Monge 05 Nuevas Tendencias PDF
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Fernando Monge
Centro de Humanidades
Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Desde hace algo más de cuatro décadas parece imposible aproximarse, o practicar
la antropología sin toparse con una serie de criterios o lugares comunes que parecen
superar las diferencias entre las escuelas dominantes. Existe, a partir de entonces una
suerte de territorio compartido por todos y que tiene su origen en las utopías de los
sesenta, en las revoluciones estudiantiles y, sobre todo, en las voluntad por un cambio
social y político profundo. Bajo esta ola de transformaciones no sólo llegaría la
aspiración por desarrollar grandes teorías antropológicas sino, también, las primeras
denuncias que afirmaban que la antropología estaba perdiendo los valores centrales en
los que se fundaba. Desde los años sesenta la antropología esta según muchos
antropólogos en crisis e , incluso, según algunos ha llegado a un momento en el que ha
entrado en un proceso de disolución o desaparición inevitable.
Aunque no son demasiados, los temas recurrentes que nos llevan a declarar a la
antropología en crisis podrían extenderse a lo largo de varias páginas y con ellos
estaríamos en condiciones de definir un nuevo género, quizá una escuela, de antropología
de la crisis de la antropología.
A lo largo de los años treinta del pasado siglo los antropólogos en el mundo
apenas debían alcanzar la centena en el más amplio de los censos. Luchaban por hacerse
un espacio en la academia, ese espacio profesionalizado en el que habitaban y habitan
intelectuales, humanistas y científicos; trataban, también, de desarrollar una disciplina
positiva, fundada en los hechos que poblaban el exótico mundo al que dirigían su
atención. Es posible que hoy podamos ubicar en escuelas concretas a esos pocos
abanderados de la antropología, de hecho algunos fueron capaces de construir escuelas
cuya tradición perdura. Sea cual sea la perspectiva desde la que queramos abordar el
estado actual de la disciplina, a mí me interesa destacar cómo esas tradiciones diversas de
pensamiento sobre el hombre luchaban por ubicarse tanto en universidades como en
instituciones de investigación o, más recientemente, organizaciones no gubernamentales
como ‘Cultural Survival.’
Cincuenta años más tarde, es decir en la década de 1989, la antropología era ya una
actividad bien consolidada y con una amplia tradición literaria. Se había convertido en
una disciplina autosuficiente, es decir, tenía sus propias autoridades y obras claves en las
que soportar los trabajos que continuaban o desafiaban las ideas de los maestros. Bajo la
denominación de antropología se habían desarrollado, transformado y convivían distintas
escuelas cuyos orígenes podían seguir trazándose más allá de los lindes de la disciplina
de la antropología socio-cultural; existían, incluso, subdisciplinas como las cuatro
subdivisiones tradicionales de la tradición académica estadounidense (arqueología,
lingüística, antropología física y antropología socio-cultural).
Sin embargo, en los años ochenta del siglo XX la antropología iba a experimentar una
serie de cambios que no se podían reducir a la aparición, o desaparición, crecimiento o
declinar de una u otra escuela, o, incluso, una u otra tradición. En ese momento llegaron a
ocupar posiciones relevantes del mundo académico aquellos que participaron, incitaron o
apoyaron las revoluciones estudiantiles, los movimientos alternativos de los años sesenta
y setenta. Esos mismos actores comenzaron a percibir, asimismo, la gestación de un
nuevo orden mundial postcolonial y la creciente efervescencia de lo que, años más tarde,
llamamos las zonas de contacto (Pratt 1992: 7; Clifford 1997) de situaciones coloniales,
post-coloniales y neocoloniales.
Los traumáticos cambios que se habían incubado a lo largo de las dos décadas
anteriores llegaron de un modo igualmente doloroso a la disciplina. ¿Se habían quebrado
las utopías revolucionarias de los sesenta? Para muchos la antropología no solo estaba en
crisis, había llegado, de hecho, demasiado lejos y era necesario volver a sus orígenes;
para otros, la búsqueda de nuevos paradigmas fundados en disciplinas cercanas se habían
convertido en una prioridad. Edmund Leach anunciaba, en 1967, a un publico general en
una serie de conferencias emitidas en la radio de la BBC, que el mundo estaba en
explosión y que no sólo nosotros sino la misma antropología tenía que reorientarse hacia
esos nuevos escenarios de cambio y ajustar a ese nuevo mundo sus métodos de análisis y
perspectivas. A lo largo de aquellos años, varios textos claves insisten en reinventar
(Hymes 1972) o repensar (Leach 1961) ? la antropología, de hecho, la fórmula re-algo se
convirtió en toda una moda, por ejemplo, se pueden mencionar dos influyentes textos:
Reinventing Anthropoloy o Rethinking Anthropology; o, incluso, en un género dentro de
la antropología.
La antropología, como el mundo actual, parece estar sujeto a una fuerte aceleración.
Todavía hoy algunas de las nuevas tendencias aparecidas en las últimas décadas apenas
pueden etiquetarse y, si lo hacemos, corremos el peligro de adscribir a las mismas a
quienes no se sienten miembros de ellas. Así, no resulta inusitado enmarcar a Clifford
Geertz entre los postmodernos cuando el mismo se siente ofendido de semejante
afiliación. En estas circunstancias, muchos consideran que la antropología se define hoy
mejor por su eclecticismo que por la suma de las distintas escuelas que se desarrollan en
su seno. La antropología hoy, o mejor dicho, a lo largo de las tres últimas décadas ha
perdido su inocencia. Un recorrido que puede ilustrarse en las diferencias visibles que
existen entre libros de memorias etnográficas como Tristes Trópicos Claude Lévi-Strauss
y El antropólogo inocente, de Nigel Barley.
Creo, como ya indicó Jack Godoy, que una aproximación tradicional de la historia y
teoría antropológica al “agrupar antropólogos e ideas en categorías únicas hace difícil
entender su trabajo” (1995: 208). Si nos limitamos a clasificar y organizar, ¿dónde
encajaremos la antropología de la escritura, la integración en un mismo discurso analítico
de las dimensiones temporales y espaciales de la actividad humana, el desplazamiento
que ha sufrido el trabajo de campo clásico como elemento central para la construcción de
los nuevos antropólogos, la afirmación de identidades antropológicas que no se
fundamentan en la repetición o simulación automática de esquemas disciplinares propios
de otras tradiciones, el aprendizaje de escuelas de pensamiento como el postmodernismo
o el feminismo que han sabido dirigir su mirada crítica no sólo al ser humano sino hacia
la práctica y construcción de nuestra propia disciplina?
‘No era eso’ repite Clifford Geertz cuando alguno de sus pocos discípulos, como
Paul Rabinow defienden un giro metodológico y filosófico que cuestiona de un modo más
radical los presupuestos de abanderados de la generación del primero como Edward
Evans-Pritchard o Pierre Bourdieu. No era eso cuando, tomando la antorcha que, de
nuevo, Geertz encendió en una serie de conferencias que impartió en la Universidad de
Stanford en 1983?, antropólogos como George Marcus, Michael Fischer, James Clifford o
Renato Rosaldo abordan experimental y programáticamente los retos que suponen en la
actualidad escribir las y sobre las culturas?. No era eso cuando el interpretativismo que el
lidera, y que han seguido desarrollando otras discípulas menos díscolas como Sherry
Ortner, se transforma en reflexivismo o, incluso en postmodernismo extremo. Ni tampoco
era eso cuando antropólogas feministas como Henrietta Moore o pensadores
recientemente desaparecidos como Edward Said atacaban las visiones del mundo basadas
en perspectivas que según ella o él eran sesgadas y parciales. ¿Qué era entonces?
Para James Clifford, el periodo histórico que se extiende desde la década de los setenta
del siglo XX al año 2000 se caracterizó en las universidades estadounidenses y el entorno
académico anglosajón, luego abordaré brevemente que pasó en España, por profundos
cambios.
“En las universidades [dice Clifford], llenaban las clases nuevas y diversas
poblaciones; los cánones [establecidos] estaban sujetos a escrutinio [crítico]; los
géneros y disciplinas académicas se difuminaban. Incluso en el relativamente
aislado entorno académico que frecuentaba, existía una sensación dominante de
estar siendo desplazados, minados, provocados por fuerzas históricas de
dimensión mundial: los asuntos sin finalizar de los globales sesenta, los
movimientos sociales, las nuevas políticas de representación y cultura, el auge del
neoliberalismo, las nuevas formas del imperio, las comunicaciones, el gobierno y
la resistencia. Muchos términos con un guión incluido en ellos daban constancia
de esos cambios: ‘post-modernidad’, ‘capitalismo tardío’, ‘globalización’,
sociedad ‘post-industrial’, ‘descolonización’, ‘multiculturalismo’,
‘transnacionalidad’, el ‘sistema mundial de culturas’ …
Para él, la propuesta alternativa, que en modo alguno busca imponer hegemónicamente,
se fundamenta en el ejercicio de una antropolgía que se ubica en los límites de la misma,
en un ejercicio auto-reflexivo, etnográfico e histórico, críticamente abierto.
Tras el Postmodernismo.
Sea cual sea nuestra posición personal no es posible hoy practicar la antropología sin
reconocer algunos principios básicos heredados del postmodernismo. Como indica
Fredrik Barth (1993) en Balinese Worlds, un antropólogo cuya trayectoria no puede ser
acusada de nihilista y solipsista, “la crítica postmoderna nos ha enseñado a admitir más
fácilmente la disonancia intrínseca en la vida social tal como efectivamente se desarrolla
y las cualidades surrealistas de las variadas representaciones que construyen los
repertorios culturales. Acepto la validez de tales observaciones y deseo tener totalmente
en cuenta esas observaciones en mis análisis” (p. 7). Pero ello, Barth indica, no significa
seguir todos los postulados surgidos en el variado y diverso mundo etiquetado bajo el
título de postmodernismo. No tenemos que renunciar a hacer construcciones teóricas.
“Tenemos sólo que aprender a hacerlo de un modo diferente, a no estar encadenados al
axioma de un mundo coherente. Nuestro objeto de estudio no carece de forma, y no se
puede deducir esa falta por el simple hecho de que [el mundo] muestre desorden e
indeterminación” (p. 7). Son compatibles un cierto nivel de orden, que se relaciona con
las prácticas cotidianas, y un cierto nivel de desorden que se relaciona a su vez con la
capacidad de reinterpretación, invención y recreación de los seres humanos, de su
actividad como agentes. Sólo tenemos que elaborar, nos dice un experimentado teórico y
etnógrafo como Barth, modelos capaces de integrar un cierto nivel de coherencia con las
decisiones y actividades que día a día toman las personas y pueblos sobre las que
investigamos. Es decir, si generalizamos el caso a que he hecho alusión, una parte
importante de la antropología desarrollada por los antropólogos más apegados al trabajo
de campo y la teoría social clásica de la antropología, trata de integrar en un mismo
ámbito de análisis los hasta entonces tenidos por incompatibles conceptos de agencia,
evento o estructura social.
Los giros reflexivo, cultural, literario y etnográfico a los que ya he hecho mención no son
sólo la respuesta a una serie de circunstancias históricas y transformaciones que se están
produciendo a escala mundial desde la década de 1960, sino, también, a un cambio de
índole epistemológico que, sin duda podemos explicar del mismo modo que abordamos
el trabajo de campo: de un modo situacional. A lo largo de los sesenta del siglo XX y una
parte importante de los setenta se desarrollan los últimos grandes intentos de formular
grandes teorías? para explicar al ‘hombre’ (y estoy siendo preciso al referirme a los seres
humanos como al hombre).
A pesar de que, en algunos casos, son grandes las diferencias que existen entre las
distintas escuelas en que podemos etiquetar el despliegue del pensamiento antropológico
de los últimos años (estoy pensando en las llamadas escuelas interpretativista, reflexiva,
orientalista, postmodernista, feminista, postestructuralista). Creo que todas ellas se
fundamentan, cuando menos, en una sospecha sistemática hacia los modelos y
concepciones procedentes de las ciencias naturales. Como ilustran de modo magistral la
obra de Geertz, los últimos trabajos de Evans-Pritchard, o la rebelión postestructuralista
de Bourdieu, durante esos años asistimos a la demolición del estructural-funcionalismo
entendido de un modo estricto, del estructuralismo francés o de las escuelas lingüísticas
relacionadas con el círculo de Praga. Con esta afirmación no estoy saludando la
desaparición o la falta de trascendencia de sistemas de pensamiento muy estructurados
sino que creo que los ya mencionados movimientos dejan de encarnar el ideal teórico de
la antropólogos (al menos de la mayor parte de ellos). La fenomenología, la
hermenéutica, el nominalismo, y, sobre todo, una renacida concepción de la identidad
humanística de la antropología, rearraigan las nuevas prácticas antropológicas dentro de
una trama de referencia distinta.
Primero fue la idea de sociedad, de una sociedad integrada la que fue puesta en
duda, ahora es la cultura la que parece pasar desde el territorio de las herramientas
analíticas propias a las del enemigo. Este es un fenómeno interesante de la antropología:
una vez que un concepto se traslada al exterior de la disciplina o se populariza en otros
ámbitos, puede sufrir el ostracismo de los antropólogos, o, como muestra el caso de
Fredrik Barth y su actual relación con el término grupo étnico. Un concepto puede
entablar una relación angustiosamente dramática con uno de sus creadores como es el
caso del concepto del grupo étnico. Para Barth es monstruoso aplicar ese concepto del
modo que se ha hecho para explicar la guerras que desmembraron Yugoslavia?. Creo que
unos de los aspectos más relevantes que enfrenta el antropólogo con respecto a su
sociedad es el modo en el que sus concepciones y perspectivas ‘viajan’ hacia el exterior
de su discurso académico, así como el modo en que podemos responsabilizarnos de un
fenómeno que, a menudo, escapa de nuestra capacidad de actuación. Desde esta
perspectiva se entienden artículos como el de Lila Abu-Lughod (1991: 137-62) en el que
escribe en contra de la cultura como mecanismo de dominación de los seres humanos, o
la antropología crítica de autores como Johannes Fabian (2001), o revistas como
Dialectical Anthropology y Critique of Anthropology.
Cada de una de las escuelas, de los antropólogos que queremos señalar como más
relevantes de las tres últimas décadas ha respondido de un modo relativamente distinto a
los cuatro fenómenos claves a los que acabo de hacer mención. Desde el inicial giro
epistemológico, que hemos identificado fundamentalmente con el interpretativo pero que
puede relacionarse, además de las ya mencionadas escuelas, con otras perspectivas y
tendencias también recientes como las que reevalúan las doctrinas de Max Weber (Jean y
John Comaroff, Anthony Wallace), la antropologías simbólicas (Victor Turner), marxista
(Maurice Godelier o Claude Meillassoux) y postestructuralista (Pierre Bourdieu), los
nuevos estudios de ecología cultural (Roy Rappaport, o en la Costa Noroeste, Wayne
Suttles), y una línea cercana al marximo que reivindica la transcendencia de la economía
política (que representaron expertos como Eric Wolf; o abogados del sistema mundo,
como Immanuel Wallerstein); hasta los otros grandes ‘giros’, en concreto el literario y
etnográfico, la antropología ha mostrado una vitalidad experimental y creativa difícil de
relacionar con las crisis que la habita. No sólo los géneros se difuminan como indicaba
Geertz en 1980, no sólo estamos ante un cambio de tendencia esencial, es posible que,
como defiende James Clifford, que la naturaleza interdisciplinaria de la antropología
convierta a los antropólogos hoy en practicantes de una disciplina con una identidad
difuminada. De ahí la pérdida, supuesta o real, de la legitimidad penosamente adquirida
en su proceso institucionalizador. Quizá, como insiste el mismo autor, la verdadera
fortaleza de una disciplina tan vulnerable, tan poco disciplinada como indica Geertz en su
primer volumen de memorias, sea su capacidad por desarrollar su actividad de un modo
abierto, crítico con su propia autoridad. Esta es, en mi opinión, una de las virtudes que la
convierten en una actividad tan dinámica y, a menudo, influyente en otras disciplinas
íntimamente relacionadas como los estudios culturales, la historia, o la geografía.
Desde esa voluntad creo que es posible sintetizar los treinta últimos años de la
antropología como un viaje intelectual que nos llevó desde unos espacios de la práctica,
entendido éstos de un modo muy abstracto, a otros profundamente relacionados con el
nuevo mundo del capitalismo tardío y la globalización que hoy parece dominar
totalmente nuestros horizontes. Si seguimos la síntesis que hace Bruce M. Knauft sobre
las genealogías del presente en la antropología (1996, 1997) y sus últimas tendencias
teóricas, las condiciones exteriores a las que hemos tenido que ajustarnos los
antropólogos durante una etapa que podemos denominar como de capitalismo tardío o
postmodernidad son las siguientes:
Sin duda, esas circunstancias externas, entre las que destaco por su impacto
teórico, la compresión espacio temporal y los procesos de flexibilización, a veces
relacionados con un aumento de intensidad, de los valores de la información, los bienes
consumidos y la propia políticas de la identidad (a los que a menudo acompañan
reacciones adversas a ellas en), han ejercido una influencia en nuestra disciplina de un
modo, al menos tan intenso como los llamados giros culturales que se asocian con las
escuelas postmodernas.
En todos los casos, la creciente elaboración de tramas teóricas abiertas, supusieron que la
misma exploración de propuestas hechas por un investigador llevaran, leídas por otros, a
posiciones inaceptables para aquellos que las lideraron inicialmente. Este es el caso del
primero de los cuatro viajes con los que quiero sintetizar las transformaciones que la
antropología ha vivido durante las últimas tres décadas, y que he titulado:
1er Viaje: Del antropólogo como autor a una disciplina poco disciplinada
El descubrimiento del antropólogo como autor, que en el lado británico se
completó con la aproximación de Jack Goody a las diferencias entre la textualidad y la
oralidad, enfrentó a Geertz y Goody con una desagradable sensación que ponían en duda
nuestro papel de testigos y científicos, ¿Somos en realidad una suerte de demiurgos de un
mundos en desaparición? La profesión de fe del antropólogo: esto es así porque yo
estuve, o mejor dicho, lo vi, se volvía en nuestra contra. ¿Eran las representaciones
hechos sociales en sí mismos como afirmaba Paul Rabinow (1986)? Desde la perspectiva
de la escritura de la antropología, muchos de los principios fundacionales de la
antropología se mostraban frágiles cuando no insostenibles. En el recorrido iniciado en
1983 con las conferencias de Geertz en la Universidad de Stanford (1988) sobre la
escritura de algunos de los antropólogos más influyentes?, y oficialmente abierto en letra
impresa en 1986 con la publicación de Writing Cultures: The Poetics and Politics of
Ethnography, se ha llevado a cabo, tanto una profunda reflexión sobre la naturaleza de la
escritura antropológica, como una búsqueda, por cierto poco disciplinada, como diría el
mismo Geertz, de los géneros más adecuados de los que se ocupa la antropología.
En primer lugar, España ha pasado en pocos años de ser un espacio adecuado para
un trabajo de campo, de ser una isla de historia, a convertirse en un espacio en el que
antropólogos, en este caso, nativos, abordan su propio entorno o miran a territorios
distantes como América Latina con los que, generalmente, comparten fuertes lazos
culturales y de tradición. La segregación temporal/espacial del objeto de estudio, el
“alocronismo” al que Fabian hacia referencia en su crítica de la antropología no era, por
tanto, tan marcado como el de británicos, franceses, holandeses, alemanes o escandinavos
e, incluso, estadounidenses varios de cuyos objetos de estudio principales se encontraba
dentro de sus fronteras. Para muchos antropólogos españoles al trabajo de campo no se
llegaba siquiera en metro, estaba en nuestras propias casas y en un continuado ejercicio
de auto-reflexión sobre las raíces históricas y carácter de la sociedad, cultura, sociedades
y culturas españolas o que componían el estado español.
Por ello no deja de resultar doblemente paradójico que aquellos que según James
Clifford no son antropólogos hayan sido considerados como tales por una parte de los
primeros antropólogos españoles y que, otros de nuestros padres fundadores, como es el
caso de Claudio Esteva Fabregat, hayan combatido por una ruptura con respecto a la
tradición española que permitiera el desarrollo de antropólogos y departamentos de
antropologías semejantes a los que existen en los Estados Unidos. Carmelo Lisón,
impulsaba, por su parte un modelo británico más sensible a la incursión en la
documentación tradicionalmente histórica.
Sin duda, esta peculiar ambigüedad, con respecto a las tradiciones dominantes en
nuestra disciplina, es merecedora de un análisis antropológico en sí mismo. Una auto
reflexión que convendría abordar de un modo crítico y que ofrecería interesantes
perspectivas tanto a la antropología en general como a la antropología española y el
estudio de las identidades de España en particular.
Hacia mediados de la década de los noventa del siglo XX, en el mismo momento
en el que personajes tan notorios e influyentes como Clifford Geertz (Handler 1991) o
Marshall Sahlins (1993, 1995, 2002), anunciaban la próxima desaparición de la disciplina
o denunciaban la lobotomización que había producido el postmodernismo en los más
brillantes estudiantes de antropología, otros autores más jóvenes anunciaban un futuro
positivo y nuevo para la disciplina. Tras un periodo en el que la crisis estructural provocó
en las nuevas generaciones de antropólogos una sensación coyuntural de inseguridad,
comenzaron a afirmarse nuevas aproximaciones como las de George Marcus, nuevos
espacios de práctica de la disciplina, como Paul Rabinow (2003), Arjun Appadurai
(1996), Ruth Behar (1996) o Michael M.J. Fischer (2003). Ni siquiera la desaparición de
la gran teoría o de las líneas clásicas de la antropología parecían inminentes. Algunos
mencionan desde hace algunos años que ya hemos superado el postmodernismo y
vivimos en una suerte de post-postmodernismo. Cualquiera que sea el término que
queramos aplicar a esas nuevas propuestas, a las nuevas articulaciones teóricas que
comienzan a hacerse visibles en publicaciones de toda índole, algo ha cambiado
radicalmente.
Por otra parte, hemos aprendido a tener una visión más contingente de nuestro
trabajo, a asumir nuestras responsabilidades pasadas del mismo modo que otros colegas
lo hicieron en décadas anteriores, y hemos aprendido, sobre todo que se puede practicar
una antropología ecléctica y experimental. No son raras hoy las monografías que buscan
esbozar nuevas aproximaciones a nuevas cuestiones y que tratan de centrarse en temas de
estudio de fenómenos claves que se están desarrollando en estos momentos, como, por
ejemplo, la nueva y conflictiva visión del hombre ante el desarrollo de la biotecnología, el
tráfico de órganos humanos, las características de una sociedad transnacional o la
antropología de los sentimientos.
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