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Los Himnos Del Ciego o El Canto Por La Creación en Enriqueta Ochoa

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Los himnos del ciego o el canto por la creación en Enriqueta Ochoa

Por: Anehel Ramírez

El poeta es el gran oficiante de las palabras. Aunque la palabra oficiante, propone un

significado evidente, es decir, el de trabajador o siervo, existe otra acepción que refiere un

significado quizá insospechado, pero a mi parecer más exacto, pues le otorga a aquella frase

introductoria un sentido mayormente acertado con relación a la propuesta de la que hablaré

más tarde.

Por el momento bastará concentrarse en eso que oficiar significa, para lo que me serviré de la

Real Academia Española; Oficiar, en sus dos acepciones quiere decir:

«1. tr. Ayudar a cantar las misas y demás celebraciones litúrgicas.» y más preciso aún:

«2. tr. Presidir una celebración litúrgica.».

Oficiante, por su parte, se acerca un poco más al sentido nuclear de mi propuesta:

«2. m. Sacerdote que oficia la liturgia.».

Y sobre la liturgia: 1. f. Orden y forma con que se llevan a cabo las ceremonias de culto en

las distintas religiones. 2. f. Ritual de ceremonias o actos solemnes no religiosos.

Siguiendo esta cadena de definiciones, no pretendo decir que el poeta es un sacerdote ni

mucho menos que este pertenece a alguna orden religiosa, por el contrario, me gustaría

proponer lo siguiente: el poeta es quien preside el canto litúrgico de las palabras, él o ella

descomponen con sus voces la, en apariencia, fortificada e inmutable residencia de las

mismas, otorgándoles un orden y una forma únicas dentro del poema, del mismo modo,

excavan en su frágil materialidad hasta colmar sus manos de lodo y de minerales.

¿Qué quiero decir con esto? El o la poeta buscan con avidez alcanzar el centro, lo medular de

las cosas camuflado en las palabras, esa sustancia oculta y -no está de más tropezar con la
redundancia- líquida, que recuerda que en el interior de las mismas reside, en perpetua

efervescencia, un elemento reactivo que al ponerse en contacto con cualquier cosa, la empapa

y la reviste toda de una apariencia distinta y renovada; esto, como el momento de la lectura

de los versos, es una experiencia fugaz que, sin embargo, se propone abrazar un instante de

eternidad.

El poeta busca entonces colmar el presente de un instante de auténtica realidad, y no me

refiero a aquella supuesta realidad que habita cansadamente en lo cotidiano, sino aquella

«historia profunda» de la que nos habla Roberto Juarroz en Poesía y Realidad que se

diferencia sobremanera del aparato histórico que constituye la gran narrativa de la

humanidad. La historia profunda de los hombres, la anti-historia de la que Octavio Paz habla

en Los hijos del limo: «El poema es una máquina que produce, incluso sin que el poeta se lo

proponga, anti-historia. La operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir

temporal; el poema no detiene el tiempo: lo contradice y lo transfigura.»

Respaldando la idea anterior, Alberto Blanco ejemplifica en La poesía y el presente (2014)

dos posibles maneras de abordar la transfiguración del tiempo en el poema:

«(...) ¿se trata, pues, como quería José Juan Tablada, de fijar “las mariposas del instante”, o

más bien se trata de verlas aletear en su infinita fugacidad sin pretender fijar en ellas nada

más que nuestra atención maravillada?».

El poema es un ambicioso ejercicio de auténtica creación, este se propone atrapar, cazar las

cosas, fijarlas en fugaz eternidad. De lo efímero a lo perpetuo, el poema busca penetrar el

centro de las cosas, despojar las palabras de su encarnada banalidad y acceder al verdadero

ser de las cosas. Acerca de lo perfectamente decible y de lo inefable en el decir poético

Paloma Martínez Matías de la Universidad de Valencia reflexiona, junto a Heidegger, lo

siguiente:
En el curso que Heidegger dedica por entero a este problema en el verano de

1934, se declara que es en el poetizar —y no en el decir trivial o cotidiano,

contemplado a partir de su uso diario como un mero instrumento de

comunicación— donde tal esencia del ser mismo (las cursivas son mías) se

exhibe, dado que en él el lenguaje "acontece como potencia creadora de

mundo, es decir, [...] prefigura de antemano el ser del ente y lo lleva a

articulación". Frente al decir cotidiano, que encubre o deja pasar inadvertido

el llevar a presencia que entraña, la peculiaridad del decir poético radica, entre

otros aspectos que habrán de detallarse más adelante, en lograr poner de

manifiesto el anclaje del aparecer de las cosas en el lenguaje.

Aunque en apariencia el poeta es quien se sirve de las palabras, en realidad son ellas las que

mandan y dirigen su propio curso; es decir, el poeta las vierte y las dispone de determinada

manera en el poema, sin embargo ellas reaccionan de manera multidireccional e imprevisible

en cada lectura. El proceso de creación poética se gesta en una atmósfera de profunda

honestidad que apela, cuando es concienzudamente realizada, al sentido de lo sagrado. Sobre

este sentido de divinidad, Martínez Matías, aún de la mano de Heidegger, ilustra con un

ejemplo sobre la actividad poética en la Grecia antigua: “En Grecia, argumenta Heidegger, lo

divino encarna al propio ser que brilla dentro del ente, esto es, que se hace notar en la

presencia de cada cosa como el aparecer del sustraerse que funda esa misma presencia”.

Es por eso que, retomando la inicial aseveración, el o la poeta, son los grandes oficiantes de

las palabras al abrazar con su canto lo inenarrable diáfano, tras lo cotidiano turbio.

Desde luego que el canto sugiere una antigua forma de contenido artístico de cuyos contornos

más tarde se desprendería el poema, incluso, sabemos que los cantares han sido

históricamente emparentados con la creación poética desde tiempos lejanos: recordemos a los
trovadores y juglares de la Edad Media o a la tradición oral que se gestó en la Grecia

Antigua.

Ambas tradiciones, tanto los cantares de gesta como la epopeya griega, tenían un efecto en

común: popularizar y enaltecer los nombres y las hazañas de hombres cuya grandeza o cuya

miseria ha sido digna de recordar. Por supuesto que, en términos funcionales, esto tenía un

verdadero efecto en los receptores: ya sea el de pregonar una conducta ejemplar, casi divina,

o el de advertir y amedrentar en caso de un comportamiento errante. Así, estas expresiones

literarias compuestas en verso y adscritas dentro de la tradición oral, cumplían determinada

función: la de apelar al sentir del receptor, o incluso, modificarlo, mediante una estructura

convencionalmente aceptada por la comunidad. Lo anterior recuerda a la definición de ritual

que ofrece el antropólogo estadounidense Roy A. Rappaport en su Ritual y religión en la

formación de la humanidad:

Definir el ritual como una forma o estructura, sin embargo, va ipso facto más

allá del reconocimiento de dichas consecuencias porque, como conjunto de

relaciones estructurales duraderas entre características o elementos

especificados pero variables, el ritual no sólo puede jactarse de tener

consecuencias sociales o materiales, sino también de poseer implicaciones

lógicas (49).

Ahora me interesa decir que ese conjunto de relaciones estructurales duraderas entre

características o elementos especificados pero variables, de los que nos habla Rappaport se da

en las palabras y su infinita e impredecible disposición en el poema. Dicho de otro modo, las

palabras en el poema son los elementos que sostienen ese conjunto de relaciones estructurales

duraderas que pueden tener consecuencias sociales, materiales y pueden también poseer

implicaciones lógicas.
En este sentido, propongo que, el o la poeta, al presidir el acto litúrgico de las palabras -

recordemos el acontecer del lenguaje como potencia creadora de mundo de Heidegger-. al

ordenarlas, al darles forma en una estructura, es creador o creadora de un efecto ritual que se

propone apelar a un sentido de lo sagrado olvidando lo vulgar de los días.

Lo anteriormente dicho da pie a la reflexión que emprendo sobre Los Himnos del Ciego de

Enriqueta Ochoa. Se trata de su segundo libro y una serie de poemas que en términos

generales constituyen un gran canto a la creación. Las dos figuras o sujetos de la expresión

poética de mayor notabilidad son dos: el poeta y su designio creador y Dios y su naturaleza

creadora.

El poeta, es el ciego que se ha gastado los ojos de tanto mirar, que ha cesado de ver después

de haber visto demasiado: “El ciego maldito que ve con los ojos de todos los que ven”, dice

la poeta. Pero Dios es el gran reflector de luz sobre todo lo que hay, es quien alumbra y cuya

sola mirada es el orígen de la historia de los hombres:

“Porque los hombres somos

aherrojado flautín

mirada ciega

potencia de una luz encanecida

que podría cantar, contar

hilar la trama de los siglos

porque los hombres somos

la gran mirada que el señor dejó oculta” (1968:55)

De modo que estas miradas -la del poeta y la de Dios- tienen algo en común, una fuerza

creadora que revela. Y es a través de la mirada oculta del Señor que el poeta se asoma y ve. Y

de tan inmensa e infinita que es esta, el poeta se ha quedado ciego de ver, es por eso que la
poeta dice que “somos mirada ciega”. Se trata de un insoslayable juego de miradas, el poeta

ve a través de la mirada que el Señor dejó oculta.

Lo anterior sugiere una disolución de identidades, la mirada de Dios y la mirada del poeta

llega a ser una gracias a la fuerza creadora que cada una posee. Por supuesto que la maestra

coloca al Señor como la fuente primaria de la luz, la gran mirada oculta y original a la que el

poeta tiene acceso tan sólo se asoma a través de ella. El poeta, por lo tanto, en su condición

de mortal, cumple la función del revelador, o del vidente, que nos recuerda a Rimbaud y su

idea sobre aquel que escribe poesía. El ve a través de los ojos de Dios, no obstante, jamás

abarcará la mirada de Él en su totalidad, eso es claro en versos como “en vano con la hoz de

tu nombre por entre las multitudes me voy abriendo paso”.

Los anteriores versos, correspondientes a las estrofas I y II hablan de esta encarnación de

miradas entre Dios y el poeta, la estrofa III introduce ahora la potencial irradiación del

hombre-semilla que en la oscuridad del surco habitan. Enseguida, mediante una forma que

asemeja bastante a la de una plegaria, la poeta ruega por las semillas:

“Disgruégelas tu voz

hágalas fuerza

aleluya de brotes en la tierra

y no este espantado coro de los hombres sin tiempo

que ni son ni perecen

y en cambio se maldicen” (1968:56)

Es aquí donde lo sagrado resplandece en la poesía de Ochoa, pues estos versos no hacen más

que acudir a los orígenes a través de figuras como la semilla y la luz, de donde brotará el

hombre en su perfecta ingenuidad, germinará desde lo hondo de la tierra donde las oscuridad

y la luz conviven eternamente.


“échanos a tu hoguera en la revuelta de esta hora sombría”

“tú me ovillaste junto al tiempo”

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