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Hormigas en La Playa - Rafa Moya

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Hormigas

en la playa narra la historia de una obsesión. La obsesión de


Eric por Pau, un amigo de juventud. Ambos se reencuentran treinta años
más tarde de haberse perdido de vista, en una reunión de antiguos
alumnos. A partir de ahí, Eric intenta recuperar la relación que tuvieron
en el pasado y para ello emprende una supuesta operación de acoso
basada en una nostalgia quizá mal planificada. Para algunos, una
historia de amor, para otros un novela de suspense, quizá una novela
urbana, psicológica, oscura, cerrada, emotiva, vital y para todos una
novela impactante y difícil de olvidar.
Rafa Moya

Hormigas en la playa
Título original: Hormigas en la playa
Rafa Moya, 2015

Revisión: 1.0
28/03/2019
A María José
Some of them want to use you
Some of them want to get used by you

Sweet dreams, Eurythmics

La vida se compone de infinitos instantes pero pocos sobreviven al olvido. A


veces son recuerdos triviales, en ocasiones absurdos, que obstinadamente salen a
nuestro encuentro, otros son imprevistos, incluso trágicos y algunos como los de
aquella noche, esperados y vividos con la firme convicción de que serán
recordados.
Pau salió de su casa para ir al pasado, no por una puerta en el techo, ni
siquiera por una abertura circular como había pensado siendo niño que podría ser
su futura casa, sino por una puerta idéntica a la de cientos de casas adosadas.
Era una tarde de sábado, a principios de un verano que se presentaba
caluroso. El sol, que durante todo el día había estado en prácticas, se retiraba
ensombreciendo los jardines traseros de los adosados.
Pau enfiló la calle con su moto alemana y antes de girar hacia la autopista
miró hacia su casa y pensó que su mujer estaría enfrascada en una de sus
ilusiones rutinarias, la preparación de la próxima salida con sus amigos, o quizá
un fin de semana en algún hotelito encantador del sur de Francia. Vaya mierda.
Minutos después, mientras conducía a toda velocidad por la autopista que
discurría paralela a la costa, Pau recordó la ventana emergente del ordenador que
meses atrás le había avisado de un correo electrónico. Recordó como durante los
dos segundos que había durado el aviso en la pantalla no se había atrevido a
mover un dedo y menos para clicar y ver su contenido. Ya no toleraba todo
aquello que podía romper su rutina y menos un correo de Marta, a la que no
había vuelto a ver en más de veinte años, cuyo asunto era: cena promoción 1985.
No debería ir a esa cena, pensó Pau mientras aceleraba.
La adrenalina que desprendía la velocidad disparaba su imaginación.
Alguno dirá que tiene una empresa de recambios para motores de inyección,
oye y me va muy bien, sí, y dos hijos preciosos. Otro presumirá de ser project
manager de Gilipollas Consultant. Y algunos no dirán nada, como ese con
pantalones de pinza pasados de moda. Y otro, a mí me han prestado pasta para
venir, me da igual, ante todo está la dignidad. Y el de la barba se presentará
como catedrático de instituto y contará que se irrita si alguien no recicla. No,
perdona, los platos rotos no van al contenedor verde. Y por supuesto, en los
postres, yo me subiré a una mesa pidiendo un brindis para celebrar que Pau, el
admirado Pau del instituto, el gran Pau, el líder, el que siempre se había subido a
la mesa para soltar su última ocurrencia, explicará que se había convertido en
uno más, hija, mujer, adosado y trabajo mediocre. Y me lanzarán trocitos de pan
o me mirarán con pena. Pobrecito, con lo que prometía, se ve triste y no debería
ser así.
Me estoy inclinando demasiado. Casi toco el asfalto con la rodilla.
¿Y si me mato? La moto se destrozaría. Tengo que dar la vuelta, volver a
casa, volver a mi tranquilo barrio y dejarme de tonterías, pensaba Pau mientras
veía de reojo el cartel de salida con posibilidad de cambio de sentido. Podría
cambiar de carril, una pequeña inclinación suave y saldría de la autopista. Hay
que ir a esa cena, total, no seré muy distinto de los demás. Nadie se va a
preocupar por mí. Vamos.
¿Por qué no ponen el intermitente? ¿Qué se creen? Algún día me mataré en
esta miserable autopista. No está bien morir así. No es romántico. ¿O sí?
Además, veré a Ester.
La recordaba, veinte años atrás, en la clase, saliendo del instituto, en los
bancos de madera del bar donde solían quedar. Ester, cogiéndole del brazo las
tardes frías de invierno cuando salían del teatro después de estar toda la tarde
ensayando. Ester inmensa con sus rizos negros.
Cuidado con ese coche rojo. Recordó la pierna ortopédica de Ester apoyada
en la cama con las sábanas verdes del hospital. ¿Se puede conducir una moto con
una pierna ortopédica?
Además, veré a Eric.
Su amigo de la infancia, adolescencia y juventud. Su sombra, solitario y muy
tímido, pero con sus sorprendentes locuras, sus arranques imprevisibles, como si
se librara de su timidez y se convirtiera en otro. El retraído Eric, más de veinte
años sin verlo. ¿Cómo será ahora?
Y los otros, ¿cómo serán todos?, ¿en qué se habrán convertido? Alguno
habrá muerto, quizá, alguno estará en la cárcel. Al menos tendrá una mejor vida
que yo, más interesante, pensó sonriendo mientras pasaba por los barrios obreros
periféricos de la ciudad. Luego, se dirigió hacia el centro, al barrio modernista
del Eixample donde estaba el viejo instituto.
Aparcó en la acera y se quitó el casco. Sintió como una imperceptible
excitación le recorría las piernas y se desplazaba al pensamiento.
Oyó el rumor de voces muy cercanas y temió que se le notara el miedo. Aún
estaba a tiempo. Volvió a subirse a la moto, dispuesto a no hacer más idioteces y
volver al lujoso adosado, encender la televisión, tumbarse en su querido sillón y
quedarse encantado mientras oía el ruido incansable del secador de Irene. No
quería asomarse al pasado, demasiado cruel compararse con el Pau de antes.
Volvió a ponerse el casco. Ya no soy el Pau que ellos conocían, tampoco ellos
son lo que eran. Notó que el casco le apretaba demasiado. Está bien, se sacó el
casco lastimándose en las orejas y paró la moto, dio unos pasos y se adentró al
patio delantero donde sus excompañeros de instituto intentaban reconocerse. En
ese momento vio a Eric y lo miró.

Eric estaba convencido de que cada persona puede reducirse a algo, unas
gafas, unas manos, un olor, cualquier cosa. En Pau, era su mirada.
Había imaginado muchas veces el reencuentro con Pau. No le inquietaba
saber cómo sería físicamente, lo que le preocupaba era qué sentiría en ese
momento. Y pasó que se reconoció en su mirada, como si fuera parte de él, como
reencontrarse con algo propio. Era Eric reflejado en sus ojos.
No solo había sido un instante, sino millones pensando en esa mirada. En
Ámsterdam, en Berlín, los recuerdos y las vivencias con Pau se soldaron en su
mente. Durante los primeros años después de haber abandonado Barcelona había
pensado volver a vivir el pasado como algo inevitable, como un eterno retorno.
Estaba convencido que un día u otro volvería a vivir lo vivido, sin embargo,
durante años se había dejado llevar. Es fácil cuando la voluntad se relaja. En
Ámsterdam, su padre se había perdido entre negocios y no le dejaba otra opción
que cuidar de su madre enferma, muchas veces postrada en un rincón de su
existencia. Es fácil dejarse arrastrar por la vida, el miedo a los otros, a reconocer
que tu vida actual no vale, que no ha sido la vida que habías buscado, que tu vida
era la de aquel joven junto a Pau, que la vida sin Pau era la de un perdedor por
mucho que hubiera triunfado, por mucho catedrático que fuera. Eric siempre
había querido volver con Pau, y lo buscó en la Universidad de Ámsterdam, en la
literatura, en el frío de Berlín, en cada uno de los instantes de su vida, en decenas
de personas, en Gesine su ex mujer y en su propia vida, nada. Buscar para no
encontrar. Y poco a poco comprendió que jamás encontraría a alguien como Pau,
¿treinta años para darse cuenta? Se preguntaba Eric mientras miraba a Pau como
se acercaba.
¿Toda una vida perdida? No. La vida no son los años vividos, son los
instantes que uno desea vivir repetidamente. Tan solo un instante de su pasado
con Pau repetido eternamente hubiera valido por treinta años. Lo tenía claro y así
lo había pensado durante muchos años antes de la cena. Quizá le había faltado la
voluntad absoluta de querer vivir eternamente ese instante con Pau, no es fácil,
la vida pasa y te arrastra.
Primero creó un grupo en Facebook, invitó a los excompañeros del instituto,
Sergio, Marta, Ester, Pau… a todos, luego una propuesta ¿Y si organizamos una
cena de aniversario? Venga va ¿Por qué no? En Barcelona, el verano que viene.
Quise ver a Pau y aquí está, pensaba Eric que permanecía junto a Sergio, el
listo de la clase que hablaba sobre el tiempo y los calvos, de las carnes flojas y la
vista cansada, de los hijos y abuelos, pero no le escuchaba, seguía mirando a Pau
que se acercaba más lentamente de lo que hubiera deseado. Pau saludaba a los
excompañeros de instituto, se paraba en los grupos, hablaba con todos, pero
como si temiese perder la referencia, seguía mirando a Eric hasta que llegó a su
altura, se detuvo y le tendió la mano y fue entonces cuando Eric notó un punto
de tristeza en Pau, un matiz nuevo que desconocía. No, la mano no.
Se abrazaron tímidamente. Fue fácil, aunque Eric pensó que el corazón le iba
a estallar.
—Hostia, Pau. —Hacía mucho tiempo que Eric no decía tacos.
—No has cambiado, eres el mismo —dijo Pau sonriendo.
Eric quiso besarle, volver a abrazarle y estar solos. Otro abrazo, un beso,
nada extraordinario, era su amigo. Hizo el amago, pero unos segundos antes Pau
se dio la vuelta y se acercó a Marta, una imponente pelirroja de largas piernas y
grandes manos. Una mujer radiante que no había perdido del todo la energía con
la que había contagiado el instituto. Pau saludó a Marta, un par de besos y esperó
mientras observaba a viejos compañeros, viejas caras, algunas con el cansancio
dibujado en el mapa de las incipientes arrugas.
Eric se situó detrás de Pau como en el pasado. No quería perderlo de vista.
Pau miró a un hombre de unos sesenta años.
—¿Ese no es Pere, el profesor de lengua? —Y justo cuando esperaba que
Eric le respondiera, se acercó Miguel, que estaba escuchando.
—Sí que lo es y está hablando con Pilar, la profesora de matemáticas de
segundo.
—¿Y Alfonso, no ha venido? —preguntó Pau.
—¿Alfonso? ¿Era vuestro profesor de literatura, no? —dijo Miguel, que no
había compartido clase con Pau y Eric en los últimos años.
—Sí, sí. ¿Qué fue de él? —preguntó Eric—. Creo que llegó a publicar un
libro de poemas.
—Pues no recuerdo —dijo Pau.
—Fue el mejor profesor que tuvimos.
—Y un buen amigo. Me hubiera gustado verle.
Sergio se reincorporó a la conversación proporcionando datos estadísticos y
precisos de la convocatoria. Todo un éxito, eran más de cien personas. Sin
embargo, nadie sabía con certeza quien había sido el primer impulsor del
encuentro.
—¿Cómo va todo, te casaste? —Eric quería entablar conversación con Pau.
—Sí, eso parece, y tengo una hija. Todo perfecto. —Pau desvió la mirada—.
La estrella ahora eres tú. Me dijeron que eres profesor en la Universidad de
Berlín de Literatura Alemana, ¿no? Siempre pensé que lo tuyo era la literatura.
Eric quiso responder, pero constantemente lo interrumpían. Todos querían
saludar a Pau. Formaron un grupo numeroso entre las escaleras y el patio, a la
sombra del edificio gris y rectangular demasiado bajo para los edificios del
Eixample. Todos querían ver a Pau. Todos querían saber de él, pero él apenas
sonreía. Eric lo tenía claro, Pau se sentía incómodo y superado por la situación.
A esa mirada le faltaba algo.
—¡Venga una foto! —dijo Marta.
Eric se adelantó, separó a Pau del grupo con decisión nerviosa y le pasó el
brazo por el hombro como viejos amigos. Pau también lo abrazó como aquella
primera vez en el patio del colegio. Eric acababa de llegar de Ámsterdam con
diez años y lo habían enviado a los Maristas, a cuatro manzanas del instituto, un
buen colegio, decía su madre. Un colegio de niños, apuntaba su padre que fue el
culpable del desplazamiento de la familia, o mejor dicho, su empresa holandesa
que había abierto oficinas en Barcelona y necesitaban un ingeniero que supiera
español y mejor catalán. Eric se había incorporado a medio curso y a las dos
semanas ya no quería ir al colegio. Todas las mañanas se confundía entre las
madres y sus hijos que caminaban con prisas hacia el colegio. Eric, no. Él
caminaba despacio, sin querer empezar el día. No quería encontrarse con Joan,
que lo odiaba y nunca supo por qué. Primero fueron risas, empujones,
zancadillas, pequeñas bromas, pero luego las humillaciones aumentaron poco a
poco. Eric lo soportaba todo hasta que un día lo acorralaron en el rincón secreto
del patio, fuera de la vista de los maestros. Joan le escupió en la cara y Eric se
lanzó hacia él dando patadas y puñetazos al aire. Quizás se asustó, pero no lo
suficiente. Sus amigos le agarraron y Joan empezó a golpearle con rabia, con las
manos sucias en la cara. La piel blanca y el pelo rubio sobresalían entre todos
ellos que eran castaños oscuros.
Eric no lloró, cerró los ojos.
Su voz fue lo primero de él que entró en la vida de Eric, una voz pausada y
contundente.
—Tú de qué vas, Joan —dijo mirándole a los ojos, mirando a todos.
Alto como Eric, la presencia de Pau invadió el rincón secreto. No hizo falta
más, ni una palabra más. Joan paró y sus amigos le soltaron.
Quizá le tenían miedo o respeto, pero pararon. Joan, sin convicción, protestó.
Pau miró a Eric.
—Tú debes ser el nuevo, el extranjero, ¿verdad? Vamos, ven conmigo.
Eric no quiso mirar a nadie, no quiso provocar, quería alejarse de ese
infierno. Recogió los botones de la bata reglamentaria de rayas verticales azules
y blancas, aspiró la sangre de la nariz y se abrazó a su nuevo amigo, Pau, un
chico que le sonaba de la otra clase.
Unos treinta años más tarde volvían a abrazarse, sonriendo para una foto.
—Estáis guapísimos los dos. No habéis cambiado, seguís siendo los tíos
buenos del instituto —dijo Marta que no paraba de hacer fotos.
El abrazo duró poco. Pau se separó. Era Ester. No podía faltar. Ahí estaba
para completar el círculo. Tal vez, una casualidad, se hizo el silencio. Nadie
podía competir con Ester.
Ella apareció alta, esbelta, y elegante, con pantalones de algodón, americana
negra y sus eternos ojos enormes. Regaló una amplia sonrisa que hizo olvidar su
leve cojera que todos buscaban, y que nadie notó, ni siquiera un indicio, un
ligero vaivén, un movimiento extraño, nada.
Pau y Ester se abrazaron.
—Ester —dijo Pau que estaba más que desconcertado—. Ester, como si el
nombre fuera el resumen de todo lo que sentía.
—Pau —dijo Ester con voz suave mientras se separaba y dirigiéndose a Eric
—. Mensch, was ist aus dir geworden?
– Du siehst aber sehr gut aus! —contestó Eric, sorprendido por el acento casi
perfecto de Ester—. Se abrazaron.
—¿Cómo es que sabes alemán? —preguntó Pau.
—Bueno, es importante saber idiomas.
Alguien dijo, otra vez juntos, y era cierto, años después, juntos. Eric dijo
algo sobre la sabiduría y la vejez pero, rápidamente se arrepintió de esa estúpida
afirmación. Pensó que hablar de frivolidades era un insulto a todo lo que habían
vivido.
Ester explicó que no se había casado, ni tenía hijos, que había adquirido un
par de centros de belleza o algo parecido y la vida le iba de maravilla.
Mientras hablaban, se dirigieron hacia la sala de actos, la misma donde los
tres habían ensayado innumerables obras de teatro. Pau seguía como ausente. La
presencia de Ester le había cautivado y Eric se dio cuenta.
Muchas veces creemos que los viejos son los otros y que uno todavía es
joven y fuerte. Laura parecía apagada y pálida, antes había sido la fuerte de la
clase. Pedro era calvo y pesado, de los que se ríen de sus chistes, antes había
sido el ligón y el simpático. Y Jordi, el que había sido el deportista, el que se
quedaba las tardes de invierno lanzando balones a la canasta de baloncesto,
exponía una insultante barriga.
Muchos buscaban conservar aquello que el tiempo les había arrebatado
vistiendo tejanos, camisetas, vaya, unos jóvenes de cartón piedra.
Sergio gritaba y agitaba el brazo indicando que entraran a la sala, mientras
sus gafas metálicas se desplazaban peligrosamente nariz abajo.
Marta subió a la tarima y agradeció la presencia de todos y en especial a los
que habían venido de fuera. Aplaudieron. Luego, proyectaron algunos montajes
fotográficos con música que algún despistado con alma de artista había
realizado. Ester, Pau y Eric se sentaron juntos.
Apagaron las luces y empezó el vídeo con una foto donde un grupo de unos
treinta alumnos, posaban como un equipo de fútbol, unos de pie, otros
agachados. Empezó a sonar «Viatge a Ítaca» de Lluis Llach. En la foto estaban
Pau y Eric agachados, la mano de Pau sobre la muñeca de Eric, casi en la mano.
De pie estaba Ester, las manos descansaban en los hombros de Pau. Los tres
sonreían. Y la música seguía. Més lluny, sempre molt més lluny, més lluny del
demà que ara ja s’acosta. I quan creieu que arribeu, sapigueu trobar noves
sendes.
Después más fotos y vídeos. Por último, intervino el payaso de la clase,
mejor dicho, los payasos. Repitieron un número divertido que había sido muy
famoso en el instituto. Eran dos: uno, barrigudo, vestido de mujer de forma
grotesca, con dos globos por pechos, un vestido largo viejo y ridículo, y una
peluca mal puesta, estaba sentado en una silla simulando con las manos que
estaba cosiendo. El otro, con ropa de calle, descalzo, y con los zapatos atados
por los cordones y colgados del hombro, estaba de pie y con el puño imitaba que
llamaba a una puerta. Parodiaban a Pimpinela, un dúo musical con canciones
horteras.
Mientras estaban en el salón de actos, los del catering habían acondicionado
el vestíbulo con varias mesas grandes y alargadas repletas de canapés
contundentes, aperitivos, brochetas, arroces, patatas fritas, cava, vino y agua. No
había sillas, cenarían de pie.
Fue al salir de la sala cuando Eric vio a Mónica y no la reconoció.
En el instituto Mónica había sido la reina, la inaccesible. De joven había
tenido el pelo rubio claro y natural, facciones delicadas, labios finos, nariz
pequeña. Siempre había ido con chicos mayores. Los de su edad, la veían lejana,
quizá por su actitud altiva, o por su forma de vestir con ropa de chica de más
edad: vestidos, zapatos de tacón y blusas de encaje.
En el vestíbulo, Mónica, la reina, estaba embutida en una camisa beige.
Vestía unos pantalones estrechos pirata que dejaban entrever unos gruesos
tobillos blancos, casi embutidos en unos zapatos altos de tacón. Sobre el hombro
izquierdo colgaba un pequeño bolso dorado con cadena del mismo color. En la
mano derecha sostenía una copa alargada de cava con fanta naranja. Ajena a
todos, había empezado a comer.
Minutos más tarde, Eric buscaba a Pau. Lo encontró solo, con la mirada
perdida sobre unos dibujos expuestos en las paredes del vestíbulo. Eran unas
acuarelas de alumnos del instituto. ¿Qué hace Pau solo? Se preguntaba Eric. No
lo entiendo, él debería ser el centro de todo. Debería hacer algo. Debería subirme
a una mesa y recitar uno de aquellos poemas que publicó en la revista del
instituto. Podría recitar alguno de memoria y pedir un brindis por él. No puede
estar solo.
Recitaré uno de esos que él definía como simbólico, como los de Baudelaire,
o quizá uno de esos tan emotivos que nacieron de sus lecturas de Neruda. No
puede estar solo, debería como siempre ser el centro.
Ester, como si hubiera leído los pensamientos de Eric, se acercó a Pau.
Seguidamente se unieron algunos más, la mayoría componentes del grupo de
teatro de tercer curso. Eric descartó la idea del recital cuando vio que se había
formado un corrillo en torno a Pau. Ya no hacía falta.
Empezaron a hablar de Fernando, el profesor de teatro y el mayor entusiasta
del grupo. Barrigón, calvo, con una gran barba y voz grave.
Era famoso por su intolerancia con los que interrumpían los ensayos.
En una ocasión le lanzó un libro al propio director del instituto por
interrumpir mientras ensayaban El tiempo y los Conway. Fernando, culto y
exigente buscaba la perfección y la encontró en Pau. Era su preferido. De hecho,
Pau era el preferido de casi todos los profesores, de Fernando y sobre todo de
Alfonso, el profesor de literatura de origen francés.
—Fue un sábado, el día antes del estreno. Nos hizo repetir esa escena
doscientas veces por lo menos, ¿te acuerdas Eric? Era la escena donde salíamos
los dos —dijo Pau buscando el asentimiento de Eric.
—Sí, es verdad. Todo el día, hasta que nos salió. Una escena larga y difícil
—dijo Eric—, recordando que al día siguiente, en el estreno, se había quedado
en blanco en la misma escena y que Pau reaccionó, dijo el texto como si fuera
suyo y él pudo salir airoso. Nadie se dio cuenta, solo Fernando. Si no es por él,
Eric hubiera pasado un ridículo espantoso.
—¿Ah, sí? Pues yo no me acuerdo. La verdad es que la obra fue un éxito. Y
Pau era una bestia del espectáculo. Tenías que haberte dedicado a ello. —dijo
Marta.
—Los abogados tienen algo de actor —sonrió Pau.
—Teníamos que haber seguido, hubiéramos triunfado.
Pero no siguieron. No siguieron ni con el grupo de teatro ni con nada. Todo
se perdió en el tiempo. Hablaban de jóvenes que jamás hubieran pensado acabar
como ellos.
Sobró bastante comida de la cena. Hablaban más que comían. Después
fueron a un bar a varias manzanas del instituto. Era un pequeño local, del estilo
de los ochenta, con una pequeña pista de baile. Algunos se fueron después de la
cena y quizá pensaron que todo se había reducido a ver las primeras arrugas y
destrozar de un vistazo la imagen que tenían de los compañeros. Besos, adiós y
hasta nunca, un trámite, una cena más, para comprobar que todos envejecen.
Hacía mucho tiempo que Eric no entraba en un bar musical y se sorprendió
por el volumen de la música y la falta de humo. Pau bailaba como si fuera la
última o la primera vez. Tenía los ojos rojos y la voz pastosa. Ester le observaba
sentada en la barra, bebiendo agua en un vaso de tubo con un poco de limón.
Parecía asistir a una obra de teatro o a una performance sobre el pasado. Sonó la
canción. La que siempre bailaban. Alguien la pidió. Sweet dreams de
Eurythmics.
—Venga, va, venid —gritaba Pau desde el centro de la pista de metal.
La luz fluorescente le daba un aspecto fantasmal. Ester ni caso. Eric se sumó.
Al ritmo de la canción, levantaban los brazos mientras gritaban la letra.
Bailaron entre copas hasta que paró la música y con todas la luces
encendidas indicaron que el bar cerraba y con él la noche. Cansados, empezaron
a desfilar hacia la salida. Pau que durante toda la noche había estado apagado,
estaba eufórico. Pau y Ester se abrazaron primero, luego Pau abrazó a Eric.
—A ver si quedamos —dijo mientras se ponía el casco.
—Nos veremos —dijo Eric con convicción—. En ese momento apareció un
descapotable azul conducido por un joven con chaleco negro. Abrió la puerta del
acompañante. Ester miró a Pau, sonrió y subió al coche.
Fue inevitable pensar en la noche del accidente, unos veinte años atrás. La
profesora de francés había acompañado a Pau que llegaba tarde a la que sería la
última cena del grupo de teatro en una masía perdida en las afueras de
Barcelona. El ruido de la gravilla al frenar el coche, también un descapotable,
había alertado a todos los del grupo de teatro que esperaban en el comedor de la
masía. La profesora de unos cuarenta años les había saludado desde sus grandes
gafas blancas para anular el sol de poniente de junio. Aquella noche, veinte años
atrás, Pau había hipnotizado a sus compañeros. Esta vez había sido Ester.

Amanecía en Barcelona y lo hacía para Eric. Caminaba por la calle Valencia


hacia el hotel. Notaba el aire fresco. Quería que el hotel estuviera muy lejos y no
llegar nunca. Quería pasear. En la esquina con Passeig de Gràcia dudó entre ir al
hotel o a la playa, entre cerrar la noche o abrir el día. Le apetecía ver el mar, pero
estaba cansado y entonces prefirió irse al hotel y dormir sobre el día. Pensó en
Pau, en su mirada, reconocida y triste, pensó en los recuerdos, en Ester, en
Sergio, en Marta y en los demás. Era como si se hubiera inyectado una dosis de
emotividad, una droga altamente adictiva. Se detuvo en la puerta del hotel. Unos
empleados de la limpieza barrían la acera mientras una máquina limpiadora
engullía toda la porquería.
Pensó entonces que nadie había hablado del accidente. Quizá alguno lo había
mencionado a escondidas, en voz baja, pero nada, él no había oído nada. Era
extraño, era como si al no nombrarlo se hubiera eliminado, ¿qué más da? Lo
importante es que esa noche lo había visto, y fue suficiente para calmar su
obsesión solidificada. Y suficiente también para despertar el deseo, irrefrenable
de volver, no solo a lo que había sentido por Pau, sino también, a lo vivido.
Tenía el resto de su vida para intentarlo.
Eric se levantó sobre las tres de la tarde del domingo. Bajó al restaurante del
hotel, comió algo y volvió a la habitación. Pasó la tarde escribiendo y buscando
información en internet sobre la empresa donde trabajaba Pau, Bosch &
Associats, una consultora jurídica y económica que tenía oficinas muy cerca de
la plaza Verdaguer. Según algunos fórums jurídicos, no era una empresa
importante aunque tampoco era una total desconocida. Después, por la noche,
llamó a su hijo Tobías.
Le preguntó por los exámenes y por el partido de fútbol de los sábados.
Tenía ganas de hablar con él. Tobías le pidió una camiseta del Barça, lo
único que le unía a esta ciudad. Al colgar, se dio cuenta de que Tobías tenía la
misma edad que él cuando conoció a Pau, diez años.
Al día siguiente, caminó durante toda la tarde hasta llegar a la calle Aragón,
esquina Roger de Flor, donde se encontraban las oficinas del bufete de abogados
de Pau. Era un edificio de oficinas con un revestimiento de aluminio marrón,
impersonal y deteriorado, de los años ochenta. Se había imaginado un edificio
moderno, blanco, limpio o si acaso uno modernista, típico del Eixample, con su
elegancia rehabilitada, en cualquier caso un edificio que impresionara, que fuera
acorde con la elegancia y las aspiraciones de Pau. Se sentó en una mesa del bar,
frente al edificio. No había mucha actividad, hasta que una hora más tarde, a las
seis y media, un grupo de jóvenes salieron del edificio y permanecieron en la
acera, frente a la puerta.
Parecían alumnos de una academia de informática o de algún curso de
reinserción laboral. Eran varios y taponaban la salida del edificio.
Fue entonces cuando vio a Pau que se abría paso entre el grupo y se dirigía
hacia el Passeig de Sant Joan. Se levantó y alzó la mano para saludarle, pero no
lo vio. Dejó un par de euros en la mesa y salió corriendo tras él. Les separaban
unas decenas de metros, no había manera de alcanzarle, a pesar de que Pau
caminaba arrastrando los pies, más bien lento y apenas moviendo los brazos.
Vestía con un traje oscuro y llevaba un maletín de portátil. Dobló la esquina para
enfilar el Passeig de Sant Joan hacía Arc de Triomf. En la esquina con Gran Vía
aminoró el paso. Era la oportunidad de Eric, pero se paró y continuó más
despacio. Decidió no alcanzarle. Prefirió mirarle sin que se diera cuenta.
Pau accedió a la estación de cercanías de Arc de Triomf. Era hora punta y
costaba avanzar entre las personas que abarrotaban la estación para volver a sus
casas. Estuvo casi a punto de perderlo de vista, por suerte lo vio entrar al tren,
dirección Mataró y él hizo lo mismo. El vagón iba lleno de gente cansada. Pudo
sentarse varias filas de asientos detrás de Pau. Era muy difícil que le viera. En
cada estación subía más gente que se acumulaba en el pasillo e impedía la
vigilancia. Temía no darse cuenta si Pau se apeaba. Se levantó para acercarse
más, entre empujones y codazos pudo llegar a pocos metros de su nuca. Pau se
levantó y a Eric se le disparó el corazón. Pudo darse la vuelta a tiempo y le dio la
espalda. Con dificultad, logró llegar hasta el aseo que estaba libre. En cuanto
puso el pestillo se sintió ridículo. Iba en un lavabo infecto de un tren de
cercanías persiguiendo a un amigo de la infancia. ¿Y si Pau se levantaba para ir
al lavabo? ¿Y si estaba esperando fuera? Se imaginó que Pau abría la puerta y se
lo encontraba ahí.
¿Qué le diría? Lo estropearía todo por un impulso estúpido. Ya ves, me he
vuelto un poco idiota, ahora persigo a la gente. Esperó unos minutos en los que
el tren paró en dos estaciones, tocó el pomo de la puerta y notó que tenía las
manos sudadas. El corazón seguía tan desbocado como la cabeza. Quería salir.
No soportaba el hedor seco y penetrante a orina del diminuto lavabo. Abrió
lentamente la puerta.
Pau no estaba. El vagón se había vaciado. Habían llegado a las ciudades
dormitorio del cinturón de Barcelona. Eric no quiso continuar con el juego y en
la siguiente estación se bajó. El andén le recibió con una bofetada de calor. Vio
alejarse el tren, sin saber y sin querer saber si Pau seguía en él o si se había
bajado antes. Buscó la parada de taxis y cogió uno para volver a Barcelona. A
los pocos segundos de que el coche arrancara se dio cuenta de que se estaba
meando. Tuvieron que parar en una gasolinera para ir al aseo.

En las puertas del verano, el calor apareció sin avisar. Eric pasó unos días
aletargado al amparo del aire acondicionado de la habitación. Un letargo
inducido por algunos tranquilizantes. No salió de la habitación, excepto para
comer en el impersonal restaurante del hotel. En la habitación iba solo con unos
calzoncillos y una camiseta, había descuidado algo su aseo personal. Se dedicó a
dormir, a navegar por internet sin ningún objetivo y cuando su capacidad de
concentración se lo permitía, a ver películas en la televisión. Quizá estaba
equivocado, quizá era un error intentar volver a Pau o con Pau. Demasiado tarde.
¿Qué pensará Pau? ¿Y cómo será ahora? ¿Y si lo dejamos? Volver a Berlín y que
pasara la vida, sería lo mejor. Pau está casado. ¿Será feliz? No creo, en la cena
no lo era, al contrario, parecía apagado. No era Pau.
Una mañana Eric se levantó temprano, miró por la ventana y vio el cielo
grisáceo que presagiaba una tregua al calor. Le recordó el cielo de Berlín. Pidió
por teléfono un desayuno completo, zumo de naranja, jamón ibérico, pan con
tomate y café. Se duchó, se afeitó, se puso una muda limpia y recién planchada;
un traje negro con camisa blanca de cuello italiano y una corbata también negra
y estrecha.
Era un buen traje para abandonar Barcelona. Esta vez, no se puso chaleco,
una prenda que muchas veces vestía. Recordó cuando había estrenado su primer
chaleco, aquella noche en la masía. Sin duda, a Eric, con dieciocho años, todo le
quedaba bien y más un chaleco negro de seda.
Abrió el armario, sacó la maleta y empezó a llenarla con la ropa que estaba
dispersa por toda la habitación. Cerró la maleta y la puso encima de la cama
junto a la mochila. Estaba todo recogido, excepto el portátil que seguía en la
mesa. Se sentó, lo abrió y se dispuso a comprar un billete de avión para un vuelo
a Ámsterdam que saliera esa misma mañana. Se acabó, vuelvo a Berlín. ¿Qué
más da? Quizá volver a lo mismo es imposible. Tecleó la página de Iberia pero
no se cargaba y en su defecto emergía el incansable reloj de arena dando vueltas.
El tiempo, no es cuestión de parar el tiempo sino de volver a vivir lo que de
verdad es la esencia de tu vida: Pau. Cerró la tapa, miró hacia la ventana, se
levantó y salió de la habitación.
Le esperó a la salida de su trabajo y como la primera vez, subieron al tren en
la estación de Arc de Triomf. En el vagón aumentó las precauciones para no
perderlo de vista. Pau se bajó en Mataró, accedió al parking de la estación, se
montó en un BMW negro y se fue. No pudo seguirle. Podía haber cogido un taxi
y decir aquello de siga a ese coche, pero en ese momento le dio vergüenza. No
había previsto que Pau tuviera el coche en la estación, había pensado que iría
andando a su casa. Eric volvió en tren a Barcelona con la sensación de que le
habían echado de un teatro y se había perdido la mitad de la obra.
En el camino de regreso, mientras miraba sin ver por la ventanilla del vagón
medio vacío, se imaginó a Irene, la mujer de Pau. Seguramente no trabajaría o, si
acaso, en algún trabajo de gestión rutinario, corrigiendo o repasando facturas, un
enchufe, algo para no aburrirse.
Se parecería a Ester, la sustituta de Ester, pero no sería morena, sino rubia,
seguro.
Al día siguiente sobre las seis y media de la tarde Eric esperaba a Pau en el
parking de la estación de Mataró dentro de un Audi A2 que había alquilado. Era
posible que no apareciera a la misma hora, pero se arriesgó. Puntual, Pau con su
mismo traje oscuro, accedió a su coche y salió del parking. Le siguió hasta una
urbanización más allá de Mataró, una zona de casas adosadas alineadas, de color
gris claro.
Esperó a que Pau metiera el coche en el garaje para aparcar a unos metros de
su puerta. En el piso de arriba, tras las cortinas de un gran ventanal se sucedían
fogonazos de luz de alguna televisión encendida que se sincronizaban con otros
que provenían de la casa vecina. Irene esperaba a Pau mientras miraba la
televisión. Eric podía distinguir voces televisivas de algún excitado debate. De
vez en cuando, algún coche accedía a uno de los numerosos garajes de la
urbanización. Se encendió la luz blanquecina de la cocina. Pau estaba intentando
cenar algo. Ella ya habría cenado, él estaba solo en la cocina, en la mesa de
cristal blanco comiendo la cena recalentada, en silencio.
Minutos más tarde, solo una luz permanecía encendida. Dos siluetas se
movían como fantasmas, sombras proyectadas en una caverna que Eric
desconocía, quizá era un mundo feliz. Eran solo sombras de lo real, y lo real
estaba oculto.
Pau estaría pensando en la cena del sábado, en Eric, en el pasado.
Tal vez hablaría del trabajo con Irene. Eran sombras de una pareja ideal. Se
encendió una pequeña luz, alguna lámpara de noche y apareció el reflejo de un
cuerpo desnudo. Luego, la habitación se quedó a oscuras. Era viernes, no había
prisa. Él empezaría primero, como reclamaba el ritual, con algún beso en la
nuca, algún mordisco en el pezón derecho, y después ella, sin libro de
instrucciones, pero con la lección aprendida, acariciaría los mismos rincones, se
colocaría debajo y acogería el cuerpo fibroso de Pau. Él la penetraría, rozando el
punto exacto, los movimientos rutinarios y precisos para que ella llegara al final.
Después Irene cambiaría de postura, se pondría encima de Pau, sentada sobre el
pene y dándole la espalda, actuando levemente con algún gemido, algún
movimiento obsceno. A veces, algún extra, esa noche no. Y como siempre, como
cierre habitual, ella se ducharía mientras él se quedaba dormido.
Eric permaneció unos minutos más en el coche, mirando esa ventana oscura,
hasta que un todoterreno negro se paró detrás, deslumbrándole con sus cuatro
potentes faros. Eric arrancó y se fue hacia las luces de la autopista. Por el
retrovisor vio que el gran coche negro se metía en un garaje como una torpe
cucaracha en su escondite.
En los días posteriores Eric instauró una rutina. Por la mañana, en el hotel,
despachaba todos los asuntos relacionados con su vida laboral y familiar.
Contestaba correos, hablaba por el google talk con Tobías y dedicaba algunos
minutos, cada vez menos, a sus estudios sobre Nietzsche. El resto de la mañana
la dedicaba a pasear por Barcelona, por aquellos sitios que le remitían al pasado.
Sin embargo, su pasatiempo favorito matinal consistía en investigar a sus
antiguos compañeros. Gracias al grupo de Facebook que creó para preparar la
cena, tenía acceso a un ingente material fotográfico y documental de todas las
personas de su generación. Luego abandonó el grupo como administrador. Eran
más de ciento cincuenta personas inscritas, todos con fotos en los que aparecían
sonrientes, jóvenes originales, otra vez sombras de lo que eran. Fotos de comidas
caseras, mira qué felices que somos, mira qué bien nos lo pasamos, fotos de
playas, montañas, cumpleaños, fiestas, salidas nocturnas, vidas perfectas. Se
centró en las personas de la clase de COU, el último curso antes de la
universidad, y en concreto en el grupo de teatro, unas quince personas, entre
ellas Marta, Sergio, Ester y Pau. Tenía correos, direcciones, nombres y apellidos
que ponía en Google. Así empezó a averiguar muchas cosas de sus
excompañeros, trabajos, familia, amigos. En algunos casos, era increíble la gran
cantidad de información que podía recopilar. Ester estaba en antiguos listados de
la facultad de Psicología y en algunas informaciones de la Universidad de
Barcelona. Pero de golpe, durante varios años, todo rastro se evaporaba hasta
que aparecía como titular de varios centros de estética. Era extraño, pensó
mientras recordaba la cena del instituto cuando fueron a buscar a Ester con aquel
descapotable. No le habían ido mal las cosas. Al final de la mañana, Eric había
dibujado un mapa bastante completo de la situación actual de todos sus
excompañeros.
Después de comer sobre las cinco, iba a tomar café al bar, frente a las
oficinas de Pau. En ocasiones, Pau miraba por la ventana del primer piso,
mientras bebía una taza de café. Siempre estaba solo y miraba hacia el bar.
Eric esperaba hasta que Pau saliera puntual, siempre serio y con su traje gris
y mediocre. Como siempre, caminaba despacio y triste. Si de golpe
desapareciera, nadie se daría cuenta.
Seguía a Pau paseo abajo hasta la estación de tren. Dejaba que entrara en la
estación y entonces cogía el coche alquilado y se dirigía hacia la estación de
Mataró. Conducía por la carretera paralela a las vías e intentaba coincidir con el
paso del tren para avanzar a la misma velocidad. A Eric le tranquilizaba mirar el
tren iluminado con un tono rojizo por la puesta de sol mientras se deslizaba a
una moderada velocidad, sin prisas e imaginaba a Pau sentado, mirando el mar
por la ventana. En Mataró, Eric lo esperaba en el parking para seguirlo hasta su
casa.
Un día, a punto de entrar en la estación de tren, Pau se paró bruscamente y se
dio la vuelta mirando hacia Eric que, aterrado pensó por un momento que lo
había visto. Eric disimuló, mirando los periódicos de un quiosco y de reojo vio
como Pau se acercaba hacia donde estaba él. Pensó que podía haberle
descubierto. A medio camino Pau dio media vuelta y otra vez se dirigió hacia la
estación.
En ocasiones, Pau cambiaba aleatoriamente de recorrido. Daba la vuelta
entera a una manzana volviendo al punto de partida o se iba en metro hasta la
estación de Sants para coger el mismo tren que más tarde pasaría por la estación
de Arc de Triomf. Incluso, una vez, Eric lo perdió de vista durante unos minutos,
y como salido del cielo, apareció delante de él, dándole la espalda y caminando
con tranquilidad.
Eric intuía que Pau lo sabía, sabía que lo seguía y le daba igual.
Así era y había sido Pau. Recordó como Pau jugaba con Ester a los mensajes
anónimos. Durante todo un curso, le había escrito notas, poemas, frases sueltas,
declaraciones de amor, cotilleos, insinuaciones eróticas, y sobre todo dibujos que
le dejaba en los sitios más insospechados, en el pupitre, en su cartera, en la
mochila de deporte, junto a su ropa interior. A veces, mandaba a alguien que se
lo entregara mientras él estaba con ella. Durante todo un curso fue su
pasatiempo.
Ester sabía que era él pero le seguía el juego, como quizá Pau a Eric.
A final de curso le mandó una última nota a Ester, Si quieres conocerme ven
al Cul de Sac esta noche a las diez. Y allí estaba Pau el viernes, en la puerta del
bar con una máscara blanca veneciana y una toga negra con una capucha. Ester
llegó puntual con una gran sonrisa, Pau le hizo una reverencia sacándose el
sombrero y recitó un largo fragmento del Cyrano de Bergerac.
El juego entre Pau y Eric era más emocionante. Eric sospechaba que
cualquier día Pau se pararía y le diría a Eric, ha sido divertido, vamos a tomar
algo y luego nos reiremos. Eric estaba tan seguro de que así sería que dejó de
tomar precauciones para facilitarle el desenmascaramiento. Sin embargo, no
sucedió nada. Incluso Eric barajó la posibilidad de presentarse con una máscara
igual que la de aquella noche en el Cul de Sac. Pero no se atrevió.
Una tarde, mientras lo seguía a unos veinte metros, lo llamó. Pau se paró,
sacó el móvil del bolsillo y se lo llevó al oído.
—¿Sí?
—Pau.
—Eric, ¿qué tal?
—Pau. —Deseaba decirle que mirase hacia atrás pero en el último segundo
se arrepintió—, quería invitarte a comer.
—¡Sí! Perfecto, mejor un día laborable.
—Bueno, no importa.
—¿Te va bien este jueves?
—Sí, claro.
—No, espera, ¿y si vienes a mi casa? Así te presento a mi familia.
¿Qué te parece?
—Vale, perfecto —contestó Eric.
—Esta semana es imposible, ya te llamaré.
Eric estaba más que harto de la empalagosa servidumbre del camarero y del
descaro con que le preguntaba por sus asuntos personales.
Después de traerle el café con tostadas, tenía la intención de decirle algo
molesto, pero finalmente optó por lanzarle una mirada de asco con el fin de que
le dejara en paz.
Las nueve de la mañana y otro día insípido más. Esos días, Eric se había
limitado a esperar la llamada de Pau.
En el bar del hotel, infestado de turistas dispuestos a comerse Barcelona, Eric
era un bicho raro. Comprobó que el móvil tuviera cobertura y que el correo
electrónico funcionara. Incluso se enviaba correos para ver si los recibía. Todo
en orden, Pau no tardaría en llamarle.
Por la tarde recibió un correo de Pau. Le invitaba a cenar a casa el sábado
próximo, pero antes quería dar una vuelta en moto y tomar algo.
Dos días después iba de paquete en la moto de Pau, una moto de gran
cilindrada. Una moto roja amenazante. Las motos eran su pasión.
Iban lanzados por la calle Aragón, superando todos los semáforos en verde,
zigzagueando entre los coches. Eric se dejaba llevar por la excesiva velocidad
sin atreverse a cerrar los ojos. ¿Por qué corría tanto? ¿Quería demostrar algo?
¿No tenía miedo a nada? Eric recordó las negras curvas de la noche del
accidente. Parecía que Pau quisiera volver a vivir ese instante, una suerte de
tortura o de remordimiento…
Volaban por las calles de Barcelona. Se cogía al pecho de Pau y se dejaba
llevar como en la adolescencia. Eric sentía la seguridad en Pau.
Las calles se abrían a su paso, y su poder se plasmaba en cada acelerón.
Pau giró en la calle Aribau hacia la Diagonal y casi se tragan una furgoneta
aparcada en doble fila. La esquivó y segundos después ya enfilaban la gran
avenida, dirección oeste. Salieron a la autopista y la conducción se tornó más
suave. El paisaje urbano fue sustituido por naves industriales, grandes edificios
de oficinas y ciudades dormitorios. Recorrieron todo el cinturón industrial de
Barcelona, pasaron por la comarca del Vallés y finalmente acabaron en el
Maresme. La autopista discurría por encima de una pequeña sierra paralela a la
costa. Al este, el azul del mar, al oeste, pinos y urbanizaciones.
Pau decidió parar en un área de servicio.
—Deberías correr menos —dijo Eric y Pau le miró extrañado, como si le
hubiera insultado—. No dijo nada.
Después de poner gasolina se dirigieron a la cafetería del área de servicio.
Pidieron unas cervezas y se sentaron en las sillas tapizadas de escay verde.
Acababan de pasar la bayeta por la mesa y emanaba un leve hedor desagradable
a podrido. Pau llenó su vaso de plástico transparente, Eric prefirió beber de la
botella. El espacio era insípido y vacío como una sala de hospital.
Eric le preguntó por su trabajo. Pau estaba especializado en derecho civil y
mercantil, asuntos para empresas. Pau remarcó que era un trabajo muy
burocrático y que se limitaba a corregir e interpretar textos jurídicos.
—Soy un tecnócrata del derecho —dijo con cierto hastío.
Mientras Pau hablaba, Eric intentaba buscar el pasado en su cara.
Le era extraño hablar con timidez a alguien con quien había compartido
tanto.
—¿No vas mucho a los juzgados?
—No. Eso se lo dejamos a otro departamento —dudó un instante—. Es más,
yo casi nunca doy la cara. Estoy en la retaguardia.
—Te veía más en un juzgado, en un juicio, como si fueras un actor, como
cuando actuábamos. ¿Te acuerdas? Te comías la escena. Todos estábamos
pendientes de ti.
—Eso ya pasó. —Se quedaron en silencio mientras una camarera volvía a
pasar de forma mecánica la bayeta por la mesa.
—Por cierto, ¿has vuelto a navegar?
—No —dijo lacónicamente Pau.
—¿Recuerdas cuándo salíamos los sábados a navegar? Deberíamos repetirlo
—dijo animado Eric.
—Por mí sí, no hay problema. Cuando quieras.
Se produjo un silencio que Pau aprovechó para dar un trago largo de cerveza.
—¿A qué facultad de Derecho fuiste? ¿A la de la Universidad de Barcelona?
—Sí.
—A Irene, la conociste ahí, ¿no?
—Sí, íbamos a la misma clase.
Un grupo de jubilados entró en la cafetería y formaron cola en el
autoservicio.
—¿Y tus padres? —preguntó Eric, acordándose de que eran muy mayores
cuando nació Pau.
—Mi padre murió hace unos cinco años y mi madre está en una residencia,
padece alzheimer —respondió Pau y siguió—. Bueno, ¿y tú qué? Cuenta, ¿qué
has liado por ahí?
—¿La visitas mucho? —dijo Eric obviando la pregunta de Pau.
—Casi cada semana. Me gusta visitarla, está cerca de aquí, en Mataró. Nos
sentamos y durante horas me quedo a su lado, sin decir nada, mirando el mar. Es
una buena residencia. ¿Y tú qué? ¿Qué mal has hecho por ahí? —insistió Pau.
—Yo he tenido mucha suerte. Al menos en el trabajo. Me lo pusieron fácil
para hacer lo que quisiera. ¿Recuerdas que mi padre trabajaba en una
consultora? Pues bien, meses después de dejar Barcelona, se fue de esa empresa
y se puso por su cuenta. Fundó una consultora con varios socios y creció como la
espuma. Ahora es un holding de empresas consultoras de todo tipo, ingenierías,
jurídicas y económicas, de todo. Es la más importante de Holanda y una de las
más grandes de Europa.
—Vaya, eso está bien. ¿Y tu madre?
—Mi madre murió a los pocos años de irnos a Ámsterdam. Estuvo varios
años enferma.
—Vaya. Lo siento. ¿Y la universidad qué tal?
—Me refugié en los estudios, apenas hacía otra cosa que estudiar. Os echaba
de menos, al grupo, a ti. Luego me fui a Berlín, me casé, tuve un hijo, lo típico,
vaya.
—¿Has escrito un libro? ¿Sobre literatura?
—Sí, tengo algunos. Son libros técnicos, para los estudiantes universitarios.
Por cierto, ¿y tú? ¿Sigues pintando?
—Lo dejé, otra tontería de la adolescencia.
—¿Qué?
—Nunca volví a pintar.
—No lo entiendo. ¿De verdad que no has vuelto a pintar?
—No.
—No me lo puedo creer, pero si Alfonso, Fernando, todos, las exposiciones,
tus premios, ¿estás loco? —Eric recordó a Pau pintando en medio de La Rambla
durante un concurso de pintura rápida, como con cuatro pinceladas Pau había
retratado la esencia de esa calle. Los paseantes se paraban para observarle. En
apenas una hora pintó un cuadro increíble, donde cualquiera podía sentir el aire
de La Rambla.
Por supuesto, ganó el primer premio y por supuesto lo celebraron con Ricard
en el bar de siempre, con Alfonso y todos los del grupo.
—¿Qué habrá sido de Alfonso? ¿Seguirá como profesor de literatura? —se
preguntó Pau, mientras apuraba la cerveza.
—Creo que publicó un poemario. ¿Te acuerdas cómo te animaba para que
pintaras? Él decía, nada de profesiones productivas, nada de formar parte de la
mediocridad, tú has de ser un artista, no, perdona, tú eres un artista. Alfonso te
admiraba. ¿No? —dijo Eric.
—Sí, es cierto, puede ser… Vámonos. —Pau se levantó bruscamente de la
silla.
—Tienes que volver a pintar —dijo Eric dirigiéndose a la espalda de Pau que
se dio la vuelta, sonrió y continuó hacia la salida de la cafetería esquivando un
grupo de jubilados que discutían acerca de los platos combinados.
Salieron de la cafetería y en vez de reanudar el paseo en moto, Pau le indicó
a Eric que le siguiera. Rodeó la cafetería y se dirigió a un montículo a varios
metros por detrás de la gasolinera. El suelo estaba lleno de latas oxidadas,
papeles y cristales de botellas rotas.
Situados de espaldas al mar, podían abarcar con la mirada una gran extensión
de tierra; un paisaje suave y húmedo con abundantes pinares y encinares,
bosques espesos, salpicados de urbanizaciones.
Destacaba la más cercana y grande; cuatro largas hileras de adosados
idénticos que se extendían varios kilómetros de forma perpendicular a la
autopista.
—Vaya mierda ¿no? —dijo Pau, mientras miraba hacia la urbanización.
—Inmensa.
—La número veintitrés empezando desde la autopista es la mía. Ahí vivo yo
—dijo Pau, mientras con el dedo indicaba un punto en la tercera hilera de casas
—. No hace falta que cuentes, es casi imposible dar con ella. Todas son iguales
como sus habitantes. Unos estúpidos clones. —Miró a Eric, tal vez esperando
algo y prosiguió—. Descubrí esta vista hace mucho tiempo. Una noche venía en
moto por la autopista y me estaba meando. Paré en esta área de servicio y la
cafetería estaba cerrada. Así que me asomé aquí y parecía que estaba meando
sobre mi urbanización —sonrió y continuó—. Esa misma noche, me senté en
una piedra y me imaginé que me tiraba al vacío, bueno, quizá me hubiera tirado.
—El tono no era de broma—. Me limité a imaginármelo. Volaba por encima de
los adosados. Mi mujer, mi hija y mis vecinos salían a saludarme, les decía adiós
y pasaba de largo. Aquella noche tuve la sensación de estar muy cerca de la
muerte. Y me daba igual, no tuve miedo. Y por la misma razón me prometí un
cambio, lo que fuera, el trabajo, la casa. Al día siguiente me olvidé de todo.
—¿Tu mujer? —Eric no supo muy bien por qué dijo esto.
—Bueno, ella encaja en mi vida. Creo que es feliz conmigo, no sé si me
quiere, le encanta su vida y yo estoy en ella. Supervivencia emocional. —Pau
levantó los hombros.
—¿Y tú?
—Pues eso, ahí estoy, en su vida.
—¿Por qué no haces nada? No entiendo Pau, si tú…
—Yo era la hostia, ¿no?
—Si Pau, eras la hostia.
—Podía con todo, ¿no? —dijo Pau algo irritado—. Pues eso se acabó.
Hace mucho tiempo que dejé de ser la hostia. —Fue hacia la moto aparcada
—. ¡Eh!, no te preocupes, no quiero amargarte.
—No me amargas. Oye ¿por qué no hacemos un viaje? ¿Nos vamos unos
días por ahí? Mira, ahí está tu casa, vas, coges cuatro cosas y nos vamos con la
moto unos días. ¡Venga hombre! —Eric se sorprendió de su propia oferta, pero
enseguida pensó que tampoco era para tanto.
—Te lo agradezco. —Pau sonrió. Caminaron unos segundos en silencio.
—Quizá deberíamos haber muerto aquella noche —dijo Pau con
tranquilidad, como si hubiera dicho lo más obvio. Después se puso el casco sin
esperar la respuesta de Eric.
—Para mí, así fue —susurró Eric convencido.

Volvieron a la autopista y en pocos minutos se presentaron en casa de Pau.


Eric bajó de la moto mientras Pau abría la puerta de su garaje con el mando a
distancia. El sol se escondía más allá de la autopista que separaba la
urbanización del mar. La calle estaba desértica, a excepción de un par de
todoterrenos negros aparcados como guardianes de sus casas. Pau dejó
cuidadosamente la moto en el garaje para no rayar el BMW oscuro. Abrió una
puerta y accedieron a una gran sala con muy pocos muebles. Todos eran blancos
lacados. En el centro de la estancia había una gran mesa con un mantel blanco
inmaculado.
Estaba preparada para tres comensales; inmensos platos cuadrados, grandes
copas y cubiertos de plata. En la pared varios cuadros horribles, como si los
hubieran sacado de un muestrario de alguna tienda de muebles baratos.
Sobresalía un gran cuadro por su burda imitación al cuadro de los relojes
blandos de Dalí. En este caso, en lugar de relojes, habían pintado calendarios
blandos sobre montañas nevadas, con un estilo que quería ser surrealista pero
que era inclasificable. ¿Cómo podía ser que en la casa de quién había sido un
gran pintor hubiera esos cuadros horribles? Era una broma.
Mientras Eric lo contemplaba, apareció Irene como un fantasma.
Llevaba un vestido ibicenco blanco. Solo faltaba el fotógrafo para hacer un
publirreportaje de alguna revista de interiores.
—Por fin, Eric, el gran amigo de Pau —dijo Irene, mientras se rozaban las
mejillas—. Tenía tantas ganas de conocerte. —«Yo, no. Ojalá no te hubiera
conocido nunca», pensó Eric.
—¿Te gusta? Lo he pintado yo.
—Es original. —Eric cambió de tema y comentó que la casa era muy grande.
Irene no tardó en enseñársela. Resaltaba la decoración de la habitación de Carla,
la hija adolescente, pintada totalmente negra.
—Es siniestra —dijo Irene y sonrió.
—¿Y dónde está?
—Se ha ido a cenar y dormir a casa de unas amigas. Así que hoy estaremos
solos.
Eric se acomodó en la silla con ganas de que la velada pasara rápida y
tranquila, más que nada para poder soportar la presencia de Irene.
Él no hubiera venido a cenar pero Pau había insistido.
La cena consistía en un interminable goteo de mini platos que Irene y Pau
iban sacando de la cocina.
—¿Los has hecho tú, Irene? —preguntó Eric.
—Qué va. Todo esto es de un catering. Hacerlo yo… imposible.
Irene explicó que habían sido elaborados por una prestigiosa empresa de
catering y añadió que la gastronomía era una de las muchas facetas que quería
explotar, pero que no tenía tiempo. Algunos platitos estaban fríos, otros
recalentados en el microondas. Irene los llamaba snacks y finger foods.
—Bueno, también es importante saber elegir. La mayoría de grandes críticos
gastronómicos no tienen ni idea de cocinar —dijo Eric.
—La próxima cocinará Irene. —Pau se sumó a la fiesta.
—¿Eh? —Irene lo miró y pareció que se había molestado.
—La ayudaremos, ¿verdad Eric?
—Hombre, claro.
Pau explicó que su mujer pintaba en su tiempo libre y el resultado eran esos
cuadros impersonales y vomitivos que colgaban de las paredes inmaculadas del
comedor. Y tenía más. Pau hablaba con total indiferencia, tal vez para no
molestar a Irene que permanecía al acecho, esperando intervenir y mirando con
altivez. Irene quería impresionar a Eric, sin embargo él estaba descolocado,
estupefacto.
Todo era una gran broma. Irene era como el joven Pau pero asquerosamente
horrible.
—Son unos cuadros muy sutiles —dijo Pau, con cierta ironía.
Eric asintió con un sí apenas audible. Empezaba a estar harto.
—¿Y dónde están los tuyos? —dijo Eric como contrapunto pensando en los
cuadros que Pau había pintado.
—Todo eso pasó a la historia.
—¿Los suyos? —preguntó Irene.
—Pau pintaba. ¿No lo sabías?
—Bueno, sé que ganó algún premio infantil de pintura. ¿No, Pau?
—¿Premio infantil? —repitió Pau pensando en aquellos premios de pintura
rápida donde se presentaban auténticos artistas medio consagrados.
—¿Los habrás conservado? —preguntó Eric.
—Tengo algunos en el trastero.
—¿En el trastero? Pau, ¿cómo es posible? Si eran…
—Déjalo ya. —Irene se levantó y recogió algunos platos de la mesa.
¿Queréis café? —preguntó.
Callaron. Eric pensó que esa cena no debía haber sucedido nunca, que Pau
jamás debió casarse con Irene, que debería haber sido pintor, quizá escritor,
actor, ¡si había sido un genio, un artista adolescente!
Deberíamos estar en un pequeño pueblo de la costa, cenando unas sardinas,
mientras él hablaba de su última exposición. Es posible que se hubiera casado, o
no, o tal vez viviríamos juntos. ¿Por qué no?
Habríamos acabado la universidad y habríamos iniciado un proyecto.
Pau expondría sus obras en grandes museos, seguro, seguro. Estaríamos
brindando por nosotros a orillas del mar.
No era el caso. Estábamos en una mierda de adosado de una mierda de
urbanización que formaba parte de un mundo gris, donde lo más extraordinario
era ver como los vecinos salían con sus violentos coches negros a la ciudad o
escuchar las estupideces de una burguesa con aires de artista. Parecía que a Pau
le daba igual. Se dejaba arrastrar por Irene.
—¿Queréis algún licor, güisqui o brandy? —preguntó Irene interrumpiendo
los pensamientos de Eric.
Tomaron un par de güisquis. Hablaron del pasado. Eric se preguntó si Irene
sabía algo del accidente, si sabía que Pau había amado a Ester y lo que pasó
después del accidente. Supuso que no lo sabía.
Se había hecho tarde. Pau llamó a un taxi. En el coche, Eric pensó que aún
podría intentarlo, no perdía nada, solo se lo impedía una mujer estúpida y un
trabajo anodino. ¿Y su hija? Ella ya tenía su vida.
Claro que sí. Solo era cuestión de intentarlo. Pau debería abandonarlo todo y
volver a pintar. ¿Por qué lo dejó? Pintar le despertará de su letargo, seguro. Le
ayudaré, como él me ayudó. Y ella no es nadie, nadie, solo una mujer frívola,
una anaconda que ha ido engullendo a Pau poco a poco. No te preocupes, te
ayudaré.
No fue difícil seguirla. Dos días después de la cena, Eric la esperaba en un
coche de alquiler cerca de la entrada de la autopista. La siguió hasta un edificio
moderno en la parte alta de la ciudad y la esperó hasta que a las siete salió con su
coche en dirección al centro.
Irene aparcó en un parking y se dirigió a una gran librería. Eric la vio
hojeando novelas expuestas en una gran mesa larga y ancha de madera, éxitos
del momento, novelas de títulos con frases subordinadas, extrañas y originales.
La observó a una distancia prudencial y esta vez le sorprendió su delgadez.
Quizá tenía algún trastorno alimentario o solo era esa obsesión de algunas
mujeres cuarentonas de parecer adolescentes. Era evidente que se había pasado y
era un saco de huesos coronado por una cabellera rubia y seca de tantos baños
solares. Buscaba alguna novela ligera, con muchos diálogos y pocas
descripciones para leer en la playa, estirada en una tumbona junto a alguna
amiga separada. Irene vestía unos pantalones de lino y una camisa de algodón
blanca rematada por un pequeño collar con motivos étnicos de madera.
Irene no había sido una de los suyos. Ella había aparecido más tarde, en la
universidad, donde conoció a Pau y se erigió como la sustituta de Ester. Eric la
imaginaba de estudiante acudiendo a la universidad con un Golf GTI, una pija
joven y atractiva de una familia adinerada. Sin duda, se enamoró de la mirada de
Pau. Ella formaba parte de otro mundo, una intrusa, un paréntesis, una nota
discordante que no debería haber pintado nada en esta historia. Sin embargo, ahí
estaba, trajinando libros como lo estaba haciendo con la vida de Pau.
Había salido antes de su trabajo. Ella también era abogada, pero al contrario
que Pau, se dedicaba a la abogacía de guerrilla, al derecho civil y en especial a
los divorcios.
Se decidió por dos libros. Pagó, salió a la calle y él la siguió.
Eran cerca de las siete de la tarde y los turistas salían a pasear recién
duchados. Irene bajó por Balmes y giró por la calle Valencia en dirección al
hotel de Eric, que enseguida dejó atrás para entrar en una especie de café
panadería.
Era un local grande con mucha madera oscura imitando al roble.
Recordaba a las panaderías de Berlín, sobre todo por la exposición en cestas
de mimbre con diferentes tipos de panes; negros, grises, integrales, con
semillas… Era lo único auténtico, todo lo demás, simple decorado. Ella se
acercó a una mesa al fondo del local donde le esperaba un hombre de unos
treinta años. La camiseta le iba a estallar entre tanto músculo. Eric los esperó
fuera, desde donde lo observaba con discreción. Seguramente era el profesor de
gimnasia, su amante, el complemento perfecto para una mujer madura, pero no
podía ser tan tópico y Eric no entendía que Pau fuera un secundario de un guión
tan visto y menos que fuera engañado. Sin embargo, por mucho que imaginemos
otras vidas, esta es tozuda y se nos presenta con los mismos tópicos de siempre.
Quizá no era su amante, tal vez un amigo, un íntimo amigo al que poder contarle
sus problemas, así lo indicaba el semblante serio de ella, que escuchaba con
sumo interés lo que el armario explicaba. Ella pidió un té frío, él, un agua.
Pasadas las ocho, salieron del establecimiento. Vio como ella se despedía y
se rozaban los labios con una leve sonrisa incluida. De pie, el hombre era más
alto de lo que le había parecido.
Aún quedaba una hora larga para que anocheciera. Decidió seguirla a una
gran distancia. Se dirigió hacia Passeig de Gracia hasta pararse frente a unas
escaleras que se hundían en el suelo para acceder a un parking público. Bajó
detrás de ella hasta la última planta. Ella caminaba hacia su coche escoltada por
una fila de luces verdes en el techo. Al fondo, quedaban tres o cuatro luces rojas
iluminando levemente los pocos coches aparcados junto a la otra salida de la
planta.
Eric se quedó en la puerta de acceso, escuchando las pisadas de Irene y el
tintineo de las llaves de su coche. Unos cuantos pasos y podría darle alcance y
decirle deja a Pau, olvídalo. No, eso son tonterías.
Hay que acabar con esto. Ella no pinta nada. Tiene que desaparecer.
Eric se sintió fuerte. Fue tras ella. A sus primeros pasos, ella se dio la vuelta,
él se escondió detrás de una columna. Tengo que decirle algo.
Ella no ama a Pau. ¿Por qué no lo deja? Irene volvió a encaminarse hacia su
coche. Eric aceleró, casi corría. Ella llegó al coche, arrancó, dio marcha atrás y
se encaró hacia Eric que se detuvo en el centro del carril de salida, demasiado
lejos para que ella lo reconociera. Rápidamente, sacó las llaves de su coche de
alquiler y se dirigió hacia un Peugeot rojo que estaba a su derecha. Hizo como si
abriera la puerta.
El mini de Irene pasó demasiado rápido para circular por un parking.
Eric no quiso mirar hasta que ella giró hacia la curva de acceso a la planta
superior provocando un agudo chirrido de ruedas sobre el sucio cemento del
parking. Eric se apoyó en la puerta del Peugeot, tranquilo, tranquilo e intentó
respirar lentamente, inspirando por la nariz, espirando por la boca, como le
habían enseñado.

Durante días Eric volvió a encerrarse en la habitación del hotel a la espera de


noticias de Pau. En la calle, el sol castigaba sin contemplaciones al resto de la
humanidad. Las vacaciones se agotaban, solo le quedaba una semana para
regresar a Berlín y los nervios aumentaban.
Irene se había clavado en su mente. Una noche, con la intención de
tranquilizarse, decidió cenar fuera. Antes de salir, llamó como cada noche a su
hijo Tobías, después habló con Gesine, su ex mujer. Ella tenía la intención de
cambiar de domicilio, quería irse a vivir a Bonn y por supuesto llevarse a Tobías.
Ningún problema.
El cielo anunciaba tormenta. Eric se dirigió hacia el restaurante que le habían
recomendado en el hotel. Era un restaurante minimalista, como debían ser los
restaurantes japoneses. Se sentó en la barra delante de los cocineros que cortaban
el pescado crudo y moldeaban el arroz con maestría. A su lado, varias personas
comían solas con palillos, en silencio y en el anonimato. En Berlín, solía comer
en un japonés dos veces por semana, siempre en el mismo sitio, en la barra,
también solo.
Un restaurante japonés era el escenario perfecto de lo contenidamente
poético, como un haiku, y el mejor sitio para comer solo.
Cuando salió del restaurante quiso dar una vuelta por la zona y acabó en la
misma calle que años atrás había recorrido para ir a visitar a Ester al Hospital
Clínico. Recordó esas largas tardes que se quedaba con Pau en la habitación de
color verde donde ella convalecía. Sentados, leían revistas frívolas, sin apenas
hablar.
Cuando venían los padres de Ester, Eric desaparecía. No podía soportar las
miradas acusadoras, ni los lloros, ni los lamentos. Por la noche volvía a casa, por
esa misma calle, sorteando las terrazas animadas de los bares de copas y
pensando que al día siguiente no volvería, pero siempre volvía. Por esos días,
tuvo la sensación de que habían muerto, que eran cadáveres de una etapa que
había acabado irremediablemente.
Llegó a un parque frente al hospital y se sentó en el mismo banco donde
solía fumar antes de entrar a ver a Ester.
Recordó el día en que se había despedido justo antes de irse a Ámsterdam.
Era una tarde de julio. Tenía la esperanza de no encontrarse a los padres de Ester,
pero en la habitación estaba su madre con la mirada perdida. Pau le saludó con
un hola apenas audible. La madre de Ester, con su eterna rebeca azul salió de la
habitación. Ester estaba incorporada sobre la almohada. Tenía una mirada
extraña.
—Me voy, Ester —dijo Eric sin saber qué hacer.
—No te preocupes, todo saldrá bien. Tengo a Pau. —Los tres se abrazaron
—. Ya está —repetía Pau, como queriendo darlo todo por zanjado.
Y así estuvieron unos segundos hasta que entró una enfermera. Adiós.
Eric se fue y mientras cruzaba el mismo parque pensó que quizá Pau
abandonaría a Ester.
Eric no los había vuelto a ver hasta la última cena de ex alumnos.
Un violento trueno interrumpió los recuerdos de Eric. Un grupo de personas
de mediana edad que salían de un restaurante se apresuraron a entrar al parking.
A la derecha, dos bancos más allá una pareja discutía. La chica miraba con
tristeza, mientras el chico le daba explicaciones.
Eric pensó en Gesine, su ex mujer y recordó que nunca discutían.
Gesine, profesora de matemáticas, de la misma Universidad de Berlín, se
había enamorado de él. Gesine apenas tenía voz, y pocas veces miraba a los ojos.
Al principio, Eric no le hacía mucho caso, hasta que un día cenando en un
restaurante, Gesine le dijo con un tono contundente que quería tener un hijo con
él, que se dejaran de historias, nos tenemos que casar, total, igualmente lo
íbamos a hacer. Quizá fue la sorprendente seguridad de sus palabras que le
recordaron a Pau, o el deseo de tener hijos lo que le convenció o quizá no quiso
defraudarse, formar una familia, tener un hijo, era lo esperado. Lo cierto es que a
las pocas semanas ya tenía todos sus libros en la librería del estudio de Gesine,
eso era definitivo.
Como un hito en la planificación, Tobías nació una madrugada de invierno,
con exactitud suiza y sin ninguna complicación. Se cumplió el objetivo y la
relación cambió. Ya solo interesaba Tobías.
Una noche, mientras cenaban en la cocina, Gesine dijo que estaba buscando
piso, como quien dice que se quiere comprar un coche, como quien habla del
tiempo. Sí, un piso pequeño, para dos, está cerca, muy cerca de aquí, Tobías será
feliz.
Y semanas después, un domingo muy temprano abrió un par de maletas en el
comedor encima de la mesa y se dispuso a llenarlas con lo más básico y urgente
para unos primeros días.
—De aquí a unos días vendré a por lo que queda. —Ella nunca le había
dicho que le dejaría. Eric vistió a Tobías con una camisa a cuadros y un mono
tejano que estrenaba. Sonó el timbre.
—Cinco minutos —dijo ella al interfono y arrastró a Eric a la cocina.
Tobías miraba la televisión en el comedor. El amante esperaba abajo.
Ella le miró fijamente y empezó a hablar con la sinceridad de los que saben
que ya no hay nada en juego.
—Pensé que algún día todo cambiaría, tenía la esperanza y pensé que con
Tobías…
—No pasa nada, no importa, vete.
Tobías apagó la televisión y vino corriendo. Eric abrazó a Tobías, sin
exagerar, para no preocuparle, como si su marcha fuera lo más normal del
mundo. Ella cogió el par de maletas y se fueron. Eric cerró la puerta y se preparó
un té verde, regalo de ella.
Aún tenía el sabor amargo del té verde que había tomado en el restaurante
japonés. El parque se había vaciado. La noche se había enfadado y una gran
tormenta empezó a descargar con rabia. La violenta lluvia no dejaba ver más allá
de unos metros. En segundos, Eric quedó totalmente empapado. Abandonó el
parque y se dirigió hacia el hotel.

Al día siguiente fue al encuentro de Pau. Se sentó como siempre en la mesa


del bar Juventud, pidió una copa de vino blanco y unas aceitunas verdes y se
dispuso a esperar. Un mini idéntico al de Irene entraba en el garaje del edificio
de oficinas de Pau. ¿Irene? ¡Qué raro!
Más tarde, ella salía del edificio de Pau y se dirigía hacia Eric. El corazón le
dio un vuelco. Se levantó, fue a la barra y pagó la consumición.
Se alejó justo cuando Irene cruzaba el paso de cebra y se dirigía al bar. Se
situó en la otra esquina, y vio que Irene se había sentado justo donde él había
estado.
En pocos minutos, apareció Pau sonriendo, se dieron un beso y se dirigieron
hacia Passeig de Sant Joan. Él vestía un traje oscuro muy elegante, camisa
blanca y una corbata estrecha. Ella tacones, medias, falda oscura hasta las
rodillas, americana y camisa. Parecían una buena pareja, pero era pura fachada.
Pau estaba haciendo su papel de marido complaciente. Eric les siguió hasta la
entrada del restaurante.
¿Qué pretendía Irene? ¿Y qué hacía por aquí? ¿No se podía quedar en casa o
en su trabajo? Eric se mordió los labios y pensó que Pau debería estar solo como
él.
Eric recordó que dos manzanas más al norte había una casa de alquiler de
coches. Alquiló un coche pequeño y esperó en la esquina a que la parejita saliera
del restaurante.
Pau la acompañó hasta el parking de sus oficinas. Minutos después el morro
del mini apareció por la rampa de salida y se dirigió hacia la parte alta de
Barcelona. No fue difícil seguirla. Se adentró en el parking de un edificio
imponente de oficinas, que se escondía entre jardines perfectos y porteros
rabiosos. Irene se sentiría importante.
Entraría rápida a las oficinas y miraría con altivez a la secretaria. Tenía un
despacho propio, ordenado y con alguna orquídea en una maceta de barro. Como
mínimo un par de trabajadores a sus órdenes y algún becario con granos.
Eric aparcó y entró en un bar a comer algo. Luego volvió al coche y esperó.
A las nueve de la noche el mini de Irene volvió a salir al asfalto.
Molesto por la larga espera se sintió fuerte, dispuesto a todo, quizá hablaría
con ella, Pau cambiará, o no sé, algo se me ocurrirá. Que deje a Pau, que lo deje
y si no quiere pues siempre hay solución.
El mini se dirigió hacia el barrio de Gràcia, donde se adentró en un laberinto
de calles estrechas. Paró en zona azul. Eric también aparcó a una distancia
prudente y la siguió. Irene giró y entró en una calle peatonal. No había nadie. Es
el momento de abalanzarse sobre ella, de negociar. ¿Negociar? la palabra sonó
extraña, se distrajo unos segundos, los justos para que Irene volviera a girar a la
derecha y se metiera en un bar.
Era un bar pequeño, algo sucio y mediocre, un bar de barrio obrero
abarrotado. En una de las mesas del fondo, pudo ver a Irene hablando con un
hombre. Era el mismo que había visto días antes, en aquella panadería, cuando
siguió a Irene por primera vez. Vestía un traje algo antiguo, de chaqueta cruzada.
Tenía aspecto de gerente de alguna empresa de tres al cuarto, aunque bien podría
ser un abogado con despacho en algún piso del Eixample con ascensor de
madera y placa dorada en la puerta.
Bebían cerveza. El hombre estaba encantado de estar hablando con una
guapa y madura abogada de éxito y dinero. Aunque aparentaban cierto
distanciamiento dedujo que eran amantes. Permaneció unos minutos en el bar
observando hasta que decidió irse.
Eran amantes. Cada tarde, la misma rutina, salía con su coche y se dirigía
hacia el barrio de Gràcia, quedaba con su amante en aquel bar de barrio o iba
directamente a su casa. Cada día, un par de horas, al atardecer, tiempo suficiente
para un polvo o en su defecto una conversación en ese bar cutre. Les hizo varias
fotos, en algunas de ellas aparecían besándose como dos adolescentes
enamorados.
A Pau no le apasionaba su trabajo. Lo hacía a la perfección y punto.
Tampoco se relacionaba con las personas de su empresa. Solía comer solo o
a veces con Pere, el joven informático de la empresa, al que le encantaba la
comida basura. A veces iban al McDonald’s o a cualquier restaurante asqueroso
de comida rápida. Pau sabía que Pere lo admiraba, pero no sabía muy bien por
qué.
—¿Y no te aburres corrigiendo tanto rollo? —le solía preguntar Pere.
—Soy una rata del derecho, un currante, no doy para más —contestaba Pau.
Cada hora exacta Pau hacía una pausa que aprovechaba para ir al office a
beber un poco de agua. Era la última antes de la comida. En esas pausas
solitarias, su mente siempre volaba muy lejos del trabajo.
Con el vaso de plástico en la mano y mirando hacia la acera recordaba la
cena del instituto de hacía escasos días. Le había impresionado Ester. La había
encontrado brillante y tan vital como la recordaba de joven. Se imaginaba como
podría haber sido su vida con Ester, y pensó que probablemente sería mejor que
la que tenía. Eso le entristecía, no solo por constatar que su situación actual no
era para lanzar cohetes, sino también porque podía haber seguido con Ester y no
lo hizo. Vino el maldito accidente.
Quería ver a Ester, mejor dicho quería follar con ella. Volverlo a hacer como
aquel día, en la habitación, detrás del escenario del instituto donde guardaban los
decorados. Pau tenía la llave y en algunas ocasiones durante el recreo follaban
como animales entre objetos de cartónpiedra y sucias cortinas. Era su recuerdo
favorito al que siempre recurría. Sin embargo, su pensamiento le traicionaba y
sustituía el olor de la piel de Ester por el aséptico olor a hospital. Y ahí estaba la
vieja enfermera explicando a Ester como utilizar las muletas. Y la veía
practicando por la habitación con la pierna ortopédica de color carne y sus
correas de cuero. Y recordó cómo durante varios días no había podido quitarse
esa imagen. Cada día y cada hora se hacían eternos.
Intentaba sonreír para animar a Ester. Pero la situación se le escapaba de las
manos. No soportaba verla cojear, no soportaba mirar la pierna ortopédica. No
toleraba ver la imperfección en Ester. No soportaba nada. A partir del accidente,
un manto negro cayó sobre su vida, despacio, sin apenas darse cuenta. Pocos
meses después había dejado de verla pero jamás se olvidó de ella.
Y a partir de entonces un manto lo cubrió todo. Se limitaba a cumplir con lo
estipulado, estudiar, aprobar y punto. El accidente fue el inicio de una caída en
picado, el inicio de la muerte en vida y Pau lo sabía. Se olvidó de sus amigos del
instituto y no los renovó, se volvió tan solitario como Eric, solo el recuerdo de
Ester sobresalía sobre su negra rutina. Cuando acabó la universidad, una tarde
cualquiera de un día cualquiera decidió ir a verla. Llamaría al timbre y le diría
algo, quizá hola o quizá perdón. Enfiló la calle donde vivía cuando ella salió de
su portal con Marta la pelirroja. Hablaban y sonreían. Pau, que se encontraba en
la acera de enfrente, pudo verla sin ser visto, pudo ver la sonrisa y el brillo en los
ojos de Ester. No se atrevió. Ella no se merecía volver al pasado.

En ocasiones cuando miraba por la ventana del office, se imaginaba que era
uno de los transeúntes que caminaba por la acera. Se inventaba otra vida
paralela. Esta vez, se imaginó que iba a buscar a Ester a uno de esos centros de
estética. La esperaría en una sala blanquísima.
Ester habría acabado de trabajar y se irían a comer a un restaurante lejos de
Barcelona y luego volverían a casa y mientras sus hijos estaban en el colegio,
harían el amor. O no. Quizá no hubieran tenido hijos y quizá se hubieran ido a
vivir a alguna ciudad europea o a Nueva York.
¿Por qué no? De lo que estaba seguro es que él no habría estudiado Derecho
y sobre todo, no habría tenido este trabajo.
Fue durante esos días posteriores a la cena del instituto cuando más se
arrepintió de haber dejado a Ester.
Ni una nube en el cielo. Deseaba estar con ella. Salir juntos, ir a cenar,
incluso viajar unos días por la costa. Pensar esto le parecía una bobada, pero le
encantaba.
Justo cuando tiró el vaso de plástico a la papelera, le pareció ver a Eric
sentado en una de las mesas del bar de la esquina. No estaba seguro, el bar
estaba demasiado lejos. Intentó fijarse más pero era imposible reconocerlo.
Estaba esperándole. Habían quedado para ir a navegar en catamarán por la tarde.
¿Por qué había llegado tan temprano? Aún faltaban varias horas para las tres.
Pau pensó en el Eric del instituto, un joven tímido, solitario, sin amigos, que
apenas se dejaba notar, pero que en ocasiones explotaba. Recordó algunas de sus
salidas antológicas y pensó en aquella profesora de arte, Isabel, que se limitaba a
dictar sus apuntes en las clases y que era muy injusta al corregir los exámenes.
Lo peor era esa sensación de que Isabel estaba destrozando la asignatura y les
estaba privando de algo tan extraordinario como estudiar Historia del Arte, sobre
todo para las aspiraciones de un futuro pintor como él. Un día, en plena clase
anodina, Eric se levantó y dirigiéndose a la puerta, lanzó todos los apuntes
contra la pizarra.
—Tus clases me dan asco —gritó y salió dando un portazo.
La clase se quedó perpleja, pero en segundos estalló en gritos y aplausos. Era
increíble que una persona tan reservada pudiera saltar de esa manera. Pau fue el
primero en imitarlo y también abandonó la clase. Todos siguieron los pasos de
los dos amigos. Isabel se quedó sola.
Otras veces no eran reacciones a situaciones que creía injustas sino que eran
pequeñas locuras. Una noche de verano habían decidido ir desnudos en moto.
Después de algunas vueltas por el centro de la ciudad, Eric que conducía, quiso
acercarse a una gasolinera. Pau se puso un bañador, Eric siguió desnudo.
Llegaron a una gasolinera del centro de la ciudad. No había nadie repostando.
Eric bajó de la moto y con los brazos cruzados esperó junto al surtidor. De la
pequeña tienda de la gasolinera salió una mujer grande y contundente de
mediana edad.
—¿Cuánto? —preguntó sin inmutarse y mirándole el pene.
—Lleno —contestó Eric con total naturalidad y mirándola a los ojos.
Pau no sabía qué hacer, estaba sorprendido por la escena. La mujer descolgó
la manguera y llenó el depósito.
—¿Necesitáis algo más? —La mujer seguía sin inmutarse.
—No, gracias. —La voz de Eric denotaba un leve temblor.
—¿Estáis seguros? —insistió la mujer con una gran sonrisa.
Eric se le acercó y la besó en la mejilla. Ella suspiró, luego subió a la moto
detrás de Pau y mientras se alejaban a toda velocidad, la mujer les lanzó un beso
con la mano y oyeron que decía algo que les sonó a súplica graciosilla.
Eso sí, en la cena del instituto, Eric era otra persona, más equilibrada y
segura. Había encontrado su lugar. Era un profesor serio y responsable que había
escrito varios libros y con varias investigaciones literarias. Le envidiaba y le
admiraba, y esperaba que Eric no hubiera perdido ese punto de locura de la
adolescencia que echaba de menos, aunque en ocasiones esos cambios
repentinos de actitud habían sido muy inquietantes.

Horas después, el catamarán volaba en ceñida lamiendo el viento furioso de


levante. Pau lo dirigía caña en mano y Eric intentaba dominar la vela mayor.
Colgados del arnés, el aire templado les golpeaba la cara mojada y daba volumen
a las camisetas. El barco intentaba levantarse mediante sacudidas que
contrarrestaban. Lo importante era no volcar, sabían que no debían arriesgarse. A
lo lejos, podían distinguir la fachada del litoral de Barcelona; la playa de la
Barceloneta abarrotada de bañistas, el pez de metal dorado, inmenso entre los
edificios más altos, la Torre Mapfre y el Hotel Arts y más allá, la Torre Agbar.
Hacia el sur, destacaba un nuevo hotel en forma de vela y hacia el norte, los
edificios del Fórum. Con la mirada podían abarcar gran parte de la silueta de la
ciudad.
Pau le había propuesto navegar varios días después del paseo en moto. Hacía
mucho tiempo que Eric no navegaba, sin embargo no había olvidado como
hacerlo. Bastaron unos minutos para encontrarse cómodo y enseguida se
convirtieron en dos veteranos navegantes perfectamente sincronizados.
Muchos años atrás habían aprendido a navegar juntos. Una mañana aburrida
de domingo, paseando por el puerto, vieron una regata de vela ligera y les
pareció interesante. A la semana siguiente estaban en un aula de la Escuela de
Vela de Barcelona, cogiendo apuntes sobre proas, popas, vientos, barloventos y a
los cinco meses ya navegaban solos en catamarán.
Navegar se había convertido, de algún modo, en su secreto. Lo habían
llevado con discreción. No podía ser que a principios de los años ochenta, en
plena ebullición de las ideas progresistas, donde las letras ganaban por goleada a
las ciencias, cuando lo moderno era ir con chirucas, jerséis grandes de punto,
macuto verde militar y parcas también verdes de forro anaranjado, su afición
fuera un deporte elitista, una actividad que podría identificarse con los pijos de la
nieve. No, hombre, no, ellos eran ilustrados progresistas de izquierda que leían
poemas de Neruda, veían películas como los Santos Inocentes y escuchaban
canciones de Aute, Serrat o Lluis Llach. Y fumaban porros en el rompeolas
mientras veían a los pijos con sus barcos de vela.
¿Cómo podían irse a navegar con náuticos con el lacito de cuero?
Ellos sí, pero sin náuticos. Y no pensaban que fuera incompatible con sus
ideas. Solían navegar los sábados por la mañana, en invierno con trajes de
neopreno ajustados y en verano con camisetas y pantalones cortos. Pau siempre
marcaba el rumbo y Eric se dejaba llevar por los fuertes brazos de su compañero
que dominaban el catamarán. Pau era capaz de lanzarse al agua en plena travesía
y nadar durante un buen rato para luego subir al barco con una agilidad
imposible. Había sido un deportista sin miedo a nada y lo seguía siendo.
Viraron con brusquedad. Eric cazó demasiado la vela mayor y el catamarán
volcó hacia sotavento. Salieron volando por encima del barco y cayeron al agua.
El catamarán había quedado volcado de lado.
Giraron el barco para poner el mástil hacia el viento para que no se diera
completamente la vuelta. Asieron los cabos y tiraron de ellos para levantar el
catamarán. No podían. Eric estaba muy cansado y poco podía colaborar en la
tarea. Sin embargo, Pau era incansable, sus brazos fuertes y fibrosos no se
rendían tan fácilmente.
—Venga va. ¡Tira fuerte! —gritaba Pau. A Eric no le quedaban fuerzas.
Necesitaba descansar y finalmente desistieron. Pau se agarró al casco y apoyó la
cabeza. Eric le imitó. La calma volvió y se limitaron a esperar a que vinieran a
rescatarles. Estuvieron unos minutos a merced del vaivén de las olas y en
silencio. Pau cerró los ojos. Eric no podía dejar de mirarle. Unas grandes gotas
de agua bajaban por los ojos de Pau y por la barba medio afeitada. Abrió los ojos
y las miradas se cruzaron. El sol, el agua salada, el vaivén de las olas, el silencio
del mar. Eric quiso vivir ese instante eternamente una y otra vez. Un eterno
retorno voluntario. Pau no estaba para retornos y con decisión agarró los cabos y
volvió a intentarlo. Con rabia, estiraron y cuando parecía que fracasarían, el
catamarán se dio la vuelta como una ballena pesada. Pau subió a la lona con
agilidad, Eric no podía, era tal su cansancio que los brazos no le respondían.
—¡No puedo subir! —Pau lo cogió del salvavidas y tirando con fuerza de él,
lo subió al catamarán. Cansados, decidieron volver a puerto.
Después de cambiarse, fueron paseando por el Paseo Marítimo hacía el
chiringuito de playa donde habían reservado mesa para comer.
Las dos del mediodía y el sol quemaba. A la derecha, se extendía la playa
urbana de la Nova Icaria que albergaba centenares de cuerpos grasos tostados al
sol. Los que preferían no asistir a este mar de cuerpos, atestaban el paseo;
patinadores, cochecitos y niños atacaban de frente y por la espalda. Había menos
tránsito que al atardecer pero suficiente para tener que ir esquivando personas
constantemente.
Muchos años atrás, otra playa había sido testigo silencioso de un hecho que
Eric nunca había olvidado. Fue un viernes de mayo en Blanes, el día del estreno
de la gran obra de teatro, tenía dieciocho años.
Un amigo de Fernando, el director de teatro, les había dejado una sala de
cine de la que era gerente, una antigua sala de teatro que había reconvertido en
una sala de cine por exigencias comerciales. Salieron de Barcelona en tres
furgonetas Volkswagen T1, de esas hippies. En las dos primeras viajaban todos
los componentes del grupo y en la última los decorados. Las furgonetas les
daban un aire bohemio y los situaban en un escenario ideal para dar rienda suelta
a sus facultades interpretativas. Además, Marta, la pelirroja, había enganchado
unos grandes letreros de cartulina en los laterales de las furgonetas con el
nombre del grupo de teatro: Antaviana, un nombre que Pau había propuesto años
atrás.
Por la mañana ensayaron en el local, que parecía más grande de lo que era en
realidad, quizá por la suntuosidad de los adornos barrocos de yeso que rodeaban
el escenario o por los grandes palcos con las burdas pinturas que los adornaban.
Para el grupo, ese teatro era su Liceo.
Fernando no dejaba de gesticular. Pau, tranquilízate. Sergi, te precipitas.
Marta, no salgas tan rápido. Perfecto. Desde primera hora de la mañana la cara
de Fernando adquirió un tono rojizo, señal inequívoca de que todo iba bien. Pau,
que no se separaba de Ester, estaba eufórico, reía y animaba a todo el mundo. No
dejaba de repetir que eran los mejores y ayudaba a los que se equivocaban con el
papel.
Antes de comer realizaron el ensayo general con los vestidos de época, el
decorado escueto; un gran mural en blanco y negro con columnas dóricas y un
gran reloj difuminado como fondo de la escena, un par de butacas, tres sillas
tapizadas de terciopelo rojo y un suelo ajedrezado. Nadie dudaba de que el
estreno sería un éxito total.
Y lo fue. A pesar de las dudas, a pesar del error de Eric, lo fue. La sala se
llenó y sobre todo gracias a Toni, el amigo de Fernando que hizo publicidad de
la obra durante varias semanas antes del estreno.
Fernando y Toni habían sido íntimos amigos en el pasado y eso explicaba la
pasión con la que les recibió Toni, con su pañuelo negro de seda y su americana
verde pistacho con hombreras.
Minutos antes del estreno, Eric había empezado a sentir un peso en la entrada
del estómago. Nunca antes en los estrenos, ni en obras anteriores, le había
ocurrido. Fue la preocupación por ese leve imprevisto lo que le puso más
nervioso. Y de una leve molestia, pasó a un estado de ansiedad.
Transcurría el segundo acto de la obra. Sobre el escenario actuaban Ester,
que interpretaba a Kay, Pau, que hacía de Alan y Eric, de Robín. En una escena
Alan establecía un diálogo con Robín. Todo iba bien hasta que Eric se bloqueó.
Precisamente debía responder a una pregunta de Alan cuando se quedó en
blanco. Fueron unos segundos en silencio. Pau se dio cuenta y salvó la situación,
se contestó a su propia pregunta diciendo que Robín no se atrevía a responder y
así justificaba su silencio. Y no solo eso, sino que se acercó a Eric, le cogió del
brazo y le guiñó el ojo sin que nadie se diera cuenta.
A partir de ese momento, no solo se tranquilizó sino que se metió en el
interior del personaje. Se convirtió en Robín.
Acabó la función y salieron a saludar al público que se puso en pie y no
dejaba de aplaudir. Todos estaban emocionados, sobre todo Fernando. Los
actores se dieron las manos y las alzaron hacia el patio de butacas. Al entrar en
los bastidores, Eric buscó a Pau para abrazarle pero se le había adelantado Ester
en un largo abrazo. No supo qué hacer, por un momento pensó en unirse, pero
esperó a que se separaran y entonces se abrazó a Pau.
Más tarde fueron a cenar. No faltó nadie. Hablaron sobre el estreno y todos
estaban de acuerdo en que había sido la mejor representación hasta el momento
y sobre todo por Ester, que había estado sensacional interpretando a Kay, una
mujer tranquila y aparentemente equilibrada.
Entrada la noche, un pequeño grupo entre ellos Ester, Pau y Eric, se habían
quedado en un bar musical cerca de la playa. Era un bar totalmente blanco, no
había nada que fuera de otro color y eso daba una sensación de paz y
tranquilidad. Pau apoyado en la barra estaba aburrido. Eric se acercó, dio un
trago de cerveza y aprovechando que Ester estaba bailando con los demás del
grupo, le invitó a salir un momento fuera para fumarse un porro. El hachís se lo
había pasado Paco, uno de los que se encargaba del decorado y que tenía una
larga melena. Salieron sin decírselo a nadie, Pau quería huir de la melancolía
etílica que a punto estaba de estropearle la noche. Pensaba que un poco de aire
fresco nocturno no le iría mal, ni tampoco algunas caladas de hachís, al menos
para cambiar de tercio. La brisa marina era fresca y olía a mar. Y como
autómatas se disponían a ir a la playa.
Justo al girar la calle, Eric se volvió y vio a Ester que les miraba desde la
puerta del bar.
A mitad de camino, en una de esas estrechas calles blancas que daban al
Paseo Marítimo, se sentaron en el suelo y Eric intentó liar el porro. Pau sabía
hacerlo mejor, pero su estado no le permitía ni siquiera intentarlo, así que con
más voluntad que maña lo hizo Eric como pudo. No se le cayó todo al suelo de
puro milagro y finalmente pudo ofrecerle a Pau un porro torcido y sin boquilla,
pero que tiraba muy bien.
Pau se desternillaba. Todo había empezado cuando dos hombres pasaron por
delante discutiendo acerca de la forma y color de los tangas playeros. Pau no
dejaba de repetir que los mejores eran los estampados con motivos de tigre y que
no había que confundirlos con los de leopardo. A Eric se le contagió la risa. Al
final se reían por cualquier cosa, un comentario estúpido, una postura, cualquier
cosa valía para estallar a carcajadas. Los ojos les lloraban, incluso a Eric le dolía
la boca. Cuando se calmaron un poco, Eric propuso bañarse en la playa y Pau
aceptó encantado. Bajaron al Paseo Marítimo, se descalzaron y se adentraron en
la playa hacia unas barcas de pescadores que descansaban reclinadas en la arena.
Pau corrió hacia unas piedras de playa que apenas se veían.
—¡El Pullitzer de teatro de 1987 es para Eric Martí Vossení! —gritó Pau
mientras cogía una piedra del tamaño de la palma de la mano. Se la entregó,
aplaudió y mientras sonreía le dijo que había sido el mejor.
Eric se guardó la piedra y se abalanzó sobre Pau, que en ese momento se
disponía a quitarse el pantalón para bañarse. Lo empujó y cayeron en la húmeda
arena junto a una de las viejas barcas. Otra vez les entró la risa tonta.
Pau tumbado boca arriba miraba hacia el cielo, donde un manto inmenso de
estrellas les abrazaba. Se percibía el olor a algas. Eric apoyaba la cabeza sobre el
pecho desnudo de Pau. Permanecieron un buen rato sin hablar, solo oyendo las
respiraciones y el ruido de las olas al romper en la arena. Ambos sonidos se
sincronizaban. Con un dedo Eric empezó a dibujar palabras en la piel de Pau,
sobre el estómago, suavemente, rozando la piel, acariciando el vello. Escribía
palabras como pasión, amor, vida, sueño, Pau, las que le parecieron más
hermosas, teatro, Antaviana, luego, un «te amo» inocente, con una «o» infinita
sobre el ombligo. Y sin pausa, continuó por la ingle y la zona púbica. Pau tenía
el pantalón desabrochado. Fue en un segundo repaso de un «hola» inocente
cuando Eric tropezó con un glande asomando curioso por encima de los
calzoncillos. El dedo se detuvo unos segundos y como si fuera la consecuencia
natural de los acontecimientos de ese día, no se amedrentó y continuó hacia
lugares más peligrosos e íntimos. Eric acarició el sexo de Pau con gran
delicadeza a la vez que los labios besaban el pezón. Cuando Eric notó la
humedad en la mano, supo que había cruzado la línea roja que va más allá de la
amistad. No se alteró, sino todo lo contrario. El vaivén sonoro de las olas, el
efecto narcótico del alcohol y sobre todo la sensación de haber llegado al final de
un camino, le adormecieron.
Abrazado a Pau, se durmió como un niño que se tranquiliza con el olor de su
almohada.
Minutos más tarde, el estrépito de una ola despertó a Eric. Le dolía un poco
la cabeza. Pau no estaba. Oyó como le llamaba a los lejos. Miró hacia el Paseo
Marítimo y no lo vio. Miró hacia el mar y tampoco. Eric, aquí, gritó Pau. Su
ropa estaba sobre la barca. No entendía nada hasta que intuyó una silueta que se
movía en el agua, entre las olas del mar, agitando la mano, indicándole que fuera
hacia él. Se desnudó tan rápido como pudo y se lanzó al agua. Las luces del
Paseo Marítimo se reflejaban en el mar. Le sorprendió la calidez del agua. Se
empujaron, se tiraron agua y se zambulleron en el oscuro mar.
Pasaron dos años hasta que Eric se fue a Ámsterdam y nunca hablaron de lo
que había ocurrido aquella noche, ni del baño en el mar, y mucho menos de la
playa. Sí que comentaban muchas veces el estreno de la obra de teatro, la cena y
la blancura del bar musical, incluso la broma de los tangas de tigre, pero nada
más. Pau nunca dijo nada, se avergonzaba y pensaba que si no hablaban de eso,
desaparecería de sus vidas. Eric nunca se atrevió a comentárselo, tenía miedo a
perderlo.

Eric sintió un leve dolor en los muslos al sentarse para comer en el


chiringuito. No estaba acostumbrado a hacer deporte y esa escasa hora en
catamarán le había producido unas incipientes agujetas. Además, el volcado del
catamarán le había causado varias magulladuras en las piernas y brazos. Y todo
por culpa de su impericia a la hora de navegar. Como siempre Pau no comentó
nada, ni siquiera en broma.
Todo un gesto de elegancia que le remitía al Pau del pasado.
El vino blanco era excelente. El camarero con un smoking blanco y viejo
pero limpio, les comentó que era de lo mejor de la bodega.
Pidieron tapas para compartir y antes de que les trajeran cualquier plato, Eric
puso encima de la mesa la piedra que muchos años antes Pau le había regalado.
—¿Y esto? —dijo Pau mientras la cogía con la mano y la observaba como si
fuera una joya. Era una piedra del tamaño de la mitad de un paquete de tabaco,
pintada por un lado con un fondo amarillo y adornada con pequeños círculos de
diferentes colores: azul, rosa, verde y lila y por el otro lado con círculos
concéntricos de colores formando una especie de diana. Eric sonreía.
—Me la regalaste tú. —Pau se extrañó todavía más.
—¿Qué dices? ¿Qué yo te he regalado esto? ¿Cuándo? —Se quedó pensativo
—. No me acuerdo. ¿Me estás tomando el pelo?
—No, que va, bueno me la regalaste tú y Tobías la pintó con estos colores
tan vivos. ¿A que ha quedado bien? —Eric seguía sonriente.
—¿No tendrá que ver con aquel día del estreno en Blanes? ¿La playa?
¿Aquella noche en la playa? —Lo preguntó como si fuera imposible que Eric
estuviera hablando de aquella noche, como si hubiera dicho una grosería o un
secreto inconfesable en voz alta. Pau estaba desconcertado.
—¿Fue esa noche? —repitió.
—Sí, ¿te acuerdas?
—Eric, aquello fue hace mucho tiempo. Vaya trompa que llevábamos.
Recuerdo que nos sentamos en el suelo en una calle y nos moríamos de risa,
¿verdad? —Sonrió—. Y luego, la playa. Sí, claro que me acuerdo.
—Sabes, nunca hemos hablado de eso.
—Lo sé. Y no importa. Dejémoslo tal como está, fue una tontería. —Su voz
denotaba serenidad. El camarero les sirvió varias tapas calientes.
—Quiero que te la quedes —dijo Eric mirando la piedra que tenía Pau en su
mano.
—Estos pinchos de gambas están de muerte —dijo Pau mientras se guardaba
la piedra en el bolsillo para no hablar más de ella ni de aquella noche.
Las tapas eran excelentes y ayudaron a olvidarse de playas perdidas en el
tiempo.
—¿Me has hecho caso? ¿Has vuelto a pintar? —preguntó Eric.
—No.
—Joder. ¿Por qué?
—No tengo tiempo.
—Eso tiene solución.
—¿Cómo? Es imposible. Como no deje de trabajar.
—Exactamente. —Pau sonrió.
—Eres muy gracioso.
—No es una broma. Yo te puedo ayudar económicamente. Quizá deberías
hacer media jornada, o dejar el trabajo y dedicarte por completo a lo que desees,
a la pintura. —Los pequeños ojos de Pau se abrieron como platos.
—Tú estás loco.
—No, bueno, a veces sí. Yo tengo mucha pasta. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que yo no quiero.
—Bueno, piénsatelo y dime algo.
El camarero trajo las últimas tapas y para rematarlas pidieron cava.
Minutos más tarde, cuando ya no quedaba nada que comer, Eric alzó la copa
e invitó a Pau a brindar.
—Por nosotros —dijo Pau, mientras guiñaba el ojo.
—Por Blanes —dijo Eric. Le salió del alma.
Días después Eric decidió quedarse en Barcelona por una larga temporada.
No quería volver a Alemania. Pensaba que Pau le necesitaba.
Decidió pedir un año sabático, para ello volvió a Berlín y permaneció un par
de semanas para arreglar todo el papeleo. Alegó que quería profundizar en la
investigación sobre el joven Nietzsche. No se extrañaron. De hecho, algunos
compañeros ya se lo habían insinuado y habían entendido que las
investigaciones bien valían un año de dedicación exclusiva. Y no era del todo
falso, la actividad pedagógica le ocupaba demasiado tiempo y necesitaba
liberarse. Sus alumnos se lo agradecerían. Las clases eran una obligación, un
trámite que había que pasar y lo hacía con más pena que gloria. Digamos que era
un peaje que tenía que pagar para dedicarse a la investigación sobre la literatura
alemana. Y sus responsables lo sabían, Eric era un excelente investigador, un
profesor solitario abocado a la reflexión. Algunos de sus artículos y libros eran
famosos por su originalidad y genialidad.
No dedicó mucho tiempo a buscar un apartamento. La única condición era
que estuviera cerca del trabajo de Pau. Después de un par de visitas alquiló uno
amueblado justo en el Passeig de Sant Joan, a dos manzanas de las oficinas de
Pau, que al salir o al entrar al trabajo debería pasar por la acera de su portal.

El apartamento era poco menos que la cuarta parte de un viejo piso típico del
Eixample, con sus grandes estancias y techos altos. Habían conservado los
rosetones del techo y las baldosas modernistas. A Eric le encantaba la gran
estancia que hacía de comedor con un pequeño balcón que daba a la calle.
Una vez instalado, mandó traer todos los libros y apuntes de Alemania para
continuar con su trabajo. Era principios de julio y agradeció que el apartamento
tuviera aire acondicionado. Durante días se centró en los aspectos más
burocráticos de la investigación; escribió a colegas de la Universidad de
Barcelona con los que ya había contactado desde Berlín. Sin embargo, a los
pocos días, sus estudios pasaron a un segundo plano, su prioridad era Pau.
Estaba convencido de que volvería a llamar. No tenía la menor duda de que Pau
ya no podía estar sin él. El hecho de vivir cerca de su trabajo le excitaba. A
veces, bajaba al bar Juventud para imaginárselo en su oficina. Lo buscaba entre
las sucias cristaleras del edificio gris. Otras, se asomaba al balcón justo a la hora
de la salida, para verlo bajar por el paseo. Pau caminaba más rápido que antes,
con más energía, más alegre, incluso había cambiado de trajes, ahora más
elegantes. Era un dandi inglés. Eric esperaba su llamada.
El apartamento se convirtió en la segunda piel de Eric. Apenas salía. Olvidó
el proyecto de investigación sobre Nietzsche y se dedicó a holgazanear como un
gato entre los muebles de Ikea. En el sofá, luego en la cama, más tarde asomado
al balcón y así atrapado en un círculo vicioso que se sostenía a base de alcohol y
algún ansiolítico.
Su higiene dejaba mucho que desear y su aspecto se había degradado, tenía
el pelo demasiado largo, como un estropajo y una barba poco cuidada.
Parecía un pobre vagabundo, muy lejos de la realidad, ya que Eric era muy
rico. Aparte de la nómina de la universidad contaba con numerosos ingresos por
sus libros de ensayo, algunos de ellos de obligada lectura en los cursos de la
Facultad de Filología Alemana. Además, en muchas ocasiones le reclamaban
para seminarios y conferencias remuneradas. Y por último, su padre, le había
proporcionado una tarjeta de crédito platino por si algún día tenía problemas.
Nunca la utilizó.
A Eric no le interesaba el dinero, no era competitivo, en absoluto, ya en la
universidad no quería ser el mejor sino que se hundió en la literatura y le entregó
su tiempo. Los últimos años de la carrera los había cursado en la Universidad de
Berlín y los había finalizado con matrícula de honor. Más tarde, se había
obsesionado por la filosofía alemana y en concreto con la figura de Nietzsche.
Capaz de dormir solo cuatro horas diarias y apenas comer, se había sumergido en
el estudio de las primeras obras de Nietzsche. No le importaban ni las clases, ni
los aspectos más prosaicos de la vida. Era capaz de pasarse diez horas seguidas
sin apenas descansar analizando El Nacimiento de la Tragedia.
Capaz de darlo todo, porque había decidido que era su prioridad, la única
prioridad de su vida. Todo lo demás, incluido Gesine o Tobías, había pasado a un
segundo plano. Solo el aletargado recuerdo de Pau podía desbancar a Nietzsche,
mejor dicho, arrinconarlo, porque Pau era Eric, formaba parte de la esencia de
Eric y como un volcán dormido en cualquier momento podría entrar en erupción.
Una tarde calurosa estaba tumbado en el sofá escuchando música en la radio
cuando empezó a sonar Sweet Dreams de Eurythmics. Saltó del sofá, puso el
volumen al máximo y empezó a bailar tarareando la canción. Sin dejar de
moverse se quitó la camiseta y el pantalón, y se quedó desnudo. Sweet dreams
are made of this. Who am I to disagree?
Se sentía libre y eufórico. I travel the world and the seven seas. Pero le
faltaba algo. Everybody’s looking for something. Fue corriendo al armario y se
puso una americana negra con unas pequeñas hombreras.
Bailaba como un poseso, alzaba los brazos y cantaba. Some of them want to
use you. De pie, sobre el sofá, con las manos en la nuca, se contoneaba. Some of
them want get used by you. Some of them want to abuse you. Some of them
want to be abused…
Durante días y en el cénit de su degradación, se sentía exultante pero le
faltaba la guinda sobre el pastel: una llamada de Pau, limpiaría el piso, se
ducharía y se olvidaría para siempre de su eterno y apestoso pijama.
Pero ni llamada, ni guinda, ni pastel.
Días después salió del apartamento a media mañana. El sol ya estaba
derritiendo el asfalto. Se dirigía a las oficinas. Llamaría a Pau. Justo en la puerta
se arrepintió, dio media vuelta y se fue al bar Juventud, pidió un agua y se tomó
dos tranquilizantes, los necesitaba. Se sentó en las sillas de cuerdas de plástico
de la terraza y observó el feo edificio de oficinas. Miró atentamente las ventanas
y comprobó que se entreveían las siluetas de las personas que trabajaban dentro.
Creyó ver a Pau. Se levantó y caminó por la acera hasta situarse frente a la
ventana. Era él, lo sabía por su manera de moverse, erguido como un modelo.
Estaba de pie mirando por la ventana, bebía una taza de café.
Parecía que miraba hacia él. ¿Me estará viendo? ¿Por qué no me llama?
Finalmente se tranquilizó y volvió a casa. Al mediodía envió un mensaje a
Pau para quedar por la tarde. Dijo que era algo importante.
La cita fue en un bar muy cerca de la estación de Arc de Triomf. Era viernes
y Pau estaba animado.
—Me voy a quedar mucho tiempo en Barcelona —dijo Eric, mientras bebía
su primer trago de té frío.
—¿Y eso?
—Ya no estoy en el hotel. He alquilado un apartamento, muy cerca de aquí
—respondió Eric como si cambiara de tema.
—Sí, pero ¿por qué te quedas? —insistió Pau.
Eric le hubiera dicho que estaba harto de su vida en Berlín, que estaba solo,
que quería estar cerca de él y de sus cuadros. Que durante estos días en
Barcelona había comprendido que después del accidente había estado buscando
a alguien como Pau, pero que no lo había encontrado.
—Porque quiero estar cerca de ti.
—¡Muy bueno! —Pau se desternillaba.
Una risa incómoda para Eric.
—Ahora en serio, me quedo para acabar con tranquilidad mi estudio sobre
Nietzsche. He pedido un año sabático y pienso acabar mi proyecto.
—¿De qué va?
—De lo apolíneo y lo dionisíaco. ¿Te acuerdas del Nacimiento de la
Tragedia de Nietzsche? Pues eso, del equilibrio de dos fuerzas, del equilibrio de
la racionalidad y la desmesura, del límite y lo desbordante. Y cómo solo desde el
equilibrio de estas dos fuerzas puede nacer el arte y la cultura. Si uno de ellos
predomina, el equilibrio se rompe. Normalmente predomina lo apolíneo frente a
lo dionisíaco, y ya sabes que a mí me va más lo dionisíaco, lo aprendí de ti.
—¿De mí?, si el loco eras tú.
—Yo era el loco a ratos, tú lo eras siempre.
—Supongo que en Barcelona estarás más tranquilo y podrás concentrarte
más.
—Sí, claro, mucho más. —Eric pensó que con Pau cerca solo podría
concentrarse en él—. Las clases de la universidad me quitaban mucho tiempo.
Además, luego está el sol.
—¿El sol?
—Sí, el sol de Barcelona. Me anima mucho. Y estás tú por aquí.
—Yo no te podré ayudar mucho con Nietzsche.
—Yo a ti sí.
Estuvieron hablando de Barcelona, idónea para pasar el invierno.
Pau comentó que en alguna ocasión había pensado comprarse o alquilar un
estudio, algo especial en el centro de Barcelona, tal vez en el Born, para ir de vez
en cuando. A Eric le pareció muy buena idea y se imaginó a Pau iniciando una
nueva vida.
Pau no paraba de hablar y Eric había dejado de escucharle y solo le miraba.
Eric no comprendía cómo había podido vivir tanto tiempo sin la mirada de
Pau. Había estado buscando miradas similares, pero nunca había encontrado una
como la de Pau. Y mientras él seguía hablando sin parar, Eric se reconoció en el
rostro de Pau, en sus ojos, en la forma de hablar y sobre todo en su mirada que le
pertenecía.
Llegó el momento, Eric miró el iPhone disimuladamente por debajo de la
mesa y buscó el correo que había preparado. Miró a los ojos de Pau y clicó el
botón de enviar. Inmediatamente el móvil de Pau que estaba sobre la mesa
empezó a vibrar y emitió un par de pitidos seguidos. Pau lo miró con
indiferencia e hizo el ademán de cogerlo, pero se arrepintió y siguió hablando.
El teléfono empezó a emitir una luz intermitente, avisando que había correos
pendientes de leer. Eric solo veía esa luz roja que cada vez era más intensa. Pau
paró de hablar. Permanecieron en silencio durante unos segundos. Cogió con
desgana el teléfono y consultó el correo que acababa de recibir.
La cara de Pau pasó de la extrañeza al asombro. Paralizado, intentó hablar.
Su mano temblaba levemente. Se levantó, parecía que se iba a ir, pero volvió a
sentarse.
—¿Te pasa algo, Pau?
Le pasó el teléfono sin decirle nada. Eric leyó el correo que él mismo había
redactado. El correo contenía dos fotos de Irene y su amante besándose. El
remitente era un tal buenagente789. Un nombre que horas antes Eric había
inventado para abrir la cuenta de correo de gmail.
—¿Lo conoces? —preguntó Eric fingiendo asombro.
Pau se levantó y le arrebató el teléfono, como si se hubiera arrepentido de
pasárselo y lo miró enfadado. Llamó a un número, pero rápidamente colgó.
—¿Quién coño me ha enviado esta foto? ¿Qué hijo de puta ha sido?
¿Qué se ha creído? ¡Qué imbécil!, ¿cómo puede ser tan cobarde? ¡Puta
mierda! —dijo Pau, alzando la voz mientras pegaba un puñetazo en la mesa. Las
dos tazas de té volaron, una aterrizó en la mesa, otra se hizo añicos en el suelo.
—Cálmate, Pau. —Eric se levantó y le cogió del brazo—. Cálmate. —Pau le
miró extrañado, como si no le reconociera. El camarero acudió con la pala y la
escoba y Eric le pidió disculpas. Pau se sentó—. A lo mejor es algo sin
importancia —continuó Eric intentando quitarle hierro y dirigir el pensamiento
hacia Irene. Pau no dijo nada.
Por un momento, Eric pensó que se había equivocado, que Pau tenía razón y
que había sido un cobarde. Por unos segundos pensó en confesar, pero lo
descartó rápidamente. Eric se sentía mal, como si hubiera sido el traidor. ¿Le
había sido desleal también?
Pau agachó la cabeza y se quedó en silencio.
—Perdona Eric, tú no tienes por qué soportarme.
—Tranquilo, no pasa nada.
—Me alegro de que estés conmigo —dijo Pau algo más calmado—, pero
ahora necesitaría estar solo. Pau se levantó.
—Ya pago yo, no te preocupes. Vete.
Y Pau desapareció en dirección a la estación.
Eric salió del bar y caminó hacia la playa. Tropezó con un grupo de niños
que salían de un colegio. Dos niños caminaban abrazados y hablaban
animadamente. Recordó cuando con Pau salían juntos del colegio cada día y
tardaban una hora en llegar a casa, cuando ese trayecto se podía recorrer en unos
pocos minutos. Se distraían por el parque jugando a la pelota o al escondite o a
cualquier juego. Eric recordó las piernas rebozadas de polvo y el olor a sudor y
cómo en el plato de ducha desaparecía el agua de color marrón por el desagüe.
He engañado a Pau, pensó mientras perdía de vista a los niños. Le he
engañado y he destrozado su matrimonio. Dudaba de si había hecho lo correcto.
Quizá había escogido el camino equivocado. No, por mucho que lo pensara no
había destrozado su matrimonio porque ya era un matrimonio fracasado.
¿Cuánto hubieran durado? ¿Un año?
¿Dos? Estaba claro, Irene debe salir de su vida por su bien. Y si no se
separan, será un infierno para Pau. Lo pasará mal al principio pero luego lo
superará muy rápido y será libre para empezar una nueva vida. Lo he hecho por
él. Lo tengo claro, clarísimo, Pau será libre, vendrá conmigo y pintará, es lo
mejor para él. Dejarlo todo, todo lo tóxico. Él no hubiera elegido su vida, esta no
es su vida, no es la que le hubiera tocado vivir. ¿Un abogado mediocre?
Eric marcó un número en el móvil mientras se sentaba en uno de los bancos
del paseo marítimo. Llamó a su padre porque sabía que le podría ayudar. Su
padre, arisco y frío, ni una señal de afecto durante toda la vida, apenas un
abrazo, algún beso, siempre distante. Eso sí, paternalista, le encantaba mostrar su
poder.
—No sé si me podrás ayudar —le había dicho Eric.
—¿De qué se trata?
—Necesito influir en las decisiones de una pequeña empresa de abogados de
Barcelona. Uno de los principales clientes de ese bufete es una empresa que
forma parte de tu holding. —Eric puso el acento en el tú—. Pensé que la podríais
comprar, pero sería excesivo, no creo que sea necesario.
—¿Exactamente qué quieres de ese bufete?
—Quiero que despidan a una persona.
—No te preocupes, lo miro. Dime el nombre.
Lo miraría, por supuesto, no había nada que no pudiera conseguir con dinero,
o mejor con poder. Ninguna explicación, ninguna pregunta, por extraña que
fuera la petición. Varias llamadas de teléfono, alguna amenaza sutil, algún dinero
de por medio, calderilla y todo listo. No solo echarían a Pau, sino que también
comprarían la empresa.
Su padre era así, siempre lo hacía todo a lo grande, como los juguetes, los
mejores para su hijo, ahí lo tienes, el más caro.
Eric colgó y recordó una noche de reyes, hacía mucho frío. Fueron a unos
grandes almacenes unas horas antes de cerrar. Su padre no se había acordado de
los regalos hasta última hora, no importa, vamos ahora mismo, le había dicho a
su madre, no importa, tengo dinero de sobra para lo que quiera y todavía
tenemos tiempo.
—¿Qué quieres? —preguntó su padre mientras contemplaban inmensas
estanterías medio vacías de juguetes. Eric no sabía qué contestar.
No quería nada, había perdido toda ilusión por nada.
—No quiero nada —se atrevió a decir.
—¿Cómo que nada? Pide lo que sea, no puedes estar sin regalos.
Y Eric como un autómata pidió varios juguetes, incluso alguno que ya tenía,
lo hizo a propósito, sabía que su padre no se daría cuenta. Algunos jamás los
sacó del embalaje. Ves que fácil, ya está, tu hijo tiene su regalo, dijo su padre al
llegar a casa antes de encerrarse en su despacho.
Eric se levantó del banco y bajó a la arena cuando el sol se ponía.
Una familia estaba cenando bocadillos sobre una nevera portátil, una pareja
retozaba ajena al mundo y un grupo de jóvenes jugaba a voleibol. Eric se quitó
los zapatos y los calcetines y se sentó en la arena con las piernas estiradas hacia
el agua. Observó que en la arena se movían algunas hormigas. Nunca había visto
hormigas en la playa.
Eran dos que se desplazaban erráticamente como si se hubieran perdido,
subiendo y bajando pequeñas dunas de arenas de forma incansable. Chocaban
entre ellas y al momento se separaban en direcciones opuestas, sin embargo a los
pocos segundos volvían a chocar y como antes, se volvían a separar por caminos
distintos y otra vez parecían buscarse. Las estuvo observando un largo rato hasta
que las perdió de vista desaparecidas en la infinita playa.
Pau era una persona ordenada. Los lápices y rotuladores debían estar en el
cubilete de cuero y el móvil a unos diez centímetros a la derecha del teclado. La
taza siempre limpia y en el posavasos, la pantalla, a la altura recomendada por la
normativa actual de higiene y seguridad y el cable del teléfono, sin nudos. El
orden en los cajones era humillante para todo aquel que flirteara con la anarquía
organizativa.
Los objetos estaban donde debían estar y cualquier desubicación, por
pequeña que fuera, provocaba una especie de incoherencia ontológica.
Sin embargo, Pau jugaba con esos pequeños desórdenes más que nada para
resaltar el propio orden establecido. Era todo un clásico en Pau, dejar un
bolígrafo fuera del cubilete o un papel encima del teclado, incluso se había
atrevido a no limpiar algunas gotas de café en la mesa. Era un pequeño desajuste
en el orden. La excepción que confirma la regla.
De la misma forma procedía en su trabajo diario cuando corregía
documentos jurídicos. Pau era muy detallista en las formas e impecable en el
contenido de sus documentos. Pasar el filtro de Pau era una garantía de que el
documento era perfecto. No se le pasaba nada, podía corregir desde el tamaño de
letra hasta una contradicción muy sutil en alguno de los supuestos jurídicos.
Gracias a la eficacia de Pau, su empresa se había especializado en la gestión
jurídica de multinacionales. Los clientes querían que Pau les redactara y revisara
todos los documentos jurídicos.
También le encantaba dejar su huella personal en forma de pequeño error
inapreciable en los informes. Esta idea se la dio Pere, el informático, un día
mientras comían una hamburguesa grasienta en un restaurante de comida rápida.
Pere le había contado que algunos programadores dejan una marca en sus
programas. Se les llama Huevos de Pascua. Suelen ser imágenes, juegos, firmas
que se activan mediante una serie de acciones que solo ellos conocen.
La firma de Pau podía ser una palabra con diferente tipo de letra o diferente
tamaño. Otras veces añadía un nombre a una persona, si era Carlos, le ponía J.
Carlos en una sola entrada. Pau controlaba la proporción de los errores o
desórdenes. Debían ser pequeños e inapreciables por los demás. Era como un
alcohólico que ha bebido y es capaz de disimular ante todos sin que se den
cuenta. Solo un experto observador se daría cuenta. Lo mismo hacía con sus
errores, solo después de una exhaustiva observación de su mesa o de sus
informes se podría llegar a detectar uno de ellos.
El engaño de Irene no podía clasificarse como un pequeño desorden en su
vida. Algunas veces había pensado en la posibilidad de esa infidelidad e incluso
dudaba de la importancia que debía darle. De hecho, entraba dentro de la
normalidad de un matrimonio como el suyo, cuarentones, con hija adolescente,
un aburrimiento incipiente.
Era casi una consecuencia de la situación. ¿Cómo no iban a tener un amante?
Que ella hubiera sido la primera era solo una cuestión del azar. Así que, siempre
había pensado que si algún día sucedía, no le daría importancia o como mucho
sabría disimular.
Pero había pasado y no se lo tomó como un bolígrafo fuera del cubilete o
como una palabra erróneamente en cursiva en uno de sus informes, sino como si
hubieran quemado su mesa o hubieran destrozado todos sus informes. No era un
error pequeño, ni siquiera mediano, porque no existía esa categoría, sino que era
un hecho que lo trastocaba todo.
La infidelidad de Irene no cuadraba con su vida, al menos no lo esperaba.
Irene se había enamorado de él. En la universidad era una chica seria y brillante
en los estudios, de buena familia, que buscaba mantener una posición social que
le proporcionara un poco de poder sobre los demás y una vida tranquila. Pau era
consciente que él podía proporcionarle algo de eso, o al menos podía ser el
mejor figurante en su historia. Pero esta infidelidad rompía con todo el
escenario. Un escenario falso, sí, pero un escenario completo y sólido, una
falsedad bien apuntalada. Pau lo tenía claro, vivía en una especie de decorado.
Casas que querían ser felices, ropas, muebles, objetos, restaurantes que eran
copias de diseños exclusivos. Todo era una copia del original. ¿Por qué él iba a
ser menos? Lo importante era que su copia, una familia feliz, un trabajo, su vida,
tuviera un objetivo: sobrevivir.
Sin embargo si el decorado se agrieta y se ven las bambalinas, todo se hunde,
el engaño se descubre.
Pau estaba corrigiendo otro documento con el control de errores del
procesador de textos al día siguiente de recibir el mensaje de buenagente789.
Tenía el documento lleno de notas, tachones, modificaciones e inserciones.
Primero redactaba el documento, después lo corregía con el control de errores,
luego los repasaba uno a uno y finalmente los aceptaba también de forma
individual. Por primera vez, había aceptado todos los cambios de golpe, con el
riesgo de aceptar alguna corrección errónea. Y también por primera vez no hizo
falta ir a tomar un café en el office para que su mente se alejara de su rutinario
trabajo.
Esa misma tarde, de vuelta a casa en el tren, Pau decidió que tenía que hablar
con Irene. Solo había pasado un día desde el correo y continuaba demasiado
alterado. No quería que sus nervios lo traicionaran.
Cuando llegó a casa no esperaba encontrarse a Carla, que normalmente
llegaba más tarde. Pau no quería que se enterase, así que pospuso su decisión
para otro día. Esa noche, apenas habló con su mujer.
Se dirigieron cuatro palabras huecas, lo normal de cada día.
Pasaban los días y siempre encontraba alguna excusa para no hablar con
Irene. Al principio, fueron los nervios y la presencia de Carla.
Sin embargo, pronto empezó a convivir con la indecisión. Descubrió que era
muy fácil disimular su estado. Apenas se decían esas cuatro palabras rutinarias y
volvía a su mente la idea de asumir la infidelidad como una parte más del
decorado, como si hubiera cambiado el escenario y hubieran añadido un
elemento más, un elemento necesario, casi inevitable. Parecía que la grieta de la
infidelidad se cerraba y la herida sanaba.
A principios de septiembre, un par de semanas después del correo de
buenagente789, salió del trabajó una hora antes. No solía hacerlo, pero
últimamente finalizaba antes de lo previsto sus informes y decidió irse. Atrás
dejaba una mesa ordenada.
Como cada día, se dirigió hacia la estación de tren. Accedió a las vías y
subió al vagón. Volvió a pensar en Ester y volvió a fantasear con la vida que
habrían tenido si no la hubiera dejado. Desde la cena del instituto se habían
escrito algunos correos muy fríos. ¿Y qué tal te van las cosas? Cosas sin
importancia, temas que enseguida se agotan y que suenan demasiado tópicos.
Sonaron dos pitidos en su móvil que anunciaban la entrada de un correo
electrónico. Era un correo de Eric. Le preguntaba qué tal estaba y si había
hablado con Irene.
Después de contestar a Eric, escribió uno para Ester. «Qué tal un café este
viernes. Un abrazo». Enviar. Se guardó el móvil y bajó en la siguiente estación
para volver sobre sus pasos. Fue al andén contrario y subió al tren dirección
Barcelona. Bajó en la estación de plaza Catalunya, salió al exterior y cogió un
taxi.
El taxi paró frente a las modernas oficinas de Irene, en la parte alta de la
ciudad.
La conserje se pertrechaba detrás de un mostrador exagerado y bajo un gran
cartel con el nombre del bufete de abogados. Mientras preguntaba por Irene,
Carles, un viejo amigo de ambos desde los tiempos de la universidad, lo
reconoció.
—Hola Pau, ¿qué haces por aquí?
—He salido antes del trabajo y quería visitar a Irene.
—Oye, te veo muy bien. —Carles miró a Pau de arriba abajo. –Tú sí que
estás impecable—. Pau observó la corbata verde de seda, la camisa blanca
ajustada y la barba de dos días perfectamente arreglada. —Por cierto, ¿cómo te
va?
—Bien, pasa, pasa. —Miró a la conserje con autoridad—. Ven, que te llevaré
al despacho de Irene. Ella está en una reunión de seguimiento de dirección. No
creo que tarde mucho.
Carles le acompañó hasta el despacho, abrió la puerta y le invitó a pasar con
uno de esos gestos amanerados que Pau aún recordaba de la universidad.
—Si quieres, te puedes desnudar y darle una sorpresa a Irene. —Carles cerró
la puerta mientras le guiñaba un ojo a Pau—. ¡Ciao!
El despacho de Irene era grande, lujoso y moderno, hacía mucho tiempo que
Pau no había ido a las oficinas de Irene. Sabía que había cambiado de despacho,
que había ascendido, pero nunca se habría imaginado que disponía de un
despacho como ese. Había una mesa para recibir a las visitas y otra de cristal
para las reuniones, en la que había un proyector conectado a un portátil que
apuntaba hacia la pared blanca. También había una gran librería repleta de los
típicos libros de derecho. Era un bufete moderno pero no tanto como para
prescindir de esos tradicionales libros con los lomos de ribetes dorados.
Pau se sentó en la silla de Irene y empezó a curiosear los cajones.
Ella no era tan ordenada como él. Aburrido, se levantó y encendió el portátil.
En la pantalla apareció la ventana para introducir el nombre de usuario y la
clave. El nombre de usuario ya estaba escrito y era «proyector». Pau se acordó
de Pere que siempre decía que primero hay que intentar lo más obvio y puso en
la clave la palabra proyector. El ordenador se encendió. Animado por el éxito de
su intrusión, se conectó a internet sin ningún problema. Accedió a su correo
personal y abrió el mensaje de buenagente789. Clicó sobre la fotografía y esta se
proyectó inundando toda la pantalla. Luego encendió el proyector, esperó unos
segundos que el aparato se calentara y la imagen se proyectó en la pared. La
imagen era nítida y recordaba a aquella fotografía del beso en París de Cartier
Besson. Irene y su amante tenían las bocas algo separadas y entre ellas se podían
apreciar las lenguas carnosas que luchaban por hacerse un hueco. Esa húmeda
lucha y la mirada algo lujuriosa de Irene, le quitaba cierto glamour a la
fotografía para darle un aire más vulgar. Eso sí, se les reconocía a los dos.
Bajó unos centímetros la persiana para darle mayor contraste a la imagen.
Volvió a la silla de Irene y esperó. El móvil pitó un par de veces. Correo
nuevo. Pau lo consultó. Era Ester, que podían quedar el próximo viernes a las
cinco para tomar algo. Besos. Le sonó raro leer besos, en los correos anteriores
siempre se había despedido con abrazos.
No pasaron ni diez minutos cuando escuchó voces que se acercaban por el
pasillo. Irene no venía sola. Podría haberse levantado y apagar el proyector, pero
se quedó clavado en la silla sin hacer nada. Sintió que no tenía miedo y por
primera vez desde hacía mucho tiempo se sintió orgulloso.
La puerta se abrió y apareció Irene con Josep, su jefe inmediato.
—Pau, ¿qué haces aquí? —dijo Irene muy sorprendida.
Irene y Josep estaban en el umbral de la puerta abierta cuya hoja tapaba la
visión de la fotografía proyectada en la pared.
Pau se levantó y no supo qué decir. No podía permanecer inmutable a la
situación. Solo él sabía que la bomba iba a explotar.
Josep conocía a Pau y no se extrañó de su presencia.
—Quería darte una sorpresa. —Sonrió Pau.
Irene y Josep accedieron al despacho y se acercaron a Pau que seguía de pie
detrás de la mesa. Josep le tendió la mano mientras Irene seguía mirando con
sorpresa a su marido. El portátil pasó al estado de reposo y la pantalla se volvió
negra y en consecuencia la foto desapareció de la pared. El ventilador del portátil
se paró y fue cuando Irene y Josep miraron hacia la pared donde un mensaje
informaba de la falta de señal del portátil. Un simple movimiento del ratón, un
golpecito en la mesa habrían bastado para que el portátil hubiera pasado a estado
activo y la fotografía habría aparecido con todo su esplendor.
—Vaya, pues tenemos un tema importante ahora —dijo Irene con cara de
preocupación. En ese momento aparecieron por el despacho Cristina, una
compañera de Irene, el gerente del bufete con el pelo negro abrillantado hacia
atrás y un par de hombres más que Pau no conocía. Sin apenas decir nada, se
sentaron alrededor de la mesa de cristal y en posición de asistir a una
presentación con el portátil.
Irene indicó a Pau que la acompañara fuera del despacho. Salieron al pasillo
e Irene entornó la puerta.
—¿Pau, qué haces aquí? Ahora tengo una reunión. Han venido porque he de
enseñarles una presentación sobre un futuro proyecto que lidero y que es vital
para la empresa. Es una reunión confidencial y muy importante. No sé si te has
dado cuenta pero están Josep y Miquel. Me la estoy jugando, Pau. Mejor que
esperes abajo, no, no, mejor que te vayas, no sé cuándo acabará esto, nos vemos
luego en casa, ¿vale? —imploraba nerviosa Irene.
El despacho se iluminó levemente por la luz del proyector. El murmullo que
hasta entonces salía del despacho cesó y dio paso al sonido monótono e
incansable del ventilador del portátil. Irene miró hacia el despacho extrañada del
súbito silencio.
Pau notó los nervios de Irene y la cogió del brazo.
—No te preocupes. Ahora quiero que entres ahí y demuestres quién eres. —
Pau señaló el despacho con el brazo extendido—. Dales una lección de cómo se
tienen que hacer las cosas. Dales confianza. Verás como lo consigues. Suerte.
Irene se extrañó del apasionado discurso de Pau. Nunca le había oído hablar
de esa manera.
—¡Oh, muchas gracias! —Irene se acercó para besarle, pero Pau frenó sus
intenciones poniendo el dedo índice en los labios.
—No hace falta cariño, vete, que te esperan.
Aquel año cumplieron los dieciocho años, suficientes para tener un breve
pasado por el que suspirar.
Estaban en el inicio de una nueva etapa muy importante y se habían vuelto
más serios. Empezar la universidad daba solidez y categoría a sus vidas. Pau y
Eric iban a la misma universidad y al mismo edificio, pero a facultades distintas.
Eric inició filología alemana y Pau prefirió derecho. Ester estudió psicología,
Sergio matemáticas y Marta, filosofía. Se dispersaron, pero gracias al grupo de
teatro seguían en contacto.
A finales de julio y después de los exámenes finales de la universidad, unos
cuantos decidieron quedar con la excusa del final del primer curso universitario
y el inicio de las vacaciones estivales. Eligieron el restaurante al que solían ir,
una masía restaurada y perdida en las afueras de Barcelona.
Era viernes. Quedaron en la parada de metro de Palau Reial para ir en un par
de coches. Sergio, Marta y Miquel iban juntos en el coche del primero. Eric
conducía el suyo con Ester y Eli. Pau comentó que vendría más tarde. Eric
estaba furiosamente triste. Dos días antes sus padres le habían comunicado que
volverían a Ámsterdam. Su padre debía volver a la matriz de la empresa en la
que trabajaba. Siempre había sabido que su estancia en Barcelona era temporal,
pero nunca pensó que llegaría el momento de volver a Holanda. No podía
soportar separarse del grupo, de su vida y de Pau.
—Yo me quedo —le había dicho a su padre—. Puedo trabajar y pagarme los
estudios.
—No es eso. No puedes dejar a tu madre sola, no es el momento —había
dicho su padre con contundencia. La madre de Eric estaba enferma, depresión,
una enfermedad complicada. Apenas hablaba y siempre estaba apagada. El
estado de la madre había influido en la decisión del padre de volver a
Ámsterdam, la ciudad natal de la madre.
El padre de Eric pensaba que volver a su tierra la ayudaría a superar la
enfermedad.
—En cuanto ella mejore podrás volver a Barcelona, sin necesidad de
trabajar, no puedes quedarte ahora —había concluido su padre. Así pues, algunos
se iban a separar más que otros.
Salieron de Barcelona sobre las nueve de la noche. Después de dejar la
autopista accedieron a una carretera comarcal que se adentraba por montañas
cubiertas de un frondoso manto de pinos. Luego giraron en un cruce por una
carretera todavía más pequeña por la que apenas podían pasar dos coches a la
vez. Durante todo el trayecto la puesta de sol les acompañó acentuando la
sensación de ocaso y de despedida.
Eric pensaba en Ámsterdam y sabía que perdería para siempre el contacto
con Pau. Nadie del grupo lo sabía y dudaba de si comentarlo esa noche o esperar
unos días. No quería estropear la cena. Sin embargo, podía ser un momento
idóneo para decirlo. Esta era su pequeña lucha interna mientras conducía. Ester
puso una cinta de Franco Battiato, uno de los cantantes favoritos de Pau. Subió
el volumen y el coche se llenó de música. La estación de los amores, viene y va,
y los deseos no envejecen, a pesar de la edad. Si pienso en como he malgastado
yo mi tiempo, que no volverá, no regresará, más…
Todos cantaban en voz alta y movían los brazos al ritmo de la canción.
Tuvimos tantas ocasiones, perdiéndolas. No las llores más, no las llores hoy,
más… Los horizontes perdidos no regresan jamás.
Con Battiato llegaron a la inmensa masía. El restaurante ocupaba toda la
planta baja. Las paredes eran de piedra y en ellas colgaban distintas herramientas
propias de las labores del campo. Los ubicaron en una mesa frente a unas
pequeñas ventanas que daban a la parte delantera de la masía.
Pau no había llegado todavía y se notaba en el ambiente. Nadie se atrevía a
empezar sin él, como si les faltara algo. Pidieron unas cervezas. Mientras
negociaban la cena con el camarero se oyó el ruido de la gravilla al frenar un
coche y todos vieron por la ventana como un descapotable azul paraba delante
de sus narices. Algunos se levantaron e incluso Marta y Sergio fueron hacia la
puerta para observar mejor.
Era Pau con una mujer de unos cuarenta años, rubia y con los labios pintados
de rojo. Ella conducía. Era la famosa amiga de Pau de la que todos habían oído
hablar. Pau vestía con elegancia excesiva para una cena de viejos amigos, camisa
blanca, americana y pantalones de pinzas. En cualquier caso, impecable. Le dio
un beso en la mejilla a la rubia y mientras se alejaba la saludó con la mano.
Entró en la masía y se sentó elegantemente notándose observado en la silla
que le habían reservado en el centro de la mesa.
—¿Qué tal jóvenes? —dijo Pau.
El menú consistía en varias tablas de quesos y patés con tostadas.
Había que ir más allá del queso de bola de corteza roja y una buena y
generosa tabla de quesos franceses, roquefort, camembert y brie era toda una
provocación. Todos estaban muy animados. Mientras untaban las primeras
tostadas, empezaron a hablar de las experiencias de cada uno en sus respectivas
facultades y de lo que les depararía el futuro.
—Cuando sea licenciada, ingresaré en el cuerpo de filósofos del estado. Les
pagan para que piensen. O abriré un bufete de filósofos. ¿Qué tienes un
problema? Ven al equipo de socráticos titulados que te lo solucionarán —
comentó Marta.
—Tú serás profesora de secundaria de filosofía y serás la hostia y lo mismo
Ester y Sergio. Los profes que a mí me hubiera gustado tener.
Y Miguel trabajará en una multinacional y ganará mucho dinero, el cabrón.
Y algún día nos invitará a su casa de la costa. Y Eli abrirá un estudio de
arquitectura y diseñará casas cuyas puertas estarán en el techo y serán redondas,
ganará muchos premios y tendrá una casa en los Pirineos, de esas tan raras que
salen en las revistas de arquitectura.
Y Eric… —Pau se quedó unos segundos esperando, justo en el momento que
retiraban las tablas huérfanas de quesos y patés, y traían otra botella de tinto.
—¿Y Eric qué? —preguntó Ester.
—A Eric, no lo veo de profe. Veo más bien un intelectual misterioso y
repelente como tiene que ser, sin barba. No queda bien una barba rubia para un
intelectual del sur. O quizá será actor, un gran actor, de esos serios y reservados.
Es más, estoy seguro que algún día iremos todos a verlo. Primero cenaremos en
la casa de Miquel y luego con el coche de Eli, un cochazo, un coche alemán,
iremos al teatro, un gran teatro y tendremos los mejores asientos en la fila siete,
la mejor fila —dijo Pau mientras el comedor se iluminó por un relámpago.
A Eric le agradó oír esas palabras de Pau y por momentos olvidó
Ámsterdam.
—Menudos burgueses, ¿no sería mejor un dos caballos? —dijo Marta, la
futura filósofa.
—Una arquitecta no puede tener un dos caballos, por favor —replicó Pau.
Trajeron tres bandejas repletas de costillas de cordero y butifarras, platos
vacíos y otras dos botellas de vino. Eric apenas comía y no paraba de beber.
En ese momento el local estaba abarrotado de gente joven, parejas y grupos.
—¿Y tú, Pau? —preguntó Ester. La verdad, es que nadie tenía claro las
intenciones de Pau al estudiar derecho.
—Pau será lo que se proponga —dijo Eric con convencimiento mientras las
luces de la masía parpadearon después de un tremendo trueno.
—Pau será un pintor famoso, o tal vez un actor como Eric, por mucho que
estudie derecho —dijo Marta. Pau sonreía.
—Yo creo que será un abogado progresista, de esos que se dedican al
derecho laboral —dijo Ester.
—No, qué va. No le pega —dijo Miquel.
—No me planifiquéis la vida. Me gustaría ser juez, pero también pintor y no
pienso dejar el teatro. —Todos estaban convencidos de que así sería.
Al final de la cena pidieron un par de botellas de cava. Eric había bebido
bastante y no le importaba seguir bebiendo. Se dejaba llevar por la noche.
Pau se puso de pie y pidió un brindis. Todos se levantaron y estiraron el
brazo hacia el centro de la mesa con la copa en la mano.
—Por nosotros —dijo Pau mientras elevaba la copa.
—Por nosotros —contestaron todos.
Eric se levantó. Todo le daba vueltas y tambaleándose se disponía a hacer
cola en el único lavabo cuando se cruzó con Pau.
—Vamos a fumar fuera. —Y se dirigió hacia la puerta sin esperar respuesta.
Pau sacó un par de cigarrillos.
—¡Vaya noche! —dijo Pau, mientras se encendía el cigarrillo, después de
darle fuego a Eric.
—De puta madre.
—Esta noche caerá.
—¿Qué quieres decir?
—Esta noche Ester caerá.
—¿Quieres tirártela? —Eric bromeó.
—Sí, pero no solo eso, algo más.
—¿Enamorado? —dijo Eric disimulando y forzando una sonrisa.
—Yo no me enamoro de nadie, se enamoran de mí —contestó Pau también
sonriendo.
—¿Y la profe del descapotable?
—Nada, nada, eso era solo un divertimento para los dos. —Eric no quiso
seguir escuchándole, estaba mareado y necesitaba ir al lavabo.
Más tarde, Eric fue a la barra y pidió un güisqui, indicando al camarero que
lo cargara. En la mesa ya estaban con el café y el ambiente no había decaído sino
más bien al contrario. Discutían sobre dónde iban a ir después. Dudaban entre ir
a una discoteca de moda o a un bar musical algo más tranquilo. No solían ir a
discotecas pero a algunos les divertía la idea.
Sobre la una de la noche se disponían a volver a Barcelona, habían decidido
ir a un bar musical por el centro. Eric se levantó de la silla y casi se cayó, apenas
podía permanecer en pie. Pau le abrazó y le dijo que no debía conducir.
—Estoy bien —dijo Eric justo antes de vomitar en las ruedas del coche.
Ester se rio.
—Eric, no estás bien, dame las llaves —dijo Pau con determinación.
—¿Tú sabes conducir?
—Igual que tú, pero un poco más sereno.
Eric le dio las llaves. Era la primera vez que en su propio coche se sentaba en
el asiento del copiloto. Ester se acomodó detrás. Pau se separó un poco el
asiento, movió el espejo y arrancó el coche.
Sergio salió primero con su coche y Pau le siguió.
Eric apenas podía avistar la carretera y solo vislumbraba los dos faros rojos
traseros del coche de Sergio que se reflejaban en la carretera mojada y que les
hacían de guía. No se encontraba bien. Miraba a Pau, y pensaba que le había
traicionado. Estaba enfadado con él, como lo estaba con su madre por la
enfermedad. La culpaba de su futura separación de Pau. Eric tenía la mano sobre
la manija de la puerta del coche y pensaba en lo fácil que sería abrir la puerta y
saltar. Era una opción, saltar. Recordó que desde pequeño siempre había hecho
locuras; meter los dedos o un clip del pelo en los enchufes, poner la mano en el
aceite caliente de la sartén o saltar desde una tapia de tres metros. Acciones sin
sentido, solo para comprobar qué consecuencias tenían esas estupideces.
—¿Cómo estás? —preguntó Ester, mientras le tocaba el hombro. Se refería
al estado etílico.
—Bien, bien, no te preocupes —contestó Eric.
A Eric no le gustaba la seguridad de Ester. Siempre le había parecido que
ocultaba algo, como si tuviera las cartas marcadas. Ella entró al grupo de teatro
años después de sus inicios. Empezó a asistir a los ensayos. Se sentaba en las
últimas filas, en silencio y al cabo de unos meses ya era parte del grupo. Y entró
sin ruido, pero poco a poco se los ganó a todos gracias a su serenidad. Siempre
tenía una solución sensata para todo. Era la que organizaba las salidas, la que
detectaba si alguien estaba triste, la que siempre estaba ahí, por si las moscas.
Parecía mayor de lo que era.
Eric observó que el seguro de la puerta del coche no estaba puesto y seguía
jugueteando con la manija. Ya no veía las luces rojas del coche de Sergio.
Estaban solos en medio del bosque dormido al que osaban molestar con las luces
de sus faros.
Empezó a sonar la canción de Franco Battiato, yo quiero verte danzar. Eric
se animó y empezó a hablar sobre su marcha a Ámsterdam.
Iban demasiado rápido. El coche patinó sobre las ruedas delanteras y se
precipitó por el oscuro barranco. Se hizo el silencio.
Acaronado por el amasijo de hierros, Eric oía un gemido lejano, apenas
audible. Más tarde el gemido se convirtió en una voz penetrante y molesta. Era
la voz de Pau.
—¿Pau? —dijo Eric con un tono ahogado.
El olor a hierro quemado y a plástico chamuscado era insoportable.
Pasaron varios segundos hasta que Eric movió la cabeza y sintió el sabor
amargo de la sangre mezclada con hierba. Intentó levantarse, pero las piernas le
fallaban. Puso el pie sobre el volante y se aupó sobre el costado del coche
sacando la cabeza por la ventana del conductor.
Vio la silueta de Pau pasar a su lado musitando palabras sin sentido.
Eric quiso llamarle pero al hablar escupió un pequeño coágulo de sangre que
tenía en la garganta. Pau tambaleándose se dirigía hacia la carretera ladera
arriba.
Eric saltó del coche y cayó en la maleza. Sintió una fuerte opresión en el
pecho que ensombrecía cualquier otro síntoma. No sabía interpretar el cuerpo
lleno de magulladuras, barro y sangre, así que se palpó para comprobar que no
tenía una herida o algo roto. Parecía que no tenía nada grave, solo una fuerte
sensación de irrealidad, como si eso no pudiera estar sucediendo.
¿Y Ester? La contundencia del sabor de la sangre le dio fuerzas para actuar
de la forma más fría posible. Se situó junto a los pinos que habían evitado que el
coche rodara ladera abajo, tropezó y cayó. Se percató de que estaba borracho.
Sin embargo, tuvo un punto de lucidez y pensó en la linterna que su padre
siempre guardaba en el maletero. Se levantó, cogió la linterna, se estiró sobre la
hierba frente a la ventana trasera del coche e iluminó por casualidad la cara de
Ester. Hinchada y morada, apenas respiraba y daba la sensación de que en
cualquier momento dejaría de hacerlo.
—¿Ester? —Eric cerró los ojos. Los latidos del corazón le golpeaban el
pecho.
El tiempo se detuvo. Ester había muerto. No, no… El sonido de la
respiración de Ester se colaba entre el silencio de los pinos. Eric intentó moverla,
pero observó que la pierna de Ester estaba atrapada entre los hierros del coche.
No podía moverla, ni se atrevía.
—¿Ester, Ester, Ester? —dijo con desesperación. Ella abrió los ojos y con
extrañeza infinita miró a Eric. Pasaron unos segundos.
—¿Pau? —dijo Ester con un hilo de voz.
—Está bien, no te preocupes. Voy a pedir ayuda, vamos a pedir ayuda. No te
muevas. —Ester asintió con un imperceptible movimiento de cabeza.
—¿Dónde mierda está Pau? —se preguntó Eric mientras cogía la mano de
Ester. Luego se alejó del coche en busca de Pau. Empezó a subir la ladera en
dirección a la carretera con ayuda de la linterna. Se cayó varias veces, pero era
inmune al dolor. Encontró a Pau sentado en una roca, le iluminó la cara y ni se
inmutó. Tenía la mirada perdida.
—¿Ester? —preguntó Pau, como quien pregunta por una dirección o dónde
está el lavabo.
—Está en el coche, atrapada entre los hierros. Yo voy a pedir ayuda a la
carretera, ve tú al coche y mira como está, te necesita. —Eric señaló hacia abajo,
hacia el humo que a intervalos se iluminaba de un color rojizo debido al
intermitente.
—¡Eh! —contestó Pau con un gemido indiferente.
—¡Hostia puta! Pau. ¡Ve abajo! —Nunca Eric le había hablado en ese tono,
pero Pau no se movió. Eric le cogió fuertemente de los brazos.
—¡Pau, joder, muévete! —dijo con rabia.
Pau se levantó, miró a Eric aterrorizado y se dispuso a bajar ladera abajo.
Caminaba despacio, dando tumbos, como perdido en el infierno.
Eric se dirigió hacia la carretera. Se sentía débil. Se palpó la pierna y notó la
humedad de la sangre. No sabía si llegaría a la carretera, no sabía si moriría él o
lo haría Ester. Estaba convencido de que cualquier cosa podría pasar.
Irene desenchufó el proyector para que la foto desapareciera de la vista de
sus estimados colaboradores y salió de su despacho apretando los dientes sin
saber a dónde ir. En la calle, Pau se dirigía hacia el centro sin mirar atrás. Se
sentía bien y le apetecía dar una vuelta. Era una tarde de otoño. Quería olvidarse
de lo que había ocurrido en la oficina. Parecía como si hubieran pasado algunos
días desde entonces y solo habían pasado unos minutos. Paseaba sin rumbo fijo,
mirando escaparates y personas. En una de las calles más concurridas del centro,
observó a un joven desaliñado y sucio con unas largas rastas que le llegaban
hasta la cintura. Estaba sentado en el suelo, apoyado en la pared de un gran
banco en crisis. Junto a él, varias bolsas de plástico repletas de cachivaches y un
gran perro pastor alemán que dormía apaciblemente. Era extranjero, quizá un
turista vagabundo. Tiempo atrás, Pau ni habría reparado en él, pero esa tarde se
detuvo, acarició el perro y le dio un par de euros al joven.
Por la noche, el silencio. Pau había llegado mucho antes y aprovechó para
adecentar la habitación de invitados. Trasladó toda su ropa del armario de la
habitación de matrimonio a la de invitados. Sintió esa leve ilusión del que
estrena habitación o piso. Primero pensó solo en la ropa, luego decidió cogerlo
todo; zapatos, ropa interior, reloj, almohada y hasta la luz de la mesita.
Cenó temprano y se acostó justo cuando oyó entrar a Irene por la puerta
principal. Dudó de si había sido demasiado cruel. No sabía cómo se lo habría
tomado ella. Además tenía curiosidad por saber cómo había salido todo. ¿Qué
explicación había dado Irene a sus colaboradores? Estaba por salir y
preguntárselo pero pensó que era excesivo. Seguramente Irene superaría este
pequeño incidente en su vida laboral. Oyó platos en la cocina, luego pisadas en
el pasillo, excesivos ruidos. Estaba claro que Irene quería hacerse notar, pero Pau
prefería esperar a otro día o tal vez a otro mes. No tenía ninguna prisa.
A la mañana siguiente se encontró una montaña de objetos en la puerta de su
habitación, desde libros, toallas y portátil hasta la propia mesita de noche. Las
metió en su nueva habitación y se fue a la cocina. Ella le esperaba sentada con
un café medio frío. Pau no se entretuvo y se dirigió hacia la puerta de la calle.
Notó como Irene le seguía por el pasillo.
—¡Oye! —dijo Irene con voz grave. Pau se dio la vuelta y la miró a los ojos
con severidad.
—Eres un hijo de puta —vomitó Irene con rabia incontenida. Pau se
sorprendió, no por el propio insulto, sino por el tono de tremenda sinceridad de
Irene, que le remitió a tiempos prehistóricos de su relación.
—Cojo el BMW —dijo Pau y cerró la puerta con excesiva suavidad.
A media mañana paró en el área de servicio de la autopista dónde solía ir,
puso gasolina y miró con asco el lugar donde siempre se asomaba para observar
la urbanización. Pensó que nunca más volvería.

En noviembre la rutina silenciosa se rompió. Pau miraba el animado Passeig


del Born desde la ventana de su nuevo piso de alquiler. Se había duchado y se
afeitaba desnudo en el comedor. Le encantaba observar como pasaban toda clase
de especies humanas: estudiantes, extranjeros, artistas, escritores, estetas y
excéntricos. No se había separado legalmente, pero sí físicamente. Acordaron
que Carla se quedara con Irene y que cada fin de semana se iría con él.
A los pocos días de trasladarse, Eric le llamó para proponerle algunas salidas
en catamarán. Cada jueves por la tarde y algunos sábados por la mañana salían a
navegar. Pau al timón y Eric controlando las velas.
Durante las salidas, Eric insistía en que Pau debía volver a pintar.
—No tengo tiempo. No puedo pintar y trabajar, no tengo horas suficientes —
decía Pau. Entonces Eric le recordaba su propuesta de financiación para que Pau
pudiera dedicarse a la pintura durante todo el tiempo que necesitara. Pau no le
hacía ni caso. Sin embargo, una noche extendió todos los lienzos, dibujos,
apuntes y bocetos que había guardado encima de la gran mesa del comedor. Lo
ordenó todo de forma cronológica y empezó a repasar todas las obras. Cada
pintura tenía un relato que Pau intentaba desentrañar. Comprobó cierta evolución
en el estilo, de unas pinturas al óleo, básicamente paisajes con muchos detalles,
hasta unas obras eclécticas donde se mezclaban varias técnicas incluido el
collage. Precisamente estaba observando los últimos collages en los que
mezclaba personas y animales de forma casi erótica, cuando las primeras luces
del alba entraban por la ventana del comedor. Se tumbó en el sofá y durmió hasta
el mediodía. Se hizo café, comió algo y luego con unos folios y un bolígrafo bic
azul empezó a dibujar. Al final del día había gastado tres bolígrafos y dibujados
más de cien folios. Con las manos manchadas de tinta, troceó todos los folios
con paciencia mientras los lanzaba a la basura, luego apagó la luz y se acostó.
Durmió más de diez horas seguidas y cuando se despertó telefoneó a Eric.
—He dibujado —dijo Pau sonriendo.
—¿Dibujar?
—Sí, dibujar, en bolígrafo, dibujos.
—¿Y qué has dibujado?
—A Ester, cientos de dibujos de Ester.
—Vaya, tendrás unos buenos apuntes entonces.
—No, los he tirado todos.
—Perfecto, el arte efímero es el mejor.
Dos días después Pau compró lienzos, pinceles, lápices, pinturas y un
caballete que puso cerca de la ventana del comedor. Se puso una vulgar gorra
roja que encontró en el trastero de su nuevo piso, en cuya visera estaba escrito,
Papeles pintados Planell, el nombre de una tienda del barrio y se dispuso a
pintar.
Y así continuó varios días y solo el sonido del móvil que anunciaba un nuevo
correo de Ester podía interrumpir esa espiral de creatividad.
Se escribían dos o tres correos semanales en los que hablaban de todo.
Pau los repasaba con el mismo espíritu analítico que en su trabajo, buscando
signos que indicaran un acercamiento de Ester.
Le encantaba leer la palabra «besos» al final de los correos. Sobre todo
porque todo el contenido neutro del cuerpo del correo contrastaba con la palabra
besos. Pau siempre se imaginaba que quedaban y tenían una conversación tan
fría como la de los correos. Se imaginaba mil conversaciones diferentes, pero
siempre frívolas y al final, un beso.

Eric apenas había avanzado en el proyecto sobre Nietzsche, no le importaba,


estaba demasiado ocupado en ayudar a Pau. Después de la ruptura con Irene no
quería dejarle solo. Se veían casi cada día.
Las actividades artísticas eran la excusa perfecta. En ocasiones iban al teatro,
incluso gracias a sus contactos en el mundo universitario y cultural, acudían a
presentaciones, debates, conferencias, y demás eventos que combinaban cultura
y pavoneo. Durante un tiempo, Eric le presentó a Pau pintores, poetas, músicos y
actores. Eric pensaba que Pau le necesitaba y estaba dispuesto a darlo todo,
incluido dejar sus obligaciones académicas, profesionales, lo que fuera. Y más
cuando por fin Pau había vuelto a pintar.
Por esos días, Eric estaba muy animado y le propuso a Pau salir una noche de
viernes a cenar y luego a tomar unas copas. Eric eligió un restaurante en el
corazón del barrio gótico donde todas las mesas y sillas eran diferentes y se
respiraba un aire bohemio. Un bar de jóvenes artistas que recordaba al bar donde
solían ir de jóvenes, ideal para hablar de arte.
Pau llegó un poco tarde, pasadas las diez. Tenía ojeras que contrastaban con
el color subido de sus mejillas. Pidieron unas cervezas mientras les tomaban
nota. Hablaron del otoño en Barcelona.
Más tarde siguieron con unas copas de vino blanco y empezaron a probar
una ensalada y algunos pinchos. Surgió el tema del trabajo y Pau comentó que
no tenía aspiraciones, que se limitaba a cumplir y que nada le entusiasmaba.
—Me da todo igual. —Pau sonreía.
El vino les animó. Volvieron a recordar cuando Eric se quedó en blanco en el
estreno. Pau repetía las palabras que Eric olvidó en la tarima y no paraba de reír.
A Eric le reconfortaba la risa de Pau y sobre todo su mirada. Todo lo demás
sobraba.
—¿Y ahora qué, qué vas a hacer con tu vida? —dijo Eric que quería hablar
de cosas más serias.
—Pues no lo sé, el día menos pensado me pego un tiro y acabo con todo. —
Pau sonrió de su propia ocurrencia—. No tengo ni idea.
—No puede ser, algo estarás tramando. Acuérdate de mi propuesta.
Todavía no me has dicho nada.
—Oye, ¿y por qué no me voy a vivir contigo?, ¿tienes sitio en Berlín?
—Las palabras de Pau sorprendieron a Eric ya que durante días había
pensado en proponerle la misma idea, pero nunca se había atrevido.
—¿Qué, qué dices?
—Pues eso, ir a Berlín. —Pau volvió a sonreír. Eric no podía creer lo que
estaba oyendo.
—¿Lo dices en serio?
—Claro, ¿tengo cara de mentir?
—¿Cuándo nos vamos?
—Vas muy rápido, Eric. —El camarero retiró los platos vacíos de las
ensaladas y preguntó si les faltaba algo—. Sí, una botella de vino tinto para la
carne —dijo Pau.
—Pues tío, tienes que venir a Berlín —dijo Eric con entusiasmo. Tengo
amigos abogados que nos pueden ayudar, podrías trabajar en un bufete de
ayudante o quizá en la universidad. El trabajo es una tapadera, una excusa para
tener pasta y hacer lo que más te interesa.
—No sé alemán —dijo Pau mientras apuraba la copa de vino lentamente.
—Aprenderás. Mira, yo tengo pasta, y tú también, y si no tienes no importa,
puedes estar un par de años aprendiendo alemán y luego podrás trabajar. Y lo
más importante, puedes aprovechar para hacer lo que quieras. —Como un niño
nervioso, sin ninguna razón aparente, Eric se levantó de la mesa y enseguida se
volvió a sentar.
—Para, Eric, ya te he dicho que solo era una posibilidad y tú ya me ves en
Berlín.
—Pintar, Pau, pintar, joder, ser lo que deberías haber sido.
—Pero, y…
—¿Carla? —O Ester, pensó Eric.
—Sí, claro —dijo Pau. Aprovecharon un largo silencio para atacar los
entrecots prácticamente crudos. A cada corte, la sangre se mezclaba con la salsa
roquefort, tiñéndola de marrón. Se bebieron la botella de vino.
—Podemos volver a ser como antes, como…
—Déjalo, Eric —dijo Pau y cortando los últimos trozos del entrecot, añadió
—. Nunca me traen la carne como yo quiero.
—¿Pedimos algo más? —El bar se había ido llenando de treintañeros y el
volumen de las conversaciones había aumentado hasta un nivel algo molesto.
Pidieron cafés.
Pau preguntó por Berlín, cómo era el clima, la gente, la vivienda, preguntas
de alguien que quiere irse a vivir ahí. Eric no se atrevía a insistir. Sólo pensar en
la posibilidad le ponía nervioso.
Salieron del bar. Las calles estrechas del barrio gótico estaban abarrotadas.
Caminaron hasta el Port Vell, para luego subir por La Rambla. Apetecía pasear
entre la riada de gente que la invadía. Paseaban en silencio. Pau pensaría en su
hija y quizá en Ester. Eric también pensó en Ester. La oía respirar en la
oscuridad, entre el olor a plástico quemado y la hierba mojada. A la altura del
Liceo se detuvieron delante de una estatua viviente que había parado el tiempo.
Eric pensó que en Berlín no tendría noches tan animadas como esta y que a Pau
no le importaría perderlas.
Pere era el único de la oficina al que le toleraban llevar tejanos al trabajo.
Todos los demás o bien llevaban trajes con corbata o como mínimo pantalones
de pinzas y camisa. Durante los primeros años en la empresa, Pau había llevado
trajes impecables, luego dejó la corbata en casa. Sabía que si quería conseguir
puestos de responsabilidad la corbata era imprescindible, pero no le importaba,
él no tenía más aspiraciones que pasar las horas corrigiendo sin tener que tratar
con nadie. No quería darlo todo por su trabajo, por algo que no le apasionaba.
—Solo queda un mes exacto para Navidad —dijo Pere, mientras revisaba la
conexión a la impresora virtual—. ¿Vamos al McDonald’s?
—Vale, quedamos a las dos. —Estaba claro que Pere y Pau eran los raros de
la oficina, y a nadie le extrañaba verlos juntos para ir a comer.
—Bueno, esto ya funciona, ya puedes imprimir —dijo Pere, mientras le
sonreía.
Pau miró la hora en el ordenador. Era el momento de su pausa matinal. A
veces le costaba interrumpir su trabajo, más que nada porque tenía muchas cosas
pendientes y si no avanzaba, se le echaba el tiempo encima. Incluso, en
ocasiones, no hacía la pausa para liquidar trabajo pendiente. Últimamente había
descendido su carga de trabajo. Además no le convocaban a ciertas reuniones
importantes donde se trataban temas estratégicos. Era como si ya no formara
parte del engranaje esencial de la empresa. Pau estaba seguro de que todo esto
tenía que ver con la visita que el director del despacho de abogados de Irene
había hecho a su gerente semanas antes. Sabía que Irene, a pesar del ridículo del
otro día, tenía mucho poder en su gabinete, uno de los más importantes de
Barcelona.
Se dirigió al office que daba al patio interior del edificio. Desde ahí podía
observar el patio del colegio adyacente a sus oficinas. Últimamente procuraba
que su pausa coincidiera con la hora del recreo. El mismo rito de cada día, un
café mientras por la ventana observaba de lejos como jugaban los niños. Le
tranquilizaba ver con que despreocupación jugaban y le fascinaba comprobar
que el único objetivo era chutar la pelota. También le encantaba oír el griterío
lejano de los niños. Pocas veces pensaba en su pasado, pero esa mañana, quizá
llevado por la conversación de la otra noche con Eric acerca de ir a Berlín,
recordó cuando con apenas diez años lo conoció.
Lo vio por primera vez cuando le defendió de ese grupo de niños que le
estaban avasallando. Aunque Eric no tenía ningún rasgo especial que le pudiera
hacer diferente, siempre había tenido algo raro; su tez blanca, su pelo rubio y
encrespado y su timidez. Habían sido inseparables. Iban juntos al colegio y
salían los fines de semana. Descubrieron las primeras salidas domingueras, las
sesiones dobles de cine, ruidos de pipas, chucherías, los primeros refrescos, el
primer cigarro, el de chocolate y el de Winston Americano, las interminables
noches de verano en los parques. Y Pau sin inmutarse, a lo suyo, arrasando allá
donde iba, Eric siempre detrás, sin molestar pero sin pausa, detrás. Luego, el
instituto, en la clase, en el grupo de teatro, los mismos amigos. Habían vivido las
mismas horas, los mismos días y la misma vida, la mejor vida, la más
extraordinaria, la misma.
Los niños en el patio corrían inconscientes detrás de la pelota.
Eric apenas había tenido amigos, solo Pau.
Un niño más pequeño que el resto del grupo intentó alcanzar la pelota y en
su ímpetu se cayó de bruces. No supo por qué pero a Pau se le ocurrió un
pensamiento extraño; Eric hubiera muerto por él, estaba seguro. Nunca lo había
pensado pero estaba seguro de que hubiera sido así. No pudo evitar que ese
pensamiento lo llenara de inquietud.
El niño empezó a llorar. Nadie le hizo caso. Al cabo de unos minutos, que a
Pau se le hicieron eternos, una profesora con una bata a rayas manchada de tinta,
se le acercó y con un movimiento mecánico le ayudó a levantarse y le acompañó
hacia el interior del colegio. El niño pequeño no dejó de llorar.
Recordó las manos de Eric sobre su cuerpo, acariciándole en la playa. Se
había dejado llevar por el sonido de las olas. Eso había sido, el sonido
acompasado de las olas, y su amigo Eric, sus manos finas y blancas por su
cuerpo. Y la excitación de la sal sobre sus labios, eso recordaba; el sabor salado
del agua, un agua que le abrazaba el cuerpo en la oscuridad.
Los niños habían dejado de jugar y estaban discutiendo quién tiraba el
penalti. Pau observó que en una esquina había un grupo de niños que hablaban,
no jugaban a nada especial, solo hablaban. Siempre hay niños que hablan en los
patios de colegio.
Nunca comentaron lo de la playa. Ahí se quedó, como un secreto entre los
dos, como si nunca hubiera pasado. ¿Por qué tuve que pedirle las putas llaves del
coche? ¿Por qué tuve que conducir esa noche?
Debería haber conducido Eric, por una vez, debería haber conducido Eric.
Esa noche me dejé llevar como en la playa, me dejé llevar por Eric. El puto
accidente. El final.
Los niños estaban entrando en el colegio, el recreo había acabado.
La pausa de Pau también tendría que haber acabado, había durado
demasiado, más de veinte años y ahora se daba cuenta. Otra vez era Eric quien le
llamaba, o le acariciaba, o le proponía. Pau tenía que responder. Irse a Berlín,
dejarlo todo, aceptar su ayuda. Sería romper la pausa, volver atrás y como dijo
Eric la otra noche en la cena, volver a ser como antes. ¿Las tías? No recordaba a
Eric con ninguna tía. Sí, alguna hubo, pero ninguna en especial. Debería irme
con él, dejarme llevar. Tengo que volver al ordenador, tengo que imprimir los
documentos. ¿Será difícil el alemán? ¿Qué busca de mí Eric? Fui su mejor
amigo… y ¿ahora? Mis cuadros, supongo, pero ahora, ¿pintar? ¿Es el momento
o ya es tarde? Mierda de ahora.
Los documentos tienen que estar impresos antes de la una. Los necesitan esta
tarde para los sindicatos, es un acuerdo con los sindicatos, van a echar a mucha
gente. ¿Y si no los imprimo? Los borro del ordenador. No se lo creerían. Me voy
ahora mismo. ¿Cuánto dinero perdería? ¿Me pagarían el finiquito? No, no, tengo
que dar quince días de preaviso. Quince días y me voy con Eric. Acepto su
dinero.
¿Acaso yo no le ayudé de joven? ¿Acaso no estaba siempre con él?
¿Qué hubiera sido él sin mí? Nadie, un niño tímido solitario, nadie, y no
hubiera sido lo que es ahora. Eric me debe lo que es. Eric me lo debe todo. Si yo
no le hubiera ayudado de joven, a saber qué hubiera sido de él. Eric me lo debe
todo. Aceptar su dinero es una tontería, no tiene importancia. Me lo debe.
Le aviso, hago las maletas, una habitación en Berlín, una habitación con una
buena luz, días oscuros, largas noches, pintaré. A lo mejor organizamos una
exposición. Eric es profesor de la universidad, tiene contactos importantes. Me
puede ayudar. A la mierda el accidente, no fue culpa mía, Eric tuvo la culpa,
bebió demasiado, no debí conducir.
Ester. Estará en su consulta de estética, dando consejos, tan seria. Entraría en
su despacho, y como en los correos la besaría en los labios, besos finales.
Me voy con Eric y no volveré a ver a Irene, tampoco a Carla, ni a Ester.
¿Qué estará haciendo Ester? Irene, ningún problema y Carla ya es mayor, no hay
problema. Quizá me vaya con Eric, pero quiero ver a Ester, no puedo irme sin
verla.
El niño que había llorado cruzaba el patio vacío de la mano de su madre.
Nunca toqué la pierna ortopédica de Ester, nunca me atreví. Cobarde de
mierda, pensó Pau antes de ir a imprimir los documentos.
Una chica con gafas de pasta negras picoteaba con sus finos índices el móvil que
sostenía en su falda. A su derecha, un treintañero con patillas de pelos de rata
arrastraba el dedo para pasar páginas de su tablet. Enfrente, una mujer que
apenas cabía en el asiento, hablaba por el móvil y Pau, para no desentonar,
consultaba su BlackBerry por enésima vez. Algunos pasajeros del tren eran
como zombis conectados a la red y solo les faltaba una luz verde encendida en la
cabeza para indicar que estaban operativos.
Meses antes, en la misma línea de cercanías, Pau se había distraído contando
los pasajeros que no estaban conectados. Pere, el informático, decía que estaban
offline. Oye, que me voy unos días a Italia, estaré offline, decía Pere. A Pau le
encantaba la palabra offline, como si fuera un estado de letargo, de huida del
mundo virtual.
Eso sí, desde que había recibido los primeros correos de Ester, su obsesión
por la conectividad había aumentado y necesitaba desde cualquier lugar y a
cualquier hora poder consultar el correo. En la nube con Ester.

Pau no había estado en su casa anterior desde hacía más de un mes, desde
que se había trasladado a su piso del Born. Viajaba en el mismo tren de cercanías
que durante más de diez años había utilizado para volver a casa después del
trabajo. Esta vez no volvía para quedarse, sino para recoger sus últimas cosas,
entre ellas el viejo BMW. Días antes, Irene le había dicho que aún quedaban
algunas cosas suyas y que fuera a buscarlas. No había nada de valor. Pau nunca
había malgastado el dinero, mejor dicho, nunca se había preocupado por él, entre
otras cosas porque Irene siempre había sido rica. Mientras se guardaba el móvil
en el bolsillo, cansado ya de releer tantos correos de Ester, pensó en la casa y
recordó aquella comida dominical en el comedor del piso modernista de los
padres de Irene. Celebraban el cumpleaños de ella. Después de que Irene apagara
las velas de un pastel blanco inmaculado de mantequilla, Pau le entregó un
regalo, un reloj muy caro por el que había tenido que ahorrar unos meses.
Cuando Irene se disponía a probárselo su suegro se adelantó.
—Nuestro regalo. Para ti —dijo su padre remarcando las dos últimas
palabras, mientras le entregaba un paquete del tamaño de un libro, envuelto en
celofán rosa con un gran lazo blanco. Irene dejó a un lado el reloj y abrió el
regalo. Su madre cogió la mano de su marido.
Pau observó como un trozo de crema se movía entre los pelos blancos del
aparatoso bigote de su suegro. El regalo consistía en una serie de planos y una
llave. Era un adosado nuevo, situado en las afueras de Barcelona. Un adosado
para ella, que quedara claro y qué mejor que un cumpleaños para regalárselo a su
única hija. A ellos, que pronto se casarían, se les regalaría una cubertería, una
lujosa boda, un viajecito a Nueva York y arreando.
Desde ese día, Pau nunca se preocupó por el dinero. Era su mujer quien hacía
y deshacía, compraba y vendía. A Pau le daba igual. Por eso, días antes, poco
después de haberse trasladado a su piso del Born, no se extrañó de no tener nada
o casi nada. Además estaba seguro que desde que se había separado, Irene había
hecho todo lo posible para arruinarle.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, algunos compañeros de viaje dejaron
de consultar sus aparatos y volvieron a la realidad. El treintañero miró a la chica
y pareció que se sorprendía de su presencia. La mujer obesa continuaba
hablando por el móvil y había alzado la voz unos perceptibles decibelios. Pau se
debatía entre seguir la conversación de la mujer que versaba sobre cuñados de
mala vida u observar los finos dedos de la chica con aire de artista.
En la estación de Mataró cogió un taxi y minutos más tarde el coche paró
delante de su antigua casa. Pau tuvo la sensación del joven que visita la casa
materna, como si echara de menos la seguridad y la comodidad de una casa
familiar, pero también con el convencimiento de que había pasado una etapa, y
que ahora tocaba hacer otra cosa y que en cualquier caso la situación era
irreversible.
Irene le recibió con falda corta oscura y medias negras. Nada extraordinario,
a no ser por el tercer botón abierto de la ceñida camisa, los labios recién pintados
y los zapatos de tacón no aptos para el asueto hogareño. A pesar de las
incipientes ojeras muy bien disimuladas con corrector, estaba perfecta. Irene no
había preparado ninguna caja con las cosas de su ex marido. Así que, Pau,
indiferente, fue directo a buscar sus pertenencias por toda la casa. Llenó tres
cajas de cartón y algunas bolsas y las trasladó al garaje para colocarlas en el
coche. Irene le observaba callada. Una vez cargado el coche y con el permiso
implícito de su ex mujer, dio una última ojeada a la casa para confirmar que no
se dejaba nada.
Cuando se disponía a irse, ella le cerró el paso en el pasillo. Con tacones, le
sacaba unos centímetros de altura. Pau se detuvo y miró a la mujer con la que
había convivido tantos años. Impresionaba.
—¿Seguro? —dijo Irene. Sonó a negociación comercial.
—Estás preciosa —dijo Pau, mientras Irene se acercaba todavía más.
—Pau…
Hacía ya meses que no había follado con Irene y en ese momento lo habría
hecho, ahí mismo, en el pasillo. Era el morbo de volver a romper la intimidad.
Le habría cogido las mejillas y habría besado a la mujer que le estaba arruinando
y que le quería echar del trabajo.
Podría hacerlo. Empujarla contra la pared y embestirla, tratarla como un
objeto sexual, como ella quizá le había tratado durante años. No hubiera sido
mala despedida.
Pau hizo el ademán de avanzar hacia la puerta del garaje pero Irene no le
dejó pasar. Podía oler el perfume homologado para los sábados por la noche.
—Irene, no. —Y la apartó de su camino y de su vida. Justo antes de cerrar la
puerta del garaje, Pau se dio la vuelta.
—Eres una mujer muy guapa, inteligente y con pasta, tienes el mundo a tus
pies. Y ahora encima, divorciada. —Pau le guiñó el ojo.
—Gilipollas. —Irene, sin darse cuenta, se abrochó el tercer botón.
—Bueno, veo que lo vas superando.
—Espera, Pau, no te puedes llevar el coche.
—Eh, ¿qué dices?
—Pues eso, el coche está a mi nombre. Si te lo llevas, te denunciaré por
robo.
Pau la miró sorprendido, luego sonrió. Con el móvil llamó a un taxi, sacó
todos los trastos del maletero y los trasladó a la acera donde se sentó y esperó.
Observó su casa y recordó cuando con apenas diez años ganó un concurso de
dibujo del colegio. El título era la casa del futuro. Su dibujo era una casa ovalada
con la puerta de entrada circular situada en el techo y con unas ventanas
inmensas también redondas.
Ya en el instituto, aún se acordaba de ese dibujo y dentro de sus planes
adolescentes de futuro estaba construir esa casa y mientras tiraba una piedra al
centro de la calle, recordó como la misma noche del accidente le comentó a Eli
que cuando ella fuera arquitecta le encargaría diseñar una casa muy especial.
Una casa en algún pueblo perdido de la costa, cerca de la playa donde se
reunirían todos y él sería el anfitrión. Los esperaría en la puerta y les diría que
pasaran, pasad, pasad que de les tristors en farem fum, que casa meva és casa
vostra si és que hi ha… cases d’algú.
El todoterreno negro pasó como un tanque delante de Pau.

Una tarde de diciembre, al entrar en el viejo portal de su piso del Born


distinguió una carta en el buzón. Se sorprendió ya que hacía muy poco que había
puesto su nombre en el cartel del buzón y pocos sabían de su nueva dirección.
Era un burofax de su trabajo. Le despedían sin indemnización. Alegaban bajo
rendimiento. Le hizo gracia la causa y pensó que Irene tenía más poder del que
había imaginado.
Obviamente la causa del despido era absurda y lo único que quería su
empresa era pagar menos, mucho menos de lo que le correspondía por su
antigüedad. Había que negociar. Pero no tenía ganas de entrar en un proceso
judicial y negociador que podría durar meses. Agradeció que el despido se
hiciera efectivo al día siguiente y, por tanto, ya no tenía que volver. Pensó que
estaba arruinado, sin trabajo, sin casa y solo.
Por un momento se arrepintió de haber dejado a Irene. Por un momento
recordó la elegante espalda de Irene, su casa, su hija, el trabajo, los domingos
por la tarde, su sillón de cuero del comedor, el BMW, las corbatas de seda, los
buenos restaurantes, su mesa de trabajo, sus correcciones, por un momento
pensó en su moto, y por un momento cogió el teléfono y quiso llamar a Irene.
Volver a casa.
Centrarme, volver a ser una persona responsable. Eso, responsable y no
hacer locuras. Recordó entonces el ruido de la gravilla del descapotable de
aquella profesora de francés al frenar enfrente de la masía la noche del accidente.
Desde el coche, Pau había observado como sus compañeros de teatro le estaban
mirando entre las cortinas de las ventanas. Recordó el dulce perfume de la
profesora impregnado en su americana. Y sobre todo recordó las miradas de
admiración, solo faltaba que se pusieran en pie, que aplaudieran. Recordó la
sensación de verse observado y admirado, sabía que con una mirada, un gesto,
podría haber arrastrado a cualquiera, podía haber sido lo que hubiera querido ser,
incluso una persona responsable.
Quizá tendría que llamar a… ¿a quién? Se dio cuenta que salvo Irene solo
tenía a Eric y a Ester, dos personas del pasado. Nadie más a quien llamar. Nadie
más, en veinte años, solo Irene.
Empezó a reordenar los lienzos que se acumulaban en el comedor como solía
hacer de vez en cuando, volvió a ponerlos en montones diferentes, ordenados por
temas o por tamaño. Cuando acabó, se quedó pensativo durante unos segundos
hasta que con decisión arrimó la mesa vacía a la pared y empezó a amontonar
todas sus cosas en el centro del comedor. Abrió el armario de su habitación y
sacó toda la ropa: camisas, trajes, pantalones, zapatos, todo. Luego su objetos
personales, libros, ordenador, llaves, cartera. Tenía que ponerlo todo en el
comedor, incluidas las cajas aún sin abrir que había traído de su antigua casa. Al
cabo de una hora, se había formado una gran pila heterogénea de objetos. Pau
nunca pensó que tuviera tantas cosas. Todo lo suyo estaba ahí, excepto la ropa
que llevaba, el móvil, sus obras y utensilios de pintura.
A las dos de la madrugada, se fue a dormir y a pesar del frío se desnudó por
completo, se arropó con varias mantas y se quedó dormido como un niño al que
solo le preocupa meter la pelota dentro de la portería. Al día siguiente, se levantó
temprano y llamó a una empresa que se dedicaba a reciclar todo tipo de enseres.
Pasadas las once se presentaron en el piso.
—Se lo pueden llevar todo —dijo Pau al hombre sudoroso.
—Tenemos que valorarlo y es posible que haya cosas que no nos interesen.
—Tiene que llevárselo todo, yo no quiero nada. Bueno, sí, se lo cambio todo
por su móvil. Yo le doy este. —Y Pau le ofreció la BlackBerry.
El hombre gordo y sudoroso no entendía nada. Se peinó con la mano el pelo
grasiento y mientras observaba un portátil sobre un montón de camisas italianas,
dijo:
—Aquí hay muchas cosas de valor.
—Sí, lo sé, no se preocupe, pertenecían a una persona que murió y no tienen
ningún valor para mí. —El hombre gordo y sudoroso miró hacía la inmensa
montaña con respeto, permaneció unos segundos en silencio, luego abrió su
móvil, sacó la tarjeta del teléfono y se lo ofreció a Pau.
Después de comer, Pau decidió dar un paseo. Mientras caminaba, pensó que
aparte del escaso dinero en el banco, solo tenía lo que llevaba puesto, nada más.
Una sensación extraña le invadió. Se sentía libre, desatado y joven. Eso sí, no
duraría mucho sólo con lo puesto. Debía empezar de nuevo. Se pasó por el
cajero para consultar el saldo de su única cuenta individual. La otra, la conjunta,
ya se encargó Irene de desplumarla y cancelar la titularidad compartida. Apenas
contaba con unos mil euros. Estaba peor de lo que pensaba. No podía durar
mucho sin ingresos. Con el dinero del finiquito y la indemnización podría pasar
unos meses, quizá un año, pero si negociaba o iba a juicio no tendría liquidez de
forma inmediata. Sacó algunos euros y cogió un taxi para dirigirse a un gran
centro comercial donde compró ropa interior, zapatos y un par de mudas. Se
puso una de ellas y tiró a la basura la que llevaba puesta. Más tarde, dejó todas
sus compras en el piso y fue a vender la moto al taller donde solía ir a hacer las
revisiones. Se había desprendido de todo excepto de sus utensilios de pintura, los
lienzos, dibujos, cuadros, una carpeta con escritos, poemas y algún relato y fotos
del pasado.

Ya por la noche y después de cenar, Pau lo tenía claro. De hecho, lo había


tenido claro en el momento de reordenar sus lienzos, lo había decidido cuando
lanzó los primeros zapatos a la pila del comedor.
Aceptaría la propuesta de Eric. Aceptaría la ayuda económica y sobre todo
sus contactos. ¿Acaso él no le ayudó en la infancia? Ese dinero no significaría
mucho para Eric. Se hizo un café y escribió una carta a su empresa exigiendo
una indemnización que superaba con creces lo estipulado por el contrato. Luego
decidió llamar a Eric.
—Me han echado del trabajo.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Alegan bajo rendimiento. Ha sido Irene.
—¿Irene?
—Sí, no tengo pruebas pero estoy seguro que ha sido ella. Tiene contactos.
—No te preocupes. En el fondo es una buena noticia. Ahora eres libre.
—Sí, claro, libre y sin pasta.
—¿Pasta? ¿Ya no te acuerdas de mi oferta? Tendrás todo el tiempo para
pintar, sin preocupaciones. A mí no me cuesta nada. Además, he estado
pensando y podríamos organizar una exposición con tus obras.
Estoy seguro que será un éxito y si me apuras podrás vender alguna.
Yo me encargo de todo.
Pau se quedó pensativo. —Bueno ya veremos, no es mala idea —sonrió—.
Nos vemos el sábado, espero que haya viento, lo necesito.
—El sábado tendremos tormenta —bromeó Eric.
Al día siguiente de la catarsis material, Pau contemplaba por enésima vez
sobre la mesa del comedor todos los lienzos que había recuperado de su
juventud. La mayoría eran pinturas al óleo, pero también había acuarelas,
dibujos y collages. A diferencia de veces anteriores contempló su obra con ojos
críticos y llegó a la conclusión que excepto los collages de la última época, todo
lo demás no era muy bueno.
Pintó los collages cuando empezaron a ir al Cul de Sac, un bar de estilo
francés, con Alfonso, el profesor de literatura. Cada viernes llevaba un collage
que luego exponían en las paredes del local. Fue la última época, meses antes del
accidente.
Observó la última obra, era otro collage dónde aparecía Ester estirada sobre
un fondo azul con las piernas levantadas como si pedaleara.
Todo era de Ester excepto las piernas que Pau había recortado de un anuncio
francés de lencería. Eran unas piernas largas muy delgadas y en cada pie había
pegado sendos recortes de cabezas de conejo blanco.
Tengo que escribir a Ester, pero con este móvil no puedo. ¿Y el portátil? El
portátil lo he regalado. Además no tengo wifi. ¿Cómo voy a leer los correos?
Después de barajar varias opciones finalmente decidió que podría ir a un
locutorio.
Esa misma tarde fue al primero que vio, uno muy cerca de casa, con un
fuerte olor a curry.

Días después, Eric le telefoneó.


—Prepara algunos cuadros, ocho o diez y que tengan algo en común.
Estoy buscando galerías. Vamos a organizar una buena promoción,
presentaciones, entrevistas, reseñas, ya sabes.
—Preparar esos cuadros me llevará algún tiempo. Quiero pintar algunos
nuevos.
—Aprovecha los de juventud. Son muy buenos.
—Vale, me los miraré pero me llevará tiempo, Eric.
—No pasa nada… ¿Algún problema de dinero?
—Bueno, la indemnización puede tardar.
—Mándame el número de tu cuenta, te haré un ingreso.
—Eric, tampoco es eso.
—Déjate de tonterías. Quizá vendas algún cuadro, ya me lo devolverás.
Pau aceptó la oferta de Eric y por un tiempo se despreocupó del dinero.
Inició entonces un período muy fructífero. Alternaba entre el sucio locutorio y el
comedor donde instaló su estudio de pintura.
Solía pintar por la mañana, luego salía a comer algún menú de oficinista y
después acudía al locutorio para consultar el correo y navegar.

Una mañana fría, Pau rehacía un collage, intentaba descubrir que había
pretendido comunicar con esa composición y reinventar el sentido de la obra,
enriquecerla y exprimirla todo lo posible. Encima de la mesa del comedor tenía
decenas de versiones diferentes del mismo collage, como una serie temática, sin
embargo, ninguna de ellas era bastante buena. Recordó que cuando la compuso
con diecisiete años, solo hizo una versión. Había sido suficiente y así había
procedido en su juventud con todas sus obras, siempre pintaba sus cuadros de
una sola vez. Podía estar un día entero pintando, pero jamás corregía ni volvía a
ella para modificarla. Le encantaban los concursos de pintura rápida, unas horas
y la obra lista, como una vomitada de expresividad.
No creía en la técnica ni en la experiencia, solo existe el talento, si no lo
tienes no eres nadie. No creía en las escuelas de pintura, en ninguna escuela de
arte. O se tiene talento o nada, por mucho que experimentes jamás vas a forjar
una sensibilidad que nunca has tenido.
Recordó esa frase que Alfonso, su profesor de literatura del instituto, siempre
decía: Las palabras para quien las trabaja. Siempre el mismo discurso: trabaja
con las palabras durante mucho tiempo y serán tuyas, las dominarás y harás con
ellas lo que quieras. Y lo mismo con todo el arte, el arte para quien lo trabaja.
Unas afirmaciones estúpidas, había pensado Pau desde su pupitre de madera, él
creía en el talento y el ingenio, nada de tediosas correcciones inútiles, nada de
modificaciones a posteriori, nada de duro trabajo, el arte es el primer escupitajo
intelectual, lo elaborado ya está tamizado por la autocensura.
Alfonso, delgado y elegante como un junco, solía vestir trajes negros y
camisa blanca y calzaba botines oscuros. El profesor acostumbraba a sentarse en
uno de los pupitres de la primera fila, sacaba un Ducados de su americana negra,
se lo encendía con parsimonia y empezaba la clase con estas o parecidas
palabras:
—¿Qué os ha parecido la novela? ¿Una mierda, quizá? —refiriéndose a la
última lectura obligatoria, San Manuel Bueno Mártir o La Colmena o cualquier
novela etiquetada como académica. Y entonces, la clase se enzarzaba en
discusiones inacabables en las que Pau llevaba la voz cantante. A veces,
intervenía Ester, incluso en alguna ocasión inédita había opinado Eric, pero el
mejor polemista era él.
Pau se levantó y encendió la tercera resistencia de la estufa eléctrica para no
congelarse en el piso. Recordó entonces que en el instituto utilizaban ese tipo de
estufas cuando se estropeaba la calefacción central. Recordó una clase donde
Alfonso, con pañuelo en el cuello, analizaba de forma pormenorizada uno de los
poemas de García Lorca, su poeta favorito, mientras los alumnos escribían
varios folios con las presuntas intenciones del autor: aquí el poeta intenta
transmitir pérdida de identidad con esta metáfora, allá introduce esta métrica
para expresar vitalidad, más abajo nos demuestra con esa melodía que estamos
solos.
—¿García Lorca era consciente de todo esto? ¿Cuándo ponía esa palabra era
para expresar lo que tú nos dices? ¡Alfonso que nos estás engañando! —decía
Pau provocando un estallido de risa.
—¿Y qué más da que fuera consciente? —contestaba Alfonso.
De las intenciones del autor pasaban a discutir sobre si el autor corregía
mucho o poco o si la poesía o cualquier arte salía del alma por generación
espontánea y en seguida se formaban dos bandos bien diferenciados, por una
parte, los que defendían el ingenio y el talento, por otra los que defendían el
proceso de creación como algo más laborioso. En el primer bando estaba Pau y
toda la clase, en el segundo, Alfonso.
¿Cómo iban a tener frío si más de cuarenta alumnos abarrotaban la diminuta
clase? pensó Pau mientras acercaba la estufa a sus piernas.
Recordó como la mayoría de alumnos se sentaban de lado, ya que las sillas
eran pequeñas y apenas cabían. Eran jóvenes alumnos que se sentían importantes
opinando, participando, discutiendo con el profesor, tuteando a los escritores,
pensadores, poetas o pintores, rozando con los dedos la cultura que Alfonso con
mucho mimo dosificaba.
Y Pau, se erigía como el espejo de todos los alumnos, dándole la razón a
aquellos que opinaban, ironizando con el profesor, animando a los que
permanecían callados. Sólo el sonido fabril de la alarma que anunciaba el final
de las clases vespertinas o bien alguna frase lapidaria de Alfonso pronunciada
después de echar el humo de su ducados hacia el techo, podían acabar con la
magia de la clase. Luego Pau con su macuto verde militar a la altura de los
muslos y Eric y Ester con los libros en el pecho salían juntos del instituto. Y no
pocas veces, Alfonso los recogía en su tiburón negro, un coche heredado de sus
padres franceses. Irían como siempre al Cul de Sac, un bar de mesas de mármol,
sillas de madera negra y paredes saturadas de pinturas de Pau. Y entre el denso
olor a tabaco negro seguirían discutiendo con algún chupito de pastis Ricard a
falta de verdadera absenta.
Pau recordó el sabor amargo y anisado del pastis mientras buscaba sobre la
mesa del comedor la carpeta con algunos poemas que había conservado de la
adolescencia. Eligió uno y empezó a leerlo mientras miraba por la ventana de su
piso del Born a un grupo de jóvenes que reían las bromas del que parecía el
payaso. Se sentó en el viejo sofá que la dueña del piso le había dejado como
parte del mobiliario y siguió con la lectura.
Pau recordó cuando le había entregado a Alfonso ese poema que tenía entre
las manos.
—Me gustaría que analizaras este poema —dijo Pau, en medio de la clase.
Alfonso sonrió.
—¿De quién es?
—Mío.
—Bien, veremos, veremos —dijo Alfonso, mientras echaba una ojeada al
poema y añadió—. No sabía que también eras poeta.
—El talento artístico necesita diferentes medios de expresión —contestó con
sorna Pau.
Sin embargo, pasaron los días y Alfonso no decía nada. Llegaron los
exámenes finales de evaluación y ahí estaba, en la última pregunta del examen,
dos puntos sobre diez, comentario de texto, autor: Pau Freixas. Se oyeron
algunas protestas.
—¡No contestéis, no contestéis! En blanco, dejadlo en blanco —le susurró
Pau a Marta que se sentaba a su derecha, y Marta a Sergio, y Sergio a Ester y
Ester a Eric, y así, toda la clase—. ¡Pero si son dos puntos! —protestó alguno de
las últimas filas.
—No seáis gilipollas, nada, tío, nada, en blanco.
Días después, Alfonso repartió los exámenes corregidos, todos se temían lo
peor, pero bueno, el orgullo bien valía dos puntos. Sin embargo, a todos les había
puesto los dos puntos y a todos les había comentado la respuesta en blanco de
forma diferente: muy bien, pero podías haber profundizado más en la pobre
rima, o perfecto, pero ¿por qué no has hablado de la gratuidad de algunos
adjetivos?, o excelente comentario, pero echo de menos una crítica sobre la
evidente vacuidad emotiva del poema, así cuarenta y cuatro críticas demoledoras
y acertadas excepto la de Pau: tu comentario es perfecto y bien desarrollado,
pero creo que has olvidado remarcar el indudable talento del autor, su ingenio, su
dominio de las ideas, su atrevimiento, sin duda un futuro poeta a tener en cuenta.
Felicítale si lo ves.
Pau se levantó bruscamente del sofá, dejó el poema en la pila
correspondiente y salió a la calle. Felicítale si lo ves. Pues no, nunca lo he visto,
desapareció una noche y no se le espera —pensó Pau, mientras entraba en un bar
y se dirigía a la barra. El camarero esperaba una orden. Pau miró al techo y dijo
con voz firme—: Ponme una absenta.
—¿Una qué?
—Una absenta.
—¿Absenta?
—Sí, eso. —Pau señaló una botella polvorienta de pastis Ricard de la
estantería—. Eso vale, con agua fría, por favor. —El camarero le sirvió una
generosa cantidad en un vaso de tubo. Pau le dio un trago suave y lento, el licor
estalló en su boca.
—El licor de los artistas —dijo, mientras apuraba el vaso y recordaba cuando
Alfonso dejaba el tiburón aparcado en doble fila delante del Cul de Sac y ellos
salían del coche. Los jóvenes clientes del bar, sus compañeros del instituto, los
miraban desde dentro, desde la barra, desde las mesas de la terraza, y sonreían.
Se paraban y hablaban. Los admiraban y volvían a mirarlos. Sí, cierto, eran
jóvenes artistas dispuestos a comerse el mundo, y lo sabían.

A Pau le encantaba ir al locutorio. Le fascinaba consultar el correo entre el


olor a cuscús que salía de una cocina anexa y las conversaciones en árabe que no
entendía. Todos los días después de comer se pasaba por el locutorio.
Volver a recuperar sus pinturas provocó que recordara el discurso de
Alfonso. Corregir, repasar, perfeccionar. A mí me lo van a decir que durante
largos años he estado corrigiendo documentos, mirándolos con lupa, buscando la
perfección, descubriendo las trampas del lenguaje jurídico. Toda una vida
corrigiendo. No pudo evitar comparar la mesa roída y mugrienta, su pantalla
destartalada con la antigua mesa impoluta y la pantalla de plasma de su antiguo
trabajo. Antes corregía aburridos anexos jurídicos con luz solar, mesas blancas y
silencio sepulcral, ahora intentaba escribir a Ester con la constante algarabía de
un locutorio popular.
Un día decidió comprar una cafetera eléctrica para tenerla en el locutorio y se
la regaló al dueño, un paquistaní de eterna sonrisa.
—Para quien quiera café —dijo Pau mientras ofrecía la cafetera a Adib, que
la cogió sin decir nada. Era un hombre de pocas palabras.
Cada tarde cuando Adib veía venir a Pau, le preparaba un café con las
cápsulas que Pau había comprado, se lo dejaba al lado del teclado mientras
encendía el ordenador, todo lo hacía bajo el silencio implícito de la amabilidad.
—Sabes, Adib —dijo Pau mientras saboreaba el café—. Hoy me he
encontrado con un pintor muy importante que hacía muchos años que no había
visto. Era un gran amigo mío, lo admiraba. Un día, me entregó todos sus cuadros
y desapareció de golpe, sin decir nada.
Dicen que sufrió un accidente y le afectó a la cabeza.
—¿Y qué le has dicho?
—Nada.
Parecía que el comedor del restaurante era para Ester. Como si los grandes
cortinajes azules hubieran estado esperando el día en que ella viniera para
embellecer la sala en todo su esplendor. Ester, sentada en uno de esos butacones
de cuero blanco, elevó suavemente la copa de delicado cristal hasta la altura de
sus ojos, bebió un pequeño sorbo, cerró los ojos y con una voz afable le dijo al
camarero que estaba bien, que ya podía servir. El joven camarero de ojos azules
se inclinó levemente y procedió a llenar las copas, mientras Pau miraba
fascinado a Ester y su mundo. Pau conocía el restaurante, había acudido más de
una vez a cenar con Irene, solos o con amigos, pero nunca había sentido tan de
cerca la belleza de los pequeños detalles, las grandes copas de vino, los cubiertos
brillantes y la discreción de los camareros.
Esos lujos habían sido un decorado más de su vida. Sin embargo, con Ester
era distinto. Ella convertía esa falsedad en certeza. El decorado se convertía en
realidad. Los camareros no fingían amabilidad sino que eran amables, el
decorado era auténtico. El vino era inmejorable y los nombres de los platos
sonaban a poesía.
Días antes Pau había escrito por enésima vez a Ester para volver a quedar. Le
había escrito desde el locutorio, después de finalizar los últimos retoques en uno
de sus últimos cuadros. Durante esos días y a pesar de que empezaba a
enfrentarse a los primeros problemas de falta de liquidez, Pau estaba más
animado por el aumento de productividad pictórica. Un par de meses después de
preparar el comedor como estudio de pintura había llegado a un nivel de
concentración muy elevado, se había dejado llevar por la inspiración que
provocan los cambios bruscos sobre una vida anodina. Se olvidaba así de sus
problemas económicos. Un buen plato de cuscús cocinado por Adib era más que
suficiente para recargar energía y poder seguir con los tonos ocres de un cuadro
que presentía falto de expresividad.
Ester había contestado al correo y ella misma había elegido el restaurante.
—Si te parece, pedimos el menú degustación, te encantará —dijo Ester con
un tono casi imperativo mientras apartaba la gran carta de la cara.
—Perfecto —dijo Pau a quien bien poco le importaba.
En primer lugar sirvieron unos aperitivos con nombres más que originales,
que si la cabra tira al monte, que si buen viaje, luego un pincho en forma de
maleta y una terrina de cordero.
—¿Cómo te va con tus cuadros?
—Muy bien, estoy como en una nube. Nuestra intención es organizar una
exposición.
—¿Cómo la del Cul de Sac? Siempre había cuadros tuyos, excepto cuando
Alfonso quiso descolgarlos todos y hacer una hoguera. Viva el arte efímero. ¿Te
acuerdas?
—Claro que me acuerdo. —Pau sonrió—. ¡Qué bueno! ¿Sabes algo de él?
—Lo último que supe es que publicó un libro de poemas y que tuvo cierto
éxito.
—Sí, lo sé, fue poco después de que dejáramos el instituto. Incluso salió en
aquel programa de televisión tan famoso de literatura. Pero luego… Me gustaría
volver a verlo. Me gustaría enseñarle mis nuevos cuadros, volver a hablar de
arte.
—Era muy buen profesor —dijo Ester.
—Era el mejor.
—Tengo un amigo que trabaja en el Departamento de Educación de la
Generalitat. Le preguntaré y te diré algo —dijo Ester justo antes de que el
camarero empezara a explicar los platos que acababa de servir con discreción.
Pau, que se había vestido con lo mejor que tenía, una americana negra y
pantalones de pinzas, se sentía pequeño delante de Ester. Ella vestía también de
negro, unos pantalones muy anchos de seda y una camisa con escote. El pelo
largo, suelto y un par de pequeños pendientes de plata. Tenían la misma edad.
Pau parecía mayor.
—Bueno, aquí me tienes, Pau —dijo Ester después de un largo silencio.
—Sí, ha costado, pero por fin. Hacía tiempo que quería cenar contigo. Ya era
hora. —Pau sonrió—. Estás… estás increíble. —Pau bebió de la delicada copa
de vino y prosiguió—. ¿Cómo es que te dedicas a esto de los centros de belleza?
—Todo empezó hace unos ocho años con un centro que compré a una amiga.
Era un buen negocio y hemos ido creciendo. Ahora queremos abrir nuevos
centros en América, sobre todo queremos establecernos en Nueva York, pero es
muy complicado. Poco a poco hemos ido construyendo una cadena de centros de
belleza de prestigio.
—¿Y la carrera de Psicología? ¿Nunca ejerciste?
—No.
—¿Por qué?
—Pues porque cambié de opinión. Lo cierto es que la culpa fue de Joana, mi
socia. La conocí en el último curso de la universidad. No nos convencía eso de
ser psicólogas y decidimos ser ricas. Lo teníamos claro, nada de psicología.
Debíamos hacer algo más rompedor, algo que nos diera mucho dinero.
—¿Y qué hicisteis?
—Nos hicimos putas. —Ester guiñó el ojo.
—Curry de ostras con lima Kafir —dijo el camarero que había aparecido
discretamente. Luego, explicó cada uno de los ingredientes del plato y como se
comían. Pau aprovechó la interrupción para intentar comprender que le había
dicho Ester.
—Pero… ¿Qué quieres decir?
—No te preocupes, no pasa nada. Éramos putas de lujo, nos pagaban muy
bien, jóvenes, guapas, elegantes y sabíamos idiomas. Decidimos montar una
empresa de chicas de compañía de alto standing. Acudían altos ejecutivos o
políticos que necesitaban compañía femenina en viajes, en sus grandes citas. Ya
sabes, unos cerdos hijos de puta.
No hay más.
—Pero… —Pau seguía descolocado.
—¿Quién va a pagar para acostarse con una minusválida? ¿Eso querías
decir? —En el tono de Ester no había ni un atisbo de irritación, al contrario, usó
un tono amable incluso chistoso—. Tú desde luego que no, tú ni gratis. —Ester
sonrió.
—Muslitos de Parmesano con setas crudas y asadas, agua agridulce de
hongos, nueces y trufa de verano.
—No sé qué me pasó —dijo Pau como si estuviera hablando de otro tema.
—Había clientes que querían acostarse conmigo, les daba morbo, buscaban
lo extraño, lo anormal. Y de todos los cerdos que tuve que aguantar, jamás
ninguno tuvo asco de mi pierna.
—El negocio se desbordó y empezamos a fichar más chicas y chicos.
Ganamos muchísimo dinero hasta que me harté.
—Navajas con salsa de jengibre, cayena y aire de limón. —Mientras el
camarero cantaba el plato, el sumiller abría otra botella de rioja.
—Decidimos dejar la prostitución y aquí estoy.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó Pau como si hubiera preferido
no saberlo.
—Porque me lo has preguntado. ¿No?
—Bueno sí claro…
Hubo un largo silencio que aprovecharon para beber. Ester miró a Pau
detenidamente como si buscara sus intenciones, como si se preguntara qué
estaban haciendo ahí los dos.
—¿Qué quieres Pau? ¿Acostarte conmigo como en el recreo? ¿Eso es lo que
quieres? Un buen polvo y todo aclarado. ¿Demostrarte que puedes acostarte
conmigo? Una redención polvorienta. No suena mal.
—No es eso. Te equivocas Ester.
—Llovía con rabia. Te dejaste el paraguas y no volviste nunca más.
Por la noche supe que no vendrías más. Durante varios años recordé esa
noche.
—Lo siento —dijo Pau. Ester sonrió.
—Recuerdo que a media noche dejó de llover y hacía mucho calor,
demasiado para esa época del año. Tú nunca más volviste, ni me llamaste. —No
había ningún reproche en las palabras de Ester—. ¿Por qué?
—No…
—Yo sé por qué, porque fuiste un cobarde. El gran Pau hundido.
Mira, a todos nos afectó el accidente. ¿A mí me lo vas a decir? —Ester
sonrió—. Un accidente, es eso, un accidente, un hecho fortuito, nadie es
responsable porque nadie desea que suceda. Tú fuiste un cobarde.
Recuerdo en el hospital, días después de enterarme que había perdido la
pierna, pensé que contigo todo iba a ser más fácil. Tenía a Pau, al fascinante Pau,
casi un Dios para todos. Pensé que junto a ti podría superarlo. Al principio llegué
a pensar que el accidente nos uniría aún más, pero a los pocos días sentí que tú
ya no eras el mismo. Apenas me hablabas, apenas me tocabas y tu mirada era un
pozo de miedo.
—Pau iba a decir algo. —No, no digas nada, no quiero explicaciones, ya no
las necesito. Tu indiferencia y cobardía me dolió casi más que perder la pierna.
Pau volvió a recordar los meses posteriores al accidente como si fuera un
sueño, como si fuera otra persona la que no había querido ver a Ester.
—Hubiera preferido morir en el accidente —dijo Pau.
—No digas tonterías, mejor no digas nada.
Y Pau se calló, consciente de que había mentido. No es que hubiera preferido
morir en el accidente es que el joven Pau murió en él.

Diciembre se presentó sin avisar.


—¿Dónde podemos ir? ¿Qué restaurantes estarán abiertos en Navidad? —
Preguntó Pau alzando la cabeza por encima del viejo monitor.
—¿Por qué no vais a un shawarma? —gritó desde el fondo del local un
amigo de Adib.
Fueron al mejor restaurante asiático del barrio según el amigo de Adib.
Estaba medio vacío.
—Pásame la salsa picante —dijo Pau dirigiéndose a Adib—. Nunca
entenderé por qué no pican. Un shawarma auténtico debería picar, sino que pidan
otra cosa. —Adib asintió con la cabeza.
Cortaban la carne con cuchillo y no con la maquinita que recordaba a un
cortacésped. Los trozos de carne eran irregulares y gruesos, las mesas y sillas de
madera de pino eran duras e incómodas. Habían sido recicladas de algún antiguo
mesón.
Pau recordó las comidas de Navidad de años anteriores. Pau y toda la familia
de Irene: padres, hermana, cuñado, tíos y sobrinos acudían cada año al mismo
restaurante lujoso de toda la vida. Comían en un reservado para darle un aire
más familiar. El menú era siempre el mismo, carn d’olla, servida en vajilla de
porcelana y cubiertos de plata.
Pau recordó que el año pasado, su suegro estaba enfermo de cáncer y su
decadencia era notable. Quizá no lo vería nunca más, quién sabe.
Mientras intentaba que la salsa blanca con ribetes rosados cayera en el plato
y no en sus pantalones, Pau pensó que en ese mismo momento, al otro lado de la
ciudad, estarían comentando su ausencia en la comida navideña. El marido de
Irene, tan callado, tan reservado y educado ya no estaba. Irene estaría
minimizando los efectos de la separación. Pau tenía la sensación de que nadie le
echaría en falta. Prefería comer un buen shawarma con su nuevo amigo Adib que
aguantar las eternas miradas inquisitorias de su suegro. Echaba de menos la
comodidad y ese poder intrínseco e inconsciente que proporcionaba el dinero.
Sonó el móvil. Era Eric que le deseaba Feliz Navidad y le daba recuerdos
para su madre.
—No, no estoy con mi madre, al final me he quedado en casa. Mi madre no
estaba bien y necesitaba descanso —explicó Pau.
Pau no había querido comer con Eric. No supo muy bien por qué pero,
cuando días atrás le había preguntado qué haría por Navidad, casi
inconscientemente había mentido, dijo que visitaría a su madre en la residencia.
No quería pasar las navidades con Eric. Comer con Eric ese día le parecía
excesivo. Últimamente estaba muy pesado, se veían dos o tres veces por semana
y empezaba a cansarse. Sin embargo, mientras se limpiaba los restos de salsa de
sus labios con la servilleta de papel con un leve olor a rancio, pensó que podía
haber quedado, tampoco era para tanto, total era una simple comida. Sí, cierto,
Eric empezaba a ser pesado, pero sin él no hubiera vuelto a pintar. Sin él quizá
no tendría nada, estaría solo.
—¿Un poco de té? —preguntó Adib interrumpiendo las ensoñaciones.
A finales de febrero, Eric fue a casa de Pau que lo recibió con una gran
sonrisa.
—Aquí los tienes —dijo señalando una serie de cuadros situados en el suelo
y apoyados en las paredes del comedor, todos a la misma distancia milimétrica.
Había seis cuadros pintados al óleo, tres eran recuperados de su juventud y
representaban calles del Eixample de Barcelona. Predominaban los colores
blancos y brillantes que destacaban las paredes de los edificios modernistas y las
personas que paseaban por las calles con una sensación clara de movimiento.
Eran cuadros luminosos y vivos. Otros tres, también al óleo, representaban las
mismas calles, pero sin personas y predominaban los colores grises dando una
sensación de angustia y vacío. Era una segunda mirada apagada.
Y luego había nueve collages que eran nuevas versiones de collages
antiguos. Eric los reconoció, pertenecían a una serie donde siempre aparecía
Ester. Pau los había rehecho y había quitado a Ester de todos, excepto de uno. En
ellos se mezclaba lo erótico con lo absurdo.
—Perfecto —comentaba Eric mientras observaba los cuadros—. Muy
buenos. —Pau le miraba con cierta desconfianza. Eric se paró en el collage de
Ester—. Está preciosa. ¿No?
—Sí, no ha cambiado mucho.
—¿La has vuelto a ver desde la cena?
—Sí, hemos quedado alguna vez. La otra noche fuimos a cenar juntos.
—¿Te ha perdonado? —preguntó Eric sin dejar de observar los cuadros.
—¿De qué me tiene que perdonar?
—De nada, pero ya sabes… ella.
—Ella lo pasó mal. Eso es todo. Ahora está que se sale. Las cosas le han ido
muy bien. Está muy bien, muy bien. Está claro que lo superó.
Y sobre todo lo de la pierna —dijo Pau.
—Eso está claro —remarcó Eric mientras sacaba una cámara de fotos y se
disponía a fotografiar todos los cuadros—. ¿Sabes a qué se dedicó?
¿No?
—Sí, lo sé, pero eso acabó, además no es asunto mío, de todas formas ahora
su negocio va muy bien, están en plena expansión —dijo Pau que quiso cambiar
de tema y añadió—. ¿No crees que son pocos para una exposición?
—No. Se expondrán en una pequeña galería y quince son más que
suficientes. Entraremos discretamente en este mundo con inteligencia.
Empezaremos por una pequeña galería con cierto prestigio, nada de espacios
públicos, necesitamos una que te introduzca con elegancia. Tú no puedes ser uno
cualquiera. Déjalo en mis manos. —Pau no dijo nada. Eric guardó la cámara
eligió dos oleos y tres collages y le pidió a Pau una carpeta grande para
transportarlos con seguridad.
—Me los llevo.
Eric salió al Passeig del Born y se dirigió hacia su apartamento. Paciencia.
No triunfará, nadie triunfa en pintura, además ¿qué importa?
Pau necesita algo. Pau volverá a ser el que era. Eric esbozó una sonrisa
mientras pasaba por una tienda de ropa de los años sesenta típica del barrio. Que
pinte para mí, quiero su mundo. Quizá necesite más estabilidad. Si viniera a
Berlín conmigo, ya nada le une a Barcelona.
Llegó al apartamento, sacó los cuadros de la carpeta y los puso encima de la
mesa del comedor, en el centro estaba el collage de Ester.
Cogió el collage y a punto estuvo de romperlo. Ester, Ester, otra vez ella.
Ester, esto se acabó, ella no quiere a Pau, está centrada en sus negocios, tengo
que sacármela de encima. Que salga de la vida de Pau, de nuestra vida. Y sin
soltar el collage de sus manos, marcó el número de Ester.
Después de la sorpresa inicial por la llamada, le contó su interés por hablar
con ella de negocios.
—¿Negocios?
—Sí, ya te contaré.
Días después Eric estaba sentado con ella en una cafetería cerca del Passeig
de Gracia.
—Pau me contó tus intenciones de expansión del negocio.
—Sí, es cierto, queremos abrir sucursal en Nueva York, un pequeño salón de
estética.
—¿Necesitas inversión?
—A parte de inversión, necesitamos influencias, contactos para establecernos
ahí.
—Quiero invertir en ese proyecto.
—Vaya. ¿Y eso? —Ester sonrió.
—Mi padre siempre me pregunta por inversiones, pues ¿qué mejor que esta?
La empresa de mi padre siempre quiere diversificar y en cuanto sale una
oportunidad apuesta por ella.
—Me dejas pasmada.
—¿Qué necesitas?
—Bueno, necesitamos una línea de préstamo y contactos, claro. Hemos
redactado un proyecto.
—Perfecto, pásamelo y ve haciendo las maletas —dijo Eric después de
apurar el café—. Supongo que te encargarás personalmente. ¿No?
Como comprenderás querrán que lideres el proyecto, bueno eso es lo que
espero, porque confío en ti, siempre me ha fascinado tu control de las
situaciones.
—Sí, claro, si esto sale adelante la idea es irme a vivir ahí. —Ester miró
hacia la ventana. Era una mañana soleada y la luz era limpia—. Gracias, Eric.
—No me des las gracias, son negocios.
—No te veo con pinta de ejecutivo.
—Quiero sorprender a mi padre.
Ester se fue sonriendo. Eric se quedó en la cafetería, pidió otro café y se
quedó mirando como se alejaba. A Eric le gustaba quedarse en el bar después de
una cita, tenía la sensación de dominio y libertad. La otra persona tenía que irse,
él se quedaba, no tenía obligaciones, solo mirar como se iba la otra persona.
Observó como Ester no cojeaba.
Ni una palabra sobre Pau, lo ha olvidado. Pau no. Tú eras el problema, Ester.
Te quiero bien lejos. Pau vendrá a Berlín, no tiene otra opción, por su bien,
vendrá y pintará en Berlín, abajo, en el estudio que alquilé, resguardado del frío
berlinés. De vez en cuando bajaré, haré café para los dos, le preguntaré qué tal,
miraré sus cuadros y opinaré, serán cuadros luminosos como hoy, luminosos
como el pasado. Por la noche iremos a cenar a un buen restaurante japonés. Pau
estará bien, perfecto, y vendrá conmigo. Todo saldrá bien, lo peor ha pasado.
—Su café, señor. —El camarero le dejó el café y retiró las tazas usadas.
—Gracias —contestó Eric absorto en sus pensamientos.
Una semana mas tarde Eric acudió a una galería de la calle Enric Granados
en la que ya había dejado los cuadros y las fotos. Era un local minimalista,
cuatro paredes blancas muy altas y poca cosa más. Había una exposición de
retratos hiperrealistas, rostros de hombres y mujeres que parecían fotografías. Le
recibió la directora de la galería, una mujer de unos cincuenta años que le hizo
pasar a un pequeño despacho.
—La intención es organizar una exposición lo antes posible —dijo Eric casi
sin preámbulos.
—¿Qué significa lo antes posible? —dijo la señora que acercó su rostro
regordete y terso a Eric.
—Mañana. —Eric sonrió.
—Ya le dije que teníamos la temporada completa, como mínimo tendría que
ser para enero del año que viene.
—Eso no puede ser.
—Tenemos comprometidas tres exposiciones más hasta diciembre —dijo la
mujer eludiendo el comentario de Eric.
—Pues habrá que cancelar alguna —dijo Eric mientras observaba la nariz
demasiado fina para un rostro tan ancho. Ella se levantó tan agresivamente que
pareció que le iba a pegar.
—No diga tonterías. Eso es imposible. Además aún no nos hemos
pronunciado acerca de la conveniencia de exponer estos cuadros.
Nuestros asesores no tienen claro que encajen en la línea de nuestra galería
—dijo con contundencia la directora.
—¿Encajar? —repitió Eric. Por un momento pensó en irse, buscar otra
galería, pero estaba convencido que esta era la mejor para Pau.
Me lo pone usted muy difícil. Vamos a ver, lo de encajar yo creo que se
puede solucionar si acordamos un mínimo de ventas garantizado.
—Es un pintor desconocido —dijo la mujer mientras volvía a sentarse.
Eric reconoció ese dolor en el pecho y un leve calor en la cara que predecía
una explosión nerviosa, como el día del parking con Irene.
Respira hondo, despacio.
—No importa, venderá.
—No lo creo. Sus cuadros no son tan buenos. En mi opinión parecen cuadros
de un aficionado, quizá de aquí a unos años. Es complicado por no decir
imposible que exponga en esta casa. Antes de decir nada definitivo quiero
esperar el dictamen de nuestros expertos. —La directora ni se inmutó, su piel
gruesa y tersa la hacían inflexible. Esta vez fue Eric quien se levantó con la
improbable intención de agredirla.
No podía decir que los cuadros eran una mierda, eso no se lo podía permitir.
Sin embargo, prefirió calmarse, se sentó y pensó en cómo actuaría su padre.
—Obviamente no estoy de acuerdo. Le puedo traer varios críticos que dirían
lo contrario. En cualquier caso, estos cuadros tienen el mínimo de calidad para
exponer en cualquier galería de arte de Barcelona. Mire, para mí es muy
importante que Pau exponga en su galería.
Yo creo en este artista y estoy dispuesto a arriesgar mucho dinero, en estos
tiempos…
—Vale, imagínese que aceptamos exponer si nos asegura una venta mínima.
En ese caso debe esperar hasta el año que viene.
—No puede ser. —Eric se quedó pensativo y añadió—. ¿Cuántos cuadros
suelen vender en cada exposición?
—Depende, tenemos una media de un veinte por ciento. En una exposición
de unos veinte cuadros, vender tres o cuatro ya es un buen negocio. Sin embargo,
es cierto que las ventas han bajado muchísimo y quizá ahora nos movamos en un
diez por ciento.
—Ya. —Eric miró hacia la puerta que daba a la exposición—. ¿Cuándo
acabará esta exposición actual?
—Está prevista que la siguiente exposición sea para finales de marzo.
Ya estamos con los preparativos.
—¿No se podría desplazar esta exposición?
—Imposible. —La directora se impacientaba.
—Le garantizo el veinticinco por ciento de las ventas en esta exposición y la
de Pau.
Los músculos de la cara de la mujer se relajaron y apareció una
imperceptible sonrisa. Fue el inicio de una dura negociación. Finalmente, la
mujer accedió a atender las pretensiones de Eric en las que ofrecía la garantía de
un veinticinco por ciento de las ventas de la exposición de Pau, y de todas las del
año en curso.
—Está bien, déjeme que lo consulte con mi socio.
—No se arrepentirán.

Una semana tardaron en confirmar el trato. La directora le llamó por


teléfono.
—Le enviaremos el contrato por correo.
—No, mejor me pasaré esta misma tarde. Por cierto, quiero dejar claro que el
autor nunca podrá saber que soy yo el comprador de algunas de sus obras. Sé
que no podemos ponerlo en el contrato, pero es muy importante.
—No se preocupe. Así será. Eric colgó y pensó que él era un comprador
anónimo, un mecenas del arte.
Pau y Eric entraron en el despacho donde les esperaba la directora de la
galería que se limitó a explicarles los términos del contrato para la exposición
con voz aburrida. Pau echó una ojeada al documento y detectó varios errores
formales, pero no le importaba en absoluto, él solo quería exponer.
—¿Correcto? ¿Alguna duda? —preguntó la directora.
—¿Tengo que venir algún día para ayudar en la exposición? —dijo Pau sin
darle mayor importancia.
—Bueno, ya tenemos todos los cuadros. Entre exposiciones cerramos
durante unos días para montarlo todo, y ya le llamaremos. Dónde y cómo
colgamos los cuadros es cosa nuestra. Siempre preferimos que el autor no esté
fisgoneando en las preparaciones.
—Está bien. —Pau asintió y firmó el documento y añadió—. ¿Y la
promoción? No pone nada.
—La promoción siempre es la misma. Anunciamos la exposición a los
medios mediante nota de prensa, y lo anunciamos por la web y las redes sociales.
Como saben esta es una galería con prestigio y siempre viene gente —recitó
mecánicamente la directora que se levantó de la silla y alargó el brazo con la
intención de despedirse de la visita—. Le llamaremos. —La directora abrió la
puerta y les invitó a salir. Eric se levantó. Pau siguió sentado unos segundos.
—Por cierto, ¿qué le parecen los cuadros? —preguntó Pau mientras se
levantaba.
—Bien. Nuestros expertos han avalado el suficiente nivel artístico para poder
exponer en nuestra galería —contestó la mujer mientras miraba a Eric.

La fecha definitiva de la inauguración de la exposición quedó establecida


para un sábado a finales de marzo. ¿Quién irá? Bueno, tenemos a los
compañeros del instituto, había dicho Eric, les llamaremos, ya verás, serán unos
cuantos, además yo conozco gente de la universidad y los de la galería siempre
invitan a gente. El problema será que la galería es demasiado pequeña. Pau
quería que vinieran Ester, Carla, Pere y por qué no, Alfonso.
Decidió ir a buscarlo a la dirección que le pasó Ester, era la última que
constaba en el Departamento de Educación y le remitía a un barrio periférico de
Barcelona. Era uno de esos barrios impersonales, repleto de bloques idénticos
sesenteros y aluminosos, hechos con prisas y sin ningún criterio arquitectónico.
Le recordó a su urbanización si cambiaba bloques por casas, todos idénticos. El
piso de Alfonso estaba situado en un bloque esquinero. En su piso no
contestaban.
Llamó al vecino y no sabía nada. Así que preguntó en el bar que había
delante del bloque, en la otra esquina.
—¿Alfonso, un profesor jubilado? —dijo con extrañeza el camarero mientras
se limpiaba las manos en un sucio delantal.
—Nene, ¿tú conoces a un tal Alfonso? —preguntó gritando a un chico que
limpiaba las mesas con una bayeta. El niño dejó de limpiar.
—El Lorca, creo que se llama Alfonso.
—¿El Lorca? —repitió el camarero—. Ah, pues sí. Creo que alguna vez ha
comentado que había sido profesor, pero nadie le cree. Hace algunos días que no
viene por aquí.
—¿El Lorca? Si no se llama así de apellido —dijo Pau.
—En el bar le llaman así. Él dice que es poeta.
—Si viene, ¿le puede decir que me llame, por favor? —dijo Pau mientras le
pasaba un papel con su número de teléfono.
Se imaginó que estaría visitando a algún amigo francés en el barrio latino de
París. Bebiendo pastis en antiguos bistrós, recitando poemas o discutiendo de
literatura con otros viejos y malditos.

El día de la inauguración amaneció soleado, uno de esos días primaverales


que se cuela a finales del invierno, pero por la tarde las nubes se presentaron sin
avisar y el cielo se entristeció. Y ahí estaban los cuadros, colgados de hilos casi
invisibles, expuestos eran mejores, pensó Pau cuando recordó las palabras de
Alfonso, tú coges cualquier cosa, la pones encima de un pedestal y se transforma
en algo especial, en una obra de arte. Y eso había hecho la galería, elevar el tono
artístico de sus cuadros.
Eran unos veinte, la mayoría conocidos de Eric, profesores, colegas de
universidad. También estaban algunos exalumnos del instituto entre ellos Marta
y Sergio, pero no habían acudido ni Ester que estaba en Nueva York, ni Pere, ni
Alfonso ni tampoco Carla que estaba estudiando en Londres. Mala suerte, pensó
Pau.
En una esquina un camarero con pajarita verde servía copas de cava sobre
una discreta mesa. Esparcidas por el local había varias mesas repletas de
canapés. Pau no estaba nervioso. Se había imaginado tantas veces este momento
que ya estaba familiarizado.
Cuando pasaban quince minutos de la hora programada caían las primeras
gotas que se estrellaban sobre la ancha ventana que daba a pie de la calle Enric
Granados. La directora inició la presentación que sonó a discurso prefabricado.
Luego, dio la palabra a Pau que se limitó a dar las gracias.
Todos aplaudieron. Pau apenas conocía a nadie. Fue entonces cuando pensó
que todo era un montaje. Esto es de cartón-piedra, todo es falso. ¿Qué pinta toda
esta gente que no conozco? ¿A qué han venido?
¿Y Ester y Alfonso?
—Enhorabuena —le dijo una especie de intelectual de gafas redondas que no
había visto en su vida.
—Gracias.
Pau observó que los invitados apenas miraban sus cuadros sino que
dialogaban en círculos, en voz alta, casi ajenos a su obra, cogiendo las copas por
la base, como mandan los cánones, como brindaría Irene.
—Vamos Pau, que te presentaré a…
Unos cuantos apretones de manos, besos y halagos de gente desconocida, de
personas que apenas habían mirado sus cuadros. Quizá eran cuadros malos, de
un aficionado burgués. Otra vez la figura de Irene en su mente, su calle y el
coche negro de sus vecinos. Voy a romper los cuadros. Si tuviera un spray de
pintura negra, les pondría una cruz, uno por uno. Esto es lo que necesitan estos
capullos, una performance dura, descolgar un cuadro y mearme encima. Esto es
lo que haría Alfonso y yo mismo con veinte años, destrozar los cuadros y
largarme a tomar unas copas.
—Son unos cuadros inquietantes —le interrumpió una chica joven, una
alumna de algún colega de Eric. Inquietantes, se repetía Pau, la propia palabra
era inquietante y que bien quedaba. Son cuadros inquietantes porque son una
porquería y están en esta galería que se supone lo mejorcito de Barcelona. Esto
es inquietante como lo es Eric, con lo tímido que era de joven y míralo como se
desenvuelve, todo para que mi pintura se conozca. Y fue en ese momento cuando
se arrepintió de la exposición.

Horas más tarde, Pau, Eric y varios invitados de la exposición se dirigían a


cenar a una de esas cadenas de restaurantes que imitan el elitismo de los
restaurantes de lujo a precios económicos.
Ocuparon una mesa con vistas al mar. Pau recordó la cena del estreno de la
obra de teatro en Blanes. También fue como una inauguración. Y de la cena de
Blanes pasó a recordar la playa. Muy pocas veces había recordado esa noche en
la playa, pero últimamente había pensado mucho en ella. Tenía la sensación que
en ocasiones Eric le miraba de forma diferente. No sabría decir cómo, pero era
una mirada intimidadora. En el restaurante, en la lona del catamarán y esa
mirada le trasladaba a aquella noche en la playa de la que no quería saber nada.
Después de la cena, Eric acompañó a Pau a su piso del Born.
—Perfecto. ¿No? —preguntó Eric.
—Pues, supongo que sí.
—Te he visto un poco apagado. ¿Te pasa algo Pau? ¿Acaso no ha estado
bien?
No. No estoy bien, hubiera dicho Pau. Todo es un montaje. Deberíamos
haber suspendido la exposición. Tú me has arrastrado. Pintar sí, pero no esto, y
la culpa es tuya. No dijo nada, no quiso culparle.
—No me pasa nada, serán los nervios, buenas noches Eric.
Salió del coche y se dirigió al portal. Eric arrancó el coche y se fue.
Pau dio media vuelta y se dirigió al bar del camarero que no sabía qué era
una absenta.
El bar estaba muy animado, jóvenes alegres abarrotaban la barra.
Pudo hacerse un hueco y con un simple gesto de la mano indicó al camarero
que le sirviera lo de siempre, un Ricard con agua. Consumió unos cuantos hasta
que el bar cerró. Solo quedaban el camarero que le había servido y él. Se levantó
del taburete, se tambaleó y a punto estuvo de caerse si no hubiera sido por el
camarero que lo agarró antes de darse de bruces contra el suelo sucio del bar.
—Vives aquí cerca, ¿no? Espera que cierre y te acompaño.
Pau se sentó en una silla y acostó la cabeza sobre la mesa mientras el
camarero, que era el dueño del bar, contaba el dinero de la caja. Minutos más
tarde, Pau se abrazó al camarero y caminaban por el Passeig del Born hacia el
piso de Pau. Hacía meses que no se abrazaba a nadie.
Se sentía protegido y cerró los ojos dejándose arrastrar.
Después de abrir la puerta del piso, el camarero lo dejó en el comedor y se
fue. Pau vio las decenas de borradores, apuntes y bocetos sobre la mesa del
comedor y con varios manotazos empezó a tirarlos al suelo. En uno de ellos puso
demasiado ímpetu y cayó sobre un montón de bocetos y ahí se durmió. Soñó con
un bosque. Era de día, hacía mucho calor. Vio la pierna ortopédica de color carne
apoyada en un árbol seco, casi muerto y al lado un coche destrozado con los
hierros oxidados. Era el coche de Eric, y junto al coche el trozo de pierna de
Ester, putrefacta, repleta de gusanos, tirada en la hierba seca. Y entonces
aparecía Pere hablando con Sergio, el profesor de matemáticas. Y más arriba de
la ladera estaba Eric encima de Ester, penetrándola, Ester, abierta de piernas, con
medias, ligas y corpiño blanco de puntillas y con la pierna amputada sangrando
formando un colgajo seco de sangre.
Pau se orinó encima de los esbozos.
Durante los siguientes meses después de la inauguración Pau apenas pintó.
En contadas ocasiones se había acercado al locutorio, más que nada para saludar
a Adib. Y cada cierto tiempo quedaba con Eric para navegar.
—No te preocupes por el dinero. Te ingresaré pasta en tu cuenta, cada mes si
te parece. Tómatelo como una beca hasta que triunfes, que lo harás, seguro. No
te preocupes, ya me lo devolverás todo —insistía Eric. Pau no quería depender
de él, ya le había dejado bastante dinero. Su antigua empresa no había accedido a
sus peticiones económicas. Estaban negociando y la actitud de su empresa le
parecía excesivamente dura. Quizá sabían que estaba sin blanca y querían
aprovecharse de ello. Intentó contactar con su antiguo jefe, pero ya no estaba en
la empresa, ni siquiera el gerente de toda la vida. Todos habían desaparecido.
Decidió buscar trabajo. Nunca había buscado. Primero es necesario
comunicar la situación a todos tus amigos y conocidos, ex compañeros de
empresa o de universidad, aconsejaba una web de búsqueda de trabajo. ¿A quién
escribo? ¿A mis ex compañeros de trabajo? Si no conozco a nadie. Más de diez
años en esa empresa y ningún ex compañero conocido. Cuarenta y tres años de
edad. ¿Y si busco otra cosa? Empezar de nuevo. Puedo escribirle a Pere. ¿Nadie
más? ¿Irene?
¿Nadie más? Escribió su currículum vitae, ingresó en unas cuantas web de
búsqueda de trabajo y redactó una carta de presentación que repitió varias veces
hasta que quedó satisfecho. También escribió a varios bufetes ofreciendo sus
servicios. Tenía poca esperanza de encontrar trabajo y ninguna ilusión por
encontrarlo.
Nadie contestó. Como si no existiera, ni siquiera un acuse de recibo. Nada.
Tiempos de crisis, claro. No estamos para contratar a viejos de cuarenta años.
¿La experiencia? Corregir documentos burocráticos, documentos específicos,
nada, eso no es nada. ¿Tienes clientes?
Hombre, alguno se acordará de mí, pero yo no trataba con ellos. ¿Y si busco
otra cosa? Se volvía a preguntar. Lo único cierto es que quería pintar, pero no lo
hacía. Mil veces lo intentaba pero a los pocos minutos lo dejaba.
Finalmente accedió a lo que le ofrecía la empresa, mucho menos de lo que
pedía, pero no tenía fuerzas para luchar y necesitaba dinero.
Días después telefoneó a Eric.
—No quiero que me ingreses más dinero. He cobrado la indemnización de la
empresa.
—¿Podrás pintar? —preguntó Eric.
—También estoy buscando trabajo.
—Déjate de tonterías. Lo que tienes que hacer es pintar.
—Pintar es un hobby.
—No, no, no, te equivocas. —Pau oyó como Eric respiraba profundamente
—. No es un hobby. Tú eras un genio y lo eres. ¿Te acuerdas aquel concurso de
pintura rápida en el Prat del Llobregat, en aquel barrio de chabolas? Sí, aquel
concurso que organizó la asociación de vecinos. ¿Te acuerdas que no
encontrábamos el sitio? Nos perdimos y llegamos cuando solo faltaba media
hora para cerrar el concurso.
¿Dónde nos metimos? Media hora quedaba y tú entre toda esa gente
plantaste el caballete, pusiste el lienzo blanco en el soporte, sacaste las pinturas,
el pincel y como un director de orquesta te pusiste a pintar con unos colores
vivos como los ojos de los niños que te miraban. Se hizo un corrillo detrás de ti.
Mujeres con delantal, hombres sudorosos y niños con pantalones cortos te
miraban como si fueras un espectáculo circense. Pintaste la calle con dos trazos
seguros y para cada persona un simple trazo. Tu talento cautivó a esa gente.
Pau no supo qué decir. Sí, claro, se acordaba de aquel concurso, de aquella
media hora, inolvidable.
—La vida pasa.
—¡Déjate de estupideces! No busques trabajo, busca aquel instante porque
ese es tu vida.

Esa misma noche Pau decidió buscar a Alfonso y hablar con él.
Necesitaba a alguien más que Eric.
Salió por la boca de metro justo delante del bar donde había preguntado la
última vez por Alfonso. Eran poco más de las seis de la tarde de un viernes,
antesala de un largo fin de semana. La calle estaba animada, abarrotada, niños
recién salidos de la escuela junto a sus madres que de vez en cuando se paraban
en pequeños coros para comentar la última novedad del barrio. Grupos de
jóvenes sentados en un muro bajo de hormigón que separaba un pequeño
descampado, jubilados con sus rebecas grises, hablando y hablando. No era un
escenario para Alfonso que nunca había sido un poeta del pueblo, sino un poeta
sibarita, dandi, más acorde con un barrio antiguo de alguna ciudad mediterránea.
El del Born, el Gótico, Gracia, cualquier barrio infestado de presuntos artistas,
cualquier barrio snob hubiera sido para Alfonso, pero no uno obrero, a menos
que hubiera cambiado de estilo. Quizá se había convertido en un intelectual
comprometido, es posible, un progresista de la nueva izquierda.
Pau entró en el bar y se sentó en un taburete de formica. Pidió un café. En la
barra, un grupo de hombres con monos azules discutían sobre fútbol. Pau
observó a una mujer que jugaba a la máquina tragaperras. Introducía las
monedas mecánicamente mientras la máquina no paraba de escupir una música
estridente que a nadie molestaba. A la derecha de la máquina, apoyado en la
pared estaba su carro de la compra vacío.
El camarero reconoció a Pau.
—¿No estaba buscando a Lorca? —Pau asintió con la cabeza—. Pues ahí
está —dijo el camarero señalando hacia la última mesa de una hilera de cuatro
situadas al lado de las ventanas. Pau pudo distinguir a una persona sentada de
espaldas.
—Oh, sí gracias. —Apuró el café y se dirigió a la mesa. Se sentó en la silla
frente a Lorca. El presunto profesor jubilado le miró de reojo con los ojos
hundidos inyectados en sangre. Pau intentó reconocerlo. Delante tenía un viejo
con la cara hinchada, repleta de manchas rosadas, de venillas y una barba blanca
de tonos amarillentos. Era Alfonso, sin duda, le delató la mirada, aunque Pau
tuvo que despejarle la tristeza para reconocerla.
—Alfonso, ¿te acuerdas de mí?
Lorca alzó la mirada y pareció no verle.
—¡Eh!
—Alfonso, soy Pau Freixas.
Lorca apuró la bebida que tenía en un vaso pequeño y rayado. Se levantó
despacio, se acercó a la barra y alargó el vasito por detrás de una pequeña nevera
que contenía bandejas con tapas variadas. El camarero lo vio de inmediato y le
llenó el vasito con ginebra, y apuntó algo en una libreta. Lorca volvió a sentarse,
bebió otro traguito. Algunas gotas se deslizaron por la barba y cayeron en su
camisa a rayas vieja y desgastada. Pau advirtió un leve hedor a orina seca.
—¿Qué quieres?
—¿Te acuerdas de mí?
Lorca le miró con hastío.
—En el instituto, 1986, tercero de BUP, eras mi profesor de literatura.
Íbamos a aquel bar a beber Ricard con aquella chica, Ester y con Eric, ese que
era tan tímido. Siempre íbamos los cuatro —insistía Pau.
Otra larga pausa.
—A ver si me acuerdo. A ver. A ver… —dijo Alfonso arrastrando las
palabras y simulando que pensaba—. El gilipollas de la clase. —Alfonso sonrió
y dejó entrever unos dientes amarillos con manchas verdosas.
—¡El gran gilipollas! No, perdón ¡El artista adolescente! Y alzaba el vaso
con la mano temblorosa hacia la barra donde estaba el camarero que les miraba
con disimulo.
—¿Qué dices? —Y Pau observó los dedos hinchados y amarillos, y recordó
esos mismos dedos finos y delicados sobre algún libro de poemas.
—¡Eh! —dijo Lorca como si hubiera salido de un sueño.
Pau quiso empezar de nuevo como si no hubiera oído nada.
—Alfonso, ¿escribiste más poemas? ¿Has publicado algo más?
Lorca le miró como si lo hubieran insultado.
—Veo que aparte de gilipollas te has vuelto estúpido —dijo Lorca en un
alarde de lucidez recuperada.
—Me sabe mal por ti. No esperaba… —Y antes de acabar la frase Pau ya se
arrepintió de lo que iba a decir.
—¡Cráneo privilegiado! —Lorca soltó una carcajada y de un trago apuró la
ginebra—. Pídeme otra. —Pau se levantó, puso el vasito sobre la barra y pidió
un café para él.
—¿Sigues escribiendo? —preguntó Pau mientras le pasaba la ginebra.
—Déjate de historias. ¿Por qué has venido a verme?
—No lo sé, quería verte. He vuelto a pintar.
—¿Y a mí qué coño me importa?
—Alfonso, tú fuiste un referente para mí y para muchos. Recuerdo que
siempre me dijiste que llegaría a ser un gran pintor. El problema es que dejé de
pintar. Lo dejé. ¿Entiendes? —Entonces Pau le contó o le hizo recordar algunos
retazos de su vida que Alfonso desconocía o no recordaba: la relación con Ester
y Eric, el accidente y como meses después la abandonó y como a partir de
entonces dejó de pintar.
—Te buscaba para que vinieras a una exposición mía en una galería, eso es
todo.
—A ver, déjame pensar. ¿Es una galería privada? ¿En el centro de
Barcelona? ¿De esas que pagas para exponer?
—Sí, soy un desconocido. Eric me ha ayudado. ¿Te acuerdas de Eric?
—¿Eric? ¿Era tu sombra, verdad?
—Ven y te invito a comer.
—No. Me importa una mierda tu exposición. —Le pasó el vaso vacío.
Pau se acercó a la barra y pidió dos. Le devolvió el vaso a Lorca y esperó a
que este dijera algo más. Lorca dio un trago.
—No quiero ver ninguna exposición —dijo Lorca mientras le volvía a caer
un pequeño reguero de ginebra por la barba que acabó en los pantalones
desgastados de pana—. ¿Lo entiendes? No quiero saber nada de las estupideces
que hace la gente y menos las tuyas, un burgués al que ahora le da por pintar.
¿Qué pasa? ¿Quieres ser famoso?
¿Quieres vender cuadros?, y que digan, mira, es un tipo interesante.
Olvídate, todo se acabó, tu momento pasó. ¿Lo entiendes? —Alfonso alzó el
brazo, moviendo la mano—. Se fue… Lárgate, años sin pintar y ahora quieres
que te adulen. ¡Bah!
—Pero… —protestó Pau que quería insistir, pero desistió cuando observó la
mirada de Alfonso a ninguna parte. Se levantó, se bebió de un trago la ginebra,
miró a Alfonso y pareció que le iba a decir algo.
—Paga —le ordenó Alfonso.
Pau puso un billete de veinte euros en la barra y cuando se disponía a salir
del bar oyó la voz ronca de Alfonso.
—Sí, cierto, erais gente maravillosa.
Pau se detuvo justo cuando estaba abriendo la puerta del bar.
—¿Qué?
—Erais jóvenes maravillosos —repitió Alfonso, sin moverse, dándole la
espalda a Pau— y tú gilipollas, burgués de mierda, tú eras…
—¿Yo? —preguntó Pau sin acercarse a Alfonso.
—Tú eras como yo de joven.
Pau se quedó paralizado con la mano en el picaporte de la puerta.
—Olvida el cambio, señor —dijo el camarero.
—Ponle otra copa —dijo Pau y salió del bar.
Se dirigió calle abajo sin rumbo, ensimismado en sus pensamientos.
Caminó y sin darse cuenta se dirigió hacia el centro. La noche era agradable,
una de esas noches en las que apetece estar en la calle. Pau cruzó una calle
repleta de bares de copas donde los jóvenes bebían y hablaban animados por el
estreno de una noche de viernes. Caminaba por el centro de la calle cuando un
coche le obligó a subirse a la acera justo en una zona abarrotada de mesas y
taburetes altos. Apenas podía avanzar entre tanta gente. Un joven que estaba de
espaldas se dio la vuelta y sus miradas se cruzaron. Pau se sorprendió del blanco
inmaculado de los ojos del joven. Se sintió viejo y cansado.
Los días posteriores al encuentro con Alfonso devinieron grises. Pau se
encerró en su piso del Born y continuó con su rutina que se limitaba a mantener
el orden y la limpieza del piso. Cada día se levantaba a media mañana cuando el
rumor urbano y febril se colaba por las rendijas de las ventanas. Desayunaba y
ejecutaba con precisión cada una de las tareas rutinarias: primero repasar lavabos
y cocina, barrer el comedor y la habitación, quitar el polvo con un trapo húmedo,
pasar la fregona, revisar cajones y armarios, y por último reordenar todos los
dibujos y pinturas que se acumulaban por el comedor. Una vez realizadas las
tareas no era consciente de haberlas hecho, como conducir durante un rato y no
recordar por dónde has pasado ni qué ha pasado.
Por las tardes se acercaba un rato por el locutorio para comprobar si tenía
correos de Ester. Si había correo, lo contestaba y en ocasiones hablaba con Adib
de cualquier tontería. Al anochecer, volvía a casa y se sentaba en el sillón
ojeando libros de arte o mirando programas de televisión que luego nunca
recordaba.

Los correos de Ester eran la única novedad que osaba romper la rutina.
Quería volver a verla y así se lo pedía en correos sin respuesta, hasta que una
tarde, estando en el sofá medio dormido sonó el teléfono.
—Quiero hablar contigo —dijo Ester—. Tenemos que vernos.
—¿Quedamos para cenar? Te invito. —Pau se animó.
—No, no, a cenar, no. Un café. ¿Mañana a las tres te va bien?
Finalmente decidieron quedar a las cinco de la tarde en un bar del barrio del
Born.
Al día siguiente, después de comer, Pau se duchó y se vistió con lo mejor que
tenía. Llegó cinco minutos antes de la hora acordada. Se sentó en una mesa,
pidió un café y esperó de cara a la puerta. Quería verla entrar.
Quince minutos más tarde ella apareció, se sentó y pidieron cafés.
—Tienes mal aspecto —dijo Ester mientras le repasaba sin ningún disimulo.
—Últimamente las cosas no me están saliendo muy bien.
—¿Y la exposición? No entiendo.
—Sí, bueno, creo que me he precipitado… no estoy contento con ella. —El
camarero sirvió los dos cafés—. Y no es solo eso. El otro día vi a Alfonso. Se ha
convertido en un viejo borracho. Pensé que con él… bueno, podría conectar otra
vez con… Creo que es una caricatura de lo que fue. No me lo esperaba.
—A veces mitificamos a las personas. Creemos que son infalibles y luego
nos llevamos grandes decepciones. Quizá Alfonso no era más que un buen
profesor —dijo Ester.
—No es cierto, Alfonso era más que un profesor. No entiendo cómo ha
podido caer tan bajo.
—Bueno, tal vez era extraordinario, pero ahora no lo es. Tu Alfonso ya no
existe.
—¿No existe? ¿Sabes? en el fondo no es ningún fracasado, simplemente ve
pasar el tiempo desde ese bar de barrio. Incluso lo podría entender.
Un grupo de niños entró corriendo y gritando en el bar, y raudos se apoyaron
en el escaparte de cristal donde estaba la bollería. Detrás de ellos, las madres
entraron tranquilamente como si la algarabía de sus hijos no fuera con ellas. Los
dos aprovecharon para beber café.
Ester apuró el suyo.
—Me voy a trabajar a Nueva York —dijo Ester.
—¿Te vas? No entiendo.
—Sí. Queremos establecer una concesión de nuestros centros de belleza. Por
eso estuve el día de la inauguración en Nueva York. ¿No te acuerdas que algo te
comenté?
—Sí, me dijiste que habías ido por negocios, ¿te quedarás para mucho
tiempo?
—Como mínimo dos años y luego ya veremos. De hecho queremos instalar
la central en Nueva York y desde ahí iniciar la expansión internacional. Ya
hemos apalabrado un local. Empezaremos de cero.
—Dos años —repitió Pau para asimilarlo mejor—. ¿Y te vas sola?
—No, me voy con Joana. Necesito alejarme un tiempo de Barcelona y
además es una oportunidad única. No se ponen tiendas cada día en Nueva York.
Pau miraba la taza de café, incapaz de mirar a Ester, incapaz de decir nada.
El grupo de niños salió del bar aprovisionado de bollos y zumos, el escándalo
cesó. Pau levantó el brazo para llamar al camarero.
—¿Quieres algo más?
—No. Pide tú si quieres. No tengo mucho tiempo.
—¿Querías verme para decirme esto? —Pau parecía molesto.
—Pensé que te lo tenía que decir en persona.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pensé que sería lo correcto.
Pau pidió una botella de agua. Ester estaba eufórica.
Ahora mismo vivo en un sueño. Montar un centro de estética en Nueva York,
nunca me lo hubiera imaginado. Sabes, hacía mucho tiempo que perseguía este
sueño y si no hubiera sido por Eric.
—¿Eric? ¿Qué pinta Eric?
—Me ha ayudado con la financiación. Para algo sirven los viejos amigos.
Ester explicó como Eric le llamó y le propuso participar en el proyecto. Pau
apenas decía nada. Ester se levantó dispuesta a irse. Se abrazaron mientras se
besaban en las mejillas. En ese momento Pau pensó que podía ser la última vez
que la viera. Lo mismo que había pensado hacía más de veinte años, después del
accidente cuando fue él quien la había abandonado.
—Yo me quedo un rato más —dijo Pau. Ester se fue sin volver la vista atrás.
En ese momento entraron otros dos niños en el bar. El mayor regañaba al
pequeño que cabizbajo asentía a todo lo que le decía su compañero. Antes de
llegar al mostrador, el mayor se paró y cogiendo del brazo al pequeño le dijo que
no se preocupara más. El pequeño con sus ojos azules le miró con lástima pero
luego sonrió. El mayor también sonrió y le removió los cabellos rubios antes de
pedir un par de bollos de chocolate.
¿Qué pretendes hacer con mi vida, Eric? —pensó Pau.

El sábado el mar estaba enfadado. Había un fuerte viento de levante. Los del
Club Náutico ya les habían avisado que era arriesgado salir a navegar. Esta vez,
Eric dirigía el timón con la caña y Pau controlaba las velas colgado del arnés. En
varias ocasiones el barco voló por encima de las violentas olas que golpeaban
con rabia el casco. El catamarán daba tumbos incontrolables. Aparte de pericia
se necesitaba fuerza para controlarlo. Eric orzó para navegar en ceñida. En pocos
segundos el catamarán se levantó de barlovento.
—¡Cuidado! —gritó Pau.
—Un poco más, aguanta —respondió Eric que no quiso arribar para que Pau
amollara velas y rápidamente se colgó del arnés para contrarrestar el viento y
enderezar el catamarán. El viento y el agua golpeaban las caras de los
navegantes, apenas podían ver. El catamarán volaba por encima del mar fuera de
control. Pau se dio la vuelta y miró a Eric, el barco se levantó y durante unos
segundos navegó de lado. Saltaron por encima del trampolín y cayeron al agua.
El catamarán no volcó. Pau logró subirse a la lona y buscó a Eric.
Miró en varias direcciones hasta que vio el cuerpo de Eric a pocos metros del
barco, flotando en el agua, con la cabeza boca abajo. Pau se quedó inmóvil, por
un instante pensó que Eric podría morir y dudó qué hacer. Finalmente se lanzó al
agua, como si su cuerpo tuviera vida propia y eludiera cualquier duda. Agarró a
Eric y lo acercó al barco, lo sujetó con un cabo, volvió a subir a la lona y desde
ella pudo con gran esfuerzo asir el cuerpo y ponerlo encima de la lona. Eric
movió la cabeza, tosió y expulsó agua.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien, estoy bien, gracias. Volvamos a puerto.
Pau sustituyó a Eric al timón. Minutos más tarde entraban en el puerto.

Después de una ducha decidieron ir al bar del club náutico que estaba situado
en el ático de un edificio adyacente. Eligieron una mesa con vistas al puerto y
pidieron un par de cervezas.
—¿Cómo va tu hobby? —Pau lo miró y no dijo nada—. ¿Pasa algo? —
insistió Eric.
—No pasa nada. Solo que… una mala racha. —Pau explicó su encuentro con
Alfonso como justificación a su inapetencia pictórica.
—Olvídate de Alfonso. Es pasado —interrumpió Eric.
—¿Qué me olvide del pasado? ¿Y tú me lo dices? —Pau dio un trago de
cerveza—. Olvídate del pasado —repitió oyéndose a sí mismo—. Desde que has
vuelto, no ha habido otra cosa que pasado.
—Vale, puede ser. Hablemos entonces del futuro. Yo vuelvo a Berlín en
septiembre. Ven conmigo. Un cambio de aires te sentará bien.
—¿Por qué has ayudado a Ester? —dijo de repente Pau.
—¿Ester? —dijo Eric aparentemente sorprendido—. Ah, lo de Nueva York,
hombre porque se lo merece, era su ilusión y además mi padre buscaba
inversiones rentables, pues perfecto.
—A mí me has jodido. Ahora tenía una buena relación con ella. Estará unos
años en Nueva York.
—Vaya, no sabía eso. Tampoco que estaría tanto tiempo. —Eric le miró a los
ojos—. Lo siento Pau, si quieres lo echo todo para atrás.
Pau se quedó pensativo.
—No, déjalo, es igual.
Se hizo un silencio y Eric retomó la propuesta de invitación a Berlín, quería
olvidar a Ester.
—Vente a Berlín, podrás volver a Barcelona cada semana, cada mes si
quieres. A tu aire.
—Joder. ¿Por qué haces todo esto?
—Ya te lo he dicho mil veces. Yo tengo pasta y tú la necesitas. ¿Cuál es el
problema?
—Que ya no somos unos niños.
—Sí, claro, somos unas personas responsables que nos encerramos en la
codicia propia de los adultos y pensamos que dar pasta es de tontos. Déjate de
hostias. Además, te vuelvo a repetir que me lo podrás devolver todo algún día si
eso te hace sentir mejor.
—Vale, a lo mejor me voy a Berlín una temporada, pero me basta con el
alquiler y con tus contactos. —Pau no estaba tan ilusionado como hubiera
esperado Eric y lo había dicho para que se callara.
—Como quieras. —Eric se bebió de golpe la cerveza y una sensación de
bienestar le invadió. Con el puño, limpió el vaho del cristal de la ventana
empañado por el frío. Afuera las olas seguían castigando con fuerza las rocas y
cada dos por tres el agua inundaba la terraza del bar.
Eric se hubiera quedado para siempre en ese rincón. —Esto hay que
celebrarlo. Iremos a un buen restaurante.
—Sí, claro. Invito yo —dijo Pau que sonrió con la esperanza de animarse un
poco—. ¿Qué tal uno de estos de la Barceloneta o alguno de la Villa Olímpica? o
¿prefieres ir al centro?
—¿Te acuerdas de aquella masía a la que solíamos ir con los del teatro? —
preguntó Eric.
—¿La masía de la noche del accidente? Sí, claro que la recuerdo.
—¿Por qué no vamos ahí?
—¿Estará abierta? Hace tanto tiempo —dijo Pau.
—Está abierta. Tienen hasta una página web. No sé si son los mismos
dueños.
—Vamos. ¿Por qué no?
Pau se acordó de que esa tarde había quedado con su hija Carla y debía
telefonearla. Habían decidido quedar por la tarde para ir a cenar y dudaba si
llegaría a tiempo. Lo mejor era posponerla. Pero cuando se disponía a utilizar el
móvil, vio que estaba mojado y no funcionaba. Acostumbraba a llevarse el móvil
en el catamarán, pero esta vez el viejo móvil que intercambió con aquel hombre
sudoroso no había resistido tanta agua.
—Vaya mierda de móvil. Necesito comprarme uno nuevo.
Eric se había levantado para pagar. Palpó el bolsillo de la americana y luego
los bolsillos de su pantalón.
—He olvidado la cartera en el vestuario. Se me habrá caído en la taquilla.
Llama con el mío. —Y le ofreció su smartphone de última generación—,
mientras voy a buscar la cartera. Oye, de paso mira la página web de la masía:
Can Montserrat. ¿Te acordabas del nombre? —preguntó Eric antes de bajar las
escaleras que daban a los vestuarios.
Pau no recordaba el número del móvil de su hija y decidió llamar a Irene
para preguntárselo. Nadie respondió. Se sorprendió de lo poco que pesaba el
móvil y de la elegancia del diseño. Buscó en el menú la forma de poder navegar
y se encontró con el icono de gmail. Recordó que desde el día anterior por la
tarde no había consultado el correo y necesitaba saber si Ester le había enviado
algún correo antes de irse a Nueva York. Vamos a ver cómo es el correo en este
móvil. Configuración del correo. Cuentas. Eric tenía dos: Eric y buenagente789.
Sintió como si se le desprendiera el estómago, como si se le encogieran los
pulmones. Le faltaba aire, mucho aire. Todos sus pensamientos se redujeron a
una palabra: buenagente789.
Accedió a la cuenta del correo. Solo había un mensaje con la foto delatora
incluida, dirigido a él. Las manos le temblaban. Un aluvión de recuerdos le
asaltó. Vio a Eric en la cena del instituto. ¿Él la organizó? Lo vio también en la
esquina mirando hacia la ventana de su trabajo. Recordó una tarde al salir del
trabajo, una sombra de alguien que parecía seguirlo. Era Eric, seguro, Eric.
Pensó en sus promesas, en sus halagos, en la cena con Irene, en su mirada altiva,
en la marcha de Ester a Nueva York y sobre todo recordó la tarde en la que había
recibido el correo en aquel bar, Eric estaba con él. El hijo de puta era él y me
estabas mirando, me consolabas, mi querido Eric. El temblor se detuvo para dar
paso a la rabia. Se levantó, se puso la chaqueta y salió a la terraza del bar. El frío
helado le pinchó la cara, hizo el ademán de lanzar el móvil contra las rocas, pero
en el último momento se arrepintió. Volvió dentro, dio un trago a la cerveza y
dejó el menú del smartphone como si la última acción hubiera sido la llamada a
Irene.
Pagó las cervezas y se fue. Salió al Paseo Marítimo y se diluyó entre los
paseantes mientras recordaba el cuerpo de Eric flotando en el mar.
La cartera estaba en el banco del vestuario, Eric comprobó que no le faltaba
nada y volvió hacia el bar subiendo las escaleras de dos en dos.
Quería estar con Pau, hablar de la masía, de aquella noche, recordarla,
afrontarla con humor, reírse juntos, pero en la mesa no estaba Pau.
Solo estaba el móvil junto a las cervezas. Salió a la terraza, se asomó a las
rocas. No había nadie. Volvió a la mesa, se sentó y observó que la última
llamada del teléfono había sido a Irene. El camarero le dijo que Pau se había ido.
Eric salió y lo llamó, un tono de llamada, dos, tres, cuatro, cinco y saltó el
contestador automático. «Hola soy Pau, puedes dejar un mensaje después de la
señal» y sonó un pitido demasiado agudo. Qué raro, algo habrá pasado.
Al día siguiente, Pau se levantó muy temprano y se dispuso como siempre y
de forma mecánica a ordenar y limpiar el piso. Llamaron abajo, se asomó a la
ventana y vio a Eric. Notó una fuerte sensación de ahogo.
Antes de tocar el timbre del portal, Eric había comprobado desde el Passeig
del Born que las persianas del comedor no estaban totalmente cerradas, incluso
le había parecido ver una silueta que se movía nerviosa. Tocó el timbre del
portal. Nadie contestaba. Una vecina abrió la puerta y Eric subió hasta el rellano,
un, dos tres hasta cinco timbrazos y nada. Acercó el oído a la puerta pero no oía
nada. —Pau, abre, sé que estás ahí—. Nada, silencio absoluto. Bajó las escaleras
y se sentó en un banco del paseo. Eran las once de la mañana y hacía un calor
asfixiante. Después de varios intentos frustrados, Eric se sentó en otro banco a la
sombra y decidió no moverse de ahí hasta que Pau saliera del apartamento.
Desde la habitación Pau podía ver a Eric a través de uno de los pequeños
orificios de la persiana que estaba echada. Sabía que no se movería de ahí hasta
que él saliera.
Eric intercalaba la observación de las ventanas y el portal con las llamadas al
móvil. Un tono de llamada, dos, tres, cuatro, cinco y saltaba el contestador
automático. «Hola soy Pau, puedes dejar un mensaje después de la señal».
Luego sonaba un pitido demasiado agudo.
Pasadas varias horas Eric bajó la guardia y empezó a mirar a las personas
que caminaban por el paseo. Dudaba de que Pau estuviera en el apartamento.
¿Dónde estaba? ¿Qué le dijo Irene? Tal vez algo grave, pero podría decirme
algo. ¿Le habrá pasado algo a Pau? ¿A su hija? Mientras pensaba, jugaba con su
móvil, buscando por enésima vez el contacto de Pau, comprobando que el
número no estuviera equivocado, y tocando la tecla de llamada con el dedo
tembloroso y mojado de sudor. Un tono de llamada, dos, tres, cuatro, cinco y
saltó el contestador automático. Eric colgó. Duración de la llamada, un segundo.
Duración de la llamada anterior, dos segundos y así una inmensa lista de
llamadas enviadas que apenas duraban segundos.
Casi al final de la lista había una llamada enviada el sábado a las 13:00 a
Irene. Decidió llamarla.
—¿Sí?
—¿Irene?
—Sí.
—Hola soy Eric. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Pau?
—Hombre, Eric, el amiguito de Pau —dijo Irene—. Hace mucho que no lo
veo, pensaba que estaba contigo.
—¿No hablaste ayer con él por teléfono? ¿Ha pasado algo grave?
—No. Ya te he dicho que hace tiempo que no hablamos. ¿Por qué lo
preguntas?
—No por nada. De golpe parece que se lo ha tragado la tierra.
—Pues ya te digo que yo no sé nada. ¿Cuánto hace que no lo ves?
—Ayer por la mañana. Le dejé un momento solo en el bar del club náutico y
desapareció.
—¿Ayer por la mañana? Pero Eric… Bueno, si sé algo te lo digo.
—Está bien, está bien. Gracias.
Eric colgó y miró desesperado hacia la ventana cerrada de la habitación de
Pau. Permaneció en el banco hasta bien entrada la noche.
Cerca de las doce decidió volver a su apartamento. Mientras esquivaba
jóvenes turistas que acudían a los bares musicales entre gritos y risas, barajaba la
posibilidad de que a Pau le hubiera ocurrido algo grave. Quizá había sufrido
algún accidente y ahora estaría en algún hospital y no podía ponerse en contacto
con él. Temía lo peor. Pau no quería hablar con él porque había descubierto algo,
quizá que le había seguido el verano pasado, que había provocado su despido, o
se había enterado de que el mensaje con la foto de Irene lo había enviado él.
¿Cómo? ¿Alguien se lo había dicho? Y fue entonces cuando se paró en seco,
justo en mitad de un paso de cebra. Sacó el móvil del bolsillo y accedió a las
cuentas de correo y ahí estaba buenagente789. Estaba claro, Pau descubrió este
correo en su móvil. Cerró los ojos y apretó los dientes. Un bocinazo despertó a
Eric. Saltó a la acera antes de que le atropellara el coche.

Ver a Eric sentado en el banco del Passeig del Born provocó que Pau no
saliera de su piso durante varios días. Solo en alguna ocasión había salido a
comprar algo de comida y bebida pero siempre a las tantas de la noche y después
de comprobar que Eric no pululaba por ahí. Se amistó con la televisión, con
programas basura, con debates estúpidos y con películas interminables. Solo
necesitaba un sillón frente a la televisión y un vaso con algo de Ricard para
dominar el tiempo. Desde el sillón podía contemplar los dibujos perfectamente
organizados sobre la gran mesa del comedor y en el suelo. De vez en cuando iba
a la habitación para comprobar desde algún orificio de la persiana si Eric estaba
en el banco.

Un lunes por la mañana, animado por el rugido de la ciudad en su despertar


laboral y también por algún trago de Ricard, se dispuso a visitar la galería.
Había salido de su barrio del Born cuando sonó el teléfono en su americana
negra. Las llamadas de Eric se convirtieron en una rutina, al principio no las
podía soportar pero a lo largo de los días la rabia fue desapareciendo dando paso
a un odio masticado y frío. Se quedó mirando el teléfono imaginándose a Eric,
nervioso, desesperado, sudando en su apartamento de Passeig de Sant Joan y a
punto de hacer alguna de sus locuras, como cuando perdía los estribos de joven.

Un tono de llamada, dos, tres, cuatro, cinco y saltó el contestador


automático. «Hola soy Pau, puedes dejar un mensaje después de la señal y el
tono. Pau, ¿qué pasa? ¿Dónde te has metido? ¿Por qué no contestas? Joder,
hostia, no me hagas esto». Y seguidamente vuelta a marcar, memorizado en el
número uno. Un tono de llamada, dos, tres, cuatro, cinco y saltaba el contestador
automático. «Hola soy Pau, puedes dejar un mensaje después de la señal». Un
pitido demasiado agudo, demasiado agudo. No entiendes nada Pau, yo no tengo
la culpa. Además, ¿qué más da? Déjame hablar contigo, lo arreglaremos.
Y mientras pensaba, la mano cogía el teléfono y apretaba el número uno. Un
tono de llamada, dos, tres, cuatro, cinco y saltaba el contestador automático.

Tres llamadas perdidas seguidas. Pau guardó el móvil y se paró frente a la


puerta de la galería. Entró y se convirtió en el único visitante de sus propios
cuadros. Del despacho salió la chica pelirroja que el día de la exposición
comentó que sus cuadros eran inquietantes.
—Ya se han vendido tres cuadros —dijo ilusionada la chica.
—¿Ah sí? ¿Cuáles?
—Ese de ahí y esos dos collages —contestó señalando los cuadros.
Uno de ellos era el collage de Ester.
—¿Quién los ha comprado? —preguntó Pau mientras se acercaba a uno de
los collages vendidos.
La chica entró en el despacho. Cinco minutos más tarde salió.
—Señor, se trata de un comprador anónimo.
—¿Anónimo? De nombre Eric, ¿supongo?
—¿Qué?
Pau descolgó el cuadro de Ester y se dispuso a descolgar el siguiente.
—¿Qué hace? —protestó la chica.
—Me los llevo todos.
—No puede hacer eso —dijo la chica intentando arrebatarle uno de los
cuadros que acababa de descolgar.
—Lo estoy haciendo. La chica se fue hacia el despacho y seguidamente salió
la directora.
—No puede hacer eso. La exposición termina el 26 de junio. Si hace eso
incumplirá el contrato y deberá pagar una indemnización y además —la
directora dudó—. Además hay otra cláusula de su socio Eric.
¿Socio? Más que socio Eric me ha hecho una opa hostil en mi vida.
La directora realizó una llamada al móvil para hablar con Eric mientras Pau
seguía descolgando los cuadros y situándolos en el centro de la sala.
—Eric me comenta que ahora viene y le pide que se calme. En ese momento
sonó el móvil de Pau. Era Eric. Ni caso, aprovechó la interrupción para salir de
la galería con el collage de Ester bajo el brazo.
Después de aclarar lo sucedido con la directora, Eric envió un enésimo
correo a Pau, más tarde un mensaje en el muro de Facebook, y luego un correo a
través de Linkedin. Vuelta empezar, móvil, correo, redes sociales, lo que sea con
tal de contactar con Pau. Lo seguiré, algún día saldrá de su piso y decidió
entonces vigilar a Pau día y noche hasta encontrarlo.

Pau dejó el collage encima de la mesa del comedor. Cortó queso y pan, cogió
la botella de vino tinto, encendió la televisión y empezó a comer sin apenas
apetito con el vaso y la botella al lado de los montones de dibujos. Después de
algunos bocados y un buen trago de vino dejó de comer, cambió de canal varias
veces sin ni siquiera comprobar lo que echaban y finalmente apagó la televisión.
Cerró los ojos y recordó el sillón de su casa de la urbanización, era uno de esos
sillones ergonómicos de piel que mediante una palanca el respaldo se echaba
hacia atrás y elevaba un reposapiés. Recordaba como muchas tardes de fin de
semana se quedaba dormido leyendo algún libro o viendo una película mientras
Irene salía a visitar alguna de sus amigas. En ese feo sillón ergonómico se sentía
bien y no le hubiera importado quedarse para siempre.
Tengo que ver a Irene, pensó Pau. Se levantó del otro sillón, fue a su
habitación y se cambió de ropa. Comprobó que Eric no estaba sentado en el
banco y salió del piso con la intención de visitar su antigua casa, su ex mujer y
su ex mundo.
Eran las seis de la tarde y el sol no se cansaba. Pasó por el locutorio.
Agradeció que no estuviera Adib ya que no le apetecía hablar.
Se sentó en su puesto y encendió el ordenador. Accedió a su cuenta bancaria
y calculó todo lo que le había dejado Eric. Hizo una transferencia a favor de
Eric. Su cuenta disminuyó considerablemente.
Alquiló un coche para acudir al adosado. Mientras conducía por la autopista
se le ocurrió una excusa para visitar a Irene. Necesitaba unas cartas que
probablemente habían llegado a su antigua casa. A pesar del terrible calor, a Pau
no se le ocurrió poner el aire acondicionado del coche.
Enfiló su antigua calle y casi se estampa con el todoterreno negro de sus
vecinos. Aparcó frente la puerta de su antiguo adosado de paredes grises y
cuando se disponía a tocar el timbre, sonó el móvil. Pau dejó que sonara. Era
Eric.

Eric acababa de llegar al Passeig del Born dispuesto a quedarse hasta el fin.
Se sentó en el banco habitual, y lo primero que hizo fue sacar el móvil y pulsar
la tecla uno. Sabía que Pau no contestaría pero no perdía la esperanza y como
mínimo le enviaba una señal. Aquí estoy y estaré hasta que te vea.
Pau se plantó en la puerta de la casa. Recordó que había pasado casi un año
desde la cena del instituto. Recordó como aquella tarde salió con la moto
dudando si acudir a esa maldita cena. No sé, no sé, se repetía Pau mientras
observaba su antigua puerta. Tocó el timbre y notó un leve temblor en la mano.
Pasaron unos segundos y la puerta se abrió. Pau lo reconoció. Era el amante.
Parecía el portero de una sala de fiestas especializada en despedidas de soltero.
El hombre lo miró extrañado hasta que también lo reconoció.
—Eres Pau, ¿verdad? —Pau asintió con la cabeza mientras observaba como
la camiseta de Batman le iba a estallar—. Yo soy David. Espera un momento. —
Desapareció y oyó que llamaba a Irene. Pasó un minuto que a Pau se le hizo
eterno y apareció Irene con un largo vestido beige de algodón y unas zapatillas
blancas.
—Oh, Pau. ¿Qué tal? —La mirada de Irene era indiferente, como si hubiera
venido el reparador del gas o el que hacía la lectura del agua—. ¿Qué haces por
aquí? —Pau deseó abalanzarse sobre ella y poseerla, ahí mismo en la entrada,
delante de su amante y delante de todos los vecinos. Otra vez, el mismo deseo
que el día que se fue de casa. Dio un paso hacia delante, titubeando, alargó
levemente el brazo, pero hasta ahí llegó. Irene intuyendo alguna de las
intenciones de Pau, le obsequió con un beso en la mejilla con la misma pasión
con la que se le da un beso a un familiar lejano en una boda de compromiso.
—Busco una carta que estoy esperando y tal vez la hayas recibido aquí.
—Ah, sí, cierto, pasa. Tengo algunas cartas. Ya te lo dije en un correo.
El comedor seguía igual, excepto que Irene había colgado más cuadros
horribles. Ella le invitó a sentarse en el sofá y desapareció por el pasillo que daba
a la habitación donde Pau había tenido el despacho.
Minutos más tarde apareció con un fajo de cartas en la mano que entregó a
Pau.
—Creo que la mayoría son publicidad.
El armario entró en el comedor. Caminaba por la casa con la seguridad del
que se siente en su hogar. Pau pensó que vivían juntos desde hacía bastante
tiempo.
—¿Y Carla está por aquí? —preguntó Pau mientras ojeaba sin ningún interés
las cartas y se sentaba en un nuevo sofá de cuero rojo.
—No está. Ha salido con unas amigas. —Irene repasó sin disimulo el aspecto
de Pau y añadió—. ¿Qué tal va todo? —Pau se levantó del sofá y olvidó por
completo cualquier esperanza de volver a su sillón y a su anterior vida.
—No estoy bien. Finalmente lo has conseguido —dijo sin ningún ánimo de
afrenta y ningún atisbo de resarcimiento mientras enfilaba el pasillo hacia la
puerta de entrada. El amante de Irene salió del comedor y se dirigió hacia la
cocina.
—¿Qué dices? —dijo extrañada Irene—. ¿Qué coño dices, Pau? —Irene
elevó la voz y el maromo asomó la cabeza por la puerta de la cocina con un vaso
de leche en la mano. Pau se dio media vuelta, la miró y prosiguió su camino
hacia la puerta. Irene lo alcanzó antes de que saliera a la calle y le tocó el
hombro. Pau volvió a darse la vuelta.
—Entendí lo del coche, incluso el dinero, pero nunca comprendí lo del
trabajo. Y nunca te lo perdoné. Sabes, ahora ya me da igual. Es gracioso,
¿verdad? Me da igual.
—¿Tu trabajo? Hostia Pau, no jodas, no sé de qué me hablas. —Pau
reconoció ese tono de voz y esa mirada y supo que Irene no estaba mintiendo,
pero tampoco quería seguir discutiendo, sin embargo la extrañeza de la
afirmación de Irene provocó que siguiera.
—No sabía que eras tan poderosa para provocar mi despido. —La cara de
Irene mostraba sorpresa, sus ojos se abrieron todavía más.
—Yo no tuve nada que ver con tu despido.
—¿No? ¿Y las visitas de tu jefe días antes de que me despidieran?
—No tengo ni idea. —Irene cambió sorpresa por severidad—. Mira Pau, me
importa una mierda tu vida. Y si hubiera provocado el despido, pues te lo diría.
No lo había pensado, pero da la casualidad de que no fue así. Además, pareces
idiota, tu despido fue provocado por la compra de esa multinacional holandesa, o
¿es que no te acuerdas?
—¿La multinacional?
—Sí, fueron a por ti, tú fuiste el primero, cosa que nunca entendí, luego
echaron a más.
—¿Una multinacional holandesa?
—Sí, Pilot Inc. ¿No te suena? —Irene se quedó pensativa—. Pau, desde
aquella cena del instituto parece que estás en babia, parece que no te enteras de
nada. —Pau sintió una punzada en el corazón. Era la empresa del padre de Eric.
Recordó que Pere le comentó en un correo electrónico que los había comprado
una multinacional holandesa.
Recordó entonces como Eric siempre le decía que su trabajo era un lastre
para pintar, que lo tenía que dejar. Y volvió a ver a Eric sentado en el banco del
paseo mirando hacia la ventana. Pau no dijo nada, abrió la puerta e Irene salió
detrás de él.
—Pau, te está sonando el teléfono —dijo Irene cuando Pau se disponía a
entrar en el coche.
—No es nadie.
—Por cierto, el otro día llamó tu amigo Eric. Estaba muy preocupado, dijo
que te estaba buscando, que si yo sabía algo. —El amante de Irene apareció por
el recibidor situándose justo detrás de ella.
—Está todo solucionado —dijo Pau cuando ya estaba en el asiento del
conductor del coche—. ¿Dónde está el sillón que tenía en el comedor? —añadió
con voz nerviosa como si fuera una pregunta vital.
—A David no le gustaba. Lo tiró —dijo Irene mientras se arrimaba a su
nueva pareja.
El Passeig del Born estaba plagado de turistas que paseaban con sus
pantalones cortos de colores a la sombra de los plataneros. Varios restaurantes
empezaban a abrir sus puertas. Sacaban a la calle pizarras abarrotadas de letras
de palo. Eric con el móvil en la mano seguía al acecho en el banco. Pau lo vio
desde la otra esquina de la calle. Había dejado el coche de alquiler que había
utilizado para ir a su antigua casa y pretendía volver al piso. Le fue fácil
camuflarse entre las personas que paseaban hasta llegar a pocos metros de su
portal. Debía de entrar sin que Eric lo viera y no era fácil. Pau le llamó por
teléfono.
Eric vio el móvil y sobresaltado se puso en pie y descolgó. Pau aprovechó
para entrar en su portal.
—¿Pau? ¿Eres tú?
—Eric. Quiero invitarte a cenar a mi casa. ¿Te va bien el miércoles que viene
a las nueve? —dijo Pau sin preámbulos y observando la reacción de Eric desde
la oscuridad del portal.
—¡Oh! Sí, claro —dijo dubitativo Eric que no se esperaba la invitación—,
pero quiero hablar contigo.
—Hablaremos no te preocupes.
—Perdona por…
—No hay nada que perdonar —interrumpió Pau, hizo una breve pausa y
continuó—. Tú me has abierto los ojos. Necesito un cambio radical. He tomado
una decisión y es demasiado importante para hablarla por teléfono. ¡Ah! y deja
de espiarme desde el banco, por favor. Vete a tu casa y descansa, tienes mal
aspecto.
—¿No podemos hablar ahora?
—No, Eric, no, el miércoles, a las nueve. ¿De acuerdo?
—Está bien. De acuerdo.
Pau colgó y subió las escaleras hacía su piso. Dejó las cartas encima de las
mesa y vio desde la persiana de su habitación como Eric había desaparecido del
banco. Una pareja de turistas lo habían sustituido.
Intentaban descifrar un mapa de Barcelona.
Se acomodó en el sillón, encendió la televisión y permaneció durante horas
con la mente entretenida en su próxima obra.
Tengo pocos días para prepararlo todo, pensó, no puedo esperar más. Todo
saldrá bien. Seguro, será un éxito, una obra de arte irrepetible, como en los
viejos tiempos. La cena del miércoles. Comida japonesa, claro, a Eric le encanta
y le dará un toque minimalista y elegante y sobre todo un toque de melancolía.
Una gran bandeja de sushi de diferentes colores y texturas. ¿Y si compraba una
de esas mesas japonesas y unos cojines? No, no, en la mesa del comedor.
El escenario es muy importante. Primero tengo que limpiar el piso.
Mañana empiezo.
Al día siguiente Pau se levantó unos minutos más tarde de las seis de la
mañana. Empezó por el dormitorio. Una estancia cuadrada e impersonal
compuesta por varios muebles de Ikea, todos de la misma colección de madera
color cerezo. Primero abrió la ventana de par en par para airear la estancia, luego
sacó todos los objetos, el reloj, la lámpara, la alfombra, algunos libros y papeles
y por último toda la ropa. Con la habitación vacía, primero pasó la aspiradora y
después quitó el polvo. Mojaba el trapo blanco con un poco de limpiador
mediante el dosificador y luego frotaba sobre la superficie de los muebles con
excesivo esmero. No dejaba superficie sin frotar gracias a su enfermizo método
de visualizar y memorizar la zona por donde ya había pasado. Una cama, un
armario, una cómoda y una mesita dieron para una hora larga. Cuando hubo
acabado con el polvo, fregó con excesiva lentitud el suelo.
No había margen para nada. Cuando el suelo se secó, empezó a colocar los
objetos y la ropa que previamente había sacado. Puso los calcetines en grupos de
cuatro formando cuadrados. Bien, había encontrado una secuencia, la armonía
matemática que le daría cierto sentido a la obra: cuatro objetos formando un
cuadro. Procedió con la poca ropa que tenía, camisetas, pantalones, calzoncillos.
Si no tenía cuatro prendas similares, se deshacía de ellas en una gran bolsa de
basura de tamaño industrial.
Lo mismo con el comedor, primero lo aireó, luego sacó todos los trastos y los
almacenó en la habitación. Quitó con sumo cuidado y de forma exhaustiva el
polvo de la mesa, el sillón y la televisión. Luego afrontó la cocina y el lavabo.
Aplicó el mismo método intensivo de limpieza. En este caso, utilizó productos
más agresivos para avivar el blanco de una cocina demasiado vieja.
Hizo una pequeña pausa para comer. Estuvo tentado de invitar a Adib pero
no se dejó arrastrar por el entusiasmo.
Después de comer continuó con la ornamentación del comedor que le ocupó
el resto del día. Cerca de las doce, con la botella de Ricard y el agua junto al
sillón contemplaba el comedor como quien admira una gran obra de arte. Eso sí,
estaba inacabada, no solo faltaban los últimos retoques sino también los actores.

Dos días antes de la cena, Pau se despertó cuando las primeras luces del día
asomaban por la ventana. Se duchó con agua fría y se vistió con un traje oscuro.
Eran las siete de la madrugada cuando se presentó en la sucursal del banco
donde tenía ingresado todo su dinero. Estaba cerrado. Pau se sentó en un banco
de madera justo enfrente y esperó mientras observaba a las personas que iban de
un lado a otro. Un joven se acercó, vaciló y se sentó a su derecha. Pau observó
que sus ojos estaban inyectados en sangre y que le temblaban las manos. El
joven al verse observado, miró a Pau primero con indiferencia pero luego con
pena, como si quisiera pedirle algo, como si le dijera, sí soy joven, alcohólico y
no tengo a nadie. Quizá le pedía ayuda con la mirada.
A las ocho en punto Pau entró en el banco.
—Quiero cancelar la cuenta.
—¿Por qué?
—Pues porque no la necesito. Quiero en efectivo diez mil euros, el resto se
lo quiero transferir a mi hija Carla Freixas.
—Ningún problema.
Se decidió por la peluquería más cara del barrio. Eran las nueve y acababan
de abrir. Le hicieron sentarse en un butacón orejero y mientras esperaba observó
que todos los muebles tenían forma esférica.
Estos muebles casaban con su casa de puertas y ventanas circulares que ideó
siendo un niño.
Con la cabeza rapada y con la sensación de dominio de la situación Pau paró
un taxi y se dirigió a Passeig de Gracia. Entró en una de las tiendas de ropa.
Cuando estaba probándose el tercer traje el dependiente le preguntó si le apetecía
tomar algo.
—Un Ricard con agua muy fría.
—Por supuesto. —El dependiente se retiró a la trastienda y segundos
después una joven salía en busca de la bebida.
Finalmente se decidió por un traje de corte moderno, sin pinzas, de un negro
mate. Y para acompañar una corbata negra de rigurosa seda.
Pago en efectivo.

Solamente había un cliente en el locutorio. Era un joven veinteañero que


había elegido un lugar discreto. Pau se sentó en su sitio habitual. Encendió el
ordenador que produjo el molesto ruido de siempre al arrancar. Conectó el
pendrive y copió todos sus documentos, luego los borró del disco duro y apagó
el ordenador.
Al salir del local, casi tropezó con Adib.
—A ver si quedamos para comer algún día —dijo Adib.
—Algún día.
Cuando Pau hubo recorrido varios metros, se dio la vuelta y vio como Adib
seguía en la puerta y le saludaba con la mano. Pau pensó en el locutorio de Adib,
en la mugre de los teclados y en el olor a curry. Recordó las tardes escribiendo
correos, los adolescentes navegando por páginas pornográficas, las tertulias casi
a gritos de los amigos de Adib. No supo muy bien por qué pero todo eso le
recordó su vida antes del accidente.

El martes se dedicó al escenario. Apuntó en una lista todo lo que le faltaba y


a media mañana salió. Compró manteles, algunos cubiertos de plata, platitos de
porcelana, servilletas, pintura, hilo, pegamento y un sinfín de cosas para
proseguir con su obra. Tuvo que hacer varios viajes para llevárselo todo y por
último se pasó por un restaurante japonés muy cerca de la catedral. Encargó un
catering para dos.
—Cena para dos, sí, mañana miércoles, cenaremos a las nueve, o sea que
hacia las siete y media lo quiero en casa.
Toda la tarde del martes la dedicó al comedor. Pasadas las doce de la noche
pensó que estaba perfecto y sin apenas cenar se fue a dormir.
El miércoles amaneció nublado. Pau se levantó muy animado, se asomó al
comedor y decidió que empezaba la fase de corrección y perfección de la obra.
Quizá falte más oscuridad. Decidió cambiar la mesa y los manteles. A las diez de
la mañana estaba en una tienda de muebles de la calle Aragón comprando una
mesa de madera oscura con la condición de que se la llevaran esa misma tarde y
retirasen la vieja. Ningún problema. De camino a casa compró un mantel de seda
negro.
Por la tarde, los últimos retoques, faltaban pocas horas para la cena, Pau
estaba un poco nervioso pero no tanto como se había imaginado.
Sabía que era su mejor obra de arte y no quería equivocarse. A las siete y
media en punto llamaron los del catering, prepararon la cena y sirvieron todos
los platos en la mesa nueva con el mantel negro.
Después de que los camareros salieran del piso, Pau encendió una pequeña
vela y la colocó en el centro de la mesa. Luego se duchó y se vistió con el traje
que se había comprado el lunes. Tardó más de lo debido pero a las nueve menos
cuarto ya estaba sentado esperando a su amigo. Pasados unos minutos observó la
piedra que le había devuelto Eric. La piedra formaba parte de un conjunto de
cuatro elementos que había dejado encima de una silla arrimada a la pared. Tres
dibujos y la piedra. Sin pensárselo, se la puso en el bolsillo, dejando la
composición en un trío de elementos. Rompió los dibujos y los tiró en la bolsa
de basura industrial que había dejado en la galería.

Esa mañana, Eric se había levantado muy temprano, miró por la ventana y
vio el cielo encapotado, pensó que sería un día perfecto.
Apenas comió y a las siete en punto de la tarde ya estaba en el Passseig del
Born. Buscó otro banco para no agobiar a Pau y esperó entre sus pensamientos.
Hoy es la cena de la reconciliación, Pau me perdonará.
Todo ha sido una pequeña mentira. Hoy es un buen día para soñar.
Esta noche soñaremos juntos, una cena en casa de Pau, perfecto. Todo se
arregla por fin. Yo solo quería volver a verle. Tantos años sin él.
Ahora todo se arregla, volveremos a Berlín, sin duda, ha sido duro, pero ha
valido la pena. Vamos a ser sinceros, ya no tenemos nada que perder, como
cuando éramos inseparables, ingenuos y jóvenes. Volver a ser lo que éramos, sin
secretos, a partir de ahora volver a nacer, otra vida, otra vida para los dos, nos lo
merecemos. Una nueva vida, sin más mentiras.

A las nueve menos diez Pau abrió la puerta de la escalera, se descalzó, se


subió a la mesa del comedor con cuidado para no romper nada, cogió la soga que
estaba colgada y abrió el nudo lo suficiente para meter la cabeza. Con un
pequeño salto se dejó caer hacia la derecha.
Debía haber muerto la noche del accidente. El techo se movió.
Sonó el timbre del portal, era Eric, diez minutos antes de la hora prevista
pero a tiempo para verlo morir o muerto, que más daba, era su última obra y en
ella lo daba todo, agonizar o morir era un detalle más, lo importante es que autor
y espectador formaban parte de la misma.
Pau se balanceaba por encima de la mesa. Miró el color rosado de los nigiris
de atún y pensó que ya no podría probarlos. La cabeza le ardía y sentía el peso
de las piernas.
Eric apareció. Una vecina le había abierto la puerta del portal justo cuando
estaba tocando el timbre. Se detuvo en la puerta. Una sacudida le recorrió todo el
cuerpo. No sabía dónde mirar. La mesa del comedor estaba llena de platos
japoneses sobre un mantel negro. Las paredes estaban empapeladas con los
dibujos de Pau en grupos de cuatro, unidos por líneas negras, palabras sueltas,
escritas en la pared, en mayúsculas. En una esquina estaba escrito un poema
adolescente de Pau y del techo colgaban mediante hilo de pescar decenas de
lienzos chamuscados. Y entre ellos, se entreveía el cuerpo de Pau balanceándose.
Eric se estremeció y pensó que era una obra de arte para él, una auténtica
performance perfecta, era emocionante, solo que, le empezaron a fallar las
piernas cuando comprendió que el cuerpo de Pau era Pau, y no una
representación de Pau, era Pau en la propia obra, el autor plasmado eternamente
en su última obra. Las piernas no le respondieron y se doblaron hasta quedarse
sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Se sentía tranquilo como
si estuviera soñando, como si contemplara algo irreal. Observó la cabeza rapada
de Pau y pensó que le favorecía, parecía más joven. Quiso convencerse de que
estaba asistiendo a una obra de arte y pensaba que todo desaparecería de golpe,
quizá de un manotazo, solo era cuestión de esperar.
Pau vio entrar a Eric. Ha entrado demasiado rápido pensó. Le zumbaban los
oídos y sentía un fuerte dolor en el cuello. Estaba orgulloso de su obra. Al final
todo había salido bien. Y como había imaginado, quiso pensar en el pasado, en
su infancia y en el instituto, en las clases de Alfonso, en las pinturas expuestas
en el Cul de Sac, en el grupo de teatro y sobre todo en Ester, sin embargo en su
mente solo apareció la imagen del camarero que una noche le había acompañado
a casa.
Sintió esa noche, y sintió aquel abrazo del joven. Y nada más.
Eric seguía sentado imperturbable, con la mirada hacia el suelo, sin nada que
decir, dejando que a Pau se le escapara la vida.
Reaccionó cuando Pau empezó a convulsionar violentamente. Se levantó y
arrastró la mesa hasta la altura de Pau para que las piernas reposaran sobre la
mesa, luego fue a la cocina, cogió un cuchillo, se subió a la mesa y empezó a
cortar la soga. La cara de Pau quedó a pocos centímetros de la suya y mientras
cortaba la soga pudo ver los ojos ensangrentados que sobresalían de la cara
azulada.
El cuerpo cayó sobre el mantel de seda y quedó estirado entre ostras, makis y
nigiris. La mirada de Pau se congeló en las largas piernas de Ester que
destacaban del collage que había colgado en una de las paredes.
La ambulancia acudió al aviso de Eric. Se lo llevaron con vida al Hospital
del Mar. Eric lo acompañó en la ambulancia hasta la misma puerta de urgencias
donde cayó en coma. Durante el trayecto, Eric le explicó al médico lo que había
pasado.
—¿Cuánto tiempo ha estado colgado? —preguntaba el médico sin recurrir a
ningún eufemismo mientras examinaba a Pau.
—No lo sé, no puedo recordarlo, quizá cinco, diez minutos —contestaba Eric
preocupado. Era incapaz de acordarse del tiempo que Pau estuvo suspendido de
la soga junto a sus obras marchitas.
Trasladaron a Pau a la uci. Eric se quedó en la sala de espera, donde se
encontraba una familia angustiada que lloraba en silencio. El padre había sufrido
un infarto y su vida pendía de un hilo. Eric se sentía cansado y cerró los ojos
esperando que todo fuera un sueño, con la estúpida esperanza de que cuando los
abriera estuviera cenando en casa de Pau. No podía borrar de su mente la imagen
de Pau colgado y balanceándose entre sus pinturas ennegrecidas. La imagen del
fracaso, de la angustia, de la muerte. ¿Una nueva vida? Ahí la tienes, la nueva
vida, toda para ti, ve y díselo, tenemos una nueva vida, díselo antes de que
muera. Y si muere, ¿qué harás Eric? ¿Qué harás? ¿Te volverás a Berlín? ¿A qué?
¿A vivir? ¿Qué tienes que vivir? Tú vida también se terminó hace mucho tiempo.
¿Qué vas a hacer?
Se levantó y empezó a caminar nervioso entre las hileras de sillas de plástico
de la sala de espera. Pensó en los años que estuvo lejos de Pau, los años que
vivió en Ámsterdam y luego en Berlín. Nunca encontró a nadie como Pau. Nadie
como Pau, repetía. Mierda.
Eric pasó toda la noche en la sala de espera de la uci esperando alguna
noticia. Sabía que Pau había entrado en coma. A las nueve de la mañana, una
doctora se personó en la sala de espera. Toda ella era huesos.
—¿Familiares de Pau Freixas? Eric se acercó y afirmó con la cabeza.
—¿Es usted familiar?
—No… ¿Cómo está?
—Necesito hablar con sus familiares. ¿No los ha avisado?
—No. ¿Cómo está Pau?
—Sigue en coma. Avise a sus familiares y hablaremos. Es importante.
—La doctora le dio la espalda y se marchó.
Eric pensó en la madre de Pau que tenía alzheimer, y en Irene y su hija.
Llamó a Irene y le explicó todo. Pau ha intentado suicidarse.
Una hora más tarde apareció Irene y su hija Carla. Irene estaba tranquila y
Carla aturdida. Entraron en la consulta de la doctora huesuda.
—El estado de Pau es muy grave. Debido al ahorcamiento ha sufrido una
hipoxia severa transitoria cerebral. Durante varios minutos ha faltado oxígeno en
su cerebro y ha entrado en un estado de coma. Lo único que podemos hacer es
esperar y observar. —Hubo un silencio prolongado.
—¿Puede morir? —preguntó Eric. La doctora tardó unos segundos en
contestar.
—No puedo asegurar nada. Dependemos del tiempo. Cuanto antes se
despierte más alta será la esperanza de vida y por supuesto menores las secuelas.
—¿Y cuáles pueden ser esas secuelas? —volvió a preguntar Eric.
—Ahora es muy difícil contestar. Si sale del coma veremos. Se le harán
pruebas de todo tipo para determinar el alcance de los daños —contestó la
doctora extrañada de que todas las preguntas las hiciera Eric.
—¿Qué secuelas puede tener? ¿Pueden ser graves? —insistió Eric.
—Es imposible contestar a eso. Depende de muchos factores, del tiempo que
estuvo sin oxígeno, de la duración del coma y también de factores personales.
—¿Se va a quedar aquí? —preguntó Carla.
—Sí, claro. Lo importante es que salga del coma.
Después de la visita fueron a tomar un café a la cafetería del hospital. Se
sentaron en una mesa junto a una ventana que daba a la playa de la Barceloneta
donde los primeros bañistas iban tomando posiciones. El cielo estaba despejado
y anunciaba un día caluroso. Carla tenía los ojos hinchados y húmedos de haber
llorado.
—No te preocupes, tu padre saldrá de esta —dijo Eric mientras le tocaba el
brazo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Irene.
—Yo me encargo de todo. No tengo nada que hacer, no tengo que ir a
trabajar. Estaré pendiente de Pau. No os preocupéis —dijo Eric con sinceridad.
—Gracias, Eric —dijo Irene con indiferencia.
Acordaron que Irene y Carla vendrían cada día a la una para hablar con la
doctora y luego comerían juntos.
A las nueve de la noche, justo veinticuatro horas después de la gran obra, Pau
salió del coma. La doctora se lo comunicó a Eric y permitió que lo visitara. Era
importante que Pau viera a algún conocido lo antes posible. Irene y Carla se
habían ido unas horas antes.
Pau yacía en una cama estrecha. La cara había recuperado cierto color
anaranjado pero aún tenía manchas azuladas. Parecía somnoliento y muy
cansado. Tenía los ojos abiertos y ni se inmutó cuando entró Eric.
Eric se acercó a la cama y lo abrazó. Luego lo miró a los ojos y empezó a
acariciarle el pelo.
—De momento, estamos vivos —dijo Eric rompiendo su propio silencio.
Pau no entendía nada. Su cara expresaba confusión.
—Pau. Soy Eric. ¿Me conoces?
Pau negó con la cabeza. No hacía falta, la extrañeza de la mirada de Pau era
suficiente para responder a Eric. Pau miró a la doctora buscando alguna
explicación, pero la mujer no dijo nada.
—Pau, ¿no sabes quién soy? —dijo Eric con un tono pausado pero que
denotaba cierta intranquilidad. Pau le miró con ojos de lástima y quiso suplicar
que le dejaran en paz, que ya tenía bastante con esa maldita luz cegadora.
—Es suficiente por hoy —dijo la doctora mientras con la cabeza le indicaba
a Eric que saliera de la habitación.
Eric no pudo evitar volver a tocar a Pau y seguidamente salió detrás de la
doctora.
—¿Cómo lo ve? —preguntó Eric muy intranquilo.
—Como dije vamos a hacerle algunas pruebas y veremos el alcance de la
situación.
Eric pasó la noche en la sala de espera. No quería separarse de Pau.
Y se lo tomó como una penitencia. Hacia las seis de la madrugada ya no
podía dormir y a las ocho, después de comer un bocadillo, prefirió ir a su casa a
ducharse y cambiarse.
A la una en punto Irene, Carla y Eric entraban en el despacho de la doctora.
Los tres escucharon las primeras impresiones. Lo más grave era que Pau podría
tener problemas de movilidad en la pierna derecha y que le había afectado a la
memoria aunque era prematuro decir en qué medida. Por otro lado, faltaban
algunas pruebas que podrían detectar otros problemas.
La doctora también les informó que Pau debía trasladarse a otro hospital para
completar la fase de recuperación inicial y diagnóstico.
—Esta tarde saldrá de la uci y mañana lo trasladarán al Hospital Clínico —
dijo con determinación la doctora.
Apenas hubo preguntas. Estaba claro que debían esperar. Dieron las gracias a
la doctora y salieron del despacho. Irene no estaba muy afectada pero Carla sí,
apenas hablaba.
Tal como anunció la doctora, al día siguiente trasladaron a Pau al Hospital
Clínico. Le asignaron una habitación individual como había querido Eric. Estaba
en el mismo ala donde había estado ingresada Ester. Desde la ventana se podía
ver el parque que cruzaban cuando habían ido a visitarla.
Cada madrugada y durante varios días Eric atravesó el mismo parque para ir
a visitarle. Y cada día, cinco minutos antes de las siete, entraba en la habitación,
justo cuando a Pau le servían el desayuno.
Después Pau abandonaba la habitación para acudir a las pruebas médicas
para determinar el alcance de las secuelas y antes de comer iba a rehabilitación
con el fisioterapeuta. Por la tarde, los dos paseaban por los pasillos del hospital.
Pau cojeaba de la pierna derecha y se ayudaba con una muleta. Fue en uno de
esos paseos cuando Pau empezó a hablar de forma regular y con sentido.
Comentaba el tiempo o la comida, trivialidades a las que Eric asentía y nunca se
refirió al suicidio ni al pasado.
Al final de la tarde, cuando el sol perdía fuerza aparecía Carla siempre
vestida de negro y en silencio. Eran tres zombis mudos que deambulaban por los
pasillos del hospital.
—¿Cuántos años tengo? —preguntó Pau en uno de esos paseos vespertinos,
una semana después de su ingreso en el hospital.
—Cuarenta y tres años.
—¿Por qué estoy aquí? —interrogó Pau sin dejar de caminar por el pasillo.
Eric se apartó para dejar pasar a un enfermo con silla de ruedas y aprovechó para
pensarse la respuesta.
—Te intentaste suicidar.
—¿Cómo? —dijo Pau como si le estuvieran contando el argumento de una
película demasiado enrevesada.
—Te ahorcaste.
—¿Por qué?
—No lo sé Pau… No lo sé —dijo Eric que se detuvo y miró de frente a Pau
—. Yo vine hace un año a Barcelona, para una fiesta de ex alumnos. Tú estabas
mal, te vi muy mal. No estabas contento con tu vida, aunque parecía que lo
asumías y punto. Luego, tu mujer, el trabajo.
—¿Mi mujer? ¿Qué pasó?
—Tu mujer te abandonó. Luego fue el trabajo. Te echaron, te quedaste sin
dinero. Todo te iba mal. —Eric omitió cualquier referencia a Ester—. Yo intenté
ayudarte, pero al final nunca pensé que llegarías tan lejos.
Cierto, parecías muy deprimido pero habías vuelto a pintar y creí que todo
cambiaría.
Pau se quedó en silencio. No preguntó nada más. Avanzaron hasta el final del
pasillo, donde les esperaba Carla con una minúscula sonrisa. Pau le sonrió.
Una mañana, un mes después del ingreso, el doctor convocó a todos en la
habitación de Pau. Estaban Irene, Pau sentado en el sillón verde de escay para
los acompañantes y Eric. Carla no había podido venir. El doctor era un hombre
enorme de unos cincuenta años con más pinta de celador que de médico. Se situó
a la derecha de Pau y mirándole, a través de unas gafas de metal, le preguntó qué
tal estaba.
Luego, ya dirigiéndose a todos comentó que había que tener cautela pero se
podía afirmar que las secuelas de Pau se limitaban a la pérdida de movilidad de
la parte derecha de su cuerpo y a una pérdida total de la memoria a largo plazo.
Tendría que hacer recuperación y probablemente podría caminar sin muleta, pero
que la cojera no desaparecería nunca. En cuanto a la pérdida de memoria el
grueso doctor fue más cauto e impreciso.
—Ahora mismo Pau no recuerda nada del pasado. Padece amnesia
retrógrada. Es posible que recupere parte o todos los recuerdos en cuestión de
meses, o como mucho un año o dos. Pero también es posible que siempre tenga
recuerdos confusos y no recupere nunca la memoria del todo. Depende de estos
próximos meses. Por eso es muy importante que Pau se reincorpore a la vida
rutinaria que tenía antes del… —dudó en este punto y prosiguió—, accidente.
Que vuelva a hacer lo que exactamente estaba haciendo. No debe haber cambios
en su vida. Por tanto es preferible darle el alta y que se recupere en casa.
Irene y Eric se miraron.
—¿Alguna duda? —Nadie dijo nada—. Mañana tendrá el alta. —El doctor
se despidió de todos con un apretón de manos.
Unos minutos más tarde Irene tenía que irse. Se despidió de Pau con un frío
beso en la mejilla. Eric quiso acompañarla a la puerta principal.
—No te preocupes, yo me ocupo de todo —dijo Eric. Irene le miró
seriamente.
—Está bien. Yo no puedo y lo sabes, pero sobre todo piensa en Carla, que
Pau la visite, que se vean.
—Vale.
Ya en la puerta de salida del hospital, se despidieron con un roce de mejillas.
—Nunca me has gustado Eric. Nunca me has caído bien, pero…
—Pero… —dijo Eric con un tono seco.
—Pero veo que lo quieres demasiado. —Irene remarcó la última palabra con
un tono despectivo.
—Pau es mi amigo y además nunca se puede querer demasiado. —Y sonó
tan contundente que a Irene le valió para dar por finalizada la despedida y
olvidarse para siempre de Pau. No fue difícil.
Aquella mañana les dijeron que debían abandonar la habitación antes de las
doce del mediodía. Ya les habían dado todos los papeles y encima de la cama
había una pequeña maleta donde Pau con la ayuda de Eric iba depositando la
poca ropa que tenía así como todos los objetos personales.
—¿A dónde vamos Eric? —preguntó Pau. Hasta ahora no había demostrado
ningún interés por saber nada de su futuro.
—A casa.
—¿Dónde está mi casa?
—En Berlín.
—¿Yo vivía en Berlín?
—Sí. —Eric iba a decir conmigo pero prefirió eludir la palabra—. En un
estudio, debajo de mi piso. Desde hacía solo unos meses. Antes vivíamos en
Barcelona, tú, en el piso del Born y yo en un apartamento en Passeig de Sant
Joan como te conté el otro día. Tú te acababas de separar de Irene y habías
perdido el trabajo. Quise ayudarte y te ofrecí ir a vivir a Berlín a pintar y tú
accediste. En Berlín pintabas como un loco. En pocos días te recuperaste.
Estabas muy animado.
—¿No me intenté suicidar aquí?
—Viniste a Barcelona para organizar una exposición. Fue un terrible error.
Querías quedarte unos meses para los preparativos. A mí no me hizo gracia que
volvieras a Barcelona. Tuve un presentimiento, así que el día anterior a tu intento
de suicidio vine a Barcelona justo a tiempo para evitarlo. —Pau cerró la maleta y
la puso en el suelo. Eric prosiguió—. Tengo mucho que contarte y tenemos
tiempo, mucho tiempo.
Pau entró en el lavabo.
—Mucho tiempo para los dos —susurró Eric sabiendo que Pau no le oiría y
añadió en voz alta—. El avión sale a las dos, date prisa, iremos directamente al
aeropuerto. —Pau salió del lavabo y sonrió a Eric que estaba comprobando los
papeles del alta—. Espera, voy un momento a administración. No sé si podremos
llevarnos estas pastillas a Berlín.
Voy a preguntar.
Pau cogió la maleta y esperó en la puerta. La señora de la limpieza entró en
la habitación y lo primero que hizo fue abrir los cajones de la mesita de noche.
En el fondo de uno de ellos encontró algo. Era una piedra del tamaño de la mitad
de un paquete de tabaco, pintada por un lado con un fondo amarillo y adornada
con pequeños círculos de diferentes colores: azul, rosa, verde y lila y por el otro
lado con círculos concéntricos de colores formando una especie de diana.
—¿Esto es suyo? —dijo la limpiadora extrañada mientras analizaba la
piedra. Pau miró la piedra desde la puerta y se acercó a la mujer.
—Sí, es mía.
—Es muy bonita. ¿Es un amuleto?
Pau cogió la piedra, la miró y se la puso en el bolsillo.
—Sí, es un amuleto para actores. Se la regalé a mi mejor amigo hace mucho
tiempo, éramos muy jóvenes. —Pau salió cojeando de la habitación—. Jóvenes
maravillosos —murmuró mientras se dirigía al encuentro de Eric.
RAFAEL MOYA BUADES (Capelladas, 1965), Licenciado en filosofía e
Ingeniero técnico informático. Colabora como articulista habitualmente en el
periódico comarcal la Veu de l’Anoia. Hormigas en la playa es su primera
novela.

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