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Los Escoleros
Los Escoleros
Los Escoleros
En el trabajo del camino, que era trabajo de hombres, los escoleros obedecíamos callados
al mak’ta, diciendo en nuestro adentro que ya éramos faeneros, peones ak’olas, mak’tas
barreteros; que Bankucha era nuestro capataz, el mayordomo. Nos limpiábamos el sudor con
prosa; descansábamos por ratos, poniéndonos las manos a la cintura, como faeneros de
verdad; mientras, Bankucha, parado a la cabeza de la cuadrilla, nos miraba con su cara seria,
igual que don Jesús, mayordomo de don Ciprián, principal del pueblo. A veces, nos reíamos
fuerte mirando al Banku; pero él no, se creía capataz de veras, nos resondraba con voz gruesa
y nos hacía callar; sabía mandar el wikullero. Y los escoleros le queríamos, porque todo lo que
hacíamos bajo sus órdenes salía bien, porque odiaba y pateaba a los abusivos, y porque tenía
unos ojos bien grandes y amistosos. Cuando faltaba a la escuela, hasta los más chicos le
extrañaban y decían entristecidos:
Un sábado por la tarde, yo y Bankucha nos paramos en una esquina de la plaza para oír el
griterío de los chiwacos [tordo, zorzal] que cantaban en los duraznales del cementerio. No
había casi gente en el pueblo; todos los comuneros estaban en el trabajo y la mayor parte de
los escoleros vivían en los pueblecitos cercanos, en las estancias, y se iban los sábados,
tempranito.
Ak’ola está entre dos riachuelos: Pukamayu y Wallpamayu; los dos llegan hasta la
explanada del pueblo, dando saltos desde la cumbre de la cordillera y siguen despeñándose
hasta llegar al fondo del río grande, del verdadero río que corre por la base de las montañas.
Wallpamayu, en miles de años de trabajo, ha roto la tierra, y corre encajonado en un barranco
perpendicular y profundo. A la orilla del barranco los ak’olas plantaron espinos, para defender
a los animales y a los muchachos. De trecho en trecho, varias plantas de maguey estiran sus
brazos sobre el barranco. Pero desde años antes, los escoleros hicieron varios huecos en el
muro de espinos, para pasar a la orilla del barranco y tirar los wikullos al río.
El wikullo lo hacíamos de las hojas del maguey; eran unos cuadriláteros con mangos, en
forma de palmeta. Cada wikullero llevaba amarrado al chumpi o al cinturón un cuchillo hecho
de fleje, para cortar el maguey. Bankucha tenía un puñal de verdad con forro de cuero; se lo
regaló don Fermín, un borrachito, amiguero de los muchachos.
—Bankucha, vamos a pelear a iguales. Tú sabes hacer wikullo mejor que yo; si eres legal
haz para los dos.
No me contestó el escolero. Se acercó a un maguey, arrancó una hoja larga y cortó seis
estupendos wikullos.
Tomó la delantera y entró, agachándose, por uno de los huecos del cerco de espinos.
Detrás del cerco había un espacio como de tres metros.
El río estaba fangoso, arrastraba ramas de molle y retama, se revolvía entre las grandes
piedras y salpicaba muy alto.
—¡Wallpamayu: ¡algún día te voy a atravesar con mi wikullo, frente a frente! —dijo
Bankucha, y miró la otra orilla del barranco.
Levanté mi wikullo, me agaché, encorvando el brazo, hice una flexión rápida, me estiré
como un arco, con todas mis fuerzas, y arrojé el wikullo. Recto, de plano, se lanzó silbando, y
fue a caer de filo sobre el barranco del frente, a veinte metros del río.
Salté a la orilla del precipicio, cerrando el puño; me pareció que ya no podía haber querido
en mi vida nada más que eso. ¡Qué alegría! Me daban deseos de patearle al Banku, de pura
alegría.
Se escupió las manos y levantó su wikullo del suelo. Sabía como nadie; abrió las piernas, se
agachó, levantó un poco la cabeza; en lo hondo de sus ojos había rabia. De repente, saltó, y su
brazo se estiró como un zurriago bien tirado. El wikullo se perdió en el aire, voló recto; pero en
medio del barranco se ladeó, se lanzó oblicuo hacia abajo y se desplazó sobre una piedra.
—¡Malhaya viento!
Probó con otro wikullo. Ya no era tiempo, el viento empezó a soplar fuerte, y se llevó el
wikullo, lejos, en la misma dirección de la quebrada. Por primera vez vi al Banku en apuros.
Cortaba wikullo de cuatro en cuatro, de seis en seis, me amenazaba antes de tirar cada uno.
—¡Ahora sí! ¡Eres huahua [bebé, niño pequeño] para mí, Juancha!
El mak’ta me agarró del brazo, señaló con la otra mano el sitio donde cayó mi wikullo.
—Juancha, desde tiempo has estado alcanzándome, eres buen mak’ta. Si mañana o pasado
no te igualo, vas a ser primer wikullero en Ak’ola.
Oscurecía. Los trigales jugaban con el viento del anochecer; la neblina se había subido muy
arriba y cubría el cielo en todo el horizonte; el mundo parecía envuelto en un paño ceniciento,
terso y monótono. Los grandes cerros dormitaban en la lejanía.
Por todos los caminos, los comuneros empezaron a llegar al pueblo; unos tras de sus
burros cargados de leña, otros arreando una tropita de ovejas; muchos acompañados por sus
vecinos de chacra; sus perros entraban al pueblo a carrera, persiguiéndose, dando saltos de
regocijo.
—Juancha, de ocho años más, nosotros también vamos a venir como los comuneros, con
nuestras mujeres por detrás y el chascha [perro pequeño] por delante.
Salimos al camino grande que baja a la pampa de Tullo, a la pampa madre de los ak’olas,
donde el maíz crece hasta el tamaño de dos hombres.
El tayta Ak’chi es un cerro que levanta su cabeza a dos leguas de Ak’ola; diez leguas, quizá
veinte leguas mira el tayta Ak’chi; todo lo que él domina es de su pertenencia, según los
comuneros ak’olas. En la noche, dicen, se levanta a recorrer sus tierras, con un cuero de
cóndor sobre la cabeza, con chamarra, ojotas y pantalón de vicuña. Muchos arrieros y viajeros
cuentan que lo han visto; alto es, dicen, y silencioso; anda con pasos largos, y los riachuelos
juntan sus orillas para dejarle pasar. Pero todo eso es mentira. Los pastales, las chacras que
mira el tayta Ak’chi, y el tayta también, son pertenencia de don Ciprián, principal del pueblo.
Don Ciprián sí, anda de verdad en las noches por las pampas del distrito; anda con su
mayordomo, don Jesús y dos o tres peones más; el principal y el mayordomo carabina al
hombro y revólver con forro en la cintura; los peones con buenos zurriagos; y así arrean todo
el ganado que encuentran en los pastales; a látigos los llevan hasta el corral del patrón y allí los
encierran, hasta que mueran de hambre, o los dueños paguen los “daños”, a don Ciprián de
quince, diez soles de reintegro, según su voluntad.
Sus ojos miraban al cerro con esa luz enternecedora que tenía siempre; pero ahora su
mirar era más serio y humilde.
—El tayta Ak’chi es patrón de Ak’ola, cuida a los comuneros, a las vacas, a los becerritos, a
todos los animales: todos somos hijos de tayta Ak’chi.
—¡Mentira! Nadie es padre de los comuneros; nadie, solos como la paja de las punas son.
¿El corazón de quién llora cuando a los comuneros nos desuella don Ciprián con sus
mayordomos, con sus capataces?
—Deja, Bankucha; el tayta Ak’chi es upa, no oye; sonso es como el lorito de las quebradas.
Vamos a alcanzar más bien a Teófanes; con la Gringa está subiendo por el camino.
Se molestó el escolero, pero no le hice caso, y corrí por el callejón a darle alcance a
Teófanes. Banku, al poco rato, me siguió saltando por encima de los romazales.
—¡Gringa!
Salté al cuello de la vaca madre y la abracé con fuerza. Banku llegó después, levantó la
cabeza de la Gringa por la quijada y se la puso al hombro.
La vaca se paró en el camino, resopló fuerte, y empezó a lamerse la nariz; su olor a leche
fresca nos enternecía más.
La Gringa era la mejor vaca del pueblo; el padre de Teófanes, que fue arriero, se la trajo,
tiernecita, de la costa; y como tenía algunas chacritas de alfalfa y maíz creció bien cuidadita y
gorda; se hizo grande y cuando tuvo su hijo, daba una arroba de leche al día. El padre de
Teófanes murió, cuando la Gringa estaba preñada; la viuda no tenía ahora más animales que
esa vaca. La llamaron Gringa porque era blanca entera y un poco legañosa; la queríamos los
escoleros porque íbamos a jugar todos los días a la casa de Teófanes, donde no había nadie
que nos resondrase. La viuda era buena y adoraba a Teófanes; y cada vez, por las mañanas,
muchos escoleros forasteros tomaban la leche de la Gringa, y también porque era muy mansa,
y en su boca de labios abultados, en sus ojos legañosos y azules, en sus orejas pequeñas,
encontrábamos una expresión de bondad que nos desleía el corazón, ¡Gringacha! Lo que es yo
la quería como a una madre de verdad.
—Dejen a la Gringa, me ha jalado toda la cuesta y está de mal humor, se ha cansado bien
—dijo Teófanes.
—¡Maula ak’ola! ¿No tienes alma para subir cuesta con tus pies?
—Es que ahora está comiendo en Pak’cha; allí la alfalfa es más dulce.
La Gringa empezó a subir paso a paso la cuesta; hacía un gran esfuerzo con las patas
traseras para caminar: su ubre llena se mecía y la arrastraba. Caminamos los tres largo trecho,
casi sin conversar; íbamos al pie de la Gringa. Los payk’ales y sunchus que crecían sobre los
muros del callejón se mecían con el viento y hacían bulla. Bandadas de palomas y toda clase de
aves pasaban velozmente volando muy bajo; se iban a dormir en los bosques del río grande y
en los kishuares de Wallpamayu. El cielo estaba completamente negro, por el lado del tayta
Ak’chi, y daba miedo.
—¿Sabes, Banku? Don Ciprián ha ido cuatro veces ya a mi casa para que la viuda le venda
nuestra Gringa; mi mamá no ha querido y don Ciprián se ha molestado fuerte. “A buenas o a
malas”, ha dicho, y se ha ido ajeando a su casa. Don Jesús también ha visitado de noche a la
viuda y le ha estado rogando por la vaca; dice es vergüenza para el patrón que nosotros
tengamos el mejor animal del pueblo.
—¡Ja caraya! La Gringa es de mí, de Teofacha. A mí tiene que matar primero don Ciprián
para llevarse a la Gringa.
Ya estábamos frente al muro de espinos, cerca del pueblo. No hablaba ninguno. En nuestro
corazón, de repente, creció la pena; todos mirábamos, callados, a la Gringa. Es que don Ciprián
era malo, tenía alma de Satanás y ahora le estaba dando vueltas a la Gringa; y la miraba
hambriento, con sus ojos verdes, verdes sucios, como los charcos podridos.
—¡Yaque!
—¡Yaque!
Empezaba una noche de aguacero cuando nos separamos los tres mak’tillos. Las nubes
bajaban poco a poco hasta colocarse a la verdadera altura, desde donde sueltan el granizo
primero y después la lluvia. El cielo negro, ya casi sin luz, asustaba; en el filo de los cerros
lejanos ya empezaba el aguacero, como un tul blanquizco; el viento silbaba, como siempre,
antes de la lluvia.
Las calles estaban sin gente y sin animales; los verracos mostrencos y los perros estarían en
sus casas y en la cocina de sus dueños. Gran cantidad de hojas verdes, paja y basura,
revoloteaba en el aire; el viento veloz, viento de lluvia, las revolvía y arrastraba hacia el río
grande.
Empezó a llover.
Nunca había estado así, entusiasta, hablador, animoso; como candela había en mi adentro;
quería dar saltos; mi corazón se sofocaba, como de potro cansado.
—¡Espérate!
—Éste es wikullo.
Miré la pared de una casa sin techo; hacía muchos años que esa pared nueva esperaba que
le pusieran tejado. A dos metros del suelo, el albañil había hecho poner, por capricho, una
piedra casi redonda; los escoleros le pintaron ojos, nariz y boca; y desde entonces la piedra se
llama uma (cabeza).
Me agaché, como en el barranco de Wallpamayu, agarré la piedra por una punta, encogí
mi brazo, lo templé bien, y tiré después. La piedra se despedazó en un filo de la uma,
mordiéndole el extremo de la frente.
Estaba rabioso, como nunca; mi cuerpo se había calentado y sudaba, mi brazo wikullero
temblaba un poco.
Como alocado le hablé a la piedra, a una uma; le amenacé furioso. Pero me cansé al poco
rato, y seguí mi camino andando despacio, desganado. Una tibia ternura creció de repente en
mi corazón, y enseguida sentí deseos de llorar.
Me reí despacito; estaba contento de mí, de Teófanes, de Banku, del wikullo de piedra.
Media cuadra caminé callado, tropezando con las piedras y la bosta fresca. Cuando llegué a
la esquina me paré de golpe.
—¡Ja caraya!
El aguacero empezó a bailar sobre la tierra, me golpeaba sobre las orejas y en la espalda.
Cuando llegué a la puerta de la casa de don Ciprián, me pareció que un rato antes había
peleado con alguien, y que estaba triste porque no había sabido patearle como un buen
wikullero; estaba descorazonado y miedoso.
El patio se había llenado de agua, pasé el pozo saltando por las piedras planas que servían
de puente a la cocina. En la sala, don Ciprián comía junto con su mayordomo y su mujer; en el
corredor, varios jornaleros conversaban. Entré a la cocina sacudiendo el agua de mis ojotas.
Facundacha me miró asustada.
Rodeando el fogón, los concertados de don Ciprián: José Delgado, Tomás y Antonio
Quispe, Juan Wallpa, Francisco Rondón, se calentaban cerca del fuego. Doña Cayetana, la
cocinera, servía arroz en una fuente.
—Juancha —dijo don Tomás—, cuidado no más anda; don Ciprián está con mal de rabia.
Sobre la mesa grande de la sala ardía una cera de iglesia, restos del mayordomaje de don
Ciprián; en la cabecera, el patrón se atracaba con un pedazo de carne; a su lado, doña Josefa
estaba medio dormida, y frente a ella, don Jesús miraba el mantel, como si tuviera vergüenza.
La sala estaba casi oscura; las bancas negras, altas, labradas, puestas en hilera de extremo a
extremo, parecían el luto de la sala.
Los ojos verdes de don Ciprián se pusieron turbios; así era cuando le atacaba la rabia; y
entonces parecían color cenizo. Esta noche su mirar era peor que otras veces; caían de frente
sobre mis ojos, como la luz opaca de los faroles de cuero que usan los indios andamarkas.
—¡Contesta, mocoso!
—¡Juancha! Otra vez te voy a hacer tirar látigo. Ya no hay doctor ahora, si eres ocioso te
haré trabajar a golpes. ¿Sabes? Tu padre me ha hecho perder el pleito con la comunidad de
K’ocha, yo le di treinta libras, tienes que pagar eso con tu trabajo.
—No andes con Teofacha, ese cholito dicen me amenaza; mañana, pasado, cualquier día,
su vaca tiene que caer en mis potreros. O si no, convéncele para que me venda la Gringa, hasta
un terno completo te puedo mandar hacer; en vez de tres, cuatro días irás a la escuela.
—Este muchacho está con la viuda, don Ciprián; con un poquito de leche lo compran —dijo
el mayordomo.
—¡Bueno! Nunca más vas a andar con Teofacha; si te veo, te haré latiguear. Puedes irte.
La oscuridad del patio me golpeó en los ojos; el aguacero estaba ya por terminar: del
tejado goteaba agua a pocos.
Fuerte hablé en lo negro del patio; me paré un rato para escuchar mi conciencia; seguro
tendría valor para tumbarle a don Ciprián.
Cuando cesó la lluvia empezó el ladrido de los perros. En las esquinas de la plaza los
chaschas ladraban, dos, tres horas, por puro gusto; estiraban sus hociquitos hacia el cielo
negro y gritaban enloquecidos, a veces peleaban por tropas y se mordían. Kaisercha no más, el
perro del patrón, era serio; su cabeza grande, sus ojos chiquitos, su boca de labios caídos, su
tamaño —era casi como un becerro— ponían recelosos a los comuneros. ¿Por qué no ladraba
Kaisercha? Andaba con la cabeza casi gacha, con el rabo caído, sin mirar a nadie, bien serio; a
los otros perritos del pueblo no les hacía caso y de vez en vez no más enamoraba. Los chaschas
eran muy distintos; callejeaban todo el día, con las orejitas paradas, el rabo alto y enroscado,
andaban alegres y jactanciosos en todo el pueblo. A veces, como de milagro, Kaisercha salía al
atardecer hasta la esquina de la plaza, se sentaba junto con ellos; los comuneros se detenían
un rato para oírle. La voz de Kaisercha retumbaba en la plaza, llegaba hasta la quebrada,
sonaba bien extraña, dominando el griterío de los chaschas; el ladrar de Kaisercha era corto,
grueso, casi como voz de toro, y ahí mismo se notaba que era de perro extranjero.
—Cómo serán esos pueblos, don Rikra —hablaban los comuneros—, por su perro no más
podemos pensar. Sus casas, dice, son de fierro y hay gente peor que hormiga.
—Pero, dice, son malos, se comen entre ellos; de hambre también dice, se mueren en las
calles.
Así, oyendo al Kaisercha, pensábamos en los pueblos lejanos, adonde cada año iba don
Ciprián llevando vacas y carneros; y regresaba de dos, de tres meses, trayendo realitos y soles
nuevos, brillantes, como la arena del río grande.
—Como sonsos ladran los chaschas sin tener por qué —dijo José Delgado.
—¿Acaso? Los chaschas “miran”; cuando el alma anda en lejos, ladran; pero si está en el
mismo pueblo aúllan de tristes.
—No. Kaisercha es upa, el ánima de estos pueblos no puede ver; por eso es silencioso
siempre; anda enfermo. Seguro alma de Kaisercha se ha quedado en “extranguero”, por eso al
oscurecer llora por su alma, le llama con voz gruesa. ¡Pobre Kaisercha! Su ánima estará dónde
todavía; a veinte, a treinta, a cien días de Ak’ola; nunca ya seguro va encontrar a su alma.
Doña Cayetana tenía corazón dulce; en su hablar había siempre cariño; quería al gato, al
Kaisercha, a las gallinas, y más que a todos, a los escoleros de otras partes, a esos que se iban
los sábados por las mañanitas. Me gustaba el hablar de doña Cayetana, en su voz estaba
siempre la tristeza, una tierna tristeza que consolaba mi vida de huérfano, de forastero sin
padre ni madre.
—Doña Cayetana, capaz vas a llorarte por el chascha grande también; más bien voy a irme.
José Delgado se paró para despedirse, los otros concertados también se levantaron.
En la oscuridad de la cocina, los carbones rojos del fogón se apagaban a ratos, cubiertos
por la ceniza; el viento y un poco de claridad, entraban por la ventana, que se abría cerca del
techo, en el mojinete.
Los chaschas se callaron, el viento también paró un poco; el negro duro de la noche lo
redondeó todo, y de pronto se apagó la bulla.
Nosotros, los mak’tillos, nunca pasamos mala noche si hay aunque sea un cuero de chivo
para tenderlo de cama; el sueño nos quiere.
—¡Juancha, Juancha!
—Juancha; don Ciprián está con mala rabia para ti; mañana tempranito anda con tu
segadora al cerco de Jatunrumi y carga alfalfa para los becerros, a las seis ya vas a estar aquí.
¡Juancha!
—¡Forasterito! ¡Misticha!
Ya el montón de alfalfa que había cortado era grande cuando en el lomo del Jatun Cruz
apareció el primer resplandor del sol; se extendió casi hasta la mitad del cielo y lo iluminó con
su luz brillante y alegre. La salida del sol en un cielo limpio siempre me hacía saltar de
contento. Dejé mi segadora y me senté sobre la carga de alfalfa para esperar al tayta Inti. Las
pocas nubes, que reposaban en ese lado del cielo, se pusieron muy blancas y risueñas; el cielo
claro se encendió; las cabezas de los cerros lejanos se azularon con un azul de humo; y de
repente, sobre el filo del Jatun Cruz brotó un rayo blanco.
Toda la quebrada se iluminó; los campos se hicieron más verdes, los falderíos y las pampas
se animaron; y enfrente, a un lado del Jatun Cruz, el respetado tayta Ak’chi levantó su cumbre
puntiaguda, grande, sin nubes que le taparan por ningún lado; como si fuera el verdadero
dueño de todas las tierras.
Tranquilo y resuelto hice mi carga. Tiré el tercio de alfalfa sobre mi espalda y me eché a
andar. Al pasar junto a Jatunrumi vi la huella del camino por donde Banku y algunos escoleros
más subían hasta la cima de la piedra.
Jatunrumi es la piedra más grande de Ak’ola, está sentada a la orilla del camino que va a
las punas, clavada en la ladera. Por el lado del camino no se le ve tan alta, pero mirada desde
el potrero que lleva su nombre, por la parte baja de la ladera, parece un cerro, da vueltas la
cabeza cuando se le contempla largo rato. Subir hasta la cabeza de Jantunrumi era proeza de
los escoleros mayores y más valientes.
Confiado y valiente estaba yo esa mañana. Si don Ciprián hubiera pasado a caballo por el
camino, seguro le hubiera abierto la calavera con un wikullo de piedra. El calor del sol de la
mañana, la altivez del tayta Ak’chi, la alegría de los potreros y los montes, el volar orgulloso de
los gavilanes y los killinchos (cernícalos), me enardecían la sangre; y me volví atrevido.
Tiré mi carga al suelo, salté sobre el cerco del potrero y de ahí empecé a trepar la piedra.
Mis dedos se agarraban con maña de las rajaduras, de las puntas que había en la roca; mis pies
se afianzaban fácilmente en las aristas. ¡Ni Banku, ni nadie, subía con esa maestría! En un
ratito me vi en la misma cabeza de Jatunrumi. Un viento fuerte y silbador me empujaba de la
cara hacia atrás, pero me planté tieso en la cumbre, miré todas las tierras de Ak’ola, de canto.
El pueblito aplastado en la quebrada, humilde y pobre, daba pena contemplándolo desde
Jatunrumi. Estuve buen rato pensando, oyendo al viento, mirando satisfecho los sembríos
verdes. Pero ya el sol se puso alto y desde el pueblo empezó a llegar el griterío de las vacas que
iban en busca de sus becerros. Sentí otra vez el desaliento, la pena de antes, y el odio que le
tenía a don Ciprián se despertó con más fuerza en mi pecho.
¡Malhaya vida!
¿Bajar? ¡Nunca! Jatunrumi me quería para él, seguro porque era huérfano; quería hacerme
quedar para siempre en su cumbre. Como el gorrión que ha caído en la trampa, daba vueltas
en la cumbre de la piedra sin encontrar camino. Me echaba de barriga y quería colgarme, pero
sentía miedo y me retractaba. Probé a bajarme por todos lados, y apenas avanzaba un poco
sentía espanto, mirando el camino como desde la cumbre de un barranco; empezaba a
marearme otra vez y regresaba, regresaba siempre.
Y recordé las historias que contaban los comuneros sobre los cerros, las piedras grandes,
los ríos y las lagunas.
Pero don Ciprián y don Fermín, que habían estado tantas veces en el “extranguero”, se
burlaban de esos cuentos.
—Jatunrumi tayta: yo no soy para ti, hijo de blanco abugau; ¡soy mak’tillo falsificado!
¡Mírame bien, Jatunrumi, mi cabello es como el pelo de las mazorcas, mi ojo es azul; ¡no soy
como para ti, Jatunrumi tayta!
Me serené ahí mismo, viendo a don Jesús. Estaba en su caballo moro, sin saco; a
alcanzarme no más venía, seguro. Estaba rabioso, su cara malograda por la viruela daba miedo
cuando estaba enrabiado. Pero sentí agradecimiento por él.
—¡Taytay, me has librado! Jatunrumi quería comerme —le grité desde arriba.
Se bajó del caballo, saltó el cerco del potrero; de allí subió hasta la mitad de la piedra,
porque era fácil, y me tiró su cabestro. Amarré la soga en una punta de la piedra y me solté,
agarrándome del cabestro. Caí sobre don Jesús. El mayordomo me levantó de la cintura y casi
me botó al suelo.
Me tiró sobre un graderío de la piedra. Como un gato me bajé hasta el cerco; salté al
camino y corrí para cargar mi tercio de alfalfa. Cuando levanté la carga la acomodé bien en mi
espalda, de mis manos salía bastante sangre; el cabestro me había desollado a su gusto. Sin
mirar atrás corrí por el camino; las piedrecillas del suelo se metían bajo mis ojotas, como
nunca, y me arañaban; tropezaba a cada rato y del dedo gordo de mi pie se hizo sangre.
Cuando ya estaba cerca del pueblo oí el galopar del moro; un rato después sentí un
latigazo en mi cuello.
Casi me atropelló el caballo. Don Jesús hizo fuerza para sujetarlo y regresó de nuevo con el
látigo en alto. Para librarme salté al cerco del camino y me tiré al otro lado.
—¡Mi cabestro, carago, se ha quedado en la piedra! ¡Anda, sal, cojudo! Si no, me bajo y te
mato en el sitio.
Sus ojos chiquitos, de chancho cebado, se afilaban para mirarme, ardían en su cara como
dos chispas.
—¿Sales o no sales?
—¡Taytay! ¿Cómo pues? ¡No me pegues! ¡Mi mano está con sangre, mi pie también! ¿Qué
más ya quieres?
En mi espalda hizo reventar su látigo, como si yo fuera perro o becerro mañoso. Me tumbé
de cara y me eché sobre la alfalfa. Sentí un tibio dentro de mi pecho; me pareció que mi
corazón se acababa poco a poco y que se iba a dormir para siempre.
Don Jesús se quedó callado un rato. Después se bajó del caballo y se agachó para mirarme
la cara. Seguro en mi oreja estaba la sangre que había salido de mis manos. Me tocó la cabeza
con su mano gruesa de zurriaguero, de arreador de vacas.
Me dejó otra vez en el suelo; levantó el tercio de alfalfa, lo puso delante de la montura;
saltó sobre el potro y se fue a galope.
—¡Malhaya vida!
El sol brillaba con fuerza en el cielo limpio; su luz blanca me calentaba el cuerpo con
cariño, se tendía sobre la quebrada, y sobre los cerros lejanos parecía azuleja. Los cernícalos
peleaban alegres en el aire; los pichiuchas gritoneaban sobre los montoncitos de taya y
sunchu. Todo el mundo parecía contento. En la cabecera de Ak’ola, el agua de Jatunk’ocha, de
la cual tomaba el pueblo, se arrojaba cantando sobre la roca negra.
—Ak’ola es bonito.
Algún día en Ak’ola se morirá el principal y los comuneros vivirán tranquilos, arando sus
chacras, cantando y bailando en las cosechas, sin llorar nunca por culpa de los mayordomos,
de los capataces. Querrán libremente a sus animales, con todo el corazón, como Teofacha
quiere a su Gringa. Ya nadie hará reventar tiros y matará de lejos a las vaquitas hambrientas;
porque todas las quebradas y las pampas que mira el tayta Ak’chi serán de los comuneros. Yo
también me quedaré con los “endios”, porque mi cariño es para ellos; seré buen mak’ta ak’ola.
¡Ja caraya!
—Los indios son buenos. Se ayudan entre ellos y se quieren. Todos miran con ojos dulces a
los animales de todos; se alegran cuando en las chacritas de los comuneros se mecen,
verdecitos y fuertes, los trigales y los maizales. ¿Por culpa de quién hay peleas y bullas en
Ak’ola? Por causa de don Ciprián no más. Al principal le gusta que peleen los ak’olas con los
lukanas, los lukanas con los utek’ y con los andamarkas. Compra a los mestizos de los pueblos
con dos o tres vaquitas y con aguardiente, para que emperren a los comuneros. Principal es
malo, más que Satanás; la plata no más busca; por la plata no más tiene carabina, revólver,
zurriagos, mayordomos, concertados; por eso no más va al “extranguero”. Por la plata mata,
hace llorar a los viejitos de todos los pueblos; se emperra; mira como demonio, ensucia sus
ojos con la mala rabia; llora también por la plata no más. ¿Dónde, dónde estará el alma de los
principales?
Y desde lejos le apadrinan; desde lejos vienen soldados para respeto de los principales.
Allá, seguro, hay como un padre de todos los patrones y seguro es más grande; seguro tiene
rabia y odio no más en su cabeza, en su pecho, en su alma; y don Ciprián también es
mayordomo no más de él… ¡Malhaya vida!
No los había visto. Don Ciprián y don Jesús pasaron a carrera el puente de Wallpamayu,
montando cada uno sus mejores aguilillos. El overo del patrón empezó a subir la cuesta a
galope y el moro le seguía levantando la cabeza, arqueando el cuello.
Me oculté tras un monte de k’antu. Al poco rato los dos caballos pasaron.
Cuando ya no se oía el ruido de los herrajes, salí al camino y me fui derecho al pueblo.
Doña Cayetana me frotó las manos con unto, mientras sus dulces ojos lloraban.
—¡Ja caraya! Yo soy hombrecito de verdad, doña Cayetana; eso no me duele; más bien he
escapado de Jatunrumi. Don Jesús, aunque perro, me ha librado.
El cuarto de la patrona estaba a continuación de la sala; tenía una sola puerta, era oscura.
La ventana que se abría al coso de don Ciprián era chica y alta, apenas alumbraba un poco. El
catre en que dormían los principales parecía una casa, tenía techo en forma de cúpula y una
corona en la punta; era bien alta y ancha. En un rincón del dormitorio tenía doña Josefa una
vitrina donde guardaba sus remedios.
—Sabe Dios cómo te habrán herido; bueno, eso no importa —dijo doña Josefa.
Con un algodón echó yodo a mis heridas. El ardor me hizo saltar lágrimas. Después me
envolvió las manos con un trapo suave.
—Don Ciprián se ha ido a las punas con el mayordomo; de cuatro días van a regresar —me
dijo.
—¿Cierto, señoray?
—¿Te alegras?
—A ti sí te quiero, mamita.
—¡No hay herida, mamay! ¡No hay herida! ¡Alegría no más hay en mi pecho, en mi mano
también!
Casi grité en el cuarto de la patrona. Quería bailar; como si toda mi vida hubiera estado en
jaula y de repente fuera libre. Quería echarme a correr gritando, abriendo los brazos, como los
patitos del río grande.
—¡No, mamaya!
Escapé a la carrera del cuarto; de un salto pasé las gradas del corredor y me di una vuelta
en el patio. El sol reía sobre la tierra blanca de las paredes.
Doña Josefa salió al corredor y me miró seria. Un poco avergonzado, subí las gradas y me
senté en el poyo.
La casa estaba vacía a esa hora. Los concertados venían muy temprano por su coca, y se
iban enseguida a las chacras. Doña Cayetana y Facundacha eran las únicas que se quedaban
para servir a la patrona.
Así era siempre cuando don Ciprián se iba a las punas; nunca avisaba un día ni dos antes.
En la víspera, el mayordomo ocultaba las carabinas en el camino, y por la mañana ensillaba los
mejores caballos. Antes de montar don Ciprián le decía a su mujer el lugar donde iba, y listo.
Esos días en que el patrón recorría las punas eran los mejores en la casa. Los ojos de los
concertados, de doña Cayetana, de Facundacha, de toda la gente, hasta de doña Josefa, se
aclaraban. Un aire de contento aparecía en la cara de todos; andaban en la casa con más
seguridad, como dueños verdaderos de su alma. Por las noches había fuego, griterío y música,
hasta charango se tocaba. Muchas veces se reunían algunas pasñas y mak’tas del pueblo, y
bailaban delante de la señora, rebosando alegría y libertad.
De dos, de tres días, el tropel de los animales en la calle, los ajos roncos y el zurriago de
don Jesús, anunciaban el regreso del patrón. Un velito turbio aparecía en la mirada de la gente,
sus caras se atontaban de repente, sus pies se ponían pesados; en lo hondo de su corazón
temblaba algo, y un temor frío correteaba en la sangre. Parecía que todos habían perdido su
alma.
Al día siguiente empezaban a llegar comuneros de todos los pueblos cercanos y de las
alturas; con las caras llorosas, humildes, entraban al patio. Don Ciprián los esperaba, parado en
el corredor.
—¡Taytay! —decían—. Mi animalito dice lo has traído.
—¡Tu animalito! ¿Mis pastales son de ti? Las cabras, caballos y vacas de todos ustedes han
acabado mis pastales. Una libra. O yo te daré veinte soles de reintegro. Y asunto arreglado.
Don Ciprián no cejaba nunca; se reía del lloriqueo de todo el mundo y siempre salía con su
gusto. Los comuneros recibían casi siempre los veinte soles y después se iban agachados,
limpiándose las lágrimas con el poncho. Cada vez que veía llorar a esos hombres grandes, me
asustaba del corazón de don Ciprián: “No debe ser igual al de nosotros, decía. Más grande y
duro. Grande, pero redondo; pesado, como de un novillo viejo”.
¿Y por qué cobraba una libra, dos libras, don Ciprián? Porque los animales de esos
comuneros comieron unos cuantos días la paja seca de una puna indivisa y sin cuidanza, sin
cercos. Y ni siquiera se sabía dónde empezaban las punas del patrón y dónde las de las
comunidades. Don Ciprián decía no más: “Hasta aquí es de mí”. Y todo animal que encontrara
dentro del terreno que señalaba con el dedo, se lo llevaba de “daño”.
Cada año morían reses en el corral de don Ciprián. Los comuneros, no todos le respetaban
igual; por aquí por allá, había uno que otro indio valeroso que se paraba de hombre y le
contestaba fuerte al principal; no pagaba el daño. Pero el patrón casi no le molestaba;
tranquilo hacía morir de hambre al animal; después lo hacía arrastrar hasta la puerta del
dueño. Pero cada animal muerto en su corral agrandaba el odio que le tenían los ak’olas, los
lukanas y toda la gente del distrito. A veces, muy de tarde en tarde, don Ciprián no encontraba
peones; todos los ak’olas se convenían y se negaban a ir a trabajar para el principal. Entonces
el patrón rabiaba, se ponía como loco, correteaba a caballo por todas partes, reventando tiros,
matando chanchitos mostrencos, perros y hasta vacas. Los comuneros se dejaban ganar con el
miedo y se ahumildaban; uno tras otro se sometían.
¡Por eso es mentira lo que dicen los ak’olas sobre el tayta Ak’chi! El ork’o [montaña]
grande es sordo; está sentado como un sonso sobre los otros cerros; levanta alto la cabeza,
mira “prosista” a todas partes, y en las tardes se tapa con nubes negras y espesas, para dormir
tranquilo. Por las mañanas el tayta Inti le descubre y los cóndores dan vueltas lentamente
alrededor de su cumbre. Una vez al año, en febrero, no se deja ver; las nubes de aguacero se
cuelgan de todo su cuerpo y el tayta descansa envuelto en una negra noche. Viendo eso, los
ak’olas también se equivocan; dicen que conversa con el Taytacha Dios y recibe de “Él” las
órdenes para todo el año. ¡Mentira! El Ak’chi es nada en Ak’ola, Taytacha también es nada en
Ak’ola. En vano el ork’o se molesta, en vano tiene aire de tayta, de “señor”; nada hace en esas
tierras; para el paradero de las nubes no más sirve. El taytacha San José, patrón de Ak’ola,
tampoco es dueño del distrito: en vano el 6 de agosto, los comuneros le sacan en hombros por
todas las calles; por gusto en la víspera de su día hacen reventar camaretas desde
Suchuk’rumi; en vano le ruegan con voz de criaturas. Él también es sordo como el tayta Ak’chi;
es amiguero, más bien, del verdadero patrón, don Ciprián Palomino; porque en su fiesta el
principal le besa en la mano, y no como los ak’olas en una punta de la capa; a veces hasta se
ríe en su delante y echa ajos roncos con confianza. ¡Don Ciprián, sí! Don Ciprián es rey en
Ak’ola, rey malo, con un corazón grande y duro, como de novillo viejo. Don Ciprián se lleva las
reses de cualquiera; de él es el agua de todas las acequias, de todas las lagunas, de todos los
riachuelos; de la cárcel. El tayta cura también es concertado de don Ciprián; porque va de
puerta en puerta, avisando a todos los comuneros que se engallinen ante el principal. Don
Ciprián hace reventar su zurriago en la cabeza de cualquier ak’ola; no sabe entristecerse nunca
y en el hondo de sus ojos arde siempre una luz verde, como el tornasol que prende en los ojos
de las ovejitas muertas. Cuando ven la plata no más sus ojos brillan y se enloquecen.
Todo el día estuve en el corredor, sentado sobre un cuero de llama. El día fue bueno; el sol
brilló hasta muy tarde, y no hizo viento. Ya casi al anochecer se elevaron nubes de todas partes
y taparon el cielo, pero no pudo llover.
Y así fue.
Al oscurecer llegaron los concertados y los peones. Cuando supieron que don Ciprián se
había ido a las punas, se reunieron alegremente en el patio y empezaron a conversar como si
estuvieran en su casa.
—Seguro. Dice le has palabreado a la Emilacha, de don Mayta; a ver si el año bueno te
hace alcanzar para ella más.
Los dos ak’olas se agarraron pico a pico; sin rabiar de veras, tranquilos, se insultaban para
hacer reír a los demás.
—Huahua eres, don Tomás. ¿No han visto ustedes a los pollitos? Tienen el trasero inflado,
como botija igual que don Tomás.
—Espera un ratito, don José. ¿No le han visto la cara al gato cuando está orinando? ¡Ja
caraya! Bien serio, como un cura en oración se pone; pero causa risa el pobrecito. ¿Mírenle la
cara, a ver, don José?
Don Tomás vencía siempre, tenía fama en Ak’ola, era el campeón del insulto. Los
domingos, en los repartos de agua, don Tomás era principal en la tarde. Antes de empezar el
reparto los comuneros le rodeaban. El corredor de la cárcel se llenaba de gente. Uno se atrevía
a desafiarle:
Los escoleros nos subíamos a los pilares del corredor para ver la cara que ponía al insultar
y para oír mejor. Dos, tres horas se reían los ak’olas; dos, tres horas, mientras don Ciprián
llegaba y mandaba al reparto.
José Delgado era discípulo de don Tomás. Los dos trabajaban de concertados en la casa de
don Ciprián.
La pelea terminó cuando doña Cayetana hizo llamar a los peones para la cena. Ya en ese
momento José Delgado no hablaba; sentado sobre un tronco de molle que servía de estaca
para amarrar caballos, oía los insultos de don Tomás, con la boca abierta, sin reírse,
aprendiendo. Los otros mak’tas llenaban la casa a carcajadas; algunos hasta pateaban el suelo
y sus risas crecían a cada rato. Para eso estaba lejos el patrón. Nunca se hubieran reído así
delante del principal.
Toda la gente de la casa se reunió en el corredor. Junto a la sala se sentó doña Josefa, en
su sillón grande; en el que servía el 6 de enero para hacer el trono de Herodes. A un lado y a
otro, sobre el poyo, algunos concertados que se quedaron para conversar con la patrona. Doña
Cayetana, Facundacha y las pasñas Margacha y Demetria, que vinieron a la casa por encargo
de la señora, se sentaron juntas.
Casi no nos veíamos la cara; el corredor estaba semioscuro y el silencio de la calle entraba
hasta la casa. Desde el fondo de la noche, las estrellas pestañeaban, sus lucecitas se quedaban
ahí, pegadas en el cielo negro sin alumbrar nada.
Sobre las pampas frías, junto al ischu, silbador, recibiendo el agua y la nieve de los
temporales, las vicuñitas gritan, mirando tristemente a los viajeros que pasan por el camino.
Los indios tienen corazón para este animalito, le quieren, en sus ojos turbios prende una
ternura muy dulce cuando se le quedan mirando, allá, sobre los cerros blancos de la puna,
mientras ellas gritan con su voz triste y delgada:
Wikuñitay, wikuñita.
Wikuñitay, wikuñita.
Wikuñitay, wikuñita.
Ellos se quejan a la wikuñita; a la torcaza, al árbol, al río, le cuentan sus penas. Desde
mak’tillos aprendemos a querer a los animales, a los luceros del cielo, al agua de los ríos.
Wikuñitay, wikuñita:
lloraremos hasta que muera el corazón, hasta que mueran nuestros ojos;
Wikuñitay, wikuñita.
—No hay como tú, nadie, cantando tristes. Las tonadas de puna te gustan, como si
hubieras nacido en Wanakupampa.
—Pero ahora no estamos para llamar a la puna; más bien, mamita, cantaremos un
kachaspari sanjuanino.
—¡Eso es!
Doña Josefa tocó “Lorito”, el huayno alegre de la quebrada. Doña Josefa era guitarrista de
verdad.
Los dos waynas (jóvenes) empezaron a bailar al estilo sanjuanino: el hombre con el
pañuelo en alto, dando vueltas como gallo enamorado alrededor de la pasña; Margacha
zapateaba en el mismo sitio, balanceando el cuerpo, coqueteando con Crisucha.
Doña Josefa rasgaba fuerte la guitarra; los concertados y las otras mujeres palmeaban, y le
daban ánimo a la pareja. Sin necesidad de aguardiente y sin chicha, doña Josefa sabía
alegrarnos, sabía hacernos bailar. Los comuneros no eran disimulados para ella, no eran
callados y sonsos como delante del principal; su verdadero corazón, le mostraban a ella, su
verdadero corazón sencillo, tierno y amoroso. ¿Acaso el Crisucha que bailaba esa noche con
tanta prosa, levantando airoso la cabeza y dando vueltas a Margacha como un gallo fino a sus
gallinas, era igual al otro Crisucha, a ese que saludaba humilde al patrón, encorvándose,
pegándose a la pared como una chascha frente al Kaisercha?
—¡Don Ciprián es como Satanás! —le dije rabiando a mi alma—. ¡Su mirar no más
engallina a los comuneros!
Esa noche, la bulla de los mak’tas y de las pasñas alegres no me gustó como otras veces;
pensaba mucho en don Ciprián; se había clavado muy adentro en mi vida; por cualquier cosa le
recordaba y la rabia hacía saltar mi corazón. En vez de retozar en el corredor como una
vizcacha alegre, me salí a la calle como quien va a orinar.
Yo, pues, no era mak’tillo de verdad, bailarín, con el alma tranquila; no, yo era mak’tillo
falsificado, hijo de abogado; por eso pensaba más que los otros escoleros; a veces me
enfermaba de tanto hablar con mi alma, pero de don Ciprián hablaba más. Otras veces sentía
como una luz fuerte en mis ojos.
—¿Y por qué los comuneros no le degüellan en la plaza, delante de todo el pueblo?
—¡Eso sí! —gritaba—. ¡Como a toro mostrenco, con el cuchillo grande de don Kokchi!
Esa noche miré hasta las punas. Las estrellas alumbraban un poco a los cerros lejanos;
Osk’onta, Ak’chi, Chitulla, parecían durmiendo tranquilos en el silencio.
—¡Estará rajando el lomo de las pobres vaquitas que han entrado de daño en sus pastales!
A una que otra las tumbará de un balazo. Mañana, pasado, llegará aquí, haciendo sonar sus
espuelas, mirando enojado con sus ojos verdosos. Después llorarán los viejecitos de
Wanakupampa, de Lukanas, de Santiago. ¡Malhaya vida! ¿Por qué los comuneros ak’olas,
puquios, andamarkas, lukanas, chillek’es no odiarán a los principales, como yo y Teofacha a
don Ciprián? ¡Como a sapo le reventaríamos la panza a pedradas!
Daba vueltas frente al zaguán del principal; la rabia me calentó la cabeza y como un gato
juguetón, daba vueltas, buscando mi sombra.
Hasta el primer canto del gallo, doña Josefa nos hizo bailar en el corredor. Todos los estilos
de huayno cantamos con la guitarra: estilo Puquio, Huamanga, Oyolo, Andamarka, Abancay. Al
último doña Josefa cantó su huayno:
Don Ciprián trajo a doña Josefa desde Chalhuanca; allá fue de viajero, como hombre de
paso, y ahora era su señor, como su patrón, porque a ella también la ajeaba y golpeaba. Doña
Josefa era humilde, tenía corazón de india, corazón dulce y cariñoso. Era desgraciada con su
marido; pero vino a Ak’ola para nuestro bien. Ella nos comprendía, y lloraba a veces por todos
nosotros, comenzando por su becerrito Juancha. Por eso los ak’olas le decían mamacha, y no
eran disimulados y mudos para ella.
—Mamacha, no cantes eso —le dijimos todos. Destempló rápidamente todas las cuerdas
de su guitarra y se bajó de la silla.
Los concertados y las pasñas se despidieron de doña Josefa, estrechándole la mano con
respeto.
—Que duermas bien, mamita, suéñate con el cielo —dijo doña Cayetana.
—¡Mamita! ¿Por qué será tan perro don Ciprián? Le odio, mamay, porque te pega en tu
cara de mamacha, porque quiere llevarse a la Gringa hasta el extranjero, porque es perro y
sucio.
En los ojos de la mamacha prendió una honda tristeza, todo el amargo de su vida se apretó
en sus ojos.
—¡Pero los indios te quieren, mamita! Comuneros saben que tu corazón es bueno. Para
nosotros eres, no para don Ciprián.
La tristeza de sus ojos se apagó de repente cuando se acordó de la Virgen, y una humildad
de chascha se reflejó en su cara.
—¡Mamacha Candelaria!
Los gallos cantaron otra vez. La abracé a mi patrona y me fui a dormir. Casi ya no tenía
rabia, ni pena; doña Josefa me contagió su humildad y me dormí bien, como buen mak’tillo.
Los ak’olas hablaban con alegría de la ausencia del principal; sólo algunos que tenían
animales en los pastales de la puna estaban tristes; pero eran pocos. Ak’ola casi no tiene
punas; las estancias de don Ciprián pertenecen a Lukanas, el pueblo más próximo al distrito de
Ak’ola. Don Ciprián se apoderó por la fuerza de las tierras comunales de Lukanas, les hizo
poner cercos y después trajo al juez y el subprefecto de la provincia; las dos autoridades le
dieron papeles y desde ese momento don Ciprián fue dueño verdadero de Lukanas y Ak’ola.
Pero el patrón vivía en Ak’ola porque el pueblecito está en quebrada y es caliente, Lukanas es
puna y allí hace frío. Por eso, cuando don Ciprián iba a recorrer las punas, traía animales de
lukaninos, de los wanakupampas y de otras comunidades; de vez en vez caía una vaca de los
ak’olas.
Hablando francamente, los ak’olas no se llevaban bien con los lukaninos; todos los años se
quitaban el agua, porque los terrenos de los dos pueblos se riegan con el agua de Jatunk’ocha,
una laguna grande que pertenece por igual a los dos pueblos. De los siete días de la semana, el
yaku punchau [día del agua] jueves era para los ak’olas, el miércoles del cura y los demás días
para el principal, don Ciprián Palomino. El patrón les daba voluntariamente uno o dos días a los
demás mistis de los dos pueblos. Pero los lukanas, apoyados por don Ciprián, querían tapar la
laguna desde las tres de la tarde del jueves, y por eso eran las peleas. Desde tiempos antes las
dos comunidades se tenían mala voluntad. En carnavales y en la “escaramuza”, lukaninos y
ak’olas peleaban, como en juego, hondeándose con manzanas y desafiándose a látigos; pero
en verdad, se golpeaban con rabia y todos los años morían uno o dos por bando. Nosotros, los
escoleros, también jugábamos a veces imitando a los dos pueblos: nos dividíamos en dos
partidos, ak’olas y lukanas, y peleábamos a pedradas y látigos; muchos salían con la cabeza
rota y sangrando. En wikullo hacíamos lo mismo; yo era lukana y Bankucha ak’ola.
No había, pues, mucho peligro para los ak’olas cuando el patrón iba a recorrer las punas; al
contrario, andaban alegres, libres, animosos; hasta el día era más claro y el pueblo mismo
parecía menos pobre.
Pero nosotros los escoleros aprovechábamos mejor el viaje del principal; nos hacíamos
dueños de la plaza y del coso del pueblo. Nos reuníamos al atardecer en el corredor de la
cárcel. Bankucha organizaba algún juego y gritábamos a nuestro gusto, sin temor a nada, como
mak’tas libres. Nos reíamos fuerte, llenábamos el cielo con nuestra alegría.
Esto no se podía hacer cuando don Ciprián estaba en el pueblo. Entonces jugábamos
callados, como sonsos, escogíamos los juegos más humildes: la troya, el lek’les, el ak’tok;
todos, juegos de tinka (boliches); porque si gritábamos muy fuerte, don Ciprián salía a la
puerta de su tienda que da a la plaza, echaba cuatro ajos con su voz de toro, y todos los
mak’tillos escapaban por las esquinas; la plaza quedaba en silencio, vacía, muerta como el
alma del patrón.
Los escoleros ak’olas saltaron de todas partes y corrieron hacia la puerta de la cárcel.
—Dos, tres, cinco, diez —Bankucha silbó fuerte con la uña entre los dientes. Por las cuatro
esquinas aparecieron los mak’tillos, corriendo con las manos en alto.
—¡Kuchi mansay!
—¡Bankucha! ¡Mayordomo!
—Veintinueve. Completo. A ver: cinco, con Juancha por chancho de doña Felipa; tres con
Teofacha a la Amargura; tres a Bolívar; cuatro a Wanupata… Yo con tres en el coso. ¡Yaque!
La plaza estaba alegre; en las cuatro esquinas y en la puerta de las tiendas, conversaban
separadamente comuneros y mistis.
El cielo estaba limpio y el sol alumbraba, como riéndose de verdad. El pueblo y el campo
verde parecían más anchos, más contentos que otras veces. Nosotros, los escoleros ak’olas,
corríamos por las calles buscando chanchos mostrencos, con la cara al sol, libres, felices,
porque el Dios de Ak’ola estaba lejos. Los otros mistis eran nada, calatos, rotosos, sólo cuando
estaban borrachos y al lado de don Ciprián se hacían los hombres y abusaban.
El chancho rubio de doña Felipa era el padre, el patrón de todos los kuchis ak’olinos; por su
tamaño parecía un burro maltón; tenía una trompa larga, casi puntiaguda; orejas anchas como
hojas de calabaza; y cuando corría, esas orejas sonaban igual que matracas; pero era flaco y
chúcaro, cabizbajo y traicionero. El kuchi de doña Felipa era para el mayordomo de los
escoleros: Banku Pusa.
Doña Felipa era la vieja temible de Ak’ola; vivía solita en un caserón antiguo, frente a un
pampón que en tiempo de lluvias se llenaba de agua y formaba laguna. Era beata y tenía para
su uso una llave de la iglesia. Decían que todas las noches iba a la iglesia a hacer rezar a las
almas. Muchas veces, al amanecer, cuando todo estaba oscuro todavía, yo la encontraba
saliendo de la iglesia, toda agachada, envuelta en su pañolón verde y caminando despacito.
Los escoleros le teníamos miedo; era muy seria, rabiosa, odiaba a los chiquillos y tenía unos
bigotes muy negros y largos. Por eso en comisión por su chancho fui yo con cuatro ayudantes.
El chiquero del kuchi estaba frente al caserón de doña Felipa; la puerta tenía doble pared,
era alta; pero entre los cinco botamos las piedras y limpiamos la salida en un rato. Cuando vio
la puerta franca, el kuchi agachó la cabeza y pensó un momento; después, dio un salto y
escapó a la pampa. Corrimos tras de él, látigo en mano, y lo enderezamos hacia la plaza. El
kuchi grande corría tan fuerte como una potranca, era liviano porque estaba flaco; sus orejas
sonaban como las matracas de Viernes Santo.
Retozaba el bandido; él también estaba alegre, tiraba hasta lo alto las patas traseras y
latigueaba el aire con el rabo.
—¡Ahora te voy a ver, kuchi, cuando Bankucha te monte! —le decíamos los mak’tillos.
Entramos galopando a la plaza. Cuando vieron al kuchi rubio de doña Felipa, los escoleros
se palmearon.
Había muchos comuneros en la plaza, parados en las esquinas, en el rollo [pared circular
que rodeaba y defendía el eucalipto de la plaza] y en las puertas, miraban sonrientes los
preparativos del kuchimansay. Varios principales, con el gobernador y el alcalde, tomaban
cañazo en la tiendecita de doña Segunda; hablaban casi gritando y parecía que iban a pelear.
Trabajamos un poco para encerrar al kuchi de doña Felipa. Cuando entró al coso, los otros
chanchitos se arremolinaron y se juntaron en un rincón; le tenían miedo al kuchi grande, pero
éste corrió y se entropó con los chanchos negros; parecía el padre de todos ellos.
Banku, capataz de los escoleros, se fue derecho sobre el chancho grande; nosotros hicimos
corral con nuestros cuerpos alrededor de la tropa de chanchos. Los kuchis rozaban la pared
con sus trompas y gruñían.
¡Era valiente! Saltó como un puma sobre las orejas del kuchi grande.
—¡Yaque!
El chancho pasó como un toro bravo, rompiendo el cerco que hicimos agarrándonos de las
manos. Pero el mayordomo de los escoleros ak’olas era de raza, tenía el corazón de los
comuneros wanakupampas, indios lisos y bandoleros. El kuchi barría el suelo con el cuerpo del
Banku; pero el mak’ta, de repente, puso una pierna sobre el lomo filudo del cerdón, se
enderezó después y cruzó las piernas sobre la barriga del kuchi, y gritó:
—¡Abran, carago!
Froilán tiró la puerta del coso y el chancho saltó a la plaza; todos los escoleros le seguimos.
El kuchi grande de Ak’ola galopó desaforado hacia la esquina por donde había entrado a la
plaza; sacudía al mak’tillo Banku como a una enjalma.
Ya casi al llegar a la esquina, el cerdón se tumbó, cansado; Banku rodó por encima de la
cabeza del chancho y cayó de pecho al suelo; pero se paró ahí mismo; levantó el brazo derecho
y empezó a danzar silbando la tonada del tayta Untu.
—¡Que viva!
Abrimos cancha y el mak’tillo se animó de verdad; bailó como un maestro danzante; los
indios corrieron a nuestra tropita y todos juntos formamos una tropa grande de comuneros.
Bankucha sudaba, pero a ratos se animaba más, daba vueltas como un trompo, sus pies
casi no tocaban ya el suelo. ¡Era un dansak’ padre!
Todos los comuneros se callaron; sus ojos miraban complacidos y amorosos a ese mak’tillo
que era hijo de la comunidad de Ak’ola y sabía danzar igual que los maestros de Puquio y
Andamarka. Pero en ese silencio sonó fuerte y clara la voz borrachosa de don Simón Suárez,
alcalde de Ak’ola.
—¡Indios! ¡Carajo!
Don Simón quiso venir hacia nosotros, pero bajó mal las gradas de la tienda, se cayó de
cabeza y se rompió el hocico en la piedra. Todos los comuneros se rieron.
Pero con don Ciprián no hubieran podido; él hubiera reventado su balita en la plaza, y los
comuneros se hubieran engallinado. Don Ciprián tenía alma de diablo, y le temían los ak’olas.
Sólo Teofacha, yo y el Banku estábamos juramentados. No había principales para nosotros,
todos eran mistis maldecidos.
—¡Juancha! ¡Juancha!
Me levanté de un salto.
—¡Juancha! ¡Juancha!
Corrí saltando sobre las piedras blancas del patio y llegué al zaguán; en ese momento doña
Josefa prendió la luz en su dormitorio. Levanté el cerrojo y abrí la puerta. Una mancha blanca
tropezó con mis ojos.
Don Jesús hizo reventar su zurriago y echó un ajo indio. Primero entró al patio un burro,
después, el bulto blanco, grande y largo; era una vaca. Sentí miedo.
—Hoy día, por estar ausente don Ciprián, Teofacha no ha ido por su Gringa… Pero es
mentira. De chacra ajena don Ciprián no va a sacar vaca de nadie.
Los caballos entraron al patio roncando, y golpeando fuerte sus herrajes sobre la piedra.
Don Ciprián saltó de su caballo; no tenía espuelas, ni don Jesús tampoco. Don Ciprián corrió él
mismo a la puerta del corral, y la abrió. Don Jesús arreó apurado los dos animales. El patrón
regresó rápidamente; subió de un salto los tres escalones que hay entre el corredor y el patio.
Doña Josefa salió en ese momento al corredor.
—Bien, hija. Pero no traigas luz, no hay necesidad. Jesús: desensilla las bestias, y que
Juancha las arree hasta el canto del pueblo; que las enderece a la pampa, que no se vayan al
camino de la puna.
Yo me acerqué al mayordomo.
—¿Qué tal pues, Juancha? Seguro has jugado estos días. ¿No?
Las bestias estaban sudorosas y cansadas. “Parece que han subido cuesta”. Y me asusté
peor que antes. De la puna se viene de bajada y los animales nunca sudan mucho.
—¡Ya, Juancha!
Le dio un latigazo en el lomo al overo de don Ciprián, el caballo zafó a la calle y el moro le
siguió. Yo salí después.
Corrí tras de las dos bestias, a carrera abierta. El overo sonaba fuerte las narices, y
galopaba con gran alegría. ¿Qué le importaba yo a él? Ni sabía que le seguía, que debía ganarle
el camino y espantarlo hacia el callejón que va a la pampa. Corrían como endemoniados. Yo no
los veía bien porque todo estaba oscuro, pero sentía los golpes de sus herrajes sobre el suelo.
No pude alcanzarlos. Cada vez, el tropel de las dos bestias se sentía más lejos.
Me eché a correr más fuerte; tiré el cuerpo adelante e hice de cuenta que estaba en
apuesta con Teófanes, y que debía ganarle, para que el Banku me abrazara. Pero en vano.
Cuando llegué al canto del pueblo, ya no sentía los pasos del overo; se perdieron en la
oscuridad.
El viento frío que corría por la quebrada me golpeó en la cabeza. El cielo parecía lleno de
un polvo más negro que el hollín; estaba como duro, me ajustaba por todas partes. Tuve
miedo y regresé a carrera.
—¿Por qué el patrón ha regresado de noche, como nunca? ¿Por qué ha traído dos
animales no más?
Me acerqué a la puerta del corral y miré; enfrente, junto a la pared, estaba el animal
blanco; abrí bien los ojos y miré mucho rato sin pestañear. Nada. Al poco rato oí bien claro el
rumiar de la vaca.
Corrí a la cocina.
—Está muy oscuro. Pero es vaca, mamaya, grande, blanca, como la Gringa de Teofacha.
Hoy no ha arreado a la Gringa, la ha dejado en su potrero porque el principal estaba en las
punas. A propósito, seguro fue don Ciprián, por trampa, para robarle a la Gringa. ¡Mamaya,
ahora se la va a llevar a “estranguero” o la va a secar de hambre en su corral! En corazón de
principal no hay confianza, peor que de perro rabioso es.
—Capaz no es la Gringa, Juancha. Aunque sea principal, de chacra extraña, no saca animal
de otro. Seguro no es la Gringa, seguro.
—Mamitay, ¿de verdad crees que don Ciprián respeta chacra de otro?
—Como patrón, a oscuras, no puede sacar a la Gringa del potrero de Teófanes. Don Ciprián
es más rabioso. De día hubiera arreado a la Gringa. De noche, como ladrón, no.
Pero no había ya tranquilidad para mí desde esa hora. Creo que el olor de la Gringa sentí
cuando el animal blanco entró al patio; creo que en su aliento la reconocí, porque no le hacía
caso a doña Cayetana, ni lo que yo pensaba.
Mi corazón lloraba. Mi corazón sabía reconocer, hasta en lo negro de la noche, a todos los
que quería. Todos los mak’tillos somos iguales.
—¡Nadie ya puede, mamaya, nadie ya puede! Sobre el suelo duro se va a secar, poquito a
poco, como las otras vaquitas. Sus huesos no más, ya, el Satanás le hará arrastrar hasta la
puerta del Teofacha. ¡Pero le voy a matar mamaya, con wikullo de piedra, en el camino que va
a la pampa!
Como otras veces, doña Cayetana me apretó contra su pecho para consolarme.
En el cielo de Ak’ola brillaban todavía algunas estrellitas; el cielo estaba casi rosado y las
nubes extendidas sobre los cerros dormían tranquilas. Los zorzales y todos los pajaritos del
pueblo gritoneaban sobre las casas, sobre los árboles; se perseguían aleteando, saltando en los
tejados, en los romazales de las calles.
Los ak’olas amanecían para sufrir. Don Ciprián, su dueño, desde la salida del sol, empezaría
a echar ajos a todos los comuneros. Sólo los pichiuchas eran alegres, cuando el principal
estaba en el pueblo.
—¡Teofacha, Teofacha! ¡La Gringa creo que está en el corral de don Ciprián!
Llegamos junto a la pared del corral. En un extremo, la pared tenía varios huecos hasta la
cumbre, nosotros los hicimos para mirar a los “daños”.
Saqué la cabeza por encima del muro. La Gringa estaba echadita sobre el barro podrido del
corral. Puse mis brazos sobre el pequeño techo de la pared y la miré largo rato. El Teofacha
gritaba desde abajo.
Salté al suelo.
Nos miramos frente a frente, al mismo tiempo. Los ojos del Teofacha se redondearon, en
el centro apareció un puntito negro, filudo, ardiente, después se llenaron de lágrimas.
Me sentía valiente. Mi corazón estaba entero, porque había decidido apedrear a don
Ciprián.
Teofacha se tiró de pecho contra mí y me apretó entre sus brazos, como si yo le hubiera
salvado del rayo. Después me soltó y se puso serio; sus ojos ardían.
—¿Te acuerdas, Juancha, de don Pascual Pumayauri? Regresó de la costa y quiso levantar a
los ak’olas y a los lukanas contra don Ciprián. Don Pascual era comunero rabioso, comunero
valiente, odiaba como a enemigo a los principales. Pero los ak’olas son maulas, son humildes
como gallo cabestro. Le dejaron abalear en Jatunk’ocha a don Pascual. Él quería tapar la laguna
para los comuneros, contra el principal; pero don Ciprián lo tumbó de espaldas sobre el barro
de Jatunk’ocha, y en el mismo pecho le metió su balita. Ahora Teófanes y Juancha, mak’tillos
escoleros, vamos a vengar a don Pascual y a Gringacha. ¡Buen mak’ta, inteligente eres,
Juancha!
—¡Carago!
Con nuestra voz delgada de escoleros hablamos el ajo indio. En nuestro adentro nos
sentíamos de más valer que todos los ak’olas, que todos los lukanas, que los sondondinos, los
andamarkas.
Como fiesta grande había en nuestra alma. La rabia y el cariño se encontraban en nuestro
corazón y calentaron nuestra sangre.
Como a los indios de Lukanas, don Ciprián recibió a la viuda; parado en el corredor de su
casa, con gesto de fastidio y desprecio.
—Tu vaca ha comido en mi potrero, y por la lisura cobro veinte soles —gritó antes que
hablara la viuda.
—¿En qué potrero, don Ciprián? La Gringa ha estado en mi chacra, y de ahí la has sacado,
anoche, como ladrón de Talavera.
—¡Talacho [de Talavera, donde sus habitantes tenían fama de abigeos], ladrón!
—¡Juancha!
Me acerqué hasta las gradas. El patrón no tenía ya la mirada firme y altanera con que
asustaba a los lukanas; parecía miedoso ahora, acobardado, su cara se puso más blanca.
—Dile a la viuda que le voy a mandar ochenta soles por la Gringa. De verdad la Gringa no
ha hecho daño en mi potrero, pero como principal quería que doña Gregoria me vendiera su
vaca, porque para mí debe ser la mejor vaca del pueblo. Si no, de hombre arrearé a la Gringa
hasta Puerto Lomas, junto con el ganado. ¡Vas a regresar ahí mismo!
Yo sabía que la viuda no vendería nunca a la Gringa, pero corrí para obedecer a don Ciprián
y por hablar con el Teofacha.
La viuda y el escolero llegaban ya a la puerta de su casa, cuando los alcancé. Las calles
estaban vacías y sólo dos mujeres lloraban siguiendo a la viuda. El Teofacha temblaba, parecía
terciamiento.
—Doña Gregoria: don Ciprián dice que te va a dar ochenta soles por tu vaca. Dice que de
verdad no ha hecho daño y la ha sacado de tu potrero, porque es principal y quiere tener la
mejor vaca del pueblo. Si no le vendes dice va a llevar a la Gringa hasta el extranjero.
El patrón levantó su cabeza con rabia y se fue, apurado, a la puerta del corral; la abrió de
una patada y entró. Yo le seguí.
Don Ciprián se acercó hasta la Gringa, sacó su revólver, le puso el cañón en la frente e hizo
reventar dos tiros. La vaca se cayó de costado, y después pataleó con el lomo en el suelo.
Don Ciprián me miró como a una cría de perro: metió el revólver en su funda y salió al
patio.
—¡Mamacha, Gringacha!
Me eché al cuello blanco de la Gringa y lloré, como nunca en mi vida. Su cuerpo caliente,
su olor a leche fresca, se acababan poco a poco, junto con mi alegría. Me abracé fuerte a su
cuello, puse mi cabeza sobre su orejita blanda, y esperé morirme a su lado, creyendo que el
frío que le entraba al cuerpo iba a llegar hasta mis venas, hasta la luz de mis ojos.
Ese mismo día, don Ciprián nos hizo llevar a látigos hasta la cárcel. Los comuneros más
viejos del pueblo no recordaban haber visto nunca a dos escoleros de doce años tumbados
sobre la paja fría que ponen en la cárcel para la cama de los indios presos.
En un rincón oscuro, acurrucados, Juancha y Teofacha, los mejores escoleros de Ak’ola, los
campeones en wikullo, lloramos hasta que nos venció el sueño.
Don Ciprián fueteó, escupió, hizo llorar y exprimió a los indios, hasta que de puro viejo ya
no pudo ni ver la luz del día. Y cuando murió, lo llevaron en hombros, en una gran caja negra
con medallas de plata. El tayta cura cantó en su tumba, y lloró, porque fue su hermano en la
pillería y en las borracheras. Pero el odio sigue hirviendo con más fuerza en nuestros pechos y
nuestra rabia se ha hecho más grande, más grande…