua. La
nieve empezaba a desaparecer de todos los lugares con
excepción de los más sombreados. Al acercarse a la
casita de hadas, vio que disponía ahora de una piedra
del tamaño de un huevo coronada por una diminuta
capa de musgo: un lugar acolchado donde sin duda
podría situarse un diminuto habitante del bosque. Se
preguntó si Jaycie sabría que Livia había salido antes.
—Las hadas tienen un sitio nuevo donde sentarse.
Livia se puso en cuclillas para examinar la piedra.
Annie iba a reprenderla por salir sola, pero se lo
pensó mejor. La niña solo se alejaba hasta el árbol. No
le pasaría nada malo, siempre y cuando Theo tuviera
la puerta de la cuadra cerrada.
Se sentó en el saliente de piedra y sacó a Scamp.
—Buon giorno, Livia! —dijo—. Soy Scamp erino.
Estoy practicando mi italiano. ¿Hablas algún idioma?
Livia sacudió la cabeza.
—Qué pena. El italiano es la lengua de la pizza, una
comida que adoro. Y del gelato, el helado. Y de torres muy
mal construidas. Pero bueno... —Agachó la cabeza—. No
hay ni pizza ni gelato en Peregrine Island.
A la niña pareció no gustarle aquello.
—¡Tengo una idea genial! —exclamó Scamp —. A lo
mejor Annie y tú podríais preparar pizzas de mentirijillas con
magdalenas esta tarde.
Esperaba que Livia se opusiera, pero asintió.
Scamp sacudió la cabeza para ahuecar sus rizos
naranjas.
—El dibujo que me dejaste ayer era eccellente —
prosiguió Scamp —. Significa excelente en italiano.
Livia bajó la cabeza para mirarse los pies, pero
Scamp no se rindió.
—Soy excepcionalmente lista, y he deducido, que
significa que he comprendido —aclaró y prosiguió
susurrando—, he deducido que el dibujo es tu secreto
blindado.
La carita de Livia se ensombreció de aprensión.
—No te preocupes. No estoy enojada contigo —dijo
Scamp en voz baja con la cabeza ladeada. La pequeña
alzó finalmente los ojos hacia ella.
—La del dibujo eres tú, ¿verdad? Pero no estoy segura
de quiénes son los demás... ¿Tal vez tu madre?
Livia asintió de forma casi imperceptible.
Annie tuvo la sensación de adentrarse en una
habitación oscura con los brazos extendidos
intentando no tropezar con nada.
—Parece que lleva algo bonito. ¿Es una flor o quizá una
felicitación de San Valentín? ¿Se la regalaste tú?
La niña sacudió la cabeza y se le llenaron los ojos
de lágrimas, como si el muñeco la hubiera traicionado.
Con un sollozo, se alejó corriendo hacia la casa.
Cuando la puerta de la cocina se cerró de golpe,
Annie hizo una mueca. Unas clases de psicología en la
universidad no la habían capacitado para entrometerse
en algo así. No era psicóloga infantil. No era madre...
Pero podría serlo.
Notó una punzada en el pecho. Dejó a Scamp y
regresó a la cocina, pero no quería estar en Harp
House.
La brillante luz invernal contrastaba con su
sombrío estado de ánimo al marcharse. Con los
hombros encorvados, rodeó la casa hasta la fachada y
se situó al borde del acantilado. El porche delantero se
extendía tras ella. A sus pies, los escalones de granito
esculpidos en la cara de la roca conducían a la playa.
Empezó a descender.
Eran escalones estrechos y resbaladizos, y se
sujetó con fuerza al pasamanos de cuerda. ¿Cómo se le
había embrollado tanto la vida? De momento, la
cabaña era su único hogar, pero una vez saliera a
flote... si lograba salir a flote... Una vez encontrara un
trabajo estable, no podría dejarlo dos meses para ir allí.
Tarde o temprano, la cabaña volvería a manos de los
Harp.
—Pero todavía no —dijo Dilly —. Ahora estás aquí y
tienes algo que hacer. Basta de lamentos. Da el callo. Sé
positiva.
—Cállate, Dilly —soltó Leo con desdén—. A pesar
de tu supuesta sensatez, no tienes ni idea de lo complicada que
puede ser la vida.
Annie parpadeó. ¿Había sido realmente Leo? Las
voces se le mezclaban en la cabeza. Peter era su apoyo.
Leo solo incordiaba.
Se metió las manos en los bolsillos. El viento le
apretaba el abrigo contra el cuerpo y le agitaba las
puntas del cabello que le asomaban bajo el gorro de
lana. Contempló el agua, imaginando que gobernaba
las olas, las corrientes y las mareas.
Imaginando que era poderosa, cuando nunca se
había sentido tan impotente. Finalmente, se obligó a
volverse.
Un desprendimiento de rocas había tapado la
entrada, pero sabía exactamente dónde estaba. Para
ella, la cueva siempre sería un escondrijo secreto que
lanzaba su canto de sirena a quien pasaba por allí:
«Entra. Ven a hacer un pícnic, a jugar, trae tus sueños
y fantasías. Reflexiona... Explora... Haz el amor...
Muere.»
Una ráfaga de viento le ladeó el gorro. Se lo
sujetó antes de que le saliera volando hacia el mar y se
lo guardó en el bolsillo. Hoy no iba a volver a subir a
la casa principal, dada la vorágine de emociones que se
arremolinaba en su interior. Avanzó con dificultad por
las rocas y se dirigió hacia la cabaña.
No estaba el Range Rover, ni Theo. Se preparó
una taza de té para entrar en calor y se sentó a la mesa
junto a la ventana, acariciando a Hannibal y pensando
en su posible embarazo. Si estuviera en la ciudad,
podría ir a la farmacia de la esquina a comprar un test
de embarazo. Aquí tendría que encargarlo y esperar a
que llegara con el ferry.
Solo que recordaba cómo los isleños se iban
pasando uno a otro las cajas con las bolsas abiertas de
provisiones. Ella misma había visto Tampax, alcohol,
pañales para adultos incontinentes. ¿Quería que todos
los habitantes de la isla supieran que había comprado
un test de embarazo? Añoró el anonimato de la gran
ciudad.
Tras terminarse el té, tomó el bloc con el
inventario y se encaminó hacia el estudio. Tenía que
repasar más metódicamente las cajas. Entró y se quedó
paralizada en el umbral.
Crumpet colgaba de una soga del techo.
Crumpet. Su princesita tonta, vanidosa y
consentida... La cabeza le colgaba en un ángulo
macabro, los rizos de hilo amarillo le caían a un lado
de la cara. Las piernecitas de tela le colgaban
impotentes y uno de sus zapatitos de charol rosa yacía
en el suelo.
Tras soltar un sollozo, acercó una silla para
bajarla de la soga, que estaba clavada al techo.
—¡Annie! —La puerta principal se abrió de golpe.
Se volvió y salió como una exhalación del estudio.
—¡Eres un gilipollas! ¿Cómo se puede ser tan
asqueroso e insensible?
—¿Te has vuelto loca? —espetó Theo, entrando
en el salón como un león que persigue un ñu.
—¿Te parece gracioso? —soltó Annie con
lágrimas en los ojos—. No has cambiado nada.
—¿Por qué no esperaste? ¿Quieres que vuelvan a
dispararte?
—¿Es eso una amenaza? —dijo con los dientes
apretados.
—¿Amenaza? ¿Tan ingenua eres que crees que no
puede volver a ocurrir?
—Si vuelve a ocurrir, ¡te juro que te mato!
Aquello los detuvo a ambos. Annie nunca se
había imaginado capaz de semejante fiereza, pero la
habían atacado al nivel más elemental. Por más
egocéntrica que fuera Crumpet, formaba parte de ella,
y ella era su guardiana.
—¿Si vuelve a ocurrir qué? —preguntó Theo en
voz más baja.
—Al principio, las posturas en que ponías a mis
muñecos eran graciosas. —Señaló el estudio con una
mano—. Pero esto es cruel.
—¿Cruel? —Pasó por su lado. Annie se volvió y
vio que se asomaba a su dormitorio y seguía después
hacia el estudio.
—Cabrón —murmuró.
Lo siguió y se detuvo en la puerta para observar
cómo alargaba el brazo para descolgar la soga. La quitó
del cuello de Crumpet y le llevó el muñeco a Annie.
—Haré venir al cerrajero en cuanto pueda —
anunció en tono grave.
Annie lo siguió con la mirada hacia el rincón de la
habitación y abrazó a Crumpet más fuerte al ver lo que
antes le había pasado por alto: sus demás muñecos ya
no estaban en el estante bajo la ventana, sino metidos
en la papelera, las cabezas y las extremidades colgando
fuera.
—Quieto. —Corrió hacia ellos. En cuclillas, con
Crumpet en el regazo, los sacó uno por uno. Les
arregló la ropa y el pelo. Cuando terminó, alzó la vista
hacia Theo, escudriñándole la cara y los ojos, pero no
vio nada sospechoso.
—Tendrías que haber esperado el coche en la casa
principal. No tardé mucho. No vuelvas a venir sola a
pie —dijo él, tenso, antes de salir del estudio.
Por eso estaba tan enojado cuando había llegado
precipitadamente. Dejó a Dilly, Leo y Peter en el
estante.
—Gracias —susurró Peter—. No soy tan valiente
como pensaba.
No estaba preparada aún para separarse de
Crumpet, y la llevó al salón, donde Theo se estaba
quitando la chaqueta.
—No puedo permitirme un cerrajero —confesó en
voz baja.
—Yo sí. Y voy a hacer instalar una cerradura
nueva. Nadie va a curiosear mis cosas cuando no esté
aquí.
¿Solo pensaba en sí mismo o acaso era su forma
de evitarle una situación violenta?
Se puso a Crumpet en el antebrazo. La conocida
sensación del vestido con volantes del muñeco la
calmó. Levantó el brazo, sin pensárselo demasiado.
—Gracias por salvarme —soltó Crumpet con su voz
susurrante y coqueta. Theo ladeó la cabeza, pero
Annie se dirigió al muñeco en lugar de a él.
—¿No tienes que decir nada más, Crumpet?
—Estás como un queso —dijo Crumpet tras mirar a
Theo de pies a cabeza.
—¡Crumpet! —la regañó Annie—. ¿Dónde están
tus modales?
Crumpet parpadeó con coquetería para mostrar
sus largas pestañas a Theo.
—Está usted como un queso.
—¡Ya está bien, Crumpet! —la regañó Annie.
Crumpet agitó los rizos, enfurruñada.
—¿Qué quieres que diga? —preguntó.
—Quiero que digas que lo sientes —respondió
Annie.
—¿Qué es lo que tengo que sentir? —dijo Crumpet,
cada vez más irritada.
—Lo sabes muy bien.
—Preferiría preguntarle a qué peluquería va —susurró
Crumpet al oído de Annie lo bastante fuerte para que
Theo pudiera oírlo—. Ya sabes lo mal que me fue la
última vez que fui.
—Eso fue porque insultaste a la champunier —le
recordó Annie.
—Se creía más guapa que mí —soltó Crumpet
levantando la nariz con altivez.
—Más guapa que yo.
—Era más guapa que tú —dijo Crumpet en tono
triunfal.
—Déjate de evasivas y di lo que tienes que decir
—suspiró Annie.
—Oh, está bien. —Crumpet soltó un chasquido de
mala gana. Y a continuación habló de más mala gana
todavía—: Siento haber pensado que habías sido tú quien
me había colgado del techo.
—¿Yo? —Theo se dirigió realmente al muñeco.
—En mi defensa... —se excusó Crumpet, que se
sorbió la nariz— puedo alegar que tienes un pasado.
Todavía no me he recuperado de la forma en que hiciste que
Peter me mirara por debajo de la falda.
—Eso te encantó, y lo sabes —replicó Annie.
Theo sacudió la cabeza.
—¿Cómo sabes que no te colgué yo? —preguntó.
—¿Lo hiciste? —Annie le habló por fin
directamente a él.
—Como ha dicho tu amiga —respondió Theo,
esta vez mirando a Annie—, tengo un pasado.
—Y no me habría sorprendido si al llegar a casa
me hubiera encontrado a Crumpet y Dilly
montándoselo en mi cama. —Se quitó el muñeco del
brazo—. Pero no esto.
—Todavía tienes demasiada fe en las personas. —
Theo hizo una mueca desagradable—. No llevas aquí
ni un mes y ya has olvidado quién es el malo de tu
cuento de hadas.
—Tal vez sí. O no.
Él se la quedó mirando.
—Tengo trabajo —dijo finalmente y se dirigió
hacia el estudio. Desapareció sin defenderse, sin negar
nada.

***

Esa noche no había una deliciosa cena para dos,


así que Annie se preparó un emparedado y después
llevó algunas cajas del estudio al salón. Se sentó en el
suelo con las piernas cruzadas y abrió la primera.
Estaba llena de revistas, desde elegantes publicaciones
de moda hasta viejos fanzines fotocopiados. Algunas
de ellas contenían artículos que Mariah había escrito o
que hablaban de ella. Annie anotó en su bloc el
nombre de cada revista, junto con su fecha de
publicación. No parecía probable que ninguna de ellas
fuera un objeto coleccionable, pero debería
comprobarlo.
La segunda caja contenía libros. Los examinó en
busca de autógrafos y se aseguró de que no hubiera
nada importante entre las páginas. Después, añadió
todos los títulos en el bloc. Le llevaría siglos
comprobar todo aquello, y todavía le quedaban dos
cajas por repasar.
Aunque físicamente se sentía mejor que cuando
había llegado a la isla, todavía necesitaba más horas de
sueño de lo normal. Se puso un pijama de hombre de
Mariah y sacó las zapatillas de peluche de debajo de la
cama. Pero al meter el pie en la primera notó algo...
Soltó un alarido y sacó el pie de inmediato.
La puerta del estudio se abrió de golpe. Se
estremeció de pies a cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Theo, entrando como
una exhalación.
—¡Todo! —Se agachó y levantó con precaución la
zapatilla, sujetándola entre el pulgar y el índice—.
¡Mira esto! —Inclinó la zapatilla y un ratón muerto
cayó al suelo—. ¿Qué clase de pervertido hace algo
así? —Dejó caer la zapatilla al suelo—. ¡No soporto
este sitio! —prosiguió—. ¡No soporto esta isla! ¡No
soporto esta casa! —Se volvió hacia él—. Y no creas
que me asusta un ratoncito. He vivido en cuchitriles
inmundos. ¡Pero no esperaba que un psicópata me
dejara uno en una zapatilla!
—Tal vez no haya sido ningún psicópata —
comentó Theo, metiéndose una mano en un bolsillo de
los vaqueros.
—¿Te parece normal hacer algo así? —chillaba de
nuevo y no le importaba.
—Puede. —Theo se frotó la mandíbula—. Si eres
un gato.
—¿Me estás diciendo que...? —Se quedó mirando
a Hannibal.
—Considéralo una carta de amor —dijo Theo—.
Solo ofrece estos regalos especiales a la gente que
quiere.
Annie se volvió hacia el gato.
—Nunca vuelvas a hacer algo así, ¿me oyes? —le
advirtió—. ¡Es asqueroso!
Hannibal levantó los cuartos traseros para estirarse
y después cruzó la habitación y le dio un golpecito en
el pie descalzo con la nariz.
—¿Se va a acabar alguna vez este día? —gimió
Annie.
Theo sonrió y recogió el gato del suelo. Lo sacó al
pasillo y cerró la puerta para quedarse con ella.
Mientras se ponía la bata que tenía colgada en la
puerta del vestidor, Annie recordó un incidente que
había intentado olvidar.
—Una vez me dejaste un pescado en la cama.
—Sí, es verdad. —Theo se acercó a la fotografía a
tamaño real de una cabecera de cama de madera
tallada que hacía las veces de cabecera de su cama y
empezó a examinarla.
—¿Por qué? —preguntó Annie, mientras Hannibal
maullaba en el pasillo.
—Porque me pareció divertido —respondió,
recorriendo el borde superior de la fotografía con el
dedo, prestándole más atención de la que merecía.
—¿A quién más atormentabas aparte de mí? —
quiso saber mientras esquivaba el cadáver del ratón.
—¿Crees que una víctima no era suficiente?
Tras tapar el ratón con una papelera volcada,
Annie abrió la puerta para dejar entrar a Hannibal y
lograr así que dejara de quejarse. No le apetecía una
charla con Theo esa noche, especialmente en su
cuarto, pero tenía muchas preguntas.
—Estoy empezando a creer que detestas Harp
House casi tanto como yo. ¿Me gustaría saber por qué
viniste a la isla, entonces?
—Tengo un libro que terminar y necesitaba un
sitio donde escribir sin que nadie me molestara —
explicó tras dirigirse hacia la ventana y contemplar el
desolado prado invernal.
—¿Y cómo te va hasta ahora? —preguntó ella,
pues no se le había escapado la ironía.
—No ha sido mi mejor idea. —Empañó la
ventana con su aliento.
—Todavía queda mucho invierno. Podrías
alquilar una casa en una playa en el Caribe.
—Estoy bien donde estoy.
Pero no lo estaba. Annie estaba harta de los
misterios que lo rodeaban, harta de lo impotente que la
hacía sentir no saber más cosas sobre él.
—¿Por qué viniste a Peregrine? —insistió Theo—.
La verdad. Quiero saberlo. —Se volvió hacia ella con
una expresión tan fría como el cristal helado—. Es que
no lo entiendo.
Su actitud altanera no la intimidó, y logró hablar
en un tono que esperaba que sonara desdeñoso.
—Atribúyelo a mi insaciable curiosidad por el
funcionamiento de una mente patológica.
—No hay nada más desagradable que escuchar a
alguien con un sustancioso fondo fiduciario y un
contrato de edición firmado lamentarse de lo injusta
que ha sido su vida —ironizó Theo con una ceja
arqueada.
—Cierto. Pero el caso es que perdiste a tu mujer.
—No soy el único hombre al que le ha pasado —
replicó Theo, encogiéndose de hombros. O estaba
disimulando o era tan distante como ella siempre había
creído.
—También perdiste a tu hermana gemela. Y a tu
madre.
—Se marchó cuando tenía cinco años. Apenas la
recuerdo.
—Háblame de tu mujer. Vi su foto en internet.
Era muy bonita.
—Bonita e independiente. Es la clase de mujeres
que me atrae.
Cualidades de las que Annie sabía poco.
—Kenley era también brillante —prosiguió
Theo—. Increíblemente lista. Y ambiciosa. Pero lo que
más me atraía de ella era su gran independencia.
En el partido de la vida, el resultado era claro:
Kenley Harp, cuatro; Annie Hewitt, cero. No era que
estuviera celosa de una difunta, sino que anhelaba ser
muy independiente también. Y poseer una belleza
rutilante junto con un megacerebro tampoco estaría
mal.
Si hubiera sido cualquier otro, Annie habría
cambiado de tema, pero su relación distaba tanto de
ser normal que podía decir lo que quisiera.
—Si tu mujer poseía todas esas cualidades, ¿por
qué se suicidó?
Theo tardó en contestar. Primero apartó a
Hannibal de la papelera volcada y comprobó el pestillo
de la ventana.
—Porque quería castigarme por hacerla infeliz —
respondió por fin.
Su indiferencia encajaba perfectamente con todo
lo que había pensado de él, pero que ya no le parecía
cierto.
—También me haces infeliz a mí pero no voy a
suicidarme —replicó.
—Eso me tranquiliza. Pero a diferencia de
Kenley, tu independencia no es pura fachada.
Estaba intentando asimilar lo que acababa de
decirle cuando Theo pasó al ataque.
—Basta de tonterías. Desnúdate.

CAPÍTULO 13
—¿Que me desnude? Tú deliras.
—¿Ah, sí? —Theo rodeó al gato—. Después de lo
de anoche, no tenemos nada que perder. Y te gustará
saber que la cabaña ya está bien surtida de condones.
Hay en todas las habitaciones.
—¿Aquí también? —preguntó Annie echando un
vistazo alrededor y pensando que era realmente
pervertido.
—En el cajón de arriba de la mesilla de noche. —
Y señaló hacia el mueble con un gesto de cabeza—. Al
lado de tu osito de peluche.
—Es un Beanie Baby coleccionable.
—Te pido disculpas. —Era un hombre frío y
relajado que lo más complicado que tenía en la cabeza
era la seducción—. También puse en el estudio, la
cocina, el cuarto de baño y llevo más en los bolsillos —
explicó, y le recorrió el cuerpo con la mirada—.
Aunque... no hace falta condón para todo lo que estoy
pensando hacerte.
Ella dio un respingo y su imaginación repasó un
catálogo de imágenes lascivas, tal como él quería. Se
obligó a regresar a la realidad.
—Das muchas cosas por sentadas.
—Como tú misma dijiste, queda mucho invierno.
Era una falsa seducción; en realidad buscaba que
ella dejara de hacerle preguntas. O tal vez no. Se ciñó
el cinturón de la bata.
—Si hay algo que me distingue... es que sin
intimidad emocional no me interesa.
—Recuérdame qué clase de intimidad emocional
tuvimos anoche... porque parecías muy interesada.
—Fue una excepción debida al alcohol. —No era
del todo cierto, y no daba la impresión de que Theo se
lo hubiera tragado. Hannibal tocó otra vez la papelera
con una pata y como casi la tiró, Annie lo recogió del
suelo—. Déjalo ya y dime por qué viniste a Peregrine
en lugar de ir a un sitio más agradable.
—No seas cotilla. No tiene nada que ver contigo.
—La suave seducción se desvaneció.
—Sí, si quieres que me desnude —susurró.
¿Estaba realmente tratando de utilizar el sexo como
moneda de cambio? Tendría que darle vergüenza, pero
como Theo no se rio, ella ni siquiera se sonrojó—.
Sexo a cambio de sinceridad. Esta es mi oferta.
—No hablas en serio.
«En absoluto», pensó ella.
—No me gustan los secretos. Si quieres verme
desnuda, tendrás que darme algo a cambio —afirmó
mientras acariciaba al gato entre las orejas.
—No estoy tan ansioso por verte desnuda —
replicó Theo, ceñudo.
—Tú te lo pierdes —repuso Annie, sin saber de
dónde había sacado aquella seguridad en sí misma,
aquella actitud desafiante. Allí estaba, toda ufana, con
un pijama de hombre que le iba grande, una vieja bata
andrajosa y, no había que olvidarlo, posiblemente
embarazada. Y aun así, actuaba como si acabara de
recorrer la pasarela en un desfile de Victoria’s Secret—.
Sostén tu gato mientras me encargo de nuestro difunto
amigo.
—Ya me ocuparé yo.
—Como quieras. —Levantó el gato hasta que sus
narices casi se tocaron—. Ven conmigo, Hannibal. Tu
papá tiene que librarse de otro cadáver.
Se marchó triunfante de la habitación con el gato
en brazos y henchida de satisfacción. No había
averiguado gran cosa, pero de algún modo había
logrado nivelar las condiciones entre ambos. Cuando
dejó el minino en el suelo, reflexionó sobre lo que él
había dicho respecto a que su independencia, la de ella,
no era pura fachada. ¿Y si era verdad? ¿Y si no era tan
desastre como se consideraba a sí misma?
Era una idea nueva, pero últimamente lo había
pasado tan mal que la rechazó sin más. Salvo que... si
al final era verdad, tendría que modificar radicalmente
la opinión que tenía de sí misma.
—Agallas, Antoinette. Eso es lo que te falta. Unas
buenas agallas —decía su madre.
«No, madre —pensó—. Que no sea tú no significa
que no tenga agallas de sobras. Tuve las suficientes
para darte todo lo que necesitabas antes de morir,
¿no?» Y ahora lo estaba pagando.
La puerta de la cocina se abrió y se cerró. Un
momento después, Theo entró en el salón. Habló en
voz tan baja que casi no distinguió lo que decía.
—No podía escribir. Tenía que alejarme de todos.
Annie se volvió. Atenta.
Él estaba junto a la estantería, con el pelo algo
despeinado debido a la salida para deshacerse del
ratón.
—No soportaba la compasión de mis amigos y el
odio de los de ella. —Soltó una carcajada—. Su padre
me dijo que era como si yo mismo le hubiera metido
aquellas pastillas garganta abajo. Y puede que tuviera
razón. ¿Satisfecha?
Cuando se giró para irse al estudio, ella lo siguió.
—El caso es que si querías alejarte, ¿por qué no
fuiste a un sitio que no detestaras? La Riviera francesa.
Las islas Vírgenes. Yo qué sé. Puedes permitírtelo. Y,
en cambio, viniste aquí.
—Me encanta Peregrine. Lo que no me gusta es
Harp House. Y eso lo convierte en el lugar ideal para
empezar a escribir de nuevo. Nada de distracciones.
Por lo menos hasta que tú apareciste. —Se metió en el
estudio.
Tenía sentido, pero faltaba algo. Cruzó la puerta
tras él.
—Hace un par de semanas te vi salir de la cuadra.
Hacía un frío terrible, pero te quitaste el jersey. ¿Por
qué lo hiciste?
Theo se quedó mirando un arañazo que había en
el suelo. Annie creyó que no iba a contestar. Pero lo
hizo:
—Porque quería sentir algo.
Uno de los signos clásicos de un psicópata es su
incapacidad de experimentar emociones normales,
pero el dolor que reflejaba su rostro daba fe de que lo
sentía todo. Una enorme desazón se apoderó de
Annie. Como no quería oír más, se volvió para
marcharse.
—Te dejaré solo.
—Al principio éramos felices —aseguró Theo—.
Por lo menos, eso creía yo.
Ella se giró para mirarlo.
Tenía los ojos puestos en el mural de la pared,
pero Annie tuvo la sensación de que no veía el taxi
pintado que se estrellaba contra el escaparate.
—Pasado un tiempo, empezó a llamarme con más
frecuencia desde el trabajo. No le di mayor
importancia hasta que, poco después, empecé a recibir
montones de mensajes cada día... cada hora. De texto,
llamadas telefónicas, correos electrónicos. Quería
saber dónde estaba, qué estaba haciendo. Si no le
contestaba enseguida, montaba en cólera y me acusaba
de estar con otras mujeres. Nunca le fui infiel. Nunca.
Finalmente miró a Annie.
—Dejó su empleo —continuó—. O quizá la
obligaron a dejarlo. No lo sé con certeza. Su
comportamiento se volvió más extraño. Explicó a su
familia y a alguno de sus amigos que la estaba
engañando, que la había amenazado. Al final, la llevé
a un psiquiatra. La medicó, y la situación mejoró un
tiempo hasta que dejó de tomar las pastillas porque
decía que estaba intentando envenenarla. Traté de
conseguir ayuda de su familia, pero nunca les
mostraba su peor cara y se negaban a creer que
realmente le pasara algo malo. Empezó a atacarme
físicamente, puñetazos y arañazos. Tenía miedo de
acabar lastimándola y me fui de casa. —Apretó los
puños—. Una semana después se suicidó. ¿Qué te
parece este cuento de hadas de la vida real?
Annie estaba horrorizada, pero como todo en él
rechazaba que le tuvieran lástima, se mantuvo fría.
—Solamente a ti se te ocurriría casarte con una
psicópata —soltó. Él pareció sobresaltarse, pero relajó
los hombros.
—Sí, bueno, Dios los cría y ellos se juntan, ¿no?
—Eso dicen. —Miró los muñecos, que
descansaban en el estante y después de nuevo a él—.
Recuérdame que parte de todo esto es culpa tuya.
Aparte de haberte casado con ella.
—Venga, Annie —resopló él, otra vez tenso,
además de enfadado—. No seas ingenua. Sabía muy
bien lo enferma que estaba. Nunca tendría que haberla
dejado. Si me hubiera enfrentado a su familia y la
hubiera ingresado en un hospital, como necesitaba,
puede que siguiera viva.
—Hoy en día es algo difícil internar a alguien
contra su voluntad.
—Podría haber encontrado la manera.
—Tal vez sí. O no. —Hannibal ronroneó—. No
sabía que fueras tan machista.
—¿De qué estás hablando? —soltó Theo,
levantando la cabeza de golpe.
—Cualquier mujer racional casada con un
hombre que la maltratara como tu mujer a ti lo habría
dejado, se habría ido a un refugio, habría hecho lo que
fuera para marcharse. Pero como tú eres hombre,
tenías que quedarte con ella. Es así como va el asunto,
¿eh?
—No lo entiendes —dijo, desconcertado.
—¿Ah, no? Si quieres sentirte culpable por algo,
hazlo por un pecado real, como no prepararme la cena
hoy.
—¿Qué es lo que te pasa? —soltó Theo tras
esbozar una fugaz sonrisa que le suavizó los rasgos—.
Eres pura bondad y también pura estupidez.
Prométeme que no volverás a hacer más
desplazamientos a pie. Y que cuando conduzcas,
tendrás los ojos muy abiertos.
—Abiertos del todo. —Ahora que sabía la verdad
sobre su matrimonio, deseaba no saberla. Para
satisfacer su curiosidad, había permitido que se
formara una grieta más en el muro que los separaba,
que cayera un ladrillo más—. Buenas noches.
—Oye, habíamos hecho un trato. ¿No se supone
que ahora tienes que desnudarte?
—Sería sexo por compasión —simuló reconocer—
. No te insultaré de ese modo.
—Adelante. Insúltame.
—Estás demasiado revolucionado. Más adelante
me lo agradecerás.
—Lo dudo —murmuró cuando lo dejó solo.

***

El sábado por la noche se celebraba la Langosta


Hervida, una cena mensual que compartían todos en el
pueblo, y Jaycie había pedido a Annie que la llevara.
—No es por mí —le dijo—. Es que Livia apenas
está con otros niños. Y así podré presentarte a quienes
todavía no conozcas.
Era la primera noche libre de Jaycie desde que se
había roto el pie. Sus grandes sonrisas mientras
preparaba la tarta de chocolate con pacanas para el
acontecimiento indicaban lo mucho que le apetecía ir
por su propio bien, no solo por el de Livia.
El destartalado Chevrolet Suburban de Jaycie
estaba aparcado en el garaje. Como muchos de los
vehículos muy rodados de la isla, tenía la carrocería
oxidada, le faltaban los tapacubos y no llevaba
matrícula, pero tenía incorporada la sillita infantil para
Livia, de modo que iban a usarlo.
Annie abrochó el cinturón de la pequeña, dejó la
tarta en el suelo, detrás del asiento del pasajero, y
ayudó a sentarse a Jaycie. Hacía viento, pero como no
había nieve reciente y las peores placas de hielo se
habían derretido, la carretera no estaba tan peligrosa
como antes. Aun así, a Annie le alegró conducir el
Suburban en lugar de su coche.
Para ir elegante se había puesto la única falda que
tenía allí: una estilizada de tubo verde oscuro con un
suave volante de lana de siete centímetros que le
rozaba las rodillas. La había conjuntado con uno de
los tops de ballet blancos de manga larga de Mariah,
unas medias color arándano y unas botas de diseño
que se abrochaban encima de los tobillos. Las había
visto el invierno anterior en el escaparate de una tienda
de segunda mano y se las compró por una bicoca. Con
un buen cepillado y unos cordones nuevos, parecían
casi nuevas.
Cuando salieron a la carretera principal, Annie se
dirigió a Livia por encima del hombro:
—Scamp lamenta no poder acompañarte esta
noche. Le duele la garganta.
Livia frunció el ceño y golpeó la sillita con las
zapatillas deportivas, de modo que le temblaron las
orejas de gato de terciopelo marrón de la diadema. No
necesitó palabras para expresar cómo se sentía por la
ausencia del muñeco.
—Tal vez pueda conocer a Scamp algún día —
intervino Jaycie mientras jugueteaba con la cremallera
de su abrigo—. ¿Cómo está Theo?
Incluso en aquella tenue luz resultaba doloroso
ver su luminosa sonrisa. Annie no soportaba verla así.
A pesar de lo bonita que era, Jaycie no tenía la menor
oportunidad con Theo. A él le atraían las mujeres
hermosas, brillantes y alocadas, cualidades que ni
Jaycie ni ella poseían. Para Annie, aquello era una
ventaja, pero su amiga no lo vería igual.
—Anoche, cuando me acosté, estaba trabajando
en el estudio, y esta mañana apenas lo vi —dijo Annie,
esquivando la verdad.
Pero había visto lo suficiente. Su imagen saliendo
del cuarto de baño con una toalla a la cintura y gotas
de agua brillándole en los hombros la había embobado.
Exactamente la clase de reacción por la que podría
haberse quedado embarazada.
Tragó saliva para mitigar su inquietud.
—Alguien volvió a colarse ayer en la cabaña
cuando estaba vacía. —Consciente de Livia en el
asiento trasero, no entró en detalles—. Después te
cuento.
—No he podido ponerme en contacto con Laura
Keen para hablar sobre Danny. A lo mejor la veré esta
noche —comentó Jaycie, retorciéndose las manos en
el regazo.
Alzaron los ojos hacia el ayuntamiento bien
iluminado. La bandera ondeaba en su mástil, y la
gente entraba con bolsas de tarta, paquetes de cerveza
y botellas de refresco de litro. Jaycie parecía nerviosa,
y Annie recogió la muleta que se le cayó al salir del
coche.
Se batieron contra el viento hasta llegar a la
puerta. Livia se aferraba a su peluche rosa, con el
pulgar en la boca. Tal vez fueran imaginaciones suyas,
pero a Annie le pareció que se hizo un silencio
momentáneo en la sala cuando ellas tres entraron.
Pasaron los segundos y entonces varias mujeres
mayores se les acercaron: Barbara Rose, Judy Kester y
Naomi, la capitana de barco.
Barbara dio un abrazo cariñoso a Jaycie,
envolviéndola en una nube de su perfume floral.
—Temíamos que no vinieras.
—Hace demasiado tiempo que no estamos en
contacto —dijo Naomi.
—¡Caramba, cómo has crecido! —exclamó Judy,
que se había agachado delante de Livia—. ¿Me das un
abrazo?
Livia se escondió detrás de Annie para que la
protegiera, y ella alargó la mano y le acarició el
hombro. Le encantó que la niña buscara refugio en
ella.
Judy retrocedió riendo, tomó la tarta de Jaycie y
la llevó a la mesa de los postres. Ellas se quitaron los
abrigos. Los pantalones negros y el jersey azul marino
de Jaycie estaban muy gastados pero la favorecían.
Llevaba la larga cabellera rubia peinada con la raya a
un lado, y el maquillaje que se había puesto con
esmero incluía rímel, sombra de ojos y lápiz de labios
cereza.
La sala de reuniones del ayuntamiento apenas era
tan grande como el salón de Harp House, y la
ocupaban unas largas mesas cubiertas con manteles de
papel blanco. Las paredes grises, llenas de rozaduras,
mostraban el tablón de anuncios municipal,
amarillentas fotografías históricas, un óleo más bien
amateur del puerto, carteles de primeros auxilios y un
extintor. Una puerta daba a la diminuta biblioteca, la
otra a la sala que servía de despacho, oficina de correos
y, a juzgar por los sabrosos aromas, cocina.
Langosta Hervida, según le explicó Jaycie, no era
un buen nombre para aquel acto mensual, pues no
incluía ese crustáceo.
—Comemos tanta que hará unos veinte años se
decidió cambiar el menú por una cena hervida
tradicional de Nueva Inglaterra. Carne de ternera o
jamón en invierno, almejas y mazorcas de maíz en
verano. No sé por qué lo seguimos llamando Langosta
Hervida.
—No vaya a ser que alguien acuse a los isleños de
no seguir las tradiciones —comentó Annie.
—En ocasiones creo que voy a asfixiarme si sigo
aquí un día más —aseguró Jaycie tras morderse el
labio inferior.
Lisa McKinley salió de la cocina. Llevaba unos
vaqueros y una blusa con cuello de pico que mostraba
un collar de estilo victoriano, un regalo que, como se
apresuró a anunciar, era de Cynthia Harp. Annie la
dejó con Jaycie para que pudieran ponerse al día.
Mientras se movía entre las mesas, fue captando
retazos de conversación.
—... doscientos kilos menos de capturas que el
año pasado a estas alturas.
—... se me olvidó pedir masa precocinada, así que
tengo que prepararlos de cero.
—... eso es más que una bomba de barco nueva.
Annie examinó el grabado en blanco y negro que
colgaba torcido en la pared. Mostraba unos personajes
con vestimenta del siglo XVII a orillas del mar. Naomi
se le acercó por detrás y señaló la imagen con la
cabeza.
—En la época colonial, las langostas llegaban
hasta la playa misma. Había tantas que alimentaban
con ellas a los cerdos y a los presos de la cárcel.
—Para mí siguen siendo un festín —aseguró
Annie.
—Para la mayoría de la gente lo son, y eso nos va
bien. Pero la pesca tiene que ser sostenible o se nos
acabará el negocio.
—¿Cómo lo hacéis?
—Con muchas normativas sobre dónde y cuándo
se puede pescar. Y las reproductoras son intocables. Si
capturamos una hembra reproductora, le grabamos
una V en la cola para identificarla y la devolvemos al
agua. Tenemos que devolver al agua el ochenta por
ciento de las langostas que capturamos porque son
demasiado pequeñas o demasiado grandes, o están
marcadas con la V o llevan huevos.
—Una vida dura.
—Tiene que gustarte mucho, eso seguro. —Se tiró
de un pendiente de plata—. Si te interesa, puedes venir
en mi barco. Parece que el tiempo será bastante
decente a principios de semana, y no hay demasiada
gente de ciudad que pueda decir que ha trabajado en la
popa de una embarcación langostera de Maine.
—Me encantaría —aceptó Annie, sorprendida por
la invitación.
—Tendrás que madrugar. Y no lleves tu mejor
ropa —advirtió Naomi, que parecía contenta.
Cuando acababan de quedar en que Annie se
encontraría con Naomi en el muelle del cobertizo el
lunes por la mañana, se abrió la puerta principal y una
ráfaga de aire frío se coló en la sala. Y entró Theo.
El nivel de ruido fue reduciéndose a medida que
la gente era consciente de su presencia. Theo saludó
con la cabeza y la charla remontó, pero la mayoría de
los presentes siguieron mirándolo de soslayo. Jaycie
interrumpió su conversación con Lisa para
contemplarlo. Un grupo de hombres con la cara
curtida le hicieron señas para que se uniera a ellos.
Annie notó que algo le tiraba de la falda y, al
bajar la vista, vio que Livia estaba intentando captar
su atención. La pequeña, aburrida de la conversación
de los mayores, se había fijado en un grupo de tres
niños y dos niñas que estaban en un rincón. Gracias a
su visita a la biblioteca, Annie sabía que la más
pequeña era la hija de Lisa. Y no tuvo ningún
problema en interpretar la súplica en la expresión de
Livia. Quería jugar con aquellos niños, pero era
demasiado tímida para acercarse sola a ellos.
La tomó de la mano y fueron juntas. Las niñas
estaban poniendo pegatinas en un libro mientras los
niños discutían sobre un videojuego portátil. Sonrió a
las pequeñas, cuyas mejillas redondeadas y cabello
rojizo identificaban como hermanas.
—Me llamo Annie. Y ya conocéis a Livia —dijo.
—Hace mucho que no te veíamos —dijo la
mayor—. Yo soy Kaitlin y esta es mi hermana, Alyssa.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Alyssa a
Livia. Livia levantó cuatro dedos.
—Yo tengo cinco. ¿Cuál es tu segundo nombre? El
mío es Rosalind.
Livia agachó la cabeza.
Cuando fue evidente que la niña no iba a
contestar, Alyssa miró a Annie.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué no habla?
—Cállate, Alyssa —la reprendió su hermana—.
Ya sabes que no tenemos que preguntar eso.
Annie se había hecho a la idea de que Jaycie y
Livia estaban, de algún modo, separadas de la
comunidad, pero no era así. Estaban tan arraigadas
como cualquiera de los demás.
La pelea de los niños por el videojuego se estaba
descontrolando.
—¡Me toca a mí! —gritó uno.
—¡No! ¡El juego es mío! —El niño más corpulento
atizó al que se había quejado y, acto seguido, los tres
estaban de pie dispuestos a liarse a tortazos.
—¡Quietos, pillastres!
Los pequeños, perplejos, miraron alrededor en
busca del origen de la voz del capitán Jack Sparrow.
Livia, que tenía ventaja, sonrió.
—¡Si seguís así, os pasaré a todos por la quilla!
Los niños fueron centrándose en Annie, que había
formado un muñeco con la mano derecha. Agachada,
movía el pulgar para que el muñeco hablara.
—Tenéis suerte de que me haya dejado el alfanje
en la cubierta de popa, marineros de agua dulce,
porque si no os pincharía el culo.
Los críos eran iguales en todas partes. Bastaba con
decir «culo» o alguna otra palabra tabú y ya los tenías
en la palma de la mano. Dirigió el improvisado
muñeco hacia el niño más pequeño, un rubito con
aspecto de querubín y un ojo morado.
—¿Qué me dices, grumete? Pareces lo bastante
fuerte como para navegar en el Jolly Roger. Estoy
buscando el tesoro de la ciudad perdida de la
Atlántida. ¿Quién quiere venir conmigo?
Livia fue la primera en levantar la mano, y Annie
casi abandonó al capitán Jack para darle un abrazo.
—¿Estás segura, preciosa? Tendremos que
enfrentarnos a terribles serpientes marinas. Habrá que
ser valiente. ¿Lo eres?
Livia asintió feliz con la cabeza.
—¡Yo también soy valiente! —exclamó Kaitlin.
—¡Tú no eres tan valiente como yo, idiota! —
soltó el querubín.
—No seas maleducado, grumete, o pasearás por
la tabla —gruñó el capitán Jack, que por costumbre
prosiguió—: Los abusones no tienen cabida en el Jolly
Roger. Tenemos que estar todos unidos para luchar
contra los dragones marinos. Si alguien se porta como
un abusón a bordo de mi barco, se lo doy de comer a
los tiburones.
Eso los impresionó.
No tenía nada en la mano para crear un muñeco,
ni siquiera unos ojos dibujados con rotulador, pero los
niños estaban embelesados. El mayor, no obstante, no
era tonto.
—No tienes pinta de pirata. Pareces una mano.
—¡Sí, voto a bríos! Eres muy listo al haberte
fijado. Mis enemigos me lanzaron un hechizo, y la
única forma que tengo de romperlo es encontrar el
tesoro perdido. ¿Qué me decís, grumetes? ¿Sois lo
bastante valientes?
—Yo zarparé con usted, capitán.
No era la voz de ningún niño, sino una
sumamente familiar.
Se volvió. Un puñado de adultos se había reunido
detrás de ella para ver el espectáculo. Theo estaba entre
ellos, con los brazos cruzados y una expresión
divertida.
—Solo voy a llevar mozalbetes robustos —indicó
el capitán Jack tras echarle un vistazo—. Tú ya estás
un poco crecidito.
—Lástima —dijo Theo, con todo el aspecto de un
galán de la Regencia—. Con lo que me apetecía ver
esas serpientes marinas...
Sonó la campana de la cena.
—La comida está a punto. ¡Haced cola! —
anunció una voz.
—Adelante, mis valientes, id a comer galletas. Yo
tengo que regresar al barco. —Abrió mucho los dedos,
dando así una despedida majestuosa al capitán Jack.
Tanto los niños como los adultos estallaron en
aplausos. Livia se arrimó a ella. Los niños mayores
empezaron a acosarla a preguntas y comentarios.
—¿Cómo hablas sin mover los labios?
—¿Puedes hacerlo otra vez?
—Yo navego en la langostera de mi padre.
—Quiero hablar así.
—Yo me disfracé de pirata en Halloween.
Los adultos empezaron a llamar a sus hijos y
conducirlos hacia la cola que se había formado en el
mostrador donde se servía la comida en la habitación
contigua.
—Ahora están claras muchas cosas que otrora
eran confusas —comentó Theo tras acercarse a ella.
—¿Otrora?
—Se me escapó. Pero hay algo que sigo sin
entender. ¿Cómo lograste hacer lo del reloj?
—No sé de qué me hablas.
Él le dirigió una mirada que indicaba que negarlo
era ridículo y que, si tenía algo de prestancia,
confesaría la verdad.
Bien, la actuación había terminado. Sonrió, se
puso a su lado y emitió uno de sus mejores gemidos
fantasmagóricos en voz baja para que solo él pudiera
oírlo.
—Precioso —dijo Theo.
—Llámalo «La venganza del montaplatos».
Esperaba que la ignorara pero, en lugar de eso,
pareció sinceramente arrepentido.
—Lo siento mucho.
Pensó que ninguno de sus dos novios le había
dicho «lo siento» por nada, en todo el tiempo que
habían salido.
Livia se marchó corriendo con su madre. Jaycie
seguía con Lisa, pero tenía la atención puesta en Theo.
Cuando Annie se reunió con ellas, oyó que Lisa le
estaba diciendo:
—Tienes que volver a llevarla al médico. Ya
tendría que hablar.
No pudo oír la respuesta de Jaycie.
Todos hicieron cola para llenar sus platos. Marie
y Tildy, de la partida de bunco, se llevaron a Theo con
ellas y empezaron a acribillarlo a preguntas sobre su
escritura, pero después de que lo hubieran servido, las
dejó para irse a la mesa que Annie compartía con
Jaycie y Livia. Se sentó al lado de Annie y delante de
Lisa y su marido, Darren, que era langostero y
también el electricista de la isla. Livia observó con
recelo a Theo, y Jaycie perdió el hilo de la
conversación que mantenía con Lisa.
Theo y Darren se conocían de veranos anteriores
y empezaron a hablar sobre pesca. Annie se fijó en la
facilidad con que Theo charlaba con todo el mundo, lo
que le resultó interesante, teniendo en cuenta lo mucho
que defendía su privacidad.
Pero estaba harta de pensar en las contradicciones
de Theo, así que se concentró en la comida. Además
de ternera muy bien condimentada, la cena hervida
incluía patatas, cogollos de lechuga, cebollas y diversos
tubérculos. A excepción de los colinabos, de los que
tanto ella como Livia huyeron como de la peste, lo
demás estaba delicioso.
A pesar de su interés por Theo, Jaycie no hizo
nada para llamar su atención aparte de dirigirle alguna
que otra mirada anhelante.
—Te colaste en la torre mientras dormía y
cambiaste la pila del reloj. Tendría que haberlo
deducido —comentó Theo.
—No es culpa tuya que seas tan lerdo. Supongo
que es difícil recuperarse de un golpe en la cabeza con
una cuchara de plata.
Theo arqueó una ceja.
Livia dio un golpecito a Annie, levantó un brazo
y formó un muñeco con los dedos, que movió
torpemente para indicarle que quería ver otro
espectáculo de ventriloquia.
—Después, cielo —dijo Annie, dándole un beso
en la cabeza, justo detrás de las orejas de gato.
—Te has ganado una amiga —dijo Theo.
—Más bien Scamp. Liv y ella son muy buenas
amigas. ¿Verdad, tesoro?
Livia asintió y tomó un sorbito de leche.
Los isleños habían empezado a hacer cola en la
mesa de los postres, y Jaycie se levantó.
—Te traeré un pedazo de mi tarta de chocolate
con pacanas, Theo.
Aunque él quería evitar los platos de Jaycie,
asintió.
—Me sorprende verte aquí —le comentó Annie—.
No eres lo que se dice muy sociable.
—Alguien tiene que vigilarte.
—Vine con Jaycie en el coche y aquí estoy con
mucha gente.
—Aun así...
Un silbido penetrante llenó la sala y acalló a los
presentes. En la puerta principal había un hombre
robusto con un anorak.
—Atención todo el mundo. El servicio de
guardacostas ha recibido una llamada de socorro hace
veinte minutos de una trainera a unos tres kilómetros
de Jackspar Point. Ya han enviado ayuda, pero
nosotros podemos llegar antes.
Señaló con la cabeza a un langostero fornido con
camisa de franela sentado a la mesa contigua y al
marido de Lisa, Darren. Los dos se levantaron. Para
sorpresa de Annie, Theo los imitó. Le sujetó el
respaldo de la silla y se inclinó hacia ella.
—No vuelvas a la cabaña esta noche. Pasa la
noche en Harp House con Jaycie. Promételo —le
pidió.
Sin esperar respuesta, se reunió con los tres
hombres en la puerta. Les dijo algo y después de que
uno de ellos le diera una palmada en la espalda, se
marcharon. Annie estaba asombrada. Jaycie parecía a
punto de echarse a llorar.
—No lo entiendo. ¿Por qué va Theo con ellos?
Annie tampoco lo entendía. Theo navegaba por
placer. ¿Por qué iba a participar en una misión de
rescate?
—Esto no me gusta nada —dijo Lisa,
mordiéndose el labio inferior—. Debe de haber ráfagas
de viento de cuarenta nudos.
Naomi la oyó y se sentó a su lado.
—Darren no tendrá ningún problema, Lisa. Ed es
uno de los mejores marinos de la isla y su barco es de
lo mejorcito que hay.
—Pero ¿y Theo? —preguntó Jaycie—. No está
acostumbrado a estas condiciones meteorológicas.
—Voy a enterarme. —Naomi volvió a levantarse.
Barbara fue a consolar a su hija.
—Darren acaba de recuperarse de una gripe
intestinal —se quejó Lisa, tomándole la mano—. Está
noche será horrible. Si el Val Jane se congela...
—Es un buen barco —replicó Barbara, aunque
parecía tan preocupada como su hija. Naomi regresó y
se dirigió a Jaycie.
—Theo es auxiliar sanitario. Por eso va con ellos
—aclaró.
¿Auxiliar sanitario? Annie no podía dar crédito.
Theo se dedicaba a descuartizar cuerpos, no a
remendarlos.
—¿Tú lo sabías? —preguntó a Jaycie, que sacudió
la cabeza.
—Hace casi dos años que no teníamos a nadie
con conocimientos médicos en la isla —comentó
Naomi—. Desde que Jenny Schaeffer se marchó con
sus hijos. Es una de las mejores noticias que hemos
recibido este invierno.
—Theo no tiene ninguna experiencia en navegar
con esta clase de tiempo. Tendría que haberse quedado
aquí —soltó Jaycie, cada vez más nerviosa.
Annie no podría haber estado más de acuerdo con
ella.
La preocupación de los isleños por los hombres
que se habían ido y por la embarcación en peligro
acabó con el placer de la reunión y todos empezaron a
recoger. Annie ay udó a las mujeres a retirar las mesas
mientras Jaycie cuidaba de Livia y las hijas de Lisa. Al
entrar en la cocina con un montón de platos sucios,
Annie oyó un fragmento de una conversación que la
dejó pasmada.
—No es de extrañar que Livia siga sin hablar —
decía una mujer—. Después de lo que vio...
—Puede que no hable nunca —comentó otra—.
Eso le romperá el corazón a Jaycie.
—Jaycie tiene que prepararse para afrontarlo —
repuso la primera mujer—. No pasa cada día que una
niña vea a su madre asesinar a su padre.
Alguien abrió el grifo del fregadero y Annie no
pudo oír nada más.

CAPÍTULO 14
Theo se preparó para recibir una ola monstruosa
que golpeó la proa del Val Jane. Había crecido entre
veleros y zarpado más de una vez en embarcaciones
langosteras. Se había enfrentado a tempestades
veraniegas, pero nunca a nada como esto. El casco de
fibra de vidrio enfiló otro valle, y Theo tuvo un
estimulante subidón de adrenalina. Por primera vez
desde hacía siglos se sentía totalmente vivo.
El barco langostero se elevó con el oleaje, se
quedó suspendido un momento y volvió a descender.
Incluso con el traje naranja de supervivencia para el
mal tiempo, estaba helado hasta los huesos. El agua
salada le resbalaba cuello abajo, y tenía todas las
partes expuestas del cuerpo mojadas y entumecidas,
pero el refugio de la timonera no lo tentaba. Quería
vivir aquello. Experimentarlo. Asimilarlo. Necesitaba
tener el pulso así de acelerado, los sentidos así de
aguzados.
Otra masa de agua se elevó, imponente, ante
ellos. El servicio de guardacostas había comunicado
por radio que el Shamrock, la trainera perdida, había
perdido potencia después de que se le inundara el
motor, y que llevaba dos hombres a bordo. Ninguno
duraría mucho tiempo en el agua, dadas las
temperaturas gélidas del océano. Ni siquiera el traje de
supervivencia los protegería. Theo repasó mentalmente
todo lo que sabía sobre cómo tratar la hipotermia.
Había iniciado su formación como auxiliar
sanitario cuando se documentaba para El sanatorio. La
idea de ser capaz de intervenir en situaciones de crisis
estimuló su imaginación de escritor y redujo su
creciente sensación de ahogo. Lo había hecho a pesar
de las objeciones de Kenley.
«¡Tienes que pasar el tiempo conmigo!»
Una vez titulado, se había ofrecido para trabajar
como voluntario en el Center City de Filadelfia, donde
había tratado de todo, desde fracturas de huesos de
turistas o infartos de practicantes de footing hasta
lesiones de patinaje y mordidas de perro. Había ido en
coche a Nueva York durante el huracán que había
castigado duramente la ciudad para ayudar a evacuar
el Hospital de Veteranos de Manhattan y una
residencia de ancianos de Queens. Sin embargo, nunca
había tratado a hombres rescatados del Atlántico
Norte en pleno invierno. Esperaba que no fuera
demasiado tarde.
El Val Jane encontró el Shamrock de repente. La
trainera apenas se mantenía a flote, muy escorada a
estribor, y cabeceaba en el agua como una botella de
plástico vacía. Un hombre se aferraba a la borda. Theo
no distinguía al otro.
Oyó el zumbido del motor diésel mientras Ed
maniobraba el Val Jane para acercarlo más a pesar de
que el fuerte oleaje trataba de separar las dos
embarcaciones. Darren y Jim Garcia, el otro miembro
de la tripulación que Ed había elegido para aquella
misión, se esforzaban en la cubierta helada por
amarrar la trainera al Val Jane. Como Theo, llevaban
chalecos salvavidas sobre su equipo de supervivencia.
Theo alcanzó a ver el rostro aterrado del hombre
que se aferraba como podía a la borda y vislumbró
después al segundo tripulante, que estaba inmóvil y
atrapado en el cordaje. Darren estaba empezando a
atarse un cabo de seguridad a la cintura para abordar la
trainera. Theo se dirigió con dificultad hacia él y se lo
arrebató.
—¿Qué haces? —gritó Darren por encima del
ruido del motor.
—¡Necesito ejercicio! —respondió Theo, y
empezó a rodearse la cintura con el cabo.
—¿Te has vuelto...?
Pero Theo ya estaba atando el nudo y, en lugar de
perder tiempo discutiendo, Darren sujetó el otro
extremo a una cornamusa de cubierta.
—No quiero tener que rescatarte a ti también —
gruñó mientras daba su cuchillo a Theo.
—Eso no pasará —aseguró Theo con una
chulería que no sentía. Pensaba quién sufriría si no
salía airoso de aquello. ¿Su padre? ¿Unos cuantos
amigos? Lo superarían. ¿Y Annie?
Annie lo celebraría con una botella de champán.
Pero no lo haría. Eso era lo malo de ella. No tenía
vista con la gente. Esperaba que hubiera ido a Harp
House como le había dicho. Si la había dejado
embarazada...
No podía permitirse esa clase de distracción. El
Shamrock se estaba hundiendo. En cualquier momento
tendrían que soltar las amarras o pondrían en peligro
el Val Jane. Al mirar el espacio que separaba las dos
embarcaciones, esperó volver a estar a bordo antes de
que eso sucediera.
Observó las olas, esperó su oportunidad y se
arriesgó a pasar a la acción. Logró salvar la distancia
entre ambos barcos y encaramarse con dificultad al
casco resbaladizo y medio sumergido del Shamrock. Al
pescador que se aferraba a la borda solo le quedaban
fuerzas para alargar un brazo.
—Mi hijo... —soltó como pudo.
Theo echó un vistazo al puente de mando. El
muchacho atrapado en su interior tendría unos
dieciséis años y estaba inconsciente. Se concentró
primero en el hombre mayor. Hizo gestos a Darren y
lo levantó lo suficiente para que este y Jim pudieran
sujetarlo y subirlo al Val Jane. El hombre tenía los
labios azules y necesitaba atención inmediata, pero
Theo tenía que liberar antes al chico.
Se introdujo en el puente de mando, chapoteando
con sus botas en el agua. El muchacho tenía los ojos
cerrados y no se movía. Como el barco se estaba
hundiendo, Theo no perdió el tiempo en buscarle el
pulso. Había una norma básica a la hora de tratar la
hipotermia extrema: nadie está muerto hasta que está
caliente y muerto.
Se abrió camino a través de las cuerdas
enmarañadas que atrapaban las piernas del chico
mientras lo sujetaba por la chaqueta de supervivencia.
No iba a liberarlo para ver cómo el mar se lo llevaba.
Jim y Darren se peleaban con las amarras,
haciendo todo lo posible para que las embarcaciones
siguieran estando cerca. Theo cargó al muchacho hasta
dejarlo en el casco. Una ola lo cubrió, cegándolo.
Sujetó al chico con todas sus fuerzas y parpadeó para
aclararse la vista, pero recibió el impacto de otra ola.
Finalmente, Darren y Jim pudieron alargar los brazos
lo suficiente para subir al pescador a bordo del Val
Jane.
Unos momentos después Theo se desmoronó en
la cubierta, pero cada segundo acercaba más a aquellos
hombres a la muerte, de modo que se levantó de
inmediato. Mientras Jim y Ed se encargaban de la
trainera, Darren lo ayudó a llevarlos al puente de
mando.
A diferencia del chico, que apenas tenía edad para
afeitarse, el hombre mayor era barbudo y tenía la piel
curtida de alguien que ha pasado casi toda su vida al
aire libre. Había empezado a temblar, lo que era buena
señal.
—Mi hijo...
—Yo cuidaré de él —dijo Theo, y rogó que los
guardacostas llegaran pronto. Llevaba un equipo de
emergencias sanitarias en el coche, pero carecía del
equipo de reanimación que esos dos hombres
necesitaban.
En otras circunstancias le habría efectuado la
reanimación cardiopulmonar al chico, pero podría
resultar fatal para alguien con hipotermia extrema. Sin
sacarse el equipo, les quitó el traje de supervivencia a
los hombres y los envolvió en mantas secas. Preparó
unas bolsas de calor improvisadas y las puso bajo las
axilas del muchacho. Finalmente, le encontró el pulso:
débil.
Cuando llegó la embarcación del servicio de
guardacostas, Theo había tapado a los dos hombres y
los había hecho reaccionar con más bolsas de calor.
Para su alivio, el muchacho había empezado a
moverse, mientras que su padre ya articulaba frases
cortas.
Theo informó a la sanitaria de los guardacostas
mientras ella les ponía una vía y les suministraba
oxígeno caliente y humidificado. El muchacho tenía
los ojos abiertos, y su padre intentaba incorporarse.
—Le ha salvado... la vida. Ha salvado la vida... de
mi hijo.
—No se mueva —dijo Theo, empujando con
cuidado al hombre para que se acostara—. Me alegra
haberles ayudado.

***

Cuando llegó a Harp House eran casi las dos de


la madrugada. A pesar de llevar la calefacción del
Range Rover a tope, le castañeteaban los dientes.
Unas semanas antes anhelaba aquella clase de
incomodidad, pero esa noche le había ocurrido algo, y
ahora ansiaba quitarse la ropa mojada y entrar en
calor. Aun así, se detuvo en Moonraker Cottage. Para
su alivio, la cabaña estaba vacía. Era difícil de creer
que Annie hubiera seguido sus indicaciones.
Y mucho más dónde iba a encontrarla.
En lugar de acurrucada en una de las habitaciones
de Harp House, estaba dormida en el sofá de la torre,
con la luz prendida y un ejemplar de la Historia de
Peregrine Island abierto en el suelo a su lado. Pero tenía
que haberse parado antes en la cabaña, porque se había
cambiado y llevaba su habitual conjunto de vaqueros y
jersey. A pesar de lo cansado que estaba, al ver sus
rizos alborotados en el viejo cojín de damasco empezó
a tranquilizarse.
Annie se volvió de costado y parpadeó.
—Cariño, ya estoy en casa —no pudo evitar decir
Theo.
Ella se había tapado con la parka gris de él, que se
deslizó hasta la alfombra al incorporarse. Se apartó el
pelo de la cara.
—¿Encontrasteis el barco? ¿Qué pasó?
—Salvamos a los hombres. El barco se hundió —
comentó, quitándose la chaqueta.
Annie se levantó y vio lo despeinado que iba y lo
mojados que tenía el cuello del jersey y los vaqueros.
—Estás empapado —comentó.
—Lo estaba mucho más hace unas horas.
—Y estás tiritando.
—Hipotermia de grado uno. El mejor tratamiento
es desnudarse y entrar en contacto con otra persona
desnuda.
—¿Qué tal una ducha calentita? —ofreció Annie,
ignorando su broma, viendo lo cansado que estaba y
mirándolo con verdadera preocupación—. Sube.
No tenía fuerzas para discutir.
Ella se le adelantó y cuando él llegó a lo alto de la
escalera, ya le alargaba el albornoz. Lo empujó hacia el
cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha, como si él
fuera un minusválido. Quiso decirle que lo dejara solo,
que no necesitaba una madre. Annie no tendría que
estar allí, esperándolo, confiando en él. Su simpleza lo
volvía loco. Al mismo tiempo, quería darle las gracias.
Que él recordara, la última persona que había
intentado cuidar de él había sido Regan.
—Te prepararé una bebida caliente —anunció
mientras se volvía para marcharse.
—Que sea whisky. —Exactamente lo peor que
puedes beber cuando estás tan helado, pero tal vez ella
no lo supiera.
Lo sabía. Cuando salió del cuarto de baño recién
duchado y con el albornoz puesto, lo estaba esperando
en la puerta con una taza de humeante chocolate.
—Espero que le hayas echado algo —comentó
Theo, mirando el líquido con repugnancia.
—Ni siquiera un malvavisco. ¿Por qué no me
contaste que eras auxiliar sanitario?
—Temí que me pidieras un examen pélvico
gratuito. Siempre me pasa.
—Eres un depravado.
—Gracias. —Se metió en su cuarto y, por el
camino, tomó un sorbo de chocolate. Estaba
riquísimo.
Se paró en la puerta. Annie había abierto las
sábanas y hasta le había mullido las malditas
almohadas. Bebió más chocolate y se volvió para
mirarla, allí, de pie, en el pasillo. Llevaba el jersey
verde arrugado, y la vuelta de una pernera de los
vaqueros se le había quedado enganchada en el
calcetín deportivo. Iba despeinada y estaba acalorada,
y nunca había estado más sexy.
—Sigo teniendo frío —soltó, aunque se decía que
lo mejor era no insistir hasta mañana—. Muchísimo
frío.
—Buen intento —comentó Annie con la cabeza
ladeada—. Pero no voy a meterme en la cama contigo.
—Pero quieres hacerlo. Admítelo.
—Sí, claro. ¿Por qué no volver a meterme en la
boca del lobo? —Sus iris le lanzaron chispas doradas—
. Mira dónde me ha llevado eso hasta ahora.
Seguramente a quedarme embarazada. ¿No le parece
un buen cubo de agua fría sobre sus ardientes partes
íntimas, señor Cachondo?
No era gracioso. Era horripilante. Solo que, al
decirlo con toda aquella indignación airada, a él le
entraron unas ganas locas de besarla.
—No estás embarazada —dijo con más seguridad
de la que sentía. Y como la primera vez que se lo
preguntó, se había negado a responderle, añadió—:
¿Cuándo te toca el período?
—Eso es asunto mío.
Se hacía la antipática. Era su forma de distraerlos
de lo que ambos querían hacer. ¿O quizá solo él lo
quería?
—¿Sabías que Jaycie mató a su marido? —soltó
Annie tras pasarse un mechón de pelo por detrás de la
oreja.
El cambio brusco de tema lo desconcertó un
instante. Levantó la taza; todavía no podía creerse que
le hubiera preparado chocolate caliente.
—Claro. Era un auténtico cabronazo. Por eso
nunca la habría despedido.
—Deja de hacerte el santo —replicó Annie—. Los
dos sabemos que me tendiste una trampa. —Se rascó
el brazo por encima del jersey —. ¿Por qué Jaycie no
me lo contó?
—Dudo que le apetezca hablar de ello.
—Aun así, llevamos semanas trabajando juntas.
¿No opinas que podría haberme dicho algo?
—Parece que no. —Dejó la taza—. Grayson era
unos años mayor que yo. Era un muchacho hosco, que
no caía demasiado bien ya entonces, y no parece que
nadie lo eche demasiado de menos.
—Tendría que habérmelo dicho.
No le gustaba ver alterada a aquella mujer de
cabello rizado que manipulaba muñecos y confiaba en
quien no debía. Quería llevársela a la cama. Hasta
prometería no tocarla con tal de borrar aquellas
arrugas de preocupación. Pero no tuvo ocasión de
hacerlo. Annie apagó la luz y empezó a bajar la
escalera. Tendría que haberle dado las gracias por
cuidar de él, pero ella no era la única antipática que
había por allí.

***
Como no consiguió volver a dormirse, Annie se
puso el abrigo, cogió las llaves del Range Rover y
salió. Durante el camino de vuelta tras la cena de la
Langosta Hervida no había hablado con Jaycie sobre
lo que había averiguado. Y su amiga no sabía que ella
había ido a la torre a esperar a Theo.
El cielo nocturno se había despejado, y el velo
estrellado de la Vía Láctea se extendía sobre ella. No
quería hablar con Jaycie ni con Theo por la mañana,
pero en lugar de subirse al coche se dirigió hacia el
borde del camino y miró hacia abajo. Estaba
demasiado oscuro para ver la cabaña, pero si hubiera
habido alguien allí haciendo algo, ya se habría ido.
Hacía semanas, le habría dado miedo ir a la cabaña en
plena noche, pero la isla la había curtido. Ahora casi
esperaba que hubiera alguien. Así, por lo menos, sabría
quién la atormentaba.
El Range Rover olía como Theo: a cuero y al frío
invernal. Estaba bajando la guardia tan deprisa que
apenas podía mantener su posición. Y también estaba
Jaycie. Aunque había pasado casi un mes con ella, su
amiga no había mencionado ni una sola vez el pequeño
detalle de que había matado a su marido. De acuerdo,
no era el tipo de tema que podía sacarse fácilmente en
una conversación, pero tendría que haber encontrado
la forma. Aunque ella estaba acostumbrada a
intercambiar confidencias con sus amigas, sus
conversaciones con Jaycie siempre eran superficiales.
Era como si Jaycie llevara un cartel de prohibida la
entrada colgado del cuello.
Annie llegó a la cabaña y salió del coche. El
cerrajero que no podía permitirse no iba a ir hasta la
semana siguiente. Podía encontrarse a cualquiera
dentro. Abrió la puerta, entró en la cocina y prendió la
luz. Todo estaba tal como lo había dejado. Recorrió la
casa, encendiendo las luces, y echó un vistazo al
trastero.
—Cobardica —se mofó Peter.
—Cállate, imbécil. Estoy aquí, ¿no? —replicó.
Últimamente Leo no la había fastidiado, mientras que
Peter, su galán, se mostraba cada vez más agresivo.
Otra cosa desequilibrada en su vida.

***

A la mañana siguiente le dolía la cabeza y


necesitaba un café. Salió de la ducha, se envolvió en
una toalla y se dirigió a la cocina. Un sol reluciente
entraba por las ventanas delanteras y hacía brillar las
escamas tornasoladas de la silla con forma de sirena.
¿Cómo había conservado Mariah algo tan feo? La
sirena le recordaba a una de las esculturas kitsch e
increíblemente caras de Jeff Koons. Sus estatuas de la
Pantera Rosa y Michael Jackson, los animales de acero
inoxidable que recordaban globos coloreados de Mylar
lo habían hecho famoso. La sirena podría haber pasado
por una obra de Koons si...
Soltó un grito ahogado y cruzó corriendo el salón
hacia las cajas que había dejado allí. ¿Y si la sirena era
una de las piezas de Koons? Se arrodilló y, sin prestar
atención a que se le cayó la toalla al hacerlo, buscó con
torpeza el libro de invitados de la cabaña. Su madre
jamás habría podido permitirse una obra de Koons,
por lo que tendría que tratarse de un regalo. Encontró
el libro y lo hojeó frenética en busca del nombre de
ese artista. Como no lo encontró, volvió a empezar
desde el principio.
No estaba ahí. Pero que no hubiera visitado la
cabaña no significaba que la silla no fuera obra suya.
Había hecho una búsqueda de los cuadros, las
esculturas pequeñas y la mayor parte de los libros sin
encontrar nada. Tal vez...
—Esto me gusta más que Harp House —dijo una
voz suave tras ella.
Se volvió hacia la puerta de la cocina. Allí estaba
Theo, con los dedos en los bolsillos delanteros, vestido
con la parka gris con que ella se había tapado para
dormir la noche anterior, mientras que su toalla yacía
en el suelo.
A pesar del sexo alocado que habían practicado en
aquella misma habitación, él nunca la había visto
desnuda, pero dominó el impulso de recoger con
rapidez la toalla para cubrirse como una virgen
victoriana. Así que la cogió despacio, como si no
pasara nada.
—Eres preciosa —aseguró Theo—. ¿Te lo dijo
alguno de tus patéticos novios?
«No de esa forma. Bueno, de ninguna forma, en
realidad.» Y era bonito oírlo, aun de labios de Theo. Se
colocó bien la toalla pero, en lugar de levantarse
grácilmente, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.
—Por suerte —comentó él—, prácticamente soy
médico, de modo que nada de lo que estoy viendo me
resulta desconocido.
—No eres prácticamente médico, y espero que
hayas disfrutado de lo que has visto porque no lo
verás más —sentenció Annie sujetándose bien la
toalla y poniéndose en pie.
—Lo dudo.
—¿De verdad? ¿Realmente quieres insistir? —
preguntó Annie.
—Me cuesta creer que hayas olvidado lo que hice
anoche.
Ella ladeó la cabeza.
—La forma heroica con que me enfrenté a
tiburones y olas monstruosas —precisó Theo,
sacudiendo la cabeza con tristeza—. Y los icebergs.
¿Te mencioné los piratas? Pero bueno, supongo que el
heroísmo es suficiente recompensa en sí mismo. No
habría que esperar nada más.
—Buen intento. Ve a prepararme un café.
—Deja que antes te ayude a levantarte —sugirió,
y se acercó a ella lánguidamente con una mano
extendida.
—No te acerques. —Se levantó—. ¿Cómo es que
has venido tan temprano?
—No es tan temprano, y no tendrías que haber
regresado sola.
—Lo siento —dijo ella con sinceridad.
Theo dejó de mirarle las piernas desnudas y fijó
los ojos en el lío que había formado en el suelo.
—¿Otro allanamiento? —preguntó.
Iba a decirle lo de la silla con forma de sirena,
pero le estaba contemplando de nuevo las piernas y,
dado que solo llevaba una toalla, estaba en desventaja.
—Tomaré huevos de codorniz escalfados y zumo
de mango natural. Si no es demasiado pedir.
—Deja caer esa toalla y le añadiré champán.
—Es tentador —repuso ella, yendo hacia la
habitación— . Pero como podría estar embarazada, no
debería beber alcohol.
Theo soltó un largo suspiro.
—Y esas palabras escalofriantes apagaron el
violento fuego en su entrepierna —soltó.

***

Mientras Theo escribía en el estudio, Annie


fotografió la silla con forma de sirena desde todos los
ángulos. En cuanto llegara a Harp House, enviaría las
fotografías por correo electrónico al agente de Koons
en Manhattan. Si realmente era una de sus obras, su
venta le permitiría pagar sus deudas y aún le sobraría
dinero.
Cerró la mochila mientras sus pensamientos
vagaban hacia el hombre encerrado en el estudio.
«Eres preciosa.»
Aunque no era verdad, resultaba agradable oírlo.
Se había acostumbrado a ir a ver la casita de
hadas todos los días, y ahora había una pluma de
gaviota colgada de un par de ramitas para formar una
delicada hamaca. Mientras observaba esta última
adición, pensó en el dibujo del secreto blindado de
Livia. La burda mancha al final del brazo extendido
del adulto que estaba de pie no era ningún error. Era
un arma. ¿Y el cuerpo en el suelo? La mancha roja del
pecho no era una flor ni un corazón, sino sangre. Livia
había dibujado el asesinato de su padre.
Lisa salió por la puerta trasera. Vio a Annie y la
saludó con la mano antes de dirigirse hacia el
embarrado todoterreno estacionado delante del garaje.
Annie se armó de valor y entró.
La cocina olía a tostadas y Jaycie lucía, como en
demasiadas ocasiones, una expresión de ansiedad.
—Por favor, no digas a Theo que Lisa ha estado
aquí. Ya sabes cómo es.
—Theo no va a despedirte, Jaycie. Te lo aseguro.
—Lo vi marcharse a la cabaña esta mañana —dijo
en voz baja, volviéndose hacia el fregadero.
Annie no iba a hablar de Theo. ¿Qué iba a decir?
¿Que podría haberla dejado embarazada? Había sido
cosa de una sola vez.
—¿De veras crees eso? —soltó Dilly, chasqueando la
lengua.
—Annie se está volviendo un poco guarra. —Peter, su
antiguo galán, se había vuelto en su contra.
—¿Quién es el abusón ahora? —intervino Leo—.
Cuidado con lo que dices, tío. —Habló con su desdén
habitual, pero aun así... No sabía qué le estaba
pasando a su cabeza. Pero, como tenía a Jaycie
delante, no era el momento de averiguarlo.
—Me enteré de cómo murió tu marido —soltó.
Jaycie se tambaleó hacia la mesa y se dejó caer en
una silla.
—Y ahora piensas que soy una persona horrible
—comentó sin mirarla a los ojos.
—No sé qué pensar. Ojalá me lo hubieras
contado.
—No me gusta hablar de ello.
—Lo comprendo. Pero somos amigas. Si lo
hubiera sabido, habría entendido desde el principio la
mudez de Livia.
—No es seguro que esa sea la razón —repuso
Jaycie, estremeciéndose.
—Ya basta, Jaycie. Me he documentado un poco
sobre el mutismo.
—No te puedes imaginar cuán terrible es saber
que has lastimado a tu propia hija —comentó Jaycie, y
se tapó la cara con las manos. Como Annie no
soportaba la infelicidad, se frenó.
—Bueno, vale, no tenías obligación de
contármelo.
—No se me dan bien las amistades. —Jaycie alzó
los ojos hacia ella—. No había demasiadas niñas de
mi edad cuando era pequeña. Y como no quería que
nadie supiera lo mal que iban las cosas con mi padre,
alejaba de mí a cualquiera que intentara acercárseme.
Incluso a Lisa. Es mi mejor amiga, pero no hablamos
demasiado sobre asuntos personales. A veces creo que
la única razón por la que viene es para comprobar
cómo va todo para luego informar a Cynthia.
A Annie no se le había ocurrido que Lisa fuera un
topo de Cynthia.
—Me gustaba estar con Regan porque ella nunca
hacía preguntas. Pero era mucho más lista que yo, y
vivía en otro mundo —dijo Jaycie mientras se frotaba
la pierna.
Annie se acordaba de Jaycie como alguien que se
mantenía en un segundo plano aquel verano, alguien a
quien tal vez no recordaría si no hubiera sido por lo
sucedido en la cueva.
—Podría haber acabado en la cárcel —prosiguió
su amiga—. Cada día doy gracias a Dios porque
Booker Rose me oyó gritar y corrió a la casa a tiempo
para verlo todo por la ventana. —Cerró los ojos y
volvió a abrirlos—. Ned estaba borracho. Se me acercó
blandiendo su pistola, amenazándome. Livia estaba
jugando en el suelo y se echó a llorar, pero a Ned le dio
igual. Me puso la pistola en la cabeza. No creo que me
hubiera disparado, solo quería que supiera quién
mandaba. Pero no soporté oír llorar a Livia y le
arrebaté el arma y... Fue horrible. Pareció asombrado
cuando el arma se disparó, como si no pudiera creerse
que ya no estuviera al mando.
—Oh, Jaycie...
—Nunca he sabido explicárselo a Livia. Siempre
que lo intentaba, hacía lo posible por escabullirse, así
que dejé de intentarlo con la esperanza de que lo
olvidara.
—Debería acudir a un psicoterapeuta —sugirió
Annie con delicadeza.
—¿Cómo voy a conseguir eso? No hay ninguno
aquí, en la isla, y aunque pudiera llevarla al continente
no puedo permitírmelo. —Parecía derrotada, mayor de
lo que era—. Tú eres la única persona con la que ha
conectado desde que pasó aquello.
«Conmigo no», pensó Annie. Scamp era quien se
había ganado a Livia.
—No puedo creer que te haya lastimado a ti
también. Después de todo lo que has hecho por mí —
se lamentó Jaycie con lágrimas en los ojos. Livia entró
corriendo en la habitación y su presencia puso punto
final a la conversación.

***

Después de que Annie se hubiera ido a Harp


House, Theo se instaló en el salón para escribir, pero
el cambio de escenario no lo ayudó. No había forma
de que el maldito crío se muriera.
El chaval lo miraba desde el dibujo de Annie. A
Theo le encantaba el enorme reloj de pulsera que
llevaba en la muñeca, las ligeras arrugas de
preocupación que le surcaban la frente. Annie no había
valorado su talento como artista, y aunque no fuera un
maestro de la pintura, era una ilustradora excelente.
Aquel chico lo había subyugado de inmediato, y
estaba tan vivo en su imaginación como cualquiera de
sus personajes novelescos. Sin planearlo, había
terminado incluyéndolo en su manuscrito como un
personaje secundario, un chaval de doce años llamado
Diggity Swift, que había sido transportado desde la
actual Nueva York hasta las calles del Londres
victoriano. Diggity tenía que ser la siguiente víctima
del doctor Quentin Pierce, pero hasta entonces el niño
había logrado hacer lo que los adultos no podían:
eludir al siniestro doctor. Y ahora este sufría un
ataque de furia psicópata y estaba empeñado en
acabar con el pilluelo de la forma más dolorosa
posible.
Había decidido no describir la muerte del niño,
algo que podría haber hecho en El sanatorio, pero esta
vez no se sentía con ánimos. Bastaría una breve
referencia al olor procedente del horno.
El chaval era astuto. Aunque había sido
transportado a un entorno desconocido, un entorno
que iba más allá del tiempo y el espacio, había
conseguido eludir a su perseguidor. Y lo estaba
haciendo sin la ayuda de asistentes sociales, leyes de
protección de menores o el apoyo de ningún adulto,
por no hablar de la ayuda de un móvil o un ordenador.
Al principio no entendía cómo aquel chaval podía
escaparse de forma tan milagrosa, pero al final cayó en
la cuenta: era gracias a los videojuegos. Jugar horas y
horas mientras sus padres ricos y adictos al trabajo
conquistaban Wall Street había dotado a Diggity de
rapidez de reflejos, una gran capacidad de deducción
y cierta aclimatación a lo extraño. Diggity estaba
aterrado, pero no se rendía.
Theo nunca había introducido un niño en un
libro, y no repetiría ni por todo el oro del mundo.
Pulsó la tecla de suprimir para eliminar dos horas de
trabajo. Aquella historia no iba del chico, tenía que
recuperar el control antes de que el muy granuja lo
asumiera.
Estiró las piernas y se frotó la mandíbula. Annie
había vuelto a cerrar las cajas del suelo, pero no las
había retirado de allí. Lo veía todo de color rosa. Él no
creía que Mariah le hubiera dejado nada.
Pero no lo veía todo de color rosa en lo que a él se
refería. Ojalá ella dejara de fastidiarlo con ese posible
embarazo o le dijera cuándo lo sabría con certeza.
Kenley nunca había querido tener hijos, lo que había
resultado una de las pocas cosas que tenían en común.
La idea de volver a ser algún día responsable de otro
ser humano le daba escalofríos. Preferiría pegarse un
tiro.
Apenas había pensado en Kenley desde la noche
en que había hablado de ella a Annie, y eso no le
gustaba. Annie quería redimirlo de la muerte de su
mujer, pero eso solo decía algo de Annie y nada de él.
Necesitaba aquel sentimiento de culpa. Era la única
forma en que podía vivir consigo mismo.

CAPÍTULO 15
El lunes, al amanecer, Annie salió a trompicones
de la cama cuando todavía estaba oscuro para
arreglarse con vistas de hacerse a la mar con Naomi,
pero no había dado tres pasos antes de despejarse de
golpe. ¿Hacerse a la mar con Naomi? Gimió y se tapó
la cara con las manos. ¿Dónde tenía la cabeza? ¡No se
había dado cuenta! No podía zarpar en la embarcación
de Naomi. ¿Por qué su mente había sido incapaz de
comprenderlo? En cuanto el Ladyslipper saliera del
puerto, habría abandonado oficialmente la isla. Pero
como el barco estaba anclado en Peregrine, y salía y
regresaba cada día, como Naomi formaba parte de la
isla, como había estado distraída, no había establecido
la conexión. Seguro que estaba embarazada. ¿Cómo, si
no, podía explicarse semejante lapsus?
—Si no te pasaras tanto rato contemplando extasiada a
Theo Harp, volverías a tener cerebro —advirtió Crumpet.
Ni siquiera Crumpet era tan corta. Tenía que
encontrarse con Naomi en el muelle, y no podía dejar
de presentarse sin una explicación. Se vistió y fue al
pueblo en el Suburban; Jaycie se lo había dejado.
La carretera estaba llena de barro congelado
después de la tormenta del sábado por la noche, y
condujo con cuidado, todavía aturdida por su propio
atolondramiento. Llevaba veintidós días atrapada en
una isla que existía gracias al mar, pero no podía
aventurarse a salir a ese mar. No podía volver a
cometer un error tan elemental.
El cielo había empezado a iluminarse cuando se
reunió con Naomi en el muelle, que estaba cargando
cosas en el esquife que la llevaría al Ladyslipper,
anclado en el puerto.
—¡Has venido! —exclamó Naomi saludándola
alegremente con la mano—. Tenía miedo de que
hubieras cambiado de opinión.
Antes de que Annie pudiera explicarle nada,
empezó a comentarle la predicción meteorológica del
día.
—Naomi, no puedo ir contigo —la interrumpió
por fin Annie.
En aquel instante, un coche que llegaba levantó
grava al aparcar derrapando en una plaza situada junto
al cobertizo. Theo se apeó bruscamente.
—¡Annie! ¡No te muevas!
Las dos vieron cómo corría hacia ellas por el
muelle. El cabello despeinado le ondeaba y tenía una
marca de la almohada en la mejilla.
—Lo siento, Naomi —se disculpó al detenerse
junto a ellas—. Annie no puede dejar la isla.
Otro error. Annie había olvidado romper la nota
apresurada que había dejado a Theo la noche anterior,
y ahora ahí estaba.
—¿Por qué no? —preguntó Naomi tras llevarse
una mano a la cadera, haciendo gala del temple que la
había convertido en una próspera langostera. Como
había empezado a aducir que tenía gastroenteritis,
Annie se devanó los sesos en busca de una explicación
creíble, pero Theo se le adelantó.
—Annie está bajo arresto domiciliario —soltó,
poniéndole una mano en el hombro.
—¡¿Qué?! —Naomi se llevó la otra mano a la
cadera.
—Se metió en un lío antes de venir aquí. Nada
importante. Trabajaba con sus muñecos sin licencia.
Nueva York tiene leyes muy estrictas al respecto. Por
desgracia para ella, cometió varias veces esta
infracción.
Annie lo fulminó con la mirada, pero estaba
lanzado.
—En lugar de enviarla a prisión, el juez le dio la
opción de irse un par de meses de la ciudad. Aceptó
que viniera aquí, pero solo con la condición de que no
abandonara la isla. Una especie de arresto domiciliario.
Algo que, evidentemente, se le ha olvidado.
Esta explicación fascinó y horrorizó a la vez a
Annie. Se apartó la mano de Theo del hombro.
—¿Y tú qué pintas en todo esto?
La mano volvió al hombro.
—Bueno, Annie. Ya sabes que el juez te puso bajo
mi tutela. Voy a pasar por alto esta pequeña infracción,
pero solo si prometes que no volverá a ocurrir.
—Los de ciudad estáis como una regadera —
resopló Naomi.
—Especialmente los neoyorquinos —concedió
Theo muy serio—. Vamos, Annie. Alejémonos de la
tentación.
—Relájate, Theo —pidió Naomi, sin dar su brazo
a torcer—. Es solo un rato en mi barco. Nadie va a
enterarse.
—Lo siento, Naomi, pero me tomo muy en serio
mi deber judicial.
Annie se debatía entre las ganas de reírse y el
deseo de lanzarlo al agua de un empujón.
—Esa clase de cosas importan un rábano aquí —
arguyó Naomi. Estaba realmente enojada, pero Theo
no cedió.
—Hay que hacer lo correcto. —Hundió los dedos
en el hombro de Annie—. Voy a pasar por alto este
pequeño incidente, pero que no vuelva a ocurrir —
sentenció, y se la llevó del muelle.
—¿Trabajaba con los muñecos sin licencia? —
soltó Annie en cuanto estuvieron fuera del alcance del
oído de Naomi.
—¿De verdad quieres que todos sepan tus cosas?
—No. Como tampoco quiero que piensen que soy
una delincuente convicta.
—No exageres. Lo de los muñecos es solo una
falta.
—¿No podía habérsete ocurrido nada mejor?
¿Como una llamada urgente de mi agente? —replicó,
levantando las manos.
—¿Tienes agente?
—Ya no. Pero Naomi no lo sabe.
—Mis más sinceras disculpas —dijo como un
personaje decimonónico—. Acababa de levantarme y
estaba sometido a mucha presión. —Y pasó al
ataque—: ¿De verdad ibas a subirte alegremente a ese
barco y zarpar? De verdad, Annie, necesitas que
alguien cuide de ti.
—No iba a embarcarme. Iba a decirle que no
podía ir justo cuando llegó la caballería.
—¿Y por qué aceptaste, para empezar?
—Tengo muchas cosas en la cabeza, ¿sabes?
—No eres la única. —La condujo por el
aparcamiento hacia el ayuntamiento—. Necesito un
café.
Varios pescadores locales seguían alrededor de la
cafetera comunitaria que había junto a la puerta. Theo
los saludó con la cabeza mientras llenaba dos vasos de
plástico de algo que parecía agua sucia y les ponía la
tapa.
Luego se dirigieron hacia sus coches. El de Theo
estaba mal aparcado, a un par de metros del de ella.
Cuando tomó un sorbo de café, la voluta de humo
hizo que Annie se fijara en los labios perfectamente
delineados de Theo. El pelo alborotado, la barba de un
día y la nariz enrojecida por el frío le daban el aspecto
de un anuncio desaliñado de Ralph Lauren.
—¿Tienes prisa por volver? —preguntó Theo.
—No especialmente. —No hasta que supiera por
qué no la había empujado a bordo del barco y la había
despedido alegremente con la mano.
—Pues sube. Quiero enseñarte algo.
—¿Tiene relación con alguna cámara de tortura o
una tumba sin nombre?
La miró indignado.
Annie esbozó aquella sonrisa de satisfacción a la
que estaba empezando a acostumbrarse. Theo entornó
los ojos y abrió la puerta del pasajero.
En lugar de volver a la casa, tomó la dirección
contraria. La destartalada caravana estática que servía
de escuela ocupaba un lugar en la colina junto a las
ruinas del anterior edificio. Pasaron frente a una
galería de arte y un par de restaurantes que anunciaban
bocadillos de langosta y almejas al vapor, cerrados. El
almacén de pescado estaba al lado de Christmas Beach,
donde los pescadores sacaban sus embarcaciones del
agua para repararlas.
Los baches de la carretera hacían que beber algo
caliente, aunque tuviera tapa, resultara difícil. Annie
sorbió con cuidado el café amargo.
—Lo que Peregrine necesita es un buen Starbucks.
—Y un delicatessen —añadió Theo, que se puso
unas gafas de sol—. Vendería mi alma por un bagel
decente.
—Ah, ¿pero es que todavía tienes alma?
—¿Has terminado ya?
—Perdona. No puedo contenerme. —Entornó los
ojos al sol reluciente del invierno—. Una pregunta,
Theo...
—Después. —Tomó un camino en muy malas
condiciones que enseguida se volvió intransitable.
Aparcó en un bosquecillo de piceas—. A partir de aquí
hay que andar.
Unas semanas atrás, hasta el menor de los paseos
le habría supuesto un esfuerzo enorme, pero no
recordaba cuándo había tenido el último acceso de tos.
La isla le había devuelto la salud. Por lo menos, hasta
que alguien volviera a dispararle.
Theo acortó su larga zancada y la tomó del codo
mientras recorrían el terreno helado. Ella no necesitaba
que la ayudara, pero le gustaba la gentileza de sus
modales del Viejo Mundo. Un par de surcos paralelos
señalaban lo que quedaba de un sendero que
atravesaba un pinar. A partir de ese punto, el camino
descendía ligeramente, pasaba junto a un árbol caído y,
tras una curva, daba a lo que, en verano, debía de ser
un magnífico prado. En el centro había una casa
abandonada de labranza de piedra con tejado de
pizarra y un par de chimeneas. Unos matorrales quizá
de arándanos crecían junto a un viejo cobertizo de
piedra. El mar se extendía a lo lejos, no tanto como
para que la vista no fuera espectacular, pero sí para
que su furia no alcanzara hasta allí. Incluso en un frío
día invernal, aquel prado apartado y abrigado parecía
encantado.
—Es el sueño de lo que tendría que ser una isla de
Maine —comentó Annie tras suspirar.
—Mucho más acogedor que Harp House.
—Una cripta es más acogedora que Harp House.
—No voy a discutírtelo. Esta es la granja más
antigua de la isla. O por lo menos lo era. Aquí se
criaban ovejas, se cultivaba algo de grano y verduras.
Lleva abandonada desde los años ochenta.
—Alguien sigue conservándola —dijo ella al
fijarse en el tejado en buen estado y las ventanas
intactas. Theo se limitó a tomar un sorbo de café.
Annie ladeó la cabeza para mirarlo, pero tenía los
ojos ocultos tras las gafas de sol.
—Tú —soltó—. Eres tú quien la ha estado
conservando.
Él se encogió de hombros como si no fuera
importante.
—La compré tirada de precio.
Su tono indiferente no la engañó. Puede que
detestara Harp House, pero aquella casa le encantaba.
—No tiene calefacción ni electricidad —prosiguió
él, sin apartar la mirada del mar—. Hay un pozo, pero
no agua corriente. No vale demasiado.
Pero para él sí. Los lugares sombreados del prado
conservaban zonas de nieve virgen. Annie dirigió la
vista al agua, donde el sol matutino plateaba las crestas
de las olas.
—¿Por qué impediste que embarcara con Naomi?
En cuanto hubiera salido del puerto, la cabaña habría
sido tuya.
—Habría sido de mi padre.
—¿Y?
—¿Te imaginas lo que Cynthia haría con ella? La
convertiría en una choza campesina o la demolería
para construir una aldea inglesa. Vete a saber qué se le
ocurriría.
Otra cosa que creía saber de él que se iba al garete:
Theo quería que se quedara la cabaña. Tenía que
aclararse las ideas.
—Sabes muy bien que es solo cuestión de tiempo
que pierda la propiedad. En cuanto encuentre un
trabajo estable, me será imposible pasar aquí dos meses
al año.
—Ya abordaremos ese problema cuando llegue el
momento.
Habló en plural. No lo abordaría ella sola.
—Ven. Te la enseñaré por dentro —dijo.
Lo siguió hacia la casa de labranza. Se había
acostumbrado tanto al fragor de las olas que los cantos
de los pájaros y los silencios del prado le parecían
encantados. Al acercarse a la puerta, se arrodilló para
contemplar un macizo de campanillas de invierno. Sus
diminutos pétalos se agachaban a modo de disculpa
por lucir su belleza cuando todavía quedaba tanto
invierno por delante. Tocó una de las flores blancas.
—Todavía hay esperanza en el mundo —
comentó.
—¿De veras?
—Tiene que haberla. Si no, ¿qué sentido tendría
nada?
—Me recuerdas a un chaval que conozco. No
puede ganar pero no deja de luchar. —Soltó con una
carcajada sin alegría.
—¿Estás hablando de ti mismo? —preguntó Annie
con la cabeza inclinada socarronamente.
—¿De mí? —Se sorprendió—. No. El chaval es...
Olvídalo. Los escritores tenemos tendencia a mezclar
la realidad con la ficción.
«Los ventrílocuos también», pensó Annie.
—No tengo ni idea de qué estás hablando —intervino
Scamp con su habitual desdén.
Theo encontró la llave que buscaba y la introdujo
en la cerradura, que giró fácilmente.
—Creía que nadie cerraba con llave en la isla —
comentó Annie.
—Cuando se es de ciudad...
Entró tras él en una sala vacía con un gastado
suelo entarimado y una gran chimenea de piedra. Un
coro de motas de polvo, que la corriente de aire había
movido, danzó delante de una ventana soleada. La
habitación olía a humo de leña y a viejo, pero no a
abandono. No había basura ni agujeros en las paredes,
cubiertas de un empapelado floral descolorido y
anticuado con las puntas despegadas.
Se desabrochó el abrigo. Theo estaba en el centro
de la habitación, con las manos en los bolsillos de la
parka, casi como si le diera vergüenza que ella viera la
casa. Pasó por delante de él en dirección a la cocina.
No había electrodomésticos, solo un fregadero de
piedra y unos armarios de metal abollados. Una vieja
chimenea ocupaba la pared del fondo. La habían
limpiado y le habían puesto leña recién cortada.
«Me encanta esta casa», pensó Annie. Estaba en la
isla pero alejada de sus conflictos.
Se quitó el gorro y se lo metió en el bolsillo. Sobre
el fregadero, una ventana daba a un claro que en su día
debió de ser un jardín. Se lo imaginó en flor:
malvarrosas y gladiolos coexistiendo con guisantes,
repollos y remolachas, todos lozanos.

***

Theo entró en la cocina y la vio mirando por la


ventana con el abrigo desabrochado y ligeramente
caído de un hombro. No se había molestado en
maquillarse y, en aquella antigua cocina, podría haber
pasado por una granjera de los años treinta. Sus ojos
marcados y su cabello rebelde no se ajustaban a los
cánones contemporáneos de belleza manufacturada.
Era única.
Se imaginaba todo lo que Kenley y sus modernas
amigas le habrían aconsejado a Annie si hubieran
podido: productos químicos para alisarle el cabello,
relleno para aumentarle los labios hasta proporciones
de actriz porno, implantes mamarios y algo de
liposucción, aunque no se le ocurría dónde. Lo único
malo que tenía el aspecto de Annie era...
Absolutamente nada.
—Este es tu sitio. —En cuanto las palabras le
salieron de la boca, deseó poder retirarlas. Así que
añadió en tono de broma—: Está todo a punto para
arar los campos, dar de comer a los cerdos y pintar el
retrete exterior.
—Caramba, gracias. —Annie debería haberse
molestado, pero solo echó un vistazo alrededor y
sonrió—. Me gusta tu casa.
—Está bien, supongo.
—Más que bien. Sabes perfectamente lo especial
que es. ¿Por qué tienes que hacerte siempre el duro?
—No me hago el duro. Lo soy.
—Ya —repuso Annie tras reflexionar un
momento—. Pero en el mal sentido.
—En tu opinión. —No le gustaba que viera sus
puntos débiles, su opinión bondadosa de su relación
con Kenley, su voluntad de dejar a un lado todo lo que
había pasado aquel verano, tantos años atrás. Hacía
que temiera por ella.
Un rayo de luz acarició las pestañas de Annie y
sintió un impulso visceral por dominarla. De
demostrarse a sí mismo que todavía controlaba la
situación. Se acercó a ella despacio, mirándola a los
ojos.
—Para —pidió Annie.
—¿Qué? —preguntó levantando un rizo que le
caía junto a la oreja y pasándoselo por los dedos.
—Deja de comportarte como si fueras Heathcliff
—respondió, y le apartó la mano.
—Si supiera de qué estás hablando...
—Esa forma de pasearte como si nada te
importara. Los párpados caídos, ese aire entre triste y
arrogante.
—Nunca me he paseado como si nada me
importara. —A pesar de las quejas de ella, no se movió
ni un milímetro. Le acarició las mejillas con el pulgar...
Le estaba lanzando su diabólico hechizo. O puede
que fuera por aquella casa de labranza. Fuera cual
fuese la causa, no parecía poder alejarse de él, aunque
había algo inquietante en su mirada. Algo que no le
gustaba del todo.
Solo tenía que volverse... pero no lo hizo. Y
tampoco lo detuvo cuando le quitó el abrigo de los
hombros y después hizo lo mismo con el suyo. Ambas
prendas aterrizaron en un charco de sol invernal que se
colaba por la ventana.
Mientras estaban allí de pie, con los brazos a los
costados y mirándose a los ojos, Annie fue cada vez
más consciente de su cuerpo. Su sensibilidad había
aumentado tanto que notaba cómo la sangre le
circulaba por las venas. Y a él. No estaba hecha para
practicar sexo sin más. Era incapaz de tomar lo que un
hombre pudiera ofrecerle y olvidarlo después. En una
época de poderío femenino, esta falta de desapego era
una debilidad. Un defecto. Otra tacha en ella.
Theo le tocó la mejilla.
«No me toques así. No me toques nada...
Tócamelo todo.»
Él lo hizo con un beso brusco, casi enfadado.
¿Porque no era tan guapa como él, tan privilegiada, tan
próspera?
Su lengua le invadió la boca, y ella le sujetó los
brazos. Separó los labios, se entregó al poder seductor
del beso. Él se apretó contra su cuerpo. Era más alto y
no tendrían que encajar bien, pero se unieron a la
perfección.
Le deslizó la mano bajo el jersey y le acarició la
espalda. Le recorrió la columna con los pulgares.
Había asumido el mando. Ella tenía que detenerlo, dar
un paso adelante e imponerse como haría una mujer de
hoy. Usarlo, en lugar de que él la utilizara a ella. Pero
era tan agradable sentirse deseada...
—Quiero verte —le murmuró él en los labios—.
Tu cuerpo dorado al sol.
Sus palabras de escritor llovieron sobre ella como
poesía, y no se le ocurrió ninguna ironía que erigir
entre ambos. Hasta levantó los brazos para que él le
quitara el jersey. Le desabrochó el sujetador, que cayó
al suelo, y luego se quitó su propio jersey sin apartarle
los ojos de los pechos. El sol le bañó el cuerpo y
aunque la casa era fría, tenía calor. Mucho.
Quería más poesía. Quería más de él. Se agachó y
se descalzó. Cuando se quitó los calcetines, él le
deslizó los dedos por las prominencias de la columna
vertebral curvada.
—Como una sarta de perlas —susurró.
Annie se excitó. Los hombres no hablaban así
mientras practicaban el sexo. A duras penas hablaban.
Y cuando lo hacían, solían decir cosas ordinarias y
poco imaginativas que reducían la libido.
No apartó los ojos de los de Theo mientras se
bajaba la cremallera de los vaqueros. Con una leve
sonrisa, él se arrodilló y le besó el vientre por encima
de la cinturilla de las bragas. Ella le acarició el pelo y
notó su cuero cabelludo bajo los dedos. Le sujetó
varios mechones sin tirar de ellos, para notar su
textura, su tacto.
Theo se tomó su tiempo, le buscó la cadera y el
ombligo, y le rascó ligeramente la piel con la barba
incipiente. A través de la fina tela de nailon, le recorrió
con los dedos la raja entre las nalgas. Ella le cogió los
hombros, mientras Theo, cada vez más impaciente, le
bajaba las bragas junto con los vaqueros hasta los
tobillos, para inhalar y tocarle con la nariz todo lo que
había quedado al descubierto.
Quiso separarle las rodillas, en busca de más
sensaciones. Ella anhelaba obedecerle, pero los
vaqueros en los tobillos se lo impedían, algo a lo que él
enseguida puso remedio.
Cuando le tocó la parte posterior de los muslos,
ella se aferró con más fuerza a sus hombros y separó
las piernas como él quería para que profundizara más
su exploración.
Arqueó el cuello. Intentó encontrar el aire que
necesitaba. Las rodillas amenazaban con ceder. Y le
cedieron.
Cayó de espaldas sobre los abrigos con las piernas
torpemente abiertas. Él se situó entre ellas y contempló
todo lo que había que ver.
—Un desordenado jardín de rosas. En plena
floración.
La estaba matando con aquella poesía lasciva.
Quería matarlo a su vez, conquistarlo. Pero era tan
agradable recibir... Se quitó el resto de la ropa ante ella,
de pie entre sus rodillas, inmenso, desnudo.
¿Desafiándola?
«Oh, sí...»
Él se arrodilló y se colocó los tobillos de ella en los
hombros. La abrió con los pulgares. Le acercó la boca.
Annie cerró los ojos. Arqueó más el cuello.
Theo fue concienzudo, muy concienzudo. Se
detuvo. Volvió a empezar. La tocó con los dedos. La
tocó con los labios, con la lengua. La refrescó con su
aliento y después la calentó. Hizo que su excitación
aumentara. Todavía más. Y más. Hasta llegar al
máximo... La hizo esperar... Prosiguió...
Y llegó aquel largo y maravilloso estallido de
placer.
—No has acabado —dijo entonces, sin permitir
que cerrara las piernas—. Tranquila. Chis... No te
opongas.
Su cuerpo era de él.
¿Cuántas veces? La excitación, el anhelo, el
estallido... Estaba viendo su aspecto más vulnerable,
más indefenso. Y ella se lo permitía.
Solo se resistió cuando ya no pudo aguantar más.
Él le dio un respiro, y luego empezó a acercar su
cuerpo al de ella, concentrado en reclamar lo que al
parecer consideraba suyo. Encima de ella. Todavía
dominándola, controlando su propia satisfacción.
No eran verdaderos amantes, y ella no iba a
consentirlo. Se retorció bajo él antes de que pudiera
sujetarla contra el suelo.
Entonces él pasó a estar de espaldas sobre los
abrigos. Rodó hacia un lado y volvió a dejarla bajo su
cuerpo. Gracias al placer que él le había
proporcionado, Annie poseía una energía de la que él
carecía. Le puso las manos en el pecho y lo empujó
con fuerza para dejarlo tumbado boca arriba y poder
practicar su magia.
Examinó el musculoso tórax de Theo, su
abdomen plano y firme. Y descendió la mirada,
inclinándose hacia él. Le rozó la piel con el cabello.
Theo levantó las manos para tomar sus mechones
rizados, sin tirar de ellos. Ella casi lo saboreaba ya.
Le hizo lo mismo que él le había hecho a ella.
Jugueteó. Paró. Jugueteó de nuevo, su piel pálida
contra su complexión más morena. Solo existía la luz
del sol y el polvo, el olor a sexo, a ella y a él. Theo
intentó bajarle la cabeza, pero ella se resistió. Era la
cortesana más experta del mundo, capaz de dar
satisfacción o de negarla.
Hacía rato que Theo había cerrado los ojos.
Arqueó la espalda y sus rasgos se contrajeron. Estaba a
merced suya. Finalmente, le proporcionó el alivio que
él ansiaba.
Aquello no fue el final. Poco después, la
cremallera de un abrigo se le hincó en la espalda a
Annie. Y luego ella estaba encima. Y debajo otra vez.
En algún momento, él la dejó para ir a encender el
fuego. No había bromeado al hablar de los condones.
Los llevaba encima, y parecía querer usarlos todos.
Mientras la vieja casa de labranza crujía, se
exploraron más despacio. A Theo parecía gustarle su
ridículo cabello, y ella le rozaba el cuerpo con él. Ella
adoraba las caderas de Theo. Él volvió a decirle que
era preciosa, y ella quiso llorar.
El sol alcanzó su cénit antes de que estuvieran
saciados.
—Hemos fumado la pipa de la paz —le murmuró
Theo al oído.
Sus palabras rompieron el hechizo que la había
cautivado. Levantó la cabeza del hombro de él.
—¿De qué paz hablas? No nos habíamos peleado.
Para variar.
Theo se puso de costado y le tomó con los dedos
un rizo que le caía sobre la mejilla.
—Estoy haciendo las paces contigo por la torpeza
con que te toqueteaba cuando tenía dieciséis años. Es
un milagro que no perdieras para siempre interés en el
sexo.
—Es evidente que no. —Un haz de luz iluminó el
rostro de Theo y le realzó la cicatriz en el borde de la
ceja. Se la tocó y, con mayor dureza de la que quería,
dijo—: No me arrepiento de esto.
—No tienes por qué. —Se levantó del suelo tras
soltarle el mechón rizado—. No me la hiciste tú.
Annie se incorporó. Vio que los abrigos, o sus
uñas, le habían dejado una marca roja en la espalda.
—Ya lo creo —dijo—. Te crucé la cara con tu
fusta de montar.
—Tú no me hiciste esta cicatriz. Es de un
accidente de surf. Una estupidez por mi parte —
explicó mientras se ponía los vaqueros.
—No es verdad. Te la hice yo —replicó Annie,
también de pie.
—Estamos hablando de mi cara. ¿No te parece
que debería saberlo? —Se subió la cremallera.
Estaba mintiendo. Ella le había atizado con la
fusta con mucha rabia para castigarlo por lo de los
cachorros, por lo que le había hecho, por lo de la
cueva, por la nota que le había escrito y por haberle
destrozado el corazón.
—¿A qué viene esto? Sé lo que pasó —se quejó
ella, tapándose el cuerpo desnudo con el abrigo.
—Me golpeaste. Lo recuerdo muy bien. Pero me
diste más o menos por aquí. —Señaló la ceja contraria,
que estaba intacta, salvo por una diminuta rayita
blanca.
¿Por qué mentía así? Estar en aquella casa
encantada le había hecho bajar la guardia. Un error y
una forma de recordarle que el sexo no era lo mismo
que la confianza o la intimidad. Annie recogió su ropa.
—Vámonos —dijo.
Regresaron al pueblo en silencio. Theo se metió
en el aparcamiento del puerto para que Annie recogiera
el Suburban. Cuando detuvo el coche, una mujer de
mediana edad que se cubría el cabello rubio teñido con
una gorra se acercó corriendo a la puerta del
conductor. Empezó a hablar incluso antes de que
Theo hubiera bajado del todo la ventanilla.
—Vengo de casa de mi padre, Les Childers. ¿Lo
recuerdas? Es el propietario del Lucky Charm. Tiene un
corte horrible en la mano. Le sangra mucho y es
profundo. Habrá que ponerle puntos.
Theo apoyó el codo en la ventanilla.
—Le echaré un vistazo, Jessie, pero un auxiliar
sanitario no está autorizado para eso. Mientras no
termine mi formación como sanitario lo único que
puedo hacer es vendarlo. Tendrá que ir al continente.
¿Theo se estaba formando como sanitario? Una
cosa más que no le había mencionado. Jessie no se
arredró.
—Esto es Peregrine, Theo. ¿Crees que a alguien le
importa un rábano para qué estás autorizado? Ya sabes
cómo van aquí las cosas.
Y Annie también. Los isleños cuidaban de los
suyos y, según su modo de ver, era de esperar que
Theo utilizara su formación médica. Pero Jessie no
había acabado.
—También te agradecería que fueras a ver a mi
hermana. Tiene que dar inyecciones a su perro, que es
diabético, pero le dan miedo las agujas y necesita que
alguien le enseñe a hacerlo. Ojalá hubiéramos sabido
que tenías conocimientos de medicina el mes pasado,
cuando Jack Brownie tuvo el infarto.
Quisiera o no, había pasado a formar parte de la
vida de la isla.
—Iré a verlos a los dos —aceptó a regañadientes.
—Sígueme. —Jessie saludó bruscamente con la
cabeza a Annie y se dirigió hacia una camioneta
oxidada, otrora roja.
—Felicidades, Theo —dijo Annie, abriendo la
puerta del Range Rover—. Parece que eres el nuevo
médico de la isla. Y el nuevo veterinario.
Theo se puso las gafas de sol y se frotó el puente
de la nariz.
—Todo esto me supera —reconoció.
—Eso parece. Quizá deberías repasar cómo
desparasitar perros. Y cómo ayudar a las vacas a parir.
—No hay vacas en Peregrine Island.
—Ahora no. —Salió del coche—. Pero espera a
que todo el mundo sepa que hay un nuevo veterinario.
CAPÍTULO 16
Algo andaba muy mal. La puerta de la cabaña
estaba abierta, y Hannibal permanecía agazapado en el
pórtico, cerca de las viejas nansas langosteras de
madera que la nieve había dejado medio descubiertas
al derretirse. Annie salió del Suburban y cruzó como
una exhalación el jardín hacia la puerta abierta. Estaba
demasiado enfadada para ser precavida. Quería que
hubiera alguien dentro para poder estrangularlo.
Los cuadros colgaban torcidos en las paredes y los
libros estaban esparcidos por el suelo. Y lo más
escalofriante era que el intruso había garabateado un
mensaje en rojo en la pared:
VOY A POR TI
—¡Y una mierda, cabronazo!
Annie recorrió la cabaña. La cocina y el estudio
seguían tal como los había dejado. Sus muñecos
estaban intactos, lo mismo que las cosas de Theo, pero
alguien había sacado los cajones del tocador de su
dormitorio y su contenido cubría el suelo.
La violación de su intimidad la enfureció. La
desquiciaba saber que alguien se creía con la libertad
de entrar cuando quisiera, de husmear entre sus cosas,
de pintarle un mensaje horrible en la pared. Era
demasiado. O alguien de la familia Harp quería
asustarla para que se fuera, o uno de los isleños sabía
lo del legado de Mariah y quería ahuyentarla para
poder destripar la casa hasta encontrarlo.
Aunque Elliott tenía mal gusto a la hora de elegir
esposas, nunca lo había considerado falto de ética.
Pero Cynthia Harp era más problemática. Tenía
dinero, un móvil y conexiones locales. El hecho de que
estuviera viviendo en el sur de Francia no significaba
que no pudiera estar detrás de todo aquello. Pero
¿llegaría tan lejos solo por una cabaña cuando ya tenía
Harp House a su disposición? En cuanto al legado de
Mariah... Si Annie dejaba la cabaña, el intruso podría
pasar todo el tiempo que quisiera buscándolo sin temer
que ella lo sorprendiera.
Pero ella había tenido todo el tiempo del mundo
y todavía no había encontrado nada. Aun así, no
había levantado las tablas del suelo ni hecho agujeros
en las paredes, y puede que fuera eso lo que el intruso
tenía intención de hacer. Quien estuviera detrás de
todo aquello no podía haberse enterado del legado
hasta después de su llegada, o ya lo habría buscado
antes. Dejó a Hannibal escondido bajo la cama, rodeó
las sábanas que habían arrancado de la cama y regresó
al salón.
VOY A POR TI
La pintura roja todavía estaba húmeda. Alguien
quería asustarla; si no hubiera estado tan furiosa,
puede que lo hubiera logrado.
Había otra posibilidad que era reacia a
contemplar, pero que ya no podía eludir, por lo menos
mientras siguiera oyendo el zumbido de aquella bala
que le había rozado la cabeza. ¿Y si no guardaba
relación con el legado? ¿Y si simplemente era que
alguien la odiaba?
Encontró una lata de pintura sobrante en el
trastero, tapó el odioso mensaje de la pared y se
dirigió hacia Harp House en el Suburban. Casi echó
de menos la caminata. Hacía tres semanas, subir hasta
la casa era como escalar el Everest, pero por fin había
dejado de toser y había empezado a gustarle el
ejercicio.
En cuanto bajó del coche, Livia salió corriendo en
calcetines hacia ella con una ancha sonrisa.
—¡Livia! ¡Vas descalza! —gritó Jaycie—. ¡Ven
aquí, diablilla!
Annie acarició la mejilla de la niña y la siguió
dentro. Jaycie se acercó con dificultad al fregadero.
—Ha llamado Lisa. Os vio a ti y a Theo en coche
por el pueblo esta mañana.
—Una mujer lo paró y le pidió que fuera a ver a
su padre —explicó Annie, eludiendo la pregunta
implícita de Jaycie—. Jessie no sé qué. Al parecer, ha
corrido la voz de que Theo es auxiliar sanitario.
—Jessie Childers —precisó Jaycie mientras se
volvía hacia el fregadero para servir un vaso de agua a
Livia—. No ha habido asistencia médica en la isla
desde que Jenny Schaeffer se marchó.
—Eso me han dicho.
Fue al despacho de Elliott para revisar su correo
electrónico. Había recibido una invitación al baby
shower de una antigua compañera de habitación, un
mensaje de otra amiga y una escueta respuesta del
agente de Jeff Koons: «No es obra suya.»
Quiso llorar. Se había prohibido hacerse
esperanzas, pero tenía la corazonada de que la silla-
sirena era de Koons. Pero se trataba de otro callejón
sin salida. Le llegó un ruido sordo de la cocina y fue a
averiguar qué era. Jaycie estaba intentando enderezar
una silla caída.
—Deja de correr, Livia. Vas a romper algo.
Al ver que la pequeña daba un puntapié a la silla,
Jaycie se apoyó en la mesa con un suspiro de derrota.
—No es culpa suya. No tiene dónde liberar su
energía.
—Me la llevaré fuera —dijo Annie—. ¿Qué te
parece, Liv? ¿Te apetece dar un paseo?
La niña asintió con tanta fuerza que la diadema
de plástico lavanda le cayó sobre los ojos.
Annie decidió llevarla a la playa. El sol había
salido y la marea estaba baja. Livia era una niña isleña.
Necesitaba estar cerca del agua.
Al descender los escalones de piedra sujetó con
firmeza la mano de la niña, que intentó soltarse,
ansiosa por llegar abajo, pero no se lo permitió. Sin
embargo, cuando llegaron al último escalón, la
pequeña se entretuvo absorbiéndolo todo, casi como si
no pudiera creerse disponer de tanto espacio para
correr a sus anchas.
—A ver si puedes alcanzar esas gaviotas —la
animó Annie, señalando el otro lado de la playa.
Livia no necesitaba que la animaran. Echó a
correr con sus piernecitas, el cabello ondeando por
debajo del gorro rosa con borla. Corrió por las rocas
hacia la arena, pero se mantuvo alejada del rompiente
de las olas.
Annie dejó la mochila en el suelo y se sentó en
una roca llana lejos de la entrada de la cueva para
observar cómo Livia se encaramaba a las rocas,
perseguía las gaviotas y cavaba en la arena. Cuando la
pequeña de cuatro años finalmente se cansó, fue a
sentarse junto a ella y su mochila. Annie sonrió, sacó a
Scamp y se lo calzó en el antebrazo.
—¿Secreto blindado? —preguntó Scamp. Livia
asintió.
—Estoy asustada. Aterrada.
La niña frunció el ceño.
—El océano es muy grande, y yo no sé nadar —
susurró Scamp —. Eso da miedo.
Livia sacudió la cabeza.
—¿No te parece que el agua da miedo?
No se lo parecía.
—Supongo que a cada persona le asusta algo distinto.
—Se dio golpecitos en la mejilla—. Hay cosas de las que
está bien tener miedo, como meterse en el mar si no hay
ningún adulto cerca. Y hay otras que es inútil temer porque
no son reales, como los monstruos.
Livia pareció estar de acuerdo.
Mientras había observado cómo la pequeña
jugaba, Annie había reflexionado sobre lo que sabía
ahora de su trauma. No estaba segura de si aquello era
o no buena idea, pero iba a intentarlo.
—Como ver a tu papá tratar de lastimar a tu mamá —
prosiguió Scamp —. Eso da miedo de verdad.
Livia hundió el dedo en un agujerito de sus
vaqueros.
Annie no era psicóloga infantil, lo único que
sabía sobre tratar traumas infantiles lo había
consultado en internet. Aquella situación era
demasiado complicada, y tenía que parar ya mismo.
Pero...
Jaycie no podía hablar con Livia sobre lo que
había sucedido. Tal vez Scamp podría conseguir que el
tema resultara menos tabú.
—Da más miedo que el océano —sentenció el
muñeco—. Si yo viera a mi mamá disparar a mi papá con
una pistola, estaría tan asustada que quizá tampoco quisiera
hablar.
Con los ojos muy abiertos, la niña se olvidó del
agujero de sus vaqueros y pasó a prestar toda su
atención a Scamp. Annie se quedó en un segundo
plano e hizo que Scamp usara un tono alegre.
—Pero bueno, pasado cierto tiempo me aburriría de no
hablar. Especialmente si tuviera algo importante que decir. O
si quisiera cantar. ¿Te he dicho que soy una cantante
espléndida?
Livia asintió enérgicamente.
A Annie se le ocurrió algo descabellado. Algo que
no tenía derecho a intentar. Pero ¿y si...?
Scamp empezó a cantar, sacudiendo sus rizos de
hilo al ritmo de la melodía que Annie improvisó sobre
la marcha.
Vi algo que me asustó, y lo quiero olvidar.
Hay cosas buenas y malas,
¡Y esta fue de lo peor!
¡Sí, sí, de lo peor!
Como Livia seguía la canción atentamente, al
parecer sin alterarse, Annie siguió improvisando su
ridícula letra:
Hay papás buenos y malos. Eso va como va.
El de Liv era malo, muy malo.
¡Pero... no quería verlo morir, no! No quería verlo
morir.
«¡Dios mío!», pensó al darse cuenta de lo que
acababa de hacer. ¡Parecía una sátira mala del
Saturday Night Live! La melodía alegre, la letra
truculenta... Había abordado el trauma de Livia como
si fuera un número cómico.
Daba la impresión de que Livia quería seguir
escuchando la canción, pero Annie, consternada,
perdió el valor. Por más buenas que fueran sus
intenciones, podría provocar daños psicológicos graves
a aquella preciosa niña. Scamp agachó la cabeza.
—Supongo que no debería cantar sobre algo tan terrible
—comentó.
Livia la observó, se bajó de la roca y se marchó
corriendo en pos de una gaviota.

***

Theo la encontró en la cabaña dando la cena a


Hannibal.
—Creo que no tendrías que estar aquí sola —le
recordó, más malhumorado que de costumbre—. ¿Por
qué huele a pintura?
—Un retoque —contestó ella con frialdad,
decidida a restablecer la distancia entre ellos—. ¿Cómo
te fue con la herida?
—Mal. Dar puntos de sutura a alguien sin
anestesia no es lo que yo entiendo por pasar un buen
rato.
—No se lo digas a tus lectores. Los decepcionarás.
—Si no estoy aquí, tienes que quedarte en Harp
House —soltó Theo con el ceño fruncido.
Buen consejo, solo que cada vez tenía más ganas
de estar allí la siguiente vez que el responsable de los
allanamientos se presentara. El juego del gato y el
ratón ya había durado bastante. Quería plantarle cara.
«Me niego a criar a una niña asustadiza,
Antoinette.»
¿Cuántas opiniones de Mariah sobre ella se había
creído?
«Eres tímida por naturaleza... Eres torpe por
naturaleza... Tienes que dejar de soñar despierta...» Y
después: «Claro que te quiero, Antoinette. De lo
contrario no me preocuparía por ti.»
Vivir en pleno invierno en aquella desolada isla
tan alejada de su vida de ciudad le hacía pensar en ella
misma de otra forma. De una forma...
—¿Qué coño...?
Al volverse, vio que Theo estaba mirando la pared
que Annie había pintado antes.
—Tengo que darle una segunda capa —dijo ella
con una mueca.
—¿Pretendes hacerte la graciosa? —soltó Theo,
señalando con el dedo las tenues letras rojas que se
transparentaban bajo la pintura blanca—. ¡Esto no es
gracioso!
—Decídete. Puedo ser graciosa o chillar. Elige. —
No tenía ganas de chillar, más bien le apetecía pegar un
puñetazo a alguien. Tras soltar un improperio, él le
preguntó qué había encontrado exactamente.
—Se acabó —proclamó cuando Annie se lo
contó—. Te instalarás en Harp House. Y voy a ir al
continente a hablar con la policía.
—Perderás el tiempo. No les interesó el asunto
cuando me dispararon. Esto les interesará menos
todavía.
Theo sacó el teléfono antes de recordar que no
tenía cobertura.
—Haz el equipaje. Te vas de aquí.
—A pesar de lo mucho que agradezco tu
preocupación, voy a quedarme aquí. Y quiero un arma.
—¿Un arma?
—Sí, que me prestes una.
—¿Quieres que te preste un arma?
—Y que me enseñes a usarla.
—No es buena idea.
—¿Preferirías que me enfrentara desarmada a ese
intruso?
—Preferiría que no te enfrentaras a nadie.
—No voy a salir huyendo.
—Maldita sea, Annie. Eres tan audaz ahora como
cuando tenías quince años.
Se lo quedó mirando. Nunca se había
considerado audaz, y le gustó la idea. Se la planteó
respecto a su costumbre de enamorarse de hombres
equivocados, a su creencia de que podía ser una gran
actriz, a su determinación a llevar a su madre a
Londres por última vez y, por supuesto, a haber
permitido que Theo Harp pudiera dejarla embarazada.
«Madre, no me conocías en absoluto.»
Theo parecía agobiado, algo impropio de él, y eso
la instó a insistir.
—Quiero un arma, Theo. Y quiero aprender a
dispararla.
—Es demasiado peligroso. En la casa estarás
segura.
—No quiero instalarme en la infernal Harp
House. Quiero quedarme aquí.
La miró largamente con dureza y la señaló con un
dedo.
—Muy bien. Práctica de tiro mañana por la tarde.
Pero será mejor que prestes atención a todo lo que te
diga. —Y se fue al estudio.
Annie se preparó un sándwich para cenar y volvió
a repasar las cajas, pero había sido un día muy largo y
estaba cansada. Mientras se cepillaba los dientes, echó
un vistazo a la puerta cerrada del estudio. A pesar de
sus intenciones de guardar las distancias, quería tener a
Theo acostado a su lado. Lo deseaba tanto que tomó
un bloc de la cocina, garabateó un no y lo pegó en la
puerta de su habitación. Después se encerró dentro y
se acostó.

***

Diggity Swift estaba muerto. Theo lo había


logrado. El chaval había metido finalmente la pata, el
malvado Quentin Pierce lo había atrapado y Theo no
había escrito ni una palabra desde entonces.
Cerró el portátil y se frotó los ojos. Tenía el
cerebro recalentado, eso era todo. Mañana podría
empezar con la cabeza despejada. Para entonces,
habría dejado de sentir aquella opresión en el pecho y
podría seguir adelante. La parte central de la historia
era la que más costaba, pero ahora que Diggity ya no
estaba, encontraría la forma de salir del embrollo
argumental y emprender el camino hacia los siguientes
capítulos. Siempre y cuando no empezara a pensar en
Annie y en lo que había pasado en la casa de
labranza...
Hoy no la despertaría cuando se acostara a su
lado. No era ningún animal que no pudiera
controlarse, aunque así se sentía. La novedad de hacer
el amor con una mujer a la que no detestaba lo
fascinaba. Una mujer que no se echaba a llorar como
una Magdalena después. Ni lo atacaba por algo
imaginario.
Como Annie era tan distinta de las mujeres de su
pasado, se preguntó si habría reparado en ella si se
hubieran cruzado por la calle. Claro que sí. Su peculiar
rostro le habría llamado la atención, lo mismo que sus
andares, como si quisiera conquistar el suelo que
pisaba. Le gustaba la forma graciosa que tenía de mirar
a la gente como si realmente la viera. Le gustaban sus
piernas. Sí, sin duda le gustaban sus piernas. Annie era
única. Y tenía que protegerla mejor.
Ese día había hablado con Jessie y su padre para
saber qué pensaba la gente de Annie, pero no había
averiguado nada que levantara sus sospechas. Les
intrigaba el motivo por el que había ido a la isla, pero
estaban más interesados en contarle anécdotas de
Mariah. Mañana, una vez hubieran llegado los barcos,
rondaría el almacén de pescado. Llevaría unas cervezas
a los pescadores para ver qué les sonsacaba. También
se aseguraría de que Annie estuviera armada; una
perspectiva inquietante, pero necesaria.
Había ido a la isla porque no toleraba estar
rodeado de gente, y aun así, allí estaba, metido en
todo. Había pasado una hora desde que la había oído
entrar en su cuarto. Llevaría puesto aquel pijama tan
horroroso. O tal vez no.
Sus buenas intenciones se desvanecieron. Dejó el
portátil y salió del estudio. Pero al ver la nota adhesiva
en la puerta, se paró en seco. Contenía una sola
palabra:
«NO.»
*

A la mañana siguiente, Theo no mencionó la


nota. No dijo demasiado, salvo que iba a necesitar el
coche. Más tarde, Annie supo que lo había usado para
ir al muelle a buscar el cerrajero. Saber que no tenía
dinero para pagar la factura la avergonzaba.
Cuando regresó a la cabaña, Theo fue al estudio.
Ella sacó la caja de vino del vestidor y la llevó hasta su
coche.
—¿Qué me has puesto en el coche? —le preguntó
él al abrirle la puerta de la cocina para que entrara
cuando regresaba.
—Un vino excelente. De nada. Y gracias por
encargarte de las cerraduras.
Theo la caló enseguida.
—Las he cambiado por mí. No puedo arriesgarme
a que me roben el portátil cuando no esté aquí —dijo.
—Ya. —Sabía que Theo quería ahorrarle la
vergüenza, por lo que todavía se sentía más en deuda
con él.
—No quiero tu vino, Annie. Las cerraduras no
son nada para mí.
—Para mí sí.
—Muy bien. A ver qué te parece este arreglo: se
acabaron las notas adhesivas en tu puerta y estamos en
paz.
—Disfruta del vino. —No podía pensar con
claridad teniéndolo allí delante rezumando feromonas
masculinas, no después de lo que había sucedido en la
casa de labranza—. ¿Has traído el arma?
Theo no insistió.
—Aquí la tengo. Ponte el abrigo —ordenó.
Fueron a la marisma. Después de haberle
comentado las precauciones básicas en el uso de las
armas, le enseñó a cargar y disparar la pistola
automática que había elegido para ella. El arma tendría
que haber repugnado a Annie, pero le gustó disparar.
Lo que no le gustó fue el inesperado erotismo de tener
tan cerca de Theo. Apenas habían entrado en la cabaña
y ya se estaban quitando la ropa uno al otro.

***

—No quiero hablar de ello —gruñó Annie


después, por la noche, cuando ambos yacían en la
cama de su habitación.
—Me parece bien. Más que bien —dijo Theo tras
bostezar.
—No puedes dormir aquí. Tienes que hacerlo en
tu cama.
—No quiero dormir en mi cama —se quejó él
mientras intentaba acomodarla contra su cuerpo
desnudo. Ella tampoco quería que lo hiciera, pero por
más turbias que estuvieran algunas cosas, una estaba
clara.
—Quiero sexo, no intimidad.
—Pues sexo tendrás —respondió Theo,
rodeándole una nalga con la mano.
—Tienes dos opciones —insistió ella a la vez que
se movía para separarse de él—. O duermes solo o te
quedas aquí y te pasas tres horas escuchando los
detalles de todas las relaciones chungas que he tenido,
por qué fueron chungas y por qué los hombres son un
asco. Te lo advierto, no es nada grato verme llorar.
Theo se levantó de inmediato.
—Nos vemos por la mañana —se despidió.
—Ya me lo imaginaba.
Annie había obtenido lo que quería de Theo: el
mejor sexo de su vida. Pero también había establecido
límites.
—Muy sensata —dijo Dilly —. Por fin has aprendido
la lección.
La tarde siguiente, Annie volvió a salir con Livia.
Como hacía demasiado viento para ir a la playa, se
quedaron en los peldaños del porche delantero. Annie
tenía que saber si la había lastimado de algún modo el
día anterior, y sentó a Scamp en la rodilla. El muñeco
fue directo al grano:
—¿Estás enojada conmigo por hablar de tu papá
cuando bajamos a la playa?
La niña frunció los labios y reflexionó un
momento antes de negar con la cabeza.
—Estupendo, porque me preocupaba que te hubieras
enojado.
Livia negó de nuevo con la cabeza y se subió a la
balaustrada de piedra que había sustituido la
barandilla de madera. Se sentó a horcajadas en ella, de
espaldas a Annie.
¿Debía dejar el tema o insistir? Tenía que
documentarse más sobre el mutismo y los traumas
infantiles. Mientras tanto, confiaría en su instinto.
—No me gustaría nada que mi papá hiciera cosas
malas a mi mamá. Especialmente si no pudiera hablar de
ello.
Livia empezó a montar la balaustrada como si
fuera un caballo.
—Ni cantar sobre ello. Creo que ya te he mencionado
que soy una experta vocalista. —Y entonó una serie de
escalas. Annie había necesitado muchos años de
práctica para cantar bien en los diversos registros
vocales de sus muñecos, lo que la destacaba de la
mayoría de los ventrílocuos. Finalmente Scamp se
detuvo—. Si alguna vez quieres que cante otra canción sobre
lo que pasó, dímelo.
Livia dejó de montar su caballo y se volvió. Miró
primero a Annie y después a Scamp.
—¿Sí o no? —preguntó Scamp animosa—. Acataré
tu sabia decisión.
Livia agachó la cabeza y empezó a rasparse el
esmalte de uñas rosa que le quedaba en el pulgar. Un
no rotundo. ¿Qué había esperado? ¿De verdad creía
que su torpe intromisión serviría para superar un
trauma tan profundo?
Tras cambiar de postura en la balaustrada para
quedarse de cara a Annie, la niña movió despacio la
cabeza. Fue un asentimiento titubeante. A Annie le
dio un vuelco el corazón.
—Muy bien. Titularé mi canción «Balada de la terrible
experiencia de Livia».
Y ganó tiempo con un carraspeo teatral. A lo más
que aspiraba era a sacar el tema a la luz. Tal vez así
fuera menos tabú. También tenía que contárselo a
Jaycie. Empezó a cantar en voz baja.
Las niñas no deberían ver cosas malas,
pero a veces las ven...
Siguió cantando, improvisando como el día
anterior, pero esta vez con una melodía más seria.
Livia escuchó cada palabra, asintió y al final volvió a
montar su caballo de piedra.
Annie oyó un ruido tras ella y se volvió.
Theo estaba apoyado en la esquina de la casa, al
otro lado del porche. Tenía el ceño fruncido. La había
oído y la estaba juzgando.
La niña también lo vio y se bajó de su caballo.
Theo se acercó. Llevaba el cuello de la parka levantado
y sus pasos no resonaban en el suelo del porche.
«Que piense lo que quiera», pensó Annie. Por lo
menos, ella estaba intentando ayudar a Livia. ¿Qué
había hecho él, aparte de asustarla? Todavía tenía a
Scamp en el antebrazo, y avanzó el muñeco hacia él.
—¡Alto! ¡Identifícate!
—Me llamo Theo Harp y vivo aquí.
—Eso es lo que tú dices. Demuéstralo.
—Bueno... Mis iniciales están grabadas en el suelo
de la glorieta.
Sus iniciales y las de su hermana gemela.
—¿Eres bueno o malo, Theo? —preguntó Scamp
adelantando el mentón. Aunque arqueó una ceja, Theo
siguió mirando al muñeco.
—Procuro ser bueno, pero no siempre es fácil.
—¿Te comes la verdura?
—Toda, menos el colinabos.
Scamp se volvió hacia Livia e hizo un aparte con
ella:
—A él tampoco le gusta el colinabo. —Se volvió otra
vez hacia Theo—. ¿Te bañas sin protestar?
—Me ducho. Y me gusta.
—¿Sales de casa en calcetines?
—No suelo.
—¿Comes caramelos a escondidas cuando nadie te ve?
—Solo mantequilla de cacahuete.
—Tu caballo da miedo.
—Por eso los niños no deben entrar en la cuadra
cuando yo no estoy —replicó Theo mirando a Livia.
—¿Gritas alguna vez?
—Procuro no hacerlo. —Volvió a dirigirse a
Scamp —. A no ser que los Sixers pierdan.
—¿Sabes peinarte solo?
—Ajá.
—¿Te muerdes las uñas?
—Claro que no.
Scamp inspiró hondo, agachó la cabeza y bajó la
voz.
—¿Alguna vez pegas a las mamás?
—Nunca —contestó Theo sin pestañear—. Nunca
jamás. Nadie debería pegar a las mamás.
Scamp se volvió hacia Livia.
—¿Qué te parece? —preguntó a la niña con la
cabeza ladeada—. ¿Puede quedarse?
Livia asintió sin vacilar y se bajó de la
balaustrada.
—¿Podría hablar con Annie? —dijo Theo a
Scamp.
—Supongo que sí. Iré a componer canciones
mentalmente.
—Eso.
Annie guardó a Scamp en su mochila. Esperaba
que Livia entrara al ver que el muñeco se había ido,
pero recorrió el porche y bajó los tres peldaños
delanteros. Iba a pedirle que regresara, pero la pequeña
no se alejó, sino que se quedó junto a la casa.
Theo señaló con la cabeza el otro lado del porche
para indicarle que quería hablar con ella a solas. Annie
se acercó a él sin apartar la vista de la niña.
—¿Cuánto tiempo hace que pasa esto? —preguntó
Theo en voz baja.
—Scamp y ella son amigas desde hace tiempo,
pero solo empecé a hablarle de su padre hace un par de
días. Y no, no sé lo que estoy haciendo. Y sí, me doy
cuenta de que me estoy entrometiendo en un problema
demasiado complicado para un lego en la materia.
¿Crees que estoy loca?
—No se la ve tan asustadiza como antes —
respondió Theo tras reflexionar un instante—. Y
parece gustarle estar contigo.
—Le gusta estar con Scamp.
—Scamp es quien empezó a hablarle sobre lo que
vio, ¿verdad? ¿Fue Scamp, no tú?
Annie asintió.
—¿Y ahora quiere estar con Scamp?
—Eso parece.
—¿Cómo lo haces? —dijo frunciendo el ceño—.
Soy un hombre adulto. Sé muy bien que eres tú quien
hace hablar al muñeco, pero aun así, lo miro a él.
—Lo que hago se me da muy bien. —Pretendió
ser sarcástica pero le salió mal.
—Ya lo creo. —Ladeó la cabeza hacia la niña—.
Creo que tendrías que continuar. Si quiere que pares, te
lo hará saber.
Su confianza la hizo sentir mejor.
Theo se volvió para irse, pero Livia subió
corriendo al porche hacia él. Llevaba algo en las
manos. Alzó los ojos hacia él y las abrió para
mostrarle un par de piedrecitas y unas cuantas valvas.
Theo la miró y ella le devolvió la mirada con su
habitual expresión tozuda en los labios. Cuando
alargó las manos hacia él, Theo sonrió, aceptó lo que
le daba.
—Hasta luego, bonita —dijo, y se marchó por los
escalones del acantilado hacia la playa.
¡Qué extraño! Livia tenía miedo de Theo. ¿Por
qué le había dado, entonces, lo que había recogido?
Piedras, valvas...
Y cayó en la cuenta de que Livia le había regalado
esos objetos porque era él quien le construía la casita
de hadas.
Cada vez le costaba más relacionar al Theo que
ella recordaba con el actual. Sabía que las personas
cambiaban al hacerse mayores, pero la conducta
inquietante de aquel adolescente parecía demasiado
arraigada en la psicosis como para superarla
fácilmente. Le había dicho que había ido a terapia. Al
parecer, había funcionado, aunque se negaba a hablar
sobre Regan y seguía encerrándose en sí mismo
cuando la conversación se volvía personal. Annie no
debía olvidar que seguía estando perturbado.
Más tarde, cuando sacaba la basura, dirigió la
vista hacia la cabaña y vio algo que la dejó petrificada.
Un coche se acercaba despacio, casi sigilosamente,
hacia la casita.
Theo estaba escribiendo en el estudio de la
cabaña. En ocasiones tenía la música a todo volumen
mientras trabajaba. No se enteraría de nada. Annie
corrió hacia la casa, tomó las llaves del coche y bajó a
toda velocidad el acantilado.
CAPÍTULO 17
—¿Así que estabas dispuesta a defenderme con un
raspador de hielo? —Theo dejó la parka sobre el
respaldo del sofá de terciopelo rosa. Habían pasado
dos horas desde el lamentable incidente, y acababa de
volver por segunda vez del pueblo.
—Fue lo único que encontré en tu coche —se
justificó Annie—. Las ninjas usamos lo que tenemos a
mano.
—Prácticamente provocaste un infarto a Wade
Carter.
—Estaba escondido detrás de la cabaña. ¿Qué
querías que hiciera?
—¿No te parece que echártele encima fue un poco
extremo?
—No si se estaba preparando para entrar a
escondidas. Y ahora en serio, Theo, ¿lo conoces bien?
—Lo bastante como para saber que su mujer no
se rompió el brazo solo para que él tuviera una excusa
para entrar a escondidas en la cabaña. —Dejó las
llaves del coche en la mesa y se dirigió hacia la
cocina—. Tienes suerte de no haberle causado una
conmoción cerebral.
Annie estaba bastante orgullosa de sí misma. Sí,
se alegraba de no haber lastimado a aquel hombre,
pero después de haberse sentido derrotada durante
tanto tiempo, le gustaba saber que no le daba miedo
pasar a la acción.
—La próxima vez llamará a la puerta —dijo,
siguiendo a Theo.
—Hemos cambiado las cerraduras. Y ya llamó
hoy, ¿recuerdas? —replicó él mientras abría la caja de
vino que había vuelto a llevar a la casa. Pero Theo no
había abierto y Carter había rodeado la cabaña para
averiguar si había alguien dentro. Entonces, Annie no
sabía todo eso.
—A partir de ahora, se acabó lo de poner música
a todo volumen mientras trabajas —dijo—.
Cualquiera podría acercársete y no te enterarías hasta
que fuera demasiado tarde.
—¿Por qué tendría que preocuparme si tengo a la
Mujer Maravilla?
—Lo hice de fábula —aseguró Annie con una
sonrisa.
—Por lo menos correrá la voz de que no eres un
blanco fácil —repuso él y soltó una carcajada todavía
algo empañada.
Ella se planteó preguntarle por la casita de hadas,
pero hablar de ella acabaría con su magia. Además, eso
era algo entre él y Livia.
—¿Cómo fue lo de la fractura de su mujer?
—Le estabilicé el brazo. Wade la llevará al
continente mañana. —Leyó la etiqueta de la botella de
vino—. Entonces Lisa McKinley vio mi coche y me
pidió que echara un vistazo a su hija menor.
—Alyssa.
—Sí, bueno, resulta que Alyssa se había metido
algo en la nariz y no le salía. Pregúntame qué sé sobre
extraer gominolas de la nariz de un niño. —Encontró
el sacacorchos—. A todos les digo lo mismo. Soy
auxiliar sanitario, no médico, pero se comportan como
si me hubiera doctorado en Harvard.
—¿Se la sacaste?
—No, y Lisa está cabreada conmigo. —A
diferencia de la gominola, el tapón de la botella de
vino salió a la perfección—. No llevo encima un
espéculo nasal, y podría haberle provocado lesiones si
le hurgaba la nariz. Irá al continente con los Carter. —
Sacó dos copas de vino.
—Yo no tomaré vino —dijo Annie rápidamente—
. Prefiero una infusión. Manzanilla.
—No te ha venido el período. —Le reaparecieron
las habituales arrugas de la comisura de los labios
adustos.
—No, no me ha llegado. —No había rechazado el
vino solo porque pudiera estar embarazada, sino
también porque él había vuelto a entrar el vino en la
cabaña. Si se lo bebía con él, dejaría de ser un regalo.
—No fastidies y dime cuándo te toca la regla —
exigió él, dejando las copas con fuerza en la encimera.
—La semana que viene. —Annie ya no podía
darle más largas—. Pero me encuentro bien. Estoy
segura de que no estoy...
—No estás segura de nada. —Se volvió para
servirse la copa sin mirar a Annie—. Si estás
embarazada, iré a ver a un abogado, estableceré un
fideicomiso, me aseguraré de que tú... de que tú y el
niño tengáis lo que necesitéis.
No dijo nada de librarse del «niño».
—No voy a hablar de esto —dijo Annie.
Se volvió hacia ella, con la copa de vino en la
mano.
—Tampoco es mi tema de conversación favorito,
pero tienes que saber que...
—¡Deja de hablar de ello! —Señaló los fogones—.
Preparé la cena. No será tan buena como las tuyas,
pero es comida.
—Primero práctica de tiro.
Esta vez no estaba para bromas.

***

Estuvieron melancólicos hasta la cena. El barco


semanal de suministros había llegado con provisiones
para Moonraker Cottage, encargadas en su mayor
parte por Theo, y ella se había ceñido a lo que sabía
hacer: albóndigas y salsa de espaguetis casera. No era
alta cocina, pero a Theo le gustó.
—¿Por qué no me preparabas esto cuando
ayudabas a Jaycie con la cena?
—Quería hacerte sufrir.
—Misión cumplida. —Theo dejó el tenedor—. A
ver, ¿cómo quieres que vaya la cosa? ¿Seguirás
poniendo notas adhesivas en la puerta de tu habitación
o vamos a portarnos como adultos y hacer lo que
ambos deseamos?
Desde luego, Theo sabía ir al grano.
—Ya te lo dije. No se me da bien separar los
sentimientos del sexo. Sé que parece anticuado, pero
yo soy así.
—Tengo algo que decirte, Annie. No se te da bien
separar los sentimientos de nada.
—Sí, bueno, eso también.
—¿Te he dado las gracias? —Theo levantó la copa
hacia ella.
—¿Por ser una diosa del sexo?
—También por eso. Pero... —Dejó la copa y
corrió la silla de golpe hacia atrás—. Coño, no lo sé.
Mi escritura se ha ido al carajo, no tengo ni idea de
cómo protegerte de lo que sea que está pasando aquí, y
muy pronto alguien va a pedirme que le trasplante un
corazón. Pero... la cuestión es que no soy lo que se
dice infeliz.
—¡Caramba! Si sigues así pronto tendrás un
especial en el Club de la Comedia.
—Muy sensible por tu parte —se quejó casi
sonriente—. ¿Y bien? ¿Has acabado ya con las notitas
adhesivas o no?
¿Había acabado? Llevó el plato sucio a la cocina y
pensó en lo que era mejor para ella. No para él. Solo
para ella. Se dirigió hacia la puerta.
—Mira, te diré lo que quiero. Sexo, y en grandes
dosis —dijo.
—Mi mundo es mucho más alegre ahora.
—Pero impersonal. Sin abrazos después. Y nada
de dormir en la misma cama. —Se acercó de nuevo a la
mesa—. En cuanto me hayas satisfecho, se acabó. No
quiero charlas íntimas. Dormirás en tu propia cama.
—Será duro, pero podré soportarlo. —Inclinó la
silla hacia atrás.
—Totalmente impersonal —insistió Annie—.
Como si fueras un prostituto.
—¿No te parece un poco degradante? —Arqueó
una de sus cejas imperiosas.
—No es problema mío. —La fantasía era
deliciosa... y perfecta para el mensaje que quería
transmitirle—. Eres un prostituto que trabaja en un
burdel dedicado a una clientela exclusiva. —Se dirigió
hacia la estantería y desarrolló la idea sin importarle
cómo le sentara a Theo o si la estaría juzgando—. El
local es discreto pero lujoso. Paredes blancas y sillones
negros de piel. No demasiado rellenos —añadió—. De
los estilizados con armazón cromado.
—Algo me dice que ya habías pensado en ello —
comentó Theo irónicamente.
—Todos los hombres estáis sentados por la sala
en distintos grados de desnudez. Y nadie dice una
palabra.
—¿Desnudez?
—¿Qué pasa?
—Nada. Solo estoy...
—Todos los hombres son guapísimos —prosiguió
Annie—. Yo recorro la habitación. —Lo hizo—. Todo
está en silencio. Me tomo mi tiempo —dijo, e hizo
una pausa antes de añadir—: En el centro mismo de la
sala hay una plataforma circular a quince centímetros
del suelo...
—Realmente lo has pensado mucho —comentó
Theo con la ceja arqueada.
—Allí van los hombres —prosiguió Annie sin
prestarle atención—. Para ser inspeccionados.
Las cuatro patas de la silla de Theo tocaron el
suelo.
—Muy bien, me estoy excitando de verdad.
—Elijo los tres que más me gustan. Uno a uno, les
señaló la plataforma.
—¿Te refieres a la plataforma circular a quince
centímetros del suelo?
—Los inspecciono detenidamente. Les recorro el
cuerpo con las manos, les busco defectos...
—¿Les miras los dientes?
—Compruebo su fuerza y, lo más importante, su
resistencia.
—¡Ah!
—Pero ya sé a quién quiero. Y lo hago subir el
último.
—Jamás había estado tan excitado y horrorizado
a la vez.
—Este hombre es magnífico. Exactamente lo que
necesito. Cabello oscuro, un perfil marcado, una fuerte
musculatura. Y, lo mejor, la inteligencia que reflejan
sus ojos me dice que es algo más que un semental. Lo
elijo.
Theo se levantó de la silla y asintió de forma
burlona con la cabeza.
—Gracias.
—No. Tú no. —Lo descartó con un movimiento
de la mano—. Por desgracia, el hombre que he elegido
ya está ocupado esta noche. Entonces me quedo
contigo. — Le dirigió una sonrisa triunfal—. No eres
tan caro, y ¿quién puede resistirse a una ganga?
—Tú no, al parecer. —La ligera ronquera de su
voz deslució su amago de broma.
Annie se sentía como Sherezade. Bajó su voz
hasta llevarlo al límite de la sensualidad, sin
traspasarlo.
—Llevo una vaporosa prenda de encaje negro. Y
debajo solo unas braguitas rojas.
—¡A la habitación! —graznó Theo—. ¡Ya! —Era
una orden, pero ella fingió pensárselo... unos tres
segundos, hasta que él la tomó por el brazo para
llevarla a su cuarto.
Una vez le hizo cruzar la puerta, ella plantó los
pies en el suelo, no dispuesta aún a ceder el control.
—La habitación tiene una gran cama con unos
grilletes forrados con piel en la cabecera y los pies.
—Pero...
—Y una pared llena de vitrinas que exhiben todos
los juguetes sexuales imaginables.
—Todo esto me supera —aseguró Theo, pero la
diversión que reflejaban sus ojos lo desmentía.
—Excepto esas espeluznantes mordazas —añadió
Annie—. Ya sabes a qué me refiero.
—Me temo que no.
—Bueno, son asquerosas.
—Si tú lo dices, me lo creo. —Señaló las
imaginarias vitrinas—. Todo está dispuesto con buen
gusto.
—¿Y por qué no? Es un establecimiento de
primera clase. —Se alejó unos pasos de él—. Abrimos
las puertas de cristal y examinamos juntos cada objeto.
—Con calma...
—Sacas algunos —prosiguió Annie.
—¿Cuáles?
—Los que has visto que yo miraba más
detenidamente.
—Que serían...
—Te señalo los látigos. —Annie entornó los ojos.
—¡No voy a azotarte! —Se indignó él.
—Coges el látigo que he elegido y me lo acercas
—prosiguió ella sin hacer caso a su indignación real o
fingida—. Te lo quito de las manos —añadió
mordiéndose el labio inferior.
—¡Y una mierda! —El diablo que había en su
interior se apoderó de él. Se acercó a ella—. Tú no lo
sabes pero no soy un prostituto de lujo cualquiera. Soy
el rey de los prostitutos. Y ahora me pongo al mando.
Ella vaciló.
—Arranco una cinta de cuero del látigo —explicó
Theo mientras le tomaba un mechón de pelo entre los
dedos. Annie dejó de respirar.
—Lo uso para recogerte el cabello hacia arriba...
—No sé si me gusta este rumbo —comentó
Annie, pero ya tenía la piel de gallina. Le encantaba
aquel rumbo.
—Ya lo creo que te gusta —la contradijo él,
acariciándole la nuca con los labios y
mordisqueándole después suavemente la piel—. Te
gusta mucho. —Le soltó el cabello—. Especialmente
cuando te separo las piernas con el mango del látigo.
A Annie la ropa le quemaba el cuerpo. Necesitaba
quitársela ya mismo.
—Te lo subo por la pantorrilla... —Lo ilustró
recorriéndole con los dedos el vaquero—. Después por
la parte interior del muslo... ¡Desnúdate! —ordenó de
pronto, y Annie se quitó el jersey.
Theo la imitó.
—Sigue desnudándote —insistió, mirándola a los
ojos.
—Canalla.
Terminó de desvestirse ella primero, lo que le dio
tiempo para admirar el cuerpo de Theo. Músculos y
tendones, protuberancias y huecos. Era perfecto, y le
daba igual si ella no lo era. Al parecer, a él también.
—¿Qué fue de ese látigo? —preguntó por si se le
había olvidado...
—Me alegra que lo preguntes. —Ladeó la
cabeza—. Venga. A la cama.
Solo era un juego, pero nunca se había sentido
más deseada. Lo hizo despacio, sintiéndose la reina del
sexo, y se arrodilló sobre las sábanas para observar
cómo él se le acercaba.
Totalmente majestuoso...
Se recostó en los talones. El brillo de los ojos de
Theo le indicó que estaba disfrutando tanto como ella.
Pero ¿le bastaría con eso? Al fin y al cabo, era un
hombre que había triunfado profesionalmente gracias
al sadismo.
La empujó hacia atrás. Mientras exploraba su
cuerpo, le susurró todas las cosas pervertidas, groseras
y excitantes que pensaba hacerle.
—Y yo no digo nada. —Annie logró retomar su
fantasía tras respirar hondo—. Te dejo hacer lo que
quieres, tocarme dónde quieres. Soy sumisa... hasta
que dejo de serlo —añadió hincándole las uñas en las
nalgas.
Y la reina del sexo tomó el mando. Fue magnífico.
Su juego los liberó, acabó con su seriedad, les
permitió gruñir, jugar, amenazarse y forcejear. No
tuvieron escrúpulos y los tuvieron todos. Las sábanas
se enredaron a su alrededor a medida que sus
amenazas subían de tono y sus caricias eran más
apasionadas.
Fuera de su refugio erótico empezó a nevar.
Dentro, ambos se perdieron en el frenesí que ellos
mismos habían desatado.

***

Theo nunca había jugado de aquella manera


erótica con una mujer. Recostado en la almohada,
ponderó la idea, para él nueva, de que el sexo podía
ser divertido. Recibió un codazo en las costillas.
—Se acabó —decretó Annie—. Largo.
Kenley no se cansaba nunca de él. Quería tenerlo
a su lado todos los segundos del día. Y él solo quería
irse.
—Estoy demasiado cansado para moverme —
murmuró.
—Como quieras. —Annie se levantó sin más y se
marchó de la habitación haciendo aspavientos.
Ella había dicho en serio que no iban a dormir
juntos. Tendría que haberse comportado como un
caballero y cumplir su deseo, pero se sintió
ninguneado, así que se quedó donde estaba.
Mucho más tarde, sin haber podido pegar ojo
todavía, la encontró acurrucada en la cama de su
estudio. Contuvo las ganas de acostarse a su lado y
recogió su portátil. Lo llevó al salón y se dispuso a
escribir. Pero seguía pensando en Diggity Swift. Había
matado al chaval en la última página, pero no
mentalmente, y eso no le gustaba. Indignado consigo
mismo, dejó el portátil y se quedó mirando nevar por
la ventana.

***

Después de ducharse y ponerse los vaqueros y un


jersey verde, Annie encontró a Theo en la cocina.
—¿Café? —ofreció él.
—No, gracias.
—De nada.
Se había duchado antes que ella y también iba
completamente vestido. Hacían gala de sus mejores
modales para compensar con cortesía el libertinaje
exhibido la noche anterior, como si tuvieran que
recuperar la dignidad y demostrar que eran criaturas
civilizadas.
Mientras Theo bebía su café sentado a la mesa,
Annie se hizo con una sábana vieja, buscó una lata de
pintura negra en el trastero y lo llevó todo al estudio,
donde el suelo estaba tan manchado que no importaría
ensuciarlo más. Media hora después, Theo estaba en
medio de la nieve recién caída contemplando el cartel
que ella estaba colgando en el frente de la cabaña.
SE DISPARARÁ A CUALQUIER INTRUSO SIN
PREVIO AVISO
Bajó de la escalera de mano y lo miró con el ceño
fruncido, desafiándolo a burlarse de ella.
—Me parece bien —se limitó a decir Theo,
encogiéndose de hombros.

***

En el transcurso de los días siguientes, Annie


tomó una decisión. No sobre Theo, pues su relación
con él estaba bien clara: le encantaba ser la reina del
sexo, e insistir en lo de dormir en camas separadas
evitaba que se pusiera sentimental. Su decisión era
referente al legado. No había encontrado nada, y ya
era hora de aceptar la realidad. Su madre tomaba
tantos analgésicos que no sabía lo que decía. No había
ningún legado. Así las cosas, podía desmoronarse
porque sus problemas financieros no iban a
desaparecer mágicamente, o podía seguir adelante,
paso a paso.
El ferry entre las islas llegaría el 1 de marzo, en
unos pocos días. Empezó a recoger todo lo que había
de valor en la cabaña para enviarlo al continente.
Contrató una furgoneta para que lo transportara hasta
Manhattan. El nombre de su madre todavía valía algo,
de modo que todo iría a la mejor tienda de segunda
mano de la ciudad.
Había enviado fotos de los distintos objetos al
propietario, incluidos los cuadros, las litografías, los
libros de arte, la cómoda Luis XIV del «martinete» y el
bol con el alambre de púas. El hombre había aceptado
adelantarle el dinero del transporte, que le descontaría
de las futuras ventas.
La pieza central de la colección, el objeto con que
la tienda iba a obtener más dinero, era el que a ella casi
le había pasado por alto: el libro de invitados de la
cabaña. Algunas de las firmas eran de artistas
conocidos y varias incluían dibujitos junto a los
nombres. El comerciante esperaba obtener hasta dos
mil dólares por él, pero se quedaba con un cuarenta
por ciento de comisión. Aunque se vendiera todo,
Annie no podría saldar sus deudas, pero las reduciría
considerablemente. Además, volvía a gozar de buena
salud. Cuando sus sesenta días hubieran terminado,
trataría de recuperar sus viejos empleos y empezaría de
nuevo. Una perspectiva deprimente.
Pero el último día de febrero pasó algo que la
animó.
Theo había estado cabalgando más rato del
habitual, y ella no dejaba de asomarse a las ventanas
de Harp House para ver si volvía. Ya casi había
anochecido cuando lo divisó subiendo por el camino.
Salió presurosa por la puerta lateral, cogiendo el abrigo
de pasada, prescindiendo del gorro y los guantes.
—¿Qué pasa? —preguntó Theo, que tiró de las
riendas en cuanto la vio correr hacia él.
—Nada. Alégrate. ¡Me ha venido la regla!
—¡Qué alivio!
No esbozó una ancha sonrisa, ni levantó el pulgar,
satisfecho, ni dio las gracias a Dios. Lo observó con
curiosidad.
—No sé por qué, pero me esperaba más
entusiasmo —comentó.
—Te aseguro que no podría estar más
entusiasmado.
—Pues no lo pareces.
—A diferencia de ti, no tengo la costumbre de dar
saltitos como un niño de doce años. —Y se marchó
hacia la cuadra.
—¡Deberías probarlo algún día! —le gritó ella.
Cuando lo perdió de vista, sacudió la cabeza,
indignada. Un recordatorio más de que el único nexo
que los unía era físico. ¿Dejaba Theo que alguien
supiera qué pensaba realmente?

***

Por supuesto que estaba aliviado. Annie había


tenido mucho descaro al decir que no se lo parecía.
Que estuviera embarazada le habría jodido la vida
completamente.
Estaba irritable por culpa del trabajo. Le pasaba
siempre que la escritura le iba mal, y en aquel
momento le iba fatal. Había matado a Diggity Swift
hacía una semana y estaba bloqueado desde entonces.
No lo entendía. Nunca había tenido problemas en
matar a un personaje, pero ahora era incapaz de sentir
el menor interés por Quentin Pierce y su banda de
rufianes. De hecho, ese mismo día le había alegrado
recibir una llamada de Booker Rose para hablarle de
sus hemorroides. ¿No era una locura?

***

Annie conservó el sofá de terciopelo rosa y las


camas, pero envió al continente la mayor parte de los
demás muebles, incluida la silla-sirena. Envolvió los
cuadros más grandes en mantas viejas y metió los
objetos más pequeños en unas cajas que cogió de Harp
House. Kurt, el hijo de Judy Kester, tuvo que hacer
dos viajes en su camioneta para llevarlo todo al
embarcadero. Le pagó con el sillón marrón que él
quería regalar a su mujer embarazada por su
cumpleaños.
Desde que habían instalado las nuevas cerraduras
hacía poco más de una semana, no había habido
nuevos incidentes en la cabaña, aunque no sabía si era
gracias a las cerraduras o al cartel que había colgado.
Cuando Theo consideró que podía manejar una
pistola, se aseguró de que en el pueblo todos supieran
que estaba armada, y ella empezó a sentirse segura de
nuevo.
A Theo no le hizo gracia la falta de muebles.
—Necesito un lugar donde escribir —se quejó al
ver el salón casi vacío.
—Regresa a la torre. Yo ya estaré bien aquí sola.
—No iré a ninguna parte hasta que averigüemos
quién está detrás de todo esto. Es increíble lo que la
gente me cuenta cuando la estoy vendando. Tengo la
esperanza de que, si acierto las preguntas, me enteraré
de algo.
La enternecía su intención de ayudarla. Al mismo
tiempo, no quería que pensara que se apoyaba en él,
que era una desventurada damisela que esperaba que
fuera su héroe.
—Ya has cubierto el cupo de mujeres necesitadas
—le dijo—. No soy responsabilidad tuya.
—Traeré unos muebles de Harp House —
comentó como si no la hubiera oído—. En el desván
hay varias cosas que nadie utiliza.
—¿Realmente necesito un cadáver momificado?
—Sería una mesa de centro excelente.
No faltó a su palabra. Esperaba que apareciera
con un escritorio y tal vez una butaca sin brazos, pero
llevó también la mesa redonda de alas abatibles,
colocada ahora al lado de la ventana delantera junto
con cuatro sillas de respaldo con barras verticales.
Una pequeña cómoda pintada de tres cajones
descansaba ahora entre dos mullidas butacas sin
brazos cubiertas con una funda a cuadros azul marino
y blancos algo apagados. Hasta había llevado una
abollada lámpara de metal con forma de cuerno de
caza.
Mariah lo habría desechado todo, especialmente
la lámpara de caza. No había nada moderno ni
armonioso, pero finalmente aquel sitio parecía lo que
era: una humilde cabaña de Maine en lugar de un salón
con pretensiones artísticas de Manhattan.
—Jim Garcia me dejó su camioneta a cambio de
mis servicios médicos —le contó Theo—. Tuvo un
pequeño accidente con su sierra eléctrica. Los
langosteros son gente recalcitrante. Prefieren
arriesgarse a tener gangrena antes que desplazarse al
continente para ir al médico.
—Lisa volvió a subir a la casa principal —le
informó Annie—. Todavía está enfadada contigo por
no sacarle la gominola a Alyssa de la nariz. Hice una
búsqueda en internet y le enseñé lo que podría haber
pasado si hubieras intentado hacerlo por tu cuenta.
—Hay tres personas más cabreadas conmigo, pero
ya hago más de lo que mi titulación me permite.
Tienen que aceptarlo.
Tanto si quería admitirlo como si no, cada vez
estaba más involucrado en la vida de la isla. Debía de
sentarle bien, pues se reía más y ya no se le veía tan
tenso.
—Todavía no has matado a nadie —bromeó
Annie—. Es una buena noticia.
—Solo porque un par de amigos médicos me
ayudan por teléfono.
Estaba tan acostumbrada a pensar que Theo era
un hombre solitario que le costó imaginar que tenía
amigos.

***

Tras otra sesión de libertinaje sexual, se quedaron


dormidos en sus respectivas camas, algo que parecía
fastidiar más a Theo cada noche. Unos fuertes golpes
en la puerta despertaron a Annie, que se incorporó de
golpe en la cama y se levantó apartándose el pelo de la
cara.
—¡No disparéis! —gritó una voz desconocida.
Le alegró que alguien se tomara en serio su cartel,
pero de todas formas cogió la pistola de la mesilla de
noche. Cuando llegó al salón, Theo ya estaba en la
puerta principal. Soplaba el típico viento de principios
de marzo, y la nieve caía sobre la ventana delantera.
Mantuvo la pistola en un costado mientras Theo
giraba el pomo. En la puerta estaba Kurt, el hijo de
Judy Kester, que le había ayudado a trasladar los
muebles.
—¡Es Kim! —dijo frenético—. Se ha puesto de
parto antes de tiempo, y el helicóptero medicalizado
no puede despegar. Te necesitamos.
—Mierda. —No era la respuesta más profesional
del mundo, pero Annie no culpó a Theo, que pidió a
Kurt que entrara—. Espera aquí —le dijo, y se dirigió
a Annie al ir a buscar ropa de abrigo—. Vístete.
Vendrás conmigo.
CAPÍTULO 18
Theo sujetaba el teléfono con una mano y el
volante con la otra.
—Ya sé que hace mal tiempo. ¿Cree que no lo
veo? ¡Pero necesitamos que venga un helicóptero, y lo
necesitamos ya!
El viento zarandeaba el Range Rover, y las luces
traseras de la camioneta de Kurt brillaban como ojos
endemoniados delante de ellos mientras lo seguían por
la carretera hacia el pueblo. Kurt les había explicado
que su mujer, que no salía de cuentas hasta dentro de
dos semanas, había planeado irse al continente el
viernes.
—Íbamos a dejar a los niños con mi madre y
alojarnos en casa de la prima de Kim, que vive cerca
del hospital —les había contado—. Esto no tenía que
haber sucedido.
Theo se tranquilizó, quizá al percatarse de que no
estaba siendo razonable con la persona que tenía al
otro lado del teléfono.
—Sí, lo entiendo... Sí, sí, lo sé... Muy bien.
Cuando dejó el móvil, Annie lo miró compasiva.
—¿Me llevas contigo porque no quieres dejarme
sola en la cabaña o porque necesitas apoyo moral?
—Por las dos cosas. —Sujetó con firmeza el
volante.
—Excelente. Temía que fuera por mis inexistentes
conocimientos de comadrona.
Theo gruñó.
—Lo único que sé sobre partos lo he visto por la
tele —añadió—. Y se supone que duele mucho.
No recibió respuesta.
—¿Sabes tú algo sobre partos? —preguntó Annie
entonces.
—¡Qué va!
—Pero...
—He recibido formación, si te refieres a eso. Pero
me falta experiencia real.
—Lo harás muy bien.
—No puedes saberlo. Es un bebé prematuro, de
treinta y dos semanas.
Algo de lo que Annie ya era consciente, pero
procuró animarlo.
—Es el tercer hijo de Kim. A estas alturas, ya
sabe de qué va. Y la madre de Kurt podrá ayudar. —
Judy Kester, con su risa fácil y su carácter positivo,
sería la compañía ideal en medio de una crisis.
Pero Judy no estaba en casa de su hijo. En cuanto
se hubieron quitado el abrigo, Kurt les informó que
Judy estaba visitando a su hermana en el continente.
—¿Qué otra cosa podía esperarme? —ironizó
Theo.
Siguieron a Kurt por un salón agradablemente
desordenado que delataba la presencia de niños en la
casa.
—Desde que se incendió la escuela, Kim me ha
estado insistiendo para que nos vayamos de la isla —
comentó mientras apartaba un par de muñecos
Transformer de un puntapié—. Y esto no hará que
cambie de parecer, desde luego.
Theo se detuvo en la cocina para lavarse bien las
manos y los antebrazos. Cuando hizo un gesto a
Annie para que hiciera lo mismo, ella le dirigió una
mirada para recordarle que solo estaba allí para
ofrecerle apoyo moral. Pero al ver la cara de él, hizo lo
que le pedía, aunque no sin protestar.
—¿No debería quedarme aquí para hervir agua o
algo?
—¿Para qué?
—Pues no sé.
—Tú te vienes conmigo —ordenó Theo.
Kurt se excusó y fue a ver cómo estaban los
niños. Como no parecían haberse despertado con todo
aquel jaleo, Annie sospechó que intentaba evitar estar
presente durante el parto.
Siguió a Theo al dormitorio. Kim estaba tumbada
en un revoltijo de sábanas estampadas con florecillas
naranjas y amarillas. Llevaba un gastado camisón de
verano azul celeste. Tenía manchas rojas en la piel y el
ensortijado pelo castaño rojizo, enmarañado. Todo su
cuerpo estaba rollizo y rechoncho: la cara, los pechos
y, claro, la barriga. Theo dejó el maletín de lona roja.
—Kim, soy Theo Harp. Y ella es Annie Hewitt.
¿Cómo va eso?
—¿Cómo te parece que va? —dijo apretando los
dientes debido a una contracción.
—Parece que bien —respondió él, como si fuera el
tocólogo más experto del mundo. Empezó a sacar las
cosas del maletín—. ¿Cada cuánto tienes las
contracciones?
—Cada cuatro minutos más o menos. —El dolor
remitió un poco y se hundió en la almohada.
—Avísame la próxima vez que tengas una y
veremos lo que dura —pidió Theo mientras sacaba un
paquete de guantes de látex y un protector de cama
azul. Le contagió su tranquilidad, de modo que asintió
más calmada.
Un par de revistas del corazón, libros infantiles y
frascos de loción abarrotaban una mesilla de noche con
el tablero de cristal. En la otra había un despertador
digital, una navaja y un táper pequeño medio lleno de
monedas de un centavo. Theo abrió el protector de
cama.
—Te pondremos más cómoda.
Su voz era tranquilizadora, pero la mirada que
lanzó a Annie le indicó que si pensaba irse de la
habitación, correría una suerte terrible, a la que
seguiría un destino aún peor y una posterior
aniquilación total. Annie se acercó a regañadientes a la
cabecera de la cama, con menos ganas aún de ver lo
que ocurría que, según sospechaba, el propio Theo.
Kim pasaba ya del pudor, y Annie dudaba que
fuera siquiera consciente de cómo Theo le deslizó el
protector de cama bajo las caderas y le tapó las rodillas
con la sábana. Gimió debido a una contracción
especialmente fuerte. Mientras la cronometraba, Theo
dio a Annie una serie de instrucciones en voz baja
sobre lo que sucedería y lo que quería que ella hiciera.
—¿Materia fecal? —susurró Annie cuando
terminó de escuchar los detalles.
—Sucede —respondió Theo—. Y es natural. Ten
un protector de cama limpio a punto.
—Y una bolsa de papel —murmuró—. Para que
yo pueda vomitar.
Theo sonrió y volvió a concentrarse en su reloj
de pulsera. Durante el parto, Annie permaneció en la
cabecera de la cama, acariciándole el pelo y
susurrándole palabras de ánimo a Kim. Entre una
contracción y la siguiente, Kim se disculpaba por
obligar a Theo a salir en mitad de la noche, pero ni
una sola vez le preguntó por sus conocimientos de
tocología.
Al cabo de una hora la cosa se puso seria.
—¡Tengo que empujar! —exclamó, y apartó de un
puntapié la sábana que le ofrecía intimidad, de modo
que Annie veía más de lo que deseaba.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Theo, ya con
los guantes de látex puestos. Kim gimió mientras la
examinaba.
—No empujes todavía —ordenó Theo—.
Aguanta.
—¡Vete a la mierda! —gritó Kim.
—Ánimo —intervino Annie, dándole palmaditas
en el brazo—. Lo estás haciendo muy bien. —Ojalá
fuera verdad.
Theo se concentró en lo que estaba haciendo. A la
siguiente contracción, la animó a empujar.
—El bebé está coronando —anunció con la misma
calma que si estuviera informando sobre el tiempo.
Pero Annie vio que el sudor le perlaba la frente. La
contracción terminó, pero no por mucho rato. Kim
jadeó.
—Ya le veo la cabeza —dijo Theo.
Al oír el gruñido gutural de Kim, él le dio unas
palmaditas en la rodilla y la animó.
—Empuja... Muy bien. Lo estás haciendo muy
bien.
La reticencia de Annie a ver el parto había
desaparecido. Tras otras dos fuertes contracciones
durante las que Theo animó más a Kim, apareció la
cabeza del bebé. Él la tomó con la mano.
—Vamos a quitar el cordón umbilical —comentó
en voz baja mientras introducía un dedo y lo deslizaba
alrededor del cuello del bebé—. Annie, ten a punto
una manta. Muy bien, pequeñín... Enséñame ese
hombro... Date la vuelta... Así. Muy bien.
El bebé resbaló hacia sus palmas fuertes y
competentes.
—Es un niño —anunció. Ladeó al diminuto y
sucio recién nacido para despejarle las vías
respiratorias—. Vamos a darte un ocho, chiquitín.
Annie tardó un instante en recordar lo que le
había contado sobre el test de Apgar en el primer
minuto de vida del bebé y otra vez a los cinco minutos
del nacimiento para valorar su estado físico. El bebé
empezó a llorar tenuemente. Theo lo dejó en el pecho
de Kim, tomó la toalla que le ofrecía Annie y empezó
a friccionar con cuidado.
Kurt entró finalmente. Se acercó a su mujer, y
ambos se echaron a llorar juntos al ver al recién
nacido. Annie habría dado una colleja a Kurt por no
haber estado presente, pero Kim fue más compasiva.
Mientras acurrucaba al pequeño, Theo le masajeó el
vientre. No tardó demasiado en tener otra contracción
y expulsar la placenta.
Annie evitó mirar al darle a Theo la bolsa roja
para los residuos orgánicos. Él pinzó el cordón
umbilical y cambió el protector sucio por otro limpio.
Para tener un sustancioso fondo fiduciario y un
lucrativo contrato de edición, no le importaba
ensuciarse las manos.
El bebé era un poco pequeño, pero como era su
tercer hijo, Kim lo manejó con seguridad y pronto lo
amamantó. Theo se pasó el resto de la noche en una
butaca mientras Annie dormía como podía en el sofá.
Lo oyó levantarse varias veces, y en una ocasión,
cuando abrió los ojos, el bebé dormía en sus brazos.
Tenía los ojos cerrados y al recién nacido
acurrucado de manera protectora en el pecho. Recordó
el cariño con que trató a Kim y vio lo tierno que era
con el bebé. Theo se había visto arrastrado a una
situación abrumadora y la había afrontado
magníficamente. Por suerte, no tuvo ninguna
complicación, pero en caso contrario habría mantenido
la cabeza fría y hecho lo necesario. Se había portado
como un galán de novela, y los galanes eran su
debilidad... Salvo que una vez aquel galán en concreto
casi la había matado.

***

Por la mañana, Kim y Kurt dieron efusivamente


las gracias a Theo mientras sus demás hijos, después
de que Annie les hubiera servido el desayuno, se
encaramaban a la cama para ver a su nuevo
hermanito. Dado que el bebé había nacido sin
problemas y que Kim estaba bien, ya no era necesaria
la evacuación en helicóptero, pero Theo quería que
Kurt llevara a su mujer y al recién nacido al continente
para que los examinaran. Kim se negó en redondo.
—Lo hiciste tan bien como cualquier médico, y no
iremos a ninguna parte.
Por más que Theo insistió, Kim no cambió de
parecer.
—Conozco mi cuerpo y sé de niños. Estamos
bien. Y Judy ya viene hacia aquí para echar una mano.
—¿Ves a lo que tengo que enfrentarme? —dijo
Theo con expresión de cansancio cuando volvían en
coche hacia la cabaña—. Confían demasiado en mí.
—No parezcas tan competente —sugirió Annie en
lugar de decirle que tal vez fuera el hombre más digno
de confianza que había conocido. O tal vez no. Nunca
había estado tan desconcertada.
Al día siguiente, seguía pensando en él al subir los
peldaños que llevaban al desván de Harp House. Theo
le había dicho que se llevara lo que quisiera a la
cabaña, y quería ver si todavía había allí arriba alguno
de los paisajes marinos que ella recordaba. Las bisagras
de la puerta chirriaron cuando la abrió. La estancia
parecía salida de una película de terror. Un
espeluznante maniquí de modista custodiaba los
muebles rotos, las polvorientas cajas de cartón y un
montón de descoloridos chalecos salvavidas. La única
luz procedía de un mugriento mirador cubierto de
telarañas colgantes y dos bombillas desnudas que
colgaban de las vigas del techo.
—No pretenderás que entre ahí, ¿verdad? —chilló
Crumpet.
—Lo siento, pero tengo que irme —soltó Peter.
—Menos mal que hay alguien que tiene agallas —
ironizó Leo.
—Tus agallas son las mías —le recordó Annie,
que desvió así la atención de la horripilante colección
de muñecas envueltas en plástico que habían
pertenecido a Regan.
—Exacto —replicó Leo con su proverbial desdén—
. Y aquí estás.
Allí había montones de periódicos, revistas y
libros viejos que nadie leería jamás. Rodeó un talego
enmohecido de lona, una sombrilla rota y una
polvorienta mochila Jansport hasta unos cuantos
marcos apoyados en la pared. Unas cajas de cartón
salpicadas de bichos muertos le impedían acceder a
los cuadros. Al empezar a apartarlas, vio una caja de
zapatos con una etiqueta: PROPIEDAD PRIVADA
DE REGAN HARP. La abrió con curiosidad.
Contenía fotos de Theo y Regan de pequeños.
Desdobló una vieja toalla de playa y se sentó en el
suelo a mirarlas. A juzgar por la composición
chapucera de las imágenes, muchas las habían tomado
ellos mismos. Iban disfrazados de superhéroes,
jugaban en la nieve, hacían muecas a la cámara. Eran
escenas tan entrañables que se le hizo un nudo en la
garganta.
Abrió un sobre de papel manila atiborrado de más
fotografías. La primera era de Theo y Regan juntos.
Reconoció la camiseta No fear de Regan de habérsela
visto el verano que pasaron todos juntos y recordó
vagamente haber tomado ella aquella foto. Al observar
la dulce sonrisa de Regan, la forma en que se apoyaba
en su hermano, la asoló de nuevo lo trágica que había
sido su pérdida. Lo trágicas que habían sido todas las
pérdidas que había vivido Theo, empezando por el
abandono de su madre y terminando por la muerte de
una esposa a la que en su día debía de haber amado.
Vio el cabello desaliñado que le caía sobre la
frente y el brazo con el que rodeaba
despreocupadamente los hombros de su hermana.
Deseó que Regan estuviera allí para ayudarle a
comprender a su hermano.
Todas las fotos del sobre correspondían a aquel
verano. Eran imágenes de Theo y Regan en la piscina,
el porche delantero ya bordo de su velero, el mismo en
el que Regan había zarpado el día que se había
ahogado. La nostalgia y el dolor invadieron a Annie.
Y entonces... se quedó perpleja.
Repasó las fotos más deprisa, con el pulso
acelerado. Una a una, se le fueron cayendo del regazo
y esparciéndose a sus pies como hojas otoñales.
Hundió la cara en las manos.
—Lo siento —susurró Leo—. No sabía cómo
decírtelo.

***

Una hora después, Annie soportaba un frío glacial


junto a la piscina vacía. Unas largas grietas recorrían
sus paredes de hormigón, montones de nieve sucia y
barro cubrían el fondo. Según Lisa, Cynthia estaba
planeando rellenarla. Imaginó que la sustituiría por las
ruinas falsas de un capricho inglés.
Theo no la vio al salir de la cuadra, donde había
estado cepillando a Dancer. Aquel hombre tan seductor
al que conocía tan bien y tan mal a la vez era su
amante. Unos copos grises de nieve se arremolinaban
como cenizas en el ambiente lúgubre. La protagonista
sensata de un libro no lo habría culpabilizado hasta
haber ordenado sus pensamientos. Pero ella no era
sensata. Estaba hecha un lío.
—Theo...
Él se detuvo y la buscó con la mirada.
—¿Qué haces aquí fuera? —Sin esperar respuesta,
se acercó a ella con aquellas zancadas ya tan
conocidas—. Demos por terminado el día y
vayámonos a la cabaña —sugirió y, por la expresión de
su mirada, Annie supo lo que tenía en mente.
—He estado en el desván —anunció con los
hombros erguidos.
—¿Encontraste lo que necesitabas?
—Sí, sí. —Sacó del bolsillo del abrigo las
fotografías con una mano temblorosa. Cinco, aunque
podría haber llevado muchas más.
Theo se acercó al borde agrietado de la piscina
para ver qué le estaba enseñando. Y al verlo se le
contrajo la cara de dolor. Se volvió para marcharse.
—¡Ni se te ocurra irte! —gritó ella mientras él
cruzaba, airado, el jardín—. ¿Me oyes?
Redujo el paso, pero no se detuvo.
—Déjalo correr, Annie —dijo.
—No te vayas —le ordenó sin moverse ni un
paso. Finalmente, Theo se volvió hacia ella.
—Fue hace mucho tiempo —dijo en un tono
monótono que contrastaba con la vehemencia que ella
había imprimido a sus palabras—. Te pido que no lo
remuevas.
Aunque su expresión era dura, aprensiva, Annie
tenía que saber la verdad.
—No fuiste tú —dijo.
—No sé de qué me estás hablando —replicó Theo
con los puños apretados a los costados.
—Mientes —soltó, no con rabia, sino como
simple afirmación—. Aquel verano. Todo el tiempo
creí que habías sido tú. Pero no era así.
Él se le acercó, atacando para defenderse.
—No sabes nada. El día que los pájaros te
acosaron... fui yo quien te envió donde estaban los
restos de aquel barco. —Estaba en el borde de la
piscina, inclinado hacia ella—. Yo te puse el pescado
en la cama. Te insulté, te maltraté, te excluí. Y lo hice
todo adrede.
—Empiezo a entender por qué —asintió Annie
despacio—. Pero no fuiste tú quien me encerró en el
montaplatos ni quien me empujó a la marisma. No
llevaste los cachorros a la cueva ni escribiste la nota
que me llevó a la playa. —Pasó el pulgar por las fotos
que sostenía—. Y no eras tú quien quería que me
ahogara.
—Te equivocas —la contradijo mirándola a los
ojos—. Ya te lo dije. No tenía conciencia.
—Eso no es verdad. Tenías demasiada. —Se le
hizo tal nudo en la garganta que le costaba hablar—.
Fue Regan. Y todavía sigues tratando de protegerla.
La prueba estaba en las fotos. En cada una de
ellas, Annie estaba recortada. Su cara, su cuerpo...
cada tijeretazo era como un pequeño asesinato.
Theo no se movió, más erguido que nunca, pero
se encerró en sí mismo. Fue como si se retirara a un
lugar donde nadie podía alcanzarlo. Annie pensó que
volvería a irse, y le asombró que no lo hiciera. Se
aferró a eso.
—Jaycie aparece en algunas fotos —comentó—.
Entera.
Esperaba que él se alejara o que hablara, pero
como no hizo ninguna de las dos cosas, le dijo la
conclusión a la que había llegado, la que él parecía
incapaz de expresar en voz alta.
—Porque Jaycie no era una amenaza para Regan.
Jaycie no quería acaparar tu atención como yo. Tú
nunca te fijaste en ella.
Notó que Theo libraba una batalla interior. Su
hermana gemela había muerto hacía más de diez años
y, a pesar de ello, todavía quería protegerla de la
evidencia de las fotos. Pero Annie no iba a
permitírselo.
—Cuéntamelo.
—No quieres oírlo —insinuó.
—Ya lo creo que quiero —aseguró con una risita
amarga—. Hiciste todas esas cosas para mantenerme a
salvo de ella.
—Eras inocente.
—Y tú también —repuso ella, pensando en todos
los castigos que había recibido en lugar de su hermana.
—Me voy dentro —dijo Theo cansinamente. La
estaba excluyendo, encerrándose en su caparazón
como de costumbre.
—No te muevas de aquí. Fui una parte
importante de esta historia y merezco saberlo todo
ahora mismo.
—Es una historia desagradable.
—¿Crees que no me he dado cuenta?
Se separó de ella, dirigiéndose por el borde hasta
donde tiempo atrás había habido un trampolín.
—Nuestra madre nos abandonó cuando teníamos
cinco años, como ya sabes. Papá se evadía trabajando,
de modo que éramos Regan y yo contra el mundo. —
Cada palabra que decía parecía dolerle—. Solo nos
teníamos el uno al otro. Yo la quería, y ella habría
hecho cualquier cosa por mí.
Annie permaneció inmóvil mientras Theo daba
golpecitos a un tornillo oxidado con la puntera de la
bota de montar. Creyó que no diría nada más, pero
prosiguió con una voz apenas audible:
—Siempre había sido posesiva, pero yo también lo
era, y eso no supuso ningún problema hasta que
teníamos unos catorce años y yo empecé a fijarme en
las chicas. No soportaba que lo hiciera. Se entrometía
en mis llamadas telefónicas, me contaba mentiras
sobre cualquier chica que me interesara. Me parecía
simplemente un fastidio. Pero entonces la cosa se puso
seria. —Se puso en cuclillas para observar el fondo de
la piscina, pero Annie dudó que viera nada excepto el
pasado. Continuó hablando con frialdad, sin emoción
alguna—. Empezó a propagar rumores. Hizo llamadas
anónimas a los padres de una chica diciendo que su
hija se drogaba. Otra chica terminó con un hombro
roto porque Regan le puso la zancadilla en el colegio.
Todos creyeron que había sido sin querer porque todos
querían a Regan.
—Tú no creíste que fuera sin querer.
—Quise creerlo. Pero hubo más incidentes. Una
chica con la que solo había hablado unas pocas veces
recibió una pedrada mientras iba en bicicleta. Se cayó
y la atropelló un coche. Por fortuna no resultó herida
de gravedad, pero podría haber sido peor, así que me
encaré con Regan. Ella lo reconoció, se echó a llorar y
me prometió que nunca volvería a hacer nada
parecido. Quise creerla, pero no parecía poder
contenerse. —Se puso de pie—. Me sentía atrapado.
—Y renunciaste a las chicas.
—No de inmediato —dijo, mirándola por fin—.
Intentaba ocultárselo a Regan, pero ella siempre se
enteraba. Poco después de sacarse el carné de
conducir, intentó atropellar a una de sus mejores
amigas. Después de aquello, ya no podía correr ningún
riesgo más.
—Tendrías que habérselo contado a tu padre.
—Me daba miedo. Me había pasado horas en la
biblioteca leyendo sobre enfermedades mentales, y
sabía que Regan tenía un problema grave. Hasta le
hice un diagnóstico: trastorno obsesivo-compulsivo en
las relaciones sentimentales. No andaba demasiado
desencaminado. Mi padre la habría internado en una
institución.
—Y tú no podías permitirlo.
—Habría sido lo mejor para ella, pero era un crío
y no me lo parecía.
—Porque erais los dos contra el mundo.
Él no lo admitió, pero Annie sabía que era verdad.
Al mirarlo, vio en él al muchacho indefenso que había
sido.
—Quise asegurarme de que nunca tuviera la
sensación de que alguien se interponía entre nosotros
—explicó—. Y fue así, hasta cierto punto. Si no se
sentía amenazada, se comportaba normalmente. Pero
explotaba con cualquier comentario inocente.
Esperaba que se echara novio, y que así lo superara.
Todos los chicos querían salir con ella, pero a ella solo
le interesaba yo.
—¿No empezaste a odiarla?
—Nuestro vínculo afectivo era demasiado fuerte.
Tú pasaste un verano con ella. Ya sabes lo dulce que
podía ser. Esa dulzura era auténtica, hasta que el mal
se apoderaba de ella.
—Le quemaste la libreta en que escribía sus
poemas. Tenías que odiarla para hacer eso —comentó
Annie tras guardarse las fotos en el bolsillo del abrigo.
—No había ningún poema en esa libreta —
replicó Theo con una mueca—. Lo que había eran sus
delirios más enfermizos, junto con páginas llenas de
frases ponzoñosas sobre ti. Temí que alguien lo viera.
—Y ¿qué me dices de su oboe? Le encantaba, y tú
lo destruiste.
—Lo quemó ella misma cuando la amenacé con
contar a mi padre lo que te había estado haciendo —
respondió con tristeza en los ojos—. Fue una especie
de sacrificio para apaciguarme.
De todo lo que le había explicado, aquello era lo
más penoso, que el amor retorcido de Regan la
hubiera obligado a destruir algo que le había
proporcionado tanta satisfacción.
—Aquel verano querías protegerla —dijo Annie—
, pero también evitar que me hiciera daño. Estabas en
una situación imposible.
—Creía que lo tenía todo controlado. Me convertí
en un monje adolescente. No hablaba con las chicas,
apenas las miraba por miedo a lo que Regan pudiera
hacer. Y entonces apareciste tú, viviendo en la misma
casa. Te veía corriendo por ahí con tus shorts rojos, te
oía charlar, te miraba juguetear con el pelo cuando
estabas leyendo un libro. No podía evitarte.
—Jaycie era más bonita que yo. ¿Por qué no te
fijaste en ella?
—No leía los mismos libros, no escuchaba la
música que a mí me gustaba. No me sentía cómodo
con ella. La ponía verde delante de Regan. Intenté
hacer lo mismo contigo, pero Regan me leía los
pensamientos.
—Fue porque me tenías a mano, ¿verdad? Eso es
lo más irónico. Si me hubieras conocido en la ciudad,
jamás te habrías fijado en mí. —Theo estaba hecho
para mujeres hermosas. El motivo de que fueran
amantes era simplemente la proximidad. Metió las
manos heladas en el abrigo—. Después de todo lo que
pasaste con tu hermana, ¿cómo pudiste enamorarte de
Kenley?
—Irradiaba independencia y seguridad en sí
misma. Todo lo que yo buscaba en una mujer. Todo lo
que Regan no tenía. No llevábamos ni seis meses
juntos cuando me presionó para que nos casáramos.
Como estaba loco por ella, pasé por alto ciertas dudas
y acepté.
—Lo que te puso casi en el mismo apuro que con
Regan.
—Solo que Kenley no intentaba matar a nadie,
sino suicidarse.
—Como forma de castigarte.
—Me estoy quedando helado —dijo encorvando
los hombros—. Me voy adentro.
¿El hombre que un día se había quitado el jersey y
se había quedado con el pecho desnudo en la nieve
tenía frío de repente?
—Todavía no. Acaba de contar la historia.
—Ya lo he hecho. —Se alejó de ella y se metió en
la torre.
Annie sacó las fotografías del bolsillo. Le
quemaban en los dedos. Las contempló entre los copos
de nieve y abrió las manos. Una ráfaga de viento se las
arrebató y se las llevó. Una a una, cayeron en el barro
del fondo de la piscina.

***

En cuanto Annie entró, Livia reclamó su


atención. Le dibujó viñetas mientras le daba vueltas a
lo que había averiguado ya lo que todavía no sabía.
Theo solo le había contado parte de la historia.
Tendría que sonsacarle el resto. Tal vez hablar
acabaría por derribar el gélido muro tras el que vivía.
Dio un beso a Livia en la cabeza.
—¿Por qué no montas un guiñol para tus
muñecos de peluche? —sugirió fingiendo no darse
cuenta de que la pequeña fruncía el ceño al ver que se
levantaba de la mesa.
Oyó la música rock antes de entrar siquiera en la
torre. Una vez llegó al salón, vio que la música
procedía del estudio. Subió la escalera hasta el segundo
piso y llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.
La música estaba muy alta, aunque no tanto
como para que no la oyera. Llamó otra vez y accionó
el picaporte. No le sorprendió descubrir que la puerta
estaba cerrada con llave. El mensaje estaba claro. Theo
había terminado de hablar por hoy.
Reflexionó un momento. Dejó de sonar Arcade
Fire y empezó a hacerlo The White Stripes. De
repente, el maullido de un gato aterrado rasgó el aire,
seguido rápidamente de la clase de ruido angustioso
que solo hace un animal en peligro extremo.
La puerta se abrió de golpe. Theo salió al rellano
en busca de su gato, de espaldas a Annie. Cuando bajó
corriendo la escalera, ella se coló dentro.
Había tirado el abrigo sobre la otomana de piel
negra que había delante de la silla que usaba para
escribir. Su mesa estaba más ordenada que la última
vez que había estado allí, pero básicamente había
estado trabajando en la cabaña, claro. Unos cuantos
estuches de cedés yacían en el suelo, junto a la butaca.
El telescopio seguía frente a la ventana que daba a la
cabaña, pero verlo le resultaba ahora tranquilizador, ya
no amenazador. Theo, el protector. Intentando
proteger a su hermana enferma mental, rescatar a su
desquiciada esposa de sí misma y mantenerla a ella a
salvo.
Le oyó regresar por la escalera con pasos más
lentos. Apareció por la puerta. Se detuvo y la miró.
—Dime que no has sido tú...
—No puedo evitarlo. —Arrugó la nariz
haciéndose la simpática—. Tengo unas dotes
estrafalarias.
—Como vuelvas con tus bromitas, te juro que...
—dijo él mientras avanzaba por la habitación con el
ceño fruncido.
—No lo haré. Por lo menos, creo que no.
Seguramente no. —«A no ser que me vea obligada»,
pensó.
—Solo para tranquilizarme... —soltó con los
dientes apretados—. ¿Dónde está mi gato?
—No lo sé. Seguramente dormido bajo la cama
del estudio. Ya sabes cómo le gusta estar ahí.
—¿Qué coño voy a hacer contigo? —masculló
Theo.
—Te diré lo que no vas a hacer. —Annie pasó al
ataque—. No vas a dejarte la piel cuidando de mí. Te
lo agradezco pero estoy en buenas condiciones físicas,
relativamente cuerda, y cuido de mí misma. Puede que
no lo haga demasiado bien, pero lo hago, y voy a
seguir haciéndolo. No es necesario ningún acto
heroico por tu parte.
—¿De qué me hablas?
Parecía considerarse el malo en lugar del
protector, pero si ella se lo hacía notar, seguramente lo
negaría. Se dejó caer en la silla que Theo usaba para
escribir.
—Tengo hambre. Acabemos con esto —dijo.

CAPÍTULO 19
—¿Acabemos con esto? —Frunció el ceño de
nuevo—. ¿Quieres saber si maté a Regan, ¿verdad?
El único modo en que lograría que Theo le
contara el resto era sonsacárselo.
—No digas tonterías. Tú no la mataste.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco, constructor de cabañas de
hadas. —Y era cierto. En muchos sentidos no lo había
conocido hasta entonces. Él parpadeó, pero ella lo
interrumpió antes de que pudiera negar lo que había
hecho por Livia.
—Plasmas toda la maldad en el papel. Ahora deja
de distraerme con tu fingida peligrosidad y cuéntame
qué pasó.
—Tal vez te haya contado todo lo que quiero
contarte.
Theo adoptó la misma expresión de desdén que
Leo, pero eso no la disuadió.
—Regan y tú acababais de titularos. Y no en la
misma universidad. ¿Cómo lo conseguiste?
—Amenacé con dejar la universidad si no
aceptaba que nos separásemos. Le dije que viajaría por
el mundo sin decir a nadie adónde iba.
A Annie le encantó que hubiera hecho aquello
para protegerse.
—Así que fuisteis a centros distintos... —No hacía
falta tener una bola de cristal para imaginar qué había
sucedido después—. Y conociste a una chica.
—A más de una. ¿No tienes nada mejor que
hacer?
—Nada. Sigue.
Recogió el abrigo de la otomana, lo colgó junto a
la puerta y lo arregló, no porque fuera un maniático del
orden, sino porque no quería mirarla.
—Era como un hombre hambriento en un
supermercado, pero a pesar de que nuestros campus
estaban a cientos de kilómetros de distancia, seguí
siendo muy reservado. Hasta el último año, en que me
enamoré de una compañera de clase...
Annie se recostó en la silla, intentando parecer
relajada para que siguiera hablando.
—Deja que lo adivine. Era bonita, lista y alocada
—comentó.
—Dos aciertos de tres. —Logró esbozar una leve
sonrisa—. Ahora es directora general de una empresa
tecnológica de Denver. Está casada y tiene tres hijos.
Sin duda, no era nada alocada.
—Pero tenías un gran problema...
Desplazó un bloc de su escritorio unos
centímetros a la izquierda.
—Iba ver a Regan a su campus siempre que
podía, y parecía estar bien. Normal. El último curso
hasta había empezado a salir con chicos. Creí que
había superado sus problemas. —Se alejó del
escritorio—. La familia iba a reunirse en la isla para
celebrar el Cuatro de Julio. Deborah no podía venir,
pero quería conocer Peregrine, así que la traje la
semana antes de la fecha en que estaba previsto que
llegara todo el mundo —explicó mientras se dirigía
hacia la ventana trasera que daba al mar—. Iba a
contárselo a Regan el siguiente fin de semana, pero ella
se presentó antes de tiempo.
Annie se aferró a los brazos de la silla con los
dedos, sin querer oír lo que seguía, aunque tenía que
hacerlo.
—Deborah y yo paseábamos por la playa. Regan
nos vio desde lo alto del acantilado. Íbamos tomados
de la mano. Eso es todo. —Extendió las manos a cada
lado del alféizar con la vista puesta en el exterior—.
Había llovido y las rocas estaban resbaladizas, de
modo que no sé cómo pudo bajar tan deprisa los
escalones. Ni siquiera la vi llegar, pero antes de que me
diera cuenta se abalanzó sobre Deborah. La sujetó y la
apartó de mí. Deborah huyó corriendo hacia la casa.
Se apartó de la ventana pero siguió sin mirarla.
—Estaba furioso —siguió—. Dije a Regan que
tenía que vivir mi vida y que ella tenía que ir al
psiquiatra. Fui despiadado. —Se señaló la cicatriz de
la ceja—. Fue Regan quien me hizo esto, no tú —
aseguró, y añadió indicando, más abajo, una marca
más pequeña que Annie ni siquiera había visto—. Esta
es la que me hiciste tú.
Se había sentido muy satisfecha de haberle dejado
una cicatriz. Y ahora verla le daba remordimientos.
—Regan se puso como loca. Me amenazó,
amenazó a Deborah. Exploté. Le dije que la odiaba.
Me miró a los ojos y dijo que iba a suicidarse. —Le
tembló un músculo en la mandíbula—. Estaba tan
enojado que le dije que me daba igual.
La lástima invadió a Annie.
Theo se dirigió hacia la ventana con el telescopio,
sin mirarla, sin ver nada.
—Se acercaba una tormenta. Cuando llegué a la
casa, me había calmado lo suficiente para saber que
tenía que regresar y decirle que no había querido decir
aquello, aunque en el fondo sí quería. Pero fue
demasiado tarde. Ya había recorrido la playa hasta
nuestro muelle, y estaba subiendo a bordo del velero.
Le grité desde los peldaños que volviera. No sé si me
oyó. Izó las velas antes de que pudiera alcanzarla.
Annie podía verlo como si estuviera allí, y quiso
borrar aquella imagen de su cabeza.
—La lancha a motor estaba en el dique seco para
ser reparada —contó Theo—, así que me lancé al agua
con la absurda idea de alcanzarla. Había un fuerte
oleaje. Ella me vio y me gritó que regresara a tierra,
pero yo seguí nadando. Aunque las olas me
zarandeaban, alcancé a vislumbrar varias veces la cara.
Parecía apesadumbrada, arrepentida. Muy arrepentida.
Entonces ajustó las velas y se hizo a la mar en plena
tormenta. —Abrió los puños—. Fue la última vez que
la vi viva.
Annie apretó los puños. Estaba mal odiar a un
enfermo mental, pero Regan no solo se había
destruido a sí misma y casi la había matado a ella,
sino que también había hecho todo lo posible por
destruir a Theo.
—Regan te hizo una buena faena. La venganza
perfecta.
—Tú no lo entiendes —replicó Theo con
amargura—. No se suicidó para castigarme. Lo hizo
para liberarme.
—¡Eso no lo sabes! —exclamó Annie,
levantándose.
—Sí que lo sé. —Finalmente, la miró—. A veces
podíamos leernos los pensamientos, y ese fue uno de
esos momentos.
Recordó las lágrimas que Regan había derramado
por una gaviota con el ala rota. En sus momentos
lúcidos, debía de detestar aquella parte de sí misma.
Annie sabía que no tenía que dejar que la lástima se le
reflejara en el semblante, pero lo que Theo se había
hecho a sí mismo estaba mal.
—El plan de Regan no funcionó. Todavía te
consideras responsable de su muerte.
—Regan. Kenley —soltó él, rechazando la
compasión de Annie con un movimiento brusco de la
mano—. Busca qué tienen en común y me encontrarás
a mí.
—Lo que encontraré son dos mujeres enajenadas
y un hombre con un sentido exagerado de la
responsabilidad. No podrías haber salvado a Regan.
Tarde o temprano se habría destruido a sí misma. El
caso de Kenley es más peliagudo. Dices que te atrajo
porque era justo lo contrario de Regan, pero ¿es eso
cierto?
—Tú no lo entiendes. Era brillante. Parecía una
mujer muy independiente.
—Eso lo comprendo, pero tuviste que captar la
necesidad que se ocultaba bajo esa fachada.
—No lo hice.
Theo se había enfadado, pero Annie insistió.
—¿Es posible que vieras tu relación con ella como
una forma de compensar lo que le había ocurrido a
Regan? Habías sido incapaz de salvar a tu hermana,
pero tal vez podrías salvar a Kenley, ¿no?
—Ese título en psiquiatría que te sacaste en
internet te resulta muy práctico —soltó Theo con una
mueca.
Había adquirido sus conocimientos sobre la
psicología humana en talleres de interpretación
dedicados a comprender las motivaciones más
profundas de un personaje.
—Eres un cuidador nato, Theo. ¿Has pensado
alguna vez que escribir podría ser tu forma de
rebelarte contra lo que hay en tu interior que te lleva a
sentirte responsable de los demás?
—Estás llegando demasiado lejos —soltó él con
dureza.
—Piénsalo, ¿de acuerdo? Si tienes razón sobre
Regan, imagina cómo detestaría que te sigas castigando
así.
Su hostilidad apenas disimulada le indicó que no
podía presionarlo más. Había plantado las semillas.
Ahora tenía que distanciarse un poco para ver si
alguna de ellas germinaba. Se dirigió hacia la puerta.
—Por si empezaras a preguntártelo... Eres un
hombre excelente y un amante bastante decente, pero
jamás me suicidaría por ti.
—Me alegra saberlo.
—Ni perdería un minuto de sueño.
—Ligeramente ofensivo, pero... gracias por ser tan
clara.
—Es la forma en que se comportan las mujeres
cuerdas. Tenlo presente de cara al futuro.
—Me aseguraré de hacerlo.
La repentina opresión que sintió en el pecho
contradecía su labia. Le dolía el alma por él. No había
ido a la isla a escribir. Había ido a hacer penitencia
por dos muertes que consideraba culpa suya. Harp
House no era su refugio, sino su castigo.

***

A la mañana siguiente, cuando sacaba una caja de


cereales del armario, echó un vistazo al calendario
colgado en la pared. Habían transcurrido treinta y
cuatro días, quedaban veintiséis. Theo entró en la
cocina y le dijo que tenía que ir al continente.
—Mi editora vendrá desde Portland. Voy a
encontrarme con ella en Camden para tratar unos
asuntos. Ed Compton me traerá de vuelta mañana por
la noche en su embarcación.
—¡Qué suerte! —exclamó Annie, cogiendo un
bol—. Semáforos, calles asfaltadas, Starbucks, aunque
no es que pueda permitirme ir a Starbucks.
—Iré yo por ti. —Levantó una mano como
anticipando las objeciones de ella—. Ya sé que estás
armada y eres peligrosa, pero voy a pedirte que te
alojes en Harp House mientras yo esté fuera. Solo te lo
estoy pidiendo, no es ninguna orden.
Había intentado cuidar de Regan y Kenley, y
ahora intentaba cuidar de ella.
—¡Qué monada de chico! —soltó Annie.
Él respondió irguiendo la espalda y fulminándola
con la mirada, la personificación de la masculinidad
ofendida.
—Era un cumplido —aclaró Annie—. Más o
menos. Todo ese afán tuyo de cuidar de los demás...
Aunque te agradezco tu actitud de perro guardián, no
soy una de esas mujeres necesitadas de las que tienes
tendencia a rodearte.
—Aquella idea que tuviste del látigo... —soltó
Theo, sarcástico—. Cada vez me gusta más.
Annie tuvo el impulso de arrancarle la ropa y
tumbarlo allí mismo, pero se limitó a sorberse la nariz.
—Me quedaré en Harp House para que no sufras,
monada.
Su pulla tuvo el efecto deseado. Theo la hizo suya
allí mismo, en el suelo de la cocina. Y fue muy
excitante.

***

Por más que a Annie no le apetecía dormir en


Harp House, se avino para apaciguar a Theo. De
camino, se detuvo a examinar la casita de hadas. Con
unas ramitas, Theo había hecho un balcón sobre la
puerta. También había puesto unas valvas de lado y
esparcido unas piedrecitas por el camino, prueba de
una fiesta de hadas nocturna. Alzó la cara hacia el sol.
Tras soportar un tiempo tan frío, nunca volvería a
menospreciar un día soleado de invierno.
El aroma del pudin de plátano recién horneado le
llegó en cuanto entró en la cocina. Jaycie era mejor
repostera que cocinera, y había estado preparando
detalles como aquel desde su conversación sobre la
muerte de su marido. Era su forma de hacer las paces
por no haberle confiado su pasado.
En la mesa, junto al pudin, había restos de
cartulina de una de las manualidades de Livia. Annie
se había pasado horas en internet leyendo artículos
sobre traumas profundos de la infancia. La
información que había encontrado sobre la terapia con
muñecos la había fascinado. Pero era un método
aplicado por terapeutas formados, y los artículos la
habían hecho más consciente de lo mucho que
desconocía el asunto.
Jaycie entró en la cocina. Hacía semanas que
andaba con muletas, pero se seguía moviendo con la
misma dificultad de siempre.
—He recibido un mensaje de Theo —dijo—. Se ha
ido al continente. —Su voz adquirió un tono extraño
en ella—. Seguro que lo echarás de menos.
Annie había criticado a Jaycie por haber sido tan
reservada, pero ella también le ocultaba cosas, entre
ellas, que Theo y ella eran amantes. Nada había
cambiado el hecho de que le debía la vida.
Al caer la tarde, Annie se entristeció. Se había
acostumbrado a esperar a Theo al acabar la jornada. Y
no solo por el estimulante sexo que practicaban.
Simplemente le gustaba estar con él.
—Acostúmbrate —dijo Dilly con su sinceridad
habitual—. Tu desacertada aventura amorosa pronto
terminará.
—Aventura sexual —la corrigió Annie—. ¿Y crees
que no lo sé?
—Dímelo tú.
Tanto si le gustaba como si no, el dolor que sentía
cuando él no estaba era un aviso. Se obligó a
concentrarse en la noche que la esperaba, decidida a
no deprimirse. Los artículos sobre la terapia con
muñecos eran fascinantes. Investigó un poco más y
después se puso a leer la novelita gótica que había
llevado consigo. ¿Qué mejor lugar que Harp House
para leer una de sus historias horripilantes favoritas?
A medianoche, sin embargo, la historia del cínico
duque y la virginal dama de compañía no había
cumplido su función, y seguía sin poder pegar ojo. La
cena había sido escasa, y había pudin de plátano en la
cocina. Se levantó de la cama y se calzó las zapatillas
deportivas.
La lámpara del pasillo superior proyectaba una
larga sombra amarillenta en la pared, y la escalera
crujió cuando bajó al vestíbulo. La luna llena lanzaba
rayos plateados a través de los cristales sobre la puerta
principal. No bastaban para iluminar la estancia, pero
sí para realzar su penumbra. La casa le pareció más
inhóspita que nunca. Dobló la esquina para tomar el
pasillo trasero... y se quedó helada.
Jaycie iba hacia su habitación, y no llevaba sus
muletas.
El pánico paralizó a Annie. Jaycie andaba
totalmente erguida. No le pasaba nada en el pie. Nada
en absoluto.
El zumbido de aquella bala que le había rozado la
cabeza le resonó en el cerebro. Visualizó a Crumpet
colgada del techo y la advertencia pintada de rojo en la
pared. Jaycie tenía motivos para querer que se
marchara. ¿Había pasado por alto lo evidente? ¿Era
Jaycie quien había puesto patas arriba la cabaña?
¿Quién le había disparado?
Casi en la puerta de su habitación, Jaycie se
detuvo. Alzó la vista y ladeó ligeramente la cabeza,
como si escuchara si había movimientos en el piso de
arriba, o sea, movimientos de Annie...
Jaycie retrocedió por donde había ido. Annie
entró en la oscura cocina y se pegó a la pared, junto a
la puerta. Recuperó el aplomo. Quería zarandear a
Jaycie hasta que le dijera la verdad.
Jaycie pasó de largo la cocina.
Annie salió al pasillo justo a tiempo de verla
dirigirse hacia el vestíbulo. La siguió con cautela,
esquivando a duras penas los muñequitos de My Little
Pony que Livia había dejado tirados en el suelo. Se
asomó a la esquina y vio a Jaycie al pie de la escalera.
De pronto empezó a subir lentamente los peldaños.
La rabia y la traición quemaban a Annie. Apoyó
la cabeza contra la pared. No quería creerlo. No quería
aceptar la verdad que tenía ante los ojos. Había sido
Jaycie. Su rabia fue en aumento. No iba a dejar que
aquello quedara así.
Al apartarse de la pared, oyó la voz burlona de
Scamp:
—¿Vas tras ella ahora? Menuda estupidez. Es de noche.
En esta casa hay armas y no sabes si Jaycie tiene alguna. Ya
ha matado a su marido. ¿No has aprendido nada de tus
novelas?
Annie apretó los dientes. Por más que lo
detestara, aquel enfrentamiento tendría que esperar a
que fuera de día, cuando tuviera la cabeza más fría. Y
estuviera armada. Se obligó a regresar a la cocina,
tomó el abrigo que estaba allí colgado y huyó de la
casa.
Oyó un tenue relincho procedente de la cuadra.
Las piceas crujieron y un animal nocturno salió
corriendo por la maleza. A pesar del claro de luna, el
descenso era peligroso. Resbaló al pisar una piedra
suelta. Un mochuelo ululó una advertencia. Todo
aquel tiempo había creído que alguien iba tras el
legado, pero no se trataba de eso. Jaycie quería alejarla
de allí para quedarse con Theo. Era como si toda la
maldad de Regan hubiera anidado en su amiga.
Cuando llegó a la marisma, le castañeteaban los
dientes. Volvió la mirada hacia la casa. Había luz en
una ventana de la torre. Se estremeció al imaginar a
Jaycie mirándola desde allí, pero recordó que la había
dejado encendida ella misma cuando se había
levantado hacía un rato.
Al contemplar la inmensa sombra de Harp House
y la reluciente ventana de la torre, tuvo un ramalazo
de humor negro. Aquella estampa era clavada a la
cubierta de una de sus viejas novelas góticas. Pero en
lugar de huir de la mansión encantada al amparo de la
nocturnidad llevando un ondeante camisón de gasa,
ella lo hacía con un pijama de franela de Santa Claus.
Se le puso la piel de gallina al acercarse a la cabaña
en penumbras. ¿Habría descubierto ya Jaycie que se
había ido? Volvió a invadirle la rabia. Se encargaría del
asunto por la mañana, antes de que Theo regresara e
intentara asumir el control. Esta batalla era solo suya.
Pero no lo era. Le vino Livia a la cabeza. ¿Qué
sería de ella?
Le volvieron las náuseas provocadas por ver a
Jaycie andar normalmente. Hurgó en su bolsillo en
busca de la llave y la encajó en la cerradura. La puerta
se abrió con un chirrido siniestro. Entró y pulsó el
interruptor de la luz.
No pasó nada.
Booker le había explicado cómo poner el
generador en marcha, pero no se había imaginado que
tendría que hacerlo a oscuras. Tomó la linterna que
guardaba junto a la puerta y se giró para salir de nuevo.
Pero entonces un ruido suave hizo que se detuviera en
seco.
Algo se había movido al otro lado de la
habitación.
Encogió los dedos de los pies y contuvo la
respiración. Tenía la pistola en su habitación. Solo
disponía de la linterna. Alzó el brazo y recorrió la
habitación con el haz de luz.
Los ojos amarillos de Hannibal la miraron
mientras sujetaba con las patas su ratón de peluche.
—¡Me has dado un susto de muerte! —suspiró
Annie.
Hannibal levantó la nariz y golpeó su juguete en el
suelo.
Lo observó con el ceño fruncido mientras
esperaba que el corazón se le acompasara. Una vez se
recuperó lo suficiente para moverse, salió de la cabaña.
No había nacido para ser isleña.
—Lo estás haciendo muy bien —aseguró Leo.
—Deja ya de animarme. Me pone de los nervios.
—Estás regañando a un muñeco —le recordó Dilly.
A un muñeco que había dejado de comportarse
como era habitual en él.
Llegó donde estaba el generador y trató de
recordar lo que Booker le había explicado. Al empezar
a efectuar los pasos correspondientes, oyó el leve ruido
de un vehículo que se acercaba por la carretera
principal. ¿Quién vendría hasta allí a esas horas?
Podría ser alguien con una emergencia médica en
busca de Theo, pero todos sabrían que él se había ido
de la isla. Y que Annie estaba allí sola...
Abandonó el generador y corrió a la casa para
hacerse con la pistola de la mesilla de noche. No
estaba segura de ser capaz de disparar a alguien, pero
tampoco de lo contrario.
Cuando volvió al salón a oscuras, llevaba el arma
en la mano. Se situó junto a la ventana delantera y oyó
el sonido de la grava del camino. Unos faros
recorrieron la marisma. Quien conducía no se
esforzaba por acercarse sigilosamente. Tal vez Theo
había conseguido de algún modo que lo trajeran desde
el continente.
Empuñando la pistola, se asomó por un lado de la
ventana y vio cómo una camioneta aparcaba delante
de la cabaña. Una camioneta que reconoció.
Cuando Annie salió al porche, Barbara Rose
estaba bajando del vehículo con el motor en marcha.
Gracias a la luz que salía por la puerta abierta del
conductor, Annie vio que por debajo del abrigo le
asomaba un camisón rosa.
Barbara corrió hacia ella. No podía ver su
expresión, pero captó la urgencia.
—¿Qué sucede? —le preguntó.
—Oh, Annie... —Barbara se tapó la boca con la
mano—. Se trata de Theo...
Annie sintió como si le abrieran una espita en el
pecho y la sangre empezara a manarle a borbotones.
—Ha sufrido un accidente —anunció Barbara,
que le había sujetado el brazo. Eso fue lo único que
permitió a Annie permanecer en pie—. Está en el
quirófano.
«No está muerto. Sigue vivo.»
—¿Cómo... cómo te has enterado?
—Llamó alguien del hospital. Se oía fatal. No sé
si trataron de ponerse antes en contacto contigo. Solo
entendí la mitad del mensaje. —A Barbara le faltaba el
aire, como si acabara de correr un largo trecho.
—Pero... ¿está vivo?
—Sí. Eso lo entendí. Pero es grave.
—Dios mío... —Las palabras le salieron solas.
Una plegaria.
—Telefoneé a Naomi —explicó Barbara,
conteniendo las lágrimas—. Te llevará en el
Ladyslipper.
Barbara no le preguntó si quería ir, y Annie no
vaciló ni un segundo. No había ninguna decisión que
tomar. Recogió las primeras prendas de ropa que
encontró y, al cabo de pocos minutos, las dos mujeres
iban hacia el pueblo. Annie podría vivir sin la cabaña,
pero la idea de que Theo no estuviera en este mundo
era insoportable. Era un hombre como debería ser. Era
brillante y de toda confianza. Era un hombre como
Dios manda: formal, inteligente y bondadoso. Tan
bondadoso que asumía como propias las maldades de
los demás.
Y ella lo amaba por ello.
Lo amaba. Ahí estaba. Lo que se había prometido
que nunca pasaría. Amaba a Theo Harp. No solo por
su rostro o su cuerpo. No solo por el sexo o la
compañía. Desde luego, no por su dinero. Lo amaba
por cómo era. Por su alma noble, hermosa y
atormentada. Si vivía, no lo abandonaría. Daba igual
cuáles fueran las secuelas del accidente: cicatrices,
parálisis o lesión cerebral. Estaría a su lado.
«Que no se muera. Por favor, Señor, no dejes que
se muera.»
Las luces del embarcadero estaban encendidas
cuando llegaron al muelle. Annie corrió hacia Naomi,
que estaba aguardando junto al esquife que las
conduciría hasta el Ladyslipper. Su semblante era tan
sombrío como el de Barbara. Le acudieron a la cabeza
unas ideas disparatadas, atroces. Sabían que Theo se
estaba muriendo y ninguna de las dos quería decírselo.
Se subió al esquife y poco después salieron a toda
velocidad del puerto. Annie se volvió para no ver cómo
la costa se empequeñecía.
CAPÍTULO 20
—Mi marido está en el quirófano. —La palabra le
supo extraña al decirla, pero si no se identificaba como
familiar los médicos no hablarían con ella—. Theo
Harp.
La mujer tras el mostrador se concentró en la
pantalla del ordenador. Annie estrujó con la mano las
llaves del Honda Civic que Naomi tenía en el
continente, un coche mucho mejor que la cafetera que
conducía en la isla. La mujer alzó los ojos hacia ella.
—¿Cómo se deletrea el apellido?
—H, a, r, p.
—No tenemos a nadie ingresado con ese nombre.
—¡Sí lo tienen! —exclamó Annie—. Tuvo un
accidente grave. Ustedes llamaron. Está en el
quirófano.
—Permita que lo compruebe. —La mujer
descolgó el teléfono y giró la silla.
Annie esperó con una creciente sensación de
temor. A lo mejor ya no aparecía en los registros
informáticos porque ya...
—No nos consta, señora —confirmó la mujer tras
colgar—. No está aquí.
Annie quiso chillarle, decirle que tendría que
aprender a leer. Pero buscó, nerviosa, el móvil.
—Voy a llamar a la policía.
—Buena idea —dijo la mujer amablemente.
Pero ni la policía local ni la estatal tenían noticia
alguna de un accidente en el que Theo estuviera
involucrado. La intensidad de su alivio le hizo saltar
las lágrimas hasta que poco a poco comprendió lo
sucedido.
No había habido ningún accidente. Theo no
estaba herido ni se estaba muriendo. Estaba dormido
en la habitación de algún hotel.
Lo llamó al móvil, pero le salió el buzón de voz.
Theo tenía la costumbre de apagarlo por la noche,
incluso en la cabaña, donde no había cobertura. Quien
se había puesto en contacto con Barbara lo había
hecho con la intención de lograr que Annie
abandonara la isla.
Jaycie.
Barbara le había dicho que le había costado
entender lo que le informaban por teléfono. Pues claro.
Pero no por problemas en la línea, sino porque Jaycie
no quería que Barbara le reconociera la voz. Porque
Jaycie pretendía que Annie se marchara de la isla antes
de finales de marzo para tener a Theo para ella sola.
Ya clareaba cuando Annie conducía de nuevo
hacia el muelle, donde la esperaba Naomi. Las calles
estaban vacías, las tiendas cerradas, los semáforos
parpadeaban en amarillo. Podría luchar, alegar
circunstancias atenuantes, pero Cynthia quería la
cabaña, Elliott era un testarudo hombre de negocios y
el acuerdo era inapelable. No había segundas
oportunidades. La cabaña volvería a manos de la
familia Harp, y lo que su madrastra quisiera hacer con
ella pasaría a ser problema de Theo. Su problema sería
volver a la ciudad y encontrar un sitio donde vivir.
Seguramente Theo, el salvador de mujeres necesitadas,
le ofrecería una habitación en Harp House, que ella
rechazaría. Daba igual lo difícil que fuera su situación,
no permitiría que la considerara otra mujer necesitada
de ser rescatada.
Ojalá hubiera llamado ella misma al hospital, pero
estaba tan asustada que no se le había ocurrido. Lo
único que quería ahora era castigar a Jaycie por el
daño que había hecho.
Cuando llegó al muelle, Naomi estaba sentada en
la popa del Ladyslipper tomando una taza de café.
Tenía el pelo corto levantado hacia un lado y parecía
tan cansada como Annie, que le contó resumidamente
la situación. Hasta entonces no había hablado con
nadie de la isla, ni siquiera con Barbara, de las
condiciones relativas a la propiedad de la cabaña, pero
como pronto serían del dominio público, ya no era
necesario guardar el secreto. Lo que no contó a
Naomi fue que Jaycie había sido la autora de la
llamada telefónica. Antes de comentarlo, tenía
intención de encargarse personalmente de Jaycie.

***

El Ladyslipper se acercó al puerto cuando las


embarcaciones de pesca se hacían a la mar para iniciar
la jornada. Barbara y su camioneta, aparcada cerca del
Range Rover de Theo, esperaban a Annie en el muelle,
Naomi había llamado desde el barco, y cuando
Barbara se acercó a Annie, la culpa le rezumaba por
todos los poros de su cuerpo de matrona.
—Lo siento. Tendría que haber hecho más
preguntas.
—No es culpa tuya —aseguró Annie,
desanimada—. Tendría que haber sido más
desconfiada.
Las repetidas disculpas de Barbara durante el
trayecto de vuelta a la cabaña solo sirvieron para hacer
sentir peor a Annie, que se alegró cuando el viaje llegó
a su fin. Aunque apenas había dormido, sabía que no
podría descansar hasta haberse encarado con Jaycie.
Vandalismo, intento de asesinato y ahora aquello.
Cualquier duda que pudiera haber tenido sobre
involucrar a la policía en el asunto había desaparecido.
Quería mirar a Jaycie a los ojos cuando le dijera que lo
sabía todo.
Tomó una taza de café y dio unos mordiscos a
una tostada. El arma seguía donde la había dejado la
noche anterior. No se imaginaba usándola, pero
tampoco iba a ser idiota, no después de haber visto a
Jaycie subir la escalera hacia su habitación la noche
anterior. Se la metió en el bolsillo del abrigo y salió de
la cabaña.
El viento no anunciaba el menor atisbo de
primavera. Mientras cruzaba la marisma, recordó la
casa de labranza de Theo, en el otro extremo de la isla.
El exuberante prado resguardado. La vista lejana del
mar. La paz que la rodeaba.
La cocina estaba vacía. Sin quitarse el abrigo, se
dirigió hacia las dependencias del ama de llaves. Había
estado todo aquel tiempo intentando saldar la deuda
que tenía con Jaycie sin saber que la había saldado por
completo la primera vez que Jaycie había allanado la
cabaña.
La puerta del ama de llaves estaba cerrada. Annie
la abrió sin llamar. Jaycie estaba sentada junto a la
ventana en la vieja mecedora, con Livia acurrucada en
su regazo y apoyada en el pecho de su madre. No
pareció molestarla que Annie entrara de aquella forma.
—Livia se lastimó el pulgar con la puerta —
explicó con la mejilla apoyada en la cabeza de su hija—
. Nos estamos haciendo unos mimos. ¿Estás mejor,
cielo?
A Annie se le hizo un nudo en el estómago. Con
independencia de lo que hubiese hecho, Jaycie quería
a su hija, y Livia a su madre. Si entregaba a Jaycie a
la policía...
Livia olvidó su pulgar lastimado y levantó la
cabeza para ver si Scamp estaba escondida a la espalda
de Annie. Jaycie acarició el cabello de la pequeña.
—No soporto que se haga daño.
Con Livia en la habitación, el peso del arma que
Annie llevaba en el bolsillo parecía más obsceno que
prudente.
—Livia, tu mamá y yo tenemos que hablar de
cosas de mayores —comentó—. ¿Podrías dibujarme
algo? ¿Quizá la playa?
La niña asintió, abandonó el regazo de su madre y
se dirigió hacia la mesita donde tenía los lápices de
colores.
—¿Pasa algo? —preguntó Jaycie con el ceño
fruncido.
—Hablaremos en la cocina. —Annie tuvo que
volverse cuando Jaycie tendió la mano hacia las
muletas.
El paso irregular de la falsa convaleciente siguió a
Annie pasillo abajo. Pensó en cómo históricamente los
hombres saldaban sus cuentas en sitios públicos: el
campo del honor, el cuadrilátero de boxeo y el campo
de batalla. Pero las disputas de las mujeres solían tener
lugar en sitios domésticos, como aquella cocina.
Esperó hasta que Jaycie hubo entrado tras ella y
se volvió para encararla.
—Dame eso —dijo, quitándole las muletas de las
manos con tanta brusquedad que Jaycie se habría
caído al suelo si no hubiera podido sostenerse en los
dos pies.
—¿Qué mosca te ha picado? —siseó Jaycie,
alarmada. Pasaron varios segundos antes de que
recordara que debía apoyarse en la pared para
conservar el equilibrio—. Las necesito.
—No las necesitabas ayer por la noche —repuso
Annie cansinamente.
Jaycie pareció desconcertada. Estupendo. A
Annie le convenía tenerla aturdida. Dejó caer las
muletas al suelo y las apartó a un lado con el pie.
—Me mentiste.
Al ver como palidecía, Annie sintió que por fin
empezaba a verla a través del invisible velo tras el que
vivía.
—No... no quería que te enteraras —adujo Jaycie.
—Evidentemente.
Jaycie se apartó de la pared y dio unos pasos con
una cojera apenas perceptible.
—Por eso te marchaste ayer de aquí —comentó
Jaycie, cogiéndose al respaldo de una silla con tanta
fuerza que los nudillos le blanquearon.
—Te vi subir la escalera. ¿Qué ibas a hacer?
—Iba a... —Se aferró con más fuerza a la silla,
como si necesitara apoyarse en algo—. No voy a
decírtelo.
—Me has engañado —la acusó Annie, impulsada
por el dolor—. Y de la peor manera posible.
La tristeza ensombreció los rasgos de Jaycie, que
se dejó caer en la silla.
—Estaba desesperada. Ya sé que eso no es excusa,
pero quería decirte que el pie me había mejorado.
Pero... Trata de entenderlo. Estaba tan sola...
El miedo a perder a Theo había endurecido a
Annie de alguna forma.
—Es una pena que Theo no se ofreciera a hacerte
compañía.
En lugar de hostilidad, Jaycie mostró una
aceptación resignada.
—Eso no pasará. Soy más bonita que tú y
durante un tiempo quise creer que con eso bastaría. —
Jaycie no se estaba jactando, sino exponiendo simples
hechos—. Pero no soy interesante como tú. No tengo
tu educación. Tú siempre sabes qué decirle; yo, nunca.
Tú le plantas cara, y yo no puedo. Lo sé muy bien.
Annie no se había esperado tanta franqueza, pero
eso no hizo que se sintiera menos traicionada.
—¿Por qué subías anoche a mi habitación?
—No quiero parecer más débil de lo que soy —
dijo Jaycie con la cabeza gacha.
—No es la palabra que yo usaría.
—No soporto estar sola de noche en esta casa —
explicó Jaycie mirándose las manos—. Theo estaba en
la torre, pero ahora... Soy incapaz de conciliar el
sueño si antes no recorro todas las habitaciones. Y aun
así, tengo que cerrar con llave la puerta de mi
habitación. Siento haberte mentido, pero si te hubiera
dicho la verdad... Si te hubiera dicho que se me estaba
curando el pie y que podía caminar sin muletas, que ya
no necesitaba tu ayuda, habrías dejado de venir. Estás
acostumbrada a tus amigas de la ciudad que saben de
libros y obras de teatro, y yo soy una simple isleña.
Ahora era Annie la que estaba aturdida. Todo lo
que Jaycie decía parecía verdad. Pero ¿y lo que no
estaba diciendo?
—Anoche me fui de la isla —soltó cruzando los
brazos—. Pero seguro que ya lo sabes.
—¿Te fuiste de la isla? —Fingió alarmarse, como
si acabara de enterarse—. Pero ¿puedes hacer eso? ¿Te
vio alguien? ¿Por qué te fuiste?
Un rastro de duda empezaba a abrirse paso entre
la rabia de Annie. Pero siempre había sido crédula
cuando se enfrentaba a mentirosos consumados.
—Tu llamada surtió efecto.
—¿Qué llamada? ¿De qué estás hablando, Annie?
—La llamada que recibió Barbara para informarle
de que Theo estaba en el hospital. Esa llamada.
—¿En el hospital? —Jaycie se levantó de un
brinco—. ¿Está bien? ¿Qué pasó?
—No dejes que te enrede —le advirtió Dilly —. No
seas ingenua.
—Pero... —intervino Scamp —. Creo que está
diciendo la verdad.
Jaycie tenía que ser la persona oculta tras aquellos
ataques. Le había mentido, tenía motivos para querer
su marcha, y conocía todas sus idas y venidas.
—¡Dímelo, Annie! —insistió Jaycie con una
firmeza y una exigencia tan inusuales en ella que dejó
más confundida a Annie.
—Barbara Rose recibió una llamada,
supuestamente del hospital...
Para ganar tiempo, Annie contó a Jaycie su viaje
al continente, lo que se había, mejor dicho, lo que no
se había encontrado allí. Le explicó los detalles fría y
objetivamente mientras observaba su reacción.
Cuando hubo terminado, Jaycie tenía lágrimas en
los ojos.
—¿Crees que yo hice esa llamada? —soltó—.
¿Crees que, después de todo lo que has hecho por mí,
yo te haría algo así?
—Estás enamorada de Theo —repuso Annie tras
armarse de valor.
—¡Theo es solo una fantasía! Soñar despierta con
él me impedía revivir todo lo que me pasó con Ned.
No era real. —Las lágrimas le resbalaban por las
mejillas—. No soy ciega. ¿Crees que no sé que sois
amantes? ¿Me duele? Sí. ¿Hay veces que te envidio?
Demasiadas. Lo haces todo tan bien, eres tan
competente... Pero esto no se te da nada bien. No
sabes juzgar a las personas. —Jaycie le dio la espalda y
se marchó de la cocina.
Annie se dejó caer en una silla con el estómago
revuelto. ¿Cómo se había equivocado tanto? O tal vez
no. Puede que Jaycie siguiera mintiéndole. Pero no lo
hacía. De eso estaba segura.

***

No podía quedarse en Harp House, de modo que


regresó a pie a la cabaña. Hannibal la recibió en la
puerta y la siguió hasta su cuarto, donde ella se
deshizo del arma. Lo levantó del suelo y se lo llevó al
sofá.
—Voy a echarte de menos, chico.
Le escocían los ojos debido a la falta de sueño y
tenía el estómago revuelto. Mientras acariciaba al gato
en busca de consuelo, echó un vistazo alrededor. No
le quedaba casi nada que llevarse cuando dejara la isla.
Los muebles eran de Theo y, sin cocina propia, no
necesitaba los cacharros de cocina de la cabaña. Quería
conservar algunos pañuelos de cuello y el manto rojo
de su madre, pero dejaría el resto de ropa de Mariah en
la isla. En cuanto a los recuerdos de Theo... Tendría
que encontrar la forma de dejarlos también atrás.
Parpadeó para intentar aliviar su dolor. Tras
acariciar una vez más a Hannibal bajo la barbilla, lo
dejó en el suelo y se acercó a los estantes, que solo
contenían algunas raídas novelas en rústica y su viejo
«libro de los sueños». Se sentía derrotada. Vacía.
Cuando tomó el álbum de recortes, se le cayó uno de
los carteles que había guardado, junto con unas fotos
de revistas en las que aparecían modelos con unos
peinados elegantes que, con la ilusión de la
adolescencia, había creído que podría hacerse ella.
El gato se le acurrucó en los tobillos. Hojeó las
páginas y encontró una crítica, escrita por ella misma,
de una obra en la que era la imaginaria protagonista.
¡Qué optimista era en su adolescencia!
Se agachó para recoger las demás cosas que se le
habían caído, incluidos dos sobres grandes en los que
guardaba diversos títulos que había obtenido. En uno
de ellos vio un trozo de papel de dibujo. Lo sacó y se
encontró con un dibujo a pluma que no recordaba
haber visto. Abrió el segundo sobre y vio que contenía
un dibujo a juego. Los llevó hacia la ventana delantera.
Cada uno de ellos estaba firmado en la esquina inferior
derecha. Parpadeó. «N. Garr.»
El corazón le dio un vuelco. Examinó con más
detenimiento las firmas, contempló los dibujos, miró
las firmas de nuevo. No había confusión posible.
Aquellos dibujos estaban firmados por Niven Garr.
Empezó a rebuscar en su memoria lo que sabía de
él. Se había distinguido como pintor posmoderno y
después, unos años antes de su muerte, se había
lanzado al fotorrealismo. Mariah siempre se había
mostrado muy crítica con su obra, lo que era raro
teniendo en cuenta que había encontrado tres libros
con fotografías de sus cuadros allí, en la cabaña.
Dejó los dibujos en la mesa mejor iluminada. Esos
dibujos debían de ser el legado del que Mariah le había
hablado. ¡Y menudo legado!
Se dejó caer en una de las sillas con respaldo de
barras verticales. ¿Cómo los habría conseguido Mariah
y por qué tanto misterio? Su madre nunca había
mencionado que lo conociera, y desde luego, no había
formado parte de su círculo social cuando todavía lo
tenía. Annie contempló los detalles. Los dibujos
estaban fechados con dos días de diferencia. Los dos
plasmaban detalladamente un desnudo femenino, pero
a pesar de lo marcadas que eran las líneas de tinta y la
precisión de las sombras, la intensa ternura de la
expresión de la mujer al mirar al artista confería un
aspecto etéreo a los dibujos. Aquella mujer se lo estaba
ofreciendo todo.
Annie comprendió perfectamente los sentimientos
de aquella mujer. Sabía muy bien cómo era sentir
aquella clase de amor. La modelo tenía las
extremidades largas, era atractiva pero no hermosa, y
tenía las facciones marcadas y un precioso cabello
lacio. Le recordó las viejas fotografías que había visto
de Mariah. Poseían la misma...
Se llevó la mano a la boca. Era Mariah. ¿Cómo no
la había reconocido al instante?
Porque nunca había visto así a su madre: delicada,
joven y vulnerable, sin ninguna dureza.
Hannibal le saltó al regazo. Annie estaba sentada
en silencio, con lágrimas en los ojos. Ojalá hubiera
conocido a su madre por aquel entonces. Ojalá... Se
fijó de nuevo en la fecha de los dibujos: el año, el mes.
Hizo cálculos.
Databan de siete meses antes de que ella naciera.
«Tu padre estaba casado. Fue una aventura. Nada
más. No sentía nada por él.»
Mentira. Aquellos dibujos representaban a una
mujer locamente enamorada del hombre que había
recreado su imagen. Un hombre que, según las fechas,
tenía que ser el padre de Annie.
Niven Garr.
Hundió los dedos en el pelaje de Hannibal.
Recordó las fotos que había visto de Garr. Un cabello
exageradamente rizado había sido su rasgo
característico; un cabello muy distinto del de Mariah y
muy parecido al de ella. Annie no había sido
concebida como consecuencia de una aventura, como
le había dicho su madre, y Niven Garr no estaba
casado por aquel entonces. Había contraído
matrimonio por única vez muchos años después, con
su compañero de toda la vida.
Todo se aclaró de golpe. Mariah había amado a
Niven Garr. La ternura evidente en el dibujo sugería
que él sentía lo mismo, pero no lo suficiente. Al final
había tenido que aceptar su realidad y dejar a Mariah
atrás.
Se preguntó si sabía que tenía una hija. ¿Su madre
le había ocultado la verdad por culpa del orgullo, o
quizá de la amargura? Mariah había menospreciado
siempre los dibujos de Annie, sus rizos y su timidez.
Le recordaban dolorosamente a él. La acritud de
Mariah respecto a la obra de Garr no guardaba
relación con su obra y sí con el hecho de que lo había
amado más de lo que él había sido capaz de amarla.
Hannibal se contorneó en sus brazos. Esos
hermosos dibujos de una mujer enamorada resolverían
todos sus problemas. Proporcionarían a Annie dinero
más que suficiente para saldar sus deudas varias veces.
Tendría tiempo y dinero para preparar la siguiente
etapa de su vida. Los dibujos le solucionarían todo.
Solo que nunca podría separarse de ellos.
El amor que irradiaba el rostro de Mariah, su
mano depositada protectoramente sobre el vientre,
reflejaban una enorme ternura. Esos dibujos eran el
auténtico legado de Annie. Eran una prueba concreta
de que había sido concebida con amor. Puede que su
madre quisiera que ella lo comprendiera.

***

Las últimas veinticuatro horas, Annie había


perdido mucho, pero también había encontrado su
herencia. La cabaña ya no le pertenecía, su situación
económica era tan calamitosa como siempre, y tenía
que encontrar un lugar donde vivir, pero había
descubierto una parte que le faltaba de sí misma.
También había traicionado a una amiga. No podía
quitarse de la cabeza la expresión afligida de Jaycie.
Tenía que volver y disculparse.
—¡Menuda estupidez! —dijo Peter—. Mira que eres
tonta.
Dejó de prestarle atención y, a pesar de que su
cuerpo ansiaba dormir, hizo el segundo viaje del día a
lo alto del acantilado. Mientras ascendía pensó en lo
que significaba ser la hija de Mariah y de Niven Garr.
Aunque, en el fondo, solo sabía ser ella misma.
Jaycie estaba en su habitación, sentada junto a la
ventana, contemplando el jardín lateral. La puerta
estaba abierta, pero Annie llamó igualmente.
—¿Puedo entrar?
Jaycie se encogió de hombros y Annie interpretó
que le daba permiso.
—Lo siento, Jaycie —dijo con las manos metidas
en los bolsillos del abrigo—. Lo siento de verdad. No
hay ninguna forma de borrar lo que dije, pero te ruego
que me perdones. No sé quién está detrás de lo que me
ha estado pasando, pero...
—¡Creía que éramos amigas! —exclamó Jaycie,
muy dolida.
—Lo somos.
—Tengo que ir a ver qué hace Livia. —Se levantó
y se marchó.
Annie no intentó detenerla. La herida que había
provocado en su relación era demasiado profunda para
que cicatrizara fácilmente. Regresó a la cocina con la
intención de quedarse allí hasta que Jaycie estuviera
preparada para hablar. Jaycie regresó enseguida pero
no le hizo caso. Sin mirarla siquiera, abrió la puerta
trasera.
—¡Livia! —llamó—. Livia, ¿dónde estás?
Annie estaba tan acostumbrada a ir a buscar a
Livia que se dirigió hacia la puerta, pero Jaycie ya
había salido.
—¡Livia Christine! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
—Iré a la parte delantera —sugirió Annie, que la
había seguido.
—No te molestes. Ya lo haré yo.
Sin hacerle caso, Annie comprobó el porche
delantero. Livia no estaba allí. Regresó junto a Jaycie.
—¿Estás segura de que no está dentro? A lo mejor
se ha escondido en algún lugar de la casa.
La preocupación de Jaycie por su hija eclipsó
temporalmente lo enojada que estaba con Annie.
—Iré a ver.
La puerta de la cuadra estaba bien cerrada. Como
no la encontró en el bosque que se extendía tras la
glorieta, volvió a rodear la casa hasta la parte
delantera. El porche seguía vacío, pero al observar la
playa vio una salpicadura rosa entre las rocas. Corrió
hacia los escalones. Livia permanecía muy alejada de
la orilla del agua, pero no tendría que haber bajado sola
hasta allí.
—¡Livia!
La niña alzó la mirada. Llevaba la chaqueta rosa
desabrochada y el cabello suelto le enmarcaba la cara.
—No te muevas —le ordenó mientras se acercaba
a ella—. ¡La encontré! —gritó, sin saber si Jaycie podía
oírla.
Livia lucía una expresión terca. Sostenía un papel
de dibujo en una mano y unos lápices de colores en la
otra. Annie le había pedido antes que dibujara la
playa. Al parecer, la pequeña de cuatro años había
decidido hacerlo in situ.
—Oh, Liv... No puedes bajar aquí sola. —
Recordó las historias que había oído sobre olas
descomunales que arrastraban a hombres adultos al
mar—. Vamos a buscar a tu mamá. No estará contenta
contigo.
Al ir a coger la mano de la niña, vio que alguien se
dirigía presuroso hacia la playa desde la cabaña,
alguien alto, esbelto, ancho de espaldas, con el viento
agitándole el cabello moreno. El corazón se le salía del
pecho rebosando el amor que sentía por Theo, pero
estaba decidida a no mostrarle sus sentimientos. Sabía
que él le tenía cariño, y también que no la amaba. Pero
ella lo amaba lo suficiente como para preferir que su
sentimiento no se convirtiera en una culpa más que
cargar. Por una vez en su vida, una mujer iba a
cuidarse del bienestar de Theo en lugar de que fuera al
revés.
—¡Sorpresa! —dijo cuando Theo llegó a su lado.
—Ni se te ocurra hacerte la graciosa conmigo —
soltó arqueando una ceja, enfadado—. Me he enterado
de lo que pasó. ¿Estás loca? ¿Cómo se te ocurrió irte
así?
«Fue cosa del amor», pensó, y se obligó a relajar la
mandíbula.
—Era de noche y estaba medio dormida. Creía
que estabas herido. Perdón por preocuparme.
—Aunque me hubiera estado muriendo, lo último
que tenías que hacer era marcharte de la isla —
comentó sin prestar atención a su pulla.
—Somos amigos, idiota. ¿Me estás diciendo que si
creyeras que yo había tenido un accidente horrible, no
habrías hecho lo mismo?
—¡No si implicara perder mi única vivienda!
Pamplinas. Habría hecho exactamente lo mismo
por cualquiera de sus amigos. Él era así.
—Márchate —pidió Annie—. No quiero hablar
contigo. —«Prefiero besarte. Abofetearte. Hacer el
amor contigo», pensó. Sobre todo, quería salvarlo de sí
mismo.
—Este invierno solo tenías que hacer una cosa
muy sencilla: Quedarte aquí. Pero ¿podías hacer una
cosa tan sencilla? Pues no —se quejó Theo levantando
las manos.
—Deja de gritarme.
No estaba gritando, como indicó de inmediato.
Pero había levantado la voz, así que ella hizo lo
mismo.
—Me importa un comino la cabaña —mintió—.
El mejor día de mi vida será el día que me vaya de
aquí.
—¿Y dónde piensas ir exactamente?
—¡A la ciudad, donde me corresponde estar!
—¿Haciendo qué?
—¡Haciendo lo que hago!
Siguieron así unos minutos, alzando cada vez más
la voz hasta agotarse.
—Maldita sea, Annie. Me preocupo por ti.
Por fin se había calmado, y ella no pudo evitar
tocarlo. Le puso la mano en el pecho y sintió los
latidos de su corazón.
—Tú eres así. Deja de hacerlo.
Él le rodeó los hombros con un brazo y se
volvieron hacia los escalones.
—Tengo algo que...
Annie vio un papel blanco revoloteando por las
rocas. Livia ya no estaba.
—¡Liv!
No obtuvo respuesta.
—¡Livia! —Corrió instintivamente hacia la orilla,
pero desde donde estaba la habría visto si la niña se
hubiera acercado al agua.
—¿La encontraste? —Jaycie apareció en lo alto
del acantilado. Iba sin abrigo y su voz rozaba la
histeria—. No está en la casa. La he buscado por todas
partes.
Theo se dirigió hacia el desprendimiento de rocas
que había taponado la cueva, pero Annie tardó un
momento en ver lo que él había visto: un trozo de tela
rosa atrapada entre las rocas. Annie se le acercó
corriendo. La entrada de la cueva había quedado
tapada hacía años, pero había un hueco, un espacio lo
bastante ancho para un niño. Y había cuatro lápices de
colores cerca.
—¡Trae una linterna! —gritó Theo a Jaycie—.
¡Creo que se ha metido en la cueva!
Faltaban pocas horas para que la marea subiera,
pero era imposible saber hasta dónde llegaba el agua
rebalsada dentro. Annie se agachó delante de Theo y
se inclinó hacia el hueco.
—Livia, ¿estás ahí?
Oyó el eco de su propia voz y el ruido del agua
golpeando las paredes de la cueva, pero nada más.
—¡Livia! Tienes que contestarme para que sepa
que estás bien, cielo. —¿Creía realmente que podía
pedir a una niña muda que hablara?
—Liv, soy Theo —dijo este, apartando a Annie—.
He encontrado unas valvas estupendas para la casita
de hadas, pero necesitaré ayuda para construir los
muebles. ¿Podrías salir para ayudarme?
Miró a Annie mientras esperaban. No oyeron
nada. Annie volvió a intentarlo:
—Si estás ahí, ¿podrías hacer algún ruido? ¿O tirar
una piedra para que la oigamos? Así sabremos que
estás dentro.
Aguzaron el oído. Unos segundos después, lo
oyeron. El suave chapoteo de una piedra al caer en el
agua.
Theo empezó a tirar frenéticamente de las rocas,
sin amilanarse por el hecho de que hasta las más
pequeñas eran demasiado grandes para que pudiera
moverlas un solo hombre. Jaycie bajaba corriendo los
escalones con una linterna en la mano, todavía sin
abrigo. Theo se detuvo un momento para contemplar
cómo ella avanzaba hacia ellos sin las muletas. Como
no era algo que debiera explicarle Annie, se puso de
nuevo manos a la obra.
—Está ahí dentro. —Annie se apartó para que
Jaycie se arrodillara delante del hueco de la entrada.
—¡Livia, soy mamá! —Iluminó el interior con la
linterna—. ¿Ves la luz?
Solo respondieron las olas.
—Livia, tienes que salir. ¡Ahora mismo! No me
enfadaré, te lo prometo. —Se volvió hacia Annie—.
Podría ahogarse ahí dentro.
Theo recogió un tronco arrastrado por el mar. Lo
metió debajo de la roca más alta para hacer palanca,
pero vaciló.
—Será mejor que no lo intente —dijo—. Si muevo
las rocas, puede que cierre todavía más la entrada.
Jaycie estaba pálida. Sujetaba el trozo de tela rosa
del abrigo de su hija.
—¿Por qué se metió ahí?
—No lo sé —respondió Annie—. Le gusta
explorar. A lo mejor...
—¡Le da miedo la oscuridad! ¿Por qué haría algo
así?
Annie no tenía respuesta.
—¡Livia! —gritó Jaycie—. ¡Sal ahora mismo!
Theo había empezado a cavar la arena bajo las
rocas.
—Entraré a buscarla, pero tenemos que ensanchar
la entrada —dijo.
—Eres demasiado grande —repuso Jaycie—.
Llevará demasiado tiempo.
La punta de una ola saltó por encima de las rocas
y les salpicó los pies. Al ver que parte de la arena
retirada por Theo volvía a su sitio, Jaycie intentó
apartarlo.
—Entraré yo.
—No cabrás. —Theo la detuvo—. Hay que quitar
más arena.
Tenía razón. Aunque había ensanchado el hueco,
el agua no dejaba de devolver la arena a su sitio, y
Jaycie tenía caderas anchas.
—Tengo que hacerlo —objetó Jaycie—. Ahora
mismo podría estar...
—Lo haré yo —intervino Annie—. Déjame pasar.
Apartó a Jaycie sin saber si cabría en el hueco,
pero era quien tenía más probabilidades de los tres.
—Es demasiado peligroso —le dijo Theo
mirándola a los ojos. En lugar de discutir, le dirigió su
sonrisa más engreída.
—Apártate, hombre. Estaré bien.
Theo sabía tan bien como ella que era la única de
los tres que podía hacerlo, pero eso no rebajaba la
oposición que se reflejaba en sus ojos.
—Ten cuidado, ¿me oyes? —soltó vehemente—.
¡Ni se te ocurra hacer una tontería!
—No tengo intención de hacerla. —Se quitó el
abrigo y se lo dio a Jaycie—. Póntelo.
Examinó el estrecho hueco, se quitó la sudadera y
la dejó a un lado, de modo que se quedó solo con los
vaqueros y una camisola naranja. El frío le erizó la
piel. Theo cavó furiosamente para hacer más espacio
mientras ella, agazapada, hacía una mueca al salpicarla
el agua helada.
—Liv, soy Annie. Voy a entrar contigo. —Soltó
un grito ahogado al tumbarse en la fría arena. Cuando
introdujo los pies en la abertura, imaginó que se
quedaba encallada en la entrada como Pooh en el tarro
de miel.
—Ve despacio. —La voz de Theo era
inusualmente tensa—. Despacio. —Hizo todo lo
posible por ayudarla, pero al mismo tiempo Annie
detectó una resistencia casi imperceptible, como si no
quisiera dejarla ir—. Cuidado. Ten cuidado.
Fue una palabra que repitió muchas veces
mientras ella pasaba las piernas por la grieta y giraba
el cuerpo para que las caderas se le amoldaran más o
menos a la abertura. Otra ola la salpicó. Theo cambió
de sitio para intentar protegerla.
Las zapatillas deportivas de Annie se hundieron
en el agua estancada en la cueva, y de nuevo tuvo
miedo de la profundidad del agua. Las caderas se le
encallaron en las rocas.
—No podrás entrar —comentó Theo—. Sal.
Cavaré más.
Sin prestarle atención, metió el vientre. Con la
mitad superior del cuerpo todavía fuera, se impulsó
con fuerza.
—¡Para, Annie!
No paró. Se mordió el labio inferior y afianzó los
pies en la arena. Con un giro de los hombros, logró
entrar del todo.

***

Theo tuvo la sensación de que él desapareció con


ella. Le dio la linterna por el hueco, convencido de que
tendría que haber entrado él. Era el mejor nadador de
los tres, aunque rogaba que dentro el agua no fuera tan
profunda como para que eso fuera determinante.
Jaycie emitía sonidos de impotencia mientras él
seguía cavando. El salvador tenía que ser él, no Annie.
Procuró no pensar en cómo se desarrollaría esa escena
si él la estuviera escribiendo, pero visualizaba las
espeluznantes imágenes como si fueran una película. Si
se tratara de la escena de uno de sus libros, el sádico
Quentin Pierce estaría dentro de esa cueva esperando a
que Annie, desprevenida, se convirtiera en su siguiente
víctima. Nunca escribía descripciones detalladas de las
brutales muertes de sus personajes femeninos, pero
daba pistas suficientes para que los lectores los
dedujeran por sí mismos. Y eso era lo que él estaba
haciendo ahora mentalmente con Annie.
El motivo de que se hubiera decantado por
escribir novelas de terror le resultó irónico. Con sus
relatos truculentos sobre mentes retorcidas había
conseguido cierta sensación de control. En sus libros,
podía castigar el mal y asegurarse de que se hiciera algo
de justicia. En la ficción, por lo menos, podía imponer
el orden en un mundo peligroso, caótico.
Mentalmente envió a Diggity Swift a ayudarla.
Diggity, que era lo bastante pequeño como para
meterse por aquel hueco y tenía recursos suficientes
para salvar a Annie. Diggity, el personaje al que había
matado hacía dos semanas.
Cavó más, y más deprisa, sin hacer caso de los
rasguños en las manos.
—Ten cuidado, por amor de Dios —decía a
Annie.
En el interior de la cueva, ella oía las palabras de
Theo, pero se había sumido en su vieja pesadilla.
Encendió la linterna. La erosión había provocado que
el nivel del agua fuera más alto que antes en la parte
delantera de la cueva, de modo que ya le cubría hasta
las pantorrillas. El miedo le oprimió la garganta.
—¿Liv? —llamó.
Recorrió las paredes con el haz de luz y después
iluminó el agua. No vio ninguna chaqueta rosa,
ninguna niña de cabellos lacios flotando boca abajo.
Pero eso no significaba necesariamente que no
estuviera allí...
—Livia, cielo... —se atragantó con las palabras—,
haz ruido para que sepa dónde estás.
En las paredes de granito solo resonó el chapoteo
del agua. Se adentró más, suponiendo que Livia estaría
agachada en algún rincón.
—Livia, por favor... Haz ruido para que te oiga.
Cualquier clase de ruido.
El silencio le retumbó en los oídos.
—Tu mamá está fuera de la cueva esperándote. —
La linterna captó el saliente del fondo que tan bien
recordaba. Casi creyó ver en él una caja de cartón
empapada. El agua le salpicó los muslos. ¿Por qué no
le contestaba Livia? Quiso gritar de frustración.
—Déjame a mí —le susurró entonces una voz.
Apagó la linterna.
—¡Enciéndela! —exclamó Scamp con voz
temblorosa—. Si no la enciendes enseguida, chillaré y eso
será muy desagradable. Te lo demostraré...
—¡No me lo demuestres, Scamp! —Annie no
quiso pensar en la posibilidad de que estuviera
interpretando un numerito de ventriloquia para una
niña que podía haberse ahogado y a—. La he apagado
para ahorrar pilas.
—Ahorra otra cosa —soltó Scamp —. Como cajas de
palomitas o lápices rojos. Liv y yo queremos la linterna
encendida, ¿verdad, Liv?
Oyó un sollozo tenue y entrecortado. Sintió un
alivio tan intenso que apenas pudo impostar la voz de
Scamp.
—¿Lo ves? ¡Livia está de acuerdo conmigo! No hagas
caso de Annie, Livia. No tiene un buen día. Vuelve a
encender la luz, anda.
Annie encendió la linterna y avanzó por el agua,
buscando desesperadamente con los ojos cualquier
movimiento.
—No estoy de humor, Scamp —dijo—. Después
no me eches la culpa si se agotan las pilas.
—Liv y yo saldremos de aquí mucho antes de que se
agoten tus estúpidas pilas —replicó Scamp.
—No debes decir «estúpidas» —lo regañó Annie,
con voz todavía temblorosa—. Es de mala educación,
¿verdad, Livia?
No obtuvo respuesta.
—Perdón —dijo Scamp —. Solo soy mal educada
porque tengo miedo. ¿A que tú me entiendes, Livia?
Le llegó otro gimoteo apagado desde el fondo de
la cueva. Annie movió el haz hacia la derecha y
recorrió un estrecho saliente que sobresalía por encima
del agua y rodeaba una enorme roca. ¿Habría gateado
Livia por allí?
—Aquí está muy oscuro —se quejó el muñeco—. Lo
que significa que tengo mucho miedo, así que cantaré una
canción para sentirme mejor. La titularé «En una cueva
oscura». Compuesta por mí, Scamp.
Annie avanzó por el agua, que le llegaba hasta los
muslos, mientras Scamp se ponía a cantar.
Estaba en una cueva oscura, en un saliente.
Escondida.
Queriendo salir, salir, salir.
Tenía tanto frío que se le empezaban a entumecer
las piernas.
Cuando vino una araña y se sentó conmigo
y exclamó: «¡Ay, caray!
¿Qué hace una araña como yo en una cueva oscura
como esta?»
Rodeó una roca que sobresalía y vislumbró,
aliviada, un contorno rosa acurrucado en el saliente.
Quiso lanzarse hacia ella para aferrarla, pero se agachó
para que no la viera y apuntó el agua con la linterna.
—Annie —dijo Scamp —, todavía tengo miedo.
Quiero ver a Livia ahora mismo. Livia me hará sentir mejor.
—Ya lo sé, Scamp, pero... no la encuentro por
ninguna parte.
—¡Tienes que encontrarla! ¡Tengo que hablar con un
niño, no con una persona mayor! ¡Necesito a Livia! —
Scamp estaba cada vez más alterada—. Es amiga mía, y
los amigos se ayudan entre sí cuando tienen miedo —afirmó,
y se echó a llorar con unos patéticos sollozos—. ¿Por
qué no me dice dónde está?
Una ola golpeó a Annie en los muslos, y del techo
de la cueva le cayeron unas gotas heladas en la espalda.
Scamp empezó a llorar más fuerte, con sollozos
más pronunciados. Hasta que se oyeron dos palabras
suaves y tiernas:
—Estoy aquí.

CAPÍTULO 21
Annie nunca había oído nada tan hermoso como
aquellas palabras tenues y titubeantes: «Estoy aquí.»
No podía estropear aquello...
—Livia —susurró Scamp —. ¿De verdad eres tú?
—Sí.
—Creía que estaba sola, con Annie nada más.
—Yo también estoy aquí. —La voz recién hallada
de Livia sonaba áspera por falta de uso.
—Eso me hace sentir mejor —comentó Scamp,
sorbiéndose la nariz—. ¿Tienes miedo?
—Sí.
—Yo también. Me alegra no ser la única.
—No lo eres. —No pronunciaba bien la r, le salía
como una especie de d; una sustitución de sonidos tan
encantadora que Annie notó una opresión en el pecho.
—¿Quieres quedarte aquí más rato o estás preparada
para salir?
—No lo sé —dijo Livia tras una larga pausa.
Annie dominó su aprensión y se obligó a esperar.
Pasaron unos segundos eternos.
—¿Scamp? —llamó la niña por fin—. ¿Sigues ahí?
—Estoy pensando. Y creo que tienes que hablarlo con
una persona mayor. ¿Te parece bien si envío a Annie a
buscarte?
Annie esperó, temerosa de haberla presionado
demasiado. Pero Livia respondió en voz baja:
—Vale.
—¡Annie! —llamó Scamp —. Ven, por favor. Livia
tiene que hablar contigo. Livia, tengo mucho frío. Me voy a
tomar chocolate caliente. Y pepinillos en vinagre. Nos vemos
después.
Annie rodeó la roca, rezando para que su
aparición no volviera muda otra vez a Livia. La niña
tenía las rodillas dobladas y se rodeaba las piernas con
los brazos. Tenía la cabeza gacha, de modo que el
cabello le ocultaba la cara.
A pesar de que no sabía si Jaycie podía oír que
Livia estaba a salvo, Annie se abstuvo de gritárselo por
miedo a que la pequeña volviera a ensimismarse.
—Hola, ratoncito.
Livia alzó por fin la cabeza.
¿Qué habría inducido a una niña que temía la
oscuridad a meterse allí? Solo algo muy traumático.
Pero cuando Annie la había encontrado en la playa,
estaba más malhumorada que traumatizada. Algo
tenía que haber ocurrido después, pero aparte de la
llegada de Theo...
Y entonces lo entendió.
Aunque le castañeteaban los dientes y el saliente
era demasiado estrecho para estar cómoda, se subió
para instalarse lo mejor que pudo en él y rodear a Livia
con un brazo. La pequeña olía a humedad salobre,
sudor infantil y champú.
—¿Sabías que Scamp está enfadada conmigo? —
preguntó Annie. Livia sacudió la cabeza.
Annie esperó, sin prestar atención a la roca
puntiaguda que se le clavaba en el hombro. Mantuvo a
la niña cerca de ella, pero sin darle más explicaciones.
Finalmente, notó cómo la pequeña movía la boca
contra su brazo.
—¿Qué has hecho?
¡Qué alegría oír aquella vocecita!
—Scamp me dijo que entraste aquí porque nos
oíste discutir a Theo y a mí. Por eso está enojada
conmigo. Porque discutimos delante de ti, y las
discusiones entre personas mayores te dan miedo.
La cabecita de Livia asintió de modo casi
imperceptible en su hombro.
—Es por cómo tu papá solía lastimar a tu mamá y
por cómo murió él. —Trató de hablar con la mayor
naturalidad.
—Me dio miedo —admitió la niña con un sollozo
desgarrador.
—Ya. A mí también me lo habría dado. Scamp me
dijo que tendría que haberte explicado que el hecho de
que los mayores discutan no significa que vaya a pasar
nada malo. Como cuando Theo y yo discutimos. Nos
gusta discutir. Pero nunca nos lastimaríamos.
Livia ladeó la cabeza para mirarla, asimilando lo
que acababa de decirle.
Annie podría habérsela llevado a cuestas de la
cueva, pero titubeó. ¿Qué más podría decir para
deshacer el daño que le había hecho? Le acarició la
mejilla con el pulgar.
—A veces la gente discute. Tanto los niños como
los mayores. Por ejemplo, hoy tu mamá y yo
discutimos. Fue culpa mía y voy a decirle que lo
siento.
—¿Mamá y tú? —se sorprendió Livia.
—Yo estaba equivocada en algo. Pero verás,
Livia, si te asustas cada vez que oyes discutir a alguien,
te vas a asustar muchas veces. Y nadie quiere que te
sientas así.
—Pero Theo gritaba mucho.
—Y yo también. Estaba muy enojada con él.
—Podrías dispararle con una pistola —soltó Livia,
intentando aclarar una situación demasiado
complicada para ella.
—Oh, no. Yo nunca haría eso. —Annie intentó
encontrar otra forma. Vaciló un instante—. ¿Puedo
contarte un secreto blindado?
—Sí.
—Amo a Theo —susurró con la mejilla apoyada
en la cabeza de la niña—. Y nunca podría amar a
alguien que quisiera lastimarme. Pero eso no significa
que no pueda enfadarme con él.
—¿Amas a Theo?
—Es mi secreto blindado, ¿recuerdas?
—Sí. —El dulce sonido de la respiración de la
niña llegaba a los oídos de Annie. Entonces, Livia se
contoneó y añadió—: ¿Puedo contarte un secreto
blindado?
—Claro —respondió Annie, y se preparó.
—No me gustó la canción de Scamp —dijo Livia,
mirándola con la cabeza levantada. Annie soltó una
carcajada y le besó la frente.
—No se lo diremos —prometió.

***

La feliz reunión entre madre e hija habría hecho


saltar las lágrimas a Annie si no hubiera tenido tanto
frío. Theo la llevó hasta una pequeña franja de sol y le
examinó las heridas. Estaba de pie delante de él,
vestida solo con la camisola naranja y las bragas
blancas; los calcetines de lana mojados le formaban
vistosos pliegues en los tobillos. Después de haber
pasado a Livia por el hueco de la entrada para que la
recogiera Theo, había visto que los vaqueros
empapados abultaban tanto que le impedían salir, y
había tenido que quitárselos.
Theo le revisó el largo rasguño que le bajaba por
el abdomen y se sumaba a sus demás cortes y
magulladuras. Le rodeaba las nalgas con la mano
derecha para impedirle apartarse, aunque ella no tenía
intención de hacerlo.
—Tienes cortes por todas partes. —Se quitó la
parka y la envolvió en ella—. Te juro que he
envejecido diez años desde que entraste ahí dentro —
aseguró, y la estrechó entre sus brazos, donde Annie
estuvo encantada de permanecer.
La gratitud hizo que Jaycie olvidara lo enojada
que estaba con Annie, y finalmente apartó los ojos de
su hija para decir:
—Nunca podré agradecértelo lo bastante.
Annie intentó en vano controlar el castañeteo de
sus dientes.
—Puede que no quieras hacerlo... cuando sepas
por qué Livia... entró en la cueva —replicó. Abandonó
la comodidad del pecho de Theo y se acercó unos
pasos a Jaycie y Livia.
—Ya hablarás con Jaycie después —le aconsejó
Theo—. Ahora mismo tienes que entrar en calor.
—Lo haré en un minuto. —Jaycie estaba sentada
en una roca con Livia en su regazo, envueltas ambas
en el abrigo de Annie—. Liv, tengo miedo de contarlo
mal, así que será mejor que se lo expliques tú misma a
tu mamá —pidió a la niña.
Como todavía no había oído hablar a su hija,
Jaycie se quedó perpleja. La pequeña hundió la cabeza
en el pecho de su madre.
—No pasa nada —aseguró Annie—. Puedes
decírselo.
Pero ¿lo haría? Ahora que habían dejado la cueva
atrás, ¿habría perdido Livia la necesidad de hablar?
Annie se tapó mejor con la parka y aguardó, esperó,
rogó... Las palabras que finalmente pronunció la
pequeña sonaron apagadas contra el pecho de su
madre:
—Tenía miedo.
Jaycie soltó un grito ahogado. Levantó la carita de
su hija con las manos y la miró a los ojos, asombrada.
—Liv... —alcanzó a decir.
—Porque Annie y Theo se estaban peleando —
explicó Livia—. Me asusté.
No por susurrarlo, el improperio que soltó Theo
fue menos sentido.
—Dios mío... —Jaycie abrazó de nuevo a su hija
con todas sus fuerzas.
Las lágrimas de alegría que llenaron los ojos de
Jaycie llevaron a Annie a sospechar que no había
asimilado lo dicho por su hija, sino solamente el
milagro de oírle la voz. Aquel momento tan emotivo
era el indicado para acabar con el secreto con que
Jaycie había rodeado la herida del pasado y limpiarla.
La forma en que Theo le rozaba protectoramente
la espalda la armó de valor para proseguir.
—Puede que no lo sepas, Jaycie, pero oír discutir
a los mayores recuerda a Livia lo que pasó entre su
padre y tú.
La alegría de Jaycie se desvaneció. A pesar de su
mueca de dolor, Annie siguió adelante.
—Cuando nos oyó discutir a Theo ya mí, tuvo
miedo de que yo fuera a dispararle y se escondió en la
cueva.
—Livia, Annie nunca haría eso —aseguró Theo
categóricamente.
Jaycie deslizó una mano sobre la oreja de su hija,
tapándosela. Su boca fruncida reflejaba que la gratitud
que había sentido hacia Annie estaba desapareciendo.
—No tenemos que hablar de eso.
—Livia necesita hablarlo —afirmó Annie con
ternura.
—Escucha a Annie —pidió Theo en un acto de fe
encomiable—. Sabe de estas cosas.
La niña sacudió la cabeza; fue un gesto instintivo.
Theo estrechó los hombros de Annie por detrás. Su
ánimo lo significaba todo para ella.
—Livia, Scamp y yo hemos estado hablando
sobre lo mucho que su padre la asustaba —explicó
Annie—, y sobre cómo le disparaste, aunque fue sin
querer. —El frío le había entumecido el cerebro de tal
modo que olvidó cualquier precaución—. Puede que
Livia hasta se alegrara un poco de que dispararas a su
padre. Sé que Scamp se alegra. Y Livia también tiene
que hablar de eso contigo.
—¿Scamp? —se sorprendió Jaycie.
—Scamp es también una niña, por lo que entiende
ciertas cosas de Livia que a veces se nos escapan a los
mayores.
Jaycie estaba más atónita que enfadada.
Escudriñó el rostro de su hija, intentando entender, en
vano. Su impotencia recordó a Annie que la herida de
la madre era tan profunda como la de la hija.
A falta de psicoterapeuta, tendría que bastar una
actriz fracasada con formación en talleres de teatro
sobre la conducta humana. Apoyó ligeramente la
espalda en el pecho de Theo, no para apoyarse en él,
sino simplemente para alentarse.
—A Scamp le gustaría comprender algunas cosas
—dijo—. Tal vez podría sentarse mañana con las dos
para hablar todas juntas sobre lo que sucedió. —
Annie recordó que sus «mañanas» en Peregrine Island
eran contados.
—¡Sí, quiero ver a Scamp ! —Livia mostró todo el
entusiasmo que le faltaba a su madre.
—Excelente idea —corroboró Theo—. Creo que
ahora todos tendríamos que entrar en calor.
Livia, que se había recuperado más deprisa que los
adultos, se levantó del regazo de su madre.
—¿Me enseñarás las valvas que encontraste para
mi casita de hadas? —preguntó a Theo.
—Sí. Pero primero tengo que cuidar de Annie. —
Señaló lo alto del acantilado con la cabeza—. ¿Quieres
que te lleve?
Livia terminó a horcajadas sobre sus hombros y
subieron los escalones del acantilado.
***

En cuanto Annie y Theo estuvieron de vuelta en


la cabaña, él llenó la bañera que ya no le pertenecía y
la dejó sola. Tenía diversos cortes y rasguños y se
metió en el agua con una mueca. Cuando salió del
baño envuelta en el albornoz y ya recuperada, Theo se
había puesto ropa seca: unos vaqueros con una raja en
una rodilla y una camiseta negra de manga larga que
había dejado de usar porque Jaycie se la había
encogido al lavársela, de modo que le marcaba los
músculos del pecho de una forma que a él no le
gustaba y a Annie la complacía sobremanera. Le curó
los cortes con movimientos impersonales. En el lapso
de un día habían cambiado muchas cosas. Había
perdido la cabaña y acusado a una mujer inocente de
intentar hacerle daño, había descubierto sus orígenes y
ayudado a rescatar a una niña. Y, por encima de todo,
había admitido lo mucho que amaba a aquel hombre
que no podía ser suyo.
Mientras él preparaba emparedados calientes de
queso para ambos, echando un trozo de mantequilla
en la sartén caliente, ella, con una especie de péndulo
mental, empezó a contar el tiempo que le quedaba
junto a él.
—He llamado a Elliott —le informó Theo—. En
cuanto me enteré de que te habían engañado para que
abandonaras la isla.
—Déjame que adivine —repuso Annie mientras
se abrochaba mejor el cinturón del albornoz—.
Cynthia ya lo sabía, gracias a Lisa McKinley, y
estaban tomando unos cócteles para celebrarlo.
—Aciertas en una cosa y te equivocas en la otra.
Lisa había llamado, pero no lo estaban celebrando.
—¿De veras? Me sorprende que Cynthia no
estuviera diseñando ya los planos para convertir la
cabaña en una réplica de Stonehenge.
—Quería hacerle cambiar de parecer. Hacer todo
lo posible para que puedas quedarte la cabaña todo el
tiempo que quisieras. Pero resultó que Elliott había
introducido una modificación de la que ninguno de
nosotros tenía conocimiento.
—¿Qué clase de modificación?
—La cabaña no vuelve a manos de la familia. —
Dejó los emparedados para mirarla—. Pasa a formar
parte de la Fundación del Patrimonio de Peregrine
Island.
—No lo entiendo. —Lo contempló como una
idiota.
—En pocas palabras —explicó Theo, que se
volvió y echó los emparedados en la mantequilla
chisporroteante con una fuerza innecesaria—, has
perdido la cabaña, y lo siento más de lo que imaginas.
—Pero ¿por qué lo cambió?
—No me dio los detalles porque Cynthia estaba
con él, pero no estaba exactamente contento con lo
que hizo en Harp House. Supongo que quería
asegurarse de que la cabaña se quedara como estaba y,
en lugar de enfrentarse con ella, fue a ver a su abogado
a sus espaldas e hizo el cambio.
—Mariah no me lo mencionó. —La cabeza le
daba vueltas.
—No lo sabía. Al parecer solo lo sabían los
miembros del patronato de la fundación.
El ruido de un coche que se acercaba los
interrumpió. Él le pasó la espátula.
—Vigílame esto —pidió.
Mientras Theo iba a abrir la puerta, ella trató de
reunir todas las piezas, pero una voz desconocida de
hombre en la entrada interrumpió sus pensamientos.
Unos momentos después, Theo asomó la cabeza en la
cocina.
—Tengo que irme —anunció—. Otra urgencia.
No tendrías que preocuparte ya por los intrusos, pero
cierra con llave de todos modos.
Cuando Theo se hubo marchado, Annie se sentó
a la mesa con un emparedado. Theo había utilizado
un buen cheddar con un toque de la mostaza que a
ella le gustaba, pero estaba demasiado cansada para
comer. Necesitaba dormir.
A la mañana siguiente, tenía la cabeza más
despejada que nunca. Cogió el Suburban de Jaycie y
fue al pueblo. Las sucias camionetas estacionadas
delante de la casa de Barbara Rose indicaban que el
grupo de labor de punto de los lunes por la mañana
estaba reunido. La noche anterior, antes de conseguir
dormirse, Annie había tenido tiempo para pensar, y
entró en la casa sin llamar a la puerta.
El salón estaba atiborrado de muebles tapizados
y cachivaches. De las paredes colgaban óleos de
barcos de pintores aficionados y boyas, junto con
platos de porcelana floreados. En todas las superficies
había fotos familiares: Lisa soplando velas por su
cumpleaños, Lisa y su hermano abriendo regalos de
Navidad. Y otras mostraban con orgullo los nietos de
los Rose.
Barbara dominaba la habitación desde una
mecedora con toques dorados. Judy y Louise Nelson
estaban sentadas en el sofá, y Naomi, que a aquella
hora tendría que estar embarcada, en el sillón. Marie,
tan avinagrada como siempre, ocupaba una butaca sin
brazos delante de Tildy, que había cambiado su
habitual atuendo a la moda por unos pantalones de
chándal. Ninguna de ellas tejía.
Barbara se levantó tan deprisa que la mecedora
golpeó la pared, lo que hizo vibrar un decorado plato
de porcelana.
—¡Annie! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! Supongo
que te has enterado de lo de Phyllis Bakely.
—No, no me he enterado de nada.
—Anoche tuvo un ictus —intervino Tildy —. Su
marido Ben la llevó al continente y Theo los
acompañó.
Eso explicaba por qué Theo no había vuelto a la
cabaña. Pero Annie no había ido al pueblo a buscarlo.
Se quedó mirando a las mujeres, tomándose su
tiempo, y finalmente hizo la pregunta que había ido a
hacer:
—¿Cuál de vosotras me disparó?
CAPÍTULO 22
Una ahogada exclamación colectiva recorrió el
grupo de labor de punto. Louise se inclinó hacia
delante, como si debido a su edad no hubiera oído
bien. Judy soltó un gemido angustiado, Barbara se
quedó rígida, Naomi apretó las mandíbulas y Tildy se
retorció las manos en el regazo. Marie fue la que se
recuperó más rápido.
—No tenemos ni idea de qué hablas —aseguró
con los labios fruncidos y los ojos entornados.
—¿De veras? —Annie avanzó por la habitación
sin importarle dejar sus pisadas en la alfombra—. Pues
no me lo creo.
Barbara cogió la bolsa para las labores que tenía
junto a la mecedora y volvió a sentarse.
—Será mejor que te vayas. Es evidente que estás
disgustada por todo lo sucedido, pero eso no es razón
para...
—Disgustada no es la palabra —la interrumpió
Annie.
—Desde luego, Annie... —Tildy resopló,
indignada.
Annie se volvió hacia Barbara, que estaba
buscando algo en su bolsa.
—Tú eres la patrona de la fundación —dijo a la
mujer mayor—. Pero el patronato tiene seis miembros
más. ¿Saben ellos lo que habéis hecho?
—No hemos hecho nada —aseguró Naomi con su
voz de patrona de barco.
—No puedes venir aquí y ponerte a hacer esta
clase de acusaciones —recalcó Marie, que se había
hecho también con su bolsa para las labores—. Tienes
que marcharte.
—Eso es lo que habéis querido desde el principio.
Lograr que me marchara. Y tú, Barbara, fingiendo ser
amiga mía, cuando lo único que querías era deshacerte
de mí.
—No fingí nada —replicó Barbara, moviendo las
agujas con mayor rapidez—. Me caes muy bien.
—Ya lo creo. —Annie se adentró más en el salón
para que comprendieran que no pensaba irse. Recorrió
el grupo con la mirada en busca del eslabón más débil,
y lo encontró—. ¿Qué tal tus nietos, Judy ? Después de
lo que has hecho, ¿cómo vas a mirar a la cara al bebé
que Theo ayudó a traer a este mundo?
—No le hagas caso, Judy —ordenó Tildy con un
deje de desesperación.
Annie se concentró en Judy Kester, con su
cabellera pelirroja, su temperamento alegre y su
carácter generoso.
—¿Y tus demás nietos? ¿De verdad crees que
nunca se enterarán de esto? Les servirás de ejemplo.
Aprenderán de ti que está bien hacer lo que sea para
conseguir lo que quieres, sin importar a quién lastimes.
Judy tenía predisposición a la jovialidad, no a la
confrontación. Ocultó la cara entre las manos y se
echó a llorar; las cruces de plata que le colgaban de las
orejas le rozaban las mejillas.
Annie fue vagamente consciente de que se abría la
puerta principal, pero no se detuvo.
—Eres una mujer religiosa, Judy. ¿Cómo concilias
tu fe con lo que me habéis hecho? —Y a continuación
se dirigió a todo el grupo—: ¿Cómo lo lográis todas?
—No sé qué piensas que hemos hecho... —
comentó Tildy toqueteándose el anillo de boda. Le
falló la voz—. Pero... te equivocas.
—Todos sabemos que no me equivoco. —Annie
notó que Theo estaba detrás de ella. No podía verlo,
pero sabía que era él quien había entrado.
—No puedes demostrar nada. —La actitud
desafiante de Marie sonó falsa.
—Cállate, Marie —espetó Judy con una
vehemencia impropia en ella—. Esto ha durado
mucho. Demasiado.
—Judy... —La voz de Naomi implicaba una
advertencia. Al mismo tiempo, se sujetó los codos con
las manos, como si le doliera algo.
Louise habló entonces por primera vez. A sus
ochenta y tres años, tenía la espalda encorvada debido
a la osteoporosis, pero todavía mantenía la cabeza muy
alta.
—Fue idea mía —admitió—. Solo mía. Yo lo hice
todo. Ellas intentan protegerme.
—¡Qué nobleza! —ironizó Annie.
Theo se situó a su lado. Iba desaliñado y sin
afeitar, pero se movía con una firmeza tan elegante que
captó la atención de todas.
—Usted no destrozó la cabaña, señorita Nelson
—dijo—. Y, perdóneme, pero no podría acertar a la
pared de un cobertizo.
—¡No rompimos nada! —exclamó Judy —.
Fuimos con mucho cuidado.
—¡Judy!
—¡Bueno, es verdad! —admitió Judy a la
defensiva.
Estaban derrotadas, y lo sabían. Annie podía
vérselo en la cara. La conciencia de Judy, y puede que
la suya propia, había podido con ellas. Naomi agachó
la cabeza, Barbara bajó las agujas de tejer, Louise se
hundió en el sofá y Tildy se tapó la boca con la mano.
Solo Marie se mostraba desafiante, aunque no fuera a
servirle de nada.
—Y la verdad siempre sale a la luz —dijo Annie—
. ¿De quién fue la idea de ahorcar a mi muñeco? —La
imagen de Crumpet colgando del techo todavía la
perseguía. Muñeco o no, Crumpet formaba parte de
ella.
Judy dirigió una mirada a Tildy, que se frotó la
mejilla y explicó débilmente:
—Lo vi en una película. Tu muñeco no sufrió
ningún daño.
—Bien. Ahora una pregunta más importante:
¿cuál de vosotras me disparó?
Como ninguna respondió, Theo dirigió una fría
mirada a la mujer de la mecedora.
—¿Por qué no contestas, Barbara?
—Por supuesto que fui yo —afirmó ella
aferrándose a los brazos de la mecedora—. ¿Crees que
dejaría que alguien más corriera ese riesgo? —Miró a
Annie con expresión suplicante—. No corriste ningún
peligro. Soy una de las mejores tiradoras del nordeste.
He ganado medallas.
—Lástima que Annie no tuviera la tranquilidad de
saberlo —soltó Theo mordazmente.
—Sabíamos que lo que hacíamos no estaba bien.
Lo supimos desde el principio —aseguró Judy mientras
sacaba un pañuelo de papel del bolsillo. Marie aspiró
por la nariz como si creyera que lo que habían hecho
no fuera tan malo, pero Tildy se había sentado en el
borde de la silla.
—No podemos seguir perdiendo a nuestras
familias. A nuestros hijos y nietos.
—Yo no puedo perder a mi hijo. —Las manos
nudosas de Louise sujetaron con fuerza su bastón—.
Es lo único que tengo, y si Galeann le convence de
que se vayan...
—Sé que no puedes entenderlo —intervino
Naomi—, pero no se trata solo de nuestras familias.
Se trata del futuro de Peregrine Island y de si
podemos seguir sobreviviendo.
—Explícanoslo —dijo Theo, nada
impresionado—. Dinos exactamente por qué despojar
a Annie de la cabaña era tan importante como para
convertir a unas mujeres decentes en delincuentes.
—Porque necesitamos una nueva escuela —
respondió Annie. Theo masculló entre dientes.
Judy sollozó tapándose la nariz con un pañuelo
de papel arrugado, y Barbara desvió la mirada. La
patrona de barco tomó la iniciativa.
—No tenemos dinero para construir una escuela
nueva. Pero sin ella, vamos a perder a las demás
familias jóvenes. No podemos permitir que eso suceda.
—Las mujeres más jóvenes no estaban tan
inquietas antes de que se incendiara la escuela —
comentó Barbara, intentando tranquilizarse—. Esa
caravana es horrorosa. Lisa solo habla de irse.
—Y de llevarse a tus nietos con ella —apuntilló
Annie.
—Algún día sabrás lo que se siente cuando eso
sucede —comentó Marie, una vez perdida su
bravuconería. Los ojos de Barbara suplicaban
comprensión.
—Necesitamos la cabaña —dijo—. No hay
ningún sitio tan apropiado.
—No fue algo irreflexivo. —Tildy habló con una
mezcla de entusiasmo y desesperación que parecía
buscar la comprensión de Annie—. La cabaña es
especial por las vistas que tiene. Y los veranos
podríamos alquilarla fácilmente.
—En verano no hay suficientes pisos de alquiler
para satisfacer la demanda —explicó Naomi—. El
dinero del alquiler nos proporcionaría ingresos para
mantener la escuela durante el año.
—Y para conservar la carretera en buen estado de
modo que no cueste tanto llegar allí —añadió Louise.
El dinero del alquiler suponía unos ingresos que
Annie jamás podría haber tenido debido a que el
acuerdo que Mariah había firmado lo prohibía. No era
extraño que Elliott hubiera sido más indulgente con los
isleños que con su madre.
—Teníamos que hacerlo. Era por el bien común.
—Un tono de súplica había sustituido la actitud altiva
de Naomi.
—No fue por el bien de Annie, desde luego —
soltó Theo, y se puso una mano en la cadera con la
chaqueta abierta—. Como podéis imaginar, irá a la
policía.
—Os dije que esto pasaría —les recordó Judy tras
sonarse la nariz—. Siempre dije que acabaríamos en la
cárcel.
—Lo negaremos todo —aseguró Marie—. No hay
ninguna prueba.
—No nos entregues, Annie —rogó Tildy —. Sería
nuestra ruina. Podría perder mi tienda.
—Tendríais que haberlo pensado antes —replicó
Theo.
—Si esto se sabe... —se angustió Louise.
—Y se sabrá —sentenció Theo—. No tenéis
escapatoria. Lo sabéis, ¿no?
Marie tenía la espalda bien erguida, pero las
lágrimas se le acumulaban en las pestañas. Todas
estaban hundidas en sus asientos, tomándose de las
manos, llevándose pañuelos a la cara. Sabían que
habían perdido.
Barbara estaba envejeciendo a ojos vista.
—Te lo compensaremos. Por favor, Annie. No
nos denuncies. Lo arreglaremos. Lo dispondremos
todo de modo que te quedes con la cabaña.
Prométenos que no dirás nada.
—No os prometerá nada —soltó Theo.
La puerta se abrió de golpe y dos niñas pelirrojas
entraron corriendo. Tras cruzar como una exhalación
la habitación, se lanzaron a los brazos de su abuela.
—¡Abuelita, el señor Miller se puso malo y
vomitó! ¡Fue asqueroso!
—¡No encontró ningún sustituto! —metió baza la
menor—. Así que nos enviaron a casa, pero como
mamá fue a ver a Jaycie, hemos venido aquí.
Cuando Barbara estrechó a las niñas entre sus
brazos, Annie vio cómo las lágrimas le resbalaban por
las mejillas. Theo también se fijó. Frunció el ceño
mirando a Annie y le tomó un brazo.
—Vámonos.

***

El coche de Theo bloqueaba el Suburban en el


camino de entrada.
—¿Cómo lo descubriste? —preguntó él mientras
bajaban los peldaños delanteros.
—Adopté un punto de vista femenino. En cuanto
me comentaste lo de la modificación, supe que solo
podían ser ellas.
—Las tienes con el agua al cuello. Lo sabes,
¿verdad? Recuperarás la cabaña.
—Eso parece —suspiró Annie.
—No lo hagas, Annie —dijo Theo al notar su
falta de entusiasmo.
—¿Qué?
—Lo que estás pensando.
—¿Cómo sabes lo que estoy pensando?
—Te conozco. Estás pensando en ceder.
—No en ceder exactamente. —Se abrochó el
abrigo—. Más bien en pasar página. La isla... no es
buena para mí.
«Tú no eres bueno para mí. Lo quiero todo, todo
lo que tú no estás dispuesto a dar», pensó.
—La isla es excelente para ti —la contradijo
Theo—. No solo has sobrevivido a este invierno. Te ha
sentado de maravilla.
En cierto sentido, era verdad. Pensó en su «libro
de sueños» y en cómo, cuando llegó a la isla, tan
enferma y deshecha, lo había considerado un símbolo
del fracaso, un recordatorio tangible de todo lo que
había sido incapaz de conseguir. Pero su punto de
vista había ido cambiando inadvertidamente. Puede
que la carrera teatral que había imaginado jamás se
hubiera materializado, pero, gracias a ella, una niña
muda había recuperado la voz, y eso era algo.
—Acompáñame a la casa de labranza —pidió
Theo—. Quiero echar un vistazo al nuevo techo.
Ella recordó lo que había pasado la última vez
que habían visitado aquella casa, y no era de sus
muñecos la voz que oyó en su cabeza, sino la de su
instinto de supervivencia.
—Ha salido el sol —comentó—. Mejor demos un
paseo.
Theo no puso objeciones. Descendieron el camino
lleno de baches hasta la carretera. Los barcos del
puerto llevaban en el mar desde el alba, y las boyas
cabeceaban en el agua como juguetes en una bañera.
—¿Cómo está la mujer a la que ayudaste? —
preguntó Annie, que quería ganar tiempo.
—La llevamos al continente a tiempo. Le espera
algo de rehabilitación pero debería recuperarse. —La
grava crujía bajo sus pies cuando la tomó por el codo
para cruzar la carretera—. Antes de que me vaya, voy
a asegurarme de que los isleños empiecen a titularse
como auxiliares sanitarios. Es peligroso no tener
asistencia médica.
—Ya tendrían que haberlo hecho.
—Nadie quería aceptar la responsabilidad, pero si
unos cuantos reciben juntos la formación, se cubrirán
mutuamente las espaldas. —La cogió de la mano para
esquivar un bache y ella se separó en cuanto llegaron
al otro lado. Él se detuvo y se la quedó mirando con
cara de preocupación—. No lo entiendo. No me puedo
creer que estés pensando en ceder la cabaña y
marcharte.
¿Cómo podía conocerla tan bien? Nadie lo había
hecho nunca. Empezaría de nuevo a pasear perros, a
trabajar en el Coffee y a presentar nuevos espectáculos
de ventriloquia. Lo que no haría era ir a más castings.
Gracias a Livia, seguiría un nuevo rumbo que había
ido adquiriendo forma en su interior tan gradualmente
que apenas se había dado cuenta.
—No tengo ningún motivo para quedarme —
aseguró.
Un todoterreno al que le faltaba una puerta y
tenía el silenciador estropeado pasó a toda velocidad.
—Claro que lo tienes. La cabaña es tuya. Ahora
mismo, esas mujeres se están devanando los sesos para
encontrar la forma de devolvértela a cambio de tu
silencio. Nada ha cambiado.
Todo había cambiado. Estaba enamorada de él y
no podía seguir en la cabaña, donde lo vería todos los
días y haría el amor con él todas las noches.
Necesitaba arrancarse el vendaje. ¿Y adónde iría?
Ahora gozaba de buena salud y estaba lo bastante
fuerte como para encontrar alguna solución.
Empezaron a andar hacia el embarcadero.
Delante de ella, la bandera de Estados Unidos del
mástil que se alzaba entre los cobertizos para botes
ondeaba con la brisa matinal. Rodearon un montón de
nansas langosteras y subieron la rampa.
—Tengo que dejar de posponer lo inevitable.
Desde el principio, la cabaña fue solo un recurso
provisional. Ha llegado la hora de regresar a mi vida
real en Manhattan.
—Sigues sin blanca —señaló Theo—. ¿Dónde vas
a vivir?
Podría conseguir rápidamente dinero para pagar
un alquiler si vendía uno de los dibujos de Garr, pero
nunca haría eso. Lo que haría sería llamar a los
clientes cuyos perros paseaba. Siempre estaban
viajando. Ya había cuidado antes de alguna casa. Si
tenía suerte, alguno de ellos podría necesitar que
alguien cuidara de sus animales mientras estuviera
fuera. Si eso no funcionaba, seguramente su exjefe del
Coffee la dejaría dormir en el futón del almacén.
Estaba física y emocionalmente más fuerte que hacía
cinco semanas, y encontraría una solución.
—La tienda de segunda mano ya me está
enviando dinero —explicó a Theo—, por lo que no
estoy totalmente sin blanca. Y ahora gozo de buena
salud. Puedo volver a trabajar.
Siguieron una cadena que estaba unida a uno de
los amarraderos de granito. Theo se agachó para
recoger un guijarro.
—No quiero que te vayas —dijo.
—¿No? —repuso ella tranquilamente, como si
Theo no hubiera revelado nada importante, pero se le
tensaron los músculos, a la espera de lo que seguiría.
—Si tienes que dejar la cabaña mientras la mafia
de la isla deshace el entuerto, puedes quedarte en la
casa principal —sugirió antes de lanzar el guijarro al
agua—. Ocupa todo el espacio que quieras. Elliott y
Cynthia no volverán hasta agosto, y para entonces ya
habrás regresado donde quieres.
Estaba hablando Theo el protector, nada más, y
donde ella quería estar era en la ciudad, recuperando
su vida. La bandera del cobertizo se agitó con la brisa.
Entornó los ojos por el sol reflejado en el agua. Su
estancia en la isla aquel invierno le había servido para
regenerarse. Ahora que se veía a sí misma con más
claridad vio dónde había estado y dónde quería estar.
—En la ciudad todo es demasiado incierto para ti
—comentó Theo—. Deberías quedarte aquí.
—¿Para que puedas cuidar de mí? Va a ser que no.
—Tal como lo dices suena horroroso —se quejó
él, metiendo las manos en los bolsillos de la parka—.
Somos amigos. Puede que seas la mejor amiga que he
tenido en mi vida.
Ella casi hizo una mueca, pero no podía enojarse
con él por no amarla. No era posible. Si Theo lograba
volver a enamorarse alguna vez, no sería de ella. No
sería de alguien vinculado tan estrechamente con su
pasado.
Tenía que poner fin a aquello ya mismo.
—Somos amantes —dijo con la voz lo más firme
que pudo—. Y eso es más complicado que la amistad.
—No tiene por qué serlo —aseguró él, lanzando
otra piedra al agua.
—Nuestra relación ha tenido siempre fecha de
caducidad, y creo que ha llegado.
—Parece que seamos yogures —repuso Theo, más
molesto que desconsolado.
Annie tenía que hacerlo bien. Tenía que liberarse,
pero también evitar que él se sintiera, como solía,
culpable y responsable.
—Ni hablar —aseguró—. Eres guapísimo, rico y
listo. Y sexy. ¿Mencioné que eres rico?
Él no sonrió.
—Ya me conoces, Theo. Soy muy romántica. Si
me quedara aquí más tiempo, podría acabar
enamorándome de ti. —Se estremeció—. Piensa lo
horroroso que sería eso.
—No lo harás —dijo con sinceridad—. Me
conoces demasiado bien.
Como si lo que le había revelado de sí mismo
hiciera imposible amarlo.
Annie apretó los puños dentro de los bolsillos.
Cuando todo aquello hubiera terminado, estaría
destrozada, pero aún no. Podía hacerlo. Tenía que
hacerlo.
—Te hablaré con franqueza. Quiero formar una
familia. Lo que significa que si me quedo en la isla no
siendo necesario, si me sigo divirtiendo contigo, estoy
básicamente perdiendo el tiempo. Necesito ser más
disciplinada.
—Nunca lo habías mencionado. —Pareció
enojado, puede que dolido, pero no inconsolable.
—¿Por qué tendría que haberlo hecho? —preguntó
Annie, fingiendo estar desconcertada.
—Porque nos contamos las cosas.
—Es lo que estoy haciendo ahora. Contártelo. Y
no es demasiado complicado.
—Supongo que no —admitió Theo, encogiéndose
de hombros.
La opresión que Annie sentía en el pecho se
agudizó. Él encorvó los hombros contra el viento.
—Supongo que querer que te quedes es egoísta
por mi parte —comentó.
—Estoy cogiendo frío —dijo Annie, que ya había
cubierto el cupo de tristeza por un día—. Y tú has
estado levantado toda la noche. Tienes que dormir
unas horas.
Theo contempló el embarcadero y después la miró
a ella.
—Te agradezco lo que has hecho por mí este
invierno —dijo.
Su gratitud le abrió una herida más en el corazón.
Se volvió hacia el viento para que no oyera cómo le
temblaba la voz:
—Lo mismo digo, chico. —Enderezó la espalda—
. Tengo que orinar. Nos vemos después.
Lo dejó en el embarcadero, parpadeando para no
derramar ninguna lágrima. Había renunciado a ella
enseguida. Bueno, no era ninguna sorpresa. No era
hipócrita por naturaleza. Era un galán, y los
verdaderos galanes no fingían ofrecer lo que no estaban
dispuestos a dar.
Cruzó la carretera en dirección a su coche. Tenía
que irse de la isla. Aquel mismo día. En aquel instante.
Pero no podía. Necesitaba su Kia, y faltaban ocho días
para que llegara el transbordador de vehículos. Ocho
días, durante los cuales Theo podía presentarse en la
cabaña siempre que quisiera. Insoportable. Necesitaba
solucionarlo.
Mientras conducía de vuelta a la cabaña se dijo
que el corazón le seguiría latiendo tanto si quería como
si no. Como era sabido, el tiempo lo curaba todo, y
también lo haría en su caso. Se concentraría en el
futuro y se consolaría sabiendo que había hecho lo
correcto.
Pero, de momento, no encontraba consuelo por
ninguna parte.
CAPÍTULO 23
Para alivio de Annie, Livia no había vuelto a
sumirse en su mutismo, y le enseñó encantada una
tortuga que había hecho con plastilina.
—No sé qué decirle —le susurró Jaycie mientras
la niña estaba ocupada—. Soy su madre, pero no sé
cómo hablarle.
—Traeré a Scamp —dijo Annie.
Annie fue a buscar el muñeco, feliz de poder
aparcar un rato sus dolorosos pensamientos. Esperaba
que Scamp pudiera conducir la conversación que
Jaycie debía tener. Apoyó el muñeco en la mesa de la
cocina al otro lado de donde estaban madre e hija y se
dirigió a Jaycie.
—Tú debes de ser la bonita madre de Livia. Creo que no
nos han presentado. Me llamo Scamp, también conocida
como Genevieve Adelaide Josephine Brown.
—Esto... Hola —dijo Jaycie con cierta timidez.
—Te hablaré de mí. — Scamp pasó a exponer sus
logros, presentándose como una gran cantante, actriz,
pintora de brocha gorda y piloto de carreras—.
También sé atrapar luciérnagas y abrir muchísimo la boca.
Mientras hacía una demostración, Livia soltó una
risita y Jaycie empezó a relajarse. Scamp siguió
charlando hasta que, finalmente, se apartó los rizos de
hilo de la cara para decir:
—A mí, Scamp, me encantan los secretos blindados
porque me permiten hablar de cosas malas. Como las cosas
malas que os pasaron a ti, Livia, y a tu mamá. Pero... tu
mamá no sabe nada de los secretos blindados.
Como Annie preveía, la pequeña metió baza para
explicárselo a su madre.
—Un secreto blindado es cuando puedes contar
algo a alguien, y esa persona no puede enojarse
contigo.
Scamp se inclinó hacia Jaycie e hizo un aparte con
ella.
—A Livia y a mí nos gustaría que nos contaras un
secreto blindado. Queremos que nos hables de aquella noche
espantosa y horrorosa en que disparaste al padre de Livia y él
murió. Y como es un secreto blindado, nadie puede enfadarse.
Jaycie desvió la mirada.
—No pasa nada mamá. —Livia habló como si
fuera adulta—. Los secretos blindados no son
peligrosos.
Jaycie abrazó a su hija con los ojos llenos de
lágrimas.
—Oh, Liv... —Más calmada, empezó a hablar
sobre el alcoholismo de Ned Grayson, primero
vacilante, pero cada vez con mayor seguridad. Con
palabras que pudiera comprender una niña de cuatro
años, explicó cómo lo volvía violento.
La pequeña escuchaba embelesada. Su madre,
temerosa del efecto de sus palabras, no dejaba de
preguntarle si entendía lo que decía, pero Livia parecía
más intrigada que traumatizada. Para cuando hubieron
terminado, estaba en el regazo de su madre recibiendo
besos y pidiendo el almuerzo.
—Antes tienes que prometerme que seguiréis hablando
sobre esto siempre que lo necesitéis —pidió Scamp —.
Prometedlo.
—Prometido —dijo Livia solemnemente.
Scamp acercó la cara a la de Jaycie, que se echó a
reír.
—Prometido —aseguró.
—¡Excelente! —exclamó Scamp —. Mi trabajo aquí
ha terminado.
Después de comer, cuando Livia quiso jugar con
su patinete en el porche delantero, Annie salió con
Jaycie y se sentaron en el peldaño superior.
—Tendría que haberlo hablado con ella desde el
principio —comentó Jaycie mientras el patinete rodaba
por las tablas del suelo y Livia se esforzaba por
conservar el equilibrio—. Pero era muy pequeña y creí
que lo olvidaría. ¡Qué idiota soy! Tú supiste enseguida
lo que necesitaba.
—No fue enseguida. Me he estado documentando
mucho. Y es más fácil ser objetivo cuando ves las cosas
desde fuera.
—Como sea, gracias.
—Soy yo quien tiene que dártelas —repuso
Annie—. Gracias a Livia, sé lo que quiero hacer con
mi vida. —Al ver que Jaycie ladeaba la cabeza, le
contó lo que todavía no había confiado a nadie—: Voy
a empezar a estudiar para ludoterapeuta1 y usar los
muñecos para ayudar a niños traumatizados.
—¡Annie, eso es maravilloso! Es perfecto para ti.
—¿Te parece? He hablado con ludoterapeutas por

1
La ludoterapia utiliza el juego como un medio de comunicación y
expresión entre el terapeuta y el paciente; ayuda al aniño a entender
de una mejor manera su comportamiento y resolver todos los
problemas que tenga para adaptarse.
teléfono, y me gusta. —Esa profesión le pegaba más
que ser actriz. Tendría que ponerse a estudiar de
nuevo, algo que no podría permitirse durante cierto
tiempo, pero tenía un buen historial académico y su
experiencia trabajando con niños podría servirle para
conseguir una beca. Si no, solicitaría un préstamo. De
una forma u otra, iba a lograrlo.
—Te admiro —dijo Jaycie con la mirada
absorta—. Me había ensimismado tanto como Livia.
Me compadecía, me hacía ilusiones con Theo en lugar
de seguir adelante con mi vida.
Annie la comprendía muy bien.
—Si no hubieras venido... —Jaycie sacudió la
cabeza, como para despejarla—. No estoy pensando
solo en Livia, sino en la forma en que has asumido el
control de tu vida. Quiero empezar de cero, y voy a
hacer algo al respecto.
Annie también sabía muy bien a qué se refería con
eso.
—¿Qué piensas hacer con la cabaña? —preguntó
Jaycie.
Annie no quería contarle lo que las abuelas le
habían hecho ni admitir que se había enamorado de
Theo.
—La dejo hoy mismo y me voy de la isla en el
transbordador de vehículos de la semana que viene —
anunció, y tras un leve titubeo añadió—: Las cosas con
Theo se han... complicado demasiado. He tenido que
cortar.
—Oh, Annie, lo siento. —Jaycie no se alegró,
sino que mostró una sincera preocupación. Hablaba en
serio al decir que Theo había sido una fantasía y no su
realidad —. Esperaba que no te marcharas tan pronto.
Voy a echarte mucho de menos.
—Y yo a ti —repuso Annie, que la abrazó
impulsivamente.
Su amiga escuchó estoicamente cómo Annie le
contaba que tenía que encontrar un sitio donde alojarse
hasta que llegara el transbordador.
—No puedo encontrarme con Theo cada dos por
tres en la cabaña. Necesito estar sola.
Tenía intención de comentar a Barbara que
necesitaba un alojamiento temporal. Podría pedir un
unicornio de oro y las abuelas se lo encontrarían.
Cualquier cosa con tal de comprar su silencio.
Pero resultó que no necesitó a Barbara. Con una
simple llamada telefónica, Jaycie le encontró donde
hospedarse.
***

La embarcación langostera de Les Childers, el


Lucky Charm, estaba temporalmente amarrada en el
muelle del almacén de pescado mientras su propietario
esperaba que llegara una pieza para el motor en el
mismo transbordador que llevaría a Annie de vuelta al
continente en una semana. A pesar de que Les cuidaba
bien del Lucky Charm, el barco seguía oliendo a cebo,
cordaje y combustible diésel. Pero le daba igual. Tenía
una pequeña cocina con un microondas e incluso una
pequeña ducha. El camarote era seco, una estufa lo
caldeaba un poco y, sobre todo, no tendría que ver a
Theo. Por si el día antes no había sido lo
suficientemente clara, le dejó una nota en la cabaña.

Querido Theo:
Me he trasladado unos días al pueblo para,
entre otras cosas, adaptarme a la deprimente
perspectiva (¡buaa!) de dejar de practicar un sexo
alucinante contigo. Estoy segura de que me
encontrarás si quieres, pero tengo cosas que hacer,
así que te pido que me dejes espacio. Sé bueno,
¿quieres? Ya me encargaré yo de las brujas de
Peregrine Island, de modo que mantente al margen.
A.

La nota tenía el tono despreocupado que ella


quería. Nada sensiblero, nada que lo hiciera sospechar
cuánto le había costado redactarla, y nada que le
indicara lo mucho que se había enamorado de él.
Podría acabar de dejarlo plantado por correo
electrónico desde la ciudad. «No te lo vas a creer, pero
he conocido a un hombre increíble.» Blablablá. Baja el
telón. Sin bis.
Entre su caos sentimental, el sonoro crujido de los
cabos en los amarres y el continuo balanceo de la
langostera, le costó conciliar el sueño. Ojalá hubiese
llevado sus muñecos al barco en lugar de haberlos
dejado con Jaycie en Harp House para que estuvieran
a buen recaudo. La habría reconfortado tenerlos cerca.
Las sábanas se le resbalaron de la litera durante la
noche y despertó tiritando al alba. Se levantó y se
calzó las zapatillas deportivas. Después de envolverse
en el manto de lana escarlata de Mariah, subió a la
timonera y salió a cubierta.
Unas cintas melocotón y lavanda rasgaban el
cielo por encima de las aguas gris perla del mar. Las
olas golpeaban el casco y el viento se apoderó de su
manto, intentando convertirlo en unas alas. En la
popa divisó algo que no estaba allí la noche anterior:
una cesta de pícnic de plástico amarillo. Se acercó a
examinarla apartándose el pelo de la cara.
Contenía zumo de naranja, dos huevos duros, un
trozo de tarta de café con canela todavía caliente y un
anticuado termo rojo. Sabía cuándo alguien quería
sobornarla. Las abuelas querían comprar su silencio
con comida.
Al desenroscar la tapa del termo, salió una nube
de vapor: café recién hecho, fuerte y delicioso. Beberlo
le hizo extrañar a Hannibal. Se había acostumbrado a
que el gato tratara de congraciarse con ella mientras
tomaba su café matutino. Se había acostumbrado a que
Theo...
«¡Basta!», se ordenó.
Permaneció en popa, contemplando cómo los
pescadores con sus atuendos naranjas y amarillos se
hacían a la mar para la faena del día. Las algas que
crecían en los pilones del muelle flotaban en el agua
como cabellos de sirena. Un par de patos nadaba hacia
el embarcadero. El cielo se iluminó y adquirió una
brillante tonalidad azul. Entonces, la isla hacia la que
tanto resentimiento había albergado se volvió hermosa.

***

El Lucky Charm estaba amarrado en el muelle del


almacén de pescado, pero Theo vio a Annie en el
extremo del embarcadero del ferry contemplando el
mar con su manto rojo, como la viuda de un capitán
esperando el regreso de su difunto marido. La había
dejado en paz todo el día anterior, lo que era tiempo
suficiente.
Podría haberse quedado en Harp House. O en la
cabaña, en realidad; las brujas de la isla no se habían
acercado a ella. Pero no. Debajo de tanta bondad,
Annie tenía algo de maldad. Podía disfrazarlo tanto
como quisiera, pero se había trasladado a la langostera
de Les Childers ¡para alejarse de él!
Bajó airado al embarcadero. Una parte excéntrica
de él disfrutaba con la rabia que sentía. Por primera
vez en su vida, podía estar muy cabreado con una
mujer sabiendo que ella no se vendría abajo hecha un
mar de lágrimas. Que las cosas entre ellos no fueran a
complicarse lo había aliviado, claro, pero eso había
sido una reacción instintiva, alejada de la realidad. Su
relación no había caducado, como había dicho ella.
Aquella clase de intimidad no se acababa sin más. Le
había dejado claro que lo suyo no era un romance
profundo, ¿a qué venía aquello entonces? Comprendía
que quisiera formar una familia, lo que le daría más
poder, pero ¿qué tenía que ver eso con ellos? Tarde o
temprano tendrían que quedarse vestidos, pero como
no iba a encontrar al padre de sus futuros hijos en
aquella isla, no tenía motivo para terminar su relación
entonces, no cuando significaba tanto para los dos.
O tal vez solo lo significara para él. Siempre había
sido cauto, pero eso se había terminado con Annie, de
quien nunca sabía qué demonios iba a decir o hacer,
solo que era una mujer fuerte, y que él no tenía que
vigilar qué decía ni fingir ser lo que no era. Cuando
estaba con ella, era como si... como si se hubiera
encontrado a sí mismo.
No llevaba gorro y tenía los rizos alborotados.
—¿Disfrutando de tu nuevo hogar? —refunfuñó.
Como no lo había oído acercarse, Annie se
sobresaltó. Estupendo. Entonces frunció el ceño, nada
contenta de verlo, y eso a él le dolió de una forma que
lo impulsó a devolverle el golpe.
—¿Qué tal la vida en una langostera? —dijo con
expresión de desdén—. Me imagino que comodísima.
—Las vistas son buenas.
Theo no se amilanó.
—Todos los isleños saben que estás viviendo en el
barco de Les —comentó—. Es como si estuvieras
entregando la cabaña a esas mujeres libre de cargas.
Seguro que están aplaudiendo con las orejas.
Ella levantó la nariz, airada.
—Si has venido aquí a gritarme, ya te puedes
marchar —soltó—. De hecho, si no has venido a
gritarme, también. Ya te dije que tenía cosas que
hacer, y no quiero que me distraigas con tu ridícula
guapura. —Hizo un gesto de desdén con la mano—.
¿Tienes siempre el aspecto de haber salido de la
cubierta de una novela?
Theo no entendió a qué se refería, solo que
parecía un insulto. Reprimió las ganas de acariciarle el
cabello enmarañado.
—¿Cómo te va la búsqueda del amor de tu vida?
—le preguntó con afectado desdén.
—No sé a qué te refieres.
Él tuvo el impulso de cogerla en volandas y
llevársela a la cabaña, donde debía estar. Donde ambos
debían estar.
—Es la razón por la que me dejaste, ¿recuerdas?
Para tener la libertad de encontrar a alguien con quien
casarte. Les Childers está soltero. Qué más da que
tenga setenta años. El barco es suyo. ¿Por qué no lo
llamas?
—Oh, Theo... —Annie suspiró como si solo fuera
irritante—. Deja de comportarte como un imbécil.
Se estaba comportando como un imbécil, pero no
podía evitarlo.
—Supongo que mi definición de amistad es
distinta a la tuya. En mi vida, los amigos no se
levantan un día y se olvidan de todo.
—Sí los amigos que cometen el error de acostarse
juntos —aseguró Annie, escondiendo las manos bajo el
manto. No había sido un error, al menos para él.
Enganchó el pulgar en el bolsillo de los vaqueros.
—Lo estás complicando demasiado —dijo.
Annie contempló el mar y luego se volvió hacia él.
—He intentado hacerlo con delicadeza... —
aseguró.
—¡Pues deja de hacerlo! Explícame por qué, sin el
menor aviso, decidiste marcharte. Quiero saberlo.
Adelante. Hazlo con rudeza.
Y lo hizo. De una forma que Theo tendría que
haber previsto. Diciendo la verdad.
—Theo, te deseo lo mejor, pero... necesito
enamorarme y no puedo hacerlo contigo.
«¿Por qué no, coño?», pensó. Y por un momento
creyó, horrorizada, que lo había dicho en voz alta.
Annie lo miró intensamente mientras le tocaba el
brazo.
—Tienes demasiado bagaje emocional —dijo con
una amabilidad que le hizo apretar los dientes. No
tendría que haberla obligado a decírselo. Tendría que
haberlo sabido... Lo sabía.
—Entendido —comentó, asintiendo con
brusquedad.
Era lo único que necesitaba oír. La verdad.
La dejó en el embarcadero. Cuando llegó a Harp
House, ensilló a Dancer y le exigió mucho. Después
pasó un rato en la cuadra almohazándolo,
cepillándolo, quitándole los abrojos y limpiándole los
cascos. Durante mucho tiempo había creído que tenía
el corazón congelado, pero Annie había cambiado eso.
Había sido su amante, su animadora y su psiquiatra.
Le había obligado a ver desde otro punto de vista su
incapacidad de hacer feliz a Kenley y a Regan, que se
había suicidado para liberarlo. De algún modo, Annie
había logrado traspasar los límites de su penumbra.
Con las manos aún en la cruz de Dancer, se quedó
pensando, reviviendo las últimas seis semanas. Su
ensueño se vio interrumpido por la voz de Livia.
—¡Theo!
Salió de la cuadra. Livia se separó de su madre y
corrió hacia él. Cuando la niña chocó contra sus
piernas, sintió una abrumadora necesidad de cargarla
en brazos y abrazarla. Y lo hizo.
Ella se negó. Le puso las manos en el pecho y lo
empujó para mirarlo.
—¡La casita de hadas no ha cambiado! —se quejó.
Por fin, un error que podía corregir.
—Porque antes tengo que mostrarte un tesoro.
—¿Un tesoro? —preguntó la pequeña.
Él lo dijo sin pensar, pero al instante supo cuál
sería:
—Joyas de la playa.
—¿Joyas? —Livia imprimió asombro en la
palabra.
—Quédate aquí —ordenó él, y se dirigió a su
antigua habitación.
Guardaba el gran frasco que contenía la colección
de cristales marinos de Regan en el fondo de su
vestidor, donde lo había metido hacía años porque,
como muchas cosas de la casa, le traía malos
recuerdos. Pero al sacarlo y llevarlo abajo, se animó
por primera vez en todo el día. A la dulce y generosa
Regan le habría encantado entregar sus preciadas
piedras de la playa a Livia. De una niña a otra.
Al descender la escalera que su hermana había
subido y bajado corriendo tantas veces al día, algo le
pasó rozando. Algo cálido, invisible. Se detuvo en seco
y cerró los ojos con el frío del frasco de vidrio en las
manos y la clara imagen de su hermana en la cabeza.
Regan sonriéndole. Una sonrisa que decía: «Sé
feliz.»
Jaycie dejó a Livia con Theo. Mientras añadían
los cristales marinos a la casita de hadas los dos
charlaban, aunque era básicamente la niña quien
llevaba la voz cantante. Daba la impresión de que
todas las palabras que había estado almacenando en la
mente necesitaban salirle a la vez. Le asombraba lo
observadora que era y lo mucho que entendía las
cosas.
—Yo te conté mi secreto blindado. —Puso el
último vidrio en el nuevo techo de musgo de la casa—.
Ahora te toca a ti.

***

Al anochecer, estaba de regreso en la torre: un


príncipe solitario que esperaba a que una princesa
subiera a lo alto de la torre y lo liberara. «Tienes
demasiado bagaje emocional.»
Intentó escribir pero acabó con la mirada puesta
al otro lado de la habitación pensando en Annie. No
quería seguir los retorcidos caminos mentales de
Quentin Pierce, y no podía seguir negando la realidad.
Los diablillos nómadas que avivaban su imaginación se
habían ido, llevándose su carrera profesional con ellos.
Cerró el archivo informático y se recostó en la
silla de su escritorio. Su mirada se posó en el dibujo
que había quitado a Annie. El estudioso chico con el
cabello revuelto y la nariz pecosa.
Colocó las manos sobre el teclado. Abrió un
nuevo archivo. Por un momento, se quedó quieto y
luego empezó a teclear. Las palabras, que llevaban
atrapadas en su interior demasiado tiempo, le fluían
con rapidez:
Diggity Swift vivía en un piso con vistas a Central
Park. Tenía alergias, de modo que si había demasiado
polen en el ambiente y se olvidaba el inhalador, empezaba
a resollar. Entonces Fran, que cuidaba de él mientras sus
padres trabajaban, se lo llevaba del parque. Ya se sentía
como un bicho raro. Era el niño más menudo de su clase.
¿Por qué tenía que tener también alergias?
Fran decía que era mejor ser listo que fuerte, pero
Diggity no creía que fuera cierto. Le parecía mejor ser
fuerte.
Un día después de que Fran le hiciera regresar a casa
cuando estaban en el parque, pasó algo extraño. Fue a su
habitación a jugar con su videojuego favorito y, al tocar el
control, una descarga eléctrica le subió por el brazo y le bajó
por el pecho hacia las piernas, y antes de que se diera
cuenta, todo se oscureció...

Theo escribió toda la noche.

***

Cada mañana, cuando Annie despertaba,


encontraba otra ofrenda incinerada en la cubierta de
popa del Lucky Charm. Las magdalenas, los huevos a
la cazuela y el müsli casero no estaban carbonizados,
pero, aun así, eran ofrendas quemadas porque
obedecían a la culpa, suplicaban su silencio y, en el
caso del zumo de naranja recién exprimido, indicaban
sacrificio.
No todo era comestible. Un día apareció una
botella de loción perfumada para las manos y otro,
una sudadera de Peregrine Island con la etiqueta del
precio de la tienda de regalos de Tildy todavía puesta.
De vez en cuando, alcanzaba a ver quien se lo ofrecía:
Naomi, que dejaba un plato de sopa de pescado;
Louise Nelson, con la loción perfumada. Hasta Marie
le llevó una bandejita con pastelillos de limón.
Gracias a una cobertura decente, había empezado
a ponerse en contacto con los clientes cuyos perros
había paseado. Habló con su exjefe del Coffee sobre la
posibilidad de recuperar su empleo y dormir en el sofá
de la trastienda hasta que empezara su primer trabajo
cuidando de una casa. Pero todavía tenía demasiadas
horas que llenar, y la angustiante tristeza que sentía no
remitía.
Theo estaba furioso con ella, y no había
regresado. El dolor de perderlo era como un buitre que
revoloteaba en círculos y se negaba a irse. Se recordó
que era un dolor que solo ella sentía.
Pensó mucho en Niven Garr, pero no podría
soportar un rechazo en aquel momento. Quería
localizar a su familia, pero esperaría hasta haberse ido
de la isla y haber dejado de sufrir tanto por Theo.
Un par de mujeres jóvenes se acercaron al barco,
curiosas por conocer los motivos que la habían llevado
a abandonar la cabaña, por lo que supo que la noticia
sobre el traspaso de la propiedad no se había filtrado.
Murmuró algo sobre necesitar estar cerca del pueblo y
parecieron satisfechas.
La cuarta mañana en el barco, Lisa subió a bordo
y le dio un abrazo. Como siempre había sido fría,
Annie no pudo imaginar a qué obedecía aquel
entusiasmo repentino, hasta que Lisa finalmente la
soltó.
—No puedo creer que hayas hecho hablar a Livia.
La vi hoy. Es un milagro.
—No fue únicamente cosa mía —comentó Annie,
con lo que solo logró que Lisa la abrazara de nuevo y
le dijera que le había cambiado la vida a Jaycie. Lisa
no fue su única visita. Estaba en el camarote lavando
ropa interior cuando oyó unos pasos en la cubierta.
—¿Annie?
Era Barbara. Tendió el sujetador mojado sobre el
extintor para que se secara, se puso el abrigo y salió a
cubierta.
Barbara estaba en la timonera con un trozo de pan
dulce envuelto en plástico. Llevaba aplastado el cabello
rubio, normalmente cardado, y lo único que quedaba
de su abundante maquillaje habitual era un toque de
carmín rojo que se le había corrido por las arrugas que
le rodeaban los labios. Dejó el pan junto al sónar.
—Han pasado seis días —dijo—. Ni tú ni Theo
habéis llamado a la policía. No se lo habéis contado a
nadie.
—Todavía —le recordó Annie.
—Estamos intentando arreglar lo que hicimos.
Quiero que lo sepas. —Fue más una súplica que una
afirmación.
—¡Bravo!
—Naomi y yo fuimos el jueves al continente a ver
a un abogado —explicó Barbara, jugueteando con un
botón de su abrigo—. Está redactando los documentos
para que la cabaña pase a ser tuya para siempre. —
Desvió los ojos hacia el almacén de pescado, incapaz
de seguir mirándola—. Solo te pedimos que no se lo
digas a nadie.
—No tenéis derecho a pedirme nada —espetó
Annie, que se obligó a mantenerse firme.
—Ya lo sé, pero... —Tenía los ojos enrojecidos—.
La mayoría de nosotras nació aquí. A lo largo de los
años hemos tenido alguna que otra riña y no todas
caemos bien a todo el mundo, pero... la gente nos
respeta. Eso es algo que no tiene precio.
—Pues estabais dispuestas a perderlo. Y ahora
queréis que Theo y yo guardemos silencio a cambio de
que yo pueda recuperar mi cabaña.
—No —dijo Barbara; el carmín rojo corrido le
confería un aspecto pálido—. La recuperarás de todos
modos. Solo os pedimos que...
—Nos portemos mejor que vosotras.
—Exacto. Mejor que nosotras —admitió Barbara,
encorvada de hombros.
Annie no podía seguir mostrándose tan dura.
Había tomado una decisión en cuanto las hijas
pelirrojas de Lisa habían entrado corriendo en el salón
de su abuela y se habían lanzado a sus brazos.
—Llama a vuestro abogado —ordenó—. La
cabaña es vuestra.
—No lo dirás en serio —soltó Barbara,
boquiabierta.
—Claro que sí. —No podía volver a la isla. Si se
quedaba la cabaña, sería solo por rencor—. La cabaña
pertenece a la isla. Yo no. Es vuestra. Libre de cargas.
Haced lo que queráis con ella.
—Pero...
Annie no quería oír nada más. Se cubrió mejor
con el abrigo y saltó al muelle.
Un hombre estaba raspando el casco de un barco.
Los pescadores llevaban sus embarcaciones a
Christmas Beach durante la marea alta, hacían sus
reparaciones y las devolvían al agua con el reflujo. La
vida se organizaba así en la isla, según las mareas y el
tiempo, según la pesca y los caprichos de la naturaleza.
Paseó por el pueblo, sintiéndose tan vacía y
desconectada como la solitaria nansa langostera que
colgaba de la cerrada tienda de regalos de Tildy.
El móvil le sonó en el bolsillo. Era el hombre de la
tienda de segunda mano. Se apoyó en un cartel viejo
que anunciaba sopa de pescado y bocadillos de
langosta para escucharlo, pero lo que le dijo era tan
incomprensible que se lo hizo repetir dos veces.
—Es verdad —aseguró el hombre—. Es una
cantidad de dinero escandalosa, pero el comprador es
un coleccionista, y la silla con forma de sirena es única.
—¡Y con razón! —exclamó—. Es horrorosa.
—Por suerte, la belleza está en los ojos de quien
mira.
Así, sin más, tenía dinero para saldar la mayoría
de sus deudas. Una sola llamada le había dado la
oportunidad de empezar de nuevo.

***

El transbordador de vehículos llegaría la tarde


siguiente, el cuadragésimo cuarto día de Annie en la
isla. Tenía que ir corriendo a Harp House por la
mañana a recoger las cosas que había dejado a Jaycie:
los muñecos, el resto de su ropa, los pañuelos de
cuello de Mariah. Tras siete noches durmiendo en la
embarcación langostera, estaba más que preparada
para vivir en tierra firme. Deseaba que tierra firme no
significara un sofá en la trastienda del Coffee, pero no
sería por mucho tiempo. Uno de los clientes cuyo
perro paseaba quería que cuidara de su casa mientras él
estaba en Europa.
Un aviso en el tablón de anuncios comunitario
informaba que esa noche se celebraría una reunión
municipal. Como seguramente se mencionaría el
asunto de la cabaña, quería asistir, siempre que Theo
no estuviera presente, de modo que esperó a que la
reunión hubiera empezado para entrar.
Lisa la vio y le señaló la silla vacía que había a su
lado. Los siete miembros del patronato de la isla
ocupaban la larga mesa montada al frente de la sala.
Barbara no tenía mejor aspecto que la última vez que
la había visto; seguía llevando el peinado aplastado e
iba sin maquillar. Las demás abuelas estaban
esparcidas por el recinto, algunas sentadas juntas, otras
con sus maridos. Ninguna miró a Annie a los ojos.
Se expusieron los distintos temas de la reunión: el
presupuesto, unas reparaciones del embarcadero,
cómo deshacerse de la creciente cantidad de
camionetas para desguace que había en la isla. Se
especuló sobre el calor inusual que había hecho ese día
y sobre la tormenta que seguramente lo seguiría. Nada
sobre la cabaña.
Cuando la reunión empezaba a tocar a su fin,
Barbara se levantó.
—Antes de que terminemos, tengo que daros una
noticia.
Sin el rímel y el colorete parecía más menuda. Se
apoyó en la mesa como si las piernas le flaquearan.
—Sé que a todos os gustará saberlo... —Carraspeó
antes de proseguir—. Annie Hewitt ha cedido
Moonraker Cottage a la isla.
Un murmullo recorrió la sala. Las sillas crujieron
cuando todos se volvieron para mirarla.
—¿Es eso cierto, Annie? —preguntó Lisa.
—No me lo habías dicho —dijo a Barbara su
marido desde la primera fila.
—Nosotros también acabamos de enterarnos,
Booker —replicó un miembro del patronato desde el
extremo opuesto de la mesa. Barbara aguardó a que el
alboroto remitiera.
—Gracias a la generosidad de Annie —explicó—,
podremos convertir la cabaña en nuestra nueva
escuela.
Se oyó de nuevo un murmullo, junto con algunos
aplausos y algún silbido. Un hombre al que Annie no
conocía le palmeó el hombro.
—En verano podremos alquilarla y sumar esos
ingresos al presupuesto escolar —añadió Barbara.
—Oh, Annie... —suspiró Lisa, tomando la mano
de Annie—. Esto lo va a cambiar todo para los niños.
—Queremos que nuestros residentes más jóvenes
sepan lo mucho que nos preocupamos por ellos —
afirmó Barbara, que, en lugar de tranquilizarse, daba
la impresión de encogerse—. Y lo que estamos
dispuestos a hacer para que permanezcan en la isla —
aseguró mirando a Lisa. Bajó entonces la vista hacia la
mesa, y Annie tuvo la inquietante sensación que iba a
echarse a llorar, pero cuando levantó la cabeza no
tenía lágrimas en los ojos. Hizo un gesto a alguien que
estaba en la sala. Lo repitió. Una a una, las abuelas
con las que había conspirado se levantaron y se
reunieron con ella.
Annie se movió incómoda en la silla.
—Hay algo que tenemos que contaros —dijo
Barbara con labios temblorosos.

CAPÍTULO 24
La inquietud de Annie fue en aumento. Barbara
dirigió una mirada de impotencia a las demás. Naomi
se pasó una mano por su corto cabello y se separó un
poco del resto.
—Annie no ha cedido la cabaña voluntariamente
—anunció—. Nosotras la obligamos a hacerlo. El
desconcierto se apoderó de los presentes.
—Nadie me ha obligado a hacer nada —replicó
Annie, levantándose—. Quería cederos la cabaña. ¿Y
ahora me equivoco o huele a café? Propongo que se
levante la sesión.
Como no era propietaria, no podía proponer que
se levantara nada, pero ya no tenía ganas de vengarse.
Las mujeres habían actuado mal, y estaban sufriendo
por ello. Pero no eran malas personas. Eran madres y
abuelas que en su empeño por conservar a sus familias
habían perdido la noción del bien y el mal. A pesar de
todos sus defectos, Annie les tenía afecto, y sabía
mejor que nadie la facilidad con que el amor podía
hacerle perder a uno el rumbo.
—Annie... —Barbara volvía a recuperar su
autoridad—. Es algo que todas estamos de acuerdo en
que tenemos que hacer.
—No —la contradijo Annie. Y repitió
intencionadamente—: No tenéis que hacerlo.
—Siéntate, Annie, por favor. —Barbara volvía a
estar al mando. Annie se hundió en su silla.
Después de que Barbara explicara sucintamente el
acuerdo legal entre Elliott Harp y Mariah, Tildy habló,
sujetándose la cazadora escarlata:
—Somos mujeres decentes, espero que lo sepáis.
Pensamos que si teníamos una nueva escuela, nuestros
pequeños dejarían de irse.
—Es una vergüenza que los niños vayan a clase en
una caravana —afirmó una mujer desde el fondo de la
sala.
—Nos convencimos de que el fin justificaba los
medios —intervino Naomi.
—Yo fui quien lo empezó todo —confesó Louise
Nelson, apoyada en el bastón mientras miraba a su
nuera, sentada en la primera fila—. Galeann, no te
importaba vivir aquí hasta que la escuela se incendió.
No podía soportar la idea de que Johnny y tú os
marcharais. He vivido en la isla toda mi vida, pero soy
lo bastante lista como para saber que no puedo
quedarme aquí sin tener familia cerca. —La edad le
había debilitado la voz, y la sala se quedó en
silencio—. Si os vais, tendré que trasladarme al
continente, pero quiero morir aquí. Eso hizo que
empezara a pensar en otras posibilidades.
Naomi se pasó la mano por el pelo otra vez, con
lo que se le quedó alborotado.
—Nos estamos adelantando a los
acontecimientos —dijo, y tomó la palabra para
exponer todo lo que habían hecho paso a paso, sin
soslayar ninguno. Describió cómo habían saboteado el
pedido de provisiones de Annie, cómo le habían puesto
patas arriba la cabaña. Todo.
Annie se hundió más en la silla. La estaban
presentando como heroína y víctima a la vez, y no
quería ser ninguna de las dos cosas.
—Nos aseguramos de no romper nada —
interrumpió Judy, sin derramar lágrimas pero con un
pañuelo en la mano.
Naomi detalló cómo habían colgado el muñeco de
una soga del techo, pintado el mensaje de advertencia
en la pared de la cabaña y, por último, disparado a
Annie.
—Eso lo hice yo —reconoció Barbara bajando los
ojos—. Fue lo peor, y fue cosa mía.
—¡Mamá! —exclamó Lisa, asombrada.
—A mí se me ocurrió decir a Annie que Theo
Harp había tenido un accidente para que se marchara
de la isla con Naomi —contó Marie tras fruncir los
labios—. Soy una mujer decente, y nunca me había
avergonzado tanto de mí misma. Espero que Dios me
perdone, porque yo no puedo perdonarme.
Había que reconocérselo: puede que Marie fuera
una amargada, pero tenía conciencia.
—Annie dedujo lo que habíamos hecho y se
encaró con nosotras —tomó la palabra Barbara—. Le
suplicamos que guardara silencio para que ninguno de
vosotros se enterara, pero no quiso prometernos nada.
—Irguió más la cabeza—. El domingo fui a verla y
volví a suplicarle que nos guardara el secreto. Podía
haberme echado con cajas destempladas, pero en
cambio dijo que la cabaña era nuestra, libre de cargas.
Que pertenecía a la isla, no a ella.
Annie se retorció en el asiento cuando más
personas se volvieron para mirarla.
—Al principio, nos sentimos simplemente
aliviadas —explicó Tildy —, pero cuanto más lo
hablábamos, más nos costaba mirarnos a los ojos, y
más avergonzadas estábamos.
—¿Cómo íbamos a miraros a la cara día tras día,
cómo íbamos a mirar a la cara de nuestros pequeños,
sabiendo lo que habíamos hecho? —preguntó Judy
tras sonarse la nariz.
—Sabíamos que esto iba a reconcomernos el resto
de nuestra vida si no lo confesábamos —admitió
Barbara con los hombros erguidos.
—La confesión es buena para el alma —afirmó
Marie con santurronería—. Y así lo decidimos.
—Lo hecho, hecho está —dijo Naomi—. Solo
podemos ser sinceras al respecto. Podéis juzgarnos.
Podéis odiarnos si queréis.
Como ya no podía más, Annie se levantó por
segunda vez.
—La única persona que tiene derecho a odiaros
soy yo, y no os odio, por lo que los demás tampoco
deberían hacerlo. Propongo que demos por terminada
la reunión ahora mismo.
—Secundo la moción —dijo Booker Rose,
pasando por alto que Annie no era propietaria. La
reunión se dio por finalizada.
Lo único que Annie quería era marcharse, pero la
rodearon muchas personas que querían hablar con ella,
darle las gracias y pedirle disculpas. Los isleños
ignoraron a las abuelas, pero Annie estaba segura de
que lo peor ya había pasado. A los isleños les costaría
asimilar lo que había pasado, pero eran gente dura que
admiraba la iniciativa aunque fuera desacertada. No
harían el vacío a las abuelas demasiado tiempo.
***

Cuando regresó al barco el mar se había


embravecido, y un rayo rasgó el horizonte. Iba a ser
una noche tormentosa, la réplica perfecta de la
inclemente noche en que había llegado. Mañana a
estas horas se habría ido. Rogaba que Theo no se
presentara para despedirse. Sería demasiado.
Una ola se paseó por la popa, pero no quiso
encerrarse todavía en el camarote. Quería ver
desplegarse la tormenta, absorber su violencia.
Encontró el equipo para el mal tiempo que había a
bordo. La chaqueta, demasiado grande, olía a cebo,
pero la protegía del agua hasta la mitad del muslo. Se
quedó en popa y contempló la violencia del aparato
eléctrico. La ciudad la aislaba de los ritmos cambiantes
de la naturaleza de un modo que la isla no podía hacer.
No bajó hasta que los rayos se acercaron.
El camarote se iluminaba y se oscurecía, y volvía
a iluminarse a medida que la tormenta atacaba la isla.
Cuando terminó de cepillarse los dientes, tenía náuseas
debido al balanceo del barco. Se echó en la litera sin
desvestirse, con las perneras de los vaqueros todavía
mojadas. Soportó el vaivén todo lo que pudo, pero
tenía el estómago cada vez más revuelto y sabía que
acabaría vomitando si permanecía más tiempo allí
abajo.
Se puso la mojada chaqueta naranja y subió
tambaleante a cubierta. La lluvia la azotó por el
extremo abierto de la timonera, pero no le importó,
quería respirar aire puro.
A pesar de que la embarcación se seguía
zarandeando, el estómago se le asentó. Poco a poco, la
tormenta empezó a alejarse y la lluvia amainó. Una
contraventana golpeaba el costado de una casa. Como
ya no podía mojarse más, salió a cubierta para ver si la
langostera había sufrido algún desperfecto. Habían
caído ramas, y un relámpago lejano reveló unos
huecos oscuros en el tejado del ayuntamiento, donde el
fuerte viento había arrancado algunas tejas. La
electricidad era cara, de modo que nadie dejaba
encendidas las luces del porche, pero algunas lo
estaban en aquel momento, por lo que supo que no era
la única persona despierta.
Al examinar la escena, se fijó en una extraña luz
que brillaba en el cielo. Procedía del nordeste, de la
zona donde aproximadamente se situaba la cabaña.
La luz empezó a parpadear como el fuego de una
hoguera. Pero no era ninguna hoguera. Era un
incendio.
Lo primero en que pensó fue en la cabaña.
Después de todo lo sucedido, le había caído un rayo.
No habría escuela nueva. Ni dinero del alquiler en
verano. Todo había sido para nada.
Volvió a entrar en el barco para buscar sus llaves.
Instantes después, corría muelle abajo hacia el almacén
de pescado, donde había aparcado el coche. La lluvia
habría convertido la carretera en un lodazal, y no sabía
lo lejos que podría llegar con su Kia, pero tenía que
intentarlo.
Había luz en más casas. Vio que la camioneta de
los Rose reculaba para salir de su casa y que Barbara
iba en el asiento del pasajero. Debía de conducirla
Booker. La camioneta no tendría ningún problema
para circular por la carretera, así que corrió hacia ella.
Dio una palmada en el lado del vehículo antes de
que se alejara. La camioneta se detuvo y Barbara, al
verla por la ventanilla, abrió la puerta y se apartó para
que pudiera subir. No le pidió explicaciones, por lo que
Annie supo que ellos también habían visto el fuego. La
chaqueta de Annie goteaba.
—Es la cabaña —dijo—. Lo sé.
—No puede ser —replicó Barbara—. No después
de todo lo que ha pasado. ¡Es que no puede ser!
—Calmaos —ordenó Booker, saliendo a la
carretera—. Es una zona muy boscosa y la cabaña
tiene poca altura. Lo más probable es que el rayo diera
en los árboles. Annie rogó que tuviera razón, pero en el
fondo no lo creía.
La camioneta se había quedado sin
amortiguadores hacía tiempo, y unos cables asomaban
por un agujero del salpicadero, pero circulaba por el
fango mucho mejor que el coche de Annie. Cuanto
más avanzaban, más fuerte era el brillo naranja en el
cielo. En el pueblo solo había un camión de bomberos,
un viejo coche bomba que, según le dijo Barbara, no
funcionaba. Booker tomó el carril que conducía a la
cabaña. Al llegar a un claro, distinguieron que el
incendio no era en la cabaña, sino en Harp House.
Annie pensó en Theo, y luego en Jaycie y Livia.
«Por favor, Señor, que no les pase nada», rogó
mentalmente.
Barbara se aferró al salpicadero. Una lluvia de
chispas surcó el cielo. Subieron el camino de entrada.
Booker aparcó la camioneta lejos del fuego. Annie se
apeó y echó a correr.
El incendio era voraz. Devoraba las tejas de
madera a dentelladas sin que sus fauces ardientes se
dieran por satisfechas. Los montones de periódicos y
revistas guardados en el desván habían sido la yesca
perfecta, y el tejado había desaparecido prácticamente,
de modo que ya podía verse la estructura de una
chimenea. Annie vio a Jaycie acurrucada cerca del
final del camino con Livia a su lado. Corrió hacia ellas.
—¡Ocurrió todo tan deprisa...! —exclamó
Jaycie—. Fue como si la casa explotara. No podía
abrir la puerta. Algo cayó y la obstruyó.
—¿Dónde está Theo? —preguntó Annie,
angustiada.
—Rompió una ventana para que saliéramos.
—¿Dónde está ahora?
—Volvió a entrar en la casa. Yo le grité que no lo
hiciera.
A Annie se le cayó el alma a los pies. Dentro no
había nada lo bastante importante como para arriesgar
la vida, salvo que Hannibal estuviera allí. Theo jamás
abandonaría nada que estuviera a su cargo, ni siquiera
un gato.
Quiso acercarse a la casa, pero Jaycie la sujetó por
la manga de la chaqueta naranja.
—¡No puedes entrar!
Tenía razón. La casa era demasiado grande, y no
sabía dónde estaría Theo. Tenía que esperar. Y rezar.
Jaycie cargó a Livia en brazos. Annie fue
vagamente consciente de la llegada de más camionetas
y de que Booker decía a alguien que era imposible
salvar la casa.
—Quiero a Theo —gimió Livia.
Annie oyó el relincho de un caballo aterrado. Se
había olvidado de Dancer. Pero al volverse hacia la
cuadra, vio que Booker y Darren McKinley ya estaban
entrando.
—Ellos lo sacarán —le aseguró Barbara, que se
puso a su lado.
—Theo está dentro —la informó Jaycie. Barbara
se tapó la boca con la mano.
Hacía calor y el ambiente estaba cargado de
humo. Cayó otra viga con un estallido de chispas.
Annie contemplaba aturdida la escena desde el
camino, cada vez más asustada. Veía mentalmente
imágenes de Thornfield Hall en llamas, de Jane Eyre
encontrando ciego a Edward Rochester.
Ciego estaría bien, podría sobrellevar la ceguera.
Pero no la muerte. La muerte, jamás.
Algo le rozó los tobillos. Bajó los ojos y vio a
Hannibal. Cargó el gato en brazos, más asustada que
nunca. En ese mismo instante, Theo podía estar
esquivando las llamas en busca del minino, sin saber
que ya estaba a salvo.
Booker y Darren sacaron de la cuadra a Dancer
con gran esfuerzo. Le habían cubierto la cabeza con un
trapo para taparle los ojos, pero el caballo, presa del
pánico, olía el humo y se resistía.
Cedió otro trozo de tejado. La casa se
derrumbaría de un momento a otro. Annie esperó.
Rezó. Sujetó el gato con tanta fuerza que el pobre
maulló y se escabulló de sus brazos. Tendría que haber
dicho a Theo que lo amaba. Tendría que habérselo
dicho y al cuerno las consecuencias. La vida era
demasiado valiosa. El amor era demasiado valioso.
Ahora él jamás sabría lo mucho que lo habían amado
sin exigencias agobiantes ni amenazas descabelladas,
sino lo suficiente para darle la libertad.
Una figura salió de la casa. Encorvada,
tambaleante. Annie corrió hacia ella. Era Theo, que
llevaba algo en cada mano. Una ventana explotó detrás
de él. Al llegar a su lado, Annie intentó servirle de
apoyo. Lo que llevaba le golpeó las piernas. Intentó
quitárselo, pero él no quiso soltarlo.
Los hombres se acercaron a él y la apartaron para
llevarlo donde había aire puro. Entonces ella vio lo que
había sacado de la casa en llamas. Lo que había
entrado a rescatar. No era el gato. Eran dos maletas
rojas. Había vuelto a entrar para recuperar sus
muñecos.
Casi no pudo asimilarlo. Theo había vuelto a
aquel infierno para rescatar sus queridos muñecos.
Quería gritarle, besarlo hasta que ninguno de los dos
pudiera respirar, hacer que le prometiera que jamás
volvería a hacer una estupidez así. Pero él se había
separado de los hombres para reunirse con su caballo.
—¡Mi casita de hadas! —gritó Livia—. ¡Quiero mi
casita de hadas!
Jaycie trató de calmarla, pero la experiencia había
sido demasiado dura para la niña, y era imposible
hacerla entrar en razón. Annie no podía hacer nada
por Theo entonces, pero tal vez pudiera ayudar a la
pequeña.
—¿Lo has olvidado? —preguntó tocándole la
mejilla acalorada para acercar su carita a la de ella—.
Es de noche y puede que las hadas estén ahí. Ya sabes
que no quieren que nadie las vea.
—Yo quiero verlas —sollozó la niña.
«Hay tantas cosas que queremos y no podemos
tener...»
El fuego no había llegado hasta la casita de hadas,
pero mucha gente había estado pisoteando aquella
zona.
—Ya lo sé, cielo, pero ellas no quieren verte.
—¿Me llevarás por la mañana? —preguntó
hipando. Como Annie titubeó, Livia se echó a llorar—.
¡Quiero ver la casita de hadas!
Annie miró a Jaycie, que parecía tan exhausta
como su hija.
—Si han extinguido el incendio y no hay peligro,
te llevaré por la mañana —aseguró Annie.
Eso la serenó un poco, hasta que su madre
empezó a planear pasar la noche en el pueblo.
Entonces empezó a gemir de nuevo.
—Annie dijo que me llevará a ver la casita de
hadas por la mañana. ¡Quiero quedarme aquí!
—¿Por qué no pasáis las tres la noche en la
cabaña? —sugirió una voz ronca detrás de ellas.
Annie se volvió de golpe. Theo parecía salido del
infierno con los ojos azules centelleando en un rostro
ennegrecido por el hollín y el gato en brazos. Le
entregó a Hannibal.
—Llévatelo, por favor.
Antes de que ella pudiera responder, Theo se
había vuelto a marchar.
Barbara llevó a Annie, Jaycie y Livia a la cabaña.
Una vez dejó a Hannibal dentro, salió a buscar las dos
maletas rojas de la camioneta. Había perdido todo lo
demás que había dejado en la casa: la ropa, los
pañuelos de cuello de Mariah y su «libro de los
sueños». Pero tenía sus muñecos. Y en el fondo de
cada maleta tenía los dibujos de Niven Garr. Pero, más
importante que todo eso, Theo estaba sano y salvo.
Una explosión de chispas iluminó la noche como
una atracción más de una feria infernal. Harp House se
había derrumbado.

***

Annie cedió su cama de la cabaña a Jaycie y


Livia, y durmió en el sofá para dejar el estudio a Theo,
aunque a primera hora de la mañana aún no había
vuelto. Se acercó a la ventana delantera. Donde Harp
House se había elevado, solo había columnas de humo
que ascendían de sus ruinas.
Livia apareció con el pijama que llevaba puesto la
noche anterior y se frotó los ojos.
—Vamos a ver la casita de hadas —pidió.
Annie había esperado que la pequeña durmiera
hasta tarde, pero la única persona que seguía acostada
era Jaycie. También había esperado que Livia se
olvidara de la casita de hadas. Debería haber sabido
que no sería así.
Le explicó con tacto que era posible que alguien
hubiera pisado sin querer la casita durante el incendio,
pero Livia no quería ni oír hablar del asunto.
—Las hadas no permitirían que eso pasara.
¿Podemos ir ahora a verla, Annie? ¡Por favor!
—Me temo que te llevarás una decepción, Livia.
—¡Quiero verla! —exclamó torciendo el gesto.
Por la noche, Annie estaría de vuelta en el
continente, y en lugar de dejar atrás una niña con
recuerdos felices de ella, dejaría atrás una niña
desilusionada.
—Muy bien —accedió a regañadientes—. Ve a
buscar el abrigo.
Ella ya llevaba unos pantalones pitillos de Mariah
demasiado cortos y un pulóver negro. Se puso encima
la chaqueta naranja del barco, que olía a humo, y
garabateó una nota a Jaycie. Cuando iba a salir con
Livia, vestida con pijama y abrigo, recordó que no le
había dado de desayunar, aunque tampoco había
demasiadas cosas en la cocina. Pero cuando sugirió
que comieran antes, la niña se negó, y no tuvo valor
para discutir con ella.
Alguien había aparcado el Suburban de Jaycie
junto a la cabaña. Annie abrochó el cinturón de
seguridad a la niña y arrancó. El coche de Theo estaba
cerca de lo alto del acantilado, donde había estado la
noche anterior. Paró el Suburban detrás y ayudó a salir
a Livia. Con la niña de la mano, siguieron a pie el
resto de camino hasta la cima.
Las gárgolas y la torre de piedra habían
sobrevivido, junto con la cuadra y el garaje. De la casa
no quedaba nada, salvo cuatro chimeneas de ladrillo y
una parte de la escalera. Detrás de las ruinas se veía el
mar; la casa ya no tapaba la vista.
Fue irónico que Livia viera antes a Theo, ya que
Annie no había sido capaz de pensar en nadie más. La
niña se soltó y corrió hacia él arrastrando la vuelta de
los pantalones del pijama por el suelo.
—¡Theo!
Iba sucio, sin afeitar, con una chaqueta azul
marino que le habría dejado alguno de los hombres y
los vaqueros rasgados a la altura de la pantorrilla. A
Annie se le encogió el corazón. Después de todo lo
que le había pasado y con todo lo que tenía que hacer,
allí estaba, agachado en el barro, reconstruyendo la
casita de hadas de Livia.
—El incendio enfadó a las hadas —comentó
dirigiendo a la niña una sonrisa breve y cansada—.
Mira qué hicieron.
—¡Oh, no! —Livia se puso las manos en las
caderas como un adulto en miniatura—. Han sido muy
malas.
Theo miró a Annie. Tenía las patas de gallo
cubiertas de suciedad y una oreja ennegrecida. Había
arriesgado su vida para salvar sus muñecos. Muy
propio de él.
—Has pasado aquí toda la noche —le dijo ella en
voz baja—. ¿Para asistir a la caída de la casa de los
Harp?
—Y para intentar evitar que las chispas llegaran a
la cuadra.
Ahora que estaba a salvo, la realidad se impuso al
impulso de revelarle lo que sentía por él. Nada había
cambiado. No sacrificaría el bienestar de Theo
abriéndole su corazón.
—¿Está bien Dancer? —preguntó.
—Está de nuevo en su box —asintió—. ¿Y
nuestro gato?
—Nuestro gato está bien. Mejor que tú —
respondió ella con un nudo en la garganta. Livia estaba
observando lo que Theo había hecho.
—Estás haciendo un caminito. A las hadas les
gustará.
Había construido la nueva casa más baja y
ancha, y en lugar del sendero de piedrecitas había
dispuesto cristales marinos con la superficie lisa para
formar un semicírculo en la entrada. Le dio unos
cuantos a la niña.
—A ver qué puedes hacer mientras hablo con
Annie —dijo.
En cuanto Livia se agachó, Annie tuvo que
sujetarse las manos para no acariciarle la cara a Theo.
—Eres idiota —soltó con una ternura que no
pudo disimular—. Los muñecos pueden reemplazarse.
Tú, no.
—Sé lo que significan para ti.
—No tanto como tú.
Theo ladeó la cabeza.
—Yo vigilaré a Livia —sugirió Annie deprisa—.
Ve a la cabaña y duerme un poco.
—Ya dormiré después. —Dirigió los ojos a las
ruinas de la casa y después a ella—. ¿De verdad te vas
hoy?
Annie asintió.
—¿Y quién es idiota ahora? —preguntó Theo.
—Es distinto entrar corriendo en una casa en
llamas que marcharse al continente.
—Las dos cosas tienen una gran desventaja.
—No creo que marcharme tenga ninguna
desventaja para mí.
—Puede que no para ti. Pero sí para mí.
Annie vio que estaba exhausto. Claro que le
importaba que se fuera. Pero eso no significaba que la
amara, y no iba a confundir su cansancio con que se
hubiera ganado su corazón.
—Estarás bien, a menos que empieces a enrollarte
con más mujeres chifladas —comentó.
—Tendría que molestarme que hables así de ellas.
—Su sonrisa, cansada pero sincera, la desconcertó.
—¿Y no te molesta?
—Es la verdad. Ha llegado la hora de que me
comporte como un hombre.
—No tiene nada que ver con comportarse como
un hombre —replicó Annie—. Tiene que ver con
aceptar que no puedes salvar a todas las personas que
te importan.
—Por suerte para mí, tú no necesitas que te
salven.
—Ya lo creo que no.
—Tengo un empleo para ti. —Se frotó la
mandíbula con el dorso de la mano—. Un empleo
remunerado.
A Annie no le gustaba el rumbo que estaba
tomando la conversación, de modo que intentó
desviarla.
—Sé que soy buena en la cama, pero ¿tanto?
—Compadécete de mí, Antoinette —suspiró—.
Estoy demasiado cansado para seguirte el ritmo.
—Como si alguna vez pudieras —repuso Annie,
entornando los ojos.
—Es un trabajo que puedes hacer desde la ciudad.
Iba a ofrecerle trabajo por lástima, y no podría
soportarlo.
—He oído hablar del sexo por Skype, pero no me
atrae.
—Quiero que ilustres un libro en el que estoy
trabajando.
—Aunque fuera ilustradora, que no lo soy, no
tengo ninguna experiencia en dibujar criaturas
destripadas. —Desde luego, estaba que se salía. Sin
importarle lo que sentía su corazón.
—Apenas he dormido en una semana —suspiró
Theo—. No recuerdo la última vez que comí, me
duele el pecho, tengo los ojos irritados y una mano
llena de ampollas. Y tú solo quieres bromear.
—¿La mano? Déjame ver. —Alargó el brazo, pero
él la escondió a la espalda.
—Ya me curaré la mano, pero antes quiero que
me escuches —insistió Theo. No iba a dejarlo correr.
—No hace falta. Ya tengo más trabajo del que
puedo absorber.
—Annie, ¿podrías no ponérmelo difícil por una
vez en tu vida?
—Puede que algún día, pero no hoy.
—Annie, estás poniendo triste a Theo. —
Ninguno de los dos se había fijado en que Livia les
estaba prestando atención. Se asomó tras las piernas de
él—. Deberías contarle tu secreto blindado.
—¡No! —Annie la fulminó con la mirada—. Y
será mejor que tú tampoco lo hagas.
—Pues entonces tú cuéntale tu secreto blindado
—dijo la niña a Theo.
—Annie no quiere oír mi secreto blindado —
replicó él, tenso.
—¿Tienes un secreto blindado? —se sorprendió
Annie.
—Sí. Y yo lo sé —se jactó Livia.
Ahora fue el turno de Theo de fulminar a la
pequeña con la mirada.
—Ve a buscar piñas. Que sean muchas. Por allí —
dijo, señalando los árboles detrás de la glorieta.
—Hazlo después. —La detuvo Annie, pues no
podía quedarse tanto rato—. Tenemos que regresar a la
cabaña para ver si tu mamá se ha despertado.
—¡No quiero ir! —exclamó Livia.
—Haz caso a Annie —dijo Theo—. Yo terminaré
la casita de hadas. Ya la verás después.
El incendio había puesto el mundo de Livia patas
arriba. No había dormido lo suficiente y estaba tan
malhumorada como solo podría estarlo un niño de
cuatro años hiperestimulado.
—¡No iré! —se emperró—. Y si no me dejáis
quedarme aquí, ¡contaré vuestros secretos blindados!
—¡No puedes contar un secreto blindado! —le
advirtió Annie, sujetándole un brazo.
—¡Claro que no! —coincidió Theo.
—¡Sí que puedo! ¡Si los dos son iguales!

CAPÍTULO 25
Theo no quería que su cerebro pensara. Estaba allí
plantado, como una gárgola de Harp House, con los
pies petrificados en el suelo, mientras Annie lograba
subir a la recalcitrante niña en el coche. Contempló
como un tonto cómo se iba.
«¡Sí que puedo! ¡Si los dos son iguales!»
Annie había sido clara cuando le dijo que tenía
demasiado bagaje emocional. Pero a él ya no le parecía
que lo tuviera. Las ruinas humeantes de la casa
representaban todo lo que estaba dejando atrás. Todo
lo que le impedía escuchar a su corazón y ser el
hombre que quería ser. Amaba a Annie Hewitt desde
lo más profundo de su ser.
¿Annie había dicho a Livia que lo amaba? ¿Qué le
había dicho exactamente? Tenía la angustiosa
sensación de que no había querido decir lo mismo que
él.
Lo había descubierto de golpe el mismo día que
había ido a buscar los cristales marinos de Regan.
Cuando Livia le pidió que le contara lo que ella llamó
«secreto blindado», las palabras le habían salido con la
misma facilidad que el aliento. Era como si hubiera
amado a Annie desde los dieciséis años, y tal vez fuera
así.
«Tienes demasiado bagaje emocional.»
Estas palabras lo habían convertido en un
cobarde. Tenía un pasado deprimente con las mujeres,
y a pesar de todas sus bromas sobre su dinero, Annie
no quería ni un céntimo de él. Si alguna vez se
enteraba de que era él quien había comprado aquella
maldita silla con forma de sirena, jamás se lo
perdonaría. Solo podía ofrecerle su corazón, algo que
ella había dejado claro que no quería.
Pero no era tan cobarde como para no oponer
resistencia. Había planeado darle tiempo hasta el
último día para que se calmara después de su
discusión en el embarcadero. Tenía intención de
prepararle el mejor desayuno de su vida y de llevárselo
al Lucky Charm esa mañana. Había imaginado que
conseguiría convencerla de que su bagaje emocional
era cosa del pasado, que tenía libertad para amarla
tanto si ella podía corresponder a su amor como si no.
Pero el incendio lo había fastidiado todo.
Necesitaba tener la cabeza despejada. Dormir
unas horas. Desde luego, ducharse. Pero no tenía
tiempo para nada de eso. Annie tenía que notar su
urgencia tanto como él. Era la única forma que tenía
de convencerla de que no renunciara a él.
«Por probar que no quede, pero ya no tiene
remedio.»
La falta de sueño le estaba pasando factura. Ahora
oía a Scamp. Dejó de mirar las ruinas de Harp House y
se subió al coche para dirigirse hacia la cabaña.
Annie ya se había ido. Había dejado a Livia y se
había marchado corriendo al pueblo para huir de él
como del diablo. Con un nudo en el estómago, salió en
pos de ella.
Como el Suburban no era rival para su Range
Rover, la alcanzó enseguida. Tocó el claxon pero ella
no se detuvo. Siguió tocando el claxon. Ella aceleró.
«Te lo dije —saltó el maldito muñeco—. Es
demasiado tarde.»
¡Y un cuerno! Estaban en una isla y Annie se
dirigía al pueblo. Lo único que necesitaba era tener
paciencia y seguirla. Pero no quería tener paciencia. La
quería y a, y si ella no entendía que iba muy en serio,
se lo demostraría.
Dio un topetazo con su coche contra la trasera
del Suburban, no lo bastante fuerte para hacerlo virar
bruscamente, solo lo suficiente para que supiera que
no bromeaba. Al parecer, ella tampoco, pues siguió
conduciendo. El Suburban estaba hecho un desastre,
con tantas abolladuras que un par más no importaría,
pero no podía decirse lo mismo de su Range Rover. Le
daba igual. Le dio otro toquecito. Y otro. Finalmente,
la única luz de freno del Suburban que funcionaba se
iluminó.
El coche se paró dando un bandazo, la puerta se
abrió de golpe y Annie salió como una exhalación. Él
también lo hizo, a tiempo de oírla gritar:
—¡No quiero hablar de ello!
—¡Muy bien! —le respondió Theo también a voz
en grito—. Ya hablaré yo. Te amo, y por Dios que no
me avergüenzo de ello. Y puede que tú no tengas
tanto bagaje emocional como y o, pero no finjas que no
tienes después de haber estado con todos esos
desgraciados.
—¡Solo fueron dos!
—¡En mi caso también fueron dos, o sea que
estamos empatados!
—¡Y un cuerno! —Estaban a cinco metros de
distancia, pero ella seguía gritando—. ¡Los míos eran
gilipollas egocéntricos! ¡Las tuyas eran locas
homicidas!
—¡Kenley no era homicida!
—Bueno, se parecía bastante. ¡Y lo único que yo
hice después de cortar fue ver reposiciones de Big Bang
y ganar tres kilos! No es lo mismo que hacer penitencia
el resto de tu vida.
—¡Ya no! —bramaba tan alto como ella, y
tampoco se había movido de sitio. Tenía la cabeza
hecha un lío y la garganta irritada. Le dolía todo el
cuerpo. Ella, en cambio, con su cabello electrizado y
sus ojos centelleantes, tenía el aspecto de una diosa
vengativa en pleno apogeo—. Quiero compartir mi
vida contigo, Annie —dijo acercándose a ella—.
Quiero hacerte el amor hasta que no puedas andar. Y
quiero tener hijos contigo. Siento haber tardado tanto
en darme cuenta, pero no estoy acostumbrado a que el
amor sea bonito. —La apuntó con un dedo—. Dijiste
que eras romántica. ¡El romanticismo no es nada! Es
una palabrita que no se acerca ni de lejos a lo que
siento por ti. ¡Y ya sé que tarde o temprano te enterarás
de lo de esa puñetera silla, pero es así como yo hago las
cosas! A partir de ahora...
—¿Silla?
Mierda. Ahora echaba chispas y lo miraba con
ojos furibundos.
—¡Fuiste tú quien compró la silla! —exclamó
Annie.
—¿Quién coño más te ama lo bastante como para
comprar algo tan feo? —soltó. No podía mostrar
ninguna debilidad. Annie volvió a abrir la boca, y él
estaba tan extenuado que le dolía hasta el cabello, pero
siguió insistiendo:
—La oferta del empleo que te he hecho es real. He
empezado un nuevo libro, uno que te gustará, pero no
quiero hablar de eso ahora. Quiero hablar de unir
nuestras vidas y tener la oportunidad de demostrarte
que lo que siento es fuerte e intenso sin nada que lo
ensombrezca. Eso es lo que quiero demostrarte.
Ansiaba hablarle de Diggity. Y repetir que quería
tener hijos con ella, por si acaso no lo había oído bien.
Quería besarla hasta aturdirla, hacerle el amor hasta
dejarla derrengada. Y lo habría hecho si no fuera
porque ella se sentó en medio de la carretera enlodada,
como si le fallaran las piernas. Eso puso fin a su
diatriba como nada más podría haber conseguido.
Se acercó a ella y se acuclilló a su lado. Un tímido
haz de luz se abrió paso entre los árboles y jugó al
escondite con los pómulos de Annie. Los alborotados
rizos castaños que tanto le gustaban a él lanzaron una
escaramuza alrededor de su cara, la cara más hermosa
que él había visto, rebosante de vida, animada con
todas las emociones que le hacían ser quien era.
—¿Estás bien? —preguntó.
Ella no contestó, y ver a Annie sin palabras lo
asustó, así que volvió a lanzarse.
—Quiero compartir mi vida contigo. No puedo
imaginarme viviendo con nadie más. ¿Te lo pensarás
por lo menos?
Asintió, aunque débilmente, y no parecía segura
de ello. Si lo dejaba ahora, tal vez la perdiera para
siempre, de modo que le habló sobre Diggity y sobre
cómo quería que ilustrara el libro que estaba
escribiendo para niños, no para adultos, y sobre cómo
a sus nuevos lectores les encantarían sus peculiares
dibujos. Se sentó con ella en medio de la carretera
enfangada y le explicó que el amor siempre había
equivalido a una tragedia para él y que por eso le había
costado tanto identificar lo que sentía por ella: la paz,
la conexión, la ternura. Casi se atragantó al pronunciar
esta última palabra, no porque no la dijera en serio,
sino porque, incluso para un escritor, decir una palabra
como «ternura» en voz alta era como renunciar a su
hombría. Pero como ella lo miraba fijamente, la
repitió, y después le dijo lo maravilloso que era estar
dentro de ella.
Al ver que esto captaba su atención, introdujo un
toque de lascivia. Bajó la voz y le susurró al oído. Le
dijo lo que quería hacerle y lo que quería que ella le
hiciera a él. Los rizos de Annie le hacían cosquillas en
los labios, notó que a ella le ardía la piel, y los
vaqueros empezaron a apretarle, pero volvió a sentirse
como un hombre; un hombre a merced de esa mujer
que manipulaba muñecos, que ayudaba a niñas mudas
a hablar de nuevo y que lo había rescatado de su
propia desesperanza. Esa mujer peculiar, sexy,
completamente cuerda.
—Creo que te he amado desde que tenía dieciséis
años —añadió, acariciándole la cara. Annie ladeó la
cabeza, como si esperara algo.
—Estoy seguro —afirmó él con más rotundidad,
aunque no estaba nada seguro. ¿Quién podía repasar
su adolescencia y tener nada claro? Pero ella quería
algo más de él y tenía que dárselo, aunque no tenía ni
idea de lo que era.
De golpe, oyó la voz de un muñeco:
—Bésala, idiota.
No había nada que anhelara más, pero apestaba a
humo, tenía la cara manchada de hollín y las manos
sucias.
—Hazlo.
Y lo hizo. Hundió las manos sucias en el cabello
de Annie y la besó apasionadamente. En el cuello, en
los ojos, en las comisuras de los labios. La besó como
si le fuera la vida en ello. Le transmitió su futuro en un
beso, todo lo que podían ser y tener. Los suaves
sonidos que emitían juntos eran un poema para sus
oídos.
Annie le puso las manos en los hombros, no para
separarlo de ella, sino para acercarlo. Él se perdió en
ella. Se encontró.
Cuando su beso por fin terminó, le siguió
tomando con las manos mugrientas las mejillas ahora
también mugrientas. Ella tenía la punta de la nariz
manchada de hollín y los labios hinchados de su beso.
Le brillaban los ojos.
—Secreto blindado —susurró.
A él se le hizo un nudo en el estómago y suspiró.
—Que sea bueno —pidió.
Annie le acercó los labios al oído y le susurró el
secreto.
Era bueno. Realmente bueno. De hecho, no podía
haber sido mejor.

EPÍLOGO
El sol estival se deslizaba sobre las crestas de las
olas y se reflejaba en los mástiles de un par de veleros
que viraban con el viento. En el jardín delante de la
vieja casa de labranza había unas sillas Adirondack
para gozar de la mejor vista del lejano océano. Rosas,
espuelas de caballero, guisantes de olor y capuchinas
florecían en el jardín, y un camino cruzaba
serpenteante el prado para conducir del patio a la casa,
ahora dos veces más grande de lo que había sido en su
día. Una arboleda resguardaba una pequeña casa de
invitados que contaba con una fea silla con forma de
sirena en el pequeño porche.
En el jardín, una sombrilla que recibía la brisa de
primera hora de la tarde se alzaba en el centro de una
larga mesa de madera lo bastante grande para
acomodar una familia numerosa. Una vieja gárgola de
piedra con una gorra de los Knicks torcida en la
cabeza había custodiado tiempo atrás una casa en el
otro extremo de la isla. Ahora se agazapaba en actitud
protectora cerca de una maceta rebosante de geranios.
Por todas partes se veían los restos de un verano en
Maine: una pelota de fútbol, un juguete para montar,
unas gafas de natación abandonadas, varitas para hacer
burbujas de jabón y tizas empapadas de agua.
Un niño moreno de pelo lacio y con el ceño
fruncido estaba sentado con las piernas cruzadas entre
dos de las sillas Adirondack hablando con Scamp, que
lo miraba desde el brazo de una de ellas.
—Y por eso pataleé —contaba el pequeño—.
Porque me hizo enfadar mucho
—¡Qué horror! —exclamó el muñeco, agitando los
rizos de hilo—. Vuelve a contarme exactamente lo que hizo.
El niño, que se llamaba Charlie Harp, se apartó
impacientemente el cabello de la frente e infló los
mofletes, indignado.
—¡No quiso dejarme conducir la camioneta!
—¡Será canalla! —refunfuñó Scamp, que se llevó la
mano de tela a la frente. De la silla contigua se elevó
un sufrido suspiro. Scamp y Charlie lo ignoraron.
—Entonces se enfadó conmigo porque le quité mi
coche turbo a mi hermana —añadió Charlie—. Era
mío.
—¡Increíble! —Scamp hizo un gesto indiferente
hacia una niñita con el pelo rizado que dormía en un
edredón sobre la hierba—. Que haga años que no juegas
con ese coche no es ningún motivo para que ella lo tenga. Tu
hermana es un fastidio. Ni siquiera le gustas.
—Bueno... —Charlie frunció el ceño—. Sí que le
gusto.
—No le gustas.
—¡Que sí! Se ríe cuando le hago muecas, y
cuando juego con ella y hago ruidos, se lo pasa muy
bien.
—Très intéressant —comentó Scamp, que seguía
teniendo debilidad por los idiomas.
—A veces tira la comida al suelo, y eso es muy
gracioso.
—Humm... tal vez... —Scamp se dio unos
toquecitos en la mejilla—. No, olvídalo.
—Dímelo.
—Bueno... —El muñeco repitió los toquecitos en
la otra mejilla—. Yo, Scamp, estoy pensando que tu coche
turbo es un juguete de niño pequeño y que si alguien te viera
jugar con él, pensaría que eres un...
—¡Eso no pasará porque voy a regalar a mi
hermana ese juguete de niño pequeño!
Scamp lo observó, atónita.
—¡Cómo no se me había ocurrido! Creo que compondré
una canción para...
—¡No!
—Muy bien. —Scamp se sorbió la nariz, muy
ofendida—. Si vas a ponerte así, te diré lo que dijo Dilly.
Dijo que no puedes ser un auténtico superhéroe hasta que
aprendas a ser bueno con los niños pequeños. Eso es lo que
dijo.
Como Charlie no tenía ningún argumento para
rebatir esta afirmación, se toqueteó el vendaje del dedo
gordo del pie y volvió a su principal motivo de queja:
—Soy un niño isleño.
—Desgraciadamente, solo en verano. El resto del tiempo
eres un niño de Nueva York.
—¡Los veranos también cuentan! Sigo siendo un
niño isleño, y los niños isleños conducen.
—A los diez años. —Esta voz, grave y enérgica,
procedía de Leo, que se trataba del segundo muñeco
favorito de Charlie, puesto que era mucho más
interesante que el aburrido de Peter o que la tonta de
Crumpet, o incluso Dilly, que siempre le recordaba que
debía cepillarse los dientes y cosas así.
Leo miró a Charlie desde el brazo de la silla
contigua.
—Los niños isleños no conducen hasta haber cumplido
diez años. Y tú, compadre, tienes seis.
—Pronto tendré diez.
—No tan pronto, gracias a Dios.
—Estoy muy enfadado. —Charlie fulminó al
muñeco con la mirada.
—Claro que sí. Enfadadísimo. —Leo sacudió la
cabeza—. Tengo una idea.
—¿Cuál?
—Dile lo enfadado que estás. Después dale pena y pídele
que te lleve a hacer body board. Si le das la pena suficiente,
se sentirá tan mal que te llevará.
Como no había nacido ayer, Charlie dejó de mirar
a Leo para dirigir la vista al hombre que lo manipulaba.
—¿De veras? ¿Podemos ir ya? Su padre dejó a
Leo.
—Las olas parecen buenas. ¿Por qué no? Ve a
buscar las cosas —respondió.
Charlie se levantó de un brinco y corrió hacia la
casa. Pero cuando llegó al peldaño delantero, se detuvo
y se volvió de repente.
—¿Podré conducir?
—¡No, ni hablar! —replicó su madre, a la vez que
dejaba a Scamp. Charlie entró airado en la casa.
—Me encanta ese crío —comentó su padre con
una risita.
—No me digas. —La madre contempló la niña
dormida. Los rizos rubios de la pequeña no podían ser
más distintos del cabello moreno y lacio de su padre,
pero los niños habían heredado sus ojos azules. Y la
personalidad irreverente de su madre.
Annie se recostó en la tumbona. Theo jamás se
cansaba de mirar el peculiar rostro de su mujer. Alargó
el brazo y le tomó la mano para acariciarle el anillo de
boda con un diamante incrustado que ella había
considerado excesivo, aunque le gustaba igualmente.
—¿A qué hora nos libramos de ellos? —preguntó
él.
—Los dejaremos en casa de Barbara a las cuatro.
Ella les dará la cena.
—Lo que nos permitirá gozar de una velada
completa de embriaguez y libertinaje.
—Embriaguez, no sé, pero seguro que habrá
libertinaje.
—Eso espero. Quiero a esos diablillos con locura,
pero desbaratan nuestra vida sexual.
—Esta noche no —aseguró Annie mientras le
acariciaba el muslo.
—Me estás matando —gimió Theo.
—Todavía no he empezado.
Alargó la mano hacia ella.
Cuando notó la mano de Theo en el cabello,
Annie se preguntó si estaría mal que le gustara tanto
interpretar el papel de mujer fatal, que le encantara el
poder que tenía sobre Theo, un poder que solo
utilizaba para alejar las tinieblas de él. Era un hombre
distinto del que había visto hacía siete años en lo alto
de la escalera empuñando una pistola de duelo. Ambos
eran distintos. Esta isla que una vez había detestado se
había convertido en su lugar preferido, un refugio del
ajetreo de su vida habitual.
Además de trabajar privadamente con niños con
problemas, ofrecía seminarios sobre el manejo de
muñecos a médicos, enfermeras, profesores y
asistentes sociales. Jamás imaginó que le gustaría
tanto su trabajo. Su principal reto era compaginarlo
todo con la familia, que lo era todo para ella, y con
los amigos a los que tanto apreciaba. Allí, en la isla,
tenía tiempo para hacer las cosas que a veces no podía
el resto del año, como la fiesta que había organizado
para el undécimo cumpleaños de Livia la semana
anterior, cuando Jaycie y su nueva familia habían
venido de visita desde el continente.
—Es tan agradable estar aquí sentada —dijo,
alzando la cara hacia el sol.
—Trabajas demasiado —comentó Theo, y no era
la primera vez.
—No soy la única. —No era extraño que los
libros de Diggity Swift hubieran cosechado tanto
éxito. Las aventuras de Diggity llevaban a sus jóvenes
lectores al límite del terror sin traspasarlo. A Annie le
encantaba que sus dibujos simplones inspiraran a su
marido y gustaran a sus lectores.
Charlie salió como un bólido de la casa. Theo se
levantó a regañadientes, besó a Annie y cogió una de
las galletas de arándanos del recipiente que había
encontrado esa mañana a la puerta de la casa de
labranza. Miró un momento a su hija dormida y se
dirigió hacia la playa con su hijo. Annie puso los pies
en el asiento de la silla y se rodeó las rodillas con los
brazos.
En sus viejas novelas góticas, el lector jamás sabía
qué les sucedía a los protagonistas cuando la vida real
se imponía y tenían que afrontar todos sus
inconvenientes: tareas domésticas, riñas infantiles,
resfriados, y los desafíos de tratar con los parientes,
los de él, no los de ella. Elliott se había vuelto más
afable con los años, pero Cynthia era tan pretenciosa
como siempre, y volvía loco a Theo. Annie la toleraba
mejor porque Cynthia era una abuela increíblemente
buena, mucho mejor con los niños que con los adultos,
y los pequeños la adoraban.
En cuanto a la familia de Annie... La hermana
viuda de Niven Garr, Sylvia, junto con la pareja de
muchos años de Niven, Benedict, o abuelo Bendy,
como Charlie lo llamaba, les harían pronto su visita
veraniega anual. En un primer momento, Sylvia y
Benedict habían recelado de Annie, pero tras la
prueba de ADN y de unas incómodas visitas iniciales,
habían acabado tan unidos como si siempre hubieran
formado parte de sus respectivas vidas.
Esta noche, sin embargo, estarían solos Theo y
ella. Mañana recogerían a los niños y se desplazarían
al otro lado de la isla. Se imaginaba saludando con la
mano a la familia de Providence que había alquilado la
cabaña que servía de escuela para el verano, y
tomando después el camino lleno de baches hasta lo
alto del acantilado, donde se disfrutaba de la mejor
vista de la isla.
Hacía años que las edificaciones anexas de Harp
House habían sido demolidas y la piscina, rellenada,
para evitar peligros. De lo que fuera antaño la casa
solo quedaba la torre cubierta de enredaderas. Theo y
ella se echarían en una manta para saborear una
botella de buen vino mientras Charlie corría a sus
anchas como solo podía hacer un niño isleño. Al fin,
Theo cargaría a su hija, le besaría la coronilla y la
llevaría hasta el tocón de una vieja picea. Se agacharía,
recogería los cristales marinos que todavía había
esparcidos por allí y le susurraría al oído:
—Vamos a construir una casita de hadas.

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