El Torito de La Piel Brillante
El Torito de La Piel Brillante
El Torito de La Piel Brillante
Arguedas
El cuento del torito de la piel brillante es la historia de un torito
que nació y creció en el hogar de una joven pareja, proveniente
de una comunidad campesina, el torito tenía la costumbre de
acompañar por Todas partes a su joven dueño.
En ese instante salió un toro negro y grande del fondo del lago,
quien retó a una pelea de muerte al torito diciéndole:" Si tú me
vences te salvarás, si te venzo yo, te arrastraré al fondo del
lago”.
Cuando sintió que era ya el momento, se levanto y pudo llegar hasta la petaca
de cuero e que guardaba su traje de dansak y sus tijeras de acero. Se puso el
guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.
La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor,
corrieron a la puerta de la habitación cuando oyeran las tijeras que sonaban
mas vivamente. Encontraron a “Rasu Ñiti” que se estaba poniendo la chaqueta
ornada de espejos.
El bailarín pidió a su mujer que llamaran al “larucha” y a don Pascual, porque ya
el corazón le había avisado que había llegado el momento en que el tenia que
recibir al Wamani (Dios montaña que se presenta en figura de cóndor).
“Rasu Ñiti” sentía que el Wamani le estaba hablando directamente al pecho;
pero su mujer no podía oírlo. La mujer se inclino ante el dansak y le abrazo los
pies. Estaba ya vestido con todas sus insignias, un pañuelo blanco le cubría
parte de la frente.
La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja de los pantalones ardía
bajo el angosto rayo del sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la
casa del indio Huancayre, el gran dansak “Rasu Ñiti”, cuya presencia se
esperaba, casi se temía y era luz de la fiestas de centenares de pueblos.
Cuando el bailarín interrogo a su mujer sobre si veía al Wamani sobre su cabeza,
esta le contesto que si, que era de color gris y que la mancha blanca de su
espalda estaba ardiendo.
El tumulto de la gente que venia a la casa del bailarín se oía ya muy cerca.
Cuando las hijas del danzarín, que habían ido a llamar al “lurucha” y a don
Pascual, regresaron, Pedro Huancayre el gran dansak “Rasu Ñiti” , ya tenia el
pañuelo rojo en la mano izquierda.
Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba
porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban , se diluían
para alumbrarlo,; su rostro cetrino casi no tenia expresión.
Solo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje
y la rigidez de los músculos. “Rasu Ñiti” empezó a tocar las tijeras. Cuando llego
Lurucha, el arpista del dansak, tocando, ya la fina luz del acero era profunda; le
seguía don Pascual, el violinista.
El Lurucha, que comandaba siempre el dúo, hacia estallar con su uña de acero
las cuerdas de alambre y las de tripa.
Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok Sayku”, el discípulo de “Rasu
Ñiti”. También se había vestido; pero no tocaba las tijeras.
“Rasu Ñiti” vivía en un caserío no más de veinte familias. Los pueblos grandes
estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venia un pequeño grupo de gente.
Cuando “Rasu Ñiti” sintió que ya el final se acercaba, pidió al arpista que tocara.
Junto al caserío hay una cascada; entre las piedras el agua se vuelve blanca
y suena fuerte. En las noches, cuando todo estaba callado, esa cascada
levantaba su sonido y parecía cantar.
El Kutu, que era un indio fornido, lo levantó como quien alza un becerro y lo
echó sobre su cama diciéndole que la Justina tenía corazón para él, pero que
ella sentía miedo porque él era un muchacho todavía.
Ernesto sentía luna rabia irrefrenable por lo que había hecho don Froylán,
llegando a decirle a Kutu que cuando fuera grande lo mataría.
Era tanta su sed de venganza que incitó a Kutu para que matara a don
Froylán, con su honda, como si fuera un puma ladrón. Ante la negativa del
indio, Ernesto lo acusó de cobarde y le dijo que se largara porque en Viseca
ya no servía.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. La tía de Ernesto lloró
por él; como si hubiera perdido a su hijo. Ernesto se quedó junto a don
Froylán, pero cerca de Justina; de su Justinacha ingrata. Ya no fue
desgraciado.
A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas, vivía sin
esperanzas, pero ella estaba abajo el mismo cielo que él, en esa misma
quebrada que fue su nido, contemplando sus ojos negros, oyendo su risa,
mirando sus pestañas largas, su boca que llamaba al amor y que no lo dejaba
dormir.
La mirada desde lejos; era casi feliz porque su amor por Justina era un
“Warma Kuyay” (amor de niño) y no creía tener derecho todavía sobre ella;
sabía que tenía que ser de otro, de un hombre grande que empuñara ya el
zurriago, el mismo látigo con que Kutu masacraba los becerros más finos y
delicados de don Froylán, como queriendo así, lavar el honor de la Justina.
Ernesto vivió alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol,
hasta que un día hubo de abandonar aquella tierra que amaba tanto y que era
su ambiente, para vivir pálido y amargado, como un animal de los llanos fríos,
llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y extraños .