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Dilemas de La Bioetica

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José Tono Martínez (comp.) Observatorio siglo XXI, Bs.As. Ed.Paidós,


2005

5. Dilemas de la bioética
JAVIER SÁDABA

I
El presente artículo está organizado en tres partes. En la primera nos
preguntamos por el por qué de la bioética. Cómo ha surgido, cuál es su
contexto. Por qué, en fin, estamos en lo que I. Illich llamó el mundo de la
biocracia. En la segunda parte nos preguntamos por la misión de la ética o
moral en esta situación. Cuáles son los límites, en el caso de que existan, que
le compete poner a la moral. O cuál es, por el contrario, la palabra positiva que
debe decir la moral. Por último, y brevemente, diremos dos palabras sobre el
nuevo y todavía inicial concepto de ser humano que va tomando cuerpo.
La etimología del término “bioética” es conocida: de bíos (vida) y ethikón
(moral). Al igual que la biología, definida como tratado o investigación de la
vida, la bioética sería el (supuesto) tratado o investigación de la ética de la vida.
Pero esta difunción se ajusta sólo a la etimología. Su significado es más
concreto y se refiere a problemas actuales. De ahí que sea necesario hacer un
poco de historia sobre el surgimiento de esta novísima disciplina. Los primeros
que usaron el nombre de bioética fueron el oncólogo Van Potter (al comienzo
de los setenta) y el ginecólogo A. Hellegers (aproximadamente por la misma
fecha). Parece, en cualquier caso, que lo hicieron simultánea e
independientemente (cosa que ha sucedido con frecuencia en la historia de las
invenciones humanas: Newton y Leibniz, Darwin y Wallace, Post y
Wittgenstein... ). En cualquier caso, Potter se ha impuesto a la hora de nombrar
fundadores. Del mismo modo se ha impuesto una noción de bioética que
relaciona los valores y principios morales no sólo con la medicina sino con las
ciencias biológicas. Esta imposibilidad de delimitar con exactitud el campo de la
bioética no tendría por qué escandalizar. Es lo que ha sucedido siempre que ha
nacido una disciplina nueva. No es baladí, digámoslo de paso, señalar el
catolicismo del holandés de origen Hellegers. Incluso se desempeñó, en 1965,
como cosecretario de la Comisión Vaticana sobre el Control de la Natalidad.
Los católicos han sido muy rápidos en este tema. Es el caso de España. El
primer Instituto de Bioética fue fundado en 1974 por el jesuita Abel
(perteneciente al Instituto Borja de Barcelona). Hoy los cristianos están
situados, a pesar de una coyuntura de clara secularización, en puestos clave
(universidades, hospitales, comisiones gubernamentales... ). No estará de más
la siguiente frase de Thevoz: “La historia de la bioética nos manifiesta que los
teólogos han ocupado en ella, desde su nacimiento, un lugar privilegiado”. Por
poner cara a la cita: piénsese en Fletcher, Ramsey, Engelhardt o Jonas.
Ahora bien, las cosas no surgen sin más. Surgen —como indicaba Kuhn con
las revoluciones científicas… y no científicas— porque el contexto está maduro
para que dichas cosas surjan. Y tal contexto no era otro sino, por un lado, el
avance de los estudios referidos a la biología y, por otro, la proliferación de
códigos éticos (de morales concretas). Y es que, efectivamente, y en lo que
atañe al primer punto, en las últimas décadas se ha acelerado un conjunto de
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estudios relacionados con la genérica, la neurología o la embriología y sus


correspondientes aplicaciones: clonaciones, reproducción artificial,
experimentación con embriones, propiedad de patentar materia viva,
recornbinación de genes, transgenia, medicina regenerativa, genómica,
domesticación de células troncales y un largo etcétera que cubre todos los
campos de la bioesfera.

Permítasenos un pequeño inciso en lo que respecta a la patentización de


materia viva. Recordemos la famosa frase de John Moore: “Algunos de ustedes
pueden haber conocido una parte de mí en el laboratorio”. Moore padecía una
especie rara de leucemia. Un médico extrajo, sin su consentimiento, una
muestra de su bazo y luego se patentó una línea celular a partir de la muestra.
No es fácil, por cierto, proponer por ejemplo que “el Genoma es patrimonio de
la humanidad” y luego patentar materia viva.
Pero continuemos con nuestro relato. Tanta ha sido, en fin, la incidencia de
estos avances y problemas que algunos sostienen que vivimos en un mundo
biótico. El universo, como en la Teogonía de Hesíodo o en el Timeo de Platón,
empezaría a parecerse a un gran animal (de ahí también la popularidad de la
controvertida hipótesis Gaia de Lynn Margulis y J. Lovelock, en la que todo lo
existente aparece correlacionado). Todo lo recorrería la vida (el gran biólogo
Dresch, que acabó medio loco en un monasterio, entusiasmado por el misterio
de la vida, habría estado a sus anchas en un mundo en el que ese misterio se
devela día a día). Todo, en suma, es “bio-algo”. Hay bioética, biociencia,
biomedicina, biosensores, biotecnología, biomecánico-paleontología, etc. Y se
nos inunda, en consecuencia, con libros, revistas especializadas y menos
especializadas, que reconstruyen al Horno, ilustrándonos, además, sobre
aplicaciones biológicas posibles o reales en animales, plantas y seres
humanos. Y, aunque no exista la “cosmoética”, existe la ecología (nombre que,
por cierto, se debe al biólogo, con acentos prenazis, Haeckel). Una ecología
que, por mucho que ataque los abusos de los avances de la biotecnología (en
pesticidas, alimentos, animales, y en el mundo en su conjunto) mantiene una
concepción vitalista en el sentido de defender la riqueza potencial de la vida.

La ecología, en cualquier caso, y permítasenos este paréntesis, va a tener dos


desarrollos con signos muy distintos. Uno, regresivo y cuasinazi, ejemplificado
por Grulb e incluso por el ex comunista R. Bahro, que todo lo cifra en una
naturaleza guerrera y despiadada a la que habría que acomodarse. Y otro,
progresista, que expande la ética en un gran abrazo que abarca los individuos
concretos hasta el mundo entero. Dos representantes cualificados en España
de esta última tendencia son Mosterín y Reichman. Estos últimos, aunque se
puede discrepar con ellos, no incurren en errores tales como apelar a la
“ldentidad de las especies naturales”.

Éste es el contexto, en una de sus partes, del boom de la bioética. Por otro
lado, están los antes citados códigos éticos. Expliquemos brevemente este
asunto y veamos qué consecuencias morales y legales está teniendo. En razón
de la parcialidad de las especialidades y de la responsabilidad que los nuevos
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descubrimientos traen consigo a determinados grupos (piénsese en los


médicos: el catálogo de problemas clásicos va desde la eutanasia hasta los
inicios de la vida), éstos ahondan en su dimensión moral o simplemente tratan
de autoprotegerse. El hecho es que se ha dado una auténtica proliferación de
códigos morales aplicados a actividades específicas. En su sentido más
amplio, los códigos morales atañen a periodistas, televisiones, publicistas, etc.
Pero, repitámoslo, de modo especial han tocado a los profesionales de la
medicina. La última consecuencia de todo ello serán las comisiones o comités
de ética a las que en su momento haremos referencia. Pero, ¿por qué los
médicos? ¿Por qué les afecta tanto? ¿Las cosas no tendrían que estar claras
desde el juramento hipocrático? Aunque algo hemos dicho ya, conviene
detenerse para responder esta pregunta.

La medicina o ciencia de la salud se ha visto directísimamente interpelada por


los avances extraordinarios de las ciencias ligadas a la biología y, muy
especialmente, por la genética. Tanto es así que P. Overhage ha llegado a
decir que estamos ante el “experimento humanidad”. Todavía más, lo que H.
Khan y A. J. Wienner escribían en El año 2000, en su capítulo “La
transformación biológica del hombre”, ha sido ampliamente superado. Del
mismo modo, el libro de Watson, Biología molecular del gen, se volvió
anticuado en menos de veinte años. Tanto se ha desarrollado esta disciplina
que la terapia génica1, por ejemplo, tiene ya un nombre propio indicador de que
constituye un nuevo dominio científico-técnico: la genómica o genomía. Pero la
cosa no se detiene ahí. Y es que, por un lado, se está conociendo de modo
exhaustivo nuestro código genético. Es decir, el texto que determina nuestra
estructura individual y que transmitimos como herencia. El proceso de
localización, mapización y secuenciación del genoma (lo que se conoce como
PGH) va a estar listo antes del 2005, fecha propuesta en un principio. Venter y
Halstine, por su parte, han adelantado otra fecha: el 2001. Y es que la polémica
ahora es entre los oficialistas del PGH, para los que es más seguro lo público, y
los anteriormente citados, que trabajan en forma privada. Collins, el director del
PGH, está mediando entre ellos. Piénsese en lo que esto significa para la
privacidad, y se trata sólo de un ejemplo. Como decía un conocido científico —
Chargaff—, de la saliva que dejemos en un sobre se podrá determinar nuestro
código genético. Algunos están pensando ya en entregarnos códigos genéticos
de personajes célebres fallecidos (M. Monroe, por ejemplo) a través del análisis
de un cabello. O en reconstruir el de Cristo por medio de gotas de sangre del
Santo Sudario. Y con una mosca en el ámbar “reconstruir” a un dinosaurio por
lo que de su sangre ha chupado. Con las graves consecuencias en lo que se
refiere a seguros, puestos de trabajo, subvenciones o tantas cosas más. Y, por
el lado estrictamente práctico (lo que sigue sólo serán simples y sintéticos
ejemplos), las aplicaciones de la genética avanzan de modo espectacular.
Hace todavía poco tiempo los científicos pidieron moratorias en lo que se
conoce como ADN-recombinante (en dicho ADN se trata de introducir genes de
un individuo en otro o de una especie en otra especie). Pero ya se ha llegado a
la conclusión de que las posibles monstruosidades no serían tan fáciles de
realizar. Lo más probable es que diera lugar a tonterías, es decir, a nada.

1
Alude a la sanación del individuo mediante la curación de sus genes.
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Como cuando se mezcla un texto con otro bien distinto: lo que sale no es una
blasfemia, sino nada. En cualquier caso, recordemos un ejemplo tomado de P.
Singer. La diferencia en el número de cromosomas entre los seres humanos y
los chimpancés es sólo de dos, 46 y 48 respectivamente. La diferencia en
nucleótidos es sólo de 600 millones. Y es que los humanos y los chimpancés
nos separamos de un tronco común hace aproximadamente cinco millones de
años. Pues bien, dos especies de simios que viven en Indonesia y tienen 50 y
44 cromosomas se han cruzado dando lugar a descendencia común.

Pero en cualquier caso, y esto es fundamental, lo que sí se ha sabido es que


con el ADN-recombinante se pueden obtener muchas ventajas de enorme
importancia para mejorar nuestras vidas. No sólo en el campo de la industria
agropecuaria —por ejemplo, generando proteínas de leche de animales que,
después, sea más nutritiva— sino produciendo insulina para diabéticos. Y es
que, un poco más allá, si se consigue llegar al gen enfermo y reemplazarlo por
otro sano, habremos dado un paso de gigante. Los fármacos, entonces, irían a
las células “diana” a través de lo que se llaman “vectores de transmisión” (virus
y retrovirus) en vez de permanecer en la superficie. El mismo cáncer estaría
dentro de estas posibilidades. Naturalmente, “tocar genes” es delicado incluso
si se hace con la mejor intención terapéutica. Más aún, tocar aquellas células
de la línea germinal (las sexuales que, por tanto, afectan a toda la línea
hereditaria) podría tener consecuencias catastróficas no sólo para el individuo
sino para la descendencia en caso de error o cosa por el estilo. De ahí que
junto a los grandes logros aniden, como es habitual, grandes peligros. En
suma, el panorama muestra algunos logros desconocidos hasta el momento (o
sólo conocidos por la imaginación) y otros no menos peligrosos (también
agitados a veces por la ficción.. y que tanto que hablar han dado últimamente a
una literatura ignorante que se ha dedicado a asustar con Mengeles,
Frankensteins, hombres Epsilon, etcétera). Esto —el dilema bueno/malo— nos
lleva directamente al estricto campo de la ética.

II

En el título de esta exposición nos referíamos a los dilemas. Hemos visto,


efectivamente, que la revolución genética nos coloca ante un aspecto positivo y
otro negativo. Si se puede hablar con algún rigor de ética aplicada (porque, en
principio, toda ética lo es), dicha ética tendría, hoy, que aplicar todo su saber al
fascinante mundo de la biología molecular y, muy especialmente, a la
biotecnología dentro de la genética. Es verdad que la vida, en general, es
dilemática. Y que la moral, en sí misma, es dilemática. Pero dicha estructura de
dilema (bien estudiada desde Aristóteles) se hace patente, como nada, en el
fenómeno que estamos analizando. El alcance de los medios de los que hoy
disponemos llega a nuestro interior y toca también la sociedad y la naturaleza.
Si los ingenuos o perversos eugenistas del siglo pasado quisieron, en términos
pregenéticos, seleccionar la raza humana a favor de blancos inteligentes (cosa
no sólo difícil de realizar sino incluso de conceptualizar), hoy tenemos la
posibilidad, sin ser eugenistas, de evitar enfermedades o herencias
defectuosas y de mejorar nuestra vida. Naturalmente, con los peligros antes
descritos de improvisación, fallos, posible negación de la autonomía individual,
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falta de transparencia, contaminación, etc. Más todos aquellos problemas que


atañen, obviamente, a una sociedad capitalista: dominio, comercialización,
oscuridad, abuso, adicción, destrucción en nombre del dinero o pura presión
farmacéutica. Tal vez podamos hacer más claro el dilema ético si nos fijamos
en un caso que está despertando considerable interés: la clonación.
No se trata de narrar la historia de la clonación desde las ranas hasta la posible
clonación de un ser humano adulto, pasando por la oveja Dolly. Gina Kolata (en
Hello, Dolly) ha expuesto minuciosamente este proceso. El hecho es que
podemos clonar. Al menos podemos clonar desde las células de los primeros
días de los embriones. Se ha demostrado también que podemos clonar desde
células diferenciadas, puesto que ése ha sido el caso de la citada oveja Dolly.
En lo que respecta a este fenómeno, conviene hacer una serie de precisiones
que van directamente a la cuestión ética. Y aunque en estas precisiones
aludamos a los hechos en cuanto tales, el objetivo será, en todo momento,
entrar en el dilema ético. Vayamos a ello.

En principio, la clonación (clon: retoño) es un fenómeno extendido que se da de


modo natural incluso en los seres humanos: los gemelos monocigóticos. Por
otro lado, nunca conseguiríamos dos clones (se trate de seres humanos o no)
idénticos. Porque incluso si toda la carga genética fuera la misma, cada
persona, después, podría ser muy distinta. Podría ser ella misma y, por tanto,
libre. Una, Santa Teresa y otra, Hitler. No estamos, en suma, determinados por
nuestros genes. De la misma manera que el hecho de que dos hermanos
gemelos tengan ojos marrones no hace que ambos abran los ojos o los cierren
ante una escena de un filme X. Pero es que, además, la clonación parcial o
cuasiparcial parece que puede traer grandes bienes. Y bienes referidos a los
seres humanos. He aquí algunos de ellos: proteínas para enfermedades
monogénicas como la fibrosis quística o la hemofilia, nutrición para prematuros,
xenotrasplantes, clones transgénicos, líneas celulares, medicina regenerativa o
construcción de modelos de enfermedades. Una clonación parcial o
cuasiparcial humana se produciría si se clonaran tejidos u órganos míos, por
ejemplo, para un posible trasplante en el caso de que los necesitara. En
concreto, la clonación de la médula ósea, decisiva en las enfermedades de
leucemia, es relativamente fácil de llevar a cabo. Los ejemplos podrían
multiplicarse.

Ahora bien, avanzando un paso más, ¿qué habría que decir si se clonara
desde una célula adulta y diferenciada (cutánea, por ejemplo) otro ser
humano? Si, en fin, de una célula mía saliera otro ser, con el mismo o
parecidísimo contenido genético que yo, ¿qué habría que decir, desde un punto
de vista moral, al respecto? Mi respuesta, en este sentido, es clara. Es
probable que sea una banalidad clonar. Sería, además, un ataque a la
biodiversidad si se hiciera en masa o en serie. Sin duda. Pero una clonación
aislada o varias clonaciones controladas no en sí mismas ninguna perversidad.
No se ve que sea algo intrínsecamente inmoral (como lo sería robar al pobre,
matar al indefenso o torturar). Porque no ataca la libertad del clonado y porque,
si bien se conseguiría la reproducción sin contacto sexual, en ningún sitio está
escrito que sólo se pueda reproducir la especie en la cama (o en la copa de los
árboles). Otra cosa es que, tal y como está ahora la situación, sea prudente
prohibir la clonación. Debemos saber más. Y debemos tener controles públicos
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al respecto. He aquí, pues, un ejemplo claro de aplicación moral en la


clonación. En este punto, merece la pena decir dos palabras sobre tales
controles públicos. Y volver sobre lo que dejamos inconcluso al hablar de los
códigos morales.

En los últimos tiempos han proliferado los comités de ética. No vamos a


referirnos concretamente a ellos. Digamos que los hay más universales o
nacionales. O, incluso, sectoriales (los que atañen, por ejemplo, sólo a los
juristas). En consecuencia, hay proclamas que sólo son directivas o
recomendaciones, mientras que en otros casos se trata de normativas que si
no se siguen, uno es castigado. Y existen, al mismo tiempo, comisiones
consultivas de expertos que deberíamos considerar de la mayor importancia.
En este sentido, sería deseable que tales comisiones no fueran monopolizadas
por el gobierno ni por la Iglesia. Que fueran transparentes y plurales y que
estuvieran sometidas a un gran debate social. En este debate son
imprescindibles —cómo no— los filósofos morales.

Pero volvamos directamente a la ética y a sus dilemas. Es obvio que quien sea
un amoral no tendrá problemas. Hará lo que le dé la gana en el laboratorio o le
interesará, por encima de todo, dominar las patentes, las industrias
farmacéuticas, la Bolsa y lo que el más brutal capitalismo pueda conseguir.
Pero si se tiene una moral universal y de respeto mutuo, las cosas cambian.
Una moral de este tipo nos es, por cierto, suficiente. No hace falta, como
algunos quieren, recurrir a la religión, por respetable que ésta pueda ser. Con
tal de ser razonables y considerar que todos somos sujetos de derecho,
podemos hacer frente a los problemas en cuestión.

Desde aquí tendríamos que decir, más en concreto y en relación con los
dilemas, lo siguiente. Que la biotecnología tiene el campo libre en tanto esté en
función de la salud y los bienes humanos. En función, en suma, del bienestar.
Y esto hay que decirlo sin miedos, con valentía, dejando espacio libre a la
investigación científica (reconocida, por ejemplo, en los pactos de Helsinki de
1964). Pero, al mismo tiempo, y es la otra cara o cuerno del dilema, se
necesitan límites; es decir, no vale todo. Es necesario que nunca se ataquen
los derechos humanos. Y en el núcleo de tales derechos está el supuesto de
que a nadie se lo puede instrumentalizar o usar como simple medio. A nadie se
lo puede tratar como un objeto. Puesto que sujetos somos. De ahí la
necesidad, no menor, del respeto a la autonomía y privacidad de los individuos,
el control de las malas consecuencias tecnológicas, la publicidad y
transparencia de las investigaciones o la argumentación adecuada en los casos
conflictivos.

El dilema, sin duda, nunca desaparecerá del todo. Cosa normal en la vida
humana. Pero el dilema no debe ahogarnos. Nos permite dar la primacía a la
ciencia en su constante investigación (la ciencia es una de nuestras grandes
conquistas desde el Homo Habilis) sin que, por otro lado, olvidemos que no se
puede —no se debe— transgredir la dimensión que tenemos los humanos en
cuanto tales. Y esa dimensión impone que nadie puede jugar con nuestra
autonomía, lo cual nos lleva a la última parte.
7

III
Hemos visto que es el ser autónomo quien da respuesta, según los casos, al
dilema. Pero, ¿quién es el ser humano? La pregunta no es baladí. Afecta,
desde luego, al sujeto de la ética. Y, en este sentido, ¿sería sujeto de la ética,
por ejemplo, el Yeti? ¿O un supuesto híbrido? ¿O un superhombre? ¿Habría
que excluir a quienes no gozaran de algunas propiedades que caracterizan a
los humanos, —a quienes carecieran de inteligencia, por ejemplo— en cuyo
caso estaríamos abriendo una puerta al racismo? Es curioso que este tema no
se haya discutido lo suficiente. Y es que desde la Modernidad todo el empeño
se ha dedicado a fundamentar la moral dando por supuesto, desde un punto de
vista abstracto, que el sujeto humano era el ser racional. Y ya no se
preguntaban más. Para ello se utilizaba una lógica esencialista y porfiriana, que
se refleja en las clasificaciones de Linneo donde el Homo es un género aparte.
Precisamente es lo que ha sido cuestionado por las taxonomías actuales
llamadas cladistas. El cladismo, término y técnica inventados por W. Hennig,
procede teniendo en cuenta los caracteres ancestrales de los genes y sus
mutaciones reconstructoras de la evolución. Un clado es un origen común. Y un
ejemplo de cómo no hay que hacer taxonomías, tal y como nos previene el
cladismo, es el siguiente. Supongamos que el Neanderthal procede del Homo
Erectus de Eurasia. Y el Homo Sapiens Sapiens del Homo Erectus de Africa. El
Homo Erectus será un clado. Ahora bien, no podemos hacer, por mucho que
externamente nos parezcamos, un nuevo grupo, el Homo Sapiens, que
englobe al Neanderthal y al Homo Sapiens Sapiens. Esto sería parafilético y no
monofilético.

No es cuestión que ahora demos las razones que pueden aducirse para
mostrar que todos los introducidos en la comunidad humana han de ser
tratados como personas. Más aún, aquellos con carencias (piénsese en los
deficientes mentales) necesitan mayor compensación y protección. Una ética
completa y exigente se preocupa más por los que tienen menos que por los
que tienen más. Por otro lado, tampoco hay que desesperar si en algunos
casos no somos capaces de demostrar cuándo alguien pertenece o no a lo que
se entiende por “especie” humana. En los últimos tiempos se ha atacado y
tachado de error de “especieísmo” la concepción cerrada y exclusivista de la
especie. Autores como Regan o Singer, y por razones tanto epistemológicas
como morales, se han destacado en tales ataques. No habría que olvidar, sin
embargo, que los cambiantes conceptos a definir pueden resultar viejos en un
campo pero ser útiles en otro. Así, el concepto de “especie” se ha hecho inútil
para los paleontólogos pero se sigue usando en la genética de poblaciones. En
muchas ocasiones nos enfrentamos a situaciones fronterizas que el sentido
común nos ayuda a resolver.
A pesar de que sea ésa la actitud moral que defendemos no hay que pasar por
alto que las preguntas que acabamos de hacer no son ficciones. Pertenecen a
lo que vamos conociendo de nuestro linaje. Somos seres en evolución y de
otros menos evolucionados venimos. Ahora bien, dicho linaje —repitámoslo—
es oscuro, hecho a trompicones (con nucleótidos —en número— como la rata,
órganos como el cerdo, genoma parecido a algún gusano, bipedación como los
gibones...). Tan oscuro que entre el Ramiphitecus de hace 14 millones de años
y el Australophitecus Afariensis, al que pertenecería nuestra madre africana
Luci, de hace 3 o 4 millones de años, no sabemos apenas nada. Esta es la
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situación. Esta es la situación y hemos dicho ya cómo debemos afrontarla.


Pero demos un paso más hacia adelante.

Es lo que vamos a hacer, para coincidir. Y lo haremos un tanto


programáticamente puesto que estamos convencidos de que mucho más, en
estos momentos, no se puede decir. En primer lugar, debemos recurrir a una
lógica borrosa, que tiene su puesto en el pensamiento formal. Se trata de poner
de manifiesto que en muchas ocasiones no sabemos si un miembro pertenece
a un conjunto o no. Esto nos proporcionará alguna inseguridad pero ganaremos
en ajuste a la realidad. En relación con dicho enfoque, deberíamos actuar en
expanding circle. Dicho de otra forma, deberíamos contemplar todo lo existente
de manera gradual, sin grandes rupturas. Eso es especialmente cierto en el
campo de lo viviente. Las bruscas disecciones las hacemos nosotros. No están
en el mundo. En segundo lugar, conviene que, después de ocuparnos de
nosotros mismos, construyamos una sociedad humana, nos interesemos por
los animales (al menos por los mamíferos superiores y, especialmente, por los
primates) hasta llegar a todo el mundo, hogar que estamos destruyendo y que
deberíamos mimar, destrucción de la que las grandes potencias son
directamente culpables. En tercer lugar, a la hora de decidir en casos difíciles lo
que tendremos que hacer es comparar, analizar caso por caso, intentar
correlacionar unos casos con otros y aplicar, en suma, el refinado sentido
común (que es lo que hizo la casuística, pero sin simplismo, y que ahora
empieza a recuperarse). Y, finalmente, tener siempre ante los ojos esa
categoría tan poco aplicada y tantas veces concebida en el terreno de lo
abstracto que son los derechos humanos. Y esto en dos sentidos.
Negativamente, dado que deben ser el freno o límite para no jugar con nadie
(para no jugar a “malos dioses”, modificando un tanto la frase de Ramsey). Y
positivamente, dado que a nuestra disposición está la oportunidad de integrar
en las personas los avances, los progresos, lo que se debe a nuestra
inteligencia y a nuestra libertad (eso que más o menos suele llamarse “lo
artificial”). No hay que olvidar nunca que la salud es la base de la ética. Bien lo
supieron los antiguos. Y bien tenemos que saberlo nosotros. Teniendo siempre
en cuenta que somos seres abiertos, en proceso constante de cambio. Y que
alguna incertidumbre y, por tanto, alguna resolución decisiva, nos rodea.

Concluimos ya de verdad. Conozcamos nuestra historia y la historia de la


bioética. Procedamos con valentía, sin miedo, aunque llenos de prudencia.
Demos, por tanto, la palabra a la ciencia y conozcamos, dentro de nuestras
posibilidades, lo que ésta nos entrega. Movilicemos tanto a la comunidad moral
como a los Estados para integrar todo ello en la vida de las personas. Para vivir
mejor. Para estar todo lo bien que podamos estar. Para hacer aquello que un
científico decía a propósito de la clonación y que nosotros podríamos extender
a todo: no muchas personas sino mejorar mucho a las personas.

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