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Kaplan - La Experiencia Escolar Inclusiva Como Respuesta A La

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Cátedra: Sujeto de la Educación Secundaria

Profesor: Mario Sergio Muñoz

LA EXPERIENCIA ESCOLAR INCLUSIVA COMO RESPUESTA A LA EXCLUSION- Carina Kaplan-

Introducción
La primera inquietud que surge al empezar a pensar en la escuela inclusiva, es acerca de “cómo se mira” hoy a la
pobreza y a la violencia estructural que condiciona fuertemente a los niños y adolescentes que habitan las escuelas o
bien a aquellos que están en sus márgenes. ¿Es la escuela un espacio de resistencia o funcionan en su interior los
mecanismos de la relegación de los estudiantes atravesados por la exclusión?
A su vez, desde la sociedad, ¿es la escuela mirada como un lugar posible de mayor justicia para estos niños y
adolescentes o es una institución que perdió eficacia simbólica en los procesos de socialización y biografización?
Las investigaciones evidencian el hecho de que los estudiantes marcados en sus trayectorias vitales por procesos de
exclusión de diversos tipos, tienden a percibirse a sí mismos como causa última de su propio fracaso; se desacreditan
como producto del descrédito del que han sido objeto (Kaplan, 1992; 1997). Ello se debe a que las dos dimensiones
constitutivas de la experiencia social: esperanzas subjetivas y posibilidades objetivas, no son idénticas para todos.
Por el contrario, no todos los agentes sociales tienen a la vez unas mismas posibilidades o potencias de beneficio
material y simbólico y unas mismas disposiciones que invertir en el mundo social.
Este texto recorrerá el interrogante acerca de cómo es posible lograr una experiencia escolar inclusiva que
contraste con tanta exclusión. Teniendo presente que, en nuestros países latinoamericanos, la exclusión y la
pobreza no son sólo una de las tantas características de las infancias y juventudes que asisten al sistema educativo
sino que configuran una trama cultural específica de la vida en la escuela.

Las trayectorias escolares como afirmación de la autoestima


Para empezar a pensar una escuela inclusiva, es fundamental reconocer que los procesos de exclusión social,
externos a la escuela, tienen consecuencias en la subjetividad de los alumnos y en la producción de trayectorias
educativas. A lo largo de nuestra trayectoria social vamos configurando una auto-valía social, una idea acerca de
nosotros mismos. También en el pasaje por el sistema educativo constituimos una imagen acerca de nuestros
supuestos límites y posibilidades. Y cuanto más vulnerable es el alumno que se auto-juzga, más tenderá a atribuirse
el fracaso escolar a sí mismo, llegando a excluirse subjetivamente de aquello de lo que objetivamente ya está
excluido. Frases como “no me da la cabeza para el estudio”, “no nací para las matemáticas”, “no estoy hecho para la
escuela secundaria”, que son habituales en las escuelas, terminan por interiorizarse en los sujetos y estructuran un
veredicto y un destino escolar.
Actividades
Para la conversación:
¿Cuáles son frases, que habitualmente se escuchan en la escuela, y que parecen indicar un destino para
un alumno de una vez y para siempre? Estas frases, ¿aparecen enunciadas por quiénes? (maestros,
padres, profesionales con quienes trabajamos en las escuelas,…). ¿Qué construcción se hace de los
alumnos en esas apreciaciones?

Detengámonos un instante a conversar acerca de esas frases que “configuran destinos”.


Ahora bien, no todas las instituciones ni todos los docentes se posicionan del mismo modo frente a los
condicionamientos adversos de los alumnos. Mientras que para algunos docentes, la pobreza del alumno puede
transformarse en un atributo estigmatizante, es decir, negativo, vergonzante; para otros docentes, la pobreza
material de los alumnos representa un desafío o una oportunidad de que la escuela pueda torcer los destinos que se
presentan en apariencia inevitables.
Así es que no todas las instituciones ni todos los actores traducen ni actúan del mismo modo frente a la irrupción de
la pobreza en la vida escolar. Las escuelas representan, a veces, un modo de confirmación o de reproducción de los
limitantes externos que tiñen la experiencia social de los alumnos; en otros casos, la escuela abre un horizonte
simbólico que tensa el punto de partida desigual con el que los niños y jóvenes habitan por el sistema escolar.
Surge inmediatamente la siguiente inquietud: ¿en qué consiste ese plus, ese adicional, que hace que para algunos
alumnos la escuela represente una confirmación de su lugar social y para otros, a condiciones objetivas
prácticamente idénticas, continúe siendo una promesa a futuro? ¿Qué es aquello que marca la diferencia entre las
escuelas?
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Surgen, entonces, varias preguntas o dimensiones complementarias a considerar:
¿Cómo es que algunas escuelas vislumbran a la educación como posibilidad y otras se afirman sobre la
imposibilidad? ¿Cuáles son las condiciones institucionales bajo las cuales la escuela se presenta como una segunda
oportunidad para los alumnos? ¿Qué es lo que explica que ciertas escuelas permitan a los alumnos representarse un
futuro distinto mientras que otras, muy sutilmente, anticipen de antemano un porvenir muy estrecho, confirmando
aquello que les es negado a los alumnos por su base social desigual?
Afirmemos que el sentimiento de vulnerabilidad de nuestras infancias, adolescencias y juventudes no es sólo
observable en los sectores estructuralmente pobres o indigentes; afecta a la población escolarizada y no
escolarizada en su conjunto, aunque de diferentes formas. Si bien es cierto que en nuestras sociedades
contemporáneas la proyección hacia el futuro es dificultosa para prácticamente toda la sociedad, no obstante, en las
escuelas, ciertos estudiantes logran fabricar una representación utópica del porvenir. Frente a la ruptura de las
trayectorias, característica de estos tiempos contemporáneos, que no permiten pensar en el largo plazo, la escuela
es la institución que precisamente tiene su apuesta en un futuro distinto que, al mismo tiempo, debe ayudar a
construir.
En contextos adversos, el docente carga especialmente sobre sus espaldas la responsabilidad social de paliar,
acompasar el sufrimiento social de los alumnos. Se transforma en una suerte de trabajador social sin tener los
saberes específicos para esas tareas y sin estar subjetivamente preparado para ello. Aún así, muchos docentes
transforman esas condiciones profesionales no elegidas en oportunidades de democratización. Las instancias de
reflexión sobre la práctica pueden permitir precisamente que los docentes aprendan a conocer a sus alumnos en sus
identidades y constricciones materiales y culturales, sin pre-juzgarlos, sin condenarlos de antemano; y estar así en
mejores condiciones pedagógicas para interactuar con ellos.
La comprensión genética de los alumnos, la comprensión del otro en su identidad sociocultural, requiere de un
proceso de aprendizaje permanente por parte de los actores de la cotidianeidad escolar. Conocer las formas del
capital cultural de origen de los alumnos, llegar a comprenderlas, es una tarea reflexiva y sostenida en el tiempo.
Comprender a los estudiantes significa ampliar el conocimiento que se tiene de ellos, abordarlos en su complejidad
desde los contextos socioculturales singulares que viven sus vidas, muchas veces atravesadas por las constricciones
de la pobreza, pero sin establecer juicios condenatorios en virtud de estos condicionamientos de entrada.
Diagnosticar no es condenar.
Comprender las identidades culturales de los estudiantes, es decir, sus modos de ver, pensar y hablar el mundo,
implica un saber ponerse en el lugar del otro. No hay modo de llegar subjetivamente al otro con el rechazo, con la
negación de su singularidad.
El desafío de la escuela por conocer las condiciones socioculturales de los estudiantes no debe conducir a realizar un
diagnóstico sociocultural condenatorio de los estudiantes, que lleve a reproducir sus desventajas iniciales. Repensar
discursos, que se asientan en frases como “no vale la pena enseñarles mucho porque no terminarán la escuela o
terminarán siendo peones como sus padres”, es unos de los principales retos de los docentes que enseñan en
contextos difíciles. Lo difícil no es imposible. La pregunta es: ¿cómo transformar en posibilidad lo que es en
apariencia imposible? ¿Cómo desnaturalizar el fracaso escolar? ¿Cómo operar sobre lo que es en apariencia
inevitable?
Partiendo de la premisa de que la escuela puede constituirse en un espacio con la capacidad de torcer destinos que
se presentan como inevitables, consideramos que es necesario tener en cuenta que junto con las determinaciones
que delimitan las trayectorias estudiantiles, existen márgenes de libertad para forzar esos límites. Para superar estos
límites, es necesario reparar en aquellos mecanismos que impregnan las prácticas y representaciones sociales y
escolares de los alumnos y de los docentes: la naturalización de las diferencias de capital cultural, los mecanismos de
estigmatización, las concepciones acerca de la inteligencia.

Actividades
Los refranes populares son un modo de condensación de representaciones sociales. Una maestra entrevistada
aludió a la noción del “techo natural” al interrogarla sobre el significado del conocido refrán: “Lo que natura
non da, Salamanca non presta”, aplicado a sus alumnos. Otra docente hizo alusión explícitamente a la idea de
un “límite” propio de cada niño.
Fragmento tomado de: Kaplan, Carina (et. al.), La escuela: una segunda oportunidad frente a la exclusión,
Buenos Aires: Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2002.
Para la conversación:
Sugerimos narrar una escena de la propia trayectoria personal, en que la intervención de la escuela haya
transformado la mirada o expectativa inicial en relación con un alumno o compañero. ¿Qué actitud o
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estrategia adoptó la escuela? ¿Cuáles han sido las condiciones que se han generado y posibilitaron esta
transformación?
La escuela torciendo destinos
En su artículo “Escuela y Subjetividad”, Álvarez Uría toma aspectos de la biografía de Albert Camus para reflexionar
acerca del papel de la escuela en la construcción de alternativas posibles frente a destinos que parecen mostrarse
como inevitables.
La trayectoria educativa de Albert Camus que presentaremos ahora permitirá establecer que, bajo ciertas estrategias
institucionales y con expectativas altas del maestro, la escuela se constituye en un espacio que abre nuevos
horizontes vitales.
Recordemos que Albert Camus llegó a convertirse en un afamado escritor. Proveniente de un hogar indigente, de
familia analfabeta, prácticamente huérfano de padre desde muy pequeño, aún bajo esos determinantes objetivos,
pudo abrirse camino en el mundo de las letras y las palabras. La pregunta que se nos impone es: ¿cómo logró este
niño indigente superar sus propios condicionamientos materiales y transformarlos en una oportunidad? La
respuesta, al menos gran parte de ella, hay que buscarla en el papel simbólico que cumplió la escuela, y más
particularmente, en la esperanza a futuro que un maestro depositaba en los alumnos de la clase de primaria a la que
asistía el propio Camus.
Hay que salirse de las explicaciones que supondrán que es una inteligencia excepcional de la naturaleza de Camus lo
que lo llevó a superar en su trayectoria social lo que le estaba negado por sus condicionamientos vitales de origen
sociofamiliar. No es una inteligencia excepcional o un esfuerzo inconmensurable lo que explica que Camus desafíe su
destino de fracaso, sino que se conjugan en este caso una escuela comprometida, representada en la figura de un
maestro educador popular, con el acompañamiento de la familia del alumno, lo cual genera las condiciones para que
una trayectoria alternativa se concretice.
Cuando la escuela se democratiza, el maestro enseña más a los que menos tienen, confía más en los que menos
confían en sí mismos como consecuencia del descrédito social del que son objeto. Precisamente, es la experiencia
escolar que habilitan ciertas escuelas lo que mejor da cuenta de cómo no en todos los casos las trayectorias
educativas son reconfirmaciones de los puntos de partida.
Pensar a la escuela como constructora de subjetividades, y el lugar potencial de los docentes en ello, implica
identificar cierta posibilidad de mejorar las condiciones en las cuales los alumnos van trazando sus trayectorias. El
intento apunta a no confirmar una de las consecuencias más negativas de nuestros tiempos: la exclusión y la
imposibilidad que ella genera. Reconociendo al otro como portador de una voz, ofreciendo un espejo a través del
cual mirarse y a partir del cual se habilite a cada uno en la búsqueda de nuevos horizontes, reconociéndose como un
sujeto portador de expectativas, sentimientos, con una seguridad en medio de tanta incertidumbre: que no hay nada
de naturaleza en la desigualdad y en la exclusión social y educativa.
Lo cierto es que para los niños de las clases medias existe una continuidad entre familia y escuela. Para los alumnos
de sectores populares, la escuela es un espacio distinto de lo cotidiano, un recinto que abre la puerta a lo
desconocido, a un nuevo mundo que se ha mantenido ignorado hasta entonces, tanto para ellos como para su
familia. Para Camus, la escuela representó un mundo distinto al familiar, el mundo de las letras y las palabras.
El relato autobiográfico de Albert Camus en El primer hombre pone en evidencia cómo la escuela, bajo ciertas
condiciones institucionales y estrategias de subjetivación por parte de los docentes, puede tornarse un espacio
creativo. Al respecto, escribe Camus sobre su escuela: no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia
caracterizada por la indigencia, sino que en la clase del señor Bernard, su maestro con mayúscula, la escuela
alimentaba en ellos un hambre más esencial para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En la
clase de este maestro (el Sr. Bernard) sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta
consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Frente a una vida aparentemente insignificante, los
alumnos cobraban importancia en la escuela. El docente los nombraba, les otorgaba voz.
La diferencia entre un maestro y un funcionario profesional de la enseñanza no puede estar mejor definida que en el
relato de Camus. El profesional transmite conocimientos amalgamados y seriados, mientras que el maestro
comunica sobre todo una implicación en la búsqueda de la verdad. Camus lo aclara bien cuando señala que la clase
con el señor Bernard era siempre interesante por la sencilla razón de que los alumnos reconocían que él amaba
apasionadamente su trabajo.
Una escuela pobre, situada en un barrio pobre y a la que acudían los hijos de los pobres, contaba con un maestro
capaz de estimular el hambre de descubrir. Camus era perfectamente consciente de que, tras su paso por la escuela,
ya nada volvería a ser igual. El maestro lo había echado al mundo, cuando hizo denodados intentos para que su
familia lo enviara al liceo, asumiendo al mismo tiempo la responsabilidad de desarraigarlo para que pudiera hacer

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descubrimientos todavía más importantes. Para los niños como Albert Camus, el liceo les estaba negado dado que se
esperaba que de la escuela pasaran directamente al trabajo, a las tareas vinculadas a la subsistencia familiar.
Este maestro, a pesar de esa auto exclusión familiar frente a la continuidad de los estudios, insistió con la abuela y, al
mismo tiempo, destinó muchas horas y días fuera de la jornada escolar habitual para preparar a los alumnos para el
liceo.
Albert Camus no puede ser más explícito sobre el lugar que representaba la escuela y ese maestro que lo
estimulaba, frente a la miseria material que teñía su vida: en la escuela encontraban los niños de sectores populares
«[...] lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, más
encerrada en sí misma; la miseria es una fortaleza sin puente levadizo.»
Si hay algo que les transmitía este maestro a sus alumnos es que eran dignos de descubrir el mundo, ese otro mundo
diferente del cotidiano.
No existe ninguna fórmula mágica para contagiar la pasión por el conocimiento; cada maestro va construyendo su
propia fórmula en el encuentro interpersonal que se produce en el aula. Entre el Albert Camus famoso y reconocido
de “El primer hombre” y el pequeño Albert que va a la escuela, hay sin duda una larga distancia, pero en el pasaje
entre el intelectual afamado y el niño fascinado por la nieve se encuentra la escuela y, con ella, su maestro y amigo.
Así, le escribe Camus en Noviembre de 1957 al señor Bernard, tras la entrega del Nobel: «He recibido un honor
demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia pensé primero en mi madre y después
en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no
hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo
menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su
trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que,
pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. »
La narración autobiográfica de Camus adquiere una vibración especialmente emotiva cuando se aproxima el
abandono de la escuela. Se relata entonces la visita del maestro a la familia del joven Camus para convencer a la
abuela de que el niño debía presentarse al examen selectivo que daba entrada al Liceo. De nuevo nos encontramos
al maestro la mañana del examen ante la puerta del Liceo aún cerrada, rodeado de sus cuatro alumnos un poco
asustados. Junto con las recomendaciones previas al examen, les indicaba el Sr. Bernard: «No os pongáis nerviosos
—repetía el maestro—. Leed bien el enunciado del problema y el tema de la redacción. Leedlos varias veces. Tenéis
tiempo». En ese rito de paso se estaba jugando también el maestro una carta de su propio destino como guía de
discípulos.
La entrada en el Liceo significaba, sin embargo, el adiós al barrio y a la escuela, la despedida del maestro y del amigo,
el alejamiento del mundo protector de la familia:
«[...] con ese éxito acababa de ser arrancado del mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí
mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser
arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que
aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre
sin el auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto.». Efectivamente, el
éxito escolar significaba un punto de no retorno.
Actividades
Para la conversación:
Trabajo sobre extractos de: CAMUS, Albert (1998): El primer hombre, Barcelona, TusQuets. Ver apartados: “La escuela” y “El
Liceo”.
En el Anexo ponemos a su disposición fragmentos de estos apartados. Ubicar aquellos indicios o marcas en el relato que den
cuenta de la trayectoria escolar de Jacques. Esas marcas, ¿nos llevan a pensar en términos de atributos individuales o vínculos?
La escuela como posibilidad: ampliando las expectativas
Para empezar a vislumbrar a la escuela como posibilidad democratizadora, mencionemos que es preciso partir de la
convicción teórica de que no hay nada de naturaleza en los fracasos sociales y educativos, sino que los mismos son
causados fundamentalmente por los condicionamientos materiales y simbólicos que están distribuidos en forma
desigual en nuestras sociedades y en nuestras escuelas.
Junto con esta convicción teórica también tenemos que compartir otra, y es la de que, en escenarios de alta
selectividad y exclusión, de discriminación y violencia, aún con sus problemas, la escuela alcanza un valor único e
insoslayable. En ella se vislumbran aún los vestigios de la promesa de inclusión social. Sobre todo en estos tiempos,
aun con todos sus desaciertos, la escuela redobla su apuesta en su capacidad por producir un terreno poderoso para
la resistencia cultural y la revolución simbólica.

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Ella se presenta como uno de los pocos espacios sociales que tienen la fuerza para dar nombre a los niños y jóvenes
desprotegidos y devolverles las voces acalladas tras su condición socioeconómica de origen, tras su identidad
cultural singular, su pertenencia sexual, sus orígenes étnicos o sus cualidades diferenciales para el aprendizaje.
Actividades
Un Director de una escuela nocturna de la zona de Barracas en la Ciudad de Buenos Aires, dice: “Los pibes
cuando tienen un problema en la Villa se vienen para acá (…) el otro día vino uno que había estado en una
pelea, estaba todo lastimado (…) saben que acá algo vamos a hacer”.
Para la conversación:
Algunos docentes relatan que sus alumnos muchas veces se dirigen a la escuela porque “es el único lugar que
tienen” o “es el único lugar donde se los escucha” o “saben que acá nos vamos a ocupar”. ¿Por qué piensan
ustedes que la escuela puede significar un resguardo para los chicos? ¿Qué es lo que la escuela tiene para
ofrecer? ¿Cuáles son las particularidades de lo que la escuela ofrece?

Uno de los retos principales, consiste en contribuir a fortalecer a la escuela como un espacio singular de integración
social y de filiación, que permita a quienes transitan por ella desafiar los destinos que se presentan como inevitables,
y, para ello, dejar de culpabilizar al individuo de su propio fracaso.
Confiamos en que muchas escuelas abran sus puertas a cada vez más sujetos acuciados por las miserias cotidianas,
invitando a imaginar otros horizontes simbólicos; otorgando algo así como “una segunda oportunidad”. De hecho,
muchas instituciones contrarrestan los “destinos negativos” de aquellos estudiantes atravesados por
condicionamientos de la pobreza, contribuyendo a reforzar positivamente su autoestima y sus expectativas a futuro.
La escuela, por sí sola, no puede transformar las determinaciones estructurales y materiales de vida que marcan
bastante de entrada a las trayectorias de los estudiantes, pero sí cuenta con herramientas socio-pedagógicas para
instrumentar subjetivamente a los mismos, en lo que se refiere a su propia valía social y escolar.
Los límites objetivos y las esperanzas subjetivas se tensionan en las escuelas democráticas. Y en esta tensión el
docente individual y colectivo tiene su mayor potencial de transformación. Lo inevitable se torna, entonces,
probable. Es decir, se abre la posibilidad de que otro destino se produzca. Así, otras trayectorias y destinos son
posibles.
La escuela democrática puede generar condiciones para la individuación y la biografización; y aquí el lugar del
docente es inconmensurable. No es menos cierto que, para hacer efectivas estas condiciones, se torna
imprescindible develar el hecho de que estos son horizontes utópicos, dado que, en muchos casos, la experiencia
social de los niños se ve teñida de los mecanismos de la dominación. La mayoría de los docentes expresa una fuerte
voluntad de “sacar adelante” a los alumnos. Para ello, se ven a sí mismos necesitados de superar ciertos prejuicios
sociales respecto de algunos grupos y niños que conllevan expectativas negativas. Los docentes, como otros agentes
sociales, participan de un modo inconsciente de varios prejuicios sociales y pueden reforzarlos precisamente por ser
sujetos sociales que habitan sociedades discriminatorias y selectivas.
Es preciso que los agentes educativos confrontemos nuestras pre-nociones, prejuicios y visiones abstractas y a-
históricas respecto del niño y del joven; conociendo y comprendiendo quiénes son los educandos en términos
socioculturales, arribando a una comprensión profunda de las infancias y de las juventudes en su heterogeneidad de
condicionamientos e identidades.
La construcción de la identidad del alumno como tal en la escuela, es un proceso que se lleva a cabo sin que los
docentes sean conscientes, muchas veces, de sus mecanismos e implicancias. Es más, tal vez el docente debiera
tener mucho más presente el hecho de que su figura y su palabra, y a veces sus silencios y sus miradas, tienen
efectos muy potentes en la constitución de la autoestima del alumno. En nuestra vida social, todos estamos
pendientes de la mirada de los otros. Por ser el docente una figura autorizada y legitimada institucionalmente,
especialmente en muchos casos su mirada sobre los alumnos cobra una fuerza simbólica inigualable.
El docente debe ser consciente y sensible frente a este poder simbólico que tiene en la configuración de la identidad
particular del ser alumno. En las escuelas los niños y jóvenes adquieren una identidad que es la de ser alumno y que
se conquista en la experiencia cotidiana de las instituciones escolares. Si bien hay rasgos comunes del ser alumno,
muchos de ellos como parte de la memoria social y escolar; cada encuentro, cada cara de cada maestro con cada
alumno tiene su singularidad.
Pensemos entonces en la institución escolar en general y en el docente en particular, como figuras centrales en las
auto-imágenes que fabrican los estudiantes y en los sentidos cotidianos que va adquiriendo para ellos su
escolarización. Estos “otros” le devuelven al niño y al joven una imagen en espejo donde mirarse (y reconocerse o
negarse), que incidirá innegablemente en el recorrido que concretice en el sistema escolar. Reconociendo y
asumiendo su poder simbólico en los procesos de subjetivación de los estudiantes, el docente recobra para sí una de

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las funciones democratizadoras más relevantes de la escuela, que es la de igualar (muy a pesar de la desigualdad de
partida o precisamente por ello).
Ahora bien, los docentes pueden reproducir las miradas negativizadas que la sociedad posee sobre ciertos atributos
de los alumnos, o bien pueden generar las condiciones para contrarrestarlas. En ese punto, vale la pena detenerse a
considerar cómo es el proceso a través del cual ciertos atributos de individuos y grupos, en contextos culturales
específicos, pueden actuar como marcas negativas, indeseables y rechazadas. Me refiero a los procesos de
estigmatización.
En su libro Estigma. La identidad deteriorada, el sociólogo Goffman (1989) observa cómo a lo largo de la historia las
sociedades establecen distintos mecanismos a través de los cuales se categoriza a las personas, estableciendo
aquellos atributos que se perciben como normales y naturales para cada una de ellas; y cómo esos atributos se
transforman en expectativas normativas. A partir de la consolidación de estos atributos, cuando nos encontramos
con alguna persona extraña y a partir de ciertos rasgos, podemos ubicarla en determinada categoría y esperar de ella
que se comporte consecuentemente. Un atributo se traduce en un estigma cuando él produce en los demás un
descrédito amplio. Es por ello que quien es depositario de un estigma buscará alguna forma de esconderlo, por
considerarse y considerarlo vergonzante, llegando en ocasiones a hacerlo más visible (precisamente por este
esfuerzo denodado en esconderlo).
De esta forma, en todas las sociedades se asiste a procesos de estigmatización a través de los cuales, ciertas
características se presentan como indeseables; produciendo en la mayoría de los casos, situaciones de
discriminación y diferenciación social. Se construye, como señala Goffman, una teoría “racional” del estigma a través
de la cual se explica la superioridad- inferioridad. “En nuestro discurso cotidiano utilizamos como fuente de
metáforas e imágenes términos específicamente referidos al estigma, tales como inválido, tarado, sin acordarnos,
por lo general, de su significado real”.
Los estigmas se transforman en una suerte de identidad natural de los alumnos; una suerte de marca de calidad que
el sentido común social denomina como “de fábrica”, producto de “la hechura” o del “sello de la cuna”. Y lo que es
especialmente significativo es que muchos intentos de estigmatización social son exitosos en tanto que, en general,
quien es estigmatizado asume como propios los atributos con los cuales es clasificado, explicando su destino como
parte de su supuesta propia naturaleza. El atributo de “pobre” puede tornarse en un estigma cuando, bajo la
supuesta intención de describir una condición social del otro, lo que se oculta es la práctica implícita de condenarlo o
rechazarlo.
Los procesos de estigmatización- etiquetamiento tienen lugar también en la escuela. Las expectativas que ponen en
juego los docentes se transforman, para los propios alumnos, en actos de nombramiento que los atraviesan en la
construcción de su auto-estima e identidad, impactando en su trayectoria escolar y social. Por medio de los juicios,
las clasificaciones y los veredictos que la institución educativa realiza, cada niño va conociendo sus límites y también
sus posibilidades, estableciendo lo que Bourdieu (1988) dio en llamar el sentido de los límites; esto es: “la
anticipación práctica de los límites objetivos, adquirida mediante la experiencia de los límites objetivos, que lleva a la
persona y grupos a excluirse de aquello de lo que ya están excluidos. Esto es así en tanto lo propio del sentido de los
límites es implicar el olvido de los límites”. Así escuchamos explicaciones que los propios niños y/o familias
construyen frente al fracaso escolar, del tipo: “no nació para la escuela secundaria”, “lo que pasa es que la cabeza no
le da”.
Este tipo de análisis no pretende cargar las tintas sobre los docentes, quienes al igual que los alumnos marcan
puntos de resistencia y quiebre frente a discursos y prácticas estigmatizantes. Sin embargo, es preciso hoy más que
nunca estar alertas frente a aquellos discursos y prácticas que, cotidianamente, y en muchos casos
inconscientemente, tienen lugar en la institución escolar y que pueden actuar como refuerzo de la desigualdad
educativa.
Ciertos juicios pueden transformarse en estigmatizantes y estar basados en prejuicios sociales más que en supuestas
características de los alumnos. Las formas que se usan para aludir a los alumnos, a sus características y rasgos, tienen
más sentido que el que aparentan tener, cumplen funciones que van más allá del explícito intento por describirlos.
Terminan de este modo por anticipar y prescribir el desempeño y el comportamiento escolar de los alumnos.
Las clasificaciones escolares, el discurso acerca de los buenos y malos alumnos, de los alumnos pobres y no pobres, y
de su inteligencia funcionan, a pesar de su aparente neutralidad, como legitimación y refuerzo de las clasificaciones
sociales.
Los principios de división social que subyacen a ciertos juicios respecto de los alumnos de distintos sectores y grupos
se mantienen ocultos a la conciencia social cotidiana cuando desconocen su eficacia simbólica. Por el contrario,
tomar conciencia de estos juicios implícitos permite anticipar prácticas e interacciones más democráticas.

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La investigación realizada por Bourdieu y Saint Martín (1998), “Las categorías del juicio profesoral”, analiza cómo las
clasificaciones y juicios escolares se encuentran habitualmente atravesados por las representaciones sociales de los
docentes acerca de la inteligencia y por las expectativas hacia alumnos de las distintas clases sociales o fracciones de
clase. Estas representaciones se reflejan en las formas de evaluarlos y de nombrarlos. En estudios realizados en
nuestro contexto (Kaplan, 1997) hemos arribado a resultados similares:
- que las expectativas de los maestros acerca del rendimiento de sus alumnos se centran con bastante frecuencia en
sus valoraciones sobre la inteligencia;
- que estas valoraciones cobran una significación particular en el contexto escolar;
- que los docentes participan de una evaluación específicamente escolar de la inteligencia;
- que las principales diferencias en torno a las apreciaciones sobre la inteligencia de sus alumnos se estructuran
inconscientemente a partir del nivel socio - económico y cultural de los niños;
- que los niños pobres son considerados menos inteligentes o bien que su fracaso escolar está en línea directa con
sus supuestas capacidades asociadas a la inteligencia.
Este tipo de conclusiones nos conduce a afirmar que no son los genes ni las cualidades individuales las que mejor
explican el por qué los alumnos de sectores más desprotegidos son quienes más fracasan en la escuela. Esta
afirmación echa por tierra las argumentaciones que sostienen que los pobres no tienen capacidad para aprender o
que no son suficientemente inteligentes para el logro de aprendizajes escolares que comprometen habilidades
intelectuales de orden superior.
Sin embargo, si revisamos la historia, observaremos que la inteligencia, como atributo considerado natural e
independiente de los condicionamientos sociales, es decir, esencial de ciertos individuos y grupos, ha sido uno de los
instrumentos privilegiados con el que las sociedades han legitimado la desigualdad social. A partir de ella se ha
intentado rendir cuenta del bajo rendimiento escolar de algunos grupos vulnerables (pobres, mujeres, indígenas,
inmigrantes). La inteligencia se ha constituido en una supuesta medida objetiva y universal que distingue personas o
naturalezas humanas, justificando así los éxitos y fracasos sociales y educativos.
La importancia de analizar los discursos acerca de la inteligencia, que se han enfrentado alrededor de la disputa
entre la primacía de la naturaleza y del ambiente, radica fundamentalmente en:
- reconocer su poder simbólico, dado que ellos impactan en la identidad de quienes son clasificados, y en su
experiencia social y escolar;
- la intención de denunciar aspectos que funcionan como engranajes de esta “máquina infernal” que es el
neoliberalismo, ya que amparados la mayoría de las veces en la ciencia y la objetividad, no hacen más que reforzar y
legitimar a través de la naturalización de lo social un orden desigual e injusto, que justifica las exclusiones sociales y
educativas.
Tras las afirmaciones de los discursos del determinismo biológico (que considera la inteligencia como capacidad
innata o don natural) y el determinismo ambientalista (que considera que la familia y el ambiente en el que se
mueve el alumno son límites infranqueables por su escolaridad), desde dentro y desde fuera del campo científico, se
atribuyen los éxitos y fracasos a distinciones heredadas, innatas o que resultan del trabajo realizado en el seno de
cada familia, ocultando y legitimando una estructura social y educativa caracterizada por la desigualdad.
La inteligencia, en tanto medida absoluta, se suele presentar a los sujetos pedagógicos como justificación de su éxito
o su fracaso escolar, y a la vez se transforma en límite que predice sus destinos. Para el caso de los fracasos
educativos, las desigualdades en las condiciones para aprender quedan invisibilizadas y se transforman, por una
suerte de alquimia social, en déficit de inteligencia, que se asumen como propios. Es tan fuerte el impacto de estos
discursos sobre la experiencia social y escolar, que quien ya se encuentra excluido de ciertos escenarios —por la
injusticia social, por las diferencias de capital cultural— se auto- excluye, adjudicándose a sí mismo las razones por
las que queda afuera.
En definitiva, se adopta la idea de que llegan a ciertos segmentos de la pirámide escolar los más aptos, los más
capaces, los más inteligentes, los más talentosos o dotados. Hay que mencionar a esta altura, por si hiciese falta, que
todas estas suposiciones provienen de una dudosa base científica, aunque muy hegemónica en el pensamiento
social o en el sentido común social.
Se instala, según Bourdieu (1999), una especie de neodarwinismo social: “(...) son los mejores y los más brillantes”
los que triunfan. Existen los ganadores y los perdedores, existe la nobleza de Estado, es decir las personas que tienen
todos los atributos de una nobleza en el sentido medieval del término y deben su autoridad a la educación, o sea,
según ellos, a la inteligencia, concebida como un don divino, cuando sabemos en realidad que está repartida por
toda la sociedad y las desigualdades de inteligencia son desigualdades sociales.
Frente a las prácticas y discursos que atribuyen la exclusión y la desigualdad a cuestiones referidas a la inteligencia
como esencia, se erigen aquellas que ubicadas en posiciones democráticas insisten en desocultarlos y
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desnaturalizarlos, en tanto expresiones de la discriminación y el racismo. La escuela democrática reconoce las
diversas condiciones de partida de los alumnos, no como deficiencias, no como puntos de llegada, sino como
dimensiones que la institución deberá conocer y tener en cuenta para la construcción de estrategias que ya no
debiliten a unos y refuercen a otros.
El poder simbólico del docente
Se pone en evidencia así el lugar que juegan el maestro y la escuela en la construcción de nuevos horizontes
simbólicos. Distintas investigaciones han propuesto describir cómo la escuela fabrica cotidianamente juicios y
jerarquías que tienen un alto impacto en el rendimiento escolar de los alumnos. Los estudios del poder de las
expectativas del maestro sobre el desempeño escolar del alumno tienen su antecedente más importante en una
investigación que impactó en los estudios posteriores publicada bajo el título de: “Pygmalión en la escuela”. El
estudio consistió en un clásico experimento a partir del cual los investigadores verificaron como hipótesis principal
que: “En una clase dada, los niños de los que el maestro espera un desarrollo mayor, mostrarán realmente tal
desarrollo”.
Mediante su investigación dieron cuenta del fuerte impacto que tienen las creencias del maestro respecto de la
capacidad intelectual de sus alumnos en su rendimiento escolar. De esta forma, a modo de profecías auto-
cumplidoras, las expectativas de rendimiento de los docentes se traducen en ciertos resultados escolares de sus
alumnos. Se podrían sintetizar sus conclusiones en una suerte de equivalencias que resultarían así: Altas expectativas
= altos rendimientos y Bajas expectativas = bajos rendimientos.
Entonces, retomemos el interrogante acerca de cómo lograr que los niños y jóvenes alcancen todos los peldaños del
sistema escolar, interioricen otras formas de capital cultural y, al mismo tiempo, no sientan vergüenza de su origen
social. La respuesta a esta cuestión la tiene la escuela cuando encuentra mecanismos de funcionamiento, discursos,
prácticas y sujetos docentes dispuestos a no estigmatizar a los alumnos en virtud de su origen social y, entonces,
salirse del círculo vicioso de la reproducción de la pobreza.
La escuela no sólo le ofrecía una evasión de la vida de familia a Albert Camus. Por lo menos en la clase del señor
Bernard, este maestro de primaria, a quien Camus le dedicó unas palabras al recibir el Premio Nobel de Literatura, la
escuela alimentaba el hambre de descubrir un mundo simbólico vedado para ciertas familias y sujetos por su origen
social.
La escuela, bajo ciertas condiciones, dota de voz a los desprotegidos. Torna lo improbable en posible, abriendo
horizontes vitales.

Para seguir pensando:


Sugerimos que vean tres películas que muestran la apuesta de maestros muy distintos. Algunas veces, lo
que aparece mediando entre maestros o profesores y alumnos son los prejuicios (inclusive aquellos que
podríamos creer positivos: “él es el que siempre entrega sus tareas primero”, “ella siempre está
predispuesta al trabajo”). En los vínculos que muestran las películas, ¿qué es lo que media entre docentes
y alumnos?
El maestro de música
Título Original: Le Maître de Musique
Resumen argumental: Un gran cantante de opera, Joachim Dallayrac (José van Dam), en el apogeo de sus facultades vocales y
en pleno éxito, se retira a su castillo para dedicarse a la enseñanza de dos jóvenes alumnos.
Escuela de Rock
Título original: The School of Rock
Resumen argumental: Un músico de rock fracasado y sin trabajo consigue, gracias a una confusión, empleo como profesor en
una escuela. La historia típica del maestro que altera un colegio con su llegada.
Los coristas
Título original: Les Choristes
Resumen argumental: Un profesor amante de la música, revoluciona las costumbres
en un rígido colegio de mediados del siglo XX en el centro de Francia.

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