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Punto1 - Fray Antonio de Montesinos y Su Tiempo

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Ego vox clamantis in deserto:

la estructura de un silencio
y la novedad dominicana
en La Española, 1511
Raymundo González
Archivo General de la Nación, República Dominicana

A fray Vicente Rubio,


in memoriam

1. A modo de introducción
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Resulta difícil tarea hacer alguna aportación al desarrollo del


conocimiento sobre una materia que ha ocupado a tan destacados
historiadores del siglo xx. Me he planteado una revisión bibliográ-
fica —destacando las contribuciones hechas desde Santo Domin-
go— con el modesto propósito de poner de relieve un aspecto de
la coyuntura colonial en la que se produjo el célebre sermón de la
comunidad dominica leído por fray Antonio Montesino el cuarto
domingo de Adviento de 1511 en la iglesia mayor de la isla La
Española.
Permítanme comenzar, a manera de preámbulo, resaltando la
labor de investigación histórica de un fraile dominico que vivió
más de cincuenta años en Santo Domingo: a fray Vicente Rubio,
O. P., debemos rectificaciones y aportes históricos de mucho va-
lor para el conocimiento de la primera comunidad dominica en
América y el llamado sermón —o mejor dicho sermones— de
Montesino (cf. Rubio 1987: 28-35; González 2011: 191-201).

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En primer lugar, despejó las dudas en torno a la fecha de llegada


de los primeros dominicos a América (cf. Rubio 1981 y 2010).1
Como sabemos, estos primeros frailes estuvieron encabezados por
su prior —y posteriormente viceprovincial— fray Pedro de Cór-
doba. Rubio localizó y transcribió varias cartas inéditas de este (cf.
Rubio 1979), al que con justicia llamó “padre de los dominicos de
América” (Rubio 1988: 11 ss.). Además, subrayó que a Córdoba
se debe la idea y la práctica en el Nuevo Mundo del “método
misional de evangelización pacífica”. En segundo lugar, despejó
la fecha de su muerte en el convento de Santo Domingo, ocurrida
en 1521 (cf. Rubio 1977). Por último, precisó el nombre del fraile
que pronunció el célebre sermón, Antonio, y su apellido, Montesi-
no (cf. Rubio 1982: 12-13), y aclaró la fecha en que cayó el cuarto
domingo de Adviento, 21 de diciembre de 1511, así como el lugar
en que fue pronunciado el sermón (cf. Ugarte 2011: 133-140),2 la
hoy catedral dominicopolitana, entonces iglesia mayor de la villa
de Santo Domingo. Subrayó, asimismo, el carácter comunitario de
los sermones leídos por Montesino.

2. La sociedad indiana en La Española


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El siglo que comienza con el Descubrimiento de América es el


siglo del apogeo del poderío español en Europa. Desde entonces
hasta finalizar el siglo xvi, los países europeos miran hacia España:
los grandes descubrimientos, la vuelta al globo terráqueo, desbro-
zaban una nueva geografía, una nueva naturaleza, una humanidad
desconocida. Todos eran nuevos medios para conocer la Creación y
nuevos motivos para la reflexión teológica y política. No eran solo
oportunidades para el comercio y la explotación, sino también para
la expansión de la fe y de la política europeas en sentido amplio.
Como consecuencia, se produjo en los nuevos territorios un
cambio político y social drástico e inesperado que trastornó las

1. El artículo de 2010 es una versión del trabajo de 1981, corregido y am-


pliado por el autor.
2. Artículo publicado por primera vez en el Suplemento Sabatino. El Caribe,
16-10-1982, p. 24.

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instituciones y la vida social que conocían los pueblos aborígenes.


La dominación española fue un resultado fortuito desde el punto de
vista de la evolución de las sociedades autóctonas. Ni los taíno, ni
otro pueblo alguno de estas partes del globo podía prever el Des-
cubrimiento. Sorprendidos, poco a poco fueron teniendo concien-
cia de la nueva situación, y sus reacciones fueron diversas. El hecho
de la llegada de los europeos fue visto al inicio como un apoyo o
posible alianza para enfrentar la amenaza de los caribes —que ya
comenzaban a incursionar las posesiones taínas—,3 pero pasado ese
momento inicial, la esperanza se tornó en una realidad muy dis-
tinta, derivada del desarrollo de la conquista y de la colonización
española. Aunque lo intentaron de diversas maneras, los indígenas
no consiguieron que los europeos abandonaran su propósito de so-
meterlos y de dominar la isla de Haití, como la llamaban los taíno.
El resultado político inmediato fue que los pueblos indígenas
perdieron su autonomía y se convirtieron en pueblos sujetos al po-
der de los europeos. El resultado más importante, sin embargo, fue
el surgimiento de una nueva sociedad indiana mestiza, una colonia
formada por los componentes europeos como grupo dominante,
y los pueblos indígenas como dominados, a los que se sumaron,
poco después, miles de africanos arrancados de sus sociedades y
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afincados a la fuerza en el mundo colonial americano.


En el ínterin tiene lugar el cambio demográfico en La Españo-
la. La catástrofe poblacional tiene su explicación en varias causas:
a) el contacto de los indígenas con nuevas enfermedades nunca
antes conocidas (viruelas, influenza, tifus, sífilis, etc.); b) los traba-
jos forzados a que fueron sometidos y a los que no estaban acos-
tumbrados; c) las guerras para afianzar la conquista española de los
nuevos territorios, que provocaron su desbandada, el abandono de
sus conucos y de las subsistencias ordinarias, con el consiguiente
desabrigo y hambruna de los pueblos; d) la desaparición repentina
de su organización social y cultural, que los llevó, en ocasiones, a
comportamientos suicidas.

3. De esta circunstancia deriva el que los taíno aceptaran de buen grado al


desconocido poderoso que acudía a su tierra y realizaran con ellos guatiaos, de
acuerdo con Szászdi. León-Borja (1991).

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Por su parte, los conquistadores españoles vivían un ambiente


de embriaguez por el avance hacia nuevos territorios y el someti-
miento de nuevos pueblos de buen grado o por fuerza. Terminadas
las guerras de Higüey y el sojuzgamiento violento y proditorio de
Jaragua, la isla de La Española quedó “pacificada”. Se desarrolla-
ron entonces nuevas empresas de conquista en el área del Caribe:
Cuba, Puerto Rico, Jamaica, las islas Lucayas y las costas de Ve-
nezuela hasta el Darién, entre otros lugares. En este ambiente, el
comportamiento de los españoles fue contradictorio y diverso: por
una parte, los había preocupados por la situación de deterioro de
la convivencia entre españoles e indios, más allá de la guerra.4 Por
otra, los había despreocupados de lo que pasara con los indígenas
con tal de acrecentar sus hazañas, su riqueza y su poder. Los más
osados se enrolaban en nuevas campañas de conquista, soñando
con grandes riquezas o en convertirse en señores y gobernadores
de nuevos reinos para la Corona de Castilla. Los ambiciosos de
vista más corta encontraron oportunidades de lucro en la ventaja
que les daba el uso de armas europeas, con las que llevaron a cabo
razias para conseguir la mercancía humana que presentaban en los
mercados de esclavos de Santo Domingo y otras islas.5
Pero la institución que aseguró la reproducción de la sociedad
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recién implantada a amplia escala fue la encomienda, defendida a


capa y espada por conquistadores, burócratas y colonos.6 El ante-
cedente de la encomienda fue el repartimiento. Este último era una
figura legal en tanto que provenía de la autoridad de la colonia, ya
fuera el virrey o el gobernador. Los repartimientos tenían princi-

4. Aquí encontramos, en general, a los frailes, pero también a sacerdotes y


seglares como Bartolomé de las Casas, Pedro de la Rentería y el lengua Cristóbal
Rodríguez.
5. Un ejemplo de este tipo de mercader fue Juan Bono de Quejo, quien se
dedicó a la cacería y comercio de esclavos indígenas en todas las Antillas durante
este tiempo. Poco después, fue también el negocio impulsado por los oidores y
funcionarios de la Corona, quienes participaban de diversas maneras, como lo ha
mostrado Enrique Otte (1961) en su estudio sobre la pesquería de perlas en Cu-
bagua, frente a la costa de Venezuela.
6. La encomienda tuvo un valor muy distinto como figura jurídica y como
realidad operante. Sobre sus peculiaridades y desarrollo en La Española, véase
Cassá 1992: 197-221.

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palmente una finalidad económica, por cuanto proveían de mano


de obra a los colonos para fabricar sus casas y desarrollar sus ha-
ciendas. Fue visto como el mejor modo de impedir que la colonia
cayera en el desabastecimiento, situación que en los primeros años
ya había provocado hambruna y muerte entre los españoles.
Es con la llegada del gobernador Nicolás de Ovando en 1502
cuando el sistema de repartimientos se convirtió en la figura jurí-
dica de la encomienda (diciembre de 1503), inspirada en la tradi-
ción de las encomiendas castellanas que velaban por la seguridad
y abasto de los pueblos encomendados a un señor. A esto se aña-
dieron nuevas funciones de control y servidumbre, como eran: a) la
de mantener a los indígenas viviendo en pueblos, pues se informó
a la Corona que estos andaban desparramados por los montes; b)
que en esos pueblos tuvieran casa apartada con su mujer e hijos y
tierra para que sembraran lo que necesitaban para su sustento; c)
que hubiese iglesia y capellán para velar por la educación religiosa
y la enseñanza de las costumbres cristianas a los indígenas; d) “que
hubiese en cada pueblo una persona conocida que en nombre de
Sus Altezas tuviese cargo de aquel lugar, así para no consentir que
nadie les hiciese daño como para que los pusiese todos en orden de
justicia y para también servir con ellos cuando fuese menester o en
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las minas o en otra cosa [...]”.7


El trabajo forzado fue la norma para el indígena, dado que el
cargo que se les daba a los encomenderos se entendió, en la prác-
tica, como si los nativos fuesen una propiedad de la que se podía
disponer sin restricciones. La ruptura de la unidad de los pueblos
y hasta de las familias indígenas no se hizo esperar. La encomienda
indiana en las Antillas se convirtió así en un instrumento de some-
timiento de los indígenas y, como señaló Silvio Zavala, en la tumba
de los taíno antillanos, pues las sucesivas reformas del sistema no
pudieron evitar su desaparición.
Pues bien, los conquistadores, que a partir de 1493 se apodera-
ron de estas tierras en nombre de Castilla, se convirtieron en poco
menos de una década en encomenderos, la clase dominante de la

7. “Memorial de lo que se puede proveer para las Indias” (1502). Archivo


General de Simancas, Cámara de Castilla-Diversos, Legajo 6, nº 54.

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nueva colonia. Entretanto, la población aborigen, nivelada como


clase dominada, había disminuido de forma dramática,8 aunque los
datos de esta hecatombe siguen siendo muy dispares.9 Aunque no
podemos tener una cifra precisa al respecto, sí podemos en cambio
valorar lo que fue el proceso vivido en esos primeros años de la
conquista. En palabras certeras, Las Casas lo ha ponderado en su
Historia de las Indias:

Vino sobre ellos [los indígenas] tanta enfermedad, muerte y mise-


ria, de que murieron infelicemente de padres y madres y hijos, infini-
tos. Por manera que con las matanzas de las guerras y por las hambres
y enfermedades que procedieron por causa de aquéllas y de las fatigas
y opresiones que después sucedieron y miserias y sobre todo mucho
dolor intrínseco, angustia y tristeza, no quedaron de las multitudes
que en esta isla de gentes había desde el año de 1494 hasta el de 1496,
según se creía, la tercera parte de todas ellas. [...] Ayudó mucho a esta
despoblación y perdición querer pagar los sueldos de la gente que
aquí los ganaba y pagar los mantenimientos y otras mercadurías traí-
das de Castilla, con dar de los indios por esclavos. (Las Casas, Historia
de las Indias: lib. I, cap. CVI)
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8. Fray Vicente consideraba que la cifra más aproximada de la población al


momento del descubrimiento era de 1 100 000 indígenas, de acuerdo con un nú-
mero que dan por separado Bartolomé Colón y Las Casas (“un cuento cient mill
indios”), del conteo que mandara hacer el Almirante en 1496. Pero también esos
conteos se hacían por medio de informantes (con las dificultades de comunicación
que hay que suponer) y no siempre por observación directa. Los historiadores
modernos estiman que alrededor de 1510 habría habido alrededor de 50 000
indígenas en la isla. Al respecto véase Moya Pons 1987: 181-189.
9. En un artículo reciente Noble David Cook (2003) reevalúa las cifras, al-
gunas procedentes de las estimaciones coetáneas o de cálculos modernos sobre la
base del trabajo de fuentes cuantitativas, y establece la presencia de enfermedades
(causantes de grandes estragos en la población indígena) en fecha tan temprana
como 1493. Por eso concluye que, si bien siguen siendo dudosas las cifras más
altas (>7 000 000), también hay que descartar las estimaciones más bajas [cf. Ver-
linden 1973]: 60 000 y AA.VV.: 100 000). Por lo tanto, las más probables siguen
siendo las intermedias >300 000 <5 000 000. Con todo, el rango definido por
esos extremos sigue siendo extremadamente grande: véase Cook 2003: 49-64. En
comunicación personal, el historiador Frank Moya Pons nos expresó que no hubo
tal epidemia de viruela en 1493, como especula erróneamente Noble D. Cook, ya
que esta era una enfermedad muy conocida por entonces y ninguna fuente hasta
ahora la menciona como tal.

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La situación referida no varió mucho en los años sucesivos, pese


a las medidas que prohibieron, o mejor limitaron, la exportación de
esclavos indios hacia Europa. Las denuncias sobre los malos tratos
a los indios se filtran a través de cartas y memoriales a los reyes,10
pero tanto en la corte como en La Española todo conspira a favor
del disimulo y el silencio.

3. Justicia negada a los indígenas

Una breve reflexión sobre el ambiente que se respiraba en La


Española en los años inmediatamente anteriores al sermón de Ad-
viento de los frailes dominicos permite comprobar que la justicia,
en aquel tiempo, constituía un componente de la estructura del
silencio vigente en la sociedad indiana de la isla.
No hay muchos casos que hayan llegado hasta hoy. Sin embar-
go, podemos contar con algunos significativos, como es el caso del
proceso que transcribió y estudió el investigador español Esteban
Mira Caballos. “El pleito de Colón-Francisco de Solís: el primer
proceso por malos tratos a los indios en La Española (1509)” (Mira
Caballos 1993)11 se publicó en Sevilla en 1993 (cf. Rubio 1994:
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10-11, 2009: 189-194). Dicho pleito sustancia el proceso contra

10. Antes de la llegada de los dominicos ya hubo varias denuncias contra los
colonos por los maltratos a los indios y no solo contra los españoles. Esto se pue-
de deducir de la reacción de la reina católica, doña Isabel, quien ordenó realizar
una junta de teólogos y juristas para cono cer de la esclavitud de los indígenas, lo
que se aprobó siempre bajo el argumento de la “justa guerra”, pero estas dudas
desaparecieron más adelante. También, al final de su famosa relación, Pané intro-
duce a través de la percepción indígena elementos de denuncia sobre la situación
de los nativos bajo el gobierno colombino. Por ejemplo, refiriéndose al cacique
Guarionex: “pero después se enojó y abandonó su buen propósito, por culpa de
otros principales de aquella tierra, los cuales le reprendían porque deseaba obede-
cer la ley de los cristianos, siendo así que los cristianos eran malvados y se habían
apoderado de sus tierras por la fuerza” (Pané 1974: 48). Asimismo, en 1500 los
franciscanos volvieron a repetir denuncias sobre maltratos. Tras la muerte de la
reina, varios memoriales, incluido uno de 1505 del lengua Cristóbal Rodríguez,
denunciaban el empeoramiento de la situación de los indígenas. Cf. al respecto
Errasti 1998; Cassá; González, y Rodríguez 2006: 13-26.
11. El autor revisó el texto y publicó completo el documento del proceso en
Mira Caballos 2000: 141-195.

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Francisco de Solís por parte del alcalde mayor de tierra adentro,


actuando en nombre del virrey, como administrador superior de
justicia en la isla en representación del soberano don Fernando
el Católico. En aquel año de 1509, actuaba como alcalde mayor
Marcos de Aguilar, quien tomó a su cargo el proceso en lugar
del licenciado Juan Carrillo, alcalde mayor de la Concepción de la
Vega, de quien dice Mira Caballos que podía suponerse amigo del
encausado Solís, del grupo de los encomenderos favorecidos por
Ovando. El caso debió de ser excepcional, pues hasta unos años
antes se había desempeñado en ese cargo Lucas Vásquez de Ayllón,
quien tuvo que partir a la península para defenderse de ciertos
cargos que contra él se hicieron en el juicio de residencia que se
le tomara, y que no volvió sino en 1512 como juez del tribunal de
apelación que se instaló en la ciudad de Santo Domingo.
Luis Arranz vio en el sometimiento contra Solís una señal de
que el recién nombrado gobernador Diego Colón traía nuevos ai-
res de proteccionismo hacia los indígenas, cosa que Mira Caballos
descarta, ya que apenas hubo cambios en la situación de los indí-
genas y el sistema de encomiendas.
En el caso que nos ocupa contra Francisco de Solís, la sentencia
del pleito fue dual: le absuelve por la muerte de los dos indígenas,
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pues se acepta la prueba de descargo sobre la base de la no idonei-


dad de los testigos indígenas, pero al mismo tiempo el juez castiga
a Solís desterrándolo de la villa de Santiago. De hecho, este ya no
aparece en la villa en el repartimiento de 1514, sino en la ciudad
de Santo Domingo (con 34 indios de repartimiento y naborías).
El mecanismo de desacreditar a los testigos para anular los
efectos de su testimonio fue una práctica constante. Francisco de
Solís intentó aprovecharse de testigos que eran lacayos suyos, para
quienes fabricó un testimonio a su favor. Así lo declararon dos de
los testigos allegados a él que fueron sometidos a tormento por
parte del alcalde mayor, porque se habían contradicho en sus testi-
monios. Los indígenas, en cambio, declararon de manera coherente
y se ratificaron en sus dichos. Los hechos salen bien establecidos
en cada caso: el indio Guayax y Francisquito se habían fugado de
la estancia hacia la parte del Marién y allá los fue a buscar, y los
encontró, Gaspar Briceño. El propio Mira Caballos se muestra

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sorprendido porque los indígenas hablan con toda claridad, sin


contradicciones, sin mostrar miedo ni desdecirse, lo que no había
ocurrido con algunos testigos españoles, como ya se dijo.
Podría agregarse que esta forma de deponer de los indígenas
estaba en el extremo opuesto de la imagen que sobre ellos habían
fabricado los colonos españoles. El testimonio de los españoles se
repite como un troquel: todos los indígenas son un tipo de persona
sin capacidad mental, son mentirosos y de mala reputación y tie-
nen malquerencia por los españoles, por lo que nadie puede tomar
en serio lo que digan, mucho menos un juez. Por más sorprendente
que parezca, el juez hizo suyo dicho prejuicio contra el indígena y
actuó en consecuencia. Descarga al acusado, por considerar invá-
lidas las declaraciones de los testigos, pero se resguarda y pone a
salvo su conciencia, condenándolo a destierro.
En el fondo, se trata de un caso de justicia negada. O para
decirlo en el mismo lenguaje que usaron Córdoba y Las Casas:
el derecho y el hecho van aquí por caminos diversos. “Juntar el
hecho con el derecho” era un principio por el cual debían luchar y
para ello había que apelar a la conciencia cristiana, para romper la
estructura del silencio. Esto comenzó entonces...
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4. El proyecto de los dominicos en La Española

Fue así como los primeros dominicos se insertaron en esta so-


ciedad colonial en 1510, a pocos años de su establecimiento y
cuando se encontraba ya en franco proceso de transición. Comen-
zaba en esos años una vertiginosa fase de expansión hacia las islas
y el continente que, en poco más de dos décadas, puso en manos
de los castellanos, además de las Antillas, el sur (con excepción de
Brasil que, por el tratado de Tordesillas, le correspondió a la Co-
rona portuguesa), el centro y gran parte del norte del continente
americano. Imaginemos solo por un momento la increíble revolu-
ción en las expectativas sociales de quienes se sentían beneficiarios
de la empresa de conquista (en Europa y América) y la mudanza de
los primeros conquistadores en busca de nuevas tierras y mayores
riquezas.

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El Nuevo Mundo, por tanto, había cambiado abruptamente las


expectativas para un sinnúmero de personas, especialmente para
quienes procedían de la península ibérica y, en general, de Euro-
pa. Sobre todo para estos últimos, lo primero que significaba esto
era que en las nuevas tierras encontrarían la libertad y las rique-
zas que se les habían negado en el viejo continente. Esta libertad
respecto a las sujeciones y a la dependencia de los señores en el
Viejo Mundo ha sido señalada por varios autores, y explica, en
parte, el fracaso de los proyectos del siglo xvi de importar como
pobladores a cultivadores, tal como quería Las Casas (cf. Giménez
Fernández 1954: II, cap. X). Carlos Larrazábal Blanco atribuyó
tal significación a la Junta de Procuradores de 1508, que solicitó
y consiguió del rey la concesión de escudos de armas para las villas
de La Española en diciembre del mismo año (cf. Larrazábal Blanco
1938: 345-353).
En el caso de los dominicos, se trataba de una nueva conciencia
cristiana de la libertad que formaba parte del espíritu de renova-
ción más amplio en el contexto religioso europeo (los dominicos
venían de conventos reformados y aún habían hecho más rigurosas
sus reglas al llegar a las Indias). El ideal del padre Córdoba de
“fundar [en las Indias] cuasi tan excelente Iglesia como fue la pri-
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mitiva”, no era para nada incomprensible en su tiempo. En efecto,


fray Vicente argumenta que así

[...] lo evidencian dos hechos históricos. En primer lugar, la gran aco-


gida que tuvo el Protestantismo. Este apareció en Europa contempo-
ráneamente a la muerte de Fr. Pedro de Córdoba, logrando en seguida
arraigar en buen número de Estados del Viejo Continente. ¿Por qué?
Porque se presentaba, en parte, como un retorno a la Iglesia primitiva
que, en concepto de Lutero y sus seguidores, había sido adulterada
por Roma. Enarbolando ese estandarte de lo que hoy denominamos
‘la vuelta a las fuentes’, el Protestantismo fraguó en su época un movi-
miento de enorme consistencia que aún perdura. De haberse seguido
el ideal apostólico que Córdoba y algunos otros reformadores pro-
pugnaban tanto para Indias como para Europa, el catolicismo hubiese
presentado para las Indias como para Europa, desde comienzos de la
segunda década de aquel siglo xvi, el rostro de una Iglesia ejemplar.
(Rubio 1994: 47)

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Acaso no se ha prestado suficiente atención en la investigación


histórica reciente a las relaciones del protestantismo, el desarrollo
de la colonización americana y la oportunidad perdida que signi-
ficó para el catolicismo moderno, como lo propone aquí el padre
Rubio. Veamos el segundo hecho histórico:

[...] radica en que ese mismo ideal de fray Pedro se lo propusieron des-
pués numerosos eclesiásticos, obispos, sacerdotes y religiosos, ajenos
al círculo de su influencia, los cuales gastaron sus energías tratando de
que el Evangelio se encarnara en todas las instituciones indianas con
limpidez maravillosa. Asombra, por eso, que hasta un teólogo alemán,
el franciscano Nicolás Herborn, refiriéndose precisamente a Indias,
abogara ya en 1532 porque los misioneros de allí imitasen a los Após-
toles en la manera de proponer la fe a los indígenas. La coincidencia
entre el teólogo nórdico y nuestro dominico de La Española no puede
ser más perfecta. [...]
Debido a esta mira tan alta, fray Pedro puede ser incluido entre
aquellos espíritus selectos de su tiempo que, sin producir cismas ni
banderías injustificadas, buscaba una renovación eclesial a fondo. En esa
frase suya concretó él la pauta clásica a la cual deberían ajustarse todos
los misioneros de Indias en su labor evangelizadora. Para hacer viable
su propósito, no sólo cultivó los carismas de sus frailes, sino que puso en
práctica el método misional que él creía más adecuado para logar entre
los indios sus anhelos: la evangelización pacífica. Así era como el P.
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Córdoba pretendía un retorno a la Iglesia Modélica de los Apóstoles y


la creación de una sociedad auténticamente cristiana en que convivieran
hermanadas ambas razas, la aborigen y la española. (Rubio 1994: 47)

Muy a pesar de la validez del ideal de fray Pedro de Córdoba,


no hubo oportunidad en la sociedad indiana para este proyecto.
Más adelante lo intentarán dominicos y franciscanos tratando de
colocarse fuera del alcance de los grupos dominantes de dicha so-
ciedad, pero sus intentos fracasan. Mientras tanto, por extraño que
parezca, quien abrió los ojos a los dominicos que dirigía fray Pedro
de Córdoba fue un criminal arrepentido llamado Juan Garcés, en-
comendero en La Española, quien además de haber apuñalado a un
compatriota, había matado a su esposa.12 El hombre, arrepentido

12. Flérida de Nolasco (1971: 83), siguiendo a Las Casas, dice que Garcés
había matado a su esposa, quien era “mujer de Castilla”.

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de sus crímenes, antes de meterse a fraile había sido encomende-


ro. Su caso ilustra sobre la comprensión que pudieron alcanzar los
contemporáneos sobre la cuestión de la injusta explotación a que
fueron sometidos los indígenas del continente. Las Casas refiere
cómo Garcés es quien les da a conocer con detalles los abusos que
se cometían continuamente y las artimañas empleadas para disimu-
larlos, de todo lo cual él había sido parte en varias acciones.13
Los dominicos no estaban aislados, sino rodeados de aquellos
que no querían escuchar su voz profética. La sociedad indiana
se construía sobre una estructura que silenciaba la esclavitud y
la muerte del indígena. Se planteó la alternativa que describió y
analizó Gustavo Gutiérrez;14 quien desglosando el sermón del IV
domingo de Adviento, escribe:

Lo primero que provoca la reacción de los frailes es la opresión del


indio de la que ellos son testigos directos y cotidianos. “Horrible servi-
dumbre” que los lleva a la muerte al hacerlos trabajar por “adquirir oro
cada día”. La trágica relación oro y muerte hace ya su aparición en esta
denuncia inicial. La explotación a muerte —el asesinato— no ha hecho
sino prolongar una primera injusticia: “las detestables guerras” hechas
sin razón alguna a los indios. A esto se añade el desenmascaramiento
del pretexto para las encomiendas: no hay en los que oprimen así a los
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naturales de estas tierras ninguna preocupación por su vida cristiana.


Los frailes, por boca de Montesino, van más lejos todavía. A estas
tres denuncias se suma el enunciado de lo que da fundamento a un
trato distinto. Los indios son personas y tienen en consecuencia todos
los derechos correspondientes: “¿no son hombres?, ¿no tienen ánimas
racionales?” pregunta incisivamente el predicador. La condición hu-
mana de los pobladores de las Indias será un punto importante en la
controversia que da su primer paso con el sermón de Montesino. Esta
óptica humanista será seguida del recuerdo de una exigencia evangé-
lica: “¿no estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos?”. Re-
querimiento radical para un cristiano que supone la igualdad (“como
a vosotros mismos”) entre españoles e indios ante Dios, pero que ade-
más va más allá de los deberes de justicia, tan alevosamente violados,
para colocar las cosas en el terreno del amor que no conoce límites
jurídicos o filosóficos. (Gutiérrez 1989: 30)

13. “La denuncia inevitable” la denomina fray José Manuel Rodríguez (2009:
43-50).
14. Cf. también Gutiérrez 1993: 515-642 (“Dios o el oro”).

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Contra la opresión de los indígenas, contra la injusticia general


con que se los trataba, y su reverso, la ideología de “la codicia”
que se extendía en las Indias, lucharon los frailes de la primera
comunidad de dominicos establecida en La Española. También ha-
llaron, denunciaron, señalaron y estudiaron su horrible entraña: la
encomienda.

5. La encomienda: el nudo del silencio

Desde entonces, esta se convierte en el núcleo del debate: en las


Leyes de Burgos (1512) y en las enmiendas de Valladolid (1513),
como consecuencia inmediata de los sermones de diciembre de
1511. Después de un breve paréntesis, ya bajo un nuevo monar-
ca, es este el tema central de la reforma en La Española bajo el
gobierno de los jerónimos (1516-1519),15 tan frustrante para el
padre Córdoba y sus compañeros. Lo será también para los frailes
franciscanos y dominicos posteriores,16 y en particular para Las
Casas, cuando continúe su campaña contra la encomienda en las
Leyes Nuevas (1542) y aun en el debate con Ginés de Sepúlve-
da en Valladolid. Comenta fray Vicente: “A principios de 1517
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[los dominicos] advirtieron en cuidadoso opúsculo que, para ellos,


todo tipo de encomienda era intrínsecamente mala e injusta” (Ru-
bio 1994: 56).17
En La Española el proyecto de evangelización está bloqueado
sobre todo por la encomienda. Franciscanos y dominicos tratan de
sortear este bloqueo a sus proyectos y consiguen asegurarse los per-
misos y las prohibiciones de incursiones de conquista. Así preparan
las misiones en Cumaná (1517) y luego en Chiribichí (1520). En
ambos casos el proyecto fracasó estrepitosamente, porque chocó

15. Los gobernantes jerónimos de La Española promovieron una información,


el llamado interrogatorio jeronimiano. Cf. Rodríguez Demorizi (1970).
16. Véase la “Relación de los padres dominicos, 1544”, en: Rodríguez Demo-
rizi 2008: 116-18.
17. Fray Vicente se refiere al tratado en latín que escribiera fray Bernardo de
Santo Domingo “para cumplir con el parecer que los padres hierónimos pedían”.
Un resumen traducido al castellano de este tratado se halla en: Las Casas, Historia
de las Indias: III, cap. XCIV.

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con los intereses creados de grupos de armadores que autofinan-


ciaban sus operaciones para nutrir las explotaciones de los colonos
de las Antillas y que conseguían el favor de la corte a cambio de
riquezas.
La encomienda fue equiparada poco menos que a un crimen
de estado por Las Casas.18 Sin embargo, en el pensamiento de los
dominicos siempre estuvo presente la responsabilidad personal del
encomendero. La cuestión la cifraron en no dar la absolución a los
encomenderos y en exigir la restitución de la libertad y los bienes a
los indígenas. Pedro de Córdoba y su comunidad habían desentra-
ñado la lógica de la encomienda y mostrado su carácter mortífero,
contrario al mensaje evangélico. A los encomenderos no se les po-
día dar la absolución.19
Como señalara Carlos Larrazábal Blanco,20 el sermón de Ad-
viento de 1511 es un paradigma de la conciencia de libertad en
la isla La Española. De aquella “casa de apóstoles”, como la llama
Pedro Henríquez Ureña (1936: 36), nació un nuevo derecho para
toda la humanidad, perfeccionado más tarde por la llamada Es-
cuela de Salamanca y, en particular, por medio de los escritos del
dominico fray Francisco de Vitoria. Este, como decía Pedro de
Córdoba y como nos recuerda Luisa Campos en su biografía de
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este misionero y evangelizador, buscaba “juntar el hecho con el de-


recho”. Esto se hacía precisamente por amor a los conquistadores,
que como cristianos eran, en ese entonces, irreconocibles. Como
señala fray Vicente refiriéndose a Pedro de Córdoba: “Amaba a los
conquistadores. Pero sobre todo amaba a los indios”. Era una nue-
va libertad la que planteaban los frailes dominicos y esta implicaba
el reconocimiento de la libertad religiosa y de la mano un míni-
mo de justicia hacia los indígenas. Se comprende así la insistencia

18. La dimensión interpersonal está también presente en Las Casas; véase al


respecto Féliz Lafontaine 2011: 179-190.
19. Todavía a mediados del siglo XVI Las Casas así lo recomendaba a fray
Tomás de San Martín, siendo este obispo de los Charcas, en respuesta a una con-
sulta que le hiciera el último, así en Rubio: Cartas a fray Bartolomé de las Casas
(inédito). Correspondió a Las Casas amplificar a escala continental esta prédica,
cosa que hizo a través de sus escritos y de su amplio epistolario.
20. Véase su discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la Historia
(Larrazábal Blanco 1938: 345-353).

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en negarse a escuchar las confesiones de quienes no adoptaran un


cambio radical en el trato con los indígenas, y aun negar la absolu-
ción en el sacramento de la penitencia, como lo hicieron muchos
frailes misioneros, no tan sólo dominicos.
La prédica de los dominicos en aquel domingo de Adviento
y en la del siguiente infraoctavo de Navidad tuvo varios efectos,
pero —como también refiere Las Casas— ninguno de ellos varió
la situación por la que atravesaban los indígenas. No salió “ni uno
solo convertido” de las personas presentes. Un primer efecto fue
el escandalizar a las autoridades y a los encomenderos, quienes no
pensaron sino en expulsar a los dominicos de la isla. Las quejas lle-
garon a la corte y hasta el padre fray Domingo de Mendoza envió
una carta de amonestación a los frailes del convento de La Espa-
ñola. Se les responsabilizaba por el escándalo y hasta por el estado
de inminente insurrección en la colonia.21 Las cosas se aclararon
con la ida a la península del padre Montesino y, poco después,
del propio Córdoba. Resulta curioso que un moderno historiador
tan acucioso como Enrique Otte llegara a escribir en el prólogo
de su Cedulario de la Isla de Cubagua que, como consecuencia
de aquel sermón, los padres dominicos fueron expulsados, lo que
nunca ocurrió.22 Pero esto mismo nos da una idea de lo insidiosas
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que debieron ser las noticias y las demandas que llegaron a la corte
en aquel momento.
El 21 de diciembre de 1511, fecha correspondiente al cuarto
domingo de Adviento de dicho año, delante de las más altas auto-
ridades del gobierno de la isla, que lo eran también de todas las In-
dias, los padres dominicos desvelaron con palabras los hechos que
nadie nombraba, aunque todos sabían que ocurrían, y señalaron res-
ponsabilidades. El silencio era un efecto de la estructura de poder
de la nueva sociedad indiana. En palabras de Flérida de Nolasco, se
trataba de una “[c]adena bien trabada, anudada en tal forma, que era
muy difícil de aflojar, y mucho más de romper; sistema elaborado
para favorecer intereses personales” (Nolasco 1971: 33).

21. Véanse en Chacón y Calvo (1930) las cartas enviadas desde España por los
superiores de la Orden de Predicadores.
22. “Aprovechando la estancia de los dominicos, expulsados de la isla Españo-
la por el sermón de Antón de Montesinos”, etc. (Otte 1961: 18-19).

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114 Ego vox clamantis in deserto

Acaso sea esta la mejor definición de esa estructura del silencio


que decidieron romper los dominicos con su sermón ese IV do-
mingo de Adviento. Las responsabilidades tocaban directamente
a los encomenderos beneficiarios, pero también a las autoridades
del gobierno en la isla y en la metrópoli. De inmediato, la homilía
provocó un gran revuelo, pues las autoridades se vieron cuestiona-
das e interpeladas por la prédica de los religiosos. Se cuestionaba el
cuidado hacia los aborígenes que tenían encargados por los reyes,
pero también la legalidad de sus acciones y de las instituciones con
que los indígenas estaban sujetos al dominio de los españoles, esto
es, de la encomienda. Esta fue puesta en evidencia, más allá de los
subterfugios que escondía su figura jurídica.
De parte de las autoridades y de los encomenderos, lo primero
fue reclamarles una rectificación a los dominicos. De conseguirse
esta retractación, quizá no estuviésemos hablando hoy de aquel
acontecimiento que marcó la historia espiritual de la humanidad.23
Se hubiera reparado el silencio roto y la cadena bien trabada y anu-
dada de que nos habla Flérida de Nolasco. En cambio, los domi-
nicos respondieron con una ratificación de su posición, al repetir
y ampliar el domingo siguiente el propio fray Antonio Montesino
los argumentos y conclusiones del primer sermón:
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[...] el tema que para fundamento de su retractación y desdecimiento


se halló, fue una sentencia del Sancto Job, en el cap. 36, que comien-
za: [...] ‘Tornaré a referir desde su principio mi sciencia y verdad, que
el domingo pasado os prediqué y aquellas mis palabras, que así os
amargaron, mostraré ser verdaderas’. [...] Comenzó a fundar su sermón
y a referir todo lo que en el sermón pasado había predicado y a corro-
borar con más razones y autoridades lo que afirmó de tener injusta y
tiránicamente aquellas gentes opresas y fatigadas, [...] que tuviesen por
cierto no poderse salvar en aquel estado; por eso, que con tiempo se
remediasen, haciéndoles saber que a hombre dellos no confesarían, [...]

23. “Ya en 1510, los hermanos de la Orden de Santo Domingo, a su arribo a


la Hispaniola, habían visto con irritado asombro la conducta de los colonos privi-
legiados, los encomenderos, a quienes estaban confiados los indios jurídicamente
como pupilos, pero prácticamente como siervos. Después de meditar y orar lar-
gamente, los frailes decidieron cuál había de ser su conducta. El acontecimiento
es uno de los más grandes en la historia espiritual de la humanidad” (Henríquez
Ureña 1949: 21).

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y aquello publicasen y escribiesen a quien quisiesen en Castilla; y en


todo lo cual tenían por cierto que servían a Dios y no chico servicio
hacían al rey. (Las Casas, Historia de las Indias: III, cap. V)

Hay que imaginarse el encono de funcionarios y encomenderos.


En lugar de la satisfacción que esperaban, ya en forma de retracta-
ción o al menos como entibiamiento de los pronunciamientos del
primer sermón, se les repiten y aumentan los agravios. Esto debió
exasperar a más de uno de los allí presentes.
Una vez visto que los dominicos no se retractaban, el paso si-
guiente era buscar la forma de expulsarlos de la isla, bajo la acu-
sación de actuar contra el servicio del Rey. Casi lo logran, pues
las cartas y las quejas llovieron en la corte. Pero los dominicos
consiguieron —gracias a la vivacidad de Montesino—que el Rey
les concediera una audiencia y les escuchara. Ante las denuncias
que presentaran los padres Córdoba y Montesino, don Fernando
el Católico mandó formar una junta de teólogos y juristas para
reformar el régimen establecido en las Indias. Esta junta fue la que
confeccionó las llamadas Leyes de Burgos.24
De manera simultánea, sin embargo, se acuerda impulsar en
las Indias el negocio de la esclavitud de los indios caribes.25 Como
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24. Las Leyes de Burgos, dadas en esta ciudad por el rey don Fernando el
Católico, el 27 de diciembre de 1512, ratificaban el carácter de “vasallos libres”
que tenían los indígenas. Se les podía obligar a trabajar para los españoles, pero sin
descuidar la educación religiosa de los primeros y siempre que ese trabajo fuera
para su provecho propio y para la colonia; se les debía pagar su salario y debían te-
ner tiempo para descansar; debían tener sus propios predios y se les debía permitir
tener casa propia. También se busca estimular el trato entre españoles e indígenas.
Sin embargo, se impuso el criterio de los encomenderos y se consagraron en las
leyes los usos que ya estaban vigentes. Una novedad introducida por estas leyes fue
la figura del Visitador para comprobar el cumplimiento de las mismas. El sistema
de la encomienda debió atenuarse, debido a las disposiciones a favor del indígena,
pero las Leyes de Burgos poco hicieron para transformar la situación de nuestros
aborígenes. Incluida en este caso la revisión realizada en Valladolid en 1513 (cf.
Vega Boyrie 20102: 77-81).
25. Como señala Deive: “En un principio, son las propias autoridades las que
convocan, organizan y a veces financian armadas generales contra, por ejemplo,
los lucayos o caribes. [...] Más frecuentes, no obstante, son las armadas organizadas
como empresas mixtas en las que intervienen la corona, los funcionarios reales
—oidores y oficiales— y empresarios privados, como mercaderes, hacendados
y comerciantes. Las empresas mixtas suelen combinar la captura de indios y el

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se sabe, era muy fácil y frecuente hacer pasar indios de paz por
caribes, cuando se contaba con el silencio y el disimulo de la jus-
ticia. Se comprende que el panorama, en lugar de despejarse, co-
menzaba más bien a tornarse más complejo. La tarea, como bien
comprendieron los primeros dominicos de La Española, apenas
comenzaba.

6. A modo de conclusión

Para concluir, el padre Córdoba y los dominicos trajeron ideas


renovadoras para “fundar [en las Indias] cuasi tan excelente iglesia
como fue la primitiva” para indígenas y españoles; encontraron allí
una realidad sórdida y una sociedad perversa en la que la vida del
taíno era despreciada. Una estructura de silencio ocultaba la ver-
dadera faz de esa sociedad. Los dominicos, con muy poca ayuda,
conocieron y denunciaron el núcleo de aquella organización social
deshumanizante y negadora del Evangelio y decidieron romper el
silencio con la dignidad de la palabra y el derecho. De esta manera,
como indicó Pedro Henríquez Ureña, en la nueva sociedad indiana
“los predicadores devolvieron al cristianismo su antiguo papel de
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religión de los oprimidos” (Henríquez Ureña 1949: 21). En ello


consistió la novedad de aquellos sermones de diciembre de 1511,
hace ya 500 años.

rescate de objetos, oro, perlas y animales exóticos [...]. Entre las cosas que los
empresarios solicitan a los tres jueces de apelación de La Española, Ortiz de
Matienzo, Villalobos y Vázquez de Ayllón, figuran la esclavización de caribes y
el rescate de perlas, ‘pues de un viaje podían entender en ambas cosas’ [sic]. Los
jueces aceptan y redactan un concierto o asiento que garantiza a la corona la mi-
tad de los beneficios. Los mencionados jueces u oidores se convertirán, desde su
llegada en 1512 a Santo Domingo, en tres de los más decididos e inescrupulosos
empresarios y armadores de la época” (Deive 1995: 370).

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