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¿A Quién Teme El Diablo - Pablo Palazuelo Basaldua

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¿A

quién
teme
el
diablo?

Una historia como nunca habías leído antes


¿A quién teme el diablo?

Una historia como nunca habías leído antes

Pablo Palazuelo
© Pablo Palazuelo, 2018

Diseño de cubiertas
Pablo Palazuelo

Más información en
www.ppalazuelo.com

Queda prohibida toda distribución, reproducción, comunicación pública y


transformación, ya sea total o parcial, de este libro, así como su incorporación
a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito del titular del copyright.

Todos los derechos reservados


Para Jaime, por su enorme generosidad.
En agradecimiento a ti, por arriesgarte con este libro a descubrir cómo eres en
realidad, porque lo que estás a punto de leer sobre ti es tan increíble como
cierto.
Él es quien revela lo profundo y lo escondido; y conoce lo que está en
tinieblas, y con Él mora la luz.

El sueño del rey


Índice

Prólogo

Primera parte: Él
El Brujo
El Escorpión
La garganta Azul
La Vieja Dama del Bronx
Y Dios creó a la mujer
El Monte de los Olivos
Ya no hay secretos

Segunda parte: Ellas


Las mujeres no son iguales que los hombres
La biblioteca del arco iris
La abeja reina
La virgen
El muro
El beso
Tenemos que hablar

Epílogo

Agradecimientos

Otras obras del autor


Prólogo
Cuando sientes rabia, cuando sientes odio, pero también cuando sonríes y
lloras. Cuando estás alegre, cuando estás cansada e incluso cuando te
enamoras. En esos momentos eres como un libro abierto, con páginas que
me son legibles hasta en plena oscuridad, con oraciones que pasan ante mí
con una claridad absoluta y con palabras que me desvelan hasta el último de
tus secretos.
Primera parte
Él
El Brujo

—¿De qué color soy cuando estoy enamorada?


—No es un único color, Tricia. Es toda una gama. Y es preciosa —le
respondió Patrick.
La mujer lo besó y se tumbó de nuevo en la cama, ahora con los ojos
cerrados.
—Dame más, Brujo, —rogó ella—, dame más de tu magia.
—¿Acaso no ha sido suficiente por hoy?
—Quiero que me hables, que me cuentes como soy ahora, y quiero que
me lo susurres al oído.
—De acuerdo.
Él la observó. Estudió su cuerpo desnudo, su simpática sonrisa. Luego
colocó las manos en su espalda, hizo presión y las deslizó hasta el cuello. A
continuación, se las llevó a la cara, se la tapó con ellas y cerró los ojos,
sumiéndose en la oscuridad. Después inspiró profundamente y vio a Tricia
con absoluta claridad.
—Estás lista.
Ella se relajó y se preparó para dejarse llevar por la voz de Patrick.
—En ti predomina el rosa amaranto. Es como una niebla que todo lo
invade. Es homogéneo, con una tonalidad suave y agradable. Flota a tu
alrededor, te envuelve con delicadeza y se prolonga hacia mí igual que los
brazos de una bailarina extendiéndose hacia el hombre que anhela seducir —
Acercó su cara al cuerpo de Tricia hasta casi tocarlo y la deslizó sobre él a
solo un par de centímetros de distancia—. Pero hay más —Pegó su boca y su
nariz al oído de Tricia e inspiró despacio, muy despacio—. También observo
un blanco muy puro, en el centro, en el lugar que corresponde al corazón, a
los sentimientos. Lo origina tu forma de ser, tu entrega para con los demás, tu
generosidad y carácter tranquilo.
—Déjate de evasivas y responde. ¿De qué color soy cuando estoy
enamorada?
—Te lo diré. Pero has de darte la vuelta y colocarte boca arriba. Ese
sentimiento es muy especial.
Ella se giró, despacio, con calma, siguiendo los compases del Danubio
Azul que emitía el equipo de música.
—Estás preciosa.
—Esta parte me encanta.
Él le devolvió el beso.
—No te muevas —le pidió después.
—Jamás lo haría en un momento así.
Patrick descendió por su cuerpo, besándola en el cuello, luego entre los
pechos y así hasta llegar al ombligo.
—Percibo un leve cambio en tu brillo —explicó él—. Cada vez es más
intenso. Y el rosa amaranto comienza a transformarse.
Ella se ruborizó, y surgió una pequeña sonrisa en su rostro. Era casi
imperceptible, pero suficiente para que un atento observador pudiera
detectarla. Y eso era lo que ella esperaba, que Patrick la viera, porque era un
mensaje para él.
—Me da la impresión de que nos hallamos en un momento muy delicado
—ironizó él en un tono de voz suave, casi un susurro.
—No has abierto los ojos. No sabes qué cara he puesto.
—¿De verdad crees que me hace falta? —Hundió la cara en su abdomen,
en la zona del ombligo, dándole allí un beso muy prolongado—. Algo no
marcha bien —comentó él de repente.
—¿Por qué lo dices?
—El rosa amaranto se inunda de ámbar dorado por los bordes, pero con
una tonalidad apagada, impidiéndole al rosa amaranto brillar y alcanzar el
toque persa que ya debería empezar a tener. En mi opinión, lo que te
atormenta no te deja irradiar lo que de verdad sientes.
—Es cierto, estoy preocupada.
—¿Por qué?
—Me inquieta lo que tienes que hacer más tarde.
—¿La reunión?
—Sí.
—¿Qué ocurre con ella?
—Tengo un mal presentimiento.
—¿A qué te refieres?
—Intuyo que sucederá algo inesperado, algo trágico.
—Creo que no hay motivo de alarma. Ni estaré solo ni es la primera vez
que me enfrento a una situación parecida.
—¿Y si no es suficiente?
—Pero la policía quiere que acuda, que me entreviste con ese criminal.
Dicen que es un caso en el que he colaborado y que por eso podría obtener
algún dato más para su resolución total.
—No vayas, por favor, quédate conmigo. Llevo todo el día pensando
que jamás volveré a verte, que te perderé para siempre si asistes a esa cita.
El Escorpión

―Asi que tú eres el Brujo.


―Sí y no.
―¿Sí y no?
―No soy ningún brujo, pero sí soy al que llaman así.
―Por algo será, ¿no te parece?
―Supongo que sí.
―Supones que sí, supones que sí… —murmuró el asesino, conocido
como el Escorpión.
Este se agachó un poco y se rascó la nariz con sus largas y cuidadas
uñas. Luego miró las cadenas que mantenían sus manos ligadas a la mesa.
También le echó un vistazo al celador de la sala de visitas de Hellsville, del
presidio de Greensville, que con tanta atención lo vigilaba.
—¿Qué querías contarme? —preguntó Patrick.
―Si no fueras un brujo, yo no estaría aquí, camino del Edificio L,
donde, en unos años, me freirán en la silla eléctrica como si fuera un trozo de
beicon.
―Lo siento.
―Ya, claro, lo sientes… ¿Por qué no te pones en este lado de la mesa y
yo ocupo tu lugar, a ver si lo sientes igual?
El Brujo guardó silencio hasta que dijo, pasados unos segundos:
―Esta conversación no tiene sentido, así que dime: ¿para qué querías
verme?
—Tenemos que hablar.
—Estamos en ello.
―¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo supiste que fui yo?
La respuesta fue otro largo silencio.
—Vamos, dale rienda suelta a tu ego, lúcete. Desvela qué tipo de
brujería usas para investigar, para triunfar donde los demás fracasan, para
encontrar lo que no se puede encontrar. Confiesa cómo eres capaz de llegar
hasta los secretos más recónditos de la mente y el alma. Confiesa cómo entras
en las personas y hurgas en su interior y cómo lo haces sin que ni siquiera se
den cuenta.
El Brujo prosiguió callado.
—¿No crees que merezco saber qué es lo que me ha condenado a morir
atado a una silla eléctrica?
—No te lo puedo contar.
—¡Pero si todavía hablas! Vamos, aprovéchalo para sincerarte.
—No es posible.
—¿Por qué no? ¿Por qué todos sabrían que tu cuerpo encierra una
aberración, que te permite hurgar en sus entrañas y te ha convertido en un…
un monstruo? —Soltó una carcajada—. Sí, un monstruo. No hay palabra que
te describa mejor. Pero ¿por qué preocuparse? ¡Si ya lo piensan! —Lo miró
con sarcasmo—. Solo habría una diferencia: que serías un monstruo al que
temerían de otra manera. Quizá más, quizá menos, pero de otra manera,
seguro, porque el miedo que se tiene a lo desconocido es muy extraño,
inquietante, porque el miedo que te tienen ahora no los deja ni dormir.
Su interlocutor continuó sin darle la información que tanto ansiaba.
—No estás muy hablador.
Acercó su cara a la del Brujo.
—Vamos, cuéntame, ¿de qué manera…? —y susurró algo tan bajo que
el otro no pudo escucharlo.
Instintivamente, el Brujo aproximó su cara a la del criminal.
―¡Cabrón! ―gritó este último.
Saltó sobre el Brujo lo poco que le permitió la cadena que mantenía sus
muñecas atadas a la mesa, pero fue suficiente, porque lo cogió desprevenido
y cuando todavía estaba agachado.
Antes de que el celador pudiera reaccionar, antes de que el Brujo pudiera
reaccionar, le clavó las uñas en la cara y le atravesó la piel con ellas. Acto
seguido, tiró con fuerza, levantándole la piel y provocando que su víctima se
aproximara todavía más. Cuando quedó al alcance de su boca, le mordió en
una mejilla y le desgarró la carne, desfigurándole la cara.
El drama no terminó cuando el celador sacó su porra y descargó un
fortísimo golpe contra el cráneo del Escorpión. Al contrario. El criminal
quedó aturdido y, en su caída, se llevó tras de sí varios jirones de carne de la
cara de Patrick.
Los consiguientes chillidos de dolor y pánico, procedentes de la garganta
del Brujo, inundaron la sala de visitas, y, con ellos, se espabiló el delincuente.
—¡Ahora te temerán más que antes! —chilló con rabia—. ¡Ahora sí que
pareces un monstruo! ¡Ya nadie te olvidará cuando te vea! ¡Nadie te olvidará
jamás! ¡Jamás!
La garganta Azul

Dos años más tarde

Big Sur, en el sur de California. Allí se encontraba el antiguo faro en el que


residía Patrick. Un hogar lejos de la gente y lejos de cualquier población.
Era perfecto para mantener su deseado estilo de vida, en completa
soledad. En otras palabras, lo ideal para él, a quien muchos llamaban el
Brujo. Asimismo, era perfecto para dar rienda suelta a su afición por los
lepidópteros, pequeños seres que estudiaba con admiración creciente desde
que era pequeño.
De todos ellos, el que más le llamaba la atención era la mariposa
monarca, a la que podía observar por los alrededores desde el otoño hasta
finales del invierno, sobre todo en el bosque de eucaliptos de Cooper Cabin.
Por todo ello, Patrick maldijo de nuevo el momento en el que había
aceptado emprender el viaje que estaba a punto de iniciar. El motivo: la
inminente llegada de octubre, mes en el que se produciría la masiva
migración de las mariposas monarca a Big Sur y que él se perdería. Aun así,
la razón que lo había animado a dejar su hogar por unos días parecía tener
suficiente peso como para perderse semejante espectáculo.

La azafata temblaba, y, cuando tomó la pequeña bandeja con sus manos, esta
vibró, y, con ella, el vaso con agua que iba encima.
—Vamos allá —murmuró con pesadumbre.
Se encaminó hacia el pasajero que tanto la atemorizaba, el del asiento
16A, el que tenía al resto del pasaje y la tripulación deseando que el avión
aterrizase en el aeropuerto internacional de Panamá para bajarse de él y
perderlo de vista.
—Su agua —dijo ella cuando se presentó ante Patrick.
Se derramó un poco de líquido al pasarle el vaso, pero a él no pareció
importarle. De hecho, ni miró a la azafata.
En otras condiciones, ella lo habría considerado una descortesía, pero no
en esta ocasión. A fin de cuentas, era mejor que verle la cara a ese hombre, a
ese monstruo. A pesar de ello, volvió a hacerlo, volvió a mirarlo. Miró las
cicatrices que había bajo sus gafas, miro las que su barba dejaba entrever. Y
descubrió que, pese a todo, había algo bello en aquel rostro, algo atractivo.

Unas horas después, el viejo todoterreno abandonaba el aeropuerto para


dirigirse a la mítica carretera Panamericana.
—Ya tenía ganas de verte —dijo el misionero mientras conducía.
—Yo también, David —le respondió Patrick.
El misionero tenía exactamente aspecto de eso, de misionero, con
pantalón largo y claro, camisa blanca y un sombrero de color beige.
—Tienes buen aspecto —le dijo a Patrick—, aunque te vendrá bien
tomar un poco el sol de por aquí.
—Demasiado sol para mis ojos, ya lo sabes.
Patrick se ajustó las gafas.
—¿Qué tal el vuelo?
—Como siempre, soy el centro de atención. De manera que espero que
de verdad merezca la pena lo que tienes que enseñarme.
El conductor sonrió con la intención de quitarle gravedad a los
comentarios de su compañero de viaje.
—Te queda bien la barba. Te hace parecer un explorador. Pero ¿por qué
te la has dejado? Es por…
—Sí, por el Escorpión. Me ayuda a disimular las cicatrices.
—Deberías dejar atrás ese episodio, Patrick.
—David, eres una gran persona y siempre te has preocupado por mí,
pero me temo que no es posible.
—No, algún día te operarás y todo volverá a ser como antes.
—No es solo el problema de mi cara. Eso lo puede solucionar un
cirujano. Es que hay otras heridas que siempre formarán parte de mí. Desde
que ocurrió, le tengo miedo a la gente, desconfío de todos. Y, por las
noches…, no duermo bien. Tengo pesadillas. Siempre sueño que se repetirá.
—Lo sé, lo sé. Por eso vives desde entonces en un faro, sin ninguna
compañía. Pero verás cómo, con el tiempo, las dejas atrás.
—Creo que no. Esas pesadillas parecen premoniciones.
—¿Ahora también puedes ver el futuro?
Su más que evidente tono irónico no consiguió el efecto que buscaba con
él.
—Desde mi encuentro con el Escorpión, tengo constantemente la
sensación de que volverá a suceder. Por eso no investigo más. Ya no quiero
saber nada de delincuentes o crímenes sin resolver. Pero hablemos de lo que
vamos a ver.
—Te gustará, ya lo creo. Es un azul que nunca había visto antes, el más
intenso, el más vivo. Es como si un manto de agua bañase el entorno sin dejar
seca ni la más pequeña de las superficies. Cuando lo veas…
Su compañero guardó silencio mientras soñaba con lo que ansiaba ver.
—Patrick, el lugar al que vamos puede parecer el paraíso, pero no
siempre resulta así. ¿Estás seguro de que quieres ir?
—Confío en ti y en el trabajo que haces allí. Sé que te respetan mucho
por ello, y, para mí, es garantía suficiente. Además, siempre me has
protegido.
—Quizá no sea suficiente, así que más vale que tengamos cuidado.
—¿Alguna precaución en particular?
—Ten cuidado con los escorpiones.
—Ese chiste no tiene gracia.

Muchas horas más tarde, el destartalado todoterreno, propiedad de la


misión que dirigía David, con ayuda de la ONG American Children
Organization, se aproximaba a las inmediaciones de Yaviza, una población
encajada en la confluencia de los ríos Chico y Chucunaque.
—¿Cuántos habitantes tiene este lugar? —preguntó Patrick a la vez que
se desperezaba.
—Unos cuatro mil.
—¿Y qué hay más allá?
—Nuestro destino: la impenetrable selva del Tapón de Darién.
—¿Sin carreteras?
—Sin carreteras ni senderos, aunque con narcotraficantes, guerrillas de
izquierdas, paramilitares de derechas y una pujante industria del secuestro
gestionada por gente que no dudaría ni un instante en trocearte con sus
machetes. Pero no te preocupes. Todo eso ocurre en las partes exploradas, y
la misión se halla en otra zona, una virgen e inexplorada, cercana a la frontera
con Colombia.
—Inexplorada, salvo por ti y tu misión.
—Exacto.
—Y con una biodiversidad excepcional.
—Sí, la mayor del planeta, con ranas venenosas, serpientes venenosas,
plantas venenosas… —David estalló en carcajadas ante la cara de
preocupación de Patrick—. Dejaremos el todoterreno en el garaje de Miguel,
un amigo —explicó al terminar de reír—. Tiene una taberna, El Paraíso, en la
zona sur de Yaviza. Es un buen tipo. Y es un bar curioso. Ahí te puedes
encontrar con prostitutas, fugitivos, contrabandistas… Perfecto para una
ciudad fronteriza.
—¿De verdad se puede confiar en él?
—Claro, pero siempre que uno no se meta en sus asuntos.

Al cabo de media hora, se hallaban de pie frente a un embarcadero de


pescadores, cerca de la estafeta de correos, en el que había amarrada una
larga piragua de madera.
—Aquí comienza nuestra verdadera travesía.
—Esa piragua no parece gran cosa —musitó Patrick.
—En la misión, no podemos andarnos con muchos lujos. Pero no te
dejes engañar por las apariencias. Los camarotes de proa resultan muy
confortables —Señaló un «acogedor» hueco entre su equipaje y los sacos de
provisiones y medicinas que habían trasladado del coche a la embarcación—.
Ahora bien, tendrás que remar. No hay motor. No tengo dinero para pagarlo.
Subieron a bordo de la piragua, Patrick se acomodó entre aquellos duros
sacos y se caló el sombrero para evitar que el sol lo deslumbrara.
—Háblame más de la misión —le pidió a David—. ¿Cuántos sois ahora?
Me dijiste que contabas con más ayuda de la habitual gracias a la ONG.
—Ya no. Los cooperantes se volvieron a Nueva York. Fue antes de…
convencerte para que vinieras a aquí. Ahora vuelvo a estar solo. O casi. José
Conrado continúa ayudándome.
—¿El jefe del poblado?
—Sí.
—¿Y cómo se te ocurrió pedir que te destinasen a semejante lugar? Está
tan apartado de todo… Parece dejado de la mano de Dios.
—No, eso nunca; yo soy la prueba. Y piensa que ni siquiera he
divulgado la Palabra de Dios entre ellos. Basta con el ejemplo de sacrificio y
trabajo que les doy. Y con la escuela y el dispensario que gestiono, claro.
—No me convence, y no sé cómo convenciste a tus superiores para que
te permitieran irte solo a ese lugar.
—Me temo que la Iglesia tiene una forma distinta de ver las cosas. En
fin, cambiemos de tema. ¿Qué tal en tu faro?
—Mejor que tú en la misión, seguro.
David se echó a reír.
—Tu vida en el despoblado Big Sur no tiene, ni de lejos, la intensidad
con la que se vive en un lugar tan puro como la selva del Tapón de Darién.
—¡Pues ni te imaginas lo que me ha costado hacerme a la idea de que
este viaje merecía la pena!
—Sería todo un pecado no venir, y sé mucho de pecados.
Patrick se rio con el juego de palabras.
—¿Qué sabe tu gente de mí?
—Alguna mentirijilla, alguna verdad.
—¿Por ejemplo?
—La mentira, que vives de un modesto salario de farero. La verdad, que
te gusta la entomología. De lo otro, no saben nada.
—Nunca se lo cuentes a nadie, por favor. Eres el único que está al tanto
de ello, y quiero que siga siendo así.
—Sabes bien que, para mí, tiene la misma importancia que un secreto de
confesión, así que no te preocupes.
La conversación se vio interrumpida por un agente del Servicio Nacional
de Fronteras, quien venía acompañado de cinco policías, armados con rifles
automáticos y una ametralladora. Se identificó, les pidió la documentación y
el permiso de acceso a la selva.
David se lo entregó todo tras rebuscarlo entre sus mochilas.
—¿Qué viene «él» a hacer aquí? —le preguntó el agente señalando a
Patrick.
—Mariposas. Viene a estudiarlas.
La cara del funcionario pareció decir: «¿Mariposas? ¿Con esa cara?».
—Todo en regla —dijo el agente al finalizar la inspección—. Pueden
continuar.

Remaron durante toda una jornada, primero por el río Chucunaque y


después por el Tuira, alcanzando al anochecer un punto indeterminado, a
mitad de camino entre Yaviza y El Real.
Tras desembarcar y encender fuego, Patrick comenzó a caminar
alrededor del pequeño campamento.
—Necesito estirar las piernas. Tanto tiempo remando ahí, primero
sentado, luego de rodillas y sentado y de rodillas y… Ya ni sabía cómo
colocarme. Y mis manos… Mira, tengo ampollas.
—No te alejes.
—¿No te importan?
—Tú no te alejes.
—Solo es un paseo.
—Patrick, esto no es como el bosque junto al que vives, y aquí muy
cerca puede ser muy lejos.
—No hace falta que me trates como a un crío.
—Te lo explicaré de otra manera. Aquí hay jaguares, son sanguinarios y
despiadados y muchas veces matan por placer. Así que recuerda no alejarte
del fuego. Es lo que mejor te protegerá.
—¿Y has tenido que elegir este sitio para acampar?
—Es en lugar bonito. Pensé que te gustaría.

Estaba a punto de amanecer cuando David y Patrick ya tenían recogido


su pequeño campamento y embarcaban de nuevo en la piragua para afrontar
su segundo día de travesía por los ríos del Tapón de Darién.
—Estoy agotado —comentó Patrick mientras ayudaba a meter la piragua
en el río—, y me duele todo el cuerpo.
—Deja de quejarte y empuja la piragua —le regañó David.
Al poco rato, se hallaban de nuevo en las marrones aguas del río,
dejando atrás algunos cocodrilos que los observaban con curiosidad.
Durante la navegación, vieron unas pocas infraviviendas, construidas
junto al río con hojas de palmera y sobre largos palos, para alejarlas del barro
y los animales pequeños.
Después, tras interminables horas de esfuerzo físico, alcanzaron Boca de
Cupe, una pequeña población que albergaba el puesto más remoto del
Servicio Nacional de Fronteras y representaba el último lugar mínimamente
civilizado en su camino.
Amarraron la piragua entre otras dos, ocupadas por indios guna y
atestadas de plátanos, cuya venta era el principal medio de vida de los
aborígenes de la región. Luego desembarcaron y se encaminaron a casa de
Jacinta, para comer algo más saludable y rico que las latas de conservas
consumidas durante el viaje.
Nada más alejarse del embarcadero, les salió al encuentro un par de
prostitutas, muy maquilladas y escotadas y ávidas del dinero que pudieran
traer consigo dos hombres de fuera de Boca de Cupe. No obstante, al
descubrir el aspecto de Patrick y que David era un religioso, se dieron media
vuelta y desaparecieron por donde habían venido.
Entonces hizo acto de aparición un nutrido grupo de agentes del
Senafront, tan armados o más como los que vieron en Yaviza, y, de nuevo,
solicitando los pertinentes permisos y explicaciones.
—Todo en orden —sentenció con autoridad el agente tras examinar los
documentos y atender las explicaciones de David—, pero no pueden quedarse
aquí. Han de continuar ahora mismo. O, cuando quieran hacerlo, ya habrá
entrado en vigor el toque de queda y no podrán seguir.
Les devolvió la documentación con rapidez, dejando claro de ese modo
que quería perder de vista el rostro de Patrick cuanto antes. Este, en cambio,
se hallaba estupefacto.
«¿Un toque de queda en un río?».
David, al ver su cara de incredulidad, le explicó que era para limitar el
tráfico de armas y drogas por el río durante la noche. También le contó que,
en realidad, el Senafront no quería tener allí y bajo su responsabilidad a dos
extranjeros, susceptibles de ser secuestrados, añadiendo que la mejor forma
que tenían de evitar ese riesgo era poco más o menos que expulsarlos. Y, así,
bajo la atenta mirada de aquel pequeño ejército, centrada sobre todo en
Patrick, volvieron a embarcar.

La intensa lluvia de octubre hizo acto de presencia. Fue como abrir de


golpe el grifo de la ducha, empapando a Patrick antes de que tuviera tiempo
de protegerse de ella.
—¿Es normal que llueva así? —le preguntó a David.
—Claro. ¿Por qué crees, si no, que hay tanta vegetación?
El nivel de las aguas comenzó a crecer, pero también la fuerza del río.
Así pues, remar a contracorriente se volvió agotador. Eso hizo que David
propusiera no detenerse a dormir, ni siquiera a descansar. Argumentaba que
la situación se complicaría cada vez más, y que, cuanto antes llegaran a su
destino, mejor.
Las horas transcurrieron bajo un aguacero que los obligó a achicar el
agua de la piragua con frecuencia. Por no hablar del agotamiento de Patrick.
Sus brazos comenzaron a agarrotarse y a sufrir calambres. Y, pese a que no
se quejaba, estuvo a punto de derrumbarse en más de una ocasión y pedirle a
David que hicieran un alto en cualquier parte. Sin embargo, terminaba por
encontrar fuerzas donde antes no las había tras observar al misionero y
comprobar que su espíritu de sacrificio y superación se mantenía intacto.

Llegaban al final de otra jornada de humedad, cansancio y mosquitos


cuando David dijo:
—Ahí lo tenemos: el río Paca.
—¡Ese riachuelo miserable no se merece el nombre de río!
El misionero le replicó con una sonrisa:
—Pues hay que continuar justo por ahí.
—¿Más?
—Mucho más.
—Pero el Paca es impracticable. Ni se ve el cauce del río. Todo está
inundado. Parece un pantano. Y, si continuamos, la piragua chocará con
alguna piedra del fondo y se romperá.
—Cierto. Ahora toca caminar, pero así aligeraremos la piragua y
podremos tirar de ella con estas cuerdas sin que toque el fondo.
Patrick estaba asombrado.
—Esto no me lo habías advertido.
—Ni otras muchas cosas.
Las siguientes jornadas fueron un calvario. Más lluvia, muchísima más,
la propia del lugar de todo el planeta en el que más llovía.
Pero también se enfrentaron a más mosquitos, a cantidades increíbles. Y
al barro, que impedía tirar con fuerza de la piragua sin resbalarse, y, por
supuesto, a la mayor humedad que Patrick hubiera experimentado en toda su
vida.
Fueron otros tres días en los que, además, estuvieron acompañados en
todo momento de un intenso calor y de las rozaduras que las cuerdas les
causaban en manos y hombros.

Finalmente, el misionero se detuvo y exclamó entre jadeos:


—¡Hemos llegado!
Dirigió la piragua hacia un árbol y la amarró a él.
—¿Tiene nombre este sitio? —preguntó Patrick.
—Yo le llamo El Paraíso.
—¿Como el bar de tu amigo Miguel?
—¿No te parece apropiado?
—Mejor me callo lo que pienso. ¿No hay comité de bienvenida?
—Dejemos las cosas en la piragua, salvo esta bolsa y tu mochila, y
caminemos un poco más.
A los pocos pasos, surgió ante ellos un primitivo poblado, habitado por
indios waunana. Consistía en unas pocas chozas circulares, de gran tamaño y
techo cónico, y otras dos rectangulares, algo más pequeñas. Las primeras
estaban construidas con hojas de palma real, guágara, jira y largos pilotes,
para elevarlas e impedir que se viesen afectadas por las inundaciones. Las
segundas, edificadas también sobre pilotes, habían sido realizadas con
tablones y le otorgaban un pobre toque de modernidad a aquel apartado lugar.
—No esperes encontrar mucha gente —indicó David—. Aquí solo
somos treinta personas.
Señaló una de las construcciones rectangulares, indicándole, así, que
aquella era la de la misión.
—No parece gran cosa.
—Pues también alberga la escuela y el dispensario.
Enseguida salieron a su encuentro unos niños, que no paraban de gritar
de alegría.
—¿Hablan inglés? —preguntó Patrick.
—Solo José Conrado. Es el líder local. El resto solo habla español o
waunana, por lo que más te vale espabilar con tu primitivo español.
—¿Nos has traído regalos? —chillaron los niños al unísono.
—¿Cómo iba a olvidarme de algo tan importante?
—¿Dónde están? ¿Dónde están?
Patrick los observó. Algunos vestían como chavales de una barriada de
cualquier ciudad de Sudamérica. Otros, en cambio, lo hacían de un modo más
propio de un lugar como en el que se encontraban, con muy poca ropa y
fabricada de modo artesanal. Y todos iban descalzos, sin dar importancia al
riesgo que entrañaba hacerlo en la selva.
—¡Esperad! —gritó David para hacerse oír entre el alboroto—. ¿No vais
a saludar a Patrick?
Apenas se escucharon un par de «¡Hola!» y «¿Qué tal?» y los niños
volvieron a la carga.
—Está bien, vosotros ganáis —comentó David entre risas.
Cuando el misionero dejó en el suelo la bolsa con los regalos, los
chiquillos se abalanzaron sobre ella. Luego, entre gritos de alegría, se
repartieron los juguetes y se fueron a jugar con ellos.
Entonces se aproximó a David un hombre robusto, de mediana edad y
cara curtida.
—Qué alegría tenerte de nuevo entre nosotros —le dijo al misionero.
Mientras se saludaban, Patrick, cayó en la cuenta de que nadie parecía
darle importancia a su desfigurado rostro, ni siquiera los niños, y eso lo
desconcertó. Sin embargo, le llamó más la atención no ver a ningún miembro
de la ONG.

Al poco rato, se hallaban reunidos con aquel hombre, en el interior de la


misión.
—Gracias por tu hospitalidad, José —comentó Patrick, en inglés,
despacio, para que el otro pudiera comprenderle bien.
José Conrado, el jefe del diminuto poblado y quien ayudaba a David en
sus tareas, le respondió:
—Siempre es bienvenido un visitante nuevo.
Patrick apuró su vaso de agua mineral, traída en la piragua para su
delicado estómago. Luego preguntó sin dejar de observar las nubes que se
veían por la ventana:
—¿Desde cuándo ayudas a David?
—Un par de años, pero hasta hace unos meses solo era un rato al día.
Quien de verdad trataba con David era nuestro jaibaná, nuestro chamán. Una
gran persona, pero poco apta para enfrentarse a los problemas que hay río
abajo. En cualquier caso, siempre tuvo claro que lo mejor era mantenernos
alejados de ellos. Por eso vivimos en un sitio tan recóndito.
—¿Y nunca habéis pensado en iros a vivir a otro lugar más civilizado y
seguro que los que hay río abajo?
—¿Adónde, Patrick, adónde? No sabríamos subsistir en otro sitio. Quizá
algunos sí, como yo, pero no los que todavía viven como siempre se ha hecho
aquí.
En ese momento intervino David:
—Patrick, estamos de suerte. Aunque sigue muy nublado, ha dejado de
llover. ¿Nos vamos a ver tu premio o prefieres dormir un poco?
—Lo de dormir es tentador. Estoy agotado. ¿Cómo son las camas?
—Son esteras hechas con corteza de árbol. Muy cómodas.
—Creo que mejor nos vamos a ver mi premio.
—José, te dejaremos tranquilo un rato. Hay algo que tenemos que hacer.
Se despidieron, Patrick se puso sobre los hombros la mochila con el
equipo de fotografía y echaron a caminar hacia el sur.
—¿Qué te ha parecido José? —le preguntó David a Patrick—. Es un
buen tipo, ¿verdad?
—Sí, lo parece.
—¿Has notado que no se ha fijado en tus cicatrices, que nadie lo ha
hecho?
—Eso me ha parecido.
—Quizá sea porque aquí la belleza no es como en casa. Ellos ven estas
cosas de un modo diferente.
Patrick reflexionó sobre ello hasta que dijo:
—Tengo que preguntarte algo: ¿dónde están los de la ONG?
—Después hablaremos de ellos.

Pasadas casi dos horas de marcha a través de la espesa jungla, David le


indicó a Patrick que sacara la cámara de fotos.
—¿Teleobjetivo o gran angular? —murmuró Patrick.
—Gran angular, por supuesto.
—Dime, ¿cómo diste con este sitio?
—Lo encontró uno de los niños, pero fue por pura casualidad, cuando se
había perdido. Luego, cuando dimos con el chico, también de milagro, nos
habló de lo que había descubierto. Los de aquí no le dieron importancia, pero
yo me acordé de ti y salí en su busca.
—Listo —comentó Patrick tras acoplar el gran angular a su cámara
réflex.
—Cierra bien tu mochila si la vas a dejar aquí. O que no te extrañe
encontrarte inquilinos desagradables en su interior cuando la recojas.
—¿Cómo puedes vivir en esta selva? —le preguntó el Brujo mientras
cerraba su mochila con rapidez.
—Es cuestión de costumbre.
Patrick se echó la cámara al hombro.
—Estoy listo. Ahora sí.
—Pues vamos allá, a la garganta Azul.
Avanzaron entre la maleza hasta que avistaron una hondonada,
dominada por un intensísimo color azul, que parecía estar vivo. Era como si
un manto azul, que todo lo cubría, se moviera, deslizándose unas veces,
hirviendo otras. Además, daba la impresión de que diminutas partes de él
parpadeasen desapareciendo por un instante, momento en el que se atisbaba
lo que había debajo. También parecía que otros fragmentos de ese azul, tan
puro como el aire que respiraban, se separasen del resto y echasen a volar. Y
eso era, en verdad, lo que sucedía.
Cientos, miles, quizá decenas de miles de enormes y preciosas mariposas
Morpho menelaus lo cubrían todo con sus alas de casi veinte centímetros, de
un intenso, iridiscente y metálico color azul. Eran espectaculares,
excepcionales, y representaban, sin duda, la realeza de los lepidópteros.
—Es maravilloso, David. Tenías razón cuando decías que el viaje
merecía la pena.
Sucedía que Patrick, desde que era pequeño, desde que tuvo la
oportunidad de observar la migración de las mariposas monarca, quedó
cautivado por ellas. Le parecieron unos seres excepcionales a pesar de
tratarse de simples mariposas. ¿Cómo eran capaces de volar miles de
kilómetros a un ritmo de más de cien diarios con esas frágiles alas y esos
pequeños cuerpos?
Los recuerdos de parajes repletos de mariposas volvían de nuevo a su
cabeza. Sin embargo, nada era comparable a lo que ahora observaba.
—Este lugar, así, con todas estas mariposas, tiene que ser lo más
parecido al paraíso.
—Es el paraíso, sobre todo para ti. Aquí tienes casi ocho mil especies
diferentes de mariposas.
—Ocho mil…
—Vamos, adéntrate en la garganta. Hazlo por el curso del agua, es el
camino más fácil. Pero hazlo sin correr, no vaya a ser que las asustes. Y, si te
pierdes, sigue el arroyo. Acabarás por llegar a la aldea.
Patrick caminó río arriba, con las botas metidas en el agua. Se detuvo al
alcanzar el extremo contrario y volvió sobre sus pasos tres horas después, tres
horas de observación y realización de fotografías. Había llegado incluso a
interactuar con las mariposas, había logrado que se posaran en sus manos y
les había dado de comer hojas tiernas.
—¿Querrás llevarte algún ejemplar? —le preguntó David cuando volvió
con él.
—¿Se puede? ¿No están protegidas?
—La verdad, no lo sé.
—En ese caso, me contentaré con las fotos. Y enhorabuena por descubrir
este lugar.
—No es mérito mío, sino de ese chico, el que se perdió.
—Un niño, esto lo ha descubierto un niño. ¡En esta selva! Es increíble.
Y, desde luego, fue todo un milagro que dierais con él en este laberinto verde.
—No es el único milagro.
—¿Cuál es el otro?
—El otro es el motivo real por el cual te he hecho venir.

Ahora se hallaban frente a un pequeño cementerio, ubicado a unos


quinientos metros del poblado.
—Son estas cuatro.
David señaló cuatro montones de tierra longitudinales, delimitados en
uno de sus extremos por una sencilla cruz vertical de madera. En cada una de
ellas había una placa, en la que se podía leer una fecha, que coincidía en
todos los casos y era muy reciente.
—¿Quiénes son madre e hija?
—Las dos últimas.
Patrick leyó sus nombres:
—Hannah Roberts. Aretha Graves. ¿Quién es la hija?
—Aretha, aunque la gente de aquí le llamaba Ariza. Tenía diez años
cuando murió.
David le mostró una foto.
—Parece un ángel —comentó Patrick—. ¿Por qué estás tan seguro de
que se trata de un milagro?
—Porque yo la vi, la vi caminar por ese sendero dos semanas después de
morir asesinada. Y la vi alejarse del cementerio y adentrarse en la selva.
—¿No la seguiste?
—¡Claro que sí! Y, cuando la alcancé, lloré, la acaricié, incluso la
abracé. Estaba viva. ¡Viva! ¿Entiendes lo que eso significa, entiendes lo que
supone para mí, para un religioso? ¡Es el mayor milagro que puede haber!
¡Es la resurrección!
—¿Ella dijo algo?
Patrick había formulado la pregunta en tono frío, neutral, tratando de no
dejarse influir por las emociones de David.
—No, ni una palabra, pero no es de extrañar. Antes del milagro, nunca
dijo nada.
—¿Tan poco habladora era?
—No sabía hablar.
—¿Muda?
—No, es que no sabía hablar.
—¿No había aprendido a hablar? Cuesta creerlo. ¿Qué explicación dio la
madre?
—Que la niña sufrió una desmielinización de las neuronas poco después
de nacer, que afectó a su capacidad de hablar.
—Hablemos de la ropa. ¿La Aretha resucitada iba vestida igual que la
Aretha que enterraste?
—No sabría decirlo. Estaba conmocionado. Solo tenía ojos para su cara.
—¿Qué sucedió después?
—Después, la oscuridad. Creo que me desmayé de la emoción.
—La emoción no me parece motivo suficiente para un desmayo.
—Eso depende de su intensidad. Hay madres que pierden la consciencia
cuando reciben la noticia de la muerte de un hijo.
Patrick asintió con cierta desgana.
—Me encontraba estupefacto —prosiguió David—, paralizado por la
sorpresa. Aretha había muerto, junto con su madre y los otros dos
cooperantes. Los habían asesinado de un disparo en la cabeza, con
silenciador, supongo, porque nadie oyó nada. También parece que llegaron a
pelear para evitarlo. Quizá, en el jaleo, muriera también la niña. Los que lo
hicieron serían traficantes de drogas o qué se yo, despistados, desorientados,
porque aquí nunca habíamos tenido ese problema. Río abajo sí, pero esta
parte apenas es navegable más que en piraguas, y esa gente se mueve con
otros medios. Manejan mucho dinero, y sus grandes embarcaciones jamás
podrían pasar por aquí.
—Pero esta vez sí que lo han hecho.
—¿Qué quieres que te diga? Solo sé que las asesinaron.
—¿No te parece extraño?
—Aparte de mí, eran las únicas personas de raza blanca. Quizá por eso
se fijaran más en ellas.
—¿Cuándo crees que las vieron por primera vez? ¿Y dónde?
—Supongo que cuando llegaron a Yaviza. O a Boca de Cupe. Quién
sabe. Luego, acercarse hasta aquí sin ser visto no es difícil si sabes moverte
por la selva. También resulta fácil hacerlo sin que te oigan.
—¿Y cómo las asesinaron sin que nadie se diera cuenta?
—Porque asesinaron a esas personas a cierta distancia, río abajo, donde
tenían su propio campamento.
Patrick meditó sobre todo ello.
—Una resurrección. De una niña. Desde luego, de ser cierto, es
increíble.
—Por eso te he traído.
—¿Por qué no les has contado a los del poblado lo que viste?
—¿Para qué preocuparlos más? Ya tienen suficiente con los crímenes.
—Porque se acabarán enterando.
—Eso no ocurrirá. Después de perder a Aretha en la selva, pensé en lo
que debía hacer. Y no tardé en saberlo. Así que me vine al cementerio para
cubrir de nuevo con tierra la fosa de la niña, y, como los de la aldea solo
vienen por aquí cuando fallece alguien, pasará un buen tiempo hasta que
alguno ponga un pie en este sitio. Para entonces, ya no pensarán mucho en
ella.
—No termino de ver las ventajas de mantenerlo en secreto.
—Si corre la voz, si se monta un escándalo, puede que vuelva la gente
que cometió los crímenes con la intención de no dejar cabos sueltos.
—Y os matarían a todos.
—Así es. Estamos hablando de gente sin escrúpulos, de narcotraficantes,
mercenarios, guerrilleros, contrabandistas… Y la Policía… Esa no siempre
está limpia.
Patrick permaneció meditabundo durante casi un minuto.
—Un milagro, una resurrección, eso quieres que investigue, y me has
atraído hasta aquí con el cebo de las mariposas —Patrick trataba de digerir la
increíble historia, pero también el engaño. Nunca se lo hubiera imaginado, no
de David—. Me has mentido —concluyó con voz grave.
—Tan solo he omitido algunos detalles.
—Viene a ser lo mismo.
—Tenía motivos para ello.
—Un sacerdote no miente. O no debe mentir —Patrick estaba indignado
—. Espero que todo esto no sea otra de tus bromas.
—Nunca te gastaría una broma así.
Su invitado meditó sobre ello y dijo sin mucha convicción:
—Sabes mejor que yo que el número de milagros reconocidos por la
iglesia comenzó a caer de forma radical cuando la ciencia médica empezó a
investigarlos, y, si no, ¿cuándo tuvo lugar el último supuesto milagro?
—¡No lo sé! —exclamó David con impotencia—. Y no tiene nada que
ver.
—Lo siento, pero ya no investigo crímenes. Ya no busco delincuentes.
—No me interesa el crimen, solo el milagro, y no tienes que buscar un
delincuente.
—Esto es una locura. No puedo hacerlo. Jamás he investigado así. Antes
solo ayudaba a resolver unos pocos casos, pero era cuando me llamaban las
autoridades. Además, contaba con el apoyo de la Policía o el FBI. Y, por
supuesto, siempre salvaguardando mi identidad y ocultando mi… Ya sabes
—Cambió la cara a otra menos dramática, otra con cierta vis cómica, pero
muy falsa—. ¿Me imaginas dando vueltas por la selva, pistola en mano?
—Tienes que ser tú. Tienes un don. Tienes un regalo de Dios, que te
hace único.
—David, yo nunca tuve claro que fuera un regalo y, cuando me atacó el
Escorpión, comprendí que no era más que una maldición, una losa con la que
cargaré toda mi vida.
—¿Qué hago, entonces? ¿Llamo a la Policía? —Soltó una carcajada—.
¿Sabes dónde queda el puesto más cercano?
—Avisa a tus superiores.
—¿Para que vengan hasta aquí? ¿A investigar un montón de tierra que
no esconde nada debajo? ¿Y en este rincón del mundo?
—No me hagas a mí las preguntas, házselas a ellos. Conocen su trabajo.
—No vendrá nadie, y menos después de no denunciar la desaparición del
cuerpo de Aretha.
—¿Y si su desaparición se debe a algún animal? ¿No hay ninguno en
esta zona que tenga el tamaño suficiente para desenterrarla y llevarse el
cadáver?
—No fue un animal. Yo la vi caminar, y no estaba herida. Ni siquiera vi
la marca del disparo en su cabeza.
Patrick trató de comprender mejor lo que, supuestamente, había sucedido
en aquel remoto lugar. No obstante, ante la aparente falta de lógica que
imperaba en los hechos narrados por David, dijo:
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que había muerto?
—¡Llevaba dos semanas enterrada! ¡Y antes la tuve en el dispensario
varias horas, devorada por las moscas, hasta que la enterramos!
—¿Y el padre de la niña? ¿Qué decían de él los de la central de la ONG?
—No sabían mucho porque la madre no hablaba de ese tema. Puede que
para olvidar una mala relación. Me lo contaron cuando los ayudé con el
papeleo del Senafront.
—¿Quién decidió que se enterrase aquí a los cuatro?
—Así lo querían ellos mismos. Constaba en sus testamentos. Al menos,
es lo que ponía en las copias que me enseñaron los de la central de la ONG
cuando vinieron a recoger las cosas de sus compañeros.
—Una última voluntad muy extraña.
—Decían que amaban mucho la naturaleza, las cosas en su estado más
puro, sin alterar, y que lugares como este les inspiraban sentimientos muy
agradables, no como los que experimentaban en una gran ciudad.
—¿Nadie denunció el crimen en Estados Unidos?
—Aquí, la moneda oficial es la corrupción, ya te lo he dicho, y, si las ha
asesinado un grupo criminal, la investigación no llegará muy lejos, menos
aún en medio de esta selva. Así que prefirieron decirle a todo el mundo que a
los cuatro los mató un jaguar.
—No resulta muy convincente.
—Lo sé, pero es lo que dijeron.
—David, no puedo involucrarme en esto, no puedo ni aunque de verdad
sea un milagro.
—Es un milagro.
—¿Y esperas que me meta en esa selva para encontrar a tu milagro? Ni
loco lo haría.
—¿Y si hubiera algo que te hace cambiar de opinión?
—No lo hay. Y lo digo sabiendo que el vínculo que nos une es mucho
más fuerte que una gran amistad.
—El mundo es un lugar muy grande y aún encierra muchos secretos.
El Brujo permaneció pensativo un instante. Luego preguntó:
—¿Otro milagro?
—Me estoy muriendo.
Sus palabras conmocionaron al Brujo, llegando al extremo de dejarlo
con la boca abierta.
—Tengo cáncer de páncreas —añadió David.
—Es una… —balbuceó Patrick.
—Es una putada, sí. De ahí que haya perdido peso y tenga tan buen tipo.
Pero no durará mucho. Luego las cosas se pondrán feas.
La revelación de David era un golpe de efecto, pero también un golpe
bajo, y Patrick lo acusó, aunque no exteriorizó sus sentimientos. No era el
momento de dejarse llevar por la indignación.
—Lo lamento, lo lamento de veras —dijo, compungido.
Durante los siguientes segundos, ninguno de los dos fue capaz de
articular palabra ante la gravedad del panorama, y solo se pudo escuchar el
sonido de la selva.
—Puede que buscar las respuestas al enigma de Aretha sea lo último que
haga en esta vida —comentó David al cabo de un rato.
—¿Qué es lo que realmente quieres, que investigue el milagro o que
encuentre a la niña?
—¿Acaso no es lo mismo? ¿Acaso, si la encuentras, no estarías
confirmando que se trata de un milagro?
—Creo que incurres en una contradicción. Creo que, en realidad, quieres
que te confirme que se trata de un milagro, lo que significa que en el fondo
no crees que haya tenido lugar.
—Deseo que la encuentres, pero no para calmar mi curiosidad, sino para
proteger a Aretha de un mundo hostil y curioso, que la convertiría en un
vulgar número circense.
—¿Por qué no te preguntas antes qué hacía aquí la madre con una niña
de semejante edad? Es absurdo, es muy peligroso. Por no hablar del viaje por
la selva. Tiene que haber un motivo para ello, uno que, además, justifique de
verdad que nadie haya denunciado los asesinatos. Y seguro que tú lo conoces.
—Empiezas a pensar como un investigador.
—¿Cuál es el motivo?
—¿Sabes lo que me dijo la madre cuando le pregunté por qué había
venido con la hija? Que Aretha era especial y que tenía que experimentar la
vida en un lugar como este.
—Eso es una estupidez.
—No, Patrick, recuerda dónde estás. El Tapón de Darién es la máxima
expresión de la creación divina, es el lugar con más vida de todo el planeta.
¡Con más vida! ¡Lo que significa que ella solo podía resucitar aquí!
—¿Y por eso la trajo su madre? ¿Para que resucitara? ¿Es que sabía que
iba a morir? Menudo lío. En fin, creo que solo me voy a quedar con eso de
que Aretha era un bicho raro. Pero ¿por qué lo era? ¿Se lo preguntaste?
—¡Claro!
—¿Y?
—Que siempre decía que era especial, pero nada más.
—¿Qué opinaban sus compañeros?
—Me remitían a su madre.
—Pues yo diría que se encubrían entre sí.
—Eso pensé, así que dejé de preguntar. Además, su ayuda me venía
bien, y temía que se acabaran largando si insistía.
—¿Confirmaste, al menos, si de verdad eran madre e hija?
—Sí, lo hice. Me mostraron un montón de papeles cuando me pidieron
venir a aquí y muchos más cuando llegaron. Entre ellos, los que demostraban
eso y que ella tenía la patria potestad.
Patrick meditó unos instantes.
—¿Qué la hacía tan particular? Seguro que se trataba de algo que
obligaba a la madre a esconder a Aretha y a huir, pero ¿de qué o de quién?
—Eso creo yo también, y que los de la central de la ONG tienen que
conocer secretos por los que han preferido enterrar esta historia.
Patrick rodeó las tumbas sin dejar de examinarlas.
—Si huían de alguien, quizá la explicación sea que vinieran pensando
que aquí jamás podrían encontrarlas. Pero ¿y si, a pesar de todo, dieron con
ellas, las mataron y luego se llevaron el cuerpo de la niña?
—No, eso no, ella estaba viva, estaba muy viva cuando la vi después de
que la enterrásemos.
Patrick se hallaba sumido en un mar de dudas.
—Jamás entraré en esa selva a buscar a una persona de la que solo
quedarán los huesos, pero, por la relación que nos une y tu enfermedad, haré
una excepción y romperé mi juramento.
—¿Qué significa exactamente eso?
—Que trataré de averiguar el motivo por el cuál Aretha era especial, solo
eso. Es lo único que de verdad te importa.
—Es cierto. Lo demás son cuestiones terrenales que no me incumben.
—Hay una condición: vuelve a casa, vuelve a la civilización. Allí te
podrán curar.
—Lo siento, Patrick, pero ni aquella es ya mi casa ni nadie me puede
curar. Sobrevivir a un cáncer de páncreas es casi imposible, incluso si se
detecta muy temprano. Y no es mi caso. Además, mi sitio está aquí, aquí
están los míos, y aquí quiero morir. Pero te acompañaré unos días. Es lo
menos que puedo hacer.
La Vieja Dama del Bronx

Los habían asesinado. A todos, sin excepción. Desde el recepcionista hasta el


fundador de American Children Organization, la ONG que había colaborado
con David.
Patrick y David también se enteraron por la prensa de que la policía
había encontrado a los siete cooperantes en la vivienda del fundador de la
ONG, en South Bronx. Los había hallado sin vida, en el suelo, tumbados
boca abajo, con manos y pies atados por la espalda. El detalle final era la
bolsa de plástico en la cabeza, anudada por el cuello, que imposibilitaba
respirar y producía la muerte por asfixia. El toque macabro corría por cuenta
de las propias bolsas, que eran transparentes, por lo que los cooperantes
habrían podido observar la agonía y el sufrimiento de sus compañeros en los
últimos instantes de sus vidas.
El crimen múltiple había conmocionado a los vecinos de South Bronx.
Por desgracia, las muertes violentas eran frecuentes en un distrito que
ostentaba el dudoso honor de tener la menor renta per cápita de Estados
Unidos.
Aun así, a mucha gente le habían surgido diversas preguntas. ¿Por qué
su asesinato? ¿Por qué con tanto ensañamiento? ¿Por qué cuando se
encontraban todos reunidos?
Eran cuestiones que también inquietaron a David y a Patrick nada más
enterarse del suceso, poco después de su llegada a su modesto hotel, en
Nueva York.
A pesar de ello, David no tuvo que insistirle a Patrick para que no
abandonara la investigación. Ni siquiera llegó a pensar en hacerlo. Sabía que
Patrick era un hombre de palabra y que cumpliría con el compromiso moral
que había adquirido con él.
—¿Y ahora qué? —le preguntó David, cerrando el periódico.
—No lo sé. Tenía pensado ir a la oficina de esta gente para ver qué se
podía averiguar, pero ahora…
—¿Y si vamos a esa vivienda? Seguro que es una visita más interesante.
—Es una posibilidad, pero dudo que nos dejen entrar. Y eso si
conseguimos la dirección.
—¿No conocías a alguien que trabajaba en una ONG o algo parecido en
este barrio? Seguro que nos puede ayudar.

Era Mariah Mow, también conocida como Ma Mow, Madre, la Dama, Mamá
y un sinfín más de variantes, pero sobre todo la Vieja Dama del Bronx.
Sus apodos habían cambiado con el tiempo para adaptarse a su aspecto
físico y su edad. Curiosamente, nadie sabía cuántos años tenía. Eran muchos,
sí, eso lo sabían todos, pero nadie era capaz de precisar cuántos. Algunos
apuntaban a los setenta. Otros, en cambio, decían que ya había cumplido los
cien y que, si aparentaba menos, era por su juventud de espíritu.
Mamá vivía en la mítica calle Charlotte desde tiempos inmemoriales,
desde alguna remota fecha que ni los más viejos del lugar eran capaces de
recordar. El caserón en el que moraba se asemejaba a una mansión, pero
decrépita y falta de mantenimiento, con fachadas oscurecidas por la
contaminación y la humedad, tejados plagados de nidos y contraventanas
imposibles de cerrar. Era, asimismo, como un recuerdo de las peores épocas
del barrio, cuando estaba asolado por los incendios, el crack y la heroína,
cuando incluso la Madre Teresa de Calcuta tuvo que abrir uno de sus centros
allí.
Y, el día en el que se impuso el toque de queda a los menores de edad,
ella decidió encerrarse en su morada, para convertir su destartalado caserón
en un sitio lleno de magia. Lo haría para dedicarse a los niños, solo que sería
de un modo especial: les contaría historias, narraciones que sus jóvenes
oyentes nunca sabrían con certeza si pertenecían a un pasado mejor o
formaban parte de un mundo fantástico e imaginario.
¿Y para qué contarles tales historias? Sencillamente, porque la mayoría
de su público eran chicos desarraigados, miembros de familias
desestructuradas, con pésimos ejemplos paternos, y que, por lo tanto,
resultaban más que proclives a caer en la delincuencia y las drogas. Pretendía,
así, alejarlos de las calles durante un rato, pero también darles lecciones
morales de forma atractiva y sutil a fin de que no las rechazasen. En
definitiva, se trataba de historias revestidas del necesario filtro infantil, cuya
finalidad última era transmitirles una útil moraleja sobre el bien y el mal.
Lo hacía, además, para saber de sus vidas, para conocer de primera mano
los problemas que los acuciaban, para saber en todo momento, con la
inocente perspectiva de un niño, qué es lo que sucedía en el mundo que la
rodeaba. ¿Y cómo lo conseguía? Pues pidiéndoles, a cambio del derecho a
disfrutar de sus narraciones, que ellos mismos le contasen una historia, ya
fuera real o ficticia, propia o de un tercero.
Y, como no disponía de ingresos regulares, todos sus gastos los
sufragaba desde hacía mucho tiempo gracias a las modestas pero generosas
donaciones de la gente que la admiraba.
Así era Mariah Mow, así era la Vieja Dama del Bronx.
Y sería precisamente ella quien advertiría a David y a Patrick del
inmenso peligro que correrían.

Los dos se detuvieron ante la puerta del caserón.


—¿Es aquí? —preguntó Patrick.
—Tiene que serlo —repuso David—. La dirección coincide.
—Ha sido fácil dar con su casa. La conoce todo el mundo. Y por eso no
sé si ha sido una buena idea preguntar tanto en la calle por los crímenes.
—Pues sí, seguro que aquí nos cuentan más de lo poco que hemos
sacado en claro hasta ahora.
Llamaron al timbre y, a los pocos segundos, se oyeron unos pasos al otro
lado de la puerta.
—Buenos días —dijo la sonriente mujer que les abrió—. ¿En qué puedo
ayudaros?
—Soy el padre David, y él es Patrick. Nos gustaría ver a la Dama del
Bronx.
Patrick observó a la mujer.
Era delgada, de mediana estatura y unos treinta años de edad. Además,
aparentaba una gran tranquilidad de carácter, sensación reforzada por su voz,
cuyo tono era bastante cálido.
«Tricia, es Tricia, ¡por fin!», se dijo Patrick.
La mujer, mientras respondía a David, le echó una larga mirada al Brujo.
Su barba y sus gafas, que medio ocultaban su cara, le habían extrañado
mucho.
—Pasad, por favor. Mariah os podrá atender. No se encuentra ocupada
en este momento.
—Gracias —respondió David.
—No hay de qué. Ah, me llamo Tricia.
«No me ha reconocido», pensó Patrick. «Estoy de suerte».
La mujer los condujo hasta una sala de espera, donde los dejó a solas, y,
un poco más tarde, al volver con ellos, dijo:
—Mamá os recibirá ahora.
Los llevó a un salón de gran tamaño, en el que reinaba la penumbra.
—¿Es aquí? —preguntó Patrick quitándose las gafas—. ¿No falta un
poco de luz?
—Es para estar en condiciones de igualdad —comentó una voz desde el
fondo de la sala—. De lo contrario, mis visitas sabrían de mí más que yo de
ellas, y eso no puede ser, no en mi casa. Pero acercaos, por favor, acercaos.
Al llegar ambos ante la Vieja Dama del Bronx, de la que apenas se
percibía más que su silueta, la mujer añadió:
—Tú debes de ser David.
—¿Cómo lo has sabido?
—Camináis de forma diferente. Tú lo haces con energía, con zancadas
grandes, propias de alguien acostumbrado a moverse por terrenos difíciles. Y
debo añadir que por fin tengo el placer de conocerte. He escuchado bonitos
comentarios sobre ti. Fue por medio de uno de los trabajadores de esa
pequeña ONG. Una lástima que nos haya dejado. Es más, la desaparición de
la ONG representa una gran pérdida, y el fallecimiento de sus integrantes,
una tragedia —Le hizo un gesto a su invitado—. Ven, dame tu mano.
David se la tendió, y ella se la acarició con suavidad.
—Tienes las manos curtidas. Debe de ser dura la vida en la selva.
—¿Podemos encender una luz?
La Vieja Dama le hizo una señal a Tricia, y esta procedió a descorrer las
gruesas cortinas.
—Ahora sí que estamos en condiciones de igualdad —bromeó David.
La anciana, de piel muy clara y aspecto similar a la perfecta abuelita de
un cuento infantil, se quitó las gafas, oscuras como la noche, y dejó a la vista
sus ojos sin vida.
—No, porque ahora soy yo quien está en inferioridad de condiciones.
—¡¿Eres ciega?!
—De nacimiento.
—Vaya, Tricia no nos había dicho nada.
—Me gusta sorprender a la gente que voy a conocer, y ella me ayuda a
conseguirlo.
—En cualquier caso, lamento tu situación.
—No te preocupes. Estoy acostumbrada. He tenido tiempo de sobra para
hacerlo. Además, con el paso de los años, he aprendido a ver con estos ojos
inútiles. Es más, veo cosas en las que otros ni se fijan.
—¿Consigues ver algo a pesar de todo?
—Claro que no. Y no pongas esa cara de pasmarote.
El tono cariñoso de la broma hizo que ambos se rieran.
—Veo menos que si estuviera muerta. Pero, en cambio, soy capaz de
«observar» matices del mundo que nos rodea que nadie más puede captar.
David apartó su mano de entre las de la mujer al escuchar aquellas
palabras.
—No temas, hace años que no me como a nadie —bromeó ella.
—¿Lo de «observar» es solo una forma de hablar?
—Por supuesto.
Las cálidas manos de la mujer palparon la cara del misionero.
—Estás muy tenso, aunque yo diría que no parece nerviosismo por
conocer a un bicho raro como yo. Más bien, da la impresión de que algo te
aflige.
Pasó su «mirada» a Patrick.
—Hola, Patrick.
—Hola, Mariah.
—Ven, acércate.
Le tocó el turno de la curiosa exploración, que también comenzó por sus
manos.
—No son como las de David. ¿En qué trabajas?
—Antes era médico. Ahora hago estudios de la naturaleza para algunas
instituciones. Eso, y algunos ahorros, me permiten vivir con cierta holgura en
mi faro.
—Un faro. Qué interesante.
—No tanto. No funciona. Lo compré en ruinas.
—Entonces sospecho que tienes bastante tiempo libre. ¿A qué lo
dedicas?
—A vivir alejado de los problemas.
—Una respuesta curiosa —Mamá llegó con su exploración a la cara de
Patrick—. Cuidas tu aspecto, no como David, que lleva el pelo tan
desarreglado que parece no importarle nada la belleza. Y tu barba es muy
muy espesa —La palpó más con su delicadeza habitual—. Es una buena
forma de esconder lo que no te deja vivir en paz. Supongo que son estas
cicatrices… o lo que entrañan. Pero estoy siendo descortés, estoy hablando de
cosas que no me atañen y ni os he ofrecido un refrigerio. Tricia, por favor,
prepara algunas cosas para todos. También para ti.
Mientras su ayudante se ocupaba de atender la petición, La Vieja Dama
llegó, con sus manos, a las gafas de Patrick.
—¿Problemas de visión?
—Padezco acromatopsia. Hace que solo vea en blanco y negro.
—Vaya, lo lamento. ¿Es una ceguera cromática absoluta o llegas a
percibir algún rastro de color?
—Absoluta. Pero veo que conoces la enfermedad.
—Conocí, hace años, a una persona con la misma afección. La padecía
por un accidente que sufrió cuando era niño. ¿Desde cuándo la padeces tú?
—Nací con ella.
—Me imagino que también tienes ese movimiento involuntario de los
ojos, asociado a la acromatopsia.
—Sí, pero no es importante, no en mi caso. Es como la pérdida de
agudeza visual, que también es pequeña. En cambio, mi fotofobia sí que es
más acusada. De ahí que lleve unas gafas especiales cuando la iluminación es
fuerte.
—Pues seguro que Tricia nos cierra las cortinas un poquito. Así te
sentirás más cómodo.
En ese instante, Tricia pareció descubrir algo en Patrick, en su rostro, y a
duras penas pudo reprimir un enorme gesto de sorpresa.

Continuaban en el salón de La Vieja Dama del Bronx, si bien ahora


disfrutaban del refrigerio y de una charla bastante más distendida que el
curioso acto de bienvenida.
—Nunca me cansaré de agradecerle a mi querida Tricia todo lo que hace
por mí con tanto desinterés —explicó Mamá—. ¿Sabíais que no cobra ni un
dólar por la ayuda que me presta? Cocina, limpia, me acompaña cuando salgo
a la calle… También me echa una mano las tardes en las que esto se llena de
críos. Por suerte para ella, no pierde más que medio día conmigo. La otra
mitad se la dedica a un trabajo de verdad, de enfermera, con el que pagar sus
facturas.
—Eres demasiado buena, Mamá —dijo Tricia con una de sus habituales
sonrisas, que tanto iluminaban su rostro.
Con delicadeza y habilidad, la Dama cogió una galleta de mantequilla de
entre las que había en una fuente de cerámica.
—¿Qué os trae por aquí? Entiendo que guarda relación con la ONG. Es,
digamos, un secreto a voces.
—¿Un secreto a voces?
—Nadie pregunta más de la cuenta por unos muertos sin convertirse en
la comidilla de todo el vecindario.
Sus dos visitas no pudieron reprimir un gesto irónico en sus caras.
—Lo que no me queda tan claro es el motivo de vuestro interés en visitar
el escenario del crimen. Lo digo porque dudo que sea una cuestión de
amistad con los fallecidos. Para eso se va al cementerio. Y, a fin de aclarar
esta cuestión, solo se me ocurre una pregunta: ¿la visita al apartamento tiene
algo que ver contigo, Patrick?
David quedó impresionado por su deducción. Patrick, no tanto; se la
esperaba.
—David, cierra esa boca —le pidió Mamá al escuchar su inspiración—,
o te cogerás un catarro.
Sus dos invitados no pudieron reprimir una sonrisa.
—Sé qué relación existe entre la ONG y David, —continuó la Vieja
Dama—, pero no la que pueda haber contigo. Sobre ti, Patrick, corren
rumores, rumores que hablan de historias extrañas, y la que más me llama la
atención es la del Monte de los Olivos.
Ante el sepulcral silencio del Brujo, ella retomó la palabra:
—El Monte de los Olivos… Ahora también le llaman Cerro Muerto.
Recuerdo bien las noticias de aquel terrible suceso. Pero, dime, ¿estuviste
allí, en el Monte de los Olivos? ¿De verdad tuviste algo que ver con esa
tragedia?
—Cerro Muerto, así se lo conoce desde entonces, aunque yo prefiero
seguir llamándole Monte de los Olivos. Me resulta más agradable. Y, sí, es
cierto que mi vida guarda relación con ese lugar, pero, en contra de lo que
piensa la gente, ni tiene interés ni…
—Entiendo, entiendo, eso queda para otro día. Por suerte, estoy segura
de que tú y yo nos reencontraremos muchas veces. Ahora pasemos a lo que
queréis preguntarme.
—Queremos saber por qué los mataron.
—¿A los de Nueva York o a los de Panamá?
—¿Quién ha dicho que asesinaran a los de Panamá?
—Patrick, por favor, ¿por quién me tomas?
Un cruce de sonrisas zanjó el problema.
—¿Habéis hablado con la Policía? —continuó ella.
—No.
—¿Por qué no?
—Es mejor ser discretos.
—Pero ya no lo sois. Os lo he dicho antes. Lo vuestro es un secreto a
voces. Como la fama que arrastras, Patrick.
—Es solo mala fama.
—Mala, no. Extraña.
—Será por las cicatrices.
—Algún día me tendrás que contar cómo te las hiciste.
—Algún día, quién sabe, pero volvamos a lo que nos interesa: ¿por qué
los asesinaron?
La Dama del Bronx se arrellanó en su sillón.
—Sí, volvamos al punto de partida, lo que nos devuelve a la Policía.
—No nos sirve.
—¿Por un posible caso de corrupción policial?
—A lo mejor.
—Mmmm… Todo esto me recuerda a un conocido delincuente, un
tipejo con multitud de apodos. Tommy, el Gallo, por sus burdeles con chicas
a las que trataba como gallinas. El Ruso, por sus conexiones con criminales
de ese país. Y muchos alias más, quizá decenas.
—Un tipo peculiar, sin duda.
—El caso es que Tommy, el Gallo, era un peligroso delincuente metido
de lleno en el narcotráfico, la extorsión, apuestas ilegales… Era también un
secreto a voces que su imperio se sustentaba, en parte, en la corrupción
policial. Curiosamente, la ONG surgió poco después de que Tommy se
metiera en un negocio nuevo, algo muy delicado.
—¿Más aún?
—Sí, pero nunca supe el qué.
—¿Ni la más mínima idea?
—Solo que le causó serios problemas. Digamos que, en esa nueva línea
de negocio, encontró la horma de su zapato y tuvo que cerrar la tienda.
—¿Cómo terminó todo?
—Tommy desapareció.
—¿Desapareció o murió?
—No se encontró su cadáver, pero creo que lo de morir es bastante
probable.
—Pues, si era tan poderoso y contaba con ayuda de policías corruptos,
debió de toparse con alguien realmente temible.
—Sí, cierto. Hasta se rumorea que se trata de alguien capaz de llegar a
cualquiera por muy escondido que se encuentre.
—¿Cómo lo consigue?
—Esa es una buena pregunta.
—¿Algún otro negocio destacable de Tommy?
También andaba metido en la trata de blancas, sobre todo con chicas
muy jóvenes. Al parecer, a mayor juventud, mayor beneficio.
—¿Alguna niña?
—Lo desconozco.
—Un negocio terrible, en cualquier caso.
—Mucho. Por algo también se conocía a Tommy con el sobrenombre de
Diablo. Pero ¿por qué quieres saber si traficaba con niñas?
—Una de las empleadas de la ONG era madre y se fue hasta Panamá con
su hija. Se llamaban Hannah Roberts y Aretha Graves.
—Son nombres que no me dicen nada. En cambio, me llama la atención
que una madre se llevara su hija a una selva. ¿Es que huían de alguien?
—¿De Tommy?
—Podría ser. Era un hombre temible. Si hasta los delincuentes comunes
le tenían tal miedo que desaparecían de las calles cuando Tommy circulaba
por ellas. Pero veo que la madre había recuperado su apellido de soltera.
¿Alguna noticia del padre?
—Ninguna —intervino David—. Como si nunca hubiera existido.
Los tres guardaron silencio mientras trataban de asimilar las novedades.
—¿De verdad os parece una casualidad —preguntó Patrick, rompiendo
así el mutismo— que surja una ONG que ayuda a menores de edad justo
donde opera Tommy y a la vez que este entra en un nuevo negocio?
—Sospecho que no, aunque no deja de ser una conjetura.
—Pero tú misma has reconocido que Tommy debió de cruzar todos los
límites en su nueva actividad. Y quizá eso provocó de alguna manera la
irrupción de la ONG.
—¡Irrupción! Una palabra llamativa para el surgimiento de una ONG,
aunque puede que sea la más adecuada para «esa» ONG.
Patrick se comió una de las galletas.
—Veo que conoces muy bien la historia de la marginalidad de esta
ciudad.
—Llevo muchos años cerca de los que han escrito su historia con sangre
—Tras dejarles asimilar su comentario, la Vieja Dama del Bronx les hizo una
advertencia—. No creo que vuestros amigos fuesen meros empleados de una
ONG.
—¿A qué te refieres?
—Se puede decir de otra manera: la ONG no era una ONG.
—¿Por qué no? —preguntó David con inquietud.
—Rumores, siempre rumores. Todos diciendo cosas que, en apariencia,
no tienen sentido, hablando de personas que desaparecen y otras... que
aparecen, como si hubieran salido de la nada. Nunca hay detalles precisos en
esta historia, pero la ONG figura en buena parte de ella. Por eso me temo
que, aunque fueran miembros reales de una ONG auténtica, hacían bastante
más que ayudar a los necesitados. La cuestión, entonces, sería saber
exactamente el qué. Y sospecho que tiene mucho que ver con lo que causó la
muerte de los cooperantes y la desaparición del Diablo.
—¿Crees que hay otro criminal, uno que haya hecho desaparecer a
Tommy y a los cooperantes por un mismo motivo? —preguntó Patrick.
—Así es.
—¿Y cómo se llama este otro delincuente?
—No lo sé. Es otro, nada más.
—El otro. De acuerdo, lo dejaremos así.
La Dama, tras evaluar la situación, concluyó:
—Patrick, tú infundes temor a los demás. Pero ahora estamos hablando
de alguien que les genera verdadero pánico, incluso a los peores criminales.
Y, si la cuestión es saber a quién teme el Diablo, quién es el otro, os va a
hacer falta mucha ayuda, porque buscar al que quizá haya matado al Diablo
es la peor de las ideas.
Y Dios creó a la mujer

—Hemos pasado, en un abrir y cerrar de ojos, de buscar respuestas al


misterio de Aretha a tener que fisgonear en las actividades más turbias de un
temido delincuente.
La cara de desagrado de Patrick era más que evidente.
—Siempre puedes abandonar cuando lo desees —le contestó David.
—¿Es posible? ¿Seré libre de echar a correr cuando tenga delante de mí
al que ha liquidado al Diablo y a su grupo?
—Digamos que, llegado el caso, te liberaré de mi compromiso.
—¿Y cuándo sabré que ha llegado el caso?
—Cuando me veas correr más que tú.
David estalló a reír con sonoras carcajadas.
—Bah, dejémoslo. Lo tuyo no tiene remedio.
—¿Y lo tuyo sí?
—Eso me recuerda que hay algo que tengo que hacer, aunque debo
hacerlo solo.
Apuró su café en el bar del modesto hotel en el que se alojaban, en la
avenida Melrose, y se dispuso a marcharse.
—¿Eso que tienes que hacer guarda relación con otra antigua novia, una
de esas a la que también abandonaste de repente? —le preguntó David.
—¿Por qué lo dices?
—Porque tu vida está llena de esas antiguas novias, todas de usar y tirar.
Lo que no me queda claro es por qué quieres ver a esta. A esta o a cualquier
otra, en realidad.
—Le debo una disculpa.
—Como a todas, me temo.
—Como a todas, sí.
—¿Cómo se llama ese asunto pendiente que tienes que resolver?
—Tricia.
—¡¿Tricia?! ¿La mujer que trabaja para la Dama del Bronx?
—Sí.
—¿También es una antigua amante? Espera, ahora caigo. Es ella,
¡Tricia! La Tricia de hace años. Ahora entiendo la cara que puso en mitad de
la reunión. ¡Te reconoció!
—Claro que lo hizo. Y, si no lo logró antes, fue por esta barba, las gafas
y las cicatrices. Si lo raro hubiera sido que me reconociera al instante.
—Un romance intenso, muy intenso, interrumpido por el incidente con
el Escorpión. Pero, mira por dónde, por fin la he conocido en persona.
Volviendo al tema de las novias: ¿cuándo cambiarás?, ¿cuándo llegará el día
en el que vayas a ver a una mujer que siga siendo tu novia?
—¿Una novia duradera? ¿Con esta cara?
David se rio.
—Por supuesto que con esa cara.
—Es un horror.
—Tu espantosa, horrible y desagradable cara —explicó David en tono
burlesco— es un imán para las mujeres, uno poderoso e irresistible. Les
genera tanta intriga como temor. Y sospecho que son precisamente las
cicatrices las que crean ese efecto.
—¿Ahora eres un experto en mujeres?
—Ni mucho menos, pero sé lo que algunas piensan de ti. Y me fijo en
las caras que ponen cuando te ven pasar. Tú no te das cuenta porque rehúyes
sus miradas, pero te aseguro que no es repulsión lo que muestran sus rostros.
—Dejemos ese tema.
—¿Y si Tricia no está soltera? ¿Y si hay un marido?
—No lo hay.
—¿Ni siquiera un novio?
—Ni siquiera un novio.
—¿Y lo has averiguado en el poco tiempo que has estado junto a ella, en
casa de la Dama?
—Hay secretos que veo a simple vista.
—Nunca mejor dicho.
Patrick conocía a Tricia desde el final de la adolescencia, época en la
que habían iniciado una relación de pareja. Sin embargo, esa relación nunca
funcionó bien. Daba la impresión de que a él lo atormentaba algo de su
pasado, algo relacionado con lo acontecido tiempo atrás, en el Monte de los
Olivos, y que le había hecho perder su equilibrio emocional. De ahí que,
desde entonces, se encontrara incómodo cuando estaba con más gente. No
obstante, no le ocurría lo mismo cuando se veía a solas con ella.
Con Tricia, la relación fluía a la perfección y los recuerdos del Monte de
los Olivos parecían desaparecer de la mente de Patrick gracias al cariño y
comprensión que ella le mostraba.
Entonces tuvo lugar el incidente con el Escorpión, y, desde aquel
fatídico día, cuando su rostro cambió para siempre, el Brujo decidió no verse
nunca más con su querida Tricia. Y lo hizo sin darle explicaciones.
Desapareció de su vida sin más, sin permitir, ni siquiera, que le viera la cara.
Sin embargo, la actual necesidad de ayuda lo había empujado a cambiar
su decisión. De modo que el paso siguiente a la entrevista con Mamá fue
llamar por teléfono a Tricia y tratar de verla a solas para congraciarse con
ella.
La reacción de la mujer al teléfono fue, primero, de incredulidad, luego,
de indignación. Después, la inevitable bronca, frente a la que Patrick no se
defendió. Eso hizo que ella finalmente aceptara que pasase a verla.
Por su parte, Patrick supuso que la reacción de Tricia había sido muy
teatral, pues, de otro modo, no se explicaba que hubiese aceptado su visita
esa misma tarde.

Media hora después, él se encontraba ante su puerta con un ramo de


rosas red desire en una mano y una caja de bombones en la otra. Y, cuando
Tricia abrió la puerta y vio ambos obsequios, no pudo reprimir un comentario
irónico:
—¡Chocolate negro! Dicen es el que más predispone a experimentar el
placer. Y las rosas rojas, que son de las más apetecidas por las mujeres… —
Enarcó las cejas y lo miró sin indulgencia—. ¿Van a ser tu forma de pedir
perdón o solo representan la antesala de una disculpa especial?
—Quizá lo segundo, aunque no pretendo que las cosas sean como antes.
Fui un cretino y…
—Un cretino. Yo no lo habría definido mejor.
—No espero que vuelvas conmigo. No he venido por eso. Solo quiero
que guardes un mejor recuerdo de mí.
—Va a ser difícil.
—Aun así, lo intentaré.
Tricia dudó. Aún no tenía claro si dejarlo pasar. No obstante, al final,
algo en su interior, surgido de un recuerdo especial, le hizo franquearle el
paso.
—De acuerdo, entra, pero vas a tener que darme mucho para
compensarme.
Patrick pasó al apartamento, ubicado en la décima planta de un edificio
alto y antiguo con vistas a la avenida Lexington. Ya en el salón, observó la
decoración y comentó:
—Es un bonito apartamento, blanco y acogedor.
—Quítate el abrigo y toma asiento —replicó ella con rudeza.
El Brujo se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla.
—No sé por dónde empezar.
—Retómalo donde lo dejaste. ¿Lo recuerdas? Yo sí. La última vez que
nos vimos, te levantabas de mi cama para acudir a una entrevista con el
Escorpión.
—No fue culpa mía.
—Prueba a decir otra vez que lo sientes, que lamentas haberme
abandonado.
—Lo siento, lo siento de veras.
—Di también que tus cicatrices no son motivo suficiente para justificar
tu cobarde huida.
—No lo son.
Tricia puso cara de satisfacción.
—Eso está mejor. Escucharlo de primera mano es un alivio. Y demuestra
que quizá no seas tan cobarde como pensaba —Le cogió el ramo de rosas y
las olió—. Siempre son una delicia.
Patrick le hizo entrega de los bombones.
—Ábrelos ahora.
—No los voy a compartir contigo, no te lo mereces.
—No es por mí, sino por ti. Te hacen falta. Te hacen falta ahora.
Su tono de voz resultó muy contundente.
—¿Ya empezamos? ¿En eso no has cambiado?
—No, las cicatrices no son tan profundas.
—Tus cicatrices, sí… En casa de Mamá casi solo tenía ojos para ellas, y
eso hizo que tardara en comprender quién eras. Pero, cuando le contaste lo de
la acromatopsia, caí en la cuenta en el acto —Le acarició la cara pasando la
mano por encima de varias cicatrices—. Te queda bien esta barba de
aventurero. Y las cicatrices… Quizá me acostumbre a ellas —Apartó la mano
con brusquedad, como si se hubiera dado cuenta de que su muestra de cariño
y curiosidad fuera un error—. Nunca supe qué sentía realmente por ti. A
veces, una atracción irresistible. A veces…, miedo a lo desconocido. Y veo
que todo sigue igual, aunque quizá ahora con más miedo que antes.
—Por mis heridas.
—Sí, y eso que había oído hablar de ellas.
—Creo que nadie se acostumbraría ni viéndolas mil veces. Así que
supongo que hice bien marchándome.
Tricia se colocó junto a la ventana para observar las nubes, que iban
cubriendo el cielo.
—Cuando desapareciste, sentí rabia y decepción, y esas son heridas que
cicatrizan peor que las tuyas. Por eso mi vida ya nunca fue igual. Además, tú
me dabas algo que ninguna otra persona puede ofrecer. Esos momentos de
intimidad, de ausencia absoluta de secretos, de mirar en mi interior, de
hablarme de mí…
—Y los masajes.
—Y los masajes, sí.
—¿Por qué no empiezas los bombones?
Ella abrió el regalo y se dejó envolver por el aroma del chocolate.
—Me gustaría saber cómo de sincero es tu arrepentimiento —murmuró
mientras elegía un bombón.
—¿Y qué harás para averiguarlo?
—Antes dime: ¿has venido a la ciudad solo por esa investigación tuya o
yo también he tenido algo que ver?
—¿No crees que lo importante es que estoy aquí?
—Limítate a responder.
—Sospecho que cualquier cosa que diga podrá ser usada en mi contra.
—Eso es una evasiva. Así que mejor será que me coma tres o cuatro
bombones —sentenció a modo de protesta.
Se tomó el primero, deleitándose con su sabor y exagerando su reacción
para darle toda la envidia posible a su invitado.
—Me alegra comprobar que el chocolate sigue siendo una de tus
pasiones —indicó él.
Ella sonrió.
—¿Y qué o quién rivaliza en importancia conmigo?
—Simplificando la explicación, Tommy, el Gallo.
—Es lo que hablaste con la Dama, pero… ¡Ahora lo entiendo! Tú le
pides ayuda, pero, como intuyes que seré yo quien tenga que hacerlo en su
nombre, me vienes con unos bombones y unas rosas para ver si, así, evitas mi
negativa.
El Brujo guardó silencio. Tan solo la miró de pies a cabeza, como si la
examinara. Tricia, cuando, se dio cuenta, protestó:
—¡No es el momento de esas cosas!
—¡Solo te miraba!
Ella no supo qué pensar. Estaba sumida en un mar de dudas y solo fue
capaz de decir:
—¿Sabes que me he duchado justo antes de que llegaras? Lo he hecho
con ese jabón con el que todo te sale tan bien.
—¿Jabón neutro? ¿Lo has conservado tanto tiempo?
—Qué va, bobo. Lo acabo de comprar.
Otra sonrisa, pero más seductora que la anterior.
—Has tenido que correr mucho. Yo apenas he tardado en llegar desde mi
llamada. Pero volvamos a Tommy. ¿Puedes ayudarme?
—Esa no es la pregunta correcta.
—Entiendo. ¿Querrás ayudarme?
—Satisfáceme antes.
—Lo siento, no puede ser.
—Sentirlo no es suficiente.
Los ojos de Tricia rebosaban añoranza. A pesar de ello, de sus labios no
salió una palabra de aflicción, sino una orden:
—Házmelo otra vez.
—No es una buena idea.
—Sí lo es, y házmelo de tal forma que nunca lo olvide.
—Es mejor que me vaya.
—No te irás. Lo sabes. Por algo querías que me comiera los bombones.
El Brujo esbozó una sonrisa de complicidad.
—Y, además, me contarás tu secreto —añadió ella.
—Eso nunca.
A Tricia, la respuesta no la satisfizo, por lo que su tono volvió a ser de
protesta:
—¿A cuántas mujeres se lo has contado?
—Esa pregunta está fuera de lugar.
—Solo quiero saber si voy a ser la primera.
—No lo serás.
—¿Significa eso que ya ha habido una primera?
—Significa que nunca habrá una primera.
—Eso ya lo veremos.

Tricia yacía desnuda sobre la cama. Se encontraba boca abajo, con la


cara hundida en la almohada. También se hallaba tan inmóvil como un
cadáver, y ni siquiera podía decirse si respiraba o no.
Patrick inspiró lentamente, llenando sus pulmones con aire de la
habitación, como si pretendiera percibir mejor todo lo que flotaba en él,
incluso los cálidos tonos del atardecer.
«Este es el momento», se dijo.
Movió los dedos para desentumecerlos. A continuación, se fue hasta la
cama, se sentó sobre ella y colocó las manos alrededor del cuello de Tricia;
primero, con suavidad, después, con algo de fuerza. Apretó, y ella soltó un
quejido.
—Ya estás a punto —le comentó él.
En efecto, el largo masaje dado en todo el cuerpo había resultado muy
eficaz, y ahora él podía saborear todos y cada uno de los colores de Tricia, de
su interior, de sus sentimientos y de sus emociones. Pero, antes de hacerlo,
volvió a prestar atención a la melodía del Danubio Azul, que inundaba la
atmósfera del dormitorio y se entremezclaba en perfecta armonía con el
particular y distintivo colorido de Tricia.
—Recuerdas bien mis gustos —indicó él agradeciéndole, así, que
hubiese puesto esa música.
—Es fácil recordar lo mucho que te motivaba.
Patrick volvió a estudiar su cuerpo desnudo, a estudiar los cambios que
había experimentado con el paso de los años.
Su piel se mantenía igual de clara, en sintonía con su tradicional aversión
a broncearse. Su pelo, por el contrario, era muy oscuro, lo que creaba un
bonito contraste. Por otra parte, su figura era más estilizada, más atractiva,
una mejoría que lo sorprendió.
—¿Te has aficionado a algún deporte? —le preguntó a Tricia.
—Cross training. Es magnífico para ponerse en forma.
—Se nota, te lo aseguro. A simple vista y por dentro. El masaje es
mucho más efectivo si quien lo recibe ya tiene una buena circulación. Y es tu
caso.
—Deja de hablar y empieza ya.
Patrick se aproximó más a ella, a su oído, infundiéndole temor, aunque
también placer.
—Cuando sientes rabia, cuando sientes odio, pero también cuando
sonríes y lloras. Cuando estás alegre, cuando estás cansada e incluso cuando
te enamoras. En esos momentos eres como un libro abierto, con páginas que
me son legibles hasta en plena oscuridad, con oraciones que pasan ante mí
con una claridad absoluta y con palabras que me desvelan hasta el último de
tus secretos.
—¿Cómo lo haces? Nunca he dejado de preguntármelo. ¿Acaso lees la
mente?
—Eso es imposible.
—¿Lees el rostro? ¿Lees las emociones en la cara de las personas, en sus
gestos? ¿Analizas el lenguaje corporal?
—Eso es burdo, banal, y permite mentir.
—Entonces, ¿cómo lo consigues?
—Lo hago con lo que sientes, con cómo lo sientes y con lo que tu cuerpo
cuenta de todo ello sin que tú lo sepas.
—¿Te refieres a mis gestos?
—No, ya te lo he dicho.
—¿Por qué no me lo explicas con más claridad?
—Lo haré con tanta como la luz que me deslumbra cuando me quito las
gafas.
Y Patrick se las quitó.
Tricia, sorprendida por el repentino cambio de criterio, comentó:
—Siempre dijiste que nunca me lo contarías. ¿De verdad cambiara mi
suerte hoy?
—Ten paciencia, y déjame darte primero lo que más ansías.
—Es una buena indirecta.
El Brujo volvió a inspirar con fuerza el aire del dormitorio, cargado de
una rica variedad de colores de mujer; una carga que incluía detalles de la
vida presente y pasada de Tricia, detalles, incluso, de su pasado más remoto,
detalles, en todo caso, que Patrick podía ver con una claridad meridiana.
—Duermes, respiras, piensas, sientes… —explicó él—. Estás viva.
Controlas tu vida, controlas tus actos, decides cuándo y adónde ir. Pero no
dominas tu cuerpo. Él es independiente de tu voluntad, porque habla por ti
cuando tú no hablas y cuenta tus secretos cuando tú los ocultas.
—¿Y el masaje?
—Esta interrupción es una torpeza.
—Tú responde.
—Es para animarle a hablar.
—¿A mi cuerpo?
—Claro, pero déjame ir poco a poco.
Patrick retomó el masaje que había abandonado minutos antes.
—Veo, en el centro, destellos de un precioso color azul hielo e intuyo
que se corresponden con el corazón, con los sentimientos. Eso significa que
hay frialdad en tu interior. Y sospecho que es por mí.
—Por supuesto. Aún te odio.
—No es odio, es frialdad. Y no lo niegues. No me puedes engañar.
—¿Y crees que eso te da la oportunidad de volver conmigo?
—Sí.
—Eres un presuntuoso.
Patrick decidió alejarse de la acusación cambiando de tema.
—¿Sabes que las sensibilidades del cuerpo varían con el paso de los
años, sobre todo en las mujeres? Eso significa que podría encontrar en ti
nuevas zonas de sensibilidad especial.
—¿Zonas eróg…?
—¿Por qué una pregunta tan burda? —le interrumpió Patrick—. Sabes
de sobra que sí.
—Pues busca.
Él sonrió, se agachó sobre su espalda y buscó entre una creciente gama
de colores.
—También observo que has comido algo cuya digestión no ha sido fácil.
Pero de eso hará bastantes horas, quizá ayer por la noche. ¿Es que comes por
las noches? Supongo que no lo habrías hecho de haber sabido que ahora
estarías así. El color naranja pomelo de esa comida no me deja ver bien otras
cosas.
Tricia sintió cierta vergüenza.
—También creo que no duermes bien. Imagino que eso te empuja a
atiborrarte de… ¿yogures?, ¿bombones?
—Bombones.
—¿De chocolate con leche?
—No se te escapa nada.
—¿Y qué es lo que te inquieta?
—No responderé a esa pregunta. La última vez que me la hiciste, tarde
muchos años en volver a verte.
—Espero que no sea nada importante.
—Deja de hablar y sigue buscando.
Patrick pasó al antebrazo izquierdo.
—Aquí, por fin, un cambio. Es solo un hilo de color, pero nunca lo había
visto antes —Siguió el hilo hacia arriba, hasta llegar al extremo superior del
brazo—. Este lugar no era así. Ahora emana un color diferente.
Tricia no pudo reprimir un comentario:
—Creo que siempre me divertirá eso de que mi cuerpo emana colores.
Patrick le dio un pequeño masaje al brazo, en la zona del hombro, y la
intensidad y variedad de colores aumentó, en especial uno de ellos:
—Un maravilloso rosa francés, qué interesante. Definitivamente, esta
zona ha experimentado un gran cambio. La pena es que no sea el rosa ideal,
pero, aun así, te gustará —Observó con detenimiento la piel de Tricia—.
Ahora toca buscar la mejor combinación, aunque creo que la tengo clara.
Procedió a dar otro suave masaje en ambos brazos, justo bajo los
hombros, que disparó en Tricia la secreción de hormonas, sobre todo
estrógeno, serotonina, oxitocina y dopamina. Eso incrementó la libido de ella
y la empujó a respirar con cierta fuerza.
Después de unos minutos, Patrick comenzó el mismo proceso en la parte
inferior de la espalda.
—Hacia abajo; contigo, siempre hacia abajo —murmuró él.
Tricia respondió incrementando la fuerza de su respiración.
—No te detengas.
El color dominante pasó a ser un seductor rosa rubí.
—Cada vez es más intenso —comentó Patrick—, pero es una lástima
que la tonalidad no sea la mejor. ¿Se debe a…?
—A que eres un cretino. Te lo dije antes.
—Tricia, esta animosidad no conduce a nada.
La discusión terminó cuando Patrick empezó a darle un masaje en la
cintura. En ese momento, ella ya no pudo decir nada más.
En cuanto a él, se dejó inundar por los agradables y seductores colores
de Tricia, saboreándolos y disfrutándolos.

Un rato después, Tricia le explicaba a Patrick entre pequeños jadeos:


—Como siempre, es una experiencia increíble.
—Me alegro, porque ahora viene la parte mala para mí.
Había llegado el momento de la depresión, del bajón. Era como si
Patrick se hubiese metido una sobredosis de la droga más pura y ahora
estuviera en el preciso instante en el que comenzaba a disiparse el efecto de
euforia y placer y empezara la resaca.
—¿Me contarás la parte que falta? —preguntó ella—. Los colores que
ves en mí, tu acromatopsia… No tiene sentido.
—Por hoy es suficiente. Estoy agotado.
—¡Me lo habías prometido!
Patrick acalló sus quejas con un largo beso y luego le dijo:
—Era una broma.
—¡Habla o te echo de mi casa!
—No me echarás.
—¡Ah!, ¿no?
—Tú lo has querido. Deseas acostarte conmigo desde que me
reconociste en casa de la Dama del Bronx. Y lo deseas ahora a pesar de que
me odies.
—Eres un creído. Y un vengativo.
—Sabes que estoy en lo cierto.
—¡Y qué si fuera cierto! ¡No puedes hablarle así a una mujer! ¡Y menos
a mí!
—Lo siento, pero no me lo puedes ocultar.
Tricia lo reconoció a regañadientes:
—No se te puede engañar, es verdad. Y eso me preocupa, porque no
termino de comprender tu habilidad ni el uso que puedas hacer de ella —Lo
observó con cariño, deseando que Patrick siempre hubiese sido una persona
normal—. Es casi imposible mantener una relación estable contigo. Tu
habilidad es un don, pero también una pesadilla, y no solo para ti. Hablo de
mí y de cuando salías por ahí a investigar a mujeres. Pero ahora túmbate,
túmbate tú.
Patrick se tumbó junto a ella. Entonces, Tricia le pasó los dedos con
suavidad por la cabeza, por las sienes, para que él pudiera superar mejor el
trance al que se enfrentaba.

—Háblame —murmuró Tricia cuando la respiración de ambos llegó a


ser casi imperceptible.
Ese «háblame» en realidad significaba «desvélame», significaba que ella
quería más, mucho más, no solo una experiencia única; quería que le fuera
revelado el secreto que ocultaba Patrick, ese que lo convertía en un ser tan
excepcional como incomprendido.
—Libérate, cuéntame tu secreto. Será una forma de deshacerte de una
carga muy pesada. Esa habilidad, ese don que tienes, siempre te ha
atormentado, sobre todo desde el Monte de los Olivos, y compartirlo solo
puede beneficiarte —Se giró hacia él y lo besó en los labios—. Confía en mí.
Puedes confiar en mí. Siempre lo hiciste. Siempre lo hicimos el uno en el
otro. Y nos fue bien.
Las palabras de Tricia recorrieron la mente de Patrick sin dejar de pasar
por uno solo de sus recovecos.
—Hoy hueles muy bien —le dijo él de repente.
—Es un comentario precioso.
—Y ese olor es un color que te describe a la perfección —Patrick colocó
un dedo sobre la boca de Tricia para obligarla a contener la cascada de
preguntas que la asaltaron—. Mis ojos son extraños, pero también lo es mi
mente. Tiene una particularidad que, para algunos, es un regalo de la
naturaleza y, para otros, una maldición. En ambos casos, son opiniones de
personas que tienen alguna similitud conmigo. Luego están aquellos que no
son como nosotros, gente corriente que no acaba de comprender lo que nos
ocurre. En esos casos, abundan aquellos que nos toman por locos o enfermos.
Y solo para unos pocos soy un mago, un benefactor. En todo caso, para mí, es
una maldición, que me acompañará hasta la muerte.
—Voy a necesitar más claridad.
—Mi mente mezcla las sensaciones del olor y el color en un proceso
increíble, lo que significa que puedo ver los olores, pero no porque tengan un
color inapreciable para la gente normal y apreciable para mí, sino porque un
estímulo en mi nariz me produce una respuesta tanto olfatoria como visual.
Es lo que se conoce como sinestesia.
—¡Espera! ¡Tú no ves los colores!
—Mis ojos no los ven, es cierto, pero mi cerebro sí. La cuestión radica
en que el color no surge en mi mente como lo hace en la tuya, sino porque le
llega un estímulo olfatorio que le provoca la creación de un color. Y, así,
cada olor tiene su propio color, cada pequeña variante de un mismo olor tiene
su propio matiz, tono, brillo, contraste y saturación.
—¿Ves colores a oscuras?
—Huelo colores, aunque, para ser más preciso, debería decir que veo
olores. Y, sí, veo colores a oscuras.
—De no ser porque conozco algo tus habilidades, diría que estás loco.
De todas formas, ¿qué tiene que ver tu sinestesia con tu capacidad para
husmear dentro de mí?
—Todo lo que haces y comes, tus sentimientos, tu situación biológica,
todo lo que te distingue como ser humano único e individual deja su impronta
en tu cuerpo. Incluso tu pasado, edad, raza y genética determinan esa huella.
Eso conduce a reacciones fisiológicas que generan compuestos orgánicos
volátiles muy específicos, propios de las circunstancias que los han creado, y
que se conocen como biomarcadores cuando sirven para identificar una de
esas particularidades.
—Y eso significa…
—Que no hay dos personas en el mundo que huelan igual, y que una
misma persona cambia su olor de día en día en función de cómo sea su vida.
—¿De verdad eres capaz de captar esos matices?
—Veo los olores mejor, con más intensidad, justo por no poder ver los
colores, por no estar acostumbrado a ellos. Por ejemplo, el olor del césped
recién cortado para ti apenas tiene valor porque tus ojos están saturados de
colores. En cambio, para mí, su color fresco y limpio me crea un estímulo
cromático que me resulta increíblemente intenso.
—Volvamos al ejemplo que has puesto. ¿Tu habilidad se da con
personas y cosas?
—Sí, solo que animales, plantas y objetos no tienen la misma intensidad
que los seres humanos, a los que huelo en una infinita variedad de colores.
—¿A todos por igual?
—No.
—¿Cuál es la diferencia?
—Las mujeres.
—¿Ves más colores con nosotras? —preguntó ella con una sonrisa,
cargada de picardía.
—Es una explosión de color. Todo un festival, en realidad.
—Haces que me sienta más desnuda de lo que ya estoy.
—Eso es lo que más te gustaba de mí.
—Sí, tu capacidad de desnudarme.
—Así es.
—¿Y por qué esa sensibilidad tan acusada para con las mujeres?
—Como sabes, las enfermedades afectan a los seres humanos en función
de su genética. De este modo, a mayor variabilidad genética de una
población, menor incidencia de una enfermedad concreta. En consecuencia,
los millones de años de evolución humana han buscado aumentar esa
variabilidad y, para ello, han creado dos sexos opuestos, que, al combinarse
entre sí, originan una genética nueva y diferente. En otras palabras, la
evolución humana ha forjado la complementariedad perfecta mediante la
creación de dos sexos opuestos, la de un hombre con una mujer, con el
exclusivo fin de asegurar la continuidad de la especie —Enarcó las cejas de
forma muy teatral—. ¿Y qué nos ha regalado la naturaleza para encontrar a
esa pareja compatible y perfecta? —Patrick hizo un ostentoso gesto con los
brazos—. El órgano vomeronasal.
—¿Otra anomalía de tu cuerpo? —preguntó ella con cara de diversión.
—Qué va, lo tenemos todos los seres humanos. Lo malo es que se
encuentra muy atrofiado. Por algo, ocupa solo una pequeña parte de la nariz.
Además, se trata de un órgano que no avisa de lo que capta. De modo que su
propietario puede intuir que se encuentra ante la mujer de sus sueños, es
decir, la mujer genéticamente ideal para él, pero no saber por qué. Aunque,
en mi caso, el festival de olores se convierte en una auténtica y maravillosa
orgía de luz y color cuando «veo» a una mujer que es compatible conmigo.
—¿Y por qué detectas mis zonas de especial sensibilidad?
—Porque tienen un colorido único.
—Salvo cuando uso jabón aromatizado en lugar de uno neutro.
—Sí, recuerda que su aroma limita mis posibilidades.
—Vale, vale, pero cuéntame más del órgano vomeronasal.
—Es un órgano olfatorio que solo percibe vomeroferinas, que no son
más que sustancias químicas segregadas por el cuerpo capaces de alterar la
conducta social, maternal o sexual de otro individuo.
—¿Cuántos olores ves?
—Una persona normal puede diferenciar unos pocos millones de
colores, pero, en cambio, es capaz de apreciar en torno a un billón de olores;
olores que, por otro lado, alteran mucho más que cualquier otro sentido su
memoria, estado de ánimo o la capacidad de reconocer a otros.
—¿Y el tamaño importa? El de la nariz, quiero decir.
—No, en absoluto.
Tricia puso cierta cara de admiración por esa gran desconocida que
ahora le resultaba la nariz, sobre todo la de Patrick.
—Todo esto es sorprendente —concluyó ella—, aunque debo admitir
que los recuerdos más intensos de mi infancia son los que vienen
acompañados de un olor. Es como esa pastelería que había cerca de casa de
mis padres, que me viene a la memoria cada vez que paso por delante de un
sitio que huela igual; algo que no me sucede cuando veo una pastelería en
una foto, por ejemplo. Pero me surge otra duda. ¿Cómo eres capaz de
identificar los colores si nunca los has visto?
—Les he puesto nombres a mis colores en función de lo que representan
para mí y lo que me cuenta la gente. Por ejemplo, verde para la hierba y azul
para el mar, aunque mi verde y azul posiblemente nada tengan que ver con
los tuyos. El único con el que estoy seguro de acertar es con el negro, por una
cuestión muy sencilla: la oscuridad absoluta es negra para todo el mundo.
—¿Qué hay de esos otros miles y millones de colores?
—Son variaciones de los colores principales. Y, gracias a Dios, los
sinestésicos tenemos mejor memoria que las personas normales por asociar
dos sensaciones a un mismo estímulo.
—¿Y qué pintan los masajes en todo esto?
—Sirven para estimular la circulación sanguínea, lo que, a su vez,
provoca un aumento de la secreción de diferentes sustancias y, por lo tanto,
de mucha información.
—Pues a veces he tenido la sensación de que me masajeabas solo parte
quedarte a gusto, por vicio, no para estimular no sé qué parte de mi cuerpo y
conseguir que te revelara no sé qué secretos.
Patrick esbozó una sonrisa.
—¿Y de qué manera ves los colores? —preguntó ella con rapidez, sin
darle tiempo a intervenir.
—Imagina el mundo real, pero en blanco y negro y una amplísima
variedad de grises. Ahora piensa en como lo verías si te pusieras unas gafas
transparentes, sin color, pero sobre las que se proyectasen, digamos,
relámpagos y manchas de diferentes colores, intensidades y duraciones.
—Creo que puedo imaginarlo. Y creo que resulta atractivo. ¿A ti gusta
lo que ves?
—Muchas veces. Hasta me maravilla en ocasiones. Pero, en otros casos,
me produce agotamiento o dolor de cabeza.
—Ya, tus famosos bajones después de esas exploraciones que me hacías.
Por suerte, conozco bien ese estado de ánimo tuyo y sé cómo aliviarlo —
Tricia le comenzó a desabrochar los botones de la camisa—. ¿Somos
genéticamente perfectos el uno para el otro? ¿Qué dice tu nariz?
—Que es muy posible.
—¿No está segura? —susurró Tricia con voz dulce—. Yo me encuentro
muy a gusto cuando estoy cerca de ti, muy cerca, respirando lo que eres. ¿En
eso consiste todo? ¿En ese olor a ti que me resulta tan agradable, tan
reconfortante?
Él sonrió, y ella comenzó a acariciarle la cara.
—¿Tienes a voluntad esas experiencias sinestésicas?
—No es que tenga un interruptor que active o desactive mi sinestesia, es
solo que puedo concentrarme en esa tarea o pasar de puntillas sobre ella. Al
final, todo depende de lo cerca que esté de la gente, lo intenso que sea su olor
y de lo novedoso que sea para mí.
—Aunque ya tengo una cierta idea, ¿hasta qué punto eres capaz de
husmear en los secretos de las personas?
—Puedo saber si deseas al hombre que conociste la semana pasada.
Puedo ver tu miedo, tu embarazo, tu enfermedad. Porque todo lo cuenta tu
cuerpo, todo se desprende de él, permaneciendo días a mi disposición en tu
piel, tu pelo y tu ropa.
—La verdad, nunca me había parado a pensar que dejaría un rastro allá
por donde fuera bien cargado de datos sobre mí.
—La gente desconoce muchas cosas de sí mismo. Un buen ejemplo es lo
que ya te he dicho, que toda persona tiene su propio olor, su propio color. Es
como su huella dactilar, única e irrepetible.
—¿Y las puedes distinguir?
—En teoría sí, aunque no he tenido la oportunidad de conocer a tanta
gente.
Tricia sonrió.
—Desde luego, nadie podría esperarse algo así de la persona de al lado
en la oficina o en el metro.
—Por no hablar de que no hay forma de evitar que esa persona sea
«interrogada», por decirlo de alguna manera. Todo el mundo huele. No es
posible disimularlo. Es un proceso tan natural como inevitable.
Ella tardó un rato en asimilar todas las novedades, toda la información
que había ansiado obtener desde hacía tanto tiempo. Cuando lo hizo, se sentó
en el borde de la cama, dejando a la vista su torso desnudo:
—¿Me lo has contado todo para lograr que te ayude?
—No me esperaba esa pregunta.
—Responde.
—Si te digo que sí, no me ayudarás. Si te digo que no, quizá no me creas
y las cosas podrían empeorar. Así que mejor será que no te dé una respuesta.
Con cierto enojo, Tricia le replicó:
—Te ayudaré, pero no por ti, porque no te lo mereces, sino porque Dios
te ha creado para que hagas el bien, para que ayudes a los demás.
—Yo no estaría tan seguro.
—En cualquier caso, tu habilidad te otorga una ventaja increíble frente a
la policía, porque tú puedes investigar en caliente, en el mismo momento de
llegar a un sitio, sin necesidad de pedir ayuda o ir al laboratorio a recoger los
bártulos. Por eso entiendo lo valiosa que era tu ayuda en la investigación de
diversos crímenes. Y eso nos lleva al Monte de los Olivos.
—No entres en ese tema.
Tricia terminó de quitarle la camisa y se apoyó contra su espalda.
—¿Qué ocurrió allí? ¿Qué pasó en ese sitio, al que todos llaman Cerro
Muerto desde entonces? Estoy segura de que tiene mucho que ver con lo que
acabas de contar.
—Lo siento, pero nunca hablo de ello.
—¿Te crees que no lo sé? Te perdí precisamente por eso, porque no
compartes las cosas, no compartes tu dolor.
—Por favor, no insistas.
—No cometeré el mismo error. No dejaré que desaparezcas otra vez de
mi vida porque te empeñes en atormentarte. Vamos, dímelo, ¿qué pasó en
Cerro Muerto? ¡¿Qué ocurrió aquella noche?!
El Monte de los Olivos

15 años antes

Era solo un cerro sin nombre, aunque muchos del pueblo le llamaban el
Monte de los Olivos por algunos árboles de ese tipo que había en él. Sin
embargo, para los habitantes de la solitaria casa que se hallaba en lo alto
del cerro, era, sobre todo, el lugar en el que su familia había vivido durante
generaciones.
A la casa se accedía por un camino de tierra que se encontraba
bordeado por adelfas, una flor que se veía cada vez con más frecuencia por
la zona, como si fuera una plaga bíblica que avanzase lenta pero
inexorablemente.
Las tierras que rodeaban el cerro eran también el sitio en el que los
miembros de la familia se habían dedicado a la producción de miel durante
el tiempo que habían ocupado la vivienda. No obstante, esa época había
llegado ahora a su fin.
Un reciente problema de calidad con la miel les había impedido vender
su producción. Eso los condujo a la quiebra. El único consuelo que
obtuvieron en todo el proceso fue el dinero que cobraron de la póliza de
apicultores, aunque, por desgracia, no cubrió más que una pequeña parte de
las deudas.
De esa manera se anunciaba el final de su vida en el campo, en la que
había sido la morada familiar durante tanto tiempo; un sitio aislado pero
tranquilo, desde el que se podía disfrutar de unas magníficas vistas del valle
de San Felipe, en California, y donde nunca había tenido lugar ningún hecho
relevante y, menos aún, violento.
Hasta esa noche.

Olía mal. Apestaba, de hecho. Era hedor a humanidad, a sudor en


descomposición, a lugar cerrado en el que se había desarrollado una intensa
actividad física. Y apenas lo aliviaba la pequeña corriente de aire que se
filtraba bajo la puerta de la cocina y escapaba por la chimenea del salón.
Tanner abrió los ojos, vio las cuerdas que había sobre la mesa y, poco a
poco, le vino a la mente lo que había sucedido justo antes de perder el
conocimiento.
Recordó que se había despertado en medio de la noche, nada más oír
los primeros gritos, los de sus padres. Luego, que se hizo la oscuridad,
cuando un golpe lo dejó inconsciente. Eso fue en su dormitorio, el que
compartía con Mathias, su hermano.
Ahora los dos se encontraban en el salón, sentados a la mesa,
amordazados y atados a sus sillas. Se hallaban a solas y frente a frente,
quizá para que se mirasen el uno al otro y vieran las grotescas muecas de
terror que dos adolescentes de trece y catorce años como ellos podían llegar
a tener en sus caras.
De los dos, el que tenía los ojos más enrojecidos de tanto llorar y el que
más temblaba de miedo era Mathias. El motivo no era otro que haber sido el
primero en recuperar la consciencia y, por lo tanto, el único que había
escuchado los gritos de dolor y terror de sus padres durante su
interrogatorio y tortura.
Tanner apreció con facilidad la huella que esa terrible experiencia
había dejado en la cara de Mathias pese a desconocer qué había ocurrido
exactamente. Trató de hablar, de hacerse entender por su hermano, a pesar
del trapo que llevaba metido en la boca. Sin embargo, solo logró emitir
sonidos guturales y hacer que uno de los asaltantes saliera de la cocina y
pasara al salón.
—Por fin, despiertos —comentó el recién llegado, de cara malhumorada
y nerviosa.
Era un rostro que remataba un cuerpo atlético, pero no muy alto.
Llevaba una vieja vestimenta de motero, aunque con botas de montar a
caballo. Asimismo, venía envuelto en un fuerte olor a alcohol, que se
incrementó cuando volvió a hablar.
—Hola, Mathias —Apuró su cerveza y se volvió hacia el hermano—. Y
tú tienes que ser Tanner —le espetó a este a escasos centímetros de su cara.
El extraño motero era Joel Speigner, un gamberro de pueblo, pero
peligroso cuando se emborrachaba. Solía deambular en compañía de Harvey
Neyens y su chica, Katya Salinger, no menos problemáticos. El cuarto
miembro de la banda era un tipo tan grande como tonto, Max Enderby, el
saco de músculos del grupo.
Ninguno de ellos sobrepasaba los veintidós años de edad y todos habían
estado parte de sus vidas en los reformatorios de Stockton, Camarillo y Pine
Grove. Era, en los cuatro casos, una pésima forma de entrar en la etapa de
adultos y que, en opinión de muchos, solo podía conducir a un final violento.
Al grupo le gustaba llamarse los Cuatro Jinetes. El sobrenombre lo
habían escogido por su afición a desplazarse a caballo cuando salían de
juerga por los montes que rodeaban el valle de San Felipe. Esa forma de
moverse se fundamentaba en una cuestión muy práctica: evitar la vigilancia
policial de la subestación del sheriff de San Diego ubicada en Ranchita. En
cualquier caso, el riesgo de encontronazo con el sheriff era bajo, habida
cuenta de que el área que tenía que patrullar abarcaba más de tres mil
quinientos kilómetros cuadrados.
—Ya que estamos con las presentaciones —continuó Joel—, les voy a
decir a los demás que dejen de beber y vengan a saludaros.
Tanner se fijó en las manchas de sangre que había en la ropa del
cabecilla del grupo. Eso lo preocupó y le hizo pensar en sus padres,
temiéndose lo peor. Sin embargo, amordazado como se hallaba, no podía
más que gemir, aterrado por la posibilidad de que sus padres hubieran
muerto de forma cruel y violenta.
Permaneció con esa idea atormentándolo mientras Joel iba a la cocina.
Y, cuando este regresó, lo hizo en compañía de Harvey, Katya y Max.
Los hermanos observaron que todos se movían con cierta torpeza, como
si estuvieran un tanto ebrios, y que el aspecto que ofrecían era el de una
banda de chalados, un grupo de ladrones de fin de semana sin preparación
alguna, sin experiencia, que todo lo supeditaba al miedo de sus víctimas, a la
coacción, cuando no a ejercer una violencia innecesaria sobre ellas. Y lo
atestiguaban el martillo y el enorme cuchillo de cocina que llevaba Joel, el
oxidado machete de Harvey y la gran maza que portaba el gigantesco Max.
No obstante, lo peor no eran esas armas, sino que en ellas se podían
apreciar restos frescos de sangre, jirones de piel y algún que otro mechón de
pelo.
—Seré breve porque imagino que no hacen falta presentaciones largas
—explicó Joel—. Yo soy el que manda, Harvey es mi mano derecha, y eso
que discutimos con frecuencia. Katya es su novia, pero también es muy hábil
a la hora de conseguir cosas que un hombre no obtendría jamás.
El chiste pareció incomodar a Harvey, pero no así a la chica, quién
llegó incluso a sonreír.
—Luego tenemos a mi querido y fiel amigo Max. ¿Qué haría yo sin él?
La de veces que me ha solucionado un problema con su sola presencia —Joel
se tuvo que poner de puntillas para apoyarse en el hombro de su enorme
compinche, quien le sacaba una cabeza y media y de estatura y un palmo en
el ancho de espaldas—. Con un físico así, ¿quién no se acojonaría nada más
verlo?
Todos le rieron la broma, todos salvo los dos hermanos.
—Tengo hambre —comentó de repente Max.
Las risas continuaron, acompañadas ahora por varias carcajadas.
—He visto un tarro de miel en la cocina —le indicó Harvey—. Es
grande y está enterito —Se aproximó a los hermanos—. ¿Os importa? ¿Os
puede coger un poco de miel? Bueno, supongo que será toda. Este come
tanto como un elefante.
Max salió del salón en busca de la preciada miel, y Joel retomó la
palabra:
—Sigamos con las presentaciones: por último, estáis vosotros dos, que
seguís amordazados porque no quiero gritos inútiles. Ahora pasemos a cosas
más importantes, por ejemplo, la honradez y el valor. Son ideas que solo
conducen a un mal final. Y, si no, ¿para qué ser un valiente cuando todo está
perdido? ¿Para qué ser honrado cuando nadie sabrá lo que has hecho? La
verdad, chicos, no entiendo la actitud de gente como vuestros padres. Tanto
sufrimiento para nada. Bueno, sí, para dejaros ahora con un problema que
yo no querría ni muerto. De manera que, si no queréis que os pase nada, si
no queréis terminar tan muertos como vuestros padres, decidme dónde está
el dinero.
Fue el golpe de gracia. El estado de shock en el que ya se encontraban
se vio acentuado más allá de lo soportable, y ambos hermanos palidecieron y
se desmoronaron hasta casi desmayarse. Lo siguiente fueron unos fuertes
lloros, ahogados por sus mordazas.
—Veréis, Katya, con su encanto, tuvo la inmensa fortuna de enterarse,
por un empleado de la cooperativa de ahorro que os conoce bien, de que
vuestros padres cobraron un pastón y que parte de ese pastón se lo trajeron
a casa. ¿Cómo lo han hecho? ¿Para qué? La verdad, ni lo sé ni me importa,
pero quiero ese dinero.
Tanner y Mathias se miraron el uno al otro con caras que parecían
querer decir:
«¿Qué dinero es ese? ¿Y dónde está?».
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Katya, una chica guapa, pero de
delgadez extrema y tatuada de pies a cabeza.
—¿A qué te refieres? —replicó Joel mientras abría otra cerveza.
—A estos dos —Se aproximó a Tanner y Mathias y les dio un beso falso
y ruidoso en la mejilla—. ¿Qué hacemos con ellos?
—Pensar en cómo sacarles lo que queremos.
—¿Y si no saben nada? Los padres no lo sabían.
—Nunca se puede estar seguro.
—¿Cómo que no? ¿Piensas que se han dejado matar por gusto?
—Pienso que sabían que los mataríamos de todas formas y que, para
eso, mejor jodernos dejándonos sin dinero.
—¿Y poner en riesgo la vida de sus hijos?
—También están muertos. Y lo sabían. La duda es cómo morirán.
—La gente no siempre piensa como tú.
—Por eso soy el que dirige el grupo; porque pienso diferente, porque
siempre voy un paso por delante.
—Igual nos hemos metido en un lío sin necesidad.
—Sabías bien a lo que veníamos. No te andes ahora con remilgos.
—No estoy de acuerdo. Nadie se deja torturar para joder a otro, y
menos a sus hijos. Si no han dicho nada, es porque no sabían nada. Nos
hemos equivocado. Eso es todo.
—No nos hemos equivocado. ¡No me he equivocado! Y estos hablarán,
tenlo por seguro.
—¿También los vas a torturar hasta matarlos?
—Si hace falta, sí. Primero a uno, para que el otro lo vea, y después al
segundo, cuando sepa lo que le va a pasar.
—¿Y si no saben nada?
—Ya me lo has preguntado.
—Pero no me has respondido.
—Hablarán, puedes estar segura. Tenemos suficiente alcohol en el
cuerpo como para que no nos importe estar aquí toda la noche con estos dos.
Y al final dirán algo que nos conduzca hasta lo que queremos. Aunque sea de
forma inconsciente. Estos dos no están igual de curtidos que sus padres,
granjeros de pura cepa. Estos dos prefieren las nuevas tecnologías al tractor.
Son blandos como todos los tíos de su edad. Se derrumbarán rápido,
intentarán agradarnos contándonos muchas cosas y acabará por salir lo que
buscamos.
La chica los miró sin que se apreciara en su rostro ni un ápice de la
compasión o duda que parecía haber en sus palabras.
—Te equivocas en otra cosa —dijo Harvey interrumpiendo la
conversación.
—¿En qué?
—No es una familia de granjeros.
Harvey soltó varias carcajadas a pesar de la poca gracia de la broma.
—Empecemos ya —pidió Katya.
—Tranquila. No hay prisa. Además, estoy cansado. Todos estamos
cansados. Torturar resulta agotador, aunque tú eso no lo sabes. Te has
limitado a mirar y disfrutar.
—No me toques las narices.
—No es eso lo que me gustaría tocarte.
Joel se aproximó a Katya y la miró con detenimiento, hasta que ella
masculló:
—No das la talla, canijo.
—Sabes que sí la doy, ya lo creo que lo sabes.
—¡Déjalo ya! —le advirtió Harvey, su novio.
—De acuerdo, lo dejo… —Joel se alejó de la chica—, pero que conste
que sé lo que le gusta.
—¡Tú qué sabrás! —vociferó ella.
—¡Lo saben todos, coño!
Harvey tiró al suelo la botella de whisky que se estaba bebiendo.
—¡Ya está bien!
Lo hizo poniéndose de pie, exhibiendo así una estatura algo mayor que
la de Joel, pero que no, por ello, resultaba tan amedrentadora como la de su
jefe, principalmente por una evidente falta de masa muscular y un exceso de
grasa en todo su cuerpo.
—¿Por qué? —repuso Joel—. Estamos de broma. Nos vendrá bien para
afrontar mejor lo que tenemos por delante.
Señaló a Tanner y Mathias.
—Joel, ándate con ojo con esas cosas —le ordenó Harvey—. No me
gustan. Lo sabes. Llevas un tiempo con las mismas putas bromas. Que si
Katya esto, que si Katya lo otro…
—De acuerdo, de acuerdo, se acabó. No volverá a ocurrir.
—Más vale que sea verdad.
Harvey era muy celoso, casi de forma enfermiza, por lo que ya había
tenido serios altercados con su novia. Y Joel lo sabía de sobra. Por eso
disfrutaba incordiándole con cuestiones relacionadas con esa faceta de su
carácter.
—Katya… —musitó el cabecilla entre trago y trago de su nueva cerveza.
—¿Sí?
El cabecilla le sonrió.
—Te lo advertí —protestó Harvey poniéndose de pie con su machete en
la mano.
—Quieto, quieto, quieto.
Joel había sido tan rápido como él y ya empuñaba su enorme cuchillo de
cocina.
—¡Callaos de una vez! —bramó Max nada más volver al salón con el
tarro de miel en la mano, ya casi vacío.
Su voz había sonado a la de un idiota grande y fuerte. De hecho, así era
él, como si su enorme estatura y su desproporcionado físico impidieran que
su sangre le llegase correctamente al cerebro.
—¿Por qué no te metes en tus asuntos? —le replicó Harvey.
—No me gusta que discutáis.
—¿Qué más te da?
Max dejó el tarro y cogió la maza para pasársela de una mano a otra.
—¿Sabes lo que puedo hacer con esto cuando estoy cabreado? No es
como lo del granjero de la cocina. A ese le he dado flojo.
Jugueteó con la maza un poco más, haciéndolo con una facilidad
pasmosa gracias a sus enormes manos y su descomunal fuerza física.
Harvey comprendió de inmediato que era más fácil recibir un buen
golpe con la maza, que supusiera el final de la discusión, que clavarle su
machete a Max o cortarle el cuello con él. Para empezar, tendría que
adentrarse en el radio de acción de una maza empuñada por un brazo bien
largo. De modo que decidió cambiar de tema, pero tratando de que no se
notara que cedía a las amenazas de Max.
—Ya que estás de pie, con ese trasto en la mano —dijo Harvey
enfundando su machete—, ¿por qué no te llevas a uno de estos a la cocina y
le enseñas lo que le espera si no empieza a contarnos cosas que nos
interesen?
—Sí, ¿por qué no? —susurró Max echándole un vistazo a Tanner—.
Podría empezar con él. Es el que más tiembla.
Tanner miró a Mathias, a su hermano mayor, a quien siempre lo había
ayudado, a quien siempre lo había protegido; en el colegio, en el barrio,
incluso frente a regañinas de sus padres. La mirada era una súplica con ojos
llorosos, un ruego para que lo salvase de un muerte cierta y horrible.
—Levántate —le ordenó el grandullón.
Max le soltó las cuerdas que lo mantenían atado a la silla. Luego,
cuando agarró a Tanner por el pescuezo y lo puso de pie, Mathias empezó a
agitarse. Lo hacía con todas sus fuerzas, dando la impresión de estar poseído
por el diablo. Trataba, así, de liberarse para responder a la petición de
socorro de su hermano y salvarlo. Gritó pese a la mordaza, pataleó pese a
las ataduras. Su cuello se hinchó, se le marcaron las venas y su rostro
enrojeció.
Tanner lo imitó, y, en el forcejeo con Max, se salió el trapo que le
tapaba la boca.
—Quiero hablar —gimoteó al verse con la boca libre.
Max se rio en su cara con sonoras carcajadas y lo soltó con
complacencia, dejando que Tanner se desplomara sobre la silla.
—Quiero hablar, quiero hablar, quiero hablar…
—¡Está muerto de miedo! —exclamó Harvey, divertido—. Joel, tenías
razón. Estos no son granjeros.
—Agua…, un vaso de agua…
—Harvey, ve tú por ella —le ordenó Joel mientras Max ataba de nuevo
a Tanner a la silla.
—¿Por qué? ¿Por qué yo? —protestó el delincuente—. Quiero escuchar
lo que dice.
—No dirá mucho con la boca reseca por el miedo. Y tú estás más cerca
de la cocina.
—Que vaya Max. Esto me divierte.
—Te lo he dicho a ti —Joel blandió su cuchillo con un gesto autoritario.
Harvey reaccionó saliendo del salón, pero sin dejar de gruñir y
maldecir.
—¡El grifo no funciona! —gritó enseguida desde la cocina.
—Tú, chaval —refunfuñó Joel—, el grifo no funciona. ¿Quieres un vaso
de leche?
La respuesta de Tanner fue un sonido gutural.
—¡Harvey! —chilló a continuación el cabecilla—, ¿hay leche por ahí o
cualquier otra cosa que se pueda beber?
—¡No! ¡Ni siquiera hay nevera! ¡Y no le voy a dar una de nuestras
cervezas!
Joel decidió quitarle la mordaza a Mathias.
—Dime cómo coño se consigue agua en esta casa. Tu hermano tiene sed
y solo sabe decir que tiene sed.
Su interpelado inspiró profundamente. Necesitaba llenar sus pulmones,
recuperarse de los momentos de tensión recién vividos, pero un repentino
mazazo en su mano y el consiguiente crujido de sus pequeños huesos lo
trajeron de vuelta al infierno.
Chilló como nunca lo había hecho y soltó un alarido interminable, que
lo dejó sin aire.
—No te entretengas. Tu hermano tiene sed.
Otro golpe de Max con la maza, y otro chasquido en la mano de
Mathias.
—¡Ahora sí que se ha roto algo! —exclamó Katya.
—No —repuso Max—, es la mesa. Se está rompiendo.
—También su mano. Mira cómo la tiene. Parece un puñado de
salchichas.
Se echó a reír con carcajadas hirientes y sin dejar de señalar el paquete
de embutido que se hallaba en el extremo de la muñeca.
—Mathias… —gimoteó Tanner—, agua…, por favor.
—El chico sabe dónde hay agua —manifestó Joel—. Eso está claro.
Mathias resopló y se sobrepuso al dolor lo suficiente como para prestar
atención a la súplica de Tanner.
—Hay que ir al pozo —murmuró entre quejidos—. Hay que bombear
agua a mano. La bomba eléctrica se estropea con frecuencia.
—¿Dónde está ese pozo?
—Detrás de la casa, a unos cien metros.
—¡Cien metros! ¡¿Tenemos que bombear agua a cien metros de
distancia?! ¿Al menos se puede encontrar de noche con facilidad?
—Sí, sí, solo hay que ir hasta un olivo grande y viejo. Se ve enseguida.
Joel pasó a dar las órdenes oportunas:
—¡Harvey, vuelve aquí! ¡Quiero que vigiles a estos dos mientras salgo
de la casa! —Su compinche se plantó ante él en apenas unos segundos—.
Voy a inspeccionar los alrededores. Nunca se sabe si hay alguien
husmeando. Mientras tanto, Max, sal por la puerta de atrás y busca ese
olivo, grande y viejo como tu abuelo. A ver si encuentras la bomba.
—¿Yo solo?
—Sí, tú solo.
—Está muy oscuro. No encontraré nada.
—¿Para qué cojones hemos traído las linternas?
Por un brevísimo instante, Tanner tuvo la impresión de que Max tenía
miedo.
«Pero ¿a qué?», se preguntó.
Prestó atención al grandullón mientras este se marchaba, observando su
repentino sudor y movimientos agarrotados.
Después, Joel habló con un tono más distendido, como si la esperanza
de tener por fin al alcance de la mano lo que tanto ansiaba le hubiese
calmado los ánimos.
—Katya, ve a la cocina y trae un par de vasos para estos dos.
—¡No soy vuestra camarera!
—Me da igual lo que creas que eres. Trae lo que he dicho.
Se produjo un momento de duda por parte de Katya, luego un gesto de
autoridad de Joel y, finalmente, la disputa quedó resuelta.
—Harvey, te dejo mi martillo por si alguno de estos dos necesita que se
le recuerde que hay que comportarse como es debido.
Entonces, cada uno se dirigió a cumplir con su cometido.
—Tenéis un futuro muy corto, chicos —dijo Harvey una vez que se
encontró a solas con ellos—. La duda es cómo será, si jodido o muy jodido.
Acarició la funda de su machete y sonrió con cinismo para incrementar
el sarcasmo de sus palabras. Sin embargo, el efecto no fue el que esperaba:
Tanner había dicho algo.
—¿Qué dices, niño?
—Tenemos que hablar —susurró Tanner con esfuerzo.
—¿Qué has dicho? Casi no te oigo.
—Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De Katya.
—Mejor será que dejes en paz a mi novia.
Tanner soltó otro quejido, acompañado de unas palabras ininteligibles.
—Se está acabando mi paciencia, niño, así que haz un esfuerzo y suelta
de una vez lo que tengas que decir, pero procura que me interese de verdad
—Harvey aproximó su cara a la de Tanner para escuchar mejor lo que su
débil voz decía y, cuando lo oyó, cuando lo comprendió, se irguió casi de un
salto—. ¿Katya está enferma? ¿De qué cojones hablas, listillo? ¿Acaso eres
médico? —Para Harvey, fue como si lo hubieran golpeado con un martillo—.
¡Vamos, aclárame eso o te abro la cabeza!
Un nuevo susurro obligó a Harvey a pegar su oído a la boca de Tanner.
—¿Qué has dicho?
El chico volvió a murmurar, y el delincuente dio otro respingo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó, llenó de rabia—. Solo me lo ha dicho a
mí, solo a mí. Y ha sido hace cinco días.
—¿Acaso importa? —musitó Tanner.
—¿De qué la conoces?
La preocupación de Harvey iba en aumento. Aquello no tenía sentido.
Menos aún si se tenía en cuenta que en la casa no parecía haber dinero y que
todo apuntaba a una metedura de pata de Joel y Katya.
—¡Harvey —gritó Katya desde la cocina—, aquí no hay ni un maldito
vaso! ¿Qué clase de cocina es esta?
—¡Sigue buscando! —Harvey volvió a centrar su atención en Tanner—.
Sí, ¿qué clase de cocina hay en esta casa? No tiene agua, no tiene vasos…
¡Joder con los granjeros! —De repente, una idea tan extraña como peligrosa
se le cruzó por su cabeza—. Joel… —Miró hacia la cocina—. ¿Y si no hay
dinero? ¿Y si nunca lo ha habido? ¿Y si todo no es más que una estratagema
de Joel para acabar conmigo? Peor aún, ¿y si Katya está conchabada con
Joel y hasta con el chico? —Tras unas cavilaciones más, tomó una decisión
—. Katya…
—Aún no he encontrada nada.
—Da igual. Vuelve al salón.
Harvey examinó a los hermanos mientras esperaba la llegada de su
chica.
—No tenéis buena pinta. Parece que fuerais a morir en cualquier
momento.
Apenas un poco más tarde, ella se plantó junto a él con cara de
satisfacción.
—Que se jodan, que se mueran de sed —comentó la mujer—. Total, la
diferencia no va a ser muy grande.
—¿Por qué no te sientas?
—¿Ahora te vas a poner cariñoso?
—Te conviene descansar.
Le ofreció una silla, y Katya se sentó. Lo hizo extrañada, pero a la vez
divertida, porque Harvey era su chico, sí, pero también un cretino, al menos
a veces, y bastante bruto. De modo que comportarse como un caballero, uno
de esos que salían en las películas en blanco y negro que echaban por la tele
de madrugada, constituía una auténtica sorpresa, sobre todo en esos
momentos.
—Ya me dirás a qué viene esta galantería.
—Sí, te lo diré, claro que sí.
A Katya se le erizó el vello, y, aunque fue muy sutil, Harvey lo percibió.
Al fin y al cabo, la intención de su indirecta había sido provocar una
reacción de ese tipo.
—¿Desde cuándo conoces a Joel? —le preguntó a ella.
—No lo recuerdo bien.
—Vamos, intenta acordarte.
Harvey le dio un corto masaje en los hombros y luego pasó al cuello.
—No sé, unos meses antes de conocerte a ti. Quizá un año.
—¿Siempre os llevasteis bien?
Se oyó un ruido de grifo por el que empezaba a correr el agua a
trompicones, que procedía de la cocina, aunque el sonido se detuvo
enseguida.
—Pues…, sí, siempre se portó bien conmigo. Bueno, no siempre. A veces
se pasaba de la raya.
—¿Alguna después de que me lo presentaras?
—¿Cómo quieres que recuerde esas cosas?
—No es difícil. No ha pasado tanto tiempo.
Harvey realizó una pequeña presión sobre el cuello con ambas manos, y
Katya se estremeció.
—¿Nunca ha intentado aprovecharse de ti?
—¡Claro que no!
—¿Has sentido alguna tentación?
Se produjo un largo silencio, que fue roto por un balbuceo de Katya.
—No entiendo a qué te refieres. ¿Que si se me ha insinuado?
—¡Nooo! —replicó él casi gritando—. Lo has entendido muy bien, así
que no me respondas con evasivas.
—¡No es una evasiva!
Ella trató de levantarse, de protestar, pero las fuertes manos de Harvey
se cerraron en torno a su cuello y la forzaron a quedarse en su sitio,
intentando respirar.
—Mira la cara de ese idiota —Harvey señaló a Tanner con la cabeza—.
¿Te parece la de alguien que pueda sorprenderme? Pues quien me iba a
decir a mí que el hijo de un granjero me abriría los ojos de semejante
manera. Aunque luego me dije: no, yo no soy un idiota, qué va, lo suyo solo
es un truco para salvar el pellejo. Y entonces te siento aquí y te pregunto, y,
oh, sorpresa, te pones nerviosa.
Katya gritó, entre asustada e indignada:
—¿De qué demonios hablas?
Harvey la agarró de la cabeza y la obligó a mirar a Tanner.
—Tu amigo, el hijo del granjero, dice cosas de ti que son muy
interesantes.
Katya rompió a llorar.
—Ahora vosotros dos hablaréis el uno con el otro. Así podré saber de
una puta vez quién miente y quién no. Evidentemente, quien quede como un
mentiroso no se levantará más de esta mesa.
—Pero ¿qué quieres que le diga? ¿De qué esperas que hable con él?
—¿Cómo quieres que te lo repita para que empieces?
Le propinó un fortísimo puñetazo en la oreja, y ella cayó al suelo.
Katya chilló de forma aguda y prolongada. Luego enmudeció, aunque
en realidad solo cogía aire para el siguiente grito. Pero, antes de lograrlo,
Harvey le tapó la boca con una mano.
—Necesito salir de dudas, y no me estás ayudando.
El móvil de Harvey sonó en el interior de su bolsillo. Era Joel.
—Si hablas o gritas, juro que te reviento el cráneo con el martillo de
Joel —le espetó Harvey a su novia.
Ella palideció, trató de decir algo, aunque solo consiguió balbucear, y,
al final, guardó silencio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Harvey tras descolgar.
—¿Tenéis agua ya? La bomba de aquí fuera es una porquería.
—Sí, hay agua, pero te morirías de sed con esta cantidad.
—¿Qué ha sido ese grito? Me ha parecido que era de Katya.
—No, era una silla. Ha chirriado al arrastrarla.
—Entiendo… Haremos otro intento con la bomba, pero, si falla, ese
chico tendrá que hablar con la lengua seca.
Harvey colgó y miró a Tanner.
—Quizá nunca se llegue a esa parte de la conversación —Ayudó a
Katya a incorporarse y la sentó de nuevo sobre la silla—. Él te conoce. Pero
¿por qué? ¿De qué?
—Es mentira.
—No lo es. Me ha contado algo de ti que solo sabíamos tú y yo. O eso es
lo que yo creía —Harvey observó de nuevo a Tanner—. ¿Qué opinas,
chaval?
—Pero ¡si no dice nada! —exclamó ella ante el silencio de Tanner—. No
lo conozco. No me conoce. No nos hemos visto nunca. ¿Qué podría decir este
idiota? ¿Qué podría decir de mí?
—Mientes —le susurró Harvey al oído.
—Pero ¡¿qué te ha contado?!
—No me tomes por estúpido. No me vuelvas a hacer esa pregunta o te
rompo la cabeza.
Katya volvió a llorar.
—Harvey, por favor, enfádate con él. Es un mentiroso. Un liante. Solo
pretende salir de aquí con vida a costa de que discutamos entre nosotros.
—Dime, Katya, ¿qué ocurrió entre Joel y tú el día que estuvisteis solos
en Scissors Crossing? Recuerdo bien que ese día te quejaste de él. ¿Qué te
hizo? ¿Qué te dejaste hacer?
—Nada, Harvey, nada, te lo juro.
Él se hartó, cogió el martillo que Joel había dejado sobre la mesa y
golpeó la mano de Katya con él. Y el mismo crujido del que ella se había
reído hacía un rato, el crujido de los dedos de Mathias, se escuchó de nuevo
en ese preciso instante.
Acto seguido, Joel le metió en la boca el trapo con el que Tanner había
estado amordazado. Ella, de manera instintiva, se llevó las manos a la boca
para sacárselo, y él aprovecho para agarrarle las muñecas, retorcerle los
brazos y atárselos a la espalda con una de las cuerdas de la mesa.
—Ahora grita y desahógate, que nadie te oirá. Luego, cuando te hayas
relajado, te quitaré el trapo de la boca para que podamos continuar con
nuestra charla.
Así, pasados unos minutos de gritos ahogados por la mordaza, de
tensión y temblores del cuerpo de Katya, llegó un momento en el que ella
pareció recuperar cierta calma.
—Bien —comentó Harvey—, te voy a sacar el trapo, pero no lo
aproveches para chillar.
La amenazó con él martillo blandiéndolo en el aire y le extrajo el trapo
de la boca.
—No me pegues más, no me pegues más… —balbuceó ella entre lloros y
gemidos.
—Verás, Katya, este chico me acaba de contar que no seré padre. Eso
me ha hecho pensar que estás enferma y no darás a luz. Pero, en ese
momento, la cabeza se me llena de preguntas. ¿Qué enfermedad padeces?
¿Por qué no me lo has dicho? ¿Cuándo perderemos a nuestro hijo? Entonces
pienso que el chico bromea y que me quiere tomar el pelo. Además, no tiene
forma de saber nada de tu embarazo ni tu posible enfermedad y tampoco me
cuenta nada sobre la identidad de la madre, ya que se limita a decir que yo,
repito, yo, no seré padre.
Katya temblaba.
—Veo que cada vez tienes más miedo. ¿Por qué será?
—Es que no me crees. ¡No me crees! ¿Y por qué a él sí? ¿Por qué?
—Porque luego me ha dicho que estás embarazada de tres semanas,
porque sabe que ¡tú estás embarazada de tres semanas! ¿Y cómo lo sabe? Ni
idea.
—Se lo habrá inventado.
—Pues ha acertado de lleno.
—Pues, sí, ha acertado. ¿Qué quieres que le haga?
—Katya, ese chico sabe cosas de ti que no debería saber, y eso me lleva
a pensar que Joel y tú estáis planeando algo contra mí, pero con la ayuda del
hijo del granjero. Y, si esto fuera cierto, tendría que matarte. Y a Joel y a…
¿Max? La verdad, no sabría qué hacer con ese tonto.
—¡Estás paranoico! ¡No hay ningún plan contra ti! ¿Qué plan es ese?
—Se me ocurren tres posibilidades. La primera, que así seríais menos en
el reparto del dinero. La segunda, que Joel pueda decir abiertamente que es
el padre y quedarse con el niño porque yo ya estaría muerto. Y la tercera, la
suma de las otras dos. Y supongo que, para eso, un asalto, mejor dicho, un
asalto fallido a esta casa, con una muerte fortuita, la mía, es perfecto para
disimular mi asesinato. Los polis no buscarían un culpable porque pensarían
que lo hizo un granjero en legítima defensa, los colegas no culparían de
nada a nadie… Es perfecto, incluso, para que yo no sospeche lo que me va a
pasar. Pero algo sale mal, y el chico habla más de la cuenta. ¿No sabía que
lo ibais a torturar? ¿No sabía que mataríais a sus padres? En fin, qué más
da. Al fin y al cabo, eso no es lo peor, sino que, como no parece haber
dinero, todo se reduce a que me queréis matar para que Joel haga de padre
con tranquilidad.
—¿De qué estás hablando, Harvey?
—Lo sabes muy bien.
—¡No, estás borracho!
—Aguanto bien el alcohol.
—Pues será esta casa, que te ha vuelto loco.
Harvey acarició a su novia, le arregló un poco el pelo y dijo:
—Todo esto implica también que el chico y tú ya os conocíais.
Katya agitó la cabeza con fuerza.
—No, no, no…
—Y si os conocíais, volvemos al punto de partida, la trampa para
deshaceros de mí, solo que las cosas no han salido como pensabais.
—Harvey, por favor, escúchame, ese chico miente. Habrá deducido de
alguna manera lo de mi embarazo. Está liando las cosas para que
discutamos entre nosotros y salvarse él.
—¿Tú crees?
—Sí, sí…
—Katya, el chico te conoce mejor que tu puto ginecólogo.
—Es tu hijo, Harvey, es tu hijo, te lo juro.
—Te daré la última oportunidad. Discutiréis sobre ese crío, que igual es
mejor que no venga a este mundo. Y discutiendo salvarás tu vida y la de esa
criatura que llevas en la barriga, pero solo si ganas esa discusión.
La enfrentó de nuevo a Tanner.
—¡¿Por qué le dices eso a Harvey?! —le gritó ella al chico—. ¡¿Por
qué mientes así?!
—No miento. Lo confirma tu color. Estás nerviosa, con miedo, sobre
todo desde que tu novio te empezó a preguntar.
—¡¿Por mi color? ¡Harvey, este chico está loco!
El delincuente se volvió hacia Tanner.
—¿Qué es eso del color? ¿Es el color de su piel?
Tanner comprendió que había metido la pata, que había desvelado en
parte lo que no debía saberse, por lo que añadió algo que era cierto, aunque
también una hábil evasiva:
—Sí, es el color de su piel. Cambió un poco por un aumento de la
adrenalina en su cuerpo.
—¿La adrenalina?
—Hizo que se dilatasen sus vasos sanguíneos.
—¿Y qué importa eso?
—La adrenalina aumenta ante la presencia de un peligro.
Harvey volvió a hablarle a Katya, pero ahora con más rabia que antes:
—¿Soy yo ese peligro? ¿Soy yo porque te da miedo que se hable del
bebé cuando Joel y yo estamos cerca?
—Si me puse nerviosa es porque a veces me das miedo. Y antes lo
hiciste. Te noté extraño. Como cuando te encolerizas.
—Tengo motivos para ello. Aunque, ahora, lo que importa es saber
quién de vosotros dos acabará muerto.
Ella no dijo nada que pudiera servirle de defensa. Ni siquiera protestó
más por las supuestas mentiras de Tanner o las deducciones de Harvey.
—Veo que finalmente no tienes nada que decirle al chico.
Descargó un fuerte golpe con el martillo sobre el cráneo de Katya. Lo
hizo con todo su peso, y el resultado significó la muerte instantánea de la
mujer.
—Adiós —sentenció Harvey.
Katya se desplomó sobre la mesa, y a Tanner y Mathias les entró un
pánico aún mayor, que los llevó a agitarse como dos flanes. Todo porque,
hasta entonces, la muerte solo la habían intuido, la habían sentido cerca, en
la cocina, pero, en esta ocasión, la habían visto desde la primera fila.
—Y, ahora —masculló Harvey exultante—, veamos qué opina nuestro
querido Joel de todo esto.
Fue una espera que se hizo muy larga para Tanner y Mathias a pesar de
su brevedad. Por las lesiones, los terribles dolores, el sufrimiento y la
incertidumbre sobre su futuro. Aunque esto último, a decir verdad, no
arrojaba muchas dudas.
Cuando Joel y Max hicieron acto de aparición, el tiempo se detuvo. O
eso les pareció a los dos hermanos. En esos momentos, Tanner tuvo la
oportunidad de observar el vello erizado de Max. También su forma de
respirar con alivio. Era como si algo del exterior lo hubiese atemorizado.
Por el contrario, la cara de Joel era de hartazgo, aunque pasó de inmediato
a otra de incredulidad. La de Max, en cambio, tardó un poco más en
evidenciar su absoluto desconcierto ante lo que veía. E igual que sus rostros,
sus cuerpos se quedaron petrificados. Ni siquiera se movían sus ojos, con los
que no dejaban de mirar el cráneo de Katya.
Mathias, por su parte, no dejaba de pasar su mirada de Harvey a Joel y
de Joel a Harvey. Pretendía ver quién comenzaba la inevitable discusión, en
la que se descubriría que todo había sucedido por culpa de Tanner. Luego
vendría la fatal reyerta entre Joel y Harvey, cuyo ganador no tendría piedad
ni con su hermano ni con él. ¿Para qué? ¿Para dejar testigos? ¿Para no
darle su merecido al liante de Tanner?
Su hermano se encontraba ahora absorto en sus propios pensamientos.
Hasta tenía cerrados los ojos.
Entonces Joel comenzó a hablar y, para sorpresa de todos, lo hizo con
calma,
—Parece que Katya se ha dado un golpe en la cabeza.
—Sí —confirmó Harvey—, un golpe de mala suerte.
—Suele ocurrir cuando se vive como ella.
Joel decidió aproximarse al cuerpo sin vida de Katya, pero antes miró a
Harvey, a sus ojos, para cerciorarse de que no albergaba el propósito de
asesinarlo también a él.
Harvey, por su parte, intuyó cuáles eran sus intenciones, de modo que
retrocedió, pero solo un paso y sin soltar el martillo ni dejar de pensar en el
cuchillo de Joel.
—¿Crees que se lo merecía? —le preguntó Joel mientras Max
observaba a ambos con preocupación.
—¿Por qué? ¿Te parece que no?
—No es que diga que no, pero… siempre es bueno comprobar los
motivos.
Harvey estaba pensando que Joel se hallaba muy tranquilo, demasiado
para alguien que acaba de descubrir asesinada a la mujer que lo iba a hacer
padre. Por eso pensó que quizá el chico hubiera tenido suerte y que sus
comentarios sobre Katya fueran ciertos por casualidad. Eso significaría, a su
vez, que Katya no había mentido.
Miró a Tanner, pero este continuaba con los ojos cerrados.
—¡Tú, granjero, mírame! —le ordenó.
Tanner abrió los ojos y le dijo en voz baja:
—No confíes en él.
Un instante de distracción, un brevísimo instante, en el que Harvey dejó
de vigilar de reojo a Joel, y se desencadenó el ataque.
—¡No lo hagas, Joel! —vociferó Max.
Harvey percibió el brillo metálico con el rabillo del ojo justo cuando la
hoja del cuchillo se precipitaba hacia él. Saltó a un lado y evitó ser
asesinado. Aun así, la hoja se hundió varios centímetros en su hombro. Acto
seguido, Harvey chilló, se revolvió y la hoja salió de su cuerpo.
—¡Joel, te he dicho que pares! —bramó Max —¡No quiero que os
peleéis! ¡No me gusta!
Pese a sus intentos por detenerla a gritos, la pelea continuó, con
Mathias y Tanner como espectadores privilegiados.
—Te voy a matar, maldito cabrón —le espetó Joel—. Te has cargado a
Katya.
—¡Era una zorra! —le chilló Harvey desenfundando su machete—. ¡El
hijo que todavía patalea en su vientre no es mío! ¡Y todo esto no es más que
un montaje para hacerme desaparecer!
La respuesta conmocionó a Joel. ¿Cómo se había enterado?, pensó. Que
Harvey, quien estaba loco, se cargase a alguien era comprensible, que
matase a Katya, hasta cierto punto también, ya que ella se pasaba la vida
provocándolo como diversión pese al miedo que le infundía cuando él se
encolerizaba, pero que supiera quién era de verdad el padre… ¡Imposible,
era imposible!
—¿Cómo has sabido lo del niño? Katya jamás te lo habría contado.
Max apenas comprendía el contenido de la conversación y por eso no
movía ni un músculo.
—Me lo ha contado tu amigo —explicó Harvey—. Él lo sabe todo. O eso
parece.
—¿A quién te refieres?
—No disimules. Es tarde para eso.
Joel observó a Mathias y luego a Tanner.
—¿Uno de estos dos? —Los examinó de nuevo, ahora con más
detenimiento—. ¿Un vulgar hijo de granjero? ¿Mi amigo?
La mirada que les echó sirvió para que Harvey le lanzase una puñalada,
que no vio venir hasta el último momento. Entonces saltó a un lado, y la
punta del oxidado machete se clavó en el brazo que portaba el cuchillo. La
rapidísima segunda punzada se hundió en el antebrazo y la tercera le hirió
en la mano y provocó la caída de su arma blanca.
Joel chilló, primero de dolor, luego de rabia. Dio un salto hacia atrás y
evitó el siguiente ataque de Harvey. En ese instante intervino Max. Lo hizo
con su pesada maza, asestándole un fuerte golpe a Harvey en el tórax. Este
sintió cómo crujían sus costillas, como se quebraban. Después notó un dolor
muy intenso alrededor de uno de los pulmones y una enorme dificultad
respiratoria. Todo porque el aire se escapaba de su pulmón por la fisura
causada por una costilla rota. A continuación, aumentó el dolor torácico
como consecuencia de la sangre que invadía la cavidad pleural.
A Harvey le flaquearon las piernas. Aun así, no soltó sus armas y fue
capaz de mantenerse en alerta, pero, a los pocos segundos, acusó un mayor
dolor torácico, su piel se tornó pálida y húmeda y sufrió una fuerte tos, que
le hizo escupir sangre.
Max, Joel y ambos hermanos observaron cómo poco a poco su piel
adquiría ahora un tono azulado, hasta que se desmayó y cayó al suelo.
—¡Remátalo! —le ordenó Joel a Max.
—¿Por qué? Ya no es peligroso.
—¿Prefieres esperar a que despierte y nos ataque otra vez?
—A mí no me ha hecho nada.
Su repuesta sonó estúpida, como su tono de voz.
—Pero te lo hará, idiota. Has sido tú quien lo ha reventado como si
fuera un globo.
—¡No me llames idiota!
—Pues termina de reventarlo.
—No me gusta este plan. No me gusta cómo han salido las cosas. No…
—¿Y crees que me gustan a mí?
—Y no hay dinero.
—Veo que no eres tan tonto como parece —Su propia broma lo hizo
reír, pero se detuvo enseguida, aquejado por un fuerte dolor—. Qué putada.
No solo me ha herido. Además, lo ha hecho con su machete oxidado…
Necesito un médico, pero no puedo ir a uno. Daría el chivatazo. ¡Eh,
granjeros! ¿Tenéis un botiquín en esta casa?
Fue Mathias el que respondió a la pregunta.
—Nos lo llevamos a la casa nueva, como todo lo demás.
—¿Una casa nueva? ¿Qué casa? Katya nunca dijo nada.
Mathias temblaba de miedo. Creía que una respuesta que no satisficiera
a Joel acarrearía otro enfado y que lo asesinara en el acto. Pero entonces
intervino Tanner:
—Aquí solo hay antibióticos. Los tenía mi madre. Estaba terminando de
curarse una infección pulmonar.
—Pues deja de gimotear y dime dónde están esos antibióticos.
Tanner balbuceó algo incomprensible.
—Venga, suéltalo, que, si los encuentro, te haré la vida más fácil.
—Están sobre un armario.
—¿Y cuál es ese armario?
—Es verde. Está junto a la ventana del dormitorio de mis padres.
—Sí, lo recuerdo. Lo vi al inspeccionar la casa, pero ¿cómo diablos
pasé por alto la caja de encima? De todos modos, gracias, chico, muchas
gracias —Joel lo miró con desprecio—. Max, ve por la medicina. Yo tengo
que descansar.
—Joel, es mejor que nos vayamos.
—¿Qué dices? ¿Por qué?
—Esta casa tiene algo que no me gusta —respondió Max con voz grave
y tono bobalicón—, algo que no entiendo. Y lo que no entiendo me da miedo.
Joel se dirigió de nuevo a Tanner.
—Eso es verdad. Aquí pasa algo raro. Que Harvey fuese un capullo
impulsivo no implica que se tuviera que volver loco y matase a alguien. Sí
darle una paliza, pero matar… Max, ve por la medicina mientras yo aclaro
esto.
El grandullón se fue, y Joel se sentó resoplando junto a Tanner.
—Bueno, chicos, ya queda menos para el final. Me hago un vendaje
casero, me tomo la medicina y vosotros me habláis de esa mudanza y esa
casa nueva. Le quiero hacer una visita antes de soltaros; no vaya a ser que
tampoco esté ahí lo que he venido a buscar. Y ya hablaremos de lo que le ha
pasado a Harvey cuando vuelva.
Enseguida se oyó a Max tratando de abrir algo.
—¡Me hace falta la llave! —gritó al poco tiempo.
—¡Pues revienta la cerradura!
De inmediato sonó un fuerte golpe.
—¡Lo tengo! ¡Y tengo algo más! ¡Te gustará!
Joel se quedó intrigado.
—¿Qué habrá encontrado el bueno de Max? —le preguntó a Tanner.
El grandullón regresó a los pocos instantes con una caja de antibióticos
en una mano y una botella de Everclear en la otra.
—Vaya con la madre. Si le pegaba tanto a la botella que hasta guardaba
un pequeño tesoro en su dormitorio. Je, je.
—No era suya, era de mi padre. —murmuró Tanner—. El licor es muy
fuerte, pero también muy bueno. Por eso mi padre no quería que estuviera al
alcance de nosotros dos. No quería que no nos aficionásemos a él.
Max le entregó las medicinas a Joel y se quedó con la botella.
—¡Dámela también! —le gruñó su jefe mientras se la arrebataba.
—No puedes mezclar alcohol y antibióticos. Te sentará mal.
—Pero ¡si ya estoy hasta arriba de alcohol!
—¿Es que quieres acabar en un hospital y que te coja allí la policía?
Joel pensó en aquellas palabras.
—Sí, sí, será mejor hacerte caso —Luego procedió a abrir la caja de
antibióticos—. ¡Vacía!
—Te lo dije. Aquí pasa algo que no entiendo. Todo sale mal.
Su jefe tiró la caja al suelo y abrió la botella con rudeza.
—Espero que de verdad seas tan fuerte como dice tu etiqueta.
—No seas estúpido. No te lo bebas.
Joel se quitó la camisa y echó parte del contenido de la botella sobre las
tres heridas.
—Aaaah —gimió.
Para terminar, le dio un largo trago al aguardiente. Y otro. Y otro.
—No te lo acabes.
—Buf, sí que es fuerte.
—Joel, déjame un poco.
—Tú ocúpate de Harvey. Aún tienes que rematarlo. No quiero dejarle
ahí, con vida y que la poli le haga preguntas.
Pero Max se limitó a observar cómo desaparecía el preciado contenido
de la botella.
—Ya duele menos —balbuceó Joel entre trago y trago.
—Esta calma no va a durar, Joel, no va a durar. Marchémonos ahora.
Joel se dirigió a los hermanos:
—Fin del cuento. ¿Dónde está esa casa nueva y dónde ha escondido el
dinero vuestro padre? —Se llevó las manos a la cara y se frotó los ojos—.
Vaya, qué mareo. Igual me he pasado con el alcohol.
—Te lo advertí.
Joel miró la botella. Todavía quedaba bastante alcohol y, si se
descontaba lo que había vertido sobre las heridas, la conclusión era que no
había bebido tanto aguardiente como para hallarse tan indispuesto. Por
supuesto, el alcohol ingerido antes ni lo metía en los cálculos. Consideraba
que no le afectaba por su baja graduación. Sin embargo, el creciente dolor
de cabeza, acompañado de náuseas y una intensa sensación de debilidad, se
empeñaban en indicarle lo contrario.
—Joder, además, tengo hambre. Max, pásame el tarro de miel.
—No queda mucha.
—¡Eres un glotón!
—Tenía hambre.
—¡Pues pásame lo que quede!
—No soy tu esclavo. Y aún no he terminado con Harvey.
—Ya te ocuparás de él. Ahora dame la miel.
—No, cógela tú. Y deja la botella aquí.
—¿Cómo coño dices?
—Lo has oído muy bien.
Max le mostró su maza con un gesto sutil pero suficiente.
—Je, je, je… —rio sin fuerzas Joel—, si resulta que tienes más valor del
que pensaba —Se levantó de la silla tambaleándose y su cara se tornó pálida
como la leche—. Mira que no enterarnos de la mudanza —farfulló ya sin
fuerzas.
Max le arrebató la botella y la rompió lanzándola contra el suelo.
—¿Qué haces?
—Terminar con esto.
Joel se volvió a sentar, ahora con cara de alivio. No obstante, la alegría
le duró poco. Las náuseas se incrementaron y terminó por vomitar.
—Max, llama a un médico. No me encuentro nada bien.
—Has bebido demasiado. Ya se te pasará.
—Esto no es el alcohol. Lo sé. No es la primera vez que bebo mucho. Es
esta puta casa. Hace que todo salga mal. Y morimos uno a uno. Primero
Katya, después Harvey y ahora…
—Harvey todavía vive.
—Ni vivirá mucho más ni hará falta que termines de reventarlo —Los
mareos y las arcadas de Joel fueron en aumento y provocaron que cayera al
suelo. Allí comenzó a experimentar temblores, sudores fríos y palpitaciones
—. Un médico, rápido —suplicó el cabecilla.
Max le echó un último vistazo a Harvey solo para comprobar que Joel
parecía tener razón. Su antiguo compañero de correrías yacía inmóvil en el
suelo y con su cabeza sobre un charco de sangre.
—Estás en lo cierto, la poli vendrá con el médico. Será un follón.
—Llama de una vez.
A pesar de la desesperada petición, Max no hizo nada por socorrerlo.
—Por favor, siempre nos hemos preocupado el uno del otro.
—Y siempre me has tomado el pelo. Te has reído de mí cada vez que yo
te obedecía ciegamente. Me has tratado como si fuera tu perrito cuando yo te
veía como a un hermano.
—Max, te lo suplico, ayúdame. No… no me puedo mover. No sé… qué
me pasa.
Pero su amigo ya solo prestaba atención a los dos hermanos.
—¿Por qué abandonáis la casa? —Su tono de voz estaba cargado de
temor—. ¿Qué monstruosidad esconde? ¿Por qué nos mata a todos?
La respuesta no pasó de un absoluto mutismo.
—¿Necesitáis ayuda para recordar?
Alzó la maza con la evidente intención de reventarle la cabeza a Tanner.
—¡Déjalo en paz! —chillo Mathias—. ¡Déjalo en paz a él y cébate
conmigo! ¡Soy su hermano mayor! ¡Soy…!
El potente golpe que Max descargó contra Mathias lo tiró al suelo junto
con la silla a la que se encontraba atado. El grito de dolor de este quedó
ahogado por el estrépito de la caída. Sin embargo, los chillidos que
siguieron resultaron ensordecedores.
Por fortuna para él, el impacto no había resultado mortal. El respaldo
de la silla lo había amortiguado en parte, salvando así su vida.
—¿Por fin me quieres contar algo? —le preguntó Max.
Más chillidos, más dolor y terror en la cara de Mathias. También
Tanner sintió como el horror lo invadía hasta niveles insospechados.
—No grites o tendré que golpearte de nuevo —indicó el grandullón—. Y
será más fuerte, como a Harvey.
Mathias hizo lo imposible por contener los alaridos y, entre sollozos,
alcanzó a murmurar unas palabras:
—Tanner, por favor, haz que se vaya, haz que todo termine.
Max lo observó malhumorado.
—No es esto lo que esperaba escuchar.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por otro quejido de un Joel
tan inmóvil como un cadáver.
—Tu amigo también se muere —le comentó Mathias entre gimoteos—.
Llama a un médico, te lo ruego.
—¡Yo no tengo que hacer nada! ¡Vosotros sí!
—¿Qué hora es? —le preguntó Tanner de repente.
—¿A qué viene eso?
—Es importante.
—¿Para mí o para ti?
—Para todos.
Max puso cara de asombro.
—Dime la hora. Ya casi no queda tiempo.
—Van a ser las doce —respondió el asaltante con voz trémula.
—¡Baja al sótano! —le conminó Tanner.
—¿Al sótano? Pero ¿qué dices?
—Tienes que bajar al sótano.
—¿Por qué? ¿Qué hay en él?
Max se encontraba tan nervioso que Tanner casi podía escuchar los
latidos de su corazón.
—No sé cómo describirlo. Lo tienes que ver por ti mismo.
—No, en el sótano no hay nada. Joel lo examinó. No hay nada. Nos lo
habría dicho si hubiese algo.
Agarró la maza con fuerza e hizo un gesto intimidatorio.
—¿Por qué crees que han muerto Katya y Harvey? —le preguntó
Tanner.
—Porque eran unos imbéciles.
—¿Y tú eres más listo que ellos?
Enmudeció. Ahora sí. Lo hizo por completo y con cara de estupor.
—Joel sabía más de lo que crees —continuó Tanner—. Descubrió la
verdad en el sótano, solo que no os lo contó.
—¿Y por qué no habéis dicho nada cuando os hemos golpeado?
—Yo tenía que elegir. O una muerte cierta tras confesar o una muerte
probable si no lo hacía.
Max miró a Mathias de forma inquisidora, y este agitó la cabeza
afirmativamente para corroborar la explicación de su hermano.
—Lo preguntaré por última vez: ¿qué hay en el sótano?
—Tendrás que averiguarlo por ti mismo.
—No, seguro que es una trampa.
—No lo es. A Joel no le pasó nada por bajar ahí.
—Pero ahora está muerto.
—Harvey lo mató.
—En una pelea absurda que no tenía que haber ocurrido.
—Seguro que no ha sido la primera entre ellos.
—En las otras nunca murió nadie.
—Alguna vez tenía que pasar.
Aunque el dialogo parecía evidenciar que Tanner tenía razón, Max
continuaba sin obtener la ansiada respuesta. Eso lo puso aún más nervioso.
—¡Tú escondes algo, pero no el sótano, y te lo voy a sacar a golpes!
Max se encontraba fuera de sí. Vociferaba como un poseso y agitaba su
maza sobre las cabezas de Tanner y Mathias.
—Se acaba tu tiempo, Max. Se acaba el de todos nosotros.
—Mira lo que hago con tu hermano.
Lo golpeó en la rodilla, arrancándole un terrible chillido a Mathias.
—Tú no quieres matarnos —gruñó Tanner—, no eres como los de tu
banda, no eres un asesino. Así que baja al sótano y lo comprenderás todo.
Aquel idiota dejó caer la maza y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Ya basta!
—¡Baja el sótano y descúbrelo por ti mismo!
Max apretó los dientes con todas sus fuerzas.
—¡Ya basta, ya basta, ya basta…!
—El sótano, la clave está en el sótano. Y ya casi no queda tiempo.
Max se llevó las manos a la cabeza, como si de ese modo fuera a evitar
que le estallase.
—Si bajo ahí y no encuentro nada, si es solo una forma de hacerme
perder el tiempo, cuando vuelva…, todo terminará —Cogió de nuevo su
maza y la acarició de un modo extraño—. Y el final no te gustará. Nos os
gustará a ninguno.
Max abandonó el salón con movimientos torpes, agarrotado por una
tensión más que visible.
—¿Qué hora es, qué hora es? —le preguntó Tanner a su hermano—.
¿Puedes ver el reloj de la cocina desde aquí? Confírmame que van a ser las
doce.
La conversación se vio interrumpida por el ruido de la maza de Max
golpeando las paredes del pasillo a medida que se alejaba por él. Después
vino un momento de silencio y, a continuación, los pasos lentos, torpes y
pesados del grandullón mientras descendía por la escalera del sótano.
—¿Para qué demonios necesitas saber ahora si van a ser las doce? —
preguntó Mathias.
—¡Tú dímela!
Mathias observó algo en el rostro de su hermano que le causó un
profundo temor. Y no eran las huellas que el sufrimiento había dejado en él,
sino algo muy diferente, algo surgido de una fuerte frialdad y determinación
y que no se podía explicar con palabras.
—¡Dime la hora de una vez!
—Las doce. Puede que en punto. No lo veo bien.
En ese preciso instante se fue la electricidad, y toda la casa se sumió en
la más absoluta oscuridad.
—¡La luz! —exclamó Max—. ¿Por qué se ha apagado? ¡Quiero que la
encendáis! ¡Necesito que la encendáis!
—¡Ya viene a por ti! —le chilló Tanner mientras intentaba liberarse de
sus ataduras.
—¿Por qué dices eso? ¿Quién va a venir?
—¡El monstruo que habita en el sótano!
Tanner imaginó que el pánico dominaba ya por completo a aquel
terrible personaje y que lo tenía inmovilizado.
—¡¿Cómo se enciende la luz?!
La voz de Max era una extraña combinación entre la de un chiquillo
abandonado en un lugar oscuro y desconocido y la de un psicópata a punto
de desencadenar una ola de violencia.
—¡Ya viene a por ti, Max! ¡Deberías arrepentirte de todo lo que has
hecho hoy!
—¡Cállate!
Tanner no conseguía desatarse, por lo que se empujó a un lado y a otro
hasta caer al suelo con la silla en un desesperado intento de que se rompiera
el respaldo y se soltase alguna de las cuerdas.
—¡¿Qué ruido es ese?! —chilló Max desde el sótano—. ¡¿Qué estáis
haciendo?!
—¡Ya viene Max, ya viene, y, cuando llegue, te cogerá y te matará,
como hizo con los otros!
Tanner buscaba asustarle todavía más. Pretendía, así, prolongar su
bloqueo mental y disponer de más tiempo para desatarse.
—¡He dicho que te calles! ¡No me dejas pensar!
—¡No hay nada que pensar!
Pero sí que lo había, porque Max comenzaba a subir las escaleras.
—Os voy a matar, os voy a matar, os voy a matar, os voy a matar…
No paraba de repetirlo. Era como si, de ese modo, consiguiera
ahuyentar a sus fantasmas.
¡Bom! ¡Bom! ¡Bom!
Se lo escuchaba ascender por los escalones con lentitud, palpando las
paredes con su manaza libre y dejando que la pesada maza golpeara los
escalones a su paso por ellos.
¡Bom! ¡Bom! ¡Bom!
Parecía un reloj de cuco señalando la hora de la muerte de los
hermanos.
Mientras tanto, Tanner forcejeaba con desesperación, pues su intento de
liberarse no había tenido éxito.
—Date prisa, —le imploró su hermano—, no me encuentro bien. Siento
mucho dolor.
—Mathias, tendrás que ayudarme. Me voy a arrastrar hasta ti para que
aflojes al menos uno de mis nudos. Ni siquiera hará falta que te levantes.
Tumbado llegarás bien a él. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, sí, sí, lo intentaré.
Su hermano comenzó el largo y difícil camino hasta él empujándose con
los pies.
—¡No os mováis! —se escuchó berrear a Max—. ¡No quiero que os
mováis! ¡Estáis empeorando vuestra situación!
Tanner aceleró el ritmo, jadeando por el esfuerzo.
—¿Te puedes aproximar? —le preguntó a su hermano—. Tardaremos
menos.
—No puedo moverme. El pecho me duele demasiado.
—Debes intentarlo o no nos dará tiempo.
—Creo que me estoy muriendo.
Tanner gritó, dominado por la rabia, un grito que, sin duda, fue
escuchado por Max, porque se aceleró el sonido de sus pasos en su ascenso
por la escalera. Sin embargo, sonaban más pesados, más torpes, y, de
repente, dejaron de escucharse. Luego llegó hasta los hermanos un gemido,
procedente de la escalera, seguido de un quejido mucho más fuerte.
—¡Decidle que se vaya! —aulló Max—. ¡No me deja respirar!
Sus palabras eran casi ininteligibles, su voz, temblorosa, y parecía que
fuera a llorar en cualquier momento.
—¡Se ha metido dentro de mí! ¡Decidle que salga! ¡No me deja mover
las piernas!
—¡Ahora te roerá las entrañas! —le gritó Tanner.
Lo que se escuchó a continuación fue la caída de Max por las escaleras,
rodando como un gigantesco saco de patatas, y, a los pocos segundos, unas
arcadas, que terminaron en vómitos.
—Sacadme de aquí, os lo ruego —chilló con la desesperación del
chiquillo que ansía la ayuda de su madre.
Entre tanto, Tanner proseguía con su agónico desplazamiento.
—Aguanta, Mathias, ya llego, ya llego.
—Por favor, corre. No puedo más.
Tanner redobló sus esfuerzos y aceleró el ritmo de su marcha.
—Tienes que aguantar. Tienes que aguantar.
—No sé si podré soltarte cuando llegues. El dolor no me deja ni
respirar.
Los quejidos de Max que llegaban desde el sótano se fueron haciendo
cada vez más intensos y enseguida se transformaron en chillidos, como si
estuviera retorciéndose de dolor y terror.
—Ya casi estoy contigo —comentó Tanner jadeando por el cansancio.
Cuando llegó hasta él, se colocó de espaldas a Mathias. Ahora, sus
manos estaban al alcance las unas de las otras.
—Tendrás que intentarlo tú. Mis ataduras cubren parte de mis dedos, y
no los puedo mover.
Casi a la vez, todos los sonidos que tenían su origen en el sótano, en la
agonía de Max, desaparecieron por completo.
—Todo ha terminado, ahora estamos solos. Lo puedes hacer, inténtalo,
no hay prisa. Empieza a mover tus dedos, busca mis manos, mis cuerdas.
Mete tus uñas por algún resquicio y haz fuerza. Seguro que acabas por
aflojar mi nudo.
Mathias le hizo caso. Pensó en que todo había terminado, que los cuatro
intrusos ya no volverían a hacerles daño. Hasta deseó que estuvieran todos
muertos. Entonces se puso manos a la obra.
—Tanner, el nudo está muy fuerte y no tengo uñas. No lo voy a lograr.
—Debes continuar. ¡No te rindas!
Mathias lo intentó otra vez y otra y otra…y así durante un tiempo que no
supo cuantificar, pero que le pareció eterno. Finalmente, abandonó toda
esperanza.
—Se acabó, Tanner —musitó entre jadeos por el agotamiento—.
Tendremos que quedarnos aquí hasta que alguien venga a buscarnos.
—¿Por qué iba a venir alguien? ¡Pueden pasar días, incluso semanas!
Nadie nos va a echar en falta. En el colegio estamos de vacaciones, y papá y
mamá no tienen un jefe al que rendirle cuentas.
—Lo siento, lo…
Mathias se quedó dormido o, quizá, inconsciente, aunque había otra
posibilidad. No obstante, Tanner prefirió no pensar en ella.

Era un cerro sin nombre, aunque muchos del pueblo le llamaban el Monte de
los Olivos por algunos árboles de ese tipo que había en él. Sin embargo,
para los habitantes de la zona y todos aquellos curiosos que se interesaron
por los hechos de aquella noche, el lugar pasó a ser conocido como Cerro
Muerto.
Cuando los hermanos fueron socorridos, llevaban varios días tumbados
en el suelo, de costado, atados a las sillas. Se encontraban, además,
desnutridos y deshidratados, esto último de gravedad.
Llevó su tiempo que la mano de Mathias se recobrara de los golpes
recibidos, recuperación que, por desgracia, nunca llegó a ser completa y que
dejó como secuela una cierta pérdida de movilidad. Por el contrario, la
luxación de rodilla que le produjo uno de los mazazos experimentó una
rápida mejoría gracias a una acertada intervención quirúrgica.
Por otro lado, el mazazo que Mathias recibió en el tórax le rompió una
costilla y le causó una fisura en un pulmón. Fue una lesión similar a la que
acabó con la vida de Harvey, pero de mucha menos gravedad debido a que el
respaldo de la silla amortiguó el golpe. Aun así, el equipo médico del
hospital de Rancho Mirage lo obligó a que se tomará un largo periodo de
reposo.
En cuanto a sus padres, solo se pudo certificar su defunción. Las
causas: politraumatismos, amputaciones, quemaduras, pérdida de sangre…
Respecto a los cuatro asaltantes, las causas médicas de su fallecimiento
eran claras; Katya, la chica, de un traumatismo craneoencefálico; Harvey,
su novio, de politraumatismo de tórax; Joel, el cabecilla, de un coma
diabético que, por no ser atendido a tiempo, lo condujo a la muerte. En su
caso, la policía descubrió, además, que Joel desconocía que era diabético.
Por último, Max, el grandullón, murió de un fallo cardiaco, producido,
quizá, por la presencia en su organismo de digitoxigenina, nerina,
oleandrina y oleondrosida, elementos muy tóxicos que tienen, entre otras
consecuencias, la de generar problemas cardiacos e intestinales.
El forense trató de hallar una explicación a ese envenenamiento, el cual
pudiera haberse producido por la ingesta de algún alimento que contuviera
tales toxinas. En este sentido, descubrió que Max había tomado una gran
cantidad de miel que contenía esos elementos.
Pero ¿quién y por qué había asesinado a los Cuatro Jinetes de formas
tan variadas y curiosas?
Los dos hermanos no aportaron pistas claras al respecto y, cuando los
agentes trataron de profundizar en esas cuestiones, Tanner y Mathias
respondieron con evasivas y contradicciones. Alegaron que el estado de
estrés y miedo les había impedido ser plenamente conscientes de los terribles
sucesos experimentados y que eso les imposibilitaba recordar bien aquella
noche.
Entonces surgieron varias teorías, que, ante la absurda e inexplicable
falta de respuesta de Tanner y Mathias, no tardaron en verse acompañadas
de fabulaciones.
Por un lado, no podían imputarse tales actos a los dos hermanos, ni
siquiera en defensa propia. Al fin y al cabo, se hallaban atados e
inmovilizados cuando los encontraron. Esto conducía a la inequívoca
conclusión de que tenía que existir otra persona involucrada en los sucesos
de aquella noche.
Podía tratarse de alguien más de la banda, alguien de quién los dos
chicos no contaran nada, quizá por miedo a represalias, quizá por
desmemoria, surgida del trauma experimentado. Aunque también podía ser
una persona ajena a los Cuatro Jinetes que, de alguna forma, hubiese
ayudado a los dos hermanos a deshacerse de los atacantes.
Esta última opción era la que más verosimilitud tenía, pero entonces
surgían más preguntas. ¿Por qué fue tan cruel su salvador? ¿Por qué no
avisó a la policía cuando todo hubo terminado? ¿Por qué abandonó a su
suerte a los dos hermanos si su intención era rescatarles?
Al final se concluyó que hubo otro asaltante, un quinto jinete, que los
mató a todos. A los padres, por el dinero; a sus socios, por riñas entre ellos.
Y que luego se fue con el botín, dejando vivos a los hijos, en quienes ya no
tenía interés, además de pensar, por algún motivo, que no podrían
reconocerle ni, por lo tanto, denunciarle.
No obstante, en alguna ocasión, durante los interrogatorios, la policía
llegó a intuir que los hermanos se referían a una presencia extraña en la
casa, una entidad siniestra y cruel, capaz incluso de provocar la muerte de
una mujer embarazada, y que causó un ataque de locura entre los atacantes
y por el que se mataron entre ellos. En ese aspecto, los más atrevidos
aventuraron, además, la posibilidad de que los habitantes de la casa se
hallaran inmunizados contra esa locura inducida.
Hubo otras teorías, a cuál más alocada, y que solo sirvieron para que
corrieran todo tipo de rumores. Por todo ello, se decidió no importunar más
a los hermanos con interminables interrogatorios que no conducían a nada,
sin perjuicio de la investigación de ese quinto jinete y, en menor medida, de
la misteriosa presencia que hubiera podido intervenir aquella noche. En
cualquier caso, se haría sin dedicarle demasiados medios ni tiempo.
Sin embargo, cuando se corrió el rumor de la posible presencia de una
entidad paranormal en Cerro Muerto, el lugar se llenó de todo tipo de
curiosos e investigadores, que le otorgaron una notoriedad que ya nunca
perdería.
Ya no hay secretos

—Una historia terrible —comentó Tricia—, pero no veo qué relación guarda
contigo.
—Hubo un quinto jinete.
Tricia se quedó atónita ante las palabras de Patrick.
—¿Con eso me quieres decir que eras tú?
—En cierto modo.
—¿Qué es eso de «en cierto modo»?
—Que yo no formaba parte de la banda.
—No entiendo nada. Ni siquiera alcanzo a imaginarte cometiendo
semejantes crímenes. Casi me creo más ese rollo de la presencia maligna.
—Eso también ocurrió.
—Ahora solo falta que me digas que también eras esa presencia.
—Lo era.
La incredulidad de Tricia aumentó hasta límites insospechados.
—¿También lo eras en «cierto modo»?
Patrick le sonrió con dulzura.
—Échate de nuevo en la cama —le ordenó él.
Ella lo hizo, pero sin dejar de mirarlo, sin dejar de estudiar a un Patrick a
quien cada vez comprendía menos.
—Yo soy Tanner —comenzó a explicar él—, y Mathias es David, el que
ahora es el padre David, solo que nos cambiamos los nombres de forma legal
para llevar una vida anónima y tranquila después de los sucesos de Cerro
Muerto. Y, por ese mismo deseo, decidimos no contar la verdad a la policía.
—Tanner… Es increíble. Y eso que lo había pensado en algún momento,
mientras me contabas la historia de Cerro Muerto. Y Mathias… Por fin he
conocido a tu hermano. Mejor aún, por fin he conocido hasta su nombre.
—Me alegro, pero déjame terminar.
—No sé si quiero que lo hagas. Esta historia empieza a no gustarme.
—Querías que te la contara.
Tricia permaneció pensativa, rumiando su propia petición, hasta que le
indicó a Patrick que prosiguiera.
—Cuando yo era pequeño, mis padres me enseñaron a ser receloso, a
esconder mi secreto y a utilizarlo solo en casos de extrema necesidad. Era
también una forma de evitar los malos ratos que sufría después de cada
experiencia. Y luego estaban los sentimientos de culpabilidad.
—¿No usabas tu don para hacer el bien?
—A veces lo utilizaba para hacer daño a los que me caían mal.
—Para hacer daño… ¿Eso nos devuelve a Cerro Muerto?
—En cierto modo, pero mi historia aún no ha llegado a ese punto. Hasta
entonces, mi vida se desarrolló con cierta normalidad. Y todo fue así hasta
que mis padres se arruinaron. Eso ocurrió cuando les fue imposible vender la
miel a causa de la adelfa.
—Conozco la flor y sé que afecta negativamente a la miel que producen
las abejas cuando recolectan el néctar en esa planta.
—El caso es que, después de la quiebra del negocio familiar, llegaron los
embargos, y el banco se quedó con la casa y las cosas de desecho que
abandonamos en ella, entre ellas, miel contaminada, alcohol demasiado fuerte
para cualquiera en su sano juicio y la famosa caja vacía de antibióticos. En
cuanto a nosotros, solo pudimos conservar una pequeña parte de la
indemnización del seguro.
—¿Llegasteis a sacar del banco ese dinero?
—No, nunca. Habría sido una temeridad.
—De manera que Katya se equivocó.
—Y fue una equivocación terrible.
—Me surge otra duda. ¿Por qué volvisteis a la casa aquella noche?
—Pretendía ser una visita fugaz, a modo de despedida.
—Entiendo. ¿Cómo murieron de verdad los Cuatro Jinetes? Hablo del
origen de sus disputas. Me resulta inexplicable.
—Es sencillo si piensas que siempre es posible encontrar una fisura en el
más sólido de los muros. En este caso, el muro era la banda y la fisura, sus
evidentes desavenencias personales y sus caracteres violentos. Después solo
tuve que hurgar en sus cuerpos para dar con la herramienta que agrandase esa
brecha y se desatara la violencia. Y esa herramienta fue que los Cuatro
Jinetes se acercaron a mí, me hablaron a la cara, y, sin saberlo, me lo
contaron todo de sí mismos. Así fue cómo supe que Katya estaba
embarazada.
—Mataste a una mujer embarazada. Es… es… Lo siento, pero nunca
podré digerir algo así. Siempre te querré, pero lo de Katya… será una losa
con la que tendré que aprender a convivir.
—No lo hice.
—¿Cómo que no? Es cierto que no la mataste, pero causaste su muerte
con tus habilidades. ¡Y murió un bebé! ¡Un ser puro, inocente!
—Te repito que no lo hice.
—¿No? ¿Quién fue, entonces? ¿Esa siniestra entidad que habitaba la
casa? ¿El misterioso quinto jinete? Fuiste tú, Patrick, tú. Y tienes que cargar
con esa culpa. Acéptalo de una vez o nunca dejarás de sufrir.
—El bebé ya estaba muerto.
Tricia enmudeció durante unos segundos.
—¿La madre no lo sabía? —inquirió ella cuando recuperó el habla.
—No.
—¿Y tú fuiste capaz de averiguar algo del bebé que ni conocía su
madre?
—¡Pues claro, no es tan difícil!
—¿De qué murió el niño, entonces?
—Supongo que de una combinación de drogas y alcohol.
—¡¿Y por qué no me lo has dicho antes?! ¡Eres un…! ¿Por qué me has
hecho creer que lo habías matado?
—Porque necesitaba ponerte a prueba para saber si eras capaz de ver en
mí algo más que a un monstruo. Y lo has visto.
Tricia se mostró emocionada y lo besó varias veces con ternura.
—Patrick, —dijo después— eres una persona a la que creo que nadie
podría darle una negativa, y no lo digo por tu don. Pero ahora cuéntame cómo
manipulaste a los Cuatro Jinetes.
—No quiero entrar en detalles. No me gusta hacerlo.
—Está bien, pero dime por qué alertaste a Harvey del inminente ataque
de Joel.
—Yo necesitaba que se matasen entre ellos, pero que lo hicieran
hiriéndose antes de gravedad el uno al otro, para que no llegara a haber un
ganador claro. De lo contrario, el vencedor nos mataría después a David y a
mí.
—Última pregunta. ¿Qué le ocurrió a Max?
—Ese grandullón era bobo de solemnidad. Además, su corazón era muy
frágil por culpa de su tamaño y sobrepeso. Eso causaba que se le acelerase el
pulso con facilidad. Pero lo que de verdad resultó determinante fue que
consumiera miel envenenada con néctar de adelfa, cuyas toxinas agravaron
sus problemas cardiacos.
—Y lo detectaste.
—Sí, igual que me percaté de su miedo.
—¿Max? ¿Esa noche? ¿Miedo de qué?
—Me hice la misma pregunta y solo se me ocurrió que fuera miedo a la
oscuridad.
—¿De verdad tenía nictofobia?
—Como si fuera un crío.
—Y le tendiste la trampa de la bomba de agua.
—Y la del sótano, con su presencia maligna.
—Con la que le diste el golpe de gracia.
—Sí, justo a medianoche, el momento programado para sufrir el corte de
luz por falta de pago.
—Es increíble. Todo es increíble. Tanto como lo era antes. Por eso debo
reconocer algo terrible, y es que estoy tentada de verte actuar en una situación
así. Es como las ganas que se sienten de ver una buena película de terror.
—Ojalá nunca ocurra, Tricia, nunca.
Ella observó la cara triste de Patrick.
—Vamos, anímate —le pidió Tricia en un tono reconfortante.
—Siempre he tenido presentes los consejos de mis padres, sobre todo
tras Cerro Muerto. Desde entonces, nunca he olvidado el riesgo que
conllevaría volver a perder el control. Podría provocar otra matanza.
—Cerro Muerto no fue una matanza.
Patrick no hizo caso de la matización y prosiguió hablando:
—Luego vino mi encuentro con el Escorpión. Fue definitivo. Me recluí y
me juré no volver a usar mi habilidad. Para ello, me fue de mucha utilidad el
apoyo de David. Él me ayudó a superarlo y a controlarme. El bueno de
David… Una persona ya de por sí de fuertes creencias religiosas y que
decidió ingresar en la Iglesia y consagrar su vida a Dios.
—¿Era un modo de «expiar» tus supuestos pecados de Cerro Muerto?
—Sí, pero también su sentimiento de culpa por su súplica en Cerro
Muerto de que yo hiciera que finalizase aquel tormento.
—¿Intuía de lo que eras capaz?
—Por supuesto. Si hasta habíamos hablado de ello alguna vez. De ahí su
cargo de conciencia y que eligiera el camino de Dios, y de ahí que ahora yo
me sienta obligado a atender su petición.
—Patrick, no debes sentirte culpable por los hechos de Cerro Muerto.
—Matar es siempre un pecado terrible.
—Solo actuaste en legítima defensa y no provocaste la muerte del bebé.
La réplica del Brujo se limitó a un rostro lleno de vergüenza, que forzó a
Tricia a pensar que quizá lo relatado por él no fuera la historia completa.
—¿Hay algo más? —preguntó ella.
Un atronador silencio le hizo comprender que sí lo había.
—¿Cuál es tu verdadero pecado?
Patrick alzó la cabeza y la miró a los ojos.
—Disfruté. Disfruté con la sensación de poder, con mi capacidad de
quitarle la vida a una persona.
El horror invadió a Tricia, pero también un fuerte sentimiento de pena
por Patrick, lo que provocó que se le humedeciesen los ojos. Consideraba que
lo que él pudiera haber disfrutado en Cerro Muerto no se debía más que a un
irrefrenable deseo de venganza. No podía ser de otra manera, era imposible.
De ahí, suponía ella, esa sensación de amargura constante en la que Patrick
vivía sumido.
—Disfruté desde el momento en el que me dirigí por primera vez a uno
de los Cuatro Jinetes —continuó Patrick—, cuando le dije a Harvey ese
«Tenemos que hablar» que te he contado, cuando decidí matarlos a todos.
—Pareces recordar muy bien esas tres palabras.
—Tenemos que hablar, tenemos que hablar…, sí… ¿Cómo podría
olvidarlas? Piensa que el Escorpión me las repitió justo antes de desfigurarme
la cara. ¿Casualidad? ¿Una jugarreta del destino?
—No te mortifiques más.
Ambos se fundieron en un abrazo.
—Todo eso pertenece al pasado. Y todo lo que hiciste estuvo justificado
—Ella lo besó. Lo hizo con fuerza, y, al cabo de un rato, largo y caliente, se
apartó para plantear otra cuestión—. ¿Cuántas antiguas novias tienes por ahí?
—¿Por qué?
—Es para saber si tienes que disculparte con más mujeres.
Se apartó de él y se tumbó en la cama boca arriba, con un rostro
sonriente y mezcla de dulzura y pasión.
Segunda parte
Ellas
Las mujeres no son iguales que los hombres

Era, en apariencia, un edificio corriente en un barrio corriente con vecinos


corrientes, un edificio que podría encajar en cualquier barrio periférico de
cualquier ciudad. Nada lo distinguía de otros de sus alrededores y nada haría
imaginar jamás que en su interior se había cometido un crimen terrible. A
decir verdad, parecía concebido para que nadie se fijara en él ni se detuviera a
pensar a qué se dedicaban sus ocupantes.
Tan solo se distinguía porque era el edificio del final de la calle, tras un
tramo sin construcciones, un edificio alejado del resto, aislado, lo que le
confería todavía mayor anonimato.
No era muy grande, ni de ancho ni de alto, y disponía de una escalera de
incendios, que trepaba por la fachada hasta la última planta igual que una
enredadera.
Visto desde el exterior, podría decirse que solo había dos apartamentos
por planta, uno a cada lado de la entrada principal, y, así, hasta la quinta
planta. Y, en todos los casos, las ventanas disponían de sólidas rejas y
contraventanas.
Patrick, David y Tricia habían llegado a él tras acordar que ella los
acompañaría al apartamento del fundador de la ONG, pero, sobre todo, tras
una infructuosa búsqueda de pistas en las calles.
Sería una buena forma para Tricia de echarles una mano, pues era lógico
suponer que el responsable del acceso a la vivienda no dejase entrar a nadie
por mucho que la policía ya hubiese finalizado sus pesquisas en ella y hubiera
retirado los precintos que impedían la entrada a la misma.
Patrick no necesitó preguntarle a Tricia cómo lo lograría. Sabía bien que
ella conseguía abrir muchas puertas gracias a la buena fama que le otorgaba
su colaboración con la Dama del Bronx.
En cuanto a David, solo le importó que su hermano utilizara su don
frente a ella y le revelase demasiados detalles del mismo, a lo que Patrick le
respondió que eso ya carecía de importancia.
Asimismo, la breve reunión en la que se llegó a este acuerdo sirvió para
que, por fin, se conocieran Tricia y David, en lo que fue un emotivo
encuentro.

—¿Hemos llegado? —preguntó Patrick.


A continuación, reflexionó sobre la idoneidad de aquel lugar para pasar
desapercibido y que quizá por eso lo hubieran escogido los extraños
cooperantes de la ONG para alojarse en él.
—Sí, es aquí —le respondió Tricia.
Patrick se fijó en la puerta del edificio. Era de madera maciza, con
refuerzos de metal, sin cristales y tan sólida cómo las rejas de las ventanas.
—Una puerta curiosa —comentó David.
Se aproximó a ella y observó la llamativa cerradura de seguridad. En ese
instante, se abrió la puerta.
—Hola —dijo el hombre que surgió ante ellos—. He oído voces fuera y
he pensado que… —Ver a Patrick, ver su rostro, lo dejó sin habla— … que
alguien quería entrar —balbuceó—. ¿A qué piso van?
Por su uniforme, Tricia imaginó que se trataba del conserje, aunque, por
su aspecto, bien podría haber sido el portero de una discoteca o un tugurio
cualquiera.
Aquel hombre era tosco, era grande y fuerte y, posiblemente, violento. Y
su rostro, anguloso y de sienes profundas, tampoco invitaba a pensar en
aspectos positivos.
—Buenos días —repuso ella—. Soy Tricia. Trabajo con la Vieja Dama
del Bronx. Hemos venido por unos amigos nuestros.
—¿Los de la ONG?
—Sí, eso es. Nos gustaría visitar la vivienda, pero no sabemos cuál es.
—Tricia, sí…, el nombre me suena. Y Mamá…, bueno, a Mamá la
conoce todo el mundo. —El conserje se fijó en David, en su atuendo gris y su
alzacuello—. ¿Tienen llave del piso?
—No, por eso nos preguntábamos si sería posible que usted nos
facilitara el acceso.
—No es una petición muy normal. ¿Para qué quieren entrar?
David se decidió a intervenir:
—Tienen cosas nuestras. Les hicieron falta, y se las dejamos para que no
tuvieran que comprarlas.
—Entiendo. ¿Me dan un minuto para que lo consulte por teléfono con mi
jefe? El apartamento es alquilado. Aquí lo son todos.
El conserje entró por donde había salido. Pasó un minuto, dos, y volvió a
salir.
—De acuerdo, pueden entrar. Pero es por ella, por Tricia. Lo de los
enseres personales no suena muy creíble.
El hombre sonrió sin dejar de mirar a Patrick, y por eso su sonrisa fue
tensa y falsa.
—Gracias —dijo Tricia con una sonrisa mucho más natural.

Ya en el interior, el conserje se puso hablar de forma más distendida.


—Perdón por las formas, pero es que, a veces, vienen gamberros a
incordiar, sobre todo desde los crímenes, y eso me hace recelar cuando
escucho a alguien al otro lado de la puerta. Es lo malo de estar un poco
alejados del tramo de la calle que tiene más vida.
—Me ha parecido ver que mi teléfono móvil no tenía cobertura —indicó
Tricia—. De eso hará unos segundos.
—Ya se lo he dicho. Estamos en el tramo malo de la calle. En fin, al
grano. Vayamos al apartamento de esa gente. Y, de paso, aprovecharé para
dejar esta crema en el 3002.
Patrick se quitó las gafas y se fijó en la cajita de crema humectante, que
no hidratante, que cogía el conserje. Sin dejar de pensar en ello, se presentó a
sí mismo con un escueto:
—Soy Patrick.
—Yo me llamo Butler —le contestó el conserje.
Sin embargo, solo le estrechó la mano a David.

—Espero que disculpéis lo del ascensor —dijo el conserje al llegar al


rellano del apartamento de la ONG—. Se averió hace pocos días, y el de
mantenimiento todavía no se ha dignado a venir y repararlo.
—No tiene importancia —respondió Tricia mirando hacia abajo por el
hueco de la escalera—. No son muchos pisos.
—Pues… todo vuestro.
El conserje metió la llave en la cerradura y la giró.
—Espera —le rogó Patrick—, no abras todavía.
—¿Por qué? ¿Te preocupa el olor a fiambre?
Patrick lo miró con curiosidad y llegó a la conclusión de que no le caía
simpático. Pese a ello, mantuvo un tono cordial.
—¿Tardaron mucho en encontrar los cadáveres?
—Según el forense, parece que solo pasó un día desde que la palmaron
hasta que una vecina comentó la cantidad de gente que había entrado en el
apartamento y no había salido de él. Eso me hizo pensar mal y llamar a su
puerta. El jefe no quiere líos aquí. Este es un sitio tranquilo y quiere que siga
así.
—¿Qué ocurrió después de llamar?
—Nadie abrió, así que avisé a la policía —El conserje se llevó una mano
a la cabeza para rascarse—. ¿No son muchas preguntas solo para recoger
unas cosillas?
—¿Cuándo retiraron los cuerpos?
—Demasiadas preguntas, ya lo creo.
El conserje volvió a echar la llave.
—Por favor, no lo hagas —suplicó Tricia—. Déjanos pasar.
—No me gusta. Esto no me gusta. Debería dar parte. A menos que…
«A menos que…», pensó Patrick.
Le pasó con disimulo un billete de diez dólares, el conserje lo examinó
como si pensara que no fuera auténtico y luego se lo guardó.
—¿Cuándo retiraron los cuerpos? —volvió a preguntar Patrick.
—Hace dos días.
El empleado abrió de nuevo la cerradura y preguntó:
—¿Ahora sí puedo abrir la puerta?
—Lo haré yo si no te importa. Además, seguro que tienes mucho que
hacer en otros sitios.
Butler lo miró con recelo, los miró a todos, y los dejó a solas.
—Avisadme cuando terminéis para que pueda cerrar con llave —pidió
cuando se alejaba escaleras abajo.
Patrick abrió la puerta con cautela, entró en el apartamento, seguido de
Tricia y David, y cerró con el mismo cuidado.
—¿Algo que te llame la atención? —le preguntó David.
—Que las palabras del conserje encierran una gran verdad.
—¿Lo del olor a fiambre?
Patrick asintió.
—A mí me parece que huele a cerrado —matizó David—. Yo diría que
nadie ha abierto una ventana desde que perpetraron los crímenes.
—Eso representan tres días. Y no son demasiado para mí.
—¿Por eso no querías que el conserje abriera la puerta?
—Ese hombre lo habría hecho con fuerza y habría removido el aire del
interior, mezclándolo con el de fuera. Y el del interior, cuanto mejor
conservado, más información me dará.
Se internaron hasta el fondo del apartamento, hasta la cocina, donde se
apreciaban restos de comida en unos platos.
—Huele a putrefacción… —se quejó David—. Este lugar resulta
agobiante, casi asfixiante.
—Sí, y es una buena noticia.
Se dividieron y echaron un vistazo a las camas, mesas, cajones y
armarios.
—¡Patrick, ven aquí! —le gritó David al cabo de un par de minutos.
—¿Qué ocurre?
Cuando el Brujo entró en el dormitorio en el que se hallaba David,
contempló cómo le mostraba el armario, abierto de par en par.
—Seguro que esto tiene un gran valor para ti—le dijo David señalando
lo que contenía.
Se trababa de ropa usada, de estilos variados y para diferentes épocas del
año. Y, en todos los casos, se correspondían con tallas de adultos, salvo un
vestido y una camiseta, que, por su tamaño, pertenecían indudablemente a
una niña.
—¿Aretha? —preguntó David.
—¿Qué dicen las etiquetas?
—¿Del vestido? Hecho con algodón y poliéster.
—¿Y de la camiseta?
—Solo algodón.
—Entonces, la mejor opción es la del vestido, pero es de verano, como
la camiseta, así que me temo que habrán estado sin uso desde hace meses.
—¿Demasiado tiempo para retener información de sus propietarios?
—Demasiado. ¿Hay algo más que sea de niña?
—Nada.
—¡Chicos, venid aquí!
Patrick y David fueron a la cocina, donde Tricia los esperaba con una de
esas de sus sonrisas que iluminaría hasta el sótano más oscuro.
—¿Por qué habéis pasado por alto el cesto de ropa sucia? Es un
auténtico tesoro. ¿Me equivoco, Patrick?
—No, no te equivocas.
—¡Un pijama de color rosa! —exclamó David—. Y no parece que lo
hayan lavado después de su último uso, que, además, habrá sido reciente. De
lo contrario, no estaría ahí metido, a la espera de que lo laven.
—Eso sería sensacional —añadió Patrick.
—También da la impresión de ser de la misma talla que el vestido y la
camiseta.
—¿Cuál es su composición?
—Estamos de suerte: algodón y poliéster.
—Déjamelo.
David se lo entregó.
—¿Qué opinas?
—No sé qué decir. ¿Crees que toda esta ropa es similar a la que Aretha
usaba en la selva? Tú la viste con vida, vestida, yo no.
—No tiene nada que ver. Tampoco el clima de uno y otro sitio. Aquí la
gente no viste igual que allí.
—¿Crees, al menos, que es de su talla?
—Podría ser, pero…
—Ya lo sé: Aretha murió hace varias semanas y este pijama lo han
usado hace pocos días.
—Exacto.
—¿Pretendes confirmar su resurrección y vuelta a Nueva York con esa
conclusión?
—Eso te lo dejo a ti.
Patrick estudió el pijama durante un rato.
—Me produce una sensación extraña.
—¿Por qué?
El Brujo examinó el pijama más de cerca, mucho más, y lo estrujó como
si fuera una fruta a la que pudiera sacarle todo su jugo.
—¿Qué le pasa? —preguntó David—. ¿Es que sí la han lavado? ¿La han
lavado con un detergente de marca blanca?
Se echó a reír a carcajada limpia.
—Déjate de payasadas —protestó Tricia.
—Hay que ver qué gente. Mira que usar productos que estropean la ropa.
A Patrick tampoco le gustó el comentario.
—¿Me has metido en este asunto solo para gastarme bromas?
—Pues dime algo que tenga interés.
Patrick se apoyó contra la mesa y meditó unos instantes.
—Una cosa parece clara. Alguien ha utilizado esta ropa hace pocos días.
Yo diría que tres. Y luego la metió en la cesta de ropa sucia.
—Ya, y justo después entró un delincuente, que mató a todos los que
estaban con esa niña, por lo que nadie tuvo tiempo ni de lavar la ropa.
—Podría ser.
—¿Y dónde está la niña? La prensa no dice nada al respecto. Ni que
muriera con los demás ni que hubiera un menor de edad.
—Hay algo más interesante todavía, aunque no sabría explicarlo.
—¿Lo que me has dicho hace un momento?
—Sí.
—Prueba a contármelo.
—Por ahora, solo te puedo decir que nunca lo había experimentado
antes. Es un color… diferente, diferente a todos los que he olido a lo largo de
mi vida.
Patrick dejó el pijama sobre la mesa de la cocina.
—¿Piensas que se trata de Aretha? —le inquirió David.
—Aretha está muerta, pero, si fuera cierto que ha vuelto a este mundo,
seguirá en la selva.
—Patrick —explicó David en tono de súplica—, los cooperantes se
quedaron una noche en la selva con nosotros cuando fueron a recoger las
pertenencias de sus compañeros. ¿Y si descubrieron a Aretha? ¿Y si la
escondieron en su embarcación y lograron traerla hasta aquí?
El Brujo trató de digerir esos razonamientos.
—Es mejor que volvamos con el conserje —concluyó al cabo de un rato.

Lo encontraron en el descansillo, donde jugueteaba con cigarrillo


apagado.
—Me gustaría saber quién vino por aquí el día que se cometieron los
asesinatos —le preguntó Patrick.
—Todo eso ya se lo conté a la poli.
—Piensa en el billete y haz un poco de memoria.
—Sí, claro, claro… Pues el caso es que no vi venir a nadie extraño en
todo el día, así que el de la ONG y sus acompañantes debieron de llegar
durante mi hora de descanso, cuando me fui a comer. Eso cuadraría con la
hora a la que la vecina se cruzó con ellos, que es cuando sale a la calle a
pasear un rato.
—¿Y qué dijo la señora? ¿Lo sabes?
—Sí, la señora Adelia es una vieja charlatana y le cuenta todo a todo el
mundo. Parece una radio que no se puede apagar.
—Pero ¿qué dijo?
—Que eran un montón, que parecían nerviosos y que a uno de ellos lo
pudo reconocer.
—¿El fundador, el que vivía aquí?
—Sí.
—¿Había una niña entre ellos?
—Que yo sepa, no, pero esa señora no ve bien.
—¿Podemos hablar con ella?
—Supongo que sí.

Se hallaban en el saloncito de la señora Adelia, disfrutando de su alegre


verborrea, pero ya sin el conserje, quien los había dejado a solas tras hacer las
presentaciones oportunas.
La señora Adelia era, tal y como había relatado el conserje con su
peculiar sentido del humor, una mujer muy mayor, pero también de
movimientos rápidos y precisos, como si tuviera la mitad de años. Tenía,
además, unos llamativos y penetrantes ojos verdes, que parecían escrutar a
sus interlocutores.
—Gracias por pasar a verme —comentó la señora Adelia—. Son muy
amables. A mi edad, se vive muy sola. Una se queda sin amigas a medida que
fallecen por el paso de los años, y solo queda hablar con las vecinas o con
visitas inesperadas. Por cierto, aquí, las vecinas no hablan mucho. Pero a
saber por qué.
—Gracias a usted por atendernos —repuso David.
—El conserje me ha dicho que querían preguntarme algo sobre esa pobre
gente a la que han asesinado.
—Sí, es cierto. Eran amigos nuestros.
—Cuánto lo siento. Es una auténtica desgracia.
—Le agradezco sus palabras.
Patrick intervino:
—¿Sería capaz de recordar a quién vio cuando se cruzó con ellos en el
portal?
—Uy, no, imposible. No veo bien y me cuesta mucho quedarme con las
caras de la gente nueva.
—Pero consiguió reconocer a uno, a su vecino.
—Eso es diferente. Su cara me es muy familiar de tanto verla por aquí.
—¿Sabría decirme si, entre los que vio ese día, había alguien que fuera
más bajo de lo normal?
—Curiosa pregunta. Ni siquiera me la ha hecho la Policía.
—¿Había alguien de poca estatura?
—Pues sí. De hecho, era muy bajito. Si hasta pensé que se trataba de un
enano.
—¿Era una persona delgada?
—Creo que sí.
—¿Podría haber sido una niña en vez de un enano?
—La verdad es que podría haber sido cualquiera. Recuerde que no veo
bien.
—¿Sabe qué fue de esa persona?
—¿No murió con los demás?
—Creo que no. Nadie ha dicho nada de un enano o una niña entre los
fallecidos.

Pasados unos minutos, se encontraban fuera de la vivienda de la señora


Adelia, en el rellano, hablando de nuevo con el conserje.
—¿Después de la matanza y aparte de los policías y los forenses —le
preguntó Patrick—, ha venido alguien más por aquí queriendo entrar en el
apartamento?
—¿Algún curioso?
—Por ejemplo.
—¿A qué viene esa pregunta? ¿Quiénes sois? ¿Detectives privados?
Bueno, tú no, claro, con ese aspecto de predicador, je, je…
—Éramos amigos de los fallecidos.
Patrick le entregó otro billete de diez dólares.
—Claro, claro, amigos de la infancia.
—¿Ha venido alguien más?
—Pues… curiosos.
—¿Muchos?
—Algunos.
—¿Alguno que haya logrado entrar?
—Eso no. Yo hago bien mi trabajo
Patrick pensó exactamente lo contrario, pero también en la generosa
propina de diez dólares.
—¿Vives aquí? —le preguntó David.
—Sí, el jefe me presta un cuchitril en la planta baja. No es gran cosa,
pero me sale gratis.
—¿Te gusta el trabajo?
—Es cómodo, aunque lo mejor es el vecindario. Solo hay mujeres. Y
todas son…, digamos, atractivas. Vamos, que se conservan bien. Incluso hay
alguna que se conserva de miedo. Je, je, je… Bueno, menos una, la vieja que
habéis conocido. Es la que se ocupa de algunas cosillas por aquí.
—¿Qué cosas?
—La lavandería del sótano. Ella lava y plancha lo que las demás dejan
allí. Aunque también riega las plantas y limpia los apartamentos. Pero todo a
cambio de un dinerillo.
—¿No es mucho trabajo para una persona tan mayor?
—No para ella. Esa mujer es robusta como un buey —El sonido de una
puerta cerrándose alguna planta más abajo desvió la atención del conserje—.
Un momento, por favor…
El empleado asomó la cabeza por el hueco de la escalera y escudriñó los
pisos inferiores.
—Butler —le interrumpió Patrick—, aquí todavía no hemos terminado.
—Pues yo no me puedo pasar todo el día atendiendo curiosos.
—¿Ni aunque sean muy amables?
Patrick señaló el bolsillo en el que Butler se había guardado las propinas.
—Ni aunque sean muy amables.
—¿Y no nos da derecho nuestra amabilidad a disponer de unos minutos
más? Ni siquiera hará falta que nos acompañes.
—De acuerdo, unos minutos.
—Gracias.
—¿Cuántos minutos?
Butler se tocó el bolsillo del dinero.
—Los suficientes para que no se agote nuestra amabilidad.
—Entiendo, entiendo.
—Perdona, Butler, pero ¿siempre están de fiesta en este edificio? —
preguntó David haciendo gala de su sempiterno sentido del humor.
—¿Cómo dices?
—Digo que esto parece un cementerio.
—No le veo la gracia.
Pero Tricia sí se la vio y tuvo que morderse los labios para no echarse a
reír.
—He dicho que no le veo la gracia —insistió Butler.
Unos pasos en los escalones previos al rellano centraron la atención de
todos en la mujer de pelo rubio que ascendía por la escalera.
Cuando la tuvieron cerca, Tricia, David y Patrick observaron que estaba
sin maquillar y vestía ropa de diseño sencillo y colores discretos. Pese a todo,
era evidente que se trataba de alguien que rezumaba belleza.
—¿Dando un paseo? —le inquirió Butler al tenerla frente a frente.
—No…, no… —balbuceó ella con voz temblorosa—, solo había ido a la
lavandería.
La vecina cruzó entre medias del pequeño grupo, pero muy próxima a
Patrick, y lo hizo dejando tras de sí un fino y precioso halo de colores.
«Adelante, es el momento», se dijo él.
Patrick dio un par de pasos y atravesó esa cortina de luz y olor
inspirando con fuerza. Luego se recostó contra la pared.
—¿Cansado? —le preguntó el conserje a la vista de su extraña actitud—.
¿Una mañana jodida?
—Ni te lo imaginas.
Tricia fue incapaz de contener una pícara sonrisa. Butler, por el
contrario, ignoró la respuesta al no comprenderla. Y, como si todo estuviera
planificado, la vecina miró atrás, al Brujo.
Para este, fue, sin duda, una mirada de temor, aunque también de
súplica. Pero ¿por qué? ¿Y qué le pedía? Para los demás, centrados en el
desconcierto del conserje, ni existió.
El empleado se giró enseguida hacia la vecina para observar cómo se
alejaba escaleras arriba, pero también para no perder detalle de su bonita
silueta y su larga melena rubia.
Patrick lo aprovechó para analizar las fragancias de la vecina,
concentrándose en lo que pudiera guardar relación con la mirada breve y
furtiva que la mujer le había dedicado.
En la particular visión que el Brujo ahora tenía de ella, había una fina
franja de gris pizarra en la parte inferior, propia de la actividad de las
glándulas sudoríparas apocrinas, las que solo se activaban por estímulos
mentales; entre ellos, el miedo. Aunque, en este caso, era un miedo
subyacente, como si algo o alguien la atemorizase de manera continua desde
hacía días, semanas o incluso meses. Era, en definitiva, el color procedente de
una actividad más que prolongada de las bacterias que se alimentaban de las
secreciones de esas glándulas.
Asimismo, Patrick observó unos intensos destellos de gris cromado, que
nacían de otro temor, solo que este era muy puntual. Era también más terror
que simple miedo y su origen tenía que ser muy reciente, pues las bacterias
de la piel aún no habían tenido tiempo de darse su festín en esas otras
secreciones de las glándulas apocrinas.
Pero eso no era todo.
La fuerte carga de adrenalina en el halo de la vecina dejaba también su
impronta con un relámpago intermitente de color gris acero.
«Miedo desde hace semanas y terror surgido casi ahora mismo, aunque
este último no es por mí, por mi cara. No ha dado tiempo. Y esa adrenalina
gris acero… Parece que el cuerpo de la mujer se ha preparado para correr,
para huir, pero, en cambio, aquí está, vagando por el edificio».
Poco después, Butler y Patrick vieron por el hueco de las escaleras cómo
la vecina entraba en su vivienda.
—¿Podemos continuar todos con nuestras cosas? —preguntó David
entonces.
—Claro, claro —le respondió el conserje—. Cada uno a lo suyo.
Se fue, sin más, sin despedirse.
—¿Y ahora qué? —planteó Tricia.
Patrick no tuvo que pensar la respuesta.
—Bajaré a la lavandería.
Tricia reaccionó de forma airada.
—¿Tan interesante crees que es?
—Seguro que sí, y quiero comprobar si guarda relación con lo que
andamos buscando.
—Pues baja tú. Yo me quedaré por aquí.
—¿No te agrada mi idea?
—Patrick, tú no necesitas tocar a una mujer para pasártelo en grande con
ella.
—¿Por qué lo dices?
—Vamos, no te hagas el tonto.
David la agarró de un brazo con delicadeza.
—Ven conmigo. Esperaremos en el apartamento de la ONG.
La biblioteca del arco iris

Patrick llegaba al vestíbulo, ahora desierto. Observó el entorno y


descubrió una puerta junto a una esquina, cuyo aspecto, descolorido y viejo,
no invitaba a cruzarla. Se aproximó a ella, la abrió y ante él se presentó una
escalera, larga y angosta, que tampoco incitaba a su uso y por la que subía un
ruido constante y grave, aunque un tanto apagado.
Descendió los escalones albergando dudas sobre lo acertado de su plan y
pensando si debería volver sobre sus propios pasos. No obstante, al llegar al
sótano, al inspirar la rica variedad de colores y datos que flotaban en el
ambiente de la sala a la que llegó, se olvidó de todas esas ideas.
Había percibido olor a humedad, a cerrado, a viejo, pero sobre todo a
gente. El primer olor procedía del techo, de unas filtraciones de una tubería.
El segundo, a la falta de ventilación natural del lugar. El tercero, al pésimo
mantenimiento de todo lo que había a su alrededor. Y luego estaba el olor de
diferentes personas, con una gama tan amplia como difusa.
Eso último lo empujó a investigar más, a dar con el origen de esos tonos,
ya que estaba seguro de que no pertenecían a personas que hubieran pasado
por allí, sino que su fuente continuaba en ese lugar.
Primero le echó un vistazo a un moderno y compacto fogón para calentar
hierros de marcar, además de tres de esos hierros, todos con un pequeño
círculo en su punta.
El siguiente paso lógico consistía en examinar a fondo todos los
recovecos del sótano. Empezó, pues, por la puerta más cercana, la que
conducía, según rezaba un cartel, al cuarto de la caldera. En él, salvo una
ruidosa caldera de gasóleo, no halló nada de interés.
Pasó con rapidez a la segunda puerta, la que, en apariencia, era una
salida de emergencia, o eso decía otro cartel. Sin embargo, se hallaba
firmemente bloqueada.
La tercera puerta también se encontraba cerrada, en este caso, con llave.
La cuarta y última puerta se correspondía con la lavandería, aunque
carecía de una señal que así lo indicase.
«¿Y qué causa tanto miedo aquí?».
La única explicación posible se hallaba en lo que pudiera ocultarse tras
la tercera puerta, la que conducía a un sitio desconocido.
Patrick pegó la nariz a una de las rendijas de esa puerta y percibió una
delgadísima línea de color rojo sangre, que se agitaba en su campo de visión
como si alguien vertiera gotas de tinta en un río.
«No me gusta, no me gusta nada».
Pegó la oreja a la puerta, aunque no alcanzó a oír nada. O eso le pareció,
porque no supo si el lejano y apagado quejido que se escuchaba como ruido
de fondo era o no de origen humano. Eso lo llevó a pensar si aquel lugar
estaba diseñado para que nadie accediera a él o, en realidad, para que nadie
escapara.
«Pero ¿quién podría salir de semejante sitio?».
Trató de forzar la apertura de la puerta tirando del pomo, pero no sirvió
más que para hacer ruido, demasiado ruido. Eso lo obligó a desistir y pensar
de nuevo en la lavandería.
«Seguro que es toda una biblioteca. De lo contrario, no se explica que el
olor a mujer aún sea fresco».

Patrick entró en la lavandería y caminó junto a las lavadoras y secadoras,


que se alineaban en dos filas. Examinó el interior de todas hasta dar con lo
que buscaba, ropa por lavar, y se congratuló por ello.
Se trataba de ocho bolsas de tela de rejilla, de esas que se metían en la
lavadora con ropa en su interior para que las prendas de una persona no se
mezclasen con las de otra. Y, en los ocho casos, el contenido era el mismo:
«Una camiseta. Yo diría que de algodón, aunque no lleva etiqueta que lo
confirme. Y las ocho son idénticas, con la misma composición y cabe
suponer que con el mismo uso reciente, porque iban a ser lavadas en la
misma fecha. ¡Esto tiene un potencial increíble! Pero lo más llamativo es la
uniformidad, propia de internados o cárceles. ¿A qué se debe? ¿Y dónde
están los pantalones?».
Examinó de nuevo las bolsas, descubriendo una etiqueta con un nombre
de mujer en cada una de ellas.
—Nalia, Victoria, Danila, Coria, Elaina, Geneva, Susan e Isamar.
Pasó de nuevo a las camisetas, a su diseño y forma.
«Son de pijama, seguro. Pero ¿es que aquí todo el mundo duerme medio
desnudo? ¿O debería decir todas? Son prendas de mujer. Las proporciones en
las que están presentes los compuestos orgánicos volátiles que contienen son
de mujer, sin duda. Y, por qué no decirlo, huelen mejor que la de cualquier
hombre».
Se imaginó a las ocho propietarias de esos pijamas durmiendo solo con
camiseta y en ropa interior.
«¡Si tampoco está! ¡No hay ropa interior!».
No le quedó más remedio que suponer que las prendas que echaba en
falta habían sido lavadas con anterioridad.
«Lástima, no están los mejores libros».
Decidió olvidarse de ello y pensar en su próximo paso.
«Debo centrar la investigación en una sola faceta o mis sentidos se
saturarán antes de averiguar nada. Por no hablar del chute de esencia de
mujer que me voy a meter en el cuerpo. Me voy a volver loco».
En consecuencia, y visto el estado de terror en el que vivía sumida la
mujer con la que se había cruzado en las escaleras, decidió que el objeto de
su análisis sería la jerarquía en el grupo de ocho mujeres. Así, identificada la
posición de la atemorizada vecina en el grupo, quizá llegase a descubrir el
motivo de su miedo, sobre todo del subyacente.
Procedió entonces a colocar las camisetas por separado, para que no se
contaminasen más unas a otras, y lo hizo ordenando alfabéticamente los
nombres de sus propietarias. Pero, antes de comenzar, tuvo un último
momento de reflexión:
«En el edificio hay doce viviendas. Ocho serán de las ocho vecinas.
Otra, de la mujer mayor, quien con toda probabilidad lavará su propia ropa en
horarios diferentes al de sus clientas a modo de deferencia hacia ellas. Luego
está el cuchitril del conserje, más pequeño de lo normal si es tal y como lo
define. Por último, el de la ONG. Pero ¿quién ocupa el duodécimo
apartamento?
Pensó en ello hasta que comprendió que no debía dedicarle más tiempo,
dado que ni era el momento y ni tenía pistas con las que resolver el enigma.
De ese modo, pasó a cerrar los ojos, a permitir que su mente empezara a
verse invadida por elegantes líneas de colores.
«Manos a la obra».
Para examinar la primera camiseta, la agitó frente a él durante casi tres
segundos y luego la colocó a unos dos centímetros de su nariz. Acto seguido,
inspiró profundamente, pero con suavidad, para no perder la concentración,
fijándose en los colores femeninos del pijama.
Estos eran agradables, como los tonos naranjas que todo lo invaden en
un atardecer de primavera, como cuando uno lo observa tumbado sobre la
hierba. Eran olores cálidos, ricos en matices, con tonos que iban desde el
naranja salmón hasta el naranja brillante, producto de la fiesta hormonal que
se desarrollaba en el interior de la dueña de la camiseta por hallarse en el
inicio de la ovulación.
También se trataba de un olor cercano a la perfección, un olor que
pronto adquiriría tonos más intensos, más sonrosados y sobre todo
increíblemente seductores. Sería entonces cuando su portadora se hallaría en
su momento de máxima fertilidad.
La segunda camiseta se encontraba cargada de colores propios de la
preovulación, similares a los anteriores, pero no tan vivos ni frescos.
Pasó a la tercera camiseta, la cual contenía un conjunto de colores menos
perceptibles, propios de alguien en su fase más alejada del día de máxima
fertilidad.
Cuarta camiseta.
«Qué extraño. No huele como las demás. Es un olor diferente. Es como
si… No, no puede ser. No digo que sea imposible, pero todo lo que he visto
aquí hasta ahora hace que no tenga sentido que una mujer huela así en este
sitio. Así que creo que merecerá la pena indagar en ello más adelante».
Quinta inspección.
Colores similares a los de la ovulación, pero en tonos pastel, además de
algunos destellos de naranja albaricoque en los bordes. Conclusión: quien
hubiera dormido con esa camiseta acababa de dejar atrás su día más fértil.
«Un día a lo sumo», se dijo el Brujo.
Sexto caso.
De nuevo, un aroma cargado de colores propios de un atardecer, propios
de la ovulación.
«Interesante».
Séptimo.
Otra vez preovulación, aunque ahora con un curioso aroma afrutado.
«Más interesante todavía».
Octavo.
Fase lútea, también con el día más fértil muy muy reciente.
«Sí, parece que hay una concentración, un leve agrupamiento, aunque no
es muy evidente».
En resumen, las fases del ciclo femenino en las que se hallaban las
chicas se agrupaban en torno a la única de ellas que emanaba aromas tan
intrigantes. Al respecto, Patrick sabía bien que, en grupos de mujeres que
convivían durante periodos de al menos cuatro o cinco meses, todas
terminaban ajustando sus ciclos menstruales al de la hembra dominante.
Ahora bien, esa conclusión conducía a la siguiente pregunta:
«¿Por qué esa convivencia?».
Resopló, salió de la lavandería y tomó aire sin semejante carga de
seducción. Trataba, de ese modo, de controlar los estímulos visuales que su
nariz le mandaba a la parte trasera del cerebro, pero que ahora, como
consecuencia de la sobrecarga, se repartían también por otras áreas, sobre
todo por las responsables de las funciones superiores, el intelecto y las
emociones. Curiosamente, donde mayor efecto le causaba la ingente cantidad
de compuestos orgánicos volátiles de mujer inhalados era en los lóbulos
frontal y parietal, ambos asociados a la conciencia del yo. Esto último era,
con toda probabilidad, lo que le producía la sensación más extraña y la que
más le hacía comprender el ilimitado potencial de su don.

Cuando se le despejó la mente, cuando el colorido femenino abandonó


su campo de visión, pensó en que le vendría bien sentarse para reflexionar.
Así pues, tomó asiento en un escalón mientras su mente se empeñaba en
recordar y deleitarse en la reciente experiencia sinestésica, en esas fragancias
de mujer, más seductoras cuanto más próximas al día de máxima fertilidad.
Pero su mente también le dejó que pensara en la vecina más alejada de esa
absoluta fertilidad, quien, sin duda, era la novata del grupo.
«Nalia, tú eres el eslabón más débil, tú eres la que se romperá con
facilidad cuando te presione y quién me entregará la primera pieza del
puzle».

Patrick no necesitaba preguntárselo al conserje, pues ya sabía que Nalia


era la mujer con la que se había cruzado en las escaleras gracias su particular
fragancia, detectada en una de las camisetas.
Asimismo, conocía la ubicación de su apartamento, ya que tuvo buen
cuidado de fijarse en ello cuando la vecina continuó hasta él.
De modo que ahora solo necesitaba llegar hasta su vivienda sin ser
importunado por el conserje. Así se evitaría tediosas explicaciones para
justificar su deseo de hablar con Nalia. Sin embargo, antes de marcharse,
debía tomar una precaución.
«Esta es una gran lectura, y me quedan muchas páginas por leer, así que
la guardaré».
Procedió a meter las ocho camisetas en sus bolsas y luego estas, en una
cesta de mimbre, que había visto en un estante. Por último, escondió la cesta
tras una de las lavadoras.

Poco después, Patrick hacía acto de presencia en el vestíbulo y se


encontraba allí con el conserje.
—Qué rápido pasa el tiempo —le dijo este con una sonrisa de lo más
cínica.
—¿Ya te has terminado tus diez dólares de asuntos pendientes?
—Cuando quiero, soy tan eficiente como un perro bien adiestrado.
—Ya, pero necesito más tiempo.
Otra sonrisa de Butler, ahora más forzada y grande que la anterior.
—Entiendo —indicó Patrick—, pero no quiero volver a verte hasta que
silbe.
El empleado tomó el nuevo billete que le tendía Patrick.
—Debéis tenerle mucho cariño a esas cosas que les prestasteis a vuestros
amigos.
—Tienen un gran valor sentimental.
—Pues, entonces, esos amigos vuestros debían ser muy amigos vuestros
—Butler guardó el billete con los demás—. ¿Sabes lo que pienso? Que tanta
amistad e interés por esas cosas solo se explican si valen más que unos
billetes de diez dólares.
Patrick trató de dar por finalizado ese tema de conversación:
—¿Listo para escuchar la voz de tu amo?
—¿No iba a ser un silbido?
—Sí, y deberías tener que oírlo desde muy lejos.
El conserje no le rio el chiste.
—Una pregunta antes de que desaparezcas —le dijo Patrick—. ¿Dónde
están Tricia y David? ¿Siguen en el apartamento?
—No. Han salido.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—Lo preguntaré de otra manera: ¿por qué se han ido?
—A ella le agobiaba el apartamento.
—¿Se han ido a dar un paseo?
—Puede ser. Sí, espera, algo así dijeron.
—¿Por dónde se da un paseo en este barrio?
—Por ninguna parte. Este sitio es un asco.
—¿Algún lugar un poco más alejado?
—Sí, pero no tiene demasiado encanto. Además, hay que cruzar el
trecho de calle que está desierto, y hacerlo a estas horas, con los pandilleros
que rondan el barrio…
—¿Se lo advertiste?
—No me lo preguntaron.
Definitivamente, a Patrick le pareció que aquel hombre era imbécil.
—¿Dijeron cuando volverían? —le preguntó a Butler para recuperarse
del desánimo que lo invadía.
—No, pero dudo que tarden mucho. Se va a poner el sol, y, como esa
chica parece espabilada y conoce el barrio, sabrá lo que debe hacer.
—Bien, gracias. Ahora vete a tu caseta y espera mi silbido.

Patrick alcanzó el rellano en el que vivía Nalia, llamó al apartamento y


esperó mientras recobraba el resuello.
«Ya podía ser más insistente el conserje con los de mantenimiento del
ascensor».
A los pocos segundos, se abrió la puerta de la vivienda, y su ocupante, la
atemorizada mujer de la escalera, trató de disimular el desagradado que le
produjo ver de nuevo la cara del Brujo.
—¿Qué quiere?
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto que no.
Pese a la respuesta, el Brujo dio un paso adelante y se metió en la
vivienda.
—Hola, soy Patrick —dijo después.
El miedo en los ojos azules de la mujer era tan visible que al Brujo no le
hizo falta husmear en sus emociones.
—Sal de mi casa o llamo a…
—¿Butler? Pero si me manda él.
—No, él nunca haría eso.
—Entonces, ¿por qué me ha dejado venir a tu apartamento?
—No lo sé.
—Veo que desconoces algunas cosas de este lugar.
—No, no, no, sé todo lo que necesito saber.
—Te equivocas. Todavía eres una recién llegada y vives sumida en el
desconocimiento.
Que Patrick desvelara esa información la dejó enmudecida, por lo que él
continuó hablando:
—No sabes quién soy ni para qué estoy aquí, pero te aseguro que tu
situación no empeorará. Al contrario —De nuevo, Patrick atisbó una mirada
de súplica en los ojos de la vecina—. ¿Por qué no pasamos al salón y
hablamos allí con calma? Hay muchas que cosas que debes contarme.
El Brujo se internó en el apartamento, seguido de la mujer, hasta que
llegó junto al sofá.
—Empecemos otra vez. Hola, Nalia. Soy Patrick.
Ella abrió un poco la boca, víctima de la sorpresa.
—Sí, sé tu nombre. ¿De qué te extrañas?
La vecina logró relajarse y responder:
—Hola.
—No pretendo robarte mucho tiempo, así que seré breve.
La mirada de Nalia se desvió hacia una de las paredes y se quedó allí
apenas un par de segundos. Fue poco tiempo, pero suficiente para que Patrick
deseara saber qué era tan interesante. Sin embargo, decidió aparentar
desinterés y esperar el momento propicio para echarle un vistazo. Además,
ahora tocaba concentrarse en las preguntas, que debían ser tan sutiles como
indirectas, o, de lo contrario, ella se sentiría amenazada y se cerraría por
completo.
Por consiguiente, comenzó por hablar de temas banales, aunque solo lo
fueran en apariencia.
—Que bien te veo.
—¿Cómo dices?
—Tienes muy buen color.
—Sigo sin entenderte.
—Olvídalo, son cosas mías. Pero, perdona, tienes algo en el pelo,
encima de la cabeza.
Ella se lo sacudió.
—No, todavía sigue ahí. ¿Me permites?
—Eh…, sí, sí.
Él le sacudió un poco el pelo.
—Espera, aún queda algo. Volveré a sacudirte el pelo —Patrick se
aproximó a Nalia, pero mucho más de lo normal, colocando su nariz a
escasos centímetros de los ojos de la mujer.
—Ya es suficiente —le dijo la mujer, apartándose de él con una zancada
bastante enérgica.
Patrick exhaló el aire inhalado por la nariz en el breve instante en el que
se había hallado tan cerca de los párpados de Nalia. Y todo porque, como
rezaba el refrán, el rostro era el espejo del alma. Y, además, de manera literal,
sobre todo para el Brujo, porque algunos rincones de la cara de una persona
revelaban facetas de ese individuo mediante muy leves emisiones de colores.
—Tienes unos ojos preciosos —comentó él—. Y transmiten mucho de
ti.
Dos afirmaciones. La primera, verdad; la segunda, mentira, pues Patrick
se refería a los párpados, los cuales contaban secretos de su interlocutora,
aunque solo se los contaban a él.
—Vaya, —respondió ella, un poco más relajada—, mi pareja no me lo
ha dicho nunca. Así que gracias.
—¿Una pareja? ¡No había ninguna pareja en tu camiseta! O eso creo,
porque no analicé esa faceta.
La boca abierta de la chica a causa de su sorpresa confirmó la sospecha
de Patrick.
—Decididamente, tú no tienes novio. Ni siquiera amante. El amor no
existe en tu vida actual.
Ella se sumió en una profunda perplejidad y balbuceó algo, que resultó
incomprensible.
—No se miente de esa manera si no es para ocultar lo que te atemoriza –
explicó él.
—¿De qué estás hablando? Yo no miento. ¿Y qué es eso de la camiseta?
—Ayúdame y yo te ayudaré. Sospecho que a ambos nos preocupa lo
mismo.
—Eso es una estupidez. Y no tiene nada que ver con Butler y con…
con…Vamos, fuera de aquí. ¡Ahora!
Lo empujó para echarlo del salón y de su casa.
—Te puedo ayudar —insistió él—. ¿A qué le tienes miedo?
—Tu ayuda no es necesaria.
—No es eso lo que decía tu cara cuando nos vimos.
—Pues he cambiado de opinión.
Ella volvió a mirar la pared que había detrás de Patrick. Y, ahora sí,
Patrick miró también esa pared, en la que colgaba un solitario reloj esférico.
—Debes irte —le conminó ella—. Debes irte cuanto antes.
—Confía en mí. Puedes hacerlo. Supera tu miedo igual que hiciste en la
escalera y deja que te ayude.
Nalia lo apremió aún más:
—¡Márchate, por lo que más quieras! ¿Es que no lo entiendes? ¡Debes
marcharte ya!

Patrick se encontraba a solas, en el descansillo, aunque tenía la


impresión de estar ahogándose en un mar de dudas. Por una parte, estaba el
incomprensible miedo de Nalia a alguien o algo, quizá un suceso, pero que no
afectaba en absoluto a Butler y que parecía ser inminente. Por otro lado, la
aparente reclusión y convivencia de ocho mujeres en aquel edificio. Y, por
último, el asesinato de los miembros de la ONG.
Pese a todo, algo había avanzado, con un último paso dado por
casualidad cuando trataba de sonsacarle más información a Nalia a través de
sus párpados, información muy difícil de captar por ser sus emisiones
sumamente débiles, pero fresca, reciente, no como la de las camisetas.
«Esa supuesta pareja, esa prisa para que me vaya…».
Decidió reflexionar sobre ello mientras esperaba a Tricia y David en el
vestíbulo, pero…
«¿Y si han vuelto ya?».
De modo que se dirigió al apartamento de la ONG, llamó a la puerta y
aguardó hasta que comprendió la inutilidad de la espera. De ahí se fue al
vestíbulo, donde tampoco localizó a nadie, ni siquiera al conserje.
«Un chucho insaciable pero obediente».
Se fue hasta la puerta de la calle para abrirla y comprobar si Tricia y
David se encontraban por las inmediaciones, pero fue incapaz de hacerlo
porque se hallaba cerrada con llave.
«Veo que ese chucho, además, hace bien su trabajo».
Volvió a la mesa del conserje.
«¡La crema del 3002!».
Ya no estaba sobre la mesa. Y era lógico, dado que Butler se la había
llevado a su destinataria.
«¡La crema humectante! Ahora entiendo el olor afrutado en una de las
camisetas. Ahora entiendo muchas cosas».
Echó a correr escaleras arriba hasta llegar a la tercera planta. Allí llamó a
la puerta del 3002, y, de nuevo, una mujer le abría la puerta, una mujer
pelirroja con bonitas pecas, que también se inquietaba al ver su rostro.
—Hola, Victoria. Me envía Butler —le explicó él—. He venido para
cambiar tu tratamiento. La crema no sirve.
—¿Butler? ¿Mi tratamiento?
—Butler en realidad no, ya lo sabes. El conserje solo me ha indicado tu
apartamento.
—¿Entonces ha sido…?
Patrick pensó que ya lo tenía, que ella le daría un nombre, una identidad,
pero no llegó a ocurrir. De modo que él prosiguió con la conversación:
—Sí, él. ¿Cómo quieres que te lo diga?
—¿De verdad eres médico? Si parece que te hace falta uno más a ti que a
mí.
—Ya hablaremos de eso. Ahora pasemos adentro.
—No, algo no encaja. ¿Dónde está él?
Patrick miró la hora en su reloj.
—Llegará de un momento a otro —Su afirmación dejó a Victoria aún
más perpleja, y él lo aprovechó para colarse en su vivienda—. Date la vuelta.
He de comprobar una cosa —dijo cuando ya estaba en el interior.
—No, esto no tiene sentido.
—Sí lo tiene. Él me ha contratado como médico de vosotras hace pocos
días, aunque debería haber sido mucho antes. Lo digo por Nalia, por ejemplo,
a quien ya he visitado. O Danila, que lleva aquí demasiado tiempo, puede que
la que más, y empieza a sufrir algunas carencias —Aquello relajó las
facciones del rostro de Victoria y borró todo atisbo de resistencia en ella—.
Ahora date la vuelta.
La mujer se giró, aunque sin darle la espalda del todo al Brujo.
—Quítate la blusa —pidió él.
—¿Perdona? —replicó ella con cara de indignación.
—Que te quites la blusa. Es una orden. O él se enfadará.
Las manos de Victoria desabrocharon los botones de manera automática,
como si no dependieran de nadie, como si tuvieran vida propia. Después, con
la mujer ya sin la blusa, Patrick le pasó un dedo por la columna vertebral de
abajo a arriba. Lo hizo varias veces, hasta que consideró que era suficiente.
Entonces repitió la operación con el dedo corazón de ambas manos y, al poco
rato, comenzó a acariciar la nuca con ellos.
«De menos a más, de menos a más…», se decía él.
Y, cuando consideró que la estimulación previa de Victoria era
suficiente, comenzó a deslizar las yemas de sus dedos por los laterales del
cuello, provocando así un notable aumento de la irrigación sanguínea en la
zona y un incremento en el colorido que ella desprendía por la piel.
Patrick observó su cuello, su arteria carótida, percibió sus pulsaciones,
las palpitaciones que producía su corazón y que eran visibles con absoluta
facilidad.
«Ya está a punto».
Pensó en darle un beso en esa zona para rematar la excitación previa,
pero decidió contenerse y, en su lugar, acercó su nariz al cuello, mucho, tanto
que casi rozaba la piel. En ese momento, su apéndice nasal se adentró en la
capa de aire caliente de apenas un centímetro de espesor que rodeaba todo
cuerpo humano, una capa con una concentración de datos hasta cinco veces
más alta que el resto del aire de la habitación.
Se trataba de una zona cargada de gérmenes procedentes de las más
pequeñas de las células muertas de la piel y de las bacterias que anidaban en
ella, pero también de una completa y compleja fragancia de mujer. Era, en
definitiva, un conjunto invisible que flotaba en el aire y que se expandía allí
por dónde ella transitara, pero cuya existencia y potencial Patrick conocía a la
perfección, así como su altísima concentración de compuestos orgánicos
volátiles y biomarcadores.
—Tienes un delicioso toque irlandés —murmuró él mientras inspiraba
en busca de una pista o algo con lo que pudiera manipular a Victoria a fin de
sonsacarle información de interés.
Ella, entretanto, sentía en su cuello la respiración de Patrick, su lento
recorrido arriba y abajo repetidas veces, hasta que un escalofrío recorrió su
cuerpo y se le erizó la piel.
—Verde esmeralda, pero más claro de lo normal —le susurró el Brujo al
oído.
—¿Qué?
—Decididamente, hueles a frutas. Es un olor a fruta dulce. Yo diría que
a manzana, pero de esas bicolores tan sabrosas. De hecho, veo dos líneas de
color que te envuelven. Una es amarilla aureolina. La otra, roja caramelo,
pero regular, brillante, lisa. En otras palabras, preciosa.
La mujer estuvo a punto de dar un paso y alejarse de quien le parecía un
loco, pero algo en su interior contuvo ese impulso y la obligó a permanecer
inmóvil.
—Bebes mucha agua para paliar una sed que nunca desaparece.
—¿Cómo dices? —balbuceó ella.
—Vas al baño con frecuencia para eliminar esa agua que no debería
sobrar, pues bebes por tener sed, porque tu cuerpo te lo exige. Sin embargo,
esos pequeños pero molestos misterios se ven compensados con una alegría
que eres incapaz de contener, producida por tu inesperado adelgazamiento.
—¿De qué estás hablando?
—Te gusta comer dulces, y te atiborras de ellos gracias a que, pese a
todo, adelgazas.
—¡Solo tomo…!
Patrick la interrumpió:
—Estás enferma, pero no lo sabes. Por suerte para ti, no es desde hace
mucho tiempo.
La mujer volvió a sentir esa pulsión, esa necesidad de huir de él. Sin
embargo, no lo hizo, limitándose a girarse y darle la cara.
—Me das miedo.
Victoria miraba ahora el rostro de Patrick con un temor cargado de
curiosidad, como cuando alguien se siente empujado a asomarse al borde un
acantilado para comprobar su profundidad y disfrutar de sus vistas pese al
miedo que le infunde.
—Te asusta saber que estoy en lo cierto —le explicó él—, pero te asusta
más que estés enferma y no sepas de qué se trata.
—¿Qué enfermedad es?
—Ni cebolla ni brócoli. Seguro que los evitas en las comidas.
—¿Y?
—Que confirma que estás enferma.
Ella se tapó la cara con las manos al sentirse tan desnuda, y él lo
aprovecharía para rematar su actuación.
—Sabes que el brócoli genera un mal aliento parecido al que causa la
cebolla, aunque menos intenso. Sin embargo, los conocimientos que has
adquirido sobre ello no te han servido para solucionar el problema de tu
creciente halitosis. Y eso te preocupa, de ahí el espray bucal con el que tratas
de disimularla.
—Lo llevo igual que mucha gente. No tiene nada que ver con…
Pero Patrick no la dejó explicarse.
—Como tu mal aliento persiste, como no consigues vencerle, te
deprimes y tratas de compensarlo emocionalmente con todo tipo de
caprichos. Llegas, incluso, a tomar postres dulces antes de las comidas, como
has hecho hace poco. Y ahí radica el verdadero problema, aunque que no eres
consciente de ello.
—¿Eso último es un consejo? ¿Es un consejo? Explícamelo.
—Antes deberás responderme a unas cuestiones.
—Si lo hago, ¿me ayudarás?
—Sí.
—De acuerdo, pero, por favor, que no sean preguntas difíciles.
—Tranquila, seguro que conoces las respuestas.
Sin embargo, Patrick sabía que las cosas no serían tan fáciles, ya que
cabía la posibilidad de que Victoria, ante una pregunta inadecuada, se negase
a responder. En consecuencia, decidió empezar con un asunto que jamás
levantaría sospechas.
—¿A quién más de vosotras le gusta el chocolate?
—Vaya, yo creo que a todas.
—Pero ¿a quién le gusta más?
—Mmmm… No sabría decirlo.
—¿De verdad no tienes ni idea?
—¿No iban a ser preguntas fáciles?
—Pensaba que esta sí lo sería.
—Pues no lo es, no para mí. Así que quizá debas preguntárselo a otra
persona.
—¿A Danila?
—¿Qué clase de interrogatorio es este?
—Por favor, responde.
—Supongo que sí, que a Danila. Ya sabes que es la que decide muchas
cosas. Oye, ¿de verdad eres médico?
—Sí, pero no soy un médico normal. De lo contrario, él no me habría
llamado. Ahora dime si hay alguien que incumpla las normas.
—No, nadie las incumple. Pero ¿qué sabes tú de eso?
—¿Cómo sabes que nadie incumple las normas?
—¡Son las normas!
—¿Y nadie las incumple?
—¿Te das cuenta de lo que dices? Es una locura.
—Está bien, está bien, olvídalo.
—¿Más preguntas?
—Solo una cuestión más. ¿Recuerdas el día en el que murieron los
miembros de la ONG?
—Sí, no fue hace mucho.
—¿Estabais todas aquí?
—¿Es que aún no sabes que nunca salimos?
—Perdón, he planteado mal la pregunta. ¿Sabrías decirme si «él» estuvo
aquí ese día?
La pregunta le causó a Victoria el mismo efecto que un mazazo en la
cabeza.
—¿Cómo te atreves a…? ¿Y quién eres? ¿Quién eres de verdad? ¿Qué
buscas aquí?
Patrick estudió su respuesta, analizó cada detalle de su reacción y tuvo la
certeza de que la mujer ya había contestado.
—Gracias —dijo para concluir el interrogatorio.
Ella comprendió la hábil jugada de su visita y se encolerizó.
—Maldito imbécil. Eres un inconsciente. Ni te imaginas lo que acabas
de hacer.
Un empujón verbal más, y Patrick se vio fuera del apartamento.

—¿Algún problema? —le preguntó el conserje.


Encontrarse tan inesperadamente con Butler frente al apartamento de
Victoria hizo que Patrick se sobresaltara.
—No, ninguno —le replicó al empleado.
—Me ha parecido escuchar una discusión.
—Solo te lo ha parecido.
—Los podencos tenemos buen oído. Pero, dime, ¿cómo va eso? Las
mujeres, cuanto más guapas, más difíciles, ¿a que sí?
—No quiero ligar con ellas.
—No es lo que parece.
—¿Me espías?
—¿Qué dirá Tricia cuando vuelva de su paseo?
Otra sonrisa tan grande como estúpida, y otro billete que cambiaba de
mano.
—¡Es de cinco dólares! —protestó Butler.
—¿Crees que soy un cajero automático?
—Tranquilo, me contentaré con dos de cinco.
Patrick le pasó otro billete.
—Qué grande eres —comentó Butler con satisfacción—. Da gusto
trabajar contigo.
—Agradécelo contestando una pregunta.
—Vaya, eso es nuevo.
—¿Qué hay detrás de la puerta del sótano?
—¿Qué puerta?
Por primera vez desde que trataba con Butler, Patrick lo vio sin ese gesto
chulesco que lo caracterizaba.
—Veo que sabes a cuál me refiero.
—Nunca he entrado ahí. Es más, ni sé por qué siempre está cerrada. Y,
si te digo la verdad, tampoco tengo ganas de abrirla.
—¿Se puede abrir?
—Hay quien sí puede.
—Y no eres tú.
—No, no lo soy.
—¿Es de quien dependen las chicas?
—¿Por qué dices…?
—No te preocupes. Ya no hace falta que contestes.
En efecto, no era necesario, pues Patrick ya intuía cuál era la respuesta
que Butler no quería dar.
—Entonces, ¿para qué lo preguntas? —protestó el empleado.
—Butler…
—¿Sí?
—Vete a buscar un hueso bien lejos de aquí.

Patrick volvía a encontrarse a solas.


«Debo avanzar más rápido. Debo dar un paso definitivo cuanto antes. Ni
Butler me concederá más tiempo ni las mujeres de este edificio seguirán
picando. Al final, hablarán entre ellas y se descubrirá mi juego. Además, no
tardaré mucho en saturarme».
Pero esa no era su única preocupación. También había que tener en
cuenta al hombre que de algún modo dominaba a aquellas mujeres y poseía la
clave de la puerta del sótano, un personaje cuya llegada debía de ser
inminente y hacía aconsejable marcharse de allí sin más demora.
«Irme ahora… Sería una buena idea si Tricia y David ya estuvieran aquí.
¿Dónde se habrán metido? No tiene sentido que tarden tanto».
Sin embargo, la tentación de ir un poco más allá con su investigación, de
sentir que quizá estuviera a tan solo un paso de desvelar alguna de las claves
que encerraba aquel extraño edificio, le hizo olvidar toda precaución.
«A por Danila».
La abeja reina

«Apartamento 5002. Tiene que ser aquí».


Patrick recordaba bien cómo eran los dos apartamentos ya visitados. De
modo que sabía que los impares eran mejores que los pares, y, lógicamente,
cuanto más arriba en el edificio, mejores todavía. Todo ello implicaba que el
5002 era la mejor vivienda, y la que, por lo tanto, debía pertenecer a la
cabecilla de las ocho mujeres.
Aclarada esa cuestión, se detuvo a pensar en cómo abordar a la que, en
teoría, era la mujer más difícil de controlar.
«Él es la clave. Él es quien somete a las vecinas, quien está involucrado
en los crímenes de la ONG y quien guarda relación con la extraña historia del
sótano. Así que él será el hilo conductor del interrogatorio de Danila».
Llamó a la puerta del 5002 con la convicción de que acertaba en su
diagnóstico. Lo hizo, además, tratando de imaginar cómo sería la portadora
de la camiseta de los colores que tanto le habían intrigado.
Sus ensoñaciones se vieron interrumpidas por la voz de mujer que se
escuchó desde el otro lado de la puerta.
—¿Quién es?
—Hola, Danila. Soy Patrick, el de mantenimiento. Vengo a revisar la
calefacción.
La puerta se abrió.
—¿La calefacción? —le inquirió la atractiva mujer que se presentó ante
él, de pelo castaño y piel bronceada artificialmente.
—Sí, la calefacción. Da problemas. ¿No te has fijado en el ruido que
hace?
—No bajo mucho por el sótano.
—¿Alguna vez hace poco?
—Pues…, sí, alguna vez. Pero ¿a qué viene ese interés?
—Me has preguntado por qué he venido.
Danila lo miró de arriba abajo, pero sin detenerse en su cara.
—No tienes pinta de reparar calderas.
—No reparo calderas. Solo redacto informes.
—¿Eres del Seguro?
—¿Puedo pasar ya? Aún me queda mucho por hacer.
—Vale, vale, hay más pisos. Lo sé.
Danila le franqueó la puerta, aunque sin mucha convicción, y lo guio en
silencio hacia la ventana, bajo la cual se hallaba el radiador del salón.
Caminando tras ella, Patrick averiguó el motivo de la tardanza de Danila
en abrirle la puerta: se había estado depilando. Ahora bien, daba la impresión
de que mantenía desde hacía semanas una terrible batalla contra el vello de su
cuerpo, pues pudo observar una maquinilla eléctrica, una cuchilla, de color
rosa, y un caro sistema de depilación a la cera.
Asimismo, vio que había un elevado número de rosas en la casa. Las
había en jarras y jarrones, y estaban colocadas en parejas y en ramos. Pero
ese olor se mezclaba con fuerza, aunque también desequilibro, con el que
producían la gran cantidad de naranjas de la fuente colocada sobre la mesa
del comedor.
—Huele muy bien —mintió Patrick.
—Gracias.
—¿Por qué tantas rosas y naranjas?
—Me gusta su olor, aunque debería decir que me gustaba su olor. Llevo
un tiempo, creo que desde que me cogí la última gripe, que no consigo oler
algunas cosas. A veces pienso que la nariz continúa con la gripe por sí sola.
—Y ahora lo echas de menos.
Al llegar a la ventana, ella se puso a juguetear con unos ejemplares de
menta, plantados en unas macetas pequeñas.
—¿Dónde vas a redactar tu informe? No traes ni un simple boli.
—¡Es verdad! ¡Mis cosas! Me las he debido de dejar en casa de Victoria.
—Victoria, se me había olvidado. Le prometí visitarla. Últimamente no
se encontraba bien.
—Sí, lo sé.
—¿Lo sabes?
—Ella me lo ha contado. ¿De qué te extrañas?
—Hombre, eres el fontanero.
—No soy fontanero, soy ingeniero.
—Vaya, lo siento.
—Y estudié un par de años de Medicina, pero lo dejé. Me mareaba en
las prácticas.
Danila se echó a reír,
—Pues, sí, vaya médico habrías sido.
—Eso mismo dice Victoria.
—¿También le has contado este rollo?
—Ella sacó el tema.
—¡Ella sacó…! ¿Por qué?
—Le dije que la notaba enferma y le di un par de consejos.
—¿Supiste lo que le pasa solo con verla?
—Más o menos. Estas cosas se me dan bien. Por eso estudié Medicina.
—Eres una persona bastante extraña.
Ahora sí, ahora Danila se atrevió a mirarlo a los ojos, lo que para el
Brujo significó una primera victoria.
«Me he ganado su confianza».
Patrick se agachó y toqueteó el radiador sin saber muy bien lo que hacía.
—Este va bien. ¿Pasamos al dormitorio?
Danila puso cara circunspecta.
—¿No corres mucho?
—¿Por qué lo preguntas? Soy el «fontanero».
—¿Fontanero? ¡Ningún fontanero habla así!
Patrick comprendió que había metido la pata, que lo habían traicionado
sus ansias de olisquear los colores del dormitorio, cargados de valiosa y
abundante información, por lo que decidió no perder más tiempo.
—¿Qué te hace ser tan recelosa: tu carácter o tu embarazo?
—Pero… yo… yo no estoy embarazada.
—Lo estás, y es tan visible a simple vista como con los ojos cerrados.
—Demuéstralo.
—Tu exceso de cabello, contra el que luchas sin descanso, y el pequeño
toque ácido y penetrante de tu color, tan diferente al de tus compañeras de
edificio, son el resultado de la sobreproducción de andrógenos de tu
embarazo. Y debo decir que, al principio, tu color me intrigaba, y no le veía
sentido, pero ahora sí se lo veo.
El rostro de Danila pasó a ser puro asombro.
—¿Quién eres? —musitó ella cuando recuperó el habla.
Esta vez, Patrick prefirió guardar silencio. Así aumentaría la
incertidumbre y los temores de Danila, y así la dominaría con más facilidad.
—Vives en reclusión. Eso me lleva a pensar que tu embarazo no es
voluntario, sino forzado. También, que el causante de tus problemas es el
mismo que asesinó a los cooperantes que vivían en este edificio. Ahora
pasemos al dormitorio —La cogió de un brazo y se la llevó hasta allí—. Los
cooperantes se vinieron a vivir a aquí con la intención de estar más cerca de
lo que hay en el sótano y hacerse con ello. Y todo sin levantar sospechas.
Pero algo salió mal. Supongo que porque no eran conscientes de dónde se
metían. En cualquier caso, lo que se ocultaba abajo sigue ahí y es lo que os
tiene aterrorizadas.
—No sabes lo que estás diciendo. ¡Olvídalo!
—Lo sé todo. Sé también que el hombre que os somete es quien controla
el secreto del sótano.
El desconcierto de Danila se convirtió en angustia.
—¿Por qué tienes tanto interés en bajar ahí? ¿Por qué?
—Porque su secreto guarda relación con la niña a la que investigo.
—Pues déjalo y vuelve a tu casa.
—No, es imposible.
—¿Es que no te das cuenta de lo que estás haciendo, de lo que me estás
haciendo?
Su tono de voz indicaba que estaba casi a punto, y que a Patrick solo le
quedaba rematar el trabajo.
—¿Te gusta el pescado?
—¿A qué viene esa pregunta?
Para el Brujo, su falta de respuesta, unida a las rosas y naranjas, fue igual
que una contestación clara e inequívoca.
—Te lo diré de otra manera: no verás crecer a tu hijo más allá de los
cuatro o cinco años.
Danila acusó el golpe de manera brutal. Le temblaron las piernas, se le
descompuso el rostro y comenzó a llorar.
—¿Por qué morirá mi hijo? ¿Y por qué ha de morir él? —preguntó entre
gimoteos—. ¿Y si te equivocas?
—No debes temer por él. Crecerá sano y fuerte.
La cara de Danila se asemejó de repente a la de un cadáver.
—Entonces…
—Sí, serás tú quien fallezca en unos pocos años.
El comentario destruyó por completo la moral de la mujer, dejándola sin
capacidad de resistencia. Y Patrick lo aprovechó.
—Ayúdame. Cuéntame qué hay en el sótano, y quizá yo te pueda
ayudar.
—Por favor, dime quién eres.
El rostro de Danila ya era de terror.
—Hablaremos de mí en otro momento —continuó Patrick—. Ahora solo
tenemos tiempo para hablar del sótano.
—Es una forma horrible de desaparecer.
—¿A qué te refieres?
—Que, si alguna no cumple, se la llevan abajo y no vuelve jamás. Y
todas lo saben, aunque desconocen cómo ocurren las cosas.
—¿Tú lo sabes?
Danila no respondió, por lo que Patrick la cogió por los hombros y
repitió la pregunta:
—¿Tú lo sabes?
—Huye, huye ahora que todavía estás a tiempo.

Patrick salió con rapidez a la escalera, descendió hasta el vestíbulo y se


fue directo a la puerta de salida.
—Cerrada —murmuró al comprobar que Butler aún no la había abierto
—. Pero ¿cuánto tiempo necesita ese hombre para lamer un hueso?
Entonces lo comprendió. La actuación del conserje, las propinas…
Había caído en la trampa.
«Pedir auxilio a gritos no tiene sentido. No en esta parte de la calle».
Tocaba encontrar otra salida, y la primera opción que le vino a la mente
fue la escalera de incendios.
«¡Nalia! Su apartamento es el más cercano. Saldré por su ventana».
Corrió escaleras arriba hasta alcanzar el rellano de la chica que había
interrogado en primer lugar. Allí vio que la puerta de la vivienda se hallaba
entreabierta, y, sin saber por qué, la empujó con cautela.
—¿Nalia?
No escuchó ninguna respuesta, pero en cambio percibió unas trazas de
color marrón bermejo, procedentes del brutal festín que millones de bacterias,
nematodos y protozoos comenzaban a darse en un cuerpo humano.
Con más precaución todavía, se adentró en el salón, luego pasó a la
cocina y, por último, al dormitorio, donde descubrió el cuerpo de la mujer,
tumbado sobre la cama.
—¿Nalia?
La pregunta fue tan absurda como innecesaria, y nadie lo habría sabido
mejor que Patrick. Pese a ello, el Brujo continuó comportándose como si
Nalia durmiera, como si se hallara sumida en un apacible sueño. Tan solo las
marcas rojas alrededor de su cuello rompían aquella idílica imagen.
Volvió a pensar en la escalera de incendios, de manera que se fue a la
ventana y la abrió, pero solo para descubrir que la reja no disponía de ningún
sistema de apertura.
Maldijo su mala suerte, maldijo la de Nalia y se acordó de Victoria, de
su destino y de su ventana. Sin embargo, no tardó en comprender que su reja
también estaría condenada y que Victoria ya «dormiría» tan plácidamente
como Nalia.

Patrick llegó de nuevo al vestíbulo, dónde descubrió que, ahora, el


acceso al sótano se hallaba abierto y que a través de él se vislumbraba una luz
tenue.
«Me marcan el camino».
En cualquier caso, la puerta de emergencia, la que ya era su única forma
de salir y buscar a Tricia y David, se encontraba abajo, en el temido sótano.
«¡Espera!», se dijo. «¿Y si ya han vuelto? ¿O y si nunca han llegado a
salir?».
Sacó su móvil para llamarlos, pero recordó enseguida que allí no había
cobertura.
«Maldita sea».
Ya no había marcha atrás. De modo que se fue a la puerta del sótano y
bajó por las escaleras, que ahora le parecieron más angostas y largas que la
primera vez, mucho más, como si condujeran hasta el mismísimo infierno.

Ocurrió de forma inesperada, en cuanto puso en pie en el sótano. El


golpe fue fortísimo, y en su cabeza sonó un crac, como si su cráneo crujiera
como consecuencia del impacto y se le abriera una grieta más que una brecha.
Patrick tuvo la impresión de que la masa encefálica se le saldría por ese
hueco y se llevó las manos a la cabeza para contener la pérdida. Pero todo fue
inútil. Se le nubló la vista, se hizo la oscuridad y cayó al suelo, dándose otro
golpe en el mismo sitio.
—Se acabó el recreo, niño —le escuchó decir a Butler.
Luego perdió el conocimiento.

El reguero de sangre ya llegaba hasta su boca, y su sabor salado y


metálico le recordaba a Patrick lo que le había sucedido.
El Brujo se llevó una mano a los labios para limpiárselos, abrió los ojos,
y la luz de una bombilla empezó a definir la silueta de varias personas.
—¡Por fin! —exclamó Butler—. Un poco más y te habríamos dado por
muerto. Eso sí, lo habrías pasado mal. Enterrar vivo a alguien es la peor
broma que se le puede gastar.
Patrick no prestaba atención al humor negro del idiota de las propinas.
Bastante tenía con saber dónde estaba el suelo para no caerse cuando
intentara levantarse.
—Quieto, quieto, quieto —le ordenó el conserje—. Nadie te ha dado
permiso para moverte de ahí.
El sonido de un arma de fuego amartillándose resultó suficiente para que
el Brujo permaneciera inmóvil. Asimismo, fue el momento en el que se dio
cuenta de que se hallaba esposado de pies y manos.
—¿Dónde estoy? —preguntó Patrick frotándose los ojos.
—Con nosotros. Ha habido suerte.
—¿Para quién ha habido suerte?
—Lo ves, Tommy. Ya te dije que, además de ser un tío listo, es un
bromista.
Otra voz, más grave que la anterior, se unió a la conversación
dirigiéndose a Patrick:
—La diosa de la fortuna me sonríe y te trae a mis manos.
—No confíes en las falsas sonrisas —le contestó el Brujo.
Pero la ironía de Patrick no pareció hacer mella en el nuevo interlocutor,
ya que siguió hablando de lo que le interesaba.
—Butler te tiene mucha inquina por un motivo muy especial, y no es por
tratarle como a un perro. Por eso sé que no hay nadie mejor que él para
vigilarte.
Para entonces, Patrick ya apreciaba los detalles de su entorno y de las
personas que se encontraban en el sótano del edificio. En total eran cinco:
David, fuertemente atado, Butler, armado con una escopeta recortada, y tres
hombres más, de aspecto similar al del conserje.
De todas ellos, el que más le llamó la atención era el que acababa de
hablar.
«Tommy, Tommy, el Diablo, seguro.», se dijo el Brujo. «No ha tardado
mucho en entrar en escena».
Tommy, el Gallo, era un personaje de unos treinta años, de cara huesuda,
curtida y vacía de sentimientos. Su pelo, largo y desordenado, acentuaba su
falta absoluta de escrúpulos. Y sus ojos, de los que cualquiera diría que no
tenían vida de no ser porque su dueño aún respiraba, parecían dos cuchillos
capaces de clavarse en el alma de una persona.
Los otros dos, posiblemente dos sicarios suyos, resultaban aún más
amedrentadores que Butler. Eran grandes, gruesos, incluso de brazos, piernas
y cuello. Era anchos de espaldas y de perfil. En cualquier caso, lo más
llamativo era el machete que uno de ellos sujetaba con una mano, ya que era
tan grande que serviría para cortarle el cuello a una vaca de un solo tajo.
—Butler dice que ese de ahí, con aspecto de predicador, se llama David
—Tommy lo señaló—, lo que significa que tú eres el Brujo.
—Sí y no.
—¿Sí y no?
―No soy ningún brujo, pero sí soy al que llaman así.
—Habrá algún motivo. ¿No te parece?
—Ya he tenido esta conversación antes.
—Seguro que sí, pero nunca conmigo —le replicó Tommy con
agresividad—. Ahora dime, ¿de verdad averiguas los secretos de la gente?
—Eso solo es un rumor.
—Entonces, no me sirves. Entonces, no podrás investigar para mí y
tendré que matarte. También al del alzacuello —Miró las caras de honda
preocupación de ambos—. A tu chica, en cambio, le respetaré la vida. Eso sí,
no volverá a ser libre. Ni siquiera sabrá quién es pasadas unas semanas.
Porque la romperé, porque haré que la violen tantas veces que perderá hasta
la sensibilidad entre las piernas, y luego le meteremos tantos chutes de
heroína que se convertirá en una adicta a esa basura. Así lograré que se
vuelva dócil, que cumpla todos mis deseos a cambio de nuevas dosis, solo
que sus nuevos caprichos estarán adulterados, mezclados con porquerías aún
peores. Eso hará que le parezcan que no tienen fuerza y que venga a mí
pidiendo más y más, que venga buscando algo que calme su adicción. Y yo
se lo daré, pero antes deberá demostrarme que es mía, que me es fiel. Será
una relación muy fructífera. Ella obtendrá droga gratuita y yo, el dinero que
sus servicios sexuales reporten. Y no creo que esa parte del trato le importe
mucho. Recuerda que ya no sentirá nada cuando alquilen su cuerpo, incluso
aunque lo hagan treinta veces al día —Desentumeció sus huesudos dedos,
terminados en uñas mal recortadas—. Verás, mi vida actual no es fácil. Hace
tiempo, un competidor se cruzó en mi camino, alguien tan cabrón que a su
lado yo soy como una princesita y mis hombres, sus ridículos pajes. Y me
golpeó con tanta fuerza que mandó al infierno a casi toda mi organización,
por lo que, desde entonces, vivo escondido y pensando en que ese tipo pueda
reaparecer para terminar el trabajo. Y, ahora, por más que quiero cambiar de
forma de vida y recuperar mi poder, resulta que no sé cómo hacerlo sin que
peligre mi vida. Pero tú me ayudarás. Ya lo creo que sí, lo harás. Los dos lo
sabemos. Me ayudarás a encontrar a ese cabrón y a destruirlo. Además, no te
resultará difícil. Eres un brujo —Su voz adquirió un tono más convincente—,
eres el Brujo.
—¿Quién es el otro? ¿Quién es al que tanto temes?
—¿A quién teme el Diablo? —se preguntó el propio Diablo en actitud
dubitativa—. Esa es la pregunta que me hago todos los días. Pero ¿crees que
te necesitaría si lo supiera? ¿Crees que, entonces, seguirías con vida?
—¿Dónde está Tricia?
—Eso no es importante, no ahora.
—Tendrás que darme algo a cambio si quieres mi ayuda.
Su comentario produjo un aluvión de carcajadas en el Gallo y sus
hombres.
—¿Darte algo a cambio? —farfulló Tommy casi sin aliento.
—Eso he dicho.
—Veamos, vienen por aquí unos cooperantes. Han husmeado mucho por
el barrio, y eso me intriga. Así que los dejo meterse en la boca del lobo, los
dejo vivir aquí aprovechando que parecen creer que este no es más que un
buen lugar para pasar desapercibidos. Aunque luego pienso que quizá sea por
otro motivo: yo. O, mejor dicho, uno de mis secretos. De modo que me los
cargo a todos aprovechando una de sus reuniones, y lo hago con la ventaja de
que esta es mi casa, por lo que no quedarán pruebas que me inculpen. Por
supuesto, el día que pasa la poli a investigar lo ocurrido ni yo me dejo ver ni
hay testigos incómodos que interrogar. Y, cuando todo parece solucionado,
llegáis vosotros. Sobre todo, llegas tú. Pero antes me buscas por todas partes,
pones en peligro mi escondite, alteras el orden entre mis amantes y preguntas
a todo el mundo sobre la ONG y a qué me dedicaba cuando no necesitaba
vivir escondido. Aunque lo haces con un énfasis muy especial en una
actividad nueva mía. Sí, sí, no pongas esa cara. No hay secretos para mí en
este barrio. Bueno, lo que te decía. Debería matarte por cualquiera de esos
actos, pero tengo un problema y creo que tú me lo puedes solucionar. Eso te
da una oportunidad, es cierto, pero aprovéchala sin hacer el idiota.
—Sigues teniendo que darme algo a cambio.
—Pero ¿qué parte no has entendido de lo que te he contado?
—Llevémoslo a la celda —sugirió Butler.
—Sí, ¿por qué no?
—¿Por qué no a su chica? —preguntó otro de sus matones—. Será más
efectivo que vea lo que le puede ocurrir a ella.
—No, tiene que ser él —Tommy sonrió con malicia—. Antes de llevarte
abajo, debo hablarte de una chica muy especial, una que traté de usar también
como amante. Mis hombres creían que estaba loca Yo, en cambio, no sabía
qué pensar de ella. Solo tengo claro que tuve que matarla. Era demasiado
rebelde y un mal ejemplo para las demás. De modo que le corté el cuello y
dejé que se desangrara hasta morir. Y lo hice con todas las chicas mirando.
Pretendía que sirviera de lección. Luego, dos semanas después, me fui a la
frontera, al paraíso de las mafias que trafican con seres humanos, a un lugar
en el que el número de inmigrantes ilegales se dispara sin cesar y los
asesinatos se triplican de año en año. Y, cuando estuve en el mercado de
carne humana más grande de Norteamérica, en Laredo, oh, sorpresa… —
Hizo un ostentoso gesto con los brazos—. ¡Un milagro!
David se sobresaltó:
—¡¿Qué ocurrió?! ¡¿De qué milagro hablas?!
—Qué interesante, el religioso quiere saber más del milagro de Laredo.
Uno de los sicarios fue incapaz de contener otro chiste fácil:
—Por eso ha venido a este agujero. Quiere que se le aparezca la Virgen.
David se hallaba cada vez más desconcertado. Por el contrario, Tommy
y los suyos no paraban de reírse.
—Vosotros ganáis —dijo el Gallo—. Os daré algo a cambio: os daré
más detalles del milagro.
Otra vez risas y carcajadas de los hombres de Tommy, pero ahora más
fuertes que las anteriores. Y eso, para Patrick, era un mal síntoma.
—En cuanto a tu petición —continuó Tommy—, guárdatela. No me
interesa. No me gustan las peticiones. Así que limítate a aprovechar mi
generosa oferta. Pero antes emplearemos esa información que voy a
compartir contigo para ponerte a prueba. Así sabré si son ciertos los rumores
que corren sobre ti y si de verdad puedes ayudarme.

Butler abrió la cerradura que bloqueaba la tercera puerta del sótano, la


que tanta intriga había generado en Patrick, y dejó a la vista otra escalera,
pero angosta y retorcida como una lombriz.
Tommy, por su parte, «invitó» a Patrick y David a seguir los pasos del
conserje escaleras abajo, hacia un lugar que parecía diseñado para ahogar los
lamentos de los que allí eran encerrados.
Al final de la escalera, se encontraron con una puerta metálica, de un
color rojizo y desgastado, que disponía de una reja de barrotes a la altura de
la cara y un candado, con el que impedir su apertura.
Butler les franqueó el paso, y todos entraron en otra sala, aunque más
pequeña que la del primer sótano y en la que había una mesa y unas sillas.
Allí, frente a una puerta corredera, Tommy retomó la palabra:
—Muchas de las que pasaban por aquí eran reenviadas a lugares donde
podían generar fuertes ingresos, y esa chica, a la que maté cortándole el
cuello, era una preciosidad, por lo que podría haber sido una máquina de
fabricar dinero. El caso es que, semanas después de matarla, cuando estoy en
la frontera en busca de mercancía para ampliar el negocio, uno de mis
proveedores del cártel me comenta que me tiene reservada una sorpresa. Y
entonces me presenta a una mujer realmente guapa, joven y de pelo oscuro,
pero sin peinar ni maquillar; todo lo contrario de cuando te pretenden vender
a alguien. Peor aún, tiene un aspecto terrible, como el de una loca recién
sacada de la selva. Tan desarreglada, en suma, que pienso que me están
tomando el pelo. Pero en ese momento me fijo mejor en su cara y, para mi
sorpresa, es una cara conocida. ¡Es la de la chica a la que le corté el cuello!
David se sobresaltó. «¡Otra resurrección!». Le lanzó una mirada a
Patrick poniendo cara de «¿Lo ves? Te lo había dicho».
Mientras tanto, Tommy continuaba con su perorata.
—Vuelvo a fijarme en esa chica, a la que desde entonces llamo la Virgen
de Laredo. Veo lo mal vestida que va, casi con andrajos, lo sucia que está y
que solo gruñe. Me quedo perplejo. No digo nada, ni siquiera pregunto de
dónde ha salido. Aun así, mi proveedor intuye que ocurre algo y me hace
preguntas, pero yo no las respondo y consigo que mi asombro termine por
pasar desapercibido. Entonces decido llevármela. ¿Por qué? Porque ni creo en
los milagros ni eso no puede ser una resurrección, pero sí creo en el dinero. Y
sabía que la primera de esas dos chicas me pudo dejar un pastón en el
bolsillo, así que era de esperar que la nueva, bien arreglada y vestida,
produjera grandes beneficios —Tommy les hizo un gesto a sus dos sicarios
para que fueran a por Patrick—. Ahora, Troy y Gunner te ayudarán a vivir
una experiencia especial.
Patrick se arrastró hacia atrás al escuchar el comentario, pero no llegó
muy lejos.
—No sé qué tiene esa mujer, pero me resulta fascinante —continuó
Tommy con voz grave—. Está más loca de lo nadie pueda imaginar. Se
alimenta como un animal, gruñe, muerde y no dice ni una palabra. Es más, yo
diría que ni sabe hablar. Y la fiereza que alberga, su violencia innata… Todo
es desconcertante. De hecho, nunca llegó a cumplir con el cometido por el
cual la compré. Era imposible. Cliente que entraba en su dormitorio, cliente
que mataba. Era como una venganza divina contra esos cerdos viciosos. Una
vez lo hizo mediante un golpe en la cabeza con una lámpara; otra, con un
mordisco en el cuello… Le servía cualquier método casero. Era una violencia
que llegó a causar la muerte de uno de mis hombres con unas tijeras. ¿Te lo
imaginas? ¡Unas tijeras! Es fácil decirlo, pero piensa que se las clavó ¡setenta
y dos veces! ¡Todas con una rabia increíble! ¿Sabes lo agotador que puede
llegar a ser? ¿De dónde sacaría tanta fuerza? Yo, ni idea, aunque en el fondo
ya me daba igual. Había decidido matarla también. Era lo mejor. Un sujeto
así debilitaba mi posición de fuerza. Pero entonces se me ocurrió una idea
genial. Y, cuando otra de mis chicas, una normal, cometió una falta, la
encerré con la Virgen de Laredo en esta celda —Tommy golpeó la puerta
corredera—. Las dejamos a las dos ahí, bien juntitas, toda la noche, pero a la
rebelde, atada de pies y manos, y a la loca, con una pequeña sierra. Al día
siguiente, las dos seguían ahí dentro. Ahora bien, a una de ellas le habían
amputado los brazos y las piernas. ¿Te lo puedes imaginar? ¡Cortarle las
cuatro extremidades con una sierra casera estando viva! ¡Aquello fue un baño
de sangre!
Butler quitó el cierre que bloqueaba la puerta.
—Abrid —ordenó Tommy.
La puerta se abrió con un chirrido cuando uno de los sicarios la empujó
con fuerza.
La virgen

Una iluminación mortecina, una mesa con una silla, un ventilador en el


techo, un catre, un aseo con una ducha mugrienta y sin uso desde hacía
mucho tiempo… También había algo de comida, pero no en la mesa, sino
esparcida por el suelo, y no lejos de un plato. Y olor a sangre seca, a
ambiente cerrado, a humanidad. Así era la celda.
—Entra —le conminó Tommy al Brujo.
Patrick continuó estudiando el lugar. Tenía unos treinta metros
cuadrados, no disponía de ventanas y… allí estaba ella. Ante los ojos del
Brujo, se encontraba una mujer, delgada, de aspecto frágil, con la mirada
perdida y acurrucada contra una esquina, quien, además, no guardaba ningún
parecido físico con Aretha. No obstante, lo que más le llamó la atención era
el color de su piel.
—¿Es la chica de Laredo? —preguntó el Brujo.
—Exacto.
—Es de raza blanca.
—Eso mismo pensé yo. ¿Y qué demonios hacía una mujer así en una
subasta en la frontera? A las blancas las venden en los puertos de
contenedores de la costa Este.
—¿Qué se supone que debo hacer aquí dentro?
—Usar tu don.
El Brujo se hallaba cada vez más desconcertado.
—¿Y qué tengo que averiguar?
—Cómo salvar tu vida.
La puerta se cerró tras él, dejándolo esposado por muñecas y tobillos,
indefenso y a solas frente a la extraña mujer. Y, ahora sí, la chica comenzó a
moverse. Parecía desperezarse tras un largo sueño. Sin duda, la presencia de
Patrick allí la había sacado de su aparente letargo.
Finalmente, ella lo observó, aunque lo hizo como si lo estudiara, como si
analizara a una presa.
La chica se puso de pie e hizo una mueca con los labios, que se
asemejaba a una sonrisa. Patrick, por el contrario, sintió temor y retrocedió
un paso.
Ahora la chica dejó asomar entre sus manos un objeto metálico.
«Un cuchillo», se dijo Patrick al distinguir su forma.
Lo siguiente que se le pasó por la cabeza fue que él era la cena de la
mujer.
«¿Y ahora qué?».
Volvió a revisar todos los elementos que había en la celda a fin de
encontrar alguno que lo ayudara a salvar la vida.
«Mesa, silla, catre, ducha, lavamanos, inodoro, ventilador, platos,
comida… Nada de interés».
Volvió a repetirse todos los elementos que había a la vista con la
esperanza de encontrar la clave para salvar la vida. Y lo hizo una y otra vez,
hasta que la chica dio un paso.
«No me queda mucho tiempo».
De nuevo, la lista de lo que contenía la celda: «…, restos de comida
también en el plato, un perchero con ropa, una pastilla de jabón sin abrir…».
De repente se dijo:
«La luz, apaga la luz. Eso te dará más tiempo».
Sin embargo, no había ningún interruptor a la vista, lo que lo indujo a
pensar que los horarios y la iluminación de la celda se regulaban desde fuera.
«¿Y ahora qué?», volvió a decirse justo cuando ella caminaba de nuevo
hacia él.
Las ideas cruzaban por su cabeza a toda velocidad, acelerándose con
cada paso que daba su compañera de encierro.
«¿Cómo se comunican con ella? Tiene que haber una forma de hacerse
entender por mucho que no sepa hablar».
Volvió a estudiar todo lo que lo rodeaba, hasta que…
«¡El ventilador!».
Tommy, el Gallo, salió de su desordenado apartamento con celeridad y
se fue en busca de refuerzos. Había pasado varias horas sin dejar de pensar en
la pareja de la celda, y ahora tocaba comprobar el resultado de su
experimento.
—Troy, Butler, venid conmigo.
—¿Con taser o pistola? —preguntó Troy.
—Las dos cosas.
—Si hay problemas, ¿quieres un disparo de preaviso, a la pierna, por
ejemplo?
—No, dispara a matar. No quiero riesgos. Y Gunner, tú quédate en el
vestíbulo. No quiero que las chicas salgan a pasear por el edificio. No ahora.
Un minuto después, se encontraban ante la puerta corredera, que les
pareció más sucia y vieja que nunca, como si fuera una advertencia de su
subconsciente de que no debían abrirla.
—No se oye nada —comentó Troy mientras pegaba la oreja a la puerta.
—Abre de una vez —le ordenó Tommy.
De nuevo, el chirrido de los rodamientos de la puerta al deslizarse
penosamente, y de nuevo el inconfundible olor de la celda. Luego, la visión
de la chica, sentada en el suelo, al pie de la silla.
Ella los miró, cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre las rodillas del
Brujo. Este, por el contrario, permanecía sobre la silla tan inmóvil como un
muerto.
—¿Se lo ha cargado? —preguntó Troy.
—Estarías pisando un charco rojo si lo hubiera hecho —le respondió
Tommy.
Troy le sonrió el chiste.
—Los rumores son ciertos. Tienes un don —le dijo Tommy a Patrick
deleitándose en el potencial de aquel hombre, que, bien aprovechado, podría
encumbrarlo de nuevo, podría llevarlo más arriba incluso de lo que había
llegado antes de su caída—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has controlado su
ira?
El Brujo reaccionó a las palabras de Tommy:
—No hay maldad en su interior, solo belleza.

Habían sacado a Patrick de la celda arrastrándolo como si ya fuera un


cadáver, quizá a modo de presagio de su negro futuro, y lo habían dejado en
el suelo.
—Espérame aquí —le ordenó Tommy con una sonrisa maliciosa.
La petición de Tommy al Brujo estaba cargada de ironía. ¿Irse?
¿Adónde? Si, además de continuar esposado, estaba vigilado por Butler,
quien contaba con el contundente apoyo de su escopeta Winchester de dos
cañones, recortada de manera artesanal y de gran calibre.
En cualquier caso, el tiempo hasta que Tommy diera su próximo paso le
vendría bien a Patrick para descansar. Así pues, se recostó contra la esquina
junto a la que estaba sentado en el suelo y cerró los ojos.
Tocaba, asimismo, congratularse por su pequeña victoria, por haber
salido indemne de la celda y, sobre todo, por cómo lo había logrado. Recordó
el ventilador, recordó la corriente de aire que producía y cómo se había
colocado para recibirla de cara y llenarse los pulmones con ella.
«Fue cuando lo vi. Un destello, fugaz, intenso, brillante… Luego me
desplacé en círculo para invertir las posiciones con respecto al ventilador.
Para entonces, ella tenía su cuchillo en mi garganta, pero, para entonces, ella
llevaba medio minuto respirando mi huella odorífera. Por eso se relajó de
repente y se relajó su respiración». Patrick sonrió para sus adentros. «Nuestra
complementariedad, ahí ha estado la clave. Me he salvado por la reacción de
nuestros complejos mayores de histocompatibilidad, vinculados al órgano
vomeronasal».
En efecto, todo era por haber sentido él que ambos eran compatibles, por
haber percibido que la parte de su cuerpo que detectaba y avisaba de esa
complementariedad le había enviado potentes e inequívocas señales
luminosas. Y al ser aquella mujer tan primitiva, tan dependiente de sus
instintos más básicos, cabía la posibilidad de que su comportamiento con
Patrick no fuera agresivo si en su subconsciente saltaba la misma alarma y
sintiera, por ello, el impulso natural de aparearse.
Patrick pasó a reflexionar sobre otra cuestión, algo mucho más intrigante
que también había descubierto en la huella odorífera de la mujer de la celda.
Lo primero fue fijarse en su olor terciario y compararlo con el que
recordaba de Aretha, la niña de la selva. Descubrió que, en ambos casos, ese
olor terciario, consecuencia de la tipología y frecuencia de uso de perfumes,
colonias y jabones, era diferente, lo que también era lógico, inevitable casi,
ya que posiblemente nadie en el mundo podía tener una higiene personal
como la chica de Laredo.
Pero el Brujo tuvo que ir más allá, tuvo que profundizar hasta el olor
secundario de ambas, hasta un olor determinado por los factores ambientales
a los que estaba expuesto cada sujeto, así como por su dieta. Aquí, de nuevo,
existía una diferencia abismal entre ambas personas. Y de nuevo, Patrick no
tuvo que reflexionar mucho para comprender los motivos.
Para terminar, estaba el olor primario, el más profundo de todos, el más
difícil de detectar. Ese olor tenía su origen en la genética de un individuo. En
otras palabras, era inherente a su condición de ser humano, pero también al
de su raza y a los factores de la vida de sus antepasados de generaciones y
generaciones. Era el tipo de olor inmutable que permitía distinguir, por
ejemplo, a una japonesa de una blanca del corazón de Europa en virtud de su
diferente número de glándulas sudoríparas. Y era justo en ese olor primario
donde había surgido la sorpresa.
«¿Hermanas? ¿Son hermanas?», se preguntó al comprender que, en
ambos casos, los colores del olor primario se hallaban dominados por los
mismos tonos pastel. «¿Cómo es posible? La historia de David era delirante,
pero luego me viene Tommy con otra similar y ahora ¡resulta que son
hermanas! No puede ser. No me lo creo. Además, algo hay en sus colores
primarios que me hace pensar que no son hermanas por mucho que lo
parezca». También se acordó del pijama encontrado en el apartamento de la
ONG, en el que había encontrado olores primarios similares a estos. «¿Tres
hermanas? Si no me creía dos, menos aún tres. Aquí hay algo extraño, algo
que nunca había visto antes».
La llegada de Tommy interrumpió sus divagaciones. Venía acompañado
de David, Troy y Gunner. Y David traía la cara repleta de magulladuras y
moratones.
—Este ha pasado un mal rato—explicó Tommy—. A lo mejor porque
mis chicos se han divertido con él. Pero no te preocupes. Sigue entero —Acto
seguido, Tommy señaló la celda—. Gunner, trae a la Virgen.
—¿Qué le vas a hacer? —preguntó Patrick.
—Ya no sirve para nada. Ya no asustará a nadie. Después de tu éxito,
será imposible.
—Aun así, no tienes por qué hacerlo.
—Debo mantener mi prestigio.
—Si la matas, ya no tendrás con qué infundir temor.
—Te equivocas. Ahora tengo algo mucho mejor. Ahora te tengo a ti, al
Brujo, al hombre de Cerro Muerto, a ese del que tantos hablan y tan pocos
han visto.
Se oyó la descarga de un taser en el interior de la celda, y luego Gunner
salió de ella arrastrando a la Virgen.
—Aquí la tienes.
Tommy la observó, Butler la observó, todos lo hicieron, sobre todo
David. Ella, mientras tanto, lograba recuperarse de la descarga eléctrica y
ponerse de pie con gran esfuerzo. Luego, la extraña mirada de Tommy a
Butler. Por último, el repentino estampido de la escopeta.
La chica salió despedida, sobrevoló un par de metros y cayó al suelo de
forma grotesca.
—Ups, —ironizó Butler—, parece que se ha dado un golpe en la cabeza.
¿Creéis que le saldrá un chichón?
Lo que le salía era sangre por la tripa, y tanta como para llenar un
barreño en menos de un minuto
—Aún vive —indicó Patrick con una mueca de horror tan grande como
la de David.
—Bah, eso dejará de ser un problema enseguida.
Patrick comprendió que el tiempo se acababa, por lo que decidió
arriesgar:
—La Virgen era demasiado valiosa para matarla. Incluso aunque me
tengas a mí.
La afirmación dejó perplejo a Tommy.
—¿Y tú qué sabrás?
—Tienes a otra como ella.
La cara del Gallo pasó de la perplejidad a la satisfacción.
—No me he equivocado contigo; eres el hombre que necesito. Y eso te
libra de un disparo en la cabeza. Pero recuerda: no juegues conmigo.
Patrick ignoró la amenaza de Tommy, no así la inequívoca conclusión de
que la niña del pijama continuaba con vida.

Tommy se sentó a la mesa sin dejar de observar al Brujo.


—Hablemos de lo que importa, de lo que tienes que hacer para mí.
—¿De qué se trata exactamente?
—Ya sabes mucho, y eso me permite ir al grano: quiero que me ayudes a
encontrar y destruir al cabrón que tanto daño me ha hecho. Y el primer paso
consiste en dar con el traidor que hay en este edificio, alguien que trabaje
para ese otro… ¿cómo llamarle?
—¿Delincuente?
—Sí, otro como yo. ¿Por qué no reconocerlo? Me enorgullezco de lo que
soy.
—Siempre se pueden enfocar las cosas para verlas como a uno le
conviene.
—Te lo dije, Tommy —intervino Butler—, este tío se pasará de listo.
—Yo creo que sabe hasta dónde puede llegar sin meter la pata. Pero
hablemos del traidor.
—¿Cómo sabes que hay un traidor?
—Solo así se explica la facilidad con la que me hicieron caer.
Patrick miró a Butler y a los otros dos sicarios.
—No, no, te equivocas —le explicó Tommy—, ellos están libre de toda
sospecha.
—Entonces, ¿no es un traidor?
Tommy asintió.
—Entiendo: una traidora.
—Como ya habrás deducido muchas cosas, seré muy breve. Las chicas
son mis amantes y no viven aquí encerradas porque les apetezca follar
conmigo. Y, como no hay nada más morboso que acostarse con esa vecina
con la que todos tenemos fantasías eróticas, las obligo a vivir simulando esa
condición. Pero, ¡joder, como están mis vecinas! —Tommy se río de su
propio chiste—. El caso es que, a pesar del estado de terror en el que viven
mis muñecas de porcelana blanca, siempre hay alguna a la que le quedan
agallas para intentar lo que no debe: una fuga, rebeldía, dejadez… o una
traición. Pero, claro, no las puedo torturar a todas solo para dar con la
traidora. La buena mercancía es difícil de conseguir.
—Y es aquí donde yo entro en escena.
—Exacto, porque solo tú puedes hacerlo sin estropear sus bonitas caras.
—¿Y por eso me dejaste entrar en el edificio?
—Atas cabos con rapidez.
—Butler te dijo quién pensaba que era yo cuando me vio en la puerta,
y…
—… el resto te lo puedes ahorrar. Es lo malo de ser famoso.
—Alguien vendrá a buscarnos. Hay gente que sabe que estamos aquí.
—No, no, no. Nadie lo sabe. Solo vosotros tres. Tricia me lo ha contado
después de arrancarle las uñas. También me ha dicho que es tu chica y que el
del alzacuello es tu hermano. Todo muy interesante y seguro que muy útil.
Pero, ahora, al trabajo. Ah, para facilitarte las cosas, Troy se ha ocupado de
contarles a las chicas tu impresionante logro en la celda. Así te tendrán más
miedo y te resultarán más dóciles.
—¿Y si no hay ninguna traidora? ¿Y si todos son imaginaciones tuyas?
—Es posible, pero también es posible que haya alguna que simplemente
no sea de fiar, que incumpla las normas como hicieron Nalia y Victoria al
hablar contigo más de la cuenta. Y yo quiero que busques esa pequeña fisura.
—Pero estas mujeres viven encerradas, sin posibilidad de comunicarse
con el exterior.
La réplica de Tommy fue contundente:
—La cuestión no es si alguna lo ha hecho. La cuestión es saber quién lo
ha hecho. Aunque el cómo también me pica la curiosidad.
—¿Y cómo pretendes que lo consiga?
—Tú sabrás, tú eres el Brujo.

Patrick se dedicó a examinar el salón del apartamento de la planta baja


en el que se encontraban ahora, a la espera de que Troy llegase con las chicas.
Era vulgar, era triste, era, en apariencia, un lugar de paso, un lugar en el
que alguien como Tommy pudiera entretenerse un rato con alguna de sus
esclavas.
—Ni se te ocurra acusar en falso a alguien para hacerme creer que
cumples tu cometido —dijo el Gallo—. Tricia lo pasaría muy mal. Pero, si
haces bien tu trabajo, os perdonaré la vida. A todos. A ella también. Y eso
que la esclavizaría encantado. Así que míralo como un negocio, un buen
negocio.
No era un negocio, ni bueno ni malo. Patrick lo tenía claro. Era una
imposición y de final incierto, puesto que nada obligaba a Tommy a cumplir
su palabra y respetar sus vidas cuando todo hubiera terminado. Sin embargo,
Patrick no veía ningún motivo por el cual no pudiera aceptar la propuesta, no
por ahora. En eso, Tommy tenía razón. Todo eran ventajas, y la alternativa
era una muerte cierta e inmediata. De todos ellos.
Enseguida entraron las amantes, cuyo aspecto era ciertamente atractivo.
Lo hicieron con paso vacilante, y no era para menos. La persona ante la que
debían presentarse venía precedida rumores que solo generaban
intranquilidad. Tommy, por el contrario, parecía divertirse con la
escenografía.
—Solo hay cinco —dijo Patrick.
—¿A cuántas esperabas?
—Siete. Quizá seis.
—Pues son cinco. Dos se han tenido que marchar por hablar demasiado
contigo.
—¿Y si ninguna de ellas era la traidora?
—Lo he pensado, pero hablaron de más, y eso es parecido.
—¡¿Parecido?! Si me dejaste entrar en el edificio. Tú has causado sus
muertes.
—No juegues conmigo.
—No lo hago.
—Sí lo haces. Lo sé. Porque sé quién eres. Sé lo que se sospecha que
hiciste en Cerro Muerto. Y lo sé porque hay algo en nosotros que nos hace
muy parecidos —Esbozó una pequeña sonrisa—. Bueno, también porque me
lo sopló un poli corrupto de la CHP. El caso es que todo eso me permite
mirarte como si me mirara en un espejo. Por eso desconfío de ti. Por eso
nunca te quitaré las esposas. ¿Entiendes? Nunca. Pero, por si acaso tratas de
sorprendernos, tu amigo Butler no dudará en usar su querida recortada contra
ti. Él te tiene un cariño especial y será él quien de verdad evite que se repita
lo de Cerro Muerto —Tommy señaló a David—. Y, por supuesto, siempre
tendremos al misionero.
—Y a Tricia —apuntó Butler.
—No te defraudaré —murmuró el Brujo—. No quiero que nadie más
sufra por mí culpa.
Tommy sonrió con satisfacción.
—¿Y la otra chica que falta? —preguntó Patrick.
—¿Danila, la embarazada?
—Sí.
—Ha tenido un mal día y se ha ido sola.
—¿Se ha suicidado?
—¿Qué le dijiste para que lo hiciera? Estaba destrozada.
—Nada que tenga interés ya.
—Te lo dije, Butler, teníamos que haber instalado cámaras de
videovigilancia con micrófono. Las que hemos puestos en los relojes de
pared son una porquería. Y tú, Brujo, da gracias porque no esté cabreado. Me
has hecho perder un hijo. Aunque me fastidia más la pérdida de Danila. Era
una mujer estupenda y mi favorita.
Butler quiso dar su opinión:
—Era una caprichosa, y te estaba haciendo bajar la guardia. Y lo sabes.
Por eso no te has cabreado.
—En fin, chicas, saludad al Brujo cuando yo os mencione.
Tommy empezó a recitar sus nombres, y ellas fueron haciendo un
pequeño gesto con la mano a modo de saludo.
—Coria, Elaina, Geneva, Susan e Isamar.
Cuando Tommy finalizó la ronda de presentaciones, se fijó en Patrick.
—¿Por qué esa cara? ¿No quieres hacerlo?
—No es eso.
—¿Son demasiadas? ¿Necesitas un estimulante? ¿Viagra? ¿Porno?
—Necesito sus pijamas.
—¿Con ellas dentro? —bromeó Tommy.
Pero Patrick no sonrió. Tampoco tenía motivos para ello.
—Está bien, chicas, el caballero no os quiere en ropa de calle.

Nervios. Esa era la palabra que mejor describía el panorama que Patrick
tenía ahora ante sí. Nervios, pero también pánico. El resultado, con todas las
amantes acurrucadas contra una esquina, era similar al de una masa carnosa y
revuelta que temblaba y se estremecía a un ritmo frenético. Porque, sin lugar
a dudas, las mujeres ya tenían claro cuál era el cometido del Brujo. Y, sin
lugar a dudas, una de ellas presentía la inminencia de su muerte.
Patrick las estudió, estudió también cómo iban vestidas, con una
seductora lencería femenina.
—No sirve, esta ropa no sirve —protestó el Brujo de repente.
—¿Eres marica? —le espetó Tommy.
—No es eso. Es que no duermen con ella.
—¿Qué clase de tío fetichista eres?
—Debes confiar en mí.
—Eso nunca, pero te conseguiré los pijamas, los usados.
—Tommy —dijo Isamar—, no encontramos nuestros pijamas.
—Los dejamos en la lavandería y ya no están —añadió Susan—.
Alguien los ha cogido.
—Es verdad, —apuntó Elaina—. Yo misma ayudé a la señora Adelia a
bajarlos.
Patrick pensó en su jugada, hecha para ganar tiempo, y en lo bien que le
había salido. No obstante, continuaba sin tener claro qué es lo que debía
hacer para salir del atolladero.
—Patrick, ¿tú no sabrás algo de todo esto?
—Así no puedo trabajar. Esto es un circo.
—Sí, mi circo. Y tú eres el payaso de la pista central.
—Tommy, tú quieres resultados, y yo necesito tranquilidad para
dártelos.
—¿Qué significa eso?
—Déjame ir a sus habitaciones y estar un rato a solas con ellas.
—Sería un trabajo bien jodido. Je, je, je. Y nunca mejor dicho. Quizá
hasta tuviera que cobrarte. Así que no, nada de cotilleos a solas con mis
chicas.
—¿Las vigilas con cámaras?
—Ya sabes que sí.
—Entonces, no tienes nada que temer.
—Puede que las cámaras no sean suficiente.
—Estoy esposado, Butler montará guardia ante la puerta y no hay forma
de escapar del edificio. ¿Qué podría hacer? Vamos, dame lo que pido.
Error, pedirle algo de esa manera fue un error. El Brujo lo comprendió al
ver cómo cambiaba el rostro de Tommy al de alguien sediento de sangre. Y,
por un momento, Patrick tuvo la impresión de que Tommy le haría matar, de
que ordenaría a cualquiera de sus matones que le reventara la cabeza a golpes
contra el suelo. No obstante, la fortuna pareció sonreírle.
—Recuerda, tío raro —masculló Tommy—, soy el único que da órdenes
aquí. Y no habrá más avisos.

—¿Estás segura? —le inquirió Isamar.


—Sí, estoy segura —contestó Coria—. Huele a las personas. He visto
una de las grabaciones.
Las cinco mujeres se encontraban en el apartamento de Coria,
enfrascadas en una discusión que no conducía a ninguna parte.
—¿Y así logra tantas cosas?
—¿Cómo quieres que te lo diga? Sí, es así.
—No me lo creo. Es una locura. Es ridículo.
—Es fácil decirlo cuando no se es la primera a la que le toca enfrentarse
a ese monstruo incomprensible.
—No hay que tener miedo —indicó Susan—. El miedo podría hacerle
pensar que lo tienes porque ocultas algo.
Las demás asintieron, aunque lo hicieron sin convicción.
—Estamos condenadas —dijo Coria—. ¿No lo entendéis? Vamos a
morir todas.
—¡Eso es absurdo!
—¿Absurdo? ¿Qué ha ocurrido hasta ahora? Ese Patrick habla con una
de nosotras y la obliga a contarle lo que no debe. Eso empuja a Tommy a
asesinarla.
—¿Y Danila?
—Ni siquiera hizo falta que Tommy la matara.
—¿Y qué podemos hacer? ¿Qué? Además, Tommy nos desea y nos usa.
No tiene por qué matarnos a todas. Esto parará. ¡Tiene que parar! ¡Es un
sinsentido, un error!
Coria no respondió a esas palabras, sino que se levantó y corrió al baño
para encerrase en él.
El muro

Temblaba. Mucho. Muchísimo. Tanto que era incapaz de soltarse los


botones. Y sus dientes castañeaban como si estuviera a punto de morir
congelada. Sin embargo, no era el frío lo que la tenía en ese estado, sino el
terror.
Toc, toc, toc.
Los golpes en la puerta obligaron a Coria a prestar atención a sus
compañeras.
—¡Dejadme en paz!
—¿Qué haces? —le preguntó una voz desde fuera—. No te puedes
comportar así.
—Solo estoy en el baño. ¿Qué problema hay?
Logró quitarse toda la ropa, se metió en la ducha y encendió el agua
caliente, dejando que el chorro rociara primero su espalda y luego el resto del
cuerpo. No obstante, aquello no fue suficiente para que desaparecieran los
temblores.
—¿A qué huelo? ¿A qué huelo? ¿A qué huelo? ¿A qué huelo? ¿A qué
huelo?
Pensó que se estaba volviendo loca, pero saber que en breve se hallaría a
merced de ese brujo, que se encontraría mentalmente desnuda frente a él, la
había desquiciado por completo. Era, sin duda, la experiencia más aterradora
a la que se había enfrentado jamás. Ni el día en el que fue secuestrada, ni la
primera vez que tuvo que quitarse toda la ropa ante Tommy ni cuando él la
violó sintió nada semejante. Nada, nada en absoluto, podía compararse a
sentirse transparente como el cristal, dejando a la vista todas las intimidades y
secretos de sí misma.
Comenzó a enjabonarse con un gel de olor suave y dulce, aplicándose
una cantidad absurdamente alta. Luego cogió una esponja y frotó con fuerza.
Frotó por todo su cuerpo, por todos los rincones, y lo hizo con frenesí. Al
terminar, se aclaró con agua caliente, cada vez más, hasta que su piel se
enrojeció.
Se secó con una toalla limpia, perfumada. Se secó con fuerza, como si
quisiera raspar la piel y no dejar ni el más pequeño resto de olor corporal.
Al salir de la ducha, se llevó una mano a la nariz y se olió a sí misma.
Repitió la operación con el brazo y exclamó:
—¡Todavía huelo a algo! ¡Todavía huelo a algo! —Sus palabras se
repetían tanto como sus temblores—. ¡Todavía…!
Una voz la llamó desde fuera.
—¡Coria, van a venir ya!
La chica ignoró la advertencia y comenzó a ducharse de nuevo, solo que
esta vez utilizó una pastilla de jabón muy aromatizado. Se la restregó por
todo el cuerpo, con especial énfasis en las zonas que generaban un olor más
intenso. A continuación, cogió otra esponja, una a estrenar, y se la pasó por
toda su piel.
Dio por terminada la ducha. Salió de ella. Se colocó frente al espejo y se
miró en él.
Su rostro estaba desencajado. Tuvo la impresión de que se encontraba
frente a un cadáver. Se ordenó un poco el pelo para reducir esa impresión, se
lo cepilló y, de repente, se quedó paralizada.
Con lentitud, olisqueó la punta de los dedos con los que había tocado el
pelo. Después hizo lo mismo con el propio pelo.
Olía. Olía a mujer. A ella. A lo que fuera que su cuerpo desprendiera y
que ese monstruo llamado Patrick detectaría.
Procedió a lavarse el pelo con un champú enriquecido con hierbas
frescas y cuyo olor perduraba hasta un día entero.
Salió de la ducha y se secó el cuerpo, pero sin la energía de antes.
Pretendía, así, dejar en su cuerpo el aroma del champú.
Se secó el pelo y se perfumó con una fragancia fuerte, intensa y que se
adhería a la piel con una persistencia excepcional. Para terminar, le prendió
fuego a una varilla de incienso y roció la habitación con un vaporizador
perfumado.
Exhausta, se volvió a mirar al espejo.
—A ti no te matará nadie —se dijo mientras pensaba en alguna medida
adicional.
—¡Tu turno! —le gritó Butler desde el otro lado de la puerta.

«¿Cómo puedo conseguirle a Tommy algo que lo satisfaga? Ahora las


chicas están sobre aviso y no dirán ni harán nada que las comprometa. ¿Y
cómo puedo avanzar a la vez con mi propia investigación?». Las dudas se
agolpaban en Patrick de modo exponencial. «Veo que me va a tocar
profundizar al máximo en las demás amantes».
—Entra de una vez —le conminó Butler.
El empujón que le dio el conserje sacó al Brujo de sus reflexiones.
—Entraré solo. Tommy ha dado su visto bueno.
Butler le recriminó su respuesta con otro empujón.
—¡Coria, no volveré a llamarte! —gritó luego el conserje—. Abre ahora
mismo.

Un minuto más tarde, Patrick se hallaba a solas frente a otra de las


mujeres del Gallo.
—¿Debo hacer algo? Nadie me ha dado instrucciones —preguntó ella
sin mirarle a la cara.
Patrick decidió empezar del modo más simple posible, con una pregunta
de la que ya conocía la respuesta.
—Hola, soy Patrick. ¿Cuál es tu nombre?
—Coria, me llamo Coria.
Se hallaba tan nerviosa que sudaba más que si estuviera en una sauna.
—Perdona el retraso —dijo él—, pero necesitaba descansar. Estoy
teniendo un día difícil.
—¿Y cómo crees que lo está siendo para nosotras?
—¿Por qué me tienes miedo?
—Aquí, las novedades terminan siempre en una desgracia. Y tú eres una
gran novedad.
—No debes temerme. No estoy aquí para hacerte daño.
—No es la impresión que produces. Y tengo tres amigas que piensan
igual, aunque ya no están por aquí.
Patrick inspiró, pero no con fuerza, pues no quería saturarse antes de
tiempo, antes de estar más próximo a las fuentes de biomarcadores que le
aportaran lo que buscaba. En ese momento, su cansada nariz «comprendió» el
verdadero tamaño del muro de basura química que se interponía entre Coria y
él.
—Parece que te has acicalado un poco.
La chica por fin lo miró a la cara, aunque lo hizo con gesto adusto.
—No tenía nada mejor que hacer.
Pues Patrick no tenía ganas de encaramarse a ese muro y trepar por él
para alcanzar a una mujer que estaba de uñas y no era proclive a dejarse
manipular ni seducir. Estaba cansado, dominado todavía por la tensión, su
nariz se hallaba saturada y él aún sufría la resaca de la inhalación de una
brutal cantidad de vomeroferinas de mujer joven y embriagadora.
Sin embargo, el atractivo de la mujer era indudable. Y no solo eso. Le
recordaba a Tricia por su pelo oscuro y piel clara.
—Te voy a desnudar —dijo tras él sus reflexiones—, será lo más breve y
sencillo.
—¿Quieres uno rápido? ¿Tommy te deja?
—¿Siempre estás con este sentido del humor?
—No, yo soy mucho más alegre. O lo era antes de caer en manos de
Tommy.
—Pues quizá me hubiera gustado conocerte en otras circunstancias. Y,
no, no quiero uno rápido.
Quizá fuera el comentario, quizá el amable tono de voz de Patrick, pero
la chica pareció tranquilizarse y dejó de temblar.
—Hace tiempo que desnudarme no me supone un problema, así que lo
haré yo.
Coria empezó a quitarse la ropa mientras Patrick echaba a andar a su
alrededor con pequeños pasos. Pretendía, así, buscar una fisura en la barrera
que se interponía entre ellos.
«¿Cómo puedo averiguar algo que interese a Tommy? Es muy difícil. Y,
si lo hubiera, desconozco el momento en el que ocurrió. Pudo ser hace días,
semanas o meses. Por no hablar de que ese acto, a lo mejor, no ha dejado
ninguna impronta que sea detectable».
La mujer ya se había desvestido, aunque no por completo. Le faltaba por
quitarse la ropa interior.
—Quédate como estás —le pidió Patrick—. No es necesario ir más allá.
Pero ahora cierra los ojos.
La petición del Brujo inquietó de nuevo a Coria.
—No sé si es una buena idea.
—Lo es, créeme
—¿Por qué?
—Porque así no pensarás en lo que ves, sino en lo que sientes. Eso
facilitará las cosas.
Patrick le cogió la mano y se la besó, del mismo modo que un caballero
se la besaba a una dama en una película antigua. Sin embargo, no le había
dado el beso en el dorso de la mano, sino en la palma. En cualquier caso, el
Brujo supo que el gesto, por extraño que fuera, había encandilado a Coria, ya
que desapareció la tensión de su mano, de su brazo y hasta de su cara, lo que
significaba que se había volatilizado todo rastro de resistencia.
—¿Me dolerá? —preguntó ella.
La cara de la chica había realizado un gesto de inocencia al formular la
pregunta, lo que le había otorgado un encanto indudable, adicional al que ya
le conferían su piel sonrosada y sus ojos azules. No obstante, no era esa
reacción lo que Patrick había pretendido obtener con el beso, sino averiguar
cuánto tiempo había transcurrido desde que Coria se había duchado.
«La piel de la mano aún está libre de grasa. Eso es que se ha duchado
hace solo unos minutos, y no ha dado tiempo a que la grasa le llegue desde el
brazo, ya que la mano no segrega su propio sebo. Y, si se ha limpiado todo el
cuerpo igual de bien, me va a llevar tiempo conseguir información de otras
secreciones cutáneas, dado que tardan una hora en producir datos fácilmente
detectables. A eso hay que sumarle que ni estoy para indagar mucho ni me va
a ayudar todo lo que esta chica se ha echado encima».
Pero enseguida cayó en la cuenta de que había una zona en la mujer que
era tan accesible para él como inaccesible para ella, por lo que, con toda
probabilidad, encontraría allí lo que buscaba.
—Continúa con los ojos cerrados —le solicitó Patrick.
Ella obedeció, y él se colocó a su espalda, donde comenzó a acariciarla
desde los hombros hasta el cuello. Luego hizo lo mismo en la parte alta de la
espalda.
«Lo que pensaba, aquí no ha podido enjabonarse bien».
Esa circunstancia, unida a que la parte de la piel que más grasa generaba
era justo aquella, convirtieron la zona que acariciaba en un preciado centro de
información, pues la grasa era uno de los mayores transmisores de
biomarcadores. No obstante, Patrick se encontraba al límite de su capacidad
olfatoria, y esa fuente de datos, tan rica en colores, le era insuficiente en ese
momento.
Decidió, por lo tanto, incrementar el flujo sanguíneo de Coria de forma
general, y, para ello, nada mejor que azuzar su miedo perdido.
—Esconderte detrás de capas y capas de productos perfumados no sirve
conmigo. Puedo ver a través de ellas. Yo puedo ver lo que eres. Porque
siempre se huele a lo que se es. Siempre. No se puede ocultar. Es imposible.
—¡Es mentira!
Pero no lo era. Y Patrick lo sabía mejor que nadie.
—No, y todo lo que has hecho solo vale para retrasar lo inevitable.
El truco del Brujo funcionó, y a la chica se le aceleró el pulso, lo que
incrementaría en breve el ritmo al que se desprendían todo tipo de
biomarcadores del órgano más grande del cuerpo: la piel.
Asimismo, era igual de destacable que ella no hubiera abierto los ojos, lo
cual significaba que la tenía totalmente a su merced y sumida en un estado
que combinaba a partes iguales miedo y excitación.
En todo caso, no era suficiente. Él necesitaba más. Su mente estaba
abotargada, su nariz parecía atrofiada y su peculiar mundo de colores era un
caos de tonos estridentes.
«O consigo una concentración mayor de biomarcadores o no percibiré lo
que Coria esconde. Y de ahí a que Tommy ajuste cuentas con todos nosotros
no mediará mucho».
El siguiente paso era inevitable por mucho que no fuera de su agrado.
Así pues, besó despacio la parte alta de la espalda de Coria, produciéndole un
estremecimiento a la mujer, tanto por lo imprevisto de su acto como por
haberlo dado en una zona muy sensible. Y, pese a todo, ella continuó con los
ojos cerrados, si bien su respiración empezaba a ser fuerte y entrecortada.
En realidad, el beso no era tal, sino que era el medio de impregnarse los
labios con esa finísima capa de sebo que se deslizaba por la piel. Era, en
definitiva, el modo de saborearlo, de potenciar su efecto odorífero para que
Patrick pudiera analizarlo. A fin de cuentas, casi las tres cuartas partes de los
sabores que existían en el mundo eran, en verdad, olores, que veían sus
características potenciadas por la vía retronasal. Era lo que se conocía como
aroma de la boca, que complementaba al de la nariz por ser una segunda
captación de biomarcadores.
Por ello, el Brujo saboreó las delicadas esencias de Coria, disolviéndolas
y calentándolas en su boca hasta vaporizarlas. Y, cuando los compuestos
orgánicos volátiles se acumulaban y revoloteaban en su cavidad bucal,
Patrick realizó el gesto de tragar, con el que forzó a la faringe a crear una
sobrepresión interna y a lanzar los biomarcadores contra la nariz con la fuerza
de un cañonazo.
El Brujo acusó el impacto con una leve agitación de la cabeza.
«Aquí hay algo, pero no lo distingo bien». Se frotó las sienes y continuó
besando a Coria en la espalda. «No funciona. Aun así, no funciona. Estoy
bloqueado. Debo lograr una estimulación más intensa».
El beso

El pulso de Coria estaba a punto de desbocarse.


—Gírate —le ordenó Patrick.
—¿Puedo abrir los ojos?
—No.
De nuevo, ella obedeció, dándose la vuelta sin mirar a Patrick. Entonces,
este se concentró en la capa de aire caliente que rodeaba el cuerpo de Coria,
en esa aura odorífera que recorría ascendentemente su piel a un ritmo de
cuatro metros por minuto y que se concentraba a su paso entre los pechos
para crear un flujo de color aún más intenso.
El Brujo inspiró ese aire justo allí, haciéndolo con más fuerza de lo
habitual para superar sus carencias del momento.
«Ahí está», se dijo al ver confirmadas sus sospechas. «La fisura en el
muro».
Sin embargo, esa rendija apenas era perceptible, apenas aportaba
información; ni siquiera lo suficiente como para tener la certeza de que no era
una falsa alarma. De modo que debía ir todavía más allá.
—Ahora debes quitarte el sujetador —le dijo a Coria.
Pero ella no parecía muy convencida.
—¿Por qué?
—No tienes otra opción. Lo sabes. Ninguno de los dos la tenemos.
Con cara de resignación, Coria se lo quitó, dejando a la vista todo su
tórax.
Patrick, por su parte, observó la belleza del físico de la mujer. Después
acercó su boca a una de las glándulas mamarias, las cuales segregaban una
cantidad de información más elevada de lo normal y con un colorido
excepcional. Al fin y al cabo, la areola mamaria debía guiar por el olor a un
recién nacido hasta su fuente de alimento ante la ausencia de una visión
suficientemente desarrollada por parte de este.
«Lo siento, Tricia, lo siento de veras», pensó Patrick.
Y le dio un suave beso al pecho, al pezón.
Secreción de prolactina, de oxitocina, aumento de la presión arterial y la
frecuencia cardiaca, contracciones de diferentes músculos… El cuerpo de
Coria reaccionaba al interrogatorio y disparaba la secreción de
biomarcadores. Estos alcanzaron la nariz de Patrick por dentro y por fuera,
llegando de inmediato a millones de neuronas receptoras del olfato. De ahí
pasaron a los bulbos olfatorios, ubicados en la propia nariz y que, al ser parte
del cerebro, procesaron la información con una eficiencia inigualable.
«Es precioso. Ella es preciosa. Su colorido es increíble. Pero debería
serlo más. Su juventud, su estado de ánimo, no concuerdan del todo con lo
que veo. Algo no va bien. Eso me recuerda a la petición de Tommy. Él decía
que había una traidora entre sus chicas».
Tenía que investigarlo, tenía que penetrar hasta el fondo, pero no solo
por Tommy, sino también por su propia búsqueda.
—Una anomalía —murmuró él.
—¿Por qué te detienes? —protestó ella.
Patrick dio un paso atrás.
—Coria, ¿qué es lo que te ocurre?
—¿De qué estás hablando?
Ella tragó saliva.
—Hay algo en ti que me resulta familiar, y lo he visto antes, en este
sitio, en varias de tus compañeras. Solo que hasta ahora no le había dado
importancia porque era una emisión muy débil. Pero en ti es más fuerte, más
clara, y no pasa tan desapercibida —Patrick meditaba a toda velocidad—.
Dime, Coria, ¿cuánto tiempo llevas con Tommy? Tengo una cierta idea. Sé,
por ejemplo, que no eres ni la más veterana ni la más novata, pero
desconozco tu plazo exacto.
—No…, no sabría…
—Debes decírmelo. Es lo que Tommy quiere.
—¡Tommy ya lo sabe!
—Sí, pero quiere que me lo digas a mí.
—Me secuestraron el 16 de abril.
—Hace ya unos cuantos meses.
—Demasiados.
—¿Y en ese tiempo solo ha habido un embarazo en este sitio?
—¿Cómo lo sabes?
—Eso carece de importancia. En cambio, es más relevante que, ahora,
aquí, haya más mujeres dispuestas a seguir los pasos de Danila.
—¿Insinúas que nos queremos quedar embarazadas?
—¿No te parece evidente?
—No, no lo es.
—Coria, cuando una mujer toma anticonceptivos no resulta igual de
atractiva para un hombre. Nada en ella es igual de atractivo. Y sé bien de lo
que hablo.
—¿No huelo igual de bien que Danila?
—No. Y eso que tu olor es maravilloso.
—Pero yo no tomo anticonceptivos. Debería de ser igual que Danila.
Debo serlo.
—Eso es lo que me indujo al error: no los tomas, pero has dejado de
hacerlo hace muy pocos días, y los restos de esa química que aún quedan en
tu cuerpo eclipsan algo tu belleza.
—¡Y qué si fuera cierto!
—Que sospecho que Tommy os quiere a todas atiborradas de
anticonceptivos y que solo Danila estaba autorizada a no tomarlos porque era
la favorita y a él le gustaba contentarla. Y eso significa que Tommy está en lo
cierto, que hay una traidora. ¿O debería decir que hay toda una rebelión?
Coria tardó en pronunciar palabra de tan aturdida que se encontraba.
—Estamos cansadas de esta vida, y la única opción de abandonarla es
quedarnos embarazadas.
—¿Igual que hizo Danila?
—Sí, pero ella fue más lista.
—¿Por qué se convirtió en su favorita y luego obtuvo su permiso?
—¿Es que no te parece inteligente?
—Sin duda, pero no le sirvió de mucho.
—Eso fue hasta que llegaste tú. Hasta entonces, obtuvo privilegios y la
promesa de salir de aquí.
—¿Y Tommy habría cumplido su palabra? No parece de esos que lo
hagan.
—Lo sé, pero siempre es mejor jugar esa carta que continuar aquí hasta
que se harte de nosotras y nos haga desaparecer para cambiarnos por otras.
A la chica se le habían endurecido los rasgos de la cara.
—¿Cuánto odias a Tommy?
—Esa pregunta es estúpida.
—Necesito saberlo. Solo así podré ayudarte.
Ella le señaló una pequeña marca circular bajo la axila.
—Me marcaron con un hierro al rojo vivo. Fue el premio por mi
resistencia.
—¿Y el próximo premio habría sido…?
—La celda. Pero tengo entendido que ahora hay una vacante en ese
puesto.
—Eso parece.
—¿Y es mérito tuyo?
—No creo que «mérito» sea la definición más acertada.
Coria le sonrió.
—Déjame que te cure la herida de la cabeza.
—No es necesario.
—¿Por qué no? Tiene mal aspecto.
—Porque lo que me eches en la cabeza nos impedirá salir de aquí con
vida.
—Pero si no es veneno.
—Lo sé, pero ciertos productos químicos que curan, como el alcohol o el
yodo, me aturden mucho, y no es momento de perder facultades.
—¿Su olor es demasiado fuerte?
—Sabes que sí, por eso te perfumaste tanto hace un rato.
Coria le pasó un dedo por una de las cicatrices.
—Si no estuviéramos atrapados en este edificio, si estuviéramos en
cualquier otro lugar, las cosas entre tú y yo serían muy diferentes.
Patrick retrocedió un paso.
—No es momento para esas cosas. Ahora necesito que me hables de los
cooperantes que murieron en este edificio.
—¿Para qué quieres saberlo? ¿De verdad crees que podrás salir de aquí e
ir corriendo a la policía a contárselo todo?
—Olvídate de eso y dime si entre ellos había una niña.
—¿Responderte servirá para salir de aquí?
—Lo dudo, pero no pierdes nada por probar.
—Está bien: sí, había una niña.
—¿Sabía hablar?
—Es curioso que me hagas esa pregunta. Y, no, no sabía. Era una pobre
niña que tenía más de animal que de persona.
—¿Adónde la ha enviado Tommy?
—¿Cómo sabes tantas cosas?
—Por favor, responde.
—Acabarás haciendo que me maten, que nos maten a todas.
—Necesito que respondas. Solo así podré encontrar a la mujer a la que
amo.
—¿Tricia?
La chica sonrió.
—Sí. ¿De qué la conoces?
—La encerraron conmigo antes de llevársela de aquí.
—¿Adónde? Dímelo.
—A la frontera. O eso creo. No son cosas que Tommy vaya contando
por ahí.
—¿Pero adónde exactamente?
—Antes dime cómo vas a contentar a Tommy para que no te mate.
—Empiezo a tener una cierta idea. Ahora cuéntame adónde.
—A algún lugar de la frontera. Ya te lo he dicho.
—¿A Laredo?
—A lo mejor.
—No es una información muy precisa.
—Lo siento. Es todo lo que sé.
Patrick cerró los ojos y la examinó con su particular visión de colores.
—Algo sigue sin encajar.
—Puedes creerme. Desconozco los sitios por los que se mueve Tommy.
—Me refiero a que aún escondes algo y que eso es justo lo que Tommy
busca.
—¡Pero si Tommy busca a una traidora!
—¿Y si no fuera así? Tommy es más inteligente de lo que aparenta.
Seguro que lo de la traidora no es más que una excusa para dar con algo
diferente.
—¿Por qué? ¿Por qué lo dices?
—Porque me parece imposible que un grupo de mujeres aislado del
mundo exterior pueda llegar a comunicarse con él.
—Pues yo no escondo nada. Te lo aseguro.
—Eso lo sabré enseguida.
—Vaya, no me queda mucha ropa. ¿Me tendré que quitar algo más?

«Otra vez. Esto es agotador. Y, Tricia, cuando se entere, me va a matar».


Patrick tenía ahora frente a él los secretos más íntimos y ocultos de
Coria, los que guardaban una relación más estrecha con los sentimientos, el
corazón y la sexualidad femenina. Y, por ello, estaba a punto de meterse en
un torrente brutal de color tan intenso como variado.
«Vamos allá».
La nueva fuente de información, la más importante del cuerpo de una
mujer, le transmitió un flujo ingente de datos, que Patrick comenzó a analizar
en busca de la clave cuya existencia Coria le negaba con vehemencia.
«Huele a pasión no muy lejana, a restos de deseo en estado puro. Es el
colorido de lo que queda de una orgía salvaje de feromonas, con todas ellas
chillando al unísono un sonoro ¡Fóllame!».
Pero ese mismo grito, esa misma intensidad, tuvo un efecto estimulante,
que le hizo ver el mundo en colores muchos más brillantes. Eso causó, a su
vez, una mejor percepción del entorno y, por tanto, un mejor funcionamiento
de su mente, lo que resultaba ideal para afinar sus razonamientos y
conclusiones.
«¡Claro, eso es!».
Patrick había dado con un detalle, que antes había pasado por alto
porque ya era casi imperceptible, además de que no iba destinado a él. En
otras palabras, ese olor tan seductor no había sido creado pensando en él, sino
en otro hombre, en llamar la atención solo de esa otra persona. Por lo tanto,
solo ese hombre podía captar en toda su plenitud esa fragancia.
No obstante, ese perfume no era como el color de cualquier mujer en su
día más fértil, este último creado con el exclusivo fin de generar un
irresistible atractivo sexual frente a una persona del sexo contrario. Ese
perfume era, en definitiva, uno cuyo origen surgía de una relación de pareja,
una relación estable, que traía, entre otras consecuencias, un intenso amor
entre el hombre y la mujer de esa misma pareja, pero también un fuerte deseo
sexual. En conclusión, se encontraba ante el característico aroma de la lujuria
de una mujer con pareja estable, y que solo resultaba realmente atractivo para
ese hombre que le era fiel.
La cuestión, ahora, consistía en dilucidar si era factible semejante
relación en una especie de burdel, en el que todas las mujeres no eran más
que esclavas sexuales de Tommy.
Entonces, Patrick pensó en una posibilidad: una relación secreta entre
dos de aquellas mujeres, algo que ocurría con cierta frecuencia en mundos
marginales como el de la prostitución. Sin embargo, no había localizado un
olor del mismo tipo en otra de las camisetas, la de la supuesta pareja
femenina, lo que tumbaba su teoría. De este modo, la conclusión era
inequívoca:
«El amante secreto es un hombre».

—Brujo, tu tiempo se ha acabado —El comentario de Tommy devolvió


a Patrick a la cruda realidad—. Llevamos cinco minutos en este sótano, cinco
minutos desde que has finalizado tu numerito con Coria, pero es como si el
tiempo se hubiera detenido, porque no avanzamos, porque solo me cuentas
estupideces.
En efecto, para Patrick, el tiempo se había parado, y lo era a
consecuencia del examen que realizaba a toda prisa de lo que tenía a la vista.
Por un lado, Tommy, Butler, Troy con su machete y Gunner, con los dos
últimos vigilando a las cinco chicas que aún vivían, aunque, a decir verdad,
se trataba de una vigilancia innecesaria, ya que el miedo las tenía tan
paralizadas que no abrirían la boca ni aunque les cortasen una mano.
Por otra parte, el pestilente segundo sótano, el cadáver de la Virgen de
Laredo, las esposas que mantenían inmovilizado al propio Brujo de pies y
manos, la recortada de Butler, las cuerdas con las que David se encontraba
atado a su silla, unas tijeras de gran tamaño y las sogas y bolsas de plástico
transparente que había sobre la mesa.
—Estoy cansado. No puedo pensar con claridad —adujo Patrick al
terminar su estudio.
—Vaya, eso implica un retraso. Pero quizá Troy te pueda ayudar. Troy,
muéstrale tu reloj.
El matón hizo girar su viejo machete como si fuera la manecilla de un
reloj, camino de un final inminente.
—¡Espera, tengo lo que querías! —le gritó Patrick.
—Ya es tarde.
El matón le clavó el machete a David en su pierna, atravesándosela hasta
que la punta de la hoja asomó por debajo.
David soltó un chillido interminable, y a Patrick y a las chicas el horror
les desfiguró el rostro.
—¡Espabila! —le chilló Tommy al Brujo—. ¡O me das lo que busco o
Troy continuará explicando lo que el paso tiempo le depara al misionero!
David se retorcía de dolor, se mordía los labios para no chillar,
haciéndolo con tanta fuerza que se produjo una herida en la boca.
—Vamos, desahógate, chilla un poco —le espetaba Troy.
—¡Y tú habla, idiota! —le gritó Butler a Patrick
El Brujo reaccionó, aunque con lentitud, y lo hizo con una fría mirada al
Gallo. No se movía ni uno de los músculos de su cara. Ni siquiera
parpadeaba. Era como si no albergase sentimiento alguno de compasión o
tristeza por su hermano, pero tampoco de ira o rabia contra sus captores. A
decir verdad, no había en él ni el más leve signo de pérdida de control. Al
contrario, su rostro era pura determinación. Y solo David supo interpretarlo,
solo David pudo relacionarlo con hechos ocurridos hacía muchos años y que,
desde entonces, había deseado no volver a vivir jamás.
—Patrick, por lo que más quieras, pase lo que pase, no pierdas el control
—le suplicó a su hermano con un susurro.
Sus miradas se cruzaron. Sus miradas transmitieron a uno y a otro todo
lo que solo dos hermanos son capaces de contarse mutuamente en un
momento así.
—¿Qué te ocurre, Brujo? —le preguntó Butler—. Cualquiera diría que
estás a punto de ponerte gallito.
—Sería un gran error —aclaró Tommy—. Butler está deseando que
metas la pata para ajustar cuentas contigo.
—Necesito agua—dijo Patrick para sorpresa de todos.
—No estás de vacaciones en un balneario.
—El cansancio aletarga mis sentidos, y necesito refrescarme.
—¿Y quieres que uno de nosotros se acerque al súper, pistola en mano,
para conseguirte una botellita de agua mineral o prefieres que una de mis
chicas vaya a la compra al terminar su jornada laboral?
Sus hombres empezaron a reírse.
—¡Es increíble! —apuntó Gunner—, este idiota está jugándose la vida y
no hace más que perder el tiempo.
—¿No prefieres comer algo? ¿Carne, por ejemplo? Aquí hay mucha. Y
muy buena —Tommy miró a las que quedaban de sus amantes—. Troy,
consíguele una buena pieza.
El sicario cogió las tijeras y le cortó un dedo a David de un solo tajo.
Más gritos de dolor de David, más rostros de terror de las amantes y más
cara de diversión entre Tommy y los suyos.
—¿No te diviertes? —le preguntó Troy al Brujo—. No chillas, no te
exaltas y no te ríes. ¿Qué te pasa? —Tiró el dedo a la cara de Patrick—. Ahí
lo tienes. Guárdalo bien.
El Brujo se tensó. Su rostro se tensó. Sus facciones se transformaron,
pasando de la determinación a la rabia.
—A mí no me cogerás desprevenido —refunfuñó Tommy—. Te lo dije
antes. Tengo una buena idea de lo que ocurrió en Cerro Muerto, de lo que
hiciste allí, y he visto el impresionante logro que has obrado con la Virgen de
Laredo. Y, si a todo eso le añadimos que has estado con Coria mucho más
que con las otras, resulta inevitable pensar que con ella has hecho más
averiguaciones que con el resto.
Butler colocó el doble cañón de su recortada contra la nuca de Patrick.
«Tiempo, tiempo, tiempo, necesito ganar tiempo. Tengo que atar cabos»,
se decía el Brujo.
—¡¿Joder, es que estás sordo?! —le chilló Tommy—. Vas a conseguir
que el predicador se tenga que rascar las orejas con los muñones.
—A lo mejor nos ha engañado y es idiota —bromeó Butler.
Pero Patrick empezó a hablar en ese instante.
—Tienes razón al desconfiar de tus chicas.
—No me cuentes lo que ya sé.
La tranquilidad de Tommy era inversamente proporcional a la de sus
esclavas, cuyos rostros volvían a ser de pánico. Salvo el de Coria. En su caso,
su mirada cayó sobre Patrick como si le lanzase dos cuchillos envenenados
con odio.
—Tommy —explicó el Brujo—, me ha costado mucho dar con algo que
pudiera confirmar tus sospechas, pero es bastante más difícil ponerle nombre
a la persona que buscas. Por eso te pido un descanso y que me dejes reponer
fuerzas.
—Butler, tenías razón. A lo mejor es idiota. ¿Tú qué opinas, Troy?
El sicario respondió amputándole otro dedo a David. Este se mordió la
lengua para contener los gritos de dolor hasta que también se causó una
herida en ella. Después, la sangre comenzó a manar por su boca. Y Patrick…
—Ni pestañees —le advirtió Tommy—. Butler tiene los nervios muy
delicados. Cualquier cosa los altera. Y no queremos que salgas de aquí
metido en una bolsa.
—No tienes por qué causar más sufrimiento.
—Veo que aún no te has enterado de qué va la fiesta.
Otro chillido de David, y otro dedo amputado.
—Me decías que acertaba al desconfiar —comentó Tommy con absoluta
indiferencia—. ¿Por qué?
David se entrometió en la conversación al intuir lo que quizá estuviera
tramando su hermano.
—Patrick, no lo hagas, no lo hagas por mí, por favor. No puedes salvar
mi vida a cambio de la de otra persona. Nadie es quien para tomar semejante
decisión. Además, mi vida ya no vale nada.
Tommy dio un respingo.
—¡¿Te vas a morir?! ¿Por eso tus dedos le importan un bledo a Patrick?
Esta sí que es buena.
—Entonces, ¿no nos sirve para nada? —preguntó Troy.
Sus labios dibujaron una sonrisa propia de alguien que disfrutaba con la
violencia y la tortura.
—Absolutamente para nada.
Troy agarró a David del pelo, tiró con fuerza hacia atrás y dejó muy a la
vista su garganta. Luego le cortó el cuello con su machete.
David soltó un chillido, extraño y gutural, y Patrick se horrorizó al ver
manar la sangre por la herida con la fuerza de una fuente.
—¡Para la hemorragia! ¡Para la hemorragia!
—Es inútil.
—¡Todavía no!
—¡Sí lo es!
Troy le dio una patada a David en la cara y lo tiró al suelo. Entonces, la
herida, por efecto de la posición del cuerpo, pasó a sangrar todavía con más
fuerza.
—¿Lo ves? No tiene remedio.
Patrick trató de levantarse y socorrerlo, pero Butler se lo impidió
propinándole un golpe en la cabeza con la culata de su arma, que lo tiró al
suelo y lo dejó inconsciente.

Cuando el Brujo recuperó la consciencia, yacía sobre un charco de agua.


Sus primeros pensamientos fueron para David, y por él comenzó a llorar,
aunque sus lágrimas se perdieron en su rostro mojado.
—Ya estás en el baño —le espetó Butler—. Es lo que querías.
Aprovéchalo para coger agua y despejarte. O Tommy llamará a los que se
han llevado a Tricia y ordenará que empiecen a violarla.
El pequeño espacio del baño, el ambiente cargado, la proximidad a
Butler y el descanso de los sentidos de Patrick durante el tiempo que había
estado inconsciente avivaron su capacidad sinestésica.
—Butler, hay algo en ti que me resulta familiar.
El sicario lo miró enfurecido.
—¿Te empeñas en hablar de cosas irrelevantes? ¿Cuándo aprenderás? —
Agarró al Brujo por el cuello y se lo apretó hasta impedir el paso del aire—.
Si dependiera de mí, ya estarías muerto.
Patrick forcejeó para liberarse y poder respirar, pero, esposado, era
inútil.
—Uno, dos, tres… ¿Cuánto aguantas sin aire? Cuatro, cinco…
La cuenta llegó a veinte, a treinta, a cuarenta, y el Brujo se agitó y
pataleó, haciéndolo ahora con violencia, con la fuerza que otorga enfrentarse
a la muerte. Entonces, Butler lo soltó.
—Respira, idiota.
Patrick dio una gran bocanada de aire, con un sonido de su garganta
extraño y angustioso. Al mismo tiempo, Butler continuaba con sus gruñidos,
pero cada vez más cerca de la cara, soltándole todo su mal aliento.
—No eres más que un farsante, un manipulador, que solo sabe
aprovecharse de las debilidades de la gente.
Patrick todavía trataba de oxigenarse respirando con fuerza cuando
Butler le tapó la boca, obligándolo a inspirar solo por la nariz.
—¿Te ahogas? ¿No te llega suficiente aire? Vamos, esfuérzate.
El Brujo lo hizo. Una y otra vez. Una y otra vez. Inhalando aire solo por
la nariz.
—Me atraen mucho esas cicatrices que ocultas —El sicario lo soltó y
volvió a abrir el grifo de la ducha para rociar el rostro de Patrick con agua—.
Creo que merecerá la pena verlas mejor. Mejor todavía, quiero decir.
El Brujo se llevó las manos a la cara y se dio cuenta de que le habían
cortado el pelo de la barba, pero mal y poco.
—Veamos qué tal te quedan las cicatrices cuando estén en compañía de
las que te voy a hacer —le espetó Butler.
El conserje empuñó una cuchilla y comenzó a afeitarle en seco los pocos
pelos que le quedaban de la barba. Sin embargo, aquello no fue como un
afeitado normal, sino como una venganza.
El primer corte fue en una mejilla. El siguiente, en la mandíbula. Luego
otro en un pómulo. Y otro y otro y otro… Todos realizados a propósito. Y
todos con heridas de las que manaba sangre sin cesar.
—Resístete, tío feo —continuó diciendo el sicario—. Haz que se me
vaya la mano y te corte el cuello.
Patrick contuvo su rabia, contuvo los gritos de dolor y se limitó a
concentrarse en otra cosa para no moverse y perder la vida por un corte más
grave que los otros. Pero la proximidad de Butler, con su olor corporal a
desodorante barato, a sudor por la tensión y su pestilente mano sujetándolo
por la cara le contaron lo que ese animal había sido, era y sería. Hasta que lo
comprendió todo, absolutamente todo.
«¡Es increíble!».
Hizo un esfuerzo para no dejar traslucir sus emociones, sobre todo a
medida que comprendía las repercusiones de su descubrimiento.
«¡Y es genial!».
Tenemos que hablar

Tommy estaba a punto de perder el control.


—¡Por fin! —exclamó.
Patrick entraba en el segundo sótano, seguido muy de cerca por su perro
guardián. Y, en ese momento, todo cambió.
La cara del Brujo no era la misma. A la inquietante frialdad que
mostraba desde las torturas a David, ahora había que sumarle que las
cicatrices que le había dejado el Escorpión quedaban completamente a la
vista. Asimismo, los cortes que le había causado Butler aún sangraban. Y
todo ello le confería un aspecto sobrecogedor.
—¿Qué le has hecho, Butler? —le inquirió Tommy.
—Espabilarlo. Es lo que me dijiste.
—Pues parece que hayas querido matarle.
—No es fácil lograr que despierte. Tiene un sueño profundo.
Tommy observó al Brujo, pero, a diferencia de ocasiones anteriores, en
las que lo había hecho con extrañeza, ahora, además, lo hacía con visible
inquietud. Las chicas, por su parte, ni se atrevieron a mirarlo.
—Siéntalo y terminemos con esto —le ordenó el cabecilla a Butler.
Este lo sentó en una de las sillas y después se colocó justo a su espalda.
—Todo tuyo, Tommy.
El cabecilla observó de nuevo a Patrick.
—Conozco esa mirada —dijo Tommy enseguida—. La he visto en
asesinos de la peor calaña. Por eso sé que en el fondo tú y yo no somos tan
diferentes. Ya te lo dije. Y no olvidemos los zarpazos que hemos sufrido. El
mío destroza a mi grupo y casi acaba conmigo. El tuyo destroza tu cara y casi
acaba contigo. ¿Tienen algo en común?, te preguntarás. ¿Tienen un mismo
origen? Yo creo que sí. Es más, estoy convencido de ello. Pero ya
hablaremos de eso.
El Brujo inspiró con fuerza y dijo con voz grave:
—Tenemos que hablar.

—Sí, eso, volvamos a empezar —dijo Tommy con una sonrisa bastante
cínica—. Solo que, a falta de David, será Tricia quien participe en el juego.
—Solo una cosa antes de empezar: ¿has enviado a Tricia con Aretha?
—¡Maldita alimaña! ¡¿Cómo lo has sabido?!
Tommy se enfureció como no lo había hecho hasta ahora. Cerró los
puños con fuerza, causando que se le hinchasen las venas de las manos y los
antebrazos, y soltó un grito de rabia. Butler, por su parte, volvió a golpear al
Brujo con la culata, esta vez en las costillas, tirándolo al suelo y provocando
que Patrick sintiera cómo crujían algunos de sus huesos.
—¿Quién coño le ha hablado a este suicida de las fosas comunes de
Brooks? —protestó el Gallo.
Nadie respondió, ni las chicas ni los sicarios. Ni siquiera hicieron
ademán de hablar. Tan solo Patrick se atrevió a decir algo.
—Las cosas nunca son como uno se las espera, no conmigo.
—¿Eso significa que nunca has tenido la intención de cumplir nuestro
pacto?
—Puede significar muchas cosas, y no suelen ser positivas.
—Butler, siéntalo en la silla y métele la escopeta en la boca.
El conserje obedeció con entusiasmo.
—Joder, no le cabe. Y mira que es bocazas.
La doble boca del cañón del arma chocaba una y otra vez contra los
dientes de Patrick.
—¿Para quién no son positivas esas cosas? —preguntó Tommy—. ¿Para
las chicas?
—No.
—¿Tricia?
—Tampoco.
—¿Mis hombres?
Patrick negó con un movimiento de cabeza.
—No queda más gente —argumentó Tommy.
—Quedas tú.
Troy, Gunner y Butler miraron a Tommy con cara de sorpresa. Luego lo
hicieron entre sí ante la falta de reacción de Tommy.
—¿Qué ha querido decir? —le preguntó Butler a Tommy.
—Mátalo —le conminó su jefe.
—Quiero saber qué ha querido decir.
—He dicho que lo mates.
Butler amartilló la recortada y la colocó contra el oído de Patrick.
—Le agrandaré, encantado, las orejas a este idiota, pero antes quiero
saber si tú, Tommy, buscas a una amante traidora o en realidad se trata de
algo diferente.
—¡No seas imbécil! ¡Solo pretende liarte! ¡Ahora mátalo!
—Todavía me pregunto cómo un desconocido del que todavía no
sabemos ni su nombre pudo prácticamente aniquilar a nuestro grupo con tanta
facilidad. Es algo que no me quito de la cabeza.
—Para eso hemos metido al Brujo en esto; para que nos ayude después
de limpiar este edificio.
Butler le dio un empujón con la recortada a Patrick.
—¿Tú qué opinas?
—Tommy sabe que las chicas se la están pegando —contestó Patrick—.
Las conoce bien. Son sus amantes. Pero también sabe que nada de lo que
hacen es posible sin la ayuda de uno de su grupo. Por eso me encargó que las
interrogara; para deducir quién es ese cómplice según sea la chica a la que yo
acuse.
—¿Y luego?
—Matarlo cuando menos se lo espere.
—Parece un plan genial —Otro empujón con la recortada—. ¿Y quién es
ese cabrón, tío feo?
—¡Mientes, maldito brujo! —chilló Coria con un rostro cargado de odio
e indignación—. Te odio. Confundes a la gente. Les robas sus secretos y los
destruyes utilizando contra ellos eso que les arrancas sin que se den cuenta.
Troy le propinó un puñetazo en la cara para que la mujer guardara
silencio.
—¿Quién te ha pedido tu opinión?
—¿Es que no os dais cuenta? Solo miente y engaña.
Tommy dio una orden:
—Troy, que no vuelva a interrumpirnos, que nunca más vuelva a
interrumpirnos.
Pero la chica continuó hablando:
—Ahora dará un nombre cualquiera y os dirá que ese es un traidor. ¿No
lo veis? Primero logra que os creáis esa historia y…
El sicario le volvió a pegar, pero ahora con su arma. Le produjo un corte
la mejilla, y ella empezó a sangrar.
—Si existe un Dios, más le vale no mirar lo que voy a hacer —murmuró
Troy.
Volvió a golpearla. Y otro golpe. Y otro. Y otro. Y otro… Y siempre
con los gritos de dolor de Coria eclipsados por los de rabia de Troy.
Este continuó con su ataque, con golpes cada vez más fuertes, que iban
deformando la cara de la chica, desgarrando su piel y causándole hemorragias
y moratones, hasta arrebatarle su belleza para siempre.
—Troy, déjala ya y reserva fuerzas. Puede que la jornada sea muy larga
—le aconsejó Butler.
—¿Lo ves, Patrick? —indicó Tommy—. Es un peligro no tenernos
contentos. Somos unos miserables sin alma.
—¿Y por qué puede que el traidor sea uno de nosotros y no uno del
grupo de Brooks? —preguntó Troy de repente.
Patrick se avino a responder:
—Yo no he dicho que sea alguien de aquí.
—Lo has dado a entender.
—¿Es que sois los únicos que pasáis por aquí?
—Somos los únicos que siempre estamos aquí. El grupo de Brooks solo
viene de vez en cuando.
Tommy se enfadó con su sicario.
—Le estás contando demasiadas cosas.
Troy comprendió su metedura de pata y amenazó a Patrick:
—Le voy a volar la tapa de los sesos a este cretino.
Gunner también intervino:
—¿Troy, por qué has pensado que era uno de nosotros?
Troy retrocedió dos pasos y se colocó de espaldas a la pared. Pero antes
de que pudiera hacer nada más, se escuchó una detonación.
La recortada de Butler había vuelto a hablar, y la fuerza de su voz había
derribado a Troy con la misma facilidad con la que lo hizo con la Virgen de
Laredo.
Troy se revolvió de dolor en el suelo, maldijo algo ininteligible y miró la
creciente mancha de sangre de su camisa.
—¿Qué has hecho, Butler, que has hecho?
—Tu explicación no era convincente.
—No, no lo era —confirmó Tommy.
Troy se abrió la camisa y observó el desastre en el que se había
convertido su barriga, con multitud de agujeros por los que manaba sangre.
—Yo solo pensaba en posibilidades. Todo es culpa de este maldito
Brujo.
Tommy interrumpió sus explicaciones cubriéndole la cabeza con una de
las bolsas de plástico transparente.
—Tus impresiones no interesan a nadie. Ya no.
Anudó con fuerza la bolsa alrededor del cuello de Troy y le sujetó los
brazos para impedir que se la soltara.
—Déjate llevar. No te resistas. Con tu herida, será rápido.
El plástico se empañó con celeridad, y enseguida empezaron las
convulsiones de Troy. Luego se orinó encima, y su lengua pareció estirarse
hasta salirse de la boca como si una serpiente escapara de su madriguera.
Tres minutos más tarde, Troy estaba muerto.

—Tenemos que hablar, tenemos que hablar… —le dijo Tommy a


Patrick—. Que sepas, capullo, que no estoy contento. ¡Butler, Gunner!, voy
arriba, al apartamento, a llamar desde el fijo y hacer que le metan a esa puta
de Tricia un hierro candente por la boca hasta que se le derritan las tripas.
Tommy se largó a la carrera.
—Je, je… —rio Gunner—. Arde en deseos de que le calienten las tripas
a Tricia hasta que se escuchen sus gritos en el mismísimo infierno.
Butler sonrió con malicia.
—Gunner, prepara un hierro candente. Será una buena forma explicarle
a este aguafiestas qué le va a pasar a su chica.
Su compañero consideró que era una idea estupenda y se fue directo al
cuarto de la caldera.
—Sé que Troy no era el traidor —dijo Patrick de repente.
—Ya, y, como solo me tienes delante a mí, me dirás que soy yo. Y que,
si no te libero, iras corriendo a chivarte.
—Sé que eres tú.
—No, no lo sabes.
—Entonces, ¿por qué las ayudas? —Señaló a las chicas—. ¿Por qué
querías que Troy dejara de golpear a Coria? ¿Es que quieres ganarte su apoyo
para cuando tengas que vértelas con la justicia y conseguir librarte de la
cárcel? ¿Es que quieres ganártela precisamente a ella por un motivo
sentimental?
—¡No!
—¿Y por qué has disparado a Troy? ¿Lo has hecho para matar a alguien
que parecía culpable y para que no pudiera defenderse?
—¡Nooo!
—Sí, y todo lo haces para tratar de salvar a tu hermano con una futura
colaboración con la justicia.
Ahora sí que había captado su atención. Butler se había quedado
petrificado, y hasta su boca parecía de piedra. Las chicas, por su parte, se
hallaban más que sorprendidas, salvo Coria, cuya deformada cara fue capaz
de esbozar otro gesto de odio.
—Tu plan no funcionará. Pero yo sí que puedo salvar a tu hermano, al
Escorpión —añadió Patrick—. Yo colaboré con la policía para meterlo en el
corredor de la muerte y yo puedo sacarlo.
—No te creo.
—Yo fui clave para su captura. Lo sabes. Por eso me odias. Pero puedo
cambiar mi declaración. Puedo hablar con amigos. Puedo salvar su vida.
—¡Cállate! ¡Me vas a volver loco! ¡Es lo que has hecho con Troy!
—Te equivocas. No hay ninguna manipulación. Soy especial. No hay
más. Por eso he descubierto el motivo del odio que me profesas, por eso sé
que sois hermanos.
—¡Cállate de una vez! ¡Cállate o te reviento la cabeza!
—Sé que tienes dudas, pero es tu hermano y debes darle una
oportunidad.
A Butler le temblaron los labios, y su voz, con la boca reseca, sonó como
el roce de una lija.
—Esto es el fin —murmuró el sicario.

Gunner regresó a la sala con cara de preocupación.


—¿A qué se deben los gritos?
Sujetaba un hierro de marcar al rojo vivo.
—No es asunto tuyo —le repuso Butler con agresividad.
—Este es un sitio pequeño, y estamos bastante apretados. De modo que
aquí todo es asunto de todos.
Su frase fue fría, glacial, e hizo evidente a todo el mundo que el tono de
Butler no le había gustado.
—Sigue sin ser asunto tuyo.
—¿El qué no es asunto suyo? —preguntó Tommy cuando entraba por la
puerta, pistola en mano.
—Parece que Butler quiere cambiar de bando. Lo que no me queda claro
es si se va con las chicas, la poli o el de las cicatrices.
El conserje sufrió un estallido de rabia. Gritó, chilló y provocó que
Gunner desenfundara su arma y lo encañonara con ella. Pero la ira de Butler
no era contra él, sino contra Patrick, a quién le propinó otro golpe, esta vez en
la cara, que lo dejó seminconsciente.
—Más vale que no mientas —le espetó el conserje.
Y disparó contra Gunner, contra su cara, reventándosela en mil pedazos.

Tommy estudió el panorama: Butler enloquecido, Troy muerto y Gunner


muerto.
—Lo siento, jefe —masculló Butler.
Pero Tommy solo pensaba en su invitado.
—Siempre pensé que tardarías menos, Patrick.
A Butler se le abrieron los ojos como platos y volvió a apretar el gatillo,
si bien esta vez no hubo disparo alguno.
«¡Sin munición!», se felicitó Tommy. «¡Ya imaginaba yo que Butler no
sabe ni contar hasta dos!».
Pero, antes de que pudiera pensar en nada más, Butler lo golpeó en la
mano con la recortada, provocando que su pistola saliera por los aires.
El siguiente golpe pudo esquivarlo. Para el tercero, ya había cogido el
hierro de marcar y se aprestaba a defenderse con él.
Butler se detuvo y comenzó a buscar en sus bolsillos cartuchos para la
recortada.
«¿Y mi pistola? ¿Y mi pistola?», se preguntaba Tommy mientras tanto.
No la veía por ninguna parte. Parecía haberse volatilizado. Acto seguido,
miró de reojo a Troy, pero tampoco vio el arma de su sicario.
«Estará bajo su gordo culo, y no tendré tiempo de moverlo».
Pensó en el machete de Troy, en cogerlo y atacar con él a Butler, pero
este ya recargaba la recortada con otros dos cartuchos.
«No me dará tiempo. Y está muy atento. Como mucho, acabaríamos
peleando, aunque es más fuerte que yo, y me mataría a golpes».
Pero tampoco tenía tiempo de huir. De modo que se lanzó contra Butler
gritando de rabia.
El golpe con el hierro de marcar fue brutal, el hombro derecho de Butler
crujió al romperse la clavícula y el brazo que sujetaba la recortada se
desplomó como si estuviera muerto.
El segundo golpe fue directo a la cara, aunque Butler logró interponer el
antebrazo y detenerlo. Luego, otro chasquido anunció la rotura de los huesos
de ese mismo antebrazo, al que siguió la caída al suelo de la recortada y un
alarido de Butler por el dolor.
—Eres un malnacido —masculló Tommy mientras alejaba el arma de
una patada—. Nunca me lo habría esperado de ti. Eras mi mano derecha, mi
hombre de confianza.
Butler se retorcía en el suelo como una lombriz y gemía apretando los
dientes.
—Me obligas a matarte —sentenció Tommy.
Uno, dos tres, cuatro fuertes golpes en el cráneo con el hierro de marcar
y el crujido de un hueso zanjaron la discusión para siempre.

Tommy aún jadeaba por golpear a Butler con todas sus fuerzas.
—Adiós, imbécil —Cogió la recortada y tiró el hierro de marcar—.
Luego me ocuparé de vosotras, sobre todo de ti, Coria.
Sus antiguas amantes se hallaban aterradas. Coria, además, lloraba de
manera desconsolada.
—Sí, Coria, llora por él. Te vendrá bien desahogarte antes de limpiar sus
restos con la lengua. Aunque, ya puesta, lo limpiarás todo en este sitio. Lo
necesita más que nunca. Da verdadero asco. Y tú, Patrick, que sepas que, a
estas horas, Tricia ya será un desecho humano.
—No es cierto. Me sigues necesitando para dar con el otro, y mi
colaboración solo es posible si Tricia sigue indemne. Es más, antes no has
subido para llamar y ordenar la muerte de Tricia, sino para coger tu pistola.
La cara de Tommy mostró su habitual sonrisa cínica.
—No se te escapa nada. Lo malo de tu análisis es eso de tu colaboración.
Es solo teoría. La práctica no ha sido exactamente así. Cuesta lograr que
colabores. Pero los dos sabemos que las cosas cambiarán.
—Quizá el precio que tengas que pagar sea demasiado alto.
—No lo creas. Por ejemplo, estos tres que han muerto ya no me servían
de mucho. Estaban paralizados por el miedo y casi no me ayudaban a
reconstruir mi negocio. Pero tú sí lo harás. No se te puede engañar. Lo
averiguas todo. Y eso es muy útil. Y, si no, mira lo que ha ocurrido. Te has
cargado al equipo que tenía aquí librándome de tener que hacerlo yo. A mí
me habría sido casi imposible. Habrían sospechado al menor movimiento
extraño mío. Por eso te dejé entrar en este edificio. Por eso y por todo lo que
aún tienes que hacer para mí, pero sobre todo por esa identidad que aún tienes
que averiguar para mí. Y, si lo logras, quizá te permita conocer algo de lo que
venías buscando: mi nuevo negocio, ese por el que tantísimo interés sentía tu
hermano —Tommy parecía divertido con todo aquello—. Por cierto, ¿por
qué no te largaste cuando empezaste a sospechar que este no era un edificio
normal y que mis chicas no eran simples vecinas? No dejo de preguntármelo.
—Ya estábamos atrapados, y la única opción era continuar hasta el final.
Pero hay algo más.
—Veo que nuestra asociación va a estar llena de sorpresas.
—Tu plan tiene dos fallos. El primero, tus chicas —las señaló con la
mirada—. ¿Qué vas a hacer con ellas?
Tommy respondió sin dignarse a mirarlas:
—Ahora sobran, como los tres que correteaban por aquí hasta hace poco.
Esa fue la gota que colmó el vaso, la gota que Patrick andaba buscando
para terminar de provocar la reacción de rabia de Coria, la que le diera
suficiente valor y fuerza para vencer su miedo, su dolor y su parálisis. Y, así,
la chica a la que tanto había interrogado Patrick y que había llegado a
empatizar con él se levantó y caminó hasta colocarse casi detrás de Tommy.
Coria observó de cerca a su captor, lo estudió con detenimiento,
fijándose en su cara, su boca, sus labios…, en todo aquello que había odiado
durante tanto tiempo.
—¿Y el segundo fallo? —preguntó Tommy.
—No te necesito vivo.
Una conmoción sacudió al Gallo, haciéndole temblar.
—¡¿Qué?!
Patrick se puso de pie y le mostró un rostro frío e inexpresivo como el de
un cadáver.
—En la vida hay cosas peores que la muerte, y yo soy la peor de todas
ellas.
Y el Diablo tuvo miedo al escuchar aquellas palabras, porque, por fin, lo
comprendió todo.
—Eras tú, maldito… ¡Eras tú! ¡Siempre lo has sido! ¡Antes y ahora! ¡Y
nunca ha habido un verdadero traidor en mi grupo! ¡No te hace falta! ¡Nunca
te ha hecho falta! ¡Ni cuando trataste de descubrir y robarme mi secreto la
primera vez ni ahora con Tricia y tu hermano! —Tommy tenía el cuello tan
hinchado por la rabia que parecía que se hubiera tragado un barril repleto de
pólvora, y estuviera a punto de hacer explosión—. Eres muy hábil. Lograste
liquidar a mi equipo casi por completo sin que nadie supiera que se trataba de
ti. Si hasta conseguiste que la policía se deshiciera del Escorpión en tu lugar.
Pero sigues sin conocer eso que llevas tanto tiempo buscando.
Entretanto, Coria recordaba la rabia que sintió cuando fue secuestrada.
También todo el odio que sintió, todo el odio acumulado desde aquel día. Y
entonces estalló.
Con ambas manos aún atadas, cogió el hierro con el que marcaban a
todas las que como ella se negaban a aceptar su destino y con él descargó un
fuerte golpe en la nuca de Tommy.
Coria chilló del esfuerzo, Tommy lo hizo por el golpe y el resto de las
mujeres, al ver las gotas de sangre volar por los aires y caerles encima.
La calma sobrevino justo a continuación, tras caer Tommy de bruces
contra el suelo. El silencio fue ensordecedor, insoportable, incluso. Eso
provocó que Isamar se levantara y echara a correr hacia el cuerpo sin vida de
Gunner.
—Las llaves, las llaves… —Rebuscó en los bolsillos de aquel hombre
hasta dar con lo que buscaba: un juego de llaves. Sonrió, mostró con orgullo
su preciado trofeo y se fue a liberar a Patrick—. No sé qué has hecho, pero,
gracias, muchas gracias —le dijo mientras le quitaba las esposas.
Coria también se hallaba eufórica.
—Pensaba que me habías traicionado. Pero ahora lo entiendo. Solo
buscabas que cayeran en la trampa. Aunque lo de Butler… ¿Era necesario?
¿De verdad era necesario?
—Butler no te quería —le explicó él—. Solo te veía como un medio de
conseguir lo que deseaba y, para eso, te hizo creer que te amaba.
Coria le dio un beso en la mejilla sin importarle lo sucia que estaba.
—¿Y qué era eso que chillaba Tommy, lo de que habías sido tú?
—Mejor hablamos de ello cuando estemos lejos de aquí.
Coria pareció tranquilizarse.
—Todo ha terminado —dijo ella después.
—No, aún no.
Patrick le cogió el juego de llaves a Isamar y caminó hasta Tommy,
quien despertaba de la inconsciencia.
—Todavía estoy vivo —le gruñó el delincuente—. No se acaba conmigo
así como así.
—No será por mucho tiempo.
Tommy trató de levantarse, pero fue incapaz de incorporarse lo más
mínimo. Algo fallaba en su interior, algo roto por el golpe.
—¡Llévame a mi apartamento! —ordenó entonces.
El resto de las mujeres se acercó a ellos.
—Mátalo, Patrick —pidió Geneva—. Tú mismo has dicho que esto no
había terminado.
—Ninguna de nosotras te delatará —añadió Susan—. Puedes estar
seguro.
Isamar opinaba igual:
—Es verdad, nadie dirá nada.
—No lo harás —dijo el Gallo—. Al contrario, me mantendrás con vida,
porque solo así te asegurarás de que nada malo le sucede a Tricia.
Patrick negó con la cabeza.
—Ya te lo he dicho. No te necesito vivo. No te necesito vivo para nada.
Ni siquiera para salvar a Tricia.
—Eso es, ¿para qué lo queremos vivo? —preguntó Geneva.
—Haz que se calle, Patrick. Mátalo —exigió Isamar.
—Debéis hacerlo vosotras. Para mí, ha sido suficiente por hoy.
Retrocedió unos pasos y las dejó frente a frente con el Diablo.
Las mujeres rodearon a su secuestrador. Lo miraron con odio, con rabia
y armadas con el hierro con el que las marcaban y con la recortada con la que
Butler había impuesto su ley durante tanto tiempo.
Patrick, entretanto, salió del sótano y cerró la puerta.
—¿Qué haces? —le preguntó Coria cuando se apercibió de ello.
—Asegurarme de que nadie dirá nada.
—No dejéis que se vaya —suplicó Tommy desde el suelo—. No dejéis
que se vaya.
El Brujo bloqueó la puerta con el candado. Y ese pequeño ruido sonó
como una explosión en los oídos de los que quedaron encerrados en el
segundo sótano.
—Patrick, ¿qué ocurre? —preguntó Coria a través de la reja de la puerta.
—Esto aún no ha terminado.
—¿Qué estás diciendo? Vamos, abre. Te ayudaremos con lo que sea.
—No lo entiendes. No puede haber testigos.
El Brujo desapareció escaleras arriba, llegó al primer sótano y se metió
en el cuarto de la caldera.
—¡Ábrenos, ábrenos! —le chillaba Coria desde abajo con desesperación.
Se sumaron otros gritos de mujer, igual de desesperados.
—¡Por favor, sácanos de aquí!

Patrick abrió la válvula de vaciado de emergencia de la caldera y dejó


que saliera un chorro de gasóleo, que se extendió con rapidez por el suelo,
inundó el sótano primero y comenzó a deslizarse escaleras abajo. Enseguida
comenzó a filtrarse por debajo de la puerta del segundo sótano. A partir de
ese momento, se intensificaron los gritos de desesperación e incomprensión.
—¡¿Por qué Patrick, por qué?!
—¡Por favor, abre la puerta! ¡Nos cuesta respirar!
En efecto, los gases del combustible habían invadido todos los recovecos
muchos antes de que el propio gasóleo hiciera lo mismo. Eso provocó que las
mujeres golpeasen la puerta con más y más fuerza, hasta hacerse sangre en
los nudillos.
Patrick reavivó el fogón para hierros de marcar que había usado Gunner
y, en cuanto hubo calentado otros dos hierros, se los llevó y comenzó a subir
las escaleras. Desde allí, lanzó un hierro hacia abajo, al primero sótano.
Después, una carrera, perseguido por el insoportable calor y el rugido de un
incipiente incendio.
—¿Qué ocurre? —le preguntó una temblorosa señora Adelia cuando se
encontraron frente a frente en lo alto de las escaleras—. Llevo un rato
escuchando lo que parecen disparos y gritos de gente, pero tenía miedo y no
me he atrevido a…
—Ya solo me quedaba por darle las buenas noches a usted.
—¿Por qué hace tanto calor? ¿De dónde sale este humo?
—Lo lamento, pero ahora solo puedo darle una explicación muy corta.
Patrick la golpeó en la rodilla con el último hierro de marcar,
fracturándole la articulación. Acto seguido, la señora Adelia cayó al suelo y
rodó hasta quedar a los pies del Brujo.
—Debo reconocer su amabilidad por no obligarme a buscarla —dijo él
con rostro glacial—. No sé si habría tenido tiempo de encontrarla y mantener
esta conversación.
Un chillido agudo, lleno de incomprensión y dolor, salió de la garganta
de la señora Adelia. Después, la inevitable pregunta:
—¿Qué ocurre? Nunca le he hecho nada malo a nadie.
Patrick la golpeó con el hierro en la otra rodilla, aunque ahora con
mucha más fuerza. Eso trajo más gritos, más desconcierto y más miedo.
—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!
—Abajo se lo explicarán.
El Brujo le propinó un empujón con el pie, y la señora Adelia rodó
escaleras abajo, hacia las llamas.

Patrick salió a la calle por la puerta principal cuando ya era de noche y


no había ni un alma a la vista. Tan solo las luces de un par de farolas daban
algo de vida al entorno. Más allá se encontraba la oscuridad absoluta de una
noche sin luna y un tramo de calle sin iluminación.
Miró atrás, al edificio que comenzaba a arder desde los cimientos, con
llamas que lo devoraban todo y cuyo crepitar ahogaba los gritos de los que el
Brujo había dejado atrapados en su interior.
A continuación, recordó el vaticinio del Escorpión:
«Tú serás el monstruo al que todos temerán».
—Incluso el Diablo —se dijo Patrick.
Luego se ajustó la ropa y echó a caminar. Y, así, hasta desaparecer en la
oscuridad, calle abajo.
Epílogo
Cerro Muerto

15 años antes

«Huele a muerte. Pero a muerte de un ser un humano, no de un animal. Es


un olor inconfundible. Huele así porque los Cuatro Jinetes están muertos,
porque la muerte ya se está cebando con ellos, con sus cuerpos,
corroyéndolos por dentro, descomponiéndolos en un proceso imparable que
los hará desaparecer. Sus caras… ya no son como cuando estaban vivos.
Ahora tienen un aspecto grotesco. Sobre todo, la de Katya. Es la que más ha
sufrido. Pero no siento nada por ellos. Ni siquiera por ella. Se lo merecían.
Papá, mamá… ¡y Mathias! ¿Cuánto aguantará? Ya no grita. Tampoco gime.
Pero está a punto de morir. Lo sé. Lo veo. Estoy seguro. Y mi destino es tan
inevitable como el suyo. Pero, por lo menos, hace rato que he dejado de
sufrir. Y ese sentimiento de angustia que me asfixiaba, que me oprimía el
pecho, ha desaparecido. Ahora tengo otro de euforia. Es por lo que ha
ocurrido, por cómo me he desecho de cuatro vidas. Ha sido brillante. Ha
sido una proeza. Y estoy orgulloso, muy orgulloso. Y volverá a ocurrir.
Porque quiero que sea así. Porque he disfrutado como nunca lo había hecho
antes».
La frontera

Las depresiones y los mareos tras las experiencias sinestésicas eran una
falacia. Sus investigaciones para diferentes autoridades eran una tapadera. Y
su reclusión en un faro para vivir alejado de la gente y en contacto con las
mariposas monarca también era una farsa.
Todo era mentira a pesar de ser real.
La intención: crear la coartada perfecta, la de un hombre atormentado,
que, pese a todo, ayudaba a los demás de manera altruista. Y la causa se
encontraba en la trágica noche de Cerro Muerto, cuando Patrick descubrió el
placer de manipular y matar a la gente, lo que lo empujó a convertirse en un
criminal.
Ahora, el nuevo e inquietante negocio de Tommy, el que Patrick tanto
había anhelado descubrir para hacerse con él, estaba llamado a ser, además, el
que le permitiría esclarecer el misterioso pasado de Aretha y el que lo
ayudaría a salvar a Tricia de una muerte cierta.
—Tricia… —Patrick pensó en ella, en lo mucho que la echaba de menos
—, no te perderé por segunda vez. Iré a la frontera y te buscaré sin descanso,
hasta encontrarte —Apretó los puños con fuerza—. Y mataré a todos los que
se interpongan en mi camino.
Continuará
Agradecimientos

Antes de despedirme, no puedo dejar de mencionar la valiosísima ayuda de


quienes han realizado las lecturas de prueba, Marta Colomina, Inmaculada
Puyalto, Belén Zubiaga, Cheli Bermejo, Fernando Ibáñez Macías y Lourdes
Pacheco, ya que, gracias a su paciencia y buen criterio, he llevado este libro
por el camino correcto.
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