Dilemas de La Bioetica
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Dilemas de La Bioetica
5. Dilemas de la bioética
JAVIER SÁDABA
I
El presente artículo está organizado en tres partes. En la primera nos
preguntamos por el por qué de la bioética. Cómo ha surgido, cuál es su
contexto. Por qué, en fin, estamos en lo que I. Illich llamó el mundo de la
biocracia. En la segunda parte nos preguntamos por la misión de la ética o
moral en esta situación. Cuáles son los límites, en el caso de que existan, que
le compete poner a la moral. O cuál es, por el contrario, la palabra positiva que
debe decir la moral. Por último, y brevemente, diremos dos palabras sobre el
nuevo y todavía inicial concepto de ser humano que va tomando cuerpo.
La etimología del término “bioética” es conocida: de bíos (vida) y ethikón
(moral). Al igual que la biología, definida como tratado o investigación de la
vida, la bioética sería el (supuesto) tratado o investigación de la ética de la vida.
Pero esta difunción se ajusta sólo a la etimología. Su significado es más
concreto y se refiere a problemas actuales. De ahí que sea necesario hacer un
poco de historia sobre el surgimiento de esta novísima disciplina. Los primeros
que usaron el nombre de bioética fueron el oncólogo Van Potter (al comienzo
de los setenta) y el ginecólogo A. Hellegers (aproximadamente por la misma
fecha). Parece, en cualquier caso, que lo hicieron simultánea e
independientemente (cosa que ha sucedido con frecuencia en la historia de las
invenciones humanas: Newton y Leibniz, Darwin y Wallace, Post y
Wittgenstein... ). En cualquier caso, Potter se ha impuesto a la hora de nombrar
fundadores. Del mismo modo se ha impuesto una noción de bioética que
relaciona los valores y principios morales no sólo con la medicina sino con las
ciencias biológicas. Esta imposibilidad de delimitar con exactitud el campo de la
bioética no tendría por qué escandalizar. Es lo que ha sucedido siempre que ha
nacido una disciplina nueva. No es baladí, digámoslo de paso, señalar el
catolicismo del holandés de origen Hellegers. Incluso se desempeñó, en 1965,
como cosecretario de la Comisión Vaticana sobre el Control de la Natalidad.
Los católicos han sido muy rápidos en este tema. Es el caso de España. El
primer Instituto de Bioética fue fundado en 1974 por el jesuita Abel
(perteneciente al Instituto Borja de Barcelona). Hoy los cristianos están
situados, a pesar de una coyuntura de clara secularización, en puestos clave
(universidades, hospitales, comisiones gubernamentales... ). No estará de más
la siguiente frase de Thevoz: “La historia de la bioética nos manifiesta que los
teólogos han ocupado en ella, desde su nacimiento, un lugar privilegiado”. Por
poner cara a la cita: piénsese en Fletcher, Ramsey, Engelhardt o Jonas.
Ahora bien, las cosas no surgen sin más. Surgen —como indicaba Kuhn con
las revoluciones científicas… y no científicas— porque el contexto está maduro
para que dichas cosas surjan. Y tal contexto no era otro sino, por un lado, el
avance de los estudios referidos a la biología y, por otro, la proliferación de
códigos éticos (de morales concretas). Y es que, efectivamente, y en lo que
atañe al primer punto, en las últimas décadas se ha acelerado un conjunto de
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Éste es el contexto, en una de sus partes, del boom de la bioética. Por otro
lado, están los antes citados códigos éticos. Expliquemos brevemente este
asunto y veamos qué consecuencias morales y legales está teniendo. En razón
de la parcialidad de las especialidades y de la responsabilidad que los nuevos
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Alude a la sanación del individuo mediante la curación de sus genes.
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Como cuando se mezcla un texto con otro bien distinto: lo que sale no es una
blasfemia, sino nada. En cualquier caso, recordemos un ejemplo tomado de P.
Singer. La diferencia en el número de cromosomas entre los seres humanos y
los chimpancés es sólo de dos, 46 y 48 respectivamente. La diferencia en
nucleótidos es sólo de 600 millones. Y es que los humanos y los chimpancés
nos separamos de un tronco común hace aproximadamente cinco millones de
años. Pues bien, dos especies de simios que viven en Indonesia y tienen 50 y
44 cromosomas se han cruzado dando lugar a descendencia común.
II
Ahora bien, avanzando un paso más, ¿qué habría que decir si se clonara
desde una célula adulta y diferenciada (cutánea, por ejemplo) otro ser
humano? Si, en fin, de una célula mía saliera otro ser, con el mismo o
parecidísimo contenido genético que yo, ¿qué habría que decir, desde un punto
de vista moral, al respecto? Mi respuesta, en este sentido, es clara. Es
probable que sea una banalidad clonar. Sería, además, un ataque a la
biodiversidad si se hiciera en masa o en serie. Sin duda. Pero una clonación
aislada o varias clonaciones controladas no en sí mismas ninguna perversidad.
No se ve que sea algo intrínsecamente inmoral (como lo sería robar al pobre,
matar al indefenso o torturar). Porque no ataca la libertad del clonado y porque,
si bien se conseguiría la reproducción sin contacto sexual, en ningún sitio está
escrito que sólo se pueda reproducir la especie en la cama (o en la copa de los
árboles). Otra cosa es que, tal y como está ahora la situación, sea prudente
prohibir la clonación. Debemos saber más. Y debemos tener controles públicos
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Pero volvamos directamente a la ética y a sus dilemas. Es obvio que quien sea
un amoral no tendrá problemas. Hará lo que le dé la gana en el laboratorio o le
interesará, por encima de todo, dominar las patentes, las industrias
farmacéuticas, la Bolsa y lo que el más brutal capitalismo pueda conseguir.
Pero si se tiene una moral universal y de respeto mutuo, las cosas cambian.
Una moral de este tipo nos es, por cierto, suficiente. No hace falta, como
algunos quieren, recurrir a la religión, por respetable que ésta pueda ser. Con
tal de ser razonables y considerar que todos somos sujetos de derecho,
podemos hacer frente a los problemas en cuestión.
Desde aquí tendríamos que decir, más en concreto y en relación con los
dilemas, lo siguiente. Que la biotecnología tiene el campo libre en tanto esté en
función de la salud y los bienes humanos. En función, en suma, del bienestar.
Y esto hay que decirlo sin miedos, con valentía, dejando espacio libre a la
investigación científica (reconocida, por ejemplo, en los pactos de Helsinki de
1964). Pero, al mismo tiempo, y es la otra cara o cuerno del dilema, se
necesitan límites; es decir, no vale todo. Es necesario que nunca se ataquen
los derechos humanos. Y en el núcleo de tales derechos está el supuesto de
que a nadie se lo puede instrumentalizar o usar como simple medio. A nadie se
lo puede tratar como un objeto. Puesto que sujetos somos. De ahí la
necesidad, no menor, del respeto a la autonomía y privacidad de los individuos,
el control de las malas consecuencias tecnológicas, la publicidad y
transparencia de las investigaciones o la argumentación adecuada en los casos
conflictivos.
El dilema, sin duda, nunca desaparecerá del todo. Cosa normal en la vida
humana. Pero el dilema no debe ahogarnos. Nos permite dar la primacía a la
ciencia en su constante investigación (la ciencia es una de nuestras grandes
conquistas desde el Homo Habilis) sin que, por otro lado, olvidemos que no se
puede —no se debe— transgredir la dimensión que tenemos los humanos en
cuanto tales. Y esa dimensión impone que nadie puede jugar con nuestra
autonomía, lo cual nos lleva a la última parte.
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III
Hemos visto que es el ser autónomo quien da respuesta, según los casos, al
dilema. Pero, ¿quién es el ser humano? La pregunta no es baladí. Afecta,
desde luego, al sujeto de la ética. Y, en este sentido, ¿sería sujeto de la ética,
por ejemplo, el Yeti? ¿O un supuesto híbrido? ¿O un superhombre? ¿Habría
que excluir a quienes no gozaran de algunas propiedades que caracterizan a
los humanos, —a quienes carecieran de inteligencia, por ejemplo— en cuyo
caso estaríamos abriendo una puerta al racismo? Es curioso que este tema no
se haya discutido lo suficiente. Y es que desde la Modernidad todo el empeño
se ha dedicado a fundamentar la moral dando por supuesto, desde un punto de
vista abstracto, que el sujeto humano era el ser racional. Y ya no se
preguntaban más. Para ello se utilizaba una lógica esencialista y porfiriana, que
se refleja en las clasificaciones de Linneo donde el Homo es un género aparte.
Precisamente es lo que ha sido cuestionado por las taxonomías actuales
llamadas cladistas. El cladismo, término y técnica inventados por W. Hennig,
procede teniendo en cuenta los caracteres ancestrales de los genes y sus
mutaciones reconstructoras de la evolución. Un clado es un origen común. Y un
ejemplo de cómo no hay que hacer taxonomías, tal y como nos previene el
cladismo, es el siguiente. Supongamos que el Neanderthal procede del Homo
Erectus de Eurasia. Y el Homo Sapiens Sapiens del Homo Erectus de Africa. El
Homo Erectus será un clado. Ahora bien, no podemos hacer, por mucho que
externamente nos parezcamos, un nuevo grupo, el Homo Sapiens, que
englobe al Neanderthal y al Homo Sapiens Sapiens. Esto sería parafilético y no
monofilético.
No es cuestión que ahora demos las razones que pueden aducirse para
mostrar que todos los introducidos en la comunidad humana han de ser
tratados como personas. Más aún, aquellos con carencias (piénsese en los
deficientes mentales) necesitan mayor compensación y protección. Una ética
completa y exigente se preocupa más por los que tienen menos que por los
que tienen más. Por otro lado, tampoco hay que desesperar si en algunos
casos no somos capaces de demostrar cuándo alguien pertenece o no a lo que
se entiende por “especie” humana. En los últimos tiempos se ha atacado y
tachado de error de “especieísmo” la concepción cerrada y exclusivista de la
especie. Autores como Regan o Singer, y por razones tanto epistemológicas
como morales, se han destacado en tales ataques. No habría que olvidar, sin
embargo, que los cambiantes conceptos a definir pueden resultar viejos en un
campo pero ser útiles en otro. Así, el concepto de “especie” se ha hecho inútil
para los paleontólogos pero se sigue usando en la genética de poblaciones. En
muchas ocasiones nos enfrentamos a situaciones fronterizas que el sentido
común nos ayuda a resolver.
A pesar de que sea ésa la actitud moral que defendemos no hay que pasar por
alto que las preguntas que acabamos de hacer no son ficciones. Pertenecen a
lo que vamos conociendo de nuestro linaje. Somos seres en evolución y de
otros menos evolucionados venimos. Ahora bien, dicho linaje —repitámoslo—
es oscuro, hecho a trompicones (con nucleótidos —en número— como la rata,
órganos como el cerdo, genoma parecido a algún gusano, bipedación como los
gibones...). Tan oscuro que entre el Ramiphitecus de hace 14 millones de años
y el Australophitecus Afariensis, al que pertenecería nuestra madre africana
Luci, de hace 3 o 4 millones de años, no sabemos apenas nada. Esta es la
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