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La Educación Como Búsqueda. Filosofía y Pedagogía PDF

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Filosofía y Pedagogía

MARCOS SANTOS GÓMEZ

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Filosofía y Pedagogía

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INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1.-Educar desde el absurdo. La educación como perseverante tarea ética

CAPÍTULO 2.-Educación para resistir. Filosofía estoica y pedagogía

CAPITULO 3.-La educación como rememoración de las aniquiladas esperanzas de


los vencidos

CAPITULO 4.-La pedagogía desde la combativa inocencia. La mirada subversiva de


Iván Illich

CAPITULO 5.-Cultura escolar y cultura popular. La educación participativa

CAPITULO 6.-El liberador encuentro con el otro. Pedagogía del oprimido de Paulo
Freire

CAPITULO 7.-Sentidos de la tolerancia: reflexiones para la educación actual a partir


de la tradición griega

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En este libro se encuentra reflejado parte del trabajo de algunos años en los que he
mantenido una vinculación con la educación en el ámbito formal, como profesor
universitario con docencia en la facultad de Ciencias de la Educación de la
Universidad de Granada. Siempre he considerado el trabajo docente en la universidad
como parte de ese acto intrínsecamente humano y humanizante en que consiste
educar. A lo largo de varios años, pues, y a partir de la docencia, he combinado
lecturas, trabajos de investigación y una continua reflexión sobre la pedagogía, en una
completa simbiosis de teoría y praxis. De hecho, los muchos alumnos de cuya
enseñanza y evaluación he sido responsable, con sus inquietudes, dudas e intereses,
han ido marcándome el desarrollo teórico y ampliando, también, mis inquietudes
intelectuales. A partir de las clases, he debido estudiar, con placer, algunos aspectos
de la pedagogía y de la filosofía de la educación, relacionados con la vida cotidiana
en las aulas donde he ejercido. Y, desde esta praxis, he ido pensando y perfilando una
concepción del objetivo básico deseable para toda persona bien educada.

Precisar qué entendemos por «persona bien educada» no es fácil. Antes bien,
describir con exactitud qué pretendemos hacer cuando educamos es muy difícil, pues
se confunden a veces los deseos con las realidades, el currículum oficial y consciente
con el currículum oculto, como señalara Iván Illich. Además, las palabras preña das
de significados que aluden a hechos diversos y complejos, como ocurre con el
término «educar» o «educación» (palabras como también «amor», «libertad»,
«verdad», «arte», etc.), tienen el peligro de causar una dispersión del discurso, que
tiende a abstraerse y a generalizar en exceso.

Y, aun más, la tentación idealista en la pedagogía, con el consecuente alejamiento


de la realidad, ha marcado, en ocasiones, un discurso pedagógico ajeno a la vida y la
historia, como si todo se decidiera en un universo teórico y escindido. Si no queremos
perdernos en vaguedades, es necesario tener presente en todo momento al mundo y al
ser humano que lo habita, un ser humano de carne y hueso y de historia, inserto en el
tiempo. Ésta es una de las intuiciones básicas que están presentes en este libro, en
especial en los últimos capítulos. En consecuencia, deseo enfatizar el peso que la
práctica diaria ha tenido en las reflexiones que siguen, lo vital y lo cotidiano, el día a
día en el aula. Esta obra, por tanto, representa el momento de reflexión,
correspondiente a la oxigenadora bocanada de aire fresco que tomamos para,

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enseguida, retornar a las profundidades de la vida real.

Es bueno recordar, aun con la extrema brevedad de estas líneas introductorias, las
presentes consideraciones, en un tiempo en que la filosofía de la educación, en el
discurso general de la pedagogía, parece requerir una continua justificación ante los
numerosos cambios en los planes de estudio de la enseñanza en todos los niveles. Se
oyen acusaciones según las cuales los filósofos y teóricos de la educación «andarían
por las nubes». Pero creo que es precisamente en tiempos de cambios y adecuación
de los planes de estudio a la realidad (¿qué realidad?) cuando resulta imprescindible,
más que nunca, este momento de la reflexión teórica sobre lo que se pretende y los
modelos perseguidos, para mejorar la práctica docente esclareciendo adónde vamos o
adónde queremos ir. Como es bien conocido, uno mismo es preso de sus propios
prejuicios, tal vez de manera inevitable; pero si ni siquiera se molesta en intentar salir
de ellos y verlos con algún distanciamiento crítico, oteando el hori zonte, aunque sea
por unos segundos, el barco acaba perdiéndose en la inmensidad del mar y termina
arrastrado por la corriente. Y ésta es, sencillamente, la utilidad de la filosofía para los
pedagogos y futuros pedagogos que estudian hoy en las universidades.

Está claro, y ya lo he indicado, que mis alumnos han sido para mí maestros. Entre
otras cosas, me han enseñado este valor y utilidad de la filosofía, en tiempo de
cambios que ocultan la realidad de un atemporal pensamiento único. De esto tratan,
de manera general, los ensayos que constituyen el presente libro. En conjunto, irán
retratando algo que he preferido no definir expresa y explícitamente. En realidad,
todo el libro es la definición de ese algo problemático. Hablo, por supuesto, de la
educación como acontecimiento humano. La educación de generaciones jóvenes,
pero también de todos con todos. La educación que reproduce, pero también la
educación que transforma. El paradigma de la filosofía liberadora de Paulo Freire
tendrá un justo lugar central en mis reflexiones, como lo tiene ya en la historia pasada
y presente de la pedagogía del siglo xx y comienzos del xxi.

La educación, en cuanto «hacer-se persona con el otro», remite a una estrecha y


natural interdependencia de los seres humanos entre sí. Por eso, dentro de la filosofía
encuentra destacada su importancia en aquellos enfoques denominados dialógicos, en
un sentido amplio. Por ejemplo, si rastreamos las fuentes filosóficas de una
concepción pedagógica como la de Paulo Freire, nos encontramos fácilmente con la
influencia directa de autores personalistas o existencialistas que remarcaron lo
dialógico en el hombre. En realidad, la comunicación y el diálogo son temas ya

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considerados a menudo a lo largo del pasado siglo. Y entre las numerosas
perspectivas y autores de este reciente y turbulento siglo que podrían indicarse, deseo
también destacar, por su influencia en Freire e importancia para entender los procesos
educativos, la denominada expresamente «filosofía dialógica», uno de cuyos
principales exponentes es el pensador judío Martin Buber. Ya el significativo título
de su libro más conocido Yo y tú aborda esta naturaleza tran sitiva en el hombre, que
necesita de la relación «humanizante» con un tú, contrapuesta a la cosificación de una
relación entre «ellos».

Para Buber, la relación con el otro antecede a todo conocimiento; es algo a lo que
se tiende como seres humanos, y en lo que nos apoyamos para desarrollarnos y
crearnos. También para Lévinas, en la base del fenómeno humano y, previamente a
toda elaboración metafísica, lingüística o cultural posterior, existe una ética entendida
como relación a-lógica con el otro que nos constituye. Esta relación ética básica
subyace a todo lenguaje, o sea, se da en un nivel preliminar, y está implícita después
en toda actividad humana. Lejos del solipsismo al que remiten otras filosofías, aquí el
diálogo, entendido como relación (no necesariamente lingüística) con el otro, resulta
fundamental e imprescindible. Se resalta que no existe desarrollo personal como
extensión de un hipotético yo solitario y omnisciente, sino que, por debajo de ese
mismo yo, está la relación establecida previa y arracionalmente con el otro.

En general, he evitado descartar autores por motivos ideológicos o prejuicios.


Tanto es así que incluyo como capítulo la presentación de un autor polémico, pero
que me ha hecho pensar, porque suele argumentar y razonar constantemente sus
opiniones; atento escuchador y lúcida mente de una «inocente» combatividad, un
Sócrates (en su aspecto más radical y cínico) contemporáneo. Me refiero al
controvertido Iván Illich, el extraño otro al que puede referirse la propia pedagogía,
un otro que, a partir de ella, quiso salirse de ella. Si es función del intelectual
descolocar, a fe que Illich lo hace. Su palabra es continuo desafío, reto que nos
impulsa a repensar lo obvio y a descubrir lo poco razonable, muchas veces, de
aquello que denominamos sentido común. Las trampas e ilusiones de los hábitos, esa
magia que hace parecer verdadero lo que no siempre lo es, que nos hace ver cosas
que no existen como si fueran reales. Alguien definió la labor del intelectual como la
de un detector de mentiras, que nos ayuda, al menos, a mirar de nuevo las cosas, con
la ingenua y explosiva mirada de los niños. Esta función, demoledora y crítica, pero
no exenta de modernidad, es la de Iván Illich, y la del capítulo dedicado al mismo en
este libro.

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Pero ya que he asumido, de hecho, ir presentando la temática específica de los
distintos ensayos o capítulos, voy a procurar en las líneas que siguen abordar esta
tarea, aunque brevemente. Comienza el libro con un capítulo que coloca el punto de
vista en lo particular de la vida concreta, en un enfoque existencial que, desde el
ateísmo y la ausencia de sentido y fundamentos, destaca el aspecto trágico y doloroso
de la existencia. Si queremos seguir creyendo en la humanidad, huérfana tras la
nietzscheana muerte de Dios, debemos encontrar una manera de justificar la
esperanza y la educación desde el presupuesto de esta orfandad esencial. Educar
supone necesariamente tener esperanza, como expresa Fernando Savater en El valor
de educar, desear un bien para la humanidad presente y futura. Este bien implica un
posicionamiento ético, una apuesta por los valores que expresan y realizan la humana
vinculación con el otro. La humanidad, a fin de cuentas, es ese otro que somos y que
no somos al mismo tiempo. Para desarrollar este vínculo, más allá del egoísmo
hobbesiano y del individualismo liberal, tenemos que apostar por una ética dialógica,
en efecto, pero ya sin seguridades metafísicas ni teológicas. Como afirma la profesora
Remedios Ávila, concluyó la era de los grandes sistemas metafísicos (que no implica
ni mucho menos el fin de la metafísica)'.

Éste es el planteamiento radical de Camus que inaugura el presente libro, el de


una ética sin fundamentos fuertes. A partir del desgarro contemporáneo por él
señalado, ubicándome en su perspectiva existencialista atea, comienzo mi camino.
Pero no para detenerme en el absurdo, en un Sísifo alegremente solitario, sino para
continuar, como hizo el último Camus, hacia un Sísifo que tiende su mano a los
demás. El objeto de este capítulo será exponer, precisamente, la ética del último Ca
mus, cuya justificación en la línea de la rebeldía prometeica y del heroísmo trágico
también justificaría la tarea (esencialmente ética) de la educación.

De hecho, suelo incluir en las clases de filosofía que imparto para futuros
educadores el pensamiento de Albert Camus. Sus reflexiones nos conducen a un
planteamiento en la clase de cuestiones ineludibles, aunque imposibles a estas alturas
de responder de manera absoluta con sistemas metafísicos a la vieja usanza, como
señalara Kant al resaltar las limitaciones de la razón pura desde su criticismo. Me
interesa subrayar del pensador franco-argelino, sobre todo, el notable intento de
fundamentar una ética capaz de llegar al sacrificio y al riesgo, que, sin embargo, es
lúcidamente consciente de la pérdida de los fundamentos para establecer una moral
tras la muerte de Dios. Camus reconoce el sinsentido básico de la existencia humana
y, sin engañarse, el triunfo del mal sobre el bien... Las ratas siempre acechan bajo la

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luz del Mediterráneo, y la epidemia de peste puede retornar en cualquier momento.
Por eso, su intento tiene un evidente carácter heroico y trágico, pues se sabe abocado
a un fracaso inevitable. Pero casi como un malabarista echa mano de la compasión y
hace una especie de apuesta absurda por el bien, con lo que justifica la fraternidad
casi a contracorriente de la realidad. O sea, pone de manifiesto, sin tapujos, el
sufrimiento y la frustración continua que acarrea existir, aunque se revuelve contra él
en un acto de insolente rebelión. Es como si se debatiera a duras penas contra la
evidencia de que los verdugos parecen triunfar sobre las víctimas y de que, en
general, el mal prevalece.

Como es sabido, Camus nunca renunció a la lucha por la justicia social y la


libertad. Porque el hecho de poner el énfasis en este mal esencial que acompaña a la
existencia no le eximió de la búsqueda en la historia de circunstancias mejores para
los seres humanos. Su última etapa, pues, nos habla de un Sísifo que, más allá de la
afirmación nietzscheana de la vida, desarrollada en sus primeras obras (desde la
aceptación de los aspectos dolorosos de la existencia), tiende la mano y sale de su
«burbuja privada». Es como si tras haber meditado sobre el absurdo de la existencia,
o sea, sobre su carencia de respuestas finales y sentido, hubiese llegado a la
convicción de que sólo la solidaridad y el amor constituyen un frágil sentido para la
vida huérfana. O sea, da la vuelta al individualismo de Nietzsche... usando la misma
estrategia nietszcheana de subvertir in extremis la realidad, de voltearla y ponerla
patas arriba. Éste es, creo, el meollo de la novela La peste que tendremos muy
presente: una ética a contrapelo.

Una vez en la posición de lúcida asunción del aspecto trágico de la existencia y


toda ética, nos cabe amar y resistir. Esto ya nos conduce al segundo capítulo, que
dedico a la ética estoica, para abordar una ética de la resistencia. Todos los estoicos
son educadores y además, como dice Martha Nussbaum, médicos o terapeutas2. Para
ellos, la función de la filosofía es reconducir a los seres humanos a su salud. Parten de
la convicción de que hemos enfermado, debido a nocivas influencias culturales y
prejuicios que nos han hecho esclavos de ciertas pasiones muy negativas, como la
envidia o el odio, auténticas inercias que generan una suerte de caída. Es verdad que
desde algunas perspectivas contemporáneas, como el marxismo o Hegel, han sido
cuestionados como visión impotente y que se les puede achacar un cierto idealismo
quietista. Pero, aunque ciertamente pueden propender a ello, su pesimismo vital e
individualismo interiorista también justifican en cierta manera una forma de combate
en pos de la transformación de las sociedades hacia una vida mejor (más justa, más

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libre).

Hay elementos que convierten su lectura en un ejercicio muy refrescante y


saludable para cualquier educador. Para Epicteto, por ejemplo, era ilógico que un
filósofo lo fuera sólo por sus palabras. Pretendía que la sabiduría fuera una aspiración
continua que había de transformar visiblemente la conducta del filósofo. Solía
compararla con el entrenamiento deportivo o incluso con la milicia. El campo de
ejercicio debía ser la propia vida del aspirante (siempre aspirante o aprendiz eterno)
para buscar la coherencia con unos principios que lo harían libre mediante el dominio
de los deseos. En los estoicos se da una mezcla de solidaridad, entendida como la
convicción de una hermandad intelectual con los demás, y de distanciamiento
respecto al mundo, todo al mismo tiempo. En sus divertidos discursos, que felizmente
nos ha legado la Antigüedad de manos de un discípulo llamado Arriano, el esclavo
liberto Epicteto pone de manifiesto con ingenio y llana elocuencia lo desviado y
enfermo de nuestras sociedades.

Si bien los estoicos no fueron tan combativos como los extravagantes cínicos
(Diógenes, etc.), sí propugnaban, a su manera, una mejora social, ejerciendo una
contundente crítica a la forma de vida convencional. Quisiera recordar una frecuente
metáfora muy usada por todos los estoicos. Aquella en la que la vida embargada por
el dinero, el poder y la ambición constituye, en realidad, una vida inmadura, de
manera que lo que tanto quita el sueño a los adultos es similar a los juegos de niños
que pasan el tiempo con simulacros, tomándoselos en serio. Los juguetes de los niños
producen la risa de quien los contempla, como algo infantil, pasajero, falso, que en
realidad carece de importancia. Se diría que son como una trampa.

El estoicismo es una respuesta al sufrimiento propio de la finita existencia


humana, en un momento en que las religiones de la época no satisfacían esta
necesidad, al parecer. Surgen en el contexto propio de la Antigüedad en el que la
sabiduría se entendía como una praxis, una tarea que aspiraba a un modelo de sabio
que debía manejarse bien con los asuntos vitales, y cuya conducta debía reflejar
coherentemente sus convicciones teóricas. Está claro que en esto Sócrates fue el
venerado maestro que plasmó este ideal del sabio práctico, para los autores romanos
ya muy posteriores que lo admiraron, como fue el caso de aquellos que estudio en el
segundo capítulo (Séneca, Epicteto y Marco Aurelio). Por eso, la filosofía, desde este
interés exis tencial, enseñaba a morir, lo que supone también, y sobre todo, enseñar a
vivir.

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Fundamentalmente, los estoicos fueron pedagogos. De hecho, quisiera destacar el
notable programa educativo que constituyen las Cartas a Lucilio de Séneca. Esta
abundante colección de epístolas o cartas, que Séneca dedica a un amigo que persigue
la sabiduría (o sea, que busca hacer efectiva la «buena vida») y escritas por el
cordobés al final de su vida, suponen un inteligentísimo y lleno de sensibilidad (sí, he
dicho «sensibilidad») programa que va introduciendo progresiva y sutilmente al
discípulo en el ideal de la buena vida, capaz de afrontar el dolor. Y esto nos interesa
especialmente a quienes, siglos después, nos hallamos preocupados por la educación.

Séneca educa a Lucilio citando y apoyándose en los que se suponía que eran
«enemigos» de los estoicos, los epicúreos. Aprovecha toda la tradición antigua, que
transmite dosificadamente, en el momento oportuno, y al hilo de las preguntas,
inquietudes y avatares de la vida de su discípulo. Por tanto, es un proyecto educativo
paciente, largo y que tiene como principal instrumento la atenta escucha por parte del
maestro Séneca. Cuando puede, éste abandona los oropeles y seriedades que
obstaculizan, antes que educan, y recurre a la ironía, los ejemplos bien escogidos, el
lenguaje directo que se va complicando en una suerte de espiral que eleva a su
discípulo. Séneca no muestra interés por producir en éste veneración, y, sobre todo,
manifiesta una sincera preocupación por su aprendizaje y «felicidad» (entendida
como dominio de sí mismo, o superación del sufrimiento). Recurre, por supuesto, a
los afectos, e incluye siempre lo corporal en su antropología básica. A veces
argumenta, otras persuade, y parece que como educador lo que hace es infundir o
contagiar el fuego de la sabiduría. Es, podría decirse en efecto, transmisor de un
cierto fuego.

En las cartas hay mucha, mucha humanidad. Séneca, como es evidente, parece
contradecir numerosos prejuicios acerca del estoicismo, por lo que hay quien se
cuestiona su lugar entre dichos filósofos, algunos de los cua les fueron muy
intelectualistas. Porque Séneca parece comprender hondamente al ser humano, y sabe
salirse de los moldes de la teoría cuando hay que hacerlo, con amplitud de mente y de
miras. Creo que esto lo llevó a una forma de vida que aunque algunos, con sarcasmo
fácil, acusaron de incoherente, no lo fue, sino más bien al contrario. Fue un sabio y un
maestro que todavía hoy nos enseña una pedagogía útil, inteligente y efectiva.

Pero, desde luego, no puede ocultarse que sigue existiendo el sufrimiento, y, aun
más, un amplio remanente del mismo a lo largo de toda la historia, una macabra
herencia de injusticias que no puede ni debe negarse y que nos desafía e interpela.

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Los imperios, en este sentido, son el reverso de este dolor acumulado, que nos
impulsa a considerarlo en el tercer capítulo. En el mismo, paso a abordar la
«peligrosa» problemática de la memoria y el sufrimiento de las generaciones pasadas,
un sufrimiento que subyace al presente, y que porta, como un eco, las esperanzas
olvidadas de quienes vieron frustrados sus anhelos de justicia. Aquí resulta ineludible
acudir a la filosofía de la historia de Walter Benjamin y relacionarla con una
educación que tuviera en cuenta estas resonancias de una justicia frustrada, esa
herencia, en su mayor parte, de sangre y horror que cimenta nuestros privilegios. Se
trata de realizar una educación responsable ante el pasado, que recuperase y
actualizase dicha herencia, para, al mismo tiempo, tornar la mirada hacia un futuro
esperanzador que resulta recuperado por dicha actualización. Abordo, paralelamente,
la problemática de una educación utópica, crítica y emancipadora. Se trata de una
labor responsable, que responde al sufrimiento de las generaciones que nos
precedieron y que tiene en cuenta a las generaciones que continuarán en el futuro.
Como dijo Adorno, resulta imposible soslayar este deber y educar como si Auschwitz
no hubiera ocurrido. De todo esto nos ocuparemos en nuestro esfuerzo por
caracterizar una educación que aporte un sentido a las personas que vienen, que
verdaderamente transforme y, sobre todo, evite que se cometan los mismos errores.
Trato aquí, pues, la educación como actividad esencialmente crítica y utópica,
«preparando» respuestas pedagógicas como la representada por Paulo Freire.

Y será precisamente el elemento crítico y utópico el que caracteriza la visión de


Iván Illich, en el capítulo cuarto. Como he dicho en líneas anteriores, este
controvertido autor inquieta por su contundencia a la hora de cuestionar lo
incuestionable, en relación con el modelo de escuela y el modelo de sociedad a la que
sirve. Propugna la recuperación del control del hombre sobre sus instrumentos y
herramientas, la salida de un maquinismo alienante que nos inmoviliza y merma la
creatividad, convirtiéndonos en personas pasivas y manipulables, atrapadas en sus
hábitos perezosos. Lo más interesante de este autor es que no ofrece una alternativa
clara, en consonancia con el respeto debido a las generaciones futuras, a las que
corresponderá la tarea de organizar su propia vida. Su pedagogía (o antipedagogía,
como quiera llamársela) está bien argumentada, aportando numerosos datos y
razones. Es un autor que, lejos de ejecutar críticas descabelladas, como ha querido
creerse, utiliza la razón como instrumento crítico y capaz de voltear la realidad. Illich
nos impulsa, por tanto, a repensar creativa y arriesgadamente lo obvio, cosa que, al
fin y al cabo, siempre es de agradecer. Como educadores (que todos lo somos) nos
ayuda a tomar consciencia de lo que hacemos y a recuperar el lamentablemente

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desprestigiado asunto de los fines ocultos, como él decía, de todo proceso educativo
formal. Nos enfrenta, pues, a ciertas verdades incómodas.

El quinto capítulo se plantea las consecuencias que acarrea una democratización


de la escuela y la enseñanza. Se trata de proponer la participación en el propio
proceso de aprendizaje de los denominados educandos, como posible remedio a los
males que también en este capítulo, al comienzo, se diagnostican. Es un capítulo
general, temático, al que subyace la escisión cultural entre lo popular y lo académico,
que sirve para introducir el siguiente, el Capítulo 6, que presenta los rasgos de una
educación desarrollada por todos y para todos.

En el Capítulo 6 planteamos la dicotomía «verticalidad» y «horizontalidad» para


caracterizar un modelo pedagógico liberador, en sentido freiriano. He procurado
poner de manifiesto que el autor brasileño, Paulo Freire, apunta a un nuevo modelo
de hombre y de sociedad. Creo que nos da las claves para desarrollar un mundo sano,
en el sentido expresado por Erich Fromm, o sea, un mundo mejor, adecuado a las
necesidades de los seres humanos, a sus afectos y psicología. Freire elabora el
programa de Fromm, según creo, a partir de una manera de entender las relaciones
humanas que realizan la capacidad de comunicarse y amar que todos tenemos,
capacidad cuya realización es, al mismo tiempo, una necesidad. Un mundo o escuela
contrarios a estas capacidadesnecesidades se alejaría del verdadero bienestar humano.

Paulo Freire describe el mundo desviado de la salud, «bancario», destacando sus


rasgos profundamente alienantes, y propugna una alternativa, similar a la de Iván
Illich, que consiste en una sociedad y escuela donde sea posible comunicarse y amar.
En realidad, la pedagogía de Freire es muy rica en fuentes e influencias, sintetiza gran
parte de los movimientos sociales y del pensamiento filosófico y teológico de
América Latina y tiene, en la actualidad, una enorme difusión y prestigio.
Personalmente, me ha orientado en mi trabajo en la universidad, habiéndole dedicado
cursos que me han ayudado a apreciarla, aprecio que comparto con el de los
numerosos alumnos, futuros educadores, que me han manifestado a menudo su
alegría por haber conocido esta pedagogía que se toma tan en serio la idea de crecer
con los demás (no contra los demás o sin los demás, como suele ocurrir de hecho en
nuestro mundo). Y, en realidad, este capítulo es la conclusión que quisiera resonara
tras la lectura del presente libro. Los anteriores capítulos conducen a _él.

He añadido, no obstante, un último capítulo a manera de apéndice. Lo he


considerado imprescindible, debido a la perentoria necesidad de perfilar qué

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entendemos por tolerancia, cuando hablamos de ello, en un mundo cada vez más
globalizado en el que amenazan los fundamentalismos de todos los colores, la
solapada supresión de los derechos básicos y el atrincheramiento en posturas cada vez
más intransigentes. Puede leerse en cualquier momento, y espero que sea útil en los
foros educativos en los que se aborde el tema.

Por último, deseo recalcar que numerosas preguntas quedarán en el aire tras la
lectura del libro. La obra que el lector tiene delante es, realmente, una excusa para
repensar la educación. Todo educador, consciente o inconscientemente, debe tomar
partido. Mi mayor objetivo es ayudar a ello, con la aportación de mi trabajo. He
intentado integrar y relacionar algunas visiones filosóficas y pedagógicas, cada una
de las cuales, desde luego, requeriría un nuevo libro por separado, y no simples
capítulos. Y si tras la lectura del libro, además, se despiertan inquietudes para
impulsar la consulta de las fuentes y autores citados, puedo darme por muy
satisfecho.

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Educar desde el absurdo. La educación como perseverante tarea ética

1. INTRODUCCIÓN

En este primer capítulo se abordan algunas consecuencias para la educación que


se pueden extraer de un pesimismo que centra la mirada en el dolor concreto, y que,
por tanto, percibe el sufrimiento como elemento más significativo de la vida humana.
Desde esta perspectiva, representada paradigmáticamente en la historia de la filosofía
por Schopenhauerl, se considera el dolor singular provocado por la finitud como la
circunstancia fundamental de la experiencia humana. Es decir, contra opciones que
más adelante le dieron la vuelta a este pesimismo de corte nihilista, como la de
Nietzsche, el pesimismo schopenhaueriano retrocede ante una vida percibida
únicamente en su aspecto más solitariamente doloroso. En cualquier caso, voy a
resaltar el peligro de ceder ante el peso de lo trágico, porque de resultas de ello se da
una peligrosa parálisis que conduce a un quietismo fatalista alejado de todo afán por
mejorar las condiciones de la existencia. Es preciso evitar este escollo propio del
pesimismo que voy a caracterizar, escollo que implicaría la inhibición de la
transformación social, y que incluso conduciría a un tipo de educación de índole
conservadora (o incluso reaccionaria).

Para no ceder a esta asfixia causada por el dolor de la mera existencia desnuda,
eliminamos de ésta todo fundamento o sentido trascendente, como ocurre en el
sistema filosófico de Schopenhauer, voy a seguir la trayectoria intelectual de alguien
que desde el más hondo desamparo, pero con la lectura de Nietzsche como
salvavidas, desembocó en una extraña afirmación a contrapelo de la vida, y, yendo
aún más lejos, elaboró una suerte de ética absurda. Me refiero, desde luego, al escritor
y pensador de posguerra Albert Camus, controvertido y singular intelectual, cuya
obra se dio en una convulsa etapa del siglo xx. Basándome en su pensamiento,
elaboraré un esbozo de lo que podría denominarse «educación a contrapelo», que no
es sino una propuesta de educación para mejorar sociedades e individuos, en el
sentido de procurarles los medios para su felicidad; una educación que entenderé en
el marco de una solidaridad sin esperanza, pues no abandonaré en ningún momento,
como hizo el autor franco-argelino, la total carencia de apoyos firmes de tipo
religioso o metafísico que sirvan para orientar la acción y dar sentido a un proyecto
utópico. El recorrido, llegado al último parágrafo de este capítulo, irá desde el

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desconsuelo y la desesperanza nihilista hasta el vitalismo egoísta y, finalmente, a la
educación como apuesta ética por el hombre, siempre a ciegas y en permanente
rebelión contra un mal que parece vencer todas las batallas y tener la última palabra.

Pero antes, en una primera parte de este capítulo, me centraré en la visión


pesimista, en especial desde la perspectiva de Schopenhauer, y destacaré el hecho de
que algunas situaciones de dolor suponen una importante revelación de la condición
humana. Esto también lo ha señalado cierto pensamiento contemporáneo preocupado
por la existencia, como Jaspers. Este filósofo menciona las situaciones límite como
momentos vitales de hondo poder educativo, como veremos. Éstas se refieren
generalmente a las ocasiones, imprevistas y accidentales, en las que nos vemos
arrojados fuera del camino vital que esperábamos andar. En esos momentos nos
encontramos, paradójicamente y, a pesar del aturdimiento, en plena lucidez. Es cierto
que vagamos desorientados, pero también lo es que nos acercamos a cierta forma de
revelación. Entonces, se nos impone con toda su contundencia una verdad: que somos
finitos. Ocurre que el azar nos zarandea en tales ocasiones, en las que se nos impone
con tremenda gravedad la contingencia de la vida humana. Las preguntas, extraídas
por el fortuito accidente del abismo angustioso de nuestra existencia, se suceden en
tales momentos: ¿Dónde está la anterior firmeza de las cosas? ¿Dónde la seguridad
del orden que parecía reinar? ¿Acaso todo era un engaño? El mundo, que
considerábamos permanente en su forma, de pronto llega a deshacerse. Podría decirse
que se nos abren los ojos para percibir el movimiento del universo y el hecho de que
éste es difuso e informe. Y, entonces, llega la triste comprensión de la veleidad de las
cosas y de nuestra impotencia o, lo que es igual, la vivencia del límite que nos
impone nuestra circunstancia. Es decir, percibimos las fauces del universo, su lóbrego
silencio, su sinsentido, su absurdo.

Entenderemos por el absurdo, en las líneas que siguen y según la definición de


Camus, el contraste existente entre nuestras esperanzas desmesuradas y lo que en
realidad somos, según lo podemos percibir en las mencionadas experiencias límite:
seres finitos y, en gran medida, impotentes ante el universo. «Lo absurdo nace de esta
confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo»z,
afirma Camus. Porque resulta que si nuestras expectativas no tienen límite, el ser
humano en el mundo sí lo tiene. Y el mundo, sencillamente, impone estos límites,
hasta que nos convencemos de que son infranqueables. En las situaciones
existencialmente aleccionadoras, en el sentido que estoy describiendo, percibimos lo
vulnerables que somos. Comprobamos, además, que las condiciones no las hemos

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acordado nosotros, los que las sufrimos. Frente al cosmos de explicaciones y sistemas
que, como un sueño, habíamos parido, nos vemos obligados a aceptar en estos casos
una realidad distinta de la que nos habíamos figurado, en la que ya no sabemos
orientarnos y por la que vagamos sin rumbo. Por eso, hay cierta lucidez en estas
situaciones.

2. EL PESIMISMO LÚCIDO

Está claro que, en un primer momento, el pesimismo conlleva una valoración


fundamentalmente negativa de la existencia humana, en la medida en que constata
que el sufrimiento y el mal resultan insuperables y se encuentran hondamente
arraigados en ella3. Así ocurre si consideramos que la vida es una explosión de
necesidades que reclaman ser satisfechas, como ocurre en la cosmología de
Schopenhauer. La vida, según este filósofo, como reflejo de esa inefable voluntad que
constituye el fundamento nouménico del mundo, se caracteriza por ser un constante
aluvión de deseos, a veces enfrentados entre sí. Pero lo malo es que «El deseo es por
su naturaleza doloroso»4, lo cual significa que «toda vida es dolor»5. El deseo
implica una carencia esencial del hombre e impulsa un movimiento ansioso en pos de
lo que no se posee. Este movimiento, siempre doloroso, presidiría la existencia. Todo
esto halla perfecta explicación en el sis tema del filósofo alemán, como señala
Maceiras: «La aspiración continuada e insatisfecha de la voluntad, siempre
comprimida por el obstáculo y atormentada por la limitación, convierte a la totalidad
del mundo [...] en un irremediable y universal dolor»6. Así pues, no sólo todo es
dolor, sino que este dolor o sufrimiento universal no tiene fin posible en la
concepción de Schopenhauer, quien se puede decir, como señalara Nietzsche, que
cede al aturdimiento originado por el aspecto doloroso de la existencia.

El sufrimiento sin fin de la vida humana remite al hecho, observado por


Schopenhauer, de que la realidad no se acopla a nuestras necesidades. Durante
nuestro recorrido por el mundo, tropezamos, psicológica y metafísicamente, con
nuestra propia finitud, ya que el mundo nos supera, en su incontrolable devenir. El
universo sucede ajeno a la satisfacción de nuestras necesidades y sordo a nuestros
deseos. Y si el hombre es deseo, en cuanto vida, el universo parece suceder ajeno al
propio hombre. Se trata de un silencio metafísico que acaba afectando a la existencia.
El pesimismo de Schopenhauer nace de la evidencia de este continuo fracaso del
hombre, de su carrera frustrada. «Todo esfuerzo o aspiración nace de una necesidad,
de un descontento con el estado presente, y es por tanto un dolor mientras no se ve

19
satisfecho. Pero la satisfacción verdadera no existe, puesto que es el punto de partida
de un nuevo deseo, también dificultado y origen de nuevos dolores. Jamás hay
descanso final; por tanto, jamás hay límites ni términos para el dolor»'.

La comprensión de nuestra condición sobreviene a partir de los grandes fracasos.


Creo que también tras el vuelco de la razón, tantas veces señalado en nuestro tiempo",
puede sobrevenir este pesimismo lúcido ante el cual todo adquiere una desmesurada
dificultad. El filósofo Albert Camus lo expresa certeramente: «Durante un segundo ya
no lo entendemos, pues durante siglos no hemos entendido en él sino las figuras y
dibujos que previamente le aportábamos, y ahora nos fallan las fuerzas para usar ese
artificio. El mundo se nos escapa y después vuelve a ser él. Los decorados
enmascarados por el hábito vuelven a ser lo que son. Se alejan de nosotros»9.
Entonces, nos sorprendemos, como expresa la conocida imagen existencialista,
abocados a habitar un sitio y a vivir una situación que no comprendemos. Sentirse
profundamente extranjero en el mundo es también una forma del sentimiento del
absurdo: «[...] en un universo privado de pronto de ilusiones y de luces, el hombre se
siente extranjero»10, afirma el escritor franco-argelino.

La ilusión supina del ser humano, individuo y especie, sería la de creer que sus
deseos de dominio y conocimiento serán satisfechos, que alguna vez obtendría las
anheladas respuestas. En este sentido, el Camus de El mito de Sísifo aconseja
abandonar las falsas esperanzas. Ciertos escritores contemporáneos, como Kafka,
describen este mundo sin esperanza. También para Sartre en La náusea toda finalidad
y justificación más allá de lo meramente actual y fáctico carecen de razón. Pero,
entonces, ¿dónde apoyarnos para caminar en el mundo hostil? Y me refiero, entre
otras cosas, a los derechos humanos. ¿Qué posibilidad de elaborar una ética nos
resta? Esta idea la formula varias veces Camus: «Bajo la mortal iluminación de este
destino aparece la inutilidad. Ninguna moral ni ningún esfuerzo son justificables a
priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición»11. Gran parte
de la filosofía contemporánea conoce la evidencia de este absurdo, esta vacuidad del
mundo e impotencia del hombre que lo habita12. En el segundo capítulo, trataremos
esta idea desde una perspectiva distinta: la filosofía estoica. En ese momento,
procuraré relacionar esta actitud impotente, resignada, con una ética y praxis
transformadora, aun cuando soy consciente de la dificultad y objeciones que se
pueden plantear a ello. El existencialismo sí intenta también, y de nuevo me centro en
Camus especialmente, una acción política y una ética desde un cierto heroísmo
trágico que sí creo que puede transformar el mundo. Intentaré exponerlo en el último

20
apartado de este capítulo y, como he dicho, en el Capítulo 2 retornaré a esto desde la
perspectiva de la filosofía estoica. Aunque, como es evidente, a veces la conexión
entre perspectivas que tienen puntos de partida y contextos tan distintos es
complicada y, seguramente, casi imposible.

Volviendo a Schopenhauer, para él, la perspectiva pesimista resulta lúcida, desde


la óptica que estoy presentando, pero la perspectiva optimista, en consecuencia,
resulta un engaño. En este sentido, llega a afirmar: «[...] no he de ocultar aquí que el
optimismo, cuando no es un mero discurso irreflexivo de personas cuyo obtuso
cerebro no encierra más que palabras, me parece no sólo absurdo, sino
verdaderamente impío, pues es un sarcasmo contra los dolores sin cuento de la
humanidad. No se olvide que la doctrina cristiana se inclina al pesimismo y que en
los Evangelios las palabras "mundo" y "mal" se emplean como sinónimas» 13.
Bueno, aquí no parece dejar mucho espacio para la utopía, desde luego. Aunque no le
falta su parte de razón. Nadie puede dudar, so pena de trivializar el mal y el
sufrimiento humano, de que en el mundo abunda el mal, el dolor y la injusticia. Para
Dostoyevski, de hecho, éste es el mayor escándalo que ha de afrontar el ser humano
en la praxis. La evidencia del mal en un mundo donde el sufrimiento y la inmolación
de los inocentes resulta algo cotidiano. Es lo que la razón y el corazón del hombre
peor soportan. Porque aún peor que la impotencia de la razón para ofrecer una
explicación del mundo, lo es su patente incapacidad para justificar la injusticia que
supone el sufrimiento de cual quier víctima inocente. El mal resulta un escándalo y
es, así lo grita el indignado corazón del hombre compasivo, el verdadero desorden.
De manera estremecedora lo manifiesta Iván Karamázov a su hermano Alexéi en la
atormentada novela del autor ruso, Los hermanos Karamázov. «¿Y puedes tú admitir
la idea de que aquellos para quienes construyes el edificio estuvieran dispuestos a
aceptar su felicidad a costa de la injustificada sangre de la criatura sacrificada y que,
habiéndolo aceptado, vivie- ran felices por los siglos de los siglos?» 14

A continuación, voy a profundizar algo más en las características propias de esas


vivencias del acontecer humano, en las cuales se expresa y percibe con intensidad
este absurdo esencial de la existencia que se manifiesta, entre otras cosas, en la
prepotencia y universalidad del mal que arremete contra nuestras esperanzas y las
impugna permanentemente.

3. EL ENCUENTRO EXISTENCIAL CON LOS LÍMITES QUE NOS


CIRCUNDAN

21
Cuando Camus propone aceptar el absurdo, afirma que equivale a aceptar que
«Todas las grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo
irrisorio»15; es decir, aceptar el absurdo radical significa percatarse de que la
existencia y cada uno de sus acontecimientos resultan banales. O, dicho en términos
más precisos, equivale a asumir la contingencia del hombre y el propio mundo, como
ya Nietzsche había formulado. Pero, del mismo modo que Nietzsche, Camus da un
vuelco al pesimismo, en su última etapa, en cuanto que considera que de la
aceptación de la contingencia resulta una cierta liberación y cura. Como momento
previo a esta liberación de índole nietzscheana, debemos ubicar nos en el núcleo del
sufrimiento, partiendo de la carencia y pérdida del sentido.

La constatación de la banalidad de la existencia puede darse, por ejemplo, en el


momento concreto en que, de repente y por primera vez, una persona se pregunta por
el sentido de la monótona rutina de su vida. Desde la vulgaridad de la misma, se eleva
a la visión de la vulgaridad de la existencia humana global, idea que expresa el propio
Camus16. Pero hay muchas más situaciones que pueden abrir los ojos a lo absurdo,
manifestando cualquiera de ellas la presencia de algún límite que nos cerca y nos
revela nuestra pequeñez. Se trata de experiencias surgidas de la propia vida, donde las
esperanzas del hombre, su necesidad de sentido y orden en el mundo se ahogan en el
maremoto de la realidad. Son experiencias por las que el individuo singular se
contempla preso de muros inexpugnables, de ineluctables límites que se oponen a sus
planes. En este sentido, la finitud del ser humano y lo absurdo de su existencia
quedarían patentes cuando el sujeto se hace consciente del inexorable paso del
tiempo. Hay numerosas situaciones que pueden producir esta conmoción sentimental
que nos aboca a la percepción consciente de que todo fluye, de que en ese flujo
continuo nada permanece y de que, por tanto, todo muere. Estamos acostumbrados a
este hecho y por eso lo consideramos con naturalidad y sin asombro, pero en
ocasiones el dinamismo de la realidad, que ya señalara Heráclito, nos acapara la
atención poderosamente. Así, puede ocurrir que observemos con extrañeza, en una
vieja fotografía, al niño que éramos. Vemos la figura como un dibujo de algo
inexistente, como una mera fantasía. El adulto es incapaz de concebirse realmente
como ese niño. Es decir, lo puede concebir con la razón, pero su corazón siente que el
bebé de la fotografía era algo muy diferente a lo que ahora es él. La figura infantil
perdura sólo en el recinto artificial de la memoria, como un elemento fantasmagórico
de natu raleza cercana a la irrealidad. Sabemos que la realidad que contemplamos en
una vieja fotografía fuimos nosotros, pero sentimos que no somos esa realidad, por lo
cual nos resulta absolutamente extraña. Ocurre que pertenece al pasado inasible.

22
Esta conclusión puede generar tristeza porque evoca la realidad de que nos
constituye la muerte17. Si algo perdura, son las imágenes o fantasmas nebulosos de
una realidad pasada. Estas imágenes poseen las mismas características de cualquier
imagen procedente de los sueños o la literatura, lo cual nos asemejaría,
incómodamente, a los entes de ficción. En efecto, en el tiempo pasado, la realidad y
la ficción se confunden, y es en este sentido que en Vida de Don Quijote y Sancho, en
una discusión que se entabla entre el ventero y el cura, Miguel de Unamuno
concluye:

[...] enzarzose el cura con el ventero y su familia a hablar de libros de


caballerías, y soltó lo de que los libros en donde se narran las aventuras de
Don Cirogilio y de Félix Marte son mentirosos y están llenos de disparates y
devaneos, y el del Gran Capitán lo es de historia verdadera, así como el de
Diego García de Paredes.

Pero véngase acá el señor licenciado, y dígame: ahora, al presente, y en


el momento en que vuestra merced habla así, ¿dónde estaban y están en la
tierra el Gran Capitán y Diego García de Paredes? Luego que un hombre se
murió y pasó acaso a memoria de otros hombres, ¿en qué es más que una de
esas ficciones poéticas de que abomináis?18.

Y con mayor vehemencia, Unamuno declara en otra ocasión:

Gritos de las entrañas del alma ha arrancado a los poetas de los tiempos
todos esta tremenda visión del fluir de las olas de la vida, desde el «sueño de
una sombra» [...], de Píndaro, hasta La vida es sueño, de Calderón, y el
«estamos hechos de la madera de los sueños», de Shakespeare, sentencia esta
última aún más trágica que la del castellano, pues mientras en aquélla sólo se
declara sueño a nuestra vida, mas no a nosotros, los soñadores de ella, el
inglés nos hace también a nosotros sueño, sueño que sueña19.

Los recuerdos son un remedo de la realidad, ecos de un instante perdido para


siempre. En este sentido, como seres constituidos de pasado y abocados a ser
recordados, somos como entes de ficción. La continua muerte que sufrimos en la
sucesión de los instantes nos sustrae consistencia ontológica. En la medida en que
todo fluye, puede decirse «nada permanece» o «todo muere». La muerte, límite de
límites, siempre se halla presente en este flujo eterno. Según esta idea, enfatizada por
algunos autores en el siglo xx, es el instante presente lo único real, siendo lo demás
como niebla. Pasado y futuro no existen. Así lo destacan dichos pensadores, en su
intento de acentuar lo concreto como lo único real. La realidad existente es, según
esta visión, sólo ese punto inefable que llamamos «presente». Así lo es para

23
Nietzsche, en la interpretación del teólogo Johann Baptist Metz20. El autor germano
se refiere a un tiempo cíclico que no es más que una ilusión de tiempo, pues al
carecer de historia lineal, el tiempo, por muy fluido que sea, es un eterno presente, sin
historia ni proyección futura. Frente a esto, curiosamente, es la introducción del
tiempo en la monotonía de lo eternamente cambiante, pero incambiante, la que puede
salvar el presente y dotar de un sentido a la existencia de los seres humanos. Porque
el presente eterno (como monótona sucesión de instantes presentes) no es,
ciertamente, la eternidad. Un personaje de Sartre lo describe certeramente en La
náusea:

[...]; es inútil que hurgue en el pasado, sólo saco restos de imágenes y no sé


muy bien lo que representan, ni si son recuerdos o ficciones [...] Además hay
muchos casos en que estos mismos restos han desaparecido: no quedan sino
palabras; aún podría contar las historias, y contarlas demasiado bien [...],
pero son esqueletos. Se trata de un tipo que hace esto o aquello, pero no soy
yo, no tengo nada de común con él. El individuo recorre países que yo
conozco tan mal como si nunca hubiese ido. A veces acierto a pronunciar en
mi relato esos hermosos nombres que se leen en los atlas: Aranjuez o
Canterbury. Provocan en mí imágenes nuevas, como las que conciben, según
sus lecturas, las personas que nunca han viajado; sueño basándome en
palabras, eso es todo. [...] Construyo mis recuerdos con el presente. Estoy
desechado, abandonado en el presente. En vano trato de alcanzar el pasado;
no puedo escaparme21.

Esta fluidez del mundo, este caos terrible de los instantes que se suceden sin más,
esta profunda carencia de sentido, en definitiva, la percibimos sobre todo en el
encuentro con la muerte de alguien querido o con la enfermedad. Pero de esa vivencia
terrible puede sobrevenir la iluminación. Como afirma Padilla que nos muestra
Unamuno: «[...] por medio del dolor, la conciencia descubre su limitación, su
contingencia, su condena al espacio y al tiempo, y experimenta una avidez
ontológica, una necesidad de liberación para volver al infinito. Por el sufrimiento el
alma entra en contacto con la divinidad, con ese mundo misterioso de lo nouménico.
Esto explica ese sentido de liberación que ofrece a nuestro autor el suicidio y que
tanto reitera en sus novelas y dramas»22. La conclusión a que nos vemos abocados es
la de la inanidad de todo lo que se nos aparece.

A continuación, concretaré tres posibles respuestas educativas que entroncan con


las situaciones y actitudes que he ido describiendo, desde la desolación hasta,
precisamente, el encuentro de un sentido tras lo que en un principio fue

24
dolorosamente vivido como muerte y final. Una vuelta de tuerca en la que Camus, a
quien continuaremos siguiendo de cerca, salta del espanto a la afirmación vital de
corte nietzscheano y, finalmente, a la ética como heroísmo trágico y apuesta absurda.
Esto último nos permitirá salvar y justificar la tarea educativa, como se verá, a pesar
de haber puesto el acento y el punto de partida en el sinsentido.

3. EDUCAR DESDE LA INCERTIDUMBRE

Ante la ausencia de un fundamento metafísico que legitime la opción por unos


valores y una ordenación jerárquica de los mismos, así como ante la imposibilidad de
orientarse y hallar sentido a la existencia, básicamente cabrían tres opciones vitales,
que desembocan en las pertinentes pedagogías. Vamos a describir dichas actitudes,
todas consecuentes con el desamparo pesimista que hemos descrito, pero diferentes
en las soluciones prácticas. Coinciden, en gran medida, con la exposición que realiza
Camus de las conductas que el hombre ha adoptado en la historia respecto a la
búsqueda de sentido (tras la muerte de Dios) y que cabría adoptar una vez asumido el
absurdo de una vida de la que ha desaparecido, en principio, toda justificación 23.

En las líneas precedentes ha quedado ampliamente desarrollada la idea del


filósofo de que el entorno donde se desenvuelve nuestra existencia se caracteriza por
su inhumanidad, su silencio y su muda oposición a los anhelos humanos. Pero el
hombre, que ha de asumir su absurdo devenir, debe actuar. Porque incluso el mero
abandonarse no deja de ser una opción. Como afirma Sartre, estamos abocados a
elegir24.

3.1. Pedagogía de la desesperación

Tras la frustración inconmensurable de los seres humanos y su decepción


cósmica, puede surgir la actitud nihilista de disolverse en el océano. Así lo enuncia la
profesora Remedios Ávila en un trabajo sobre el pesimismo de Schopenhauer: «Y
Schopenhauer será coherente cuando apunte al único camino de liberación: la nada.
"No querer" se transforma paulatinamente en querer activamente la nada. El
pesimismo se acerca inevitablemente a su consecuencia: el nihilismo»25. Y en la
concepción de Camus, el nihilista es quien reacciona violentamente ante un universo
injusto y desordenado, sin un principio de explicación para el sufrimiento de los seres
humanos. Le duele saberse limitado, en especial por el límite de límites: «La
insurrección humana, en sus formas elevadas y trágicas, no es y no puede ser más que
una larga protesta contra la muerte, una acusación rabiosa contra esta condición

25
regida por la pena de muerte generalizada»26. Tal es su rabia, que puede desembocar
en un rechazo visceral del mundo y la vida humana, o bien en una aceptación
conservadora de lo que es, por no ser capaz de echar mano de valores universales,
que entiende sin fundamento tras la muerte de Dios. En cualquier caso, como se
explica en el segundo gran ensayo de Camus (El hombre rebelde), «Cada vez que [el
hombre] deifica el rechazo total de lo que es, el no absoluto, mata. Cada vez que
acepta ciegamente lo que es y grita el sí absoluto, mata»27. Ambas salidas, la
negadora y la ciegamente conservadora, desembocan en la misma destrucción.

Denominaré «desesperación» a la actitud nihilista, debido al dolor sin esperanza


que subyace en el rechazo total del mundo y la existencia humana. Desde luego, es
tamos consecuentemente ante una negación de la educación. Por eso, la expresión
«Pedagogía de la desesperación» encierra un contrasentido. Desde la extrema
negación nihilista resulta imposible educar. Como asevera Fernando Savater, se
precisa cierta dosis de optimismo para educar2S, que resulta muy difícil mantener
cuando el único horizonte que hallamos en la vida humana es el del fracaso. Si nos
vemos abocados a la derrota en la consecución de los modelos e ideales que nos
hemos trazado y hemos perdido la esperanza y la posibilidad de fundamentarlos, la
educación se torna una labor imposible. O, tal vez, una labor histriónica que perpetúa
la falsa ilusión de un sentido de lo existente y que oculta una descomunal
frustración29.

En el fondo, el desesperado, desde su falta de esperanza, anhela lo único que


pacificaría el torbellino de los deseos frustrados, es decir, la destrucción de toda la
ilusión mediante un último holocausto30. Así, para el género humano, la única salida
que el desesperado considera coherente es el suicidio o el crimen. Recordemos los
famosos modelos que representan ciertos personajes universales de Dostoyevski,
como Iván Karamázov, Raskolnikov o Kirilov. El primero termina enloquecido y
aquietado por la duda corrosiva entre hacer el mal desde la imposibilidad racional de
sustentar los principios morales y la defensa del bien que desea su corazón. La muerte
de Dios se convierte en su propia muerte. Su razón descarnada le manda una cosa que
contradice los dictados de su corazón. Y en dicha agonía perece. El segundo,
protagonista de Crimen y castigo, es un asesino de razonamientos despiadados en los
que ha desaparecido todo fundamento que justifique el bien, y el tercero, Kirilov, uno
de los personajes nihilistas que aparecen en Los demonios, opta por el suicidio desde
la desesperanza más radical y cínica. Porque si se toma como punto de partida una
razón implacable pero débil, que no puede responder a las preguntas más esenciales

26
ni justificar los valores o fundamentar la unidad y coherencia del universo, ya no hay
vuelta atrás: el hombre ha perdido su dignidad, su sentido y su moral. Por eso, el
desesperado se deja arrastrar por la ignominia y se regodea en el mal y la
podredumbre humana. Dostoyevski nos ofrece estos caracteres que reflejan las
consecuencias de un pensamiento sin raíz en lo universal. La fórmula «Si Dios no
existe todo está permitido» lo expresa. Porque, al perder su sustento divino,
paradójicamente, la vida humana «liberada» de Dios ha dejado de ser noble y sagrada
para estos seres de ficción.

Nos hallamos, pues, ante un suicidio del humanismo, de un humanismo que


comenzó apostando por el hombre, al que incluso colocó donde habitaba la divinidad
destronada, y que, al constatar el gran fracaso de éste, incapaz de dar sentido o
respuestas a su vida, se torna anti-humanismo. Como afirma Héctor Subirats en un
breve artículo sobre el filósofo Camus, parafraseando a éste, «Cuando todo está
permitido en nombre de la revolución, más que inaugurar el reino de la justicia
solidaria, arranca la historia del nihilismo contemporáneo»31. Del primitivo amor se
pasa al odio hacia todo lo que rezuma humanidad. Asistiríamos al final de un ser
humano que se encuentra, como un kafkiano insecto, en una escalofriante pesadilla de
soledad y sinsentido, ridículo en sus pretensiones y atrapado en las limitaciones de la
materia32. Así ha ocurrido con especial fuerza en el siglo xx, «un siglo que no se ha
caracterizado precisamente por la muerte de Dios, sino por la muerte del hombre, por
la muerte de lo humano y de la humanidad»33.

Por consiguiente, si asumimos este pesimismo nihilista que denominamos


«desesperación», la educación deja de tener sentido. No se puede plantear la
construcción de la felicidad del hombre (tal vez, ni siquiera la construcción del propio
hombre) si el desgarro de las ilusiones nos ha afectado y se ha perdido la fe en los
valores humanos y en su fundamentación. Desde el vacío doloroso y la falta de
asideros, sólo nos quedaría un mero encogernos de hombros y esperar la destrucción.
El desesperado se ahoga en su propio llanto. Y constata que el ser humano es incapaz
de obtener ni un ápice de la felicidad que espera. Piensa, como Schopenhauer, que a
la vida humana sólo se le presenta el dolor y, como mucho, el tedio. «La vida como
péndulo, oscila constantemente entre el dolor y el hastío, que son en realidad sus
elementos constitutivos» 34

La educación sería una perpetuación irresponsable del dolor constitutivo de la


existencia y un ocultamiento del sinsentido. Por ella, desde esta óptica, se perpetuaría

27
todo un sistema de falsedades sobre el progreso y el perfeccionamiento de la cultura
humana. Se nos ocultaría que los anhelos humanos no tienen una realización final,
que la existencia es una representación sin guión en un teatro sin público, que «La
vida es una sombra tan sólo que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume
su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia narrada por
un idiota, llena de estruendo y furia que nada 3s

Este recelo ante una educación vinculada a la vieja y superada idea de progreso36
se desprende de algunos pensamientos de Unamuno: «Para Unamuno, lo que
llamamos progreso es en realidad retroceso, porque nos está separando, alejando de la
armonía con la naturaleza: nos está desterrando cada vez más del Paraíso»37. La
razón nos alejaría de la verdadera felicidad de «no ser en todo.» En la novela Amor y
pedagogía del autor vasco, la pedagogía como ciencia ocultaría la dolorosa verdad
sobre la «fluyente» vida humana: «Don Avito Carrascal, profundamente estúpido,
vacía su vida de contenido humano, paso a paso, en nombre de sus esquemas, aunque
constantemente tropieza con lo real, y entonces se dice en voz baja: "Caíste, caíste y
volverás a caer"»311. La pedagogía científica contribuiría, según esta idea, a la
prolongación del vano dolor creando falsas expectativas, imponiendo un corsé a la
dinámica realidad e intentando ocultar el dolor inherente a la vida humana. Ésta es la
matización que el filósofo vasco hace de la pedagogía de su tiempo. Como se afirma
en un artículo aparecido en una prestigiosa revista de pedagogía, sobre el
pensamiento educativo de Unamuno, éste «[...] estimaba que la ciencia se convierte
en otra religión cuando deviene en un mero positivismo. Da a la ciencia el justo valor,
desprotegiéndola del ropaje mitológico con la que le vistió el positivismo
decimonónico»39. La certidumbre de las ciencias, como un conjunto ordenado de
hechos que se explican, oculta el carácter inabarcable de lo real.

Nos quedaría, pues, abandonar toda empresa educativa o, si al dolor añadimos


cierta hipocresía, concebir la educación como mera transmisión de lo que se valora
socialmente. Desde el escepticismo ante los modelos y las utopías, el desesperado
puede centrarse cómodamente tan sólo en conservar y defender lo que existe. Camus
también describe este movimiento, sólo aparentemente afirmativo, del nihilismo.
Desde el desprecio y negación de los viejos absolutos que lo sometían, para el
individuo nihilista, en este caso, «su verdadera vida reside en la soledad en la que
satisfará sin freno el apetito de ser que es su solo ser»40.

El desesperado, además de elegir la muerte, también puede optar por afirmar y

28
defender, agónicamente, lo que ha quedado desnudo tras la desacralización del
mundo, desembocando en el individualismo y el conformismo más exacerbados. En
este caso, se actuaría respecto a la enseñanza como se haría en relación con la vida,
desde la vana afirmación de lo que hay. Esto implicaría la enseñanza sin fe, que
afirma lo único que aparece con densidad, provisionalmente, delante de los ojos del
desesperado: el momento presente. Estos educadores harían en su trabajo sólo lo que
resulta socialmente avalado. Entonces, cabe cualquier contenido, mientras sea útil (o
lo parezca). Vale todo porque nada vale; porque nada vale para transformar. «Si no se
cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es
posible y nada tiene importancia»41. Desde la desesperación, más o menos patente,
se educa sin un proyecto convincente, a sabiendas de que todo acabará devorado por
la nada. Es lógico que el desesperado niegue la cultura, el conocimiento, el progreso
y la felicidad. No nos engañemos. Vive en una constante y freudiana nostalgia de
muerte (sentimiento oceánico, que decía Freud). En el fondo, no hay más meta ni
realidad, para él, que el dolor. Un dolor insoportable que padece con
estremecimiento. A la evidencia del absurdo reacciona gimiendo, en un demencial
pataleo. Aunque hay que destacar la gran paradoja que le es propia: se ve tan afectado
por el absurdo porque querría, con todas sus fuerzas, poder vivir a la medida de sus
deseos y afirmar el valor del ser humano. Anhela para el hombre una vida con sentido
y justa, sin los límites que cercenan sus esperanzas. Si el mundo se acoplara al ser
humano y a sus deseos de sentido y justicia, acaso cesaría de perseguir la muerte.

En síntesis, la destrucción nihilista o el conformismo individualista son los


efectos de la desesperación en el educador, lo cual supone en realidad la suicida
negación de la educación, si la entendemos como proyecto utópico, como haremos en
capítulos posteriores. Pero hay otras maneras de enfocar el asunto, sin abandonar la
percepción del absurdo.

3.2. Pedagogía del absurdo

No siempre la contemplación del sufrimiento humano desemboca necesariamente


en la desesperación. Puede desarrollarse una actitud distinta en el ser humano a partir
de la constatación del sinsentido. Así, para la que voy a denominar «pedagogía del
absurdo», en alusión a la filosofía del primer Camus42, el sinsentido es considerado,
nietzscheanamente, antes como liberación que como mal insuperable. Según esto, el
pedagogo absurdo sería aquel que acepta el absurdo esencial de la existencia humana,
que hemos descrito en líneas anteriores, pero extrayendo ciertas consecuencias

29
positivas del mismo y aplicándolas a su labor educativa. Sigo par cialmente la
perspectiva del filósofo galo43, de connotaciones nietzscheanas como acabo de
señalar, para guiarme en la descripción de este enfoque. Camus, rechazando la lógica
suicida del desesperado, afirma: «Anteriormente se trataba de saber si la vida, para
ser vivida, debía tener un sentido. Ahora parece, por el contrario, que se la vivirá
mejor cuanto menos sentido tenga. Vivir una experiencia, un destino, es aceptarlo
plenamente. Ahora bien, no se vivirá ese destino, sabiéndolo absurdo, si no se hace
todo para mantener ante sí ese absurdo iluminado por la conciencia»44. Esto es una
auténtica vuelta de tuerca respecto a la desesperación ya descrita. Ahora, habríamos
de aceptar plenamente el absurdo destino del hombre. Se trataría de asumirlo sin
anclarnos en la negación asesina y afirmando el desnudo valor de la existencia. A la
pregunta sobre si merece la pena vivir una vida sin sentido, en un universo sordo y
ajeno, ahora cabría responder que sí. Por eso, en el pedagogo absurdo, sí es posible
hablar propiamente de una cierta pedagogía, ya que se afirma lo que el pedagogo
desesperado niega, o sea, la existencia humana, y se abre la posibilidad de una
educación no destructiva. Se puede educar, por tanto, pero de una forma que debería
evitar los viejos errores, según traza Camus en su obra El mito de Sísifo.

El pedagogo absurdo encontraría la única libertad posible a los seres humanos en


la aceptación consciente de su destino sin mañana. Por eso, su ideario estaría
vertebrado por la exigencia de la libertad, entendida ésta, según Camus, como
ausencia de toda trascendencia. Está claro que nos movemos en la perspectiva de su
existencialismo ateo, que escoge el ateísmo (ausencia de un fundamento
trascendente) como punto de partida de toda filosofía. En este sentido, para el
educador que he denominado absurdo, el hombre que elige y que eligiendo se hace,
que asume el límite inexplicable de la muerte y que vive sin requerir mayores
justificaciones, sería el hombre educado. Ésta es su meta y su terapia. Se trataría, de
algún modo, de mostrar a las personas el efecto positivo del conocimiento de las
propias limitaciones y de la eliminación de las falsas esperanzas. Lejos de
intoxicarlas con el nihilismo suicida, se les mostraría el raro y solitario esplendor del
mundo y se les alimentaría el deseo, único deseo cuya realización es posible para los
hombres, de ser su testigo durante el corto lapso de la vida individual. Hay en este
primer Camus, pues, una revaloración del deseo y de la vida que supera la visión
pesimista de Schopenhauer, en la línea de Nietzsche.

Desde esta perspectiva, no se intentaría ocultar el absurdo (sinsentido) esencial o


atrincherarse en cosmovisiones que doten de un falso y peligroso sentido (peligroso

30
porque se lo considera emparentado con las visiones fundamentalistas y totalitarias) a
la existencia y al mundo. Contra lo que pudiera parecer, el hombre que alberga
esperanzas es el que resulta candidato para la tristeza, según lo expresa Camus: «[...]
los tristes tienen dos razones para estarlo, ignoran o esperan»45. Por el contrario, «lo
propio del hombre absurdo es no creer en el sentido profundo de las cosas»46. El
pedagogo absurdo procura, en consecuencia, la reconciliación con una finitud que no
empaña el dolor desbordado por causa de la muerte. Tanto su vida como su
enseñanza están impregnadas de recio estoicismo. Su posición, en efecto, guarda
grandes similitudes con el estoicismo, como voy a considerar y explicar en el
próximo capítulo. La inteligencia, en el hombre absurdo, ha llegado al punto álgido
de conocer los propios límites. «[La inteligencia] morirá al mismo tiempo que este
cuerpo. Pero en saberlo está su libertad»47. En este sentido, la pedagogía del absurdo
es valiente porque acepta una realidad que no es como el hombre siempre ha deseado.
Estoicamente valiente, podemos decir. Nos conmina a que dejemos fluir nues tra
humilde existencia con sencillez, desde la aceptación de sus límites.

Es así que el pedagogo absurdo ama a los seres humanos en sus limitaciones, no
la idea de Hombre o cualquier otra que se haya hecho. Los acepta en su singularidad.
Puede exclamar que siente un amor caritativo por ellos, pero no un amor abstracto y
sin rostro, sino un amor cordial de persona a persona que, sobre todo, desarrollará el
segundo Camus. Esto quiere decir que respeta escrupulosamente la libertad de las
personas que se educan, e incluso siente verdadero anhelo de que ellos se realicen a sí
mismos, con los pies en el suelo de su finitud. Acepta sus valientes elecciones y
también comprende sus cobardías. Amarlos es eso, por ahora. Amarlos, para él, es
quererlos como son, sin guiones ni personajes que hayan de representar, como ellos
eligen ser y sin pretender encontrar en ellos el santo que no son.

Desde el amor respetuoso, el maestro no se rige por modelos o métodos que


produzcan en el educando la engañosa sensación de una coraza protectora o última
unidad del mundo, sino que muestra el universo al educando, en su inocencia feroz de
instantes que se suceden. En realidad, no muestra ningún mundo, sino que muestra
objetos singulares. La educación nunca proporcionaría respuestas a las preguntas
esenciales, porque, antes que las explicaciones y las respuestas, estarían las
sensaciones y la mera descripción. «Para el hombre absurdo no se trata de explicar y
resolver, sino de sentir y describir. Todo comienza con la indiferencia
clarividente»48. Desde esta visión existencialista, educar consistiría en mostrar que
esto es lo que hay, que no existen planes a priori, que sólo las elecciones personales

31
del educando constituirán su futuro. El educador, como hombre absurdo que desea
contagiar a su educando la realidad del absurdo, sólo describe y ayuda a mirar:
«Describir, tal es la suprema ambición de un pensamiento absurdo »49 Nada más
lejos de la idea de unos contenidos programados con los que encorsetar el
pensamiento.

Así pues, la función de los educadores sería acercar su libertad al educando y


mostrársela. Dicho de otro modo, el educador absurdo educaría para cierta
responsabilidad. Una responsabilidad que presupone la asunción del destino finito del
hombre, la convicción de que no hay a quién apelar, sino a él mismo, y que, por tanto,
él es quien toma las riendas de su existencia. Así define también Sartre la función
pedagógica del existencialismo, que encaja en la exposición que estoy desarrollando:
«[...] el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que
es y hacer descansar sobre él la responsabilidad total de su existencia»50. En esta
línea la considera el profesor Fullat cuando afirma que para la pedagogía
existencialista «Educar es por lo menos socializar, y dicha actividad comporta entre
otras cosas aceptar los valores para una sociedad. Educandos y educadores actúan
casi siempre en este orden, pero, acontece a veces, que unos y otros se esfuerzan para
descodificarse con respecto a su sociedad intentando ser, en parte por lo menos,
creadores de sus personales biografías. En tal supuesto, las respectivas conciencias se
vuelven de espaldas a la axiología colectiva para poner valores propios. Así proceden
los pensadores de la Filosofía existencial»51.

El educador mostraría, también, que el hombre es un ser limitado, hecho de


instantes presentes y sujeto a la ilusión de la memoria. Instantes que no se ordenan
como si compusieran una historia, según expresa Sartre. Para éste, el único tiempo
real es el instante presente: «Construyo mis recuerdos con el presente. Estoy
desechado, abandonado en el presente. En vano trato de alcanzar el pasado; no puedo
escaparme»52. Me refiero a que se manifiesta para este educador la imposibilidad de
confeccionar teorías y grandes sistemas.

Esto implicaría la propuesta de una humildad originaria que, aplicada al


conocimiento científico, significa la asunción de los límites de la ciencia.
Comprender la idea de que ésta no garantiza, plenamente, el pretendido dominio total
sobre el mundo inerte. Porque el pedagogo absurdo «Ha alcanzado una ciencia sin
ilusiones [...]»53 También, la humildad de saber que no hay escrito un destino, ni
glorioso, ni miserable. El educador absurdo puede partir de la profundización en el

32
momento presente, para toparse con muros por todas partes. Ayuda a captar las cosas
con el poder del asombro, desde múltiples perspectivas, y ensaya relaciones entre
ellas, casi como un juego, para regresar extenuado a la ignorancia básica de sólo
conocer el instante. No permanece inmóvil ni aboga por la quietud, desde luego,
porque detenerse es una forma de adelantar la inevitable muerte, que, aunque se
acepta, no se la desea como sí lo hace el desesperado. De hecho, ama este universo de
singularidades y «siente lo que esta aventura tiene de desgarrador e insustituible»

En definitiva, el educador absurdo no permite que la particularidad del educando


se difumine en el mar de las abstracciones. Valora las cosas por sí mismas, sin
recurrir a sobrerrealidades, y mira al educando tal como es. Con él comparte el
mismo escenario vacuo y la misma niebla. Con él quiere conocer y crear las
estructuras sociales y la cultura, nunca definitivas. Y con él comparte la melancolía
de la lúcida madurez y la muchas veces dolorosa derrota de las viejas fantasías. Pero
la inutilidad de la pretensión de sentido y de los esfuerzos humanos en esta línea no
invalida para el ejercicio del amor y la lucha por el bien, y aquí Camus se alejaría de
su primera visión, y de la de Nietzsche, que evidentemente subyace en lo explicado
hasta ahora. En este caso, es el segundo Camus55 quien desarrolla, en un encomiable
esfuerzo, una moral del absurdo, una suerte de ética atea que voy a exponer, para
concluir el capítulo, a continuación. Se trata de un intento de superación de la
deficiencia de una concepción que olvida el carácter ético del hombre, su constitución
como ser en relación con, que ocupará, además, posteriores capítulos de este trabajo.

3.3. Pedagogía de la rebelión

Camus imagina en la novela La peste56 una situación de sufrimiento y riesgo, de


seres humanos que se educan con otros seres humanos de carne y hueso, en medio de
la atroz epidemia en la ciudad en cuarentenas7. Entre los personajes, que adoptan
distintas posiciones ante la fatalidad, destaca, como álter ego del escritor, el doctor
Rieux. Lo que vamos a desarrollar a continuación es la idea de una ética como
heroísmo trágico (y una educación que se entienda como tarea fundamentalmente
ética, es decir, a partir de la relación con el otro), que propugna el segundo Camus, en
la mencionada novela y el ensayo El hombre rebelde.

Según el autor existencialista, la rebelión positiva contra el sinsentido, más allá


del nihilismo destructivo o la exaltación individualista de que hemos hablado hasta
ahora, consiste en una lucha sin cuartel contra el mal, desde la compasión y el
sentimiento de una honda hermandad de los seres humanos". Es una ética sin sentido,

33
en la medida en que la acción se desarrolla a sabiendas de que no es posible la
fundamentación y el actuar seguro, tras haber muerto Dios. Se trata de una apuesta a
ciegas, pero por el hombre sin más, y una rebelión contra el mal aun llevando todas
las de perder. En la mortal epidemia del relato al que me he referido, todos los
personajes saben que se la juegan si permanecen en la ciudad, a pesar de lo cual
muchos se obstinan en ello sin la clara recompensa de ninguna vida futura, como es el
caso del médico ateo doctor Rieux. En su labor, éste palpa dolores reales, porciones
de humanidad sufrientes. No espera encontrarse más que hombres finitos, y esto es,
admirablemente, su único premio. Obra sin esperar otra recompensa, consciente de
que reina todo tipo de injusticia, en una tarea de afirmación inútil de sí mismo y de
sus pacientes. Que el mundo es injusto y carente de sentido se lo gritan la
enfermedad, la muerte y todos los inacabables sufrimientos humanos. Pero este
médico no se detiene en su obstinación por el bien ni se abandona a la locura como el
desalmado Iván Karamázov o Kirilov, de quienes he hablado en líneas anteriores.
Todas las personas que se rebelan contra el mal repiten, de algún modo, esta acción
sin queja ni reproche, estoicamente, sin reclamar nada a la divinidad que han perdido.

Pero entonces, la pequeñez del individuo se siente espléndida y, extrañamente,


cobra sentido. Porque este educador educado en el absurdo, que ha superado sus
anteriores parálisis, comprende que existe, al menos, una íntima unión entre los
hombres. Como afirma Ramírez en su excelente libro sobre el pensamiento de
Camus, «el absurdo, [...], no es sino una etapa provisional, aunque necesaria, en el
camino que conduce a la rebeldía. [...]. El héroe rebelde conquista un sentido a su
existencia a través de la solidaridad con todos los hombres, con los que siente
fraternalmente el peso de la injusticia, el sufrimiento y la muerte: la soledad del
trabajo de Sísifo se ha transformado en Prometeo, modelo de héroe rebelde, en una
lucha en favor del género humano»s9

Desde esa convicción, se podría desarrollar una labor pedagógica que hubiese por
fin descubierto al otro (que, como expresan Buber y Lévinas en su filosofía dialógica,
en el fondo siempre estuvo ahí). La comprensión ha requerido el dolor,
lamentablemente, pero se trata de un dolor que termina por acallarse tarde o
temprano. Porque una vida vivida con intensidad supone, desde este enfoque, haber
sufrido y haber sido capaz de percibir, a pesar de todo, cierta extraña verdad en medio
de ese sufrimiento. Ésta es una dura regla de la condición humana. En este sentido,
afirma Miguel de Unamuno: «El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la
personalidad, pues sólo sufriendo se es persona. Y es universal, y lo que a todos los

34
seres nos une es el dolor, [...]»60. Existe, pues, una sabiduría del dolor, que
Unamuno, como Camus, realza61, en la medida en que la experiencia del mismo nos
hace tomar conciencia de nuestro propio ser y abrirnos a los demás seres por la
caridad .compasiva62

En efecto, el hombre rebelde, educado como está en el absurdo, que ha vivido la


ininterrumpida agonía universal, no es arrastrado, sin embargo, por la corriente
brutal. Antes bien, el sufrimiento propio y el de los otros le habrían abierto los ojos.
Así como hace el hombre educado en el absurdo, no desvía la mirada y acepta la
condición humana, pero después, lejos de aquietarse, perseveraría en el amor. Como
resalta el profesor Fullat al referirse al pensamiento de Camus: «Las victorias que
proporciona la rebeldía son siempre provisionales, pero esto no es razón para cesar en
la lucha»63. Se trataría del empeño en una suerte de amor destinado a morir; por
tanto, un amor trágico, heroicamente trágico porque se lleva a cabo contra la
evidencia de un final inexorable.

Como he expuesto en el comienzo de este capítulo, hay momentos en que la


condición finita del ser humano en el indescifrable universo reluce con mayor
claridad. Son los momentos de revelación a que me referí, que suelen coincidir con la
soledad física, con los fracasos, con los golpes de la vida, con las pérdidas y con las
desilusiones. Y la pedagogía no debe, desde este punto de vista, ocultarlo. Como
expresa el mito platónico, abrir los ojos al intenso mediodía cuando abandonamos la
caverna de la ignorancia suele provocar confusión y lágrimas. La visión súbita de una
verdad trágica causa una violenta conmoción en nuestros pobres órganos humanos.
En este sentido, sí podría decirse que educarse duele. Duele el abandonar ciertas
ilusiones ancestrales, hondamente arraigadas en la cultura, y también duele salir de la
red de hábitos que tejemos día a día. Jaspers lo enfatiza: «Si no hubiera más que la
felicidad de la existencia empírica, entonces la posible "existencia" quedaría como
dormida. Es cosa singular que la pura felicidad parezca vacía»64. Sólo podemos
aspirar, entonces, a una felicidad que venga de vuelta del sufrimiento, que se haya
batido con él: «La felicidad tiene que ser puesta en cuestión para después de
restablecida ser entonces verdadera felicidad; la verdad de la felicidad se eleva sobre
la base del fracaso»65. El tipo de educación para la rebelión contra el mal a la que me
refiero consistiría en, en un primer momento, andar por los límites y percibir el vacío
que rodea al hombre. Pero esto no tiene por qué suponer el final de la cultura o la
historia en una suerte de éxtasis sin divinidad, como sí ocurre en el Camus de El mito
de Sísifo. Más bien, se puede apostar, absurdamente, por el hombre y se perseveraría

35
en la batalla contra el mal y la injusticia. No podemos residir eternamente en los
Olimpos del solipsismo contemplativo. Se resentiría nuestra humanidad, pues el
hombre es ser de andar con los otros, como se explicará en posteriores capítulos.

La rebeldía que describe Camus es una reacción que emerge, precisamente, de la


constatación del dolor. «Es posible la serenidad profunda que descansa sobre la base
del dolor indeleble», asevera también Jaspers66. Sin duda, es notoria la dureza de esta
suerte de apuesta sin sentido por combatir el mal y fortalecer los lazos con los
hombres, en lugar de distanciarse de ellos. Se trata de un heroísmo, como he
señalado, de carácter trágico por su carácter incierto. Es una especie de empeño a
ciegas, sin esperanza clara, una suerte de bondad que se juega sin más contra una
corriente que impulsa en dirección contraria. Falta Dios y falta el fundamento
racional, bien es cierto, pero el rebelde sabe (o siente) que en ningún caso resulta
digno permanecer en la agonía de la desesperación; tampoco en la beatitud solitaria
que acepta inerme el absurdo. Educarse, desde la perspectiva rebelde, supone asimilar
la limitación que nos duele y seguir adelante. El hombre así formado y trasmutado
rebelde no se engaña, agarra el toro por los cuernos y mira la muerte cara a cara.
Recordemos una vez más que, como dice Jaspers, «El sufrimiento es reducción de la
existencia empírica, destrucción parcial; detrás de todos los sufrimientos está la
muerte»67. Por tanto, todo llanto procede de ella y se reduce a ella. Y en el dolor
sabio aceptamos y comprendemos que eso es lo que hay. Entonces, el hombre
absurdo ha comprendido y exclama: «yo soy finito», al tiempo que, lejos de
acongojarse y aquietarse, se sigue moviendo en pos del otro que también sufre y vive
la vida de Sísifo en el infierno68, perseverando sin más en el amor.

Sísifo, pues, ha descubierto la solidaridad. En este caso, educar sí cobra todo su


sentido. Educar desde una solidaridad con el otro que, en el fondo, siempre ha estado
ahí constituyendo al propio sujeto, con lo que uno es, más bien, el sujeto de esa
solidaridad, como trataremos en capítulos posteriores. Para la persona educada en el
sufrimiento, ya desmontadas irreales y desmesuradas esperanzas, ha llegado el tiempo
de no cejar en el empeño de comunicarse y pasear por los hilos que median entre los
humildes seres humanos, amándolos en su sencillez. Se obstina, absurdamente, en
este amor terrenal. Esto es el mayor regalo que la pedagogía de la rebelión puede dar
a sus discípulos, la única felicidad con los pies en el suelo, la única verdad a la que,
quizás, podamos razonablemente aspirar.

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38
Educación para resistir. Filosofía estoica y pedagogía'

'Existe una versión reducida de este capítulo, publicada como artículo: «La
filosofía como pedagogía en el Estoicismo tardío romano», Revista Española de
Pedagogía, 237, vol. 65 (2007), págs. 317-332.

1. INTRODUCCIÓN

En este capítulo voy a abordar, al hilo de la exposición de algunos elementos de la


filosofía de los últimos estoicos de la época romana (Séneca, Epicteto y Marco
Aurelio), la educación como tarea propia de la filosofía, una educación empeñada,
desde su perspectiva, en afrontar el mal. Resulta una lógica continuación del punto
donde ha concluido el anterior capítulo, y desarrolla, por tanto, una cierta actitud
«rebelde» en el sentido camusiano, pero desde un prisma algo diferente que analizaré
a continuación. Estamos, desde luego, en un momento distinto de la tradición
filosófica y la historia. Pero ambos, el pensamiento de Camus y la escuela estoica,
implican una pedagogía cuya primera tarea es dar respuesta práctica a circunstancias
universales propias de la condición humana, como son el sufrimiento, la injusticia y
el mal. Se plantean como una reacción a un mal que, más allá de la injusticia social,
parece desbordarnos. Los estoicos responden a esta problemática, de sarrollando una
ética material que se interesa, ante todo, por la existencia del hombre concreto.
Abordaré las claves de la felicidad humana según los mencionados autores de la
Antigüedad, pero desarrollando en especial tres aspectos de importancia para el tema
de este libro: la tarea esencialmente pedagógica de la filosofía, la mencionada
conexión del estoicismo con la filosofía de Camus y el espíritu crítico respecto a las
convenciones sociales, propio de la filosofía estoica, contra muchas opiniones que no
perciben, creo, este elemento. Se trata de una crítica social paralela a la ejercida por la
pedagogía de Rousseau, como también veremos.

Deseo recalcar que el presente capítulo sólo se refiere a los autores del llamado
estoicismo tardío: Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Se trata de un período de la
historia de la filosofía que ostenta peculiaridades específicas, con el cual culmina una
longeva escuela filosófica nacida en el denominado período helenístico, que tuvo una
enorme trascendencia en la Antigüedad, hasta la irrupción y generalización del
cristianismo en la sociedad, en el cual influyó en sus desarrollos teóricos. Los autores

39
que voy a considerar representan la cima del pensamiento estoico y aportan los rasgos
específicos del carácter romano a la escuela en la que, con particularidades
individuales, desarrollan su labor filosófica.

Este capítulo tan sólo pretende ser una breve contribución a la actualización del
debate en torno al valor del estoicismo, mostrando su presencia en autores tan
vinculados al pensamiento pedagógico como Rousseau. Pero no es éste un estudio
exhaustivo que recoja todos los elementos del estoicismo y ni siquiera de los autores
presentados. Tampoco se recogen cuestiones concretas como la discusión acerca del
grado de pertenencia de Séneca a la corriente estoica. No pretendo exponer lo que ya
está largamente desarrollado en otras obras, sino realizar una lectura global del
estoicismo romano que nos ayude a considerar aspectos para la educación del siglo
xxi.

2. ESTOICISMO Y HERENCIA SOCRÁTICA. FUNCIÓN EDUCATIVA Y


TERAPÉUTICA DE LA FILOSOFÍA

Karl Jaspers dice en su obra sobre la historia del pensamiento que todo filósofo se
define según su posicionamiento respecto a Sócrates2. Esta observación es bastante
compartida, pues resulta innegable que, de hecho, el eco de la vida y muerte del
inconformista ateniense resuena a lo largo de todo el pensamiento occidental. Durante
siglos se le ha admirado, cuestionado o a veces detestado, cada vez que se ha
pretendido reflexionar sobre la propia cultura occidental, como hizo
paradigmáticamente Nietzsche. Sin ningún género de dudas, como muestra Jaspers, el
ateniense ha supuesto un referente continuo en nuestra civilización, que sólo puede
compararse en importancia con otras figuras especulares en las que los seres humanos
nos hemos contemplado y buscado a nosotros mismos, como son Buda, Confucio o
Jesús.

También los pensadores estoicos se definieron como secta filosófica


posicionándose ante la imagen del singular tábano de Atenas y enfatizando unos
determinados rasgos en la lectura que llevaron a cabo del mismo. Principalmente,
recogieron y asumieron su consideración de la filosofía como una tarea de naturaleza
primordialmente pedagógica, relacionada con la educación. En este sentido, el
filósofo sería para ellos, tanto como para Sócrates, sobre todo un educador. Pero un
educador, y esto es importante resaltarlo, cuya tarea se desarrollaría en una posición
simétrica respecto a los discípulos, dentro del que definiremos más adelante, en
posteriores capítulos, como un tipo horizontal de relación educativa. Desde esta

40
perspectiva, y dicho en pocas palabras, todos los individuos se educan mutuamente al
mismo tiempo que filosofan. Jaspers también destaca este aspecto de la pedagogía-
filosofía socrática, que copiaron los estoicos: «Para Sócrates la educación no es un
quehacer inciden tal operado por el que sabe en aquel que no sabe, sino el ámbito
donde los hombres a través del mutuo contacto llegan a sí mismos al revelárseles lo
verdadero. Al pretender ayudar a los jóvenes, ellos, por su parte, lo ayudaban a él.
Esto acontece del modo siguiente: descubriendo las dificultades de lo aparentemente
evidente, desconcertando, forzando a pensar y enseñando a buscar, interrogando
siempre y no eludiendo la respuesta, todo ello en función de la idea fundamental de
que la verdad es aquello que une a los hombres»3.

Lejos de entender el conocimiento y su búsqueda como una cuestión que atañe


sólo a lo intelectual, para Sócrates la filosofía es una tarea que debe impregnar la vida
y el comportamiento del filósofo, y que implica un compromiso ético con la
educación de los hombres; una educación que también se torna actividad terapéutica.
Siguiendo esta línea socrática, el estoico también entiende la filosofía como
educación y como medicina4. Afirma Martha Nussbaum en su excelente libro sobre
la filosofía helenística que tanto los filósofos de la Estoa, como las demás escuelas
helenísticas «Ante todo [...] se ocupan de la educación. Sus terapias filosóficas
describen y dan forma a un nuevo enfoque conceptual de las prácticas educativas; y
en su representación de la relación entre maestro y discípulo representan también un
ideal de comunidad. Aquí, al menos, parecen lograr un resultado igualitario que
habría resultado inalcanzable en el mundo que les rodea»5. Pero, además, esta autora
destaca el importante papel de crítica social que significaron todas las escuelas
helenísticas, aunque ninguna llegó tan lejos como el estoicismo. La continua
apelación a la «naturaleza» que debe seguir el individuo, en un proceso de
maduración que, a la par que educativo, es un proceso de curación del mal moral
entendido como enfermedad, revela el carácter normativo y anticonvencio nal de la
filosofía estoica. Dicho con sus palabras: «Todas las escuelas [helenísticas] se
dedican a la crítica a fondo de la autoridad cognoscitiva dominante y, como resultado
de ello, a la mejora de la vida humana. Todas ellas desarrollan procedimientos y
estrategias que no sólo buscan la eficacia individual, sino también la creación de una
comunidad terapéutica, una sociedad constituida en oposición a la sociedad existente,
con diferentes normas y diferentes prioridades»6.

En este carácter crítico respecto a las convenciones y los valores comúnmente


aceptados por la sociedad, resulta evidente también la filiación de los estoicos con la

41
filosofía socrática. Es harto conocida la creencia socrática expresada en el Gorgias de
que es peor cometer injusticia que recibirla, contradiciendo el «sentido común»
imperante'. En el citado diálogo se acaba poniendo de manifiesto, a partir de la
discusión sobre la disciplina retórica y acerca de si ésta se ocupa de una verdad moral
universal (la justicia) o no, que el hombre debe elegir entre dos opciones morales
básicas; en realidad, dos formas de vida y dos maneras de conducirse en relación con
el prójimo: 1) Anteponer intereses individuales considerados en confrontación con los
intereses de los demás, desde la creencia darwiniana de que ley es la prevalencia del
más fuerte en la guerra de todos contra todos. El individuo, aquí, sería como un
organismo que tiende a crecer y perpetuarse, conquistando su medio en abierta
competencia y pugna con los otros. 2) Anteponer una virtud que prevalece por
encima de intereses personales. En la realización de esta virtud, entendida en el
mundo antiguo como función del hombre por excelencia, nos humanizamos. Virtus,
como la areté para Aristóteles, es la cualidad específicamente humana y de su
realización depende nuestra superación de la mera animalidad. La apuesta por una
virtud universal que, en vez de separar, une a los hombres, como se hace en esta
segunda opción moral, puede contradecir ciertos modelos sociales basados en la
competencia y la pugna de los seres humanos entre sí. Daría cabida a una tensión
entre lo que hay y lo que debe haber, promoviendo desde el ideal de hombre virtuoso
una labor crítica respecto a la sociedad establecida.

En realidad, esto es lo que acaba contraponiéndose en la pugna entre el


relativismo amoral del sofista y la moralidad socrática; o sea, una concepción de los
seres humanos como aguerridos individuos solitarios que utilizan a los demás para su
provecho personal, o, por otra parte, un ser humano como animal fundamentalmente
amistoso. Se trata, en el fondo, de una discusión sobre la ética y acerca de la
apropiada realización del hombre. ¿Cuál de los dos modos de vida son mejores para
el individuo? ¿El egoísta o el solidario? Esto, desde luego, va a depender de la
respuesta que demos a qué sea el hombre. La cualidad específica del hombre (su
humanidad) puede hacerse depender, por un lado, de la realización de una moral
egoísta e insolidaria, o bien, por el contrario, de una moralidad altruista y generosa.
La naturaleza humana, en la perspectiva estoica inspirada en Sócrates, se corresponde
con la segunda concepción. En cualquier caso, tanto el ateniense como los estoicos
parecen manejar, aunque, como expondremos, no la acaban de definir nunca con
detalle, una cierta concepción de naturaleza humana que los contrapone a los
discursos de, entre otros, los existencialismos.

42
Centrándonos en las consecuencias prácticas de la idea de hombre socrática, se
puede afirmar que el tábano de Atenas parece estar formulando (en realidad,
anticipando), sin duda, una máxima estoica cuando afirma que es peor cometer una
injusticia que la propia muerte. «Porque nadie teme la muerte en sí misma, excepto el
que es totalmente irracional y cobarde; lo que sí teme es cometer injusticia»8. La
muerte es menospreciada y puede superarse mediante una adecuada dosis de valentía
y razón. Sin embargo, al obrar injustamente, nos ale jamos de nuestra salud y
humanidad. Esto representa, precisamente, el núcleo de la ética estoica.

Como es notorio, en la lectura que del ateniense hacen Séneca, Epicteto y Marco
Aurelio, se detienen también en sus cualidades personales, en la coherencia y valentía
que muestra y en su compromiso ético con la curación del mal producido por la
ignorancia (ignorancia acerca de lo que de verdad vale para los hombres). Sócrates se
convierte para ellos, fundamentalmente, en un modelo ético que admiran9. Por eso, y
es preciso recalcarlo, los estoicos poseyeron una vocación indiscutiblemente rebelde,
en el sentido de que su idea de salud humana los lleva, como al ateniense, a
enfrentarse (pasivamente) con el poder corrupto y abusivo que reinaba en la sociedad
en la cual vivieron. Tanto es así que, de hecho, este elemento de confrontación con el
poder resulta, para María Zambrano, conformador y decisivo en la filosofía de
Séneca, idea que pone de manifiesto en un hermoso ensayo que dedica al filósofo
cordobés"

Pero, a pesar de llegar a propugnar un modelo específico de salud humana, es de


destacar que las seguridades, en realidad, son pocas para los estoicos. Séneca
manifiesta lo que podemos denominar un enorme desconcierto existencial, cuyo
origen lo encuentra Zambrano en el escepticismo que había hecho mella con fuerza
en el pensamiento y la cultura antigua, e incluso había dado nombre a otra importante
escuela helenís tica. Como en cierto modo interpretó Hegel, el movimiento estoico es
una reacción (y por tanto no es un mero quedarse quieto, sino que, como vamos a
mostrar, significa una acción concreta).

La relación del estoicismo con la vulnerabilidad del ser humano, consciente de su


finitud y del absurdo de la muerte, inmerso en una desorientación esencial, puede
encontrarse en la interpretación a la que apunta Hegel en la Fenomenología del
espíritull. Hegel ve en el estoicismo el reflejo de una conciencia impotente que se
escinde del mundo y se refugia en la interioridad, en una suerte de libertad formal sin
contenidos. La libertad y la realización pasa por la regresión a la intimidad del yo, en

43
la indiferencia ante los deseos, placeres y dolores, ante el cambio y los avatares
propios de la vida mortal. Frente a la dialéctica amo-esclavo, como formas posesivas
de relación con los demás, el estoico las trasciende separándose del mundo y
refugiándose en la intimidad del sujeto escindido. Por eso, estoicos pueden ser un
emperador (Marco Aurelio) y un esclavo (Epicteto). La libertad en el estoicismo le es
reservada a cualquiera que opte por el dominio de sí mismo, siendo indiferente el
papel que cumpla en la sociedad. El pensamiento del estoico se centra en la segura
posesión del mismo por el sujeto, sin más contenidos que ése, porque se encuentra en
ella la libertad del individuo12. Es decir, el sujeto acierta, al menos, a ser libre
refugiándose, hondamente asolado, en su interioridad.

También Sócrates, a juicio de Jaspers, había ejemplificado esta actitud escéptica


aunque lejos de los excesos planteados por los sofistas, actitud que posteriormente
adoptarían y agigantarían el pensamiento estoico y algunas sectas hermanas. El
filósofo reacciona con desconcierto ante un mundo que lo sobrepasa, y lo único
seguro para él acabará siendo orientar la mirada hacia la ética y hallar como único
fundamento la voluntad de actuar con justicia. O sea, acudiríamos a una ética a la que
en cierto modo falta una justificación metafísica, o, más bien, justificada por la propia
falta de fundamentación metafísica y el desconcierto vital. Pero, según María
Zambrano, en la medida en que el estoico representa un momento de mayor
escepticismo que el socrático, la posición que adopta ante la vida y la muerte,
inevitablemente, cambia. Por eso, si Sócrates es un mártir que, en el fondo, testimonia
con su muerte una cierta fe firme en algo mejor, la muerte de Séneca, lejos de un
martirio, se asemeja a un callado apagamiento, una vuelta a los principios y una
salida resignada ante la probada impotencia de la razón, enfrentada a la evidencia del
poder injusto y del mal que no logra resolver. Así es la sugerente lectura que la
filósofa andaluza realiza de Séneca: «Séneca es la figura del hombre que se hace
sabio al verse acorralado por los acontecimientos y que no habiendo querido disponer
de su vida para ofrecerla a la verdad, como Sócrates, tuvo que sucumbir como él. Es
la contrafigura de Sócrates; como él, sucumbió a la injusticia, mas sin esperanza»13

Como es conocido, en la época de Séneca, la del Imperio Romano, se daba una


profunda vivencia de crisis debida a la expansión del imperio. Tal vez se percibía en
aquel tiempo con mayor fuerza que antes el carácter fluyente y caótico del mundo, en
continua transformación e inabordable para un logos que intentara unificar los
contrarios. Resulta explicable que se retorne a Heráclito, pero se retorna con serias
dudas acerca del alcance de ese logos como principio unificador que el filósofo

44
griego del cambio sí vislumbraba14

Por tanto, en la medida en que en nuestros días vivimos una época de gran
desconcierto «posmoderno», Séneca nos resulta más familiar que Sócrates. Quizás, el
carácter débil de la razón en la actualidad, que viene de vueltas de un colosal fracaso,
nos acerca más a la resignación pesimista del hispano romano que a la fe racional de
un filósofo, en el fondo más optimista, como fue Sócrates. La figura del estoico
Séneca es figura de épocas de descreimiento y fracaso. Lo dice con aplomo, de
nuevo, María Zambrano, «Séneca aparecerá vivo siempre que ante la inexorabilidad
de la muerte y del poder humano se encuentre, entre una fe que se extingue y otra que
llega, una Razón desvalida»Is

En consecuencia, la filosofía estoica, con especial relevancia en Séneca, se hace


desde el sentimiento de una carencia, desde un choque más o menos brutal con los
límites que nos circundan. Es una filosofía de la finitud cuya tarea esencial es
pedagógica: enseñar a morir y a vivir a sabiendas de la muerte. Ante la pérdida del
sueño metafísico y de toda trascendencia, la filosofía del cordobés nos educa para
vivir a quienes, como a él, nos ha tocado en suerte una época en la que la razón
apenas puede soportar la dura evidencia del mal y la injusticia triunfante.

3. EL ESTOICISMO Y LA PEDAGOGÍA REBELDE

En la filosofía del siglo xx ha habido corrientes y autores que han intentado


responder a la crisis y, en la medida de lo posible, satisfacer la falta de orientación del
hombre contemporáneo. En este sentido, creo que la similitud del estoicismo, hasta
cierto punto, con el pensamiento camusiano al que me he referido en el primer
capítulo resulta significativa. Se parecen en que ambos desembocan en una solución
de carácter ético al sinsentido de la existencia, percibido con mayor fuerza, como es
obvio, durante los grandes cataclismos de la historia. Procuran servir como una forma
de salvación del hombre, una especie de remedio casero contra la angustia, y con
semejanzas evidentes con las religiones en cuanto que éstas cumplen también la
función práctica de dotar de sentido y orientación a la existencia. Tanto el estoicismo
de la época romana, como el existencialismo de Camus procuran ayudar al hombre
dotándolo de un arte de vivir que presupone un arte de morir, una previa toma de
consciencia de la cruda certeza de la muerte.

Como hemos señalado, Albert Camus es un autor preocupado por la salvación del
hombre en medio del absurdo de su existencia, es decir, en medio de la falta de

45
sentido. Esta consideración de partida es exactamente la misma que la del estoico.
Una consideración fuertemente criticada por ciertas filosofías, desde luego. Pero creo
que, aun a sabiendas del peligro de que desde una posición estoica se pueda incurrir
en un criticable quietismo, se puede insistir en que sí es cierto que en torno al hombre
persiste un cierto horror esencial, representado por la muerte y el denominado mal
físico, que, queramos o no, golpean trágicamente nuestra existencia. Que de la finitud
podemos extraer fuerza para el encuentro con lo humano, con el otro, etc., es cierto,
pero no olvidemos que la enfermedad y la muerte, por más que confiemos en el amor
y la necesaria actividad humana para combatir las injusticias, continúan estando ahí
cual clamorosos interrogantes. Permanecen como quejas ante el más puro y básico
absurdo, en el sentido en que lo expresa brillantemente el teólogo Johann Baptist
Metz16. El fracaso que supone la muerte es la experiencia fundamental que, tanto
para Albert Camus como para el estoicismo, resulta el hecho constitutivo del hombre.
Es nuestra marca de nacimiento con la que, consecuentemente, debe contar también
la filosofía.

Camus, como explicamos en el anterior capítulo, no dispone de respuestas de


bases teóricas sólidas. Su discurso parte de un ateísmo radical que corroe toda lógica
y fundamento metafísico, para ir desembocando en una ética que llega finalmente a
ser una suerte de salvación del hombre por la caridad. Como he señalado, su
pensamiento maduro, el del largo ensayo El hombre rebelde y la novela La peste,
encuentra una vaga razón para la existencia en la práctica de una ética carente de
fundamento, en la praxis de las buenas obras y el ejercicio del altruismo, aun en
medio de la epidemia y a sabiendas de la destrucción que se reserva a todos. El doctor
Rieux, protagonista de La peste, actúa siguiendo una inercia absurda por la que obra
el bien desde la carencia de fundamentos racionales ni metafísicos sólidos, y ante la
evidencia de un mal que gana la partida. Asume, incluso, el riesgo de resultar dañado
personalmente en este ejercicio. Así, Camus nos conmina, desde sus ensayos y obras
literarias de madurez, a una apuesta sin sentido por el bien, en la que nadie asegura la
ganancia y cuyo premio es el simple hecho de haber apostado. En esta dirección,
desde su prosa sobria y elegante, nos persuade de esa posibilidad de una salvación
absurda. En las obras del último Camus, como dije, el Sísifo de su primera época
tiende el brazo para unirse a los demás hombres-Sísifos que transitan en la niebla (la
niebla que da título a la conocida novela de Miguel de Unamuno). De modo
semejante, desde la perspectiva de María Zambrano, «[el estoicismo] Es la filosofía,
la razón compadecida de la condición desvalida del hombre. Es, en cierto modo, la
entrada de la misericordia y de la piedad en la razón antigua» 17.

46
Lo que, en definitiva, tanto Camus como el estoicismo vienen a decirnos, y ésta es
su semejanza, es: «Sigue la recta razón, en comunión con el universo, sé moderado,
obra bien, sea tu recompensa la propia acción honesta. Y nada más.» Elaboran una
ética que, desde luego, no garantiza ni la inmortalidad, en el sentido de perduración
personal, ni, aun menos, el éxito medido por los valores usuales: poder, fama, dinero.
Ésta es una idea central que se va destilando, con contenido pesimismo, en la lectura
de las Meditaciones de Marco Au relio: la insistencia en que el obrar bien ya es
recompensa y que eso basta como orientación en el proceloso océano de la existencia.
Como señala Ferrater Mora, muy acertadamente, «de modo análogo a los
neoplatónicos, los estoicos representaban la transposición al plano filosófico del afán
común de salvación y aun la expresión de esta salvación en la forma de vida del
sabio»18. Una salvación que se materializa en una forma de vida terrenal, pero a la
que aún le falta un pensamiento escatológico definido, en el sentido del principio
esperanza de Bloch, y que sí se puede reconocer en el marxismo o el cristianismo.

En cualquier caso, comparten los filósofos estoicos con Camus una concepción
esencialmente pesimista del mundo, como lugar de sufrimiento y dolor, pero es
preciso resaltar que, de una manera mucho más definida que el autor francés,
encontrarán una cierta curación en la tranquilidad del ánimo y la imperturbabilidad
(ataraxia). Hay una meta práctica más definida que la que ofrece el autor franco-
argelino. Los filósofos de la Estoa superan las viejas ilusiones y los mitos que
dotaban de unidad y sentido al mundo, pero, más contundentemente que en la
filosofía camusiana, también la angustia producida por dicha superación. Lo que el
estoico nos aconseja como cura consiste en tomar las riendas de nuestras opiniones y
controlar el estado de ánimo, buscando la mayor estabilidad psicológica posible, que
nos ponga a resguardo del azote del mundo. Su propuesta de salvación es, pues, hallar
refugio en una interioridad, descrita con mayor profundidad que en toda la filosofía
clásica anterior, donde permanecer libres de los azares de la fortuna. Porque de lo que
se trata es de resistir, de defenderse del ataque avasallador del mundo y responder a la
injusticia sin un pensamiento social y político revolucionario claramente desarrollado
en los tiempos de la Roma imperial. Como certeramente lo expresa María Zambrano:
«Soportar la vida. Conllevarla dignamente. La dignidad es el único resquicio para el
estoico, lo más parecido a la libertad personal, pero más conmovedor a nuestros ojos,
porque no tiene horizonte alguno; dignidad a la desesperada»19

Los estoicos utilizan, paradójicamente, la meditación sobre la muerte y sobre la


desmesura del mundo para medicarse, para auto-inmunizarse contra la propia muerte

47
y desmesura del mundo. Esto es muy evidente en las Meditaciones de Marco Aurelio.
Es algo sobre lo que el emperador filósofo insiste a menudo. Así, por ejemplo,
afirma: «Contempla desde arriba innumerables rebaños, infinidad de ritos y todo tipo
de travesía marítima en medio de tempestades y bonanza, diversidad de seres que
nacen, conviven y se van. Reflexiona también sobre la vida por otros vivida tiempo
ha, sobre la que vivirán con posterioridad a ti y sobre la que actualmente viven en los
pueblos extranjeros; y cuántos hombres ni siquiera conocen tu nombre y cuántos lo
olvidarán rapidísimamente y cuántos, que tal vez ahora te elogian, muy pronto te
vituperarán; y cómo ni el recuerdo ni la fama, ni, en suma, ninguna otra cosa merece
ser mencionada»20.

Parece que el estoico tratara de elevarse sobre las propias circunstancias, en un


acto de mansa rebelión. Supera la limitada condición humana mediante el recurso de
meditar sobre ella. Así, relativiza el mundo en un ejercicio mental semejante al del
budismo o las religiones orientales que hablan de la realidad perceptible como el velo
de Maya que oculta lo esencial. Hinduismo y budismo niegan su realidad al mundo
tal como se nos presenta y en donde se desenvuelven nuestras existencias. El universo
es, como para Heráclito, aunque éste sí lo fundamente en un logos unificador, el
proceso de transformación continua en el que estamos inmersos. Y, curiosamente,
asumir esta verdad es la clave para una vida más rica, incluso más cercana a la idea
de divinidad. Dice Séneca: «Cualquier cosa de la que te procla mas señor está junto a
ti, no es tuya: nada hay inmutable para el mudable, nada eterno e indestructible para
el frágil. Tan inevitable es morir como perder nuestro patrimonio y esto mismo, si lo
llegamos a entender, es un consuelo»21.

Pero en la importancia concedida a la reflexión profunda y seria acerca de la


muerte no son los únicos en la Antigüedad. Recordemos que para Platón toda
filosofía es una reflexión acerca de la muerte. Así lo podemos comprobar en el
diálogo Fedón, en boca de Sócrates: «En realidad, por tanto - dijo-, los que de verdad
filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos
mínimamente temible»22. Es decir, filosofar es una preparación para morir,
preparación que consiste en la aceptación del límite desconcertante que supone para
el hombre concreto, de carne y hueso, verse abocado a la nada. Camus también
parece suscribir esta idea cuando, al comienzo de El mito de Sísifo, plantea la
cuestión acerca del suicidio, es decir, acerca de si la vida merece la pena vivirse o no,
como la cuestión fundamental de la filosofía.

48
Creo que la filosofía de Camus y la filosofía estoica pueden considerarse de
madurez porque presuponen que el filósofo, pasada la ensoñación infantil y de vuelta
del fracaso, haya de sentar la cabeza; o sea, que llega a conocer el límite brutal que
cercena atávicas ilusiones, tras haber sufrido el dolor de la finitud. Como describe
Hegel, la conciencia estoica es una conciencia escindida que vivencia la separación
entre el sujeto pensante y el mundo. El mundo puede sentirse, desde la separación,
como una realidad desoladora, una mezcolanza que, en el fondo, nos resulta ajena. Y
así parece verlo el estoico. Bien es cierto que las metafísicas que ensayan los estoicos,
bien sea la atomista-materialista o la de un monismo divino que dota al mundo de
unidad y sentido, intentan superar la conciencia de la escisión, integrando al sujeto en
el cosmos «bien hecho». Pero me parece, tras una lectura atenta de los autores
estoicos de época romana, que el desconcierto metafísico permanece. El propio
Marco Aurelio, aunque parece apuntar a una solución teísta, duda en bastantes
ocasiones sobre qué sea finalmente el universo. Así, proclama sentenciosamente en
un aforismo: «O bien una necesidad del destino y un orden inviolable, o bien una
providencia aplacable, o un caos fortuito, sin dirección»23.

Pero es Séneca quien, en esta ausencia de una clara fundamentación metafísica,


llega más lejos. En palabras de García Borrón: «Lo decisivo es que Séneca no cuenta
con una dogmática que le sirva de apoyo. Su moral no la puede derivar de una
Metafísica porque no tiene gran fe en sus conclusiones. Un pensamiento metafísico
(que por lo demás puede ser cualquiera; pitagórico, platónico, estoico, epicúreo)
puede ser invocado en cualquier pasaje como ayuda de hecho, pero no como
fundamento de derecho»24. También lo afirma Mariné en su estudio introductorio a
los Diálogos de Séneca: «En manos de Séneca la teoría estoica, que ya tenía
tendencia a ello, se reduce a un sistema moral que prescinde prácticamente de toda
metafísica y sólo busca regular la conducta del individuo; [...]»25.

En definitiva, lo que resta a la filosofía, ante el absurdo existencial y la pérdida


del sentido, si quiere servir al hombre de carne y hueso, es convertirse en una
pedagogía para el sufrimiento irremediable (como lo es la enfermedad o la muerte).
El estoico se plantea la filosofía como una medicina que a la vez es una tarea
educativa; una ayuda para autoformarse a fin de soportar el sufrimiento, un
sufrimiento que no puede aceptarse con alegría vitalista de corte nietzscheano. El
estoico se sitúa ante la vida experimentada en sus límites, la vida entendida,
filosóficamente, como un resistir al borde mismo de la muerte. Representa, qué duda
cabe, un momento de negación y descreimiento, y aquí sí que puede adoptar

49
comportamientos quietistas, pero, como he apuntado, muestra una faceta más
combativa de lo que se dice y que paso a analizar con mayor detenimiento en el
epígrafe siguiente.

4. EDUCACIÓN, ESPÍRITU CRÍTICO Y NATURALEZA HUMANA. EL


ESTOICISMO DE JEAN JACQUES ROUSSEAU

El estoico se mueve en torno a una cierta noción de salud. Es decir, considera un


modelo de bien como virtud relacionada con la naturaleza humana. Por ejemplo, la
libertad es propia del hombre (el hombre como voluntad que opta libremente), pero
hay que aprender a usarla, esforzadamente, mediante un cierto programa educativo
que sea capaz de hacer salir de su esclavitud interior a los seres humanos. Se trata de
facilitar que brote lo que, aunque hondamente humano, requiere un terreno y una
labranza apropiados. Por eso, la libertad tiene mucho de conquista personal. Pero la
educación, en su tarea de procurar esta libertad, puede fracasar. Es decir, existe la
posibilidad de que las personas adoptemos una forma de vida inauténtica,
persiguiendo modelos y valores que nos alejan de nuestra auténtica realización, de
nuestro verdadero fin como seres humanos, que es ser libres. Este alejamiento de los
fines específicos de nuestra propia humanidad ocurre, según los estoicos, porque, en
la persecución de los valores que avala y promueve la sociedad en la que se
desenvuelven nuestras vidas, dejamos de ser dueños de nosotros mismos y olvidamos
lo propio. Volcamos nuestra vida en lo que procede de fuera y nos sometemos al
imperio de lo externo, que asumimos equivocadamente como lo natural.

Así pues, la «caída» del hombre, o sea, la vida inauténtica o impropia, ocurre al
convertir lo externo, los objetos y las opiniones ajenas, en el principio rector de
nuestra vida, en oposición a lo que parte de la interioridad. Por eso, Epicteto
comienza su Manual dividiendo el mundo entre lo que depende de nosotros y lo que
no. Lo segundo es indiferente y nos debe producir precisamente eso: indiferencia.
Para los estoicos hay, pues, dos tipos de existencia diametralmente opuestas, como
señala María José Criado en su tesis doctoral sobre Séneca: «Existencia errada, es
exteriorizada, perdida, sin rebasar la esfera de los objetos. Hay acierto, cuando la
existencia se hace interiorizada y, sin prescindir, sin renunciar a lo externo, [...] el
hombre, sin necesidad de lo que no depende de él, se hace dueño de sí mismo»26.

La clave está, por tanto, en aprender a no dejarnos someter por lo externo.


Siguiendo esa idea, podríamos distinguir dos tipos de educación. Por un lado, la que
ellos propugnan, que se concibe como proceso perfeccionador que nos mejora

50
cualitativamente «humanizándonos». Esta perspectiva está en consonancia con
muchas definiciones que desde la pedagogía se han hecho de la educación, que la han
entendido como proceso perfectivo que tiende a un cierto ideal de persona. Y, por
otro lado, tendríamos un proceso instructivo, en el que se acumulan los
malentendidos y los modelos erróneos, que tiende hacia los valores imperantes en la
sociedad establecida. Este último proceso nos iría alejando de nuestra felicidad
potencial.

Si generalmente no atendemos a la tendencia natural del hombre a cooperar con


los demás es porque, como afirmará Rousseau más adelante, al educarnos de una
forma incorrecta, nos hemos desviado de nuestra naturaleza. En el origen de los
males sociales, tendríamos la mala educación que Rousseau pretende alejar de Emilio
al retirarlo, en un gesto simbólico de gran relevancia, de la ciudad. La sociedad, en
este sentido, sería el origen de extravíos como la envidia, la violencia, el poder y la
injusticia. Así lo expresa Séneca en un texto asombrosamente rousseauniano y que
remite al viejo mito de la Edad de Oro:

¿Qué generación humana hubo más feliz que aquélla? Gozaban en


comunidad de la naturaleza; ella se bastaba como madre para proteger a
todos; ella constituía la posesión segura de la riqueza pública. ¿Por qué no
consideraré el más rico aquel linaje humano en el que no se podía encontrar
a un pobre? En una situación tan felizmente organizada irrumpió la avaricia
y, mientras deseaba separar una parte para transferirla a su dominio, lo puso
todo en manos ajenas, y de la suprema abundancia terminó en la estrechez.
La avaricia introdujo la pobreza y por su desmesurada ambición lo perdió
todo27.

La apelación a una suerte de instinto hacia lo moralmente bueno como lo propio


del hombre (la virtud), desde el cual habría que plantear el proceso educativo, está
muy presente, sobre todo, en Séneca. De hecho, a juicio del profesor García Rúa,
Rousseau es, junto con Montaigne, de entre los numerosos pensadores influenciados
por Séneca, quien manifiesta la mayor deuda con el cordobés. Así, afirma: «Toda la
teorización anticultural de Rousseau, su desprecio de la cultura a la luz de las
miserias humanas contenidos en su Discurso sobre las ciencias y las artes, ¿no están
palpitantes en la diatriba de Séneca contra las artes liberales, las ciencias y el arte en
general, así como en su sentido de la humanitas fuera de todo contacto con la
paideia?»2S

Para Séneca, en efecto, existe una naturaleza humana subyacente y depositaria de

51
la dignidad, y cuya tendencia natural es la ayuda mutua, en tanto el prójimo y uno
mismo forman parte de una realidad cósmica singular. No sólo no encontramos la
«guerra de todos contra todos» en el corazón del hombre, sino justo la tendencia
contraria. Así, se puede leer con total claridad en el propio Séneca, al hilo de su
meditación acerca de la ira: «El hombre ha nacido para la ayuda mutua»29. Cuando
no es así, es porque la persona actúa sin cuestionarse lo que hace y no se ha ejercitado
apropiadamente en la reflexión y el control de sus pensamientos. Entonces, estamos
ante un sujeto que no es dueño de sí mismo y que actúa por inercia, dejándose
arrastrar pasivamente y asumiendo valores existentes que niegan su realización como
persona. En este sentido el cordobés lo expresa: «No es posible - lo precisaré - andar
por el camino recto: nos desvían los padres, nos desvían los siervos. Nadie se
equivoca solamente para sí, sino que difunde su locura en los más allegados y sufre, a
su vez, la de éstos. Y por ello en cada hombre se dan los vicios del vulgo, porque el
vulgo se los ha comunicado» 30. Y con mayor claridad aun: «En efecto, te equivocas
si piensas que los vicios nacen con nosotros: nos han venido encima, se nos han
introducido. Por eso las advertencias constantes nos harán rechazar las falsas
opiniones que se oyen en derredor nuestro»".

De hecho, como afirma más adelante: «Una gran parte de la salud está en haber
abandonado a los instigadores de la locura y en mantenernos alejados de ese contacto
mutuamente nocivo» 32. Así pues, Séneca nos plantea un método de reeducación a
quienes hayan comprendido esta demencia generalizada y deseen curarse de ella33.
Porque, como él mismo dice: «[...] en esto consiste la sabiduría: en retornar a la
naturaleza y ser restituido en aquel puesto del que nos había expulsado el extravío
común»34.

También el filósofo hispano-latino, en la medida en que se aleja del típico


intelectualismo estoico que vemos en Epicteto o Marco Aurelio, se asemeja más
estrechamente al autor de Emilio. Así lo recoge García Rúa: «El conocer y el ignorar
para éstos [los estoicos] tiene un carácter intelectual, para Séneca se trata
simplemente de una naturaleza despierta, o dormida, pero, en todo caso, no se
despierta, precisamente con la dialéctica sino con la exhortación»3s

Del mismo modo que Séneca, Rousseau pretende en su programa educativo, sobre
todo, formar un carácter y un temperamento apto para afrontar los sufrimientos. En
las páginas iniciales de Emilio puede apreciarse de nuevo el estrecho vínculo que une
a la pedagogía rousseauniana con la de Séneca: «En el orden natural, por ser todos los

52
hombres iguales, su vocación común es el estado de hombre, y quien está bien
educado para ése no puede cumplir mal los que se relacionan con él. Poco me importa
que destinen a mi alumno a la espada, a la Iglesia o a los tribunales. Antes que la
vocación de los padres, la naturaleza lo llama a la vida humana. Vivir es el oficio que
quiero enseñarle. [...] todo lo que un hombre debe ser sabrá serlo, llegado el caso, tan
bien como cualquier otro, y por más que la fortuna le haga cambiar de puesto, estará
siempre en el suyo»36.

Más adelante, continúa Rousseau con una idea que bien podía haber firmado
Séneca: «Nuestro verdadero estudio es el de la condición humana. Aquel de nosotros
que mejor sepa soportar los bienes y los males de esta vida es en mi opinión el mejor
educado»37. En efecto, para Rousseau, si la filosofía persigue la felicidad del
hombre, su tarea principal ha de ser formar su carácter, es decir, educarlo. En el
carácter libre del hombre bien educado estaría el basamento sobre el que, en un
segundo momento, se elevaría el edificio de El contrato social. El autor ginebrino
parece haberse apropiado el énfasis estoico en la educación como posible antesala de
una sociedad mejor. Una educación que para Séneca también consiste en despertar la
bon dad natural de quien se educa, sacarla a flote, tal como Rousseau proyectará
hacer en su educación negativa: «El alma lleva en sí los gérmenes de todos los
buenos impulsos que se despiertan mediante una exhortación no de modo diverso a
como la chispa impulsada por un leve soplo difunde el fuego: la virtud se yergue
cuando se la apremia e impulsa»3S.

Llegados a este punto, a continuación, voy a trazar un breve esbozo de este


programa educativo que desarrollan los pensadores estoicos que tengo presente en
estas líneas. Es momento de ahondar en los detalles, rasgos y estrategias de una
pedagogía que en su objetivo general ya he descrito.

5. EL ESTILO DE LA EDUCACIÓN ESTOICA

Como he señalado, el estoicismo es una filosofía que enseña a los hombres a


mejorar su vida, cambiando la perspectiva desde la que se abordan las cosas y las
opiniones que nos hacemos de ellas. Así lo manifiesta Séneca: «[...] al sabio no le
sucede nada en contra de sus previsiones: no lo eximimos de los infortunios de los
hombres, sino de sus errores, y tampoco le sale todo como ha querido, sino como lo
ha pensado. Ahora bien, principalmente ha pensado que algo puede oponerse a sus
proyectos. En todo caso, es seguro que el dolor por un deseo frustrado alcanza más
superficialmente al espíritu al que no le has garantizado un éxito sin excepción»39.

53
Se trata de hacer un trabajo dirigido a la forma de comprender las cosas. La persona
educada acostumbra usar el pensamiento en una labor de relativización de los males y
el sufrimiento. El efecto de la pedagogía estoica ha de ser la adquisición de este
hábito mental de ver distintos aspectos de los mismos acontecimientos. Epicteto
resulta especialmente rico en esto. El liberto nos exhorta a ejercitar la facultad de ver
las cosas en todas sus caras, centrándonos en la positiva40.

Educar las opiniones requiere un progresivo entrenamiento. No resulta fácil


tamizar las emociones y utilizar la razón para atarlas corto, pues de esto se trata.
Estamos ante una empresa vitalicia, que es responsabilidad personal de cada uno de
nosotros, y que requiere el continuo autoexamen y el constante ejercicio de la crítica.
Es preciso el perpetuo roce con la vida, para definirse mediante la resolución y
manera de afrontar los problemas cotidianos. Por eso, el estoicismo sostiene que la
filosofía sin cuestiones prácticas nacidas de la experiencia vital se torna estéril
reflexión. También Aristóteles reconoció que la ética implica el ejercicio de las
virtudes. «Se dice bien, pues, que realizando acciones justas y moderadas se hace uno
justo y moderado respectivamente; y sin hacerlas, nadie podría llegar a ser bueno.
Pero la mayoría no ejerce estas cosas, sino que, refugiándose en la teoría, creen
filosofar y poder, así, ser hombres virtuosos; se comportan como los enfermos que
escuchan con atención a los médicos, pero no hacen nada de lo que les prescriben. Y,
así como estos pacientes no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos
sanarán el alma con tal filosofía»41. La ética es, ante todo, la realización efectiva,
aquí y ahora, en la materia de la historia y la sustancia humana, de una conducta
inspirada por la virtud, para lo cual el razonamiento es un mero, aunque valioso,
instrumento.

Además, la mayor responsabilidad en su curación recae sobre el sujeto que se


educa. Como afirma Martha Nussbaum, acerca de la medicina estoica: «El paciente
no debe limitarse a ser simplemente paciente, dependiente y pasivo; debe convertirse
en su propio médico. La función médica de la filosofía se entiende, ante todo, como
la de tonificar el alma desarrollando los músculos, ayudándola a usar sus capacidades
más eficazmente»42. Y, para ello, los estoicos propugnan el continuo y activo
examen de conciencia. Por ejemplo, Epicteto aconseja que «En cada cosa que te
acaezca, procura, volviendo sobre ti, averiguar qué poder tienes para servirte de ella».
O sea, insiste en el autoexamen y el conocimiento de uno mismo, lo cual se sitúa
dentro de la línea socrática de vivir una vida con examen. Como decía en sus
lecciones: «Pero en teoría es fácil refutar al que no sabe, mientras que en las cosas de

54
la vida uno no se presta a la refutación y odiamos al que nos refuta. Sócrates, sin
embargo, hablaba de "no vivir una vida no sometida a examen".» Sócrates sostenía
que una vida sin examen no es vivir humano43. Sócrates, en efecto, así lo sostiene en
Apología44

Epicteto no se cansa de instar a esta laboriosa tarea de conocimiento de uno


mismo y aceptación de los propios límites: «¡Hombre!, primero examina
detenidamente cuál es el quehacer; luego estudia también tu propio natural, a ver si
puedes con la carga. ¿Quieres competir en las cinco pruebas o luchar en la palestra?
Mírate los brazos, los muslos, examina tus lomos. Porque cada uno nació para una
cosa»45. Ni resta un ápice de dificultad al empeño: «Velar debes, trabajar con ahínco,
apartarte de tus familiares, soportar el desdén del joven esclavo, las burlas de cuantos
te encuentres, ser postergado en todo, en honras, en magistraturas, ante los tribunales,
hasta en el menor asunto»46. Por eso, el aspirante a sabio como persona que se educa
debe estar siempre en guardia y formándose de manera permanente47.

Al sabio, como modelo ideal al que tiende el proceso formativo estoico lo


caracteriza su perseverancia 48. Firmeza del sabio que también destaca Marco
Aurelio: «Y si todos los hombres desconfían de él, de que vive con sencillez,
modestia y buen ánimo, no por ello se molesta con ninguno, ni se desvía del camino
trazado que le lleva al fin de su vida, objetivo hacia el cual debe encaminarse, puro,
tranquilo, liberado, sin violencias y en armonía con su propio destino»49. Epicteto
insiste en la libertad de la propia conciencia y en la independencia del sabio respecto
a las opiniones de otro: «Cuando hagas algo habiéndote juiciosamente convencido de
que hay que hacerlo, en ningún momento rehúyas ser visto mientras lo pones en
práctica, por más que la gente pueda pensar de manera desfavorable acerca de ello.
Pues, si no obras con rectitud, evita la acción misma; y si con rectitud, ¿por qué temes
a los que injustamente te harán reproches?»50 En definitiva, el sabio, u hombre
educado, se distinguirá por la constancia de su ánimo, como describe con singular
belleza Séneca en el diálogo Sobre la firmeza del sabio.

El progreso filosófico implica una transformación constatable del aprendiz


(proficiens), es decir, una transformación visible en las obras del discípulo. Epicteto,
a menudo, afirma valorar la acción por encima de las palabras, es decir, señala que el
filósofo lo es por sus obras, no por sus palabras: «En ninguna ocasión te digas
filósofo, ni hables a menudo entre profanos acerca de tus principios filosóficos, sino
haz lo que de estos principios se deduce»51. La filosofía debe digerirse y hacerla

55
materia de uno mismo, convertirla en nuestra propia carne52. Como buen estoico,
concede la mayor importancia a las acciones, más que a los ejercicios del intelecto53

También para Séneca fa filosofía es, más aun que para ningún otro estoico, una
praxis. Una praxis que se torna labor pedagógica sobre todo en las Epístolas a
Lucilio, que constituyen una lección de sabiduría estoica certeramente dosificada. Las
cartas transmiten una encantadora atmósfera de sincera intimidad, en un espíritu que
nos recuerda al Rousseau de las Confesiones. Son una obra de madurez,
enormemente personal y cálida, en la que Séneca vuelca la doctrina que a esas alturas
ya había pasado a configurar su propio ser54. Y lo hace para educar, desarrollando
una tarea formativa que, en realidad, consiste en compartir convicciones con un
amigo al hilo de sucesos cotidianos. Dos amigos, Lucilio y Séneca, que se van
conformando el uno al otro el carácter, a través de la conversación. En las Epístolas
se desarrolla un proceso educativo con meandros, fluyente como el río de la vida.
Desde el espíritu de enorme paz interior y tranquilidad de los últimos años de su vida,
retirado y presintiendo su fatal desenlace, Séneca elabora la educación no sólo de
Lucilio, sino de quien aborde la gratísima lectura de estas cartas, felizmente
conservadas para la posteridad.

Vemos en las Epístolas la educación como algo que sucede entre amigos,
simétricamente. Porque, como afirma Martha Nussbaum en su excelente trabajo al
que ya nos hemos referido varias veces: «Los estoicos respetan la independencia
racional del discípulo y tienen muchísimo cuidado en dejar claro que la participación
no entraña en modo alguno sumisión»55. Es tarea del hombre hacerse a sí mismo,
con esfuerzo, descubriendo formas de vida en consonancia con su dignidad, con su
especificidad humana.

También Epicteto destaca a menudo la responsabilidad intransferible del discípulo


que se educa: «Cuando, pues, nos hallemos incómodos o nos turbemos o aflijamos,
nunca echemos la culpa, sino a nosotros mismos, esto es, a nuestras propias
opiniones. Obra es de quien carece de formación filosófica acusar a otros de lo que a
él le va mal; quien empieza a educarse se acusa a sí mismo; quien ya está educado, ni
a otro ni a sí mismo se acusa»56. En Epicteto, el carácter socrático del esto¡ cismo
reluce con fuerza. En las Disertaciones por Arriano se describen las lecciones del
maestro Epicteto, relatadas por su discípulo Arriano, quien resalta al principio de la
obra que el carácter básicamente oral y dialogado de las lecciones del liberto no
puede transmitirse con la escritura. Parece que tanto Séneca como Epicteto procuran

56
un tú a tú lejos del distanciamiento existente tradicionalmente entre maestro y
discípulo, entablando una relación horizontal y sanamente respetuosa.

El estilo exhortativo de Séneca en los Diálogos y las Epístolas, las increpaciones


de Epicteto en las Disertaciones y los aforismos de Marco Aurelio en sus
Meditaciones parecen exprimir las posibilidades de la comunicación y el lenguaje,
apuntando a ese interior tantas veces inaccesible e impermeable a la educación
académica. En la expresión de estos autores se oscila desde la serena reserva de
Marco Aurelio hasta el humor, casi bufonada, de Epicteto. Pero ninguno de ellos
restringe la filosofía a la transmisión meramente intelectual, como resalta Martha
Nussbaum, en su vocación de llegar a donde la razón desnuda es incapaz de hacerlo.
Porque de lo que se trata, sobre todo, es de lograr una transformación profunda en
quien se educa: «[...] los estoicos ven la tarea de enseñar como un despertar el alma y
obligarla a hacerse cargo de su propia actividad»57.

Que la mera persistencia en sus convicciones puede obligar al filósofo a una


confrontación con la sociedad que le rodea se manifestó, todavía con mayor
contundencia, en la escuela cínica. Los estoicos, también, sienten este necesario
conflicto del filósofo con los valores dominantes en su sociedad y, por eso, se
consideran hermanos de los filósofos cínicos, a los que afirman a menudo respetar,
aunque sin llegar a imitarlos en sus extravagantes excesos. El estoico buscaba la
moderación en todo y las más de las veces renunció a las actitudes desvergonzadas de
los cínicos. En el fondo, el cínico pretendía, como Sócrates, dar el golpe de efecto o
el gesto chocante que hiciera despabilar al ciudadano. García Gual destaca este
aspecto subversivo de los cínicos, su escandalosa y rebelde pedagogía, que
significaba la exageración de una tendencia de origen socrático: «El cínico denuncia,
no con hermosos discursos, sino con zafios y agresivos ademanes, el pacto cívico con
una comunidad que le parece inauténtica y perturbada, y prefiere renunciar al
progreso y vagabundear por un sendero individual, a costa de un esfuerzo personal,
con tal de escapar a la alienación»5S.

El carácter «estoico» de Sócrates es resaltado por Jaspers, al referirse a las


enseñanzas que podemos extraer de su muerte. En el Fedón muere bromeando, sin
patetismo, con una sobria serenidad que sacude al lector del diálogo. Para el
ateniense, afirma Jaspers:

La elevación del alma se logra en el pensar, mientras sea dable llevarlo a


cabo, y no en la irreflexiva entrega al dolor. Verdad es que los hombres, en

57
nuestra existencia, nos vemos abrumados por el sufrimiento y nos
lamentamos; pero esto debe cesar en la penúltima etapa y en la última
resolverse en serena resignación, en conformidad con el destino. Sócrates es
este gran ejemplo: Cuando parece pertinente el aplastante dolor, surge el
gran sosiego penetrado de amor que abre el alma. La muerte ya no importa;
no es encubierta, pero la vida propiamente dicha no es vida para morir, sino
vida para el bien59

Ferrater Mora aporta la siguiente síntesis y certera interpretación de la filosofía de


la Estoa:

[...] los estoicos descendían de continuo hacia el hombre común, de suerte


que el estoicismo representa un vigoroso esfuerzo de salvación total y no
sólo de desdeñoso apartamiento del sabio. El aprendizaje de la actitud ante la
muerte, el sostenerse y resistir en el mar embravecido de la existencia,
podían transmitirse a todos, y si de hecho no ocurrió así en una proporción
análoga a como ocurrió en el cristianismo, se debió a que, a pesar de todo, el
estoicismo era una filosofía popularizada y una religión filosófica en vez de
ser un pensamiento común a todos y una religión auténtica. Sin embargo, la
persistencia de la actitud estoica en Occidente señala que es tal vez una de
las raíces de su vida o, cuando menos, una de las actitudes últimas que el
hombre occidental adopta cuando, aparecida la crisis, busca un camino para
acomodarse a ella, un ideal provisional que tenga en lo posible la figura de
una postura definitiva 60.

Dice Sócrates en el Gorgias a Calicles:

[...] nuestra conversación trata de lo que cualquier hombre, aun de poco


sentido, tomaría más en serio, a saber, de qué modo hay que vivir: si de este
modo al que tú me exhortas, que consiste en hacer lo que, según tú,
corresponde a un hombre, es decir, hablar ante el pueblo, ejercitar la retórica
y gobernar del modo que vosotros gobernáis ahora, o bien de este otro modo
de vida dedicada a la filosofía, sabiendo en qué este modo aventaja a
aquél61.

Como dice Jaspers, aunque refiriéndose a Sócrates: «[Sócrates] estaba


íntimamente convencido de que para el hombre recto no existe ninguna desventura y
que su causa no se verá desamparada por los dioses»62. Esta iluminación de Jaspers
resulta, a mi juicio, fundamental para entender el estoicismo en cuanto filosofía
heredera de Sócrates, como consideramos en su momento, y de naturaleza
fundamentalmente práctica y ética.

Como adelanté en líneas anteriores, la defensa contra el absurdo del mundo se

58
hace intelectualizándolo. Al pensar el mundo y pensarse él, el hombre se eleva y
puede contemplar desde lo alto la vida como si mirara un mapa, con el mismo
distanciamiento propio del científico. Entonces, todo lo que nos llena e impresiona
normalmente, en la forma de vida comúnmente aceptada, aparece como una leve
ensoñación. Este procedimiento queda expresado en la certera máxima de Epicteto:
«La muerte, el destierro y todas las cosas que parecen terribles tenlas ante los ojos a
diario, pero la que más de todas la muerte, y nunca darás cabida en tu ánimo a
ninguna bajeza ni anhelarás nada en demasía»63. Esta contemplación «desde lo alto»
que empequeñece las cosas llega a extremarse y repetirse con abundancia en el
pensamiento de Marco Aurelio. García Gual dice al respecto: «[...] Marco Aurelio
actúa en un mundo inconmensurable, en un momento perdido en la inmensidad del
tiempo [...]. Esa mirada desde lo alto reduce las dimensiones humanas a puntos
móviles en un espacio sin límites»64

En el fondo, quizás, el ideal del estoico remite a una especie de apacible final que
recuerda poderosamente al nirvana budista, un final sin violencia, que acogemos sin
pestañear ni mover un solo músculo de la cara, casi con alivio. De hecho, así fue el
final de Séneca, el modo en que éste escogió morir, como afirma María Zambrano:

La muerte senequista es la muerte del suicida que no quiere ni siquiera


parecerlo, para borrar todo rastro de violencia y de protesta. No muere, sino
que se reintegra, se esfuma a sí mismo para no alterar el orden de las cosas,
el rostro inmutable de la naturaleza. Muere calladamente 65.

Hay una decidida actitud ascética y pesimista de la que participan los autores que
hemos estudiado y que los conduce a una mansa resignación. Magistralmente, el
Poema de los dones de Borges describe esta actitud suave y recia al mismo tiempo.
¿Qué puede hacer si no el hombre? Si no hay a quién elevar una queja, tras la muerte
de Dios, lo sensato sería la aceptación muda. Los estoicos suelen contraponer la
actitud infantil de dejarse arrastrar a la desesperación y las pasiones que nos sacuden
y llenan de inestabilidad, con la actitud del hombre maduro, el sabio, que desde su
atalaya las domina. Y las domina no dejándose dominar por ellas.

En síntesis, el estoicismo desarrolla una educación que es terapia y medicina al


mismo tiempo. Si la filosofía es medicina es en la medida en que parte de la materia
humana concreta y real, la materia sufriente podíamos decir. Pero que la filosofía sea
medicina también tiene la consecuencia de que administra un tratamiento para la
obtención de la salud. Es a una determinada salud adonde se quiere conducir al

59
paciente. Esta salud, como modelo ideal, es la auténtica felicidad, que coincide con el
desenvolvimiento de una naturaleza humana, con la realización de la virtud (virtus)
como rasgo específicamente humano. Y, de este modo, llegaríamos a la madurez, que
en el ser humano significaría aceptación sin engaños de su condición mortal, en el
sentido tratado en el capítulo primero.

Pero también la madurez significa, desde la concepción estoica, no dejarnos


arrastrar por lo que la sociedad suele valorar; o sea, la madurez que manifiesta el
sujeto que sigue con firmeza su conciencia, que reflexiona y controla las emociones,
usando la filosofía como remedio contra los ineludibles males de la existencia.
Resulta, por cierto, frecuente entre los estoicos la comparación de la vida de la
mayoría de los hombres, sujetos a pasiones y malos hábitos, con el estadio infantil.
Séneca, por ejemplo, compara los juegos y juguetes de los niños, cuya irrealidad el
adulto comprende fácilmente, con las ocupaciones y objetos valiosos de los adultos.
Éstos, en su afición al oro y los honores, no hacen nada sustancialmente distinto de
los juegos infantiles que causan la risa del adulto. Esta analogía es muy frecuente por
su capacidad expresiva. El sabio medita desde la atalaya de su madurez y como
efecto de esta meditación relativiza lo comúnmente aceptado, y gana la paz interior y
la tranquilidad del ánimo que le procurará una existencia libre66

La filosofía, socráticamente entendida como conversación entre amigos, es, pues,


esta tarea formativa por la que el niño va forjándose un carácter propio de la dignidad
humana, y aprendiendo a desapegarse de lo que le causa dolor e infelicidad. En este
proceso, a la par que crece el individuo, se va formando también una sociedad más
humana y madura, también fundada en la virtud como reencuentro del hombre
consigo mismo. La educación, en este sentido, no haría sino descubrir lo que siempre
estuvo ahí. Porque, como dice Séneca, «la naturaleza no nos inclina a ningún vicio.
Nos ha engendrado puros y libres»67.

BIBLIOGRAFÍA

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60
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ZAMBRANO, M., Séneca, Madrid, Siruela, 1994.

61
La educación como rememoración de las aniquiladas esperanzas de los
vencidos

1. INTRODUCCIÓN

A partir de este capítulo, nos iremos adentrando en un progresivo descubrimiento


del otro que nos revelará una pedagogía como tarea esencialmente dialógica. En
realidad, la relación con el prójimo como elemento constituyente del sujeto (y
dotador de sentido) ya se ha abordado, parcialmente, como conclusión, no exenta de
incertidumbre, del primer capítulo. En el segundo, además, el estoicismo nos ha
aportado una pedagogía como educación del carácter y «curación» del sufrimiento.
Ahora, desde otro punto de vista, profundizaremos en la esperanza que podría abrirse
para nosotros si, en lugar de adoptar una actitud estoica ante el dolor, hacemos
nuestro aquí y ahora el sufrimiento «inútil» de las generaciones pasadas, al
considerarnos herederos y deudores de los vencidos. El estoicismo no ignora, desde
luego, el dolor, pues su reflexión parte del mismo, pero bien es cierto que, dentro de
esa tensión característica entre quietismo y combatividad que le es propia, su
capacidad de compasión y simpatía con las víctimas sufrientes carece de un punto de
apoyo que propicie una transformación en el sentido de las corrientes utópicas. Su
afán de moderación puede cerrarle los ojos. Como he expuesto en el referido capítulo,
nada de lo que ocurre en el mundo tiene un claro y firme sentido para el estoico, que
nunca abandonó su escepticismo soterrado.

Ahora voy a adoptar un punto de vista dinámico, en el cual el tiempo y la historia


deben determinar la respuesta ante el sufrimiento. En este capítulo se describe como
tarea esencial de todo proceso educativo la inclusión radical del punto de vista de los
oprimidos y las víctimas olvidadas, como punto de partida para la pedagogía. Es
decir, se destaca la necesidad, para la pedagogía y la educación, de conectar con las
víctimas de la avalancha sufriente de la historia, recuperando el recuerdo de quienes
fueron sepultados por ella, situándonos bien lejos de una olvidadiza pasividad. Se
trata, en realidad, de elaborar una cierta fundamentación teórica encaminada a un
fortalecimiento de la solidaridad compasiva como imperativo de la educación. Ahora,
la pedagogía tenderá al fortalecimiento de la capacidad de compadecerse y hacerse
cargo del sufrimiento del otro, e insistir en que de ello se deriva también una cierta
salud.

62
Como primer movimiento en esta dirección hemos de desmarcarnos de la
concepción ingenua vinculada a los enfoques positivistas, que considera a la sociedad
presente como el producto de un victorioso progreso lineal y ascendente. Esta visión
del progreso, como expondremos, tan sólo representa a los vencedores, en la medida
en que constituye su perspectiva parcial. Para ahondar en esta crítica describiré en
primer lugar la filosofía de la historia de Walter Benjamin, que destaca como rasgo
predominante en la historia humana el silenciado protagonismo de los vencidos y
excluidos. Desde esta perspectiva, se puede defender que la pedagogía y la educación
deberían hacerse cargo de la herencia de opresión que nos donan los siglos, si
pretenden verdaderamente colaborar en la emancipación y en una sociedad más justa.

En la medida de lo posible, desde las consideraciones que vamos a presentar, el


trabajo práctico del educador debe procurar no ser el reflejo de una ideología
progresista que contribuya al olvido de los vencidos y a la perpetuación de la
opresión. Para ello es necesaria, desde una nueva concepción de la historia, la
confrontación con el sufrimiento concreto, de los individuos singulares, que ha
prevalecido en la historia, y que puede palparse en Auschwitzl. Siguiendo este
enfoque, la pedagogía habría de partir, como en los anteriores capítulos, del dolor, en
una visión pesimista que, no obstante, apostaría en un segundo momento por una
construcción del presente a partir de la recuperación de las esperanzas truncadas.

En relación con ello, me referiré, además, a algunas consecuencias extraídas por


ciertos autores a partir de la catástrofe de Auschwitz y el Holocausto, sin ánimo de
que las líneas que se dediquen a este asunto constituyan un repaso exhaustivo a todo
lo que en abundancia se ha escrito sobre el mismo o el nazismo en general. En este
capítulo, como se ha dicho, trataré solamente de enfatizar la necesidad perentoria de
que la pedagogía supere la fe en un positivismo miope que implica, entre otras cosas,
la ausencia de empatía para con el sufrimiento del otro y la aleja de las mayorías
oprimidas y anónimas que evidencian el colosal fracaso de la civilización
contemporánea.

2. LA LECTURA ANAMNÉTICA DE LA HISTORIA. LOS EXCLUIDOS COMO


PROTAGONISTAS

La visión de Walter Benjamin, el sugerente pensador del que parte mi reflexión,


difiere de la concepción ilustrada, tácita y ampliamente asumida, acerca del sentido y
curso de la historia. Sus Tesis sobre el concepto de historia desarrollan una nueva
forma de entenderla y la labor del historiador2. Para él, con la activación de la me

63
moría se alza un puente que nos trae desde el pasado, saltando sobre el tiempo del
reloj, un acopio de retazos de sueños que irrumpen en el presente amnésico al cual
son convocados. Llegan como verdades procedentes de antaño, aun cuando sólo
luzcan durante unos pocos instantes. Ahora bien, en esos instantes se colman antiguos
anhelos y nuestra existencia, brevemente, se torna humana, porque ha vuelto a
orientarse hacia el sol que brilló en la inocencia del origen. Nos podemos, pues,
referir a la labor del nuevo historiador propuesto por Benjamin como la de quien
resucita algún amable recuerdo de la infancia, que es capaz de hacernos mejores,
aunque sea sólo durante pocas ocasiones3.

La propuesta de las Tesis sobre el concepto de historia de Benjamin anima


precisamente a adoptar el punto de vista de quienes no aparecen en los libros de
historia, para que sea entendida. Ello requiere una cierta sensibilidad para comprender
hasta qué punto el sufrimiento anega la experiencia humana sobre la tierra. Es
necesario meditar en qué medida nuestra civilización y opulencia se cimentan en la
sangre de los inocentes. Hay que saber escarbar, y encontrar que nuestro bienestar
reposa sobre un humus de huesos arrojados a una caverna de olvido. Hay que
comprender que nuestras ciudades y nuestro campo crecen abonados por ellos, siendo
preciso, si es menester, aguzar el oído para escuchar los lamentos de los que no tienen
nombre ni lugar en los ce menterios, para llegar a entender cómo ha sido necesario
que ellos mueran para que nosotros vivamos. Hay que sentir, en definitiva, su
ausencia como presencia4.

La idea de la historia como acopio de ruinas es magníficamente expresada con la


impresionante imagen del ángel de la historia, que es arrastrado por una tempestad
mientras contempla impotente el paisaje de ruinas que va dejando a su paso, pero a
las que no puede alcanzar porque el viento huracanado lo aleja de ellas
permanentemente. Me refiero a la Tesis IX de Benjamin, en la que manifiesta una
clara oposición a la visión amable del progreso heredada de los ilustrados y expresada
por Hegel. Como se afirma en un excelente estudio sobre las Tesis: «El proceder de
Benjamin consiste exactamente en invertir esta visión de la historia: desmitificar el
progreso y posar una mirada teñida de un dolor profundo e inconsolable - pero
también de una honda rebelión moral - sobre las ruinas producidas por él»5.

La propuesta que traza Benjamin, por tanto, es la de una historia, narrada por un
modelo de historiador que él denomina «materialista», que incluya en el relato del
devenir humano el sufrimiento concreto de los individuos masacrados, y que, aun

64
más, parta de este sufrimiento a la hora de interpretar la historia. Así, el historiador
puede comenzar preguntándose por el exterminio de los pueblos masacrados para que
la historia lineal siga su victorioso curso, siendo capaz de constatar que, si el pasado
fuera contado por los vencidos, la alegre cadena del progreso daría un vuelco,
llegando a subvertirse el relato oficial. Lo que para la historiografía convencional ha
sido una simple excepción se constituiría como la auténtica regla de la historia. De
este modo lo expresa José Antonio Zamora, en su excelente libro sobre el
pensamiento de Adorno, filósofo afín y amigo de Benjamin:

[...] la perspectiva de las víctimas desmiente el carácter de excepción del


sufrimiento, pues para ellas, el estado de excepción es la regla. Para el que es
aniquilado, la negatividad aniquiladora no puede ser relativizada, no puede
ser reducida a momento, a aspecto. Para él la negatividad es total, porque la
aniquilación es total6.

Así pues, el necesario vuelco a la forma de entender la historia pasa por


considerar como norma lo que habitualmente se ha considerado la excepción. Esto
acarrea unas consecuencias que afectan a toda la historia universal y que no se limitan
a añadir el nuevo punto de vista de los oprimidos a los puntos de vista ya existentes,
como señala Reyes Mate: «[Benjamin] No plantea el derecho de los oprimidos a tener
su propio discurso, sino algo mucho más exigente: una visión de la historia, con
validez universal, desde los oprimidos»'.

Pero la historia, según se ha relatado habitualmente, al contrario, se ha


identificado con los vencedores y con su punto de vista. Por eso, el presente se
percibe como la culminación de una suma progresiva de éxitos, que implican una
supuesta mejora en cuanto a racionalidad, civilización, forma de vida y régimen
político. Se trata de la fe en un continuo progreso que conduce desde los abuelos
prehistóricos y bárbaros hasta las modernas sociedades de nuestro tiempo,
consideradas cultas y complejas, que se extienden por el orbe. Por supuesto, en esta
cosmovisión, no encaja la necesidad de recordar algo tan perturbador como
Auschwitz. Antes bien, eludimos el hedor de los muertos hasta el punto de que
estudiamos las batallas ignorando la monstruosa evidencia de los cadáveres que
producen.

Frente a este amnésico optimismo, Walter Benjamin afirma, en la Tesis VII, que
los bienes materiales del presente, vistos con el ojo del historiador materialista que él
propugna, «Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han
creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay un

65
solo documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie»'. O sea, que si
contemplamos la historia con los ojos de este nuevo tipo de historiador sabremos que
la barbarie ha acompañado constantemente al progreso como su sombra. Para
Benjamin, en efecto, la barbarie es un rasgo esencial de lo que hemos denominado
«progreso», algo que anida en el interior de la cultura9.

La corrección óptica que propone el filósofo judío consiste en la adopción,


precisamente, del punto de vista del individuo concreto que sufre, del perdedor
anónimo borrado de los libros y desaparecido. En él, en cuanto ser marginal, reside
una vieja sabiduría utópica que contradice el discurso implícito en la historiografía
oficial. Afirma, en este sentido, Reyes Mate: «El vencido sabe mejor que nadie que lo
que de hecho ocurre no es la única posibilidad en la historia. Hay otras, como aquella
por la que él luchó, que quedan en la lista de espera»10. Escribir la historia se
transforma, entonces, en la captación de un eco que cuenta que las cosas podían haber
sido (en el pasado y en el presente) de otra manera. Este eco compone la verdadera
historia. Por eso, Reyes Mate puede afirmar que «Lo sorprendente de la memoria es
que nos hace ver que de la realidad forma parte también algo que no existe»11

El nuevo tipo de historiador que propone Benjamin conecta con lo


prematuramente muerto, de manera que su proyecto truncado se actualiza e irrumpe
en nuestro presente, haciendo que éste sea cuestionado en sus propios cimientos. En
la nueva visión de la historia, lo vencido nos aborda como un relámpago en nuestra
actualidad y cobra en ella, fugazmente, nueva vida. «La imagen verdadera del pasado
pasa de largo fugazmente. El pasado sólo es atrapable como la imagen que relumbra,
para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible»12. Y esta labor
de construcción del presente a partir de lo otrora decapitado apunta, además, a un
nuevo mundo. Benjamin, por tanto, propone una suerte de historiador-profeta que,
hurgando en el pasado, rescate de la masa de desechos los sueños truncados, que se
introducen en el presente como astillas13. El profesor Mélich sintetiza todas estas
ideas en un corto aforismo: «Auschwitz nos enseña que es necesario mantener viva la
memoria, y que la memoria es la facultad que tienen los seres humanos de instalarse
en su trayecto temporal. La memoria es el recuerdo (y el olvido) del pasado, la crítica
del presente y el anhelo del futuro»14

Por supuesto, el educador, que al fin y al cabo transmite un modelo concreto de


sociedad, que presupone, también puede adoptar esta actitud ante su trabajo. Frente a
una sociedad con una historia y valores fijos, reflejo del amnésico relato de los

66
vencedores, el pasado debe removerse. Es preciso rebuscar en los márgenes, escuchar
y sentir las ausencias, dar voz a quienes no la tuvieron". Nuestro presente y futuro se
transforman, entonces, con el estudio de las posibilidades que se multiplican en cada
lección. En cualquier caso, el relato de los perdedores impugna la concepción de la
sociedad presente como totalidad homogénea, vinculada a un pasado claro y lineal.
Los vencidos siembran de dudas las interpretaciones oficiales que la sociedad hace de
sí misma, de manera que el cosmos social se llena de grietas por donde se cuelan las
posibilidades no realizadas. Es en este sentido como cabe decir que las vidas
absurdamente negadas de las personas de carne y hueso asesinadas en Auschwitz nos
aleccionan: cuestionan, en definitiva, nuestro cómodo universo y bienestar.

A continuación, ahondaremos en esta lección que el pasado nos lega desde las
tinieblas. La lección de un horror que está junto a nosotros, silenciosamente presente
en nuestras convenciones. Lo hago, con Benjamin, desde la convicción de que este
inconformista pesimismo es el primer paso necesario para una auténtica
transformación de las sociedades humanas16

3. LA LECCIÓN DE LAS VÍCTIMAS

De entre los testimonios de prisioneros supervivientes de los campos de


exterminio, pienso que es muy recomendable la lectura de Primo Levi. Éste logró
sobrevivir un año en Auschwitz y nos dejó su testimonio, que narra sin apenas
comentario superfluo o sentimentalismo lo que, en el fondo, no puede ser contado de
ninguna manera. Porque el horror, en cuanto final de todo lo humano, no es
comunicable lingüísticamente. Por eso, como dice José Antonio Zamora: «La persona
que escucha tiene que escuchar y percibir el silencio en el que tantas veces se
refugian los supervivientes y que habla sin palabras desde el callar y desde el hablar,
desde más allá del lenguaje y desde el lenguaje»17.

Primo Levi forma parte de quienes fueron privados de su carácter humano en los
terribles lager o campos de exterminio de la Alemania nazi. En un momento en el que
toda lógica anterior se deshizo fue el azar, como él mismo admite, el que lo convirtió
en superviviente y testigo. Porque aquello fue una injusticia radical. De hecho, en
realidad, el auténtico testigo fue quien pereció en el horror, y acabó tragado por él, de
manera que ni sobrevivió ni pudo contarlo. Así lo considera el propio Levi:

Lo repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos.


[...] Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua:
somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no

67
han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha
vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los «musulmanes», los
hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido
tener un significado general".

Pero si asumimos la filosofía de la historia de Benjamín, es posible que tan brutal


desesperanza, la de los testigos mudos y desaparecidos en el horror, de los que aun en
vida ya habían muerto, pueda activar en nosotros la esperanza, en tanto en cuanto los
consideremos el centro de la historia humana y los reconozcamos19. Como he
comentado en el anterior parágrafo, tanto despojo alberga un secreto que revive si
aguzamos el oído, acercándolo al fangoso humus donde se erigieron los campos de la
muerte. Este secreto también se puede entrever en los dramas barrocos y sus alegorías
estudiados por Benjamin; podemos formularlo así: lo truncado (antes de tiempo)
reclama ser terminado20. Y este reclamo activa en nosotros la esperanza.

Del mismo modo que Benjamin, Kafka ahonda en lo arruinado para atisbar alguna
esperanza (aunque no lo parezca). Este escritor rebusca en los estragos causados por
la neurosis propia de su tiempo, con el fin de descubrir en el fondo de la misma una
sanación. Se introduce de lleno en la herida infligida al hombre contemporáneo, en
una opción por lo funesto parecida a la benjaminiana; o sea, la suya es una búsqueda
de sabiduría, justamente allí donde la enfermedad y el mal han hecho estragos y
parecen haber triunfado. Con brillantez lo afirma Adorno:

En vez de sanar la neurosis, Kafka busca en ella misma la fuerza


salvadora, que es la del conocimiento: las heridas que la sociedad infiere al
individuo son leídas por éste como cifras de la no-verdad social, como
negativo de la verdad. Su potencia es potencia de descomposición. Kafka
arranca la fachada conciliatoria que recubre la desmesura del sufrimiento,
cada vez más sometido a los controles racionales21.

Para Adorno, como para Kafka, el horror ronda más cerca de lo que creemos.
Surge en lo más corriente y cotidiano; está presente en los rasgos característicos y
definitorios de nuestra forma de vida. El horror como fracaso del hombre, que
convive con nosotros, silencioso e invisible e impugna las optimistas explicaciones
convencionales, lo hallamos expresado en los débiles e inadaptados que no encajan
con la estructura del presente. De esta manera, creo que debemos mirar hacia los
excluidos por el proceso de la globalización22.

El encuentro con los excluidos es siempre revelador. Denuncian el presente y nos


enseñan que vivimos en una injusticia que se perpetúa, en un estado de excepción

68
permanente. Por eso, debemos dejarnos educar por los seres marginales. Como afirma
Reyes Mate en su comentario a la Tesis XVI de Walter Benjamin: «Para captar con
finura las injusticias pasadas hay que partir de una sensibilidad aguda para las
injusticias presentes. Ése es el pase de acceso al pasado oculto, un pasado que, una
vez des-velado, potenciará la sensibilidad del historiador. Esa potenciación
funcionará igual que un revelador más potente a la hora de desvelar nuevas injusticias
que hasta ahora escapaban al revelado inferior»23. Tal vez sea ya el momento de
renunciar a los datos positivos y hechos corrientes para, con una mirada que se sitúe
por encima de la ciencia, dejar que irrumpa el tiempo de la víctima en el tiempo
homogéneo de los vencedores.

En suma, hay que dejarse impresionar por el sufrimiento de los débiles. Un


sufrimiento que no se expresa en palabras, sino en un diálogo pre-lógico entre
rostros24. Además, Mélich precisa que la relación ética con el otro no es una relación
de poder, pues no se basa en el inte rés por dominar. Dice: «Hay ética porque el poder
no tiene la última palabra, porque las relaciones humanas, las relaciones con los otros,
pueden sustraerse al poder»21. Incluso la tan necesaria tolerancia debería entenderse
dentro de unas relaciones humanas de tipo horizontal, opuestas a las estructuras
verticales propias de las relaciones de poder y las sociedades autoritarias26.

Además de apuntar a cierta forma de anticipación mesiánica en el sentido que le


da Benjamin a esto, creo necesario destacar que la actualización de la víctima
actualiza una importante advertencia. Se diría que el sufrimiento de las víctimas se
dirige a dos verdades: la utópica esperanza que quedó truncada, por un lado, y el
eterno retorno del horror, por otro lado. El horror sufrido por la víctima nos avisa
también para que no sigamos la senda que condujo a su desesperanza. Creo que,
desde esta perspectiva, es muy necesario recuperar el nuevo imperativo categórico
que propuso Adorno: «Hitler ha impuesto a los hombres en estado de no-libertad un
nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su acción de tal modo que
Auschwitz no se repita, que no ocurra nada parecido»27. Este mandato moral supone
un nuevo enfoque, frente a las teorías éticas abstractas de la modernidad, que recoge
el sufrimiento singular, el dolor del individuo concreto. De este sufrimiento particular
parte una exigencia que sí tiene carácter universal. Así afirma Reyes Mate que se
interpreta esta ética de lo concreto de Adorno: «Contra esa frialdad de la ética
abstracta está escrito Minima Moralia. Lo que ahí se dice es que la ética como la
justicia surgen como respuesta a injusticias concretas, a una experiencia del mal. El
nuevo imperativo categórico nace de un Auschwitz, es decir, de un lugar y tiempo

69
determinado y negativo»28.

4. LA PEDAGOGÍA Y LA EDUCACIÓN ANTE EL POSITIVISMO


CONSIDERADO COMO PERSPECTIVA IDEOLÓGICA QUE EXPRESA LOS
INTERESES DE LOS VENCEDORES

Como he señalado, tanto en las Tesis sobre el concepto de historia de Benjamin,


como en Minima Moralia de Adorno29, se critica hondamente la visión, heredada de
la Ilustración, de la historia como un «progreso» continuo. Éste es un punto central en
el pensamiento de ambos autores, con Horkheimer, que desarrollan al verse
enfrentados a la barbarie nazi. Así lo manifiesta Marta Tafalla: «Horrorizados por la
catástrofe que parecía ponerle fin, Adorno y Horkheimer no buscan las causas del
desastre en factores externos, sino en el mismo proyecto ilustrado, al que acusan de
haber avanzado en una dialéctica de progreso y barbarie»30. El propio Hegel había
concebido el progreso de manera que se justificaba el sacrificio de los pueblos
inadaptados, que debían pagar con su extinción el tributo a la corriente arrolladora de
la historia moderna. Pero «Adorno no aceptará nunca que se justifique el dolor del
individuo en aras del bien futuro del nosotros que tampoco llega nunca, pero deja los
cuerpos aplastados en medio de la carretera por donde supuestamente avanza el
progreso en su marcha triunfal»31. Por eso, Adorno efectúa una fuerte crítica a la
filosofía de la historia de Hege132. Porque el destino trágico de las víctimas, y su
dolor, le resultan injustificables.

Creo que la primera consecuencia que podemos extraer para la pedagogía a partir
de las consideraciones de Benjamin o Adorno, es que ésta debería eludir la ideología
del progreso continuo que, según dichas consideraciones, encubre tal falsedad. Se
trata, además, de que, en el campo de las denominadas ciencias de la educación,
superemos la obstinación por el dato o el hecho empírico, que pueden implicar una
notable ausencia de empatía para con el sufrimiento de los otros, pasados y actuales.

Creo que hoy día está llena de sentido la aplicación de un pesimismo


constructivo, a lá Benjamin, al saber pedagógico. Teniendo en cuenta que dicho
pesimismo aspira, mediante la actualización de las viejas esperanzas del pasado, a la
curación de la humanidad. Si la pedagogía pretende laborar en pro de una sociedad
mejor, debería superar el ingenuo optimismo positivista que justifica el statu quo y
apuntar a una plena realización de todos los seres humanos. Como afirma Pérez Luna
con clarividencia: «La pedagogía que se sometió a las directrices de la razón
instrumental atentó contra la libertad, se hizo pedagogía silenciosa, pedagogía sin

70
voz, por ella hablaba un proyecto de reducción del hombre y de toda idea
emancipatoria»33

Para escapar de la perspectiva de los vencedores, toda pedagogía debería evitar


ofrecer respuestas claras, y, antes bien, ser capaz de interrogar(se) críticamente. En
este sentido, la pedagogía debería sospechar de sus explicaciones e introducir
elementos discrepantes y marginales en su discurso. Debe formular(se) preguntas
socráticamente34. En términos similares entiende Mélich la tarea fundamental de la
pedagogía general:

[...] el pedagogo sería, sobre todo, aquel que desenmascara las formas de
control social de producción del discurso, aquel que desenmascara el poder
constitutivo del sentido de las acciones educativas. No entiendo, entonces, la
figura del pedagogo como aquella que crea los programas de integración en
una cultura concreta, ni la del educador como aquél encargado de transmitir
los contenidos científicos y los valores constitutivos de un sistema social3s

Además, sería tarea del educador la preocupación por la memoria, por su cuidado.
Una memoria que, en la línea de Benjamin o Adorno, sirva para impugnar el progreso
que sacrifica a los inadaptados, generando víctimas y oprimidos a su paso. Es ésta
una pedagogía deseosa de transmitir la herencia de sufrimiento que, como decía
Benjamin, puede encaminarnos hacia una suerte de emancipación de todos los seres
humanos. Es preciso para el educador entender la mejora social en esta línea de
recuperación de la verdad silenciada que se halla depositada en las víctimas y no en la
dirección de la historia contada por los opresores.

Por supuesto, no es obligatorio renunciar a la ciencia. Como bien puntualiza


Reyes Mate, no se trata de que Benjamin al referirse a esta problemática haya
descalificado el progreso tecnológico y la investigación científica. Sólo un no-
pensamiento imbuido de fuerte escepticismo, como el dado dentro de la denominada
corriente posmoderna, ha sido capaz de hacerlo. En realidad, Benjamín no dejó nunca
de ser un ilustrado; un ilustrado que desde su afán de liberación desea señalar que
hemos caído en el grave error de anteponer el progreso tecnológico a lo humano. La
salud que él pretende para todos llegaría a través de un cambio en la escala de valores
al uso, o sea, de anteponer lo humano como referente y fin del progreso tecnológico.
El quid de la cuestión es que los hombres dejen de ser sacrificados por la
tecnología36

En la tradición pedagógica (o antipedagógica, cabría decir) tenemos esta cuestión

71
ampliamente considerada por Iván Illich, autor del que me ocuparé en un capítulo
siguiente. Como es sabido, este pensador revisó los que consideró grandes mitos de
nuestra civilización, para propugnar lo que podríamos denominar una revitalización
de la propia vida. Esta revitalización de la existencia pasaría por aligerarla del
imperio de la técnica. Según él, la ciencia, la escuela o la medicina, en cuanto saberes
técnicos institucionalizados y dominados por profesionales, imponen un corsé a los
seres humanos que, en definitiva, anula la interacción espontánea y original entre las
personas37. Así, la crítica radical de Illich a la escolarización guarda estrecha
relación con la crítica que también lleva a cabo de la sacralización idolátrica del
progreso tecnológico3S.

La crítica de Illich es una crítica de las instituciones que cuadriculan la existencia


humana apropiándose de ella39. Pretende esbozar, en este sentido, una sociedad que
facilite la expresión y la participación de todas las personas, en espacios culturales
aptos para ello. Y en todo esto no hace sino enlazar con una corriente autocrítica de la
propia modernidad. En efecto, su teoría desescolarizadora es, como los movimientos
contraculturales de los años 60 y 70, una alternativa con raíces en la propia
modernidad, en sus planteamientos más radica les y autocríticos. Creo que, por tanto,
Illich es heredero de una Ilustración que se opone a las consecuencias alienantes de la
propia Ilustración. Cuando dialogamos con Illich, lo hacemos con un pensador
utópico que, como tal vez Adorno, Horkheimer o Benjamin, constituye una herencia
de la modernidad ilustrada, en cuanto razón que se cuestiona a sí misma, llevada por
el interés emancipatorio. Es esta modernidad revisada que se autocuestiona la que
creo que tal vez pueda ayudarnos a comprender y ofrecer pistas para evitar que algo
tan monstruoso como Auschwitz vuelva a suceder.

A continuación, y como conclusión, voy a destacar algunos elementos que estimo


necesarios en la educación formal, para evitar que, precisamente, Auschwitz se repita.

5. ELEMENTOS PARA UNA EDUCACIÓN CONTRA EL HORROR

Comenzaremos evocando, en este último epígrafe, una reflexión que Adorno


realiza en relación con la escasa resistencia al nazismo que hubo en Alemania.
Escribe: «La frialdad de la mónada social, del competidor aislado, fue, en cuanto
indiferencia frente al destino de los demás, el factor condicionante de que muy pocos
se movieran»40. Esta observación del pensador alemán nos conduce a la pregunta
sobre las condiciones, sociales y psicológicas, que desencadenaron el desastre. Y nos
hace sentir inquietud, porque resulta inevitable la sospecha de que esta soledad

72
indiferente del competidor aislado, a la que él alude, exista en nuestra sociedad de
principios del siglo xxi. Como es sabido, un valor propio del mundo capitalista de
consumo y del neoliberalismo es, precisamente, la competencia entre los individuos.
Es necesario que nos preguntemos hasta qué punto esto es así, y si estamos más cerca
de lo que creemos de las condiciones que pueden alimentar el surgimiento de nuevas
formas de fascismo.

En cualquier caso, pienso que, como dice Adorno, el horror de Auschwitz no debe
olvidarse, al menos si queremos que no se repita. En un artículo sobre educación
afirma: «Ahí radica, en medida nada desdeñable, el peligro de que el terror se repita,
en mantenerlo lejos de nosotros y apartar con violencia a quien ose hablar del mismo,
[...]»41. Auschwitz, en efecto, debe constar como una suerte de boya que marca un
lugar concreto donde la humanidad tocó, verdaderamente, fondo; donde, desde la
perspectiva de los pensadores de la Primera Escuela de Fráncfort, el curso de la
modernidad condujo a la peor de las posibilidades que portaba en sí misma42. En
nuestros días, pues, Auschwitz representa una metáfora que nos advierte del horror
totalitario (¡y de su posible cercanía!). En este sentido, es una experiencia que no
debe obviarse, como por otro lado tantos, además de Adorno, han señalado y siguen
afirmando en nuestros días43.

Adorno concluye que resulta muy necesario encomendar a la educación la tarea


de evitar la formación de irreflexivos ejecutores de órdenes44. Creo que esto se
refiere al desarrollo y promoción de una cierta vergüenza que imposibilite al sujeto
para asesinar, desde la íntima percepción de que asesinando al otro se asesina a sí
mismo. Esto es lo que intenta la «educación desde un punto de vista literario»,
propuesta en la actualidad por Mélich, un tipo de educación que produce el espanto
ante el mal, aunque no defina exactamente qué es el bien o lo bueno. Dice
textualmente:

La educación desde el punto de vista literario no está formando


individuos «buenos», sino individuos que son capaces de indignarse ante el
horror. La educación promueve básicamente un sentimiento de intolerancia y
de compasión. La razón educativa desde el punto de vista literario es una
razón sensible a la humillación del otro, y la educación que propongo es una
educación que cultive esta sensibilidad41.

Además, la nueva pedagogía habría de procurar una educación que eliminase de sí


la relación de poder. En realidad, numerosos autores del pensamiento pedagógico a lo
largo del siglo xx se han esforzado, de un modo u otro, por una educación no

73
autoritaria (además del ya mencionado Iván Illich). Por ejemplo, toda la denominada
pedagogía no directiva y el activismo pedagógico, por señalar un movimiento de
entre los numerosos que han existido. Para estas teorías y experiencias en nuevas
formas de educación, Auschwitz representa la antítesis extrema46

Creo que cobra sentido la remembranza del terrible lager para la pedagogía
cuando asumimos que la educación realiza paradigmáticamente su cometido a través
de estructuras horizontales en las relaciones humanas47, y la practicamos como una
relación dialógica a la manera de Paulo Freire48. El profesor Mélich precisa también
que la relación ética con el otro no es una relación de poder, no se basa en el interés
por dominar. Dice:

Hay ética porque no sólo existo yo, sino que junto a mí y frente a mí hay
alguien, un otro concreto, un rostro, y porque yo respondo del otro más allá
del nexo biológico, de la norma social, o de la ley política. Hay ética porque
el poder no tiene la última palabra, porque las relaciones humanas, las
relaciones con los otros, pueden sustraerse al poder49.

Para evitar la conformación de estructuras totalitarias, según Adorno, también es


recomendable estudiar a fondo la personalidad de los individuos autoritarios y
conocer los mecanismos psicológicos de los mismos. Esto es lo que, en cierta medida,
hizo Hannah Arendt en su conocido estudio sobre la trayectoria personal y
profesional de Eichmann, como organizador de la denominada por los nazis
«Solución Final»50. Es a partir de los datos y declaraciones escuchados en el juicio
contra él, llevado a cabo en Jerusalén, como se hace patente una observación
perturbadora. Ella la denominó «banalidad del mal». Consiste, como sabemos, en el
hecho de que, como fue constatable, del horror nos separa una delgada línea que
cualquier persona corriente, como parece que era Eichmann y la mayoría de los
burócratas nazis, puede cruzar. Esta frontera se atraviesa, como se comprobó en el
caso del ingeniero del Holocausto, solamente cuando el sujeto deja de pensar con
autonomía. Basta, pues, con abstenerse de ejercer la responsabilidad de reflexionar
(críticamente) sobre lo que uno hace.

La prueba que aporta Arendt de esta característica es que Eichmann era incapaz
de pensar sin echar mano de frases hechas o clichés. Arendt lo expresa así:

[...] Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra por palabra


las mismas frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando
lograba construir una frase propia, la repetía hasta convertirla en un cliché)

74
cada vez que refería algún incidente o acontecimiento importante para él. [...]
Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar
iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, para
pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer
comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la
más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y
por ende contra la realidad como t

Todo lo descrito por Arendt apunta a una profunda dependencia, por parte del
organizador de la «Solución Final», de juicios y valores externos que nunca se
cuestionó. Se limitó a obedecer y hacer con profesionalidad su trabajo, con la eficacia
de un buen burócrata, estimando que cumplía con su obligación. Pero, en realidad, su
asunción de los valores avalados por su sociedad, eludiendo la reflexión acerca de lo
bueno y lo malo, fue lo que lo convirtió en un monstruo; su completa e irreflexiva
identificación con ellos. Eficiencia y horror se unieron en él. Como explica Reyes
Mate, a partir del caso de Eichmann: «El mal se expresa en esa falta de juicio, en ese
modo de pensar capaz de generar conocimientos pero incapaz de distinguir entre lo
bueno y lo malo»52. Eichmann descartó la ética y la reflexión crítica, al tiempo que
abrazó de lleno una racionalidad positiva e instrumental.

Así pues, si asumimos las observaciones y reflexiones de la pensadora alemana en


torno a la figura del alto funcionario nazi, no es extraño que nos veamos invadidos
por un cierto espanto. También las conclusiones de Benjamin y Adorno son
profundamente perturbadoras. Para ellos, como hemos expresado, incurrir en
comportamientos fanáticos y autoritarios es fácil, pues basta con dejarse llevar. Ellos
muestran que en nuestra sociedad administrada, como la llamó Horkheimer, estamos
siempre a un pequeño paso de cruzar la línea que nos separa del horror; porque
consideran que la barbarie resulta intrínseca a la sacralización positivista de la
tecnología propia de nuestro mundo moderno y postilustrado. Esta sacralización del
número y la fórmula acaba deshumanizando al ser humano. Si nos montamos
irreflexivamente en el raudo tren del progreso, asumiendo los valores que le son
propios, dejándonos seducir por su velocidad, podemos acabar en un suicidio de lo
humano.

Para evitar esta amenaza, las ciencias, todas valiosísimas, deben tener como
objetivo lo humano. Claro está que lo humano no es algo definido, sino misterioso;
una menesterosidad surgida de la finitud que la pedagogía debe contemplar; pero en
todo caso, lo humano, como señalan los autores estudiados en este trabajo, debe
incluir la memoria del sufrimiento de las víctimas. Si no es así, sin memoria ni

75
reflexión, la pedagogía, como la propia sociedad que la alberga, se dejaría gobernar a
ciegas por la ideología positivista, colaborando con la peligrosa muerte del sujeto
cercana al universo totalitario. La pérdida de la memoria supone la perpetuación del
desconsuelo y del clamor sin respuesta, en un mundo abocado al eterno presente y, a
lo sumo, a la experimentación lúdico-nietzscheana53.

La educación que pretenda evitar que, bajo ningún concepto, se repita Auschwitz,
debe propiciar el salto del tigre al pasado al que se refiere Benjamin, mediante una
lectura fragmentaria de una tradición recuperada en la que lo predominante son los
proyectos truncados, y, por tanto, siempre incompleta y necesitada de nuevas
lecturas. El educador ha de ser capaz de hacer brillar el rastro de los ausentes a
quienes nos debemos, mostrando el mudo discurso de los huecos que componen la
totalidad y se intercalan entre los hechos de los que trata la ciencia. Una educación,
imaginemos, que sería orientada por la enorme, ingente masa de los analfabetos, por
la clamorosa ausencia de los que faltan a ella, por la sangre de quienes la propiciaron.
La subversión que esto repre senta, en la medida en que supone apearse del tren del
progreso que circula frenético y ciego, significa, en la concepción de Benjamin, el
auténtico salto hacia delante, la salida airosa que comienza el nuevo tiempo en el que
los relojes se detienen. De este novedoso trato con el pasado emergería la verdadera
transformación social.

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78
La pedagogía desde la combativa inocencia. La mirada subversiva de Iván
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1. INTRODUCCIÓN

En este capítulo nos aproximamos a una forma de entender la educación en la que


los maestros van a ser los niños. Es decir, vamos a imaginar el cariz que tomaría el
proceso educativo si no mediaran los prejuicios que se adquieren, la mayoría de las
veces de manera inevitable, según nos alejamos de la infancia. En cierto modo,
numerosos autores han sugerido esto, como Rousseau en Emilio. En el niño habitaría
una suerte de sabiduría innata que no consistiría en contenidos específicos o
recuerdos adquiridos. Antes bien, el niño representaría, sobre todo, la capacidad de
ver las cosas desde fuera y, desde ahí, toparse con los elementos de nuestra
civilización como objetos extraños, para, obviamente, poder juzgarlos desde una
óptica diferente a la del sentido común. Como es sabido, el sentido común muchas
veces no refleja sino el cúmulo de prejuicios que hemos ido aprendiendo al ser
socializados. Desde esta perspectiva que podríamos denominar exterior, el sistema
educativo, como cualquier otra institución social, adoptaría un cariz bien distinto. Ya
no sería asumido como natural e incuestionable, sino que podría sorprendernos por
sus am bigüedades y contradicciones. En este sentido, este capítulo trata de elucubrar
libre e imaginativamente a la manera en que lo hicieron las contraculturas de los años
60 y 70, para soñar al estilo de entonces y quizás descubrir una sorprendente
actualidad en planteamientos que hoy parecen quererse descartar por ser considerados
descabellados. En cualquier caso, abierto está, desde luego, a la crítica y la discusión
lo que se afirme en las próximas líneas; lo cual, por cierto, es lo que el propio Illich,
cuya mirada inocente vamos a adoptar, siempre pretendió fomentar entre los seres
humanos: la sana y libre discusión.

2. IVÁN ILLICH: LA MIRADA INOCENTE

La mirada inocente que le era propia condujo a Iván Illich a una concepción de la
acción educativa que podemos calificar de combativa. Esto es lógico si tenemos en
cuenta desde qué lugar desarrolló lo más importante de su labor, o sea, América
Latina, y con qué realidades se topó, en consecuencia'. La verdad es que no hay que
disponer de una gran agudeza visual para percibir en tales lares cuán irracionales son

79
nuestra forma de vida y estructuras sociales. La injusticia de nuestro mundo golpea
allí con mayor fuerza, mostrando con crudeza la necesidad de que toda educación, si
pretende ser útil, se haga cargo de ello. Se puede decir que la perentoria necesidad de
una praxis transgresora se manifiesta mejor en las realidades de fuerte opresión,
porque salta a la vista. En el denominado Tercer Mundo, puede palparse cómo la
injusticia no es sólo una mera cuestión puntual, sino estructural, que afecta al propio
sistema en sí, a su naturaleza.

Así pues, se da en Illich, con toda fuerza, una suerte de transformación en la


mirada, en el punto de vista desde el que analiza y observa el mundo, que se asemeja
al de un niño. Es decir, manteniéndose bien inmerso en la sociedad, sin perder nunca
su contacto con la realidad, es capaz de salirse de ella para analizarla con extrañeza,
lo cual implica la explosiva inocencia de que estoy hablando2, en la que se subvierten
los juicios acerca del mundo. Lo obvio se torna no tan obvio, y, al contrario, lo raro
se manifiesta como lo obvio. Esta subversión en la mirada es, ya de por sí,
inevitablemente combativa.

Así pues, cuando Iván Illich aborda el estudio de la sociedad contemporánea y de


sus instituciones, realiza una descripción desde fuera, desde la mencionada posición
ingenua que le ayuda a ver las cosas que suelen pasar desapercibidas por el hábito y
los prejuicios. Su originalidad a la hora de estudiar la institución escolar, como
cuando estudia otras instituciones contemporáneas, viene dada por un enfoque
descriptivo-fenomenológico que lo dota de esta efervescente inocencia. Así, afirma:

Trato de describir sencillamente lo que veo como si fuera un marciano lo


que constituye el concepto de escolaridad. Es un proceso de clasificación de
toda la sociedad en grupos, en gremios alrededor de otro personaje, a quien
se le da muchos nombres diferentes pero que esencialmente es distinto de los
demás per sonajes reunidos porque participó muchas más horas en estas
reuniones específicas por edades3.

La mirada inocente de Iván Illich supone, sobre todo, una percepción muy
negativa del progreso tecnológico y del mundo moderno. Pero hemos de destacar que
su crítica no es un hecho solitario y nos parece, aun más, que corresponde a un
sentimiento bastante generalizado a lo largo del dramático siglo pasado y que hoy ha
cuajado, por ejemplo, en los movimientos ecologistas. La Escuela de Fráncfort, el
freudomarxismo, los movimientos contraculturales de los años 60 y 70, etc., llegaron
a una conclusión similar, desde enfoques diferentes: nos hemos alejado de un modelo
humano de sociedad. Es decir, vivimos existencias deshumanizadas que, en el fondo,

80
nadie habría querido vivir, si hubiera podido elegirlo. Está claro que la crítica radical
a la escuela de Illich se relaciona, sobre todo, con el cuestionamiento de un modelo
de vida. Las alternativas que este autor sugiere procuran aproximarse a un modelo de
salud humana, es decir, a un tipo de organización social en el que nuestras existencias
serían, supuestamente, más felices y provechosas. Pero siendo consecuente con el
carácter utópico de su pensamiento, jamás detalla con exactitud el dibujo de esa
futura y posible salud humana.

En los temas estudiados por nuestro utópico pensador se refleja la vastedad de los
campos de aplicación de sus teorías. A todas luces, era un alma inquieta y capaz de
argumentar con lógica las hipótesis en apariencia más extravagantes, dando la
sensación de que siempre escribía dotado de un gran sentido común. Desde luego, la
idea básica y principal que caracteriza a todo su pensamiento es el cuestionamiento
de la sociedad dirigida por expertos-técnicos y la consecuente profesionalización de
la enseñanza. Con esto, se situó en un punto de vista que representaba una crítica
tanto a la política de los países capitalistas, como a la desarrollada en los países
comunistas. Así, leemos que afirma en una entrevista:

[...1 creo haber podido observar que en cada campo hasta ahora analizado, el
instrumento material de producción puede adquirir ciertas características
meramente técnicas por las cuales impone, a toda sociedad que adopte este
medio como instrumento de producción, unas relaciones sociales
profundamente explotadoras y altamente injustas. Este es mi punto de
partida4.

Nuestro autor revisó los que consideró grandes mitos de nuestra civilización, para
propugnar lo que podríamos denominar una revitalización de la propia vida. Esta
revitalización de la existencia pasa por aligerarla de los distintos corsés
institucionales que, según él, la violentan. La ciencia, la escuela o la medicina, en
cuanto saberes institucionalizados, imponen un corsé al entendimiento que anula la
interacción humana espontánea y original. En definitiva, las instituciones no sólo no
nos ayudan a vivir una vida mejor, sino que, enfatiza Illich, nos sustraen por
completo de la posibilidad de ella. Así lo expresa con toda claridad:

No somos capaces de concebir más que sistemas de


hiperinstrumentalización para los hábitos sociales, adaptados a la lógica de la
producción en masa. Casi hemos perdido la capacidad de soñar un mundo en
donde la palabra se tome y se comparta, en donde nadie pueda limitar la
creatividad del prójimo, en donde cada uno pueda cambiar la vidas.

81
Además, la crítica de Illich a la escolarización guarda estrecha relación con la
crítica que también hace al consumismo. Así lo afirma un editor de su obra y amigo
suyo:

Detrás de las comprobaciones, rápidamente simplificadas por sus


seguidores, como «la escuela desescolariza», «el hospital enferma», «el
automóvil obstruye la circulación», se encuentra una notable crítica al
«progreso» y a aquello que lo legitima, la satisfacción de las supuestas
«necesidades»6.

En efecto, Illich realiza un análisis y genealogía de las diversas necesidades que


asumimos en nuestra época:

El estudio de la invención de las necesidades estandarizadas y válidas


para todos ocupará a Iván Illich durante varios años y lo obligará, en el
transcurso de ellos, a establecer otras genealogías como las de «ser humano»,
«vida», «persona», «género», «salud»..., etc., de donde resulta una evolución
en la historia de Occidente'.

Desde luego, las propuestas de Illich tienen sentido dentro de una concepción
específica del hombre. Para él, el ser humano es, fundamentalmente, persona libre
que se realiza, activa y creativamente, colaborando con los demás. Nos lo muestra
idealmente viviendo con mayor austeridad que en nuestras actuales sociedades de
consumo, pero, a cambio, con un mayor dominio sobre su destino vital y entorno. Se
trata de un ser humano que vive con menos comodidad material que en la sociedad
consumista, pero participa en su cultura, realizando su potencial de creatividad y
libertad. Así, dice: «El hombre reencontrará la alegría de la sobriedad y de la
austeridad, reaprendiendo a depender del otro, en vez de convertirse en esclavo de la
energía y de la burocracia todopoderosa»'.

Illich argumenta con frecuencia que al hombre no le es posible la realización


como tal en un mundo consumista: «Una sociedad que define el bien como la satis
facción máxima, por el mayor consumo de bienes y servicios industriales, del mayor
número de gente, mutila en forma intolerable la autonomía de la persona»9. Para
nuestro autor, «Poco a poco las instituciones no sólo han conformado nuestra
demanda, sino que también han dado forma a nuestra lógica, es decir, a nuestro
sentido de la medida. Primero se pide lo que produce la institución, pronto se cree no
poder vivir sin ello»10.

En definitiva, las instituciones, que indiscutiblemente nos han hecho la vida más

82
cómoda en lo material, constituyen un arma de doble filo, porque generan en todos
nosotros una paralizante dependencia y pasividad. Nos acabamos acostumbrando a
que ellas nos organicen y faciliten la vida, pagando el precio de acabar
sometiéndonos a su lógica. Será desde esta convicción que llevará a cabo su crítica a
la escolarización. Una crítica que, como hemos dicho, parte de una nueva manera de
ver las cosas aparentemente más normales y habituales, del ejercicio de una mirada
inocentemente original.

3. ANÁLISIS DE LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL SABER. RAZONES PARA


LA DESESCOLARIZACIÓN DE LA SOCIEDAD

Al abordar Iván Illich directamente la institución escolar, con la explosiva


ingenuidad que lo caracteriza, se esfuerza en mostrarnos que la transmisión del
conocimiento y la cultura, que había discurrido durante siglos con espontaneidad vital
fuera de la escuela y sin necesidad de ella, hoy ha quedado restringida al interior de
las paredes del aula. Por eso, en cuanto que la necesidad de ser educados
escolarmente es resultado de un proceso histórico, resulta cuestionable.

Haría falta elaborar una historia de la necesidad de educación (más que una
historia de la educación). Como señala Antoni Tort (2003):

[Illich] Consideraba que la historia de la educación que se hace en el


mundo sigue sin investigar cómo nace históricamente la necesidad de
educación y sólo analiza modalidades educativas, sin cuestionarse la propia
existencia de las instituciones y los sistemas. Creía que no hay suficientes
estudios «sobre» la educación, y que convendría analizar con más
profundidad la historia de cómo emerge una realidad social en el seno de la
cual la educación es percibida como una necesidad

Illich constata que el ecosistema específico de la escuela se halla lejos del entorno
real en donde fluye la vida y somos personas. Este alejamiento se refleja,
sintomáticamente, en una escisión de la cultura humana entre lo popular, por una
parte, y lo académico o escolar, por otra. De modo que nuestro autor afirma que:

La existencia misma de escuelas obligatorias divide cualquier sociedad


en dos ámbitos: ciertos lapsos, procesos, tratamientos y profesiones son
«académicos» y «pedagógicos», y otros no lo son. Así, el poder de la escuela
para dividir la realidad social no conoce límites: la educación se hace no
terrenal, y el mundo se hace no educacional"2.

Siguiendo un símil del propio Illich, en la escuela se intenta regular la producción

83
en masa de saber, mediante grados parecidos a los que la alquimia logra en su
purificación de la materia.

Dentro del proceso alquimista, la educación se convierte en la búsqueda


de aquello de donde nacerá un nuevo tipo de hombre, requerido por el
medio, moldeado por la magia científica. Pero sea cual haya sido el precio
pagado por las sucesivas generaciones, se reveló cada vez de nuevo que la
mayoría de los alumnos no eran dignos de alcanzar los más altos grados de la
iluminación, y era preciso excluirlos del juego, por ineptos para llevar la
«verdadera» vida, ofrecida en ese mundo creado por el hombrees

Esta separación radical de lo vital y lo académico que se daría en la educación-


alquimia acarrearía, también, una nueva consecuencia perniciosa, desde el punto de
vista de nuestro autor: la jerarquización de los seres humanos.

Según el parecer de nuestro autor, las relaciones jerárquicas y la división


excluyente entre los hombres resultan brutalmente malignas. Es éste un aspecto de su
pensamiento que nos remite también a otros autores de la filosofía y la pedagogía del
siglo xx: Fromm, Reich, Paulo Freire, A.S.Neill, etc. En esta línea, que entiende la
salud humana como «horizontalización» de las relaciones humanas, se inserta la
perspectiva de Iván Illich. Es éste un asunto que se estudiará por detallado en un
capítulo posterior.

Así pues, la enseñanza obligatoria, que se ha justificado normalmente como


promotora de igualdad y de la mejora generalizada de individuo y sociedad, a juicio
de Illich produce en realidad la jerarquización social y la inhibición de la
participación de los ciudadanos en la cultura. Pero no sólo eso, sino que también los
prepara para la sociedad consumista propia de nuestro tiempo. Illich lo expresa a
menudo:

La escuela es el rito de iniciación que conduce a una sociedad orientada


al consumo progresivo de servicios cada vez más costosos e intangibles, una
sociedad que confía en normas de valor de vigencia mundial, en una
planificación en gran escala y a largo plazo, en la obsolescencia continua de
sus mercancías basada en el ethos estructural de mejoras interminables: la
conversión constante de nuevas necesidades en demandas específicas para el
consumo de satisfactores nuevos14

Por tanto, los problemas relacionados con la educación no se solucionarían con


mejoras parciales, mayores inversiones, el uso de nuevas didácticas y ni siquiera con
el fomento del trabajo cooperativo o el papel activo de los niños en el aula. El quid de

84
la cuestión estribaría, desde la perspectiva radical que estamos exponiendo, en
comprender que el problema es la propia escuela en cuanto tal, en lo que supone de
ritualización y profesionalización del proceso de enseñanza-aprendizaje que
inevitablemente conlleva. El malestar de la escuela reside justo en la suplantación de
un proceso más sencillo y natural. Porque, como nos señala el pensador austriaco:
«Lo principal del aprendizaje sobreviene casualmente, e incluso el aprendizaje más
intencional no es el resultado de una instrucción programada» 1s

Refiriéndose a quienes proponen mejoras dentro de la institución escolar, Illich


afirma:

Creo que todos estos críticos yerran debido a que no toman en cuenta el
aspecto ritual de la enseñanza, como lo he llamado en otro trabajo y que en
éste me propongo denominar el «currículum oculto», la estructura que sirve
de base de sustento a lo que se conoce como «efecto de certificación»16

La escuela hace y enseña lo contrario de lo que afirma hacer y enseñar. No es el


currículo oficial el que describe lo que principalmente aprende el niño en ella, sino el
currículo oculto:

Todos los niños aprenden, gracias al currículo oculto, que el


conocimiento económicamente valioso es el resultado de la enseñanza
institucionalizada y que los títulos sociales son resultado del rango que se
ocupa en el proceso burocrático. Así, el currículo oculto transforma el
currículo visible en una mercancía y hace de su adquisición la forma de
riqueza más segura 17.

Es decir, el conocimiento se convierte, en la escuela y por ella, en una mercancía


que supone una suerte de posesión y riqueza material para quien la obtiene.

La interpretación de la necesidad de aprender como una demanda de


escolaridad y la transformación de la cualidad de crecer y desarrollarse en la
etiqueta de una educación profesional, convierten el significado de la palabra
conocimiento, de un término que indica intimidad, intercambio con otras
personas y experiencia vital, en uno para designar productos
profesionalmente empacados, títulos cotizables en el mercado y valores
abstractos. La escuela ha ayudado a dar alas a tal interpretación18.

Sin embargo, el conocimiento es, según nuestro autor, algo fundamentalmente


dinámico, que se halla en continua transformación.

La consecuencia del paso por la escuela sería una suerte de alejamiento del

85
hombre de su propia esencia (sociable y fraternal), resultando de ello una mutilación,
como nuestro autor subraya en numerosas ocasiones:

Una expansión del concepto de alienación podría permitirnos ver que en


una economía fundada en la prestación de servicios, el hombre es separado
de lo que puede hacer lo mismo que de lo que puede producir; que ha
entregado su mente y su corazón a un tratamiento mutilante en forma más
completa de lo que ha vendido los frutos de su trabajo19.

El sujeto así alienado vive la reglamentación del saber como una opresión
anónima, cuya fuente le resulta invisible e imposible de señalar. Es la consecuencia
de la sociedad del experto (tecnocracia) en la que los ciudadanos han aprendido
inconscientemente que su acceso a la realidad tiene que ser mediatizado:

El consumidor de conocimientos precocinados aprende a reaccionar ante


el conocimiento que ha adquirido más que ante la realidad, de la cual un
grupo de expertos lo ha abstraído. Su acceso a la realidad es controlado
siempre por un terapeuta, y si el alumno acepta tal control como cosa natural,
su cosmovisión se convierte en algo higiénico y neutral y él en una persona
políticamente impotente20.

A continuación, estas ideas de Illich serán comparadas con algunas pedagogías


radicales que, sin llegar exactamente a sus mismas conclusiones, pueden enriquecer
esta discusión sobre el papel de la escuela y las posibles alternativas que cabría
imaginar.

4. AUTORITARISMO Y ESCUELA DESDE LA CONCEPCIÓN DE LA


PEDAGOGÍA NO DIRECTIVA

Que la educación escolar puede tener un potente efecto alienador no ha sido una
crítica tan sólo de los autores de la desescolarización21. También lo encontramos,
con argumentos más o menos próximos, en Ferriére22, la educación liberadora de
Paulo Freire23 y la pedagogía y la praxis de la escuela Summerhill que fundara el
escocés A. S. Nei1124. En todos ellos encontramos destacado el hecho de que en las
formas más directivas de educación, la actividad y la creatividad se convierten en
privi legio exclusivo del experto, en cuya autoridad descansa el conocimiento y la
transmisión del mismo. Así, educar llega a ser una actividad unidireccional en la que
el educando adopta un comportamiento pasivo y es «dirigido» en el proceso de su
propio crecimiento y aprendizaje.

Desde luego, cuando estos pedagogos cuestionan la autoridad del maestro, a

86
menudo tienen en mente una concepción de escuela autoritaria o directiva que no
siempre se corresponde con la idea común que se suele tener del autoritarismo. Es
preciso resaltarlo. No siempre el autoritarismo que ellos critican equivale al
expresado por el lema «la letra con sangre entra». De hecho, para muchos de ellos:

Las escuelas del siglo xx han desarrollado un tipo de autoridad anónima


que prepara a los estudiantes para la manipulación a manos de una sociedad
propagandista y burocrática. La escuela tradicional era un ejemplo perfecto
de autoridad abierta; el maestro se enfrentaba directamente a los estudiantes
con su propio poder, y los estudiantes siempre eran conscientes de dónde
partía el poder. El aspecto favorable de esta situación era que si los
estudiantes deseaban rebelarse y pedir su libertad, podían identificar la
fuente del poder y reaccionar ante ella. En el siglo xx se introdujeron en las
escuelas formas anónimas de autoridad por medio de técnicas psicológicas
más sofisticadas. Estas formas de control han hecho mucho más difíciles la
comprensión del hecho de la manipulación y la identificación de la fuente de
control25.

En efecto, sobre el concepto de «autoridad» hay bastante que puntualizar. En este


sentido, Erich Fromm, en su prólogo al primer libro que escribió Neill, Summerhill,
se pregunta si es un error proponer una educación que no emplee la fuerza. El
aparente fracaso de la educación permisiva y la escuela carente de disciplina nos
puede conducir a rechazar la ausencia de autoridad san cionadora. Pero la cuestión es
más sutil. Así, precisa Fromm:

Yo creo que la idea de libertad para los niños no era errónea, pero sí que
la idea de la libertad ha sido pervertida casi siempre. Para examinar con
claridad este asunto, debemos empezar por comprender la naturaleza de la
libertad, y para ello debemos distinguir entre autoridad evidente y autoridad
anónima16.

Su reflexión conduce a una definición de la libertad que se relaciona con la psique


y la vida afectiva. En El miedo a la libertad27 explica cómo la libertad que surge en
el proceso de individuación puede constituir una pesada carga para el sujeto, que
pagaría como precio el padecimiento del amargo sentimiento de la separatidad. Así
pues, la libertad puede asustar al individuo, porque éste temería hallarse a solas con
las riendas del propio destino, como solitario responsable de sí mismo. Con el fin de
evitar esa angustiosa soledad, los seres humanos buscan maneras de regresar a la
unidad primigenia que se vivía en el útero materno. Es decir, intentan regresar a la
existencia anterior al surgimiento del individuo autónomo.

87
Una forma recurrente de regresar a este paraíso originario ha sido, en los pueblos
y en los individuos, el sometimiento más o menos consciente a una autoridad,
cobijándose bajo su manto y amparo, de modo que disminuya el peso que la libertad
coloca sobre el sujeto. Y es a partir de esta profunda necesidad como se constituye y
recibe su fuerza la «autoridad anónima». El autoritarismo, con uno u otro matiz, se
aprovecha de la necesidad de «guía» producida por el miedo que la libertad puede
generar en los seres humanos.

La autoridad anónima es mucho más penetrante y eficaz que la coerción ejercida


por la fuerza. El suyo es un poder basado en los temores asociados con la condición
humana, o sea, en los miedos atávicos que los hombres soportan como precio de su
libertad y autonomía. En palabras de Fromm:

La autoridad anónima tiende a ocultar que se emplea la fuerza. La


autoridad anónima finge que no hay autoridad, que todo se hace con el
consentimiento del individuo. Mientras que el maestro del pasado le decía a
Juanito: «Debes hacer esto. Si no, te castigaré», el maestro de hoy dice:
«Estoy seguro de que te gustará hacer esto». Aquí la sanción para la
desobediencia no es el castigo corporal, sino el gesto ceñudo del padre o, lo
que es peor, la sensación de no estar «ajustado», de no obrar como obra de la
mayoría. La autoridad evidente empleaba la fuerza física; la autoridad
anónima emplea el manejo psíquico28.

Y la autoridad así ejercida es mucho más efectiva.

Según Fromm el moldeamiento que va ejerciendo esa autoridad anónima


obedecería en último término a la lógica del capitalismo consumista, porque satisface
la necesidad que tiene el sistema económico de crear seres adecuados al mismo,
individuos que crean querer consumir cada vez más.

Nuestro sistema ha de crear hombres de gustos uniformes, hombres que


puedan ser influidos fácilmente, hombres cuyas necesidades puedan
preverse. Nuestro sistema necesita hombres que se sientan libres e
independientes, pero que, sin embargo, hagan lo que se espera de ellos,
hombres que encajen en el mecanismo social sin fricciones29.

O sea, en el mundo capitalista de consumo la autoridad es una autoridad sin


nombre que practica la persua Sión y la sugestión antes que la fuerza, para conseguir
un tipo específico de persona que viene requerido por el sistema económico.

Hemos de tener presente que la violencia ejercida por parte de los alumnos

88
también participa de una lógica autoritaria. Porque si el niño hace todo lo que quiere,
no existe libertad real, sino una degeneración de las relaciones humanas y la
educación que Neill denomina «licencia». De algún modo, el niño se ha sentido
esclavo, ha percibido que se le ha conducido sutilmente contra sí mismo, hacia
valores extraños, etc. Ha aprendido que las relaciones humanas consisten en abusar
unos de otros. Y si puede, abusa él también. Ha interiorizado la lógica del poder y el
dominio.

Para que se diese la auténtica libertad, el niño no puede carecer de derechos, pero
tampoco debe tenerlos todos. Es una sutil línea que se expresa en el elocuente y
conocido lema que enuncia Neill: «La libertad significa hacer lo que se quiera
mientras no se invada la libertad de los demás. El resultado es la autodisciplina» 30.
La libertad requiere, por tanto, el aprendizaje de la propia responsabilidad y la
convivencia. Con la claridad que lo caracteriza, Neill lo expresa: «el autocontrol
implica la capacidad para pensar en los demás, para respetar el derecho de los demás
[...] El hombre autocontrolado no se sienta a la mesa con otros comensales y se sirve
la mitad del contenido de la ensaladera»31. Y el niño, para ser libre, debe aprender
este autocontrol que parte de la estimación solidaria del otro. Éste es el objetivo
supremo de escuelas como Summerhill.

La conexión entre la educación en la escuela y la transformación crítica de la


sociedad es enfatizada por Neill. Las palabras del pedagogo escocés en la
introducción a su libro más conocido son bastante expresivas:

Todos los crímenes, todos los odios, todas las guerras, pueden reducirse a
infelicidad. Este libro intenta hacer ver cómo nace la infelicidad, cómo
arruina las vidas humanas, y cómo pueden criarse los niños de manera que
no se presente nunca una proporción crecida de esa infelicidad12.

Más adelante, señala: «La civilización está enferma y es desgraciada, y yo


sostengo que la raíz de todo ello es la familia sin libertad»33, y: «No hay nunca niños
problema; sólo hay padres problema. Quizás fuera mejor decir que sólo hay una
humanidad problema» 34. No es posible, desde esta perspectiva, diferenciar
tajantemente los problemas específicos de la escuela y la pedagogía de los problemas
más generales de la sociedad. Hay una conexión imposible de desligar entre ambos
universos que se debe contemplar a la hora de desarrollar, por ejemplo, diagnósticos
o terapias para el niño. Por esto mismo, toda curación debe considerar la salud o la
enfermedad de la sociedad al completo, en la línea del pensamiento y la psicología,

89
también, de Erich Fromm o Wilhelm Reich.

Pero Iván Illich llega más lejos aun. Como afirma el estudioso de su obra Antoni
Tort:

Para Illich, no es posible convertir las escuelas, instituciones


burocratizadas, actuales y manipulativas, en otras de carácter convivial,
humanizadoras, donde las personas actúen autónomamente. Las propuestas
coetáneas a la desescolarización, desde el auge de Summerhill hasta la
pedagogía institucional, en ningún caso suponen, para Illich, un preludio de
revolución educativa3s

Subraya la necesidad de no dejarnos seducir por reformas de la escuela que no


cuestionan a la propia institución escolar. La enfermedad es ella misma. Mientras
exista escuela, por más libre que sea, y en esto nuestro autor supera con claridad los
planteamientos de Neill, se sigue generando una personalidad dependiente, un
espíritu esclavo. Las formas solapadas de autoritarismo son imposibles de eliminar de
toda educación impartida bajo el modelo «profesor-alumno». Por eso, la escuela
inevitablemente crea adicción y enseña la necesidad de ella misma. El niño educado
en escuelas como Summerhill puede demandar toda la vida la escuela «libre» en la
que se educó, en una sociedad que, además, marcha por derroteros contrarios. Como
afirma Illich: «Los graduados de la escuela libre son fácilmente reducidos a la
impotencia al enfrentarse a la vida en una sociedad que no se parece en nada a los
invernaderos en que han sido cultivados»36

Para Illich resulta fundamental entender la escuela como el producto de una forma
concreta, y criticable, de sociedad humana, concluyendo que es necesaria una
transformación profunda y general que abarque a toda la cultura humana y acabe
superando la propia idea de «escuela» o «escolarización».

5. LA ALTERNATIVA UTÓPICA A LA SOCIEDAD ESCOLARIZADA

La utopía que, a mi juicio, preside todo el discurso transgresor de Illich es la de


una cultura en la que todos los seres humanos seamos protagonistas y artífices. Sus
propuestas persiguen la devolución a las personas de su capacidad natural de crear
cultura y de participar en ella. Ésta es la nota definitoria del hombre crítico, como
también describen Giroux y McLaren: «Ser crítico [...] significa desechar cualquier
distancia cognitiva puramente contemplativa, sobre y por encima del mundo, pero
para afrontar la contingencia del presente con la esperanza radical» 37. El enfoque

90
crítico de la educación as pira a una praxis educativa en la que no haya escisión entre
el pensamiento y la acción. Así, podemos leer: «Me estoy refiriendo aquí acerca de
una praxis en la cual el sujeto cognoscente es un sujeto actuante, una praxis en la cual
asumimos la responsabilidad de la historia y de una visión del mundo que "aún no
es"»38.

La educación escolar ha complicado las cosas, desde la perspectiva del austriaco,


reglamentando e institucionalizando el mecanismo natural de la continua re-creación
de cultura. El intento de Illich consiste en la recuperación de lo que en este libro, en
un capítulo posterior, se denomina «horizontalidad» (siguiendo a Paulo Freire), como
forma de relación entre los seres humanos, en la que conectemos con la transitividad
que nos es propia39

Illich subraya la función esencialmente ideológica de la institución escolar, en la


medida en que contribuye a la interiorización de la verticalidad que caracteriza a
nuestra sociedad de consumo, fortaleciéndola y justificándola40. Los títulos
expedidos en los distintos niveles de la educación formal van catalogando a los
individuos, que sienten el conocimiento como una posesión que otorga prestigio,
excluyendo de la sabiduría a quien no los posee y absolutizando su ignorancia. Así,
afirma: «Una vez que se ha escolarizado a las personas con la idea de que los valores
pueden producirse y medirse, tienden a aceptar toda clase de clasificaciones
jerárquicas»41. En este sentido, se puede entender que existe una forma escolar de
ver y entender el mundo, es decir, hay una mentalidad escolar cuyo aprendizaje
resulta la principal función oculta de la escuela.

La consecuencia de la escolarización, desde la perspectiva de Illich, es atroz.


Porque, a la vez que el sujeto que se educa aprende a integrarse en la sociedad
estratificada y de consumo, emprende un camino de honda infelicidad que lo aleja de
sí mismo y frustra sus verdaderas necesidades:

La escuela hace a la alienación preparatoria para la vida, privando así a la


educación de realidad y al trabajo de creatividad. La escuela prepara para la
alienante institucionalización de la vida al enseñar la necesidad de ser
enseñado. Una vez que se aprende esta lección, la gente pierde su incentivo
para desarrollarse con independencia; ya no encuentra atractivos en re
lacionarse y se cierra a las sorpresas que la vida ofrece cuando no está
predeterminada por la definición institucional4z

Las alternativas de Illich a la escuela, que se hallan esbozadas en sus escritos,

91
pretenden reubicar la educación en su dinamismo y espontaneidad43. Persiguen
devolver a la relación educativa su naturaleza de vinculación grata y creativa de los
seres humanos entre sí. En general, en palabras de Antoni Tort, Illich propugna
«tramas o redes educacionales que aumenten la oportunidad de que cada cual
transforme cada momento de sus vidas en un momento de aprendizaje. La
transferencia de la responsabilidad de educación hacia las instituciones, señalaba, no
deja de ser un suicidio espiritual»44. Todas sus propuestas, por muy descabelladas
que parezcan, se comprenden desde esta idea motriz. Su propósito también puede
definirse, según nos esclarece la lectura de uno de sus libros más cercanos en el
tiempo, como la devolución al ciudadano de su espacio vital, donde él pueda
desarrollarse y ser persona. Se trata de una reivindicación de la intimidad y del
espacio individual donde el sujeto es dueño y creador, que se contrapone al espacio
aséptico y racionalizado de las ciudades contemporáneas (y de la escuela) que nos
invade45. En los colegios el ámbito impersonal y mecánico se apodera de los sujetos
que dejan de serlo, y que se ven obligados a someterse a una racionalidad ajena, la
cual parece adquirir vida propia e imponerse a los hombres estableciendo sus reglas.

La crítica de Illich es, en realidad, una crítica a las instituciones que cuadriculan
la existencia humana apropiándose de ella. Como afirma él mismo: «Al insistir en un
"espacio" interior me defiendo contra la geometrización de mi intimidad, contra su
reducción a una noción algebraica equivalente a un espacio exterior que ha sido
reducido a dimensiones cartesianas»46. Pretende esbozar, en este sentido, una
sociedad que facilite la expresión y la participación de todas las personas, en espacios
culturales aptos para ello. Y en todo esto no hace sino enlazar con una corriente
autocrítica de la propia modernidad. En efecto, la teoría desescolarizadora es, como
los movimientos contraculturales de los años 60 y 70, una alternativa con raíces en la
propia modernidad, en sus planteamientos más radicales y autocríticos surgidos ya en
el propio siglo xviü con Rousseau, entre otros autores. Creemos que, por tanto, Illich
es heredero de una Ilustración que se opone a las consecuencias alienantes de la
propia Ilustración. Cuando dialogamos con Illich, lo hacemos con uno de los últimos
pensadores utópicos que, desde luego, constituyen una herencia de la modernidad
ilustrada, en cuanto razón que se cuestiona a sí misma.

Pero nuestra civilización tal vez no sea capaz de superar la razón burocrática y
conquistadora, antes fuente de alienación y dominio que de emancipación. Quizás nos
encaminemos a un cierre escéptico y desencantado de la Ilustración, como ya se palpa
desde hace tiempo en el llamado pensamiento posmoderno. La alternativa optimista

92
de Illich, que entronca con una fuerte y dieciochesca fe en el ser humano, se
contrapone a la tristeza de la sociedad que anticipa la película Blade Runner o la
amargura de las últimas reflexiones de Guillermo en la novela El nombre de la rosa
de Umberto Eco. Porque quizás la era del vacío, como la denomina Lipovetsky, sea,
en el fondo, una época triste que se viste de fiesta.

En cualquier caso, la lectura de Illich resulta un ejercicio refrescante y gozoso


porque nos transmite esperanza, incitándonos a construir una cultura impregnada de
utopía. El hecho de que exista una visión como la suya nos dota de un bello horizonte
hacia el que orientarnos como educadores. Qué duda cabe de que nutrir con su lectura
nuestra imaginación nos puede ayudar a entender la educación. Pero, insisto, hemos
de tener muy presente que él nunca pretendió decirnos con exactitud qué debemos
hacer. Lo cual, aunque se ha visto como defecto, puede ser su mayor virtud. Lo que
ocurre es que nunca quiso trazar un plano detallado de algo llamado «Utopía» ni
decirle irrespetuosamente a nuestros hijos lo que tendrán que hacer. Él mismo lo
expresa así: «De nada me serviría ofrecer una ficción detallada de la sociedad futura.
Quiero dar una guía para la acción y dejar libre curso a la imaginación. La vida
dentro de una sociedad convivencial y moderna nos reserva sorpresas que sobrepasan
nuestra imaginación y nuestra esperanza. No propongo una utopía normativa, sino las
condiciones formales de un procedimiento que permita a cada colectividad elegir
continuamente su utopía realizable»47. Así pues, como última reflexión, hay que
resaltar el profundo respeto a los seres humanos que esto muestra. La frescura y
originalidad de la mirada de Iván Illich le lleva a concebir la educación como antesala
de un futuro que prefirió donar, amorosamente, a las personas que vendrán.

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-«Los silencios y las palabras de Iván Illich», Cuadernos de Pedagogía, 323 (2003),
págs. 81-83.

95
Cultura escolar y cultura popular. La educación participatival

'Existe una versión anterior y simplificada de este capítulo publicada en la Revista


de Educación (MEC): «Participación, democracia y educación: cultura escolar y
cultura popular», Revista de Educación (Ministerio de Educación, Política Social y
Deporte), 339 (2006), páginas 883-901.

1. INTRODUCCIÓN

En este capítulo me centro en un rasgo específico de nuestra cultura


contemporánea, para buscar, en la medida de lo posible, una respuesta educativa al
mismo. Se trata del hecho de que la cultura, en nuestro mundo, se vive doblemente
(cultura escolar o académica frente a cultura popular) por parte de la mayoría de las
personas que la componen. Consideramos que esta escisión, de la que tanto se ha
hablado, plantea notables inconvenientes, por lo que reflexionaré sobre ello, con el
fin de desembocar en la propuesta de unas soluciones parciales cercanas al ámbito de
la escuela. Se trata sin duda de un problema relacionado con el viejo asunto de los
vínculos entre la teoría y la praxis que el marxismo ya planteara y que intentara
resolver. El objetivo del presente capítulo es tan sólo sugerir algún modo de
funcionamiento escolar para que se fusionen ambas culturas en quien se educa y que
lo estudiado en las escuelas o academias recupere su sentido en su realidad vital. Me
apoyaré en algunos autores muy relacionados con la tradición pedagógica, pero,
nuevamente, no podemos ser exhaustivos. Espero que mi exposición consista en
breves iluminaciones y en una sugerencia de sendas por explorar.

Consideramos que el reencuentro con la cultura transmitida por la educación


formal, por parte de las personas que son escolarizadas, se puede gestar desde la
propia escuela (que, como veremos, tiene gran culpa en el aprendizaje de esta
dicotomía cultural que nos ocupa) adquiriendo formas democráticas de
funcionamiento, un currículum participativo y un aprendizaje basado en la
colaboración y el diálogo. En cierto modo ésta es la misma problemática que
consideró Iván Illich, y a la que desde su enfoque trató de responder, pero con la
importante diferencia de que ahora partimos del supuesto de que no resulte necesaria
una impugnación global a todo tipo de educación institucionalizada. Así pues, en las
líneas que siguen, así como en los capítulos que restan, no se prescindirá de la

96
necesidad de la escuela como institución (de la llamada «educación formal») y de la
figura del educador profesional, aunque sí se señalarán amplias objeciones a su usual
manera de funcionamiento. También continuará vigente la línea crítica y el profundo
cuestionamiento global de la estructura de la sociedad que conocemos, por lo que la
reflexión que sigue sí implicará, como en el autor austriaco que hemos estudiado en
el capítulo anterior, una reflexión que impugnará en gran medida las tendencias e
inercias presentes en nuestra forma de vida.

2. UNA EXTRAÑA ESCISIÓN

Si adoptamos una mirada virgen, a lá Iván Illich, fácilmente asombra un


fenómeno arraigado en nuestra civilización desde hace tiempo, como es la escisión
que existe entre una cultura popular y una cultura escolar. A ella me referiré como
síntoma de una enfermedad que se vive, en gran parte, en la escuela. Asumiré en las
líneas que siguen el discurso de una tradición crítica tanto en la pedagogía como en el
pensamiento que entiende la función del intelectual como un «detector de mentiras»,
en palabras de Neil Postmanz. Como éste dice expresivamente: «la historia de nuestra
intelectualidad es la crónica de la angustia y sufrimientos de unos hombres que
intentaron ayudar a sus contemporáneos a ver qué parte de sus convicciones más
íntimas eran conceptos erróneos, prejuicios, supersticiones e incluso mentiras
descaradas» 3. Pues bien, desde esta concepción del oficio del intelectual, asumo que
la función de quien redacta un escrito como éste que el lector tiene en sus manos es
identificar los males asociados a ciertos sistemas de creencias y relaciones sociales
para, a la luz de la utopía, sugerir las posibles soluciones4. En este juego (o quizás
ilusión) de sumergirse en la realidad y emerger de ella, que creemos que caracteriza el
hacer del buen intelectual, conectamos enseguida con una línea crítica en el
pensamiento pedagógico que lo ha asumido desde antaño, y que trata de vigilar la
presencia de prejuicios en la educación formal para que se convierta, realmente, en
una labor liberadora.

Así, se comprueba que nuestro mundo plural y diverso aparece, en última


instancia, bicéfalo. Toda su pluralidad desembocaría en lo que podemos denominar
dos tradiciones culturales o subculturas. La primera sería la que forma parte de la
vida de las personas de una manera directa, asumida como propia y comprendida sin
dificultades por la mayoría. Ésta gozaría de rápida aceptación. La segunda, sin
embargo, sólo tiende a vivirse de un modo auténtico por algunas personas,
capacitadas para conectar con ella por una educación selecta. Esta realidad es

97
recogida y estudiada con detalle por el sociólogo Bourdieus. Si nos centramos en el
ejemplo de la música, tenemos que ésta se ha dividido básicamente en dos campos,
uno popular, de disfrute mayoritario, y otro académico, considerado serio o culto,
cuya producción y goce están reservados a un porcentaje menor de la población. Esto
mismo sucede con todo el conocimiento y las artes. El universo vital de una persona
puede ceñirse a lo popular o abarcar también parte de lo «selecto», según unas
circunstancias concretas.

Es necesario matizar que vamos a entender que la pertenencia e inserción en una


tradición determinada, escolar o popular, significa formar parte de ella, asumiéndola
como algo propio y vivo, o sea, participando en ella. De modo que aunque la cultura
escolar, que es la transmitida por la escuela en su enseñanza programada, ha sido
conocida por la mayoría de la población en los países ricos, no puede decirse que sea
incluida de manera auténtica en la propia vida. Es decir, no se pertenece a ella, ni se
la considera propia efectiva y vitalmente. Así pues, se conocen los datos enseñados
en la escuela, pero de un modo impersonal y frío que se refleja en la solemnidad de
las enciclopedias, la reverente percepción de la llamada alta cultura o el aburrimiento
de muchos niños en ella (!). Lo trágico de esto estriba en que aquello que resulta un
agente impulsor de cambio y realización humana se escapa a la mayoría de la
población, aun después de haberlo vislumbrado en el colegio. Se vive como «cultura
escolar», o sea, escindido de la vida corriente y de sus motivaciones reales.

Todo el potencial transgresivo del arte de vanguardia, por ejemplo, de la obra


intelectual liberada de la absor ción llevada a cabo por la sociedad tecnológica y de
consumo, es, como detectara Benjamin, anulado, vaciado de su aura, de manera que
ha perdido su fondo y toda sugerencia de nuevas posibilidades para el hombre o,
simplemente, crítica de la sociedad burguesa. La escuela, en cuanto enorme
maquinaria de consumo e hija de la razón técnico-instrumental, si participa de esta
tendencia e idea de progreso, absorbe sus propias contradicciones y contribuye a la
muerte del individuo.

En esta línea, más o menos, para los críticos de la escolarizaciónb, como se ha


señalado en el capítulo anterior al exponer las teorías de Iván Illich, gran parte de lo
aprendido en la escuela jamás es sentido como algo propio. El conocimiento escolar
resulta, en gran medida, ajeno, inútil, muerto. Es un fósil de algo que fluye vivo por
otros derroteros. No es vital, no forma parte de nosotros, no nos transforma ni se
transforma. Sencillamente, no nos lo creemos. No convence. Se estudia y sirve, en

98
todo caso, para ganar concursos televisivos, pero cabría preguntarse ¿qué significa
realmente para la gran mayoría de los ciudadanos?

Bourdieu describe y, en parte, explica el fenómeno que nos ocupa (el de la muerte
del conocimiento en la escuela), en La distinción y La reproducción', como resultado
de la división de la sociedad en clases que manejan su propio universo cultural en
función de la presencia de éste en la educación no reglada. En efecto, quizás la clave
podría estar en lo que se ha vivido fuera de la escuela, en la denominada educación
informal.

Se ha discutido la fuerza transformadora que pueden tener el pensamiento


(filosofía y ciencia) y las artes, pero, aparte de las transformaciones estructurales
llevadas a cabo en la sociedad o la escuela, pienso que el maestro y el educador
pueden contribuir con su actitud individual y enfoque personal del trabajo. Se podría
resumir en un tomarse en serio la tarea educativa, o sea, concienciarse y hacerse
cargo de sus implicaciones y dar cabida, como vamos a ver, al otro singular que
significa el niño. Simplemente eso. Profundizar en las disciplinas enseñadas en el
colegio supone tomárselas en serio, lo cual le ayuda a ahondar en la captación crítica
del mundo (la comprensión crítica a la que alude Freire tantas veces, que, para él, es
necesariamente comunitaria). Sobre todo, el conocimiento ha de ser asumido como
algo en lo que uno está implicado. Hay que conectar con él y, empleando una
expresiva metáfora, saborearlo. En este sentido, Russell, en un precioso y
sorprendente ensayo, proclama que la familiarización con la grandeza pasada resulta
«indispensable para tener consciencia de nuestra situación y para emanciparnos de las
circunstancias accidentales de nuestra educación»8, y también afirma: «A la luz de
esta contemplación, toda la experiencia humana se transforma, [...]. A medida que
crecemos en sabiduría, se abre para nuestros ojos la caja de los tesoros de todas las
épocas»9. El conocimiento, desde luego, mejora nuestras vidas.

Así pues, todo el saber que se administre al niño debería ser un saber vivo en el
propio educador, si queremos que actúe como un fármaco emancipador. Y el mejor
examen para averiguar si esto es así será la propia vida y actos del mismo, como bien
decían los filósofos estoicos. En este sentido, una frase de un clásico, lejos de ser un
inmutable y reverenciado monumento marmóreo, debe pasar a formar parte de uno
mismo y abrir un cierto sentido lúdico, de modo semejante a lo señalado por
Nietzsche.

Un consejo, que al respecto nos da Jorge Luis Borgeslo es que se lean los clásicos

99
en las fuentes directas, a ser posible, antes que emprender la lectura de estudios o
críticas. Se trata de que la persona que se forma en la escuela, si es posible, digiera
por sí misma el conocimiento y lo haga propio, pero siempre con el espíritu hedónico
que tanto señalara y cultivara el escritor argentino. Porque la educación es goce
compartido, en este sentido, de la tradición. El saber es y ha de ser visto como una
forma de felicidad para que viva. El saber ha de disfrutarse y compartirse o se
transformará en erudición solipsista, en estigma que señala y divide a los seres
humanos, como señalara por extenso Bourdieu. La lectura directa de los «grandes
hombres» puede equipararse a la idea de gozar pensando, lo que, al fin y al cabo, es la
vieja pretensión humanista e ilustrada. El joven aprendiz llegará a ser, lejos de una
caricatura, una verdadera persona. Tratará con los hombres de carne y hueso y con los
hombres plasmados en los libros. De hecho, un libro será para él un trozo de vida.

Es evidente que hoy los ciudadanos de a pie nos hallamos lejos de la


participación, entendida como una interacción real con el medio cultural que nos
determina". Por ello es necesario abogar por una participación plena en toda la cultura
(escolar y popular), por ser miembros activos de ella. En el fondo, es ésta una
proposición nada extraña, porque en realidad equivale a abogar por la extensión de la
democracia a todas las capas sociales, siempre que la entendamos como sistema
político o estructura social en los que la participación en su propia circunstancia por
parte del ciudadano llega a ser plena y real. Entiendo que la democracia representa el
marco organizativo que permite la participación de todos los seres humanos en la
elaboración del propio destino, o sea, la fusión con la cultura que nos hace, la
cicatrización de la dolorosa herida que nos ocupa en este capítulo. Supone una forma
de interacción por la que es tamos dispuestos a construir con los demás, a participar
en la perpetua re-elaboración del mundo y del hombre.

3. FUSIÓN DE AMBAS CULTURAS EN LA PEDAGOGÍA DIALÓGICA

Si deseamos una sociedad democrática y participativa, nuestros esfuerzos, en su


mayor parte, han de destinarse a ir configurándola en las jóvenes generaciones. Como
afirma Martí García12, los valores han de ser asimilados durante largo tiempo. No se
cambia de la noche a la mañana. Así pues, centremos nuestra atención en la
educación. El filósofo Bertrand Russell afirma que «el deseo espontáneo de aprender
que todo niño normal posee [...] debiera ser la fuerza directriz educativa»13. Quizás,
como dice este filósofo, podríamos aprovechar esta inercia natural que todos tenemos
y simplemente permitir el desenvolvimiento de ese amor innato por la acción

100
indagadora y creativa.

Su idea se encuentra también expuesta, en un momento bien distinto, por


Montaigne, quien nos advierte que «la mayor y principal dificultad de la humana
ciencia reside en la acertada dirección y educación de los niños»14. Este escéptico
humanista nos dice, además, que «debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar
por el tamiz todas las ideas que le transmita y hacer de modo que su cabeza no dé
albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Los principios de Aristóteles, como
los de los estoicos o los de los epicúreos, no deben ser para él doctrina
incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede,
y si no, permanecerá en la duda [...]»15. Se trata de que el educando asimile los
contenidos y los asuma, comprendiéndolos antes que memorizando las fuentes y las
doctrinas. Si no se hace así, «[...] convertimos el entendimiento en cobarde y servil
por no dejarle la libertad que le pertenece»16. Y, como ya sabemos, el conocimiento
puede llegar de este modo a percibirse como algo ajeno, o sea, como esa vana
erudición sin relación con la vida que tanto temen quienes tienen que estudiar
mecánicamente.

Creemos que la meta de una educación democrática que se entienda como


participación en la cultura o capacitación para la participación la tenemos plenamente
expresada en la idea de fusionar ambas culturas, escolar y popular. El objetivo es que
el niño perciba la cultura «escolar» como percibe la popular, en el sentido de
perteneciente a la vida real. Frente a una cultura académica que con frecuencia pierde
todo contacto con la realidad vital, una escuela participativa para una sociedad
participativa ha de conectar lo escindido. Así, ocurre en el modo de educación de
Paulo Freire, quien desarrolló a fondo esta idea en sus libros y en su labor
pedagógica, como se estudiará en el próximo capítulo. Este pedagogo concibe, por
ejemplo, la alfabetización como un vehículo para transportar a las personas alienadas
desde el papel de mero espectador del proceso de la realidad, hasta el de
transformador del mismo. Con claridad lo expresa en sus primeras obras:
«Pensábamos en una alfabetización directa y realmente ligada a la democratización
de la cultura, que fuese una introducción a esta democratización. Una alfabetización
que, por eso mismo, no considerase al hombre espectador del proceso, cuya única
virtud es tener paciencia para soportar el abismo entre su experiencia existencial y el
contenido que se le ofrece para su aprendizaje, sino que lo considerase como
sujeto»".

101
Freire, retomando la consigna ilustrada de «Atrévete a saber», propone una
educación como práctica de la libertad que nos faculte para reencontrarnos con el
mundo. Ésta es la idea fundamental de su pedagogía. La cultura escolar vuelve a ser
un instrumento de acción con repercusión directa en la sociedad. Primero, el ser
humano ha de leer-comprender el mundo, y a eso se dirige la alfabetización (que se
lleva a cabo al mismo tiempo que se piensa y discute sobre ella y la existencia de los
propios alumnos). Se trata del estudio y conocimiento de las causas, de las líneas
maestras de nuestra sociedad y de nuestro tiempo, que todos podemos emprender con
algún esfuerzo. Y después, la transformación. Por fin, una escuela útil, hermanada
con la vida. Recordemos que un sentido de la razón por el que apuesta la Ilustración
no es sino la transformación del mundo"'. Desde luego, el autor brasileño se mueve
en un enfoque que enfatiza la capacidad de la superestructura de cultura e ideas para
incidir en la infraestructura y transformarla. Ya llevaré a cabo en el próximo capítulo
un esbozo de las fuentes e influencias en el pedagogo de Recife, en este caso, las de
un marxismo que mitiga el economicismo de las interpretaciones más ortodoxas.

Pero, retornando a lo que me ocupa en este momento, está claro que la sana y
natural interacción entre los sujetos humanos y la cultura se ha quebrado; a la vista
está. La realidad se nos muestra fragmentada y el individuo asiste solitario e
impotente a la marcha de un mundo que no controla. El marxismo lo ha denominado
con el concepto hegeliano de «alienación»19. En nuestro tiempo, Bourdieu, a quien
ya nos hemos referido, nos describe un universo de lo humano escindido en el que la
acción transformadora pertenecería a las clases dominantes o a ciertos sectores
controlados indirectamente por ellas, que configuran el sistema de creencias y formas
de ser (habitus) del resto, confinados a la inacción o a la falsa acción impotente. Es
decir, la estratificación social continúa rigiendo en nuestras sociedades y, además,
existe, según el autor francés, una fuerte endogamia en las clases sociales, que están
definidas, entre otros factores, por su «subcultura» característica. Sólo las clases más
elevadas viven la cultura escolar como algo propio, pero lo que tiene un origen social
se psicologiza, es decir, se lo explica exclusivamente mediante causas de tipo
psicológico que enfatizan los factores individuales y olvidan lo social. Esto supone
una sutil violencia que Bourdieu denomina «violencia simbólica». Se culpabiliza al
individuo por no poseer lo que socialmente se le ha negado.

Así pues, la capacidad transformadora de lo que constituyen los contenidos de la


escuela es de algún modo mutilada en la escuela, según las perspectivas que estoy
siguiendo, en especial de la denominada pedagogía crítica. Esto se hace de muchas

102
maneras. Por ejemplo, generando la ilusión de que las cosas cambian, sin que lo
hagan realmente. La participación en la marcha de la cultura, en este sentido, se
hallaría canalizada hacia ámbitos no centrales, de manera que el sistema, grosso
modo, no puede ser modificado. De ahí la proliferación de modas, juegos, fiestas,
sectas, etc., tan propia de la denominada era posmoderna. Se trata de subrealidades
que movilizan a los seres humanos y en las que éstos se realizan falsamente, ya que
no deciden, sino que son manipulados. No gobiernan de manera real su propia
cultura. La creación que pueden ejercer en estos ámbitos superficiales es nula, la
transformación real del mundo es cero. Aparentemente todo cambia, pero en lo
sustancial, de hecho, nada cambia. Todo en el pensamiento, hábitos y gustos de las
personas pertenecientes a las clases sociales bajas y medias contribuiría a perpetuar
esta extraña situación. Y es esta situación la que pienso que refleja y contribuye a la
separación entre una cultura escolar que no llega a tener lugar en la realidad vital y
una cultura popular que, en muchos casos, implica una actividad miope o
desorientada que es fácilmente manipulable. Sin embargo, Freire afirma con total
claridad que «al defender el esfuerzo permanente de reflexión de los oprimidos sobre
sus condiciones concretas, no estamos pretendiendo llevar a cabo un juego a nivel
meramente intelectual. Por el contrario estamos convencidos de que la reflexión, si es
verdadera reflexión, conduce a la práctica»20.

La educación, en efecto, si pretende ser útil debería situar al educando en su sitio:


en la realidad. Primero, comprender el mundo, para, acto seguido, transformarlo. La
educación debería, pues, contribuir al desvelamiento (comprensión) de los
mecanismos que he detallado, para después intervenir (acción). Y este proyecto
educativoemancipador se logra, en palabras del propio Freire, con «un método activo,
dialogal y participante»21. Es decir, con una relación horizontal de comunicación
mutua22 que eluda todo tipo de violencia simbólica y adoctrinamiento. Para esto es
preciso que intervengan el amor y la humildad, porque si no se plantea así, será un
antidiálogo presidido por la arrogancia e intereses egoístas23.

El diálogo necesitaría que se diera un acuerdo (de mínimos) en escuchar a los


demás y en aceptar la intervención de las distintas voces24. Debe haber una especie
de pacto por el que todos nos comprometamos a respetar y escuchar la opinión ajena.
En general, recogiendo el espíritu de Sócrates, se ha de mantener una actitud de
apertura a la crítica racional, desde un auténtico deseo de aprender del otro y la
consecuente modestia intelectual que permita renunciar a los propios enunciados si
hubiera otros mejores25. El filósofo Karl Popper, por ejemplo, cree que esto es

103
posible y apela a su propia experiencia pedagógica que le lleva a afirmar que no son
las diferencias de civilización las que impiden que se lleven a cabo las
confrontaciones intelectuales26.

Es preciso, sin embargo, señalar que la impugnación de las propias creencias tras
una discusión socrática puede ser muy difícil de sobrellevar. Así lo constatamos de
continuo en la vida cotidiana. En este sentido, se ha matizado el beneficio que el
diálogo socrático, con su primera parte de feroz crítica a las creencias personales,
pueda causar como técnica educativa27. La clave, como señala Perarsky, estribaría en
conocer el carácter del educando, si éste es capaz de soportar la crítica a sus creen
cias. Se requiere una gran dosis de valor para estar dispuesto a emprender el camino
de la duda que precede a la búsqueda en común de la verdad.

Tendríamos, en fin, que el diálogo es el método de una educación que se entiende


mutua, en la que todos participan y aprenden de todos. Como dice Freire: «La
educación auténtica, [...], no se hace de A para B o de A sobre B, sino de A con B,
mediatizados por el mundo»21. Y, cuando de manera real se construye entre todos el
conocimiento, ya cualquier persona siente la realidad y toda la cultura como propias,
compartidas por todos, contribuyendo de manera efectiva y auténtica a su
elaboración. Esto se comprueba fácilmente con los alumnos de Freire, que,
reconciliados con la cultura, se encuentran consigo mismos, con su dignidad de seres
humanos. Reconocen la cultura como algo propio29. Un anciano campesino
analfabeto puede descubrir que él es cultura y hace cultura, lo que eleva su dignidad y
estima de sí. Reconoce el mundo como propio y, desde su perspectiva, contribuye a
su transformación. «A través de su permanente quehacer transformador de la realidad
objetiva, los hombres simultáneamente crean la historia y se hacen seres histórico-
sociales»30

En relación con lo expuesto, creo que fundamentalmente la construcción colectiva


de la propia realidad que nos determina se puede aprender en la escuela mediante la
cooperación en el proceso de aprendizaje. Tenemos en esto un medio de propiciar la
actitud participativa requerida para el diálogo. Colaborando con los demás en la
realización de tareas comunes, el niño comprende que éstos no son rivales con
quienes competir y aprende a valorarlos como compañeros. Ésta es la clave. Enseñar
a colaborar significa enseñar a respetar y a valorar las diferencias, promoviendo
actitudes de apertura ante los demás. Por el contrario, la competitividad, que muchas
veces, por desgracia, preside la educación formal e in cluso se alza como ídolo de

104
nuestro tiempo, genera actitudes intolerantes. Es ésta una opinión antigua en la
reflexión pedagógica, que ya afirmaba a principios del siglo xx Ferriére31.

Por tanto, contra las actuales tendencias más o menos explícitas y los modelos de
persona propuestos32, creo que hay que tomar con reticencias la generalizada defensa
explícita e implícita en nuestros días de la competitividad en las relaciones humanas.
En este sentido, debemos concebir el aprendizaje cooperativo, sobre todo, como la
eliminación de la competitividad que, a veces sutilmente, se da en el aula. Es decir, la
cooperación no consistiría en la mera creación de grupos de trabajo entre los
alumnos, ni en que algunas actividades se realicen en grupo de manera puntual, sino
en que el espíritu y prácticas cooperativos reinen continuamente en clase. Desde esta
óptica la cooperación no consiste sólo en trabajar en grupo. De hecho, no habría por
qué rechazar el, muchas veces necesario, trabajo individual. Lo principal sería relegar
el trabajo competitivo. En esto pienso que reside la clave del aprendizaje cooperativo.

Si ordenamos a los niños por grupos para que realicen torneos o competiciones
entre ellos, no estamos transmitiendo el auténtico sentido de la cooperación. En estos
casos, la competición implica exclusión de otros grupos y conflictos, aunque se
estimule la solidaridad intragrupal. Justamente así ocurre en los fenómenos racistas,
basados en la elevación del propio grupo como valor supremo y la exclusión de los
otros, con quienes se compite para hacerse con ciertos privilegios. Esto,
evidentemente, no es cooperación. Por tanto, por aprendi zaje cooperativo
entendemos aquel que fomenta la participación en actividades grupales para realizar
tareas comunes, basando la motivación en la propia tarea en sí, no en tratar de hacerla
mejor que los demás. Enseñar mediante y para la colaboración implica que el niño
aprenda a dar y a pedir ayuda y que nunca se sienta comparado con sus iguales.
Cooperar implica que todos participen sin temores.

El aprendizaje cooperativo, entendido como aquel que emana del esfuerzo e


interacción de todos con todos, posee innegables ventajas psicológicas y sociales",
como son la integración de las minorías en desventaja, la estimulación de la
observación y de la participación activa, la asimilación de mayor cantidad de
información, la ayuda a quienes más lo necesitan y la mejor motivación y
estructuración de los contenidos. Fathman y Kessler corroboran esto: «El aprendizaje
cooperativo puede ser una forma de manejo de la clase muy efectiva para contribuir
al desarrollo de destrezas sociales, adquirir un mejor conocimiento de los conceptos,
mejorar la capacidad de resolución de problemas, y perfeccionar las destrezas

105
comunicativas y lingüísticas. En actividades en pequeños grupos se promueve la
atmósfera positiva necesaria para una interacción en el aula satisfactoria. Los
estudiantes que trabajan juntos en grupos heterogéneos asumen responsabilidades
respecto al aprendizaje de los compañeros y desarrollan una mayor receptividad hacia
el aprendizaje y el lenguaje. [...]»34. Todo esto se traduce en un mejor rendimiento y
en la promoción de las habilidades sociales y la igualdad, objetivos fundamentales de
la educación del ciudadano de hoy, como señala Rodríguez Neira35; y no digamos en
el aprendizaje de los propios va lores democráticos36. No vamos a extendernos más
en algo que está bien estudiado y probado, de manera que casi todos los especialistas
en educación lo aceptan37.

Por su naturaleza, el aprendizaje cooperativo requiere un tipo distinto de profesor


al que muchas veces estamos acostumbrados38. Éste deja de ser el único controlador
de las actividades y debe llevar a cabo nuevas acciones más allá de las tradicionales
funciones de explicar, preguntar y evaluar. Ahora, el profesor debe enseñar a
cooperar de forma positiva, mediante el ejemplo, debe observar lo que sucede con
cada alumno y equipo y debe proporcionar reconocimiento y oportunidad de
comprobar su propio progreso a todos los alumnos. Como indica Escribano39,
reflexionando sobre la universidad, la formación tendría que ser la primera
preocupación de los mismos estudiantes y profesores. Esta autora presenta cuatro
notas esenciales de la formación universitaria: formar sujetos humanistas,
investigadores, reflexivos y cooperativos.

En síntesis, nos encaminaríamos hacia la superación de la escisión en la cultura,


de la que partimos al comienzo de este capítulo si fuéramos capaces de devolver al
pensamiento su capacidad transformadora, ya que «la imaginación está estrechamente
vinculada con la crítica y ésta, a su vez, con la configuración de un pensamiento
político-social orientado a la transformación de la realidad»40. Esto se puede lograr a
través de una educación dialógica, entendida como una forma de interacción en la que
todos nos educamos y educamos al mismo tiempo. De este modo, siguiendo a Freire,
tendríamos una educación que aúna teoría y práctica en su desarrollo, y que podría
producir un cambio en la estructura social. Ahora bien, es cierto que también
debemos considerar que este tipo de enseñanza requiere de un marco estructural que
la posibilite, que al menos no le ponga trabas insalvables y facilite la libre expresión
de los participantes. Se trata, pues, de incidir, a continuación, en este aspecto y de
detallar algunas consideraciones y puntualizaciones relacionadas con el mismo. Esto
quiere decir que una efectiva vacuna contra la escisión paralizante que tratamos de

106
superar (cultura escolar versus cultura popular) la puede administrar la propia escuela
al adquirir modelos auténticamente democráticos (participativos) de funcionamiento.
Partimos de que el niño viva lo que se le dice.

4. LA EDUCACIÓN DEMOCRÁTICA

Respecto al asunto de una democratización de la escuela creo que, para empezar,


es necesario comprender que una escuela no se convierte en democrática porque sí,
como se ha puntualizado con buen criterio41. Si nos atenemos al espíritu propio de la
democracia, todos los miembros de una escuela deberían estar implicados, al tiempo
que ha de hacerse explícito el propósito de plasmar, sobre todo, la forma de vida
democrática en el ámbito escolar. Esto, como se expresa de manera muy clara por
Wrigley42, no ocurre en la actualidad en la mayoría de los centros, porque, según
argumenta, no puede darse en una escuela-sociedad competitivas que buscan la
eficiencia a cualquier precio. Para que se diera verdaderamente, según Apple y
Beane, parece que deberíamos perseguir dos líneas de trabajo:

1) Una línea intenta crear unas estructuras auténticamente democráticas en la


escuela.

2) La segunda línea consiste en la creación de un currículum que aporte


experiencias democráticas a los niños.

Como es obvio, que las escuelas sean verdaderamente democráticas significa,


para empezar, que ha de darse la participación general de todos sus miembros en el
gobierno de las mismas. Evidentemente, no puede combatirse la escisión entre una
teoría y una práctica, si no predicamos con el ejemplo, es decir, si no hacemos lo que
decimos. Por ello, siendo consecuentes, deberíamos garantizar el acceso de los
propios alumnos a la toma de decisiones, mediante su inclusión en los órganos de
gobierno, como de hecho se ha intentado en los centros oficiales de numerosos
países. Pero es preciso insistir en que, para que esta medida sea efectiva, los jóvenes
habrían de colaborar en la planificación de los centros educativos de manera real, y
no limitarse a consentir proyectos preestablecidos.

Otro aspecto que se ha resaltado a menudo es que, en cualquier caso, las


decisiones han de estar guiadas por los valores democráticos43. Si la democracia
condujese a opciones intolerantes, nos estaríamos saltando las reglas del juego e
incurriríamos en una contradicción. Se ha de partir de los principios de igualdad y

107
respeto, para construir desde ahí. De hecho, por métodos democráticos es posible
desembocar en la segregación racial y la discri minación. Esto, por supuesto, hay que
evitarlo. En este sentido, abundan los ejemplos en que los intereses de algunos
grupos, que pueden ser incluso mayoritarios, se oponen a la propia democracia. Una
escuela democrática y pública ha de ofrecer acceso a un amplio conjunto de ideas y a
un examen crítico de las mismas, lo cual puede oponerse a los intereses particulares
de ciertos grupos, como ocurre con los fundamentalistas de todos los colores y
credos. Estos grupos exigen que los contenidos se limiten a los que se basan
exclusivamente en los valores de su propio grupo.

Debido a todo esto, nos percatamos de que el objetivo de una participación


general y plena es algo que hay que pensar bien. Esta no consiste en el simple
derecho a tener voz y voto, pues habría que concretar cómo colocar los diversos
puntos de vista guardando el equilibrio entre los intereses particulares y el bien
común. Hay que tener muy claro que la participación democrática no busca la defensa
del interés propio, sino que ha de tender al bien común. Ello, por supuesto, se opone a
una concepción implícita y generalizada que entiende la política y la democracia
como una simple confluencia de intereses particulares.

Por lo dicho hasta ahora, está claro que la democracia no se debe limitar al acceso
por igual de todos al centro escolar, es decir, la plena escolarización. La democracia
debería impregnar todo el funcionamiento de los colegios. Esto implica grandes
cambios y tiene sus escollos, desde luego, como bien analiza Navarro Perales44 quien
al final de un interesante artículo propone como conclusión tangible medidas
concretas para reestructurar la escuela hacia una auténtica cultura participativa. Entre
otras cosas, apunta, habría que evitar que se cuelen los sesgos y prejuicios de la calle
en la vida escolar. Contra esto debemos estar alerta, aunque, desgraciadamente, es
demasiado fácil que cuanto ocurre externa mente disipe las posibilidades que se
originan en las experiencias democráticas en la escuela. Por eso, la pretensión de
defender la democracia ha de superar al propio marco escolar. Este marco, en todo
caso, sería un buen instrumento para extender la democracia a toda la sociedad.
Sociedad y escuela, para que la educación repercuta en la vida de las personas, han de
caminar juntas45

Conviene tener en cuenta las condiciones adversas que existen en la sociedad, con
el fin de combatirlas de forma activa y de que lo adquirido en la escuela tenga un
efecto duradero46. Un mundo consumista y escéptico no parece que sea muy

108
democrático, si nos fijamos en sus principios básicos y en los efectos que causa en las
personas. Nuestro propósito, pues, iría más allá de la mera implantación de un clima
democrático en la escuela. No tiene sentido enseñar democracia en la escuela si existe
al mismo tiempo una sociedad pasiva y autocomplaciente. Como tanto se ha dicho en
numerosos escritos, los educadores democráticos no sólo intentan disminuir las
desigualdades sociales en la escuela, sino cambiar efectivamente las condiciones que
las crean. O sea, que la democratización de la escuela no se lleva a cabo para que se
quede en sí misma, sino que hemos de llegar más lejos. Trabajar la democracia en la
escuela es una forma de transformar la sociedad, que comienza con la crítica y la
impugnación de una realidad que se nos vende como la única e invariable. Educar en
el espíritu crítico y el diálogo (y recuperar un talante utópico en la enseñanza), como
razona Giroux47, parece mejor alternativa a una educación que normalmente se
reduce, entre otros fines lamentables, a perpetuar un conocimiento castrado que se
acaba ubicando en los cementerios de las academias.

5. EL CURRÍCULO DEMOCRÁTICO

Otra línea de transformación pedagógico-social que existe es la conformación de


un currículum democrático48. Un currículum democrático implica el acceso a una
enorme variedad de información y el derecho a que se oigan todos los puntos de vista.
En este sentido, los educadores han de ayudar a los educandos a buscar entre las
diversas ideas y a expresar las suyas.

Quienes se comprometen con un currículum participativo asumen que en gran


medida el conocimiento se construye socialmente y que está difundido por personas
que, evidentemente, tienen valores e intereses particulares. Como afirma Neil
Postman «no "obtenemos" el sentido de las cosas a partir de lo que nos rodea. Somos
nosotros quienes otorgamos un sentido»49. Por eso, lo que se pretende mediante una
educación auténticamente democrática es que, al final, los alumnos sean conscientes
de ello y, por tanto, críticos con lo que les viene dado. Ha de alentárseles a ello
cuando sea posible, ya que en el cu rrículo se incorpora, de manera subrepticia, la
tradición de algún grupo de poder. «La universalidad y la pretendida eternidad de la
Escuela son algo más que una ilusión. Los poderosos buscan en épocas remotas y en
civilizaciones prestigiosas - especialmente en la Grecia y la Roma clásicas - el origen
de las nuevas instituciones que constituyen los pilares de su posición socialmente
hegemónica. De esta forma intentan ocultar las funciones que las instituciones
escolares cumplen en la nueva configuración social al mismo tiempo que enmascaran

109
su propio carácter advenedizo en la escena socio-política.»so Según han señalado
numerosos autores, los currículos reflejan lo que alguien quiere que sea importante
saber y suponen, muchas veces, una utilización interesada del conocimiento.

La elaboración, por tanto, de un currículo democrático tendría que ir más allá de


la tradición selectiva del conocimiento y de las creencias apoyadas por la cultura
dominante, hacia una mayor presencia de opiniones y visiones diversas.
Teóricamente, en una sociedad democrática, nadie puede reclamar la imposición de
su punto de vista. Por ello, un currículum democrático incluye no sólo lo que los
adultos piensan que es importante, sino también las preocupaciones e intereses de los
educandos. Las disciplinas enseñadas han de enfocarse como fuentes de información
estrechamente relacionadas con la vida e intereses de los mismos"

Como dice Postman52, la palabra «contenido» ha de transformarse en «método»,


en el sentido de que una asignatura debe ser un método vivo de crecimiento, no un
contenido ya elaborado y cristalizado. Se trataría, desde este punto de vista, de que
los niños se despojen del tradicional rol pasivo al que se los confinaba, como meros
consumidores de conocimiento, e intervengan activamente en la construcción de su
propio conocimiento y, por supuesto, de la cultura en la que se desenvuelven sus
vidas. En realidad, esto es lo que suponen los grandes movimientos culturales de la
historia, los cuales, lejos de adorar a letra sin vida, significan renovados intentos de
hacer la realidad. El propio enciclopedismo ilustrado, con las limitaciones y
objeciones que se le pueden hacer, desde luego, lo ejemplifica. «Realmente la
Enciclopedia nunca fue un conjunto de volúmenes convenientemente encuadernados
y archivados, sino un vivo laborar de saberes y conocimientos con el que se
auspiciaba una ciudadanía crítica, solidaria e imaginativamente empática»53. En este
sentido, vuelve a ser un buen referente Freire, para quien, como hemos visto, conocer
es, necesariamente, crear y participar. Quizás sólo bastaría con tomarse esto en serio
y recuperar en la escuela este espíritu.

Como he dicho, debemos tener muy en cuenta la necesidad de que lo que


normalmente ocurre en la escuela, es decir, el extrañamiento con que se viven los
contenidos culturales transmitidos por la misma, esa relación de extranjero respecto a
la propia cultura, sólo podría resolverse mediante un cambio que implicase a toda la
sociedad. Pero, mientras tanto, un tratamiento dialógico y crítico de lo impartido en
ella en la forma de contenidos (paquetes prefabricados de conocimientos, que decía
Illich), evitando el automatismo en la relación con el conocimiento, podría suscitar al

110
menos una inquietud por el cambio. Esto se podría reforzar, como hemos explicado,
con la asunción de roles activos y de una enseñanza participativa que, al mismo
tiempo que transmite el conocimiento, lo va construyendo.

La participación en los centros escolares implica la efectiva democratización de


éstos y la adopción de un modelo cooperativo de aprendizaje. Creo que la clave que
distingue a la auténtica democracia es el hecho de vivir con el mundo, más allá de un
mero y pasivo estar en él, como señalara Paulo Freire. Esto conlleva una
«horizontalización» de las relaciones humanas de la que nos ocuparemos en el
siguiente capítulo. En cualquier caso, si, tras el paso por la escuela, queda el poso de
una cultura viva y transformadora, captada como propia, habremos conseguido el más
grande objetivo de todo proyecto educativo, según creo: una sociedad constituida por
intelectuales en el buen sentido de la palabra, es decir, por personas críticas capaces
de participar en una cultura para todos y de todos.

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114
El liberador encuentro con el otro. Pedagogía del oprimido de Paulo Freire 1

1 Estudio varios aspectos de los mencionados en este capítulo, en torno a la


pedagogía de Paulo Freire y la horizontalidad educativa, en los siguientes artículos:
«Paulo Freire y la cultura escolar: condiciones para una escuela viva», Eca Estudios
Centroamericanos, vol. 61, 696 (2006), págs. 1033-1042; y «De la verticalidad a la
horizontalidad. Reflexiones para una educación emancipadora», Realidad. Revista de
Ciencias Sociales y Humanidades, 107 (2006), págs. 39-64.

1. INTRODUCCIÓN

En este capítulo pretendemos, a partir la pedagogía de Paulo Freire y siguiendo el


hilo de algunas de sus consideraciones, analizar la educación y la escuela desde un
nuevo pero complementario punto de vista. Me parece que acudir a Freire cobra un
gran sentido en nuestros días, en la medida en que numerosos movimientos dentro de
la educación popular continúan inspirándose en sus principios pedagógicos, sobre
todo en distintos lugares de Latinoaméricaz. Freire es considerado un gran educador
por parte de numerosos estudiosos y teóricos de la educación3. En las líneas que
siguen deseo, en consonancia con esta opinión, argumentar y mostrar que la
«pedagogía del oprimido», en efecto, continúa llena de vigencia y sentido, dando
razones para ello y resaltando su conexión con filosofías fundamentales del siglo xx.

En primer lugar, expondré la crítica a lo que el propio Paulo Freire denominó


educación «bancaria». En dicha crítica ya se pone de manifiesto que su perspectiva,
como la de Iván Illich o A.S.Neill, es utópica, en la medida en que implica una
concepción del proceso educativo como proceso formativo que, más allá de la mera
reproducción social, aspira a la transformación y mejora de individuos y sociedades.
No abandonaré una exposición centrada en destacar los elementos más peculiares de
la perspectiva freiriana de la pedagogía, el ser humano y la cultura, pero por supuesto
intentaré enriquecer la discusión refiriéndome a algunos pensadores y autores que le
sirvieron para tejer su visión. Obviamente, no voy a recoger todas las fuentes
intelectuales de la pedagogía freiriana4 ni lo aparecido sobre él en los nume rosísimos
estudios que se le ha dedicado, sino tan sólo referirme a su pedagogía del diálogo, en
la línea de las filosofías dialógicas de cuño cristiano-existencialista, como puerta para
la que creo una sociedad mejor enfocada. Su idea básica es la convicción de que la

115
liberación o es con el otro, o no lo es. Es un punto fundamental que marca la senda de
la auténtica libertad, una utopía que, como en el caso de Illich, no define con
exactitud lo que corresponde definir a otras personas, ya revertidas en protagonistas
de su propio destino.

En esta línea, el filósofo Enrique Dussel ha dedicado algunas páginas a la


pedagogía de Paulo Freire, a la que compara con la de Piaget y Vigotsky y con la
psicología de Kohlberg, para destacar que Freire supone una superación de todos
ellos5. Afirma Dussel que éstos, a pesar de sus méritos, permanecen en una
concepción individualista del proceso educativo y del desarrollo del sujeto. En
cambio, Freire, afirma, es un pedagogo más completo, porque sitúa en el centro de su
teoría y práctica pedagógica el elemento de ser en relación con los demás que supone
todo crecimiento personal, el hecho de que éste se ha de dar dentro de una comunidad
que también se va transformando a través de la educación mutua entre sus miembros.
Freire enfatizará lo que podemos denominar «cualidad relacional» del ser humano,
que pasa a ocupar un lugar central en su visión del proceso educativo. Pero el mero
hecho de apostar por el diálogo conlleva una cierta subversión de las estructuras
sociales, ya que implica dar voz a los sin voz. Por eso, para el autor brasileño, en el
contexto de nuestras sociedades e historia, la pedagogía necesariamente ha de ser una
«peda gogía del oprimido», lo cual implica un posicionamiento a favor de los sin
voz6.

Se ha de tener en cuenta también que la opresión que caracterizaría a nuestro


mundo global, a su juicio, adquiere numerosas formas y manifestaciones, a menudo
encubiertas. Esta característica de la opresión implica la necesidad de un prolongado
y arduo esfuerzo para llegar a la «liberación». Como él mismo afirma, «[...] la
liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre
nuevo, hombre que sólo es viable en la y por la superación de la contradicción
opresores-oprimidos que, en última instancia, es la liberación de todos»7.

La opresión, en efecto, afectaría a los aspectos más profundos de la persona, en la


medida en que por la socialización la hemos incorporado a nuestro bagaje psicológico
más íntimo. Para desarrollar esta idea, Freire recurre a un enfoque de corte
freudomarxista, fuertemente influenciado por Erich Fromm y su concepción del
«miedo a la libertad», operante en los individuos y grupos sociales. Es precisamente a
partir de esta relación entre las perspectivas de Freire y Fromm como comenzaré mi
exposición, en la caracterización de lo que el brasileño denominó «educación

116
bancaria».

2. LA CRÍTICA DE PAULO FREIRE A LA ESCUELA DIRECTIVA. LA


EDUCACIÓN BANCARIA Y SU RELACIÓN CON EL CARÁCTER
AUTORITARIO

Paulo Freire utilizó la expresión «educación bancaria» para designar un tipo de


educación de roles diferenciados, en el cual la relación educativa adquiere un carácter
«vertical», en el que uno (el educador) otorga y otros (los educandos) reciben el
conocimiento. Es lo que en el lenguaje de la pedagogía y la teoría de la educación
generalmente se denomina instrucción. Existe en este modelo educativo una
separación tajante entre las tareas de educador y educando8. La educación bancaria es
concebida, esencialmente, como narración de unos contenidos fijos, como
transmisión de una realidad que no requiere reelaboración y que se presenta como la
única posible9.

Según el denominado pedagogo de la liberación, la educación bancaria implica


una violencia estructural en la medida en que se realiza desde la sordera hacia el otro
que está siendo educado. Como afirma el propio Freire, «Referirse a la realidad como
algo detenido, estático, dividido y bien comportado o en su defecto hablar o disertar
sobre algo completamente ajeno a la experiencia existencial de los educandos
deviene, realmente, la suprema inquietud de esta educación»10. Es ésta una violencia
que se manifiesta especialmente en la consideración del otro, el educando, como un
ignorante. «En la visión "bancaria" de la educación, el "saber", el conocimiento, es
una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación
que se basa en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la
opresión: la absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos
alienación de la ignorancia, según la cual ésta se encuentra siempre en el otro»".

En relación con esta «absolutización de la ignorancia», Freire relata cómo


aprendió, gracias a una lección que recordaría toda su vida, que no hay educación sin
escuchar al educando, sin considerar a nuestro interlocutor maestro y sabio12. O sea,
aprendió que lo que se hace usualmente en la escuela no responde a la realidad
profunda del hombre, que es su cualidad dialógica. Pero la ocultación de esta verdad
acerca de nuestra naturaleza, que él solía denominar también transitividad del
hombre, acababa imponiendo su visión desviada de lo humano y la cultura. En este
sentido, muchas veces hubo de toparse, como alfabetizador, con la naturalización de
la ignorancia por parte del propio oprimido. Por ejemplo, en uno de sus últimos libros

117
cuenta que comenzó una charla con un juego de preguntas y respuestas con el que
reveló con el poder de la evidencia cómo ciertos campesinos analfabetos que
afirmaban ser ignorantes, en realidad, eran sabios13

Por supuesto, descubrir la sabiduría del otro por parte del educador requiere
humildad. Como el propio Freire afirma: «No hay [...] diálogo si no hay humildad. La
pronunciación del mundo, con el cual los hombres lo recrean permanentemente, no
puede ser un acto arrogante»14. Freire se opone a toda arrogancia y a la separación
tajante entre los participantes en un proceso educativo: «La educación debe comenzar
por la superación de la contradicción educador-educando. Debe fundarse en la
conciliación de sus polos, de tal manera que ambos se hagan, simultáneamente,
educadores y educandos»1s En realidad, toda su educación liberadora, en oposición a
la educación bancaria, posee un carácter recíproco, es decir, se da «de todos con
todos». Esto presupone un sentimiento profundamente arraigado en el educador de
que el otro vale, además de una sincera fe en los seres humanos, en su poder creador
para dotarse de un destino, y en que este destino puede adecuarse a sus necesidades
profundas. Así, dice con total claridad: «Su creencia debe estar empapada de una
profunda creencia en los hombres. Creencia en su poder creador»16

En términos generales, el pedagogo brasileño coincide también con la crítica de


Fromm y A.S.Neill (de quien nos hemos ocupado en el capítulo dedicado a Iván
Illich) a una cultura y escuela impregnadas de rechazo a la vida, así como con la
propuesta de «revitalizar» al hombre que desarrolla Erich Fromm en sus obras. Para
el psicólogo alemán, la existencia humana ha de racionalizarse, no en el sentido de
intelectualizarla, sino en el de humanizarla, es decir, haciendo que responda a las
necesidades específicamente humanas'. Esta humanización implica el desarrollo de
una equilibrada vinculación afectiva con los otros hombres y con el mundo, ya no
gobernada por la cosificación, sino transmutada en una suerte de amor maduro que
describe bellamente como una relación fraterna18. En sus obras, el psicólogo
demuestra la humana necesidad de fraternidad, porque para él la felicidad siempre es
con el otro, nunca algo solitario.

Sin embargo, en oposición a dicha necesidad humana de ser con los demás se alza
lo que en ocasiones el brasileño denomina «verticalidad». Por este concepto vamos a
entender, en una primera aproximación, una forma de concebir el mundo que tiene su
reflejo en el modelo piramidal de la sociedad. Es decir, alude a una determinada
lógica en la percepción del mundo y en la organización de las relaciones humanas,

118
que funciona jerarquizando a los seres humanos y produciendo estructuras verticales
en las sociedades. Esto quiere decir que hay una forma vertical de entender el mundo.

Lo que podemos denominar verticalidad es una idea presente en muchos autores


que han estudiado el autoritarismo de un modo u otro, con cuyas perspectivas se
relaciona, pero que es considerada especialmente por Erich Fromm. Voy a centrarme
en él. Es este autor quien desarrolla magníficamente esta idea. Siguiendo su
pensamiento, se puede afirmar que en relación con la verticalidad se da un cierto tipo
de carácter. La relación entre estructura social y psique individual la desarrolla
Fromm con la noción de «carácter social»19. El «carácter social» es, según nos
explica, el tipo de carácter que es requerido por una estructuración social
determinada. Es decir, una determinada sociedad, a través de los procesos de
socialización, procura la configuración mental que sirve a su reproducción. En efecto,
hemos interiorizado una serie de esquemas sociales que rigen nuestras pautas de
conducta y que pasan a constituirnos como si hubiéramos nacido con ellos. Por eso,
esta potente socialización que reproduce los rasgos de la sociedad injusta genera un
fuerte fatalismo en la concepción de la realidad, considerada inmodificable y eterna
en la forma que presenta en el tiempo actual. Esto, por supuesto, obstaculiza todo
cambio sustancial en el sistema social, como también señalaron Bourdieu y
Passeron20.

El fuerte arraigo de la mentalidad fatalista en el individuo, incluso en quien más


razones tendría para cambiar las cosas, es denunciado constantemente por Paulo
Freire. Se trata de una denuncia presente a lo largo de toda su producción, hasta los
últimos libros, escritos al final de su vida en el contexto de la actual oleada de
neoliberalismo y el neoconservadurismo21. Este fatalismo adquiere tintes dramáticos
en ciertos ejemplos reales que presenta, en cuanto estado de ánimo profundamente
destructivo que se instala en el alma del oprimido. Así, por ejemplo, nos describe la
situación de un joven trabajador temporero del campo en Brasil: «La amargura de la
existencia de aquel adolescente era tan profunda que su presencia en el mundo se
transformaba en una pesadilla, una experiencia en la cual era imposible soñar. "Sólo
tengo pesadillas", repitió, como si insistiese para que el reportero jamás olvidase esta
situación. Él no veía un futuro para sí»22.

La verticalidad como manera de pensar y percibir la realidad es, desde luego, una
ideología, en tanto que pensamiento legitimador de una sociedad caracterizada por la
escisión y separación entre sus miembros. Implica la ordenación, a menudo

119
inconsciente, que el sujeto hace de las demás personas, una ordenación vertical en la
que se le sitúa a él y a los demás en una escala de arribas y abajos. Por eso, el sujeto
se torna competitivo, rivalizando con el otro y cosificándolo, en la medida en que lo
considera sólo según su situación respecto a los grados de la escala jerárquica
interiorizada. Según esto, la persona del otro tiende a ser tratada como un objeto.

El sujeto inscrito en la verticalidad filtra y elimina todo lo humano presente en el


prójimo y se queda con el tipo o etiqueta que lo clasifica. La verticalidad implica, por
tanto, un tipo de mirada superficial por la que los sujetos se acorazan en los clichés
que los sitúan y legitiman en el estatus deseado. En este sentido, la vida humana y las
relaciones sociales se convierten en una búsqueda de avales que justifiquen la
posición del sujeto en un nivel elevado, dentro de la escala asumida. Se desea dicha
aprobación desde lo más profundo del individuo. Por eso, las relaciones humanas se
convierten en un patológico juego de sumisión y dominio, en un proceso cuyo
fundamento es el ejercicio del dominio y del poder23. Así lo demuestran también los
inquietantes estudios de Foucault, que también subraya esta omnipresencia de un
poder que lo impregna todo en las relaciones humanas, en sus niveles aparentemente
más alejados de la pirámide política. «Poder que no está tan sólo en las instancias
superiores de la censura, sino que penetra de un modo profundo, muy sutilmente, en
toda la red de la sociedad»24.

El problema de la situación que estoy describiendo es que, según constatan los


autores freudomarxistas, en toda verticalización hay una suerte de enajenación, con la
consecuente pérdida de libertad y autenticidad en el sujeto humano. Dice Fromm: «El
elemento común a la sumisión y el dominio es la naturaleza simbiótica de la relación.
Las dos personas afectadas han perdido su integridad y su libertad; viven la una de la
otra y la una para la otra, satisfaciendo su anhelo de intimidad, pero sufriendo por la
falta de fuerza y de confianza interiores, que requieren libertad e independencia, y
además están constantemente amenazadas por la hostilidad consciente o inconsciente
que nace de la relación simbiótica»2s. Es decir, la persona vertical ha colocado su
voluntad en manos de los otros, erigidos en jueces de la propia valía26.

Así pues, esta persona que asume las escalas sociales en lo más profundo de su
carácter y se identifica con ellas está alienada. Recogemos la definición de alienación
(o enajenación) del propio Fromm: «Entendemos por enajenación un modo de
experiencia en que la persona se siente a sí misma como un extraño. Podría decirse
que ha sido enajenado de sí mismo. No se siente a sí mismo como centro de su

120
mundo, como creador de sus propios actos, sino que sus actos y las consecuencias de
ellos se han convertido en amos suyos, a los cuales obedece y a los cuales quizás
hasta adora. La persona enajenada no tiene contacto consigo misma, lo mismo que no
lo tiene con ninguna otra persona. Él, como todos los demás, se siente como se
sienten las cosas, con los sentidos y con el sentido común, pero al mismo tiempo sin
relacionarse productivamente consigo mismo y con el mundo exterior»27.

Terribles consecuencias para el individuo. La persona se anula y llega a


convertirse en un personaje, desenvolviéndose en la tramoya social como un actor
que interpreta un papel escrito por otros. El sujeto espera el reconocimiento público
de su «trabajo», de su esfuerzo histriónico. Pretende merecer la mirada aprobadora
del «juez social» y se convierte él también, por supuesto, en un implacable juez que
sitúa a los demás en la escala social interiorizada.

En definitiva, la mirada del hombre o la mujer vertical se empobrece en cuanto


que pierde su profundidad y se detiene en el cliché que ella misma coloca en la
realidad. Las relaciones entre los sujetos se basan en pautas y comportamientos
esperados, socialmente requeridos, de manera que se ritualizan. Cesa la
espontaneidad, y la imprevisibilidad del trato humano es sustituida por la norma. El
ejemplo más evidente, y quizás más trivial, es el riguroso protocolo de la aristocracia,
todo un ritual que hay que aprender y que designa a quienes están dentro o fuera de
ese universo de privilegios. Y el sujeto pasa la vida en un intento desesperado de
obtener los símbolos de su grado, en la búsqueda envidiosa de la distinción que lo
sitúe por encima de los demás, desde la aceptación de los usos que vienen desde
arriba y la ciega admiración por quienes los ostentan21.

Además, y como se desprende de lo dicho, la verticalidad imposibilita el diálogo


real y la búsqueda, necesariamente colectiva, de la verdad. El diálogo auténtico no
existe en la pirámide. Porque una persona convencida en su fuero interno, a menudo
de manera inconsciente, de que los seres humanos somos cosas, objetos mensurables
o no más que seres cuantificables, resulta imposible que adopte una apertura sincera
al otro. No cree que la otra persona valga realmente en sí misma y que de ella pueda
proceder sabiduría. Del otro sólo le interesa la etiqueta con la que se lo cataloga y se
lo sitúa abajo o arriba del sujeto medidor. Éste no se halla psicológicamente dispuesto
a recibir lo que pueda ofrecerle el otro. En la medida en que, como he dicho, la mente
vertical jerarquiza y segrega, ¿cómo puede incluir sinceramente la opción del otro en
el diálogo como búsqueda de la verdad o, simplemente, en el acuerdo práctico? En las

121
alturas de la pirámide existe una sangrante sordera, muchas veces, al clamor del otro,
porque la apertura a la horizontalidad que incluye a todas las voces resulta imposible
si se teme escucharlas. No se puede aceptar a un otro del que nos protegemos,
temerosos, porque cuestiona nuestro lugar inmutable en un catálogo de seres,
clasificados según su valía.

De manera clara, podemos constatar que de esta actitud interna, de carácter


psíquico, que he descrito, se alzan unas consecuencias sociales específicas. La
verticalidad como carácter social se relaciona y combina con una serie de
características especiales de la sociedad que aparecen íntimamente ligadas a ella.
Porque, como ya he sugerido en líneas anteriores, la verticalidad cumple un fuerte
papel ideológico, en el sentido de que legitima y sirve al fortalecimiento de un
modelo concreto de sociedad, de una forma de estructuración estratificada de la
misma. Así, resulta ostensible la relación entre la alienación vertical, cuya
descripción nos ha ocupado hasta ahora, con la enajenación de una sociedad
escindida, consumista y meritocrática. Vuelvo a remitirme a los inquietantes estudios
de Bourdieu, que explicitan esta relación entre la configuración personal de los
individuos, sus gustos y creencias, con el lugar que ocupan en la sociedad29.

Sociedad vertical y cosificadora es, desde luego, nuestra sociedad administrada y


burocrática, en la que el sujeto se halla perdido y alienado, con una amarga sensación
de falta de libertad y asfixia, víctima de su papel en la representación social, sometido
a una lógica ajena que rige sus movimientos. Quien posiblemente mejor de nuncia
esta situación de carga psíquica, en la literatura contemporánea, es el escritor Franz
Kafka, al que me he referido en varias ocasiones a lo largo de este libro. El mundo
que nos describe a lo largo de su terrorífica obra no es precisamente un lugar de
expresión y desarrollo del potencial humano y la creatividad, sino que supone, al
contrario, una profunda merma del espíritu. En este sentido, podemos entender
perfectamente, como hace Freire, una forma de opresión. Desde aquí, resulta patente
que el oprimido ya no es sólo el pobre o el que peor vive por estar situado en la base
del entramado piramidal, sino que también lo es el que se instala en los niveles
superiores, donde no deja de sufrir la carga de una estructura inhumana30: la
inhumanidad de verse obligado a responder a unas expectativas y representar un
papel que lo distancia del otro, la violencia de relacionarse con el otro desde la lógica
del dominio y la existencia ritualizada. Desde luego, también vive el opresor un
inhumano aislamiento que esclerotiza su vida31.

122
Una consecuencia lógica de todo lo que hemos explicado es que, si se cree en una
educación de tipo horizontal, contrapuesta a toda suerte de verticalidades propias de
la educación bancaria, una tarea fundamental para todo educador sería la
identificación y superación de su propia verticalidad; o sea, de las inercias psíquicas
que lo predisponen en contra del diálogo. Pero la pedagogía freiriana parece apuntar
más lejos que la visión psicologicista de Fromm. En este sentido, como afirma el
profesor Dussel, «no es la sola inteligencia teórica o moral (esto se supone, pero no es
el objetivo principal), ni siquiera el desbloqueo pulsional hacia una normal tensión
del orden afectivo (á la Freud, que también se supone), sino algo completamente
distinto: Freire intenta la educación de la víctima en el proceso mismo histórico,
comunitario y real por el que deja de ser víctima» 32. Entonces, la horizontalización
de las relaciones humanas que propone llevar a cabo en el acto educativo es una
ubicación factual del oprimido fuera de la estructura opresora. Es decir, en toda
educación liberadora se realiza de hecho la utopía de unas relaciones humanas
auténticas, que desde la perspectiva del pedagogo brasileño han de ser
«horizontales». Pero esto apunta a una doble transformación en el corazón de la
persona y en las estructuras sociales.

La interacción horizontal es ya una realización de la utopía de una sociedad sin


oprimidos, es decir, una sociedad estructurada de forma que no cohíba la expresión
de las personas y su desarrollo. La utopía freiriana, pues, está ya presente en el medio
para lograrla. No es un fin ajeno al momento actual, sino que se encuentra
necesariamente en el proceso educativo. Pero, para que acontezca, es preciso vencer a
la carga ideológica que el sujeto oprimido ostenta, incorporada a sí mismo. Se
requiere combatir contra los obstáculos que operan en sentido contrario y se oponen a
nuestra salud, obstáculos que pesan como un lastre dentro de nuestro espíritu. En las
líneas que siguen, profundizaré en las relaciones entre educación bancaria e
«ideología», entendiendo esta última como el lastre que dificulta lo que para Freire no
es sino una normalización de la existencia humana. La pedagogía del oprimido, en
este sentido, es una rectificación efectuada en el interior y el exterior del hombre por
él mismo, siempre desde su libertad, que lo reconduce a la senda que había perdido.
Según Freire, que desde luego irradia un considerable optimismo, esto es posible.
Pero ello no es óbice para que olvidemos las nefastas consecuencias de la falsa
conciencia que uno porta en sí mismo, porque es precisamente su detección el primer
paso del proceso de «concientización», al que tanto se refiere nuestro pedagogo en
sus libros, y que devuelve a la persona el dominio de sus propias riendas.

123
3. IDEOLOGÍA Y «CONCIENTIZACIÓN»

Se puede definir como «ideología» el conjunto de creencias e ideas (políticas,


religiosas, morales, etc.) que legitiman una determinada configuración social,
justificándola y a veces encubriendo las verdaderas razones de que las cosas sean
como son. Es un concepto usado abundantemente por los marxistas, desde los
Manuscritos sobre economía y filosofía de Marx. Aunque hay distintas formas de
entenderlo y matices, seguiremos esta tradición que concibe la ideología como
sirvienta de un régimen económico y social concreto, desde el que halla su fuerza
pero al que, a su vez, también ella fortalece. El papel determinante que las ideologías
cumplen en la reproducción y consolidación de las estructuras de clase es explicado
por autores de enorme influencia en el peda gofio que estamos estudiando, tales como
Gramsci, Lukács, Horkheimer o Marcuse. Paulo Freire recoge elementos de todos,
como señala el filósofo Enrique Dussse133. El pedagogo brasileño conecta con estas
perspectivas neomarxistas que se alejan del economicismo del marxismo ortodoxo.

Como en los citados autores, Freire cree posible la transformación revolucionaria


desde los niveles superiores de la cultura, es decir, desde el discurso y las ideas, que
pueden incidir en la dirección del cambio. A la ideología se la puede combatir, según
ellos, en su mismo ámbito: el pensamiento y las ideas. La liberación se puede centrar
en una praxis ejecutada en la palabra y, a través de ella, criticando las creencias
asentadas y desvelando los corsés ideológicos. Y es que este desvelamiento, de por sí,
ya incide en una transformación de la sociedad. Por ejemplo, Lukács destaca que la
lucha por la emancipación será no sólo en el plano de la realidad económica y social,
sino también en el plano de las ideas: «El proletariado se realiza a sí mismo al
suprimirse y superarse, al combatir hasta el final su lucha de clase y producir así la
sociedad sin clases. La lucha por esta sociedad, [...], no es sólo una lucha con el
enemigo externo, con la burguesía, sino también y al mismo tiempo una lucha del
proletariado consigo mismo, con los efectos destructores y humillantes del sistema
capitalista en su consciencia de clase. [...] El proletariado no puede ahorrarse ninguna
autocrítica, pues sólo la verdad puede aportarle la victoria: la autocrítica ha de ser,
por lo tanto, su elemento vital» 34.

También Gramsci, en su valoración de la función crítica y transformadora del


pensamiento, afirmará: «Una filosofía de la praxis no puede dejar de presentarse
inicialmente como una actitud polémica y crítica, como superación del modo de
pensar precedente y del pensa miento concreto existente (o del mundo cultural
existente). Es decir, debe presentarse ante todo como crítica del "sentido común"

124
[...]»35.

Pero de nuevo es la influencia de Erich Fromm la que parece ser determinante en


Freire. En la explicación de enajenación que el psicólogo realiza, es definida en
términos psicológicos como la incorporación de unas creencias ajenas operantes en
nosotros, que simulan ser propias y favorecer al sujeto oprimido, que, así, vive
engañado. La ideología sería la lógica del opresor que es incorporada al pensamiento
del oprimido; aun más, la lógica de una estructura producida por una civilización que
se ha creado contra el propio hombre y que oculta su enajenación.

En el freudomarxismo y la Primera Escuela de Fráncfort resulta vital la toma de


conciencia de esta enajenación, que supone el haber interiorizado una lógica ajena
que opera contra nuestros propios intereses. Por eso, es precisamente a través de la
toma de conciencia de la función ideológica de las creencias y concepciones del
mundo que nos conforman, como apunta Marcuse que habría de comenzarse el
proceso de liberación: «Toda liberación depende de la toma de conciencia de la
servidumbre, y el surgimiento de esta conciencia se ve estorbado siempre por el
predominio de necesidades y satisfacciones que, en grado sumo, se han convertido en
propias del individuo»36. Y, por supuesto, la teoría crítica del primer Horkheimer se
plantea en una dirección muy semejante37.

En consecuencia, en la medida en que el oprimido, víctima de su enajenación


ideológica, generalmente no es consciente de su opresión, un primer paso en la pe
dagogía de la liberación freiriana es, como es lógico, la concientización, o proceso
por el cual el sujeto oprimido retoma las riendas de la realidad, percatándose del
grado en que su propia persona había dejado de pertenecerle. Así, afirma nuestro
pedagogo que «el gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres
duales, inauténticos, que "alojan" al opresor en sí, participar de la elaboración, de la
pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que se descubran "alojando" al
opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. Mientras
vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es parecerse con el opresor, es
imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que no puede ser elaborada por los
opresores, es un instrumento para este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por
sí mismos y el de los opresores por los oprimidos, como manifestación de la
deshumanización» 38. En cualquier caso, esta concientización supone asumir la
propia circunstancia partiendo de la realidad que envuelve al oprimido. Esto es lo
que, en las líneas que siguen, se expondrá.

125
4. LA SITUACIÓN LÍMITE COMO PUNTO DE PARTIDA DE LA PEDAGOGÍA

Freire hace partir toda educación que se pretenda liberadora de la propia realidad
vital del oprimido. Insiste en que para tender a una vida mejor hay que situarse en el
punto de vista y la realidad del oprimido. Dicho en otras palabras, su pedagogía trata
de ubicarse en la situación límite como punto de partida para la posterior
concientización y comprensión crítica de la realidad a que me he referido en el
epígrafe anterior. Esta idea es expresada con claridad por el propio pedagogo, cuando
se interroga directamente: «¿Quién mejor que los oprimidos se encontrará preparado
para entender el signifi cado terrible de una sociedad opresora?»39 Pues bien, a la
hora de enfocar este tema, Freire se muestra deudor de sus lecturas e influencias
existencialistas y personalistas, en un sentido que esclareceré a continuación. En
primer lugar, me referiré al filósofo existencialista alemán Jaspers, que él cita
abundantemente en sus obras principales40. Freire se inspira en la noción de
situación límite de éste, pero le da un nuevo sentido, según expresa Enrique Dussel41

Cuando Karl Jaspers enumera las «situaciones límite» se refiere a «situaciones


tales como las de que estoy siempre en situación, que no pueda vivir sin lucha y sin
sufrimiento, que yo asumo inevitablemente la culpa, que tengo que morir, [...]. Estas
situaciones no cambian, salvo solamente en su modo de manifestarse; referidas a
nuestra existencia empírica, presentan el carácter de ser definitivas, últimas. Son
opacas a la mirada; en nuestra existencia empírica ya no vemos nada más tras ellas.
Son a manera de un muro con el que tropezamos y ante el que fracasamos. No
podemos cambiarlas, sino tan sólo esclarecerlas, sin poder explicarlas ni deducirlas
partiendo de otra cosa»42. No son algo abarcable para la ciencia y los saberes
explicativos, pero su importancia es tal que, en palabras de Jaspers, «llegamos a ser
nosotros mismos entrando en las situaciones límite con los ojos bien abiertos»43.
Porque en ellas realizamos una especie de salto «desde la existencia empírica a la
"existencia", a la que estaba encerrada germinalmente, a lo que se esclarece a sí
mismo como posibilidad, a lo real»44. Es decir, por las situaciones límite intuimos un
más allá del límite que señalan, fuera de la existencia empírica. Pero lo cru cial de
dichas situaciones es que sólo en ellas nos encontramos a nosotros mismos como
existentes: «Experimentar las situaciones límite y "existir" son una misma cosa»45.
Nos revelan nuestra existencia y nos conocemos en ellas.

Para Freire, la situación límite del oprimido es un punto de partida material,


económico y político, de unas connotaciones algo diferentes a las que parece referirse
el filósofo alemán con su noción de «situación límite». Es algo producido por el

126
hombre y que apunta a su propia superación en la historia, en la forma de una
humanización de la historia. Apunta a la utopía superadora, como las situaciones
límites en Jaspers apuntaban a una existencia más completa. Por eso, la educación
liberadora parte de la realidad en la que se encuentra el educando oprimido. Como el
pedagogo de Recife dice, «Será a partir de la situación presente, existencial y
concreta, reflejando el conjunto de aspiraciones del pueblo, que podremos organizar
el contenido programático de la educación y acrecentaremos la acción
revolucionaria»46 Esta realidad del oprimido son las estructuras de dominación que
lo constituyen como oprimido. Como es sabido, en su práctica pedagógica, Freire se
situó en la máxima negatividad posible, la del oprimido que busca su educación, que
con su silencio apunta al escándalo de su mala educación (de su educación como
excluido) y a la necesidad de su superación. En este sentido, el educando oprimido en
el límite, para Freire, es sobre todo el adulto analfabeto y pobre47.

Hay que resaltar que la aspiración de Freire es llegar a un encuentro del ser
humano consigo mismo, a partir de la referida situación límite de los analfabetos. La
liberación del oprimido es la liberación de todos los hombres. Certeramente, lo
afirma: «La pedagogía del oprimido, que busca la restauración de la intersubjetividad,
aparece como la pedagogía del hombre»48. En este sentido, su pedagogía apunta a la
situación en la que todos los seres humanos puedan hablar y, sobre todo, escucharse.
Desembocamos, por tanto, en el diálogo como característica específicamente humana
y humanizante. En Freire, la utopía es, fundamentalmente, diálogo. Esto se asemeja a
algunos autores contemporáneos que, como Jaspers, se mueven en la órbita
existencialista y personalista, y que enfatizan este carácter básico de la cualidad
relacional humana. A continuación, se desarrollará este punto.

5. EL DIÁLOGO. ALTERIDAD Y APERTURA EN EL SER HUMANO

Jaspers resulta enormemente afín al pensamiento de Freire. No sólo por la


concepción de la sabiduría que se abre en la situación límite, sino en la medida en que
para el filósofo alemán la relación de comunicación existencial resulta crucial en la
felicidad del hombre y su realización49. Será este filósofo, y otros que voy a tratar en
las líneas que siguen, quienes enfaticen el aspecto relacional que nos constituye y que
convierte la educación dialógica que propuso y practicó Freire en la única posible
para verdaderos (sanos) seres humanos. Esta necesaria comunicación entre los
hombres, su mutua influencia e interacción, es fundada por Jaspers a partir del hecho
de que «yo no puedo llegar a ser yo mismo, si el otro no lo es, yo no puedo estar

127
cierto de mí si no estoy también cierto del otro»50. El filósofo existencialista, con su
habitual laconismo, desarrolla en una de sus obras principales la idea de que uno no
llega a ser uno mismo si no es a través de la comunicación (existencial) con un tú
libre.

Se precisa un tipo de relación horizontal para que los seres humanos, al


comunicarse, se expresen y crezcan, como también expresan los autores considerados
líneas arriba. Bien es cierto que Jaspers restringe esto a la comunicación entre
amigos, en lo que él denomina «comunicación existencial». En ésta, el sujeto es
consciente de la importancia de la comunicación para el autodesarrollo: «la
conciencia de ser un factor decisivo para sí mismo y para el otro empuja a estar en la
disposición más extrema para la comunicación»51. Tanto que «toda pérdida y fallo
en la comunicación es propiamente una pérdida del ser»52.

Según sus propias palabras, «en la comunicación, por virtud de la cual yo me sé


captado a mi vez, el otro es solamente este otro: su singularidad es el modo en que se
manifiesta la sustancialidad de este ser»53. La otra persona es sujeto irrepetible y
singular. Es en esta comunicación directa y profunda en la que el sí mismo, por
emplear la expresión jasperiana, se conoce y se recrea. En ella se da una creación
mutua en la que los sujetos participantes se van implicando. En este juego, y sólo en
él, el sujeto llega a conocerse. Por eso, tiene sentido la tesis de que el propio
autodesarrollo requiere de la libertad y el libre desarrollo del otro. En cualquier caso,
Jaspers no ignora los límites y dificultades de la comunicación existencial54, pero
insiste en la importancia vital para el propio individuo de que se encuentren modos de
llevarla a cabo. La interacción humana, al menos la que Jaspers denomina
«existencial», nunca es un desarrollo solitario de un yo innato, sino una recreación
del yo en la comunicación mutua. Del otro parte la construcción de uno mismo.

Esta importancia radical de la alteridad, de lo que podemos denominar cualidad


relacional del hombre, aparece con mayor fuerza en los filósofos Martin Buber y
Gabriel Marcel. Si nos detenemos en la obra «Ser y tener» de Marcel55, nos
encontramos que en ella aparece varias veces resaltada esta necesidad para la persona
de crearse con los demás. En los trabajos de este pensador el concepto de
«encarnación», de «existencia encarnada», nos remite a esta cualidad humana de ser
afectados. Porque si somos seres encarnados, somos en un cuerpo que es afectado por
el mundo, en situación. Esta situación envuelve cada faceta del yo. El propio cuerpo
es un centro rodeado y abrazado por la realidad, permeable al mundo, presto a ser

128
contagiado por éste. Vivir, en este sentido, supone estar abierto a una realidad con la
cual entro en una especie de comunicación. No existimos en el solipsismo sino en la
comunicación, en la apertura al otro. Así, afirma el filósofo francés: «Romper, en
consecuencia, de una vez por todas con las metáforas que representan a la conciencia
como un círculo luminoso alrededor del cual no habría para ella sino tinieblas. Es al
contrario, es la sombra quien ocupa el centro»56. Y esa luz periférica brilla con su
mayor intensidad en la persona del otro. Un otro no cosificado, no convertido en
objeto. Siempre que sea así, que nuestra relación no sea una relación con una cosa, el
otro ser humano nos afectará profundamente.

En esto coinciden Marcel y Buber. El prójimo se constituye, más allá de mero


objeto, en el necesario tú que me interpelas7. Destacan ambos pensadores por su
estrecha relación con las ideas freirianas respecto a la «dialogicidad» esencial del
hombre. Así, Freire afirmará: «Esta transitividad de la conciencia hace permeable al
hombre. Lo lleva a vencer su falta de compromiso con la existencia, característica de
la conciencia intransitiva, y lo compromete casi totalmente. Es por eso por lo que
existir es un concepto dinámico, implica un diálogo eterno del hombre con el hombre;
del hombre con el mundo; del hombre con su Creador»58. Porque el yo está ligado a
la existencia de los otros y por ellos existe. Así también lo expresa Marcel: «No sólo
tenemos el derecho de afirmar que los otros existen, sino que estaría dispuesto a
sostener que la existencia no puede ser atribuida más que a los otros en tanto que
otros, y que no puedo pensarme a mí mismo como existente, sino en tanto que me
concibo como no siendo los otros; por consiguiente, como otro que ellos»59. Como
en Buber, en Marcel resulta fundamental la idea de que lo que me hace ser un yo
singular es la presencia del tú, sin cuyo influjo ni siquiera puedo estar presente en mí
mismo como conciencia personal.

Pero sobre todo, como cima de este pensamiento acerca de la relación con el otro
y la otredad, se sitúa el filósofo Lévinas, quien se refiere a la ética como una relación
básica (y fundacional) con lo ajeno, con lo otro que no somos físicamente, pero a lo
que debemos el propio ser. Para Lévinas, en efecto, la ética precede a toda sabiduría y
entronca con profundidades muy por debajo de los discursos y las elaboraciones
racionales. En este sentido, los profesores Mélich y Bárcena apuntan a una educación
que se haga cargo del otro, que lo acoja y tenga en cuenta su rostro. Y un necesario
camino en este proceso pasa por la asunción de que «el otro, es decir, la memoria de
la víctima, sabe lo que el vencedor ha olvidado: que el presente no es sólo el efecto de
la acción del vencedor sino también que está construido sobre los cadáveres de las

129
víctimas»60. Es decir, el reconocimiento del rostro del otro requiere el
reconocimiento del sufrimiento en la historia humana, aspecto que estudiamos en el
capítulo tercero. En este sentido, «Auschwitz nos enseña que nada puede ser ajeno a
un posicionamiento ético. Un posicionamiento ético significa tomarse en serio al otro,
es decir, poner al otro como punto de partida. El dolor del otro, del que no tiene
poder, del que no tiene palabra, es también mi dolor, un dolor que es constitutivo de
mi subjetividad humana»61. También el profesor Reyes Mate se refiere a la memoria
de ese otro silenciado, como el lodazal de invisible sufrimiento donde se hunden los
cimientos de la civilización62.

Para Freire el hombre se realiza y se encuentra a sí mismo como ser en relación


con un otro desbordante. La necesaria presencia del otro frente a una radical soledad
fundamenta el énfasis de la pedagogía freiriana, puesto en una suerte de diálogo
horizontal cuyo aspecto principal es la escucha activa. Es sólo así que la persona
puede salir de sí y mejorar su existencia, más allá de las meras necesidades empíricas
básicas, perfeccionándose. Y esta transitividad, como apertura a la relación y
realización de la misma, es lo normal en el ser humano, lo que se adecua a sus
necesidades y naturaleza profunda. «El diálogo como encuentro de los hombres para
la "pronunciación" del mundo es una condición fundamental para su verdadera
humanización»63. Sólo desde el diálogo puede el ser humano, y la persona concreta,
ir conociéndose como ser en permanente reconstrucción en un mundo también en
continua reelaboración.

Todo esto remite a una fundamental apertura del hombre y la historia, cuestión
que también aparece considerada de manera especial por el personalismo cristiano de
Mounier. Hay una gran afinidad entre Mounier y la pedagogía freiriana. Para Freire,
educar también consistiría en mostrar implícitamente que no existen planes a priori,
que sólo las elecciones personales del educando constituirán su futuro. Así, la función
de los edu cadores sería acercar su libertad al educando. Dicho de otro modo, el
educador educaría para cierta responsabilidad (y desde cierta responsabilidad hacia el
otro, añadiría Lévinas).

En términos semejantes define Sartre la función pedagógica del existencialismo:


«[...] el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que
es y hacer descansar sobre él la responsabilidad total de su existencia»64. El
existencialismo sartriano también destaca esta apertura del hombre, y de él puede
desprenderse la necesidad de una humildad que consiste en saber que no hay escrito

130
un destino, ni glorioso ni miserable. El educador, desde esta perspectiva, debería
partir de la profundización en el momento presente. De hecho, partir de la realidad
del educando es la única forma de impedir una relación violenta, de no violentarlo y,
por tanto, de no bancarizar la educación.

La libertad y el compromiso vertebran, pues, toda acción educativa. Estos son los
ejes de la educación personalista que propugna Mounier65. El personalismo cristiano
sintetiza, como hemos dicho, gran parte del enfoque y los planteamientos que
cimentan la pedagogía de la liberación freiriana. De manera reveladora, Mounier
afirma: «La educación no mira esencialmente ni al ciudadano, ni al profesional, ni al
personaje social. No tiene como función rectora hacer unos ciudadanos conscientes,
unos buenos patriotas o pequeños fascistas, o pequeños comunistas o pequeños
mundanos. Tiene como misión despertar personas capaces de vivir y de
comprometerse como personas»66. La concepción antropológica de una persona
esencialmente libre, comprometida con unos ciertos valores y abierta al otro
caracteriza la visión de este autor. Para él, la continua transformación de lo humano
resulta el rasgo vital y de finitorio de la existencia. Una visión dinámica frente a la
visión estática que caracteriza las concepciones que Freire denomina «bancarias».

La persona realizada en su relación dialógica con el mundo y con los demás seres
humanos, por una parte, y la apertura e indeterminación de su destino, por otra,
parecen el punto «final» de la pedagogía de la liberación que desarrolla Paulo Freire.
Aunque el diálogo, además de punto final, es el medio continuamente presente en la
pedagogía, si ésta pretende ser liberadora, o sea, si pretende generar un cauce de
expresión y elaboración humana de la realidad. El fin siempre está presente en los
medios. Citando de nuevo al filósofo latinoamericano Enrique Dussel, deseo señalar
en este sentido que la pedagogía de Freire «es una pedagogía planetaria que se
propone el surgimiento de una conciencia ético-crítica. Su acción educadora tiende,
entonces, no sólo a un mejoramiento cognitivo, aun de las víctimas sociales, o
afectivo pulsional, sino a la producción de una conciencia ético-crítica que se origina
en las mismas víctimas por ser los sujetos históricos privilegiados de su propia
liberación. El acto pedagógico crítico se ejerce en el sujeto mismo y en su praxis de
transformación: la liberación así es el "lugar" y el "propósito" de esta pedagogía»67.

6. LA HORIZONTALIDAD COMO ÁMBITO Y POSIBILIDAD DE ENCUENTRO

En esta última parte voy a incidir en una determinada concepción de la educación,


que se vincula necesariamente con la idea de horizontalidad. Debo, por tanto,

131
describir primero qué entiendo por horizontalidad, qué uso hago de esta palabra. De
manera general, con ella aludo a una vieja idea ilustrada, la expresada también con la
palabra «fraternidad», o utopía de una «sociedad de hermanos». Y podemos
retroceder aun más, pues la idea es tan vieja como el cristianismo, el estoicismo,
algunas utopías del Renacimiento e incluso ciertos mitos68.

Pero, matizando algo más, yo creo que puede hablarse de horizontalidad como
una disposición psíquica y social, interior y exterior al sujeto, en la cual ningún
hombre anula la libre expresión y el desarrollo del otro, de manera que todos pueden
manifestarse sin hallar un obstáculo en el otro, sino, antes bien, un apoyo para el
propio crecimiento. Desde luego, para que esto ocurra ha de darse una cierta igualdad
de derecho entre los individuos, siendo preciso que la sociedad adopte un tipo de
estructura política de corte democrático. Es la situación contraria a lo que he
denominado anteriormente verticalidad. Como ocurre con ésta, la horizontalidad
impregna ámbitos muy profundos de la persona: los de su carácter. De nuevo, como
en la verticalidad, tenemos una estrecha conexión que une lo interno y lo externo del
hombre. En la horizontalidad, el tipo de relación entre los individuos está basado en
la ayuda mutua, lejos de toda relación de dependencia y dominio, propias, como
vimos, de la configuración vertical. La clave, y en esto retornamos a Erich Fromm, es
la aparición en la psique del individuo de un auténtico interés por el otro69.

Se puede concebir el aspecto interno o caracterológico de la horizontalidad como


una suerte de receptividad y apertura al otro. Nos referimos a una propensión íntima a
la escucha y el diálogo, a la inclusión del pró jimo y la tolerancia. Es la actitud mental
que resulta imprescindible para el diálogo auténtico. Porque resulta casi imposible
que el diálogo ocurra sin una apertura al otro, que parte de la íntima convicción, en
los niveles más profundos de la psique, de que el otro vale, de que puede aportarnos
algo70.

Paulo Freire relata en un párrafo no muy conocido de uno de sus últimos libros
que, siendo niño, descubrió el dinamismo del mundo y las relaciones humanas, se
topó con el carácter imperfecto e inacabado de la realidad, en la que «todo fluye». De
dicho descubrimiento resultó una suerte de desahogo y liberación.

Un día, a los cinco años, adiviné que había un desacuerdo en las


relaciones entre mi padre y mi madre. No tenía, no podía tener conciencia de
la profundidad y de la extensión de aquella situación. De repente me sentí
como si la tierra desapareciese bajo mis pies. La falta de seguridad me hizo
más frágil. Aquella noche dormí sobresaltado: soñé que me hundía en la

132
orilla de un hondo barrizal de donde, con mucho esfuerzo, milagrosamente
me salvaron. [...] La seguridad retornó en la medida en que, necesitado de
ella, procuraba encontrarla no en ella misma sino en las relaciones entre mi
padre y mi madre. Es allí donde debería estar. Por la mañana, cuando me
levanté percibí satisfecho que mi seguridad estaba en la forma como mis
padres hablaban entre sí y me hablaban71.

Significativa anécdota que refiere el descubrimiento, trascendental, del carácter


dinámico del mundo y las re laciones humanas por parte de un niño. Descubrimiento
liberador, a todas luces; liberador del miedo y la parálisis. De hecho, como hemos
dicho, toda la pedagogía freiriana funda la liberación en el conocimiento profundo y
cierto de que «el mundo no es, el mundo está siendo».

Y, en la medida en que abandonamos todo solipsismo, nos abrimos a la movilidad


y al otro. El otro es el rayo desafiante que, como afirma Lévinas, irrumpe en nuestra
monotonía metafísica y la pone en movimiento. La totalidad, unívoca y ordenada, es
cuestionada por un ser ajeno que introduce la inestabilidad en la inmovilidad del
Mismo. En este sentido, escuchar a otra persona es estar dispuesto a ser cuestionado,
a ser reducido a polvo, al mismo tiempo que de ello surgimos como individuos
maduros. Curiosamente, es esta percepción del carácter efímero de la naturaleza
humana y la historia la puerta para la liberación. Contrariamente a la parálisis propia
del fanático, el hombre tolerante está abierto al cambio y la transformación. Dice
Freire: «Consciente de que puedo conocer social e históricamente, sé también que lo
que sé no puede escapar a la continuidad histórica. El saber tiene historia. Nunca es,
siempre está siendo»72.

Admitir que el conocimiento consiste en una recreación continua implica la


humildad de saber que uno no ostenta la verdad absoluta y puede estar equivocado.
Por eso, la humildad es, según Freire, una auténtica llave del conocimiento:

Es necesario estar siempre a la espera de que un nuevo conocimiento


surja, superando a otro que, ya habiendo sido nuevo, envejeció. [...] La
historia es un llegar a ser como nosotros, seres limitados y condicionados, y
como el conocimiento que producimos. Nada por nosotros engendrado,
vivido, pensado o hecho explícito se da fuera del tiempo, de la Historia.
Tener certeza, tener dudas, son formas históricas del estar siendo73.

La horizontalidad aparecería en este contexto como la disposición a escuchar al


otro, aceptando la transformación que nos provoca. Por eso, al desaparecer las
concepciones inmovilistas de la cultura y aceptar su continuo progreso, sin miedo al

133
extranjero que cuestiona nuestro mundo, se facilita que éste se exprese y aporte. La
horizontalidad permite la participación común en una cultura que, hecha por todos, no
se detiene en ninguna forma predeterminada. Se asume que la cultura está siendo, en
permanente proceso de reconstrucción. En este sentido, por ejemplo, la identidad
cultural ya no es algo fijo, sino que se trata de un horizonte que nunca es alcanzado
por completo y que también se halla en movimiento.

Asumir el movimiento y el dinamismo del mundo, su continua transformación,


por tanto, implica una renovación profunda y una liberación, en la medida en que ya
es posible, entonces, expresarse y abrirse a la manifestación del otro, sin miedo, y a
unas relaciones humanas horizontales. Dicha horizontalidad es sentida y aprendida
por el sujeto educado, de manera que no necesita forzar a nadie a que no sea él
mismo, ni teme manifestarse como individuo singular. Ya nadie coacciona a nadie y
todos pueden expresarse, todos dan lo que de verdad son. Ya no hemos de abrirnos
paso a costa del otro, como sucede en los contextos de verticalidad y refleja la, tan
idolatrada en nuestros tiempos, competitividad. Porque en la perspectiva horizontal
toda victoria y toda derrota quedan superadas. No hay arribas y abajos, ni buenos y
malos. Sólo la libertad de vivir sin premios y de recibir al otro sin mediaciones ni
guiones que lo niegan. El gozo de recibir al otro que me cuestiona, pero en cuya
interacción me proporciona la faz humana.

En síntesis, en la sociedad horizontal las relaciones humanas se autentifican,


porque no necesitan repetir papeles ni justificar méritos. Los hombres no precisan ya
rendir cuentas a implacables jueces ni tratan de acoplarse a vanas expectativas
sociales. Supone, nada menos, sustituir la visión del mundo como teatro, en la que
hemos sido educados, como trama ya elaborada de antemano y repleta de personajes
(que no personas). Desde el prisma de la horizontalidad la imagen del mundo y sus
reglas cambian notablemente.

Además, el grupo fraternal actúa como colchón de los malestares y continuamente


revitaliza a sus miembros. Ya no es el amenazador conjunto de los otros seres
humanos que se percibe desde la verticalidad. Al contrario, lo importante para el
hombre libre de la coacción vertical es la creación colectiva, el proceso de
construcción mutua y transformación. Y Freire, que sabe esto, contra toda apariencia,
es un pedagogo muy realista. No nos habla de castillos en el aire cuando nos describe
el dinamismo de la realidad y el carácter inacabado e histórico del hombre,
proyectando desde ahí su pedagogía de la liberación. Se trata precisamente de un

134
encuentro con la realidad, lejos de las figuraciones que nos han engañado demasiado
tiempo, además de haber causado un enorme sufrimiento. Y es justo por ese
sufrimiento que habríamos de tomar en serio, de una vez, el encuentro con nuestra
responsabilidad para re-crear juntos la cultura, en un permanente proceso. En la
horizontalidad liberadora el hombre ya no combate con la realidad ni trata de forzarla
como si fuera algo ajeno y extraño, sino que la asume y forma parte de ella,
realizándose como ser humano y dando rienda suelta a su amor olvidado.

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138
Sentidos de la tolerancia: reflexiones para la educación actual a partir de la
tradición griega'

1 Existe una versión simplificada del presente capítulo publicada con


anterioridad: «Antecedentes del valor educativo "tolerancia"», Revista Española de
Pedagogía, 231 (2005), págs. 223-238.

1. INTRODUCCIÓN

Como último aspecto que se va a considerar en este trabajo, abordaremos el


esclarecimiento de lo que se entiende por «educar en la tolerancia». Desde luego, no
pocas razones justifican que se emprenda el estudio de la tolerancia como valor
presente en la educación. En primer lugar, existe una constante promoción del
mismo, en sus diversos aspectos, que se viene haciendo desde hace años en las
escuelas de numerosos países adscritos a las formas políticas democráticas. Esto es
lógico si partimos de que, por un lado, en los llamados «estados de derecho» resulta
fundamental el valor de la tolerancia, entre otros valores afines2. Los estados
democráticos se asientan sobre unos valores morales, herederos de la Ilustración, a
los que aparece íntimamente ligada la idea de tolerancia, porque, «una sociedad,
cuando es verdaderamente democrática, ha de creer con firmeza, no sólo en los
valores de la igualdad y de la libertad, sino en que es posible construir, a pesar de las
dificultades, una convivencia social comunitaria, en que esos valores se plasmen en la
realidad, [...]»3. Esto es algo que tanto la producción pedagógica como la filosófica
no cesan de remarcar. A lo largo de la bibliografía producida sobre la democracia se
ensalza un pluralismo que podemos traducir como diversidad, en lo político y en las
opciones básicas de vida que cada persona puede establecerse4.

En este contexto en los países democráticos se procura fomentar la tolerancia, al


menos en su acepción de mero respeto al otro, lo cual llevan a cabo principalmente
desde la educación escolar. Es necesario difundir un talante de respeto que evite que
los contactos interculturales se conviertan en encontronazos, cosa que, por desgracia,
ocurre con frecuencia. En este sentido, la profesora Pérez Serrano afirma:

[...] en la sociedad actual se valora cada vez más la convivencia, la capacidad


de diálogo, de relación y de comunicación en sociedades pluralistas. Por ello,
cada vez se hará más necesaria una formación para la convivencia y el

139
respeto entre personas de diversas razas, culturas, religiones y costumbres'.

Por ello, en el presente artículo he pretendido abordar el desarrollo de la idea de


tolerancia, pero desde una perspectiva que no suele encontrarse a lo largo de la
mencionada bibliografía pedagógica, que se centra en lo que podríamos denominar
«prehistoria de la tolerancia». Expondré algunos aspectos del pensamiento griego
antiguo, como origen profundo de la noción, que podemos relacionar con los sentidos
actuales con que se puede hablar de tolerancia en la escuela6.

No obstante, debo advertir que no podemos considerar la emergencia del


concepto hasta las guerras religiosas de los siglos xvi-xvii, período en el que se
esgrimió para conseguir la paz entre católicos y protestantes'. Resulta impropio hablar
de tolerancia, tal como lo hacemos hoy día, con anterioridad a este período. En este
sentido, podemos considerar fundacional la Carta sobre la tolerancia de Locke,
publicada en 1685 dentro del citado contexto histórico8. En esta obra Locke se refiere
a la tolerancia de los gobiernos. La discusión que él inaugura, se amplía y enriquece
enormemente en el siglo xviii, recogida por el propio Voltaire9. En general, toda la
Ilustración es un movimiento que ensalza y justifica la tolerancia, en una acepción
que equivale a mero consentimiento, sin que en la teoría se llegue tan lejos como
Mill. Es este autor, en efecto, quien en 1859 escribe la que estimamos la obra cumbre
en defensa de la tole rancia: Sobre la libertad10. En ella sostiene que hay una esfera
de acción que concierne tan sólo al individuo humano y en la cual debe moverse sin
interferencias de la sociedad ni más límites que la libertad ajena. Según Mill, la
tolerancia es el respeto a la libertad del individuo frente a las coacciones. De este
modo lo recogerá no sólo el pensamiento liberal del siglo xlx, sino también el
llamado socialismo utópico y el anarquismo.

Durante el siglo xix se discutió mucho precisamente sobre si la tolerancia o la


intolerancia de siglos anteriores había sido beneficiosa o perjudicial para la
civilización europea. Los progresistas encomiaron la tolerancia como vehículo
promotor del necesario florecimiento de artes e ideas que conduce a la verdad. Al
hacer posible la coexistencia de principios diversos, origina un equilibrio dinámico,
lejos del estancamiento propio de las sociedades «monolíticas» (totalitarias,
fundamentalistas, etc.)"

Mi objetivo en las páginas que siguen, como he señalado, será rastrear los
orígenes remotos, anteriores a las disputas religiosas acaecidas por la Reforma, de
este valor educativo tan necesario y actual. Nos servirá el recorrido para elaborar

140
algunas reflexiones que puedan servir para la práctica educativa y comprender mejor
las cuestiones actuales.

2. DINAMISMO FRENTE A ESTATISMO EN LOS PRESOCRÁTICOS

Empleo el término «dinámico» en su sentido amplio12. Según éste, por


«dinámico» entendemos todo lo que se refiere al movimiento y al devenir. En
consecuencia, el punto de vista dinámico de la realidad supone la concepción del ser
como hacerse. Es un tipo de explicación que está en la base de toda posible
comprensión de la realidad y que considera el aspecto móvil o dinámico que ella
tiene. Esta idea, cuyo paradigma es el «todo fluye» de Heráclito, se sugiere en varios
momentos de la filosofía antigua y constituye gran parte del debate acerca de la
realidad que se da en el mundo antiguo. Es algo que ejemplifican numerosos mitos,
pero que consideraré a partir de sus primeras elaboraciones racionales, en la filosofía
presocrática. De hecho, ésta surge en gran medida de la constatación del cambio de
las cosas y la pretensión de explicarlo bajo un principio general. Este es el punto
fundamental de los presocráticos: cambio y horror al cambio. Miedo porque el
devenir como tal resulta inaprensible para la razón. Los conceptos, el lenguaje, las
ideas con las que pretendemos abarcar la realidad son insuficientes, pues la falsean en
la medida en que congelan lo que en esencia no es sino movimiento13

Poner el énfasis en el dinamismo de la realidad y aplicarlo a la sociedad implica la


ruptura de los principios estables que rigen a esta última. Si todo cambia, las
sociedades también lo hacen. No hay tradiciones fijas o perdurables. Así pues, contra
una idea del conocimiento como algo cierto y una supersticiosa veneración por la
tradición, surge el espíritu crítico de los primeros filósofos. En este sentido, es inútil
hallar una teoría completa sobre la tolerancia, pero sí nos encontramos con:

-Críticas a lo que nos viene dado, a la tradición, a la costumbre.

-La creencia de que la explicación del mundo es difícil y requiere un esfuerzo.

La percepción de los saberes humanos como algo relativo.

Todo ello implica el cuestionamiento del saber que se posee y, por tanto, la
inclusión de los demás, de sus modos y perspectivas, en la construcción del
conocimiento. Con tales supuestos resulta imposible racionalmente una postura
excluyente o totalitaria.

141
Asumo que es muy difícil la interpretación del pensamiento presocrático, debido a
que los textos nos han llegado pocos y fragmentarios, y también a las grandes y
brillantes interpretaciones que se han dado en la historia de la filosofía y el
pensamiento contemporáneo. Yo no puedo aludir a todas ellas y me limitaré sólo a
comentar someramente algún aspecto de algún filósofo presocrático. Me apoyaré en
especial en las notas e introducciones del prestigioso trabajo de Kirk y Bernabé14
Respecto a la traducción de los textos originales griegos, en el mencionado trabajo se
traducen y comentan las fuentes directas de cada uno de los filósofos más antiguos,
que yo citaré en la versión castellana de la obra. Yo seguiré la edición que cito, pero
escogeré nada más que las aportaciones significativas para el objetivo principal de
este último capítulo. De nuevo, no pretendo realizar un estudio histórico ni
exhaustivo y, por esto mismo, no voy a ocuparme de todos y cada uno de los
llamados presocráticos. En realidad, para perfilar la postura intelec tual que se
relaciona con los futuros sentidos del valor «tolerancia», me basta con considerar
unos apuntes acerca de Jenófanes y Heráclito.

2.1. Jenófanes de Colofón

Este filósofo «se mantiene en el tópico arcaico de la ignorancia humana, frente a


la sabiduría de la divinidad []»15 Jenófanes es el primer ejemplo claro de tolerancia
intelectual según Karl Popper16. En los fragmentos poéticos que nos han llegado de
él, comprobamos cómo insiste en la necesidad de mantener una mirada crítica
respecto a la rigidez de las creencias tradicionales. En esto consiste lo que podemos
denominar línea relativista-crítica de cierta filosofía presocrática, cuyo extremo lo
representará posteriormente la sofística. Este pensamiento que vemos en Jenófanes se
relaciona con el divorcio producido entre la filosofía naciente y las viejas creencias
míticas17. Será este autor quien plantee de manera más enérgica el citado conflicto,
así como la necesidad de adoptar una perspectiva crítica y más relativista en nuestro
conocimiento de la realidad.

Tenemos en su pensamiento ciertos rasgos propios de lo que llamaríamos una


tolerancia intelectual, consistentes en la cautela, la humildad y la crítica al
dogmatismo. Éstos los presenta como instrumentos de indagación en la realidad. Lo
mostraré resaltando algunos fragmentos de su obra donde aparecen claramente:

A los mortales no se lo enseñaron los dioses todo desde el principio,/


sino que ellos, en su búsqueda a través del tiempo, van encontrando lo
mejor18.

142
Y es que claro, ningún hombre lo ha visto, ni será) conocedor de la
divinidad ni de cuanto digo sobre todas las cuestiones./ Pues incluso si
lograse el mayor éxito al expresar algo perfecto,/ ni siquiera él lo sabría. Lo
que a todos se nos alcanza es conjetura./ Téngase tales conjeturas por
semejantes a verdades19

Consecuencia de este pensamiento antidogmático es la actitud crítica respecto a la


religión oficial, como manifiesta en otros numerosos fragmentos:

[...] y no ocuparte de las luchas de titanes, gigantes y centauros, invenciones


de la gente del pasado, ni de violentas refriegas, temas en los que nada hay
de provecho, [...]20.

A los dioses achacaron Homero y Hesíodo todo aquello/ que entre los
hombres es motivo de vergüenza y de reproche: Robar, adulterar y engañarse
unos a otros21.

Mas los mortales se creen que los dioses han nacido/ y que tienen la
misma voz, porte y vestimenta que ellos22.

Destaquemos, en suma, la idea implícita en la crítica de Jenófanes de que el


conocimiento (de la realidad y de la divinidad) es labor ardua y lenta, conjetural.
Siempre persiste la incognoscibilidad del dios y de la esencia de la realidad. El
entendimiento humano es limitado, de ahí que lo adecuado sea la modestia.

2.2. Heráclito de Éfeso

Heráclito siguió a Jenófanes en la ridiculización del antropomorfismo e idolatría


de la religión olímpica contemporánea. Además de ser también crítico con esta
religión oficial, amplió la perspectiva dinámica del mundo, por la que éste resulta
algo difícilmente encasillable en un sistema rígido o en los conceptos del hombre.
Esta actitud implica una concepción del conocimiento que podemos atrevernos a
denominar «tolerante», pues si el mundo es diverso y móvil, nos será muy difícil
aprehenderlo desde un único punto de vista y hemos de dejar entrar en juego diversas
perspectivas, la realidad del otro. Como argumentará Voltaire en su Diccionario
filosófico, hemos de ser cuando menos prudentes en la afirmación y defensa de las
propias opiniones si tan difícil es hallar la verdad21.

Pero aunque el mundo es movimiento y diversidad, existe una unidad y, por tanto,
la posibilidad de comprenderlo. Así lo manifiestan algunos de sus famosos aforismos,
como señala Kirk24. Este matiz es importante, si queremos diferenciar lo que es una

143
búsqueda ardua de la verdad, como será la concepción socrática del conocimiento, del
mero «encogerse de hombros» propio del escepticismo extremo al que llegarán
algunos sofistas. Heráclito parece no desistir en la búsqueda y posibilidad de hallar el
meollo de las cosas, el principio que une a los opuestos y subyace a los cambios.
Existen en él, así pues, los siguientes elementos que confirman y completan la visión
de Jenófanes:

-Una verdad que unifica los contrarios y subyace al movimiento (logos).

Mundo fenoménico caracterizado por el cambio y la diversidad.

-A esa verdad subyacente se llega a través de la búsqueda en común.

Es preciso comenzar en la diversidad y la confrontación de puntos de vista y


naturalezas distintas. La ignorancia humana nos impide comprender la verdadera na
turaleza de la realidad. En vez de eso, sólo nos es dado conjeturar. Vemos, pues,
repetida la idea central del pensamiento de Jenófanes. El filósofo debe, como el
buscador de oro, ser constante, para obtener un poco de lo valioso tras un esfuerzo
grande: «Los buscadores de oro, mucha tierra excavan y encuentran poco»25. Debe,
asimismo, tener voluntad de creer y confianza en el éxito, así como falta de
prejuicios: «Si uno no espera lo inesperado, no lo encontrará, pues es difícil de
escudriñar y de alcanzar»26 y «por desconfianza se sustrae al conocimiento»27. Ha
de poseer, también, la capacidad de entender el lenguaje de la razón, es decir,
comprender tras las manifestaciones del mundo visible el código que permite
descifrar el mensaje del cosmos: «Malos testigos para los hombres ojos y oídos de los
que tienen espíritus que no comprenden su lenguaje»28. Y es que ese lenguaje es
como el del oráculo, que no se expresa con entera claridad ni tampoco tiene expresa
voluntad de ocultar, sino que sólo da pistas o señales del profundo contenido oculto
cuya comprensión depende del esfuerzo de los demás por interpretarlas: «El
soberano, cuyo oráculo es el que está en Delfos, no dice ni oculta, sino da señales»29.

Apunta, por tanto, nuestro filósofo a una concepción de la sabiduría como algo
que descubre lo oculto en lo visible. Se señala hacia un nuevo saber que se opone al
saber mitológico. Por eso, no sólo Heráclito, sino todos los presocráticos, artífices de
este nuevo enfoque, practicarán una ruptura con la tradición y una crítica social. Es en
ese sentido en el que afirma que «no hay que hablar y actuar como hijos de nuestros
padres»3Ó. Por ejemplo, las prácticas religiosas habitualmente celebradas son para
Heráclito ridículas y absurdas y no pierde oca Sión de ejercer sobre ellas una crítica

144
sarcástica que nos recuerda a la de Jenófanes.

Considero necesario resaltar la línea que une crítica a la tradición, sabiduría y


tolerancia. Esta tríada pudo originarse tal vez por el cosmopolitismo, en cuanto
propiciador del extrañamiento hacia la propia cultura, común en los primeros
filósofos. Ya he señalado anteriormente ese juego de inmersión y a la vez
extrañamiento en la propia cultura que es objeto y contexto de la labor crítica del
filósofo. Los viajeros relativizan las tradiciones e insisten en la parte de verdad que
corresponde al otro. La actitud del sabio, por lo tanto, ha de ser autocrítica y
tolerante, en el sentido de aceptación de la mirada ajena.

En consecuencia, Heráclito aconseja, además, cierta humildad intelectual. Lo hace


al comparar la sabiduría humana con la divina. El hombre no puede saber más que los
dioses. En comparación con esta sabiduría divina, la del hombre resulta nimia. El ser
humano ni siquiera posee capacidad de juicio: «El modo de ser humano no comporta
capacidad de juicio; el divino sí la comporta»". El hombre percibe la realidad como
contradictoria, incapaz de comprender la unidad que subyace tras los contrarios:
«Para el dios todas las cosas son hermosas y justas, pero los hombres consideran unas
justas y otras injustas»32; es, en suma, como un niño frente al dios: «El hombre se
oye llamar pueril ante la divinidad, igual que el niño ante el hombre» 33. En
cualquier caso, el conocimiento requiere que seamos conscientes de nuestros límites y
que mantengamos la convicción de que es una tarea laboriosa. El mundo, en efecto,
es oscuro para Heráclito el Oscuro, como prueban los juicios contradictorios de los
hombres, los errores, la incapacidad para hallar explicaciones últimas, etc. Todo ello
refleja nuestra naturaleza imperfecta y limitada.

El carácter mudable de lo real encuentra su perfecta metáfora en el fuego, que es


uno y muchos al mismo tiempo. La razón que rige todas las transformaciones del
fuego es la causa de una armonía oculta universal. Procediendo todas las cosas de un
mismo principio, los contrarios son también una misma cosa. Se trata de una vieja
identificación. Representa el final y el principio, el resurgir del Ave Fénix, la
transformación. El fuego, como el río y como cada uno de nosotros, es una y muchas
cosas al mismo tiempo34. Es una representación ancestral del panta re¡ (todo fluye).
En esta lucha de contrarios se resuelven todas las antítesis y contradicciones
parciales, que son sólo aparentes, pues responden a distintos momentos del proceso
de desarrollo de la realidad con movimientos contrarios. El sabio sale y constata el
cambio, se esfuerza en aceptarlo, trascendiéndolo y aspirando a una verdad,

145
considerada ésta la unidad básica subyacente.

En síntesis, pues, podemos concluir que lo que vemos, el mundo que conocemos,
se define por una diversidad que lo convierte en casi inexplicable. Como en el mito
bíblico de la Torre de Babel35, la diferencia es lo propio del mundo y del ser
humano. Parece que es lo propio de una naturaleza imperfecta o sublunar. Pero desde
luego, la tolerancia, con sus distintos matices, sólo puede florecer a partir de la
asunción de esta evidencia por parte de los hombres y las naciones. Consistirá, en
cierto modo, en la aceptación realista y resignada del cambio y la diversidad
abrumadora (diversidad de credos religiosos en los siglos de la Reforma). Mas, según
aceptemos que existen o no lugares comunes en medio del torbellino de lo real,
tendremos dos futuras ideas de «tolerancia» ya prefiguradas en la reflexión en torno
al cambio:

a) Tolerancia como aceptación del cambio y la diversidad, sin posibilidad de


conocimiento ni unidad, precedente de un «escepticismo tolerante» hoy muy en boga.

b) Tolerancia como la presunción de una unidad profunda que subyace al cambio


y que habría que conocer a través de la diferencia.

Ambas ideas se irán desarrollando a lo largo de los siglos. En la Antigüedad


griega, la primera estará representada por la sofística, mientras que la segunda será la
propia de la filosofía socrática. Vamos a estudiar ambos enfoques en las líneas que
siguen, desde nuestro deseo de clarificar un valor considerado vital en la educación
para el mundo de hoy.

3. RELATIVISMO Y ESCEPTICISMO EN LA SOFÍSTICA (SIGLO V A.C.):


TODO VALE IGUAL

La sofística fue un movimiento intelectual producto de una crisis, que enfocó la


preocupación especulativa hacia el hombre, frente al pensamiento cosmológico de los
anteriores filósofos. Se relaciona con el cosmopolitismo y la necesidad de discusión
por parte de los ciudadanos en una nueva época en la historia de Grecia en la que
todo cambia. Se descubre al hombre como algo relativo, inconsistente, diverso. El
sofista se pregunta por lo universal, por una verdad en la que confiar o apoyarse, pero
responde encogiéndose de hombros y acribillando el mundo con su palabra, porque
no la halla. De hecho, en un sentido amplio, como señala Ferrater Mora36,
«sofística» sería la tendencia a anteponer argumentos a las doctrinas sobre las cuales
se argumenta. Un sofista buscaría, ante todo, la victoria dialéctica y la derrota del

146
interlocutor, sin que exista pretensión alguna de descubrir verdad o falsedad en los
discursos. Es la primera forma adoptada por el escepticismo (tomado como punto de
partida y de llegada), que, como postura intelectual y vital, siempre ha acompañado la
historia humana. Por eso, entendemos que hay una clara vinculación con un
escepticismo muy actual que desconfía de los grandes sistemas explicativos de la
realidad. Se trata del espíritu liviano, intrascendente, fácilmente risueño de la
posmodernidad.

En definitiva, la sofística es una filosofía del devenir y representa una postura


intelectual ante el mismo con las consabidas implicaciones prácticas. Supone la
máxima consecuencia de la concepción dinámica de la realidad, de la extrema
aceptación del torbellino de un universo en el que todo se mueve sin aparente orden
ni regla y cuya comprensión resulta, en principio, imposible para el hombre. Cuando
la razón agoniza impotente, sólo cabe el juego retórico, tal como también representará
la filosofía de Nietzsche en su aspecto más crítico e impugnador.

Los sofistas, pues, adoptan una actitud relativista desde su profundo escepticismo.
Su abandono de la filosofía de la physis así lo demuestra: ¿para qué seguir
discutiendo acerca de tales cuestiones, si jamás llegaremos a conocer la verdad? Pero
también en los problemas del hombre y la sociedad se muestran relativistas; habían
podido comprobar en sus numerosos viajes que no hay dos pueblos que tengan las
mismas leyes ni las mismas costumbres. Es un relativismo que se extiende al campo
moral. Si las cosas son como a uno se le aparecen, no hay cosas buenas ni malas en sí
mismas, pues no existe una norma trascendente de conducta. Por eso, pusieron en tela
de juicio la polis en su forma tradicional, realizando una aguda labor crítica e
impulsando nuevas ideas.

Pero, a veces, su verbo se prestaba a todo tipo de manipulaciones por parte de los
espíritus más ambiciosos e individualistas de la época. Sin freno moral ni de ningún
tipo, la palabra y las ideas se disparan en todas direcciones. No es de extrañar, pues,
que la figura del sofista aparezca revestida de una notable ambigüedad. El
escepticismo moral supone un peligroso caldo de cultivo para actitudes conservadoras
e incluso fanatismos que pueden colársenos subrepticiamente en medio de una at
mósfera de descontrolada permisividad. El mejor ejemplo del relativismo, que
deviene en subjetivismo, es el sofista Protágoras, quien insistió en que la tradición
social no es la verdad absoluta, pero sí es la norma para el buen ciudadano. Lo
caracteriza un relativismo y una visión dinámica de la realidad que lo relaciona con el

147
todo fluye heraclíteo del que hemos hablado. Como consecuencia, adopta un
subjetivismo sensorial y un fuerte relativismo que culmina en el escepticismo. Desde
luego, no habiendo nada estable y percibiendo cada uno la realidad a su manera, no
puede haber una verdad universal, sino tantas verdades como individuos. Cada uno es
la norma de su verdad, lo que equivale a que todas las apariencias son verdaderas. Lo
que es verdad para uno no lo es para otro. Las cosas ni son ni no son, puesto que
están en perpetuo cambio. Solamente son verdad en cuanto que nos aparecen, y su
verdad consiste en cómo nos aparecen.

A su obra Sobre la verdad pertenecía la famosa frase: «El hombre es la medida de


todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no
son» 37. Aplicando a la moral el relativismo del ser, resulta que tampoco existen un
bien ni una justicia fijos y universales. Le hace decir Platón que «los retóricos hábiles
hacen que a la ciudad le parezcan como justas las cosas útiles, en lugar de las
malas»3S. Lo que unos creen bueno a otros les parece malo. De aquí el valor de la
habilidad de los retóricos para transformar la peor razón en mejor y para hacer dos
discursos opuestos sobre la misma cosa39

Desde luego, el relativismo tiene un aspecto positivo en la medida en que fomenta


la sana crítica a la tradición. Si hay leyes injustas, pueden cambiarse, pues el nomos
(la ley, la norma social) no es physis (naturaleza). De hecho, «la oposición
physis/nomos constituye, sin duda, una de las grandes creaciones de la filosofía
griega. Con ella se crea un instrumento de reflexión crítica aplicado, en primer lugar,
a la cuestión del origen y valor de las leyes y de las normas morales. Pero además
esta oposición hace posible la crítica generalizada acerca de la cultura, [...]»40

La cultura griega, y esto es su grandeza, pudo autocriticarse y reflexionar sobre sí


misma. Pero la sofística llegó más peligrosamente lejos. La crítica feroz de
Trasímaco, por ejemplo, cuestiona que la sociedad pueda ordenarse de manera
racional e irse adecuando a un modelo justo. El nomos no es otra cosa que el interés
de los más fuertes. Así se lo hace decir Platón en La República: «Cada gobierno
impone las leyes según le conviene. [...] nos encontramos con que lo justo es lo
mismo en todas partes: lo que conviene al más fuerte»41. Frente a la convención
cultural y el nomos, se eleva con potencia la ley natural del más fuerte. Frente a la
razón que nos conduce al Bien y las virtudes, o la posibilidad de unas leyes justas,
tenemos como único modelo seguro lo que ocurre en la naturaleza. El descreimiento
en la razón conlleva el más fiero irracionalismo.

148
Pero se puede llegar aun más lejos. La línea más radical del escepticismo sofístico
lleva el nombre de Gorgias. Este sofista también posee un trasfondo filosófico que
parece inspirado en los presocráticos más críticos, llegando hasta los límites más
extremos del agnosticismo y del nihilismo, pues no sólo niega la realidad del espacio,
del vacío, del movimiento y del tiempo y de las cosas particulares, sino hasta la
misma existencia del ser: «[...] en el libro intitulado Sobre lo que no es o sobre la
naturaleza [Gorgias] desarrolla tres argumentos sucesivos. El primero es que nada
existe; el segundo, que, aun en el caso de que algo exista, es inaprensible para el
hombre; y el tercero, que, aun cuando fuera aprensible, no puede ser comunicado ni
explicado a otros»42. De nuevo, no conocemos más que apariencias. Por eso, in curre
en un escepticismo radical y renuncia a responder sobre la verdad y la moralidad.
Platón lo hace protagonista de un famoso diálogo en el que discrepa con Sócrates
sobre la moral universal y defiende, también, la ley del más fuerte. Ante el
relativismo del nomos, propone el imperio de la physis, donde gobierna esta ley
despiadada. Gorgias representa el ala más radical del escepticismo sofístico y su
confrontación con la figura de Sócrates nos puede servir para perfilar los dos futuros
sentidos de la tolerancia que presiden nuestro tiempo.

Como en todo, los griegos fueron maestros y precursores, y su estudio aún nos
orienta y nos ayuda a conocer el presente. Los sofistas constituyen un lejano
precedente de la posmodernidad y su tolerancia permisiva. Ésta propugnará, como es
sabido, un «todo vale igual» desde un profundo escepticismo. La tolerancia sería, en
este caso, enmudecimiento respecto a la afirmación de verdades y asunción del
caudal heraclíteo. Todo ello abonado por un intenso espíritu cosmopolita que, siglos
después, también cultivarán de lleno los filósofos estoicos.

Desde esta visión, no tiene sentido una educación que enseñe verdades o cómo
hallarlas43. La educación será la ejercitación en el dominio de la palabra como
instrumento persuasivo. Se persigue lo meramente práctico y el interés particular. Los
sofistas son maestros de retórica que, extremando su relativismo, se encogen de hom
bros ante un buen o mal uso de la misma. Algo parecido al tan escuchado hoy día
«cada uno tiene sus valores personales, que no se pueden confrontar con los de los
demás ni cambiar»; o esa visión del diálogo (televisivo) como mera confluencia de
puntos de vista dispares que ni siquiera esperan llegar a un acuerdo. Sócrates, como
expongo a continuación, significa una revisión crítica de tales extremos.

4. SÓCRATES, O LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD EN MEDIO DE LA


DIVERSIDAD

149
Paradigmática en nuestro recorrido resulta la figura de Sócrates. Él es, en efecto,
el primer gran maestro de la tolerancia entendida como aceptación. Por tolerancia,
aquí estamos entendiendo no sólo el respeto al otro, sino su inclusión positiva en
nuestro mundo, en la medida en que encierra una parte (perspectiva) de verdad. Éste
es el sentido positivo de la misma, que se desprende, según creo, de la filosofía
socrática. Esta filosofía puede resumirse como un proceso de búsqueda de la verdad
en el que se parte de la duda acerca de las propias creencias y se incluye a los demás
como compañeros en dicha búsqueda, al menos en los primeros diálogos escritos por
Platón, denominados «socráticos». Todavía, desde luego, no se define expresamente
algo parecido a la idea de tolerancia que hoy manejamos, pero los principales rasgos
de ésta y su fundamentación basada en la dificultad a la hora de hallar verdades y en
la imposibilidad de que una persona por sí sola conozca la realidad y tenga acceso a
certezas, aparecen plenamente en la figura de este filósofo. Resulta esclarecedor,
como digo, que nos remitamos a los primeros diálogos de Platón, en los cuales se
perfila la figura de un Sócrates que reclama y usa la crítica y la colaboración de
perspectivas como instrumentos de prospección en la realidad.

En efecto, es en los primeros diálogos escritos por su discípulo Platón donde nos
encontramos más fielmente caracterizado el talante de Sócrates44. De éstos, pienso
que son especialmente relevantes la Apología y el Critón. En ellos, nos encontramos
con una de las primeras y más bien elaboradas definiciones y defensa de la tolerancia
en cuanto actitud intelectual que precede a la búsqueda y hallazgo de verdades. Ello
conlleva la apuesta por un valor concreto: la humildad. La actitud tolerante ante la
búsqueda de verdades parte de la propia humildad intelectual, que es consciente de la
necesidad de trabajar en común para conocer. Esta búsqueda del conocimiento se ha
de hacer en diálogo y confrontación con las opiniones ajenas. Para aprender, hemos
de estar dispuestos a ejercer la crítica de las propias convicciones y a escuchar a los
demás. Hay que reconocer que no se sabe nada. Este es el principio de la sabiduría,
como el pensador deja claro en la Apología45

Tendríamos aquí, pues, una incipiente idea de tolerancia como medio de


investigación y búsqueda de verdades, consistente en la aceptación del otro en dicha
indagación46. Como es evidente, esta suerte de tolerancia se aleja considerablemente
del relativismo sofístico. A pesar de su duda y de su escepticismo metódico, Sócrates
no es, ni mucho menos relativista. Fue un incansable buscador de la verdad, por lo
que su método no implica el vacío e increencia que los sofistas llevaron a su extremo
y que también subyace, como hemos comentado en líneas anteriores, a cierto tipo de

150
tolerancia muy actual, consistente en un respeto desenfrenado y permisivo («todo
vale igual»).

El método pedagógico consecuente con la cosmovisión socrática es el diálogo. Un


diálogo que presupone varios principios, de los cuales el más importante es la
creencia de que se puede llegar a un lugar común. Hemos de diferenciarlo claramente
del diálogo que emana de una pedagogía escéptica, que consistiría en una mera
confluencia de puntos de vista. O del enmarcado en el dogmatismo47, donde no
habría necesidad de diálogo (lo cual no quiere decir que no haya diálogo, pero sí que
resulta prescindible). En el fondo, tanto el escepticismo como el dogmatismo
prescinden del diálogo, si lo entendemos como algo más que simple confluencia de
puntos de vista. Sencillamente, no les sirve. Por el contrario, diríamos, sí hay razones
y sí hay argumentos con mayor o menor peso específico. Es decir: hay verdades. El
diálogo socrático aspiraría a su hallazgo.

La labor pedagógica consistiría en ayudar a parir el conocimiento al educando,


estableciendo un diálogo con él, que no es sino, como hemos dicho en líneas
anteriores, una búsqueda en común de la verdad. Tolerar, aquí, tiene un sentido más
avanzado que el emanado del escepticismo. Tolerar, y esta propuesta nos parece llena
de vigencia, supone respetar y aceptar al otro en la medida en que nos puede ayudar a
encontrar verdades en medio de la bruma que envuelve a la realidad.

Platón, discípulo de Sócrates, matizará esta idea. Acepta la diversidad, podríamos


afirmar, pero con la nostalgia de la unidad perdida. En él, como es bien sabido, se
presenta una fuerte escisión entre el mundo de las apariencias y el mundo real de las
ideas inmutables4S. Reposa, pues, una verdad oculta en el fondo del río, bajo la
superficie de las aguas cambiantes. Insiste en esto más que Sócrates, quien, en los
primeros diálogos apunta princi palmente a la duda y el interrogante, antes que al
establecimiento de un sistema. Platón no abandonará el diálogo, pero, según va
pasando el tiempo, parece propender más al establecimiento de verdades. La fe en el
hallazgo y conocimiento de la verdad es mucho más extrema que en su maestro. Esto
ya supone la plena superación del relativismo y escepticismo sofistas. Vuelve al
concepto tradicional que relacionaba la ley, la justicia y la virtud con el ser, es decir,
con el orden ontológico, permanente, objetivo y divino que consideraba reinando en
el cosmos49. En efecto, nos dice que «es, pues, menester que el verdadero amante del
saber tienda, desde su juventud, a la verdad sobre toda otra cosa. [...] la mezquindad
de pensamiento es lo más opuesto al alma que ha de tender constantemente a la

151
totalidad y universalidad de lo divino y de lo humano»50. Esto supone la perfilación
de una cosmovisión que, con raíces en Sócrates, ha apostado definitivamente por el
hallazgo de verdades frente al caos de las apariencias donde reinaba la sofística.

En conclusión, podemos afirmar que se ha ido elaborando, de manera implícita,


una idea de tolerancia como búsqueda de la verdad entre la diversidad y a partir de
ella. Así la concibe hoy la gran mayoría de los autores que han reflexionado sobre
este asunto51. La pluralidad es reconocida y aceptada como un hecho real. Respetar
para escuchar, escuchar para aprender: ésta es la idea de una tolerancia como
instrumento intelectual que se opone a un mero respeto que no escucha. Ello genera
relevantes consecuencias prácticas: la acción aspira a orientarse, puede hablarse de
utopías que tiren teleológicamente de la sociedad hacia su mejora, el progreso
científico y social es posible, se puede considerar una justicia, etc. Son las
consecuencias de una tolerancia positiva que hoy se fomenta en la escuela y que
hundiría sus raíces en la teoría platónico-socrática, a la cual tiene como precedente.

La educación que incluye la tolerancia positiva como valor marco implica, pues,
la presencia del diálogo racional. Se puede decir que éste requiere aquélla. Éste
necesita que se dé un acuerdo unánimemente aceptado en escuchar a los demás y en
aceptar la intervención de las distintas voces. Debe haber una especie de pacto por el
que todos nos comprometamos a respetar y oír la opinión ajena.

En general, recogiendo el espíritu de Sócrates, se ha de mantener una actitud de


apertura a la crítica racional, desde un auténtico deseo de aprender del otro y la
consecuente modestia intelectual que permita renunciar a los propios enunciados si
hubiera otros mejores52. El filósofo Karl Popper, por ejemplo, cree que esto es
posible y apela a su propia experiencia pedagógica que le lleva a afirmar que no son
las diferencias de civilización las que impiden que se lleven a cabo las
confrontaciones intelectuales53

Es preciso, sin embargo, señalar que la impugnación de las propias creencias tras
una discusión socrática puede ser muy dura de sobrellevar. Así lo constatamos de
continuo en la vida cotidiana y académica. En este sentido, se ha matizado el
beneficio que el diálogo socrático, con su primera parte de feroz crítica a las creencias
personales, pueda causar como técnica educativa54. El propio Dewey nos advierte de
ciertos peligros en su conocida obra Democracia y educación`. La cuestión, como
señala Perarsky, sería conocer el carácter del educando, si éste es capaz de soportar la
crítica a sus creencias. Se requiere una gran dosis de valor para estar dispuesto a

152
emprender el camino de la duda que precede a la búsqueda en común de la verdad.

Ahora, podemos elaborar una conclusión final de lo dicho en este capítulo, una
vez se han contrapuesto estos dos sentidos básicos que tanto en la vieja Grecia, a
manera de antecedentes remotos, como hoy día, ostenta el término que nos ocupa.

5. CONCLUSIÓN

Hemos revisado los antecedentes remotos de dos sentidos con los que hoy se
define el valor «tolerancia». En primer lugar, el pensamiento presocrático, del que
hemos destacado a Jenófanes y Heráclito, apunta a una tolerancia como aceptación
del cambio y la diversidad, sin posibilidad de conocimiento. Pero también a una
tolerancia que presupone una unidad profunda subyacente al cambio y que habría que
conocer a través de la diferencia. Una suerte de verdad más o menos cognoscible.
Existe una tensión entre ambos extremos que será la que se desarrollará, propiamente,
entre la sofística y la filosofía socrática. La primera apunta al tipo de tolerancia que
hoy tenemos en el pensamiento y la forma de vida posmodernos, es decir, como
respeto sin límites. La filosofía socrática, en cambio, representa una idea más
próxima a la Ilustración de tolerancia, que, por encima del puro respeto sin más,
acepta al otro porque se confía en que nos puede aportar conocimiento acerca de la
realidad, una realidad de la que pueden extraerse verdades.

Creo que la importancia de repensar estas cuestiones se entiende al comprender


que del escepticismo extremo sofístico no se origina, en el fondo, una tolerancia que
eluda los fanatismos, que se pueden colar por la puerta falsa de un «todo vale igual».
Es decir, la tolerancia puede ser tal que permita, de manera paradójica y suicida, la
intolerancia. Tampoco puede el escepticismo generar una pedagogía de la
transformación y la mejora de la sociedad, pues carece de raseros o modelos utópicos.
Por eso, he abundado en la idea socrática que sí permite la búsqueda de una justicia y
los modelos ideales de optimización del hombre y la sociedad, en la línea de las
definiciones de educación que consideran el proceso educativo como elemento
perfeccionador del educando. La búsqueda de lo mejor y de la verdad entre todos, con
raíces en el modelo socrático, implica una tolerancia como aceptación del otro y un
tipo de educación basada en el diálogo constructivo.

Pero, dicho esto, hay que destacar que es difícil hoy día llegar a mantener
convicciones y respuestas como las mantenidas por la Ilustración. Es cierto que lo
ingenuo de su visión ha sido rectificado por autores contemporáneos que han puesto

153
de manifiesto lo contradictorio de muchos de sus planteamientos o su carácter
etnocéntrico. Pero también resulta difícil conformarse con un escepticismo que, como
estación de llegada, posee los peligros que ampliamente se han señalado.

Para complicar el asunto aun más, cabe pensar que tal vez escepticismo radical y
filosofía socrática no son movimientos tan diferentes del pensar filosófico que en sus
inicios y siempre ha mantenido un carácter crítico. De hecho, Hanah Arendt
encuentra un escepticismo soterrado en Sócrates, así como hay quien interpreta el
demoledor pensamiento de Nietzsche como elemento ilustrado, nacido de una
exageración de la tendencia más vieja habida en la propia filosofía, y que ha
conducido a una suerte de suicidios del propio pensamiento y la metafísica en la
posmodernidad. Son múltiples, pues, los aspectos de un tema fascinante que nos
conduciría a reflexionar acerca de la naturaleza y alcance del saber filosófico. En
cualquier caso, la duda ha hecho mella y ha dejado un cierto malestar imborrable.
Estos asuntos desbordan el propósito de este libro y prefiero concluir aquí, resaltando
que, lejos de ser un trabajo cerrado y redondo en sí mismo, mantiene el carácter de
obra abierta que anuncié al comienzo.

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1 Cfr. R.Ávila, El desafío del nihilismo. La reflexión metafísica como piedad del
pensar, Madrid, Trotta, 2005.

2 Cfr. M.C.Nussbaum, La terapia del deseo. Teoría y práctica en la ética


helenística, Barcelona, Paidós, 2003.

1 Véase A.Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación I, trad. de


Pilar López de Santa María, Madrid, Trotta, 2004; y vol. II, 2005. Hay otra edición en
castellano más antigua, pero incompleta, en México, Porrúa, 1998.

2 A.Camus, El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 2001, pág. 42.

6 M.Maceiras, Schopenhauer y Kierkegaard: Sentimiento y pasión, Madrid,


Cincel, 1992, pág. 91.

3 Cfr. J.Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel, 1998, pág.


2771.

4 A.Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, México, Porrúa,


1998, pág. 246.

Ibíd., pág. 243.

9 A.Camus, ob. cit., 2001, pág. 26.

10 Ibíd., pág. 16.

A.Schopenhauer, ob. cit., 1998, pág. 243.

Véase J.-E Lyotard, La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 1998.

12 Cfr. ibíd., págs. 35-42.

"Ibíd., pág. 28.

13 A.Schopenhauer, ob. cit., 1998, pág. 254.

15 A.Camus, ob. cit., pág. 24.

14 E M.Dostoyevski, Los hermanos Karamázov, Madrid, Cátedra, 2000, pág.


398.

158
16 A.Camus, ob. cit., págs. 24-27.

17 R.Sanmartín, «Muerte, límite y necesidad frente a la imagen cultural del


hombre», Teoría de la educación. Revista Interuniversitaria, 16 (2004), págs. 145-
168.

19 M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid, Alianza, 1997,


pág. 58.

1s M. de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid, Alianza, 2000, pág.


141.

20 Véase J.B.Metz, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una


sociedad pluralista, Santander, Sal Terrae, 2007.

21 J.-P. Sartre, La náusea, Madrid, El Mundo, 1999, págs. 47-48.

22 M.Padilla, Unamuno, filósofo de encrucijada, Madrid, Cincel, 1985, pág. 97.

23 Véase A.Camus, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 2001.

24 J.-P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Madrid, Santillana, 1996,


pág. 26.

25 R.Ávila, «Pesimismo y filosofía en A.Schopenhauer», Pensamiento: Revista


de Investigación e Información Filosófica, 177 (45) (1989), págs. 57-75, pág. 68.

26 A.Camus, El hombre rebelde, ob. cit., 2001, pág. 122.

27 Ibíd., pág. 123.

29 Esto se halla excelentemente ejemplificado en la figura del sacerdote Manuel,


en San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno. El sacerdote sin fe que ejerce
su ministerio representa la incongruencia de educar sin esperanza en la salvación del
hombre. Ésa es la agonía que padece el desesperado. Según Unamuno, ante el vacío y
el sinsentido, «Es mejor que el pueblo viva en la ilusión, soñando la vida perdurable.
Hay que dar opio al pueblo para que viva tranquilo y no sin esperanza alguna»
(L.Robles, «Otra lectura de San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno», Boletín de la
Institución Libre de Enseñanza [2.« Epoca], 48 [2002], págs. 81-111. pág. 95). En la
lucha por aceptar el absurdo de la existencia con que se enfrentan algunos «asesinos

159
de Dios», se puede optar, como muestra y critica Camus en El hombre rebelde, por el
sueño y el opio, en una suerte de retorno desconsolado y patético, una especie de
vuelta atrás motivada por cierto hórror vacui. Mas, a pesar del mencionado
movimiento de retroceso, seguimos en la órbita del nihilismo más radical, que ya no
podemos abandonar.

30 A.Camus, El hombre rebelde, ob. cit., 2001, pág. 123.

28 E Savater, El valor de educar, Barcelona, Ariel, 1997, págs. 17-19.

32 Cfr. A.Camus, El hombre rebelde, ob. cit., págs. 127-292.

31 H.Subirats, «El hombre sublevado», Claves de Razón Práctica, 95, 1999, págs.
70-74, pág. 71.

ss J.C.Mélich y E Bárcena, «La palabra del otro. Una crítica del principio de
autonomía en educación», Revista Española de Pedagogía, 214, 1999, págs. 465-484;
pág. 466.

34 A.Schopenhauer, ob. cit., 1998, pág. 244.

36 En un capítulo posterior analizaré precisamente cómo, siguiendo a Benjamin y,


parcialmente, a Adorno, puede compaginarse la crítica a cierta idea de progreso
propia de la Ilustración con la salvación del proyecto de emancipación heredado del
siglo xvnr. Puedo adelantar que la propuesta de estos autores, no carente de algunas
ambigüedades, consistirá en una rectificación y redefinición de lo que se puede
considerar progreso.

37 M.Padilla, ob. cit., pág. 109.

39 E.Ladrón de Guevara, «El pensamiento pedagógico de Miguel de Unamuno»,


Revista Española de Pedagogía, 220, 2001, págs. 403-420. pág. 410.

35W Shakespeare, Macbeth, Madrid, Alianza, 1980, pág. 128.

38 J.Marías, Miguel de Unamuno, Madrid, Espasa Calpe, 1980, página 119.

40 A.Camus, El hombre rebelde, ob. cit., pág. 81.

41 Ibíd., pág. 11.

160
43 Cfr. A.Camus, El mito de Sísifo, ob. cit., págs. 61 y sigs.

44Ibíd., pág. 72.

42 Cfr. A.Ramírez, La filosofía trágica de Albert Camus. El tránsito del absurdo a


la rebelión, Málaga, Analecta Malacitana-Universidad de Málaga, 2001, págs. 61-
120.

45 A.Camus, El mito de Sísifo, ob. cit., pág. 94.

46 Ibíd., pág. 96.

47 Ibíd., pág. 115.

48 A.Camus, El mito de Sísifo, ob. cit., pág. 125.

49 ídem.

52 J.-P. Sartre, ob. cit., 1999, pág. 48.

so J.-P. Sartre, ob. cit., 1996, pág. 22.

si O.Fullat, Pedagogía existencialista y postmoderna, Madrid, Síntesis, 2002,


págs. 291-292.

53 A.Camus, El mito de Sísifo, ob. cit., pág. 99.

ss A.Camus, La peste, Barcelona, RBA, 1995; A.Camus, El hombre rebelde, ob.


cit. Esta época en el pensamiento de Camus la desarrolla Ramírez, ob. cit., págs. 121-
159.

s4 Ibíd., pág. 109.

56 Véase A.Camus, La peste, ob. cit.

57 Tenemos en mente en las líneas que siguen, como modelo, al doctor Rieux de
la novela La peste de Camus. Lo que vamos a expresar a continuación puede ubicarse
en el segundo Camus, el del ensayo El hombre rebelde, según el cual la rebelión
positiva contra el sinsentido, más allá del nihilismo destructivo o la contemplación
quietista del hombre absurdo, consiste en el ejercicio del bien desde la compasión por
los demás y la hermandad de los hombres en el sufrimiento.

161
58 Véase A.Camus, El hombre rebelde, ob. cit.

s9 A.Ramírez, ob. cit., págs. 131-132.

60 M. de Unamuno, ob. cit., 1997, pág. 216.

61 Ibíd., págs. 199-225.

62 Sobre la importancia de la desesperación y el dolor como primer paso


vivencial en el camino hacia ulteriores niveles de conocimiento y acción, escribe el
profesor Cerezo: «Por decirlo en términos kierkegaardianos, era necesaria la
experiencia de la desesperación para acceder a lo que Kierkegaard llama "salto", en
oposición a la transición dialéctica a un estadio superior. La desesperación no es
estéril si no se consume en una mera pose retórica» (P.Cerezo, Las máscaras de lo
trágico. Filosofía y tragedia en Unamuno, Madrid, Trotta, 1996, pág. 282). También
la profesora R.Ávila afirma: «La necesidad de sobrepasar la apariencia tiene como
condición indispensable el conocimiento de la muerte y el espectáculo o la vivencia
de la desdicha: no hay asombro sin dolor. La filosofía no habría nacido sin el auxilio
del sufrimiento» (R.Ávila, «Pesimismo y filosofía en A.Schopenhauer»,
Pensamiento: Revista de Investigación e Información Filosófica, 177 [45], 1989,
páginas 57-75; pág. 62).

63 O.Fullat, ob. cit., pág. 281.

64 K.Jaspers, Filosofía (vol. 2), Madrid, Revista de Occidente-Ediciones de la


Universidad de Puerto Rico, 1958, pág. 103.

65 ídem.

68 Cfr. A.Camus, El mito de Sísifo, ob. cit., págs. 155-160.

66 K.Jaspers, ob. cit., pág. 93.

67 Ibíd., pág. 102.

2 K.Jaspers, Los grandes filósofos. Los hombres decisivos: Sócrates, Buda,


Confucio, Jesús, Madrid, Tecnos, 1996, pág. 133.

3 K.Jaspers, ob. cit., pág. 115.

6 M.C.Nussbaum, ob. cit., pág. 66.

162
Véase M.C.Nussbaum, La terapia del deseo. Teoría y práctica en la ética
helenística, Barcelona, Paidós, 2003.

s Ibíd., pág. 31.

7 Gorgias, 474b.

8 Gorgias, 522e.

9 Dice Epicteto: «Y tú, si todavía no eres un Sócrates, debes vivir queriendo ser
precisamente como Sócrates» (Manual, 51, 3). Alude a Sócrates varias veces en el
Manual, (23, 12; 46, 1) y las Disertaciones por Arriano (v. gr. 1, 2, 36). También para
Séneca el ateniense es ejemplar en muchos sentidos. Por su cumplimiento del deber y
la aceptación de la muerte, es mencionado varias veces en las Epístolas a Lucillo
(Epístolas, 70, 9; 98, 12; 104, 27-28). Y en los Diálogos las alusiones a Sócrates son
aun más abundantes (Mariné, 2000, 423). Marco Aurelio también introduce en sus
Meditaciones citas textuales y hasta párrafos completos de las palabras que Platón
pone en boca de Sócrates, en especial en la Apología y el Gorgias (Meditaciones, VII,
44, 45, 46). Las alusiones indirectas a Platón y Sócrates son también abundantes (v.
gr. Meditaciones, VII, 48; VIII, 3).

10 M.Zambrano, Séneca, Madrid, Siruela, 1994.

12 Cfr. G.R.G.Mure, La filosofía de Hegel, Madrid, Cátedra, 1998, págs. 87-88.

11 Cfr. G. W. E Hegel, Fenomenología del espíritu, Madrid, Fondo de Cultura


Económica, 1999, págs. 122-124.

13 M.Zambrano, ob. cit., pág. 54.

14 Ibíd., pág. 55.

15 M.Zambrano, ob. cit., pág. 85.

16 Véase J.B.Metz, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una


sociedad pluralista, Santander, Sal Terrae, 2007.

17 M.Zambrano, ob. cit., pág. 35.

18 J.Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel, 1998, pág. 1122.

163
20 Marco Aurelio, Meditaciones, IX, 30.

21 Séneca, Epístolas, 98, 10.

19 M.Zambrano, ob. cit., pág. 83.

22 Fedón, 67e.

23 Marco Aurelio, Meditaciones, XII, 14.

24 J.C.García-Borrón, Séneca y los estoicos, Barcelona, CSIC, 1956, pág. 250.

zs J.Mariné, Séneca. Diálogos, Madrid, Gredos, 2000, pág. 35 (introducciones,


traducción y notas).

26 M.J.Criado, El ideal de perfección del hombre en Séneca (Tesis doctoral),


Madrid, Editorial de la Universidad Complutense de Madrid, 1988, pág. 55.

29 Ira, 1, 5, 2 Séneca.

30 Epístolas, 94, 54.

17 Epístolas, 90, 38.

~$ J.L.García Rúa, El sentido de la interioridad en Séneca. Contribución al


estudio del concepto de «Modernidad», Granada, Universidad de Granada, 1976, pág.
266.

32 Epístolas, 94, 69.

` P.Séneca y el estoicismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pág. 142.

14 Séneca, Epístolas, 94, 68.

si Epístolas, 94, 55.

36 J.-J. Rousseau, Emilio, o De la educación, Madrid, Alianza, 1998, pág. 45.

37 Ibíd., pág. 45.

J.L.García Rúa, ob. cit., pág. 116.

164
38 Séneca, Epístolas, 94, 29.

19 Séneca, Tranq. esp., 13, 3.

41 Et. Nic. 114 1105b 5-15; Epicteto, Manuscritos, 10.

43 Dls. 1, 26, 17-18.

44 Platón, Apología, 38a.

42 M.C.Nussbaum, ob. cit., pág. 397.

4° Epicteto, Manuscritos, 43.

45 Epicteto, Manuscritos, 29, 5.

46 Epicteto, Manuscritos, 29, 6.

47 Epicteto, Manuscritos, 48, 2-3.

49 Marco Aurelio, Meditaciones, III, 16.

48 Epicteto, Manuscritos, 30; 33, 1.

52 Epicteto, Manuscritos, 46, 2.

54 P.Veyne, ob. cit., pág. 246.

so Epicteto, Manuscritos, 25.

si Epicteto, Manuscritos, 46, 1.

ss Epicteto, Manuscritos, 49.

56 Epicteto, Manuscritos, 5.

ss M.C.Nussbaum, ob. cit., pág. 402.

57 M.C.Nussbaum, ob. cit., pág. 429.

59 K.Jaspers, ob. cit., 1996, pág. 127.

60 J.Ferrater Mora, ob. cit., pág. 1122.

165
58 C.García Gual (introducción general), Marco Aurelio, Meditaciones, Madrid,
Gredos, 2001, pág. 23.

61 Gorgias, 500c.

62 K.Jaspers, ob. cit., 1996, pág. 124.

64 C.García Gual, ob. cit., pág. 21.

65 M.Zambrano, ob. cit., pág.~84.

6s Epicteto, Manuscritos, 21.

66 Séneca, Ira, 1, 2, 4-5.

67 Séneca, Epístolas, 94, 56.

3 Dostoyevski también expresa algo semejante respecto al recuerdo de las viejas


esperanzas. En su caso, en medio de un bello discurso que hace declamar al hermano
pequeño de los Karamázov, Alexéi, éste dice a unos niños: «Sepan, pues, que nada
hay más alto ni más fuerte ni más sano ni más útil en nuestra vida que un buen
recuerdo, sobre todo si lo tenemos de la infancia, del hogar paterno. A ustedes se les
habla mucho de educación; pues bien, un recuerdo de esta naturaleza, magnífico,
sacrosanto, conservado desde la infancia, quizá sea la mejor educación. El que ha
acumulado recuerdos de esta naturaleza, es hombre salvado para toda la vida»
(F.M.Dostoyevski, Los hermanos Karamázov, Madrid, Cátedra, 2000, pág. 1110).

2 Voy a citar y referirme en el presente trabajo a la edición y traducción de las


Tesis del profesor Reyes Mate, en su obra aparecida re- cientemente: R.Mate,
Medianoche en la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin «sobre el
concepto de historia», Madrid, Trotta, 2006.

'J.B.Metz, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad


pluralista, Santander, Sal Terrae, 2007, pág. 59.

4 Muchos años después de la redacción de las tesis y la muerte de Benjamin, el


último Horkheimer destacará como uno de los pilares de la teoría crítica, la
conciencia de que nuestra felicidad ha supuesto la desgracia de otros (idea señalada,
según él, por la doctrina del pecado original). Así, afirma: «La cultura actual es el
resultado de un pasado terrible. [...] Todos nosotros debemos unir con nuestra alegría

166
y con nuestra felicidad el duelo: la conciencia de que tenemos parte en una culpa»
(Max Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, Madrid, Trotta, 2000,
pág. 120).

s M.L¿Swy, Walter Benjamin: Aviso de incendio, Buenos Aires, Fondo de


Cultura Económica, 2002, págs. 106-107.

6 J.A.Zamora, Th. W Adorno. Pensar contra la barbarie, Madrid, Trotta, 2004,


pág. 48.

R.Mate, Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Madrid, Trotta,


2003, págs. 90-91.

9 Ibíd., pág. 140.

'R.Mate, Medianoche en la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin


«Sobre el concepto de historia», Madrid, Trotta, 2006, página 130.

"R.Mate, ob. cit., 2003, pág. 23.

° Ibíd., pág. 137.

12 S.Gandler, «¿Por qué el ángel de la historia mira hacia atrás? Acerca de las
tesis Sobre el concepto de historia de Walter Benjamín», Utopía y Praxis
Latinoamericana. Revista Internacional de Filosofía Iberoamericana y Teoría Social,
enero-marzo, año 8, núm. 20 (2003), páginas 7-39, pág. 16.

13 R.Mate, ob. cit., 2006, pág. 294.

14 J.-C. Mélich, La lección de Auschwitz, Barcelona, Herder, 2004, pág. 130.

1s Ibíd., pág. 20.

16 Sin embargo, Horkheimer, muchos años después de la muerte de Benjamin, en


su último período, tenderá a un pesimismo fatalista desde el cual se encuentra
bastante menos clara la posibilidad de salvación del hombre. Destaca, en el contexto
del mundo administrado, o imperio del positivismo técnico y burocrático, la
imposibilidad de superar dicha situación, en la que se ha dado la pérdida del
individuo y los fundamentos de la moral. Estos fundamentos Horkheimer los sitúa en
la religión, entendida como anhelo de que la justicia tenga la última palabra, de que la

167
víctima triunfe sobre el verdugo. Cfr. Horkheimer, ob. cit., pág. 226. La conversión
de nuestro mundo en un mundo administrado en el que desaparecerá la libertad y la
autonomía del individuo avanza imparable. Qué duda cabe de que este pesimismo
fatalista del último Horkheimer puede resultar paralizante y preilustrado. Cfr. Juan
Antonio Estrada, La teoría crítica de Max Horkheimer. Del socialismo ético a la
resignación, Granada, Universidad de Granada, 1990, págs. 216-217.

17 J.A.Zamora, ob. cit., pág. 31.

20 R.Mate, ob. cit., 2006, pág. 459.

19 Hay que decir que la experiencia vivida en el campo, la de un mal absoluto que
podíamos definir como la plena deshumanización, el total despojo de la cualidad
humana, evidenció para numerosos prisioneros el absoluto sinsentido del mundo y la
ausencia de toda esperanza. Tanto Primo Levi como otro superviviente, Jean Améry,
jamás recuperaron su fe en el ser humano ni la creencia en Dios. El brutal absurdo
que vivieron los llevó a convencerse de que no hay salvación para el género humano,
de que resulta inútil buscar una explicación redentora para la estrepitosa caída de lo
humano que significó aquello. Cfr. J. Améry, Más allá de la culpa y la expiación.
Tentativas de superación de una víctima de la violencia, Valencia, Pre-Textos, 2004,
pág. 79.

18 Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, Barcelona, El Aleph, 2006, págs. 541-542.

21 Th. W.Adorno, Crítica cultural y sociedad, Madrid, Sarpe, 1984, pág. 161.

22 Frente a la exclusión y la marginación, se ha perfilado una «ética de la


alteridad y de la compasión». Cfr. M.R.Buxarrais, «Por una ética de la compasión en
la educación», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 18, 2006, págs.
201-227, págs. 217-224

23 R.Mate, ob. cit., 2006, pág. 259.

26 Cfr. M.Santos, «La horizontalidad de las relaciones humanas y la tolerancia»,


Utopía y Praxis Latinoamericana. Revista Internacional de Filosofía Iberoamericana y
Teoría Social, 34 (2006), págs. 79-90.

24 E.Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca,


Sígueme, 1999, pág. 74.

168
28 R.Mate, ob. cit., 2003, pág. 120.

27 Th. W.Adorno, «Dialéctica negativa», en Obra completa, 6, Madrid, Akal,


2005, pág. 334.

zs J.-C. Mélich, ob. cit., 2004, pág. 67.

29 Véase Th. W Adorno, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada,


Madrid, Taurus, 2003.

30 M.Tafalla, Theodor W Adorno. Una filosofía de la memoria, Barcelona,


Herder, 2003, pág. 37.

32 Cfr. Th. W.Adorno, ob. cit., 2005, págs. 276-330.

si Ibíd., pág. 43.

s4 Cfr. M.Santos, «La tolerancia en la escuela: el modelo pedagógico socrático»,


Revista de Ciencias de la Educación, 194 (2003), págs. 157-173; íd. «Antecedentes
del valor educativo "tolerancia"», Revista Española de Pedagogía, 228 (2005), págs.
223-238.

ss E.Pérez Luna, «La pedagogía que vendrá: Más allá de la cultura escolar
positivista», Utopía y Praxis Latinoamericana. Revista Internacional de Filosofía
Iberoamericana y Teoría Social, 23 (2003), págs. 8795, pág. 94.

36 Según Benjamin, éste es el punto en el que coinciden lo que po demos


denominar «ideología del progreso» y la ideología fascista; ambas tienen como
esencia «el desprecio por el hombre, tratarle como precio de un bienestar colectivo»
(Mate, ob. cit., 2003, pág. 94). Esto nos conduce a sospechar que, si Benjamin acierta
en su análisis, los elementos deshumanizadores propios del fascismo pueden
continuar parcialmente vigentes, de un modo u otro. Cfr. Raffaele Mantegazza, El
olor del humo. Auschwitz y la pedagogía del exterminio, Barcelona, Anthropos,
2006, pág. 19.

ss J.-C. Mélich, Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder, 2002, págs. 51-52.

37 L Illich, La conviven cialidad, Barcelona, Barral, 1978, páginas 32-33.

39 Í.Illich, H2O y las aguas del olvido, Madrid, Cátedra, 1989, página 47.

169
38 Cfr. T.Paquot, «La résistance selon Ivan Illich», Le Monde Diplomatique,
enero de 2003, pág. 28 (versión castellana de la edición española).

40 Th. W.Adorno, Educación para la emancipación, Madrid, Morata, 1998, pág.


89.

41 Ibíd., pág. 83.

42 Sobre la ambigüedad propia de la Modernidad y la Ilustración, Adorno y


Horkheimer disertaron largamente en su obra Dialéctica de la Ilustración, que como
es bien conocido se ocupa específicamente de ello. Véase M.Horkheimer y Th.
W.Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid, Trotta, 2001.

43 Véase J.B.Metz, Memoria passionis. Una evocación provocadora en una


sociedad pluralista, Santander, Sal Terrae, 2007, págs. 46-63 y 84; J.-C. Mélich y E
Bárcena, «La palabra del otro. Una crítica del principio de autonomía en educación»,
Revista Española de Pedagogía, 214 (1999), págs. 465-484, pág. 477.

44 Th. W.Adorno, ob._cit., 1998.

47 El autor de estas líneas ha publicado algunos trabajos que abordan esta


problemática. Véase M.Santos, «La horizontalidad de las relaciones humanas y la
tolerancia», Utopía y Praxis Latinoamericana. Revista Internacional de Filosofía
Iberoamericana y Teoría Social, 34 (2006), págs. 79 - 90; «Participación, democracia
y educación: cultura escolar y cultura popular», Revista de Educación, 339 (2006),
págs. 883-901.

48 Cr. P.Freire, Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1992.

45 J.-C. Mélich, ob. cit., 2003, pág. 40.

46 Véase R.Mantegazza, ob. cit.

49 J.-C. Mélich, ob. cit., 2004, pág. 67.

so H.Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,


Barcelona, Lumen, 2003.

52 R.Mate, ob. cit., 2003, pág. 126.

51 H.Arendt, ob. cit., págs. 76-77.

170
13 J.B.Metz, ob. cit.

1 De su especial vínculo con América Latina, más allá del mero hecho biográfico
de haberse ubicado primero en Puerto Rico y, sobre todo, en México, da fe
recientemente Leonardo Boff, quien lo considera «uno de los grandes profetas
latinoamericanos», por su concepto de «convivencialidad». Cfr. Leonardo Boff, El
cuidado esencial. Ética de lo humano. Compasión por la tierra, Madrid, Trotta, 2002,
págs. 100-103. Su discurso, que pretende ser universal, parte y se elabora desde la
realidad latinoamericana. Como ha ocurrido con tantos, América Latina le dio
importantes claves, posiblemente, para comprender, interpretar y cuestionar el tipo de
sociedad (global) en que nos hallamos todos.

2 Como es el caso de la inocencia (irónica) de Sócrates. Según es conocido, el


filósofo ateniense adoptaba una posición ingenua que, irónicamente, le conducía a
preguntar a los «sabios» lo que él mismo afirmaba no saber, para acabar desmontando
los prejuicios y falsas certezas de sus interlocutores. Esta acción demoledora de su
pedagogía es la que, de un modo u otro, creo que se puede identificar con Illich. Las
cuestiones planteadas por el austriaco bien puede decirse que ejercen un efecto
similar en quienes nos consideramos sus interlocutores.

3 1. Illich, «Conversando con Iván Illich», Cuadernos de Pedagogía, 7 (1975),


págs. 16-23; pág. 17.

4 1. Illich, «Conversando con Iván Illich», ob. cit., págs. 16-23. pág. 16.

5 1. Illich, La convivencialidad, trad. de M. P. de Gossmann, Barcelona, Barral,


1978, págs. 32-33.

6 T.Paquot, «La résistance selon Ivan Illich», Le Monde Diplomatique, enero de


2003, pág. 28 (versión castellana de la edición española).

9 1. Illich, ob. cit., pág. 29.

10 Ibíd., pág. 37.

8 1. Illich, ob. cit., 1978, pág. 31.

Ídem.

""A.Tort, «Los silencios y las palabras de Iván Illich», Cuadernos de Pedagogía,

171
323 (2003), págs. 81-83; pág. 81.

12 L Illich, La sociedad desescola rizada, trad. de G.Espinosa, Barcelona, Barral,


1974, pág. 39.

13 1. Illich, ob. cit., 1978, pág. 38.

14 1. Illich y cols., Un mundo sin escuelas, trad. de M.A.Pulido, México, Nueva


Imagen, 1977, pág. 15.

17 Ibíd., págs. 18-19.

15 L Illich, ob. cit., 1974, pág. 25.

16 L Illich y cols., ob. cit., pág. 17.

18 1. Illich y cols., ob. cit., pág. 20.

19 Ibíd., pág. 21.

20 L Illich y cols., ob. cit., pág. 29.

21 Cfr. P.Goodman, La des-educación obligatoria, trad. de R.Ribé, Barcelona,


Fontanella, 1976; John Holt, El fracaso de la escuela, trad. de A.Linares, Madrid,
Alianza, 1982; Everett Reimer, La escuela ha muerto. Alternativas en materia de
educación, trad. de E.Mayans, Barcelona, Guadarrama, 1981.

22 Cfr. A.Ferriére, La escuela activa, trad. de Diorki, Barcelona, Herder, 1982.

23 Cfr. P.Freire, Pedagogía del oprimido, trad. de J.Mellado, Madrid, Siglo XXI,
1992.

24 A.Sutherland Neill, Summerhill. Un punto de vista radical sobre la educación


de los niños, trad. de F.M.Torner, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1994.

25 J.Spring, Introducción a la educación radical, trad. de F.Velasco, Madrid,


Akal, 1987, pág. 31.

2' E.Fromm, El miedo a la libertad, trad. de G.Germani, Buenos Aires, Paidós,


1976.

172
26 E.Fromm, «Prólogo», en A.S.Neill, Summerhill, Un punto de vista radical
sobre la educación de los niños, trad. de F.M.Torner, Madrid, Fondo de Cultura
Económica, 1994, págs. 9-15. pág. 9.

28 E.Fromm, ob. cit., 1994, pág. 10.

29 ídem.

30 A.S.Neill, ob. cit., 1994, pág. 105.

31 A.S.Neili, Hijos en libertad, trad. de E.Goligorsky, Barcelona, Altaya, 1999,


págs. 22-23.

33 Ibíd., pág. 95.

34 Ídem.

36 1. Illich y cols., ob. cit., pág. 26.

32 A.S.Neill, ob. cit., 1994, pág. 17.

35 A.Tort, ob. cit., 2003, pág. 83.

38 ídem.

37 H.Giroux y P.McLaren, Sociedad, cultura y educación, trad. de B.Orozco


Fuentes, G.T.Gómez, L.M.Quiroz, J.Vivaldo Lima, G. E. Díaz y H.Guerrero, Madrid,
Miño y Dávila, 1998, pág. 227.

s9 P.Freire, La educación como práctica de la libertad, trad. de L.Ronzoni,


Madrid, Siglo XXI, 1989, pág. 53.

41 L Illich, ob. cit., 1974, pág. 59.

4° En cierta ocasión, debatiendo con Paulo Freire, Illich efectúa la siguiente


descripción de lo que se entiende implícitamente por «educación»: «Educación -lo
que hoy se llama educación - es esencialmente una producción planeada de
aprendizaje en otro. Y si no les gusta la palabra "producción", entonces, provocación
planeada de libertad en otro - como opuesta al espontáneo, al autónomo
descubrimiento que surge del encuentro entre usted y yo» (1. Illich, y P.Freire,
Diálogo, Buenos Aires, Búsqueda, 1975, pág. 46). Esta definición no implica

173
solamente la denominada «educación formal», sino que en muchos aspectos, también
la «educación informal» y la «educación no formal». En realidad, se trata de algo más
básico que podíamos denominar «mentalidad escolar». Desde ésta, cabe entender, por
ejemplo, la figura de un ministro de Educación, que para Illich resulta ilógica.
«Llamo aquí ministro de educación a un personaje de fábula, quiero decir, a la
institución que puede determinar qué cosa van a hacer el maestro y el alumno cuando
estén juntos en la clase» (Illich, ob. cit., 1975, pág. 17). En esto se desmarca tanto de
la visión conservadora y liberal como de la izquierda marxista, y constituye el aspecto
más aprovechable de su crítica, a juicio de Fernández Enguita: «Ese fue el gran
acierto de Illich: captar el hecho de que las profesiones y sus clientelas dependientes
(a la vez que la estratificación social del trabajo de acuerdo con la cuali ficación)
forman parte de otra relación de poder, que son otro pilar de desigualdad, sólo que
basado en la distribución asimétrica del conocimiento en vez de en los medios de
producción o el mando sobre las personas» (Manuel Fernández Enguita, «Una
reconsideración», Cuadernos de Pedagogía, 323 [2003], págs. 77-80, pág. 79). No
obstante, este mismo autor hace un balance finalmente negativo de la visión del
austriaco y de toda crítica a las instituciones (o «burocracias», en palabras de Illich):
«Illich nos ayudó a abrir los ojos ante la dinámica opresiva inherente a la institución
escolar y los intereses corporativos de la profesión, pero sin proponer otra respuesta
que el retorno imposible a un pasado inexistente. No era una utopía, sino una ucronía.
La tarea de quienes creen posible otra educación no estriba en imaginar un
implausible mundo desinstitucionalizado, sino en democratizar de arriba abajo unas
instituciones de las que no sabríamos prescindir» (ibíd., pág. 80).

43 Cfr. ibíd., págs. 97-148.

44 A.Tort, ob. cit., 2003, pág. 83.

45 1. Illich, H20 y las aguas del olvido, trad. de J.M.Shert, Madrid, Cátedra, 1989,
págs. 24-29.

46 L Illich y cols., ob. cit., pág. 47.

42 1. Illich, ob. cit., 1974, pág. 66.

47 1. Illich, ob. cit., 1978, pág. 32.

3 Ibíd. pág. 19.

174
4 Así lo entiende la llamada Pedagogía Crítica, cuyas reflexiones son recogidas y
sintetizadas en Ayuste y cols., Planteamientos de la pedagogía crítica. Comunicar y
transformar, Barcelona, Graó, 1999. Este enfoque procura, sobre todo, el
perfeccionamiento del hombre y la sociedad, pero, lejos de los dogmatismos de las
viejas izquierdas, procura alternativas surgidas del diálogo y la interacción (ibíd.,
págs. 53-60). La renuncia a una alternativa bien definida a lo que hay no nos exime
de ejercer la crítica.

2 Cfr. N.Postman, y CH. Weingartner, La enseñanza como actividad crítica,


Barcelona, Fontanella, 1975.

s Véase P.Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid,


Taurus, 2000.

9 Ibíd. pág. 92.

6 Además de Iván Illich, de quien nos hemos ocupado en el anterior capítulo,


tenemos a P.Goodman, La des-educación obligatoria, Fontanella, Barcelona, 1976;
J.Holt, El fracaso de la escuela, Alianza, Madrid, 1982; E.Reimer, La escuela ha
muerto. Alternativas en materia de educación, Barcelona, Guadarrama, 1981.

Cfr. P.Bourdieu, y J.-CL. Passeron, La reproducción. Elementos para una teoría


del sistema de enseñanza, Madrid, Editorial Popular, 2001.

10 J.L.Borges, Borges oral, Madrid, Alianza, 1998, pág. 20.

$B.Russell, Ensayos filosóficos, Barcelona, Altaya, 1993, pág. 82.

11 Cfr. R.M.Gracio das Neves, «Globalización neoliberal y exclusión», Cuaderno


de Realidades Sociales, 59/60, enero de 2002, págs. 93-112; y M.Fernández del
Riesgo, «Exigencias éticas de la utopía democrática», Cuadernos de Realidades
Sociales, 57/58, 2001, págs. 373-400.

12 M.A.Martí García, La tolerancia, Madrid, Ediciones Internacionales


Universitarias, 1999, págs. 73-74.

13 B.Russell, Ensayos sobre educación, Madrid, Espasa-Calpe, 1974, pág. 31.

16 Montaigne, ob. cit., pág. 27.

175
14 Montaigne, De la educación de los hijos, Madrid, Fondo de Cultura
Económica, 1998, pág. 19.

11 Ibíd., pág. 25.

17 P.Freire, La educacion como práctica de la libertad, Madrid, Siglo XXI, 1989,


pág. 100.

19 Cfr. K.Marx, Manuscritos, Barcelona, Altaya, 1993.

18 «[...] el sentido fundamental y el empeño esencial de la filosofía de la


Ilustración no se reducen a acompañar la vida y captarla en el espejo de la reflexión.
Antes bien, cree en la espontaneidad radical del pensamiento; no le asigna un trabajo
de mera copia sino que le reconoce la fuerza y le asigna la misión de conformar la
vida» (E.Cassirer, Filosofía de la Ilustración, Madrid, Fondo de Cultura Económica,
1993, pág. 12).

20 P.Freire, Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1992, pág. 67.

22 Asunto que desarrollaremos ampliamente en un capítulo posterior. Véase


Capítulo 6.

25 Una reflexión sobre la aplicación del método socrático a la enseñanza escolar


la tenemos descrita, paso a paso, en J.C.Overholser, «Sócrates in the classroom»,
Social Studies, 83 (2) (1992), págs. 77-82. Recordamos que los tres pasos del método
socrático son: dudar de lo que uno sabe de antemano, inducción y elaboración de
definiciones. Overholser señala como ventajas de esta forma de educación el fomento
de la participación y la cooperación y el uso de un pensamiento creativo y crítico. La
figura de Sócrates como modelo de maestro y su método pedagógico son estudiados
también por D.K.Knox, «Sócrates: The first profesor», Innovative Higher Education,
23 (2) (1998), págs. 115-126; P.Hogan, «Teaching and Learning as a way of life»,
Journal of Philosophy of Education, 37 (2) (2003), págs. 207-223; L. J. Samons,
«Sócrates, Virtue, and the Modern Profesor», Journal of Education, 182 (2) (2000),
págs. 19-27.

26 K.Popper, El mito del marco común, Barcelona, Paidós, 1997

24 Esto ha sido señalado, entre muchos otros, por A.Muñoz, «El diálogo crítico
popperiano: reflexiones para una educación intercultu ral», Aprender a pensar.

176
Revista Iberoamericana, 16, 2.° semestre (1997), págs. 18-30; A.Cortina, Ética de la
sociedad civil, Madrid, Anaya, 1994; Ética mínima. Introducción a la filosofía
práctica, Madrid, Tecnos, 2000.

13 P.Freire, ob. cit., 1992, págs. 159-243.

~i P.Freire, ob. cit., 1989, pág. 104. Así lo proponen también Flecha y Miquel
(R.Flecha, y V.Miquel, «Globalización dialógica», Revista de Educación, núm.
extraordinario [2001], págs. 317-326) en un artículo cuyas reflexiones comparto. Se
trata, según ellos, de aprovechar las posibilidades de contacto y diálogo que tiene
nuestro tiempo para justo eso: dialogar. En la escuela se intentaría crear una
comunidad de aprendizaje en la que se diese pie a la participación de todas las
personas de la propia escuela y de su entorno. Una comunidad para que todos
dialoguen («globalización dialógica»). Respecto a la exclusión que genera el
neoliberalismo, que equivale a la quiebra de la participación de cientos de millones de
personas en su propio destino, la bibliografía existente sobre este asunto es
abundantísima y bien conocida.

27 Cfr. D.Perarsky, «Socratic teaching: a critical assessment», Journal of Moral


Education, 23 (2) (1994), págs. 119-134.

29 Ibíd., 1989, pág. 107.

30 Ibíd., 1992, pág. 123.

~$ P.Freire, ob. cit., 1992, pág. 112.

32 A grandes rasgos, según Erich Fromm, el hombre actual confunde el tener con
el ser e, incapaz de colaborar, movido por su deseo de poseer objetos, en el otro sólo
puede ver un rival. Se da, por tanto, una cosificación del otro como extensión
posesiva del propio yo o bien como conversión del mismo en rival. En este último
caso, la persona del otro deja de serlo, para convertirse en un obstáculo en el
desarrollo del yo envidioso y competitivo. Cfr. E.Fromm, ¿Tener o ser? Madrid,
Fondo de Cultura Económica, 1999.

A.Ferriére, La escuela activa, Barcelona, Herder, 1982, págs. 119-123.

36 C.Pérez Pérez, «El aprendizaje de valores democráticos a través de las


asambleas de aula», Bordón, 50 (4) (1998), págs. 387-394.

177
37 Para un listado completo y muy bien documentado de las ventajas del
aprendizaje cooperativo, véase T.Panitz, «Sixty-seven benefits of cooperative
learning». Disponible en http://home.capecod.net/?tpanitz/ starterpages/articles.htm
(1997). En una investigación de hace unos años también se concluye una importante
serie de ventajas que serían lo que consideramos los logros más deseables de todo
proceso educativo que se encamine a la paz y la felicidad de las personas: P.Gavilán,
«Repercusión del aprendizaje cooperativo sobre el rendimiento y desarrollo personal
y social de los estudiantes», Revista de Ciencias de la Educación, 192 (2002), págs.
505-521, véanse págs. 517-519.

34 Citado y traducido por Fernando Trujillo: F.Trujillo, «Aprendizaje cooperativo


para la enseñanza de la lengua», Publicaciones de la Facultad de Educación y
Humanidades-Campus de Melilla, 32 (2002), págs. 147-162, pág. 134.

35 T.Rodríguez Neira, «La figura del ciudadano. Condiciones para una


intervención socioeducativa», Bordón, 54 (1) (2002), págs. 133-149.

ss Cfr. M.J.Díaz-Aguado, Escuela y tolerancia, Madrid, Pirámide, 1996, págs.


163-168.

39 A.Escribano, «Aprendizaje cooperativo y autónomo en la enseñanza


universitaria», Enseñanza, 13 (1995), págs. 89-102.

40 M.D.Díaz Noguera, «La reflexión: un pasadizo entre el pensamiento y la


acción», Enseñanza, XII (1994), págs. 201-211, pág. 210.

31 M.J.Díaz Aguado, ob. cit., 1996, págs. 167-168.

41 Cfr. M. W. App1e y J.A.Beane (comps.), Escuelas democráticas, Madrid,


Morata, 1999.

42 T.Wrigley, «Is "School Efectiveness" anti-democratic?», British Journal of


Educational Studies, 51 (2) (2003), junio, págs. 89-112.

° Cfr. J.A.Pérez Tapias, Claves humanistas para una educación democrática. De


los valores humanos al hombre como valor, Madrid, Anaya, 1996.

45 En un excelente artículo, Joan Subirats describe distintos tipos de escuelas


según su relación con el entorno social, apostando, debido a las razones que explica
en su trabajo, por la que llama «escuela comunidad». Ésta es: «aquellos centros

178
caracterizados tanto por una fuerte implantación en el territorio y por una activa
aceptación de la diversidad social del mismo, como por una fuerte identificación de
sus componentes con un proyecto de centro bien definido» (J.Subirats, «Participación
y responsabilidades de la comunidad en la educación», Revista de Educación, 330
(2003), págs. 217-236, pág. 235).

44 M.J.Navarro, «La cultura escolar: de la cultura del individualismo a la cultura


de la colaboración», Bordón, 53 (2) (2001), págs. 251-268.

47 H.A.Giroux, «Educando para el futuro: rompiendo la influencia del


neoliberalismo», Revista de Educación, número extraordinario (2002), págs. 25-37.

46 V. gr. como resultado de un estudio cualitativo que investiga la percepción de


27 niños, entre 5 y 12 años, acerca del poder y la participación en la política
(S.Howard, y J.Gill, «The Pebble in the Pond: children's constructions of power,
politics and democratic citizenship», Cambridge Journal of Education, 30 [3] [2000],
págs. 357-378), tenemos que todo currículo diseñado para el fomento de la
participación cívica debería incluir el «conocimiento de la calle», asumirlo y partir de
él: «[..] we believe that any civics curriculum designed specifically for the primary
school should acknowledge Chis "everyday knowledge" and use it as a starting point,
[..]» (ibíd., pág. 358). Este resultado lo avalan numerosas investigaciones que citan
los propios autores de esta investigación.

49 N.Postman, ob. cit., pág. 95.

as M.W.Apple y J.A.Beane, ob. cit., págs. 30-39.

52 N.Postman y Ch. Weingartner, ob. cit.

so J.Varela y Álvarez-Uría, Arqueología de la escuela, Madrid, La Piqueta, 1991,


pág. 13.

s' Es lo que Rudduck y Flutter defienden y argumentan. Proponen sustituir lo que


ellas llaman «Curriculum of the Past» que condena al educando a la pasividad, por un
«Curriculum of the future» que enfatiza el aspecto creativo que tiene todo
conocimiento (J.Rudduck y J. Flutter, «Pupil Participation and Pupil Perspective:
"carving a new order of experience"», Cambridge Journal of Education, 30 [1]
[2000], págs. 75-89, pág. 86). El niño puede y debe participar en la propia escuela, so
pena de quedar ésta escindida de su mundo, del mundo.

179
ss J.Seoane, «Educación y democracia», Claves de Razón Práctica, 121 (2002),
págs. 59-64, pág. 61.

2 J.Trilla, (coord.) El legado pedagógico del siglo XX para la escuela del siglo
XXI, Barcelona, Graó, 2002; J.L.Barrio, «La transformación educativa y social en las
comunidades de aprendizaje», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 17
(2005), págs. 129-156, pág. 135; M.C.Cruz, «Orígenes de la educación popular en
Chalatenango: una innovación educativa (Parte 1)», Estudios Centroamericanos (eca),
año LIX, septiembre, 671 (2004), págs. 897-925, págs. 901-902.

4 Las influencias intelectuales de Freire aparecen enumeradas, por ejemplo, por


Rogelio Blanco y Enrique Dussel (R.Blanco, La pedagogía de Paulo Freire. Ideología
y método de la educación liberadora, Madrid, Zero-Zyx, 1982, págs. 17-19; E.Dussel,
Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión, Madrid, Trotta,
2002, página 439). El propio pedagogo, en alguna ocasión, enumera los autores y
lecturas que realizó y que le influyeron (v. gr. P.Freire, Pedagogía de la esperanza,
México, Siglo XXI, 2002, pág. 17). Pero, como él mismo resaltó a menudo, las
principales fuentes que fueron inspirando su pedagogía fueron las situaciones
existenciales y vitales que le tocó en suerte vivir; en definitiva, su vida, sus amigos,
sus conversaciones. Así queda claro, por ejemplo, a lo largo del citado libro
Pedagogía de la esperanza. Esto es enormemente coherente con su pedagogía, ya que
en ella no hay una separación tajante entre la praxis y la teoría. Así pues, nuestro
pedagogo elaboró su pensamiento, en primer lugar, mediante su interacción con otras
personas.

Acerca de la relación de Freire con la naturaleza de la teoría y la práctica afirma


Giroux que en él «La teoría debe contemplarse como la producción de formas de
discurso que surgen a partir de diversas situaciones sociales específicas»
(H.A.Giroux, Los profesores como intelectuales. Hacia una pedagogía crítica del
aprendizaje, Madrid, Paidós- MEC, 1997, pág. 169).

s M.A.Santos Guerra, «El problema metodológico en la educación popular


¡Silencio, comienza la clase de lengua!», Revista de Ciencias de la Educación, 172
(1997), págs. 351-367, pág. 356; R.Flecha, y V.Miquel, «Globalización dialógica»,
Revista de Educación, número extraordinario (2001), págs. 317-326, pág. 324.

6 M.J.Ferreira, «O papel social do profesor: urna contribuicáo da filosofia da


educacáo e do pensamento freireano á formacáo do profesor», Revista

180
Iberoamericana de Educación, 33 (2003), Madrid, OEI, págs. 55-70, pág. 67.

E.Dussel, ob. cit., págs. 422-430.

9 Ibíd., pág. 75.

P.Freire, pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1992, pág. 45.

13 P.Freire, Pedagogía de la esperanza, ob. cit., págs. 44-45.

12 P.Freire, Pedagogía de la esperanza, ob. cit., págs. 22-25.

$P.Freire, Pedagogía del oprimido, ob. cit., págs. 73-99.

1° ídem.

"Ibíd., pág. 77.

14 P.Freire, Pedagogía del oprimido, ob. cit., pág. 107.

18 Cfr. E.Fromm, El arte de amar, Buenos Aires, Paidós, 1974.

1s Ibíd., pág. 77.

16 Ibíd., pág. 81.

19 E.Fromm, ob. cit., 1992, págs. 71-90.

20 P.Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus,


2000.

17 E.Fromm, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Madrid, FCE, 1992;


¿Tener o ser?, Madrid, FCE, 1999.

21 Cfr. P.Freire, A la sombra de este árbol, Barcelona, El Roure, 2001.

22 P.Freire, ob. cit., 2002, pág. 37.

23 E.Fromm, El miedo a la libertad, Madrid, Paidós, 1976.

24 M.Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Madrid,


Alianza, 2001, pág. 25.

181
26 En la base de los fenómenos fascistas y autoritarios estaría esta suerte de
vivencia enajenada, que, según Fromm, es buscada por el propio sujeto (a menudo
inconscientemente) que siente lo que él denomina «miedo a la libertad». Debido a
dicho miedo hacia lo que la libertad y la autonomía implican de separatidad, a la
amarga sensación de soledad e incertidumbre que acompañan a los primeros pasos
del sujeto hacia la autonomía y madurez psíquicas, el individuo se anula y enajena, en
una clase de postura regresiva a estadios de inmadurez. Cfr. Fromm, ob. cit., 1976.

27 E.Fromm, ob. cit., 1992, pág. 105.

25 E.Fromm, ob. cit., 1992, pág. 33.

28 Cfr. P.Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid,


Taurus, 2000.

29 P.Bourdieu, ob. cit.

30 Lo cual no exime de la insistencia en la extrema y perentoria necesidad de que,


como aspecto fundamental para la transformación de la sociedad y eliminación de
toda forma de opresión, está el garantizar que todos los individuos tengan acceso a
los derechos y bienes básicos. Se sufre más abajo que arriba. La pobreza económica,
si afecta a los requisitos mínimos para una vida humana digna, no creo que deba ser
idealizada de ningún modo.

31 Esta convicción acerca del poder, como elemento que corrompe


profundamente el corazón humano, es puesta de relieve con insistencia por los
pensadores anarquistas. Gran parte de su filosofía conduce también a esta evidencia.
Así, en Baktmin, por ejemplo, podemos leer: «Nada es tan peligroso para la moral
privada del hombre como el hábito del mando. El hombre mejor, el más inteligente,
el más desinteresado, el más generoso, el más puro, se echa a perder infaliblemente y
siempre en ese oficio. Dos sentimientos inherentes al poder producen siempre esa
desmoralización: el desprecio de las masas populares y la exageración del propio
mérito» (M.Bakunin, Federalismo, socialismo y antiteologismo, Madrid, Aguilera,
1977, pág. 140). En la filosofía libertaria y el llamado socialismo utópico
decimonónico resulta central la crítica a esta verticalidad inserta en el hombre, y que
se manifiesta en los fenómenos de dominio y poder. Se trata de un punto básico de
dichas filosofías. Se pone de manifiesto el efecto deshumanizador del poder, como
algo opuesto a la naturaleza humana y la felicidad del indi viduo, que se basan, por el

182
contrario, en el apoyo mutuo. Son conocidos los esfuerzos de Kropotkin por justificar
el papel evolutivo que en el mundo natural han tenido los comportamientos altruistas
y este apoyo mutuo, en oposición a la idea de una contienda universal entre los
individuos en la que la supervivencia del más fuerte es la regla y el motor de la
evolución (C.Díaz, El anarquismo como fenómeno político moral, Madrid, Zero,
1978, págs. 34-41; F.García Moriyón, Del socialismo utópico al anarquismo, Madrid,
Cincel, 1990, pág. 59).

32 E.Dussel, ob. cit., pág. 431.

33 E.Dussel, Ética de la liberación, ob. cit., págs. 430-439.

34 G.Lukács, Historia y consciencia de clase (2 vols.), Madrid, Sarpe, 1984, pág.


166.

36 H.Marcuse, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la


sociedad industrial avanzada, Barcelona, Ariel, 1998, pág. 37.

37 Cfr. J.A.Estrada, La teoría crítica de Max Horkheimer. Del socialismo ético a


la resignación, Granada, Universidad de Granada, 1990, págs. 27-28.

38 P.Freire, ob. cit., 1992, pág. 41.

ss A.Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis, Barcelona, Península, 1972,


pág. 21.

s9 P.Freire, ob. cit., 2002, pág. 40.

40 V. gr. P.Freire, La educación como práctica de la libertad, Madrid, Siglo XXI,


1989, pág. 104.

41 E.Dussel, ob. cit., pág. 432.

45 K.Jaspers, Filosofía (vol. 2), ob. cit., pág. 67.

42 K.Jaspers, Filosofía (vol. 2), Madrid, Revista de Occidente-Ediciones de la


Universidad de Puerto Rico, 1958b, págs. 66-67.

43 Ibíd., pág. 67.

44 Ibíd., pág. 70.

183
47 E.Dussel, ob. cit., pág. 433.

48 P.Freire, ob. cit., 1992, pág. 52.

46 P.Freire, ob. cit., 1992, pág. 115.

49 K.Jaspers, Filosofía (vol. 1), Madrid, Revista de Occidente-Ediciones de la


Universidad de Puerto Rico, 1958a, págs. 449-521.

so Ibíd., pág. 458.

52 Ibíd., pág. 459.

53 ídem.

54 Ibíd., págs. 459-461.

56 Cfr. M.Buber, Yo 'y tú, Madrid, Caparrós, 1998.

si K.Jaspers, Filosofía (vol. 1), ob. cit., pág. 458.

s9 J.-C. Mélich y F.Bárcena, «La palabra del otro. Una crítica del principio de
autonomía en educación», Revista Española de Pedagogía, 214 (1999), págs. 465-
484, pág. 478.

57 P.Freire, ob. cit., 1989, pág. 53.

ss K.Jaspers, Filosofía (vol. 1), ob. cit., pág. 15.

61 J.-C. Mélich, La lección de Auschwitz, Barcelona, Herder, 2004, pág. 131.

62 Cfr. R.Mate, Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Madrid,


Trotta, 2003.

60 J.-c. Mélich y F.Bárcena, «La palabra del otro. Una crítica del principio de
autonomía en educación», Revista Española de Pedagogía, 214 (1999), págs. 465-
484, pág. 478.

ss G.Marcel, ob. cit., pág. 97.

63 P.Freire, ob. cit., 1992, pág. 178.

184
64 J.-P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Madrid, Santillana, 1996,
pág. 22.

65 E.Mounier, El personalismo. Antología esencial, Salamanca, Sígueme, 2002,


págs. 437-444.

66 Ibíd., pág. 437.

67 E.Dussel, ob. cit., pág. 439.

68 Hesíodo sitúa la guerra de los hombres entre sí en las estirpes degeneradas que
se alejan de la mítica «Edad de Oro» que nos refiere en Trabajos y días (Trab. 106-
195). La imaginación de una edad dorada cuya principal característica es la
convivencia pacífica y la tolerancia entre los seres humanos ha tenido cierta
recurrencia en la historia.

69 El desarrollo de esta idea en Fromm se ofrece de forma sintética y clara en su


conocida obrita El arte de amar, que resume sus primeras consideraciones al respecto
(Cfr. E.Fromm, El arte de amar, Buenos Aires, Paidós, 1974). Nos explica en ella que
el amor maduro requiere un estado determinado en el desarrollo psíquico humano,
una salud mental que en absoluto abunda entre nosotros, porque como afirma en esta
obra y en otras posteriores, nuestras sociedades están enfermas (Cfr. E.Fromm,
Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Madrid, FCE, 1992).

70 La psicología de corte psicoanalítico enseña, en efecto, que lo que


verdaderamente opera en el hombre es su intimidad inconsciente y pulsional. Ahí se
hallan los verdaderos motivos de nuestras acciones, de modo que lo desarrollado en el
discurso verbal consciente puede no ser más que una racionalización que a veces
incluso encubre nuestros motivos auténticos para obrar. Por eso, la palabra puede
engañar y ocultar, resultando vacía, muerta e incluso opuesta al sentido en que
marchamos realmente. Existe una realidad subyacente que puede entrar en conflicto
con la consciencia y lo que aparentamos.

71 P.Freire, Pedagogía de la esperanza, México, Siglo XXI, 2002, pág. 27.

72 P.Freire, Pedagogía de la esperanza, ob. cit., pág. 19.

71 Ibíd., pág. 20.

2 R.Medina Rubio, «Los derechos humanos y la educación en los valores de una

185
ciudadanía universal», Revista Española de Pedagogía, 211 (1998), págs. 529-560.
Cfr. págs. 545-550.

'T.Calvo, R.Fernández y G.Roson, Educar para la tolerancia, Madrid, Editorial


Popular-Jóvenes contra la Intolerancia, 1993, pág. 11.

«Una democracia es más que una forma de gobierno; es primariamente un modo


de vivir asociado, de experiencia comunicada conjuntamente. La extensión en el
espacio del número de individuos que participan en un interés, de modo que cada uno
ha de referir su propia acción a la de los demás y considerar la acción de los demás
para dar pauta y dirección a la propia, equivale a la supresión de aquellas barreras de
clase, raza y territorio nacional que impiden que el hombre perciba la plena
significación de su actividad» (J.Dewey, Democracia y educación, Madrid, Morata,
1998, pág. 82). La cursiva es mía.

G.Pérez Serrano, «Educación para la ciudadanía. Exigencia de la sociedad civil»,


Revista Española de Pedagogía, 213 (1999), págs. 245-278, pág. 276.

6 Básicamente, hoy día podemos considerar tres sentidos del término: a) una
tolerancia como permisividad absoluta, como un «todo vale» sin límite; b) una
tolerancia como apreciación positiva de la diferencia, que acepta que el otro es
poseedor de una perspectiva que nos puede enriquecer; c) una tolerancia negativa que
equivale a un mero consentimiento de la diferencia por parte de quien cree poseer la
verdad. En el presente artículo nos centraremos en los antecedentes de los dos
primeros sentidos, porque el tercero se asocia más con los siglos de la Reforma
protestante.

10 Así aparece, además, en numerosos artículos y bibliografía reciente que revisa


y cita el autor de estas líneas en el artículo M.Santos, «La tolerancia en la escuela: el
modelo pedagógico socrático», Revista de Ciencias de la Educación, 194 (2003),
págs. 157-173. La fundamentación de la tolerancia y la defensa de la libertad de
pensamiento que la obra de Mill lleva a cabo es completa y certera, de enorme
vigencia. Destaca la necesidad de que exista una sana pluralidad para que sea posible
el progreso en lo intelectual, el descubrimiento de verdades. Si partimos del hecho de
que el mundo se nos manifiesta como algo oscuro y casi indescifrable, precisamos la
conjunción de diferentes puntos de vista a la hora de abordarlo. Cfr. J. S.Mill, Sobre
la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1993.

186
8 J.Locke, Carta sobre la tolerancia, Madrid, Tecnos, 1998.

9 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, Madrid, Santillana, 1997.

7 Cfr. 1. Fetscher, La tolerancia, Barcelona, Gedisa, 1994; H.Kamen, Nacimiento


y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1987.

11 Se ha ensalzado también el mestizaje y la interculturalidad como propulsores


del incremento en el conocimiento y el saber técnico. Paradigmáticos resultan en este
sentido los dos escritos de Lévi-Strauss contenidos en el volumen Raza y cultura
(1996).

12 J.Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel, 1998, pág. 895.

13 Así lo apunta, por ejemplo, Ortega y Gasset, a lo largo de su primera filosofía,


en su crítica al lenguaje y los conceptos. Su misma prosa huye de toda rigidez y
pretende, al estilo de Montaigne, sugerir una realidad viva, desbordante y rica. Pero
en especial, es Nietzsche, como resulta sobradamente conocido, quien con mayor
fuerza patentiza esta muerte de la vida y la naturaleza en las teorías y los conceptos.

14 G.S.Kirk, y J.E.Rayen, Los filósofos presocráticos. Historia crítica con


selección de textos, Madrid, Gredos, 1981.

15 A.Bernabé, De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos, Madrid, Alianza


Editorial, 1988, pág. 102.

16 Cfr. K.Popper, Sociedad abierta, universo abierto, Madrid, Tecnos, 1997.

17 J.P.Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Barcelona, Ariel, 1983,


págs. 334-364.

18 Fr. 20.

19 Fr. 35.

20 Fr. 1.20.

21 Fr. 15.

22 Fr. 17.

187
24 G.S.Kirk, 1981, págs. 273 y sigs.

25 Fr. 10.

26Fr.11.

27 Fr. 12.

28 Fr. 13.

29 Fr. 14.

23 «Todos estamos modelados de debilidades y errores. Perdonémonos las


necedades recíprocamente, [...]» (Voltaire, Diccionario filosófico, Madrid, Akal,
1985, pág. 494).

30 Fr. 89.

32 Fr. 91.

33 Fr. 92.

31 Fr. 90.

sa Crátilo, discípulo de Heráclito, enfatizando las ideas de su maestro sobre el


cambio accidental, llegó a creer que ni siquiera una vez se puede introducir uno en el
mismo río (Aristóteles, Metafísica, IV 1010a 13); su fe en la imposibilidad de
comunicación con el prójimo fue tal que optó por dejar de hablar (ibíd.).

3 s Gen. 1 1.

36 J.Ferrater Mora, ob. cit., 3337.

37 Fr. 1; DK II, 263.

39 Aristóteles, Pret. 11 24: 1042a23; Diógenes Laercio, IX 50.

40 T.Calvo Martínez, De los sofistas a Platón: política y pensamiento, Madrid,


Cincel, 1991, pág. 75.

38 Teeteto, 166-7.

188
41 Platón, República, 1, 338E-9a.

42 Sexto Empírico, Contra los matemáticos, VII 65.

43 Las consecuencias en la educación del pensamiento débil posmoderno,


contrapuestas a las del pensamiento moderno, aparecen bien desarrolladas en los
siguientes artículos, entre otros: R.Cigman, «Ethical confidence in Education»,
Journal of Philosophy of Education, 34 (4) (2000), págs. 643-657; R.Moore, «For
Knowledge: tradition, progressivism and progress in education-recons truc ting the
curriculum debate», Cambridge Journal of Education, 30 (1) (2000), págs. 17-36; R.
Bailes; «Overcoming veriphobia-learning to love truth again», British Journal of
Educational Studies, 49 (2) (2001), págs. 159-172; J.Wilson, «Is education a good
thing?», Bristish Journal of Educational Studies, 50 (3) (2002), págs. 327-338;
R.Willmott, «Reclaiming metaphysical truth for educational research», British
Journal of Educational Studies, 50 (3) (2002), págs. 339-362; E.Terrén, «Post-modern
Attitudes: a challenge to democratic education», European Journal of Education, 37
(2) (2002), págs. 161-177.

44 W Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, Madrid, Fondo de Cultura


Económica, 1990.

46 Que la duda socrática es un paso para la posterior obtención de conocimiento


queda manifiesto en el diálogo platónico Menón, donde un esclavo analfabeto es
inducido a descubrir ciertas verdades matemáticas.

47 Suscribimos, a la hora de desarrollar estas líneas, la definición de dogmatismo


de Hessen: «Entendemos por dogmatismo [...] aquella posición epistemológica para
la cual no existe todavía el problema del conocimiento. El dogmatismo da por
supuestas la posibilidad y la realidad del contacto entre el sujeto y el objeto. Es para
él comprensible de suyo que el sujeto, la conciencia cognoscente, aprehende su
objeto. Esta posición se sustenta en una confianza en la razón humana, todavía no
debilitada por ninguna duda» (J.Hessen, Teoría del conocimiento, Madrid, Espasa
Calpe, 1981, pág. 34.

41 Apología, 21ad; 23ab.

49 W.Jaeger, «Alabanza de la ley. Los orígenes de la Filosofía del Derecho y los


griegos», Revista de Estudios Políticos, 67 (1953), 26.

189
48 Véase Rep. VII.

so Rep. VI, II d486a.

s' En nuestro contexto español, podemos citar entre muchos otros trabajos:
M.Cruz, (ed.), Tolerancia o barbarie, Barcelona, Gedisa, 1998; Etxeberría, X.,
Perspectivas de la tolerancia, Bilbao, Universidad de Deusto, 1997; C.Eymar, El
valor de la democracia. Una visión desde la tolerancia, Madrid, San Pablo, 1997, etc.

52 Véase Capítulo 5, nota 25.

54 D.Perarsky, «Socratic teaching: a critical assessment», Journal of Moral


Education, 23 (2) (1994), págs. 119-134

13 Cfr. K.Popper, El mito del marco común, Barcelona, Paidós, 1997.

55 J.Dewey, Democracia y educación, Madrid, Morata, 1998.

190
Índice
INTRODUCCIÓN 6
CAPÍTULO 1.-Educar desde el absurdo. La educación como
16
perseverante tarea ética
CAPÍTULO 2.-Educación para resistir. Filosofía estoica y
38
pedagogía
CAPITULO 3.-La educación como rememoración de las
61
aniquiladas esperanzas de los vencidos
CAPITULO 4.-La pedagogía desde la combativa inocencia. La
78
mirada subversiva de Iván Illich
CAPITULO 5.-Cultura escolar y cultura popular. La educación
95
participativa
CAPITULO 6.-El liberador encuentro con el otro. Pedagogía del
114
oprimido de Paulo Freire
CAPITULO 7.-Sentidos de la tolerancia: reflexiones para la
138
educación actual a partir de la tradición
Pero ya que he asumido, de hecho, ir presentando la temática
158
específica de los distintos ensayos o c
Una vez en la posición de lúcida asunción del aspecto trágico de
158
la existencia y toda ética, nos cab
En este primer capítulo se abordan algunas consecuencias para la
158
educación que se pueden extraer de
Entenderemos por el absurdo, en las líneas que siguen y según la
158
definición de Camus, el contraste e
Está claro que, en un primer momento, el pesimismo conlleva
158
una valoración fundamentalmente negativa
Así ocurre si consideramos que la vida es una explosión de
158
necesidades que reclaman ser satisfecha
lo cual significa que «toda vida es dolor»5. 158
tema del filósofo alemán, como señala Maceiras: «La aspiración
158
continuada e insatisfecha de la volun
El sufrimiento sin fin de la vida humana remite al hecho,
158
observado por Schopenhauer, de que la real
La comprensión de nuestra condición sobreviene a partir de los

191
grandes fracasos. Creo que también tr
cual todo adquiere una desmesurada dificultad. El filósofo Albert
158
Camus lo expresa certeramente: «Du
Entonces, nos sorprendemos, como expresa la conocida imagen
158
existencialista, abocados a habitar un
La ilusión supina del ser humano, individuo y especie, sería la de
158
creer que sus deseos de dominio y
Gran parte de la filosofía contemporánea conoce la evidencia de
158
este absurdo, esta vacuidad del mu
Volviendo a Schopenhauer, para él, la perspectiva pesimista
158
resulta lúcida, desde la óptica que esto
quier víctima inocente. El mal resulta un escándalo y es, así lo
158
grita el indignado corazón del homb
Cuando Camus propone aceptar el absurdo, afirma que equivale
158
a aceptar que «Todas las grandes accion
La constatación de la banalidad de la existencia puede darse, por
158
ejemplo, en el momento concreto en
Esta conclusión puede generar tristeza porque evoca la realidad
159
de que nos constituye la muerte17.
Pero véngase acá el señor licenciado, y dígame: ahora, al
159
presente, y en el momento en que vuestra m
fluir de las olas de la vida, desde el «sueño de una sombra» [...],
159
de Píndaro, hasta La vida es sue
Los recuerdos son un remedo de la realidad, ecos de un instante
159
perdido para siempre. En este sentid
[...]; es inútil que hurgue en el pasado, sólo saco restos de
159
imágenes y no sé muy bien lo que repre
Esta fluidez del mundo, este caos terrible de los instantes que se
159
suceden sin más, esta profunda ca
Ante la ausencia de un fundamento metafísico que legitime la
159
opción por unos valores y una ordenació
En las líneas precedentes ha quedado ampliamente desarrollada
159
la idea del filósofo de que el entorno
Tras la frustración inconmensurable de los seres humanos y su
159
decepción cósmica, puede surgir la act

192
Y en la concepción de Camus, el nihilista es quien reacciona
violentamente ante un universo injust 159

Tal es su rabia, que puede desembocar en un rechazo visceral del


159
mundo y la vida humana, o bien en
tamos consecuentemente ante una negación de la educación. Por
160
eso, la expresión «Pedagogía de la des
que resulta muy difícil mantener cuando el único horizonte que
159
hallamos en la vida humana es el de
En el fondo, el desesperado, desde su falta de esperanza, anhela
160
lo único que pacificaría el torbell
Nos hallamos, pues, ante un suicidio del humanismo, de un
160
humanismo que comenzó apostando por el hom
que rezuma humanidad. Asistiríamos al final de un ser humano
160
que se encuentra, como un kafkiano inse
Así ha ocurrido con especial fuerza en el siglo xx, «un siglo que
160
no se ha caracterizado precisame
Por consiguiente, si asumimos este pesimismo nihilista que
160
denominamos «desesperación», la educación
Es una historia narrada por un idiota, llena de estruendo y furia
160
que nada 3s
Este recelo ante una educación vinculada a la vieja y superada
160
idea de progreso36
se desprende de algunos pensamientos de Unamuno: «Para
160
Unamuno, lo que llamamos progreso es en rea
La razón nos alejaría de la verdadera felicidad de «no ser en
160
todo.» En la novela Amor y pedagogía
La pedagogía científica contribuiría, según esta idea, a la
160
prolongación del vano dolor creando fa
Nos quedaría, pues, abandonar toda empresa educativa o, si al
160
dolor añadimos cierta hipocresía, conc

193

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