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Tres Cuentos Cortos de Héctor Tizón

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Tres cuentos cortos de Héctor Tizón

Los cuentos “El traidor venerado”, “Mazariego” y “Ciego en la resolana” fueron tomados del libro Obras
escogidas, tomo I, Ed. Libros Perfil.
Héctor Tizón (1929-2012): escritor, periodista y abogado argentino, nacido en Yala, provincia de Jujuy. Sus libros
dan cuenta de la lengua, el paisaje y las preocupaciones del hombre del noroeste argentino. Entre sus obras más
conocidas figuran Fuego en Casabindo (novela), A un costado de los rieles (cuentos), Luz de las crueles
provincias (novela) y La mujer de Strasser (novela).

El traidor venerado
Aquella sería la última comida juntos.
El que era indigno de ajustarle el cordón de los zapatos estaba ebrio. Toda esa noche la pequeña campana de la
estación ferroviaria sonó incesantemente, a lo lejos, sacudida por el viento. Llovía a ratos.
El Chaguanco abrió una lata de picadillo, lo fue untando con su cortaplumas sobre el pan que les quedaba y luego
repartió los pedazos. “Yo no tengo hambre” —dijo. Quispe, un hombre inquieto y de poca talla que ya estaba borracho,
tomó el primero y se lo tragó con buen apetito; después permaneció mudo y apartadizo, contemplando el débil
movimiento de las ramas delgadas —agitadas por el aire— del ceibal.
La fama del Chaguanco había cundido no sólo en Yala, sino también en las comarcas vecinas desde donde la gente
acudió hasta formar multitudes albergadas en carpas y vehículos, o debajo de las copas de los árboles alrededor del
miserable rancho, a cuya puerta se asomaba, abandonando sus meditaciones, en los amaneceres. Entonces los que
habían perdido la salud, los que aún esperaban algo, caían de rodillas ante su mano levantada.
Pero al poco tiempo comenzó la persecución, elu¬dida hasta hoy en que se cumplía un año de peregrinaje; un año
de penoso ocultamiento, mudando siempre de lu¬gar, durmiendo a la intemperie o bajo las alcantarillas en los
caminos, desde Tilquiza hasta Valle Grande, de Tumbaya a Susques, seguido por algunos fieles desesperados,
enfermos, opas y ladrones arrepentidos.
Cuando un alegórico ladrar de perros anunció a los perseguidores, el Chaguanco concluía también su sentencia
postrera, y el hombrecito enjuto y nervioso a quien iba dirigida, exclamó, más bien para sí: “Esa palabra es dura.
¿Quién la puede oír?”.
Ahora los agentes del destacamento estaban cerca. Era la noche de San Roque y una botella de ginebra ya¬cía, seca,
en el suelo.
El ladrar se convirtió en aullido mientras el viento, a lo lejos, seguía torturando a la campana.
Cuando Quispe desapareció, entendiendo el Cha¬guanco que había llegado el fin y que en seguida lo con¬ducirían
a la ciudad, a la cabeza de una multitud de cu¬riosos —como un político—, preguntó a los que quedaban si también
ellos querían irse; después se apartó a corta distancia, pero sin ocultarse.
La campana y los perros dejaron de hacerse oír y la partida cayó sobre él. No opuso resistencia ninguna y —
esposado— llegó sobre un camión maderero a la ciu¬dad. Allí debió esperar turno porque el Tribunal estaba distraído
con otros delincuentes, pero, el día señalado, fue sometido a proceso y juzgado.
Pocas personas acudieron al plenario y entre ellas Quispe, principal testigo de cargo, que, antes de escuchar la
sentencia, se ahorcó colgándose de una viga en el re¬trete del Palacio de Justicia.
Finalmente el Tribunal, al no hallar mérito sufi¬ciente para sostener una condena, lo absolvió.
Y cuando el Chaguanco —deshonrado y solita¬rio—, después de mucho tiempo regresó a Yala, encontró que muy
pocos se acordaban de él y que la gente ya en¬cendía velas pagando promesas en la tumba del otro.

Mazariego
MAZARIEGO
¡Abríos puertas inmortales!... porque Dios
se dignará visitar muchas veces con placer
las moradas de los hombres justos y con
frecuente comunicación enviará a ellos sus
alados mensajeros.
Milton, El paraíso perdido, Libro VII

La anciana Lambra levantábase mucho antes del alba y permanecía en el umbral de su casa, justo a la entrada del
pueblo, mirando hasta el cielo, como adivinando la luz que ya vendría. Por estas razones (por vivir a la entrada del
callejón y por madrugadora) fue la primera en observar la llegada de Mazariego, ocurrida un día cualquiera. Con su
increíble pañuelo negro cubriéndole la cabeza, sus viejos ojos hundidos sin brillo, apenas si emitió un graznido
cuando al llegar pasó a su lado saludando alegremente.
Mazariego —nieto de uno de los fundadores del pueblo— había resuelto instalar en la antigua casa familiar un
negocio de venta de bicicletas. Para ello remozó la ruinosa construcción de adobes, uniendo las dos habitaciones
anteriores (una de las cuales había servido de sala), abrió dos grandes ventanales habilitándolos como escaparates, y
en esos cuartos dispuso el salón de exposición y ventas.
Calculó Mazariego que, con buena suerte, podría vender dos bicicletas por mes y que así —en un año, que era el
término de vida que sus médicos le vaticinaron, pues padecía una extraña enfermedad incurable— habría vendido un
par de docenas de bicicletas, con una ganancia excelente para estos tiempos.
Transformada la casa, cuyos venerables muros de adobes se elevaban sobre la única calle del pueblo, Mazariego
colocó con la ayuda de nadie ese letrero que decía: “Mazariego - Rodados” en fuertes caracteres de imprenta, blancos
sobre fondo azul. Mandó imprimir en la ciudad unos carteles de atrayentes colores, en los cuales se veían ciclistas
montados en sus bicicletas, todos con atuendos distintos y ocupados en diversos menesteres: una dama con un
abanico en la mano, un señor con pipa mondando una naranja al tiempo que pedaleaba, otro quitándose el sombrero
en cortés reverencia, uno más, en fin, llevando un pesado baúl en el portaequipaje. Esos carteles aparecieron por todo
el pueblo: en los muros, en los troncos de los árboles, en el portal de la capilla. Y un viernes, el comerciante anunció
que al día siguiente inauguraría el local de ventas, el que sólo permanecería abierto medio día, por ser sábado.
Muy temprano, el sábado ya tenía Mazariego dos clientes que, boquiabiertos, contemplaban las flamantes bicicletas
en los escaparates, sin animarse a entrar. Mazariego los alentó con gritos cordiales proferidos desde adentro y
ampliados con un altavoz; hasta que finalmente, y luego de intercambiar pareceres, uno de ellos entró, saliendo al
cabo con una bicicleta. La primera. Algún trabajo costó a este hombre aprender a montar y, ayudado por el propio
Mazariego que lo sostenía y empujaba, arrancó de pronto para desaparecer a golpes de pedal en el polvoriento recodo
del camino. Y ya no se lo volvió a ver.
No había concluido el vendedor de contar el dinero cuando tenía dos clientes más, en uno de los cuales creyó
reconocer al propio al propio agente de policía que lo autorizara a fijar los afiches de propaganda y en el otro, al Juez
de Riego. Cada uno salió con su bicicleta y ambos desaparecieron como tragados por el polvo.
Transcurridas dos semanas y pese a que Mazariego a partir del cuarto día suprimiera toda clase de propaganda, las
ventas habían superado los cálculos más ambiciosos. Diariamente —de la mañana a la noche— frente al negocio se
agolpaban los pobladores de ambos sexos, sin contar los niños que, como suele ocurrir, eran los que más alborotaban
con su vocinglería. Todos, salvo dos —al cabo de tres meses— habían desfilado lo menos una docena de veces frente a
los rutilantes escaparates. Esos dos eran el bolichero y su mujer, ambos obesos y pálidos, quienes, taciturnos,
combatieron sordamente el advenimiento de Mazariego, un poco por espíritu conservador y otro tanto porque, al
cabo de algunos días, comprobaron la enorme disminución de sus propias ventas de vituallas y licores.
La llegada del otoño no hizo menguar el entusiasmo por la compra de bicicletas, sino todo lo contrario. La maestra
de escuela se llevó una con el cuadro niquelado, el ingeniero otra, de carrera; también el jefe de la estación ferroviaria
y la anciana Lambra obtuvieron las suyas. Algunos —los más pudientes— incluso adquirieron dos, alegando posibles
fallas que les impidieran seguir rodando en mitad del camino. Otros llegaron a vender todas sus pertenencias —en
general semovientes— para poder comprar la bicicleta.
Las hojas de los árboles languidecieron como era de esperar y el éxodo comenzó a causar grandes males:
cementeras estériles, techos que se derrumbaban por falta de reparación en las viviendas abandonadas por los
ciclistas; el propio Jefe del Registro Civil y su mujer partieron, pedaleando a su vez, y desde entonces dejaron de
anotarse defunciones y nacimientos, sin mencionar los matrimonios que, para peor, desde el comienzo de la venta de
bicicletas aumentaron. Fue cuando las calamidades empezaron a asolar el pueblo: depredaciones y robos provocados
por una banda de salteadores, impunes por falta de resguardo policial; una invasión de serpientes que —según se sabe
— se animan a rondar por viviendas deshabitadas, cinco muertos en seis meses quedaron insepultos, las aves del
corral desamparadas huyeron, la campana de la iglesia dejó de doblar.
Después del otoño llegó el invierno adulterando la claridad del cielo, convirtiendo en escarcha sutil y quebradiza los
rocíos de todos los largos amaneceres y cuando no había culminado aún el décimo mes, Mazariego se sintió morir.
Pero ya no había quedado nadie y el pueblo, vacío y oscuro, también languidecía con sus casas derruidas y cubiertas
de amarillentas, duras plantas trepadoras. Ese día el vendedor de bicicletas vomitó y supo que era el fin. Serían las
nueve de la mañana inicial del invierno, particularmente plomiza y fría cuando, arrastrándose, trató de cruzar el salón
de ventas para cerrar las persianas de los escaparates y la puerta. En ese momento distinguió los rostros demacrados,
los codiciosos ojos del bolichero y su mujer. Desde el suelo los contempló horrorizado, trató de gritar algo, pero sólo
pudo hacerlo con el último brillo de sus ojos, con esa postrera luz con la que vio impotente —las inútiles manos
crispadas sobre el suelo de baldosas— cómo ambos, ávidamente, dispuestos a todo, penetraban en el local y
apoderándose de la última bicicleta que restaba, huyeron pedaleando a gran velocidad (la mujer trepada a los
hombros de su marido) hasta desaparecer en el recodo del camino, de ese camino que ya sólo era senderillo angosto
entre el yuyaral.

Ciego en la resolana
Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama
también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo
y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso
consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos
brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la
silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por
plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las
serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran
ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a
saber cuándo había aprendido.
Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su
mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le
escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba
cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado
puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes
de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su
balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces
transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría
para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era
testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a
veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el
crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso
ocurría ya el ciego estaba impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba
dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz
dulce:
—¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba
la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.

……………
LOS TRENES DE LOS MUERTOS
Sara Gallardo
(cuento) 
El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las
vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo. Pero sobre todo ausente.
Se entregó a encender pequeñas fogatas.
Las alimentaba de día, de noche.
A veces levantaba los brazos dando un grito.
Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos
fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.
A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos.
Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o
bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos
de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas
que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar,
sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de
polvillo de hueso. Zarandeándose.
Vio conocidos. Vecinos.
En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas,
rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente,
los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.
El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los
tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para
siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.
Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.
 
El país del humo (1977), Córdoba (República Argentina), Alción, 2003, págs. 185-
186.

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