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Jesucristo, Perfecto Hombre

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JESUCRISTO, PERFECTO HOMBRE

Jesús se manifestó a sus contemporáneos como verdadero hombre, igual a


nosotros. El Evangelio, en efecto, nos presenta diversos aspectos de la realidad
humana de Cristo. El Concilio Vaticano II los resume con estas palabras: «Trabajó con
manos de hombre, pensó con mente de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con
corazón de hombre. Naciendo de María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejante en todo a nosotros excepto en el pecado (cfr. Heb 4, 15)»1.

De las numerosas cuestiones que pueden tratarse referentes a la humanidad de


Nuestro Señor, centraremos nuestra atención en su concepción y nacimiento, en la
realidad de su cuerpo y de su alma –en que es verdaderamente hombre, como tanto
subrayaron los primeros Padres y escritores eclesiásticos frente a los docetas–, y en
que es descendiente de Adán y nuevo Adán.

1. La concepción virginal de Jesús


San Marcos comienza su evangelio con la predicación de Juan el Bautista,
porque con ella comienza la proclamación pública de que el reino de Dios llega, de
que se cumplen ya las esperanzas de la venida del mesías (Mc 1,1ss); San Mateo y San
Lucas extienden el comienzo de sus evangelios a la infancia misma de Jesús,
entendiendo que su concepción, niñez y adolescencia pertenecen también a este
evangelio, es decir, son en sí mismos sucesos que salvan. La intervención definitiva de
Dios en la historia de los hombres se inicia con la venida de su Hijo al mundo:
«indudablemente, la entrada en el mundo de aquel Jesús, que había de ser exaltado por
Dios como Señor y Cristo (cf. Hch 2,36), no pudo ser un acontecimiento al margen de
la historia de la salvación…»2. No es, pues, mero interés anecdótico lo que mueve a
Mateo y Lucas a escribir el evangelio de la infancia; relatan esos acontecimientos,
porque son también «buena noticia».

Estos hechos de la infancia de Jesús son los primeros acontecimientos que


resultan de la misión del Hijo (Jesucristo) por parte del Padre, pues, «al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para
redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción» (Gal 4,4-5).
La concepción de Jesús es el comienzo de la misión visible del Hijo.

He aquí cómo narra San Mateo la concepción de Jesús: La generación de


Jesucristo fue así: Estando desposada su madre, María, con José, antes de que

1
Gaudium et spes, 22
2
M. González Gil, Cristo el misterio de Dios, p. 276
conviviesen, se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a la infamia, penco repudiarla en
secreto (...) un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no
temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del
Espíritu Santo (...). Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por
medio del profeta: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien llamarán
Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros (Mt 1,18-23).

Mateo menciona la profecía de Isaías (Is 7,14) sobre el Emmanuel, afirmando


su cumplimiento en Cristo. Lo que aquí nos interesa considerar es que el Evangelio
tiene interés en recalcar que la concepción de Jesús tuvo lugar de forma
milagrosa, de la sola Madre virgen, es decir, sin concurso de varón.

Con igual expresividad se narra la concepción virginal de Jesús en el evangelio


de Lucas: El ángel le contestó a María y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud
del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto lo que nacerá santo, será llamado Hijo
de Dios (Lc 1,35). Nada hay imposible para Dios, concluye el ángel (Lc 1,37), indicando
el carácter milagroso de la concepción del Mesías: por obra del Espíritu Santo.

La Iglesia profesó desde el principio su fe en esta verdad, como lo testimonian


los primitivos Símbolos (credos) en sus diversas redacciones: «(Cristo) fue concebido
del Espíritu Santo y de María Virgen»3; o bien, «se encarnó por obra del Espíritu Santo
de María Virgen, y se hizo hombre»4. Más detalladamente aún, en la Carta Dogmática
del Papa León I (a. 449), se afirma que Jesús «fue concebido verdaderamente del Espíritu
Santo, en las entrañas de la Virgen Madre, que lo dio a luz permaneciendo intacta su
virginidad, como con virginidad intacta lo concibió»5. Hay que citar también la
Constitución Cum quorumdam de Pablo IV (año 1555), en la que se condena a quien
afirme que Jesús, «no fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la
Santísima y siempre virgen María, sino de José, como los demás hombres»; y también
se condena a quien niegue que María mantuvo su perfecta virginidad «antes del parto,
durante el parto y perpetuamente después del parto»6.

La Sagrada Escritura habla de la concepción virginal de Cristo, antes que nada


como privilegio de Cristo mismo; como algo muy coherente con su filiación al Padre.
«Por esto –dice el ángel a Santa María–, lo que nacerá santo, será llamado Hijo de Dios»
(Lc 1, 35). Por otro lado, la virginidad es también privilegio de Santa María. «Todo el
sentido teológico de la Virgen María está aquí: el Verbo, al encarnarse por medio de ella,
se ha convertido en miembro de la humanidad real. En primer lugar, por ella ha conocido
el origen natural del ser humano (que forma parte también de la humanidad asumida);

3
Concilio de Letrán (31.X.649) (DS 503)
4
Concilio I de Constantinopla, Symbolum (DS 150)
5
S. León Magno, Ep. Lectis dilectionis tuae, 13.VI.449 (DS 291)
6
Pablo IV, Const. Cum quorumdam, 7.VIII.1555 (DS 1880)
surgido por medio de ella de la humanidad histórica (El, que venía de lo Alto) se ha
insertado en la historia humana»7.

La Iglesia, al mismo tiempo que afirma la virginidad en la generación de Cristo,


enseña con igual fuerza que Santa María es verdaderamente Madre de Dios,
Theotókos. Y con explícita precisión dice en el Credo que Jesucristo incarnatus ex de
Maria Virginae, fue engendrado verdaderamente por una virgen.

Sólo es indigno de Dios el pecado. Por esta razón, el Verbo pudo haber tomado
sobre sí una naturaleza humana concebida de modo natural, es decir, sin el milagro
de la virginidad. Pero una vez que la concepción, virginal fue el camino escogido por
Dios para entrar en este mundo, la teología ha señalado diversos motivos de
conveniencia.

Entre otros, se señala que, desde un punto de vista cristológico, era sumamente
conveniente que Jesús, por ser Persona divina, no tuviese otro padre en la tierra8.
Además, la concepción virginal manifiesta con claridad admirable que Cristo es un
don exclusivo de Dios Padre a la humanidad y, en primer lugar, a Santa María.

Por último, hay que añadir que el modo milagroso de la concepción de la


humanidad de Cristo no resta nada a la verdad de su naturaleza humana. Como
escribe San León Magno en la citada Carta Dogmática del año 449, «no debe
entenderse aquella generación admirable y admirablemente singular como si por la
novedad de la creación se hubiese quitado la propiedad de la naturaleza»9.

2. La verdad del cuerpo de Cristo


Al afirmar que Jesucristo tiene una verdadera naturaleza humana, como la
nuestra, afirmamos la verdad de la Encarnación. La Iglesia siempre ha profesado,
desde los Símbolos (credos) más antiguos hasta nuestros días, que el Hijo de Dios
«asumió la naturaleza humana completa, como la nuestra, mísera y pobre, pero sin
pecado»10. Y tuvo que subrayarla insistentemente frente a las diversas corrientes
docetas11 de los primeros siglos.

Esta verdad está claramente, y de muchos modos, revelada en el Nuevo


Testamento, donde encontramos los relatos de la concepción de Jesús en el seno de
una mujer, de su nacimiento y desarrollo, de su vida de hombre adulto, de su
predicación y de su muerte. Cristo, además de comportarse como hombre, dice de sí
mismo dirigiéndose a los judíos: «Pero tratan de matarme a mí, hombre que les he dicho

7
J. H. Nicolas, Synthése dogmatique, Ed. Univesritaires Fribourg, Beauchesne, Paris 1986, 467
8
Cfr. Tertuliano, De carne Christi, 18; STh, III, q. 28, a.1
9
Cfr. San León Magno, Ep. Lectis dilectionis tuae (DS 292)
10
Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Ad gentes (AG), n. 3; Const. Gaudium et spes (GS), n. 22; Juan Pablo
II, Enc. Redemptor hominis, 4. III, 1979, n. 8
11
Recordar que el docetismo fue una herejía de los primeros siglos del cristianismo que sostenía que
Jesús tenía un cuerpo APARENTE, FALSO.
la verdad...» (Jn 8,40). También los Apóstoles hablan de la humanidad de Cristo como
de algo evidente; por ejemplo, San Pablo dirá que «…uno solo es el mediador entre Dios
y los hombres: el hombre Cristo-Jesús» (1Tim 2,5; cfr. Rom 5,15; 1Cor 15,21-22). Y dirá de
Cristo que es «nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4,4).

Sin embargo, pronto se manifestaron entre algunos cristianos ideas


equivocadas sobre la realidad de la naturaleza humana asumida por el Hijo de Dios,
tanto en cuanto al cuerpo como en cuanto al alma.

Ya en el s. I aparecen los DOCETAS, que se niegan a aceptar la realidad


material del cuerpo de Jesús. El docetismo no fue una secta de perfiles definidos. Se
caracteriza más bien por ser una cierta tendencia en la que coincidían numerosas
sectas, sobre todo, de tipo gnóstico. Esta tendencia no era otra que el rechazo a
aceptar la realidad del cuerpo humano de Cristo. Los matices, dentro de esta
corriente, son diversos. Así, mientras que, para unos, el cuerpo de Jesús fue pura
apariencia (dokein, en griego, significa aparecer: de ahí el nombre de docetas), como
propugnaba Basílides, para otros (Apeles, Valentín) este cuerpo, aunque real, no
era terreno, sino celeste: no ha sido verdaderamente engendrado por Santa María,
sino que, como era celeste, pasó por ella, pero sin ser formado de (“ex” en latín) su
carne y de su sangre; para otros (Marción), Cristo aparece súbitamente en Judea sin
haber tenido que nacer ni crecer.

La raíz de estos errores –que la Iglesia tuvo que combatir durante siglos–, se
encuentra, en parte, en las doctrinas maniqueas12 y gnósticas13, que consideraban la

12
Es una religión o secta religiosa, que toma su nombre de su fundador Mani o Manes (216-277), llamado
también Manikaios en las fuentes griegas y Manichaeus en las fuentes latinas. La base del sistema
maniqueo es un dualismo radical acerca de Dios. Desde toda la eternidad -según el maniqueísmo- hay
dos seres o principios supremos de igual orden y dignidad: el principio de la luz (el Bien) y el de las
tinieblas (el Mal). Pero ambos principios se hallan en una situación de antítesis irreconciliable. Cada
uno tiene su propio imperio; la región de la luz está situada en el Norte, la de las tinieblas en el Sur.
Ambas regiones están sometidas a sendos reyes: el imperio de la luz, al Padre de la Grandeza, y el reino
del mal al Príncipe de las Tinieblas. Entre los dos principios y sus respectivos reinos se entabla una
guerra, en la que el reino de las tinieblas trata de destruir al de la luz. Para defensa de su reino crea el
Padre de la Grandeza al primer hombre, quien con sus cinco hijos se apresta a combatir, pero son
vencidos por el mal. El primer hombre se da cuenta de su desventura y pide ayuda al Padre de la
Grandeza. Este, después de una serie de emanaciones intermedias, desprende de sí al espíritu viviente,
que libra al hombre de la materia mala y lo redime.
Este espíritu viviente y salvador será Jesús, que ocupa un lugar preeminente en la doctrina maniquea.
El mismo Mani se intitulaba, «Apóstol de Jesucristo, por la Providencia de Dios Padre» ( Ep. de
Fundamento , pr.). Al lado de Jesús coloca también a Buda y a Zoroastro. Todos ellos -incluido el propio
Mani- son representantes de la luz. Antes de Mani, a esos representantes se les asignaron partes
limitadas del mundo: Buda se estableció en la India, Zoroastro en Persia, Jesús en Judea o, en todo caso,
en el mundo occidental; Mani, en cambio, -como postrer enviado de la luz- se considera realizador de
una misión universal.
13
El gnosticismo es una amalgama de doctrinas místicas (religiones caldeas, persas y egipcias),
filosóficas (sobre todo platónicas) y cosmogónicas. Tuvo una rápida propagación. Esta doctrina aplicada
al Salvador conduce directamente al docetismo, por considerar que la materia es mala, y, en
consecuencia, negar que Cristo tuviera verdadero cuerpo material.
realidad material y, más en concreto, el cuerpo humano, como algo perverso, y, por
consiguiente, coma totalmente inconveniente para ser asumido por Dios14. La raíz de
este rechazo se encuentra también en el profundo escándalo que provocaba en ellos
el misterio de la encarnación: ¿Cómo es posible que el eterno, el todopoderoso, se
anonade a sí mismo, se haga hombre, pequeñito, tomando sobre sí algo
temporal, caduco, carnal?

De ahí que los docetas no acaben de aceptar que el Hijo Unigénito del Padre se
ha hecho un verdadero hombre, nacido de (ex) una mujer; un hombre que crece
lentamente, que sufre de verdad, que padece el hambre y la sed, que muere con
tremenda muerte humana. El rechazo de los docetas llega hasta el ridículo. Así
Basílides dirá que en el Calvario es Simón de Cirene quien sustituye a Cristo,
muriendo en lugar de Él 15. Todo, antes que aceptar sencillamente la Revelación: Que
el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14).

Estas herejías pretendieron apoyarse en algunos textos de la Sagrada Escritura,


interpretándolos erróneamente y a su favor. Por ejemplo, los docetas insistían en el
término semejante que aparece en la Carta de San Pablo a los Filipenses 2,7: “…sino
que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los
hombres…”. De la expresión «Se hizo semejante a los hombres», afirmaban que Jesús
no era verdaderamente humano, sino sólo parecido a los hombres. Sin embargo, la
semejanza a que se refiere el texto inspirado no niega la realidad de la naturaleza
humana de Cristo; también se dice que todos los que poseen la naturaleza humana
son «semejantes» específicamente. Bastaría seguir leyendo ese mismo texto para
descubrir lo infundado de la interpretación de los docetas, pues a continuación se
añade que Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, cosa imposible,
si su cuerpo no fuera real y verdadero.

14
El gnóstico encuentra dentro de sí mismo la sustancia de la propia salvación, y la encuentra
inevitablemente ya que ha nacido con ella. De ahí que pueda darse gnosis sin salvador, pero no
salvación sin gnosis (conocimiento), como señala Cornelis. La salvación viene en y por la gnosis –por la
autoconciencia que el gnóstico tiene de sí mismo–, no por el salvador, que es objeto secundario, ya que
no es el redentor, sino el mero portador de un mensaje salvífico cuya eficacia depende exclusivamente
de la naturaleza –si es gnóstico o no–, de quien lo recibe. De ahí que, frente a los cristianos que tanta
importancia daban a la Humanidad del Señor, los gnósticos nieguen la realidad del cuerpo de Cristo.
15
Así resume San Ireneo la doctrina de Basílides sobre este punto: “El (Cristo) se apareció entonces como
hombre, sobre la tierra, a las naciones de estas potestades y obró milagros. Por eso no fue el mismo que
sufrió la muerte, sino Simón, cierto hombre de Cirene, que fue forzado a llevar la cruz en su lugar. Este
último, transfigurado por él de manera que pudiera tomársele por Jesús, fue crucificado por ignorancia y
error, mientras Jesús, que se había transformado en Simón y estaba a su lado, se reía de ellos” (Adversus
haereses, 1,24,4)
Valentin aducía a su favor 1Cor 15,47: El primer hombre, salido de la tierra, es
terreno; el segundo, viene del cielo. Para la recta intelección de este texto, como escribe
S. Tomás de Aquino, se debe tener en cuenta que «Cristo descendió del cielo de dos
modos: uno, por razón de la naturaleza divina, no porque ésta dejase de estar en la
gloria, sino porque comenzó a existir en la tierra de un modo nuevo; otro, por razón de
su cuerpo, no porque éste descendiese del cielo en cuanto sustancia, sino porque fue
formado por el poder divino del Espíritu Santo»16.

Ya el apóstol San Juan tuvo que combatir estos errores: Muchos son –escribe–
los seductores que han aparecido en el mundo, que no confiesan que Jesús ha venido
en carne (2Jn 7; cfr. 1Jn 4,1-2). En el Nuevo Testamento, encontramos testimonios
clarísimos, no sólo de la humanidad de Jesús en general, sino también de la realidad
material de su cuerpo: en efecto, Jesús necesita comer y beber (cfr. Mt 4,2; 11,19; Jn 4,7;
19,28), dormir (cfr. Mt 8,24) y reposar (cfr. Jn 4,6). Además, Cristo puso de manifiesto
la verdad de su carne sufriendo la pasión y una muerte verdaderamente humana,
corporal. Las particularidades individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona
divina del Hijo de Dios, pues Él ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo hasta
tal punto que, «la fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo
de la fe cristiana»17.

En la lucha contra el docetismo, se distinguieron San Ignacio de Antioquía18


y San Ireneo de Lyon19. También Tertuliano escribió un tratado sobre la verdad de
la carne de Cristo (De carne Christi, “sobre el cuerpo de Cristo” entre el 208 y el 211),
mostrando sobre todo que negar la realidad del cuerpo de Cristo es negar la realidad
de la Redención y salvación20.

16
Summa Theologiae III, q.5, a.2, ad 1
17
Catecismo de la Iglesia Católica (CatIC), n. 463; 477
18
En sus cartas, escritas mientras caminaba al martirio en Roma, ataca con fuerza a los docetas y subraya
cómo la verdad de la redención está ligada a la verdad de la encarnación. Aquí un ejemplo: «Él es linaje
de David e hijo de María; que de verdad nació, comió y bebió; que padeció efectivamente persecución bajo
el poder de Poncio Pilato, fue crucificado realmente en la cruz y murió y resucitó de entre los muertos»
(Ad. Trall., 10. Cfr. También Ad Smirn., 1,1-2; 7,8; Ad Eph. 7,2)
19
«Como por la desobediencia de un hombre hecho de tierra vil muchos se hicieron pecadores y perdeiron
la vida, así era preciso que por la obediencia de un hombre nacido de mujer virgen muchos fuesen
justificados y recibieran la salvación (…). Pero si no aceptamos padecer verdaderamente por él, lo
confesamos mentiroso, ya que nos exhorta a sufrir y a poner la otra mejilla, sin haber sufrido él primero
verdaderamente. En tal caso, nos engañó al mostrársenos como no era, y también al exhortarnos a
sobrellevar lo que él no sobrellevó» (Adv. Haer., III, 18,6-7)
20
«Envió Dios a su Hijo, hecho de mujer. ¿Acaso dice a través de una mujer o en una mujer? Esto es lo
más exacto: que dice que fue hecho mejor que nació: pues diciendo que fue hecho, consignó que el Verbo
se hizo carne, y reafirmó la carne tomada de la Virgen» (De carne Christi, 20)
3. La verdad del alma de Cristo
Entre quienes rechazan la perfecta humanidad de Cristo, hay que enumerar
también a los que negaban que Jesús tuviese verdadera alma humana. Los
autores más destacados de esta herejía son Arrio y Apolinar de Laodicea «el joven».

Según ellos, el Verbo (la persona del Hijo) desempeñaría en Jesús las funciones
de alma, al menos, de alma intelectiva (se denomina así cuando se quiere referir a la
inteligencia, al conocimiento). Así lo afirmaba Arrio, sacerdote que vivió en
Alejandría (†336), que además de este error, cometía el de negarle al Verbo (a Dios
Hijo) la perfecta divinidad. Para Arrio, el Verbo era «un dios de segunda categoría»,
una criatura, aunque la primera y más perfecta. Fue precisamente este error sobre la
divinidad de Cristo la raíz de que le negase también su alma humana, pues Arrio
intentaba probar que el Hijo, en su divinidad, era inferior al Padre con aquellos
testimonios de la Escritura que muestran en Cristo alguna flaqueza propia de una
verdadera humanidad. Para que no pudieran rechazarse sus argumentos diciendo que
esos textos convenían a Cristo según su naturaleza humana, pero no según la divina,
Arrio negó que hubiera alma en Cristo con el fin de que, no pudiéndose atribuir ciertas
cosas a su humanidad, como rezar, admirarse, obedecer, en consecuencia fuese
necesario decir que correspondían al Verbo que, por tanto, sería inferior al Padre 21.

Semejante a esta herejía es la de Apolinar de Laodicea (†390): afirmó que en


Jesús hay cuerpo y alma animal y el Verbo (el Hijo), que desempeñaría las
funciones de alma espiritual humana. El problema de fondo, para Apolinar, era
doble: por una parte, pensaba que dos realidades completas no pueden constituir un
solo ser. La afirmación que encontramos en Jn 1,14: «El Verbo se hizo carne» era tomada
por Apolinar como que el Hijo (Logos) se unió a la carne haciendo las veces de
alma. Por otra parte, Apolinar pensaba que negar que Jesucristo tuviese alma
espiritual era el mejor camino para poner a su naturaleza humana al abrigo de toda
posibilidad de pecado, pues, al carecer de alma humana, Cristo carecería también de
libertad humana y así sería más fácil explicar que Jesucristo no cometió pecado alguno.
Apolinar no se daba cuenta de que al negarle a Cristo la libertad humana, le negaba
también la capacidad de obedecer y, consiguientemente, la de salvarnos mediante la
redención.

En el Nuevo Testamento, en cambio, hay abundantes textos que indican con


claridad que Jesús tiene VERDADERA ALMA HUMANA, que se, manifestaba en los
sentimientos humanos que tuvo: sentimientos, por ejemplo, de indignación (cfr. Jn
2,15-17; Mc 8,12), de tristeza (cfr. Mt 26,38; Jn 11,35), de alegría (cfr. Jn 11,15). Esta
espiritualidad humana se manifiesta también en el ejercicio de la virtud: obediencia al
Padre (cfr. Jn 5,30; 6,38 ss), humildad (cfr. Mt 11,29), etc.; y también en la oración (cfr.
Mt 11,25-26; 14,23; Jn 11,41). Jesús mismo se refiere a su alma o espíritu humano: Mi

21
Cfr. S. Tomás de Aquino, Summa contra Gentes, IV, 32
alma está triste hasta el punto de morir (Mt 26,38); Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu (Lc 23,46). Contra la doctrina de Apolinar combatieron diversos Padres de
la Iglesia, es decir, diferentes cristianos teólogos de los primeros siglos de la Iglesia,
entre ellos destaca San Gregorio de Nisa (335-395)22.

El Concilio Vaticano II (1962 – 1965) utiliza la siguiente expresión acuñada en


esta época y que fue argumento clave para defender la verdadera humanidad de
nuestro Señor, su verdadera encarnación como una verdadera humanación: no fue
sanado lo que no fue asumido 23. Se expresa con este axioma la conexión entre la
verdad de la Encarnación y la verdad de la Redención: Si Cristo no hubiera sido
verdadero hombre –cuerpo y alma– como nosotros, no nos habría redimido en el
cuerpo y en el alma24.

El Magisterio de la Iglesia condenó las herejías contrarias a la realidad del


cuerpo y del alma de Jesús. En efecto, Arrio fue condenado por el primer Concilio
ecuménico celebrado en Nicea el año 325, mientras que la doctrina de Apolinar lo
fue en el Concilio I de Constantinopla (a. 381), y más específicamente en el Concilio
Romano del año 382. Después, en el Concilio de Calcedonia (año 451), se afirmó que
Jesús tiene alma racional y cuerpo. La misma verdad sería reafirmada más tarde,
ante el resurgir de las viejas herejías, por los Concilios II de Lyón (a. 1274) y Florentino
(a. 1442). Como se profesa en el Símbolo pseudo-Atanasiano (probablemente del s. VI),
«la fe recta consiste en creer y confesar que Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es al
mismo tiempo Dios y hombre: es Dios engendrado de la sustancia del Padre antes de
todos los siglos, y es hombre nacido de la sustancia de la Madre en el tiempo; perfecto
Dios y perfecto hombre, subsistente de alma racional y carne humana»25.

4. Jesús, hombre de nuestra estirpe


Naciendo de María Virgen, Jesús es verdaderamente uno de nosotros, no sólo
por tener un cuerpo y un alma como la nuestra, sino también porque pertenece a
nuestra familia humana, a la descendencia de Adán, a través de Abraham, Isaac y Jacob
y, con el correr de las generaciones, también del linaje de David según la carne (Rom
1,3; cfr. Lc 1,27). Considerando las dos genealogías de Cristo (cfr. Mt 1,1-17 y Lc 3,28-38),
vemos que «mientras la genealogía de Lucas indica la conexión de Jesús con la
humanidad entera, la genealogía de Mateo pone en evidencia su pertenencia a la estirpe
de Abraham. Es en cuanto hijo de Israel, pueblo elegido por Dios en la Antigua Alianza,

22
En su obra Adversus Apollinaristas ad Theophilum episcopum Alexandrinum y Antirheticus adversos
Apollinarem refuta paso a paso la obra herética de Apolinar Demostración de la encarnacion de Dios en
la imagen de hombre, de forma que los fragmentos que cita Gregorio son los únicos que se conservan
de esta obra de Apolinar. Gregorio argumenta que lo que no fue tomado no fue curado, y que el Buen
Pastor, al tomar sobre sí la oveja –la naturaleza humana–, no tomó sólo su piel –la carne–, sino también
lo que le da vida y la hace realmente humana: el alma
23
Cfr. AG n. 3
24
San Gregorio Nacianceno, Epistola 101.
25
DS 76
al que directamente pertenece, como Jesús de Nazaret es con pleno título miembro de la
gran familia humana»26.

La fe cristiana no sólo confiesa que el Verbo se hizo carne (Jn 1,14), sino que es
descendiente de David (cfr. Lc 1,32; Hch 2,29-31), y nuevo Adán (cfr. Rom 5). Es decir,
la doctrina de la fe enseña no sólo que Jesucristo es perfecto hombre, sino además
que es hombre de nuestra raza, descendiente de Adán, que se ha insertado
plenamente en nuestra historia, de tal forma que ha tomado sobre sí, en cuanto
nuevo Adán, a la humanidad entera. Como dice el Concilio Vaticano II, «en
realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.
Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (cfr. Rom 5,14), es decir,
Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación (...). El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto
modo con todo hombre»27.

Esa estrecha unión que, en razón de la encarnación, existe entre Cristo y cada
uno de los hombres explica el modo en que es llevada a cabo nuestra redención. Cristo
satisface por nuestros pecados. Se pone aquí de relieve una misteriosa solidaridad
entre los hombres y, sobre todo, entre Cristo y cada uno de los hombres. Puesto que
se hace solidario de nuestra humanidad para redimirnos.

La solidaridad histórica de Jesús con la estirpe humana nos muestra que en la


Redención brilló la Justicia divina, haciendo que la satisfacción por el pecado viniera
de la misma estirpe pecadora; además se enalteció la dignidad del hombre, pues el
Maligno fue vencido por uno de la raza que había sido vencida por él en el inicio de la
historia; por último, así se, manifestó la omnipotencia de Dios, pues de una estirpe
débil y herida por el pecado formó la perfecta humanidad de Jesús, y la ensalzó hasta
su dignidad 28.

Al tomar sobre sí la naturaleza humana, el Hijo de Dios quiso asumir con ella
las características naturales de esta humanidad y, entre ellas, la pasibilidad (es decir,
el sufrimiento físico, la experiencia de las pasiones) y la mortalidad. Aunque, en
nosotros, esas características son consecuencias del pecado de Adán, en sí mismas son
naturales, es decir, derivadas de la constitución material-espiritual del hombre. En
efecto, Adán fue constituido, en un principio, libre de todo sufrimiento y de la muerte,
en virtud de un don especial (preternatural) recibido de Dios, don que perdió al pecar.
En Cristo, que está absolutamente libre de pecado, la capacidad de sufrir y morir no
fueron, por tanto, una consecuencia del pecado, sino de la naturaleza humana que
quiso asumir, como descendiente de Adán, sin aquellos dones especiales
(preternaturales), para redimirnos a través de su Pasión y de su Muerte.

26
Juan Pablo II, Discurso, 4.II.1987
27
Cfr. GS n. 22
28
Cfr. San Agustín, De Trinitate, XIII, 18.
Como enseña San Pablo, por un hombre entró el pecado en el mundo y por el
pecado la muerte, pero donde abundó el delito, sobreabundó la gracia, de forma que
por la justicia de otro hombre, Jesucristo, llega a todos la justificación, pues así como,
por la desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores, así también, por la
obediencia de uno, muchos serán hechos justos (cfr. Rom 5,12-20). Los variados y
múltiples aspectos que la teología considera en el misterio de la Redención han de ser
considerados a la luz de la solidaridad del género humano con Cristo y, sobre todo, de
Cristo con el género humano en razón de ser Él el nuevo Adán.

Ya en el mismo anonadamiento (el hacerse pequeñito, humano como nosotros)


de su encarnación, el Verbo prueba su amor a los hombres. En efecto, no sólo se hace
verdadero hombre, igual a nosotros en todo menos en el pecado (cfr. Hebr 4,15), sino
descendiente de Adán, naciendo de mujer, bajo la Ley (cfr. Gal 4,4). Nuevo Adán, se
une a todo hombre: toma sobre sí, por tanto, el drama de la historia humana para
salvarla, redimirla.

5. La fisonomía humana de Jesús en los Evangelios


Jesucristo, hombre como nosotros, tiene una fisonomía humana bien concreta,
fácilmente reconocible por sus discípulos, incluso después de resucitado (cfr. p.e., Lc
24,30-35). Su divinidad se manifestaba ante sus contemporáneos a través de estas
facciones humanas bien definidas, incluso en el modo de hablar típico de Galilea.

En cuanto al aspecto físico de Jesús, los Evangelios no nos han legado


indicación directa alguna. Sin embargo, indirectamente poseemos datos de los que
podemos deducir:

a) Su notable fortaleza física: su largo ayuno, las grandes distancias que


recorrió, el rigor de los sufrimientos de su Pasión, etc. No hay motivo para suponer
que su humanidad fuese vigorizada por la divinidad por encima de las fuerzas
naturales, aunque esto tampoco se puede excluir de manera absoluta.

b) Algunos Padres de la Iglesia, inspirándose en el Salmo 44,3 (Tú eres el


más hermoso entre los hijos de Adán), pensaban que Jesús, perfecto hombre, es
también perfecto físicamente. Esta interpretación parece, sin duda, exacta, ya sea
porque conviene perfectamente a la calidad de Cristo como nuevo Adán, cabeza de la
humanidad renovada (y el cuerpo es parte esencial del hombre), ya sea porque es
concorde con la suma dignidad del Hijo de Dios.

c) Sin embargo, más importante es la fisonomía espiritual de Jesucristo


hombre, de la que nos dan cumplida cuenta los relatos evangélicos. Descubrirla es,
sobre todo, tarea personal de cada cristiano, mediante la contemplación del Evangelio
a la luz de la verdad de la fe enseñada por la Iglesia. «De todos modos, esta imagen de
la humanidad de Jesús, si nos parásemos en ella, sería de hecho absolutamente infiel e
incompleta, pues los documentos que nos la proponen, la presentan siempre como la
humanidad del Hijo de Dios. Apenas intentamos aislarla de esta raíz, se desvanece de
algún modo en las pálidas imágenes que nos proponen los historia dores
racionalistas»29. Se trata, por consiguiente, de descubrir en Jesucristo un rostro
verdaderamente humano, teniendo presente siempre que se trata del rostro humano
de Dios.

Este rostro humano de Dios nos es descrito como un rostro lleno de


comprensión y misericordia. Jesús aparece en los evangelios como un varón de gran
equilibrio mental, que nunca pierde el señorío sobre sí mismo, incluso cuando se
manifiesta con ira santa o revela que su alma está triste hasta la muerte; sus respuestas
a los fariseos cuando intentan tergiversar sus palabras, son rápidas, inteligentes,
directas y, al mismo tiempo, sin engaño. Su lenguaje adquiere con frecuencia tonos
sublimes y poéticos de perenne belleza, como en el Sermón del Monte o en las
parábolas. Se destaca en Jesús, el «olvido» de sí mismo: no tiene otro afán que el de
dar testimonio del Padre y cumplir su voluntad salvando a la oveja perdida. Por encima
de todas las virtudes en las que se manifiesta su santidad, se destaca su inmenso
amor al Padre y al género humano. Se trata de un amor grande y recio que, sin
romper la magnífica armonía de su personalidad, se manifiesta también en sus
sentimientos, que son fuertes, profundos y visibles a todos: Jesús llora por Lázaro y
por Jerusalén; se conmueve bastantes veces, y muestra con naturalidad su tristeza, su
alegría, su compasión, su cercanía al débil, su capacidad de amistad y de sufrimiento.

29
J. Daniélou, Cristo e noi, Ed. Paoline, Alba, 3ra. Ed. 1968, 43.

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