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S5-R1 - John Kennedy Toole, Prologos

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Prólogo de La conjura de los necios

Walker Percy

Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me
asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976,
yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una
señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que
ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases.
Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la
década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una
gran novela, me contestó ella.
Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no
deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un
novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó
ser una copia a papel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me
entregó el voluminoso manuscrito. Así, pues, no tenía salida; sólo quedaba una
esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para
no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad,
suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera
lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.
En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación
de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con
una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan
buena. Resistiré la tentación de explicar al lector cuál fue lo primero que me dejó
boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es
mejor que el lector lo descubra por sí mismo.
He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca
(un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de
Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna,
tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la Calle
Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre
gigantescos accesos de flato y eructos.
Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de
trabajos, cada uno de los cuales se convierte en seguida en una aventura disparatada, en
un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote,
poseen una extraña lógica propia.
Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo.
Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-
chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toóle es el reflejo de las particularidades
de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas,
sus blancos étnicos... y un negro con el que Toóle logra casi lo imposible, un soberbio
personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.
No obstante, el mayor logro de Toóle es el propio Ignatius Reilly, intelectual,
ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos
banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud,
los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los
tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva
Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la
universidad estatal de Louisiana, a Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de
maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por
elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se le cierra periódicamente la
válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología
adecuadas» en el mundo moderno.
No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo
implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo
más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una
descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término commedia.
También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si
de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas
aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.
La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y
dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.
Es una verdadera lástima que John Kennedy Toóle ya no esté entre nosotros,
escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia
humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.

Walker Percy
Prólogo de La biblia de neón
W. Kenneth Holditch

La novela que el lector tiene en sus manos constituye la culminación de una


extraña e irónica cadena de acontecimientos. Casi veinte años antes de su publicación,
John Kennedy Toole estacionó su coche en un lugar apartado, cerca de la población de
Biloxi, Mississippi, en la costa del golfo de México, conectó un trozo de manguera al
tubo de escape, introdujo el otro extremo por la ventanilla trasera, se encerró en el
vehículo y cerró los ojos a un mundo al que había sido agudamente perceptivo y
sensible, pero en el que, al parecer, era incapaz de sobrevivir. Era el 26 de marzo de
1969, y aquel hombre de Nueva Orleans sólo tenía treinta y un años.
Las circunstancias y coincidencias que han conducido a la publicación de la La
Biblia de neón aportarían todos los ingredientes propios de una novela de corte
Victoriano: la trágica muerte de un escritor joven y prometedor, la implacable
determinación de una madre desconsolada, cuya fe y cuya abnegación se vieron
plenamente justificadas cuando su amado hijo perdido obtuvo por fin fama póstuma, y
la maraña posterior de pleitos ocasionados por los derechos de herencia y publicación.
Tras la muerte de John Toole, el inventario de su abogado cifró el valor de sus
bienes en 8.000 dólares, pero no mencionaba los textos mecanografiados de dos
novelas. Su madre, Thelma Ducoing Toole —producto de un típico popurrí étnico de
Nueva Orleans, auténticos colonos criollos franceses e inmigrantes irlandeses del siglo
XIX—, contaba sesenta y siete años cuando se vio obligada a llevar la casa, cuidar de
un marido inválido y soportar un dolor indescriptible. La pérdida de un hijo siempre es
atroz para sus padres, pero, en el caso de Thelma, el hecho de que se tratara de su único
hijo y de que éste se hubiera suicidado, intensificaba aún más su sufrimiento.
El «tesoro», como Thelma le llamaba, nacido cuando ella tenía ya treinta y siete
años y después de que los médicos le asegurasen que jamás podría ser madre, fue desde
el principio excepcional. Inteligente, creativo, dotado para la música y el arte, John hizo
dos cursos de golpe en la escuela elemental y luego asistió, en calidad de becario, a la
Universidad de Tulane y la escuela para graduados de Columbia. Durante dos años de
servicio militar en Puerto Rico escribió La conjura de los necios, una novela tumultuosa
y picaresca acerca de su Nueva Orleans, una ciudad singular por su carácter multiforme,
más mediterránea que americana, con un ambiente más latino que propio del sur de
Estados Unidos. En 1963 ofreció la obra a la editorial Simón and Schuster, donde llamó
la atención de su director literario, Robert Gottlieb. Durante dos años, alentado por
Gottlieb, John efectuó revisiones del texto, al tiempo que se iba deprimiendo cada vez
más, hasta que, finalmente, abandonó sus esperanzas.
Entretanto, John daba clases en un college de Nueva Orleans, estudiaba para
doctorarse en lengua inglesa y vivía en el hogar familiar, cuya precaria situación econó-
mica aliviaba con su sueldo. Su padre estaba incapacitado a causa de la sordera, y las
clases particulares de declamación, con las que Thelma había complementado sus in-
gresos durante años, ya no estaban de moda. John fue siempre bastante cauteloso y
reservado, a pesar de su notable facilidad para la imitación burlesca y sus irónicos
comentarios sobre la gente y los acontecimientos de su entorno, y apenas revelaba nada
de su vida personal a nadie. Sólo unos pocos amigos sabían que era escritor y había
ofrecido una novela a una editorial. En el otoño de 1968 sus colegas observaron en él
una creciente paranoia, y en enero de 1969 John desapareció del college y de su casa. Su
familia no tuvo más noticias de él hasta el fatídico día de marzo, cuando llegó la policía
para decirles que su hijo se había quitado la vida. Había dejado una nota dirigida «A mis
padres», que su madre destruyó después de leerla.
Las semanas durante las que Thelma fue presa de la angustia por la desaparición
repentina de su hijo se prolongaron luego en años de implacable dolor maternal a causa
del suicidio. Muerto el hijo al que se había consagrado en las tres últimas décadas y con
un marido aislado en su sordera, se sentía abandonada, incluso traicionada. La vida
parecía haberse inmovilizado, atascada en una ciénaga de desesperación, hasta que un
día encontró el texto mecanografiado de La conjura de los necios y descubrió un nuevo
objetivo por el que luchar. Siguieron otros cinco años de frustrante dolor, durante los
cuales falleció su marido, su propia salud se deterioró y ocho editores rechazaron su
novela. «Cada vez que me la devolvían, era como si me muriese un poco», recordaría
más adelante. Al margen de lo que hubiera dicho su hijo en la nota que dejó al
suicidarse, ella se convenció de que el rechazo de la novela le había hecho la vida
insoportable a su tesoro.
En 1976, gracias a una feliz circunstancia, Thelma se enteró de que Walker
Percy impartía un curso de práctica literaria en la Universidad de Loyola. Un día se
presentó en su despacho, le puso la novela de John en las manos y le dijo en tono
dramático: «Es una obra maestra.» Aunque, como es comprensible, Percy se mostró
remiso al principio, la determinación inquebrantable de aquella mujer le impresionó
tanto que accedió a leer la novela. Complacido y asombrado por lo que encontró en
aquellas páginas manoseadas y deterioradas, convenció a la editorial de la Universidad
Estatal de Louisiana para que publicara La conjura de los necios. En 1981 la novela
recibió el Premio Pulitzer y, hasta la fecha, ha sido traducida a más de diez idiomas.
La fama le llegó a John Kennedy Toole demasiado tarde, pero, una vez
sancionado oficialmente el genio de su hijo, Thelma empezó a ver a la gente de nuevo y
a conceder entrevistas. En sus apariciones públicas escenificaba escenas de la novela,
hablaba de su hijo, tocaba el piano y cantaba viejas canciones, como El lado soleado de
la calle, Allá abajo en Nueva Orleans y A veces soy feliz. De un modo inevitable, al
llegar a cierto punto del programa, anunciaba con una pronunciación impecable, fruto
de sus años de estudio y enseñanza de la declamación, que ella «seguía en el mundo por
su hijo». Esa era su rúbrica, su justificación de los placeres y satisfacciones que pudiera
obtener en aquellos momentos en los que, con tanto retraso, era objeto de la atención
pública.
En la época en que se publicó La conjura, y gracias a otra serie de coincidencias,
tan abundantes en la vida y el entorno del malogrado escritor, trabé amistad con
Thelma. En 1976, yo seguía un curso de creación literaria dirigido por Walker Percy, y
oí de primera mano sus impresiones iniciales sobre aquella extraordinaria mujer y la no
menos extraordinaria novela de su hijo. Cuando publiqué mi primera crítica de la obra,
Thelma me llamó para agradecerme mis alabanzas e invitarme a visitarla. Resultó que
vivíamos a sólo tres manzanas de distancia, y durante el período en que ella emergió de
la sombra de profunda aflicción que la había envuelto durante una década, nos
reuníamos una o dos veces por semana para hablar de literatura, teatro, ópera, la vida y
la carrera de su hijo y sus esperanzas de que se rodara una película basada en la novela.
Escribió numerosas cartas con una caligrafía apretada y anticuada, así como una
biografía de John, que le pasé a máquina. Aunque apenas salía de casa, pues necesitaba
ayuda hasta para sus menores movimientos, una noche memorable un grupo de amigos
la acompañamos a Baton Rouge para asistir al estreno de un musical basado en La
conjura. La extasió la representación y las atenciones que le dispensaron el director, los
actores y el público.
Por entonces Thelma recordó la existencia de una novela anterior y localizó
entre los efectos de John un texto escrito a máquina titulado La Biblia de neón. Cuando
tenía quince años y acababa de aprender a conducir, John invitó a su madre a que le
acompañara hasta Airline Highway, para ver algo divertido. Aparcó delante de un
monolítico edificio de hormigón y señaló un enorme anuncio luminoso que tenía la
forma de un libro abierto, con las palabras «Sagrada Biblia» en una página e «Iglesia
Baptista de Midcity» en la otra. Los dos se rieron de aquella chillona ostentación, pero
ella no supo entonces que el muchacho había encontrado el título y la inspiración de su
primer esfuerzo literario sostenido. Más o menos por la misma época pasó unos días con
un compañero de clase, visitando a unos familiares en el Mississippi rural, el escenario
de La Biblia de neón.
Cuando Thelma sugirió la publicación de esta novela —«tras la gloria de que ha
disfrutado La conjura»—, los abogados le recordaron que, según las leyes de Louisiana
(ese mismo «código napoleónico» sobre el que Stanley Kowalski instruye a Blanche
DuBois en Un tranvía llamado deseo), la mitad de los derechos pertenecían al hermano
de su marido y a sus hijos, quienes habían renunciado a su parte de los beneficios de La
conjura antes de que la novela se publicara pero era poco probable que hicieran lo
mismo ante otro posible best-seller. Dirigió cartas de protesta al gobernador, al tribunal
supremo del estado y a los congresistas de Louisiana, pero nadie le hizo caso, y al final,
incapaz de evitar la anticuada e ilógica ley de sucesión, y sin fuerzas a causa de una
enfermedad incurable, tomó la decisión dolorosamente paradójica de impedir la
publicación de lo que consideraba otra obra maestra creada por su tesoro. Cuando me
rogó que me encargara de velar por que no se violara su voluntad después de su muerte,
la profundidad y el sentimiento de su decisión me emocionaron tanto que acepté. Poco
antes de morir, en agosto de 1984, modificó su testamento a tal efecto.
Cuando su abogado me llamó para anunciarme el fallecimiento de Thelma, me
notificó también que en su testamento me había nombrado «guardián», por usar su
propio término, de La Biblia de neón. Como le había prometido cumplir con sus deseos,
por arrogantes e intransigentes que pudieran parecer a otras personas, durante los tres
años siguientes me vi implicado en un litigio contra sus bienes. Naturalmente, el
resultado final fue la derrota del intento de Thelma Toole de controlar el destino de la
primera novela de su hijo desde la tumba. En 1987, un juez de Nueva Orleans decretó la
división de los derechos de la novela, y así quedó libre La Biblia de neón para su
publicación.
Esta novela es la creación extraordinaria de un autor adolescente cuya vida, que
debió haber sido intensa y plena, finalizó por su propia decisión, por razones que quizá
nadie sabrá jamás, quince años después de haberla escrito. Es natural que estas
circunstancias susciten especulaciones y que persistan los interrogantes. ¿Escribió otras
obras John Kennedy Toole? ¿Adónde habría llegado si hubiera vivido más tiempo?
Desde luego, la pregunta sobre lo que habría podido ser sigue sin respuesta, del mismo
modo que se desconoce el motivo, si es que sólo hubo uno, de su suicidio. En cuanto a
la existencia de otros textos, cuando revisamos los efectos de Thelma (sus papeles, las
apreciadas ediciones extranjeras de La conjura, los regalos y recuerdos de más de ocho
décadas de vida y, lo más importante para ella, las queridas posesiones de su hijo y las
cartas que le escribió) no encontramos ningún manuscrito, salvo un poema mediocre
escrito durante su servicio militar y numerosos trabajos escolares y preparativos de
exámenes. Si John escribió alguna obra literaria en la década transcurrida entre La
Biblia de neón y La conjura de los necios, él mismo debió de destruirla, puesto que es
impensable que su madre, convencida como estaba de la genialidad de su hijo, y dado el
culto que rendía a cuanto éste había hecho y dicho, hubiera eliminado o perdido ningún
documento.
Así pues, el legado de John Kennedy Toole se limita a sus dos brillantes
novelas, una de ellas una amplia visión satírica del mundo moderno; la otra, este
sensible y extraordinario retrato, ejecutado por un autor muy joven, de un mundo
pequeño, claustrofóbico, oprimido por un intolerante fanatismo religioso. La Biblia de
neón, escrita hace treinta y cinco años, tiene una gran actualidad en un mundo en el que
semejante fanatismo no sólo no ha sucumbido a la razón y a la tolerancia, sino que más
bien parece haberse fortalecido. Son sólo dos novelas, pero por su alcance y su
profundidad constituyen el asombroso testamento de un genio.

W. Kenneth Holditch

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