Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

46 - La Venganza de Halloween - R. L. Stine PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 38

Título original: Goosebumps #48: Attack of the Jack-O'-Lanterns

R. L. Stine, 1996
Traducción: Elena Recasens
Retoque de portada: Wolfwood

Editor digital: Wolfwood


eP ub base r1.0
—¿Adónde vas, Duende? —me preguntó papá desde el estudio.
—¡No me llames Duende! —le contesté gritando—. M i nombre es Drew.
A papá le hace mucha gracia llamarme Duendecillo, pero yo lo odio. M e llama así porque para tener doce años soy diminuta y llevo el cabello, negro y liso, muy
corto.
Además, tengo la barbilla y la nariz pequeñas y algo puntiagudas.
Si vosotros os parecierais a un duende, ¿os gustaría que os llamaran Duende? Por supuesto que no.
Un día, mi mejor amigo, Walker Parkes, oyó el apodo que me pone mi padre, y se le ocurrió utilizarlo.
—¿Qué hay, Duendecillo? —me saludó Walker. Pero yo le di un pisotón tan fuerte, que nunca más volvió a llamarme así.
—¿Adónde vas, Drew? —volvió a preguntarme mi padre desde el estudio.
—Salgo —contesté, y cerré la puerta dando un portazo.
M e gusta dejar a mis padres en la incertidumbre. Procuro no dar nunca respuestas precisas. Pensaréis que soy tan traviesa como un duende, pero tened cuidado
porque, si me lo decís, ¡os daré un pisotón también a vosotros!
Soy una chica dura. Preguntadle a cualquiera. Todos os confirmarán que Drew Brockman no tiene nada de blanda. Cuando una es la chica más renacuaja de la clase,
no se puede andar con chiquitas.
En realidad no iba a ningún sitio, sólo esperaba a mis amigos. Caminé calle abajo para ver si les veía llegar.
Respiré profundamente. Los de la casa de la esquina habían encendido el fuego, el humo blanco salía flotando de la chimenea, inundándolo todo con un dulce olor a
pino.
M e encanta el otoño. Significa que se acerca Halloween, mi fiesta preferida. Creo que me gusta tanto porque esa noche puedo convertirme en otra persona, o en otra
cosa. Es el único día del año en el que no tengo que ser la chica de barbilla puntiaguda que realmente soy.
Pero tengo un problema con Halloween. El problema son una chica y un chico de mi clase: Tabitha Weiss y Lee Winston. Llevan dos años estropeándonos por
completo Halloween a Walker y a mí. Eso me pone furiosa. Walker también está muy enfadado. Nuestra fiesta preferida echada a perder por culpa de dos niñatos
engreídos que creen que pueden hacer lo que se les antoje.
Grrr.
¡Sólo de pensarlo me entran ganas de pegarle a alguien!
M is otros amigos, Shane y Shana M artin, también están que trinan. Shane y Shana son gemelos y tienen mi misma edad. Viven en la casa de al lado y solemos salir
juntos a menudo.
Shane y Shana son distintos a todos los chicos y chicas que conozco. Ambos son de cara redonda, el cabello rubio, muy rizado, les cae formando bucles, y siempre
tienen las mejillas rojas y una sonrisa muy alegre. Los dos son bajitos y algo gordinflones.
M i padre dice que son rechonchos. ¡A papá siempre se le ocurren adjetivos horribles para todo el mundo!
La cuestión es que los gemelos están tan enfadados con Tabby y Lee como Walker y yo. Así que este año, por Halloween, estamos dispuestos a hacer algo al
respecto. El problema es que no sabemos exactamente qué hacer. Por eso ahora vienen todos a mi casa a discutirlo.
¿Que cómo empezó el problema con Tabby y Lee? Bueno, para poder explicarlo tengo que remontarme a dos años atrás.
Lo recuerdo perfectamente. Walker y yo teníamos diez años. Estábamos delante de mi casa y Walker se encontraba junto a su bicicleta toqueteando el radio de una
rueda.
Era un día de otoño precioso. Al final de la calle, alguien quemaba un montón de hojas. Aquí, en Riverdale, eso va contra la ley. M i padre siempre amenaza con
llamar a la policía cuando alguien lo hace, pero a mí me encanta el olor que desprenden.
Walker trasteaba con la bicicleta mientras yo lo observaba. No recuerdo de qué hablábamos. Entonces, levanté la vista y… me encontré a Tabby y a Lee allí, de pie,
junto a nosotros.
Tabby tenía un aspecto perfecto, como siempre. «Señorita Doña Perfecta», así es como la llama mi padre y…, por una vez, tiene razón.
El viento soplaba con fuerza, pero la larga y lisa cabellera rubia de Tabby no se agitó. A ella, el viento nunca la despeinaba como me ocurría a mí.
Tabby tiene una perfecta piel blanca y cremosa; y unos perfectos ojos verdes, muy brillantes. Es muy guapa y lo sabe. ¡A veces tengo que reprimir los deseos de
sacudirle el pelo con las dos manos y despeinarla!
Lee es alto y esbelto; tiene unos ojos de color marrón muy oscuro y luce una ancha sonrisa que resulta muy reconfortante. Es afroamericano, tiene unos andares
muy peculiares y siempre se hace el interesante, como los raperos que salen en los vídeos de la cadena de televisión MTV.
Todas las chicas del colegio creen que es fantástico. Pero yo nunca entiendo una palabra de lo que dice, porque siempre lleva en la boca una enorme bola de chicle de
color verde manzana.
—M mmbbb, mmmbbb.
Lee dirigió la mirada hacia la bicicleta de Walker y dijo algo entre dientes.
—¡Eh! —dije yo—. ¿Qué tal, chicos?
Tabby puso cara de asco y me señaló con un dedo.
—Drew, tienes algo que te cuelga de la nariz —aseguró.
—¡Oh! —Levanté la mano a toda prisa y me froté la nariz. No tenía nada.
—Lo siento —se burló Tabby—. M e había parecido que tenías algo. —Los dos se echaron a reír.
Tabby siempre me gasta bromas estúpidas como ésa. Sabe que soy muy susceptible con mi aspecto, así siempre caigo en sus estúpidos trucos.
—Bonita bici —le dijo Lee a Walker mascullando—. ¿Cuántas marchas tiene?
—Es de doce marchas —contestó Walker.
Lee rió con disimulo.
—La mía tiene cuarenta y dos.
—¿Qué? —Walker se levantó—. ¡No existen bicis de cuarenta y dos marchas! —gritó.
—La mía sí —insistió Lee, aún sonriente—. Está hecha por encargo.
Hizo un enorme globo verde con el chicle. Cosa que no resulta fácil, mientras se está sonriendo con desprecio.
M e hubiera gustado aplastárselo sobre el engreído rostro, pero Lee retrocedió y lo aplastó él mismo.
—¿Te has cortado el pelo? —me preguntó Tabby mientras me examinaba el pelo revuelto por el viento.
—No —respondí.
—Ya me lo parecía —contestó, y se alisó con una mano su perfecta cabellera, retirándola hacia atrás.
Grrr. No la soportaba. Cerré los puños y pronuncié un gruñido de enfado.
Suelo gruñir a menudo. A veces, ni siquiera me doy cuenta de que lo estoy haciendo.
—M mmbbb, mmmbbb. —Lee masculló algo, dejando resbalar un poco de jugo del chicle por la barbilla.
—¿Perdona?
—Voy a dar una fiesta de Halloween —repitió.
El corazón empezó a latirme con fuerza.
—¿Una auténtica fiesta de Halloween? —pregunté—. ¿Con todo el mundo disfrazado, ponche, juegos como el de morder las manzanas que flotan en agua e historias
de miedo?
Lee asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí. Una auténtica fiesta de Halloween. En mi casa, la noche de Halloween. ¿Queréis venir, chicos? —preguntó.
—¡Claro! —contestamos Walker y yo.
Grave error. M uy, muy grave.
Cuando Walker y yo llegamos, la fiesta ya estaba atestada de chicos de la escuela. Los padres de Lee lo habían adornado todo con serpentinas de color naranja que
colgaban de un lado a otro del salón. Tres enormes calabazas-linterna nos sonrieron desde el asiento de la ventana de enfrente.
Por supuesto, la primera persona con la que me tropecé fue Tabby. A pesar de que iba disfrazada, no era difícil reconocerla. Iba vestida de princesa. Perfecta, ¿no?
Llevaba una traje largo de princesa, de color rosa, muy adornado, con mangas largas muy holgadas y un collarín de encaje muy alto. Se había recogido la rubia
cabellera con una diadema de bisutería de diamantes muy brillantes.
Tabby me dedicó una sonrisa con sus labios pintados.
—¿Eres tú, Drew? —me preguntó fingiendo que no me reconocía—. ¿Qué se supone que eres? ¿Un ratón?
—¡No! —protesté—. No soy un ratón. Soy un Klingon. ¿Nunca ves Star Trek?
—¿Estás segura de que no eres un ratón? —se mofó.
Se dio la vuelta y se fue, sonriendo orgullosa. Le encanta insultarme. Gruñí en voz baja y busqué a alguien con quien poder hablar. Entonces vi a Shane y a Shana
frente a la chimenea. Resultaba fácil reconocer a los gemelos. Eran dos enormes muñecos de nieve muy hinchados.
—¡Lleváis un disfraz genial! —les felicité.
Llevaban dos bolas blancas de nieve: una gran bola de nieve que les cubría el cuerpo y una más pequeña en la cabeza.
Las cabezas de los muñecos de nieve tenían dos agujeros recortados a la altura de los ojos. Pero no supe distinguir a Shane de Shana.
—¿Con qué habéis hecho las bolas de nieve? —pregunté.
—Con espuma de poliestireno —contestó Shana, que tiene una voz de pito muy aguda, así que ahora ya sabía quién era quién—. Hemos aprovechado unos trozos
muy grandes que teníamos.
—Es genial —afirmé.
—Es una fiesta estupenda, ¿no? —intervino Shane—. Han venido todos los de la clase. ¿Has visto el disfraz de Bryna M orse? Se ha pintado todo el cuerpo con un
spray gris plateado. ¡Hasta la cara y el pelo!
—¿De qué se supone que va disfrazada? —pregunté mientras la buscaba entre la gente de la salita—. ¿De surfista plateada?
—No, creo que de Estatua de la Libertad —contestó Shane—. Lleva una antorcha de plástico.
Oí un fuerte crepitar en la chimenea que me hizo dar un brinco del susto. La mayoría de las luces estaban apagadas, así que la sala se encontraba prácticamente a
oscuras, como corresponde a una noche de Halloween. El fuego dibujaba largas sombras que danzaban en el suelo.
M e di la vuelta y vi a Walker que se dirigía hacia nosotros. Llevaba el cuerpo completamente cubierto de vendas y gasas. Iba de momia.
—Tengo problemas —anunció.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Shane.
—M i madre me ha envuelto fatal —se quejó—. Se me está cayendo el vendaje. —Trató de sujetarse las vendas de alrededor del cuello, que se habían desprendido.
—¡Aaaj! —Lanzó un grito de enfado—. ¡Se está cayendo todo!
—¿Llevas ropa debajo? —preguntó Shana.
Shane y yo soltamos una carcajada. M e figuré a Walker acurrucado en medio de la fiesta en ropa interior, con montones de vendas a sus pies.
—Sí. Llevo ropa debajo del disfraz —contestó él—. Pero si todas estas vendas se caen, ¡se me caerá la cara de vergüenza!
—¡Eh! ¿Cómo va eso? —nos interrumpió Lee. Llevaba un disfraz de Batman, pero reconocí sus ojos oscuros tras la máscara, y la voz.
—Una fiesta impresionante —dijo Shana.
—Sí. Impresionante —repetí.
Lee empezó a decir algo, pero de repente se oyó un estrépito ensordecedor que nos dejó a todos boquiabiertos. Nos quedamos helados de miedo.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Lee.
Se hizo el silencio en la sala llena de gente.
Oí otro estrépito, como si alguien estuviera dando golpes. Luego unas voces.
—¡Procede…, procede del sótano! —tartamudeó Lee. Se quitó la máscara de Batman y, aunque el tupido cabello le cayó sobre la cara, vi su expresión de miedo.
Todos dirigimos la mirada hacia la puerta abierta, al final del salón, hacia las escaleras que conducían al sótano.
—¡Oh! —gritó Lee, tras un nuevo ruido estrepitoso.
Luego se oyeron unos fuertes pasos, alguien subía las escaleras desde el sótano.
—¡Hay alguien en casa! —gritó Lee, encogido por el miedo—. ¡Han entrado a robar!
—¡M amá! ¡Papá! —gritó Lee. Su voz resonó con estridencia en contraste con el absoluto silencio que reinaba en el salón. Los demás nos quedamos inmóviles,
paralizados.
Al oír los fuertes pasos que se acercaban, subiendo las escaleras, un escalofrío me recorrió la espalda.
—¡M amá! ¡Papá! ¡Socorro! —repitió Lee, con los ojos muy abiertos, desorbitados por el miedo. Pero nadie respondió. Lee se dirigió hacia la habitación de sus
padres, en la parte trasera de la casa.
»¡M amá! ¡Papá!
Yo le seguí pero, al cabo de pocos segundos, Lee volvió a la sala, estaba temblando de arriba abajo.
—M is padres… ¡no están!
—¡Llama a la policía! —sugirió alguien.
—¡Sí! ¡M arca el cero noventa y uno! —gritó Walker.
Lee se precipitó sobre el teléfono que había detrás del sofá y, sin darse cuenta, dio un puntapié a una lata de Pepsi que alguien había dejado sobre la illombra, en el
suelo.
Lee descolgó el auricular del teléfono y se lo llevó a la oreja. Le observé mientras marcaba el número de la policía, pero de pronto se volvió hacia nosotros y dejó
caer el auricular de la mano.
—No hay línea. ¡El teléfono no tiene línea!
Algunos chicos se quedaron boquiabiertos. Otros gritaron. Yo me volví hacia Walker y abrí la boca, dispuesta a decir algo pero, antes de que pudiera salir un solo
sonido de mi garganta, dos grandes siluetas surgieron de la escalera del sótano.
—¡Nooo! —Lee pronunció un grito de terror. Tabby avanzó un paso y se acurrucó junto a él. Aterrorizada, abrió mucho los ojos, que llevaba muy maquillados.
Los dos intrusos entraron rápidamente en la sala y bloquearon el camino hacia la puerta. Uno de ellos llevaba un pasamontañas de esquí de lana azul, que le cubría el
rostro por completo. El otro llevaba una máscara de gorila de goma.
Ambos iban vestidos con unas chaquetas negras de piel y unos vaqueros también negros.
—¡Comienza la fiesta! —gritó el gorila con voz ronca. A continuación se echó a reír. Era una risa cruel—. ¡Comienza la fiesta para todos!
Algunos chicos gritaron. A mí se me salía el corazón del pecho. De pronto, sentí frío y calor a la vez.
—¿Quiénes sois? —preguntó Lee por encima de los gritos aterrados de algunos chicos—. ¿Cómo habéis entrado? ¿Dónde están mis padres?
—¿Padres? —contestó el tipo del pasamontañas de lana. Tenía unos ojos azules muy brillantes, casi tan azules como el pasamontañas de lana que le cubría el rostro
—. ¿Tienes padres?
Los dos se echaron a reír.
—¿Dónde están? —gritó Lee.
—¡M e parece que huyeron corriendo al vernos! —aseguró el tipo a través del pasamontañas.
Lee tragó saliva con dificultad, emitiendo un débil sonido con la garganta. Tabby avanzó por detrás de Lee.
—¡No podéis entrar aquí! —gritó ella muy enfadada a los dos intrusos—. ¡Estamos celebrando una fiesta!
El gorila se volvió hacia su compañero y se echó a reír. Los dos soltaron grandes carcajadas mientras echaban las cabezas hacia atrás.
—¡Ahora es nuestra fiesta! —anunció el gorila—. ¡Ahora nosotros tomamos el control!
La salita estaba llena de miradas asustadas, silenciosas. De pronto sentí que se me doblaban las piernas. M e cogí del hombro de Walker para no caerme.
—¿Qué… qué vais a hacer? —preguntó Tabby.
—¡Todos al suelo! —ordenó el del pasamontañas de lana.
—¡No podéis hacernos esto! —gritó Tabby.
—¡Sólo somos niños! —gritó otro—. ¿Nos vais a robar? ¡No tenemos dinero!
Vi a Shena y a Shana muy pegados el uno al otro cerca de la chimenea. Aunque ocultaban sus rostros tras el disfraz de muñecos de nieve, yo sabía que también ellos
debían estar muertos de miedo.
—¡Al suelo! —gritaron los dos intrusos.
Al obedecer y echarnos todos al suelo, el fuerte eco del ruido sordo que produjeron los disfraces resonó por toda la habitación.
—¡Vosotros dos también! —gritó el gorila dirigiéndose a Shane y a Shana.
—¡Imposible! ¡No podemos echarnos al suelo metidos en estas enormes bolas de nieve! —gritó Shana.
—¡M e da igual! ¡Al suelo! —ordenó el gorila de mala manera.
—¡Echaos al suelo o… o tendremos que obligaros! —les amenazó el tipo del pasamontañas de lana.
Observé a Shane y Shana mientras se esforzaban por echarse al suelo. Tuvieron que quitarse las bolas de nieve de la parte inferior para poder arrodillarse. M ientras
Shana trataba de quitarse la bola de nieve, ésta se partió por la mitad.
—M uy bien, ahora… ¡todo el mundo a hacer flexiones! —ordenó el gorila.
—¿Qué? —Por toda la habitación se oyeron exclamaciones de confusión.
—¡Flexiones! —repitió el gorila—. Todos sabéis hacer flexiones, ¿no?
—Y ¿cuántas… cuántas tenemos que hacer? —preguntó Walker que se había arrodillado muy cerca de mí, sobre la alfombra, frente a la mesita de café.
—Durante dos horas —contestó el tipo del pasamontañas de lana.
—¿Horas? —exclamaron algunos chicos.
—Unas cuantas horas de flexiones os harán entrar en calor —repuso el gorila—. ¡Luego ya pensaremos en algo más duro!
—Eso. ¡M ás duro! —añadió su compañero, y se echaron los dos a reír de nuevo.
—¡No podéis hacernos esto! —grité. M e salió una voz muy aguda y débil, como la de un ratón.
Algunos chicos también protestaron. M e volví hacia la puerta. El tipo del pasamontañas de lana se encontraba ahora en el interior del salón, pero el gorila seguía
bloqueando cualquier posible salida.
—¡Empezad! —ordenó el gorila.
—¡Si no… haréis tres horas! —añadió su compañero.
Oí muchos lamentos y quejas, pero todos nos dejamos caer sobre la barriga y empezamos a hacer flexiones. ¿Qué opción teníamos?
—¡No podemos hacer flexiones durante dos horas! —protestó Walker sin aliento—. ¡Nos desmayaremos!
Walker se elevaba y descendía, se elevaba y descendía, muy cerca de mí, en el suelo. El disfraz de su madre se iba desmontando a cada movimiento que hacía.
—¡M ás rápido! —ordenó el gorila—. ¡Vamos, más rápido!
Yo llevaba sólo cinco o seis flexiones, pero ya me empezaban a doler los brazos. No suelo hacer mucho ejercicio, sólo algo de bicicleta y natación en verano. Era
imposible que aguantara más de diez o quince minutos.
Levanté la vista hacia el otro lado de la habitación y… vi algo que me hizo gritar asombrada.
—Walker, ¡mira! —susurré.
—¿Qué? —gruñó.
Le di un codazo en el costado.
Walker perdió el equilibrio y se golpeó contra el suelo.
—¡Eh, Drew! ¿Qué te pasa? —se quejó.
Ambos dirigimos la mirada hacia la puerta y vimos boquiabiertos que Tabby y Lee no estaban en el suelo con el resto del grupo. Se habían unido a los dos intrusos,
frente a la puerta. Nos observaban con anchas y orgullosas sonrisas burlonas dibujadas en el rostro.
Dejé de hacer flexiones y me puse de rodillas. Lee se echó a reír y Tabby se le unió en sus carcajadas. Se reía tanto que la diadema que llevaba en la cabeza se agitaba.
Entonces hicieron chocar las manos, felicitándose.
Todos seguían en el suelo; a mi alrededor, algunos chicos continuaban haciendo ejercicio, primero arriba, luego abajo, arriba, abajo…, quejándose y lamentándose
mientras, obedientes, hacían las flexiones.
Pero Walker y yo nos detuvimos. Los dos estábamos arrodillados, observando a Tabby y a Lee. Los muy idiotas se reían, celebrándolo.
Estaba a punto de ponerme a gritar de rabia… cuando, de pronto los dos intrusos se quitaron las máscaras. Enseguida reconocí al chico que iba disfrazado de gorila.
Era Todd Jeffrey, un chico del instituto y vecino de Lee. El chico del pasamontañas de lana se llamaba Joe no sé qué y era un amigo de Todd.
Todd se retiró el cabello cobrizo de la frente con la mano. Tenía el pelo mojado, el rostro muy enrojecido y estaba empapado de sudor. Supongo que la máscara de
goma le debía de dar mucho calor. Joe dejó caer al suelo su pasamontañas de lana y sacudió la cabeza mientras se reía de nosotros.
—¡Todo ha sido una broma, chicos! —gritó—. ¡Feliz Halloween!
Los demás ya habían dejado de hacer flexiones. Pero binguno se había movido del suelo. Creo que estábamos demasiado anonadados para levantarnos.
—¡Sólo ha sido una broma! —soltó Lee, con una sonrisa burlona en el rostro.
—¿Os hemos asustado? —preguntó Tabby tímidamente.
—¡Grrr! —Pronuncié el gruñido más fuerte de mi vida. ¡M e hubiera gustado abalanzarme de un salto sobre la Princesa Tabby, arrancarle la diadema y ponérsela
alrededor del cuello!
Todd y Joe hicieron chocar las manos. Cogieron cada uno una lata de Pepsi y se la llevaron a la boca.
—¡Podéis levantaros! —anunció Lee, muy sonriente.
—¡Uau, chicos, parecíais realmente asustados! —gritó Tabby animada—. ¡Creo que os hemos tomado bien el pelo!
—No puedo creerlo —murmuró Walker mientras sacudía la cabeza. Se le había caído todo el vendaje del rostro, y ahora llevaba las vendas caídas sobre los hombros
—. En serio, no puedo creerlo. Qué broma tan estúpida y cruel…
M e levanté, insegura, y ayudé a Walker a ponerse en pie. Oí a Shane y a Shana que protestaban a nuestra espalda. Sus disfraces estaban completamente
destrozados.
Los demás chicos seguían refunfuñando y lamentándose. Tabby y Lee eran los únicos que se reían. A nadie más le hizo ni una pizca de gracia la broma.
M e dirigí hacia los dos idiotas, dispuesta a decirles lo que opinaba de su estúpida broma. Pero en aquel momento, los padres de Lee aparecieron por la puerta,
quitándose los abrigos.
—Estábamos en casa de los Jeffrey, aquí al lado —anunció la madre de Lee. Entonces vio a Todd.
—¡Oh! Hola Todd. Ahora mismo venimos de tu casa, de visitar a tus padres. ¿Qué haces aquí? ¿Estás ayudando a Lee con la fiesta?
—M ás o menos —contestó Todd, con una sonrisa burlona en el rostro.
—¿Cómo va todo? —preguntó el padre de Lee.
—M uy bien —contestó su hijo—. Estupendamente, papá.

Y así es como, dos años atrás, Tabby y Lee estropearon la fiesta de Halloween.
Walker, Shane, Shana y yo estábamos muy enfadados. No. Estábamos más que enfadados. Estábamos furiosos. Halloween es nuestra fiesta preferida y no nos gusta
que se eche a perder por una estúpida broma pesada.
Así que el año pasado decidimos vengarnos.
—Necesitamos unos adornos especiales —apuntó Shana—. Algo distinto de las calabazas y esqueletos de todos los años.
—Sí. Algo que dé mucho más miedo —añadió Shane.
—Pues a mí me parece que las calabazas-linterna dan mucho miedo —insistí—. Sobre todo si se ponen velas dentro de las calabazas para que brillen sus rostros
oscuros, horadados con esas sonrisas diabólicas.
—Las calabazas-linterna son infantiles —discutió Walker—. Nadie les tiene miedo. Lo que dice Shana es verdad, si queremos asustar a Tabby y a Lee necesitamos
algo mejor.
Faltaba una semana para Halloween. Los cuatro estábamos en mi casa buscando ideas y pensando en la organización de mi fiesta de Halloween… Sí. El año pasado
la fiesta fue en mi casa.
¿Que por qué decidí dar yo la fiesta? Por una razón. Para vengarme. Para devolverle la faena a Tabby y a Lee.
Walker, Shane, Shana y yo habíamos pasado todo el año hablando de ello, haciendo planes, imaginando los mayores sustos que se nos podían ocurrir. No queríamos
gastarles una broma estúpida como habían hecho ellos. Que alguien entrara en casa, además de una estupidez, resultaba demasiado aterrador.
Algunos de mis amigos seguían teniendo pesadillas, aún veían en sueños a unos tipos con pasamontañas de lana y máscaras de gorila. Nosotros cuatro no queríamos
asustar a todos los invitados. Sólo queríamos fastidiar a Tabby y a Lee…, ¡que se llevaran un buen sobresalto!
A sólo una semana para la gran noche, nos encontrábamos en la salita de mi casa, sentados en el suelo, después de cenar. Debíamos estar haciendo los deberes, pero
Halloween ya estaba a la vuelta de la esquina. No teníamos tiempo para hacer los deberes. Teníamos que aprovechar para planear cosas terribles.
Shane y Shana tenían muchas ideas realmente buenas. Los dos tienen un aspecto muy dulce e inocente…, pero una vez los conoces bien, pueden resultar bastante
imaginativos.
Walker y yo queríamos provocar sustos simples. Considerábamos que cuanto más sencillos fueran más se asustarían, al menos desde nuestro punto de vista.
Yo quería arrojarles a Tabby y a Lee telarañas de mentira desde lo alto de la escalera. Conozco una tienda donde venden unas telarañas muy pegajosas que dan
mucho asco. Walker tiene una tarántula de verdad que guarda en una jaula en su habitación. Pensó que quizá podíamos enredar la tarántula entre las telarañas y
lanzársela a Tabby en el pelo. No era mala idea.
Walker también propuso abrir una trampilla en el suelo de la sala para que cuando Tabby y Lee la pisaran se abriera y los dos desaparecieran en el sótano. Pero tuve
que oponerme a esa idea porque, aunque me gustaba, no estaba muy segura de cómo se lo tomarían mamá y papá cuando nos vieran hacer un agujero en el suelo.
Además, yo sólo quería asustar a esos dos idiotas, no que se partieran la crisma.
—¿Dónde colocamos los charquitos de sangre pegajosos? —preguntó Shane.
Shane sujetaba un charquito de plástico de sangre muy roja en cada mano. Su hermana y él habían comprado una docena de charquitos en una tienda de disfraces.
Los había de muchos tamaños y parecían auténticos.
—Y no os olvidéis de la baba verde —nos recordó Shana, que tenía a su lado tres bolsas de plástico llenas de tal asquerosidad.
Walker y yo abrimos una bolsa y tocamos la pasta pegajosa, muy viscosa y pringosa.
—¿Dónde habéis comprado esto? —pregunté—. ¿En la misma tienda?
—No. ¡Se lo sacó Shana de la nariz! —bromeó Shane.
Shana murmuró algo, enfadada, y levantó una de las bolsas. Se la puso delante y amenazó a su hermano con golpearle con ella. Shane se rió y se balanceó en el sofá.
—¡Eh! ¡Cuidado! —grité—. Si se rompe la bolsa…
—Podríamos colgar la pasta esa del techo —sugirió Walker.
—¡Sí! ¡M uy buena idea! —gritó Shane excitado—. E incluso hacer que les cayera a Tabby y a Lee encima.
—¡Te imaginas que consiguiéramos cubrirles todo el cuerpo! —añadió Walker muy excitado—. ¡Parecerían dos enormes masas verdes pegajosas!
—¡Glup, glup, glup! —Shana metió la mano en la bolsa y fingió que la hundía en un charquito de baba.
—Sí, pero ¿se pega en el techo? —pregunté—. ¿Cómo lo hacemos para que no se desprenda hasta el momento adecuado? ¿Cómo conseguimos que los dos se
coloquen justo debajo?
Yo soy la más práctica del grupo. Ellos suelen tener un montón de buenas ideas, pero nunca saben cómo hacerlas funcionar. Y en esto consiste mi trabajo.
—No lo sé —me contestó Walker. Se levantó de la silla de un salto—. Voy a buscar algo para beber.
—¿Qué tal si la baba sale por los orificios de las calabazas-linterna? —sugirió Shane—. Eso sí que les daría un buen susto, ¿no?
—¿Y si hiciéramos que las calabazas-linterna vomitaran chorros de sangre pegajosa? —sugirió Shana—. Eso les asustaría aún más.
—Tenemos que ponerles una trampa a Tabby y a Lee como sea —opinó Shane, concentrado—. Todos estos charquitos, babas, telarañas y sangre están bien, pero
tenemos que conseguir que crean de verdad que están en peligro. Tenemos que conseguir que piensen que algo horrible está a punto de ocurrirles.
Iba a decir que estaba de acuerdo con él cuando, de pronto, se fue la luz.
—¡Oh! —exclamé sorprendida, parpadeando en medio de la repentina oscuridad—. ¿Qué ha pasado?
Shane y Shana permanecieron en silencio. Las cortinas estaban echadas, así que no entraba nada de luz de la calle en la habitación. La sala estaba tan oscura que no
podía ni distinguir a mis dos amigos, sentados frente a mí.
Entonces oí una voz que hablaba en susurros, muy seca. Era un susurro horrible, que se oía muy cerca de nosotros, junto a mi oído, y que decía:

Venid conmigo.
Venid conmigo a casa.
Venid a casa, adonde pertenecéis.
Venid a casa… a la tumba.
Con los ojos muy abiertos en medio de la oscuridad, aquellos susurros provocaron que un escalofrío me recorriera la espalda.

Venid conmigo.
Venid conmigo a casa.
Venid a casa, adonde pertenecéis.
Venid a vuestra tumba, Tabby y Lee.
He venido a por vosotros y sólo a por vosotros.
Venid, Tabby y Lee. Venid conmigo ahora.

—¡Es genial! —grité.


La luz volvió, iluminando de nuevo la habitación. Frente a mí, Shane y Shana aplaudían y gritaban muy contentos.
—¡M uy bien, Walker! —M e volví para felicitarle.
Dejó la grabadora portátil sobre la mesita de café frente a nosotros y rebobinó la cinta.
—Creo que con esto sí que les daremos un buen susto.
—¡Hasta yo me he asustado! —aseguré—. ¡Y eso que yo ya sabía de qué se trataba!
—Cuando se vaya la luz y esa voz empiece a susurrar, ¡se les pondrá la carne de gallina a todos! —exclamó Shana—. Sobre todo si colocamos la grabadora debajo
del sofá.
—¿Quién ha grabado la voz? —le preguntó Shane a Walker—. ¿Has sido tú?
Walker asintió con un movimiento de cabeza.
—Es genial —afirmó Shane. Luego se volvió hacia mí—. Pero, Drew, sigo pensando que deberías dejar que Shana y yo les hiciéramos algunos de nuestros trucos a
Tabby y a Lee.
—Vamos a reservarlos para cuando realmente los necesitemos —contesté.
M e agaché y abrí una bolsa de plástico, hundí la mano en su interior y saqué un montón de baba verde. Tenía un tacto frío y pegajoso. La manoseé apretándola y
modelándola, y luego formé una pelota.
—¿Creéis que es lo bastante pegajosa como para suspenderla del techo? —pregunté—. Estaría bien que descendiera por las paredes. Creo que…
—No. Tengo una idea mejor —me interrumpió Walker—. La luz se ha ido, ¿vale? Y esa voz horrible empieza a susurrar. Y cuando pronuncia sus nombres en voz
baja, cuando susurra «Venid a vuestra tumba, Tabby y Lee», entonces alguien aparece furtivamente por detrás de ellos y deja caer un montón de baba sobre sus
cabezas.
—¡Genial! —gritó Shane. Todos nos reímos, muy animados.
Tuvimos algunas buenas ideas. Pero necesitábamos más. No quería que el plan saliera mal. No quería que Tabby y Lee lo encontraran divertido, que creyeran que
sólo se trataba de una broma. Quería que tuvieran miedo de verdad, que se llevaran el mayor susto de su vida.
Así que tratamos de inventar más y más bromas espantosas. Nos dedicamos a ello durante toda la semana, desde la salida de clase hasta la noche, colocamos
trampas y escondimos pequeñas sorpresas horripilantes por toda la salita. Hicimos las calabazas-linterna más feas que habéis visto nunca y las rellenamos de unas
cucarachas de plástico que parecían auténticas. Luego hicimos un muñeco de papel maché de unos dos metros y medio de alto, un monstruo, y lo preparamos para que,
al tirar de una cuerda, cayera del ropero de la entrada. Compramos unas serpientes de goma que parecían auténticas, y también gusanos y arañas, y los escondimos por
toda la casa. No comimos ni dormimos. Ibamos al colegio por obligación, sin dejar de pensar ni un instante en cosas que pudieran asustar a nuestros dos invitados de
honor.
Finalmente llegó la noche de Halloween. Los cuatro nos dirigimos a mi casa. Estábamos demasiado nerviosos para sentarnos a esperar o incluso para esperar de pie.
Íbamos de un lado a otro, sin apenas hablar entre nosotros mientras comprobábamos repetidas veces, con mucho cuidado, todas las trampas horribles y los trucos que
habíamos preparado.
Nunca en mi vida había trabajado tanto. ¡Nunca! Pasé tanto tiempo preparando la fiesta y nuestra venganza que ni siquiera pensé en mi disfraz de Halloween hasta
el último minuto, de modo que acabé poniéndome el mismo disfraz de Klingon que había llevado el año anterior.
Ese año Walker iba vestido de pirata. Se había colocado un parche en un ojo, llevaba una camiseta de rayas y un loro posado sobre el hombro. Shane y Shana se
habían disfrazado como de criaturas amorfas. En realidad no sé explicar de qué iban. No nos preocupaban nuestros disfraces, estábamos concentrados en asustar a
Tabby y a Lee.
Una hora antes de que empezara la fiesta, mientras íbamos de un lado a otro de la sala, nerviosos, sonó el teléfono. Y recibimos una llamada que nos horrorizó a
todos.
Yo me encontraba junto al teléfono cuando éste sonó. El imperioso timbre me dio un susto de muerte. Estaba algo nerviosa… Descolgué el auricular antes de que
acabara de sonar por primera vez.
—Diga.
Oí una voz familiar al otro lado del teléfono.
—Hola, Drew. Soy Tabby.
—¡Tabby! —grité. Supuse que llamaba para saber a qué hora empezaba la fiesta—. La fiesta empieza a las ocho —le informé antes de que me preguntara—. Pero si
Lee y tú…
—Por eso llamo —me interrumpió Tabby—. Lee y yo no podremos venir esta noche.
—¿Qué?
Se me cayó el auricular de la mano y golpeó contra el suelo produciendo un fuerte ruido. M e agaché para recoger el auricular, tropecé y casi derribé la mesa.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Que Lee y yo no podemos ir —repitió Tabby con frialdad—. Vamos a casa de su primo. Vamos a ir a recoger golosinas por las casas hasta medianoche. Iremos a
cuatro barrios. Nos prometió que conseguiríamos muchos caramelos. Lo siento.
—Pero, Tabby… —empecé a protestar con voz débil.
—Lo siento —dijo—. Hasta luego. Adiós.
Y colgó.
Emití un grito ronco de protesta y caí de rodillas al suelo.
—¿Qué pasa? —me preguntó Walker.
—Ellos… ellos… ellos… —No me salían las palabras.
M is tres amigos se agacharon a mi alrededor. Walker trató de tirar de mí para que me levantara, pero la cabeza me daba vueltas. No quería levantarme.
—¡No van a venir! —conseguí decir finalmente—. No vienen.
—¡Oh! —exclamó Walker con voz suave. Shane y Shana sacudieron la cabeza, desanimados, sin decir nada.
Nos quedamos todos paralizados, perplejos, sintiéndonos demasiado miserables como para decir algo. Pensando en todas nuestras ilusiones…, todos los planes y el
duro trabajo que habíamos realizado. Un año entero de preparación y organización se habían ido al agua.
«No voy a llorar —me dije a mí misma—. Tengo ganas de llorar, pero no voy a hacerlo.»
M e levanté, insegura, y le eché un vistazo al sofá.
—¿Qué es eso? —pregunté.
Todos se volvieron y vieron lo mismo que yo: un enorme y espantoso agujero en un cojín de piel marrón del sofá.
—¡Oh, no! —se lamentó Shana—. Estaba jugando con una bola de baba verde y, al levantarme, se me debe haber caído sobre el sofá. ¡Ha… ha agujereado el cojín!
—Rápido, tápalo antes de que lo vean mis padres —empecé a decir.
Por supuesto, mis padres aparecieron de repente, tan tranquilos, por el salón.
—¿Qué tal? —preguntó mi padre—. ¿Todo listo para vuestros invitados?
Crucé los dedos y recé para que no se percataran del gran agujero en el sofá.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado en el sofá? —preguntó mamá gritando.

M i padre y mi madre tardaron mucho tiempo en olvidar lo del sofá agujereado. A mí me llevó aún más tiempo olvidar lo de la fiesta echada a perder.
Esto es lo que ocurrió el año pasado por Halloween.
Llevamos así dos años. Dos años de Halloweens echados a perder. Pero ahora ya ha pasado otro año. De nuevo falta poco para Halloween. Y este año, tenemos dos
razones para vengarnos de Tabby y de Lee.
Ojalá tuviéramos un plan…
—Este año voy vestida de princesa del espacio —anunció Tabby.
Se había vuelto a recoger el pelo con la misma diadema de diamantes de bisutería y se había puesto el mismo vestido largo, lleno de lazos. Era el mismo disfraz de
dos años atrás, pero para darle un toque espacial se maquilló el rostro con una pintura verde muy chillona.
«Ella siempre tiene que ser una princesa —pensé con amargura—. M aquillada de verde o no, sigue yendo de princesa.»
Lee apareció con una capa y unas medias y aseguró que era Superman. Aclaró que el disfraz era de su hermano menor y nos explicó por qué no había tenido tiempo
de conseguir uno para él, pero no pude entender nada de lo que contó debido a la gran masa de chicle que llevaba en la boca.
Walker y yo decidimos ir de fantasmas. Cogimos unas sábanas, les recortamos unos agujeros a la altura de los ojos y otros para poder sacar los brazos, y ése fue
nuestro disfraz.
La parte trasera de mi sábana iba arrastrando sobre el césped. Debería haberla cortado un poco más, pero ahora ya era demasiado tarde. Nos disponíamos a iniciar
nuestro recorrido por las casas.
—¿Dónde están Shane y Shana? —preguntó Lee.
—M e parece que nos alcanzarán por el camino —le contesté, y levanté mi bolsa de Halloween—. Vamos.
Los cuatro echamos a andar en medio de una noche clara y fría. Una pálida media luna flotaba sobre las casas. El césped brillaba grisáceo bajo la pulida capa de hielo.
Al llegar al final del camino de mi casa, nos detuvimos. Una pequeña furgoneta pasó zumbando. Vi dos perros que asomaban la cabeza por la ventanilla trasera. El
conductor redujo un poco la velocidad para poder observarnos mientras cruzaba por delante de nosotros.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Tabby.
Lee dijo algo que no fui capaz de entender.
—¡Yo quiero recoger golosinas por las casas durante toda la noche! —exclamó Walker—. Probablemente ésta sea la última vez que lo hagamos.
—¿Cómo dices? ¿A qué te refieres? —preguntó Tabby volviendo el verde rostro hacia él.
—El año que viene ya seremos adolescentes —explicó Walker—. Seremos demasiado mayores para salir a recoger golosinas.
Fue una observación bastante triste.
Traté de inspirar profundamente un poco de aire fresco, pero me había olvidado de hacer un corte en la sábana a la altura de la nariz o de la boca. ¡No habíamos
salido todavía del jardín de mi casa y yo ya empezaba a tener mucho calor!
—Empecemos por Los Willows —sugerí.
Los Willows es un vecindario de casas pequeñas. Empieza al otro lado de un bosquecillo, un par de manzanas más allá.
—¿Por qué por Los Willows? —preguntó Tabby mientras se sujetaba bien la diadema.
—Porque las casas están muy cerca unas de otras —contesté—. Podemos conseguir muchas golosinas sin tener que andar demasiado. No hace falta dar largas
caminatas arriba y abajo.
—Suena bien —aceptó Lee.
Echamos a andar por el bordillo. Al otro lado de la calle vi a dos monstruos y a un esqueleto que atravesaban el jardín de una casa. Eran niños pequeños,
acompañados por su padre.
El viento agitaba mi disfraz al andar. Nuestros zapatos crujían sobre las hojas secas, cubiertas de hielo.
M ientras avanzábamos por el bosque de árboles desnudos, el cielo pareció oscurecerse mucho.
Unos minutos más tarde, llegamos a la primera manzana de casas de Los Willows.
Las farolas desprendían una cálida luz amarilla que iluminaba todo el barrio. M uchas casas estaban decoradas con luces naranjas y verdes, figuritas recortadas de
brujas y duendecillos, y calabazas-linterna encendidas.
Los cuatro empezamos nuestro recorrido, gritando muy animados: «¡Feliz Halloween!», y recogiendo toda clase de dulces.
Todo el mundo exclamaba al ver el traje de princesa de Tabby. Era la única del grupo que se había preocupado de ponerse un disfraz decente, así que supongo que
destacaba sobre los demás.
M ientras caminábamos calle abajo, nos cruzamos con un montón de niños. La mayoría parecían más pequeños que nosotros. Había un chico que iba disfrazado de
caja de cartón de leche. ¡Incluso llevaba toda la información nutritiva escrita en un lateral de la caja!
Tardamos una media hora en visitar todas las casas, a ambos lados de la calle.
El barrio de Los Willows acababa en una especie de callejón sin salida.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Tabby.
—¡Uf! Espera. Una casa más —dijo Walker y señaló hacia una casita de ladrillo que se vislumbraba entre los árboles, algo apartada de la calle.
—No la había visto —dije—. Supongo que es porque es la única casa que no está junto a la acera.
—Tienen la luz encendida y hay una calabaza en la ventana —anunció Walker—. Vamos a ver.
Nos dirigimos en grupo hacia el pórtico delantero de la casa y tocamos el timbre. La puerta se abrió enseguida. Una mujer bajita, de pelo blanco, asomó la cabeza y
nos examinó tras unas gruesas gafas.
—¡Feliz Halloween! —coreamos los cuatro.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó y se llevó las manos, muy arrugadas, al rostro—. ¡Qué disfraces tan bonitos!
«¿Qué? ¿Disfraces bonitos? —pensé—. ¿Dos sábanas y un disfraz de Superman prestado del año pasado?»
La anciana se volvió y entró en la casa.
—¡Forrest! Ven a ver esto —gritó—. Tienes que ver estos disfraces.
Oí a un hombre que tosía desde algún lugar, en el interior de la casa.
—Entrad, por favor. Entrad —nos rogó la anciana—. Quiero que os vea mi marido. —Retrocedió un poco para apartarse y permitirnos la entrada a todos.
Los cuatro dudamos un segundo.
—¡Entrad! —insistió—. Quiero que Forrest vea vuestros disfraces, pero le cuesta levantarse. ¡Por favor!
Tabby fue la priméra en entrar en la casa. Los demás avanzamos detrás de ella y pasamos a la diminuta salita, apenas iluminada. En un costado de la pared había un
fuego encendido en una pequeña chimenea. La habitación parecía un horno. ¡Por lo menos estábamos a unos cuarenta grados allí dentro!
La mujer cerró la puerta detrás de nosotros.
—¡Forrest! ¡Forrest! —gritó. Se volvió hacia nosotros y nos dedicó una sonrisa—. Está en la habitación de atrás. Seguidme.
Abrió la puerta de la habitación para que entráramos. Era un cuarto muy grande. M e sorprendió su tamaño, pero más aún ver a un montón de niños disfrazados allí
dentro.
—¡Uau! —grité, perpleja. Eché una rápida ojeada por la habitación.
La mayoría de los niños se había quitado las máscaras. Unos estaban llorando, otros tenían el rostro muy enrojecido y algunos parecían muy enfadados. Había niños
sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, con una expresión triste en el rostro.
—¿Qué pasa aquí? —dijo Tabby con voz aguda. Estaba asustada y tenía los ojos muy abiertos.
—¿Qué están haciendo aquí todos éstos? —preguntó Walker, y tragó saliva con dificultad.
Por la esquina, apareció cojeando, ayudándose con un bastón blanco, un hombrecillo de rostro muy enrojecido y pelo blanco y desgreñado.
—M e gustan vuestros disfraces —anunció con una sonrisa.
—Bueno… ahora deberíamos irnos —tartamudeó Tabby.
Todos nos volvimos hacia la puerta, pero la anciana la había cerrado.
Eché una mirada hacia atrás, hacia los niños disfrazados. Al menos había dos docenas. Parecían todos muy asustados y tristes…
—Debemos irnos —repitió Tabby con voz aguda.
—Sí. Salgamos de aquí —insistió Lee.
El anciano sonrió. La mujer avanzó por detrás de él.
—Debéis quedaros —dijo—. Nos gusta mirar vuestros disfraces.
—No podéis marcharos —añadió el hombre, apoyándose con fuerza en el bastón—. Tenemos que ver bien vuestros trajes.
—¿Qué? ¿A qué se refieren? ¿Cuánto tiempo piensan retenernos aquí? —gritó Tabby.
—Para siempre —contestaron los ancianos al unísono.
Ésa era mi fantasía. M e encontraba al final de la calle, frente a mi casa, esperando que vinieran mis amigos, soñando despierta que Tabby y Lee eran raptados por
una extraña pareja de ancianos, a quienes les gustaba reunir y retener para siempre a un montón de niños que se dedicaban a recoger golosinas por las casas en la noche
de Halloween.
Por supuesto, en mi fantasía, Walker y yo conseguíamos escapar por una puerta secreta. Pero a Tabby y Lee los cogían antes de que pudieran escapar. Y nunca más
se sabía nada de ellos. Que fantasía más agradable, ¿no?
Todavía me estaba imaginando los detalles cuando finalmente llegaron Walker, Shane y Shana. Nerviosos, entramos en mi casa y corrimos hasta mi habitación.
—Drew, ¿por qué sonríes todo el rato? —preguntó Shana, mientras se dejaba caer a los pies de mi cama.
—Estaba imaginando algo muy divertido —contesté—. Sobre Tabby y Lee.
—¿Qué puede ser tan gracioso si está relacionado con esos dos idiotas? —preguntó Walker, que recogió una pelota de tenis del suelo y se la lanzó a Shane. Los dos
empezaron a lanzarse la pelota el uno al otro por mi habitación.
—Era muy divertido —contesté, mientras me levantaba desperezándome—. Especialmente el final.
Les conté la fantasía que había tenido desde el principio hasta el final. Observé, por las expresiones sonrientes de sus rostros, que también ellos lo encontraban
divertido.
Pero Shana me regañó.
—No tenemos tiempo para fantasías, Drew. Necesitamos un plan real. Falta muy poco para Halloween.
Walker lanzó la pelota de tenis tan alta que fue a parar a la lámpara de la cómoda, que empezó a desplomarse hacia el suelo. Pero Shane se precipitó hacia la lámpara
y consiguió cogerla antes de que cayera.
—¡M uy bien! —gritó Walker—. ¡Buena jugada! —Walker y Shane se dieron una palmada, pero Walker lo hizo con tanta fuerza que el pobre Shane casi vuelve a
tirar la lámpara.
—¡Grrr! —le gruñí a Walker, y señalé la mesa del escritorio—. Siéntate. Tenemos que concentrarnos.
—Tiene razón —dijo Shana—. Este año tenemos que darles un buen susto a Tabby y a Lee. Tenemos que vengarnos de los dos últimos años. ¡Debemos hacerlo!
—¿Y qué hacemos? —preguntó Walker, dejando caer su largo y desgarbado cuerpo sobre la silla del escritorio—. ¿Escondernos tras un arbusto y gritar «¡Uuuh!»?
No era un buen principio.
—He estado pensando en algunas cosas realmente horribles que podríamos hacerles en una fiesta —empecé a decir—. Creo que…
—¡Nada de fiestas! —interrumpió Shana.
—Sí, estoy de acuerdo. Nada de fiestas —repitió su hermano gemelo—. Ya nos dimos un palizón con la del año pasado y luego Tabby y Lee no aparecieron.
—Grrr. —El mero hecho de recordar lo del año pasado me pone furiosa.
—Vale, pero si no les asustamos en una fiesta de Halloween, ¿dónde lo hacemos? —preguntó Walker, que ahora tamborileaba rítmicamente sobre la mesa del
escritorio.
—Shane y yo tenemos algunas buenas ideas —aseguró Shana.
—Sí. M e parece que esta vez tendríais que escucharnos a Shana y a mí —interrumpió Shane—. Esta vez tenemos un plan realmente bueno. Van a estar temblando
durante un año entero. ¡En serio!
Walker se acercó un poco con la silla del escritorio. Shane se sentó en el suelo a su lado y yo me acerqué un poco más a Shana, en la cama.
Hablando en voz muy baja, casi en susurros, Shana nos explicó a Walker y a mí cuál era su plan. Era un plan terrorífico. Sólo con escucharlo me recorrían escalofríos
por todo el cuerpo.
—Es muy sencillo —acabó Shana—, fácil de llevar a cabo, y no hay razón para que no funcione.
—¡Tabby y Lee no olvidarán fácilmente este Halloween! —aseguró Shane.
—Es realmente malvado —murmuró Walker.
Observé a los dos rechonchos gemelos de sonrosadas mejillas. Eran tan monos… Tan dulces e inocentes y…, sin embargo, ¡su plan para asustar a Tabby y a Lee
ponía realmente los pelos de punta!
—Sí, muy malvado —coincidí con Walker—. Es cruel, muy bestia y aterrador. —Sonreí con malicia—. ¡M e gusta!
Todos nos echamos a reír.
—Así qué, ¿estamos de acuerdo? —preguntó Shane—. ¿Lo hacemos?
Contestamos todos que sí y, muy solemnes, nos dimos un apretón de manos.
—¡Qué bien! —exclamó Shana—. Drew, todo lo que tienes que hacer es invitarles a que te acompañen a recoger golosinas por las casas. Shane y yo nos
encargaremos del resto.
—M uy bien —contesté, aún sonriente—. Estupendo.
Todos nos alegramos y nos felicitamos mutuamente. Sabíamos que éste iba a ser el año, nuestro año. Shana empezó a decir algo más, pero de pronto mi madre
asomó la cabeza por la puerta de la habitación.
—¿Qué estáis tramando aquí los cuatro, tan serios? —preguntó mamá.
—M mm…, nada —respondió Walker rápidamente.
—Estábamos haciendo planes para Halloween, mamá —le contesté.
M i madre se mordió el labio inferior y se puso seria.
—Drew, me parece que… —empezó a decir mi madre y sacudió la cabeza—. M e parece que este año no voy a dejarte que vayas a recoger golosinas por las casas.
—Pero mamá… ¡tienes que dejar que vaya! ¡Tienes que dejarme! ¡Si no me dejas, vas a estropear todos nuestros planes de venganza!
Por poco se me escapan estas palabras, pero conseguí retenerlas. M iré a mi madre fijamente, tratando de averiguar si estaba hablando en serio… Sí lo estaba.
—M amá… ¿qué pasa? —le pregunté finalmente—. ¿Qué he hecho? ¿Por qué estoy castigada?
—Drew, no estás castigada —contestó y rió—. Lo único que ocurre es que no me parece una buena idea que vayas a recoger golosinas por las casas este año. ¿No
has leído las noticias sobre la gente de la ciudad que ha desaparecido?
—¿Qué? ¿Desaparecidos?
Inmediatamente pensé en el sueño que había tenido. La imagen de los dos ancianos apareció de nuevo en mi mente, me los imaginé encerrando a niños en la
habitación trasera de la casa.
—¿Han desaparecido niños? —pregunté.
M i madre negó con un movimiento de cabeza.
—No. Niños no. Adultos. Ayer desapareció la cuarta persona. Aquí. M ira. —M amá llevaba el periódico enrollado debajo del brazo. Lo sacó, lo abrió, levantó el
periódico y nos mostró la portada para que todos pudiéramos verlo.
Leí el titular, en letras muy grandes, en negrita, desde el otro lado de la habitación:

MISTERIO LOCAL: 4 DESAPARECIDOS

M e levanté de la cama de un salto y me dirigí hacia mi madre. Observé la mirada de preocupación que intercambiaron Shane y Shana. Walker mostraba ahora una
expresión solemne en el rostro y seguía tamborileando con los dedos, ahora muy tensos, sobre la mesa de mi escritorio.
Le arrebaté el periódico a mi madre y, asombrada, observé las fotos de las cuatro personas desaparecidas. Tres hombres y una mujer.
—La policía aconseja a la gente que tenga cuidado —aseguró mi madre con voz suave.
Walker se acercó y me cogió el periódico de las manos. Examinó las fotos durante unos segundos.
—¡Eh! Toda esta gente está gorda —exclamó.
Nos amontonamos todos alrededor del periódico y observamos las fotos con detenimiento. Walker tenía razón. Las cuatro personas padecían un sobrepeso muy
exagerado. El primero, un hombre calvo que llevaba un jersey de cuello vuelto, ¡por lo menos tenía seis papadas!
—Qué extraño… —murmuré.
Shane y Shana, cosa extraña, se habían quedado muy callados. Supuse que estaban asustados.
—¿Por qué iban a esfumarse cuatro personas obesas? —preguntó Walker.
—Esto es lo que le gustaría saber a la policía —respondió mamá con un suspiro.
—Pero mamá…, si sólo desaparecen adultos, ¿por qué no puedo ir a recoger golosinas? —pregunté.
—Por favor, deje que Drew venga con nosotros —le suplicó Shana—. Es el último año que podemos salir la noche de Halloween.
—No, no me parece prudente —contestó mi madre y volvió a morderse el labio inferior.
—¡Pero iremos con mucho, mucho, mucho cuidado! —le prometí.
—No creo —repitió mi madre—. No creo que sea buena idea.
Una vez más nuestro Halloween se había estropeado.
Pero luego, papá consideró que no pasaba nada porque saliera la noche de Halloween.
Esto ocurría dos días más tarde. Él y mamá lo habían estado discutiendo largo y tendido.
—Puedes salir si vas en grupo —me dijo papá—. Pero no salgas del barrio y no te separes de los demás. ¿De acuerdo, Duende?
—¡Gracias, papá! —grité. ¡Estaba tan contenta que ni me acordé de decirle que dejara de llamarme Duende! En vez de esto, le sorprendí con un fuerte abrazo.
—¿Estás seguro? —le preguntó mamá.
—¡Claro que lo está! —contesté.
De ninguna manera iba a permitir que cambiaran de opinión ahora. M e dirigía a llamar a Walker por teléfono para comunicarle que nuestro plan seguía en pie, cuando
oí de nuevo a mi padre:
—¡Habrá miles de niños recogiendo golosinas por las casas en el barrio! —aseguró papá—. Además, Drew y sus amigos son suficientemente mayores y listos para
no meterse en líos.
—¡Gracias, papá!
M amá quería seguir discutiendo, pero yo salí de la cocina y corrí a mi habitación antes de que pudiera decirme algo más. Llamé a Walker y le conté las buenas
noticias. Dijo que él telefonearía a Shane y a Shana para que se prepararan para salir a recoger golosinas por las casas.
Todo era perfecto. Sólo me quedaba un pequeño problema por resolver. Tenía que convencer a Tabby y a Lee de que vinieran con nosotros.
Respiré profundamente y llamé a casa de Tabby. Su madre me dijo que Tabby se encontraba en casa de Lee ayudándole a terminar de preparar su disfraz. Así que
decidí ir corriendo a casa de Lee. Era una tarde de sábado muy gris. Había estado lloviendo toda la mañana y las nubes de la tormenta todavía no habían desaparecido. El
césped de enfrente de mi casa brillaba mucho por las gotas de lluvia aún esparcidas. Sorteé varios charcos de agua enormes que encontré por el camino. Llevaba un
jersey gordo de color gris, pero el aire era muy húmedo y frío, y me arrepentí de no haberme puesto una chaqueta encima.
El último tramo hasta la casa de Lee lo hice corriendo, en parte para entrar en calor. Al llegar al porche, me detuve para recobrar el aliento. Un instante después llamé
al timbre y unos segundos más tarde, Lee abrió la puerta.
—¡Uau! —grité al ver su disfraz. Llevaba unas antenas en la cabeza y un chaleco de pelusa amarillo sobre un bañador de rayas negras y amarillas de chica.
—¿Eres… eres una abeja? —le pregunté.
Lee asintió con un movimiento de cabeza.
—Tabby y yo todavía lo estamos acabando. Esta mañana hemos comprado unas medias negras para ponerme en las piernas.
—Es genial —mentí. Tenía un aspecto absolutamente ridículo, pero no podía decírselo.
Al verme entrar por el estudio Tabby me saludó. Había abierto el paquete de las medias y las estaba sacando, tirando fuertemente de ellas con las manos.
—Drew, ¿has adelgazado? —me preguntó.
—¿Cómo? No.
—Oh. Entonces es que te gusta que el jersey te cuelgue por todas partes, ¿no?
Es tan estúpida…
Tabby se volvió, pero la vi reírse para sus adentros. Se cree muy graciosa.
—¿Es ése tu disfraz?
Decidí no hacer caso de sus bromas estúpidas.
—No. Creo que voy a disfrazarme de alguno de esos superhéroes —contesté—. Ya sabes, me pondré una capa y unas medias. Tú ¿de qué vas a disfrazarte?
—De bailarina —contestó. Le alcanzó las medias a Lee—. Toma, aquí tienes tus patas de abeja. ¿Tienes algún cartón resistente?
—¿Para qué? —preguntó Lee.
—Tenemos que hacer el aguijón y engancharlo en la parte de atrás de las medias.
—¡Ni hablar! —protestó Lee—. No llevaré ningún aguijón. No es necesario. Además, al sentarme lo aplastaría.
Les observé mientras discutían, pero no intervine.
Finalmente Lee se salió con la suya: no iba a llevar aguijón. Tabby estuvo un rato enfadada y le puso mala cara, no soporta no salirse con la suya. Pero Lee es aún
más tozudo que ella.
—Oídme, chicos —empecé a decir—. Este año Walker, Shane, Shana y yo vamos a salir juntos a recoger golosinas por las casas. —Respiré profundamente, y luego
les hice la pregunta—. ¿Queréis venir con nosotros?
—Sí, claro —contestó Lee.
—Vale —aceptó Tabby.
Y eso fue todo. La trampa ya estaba lista. Tabby y Lee estaban a punto de ser las víctimas del Halloween más aterrador de su vida.
Desgraciadamente, nosotros también.
La semana pasó muy lentamente. Conté las horas hasta Halloween. Pero, finalmente, llegó la gran noche. Yo estaba tan nerviosa que apenas podía ponerme el
disfraz.
No es que fuera muy complicado: llevaba unas medias de color azul eléctrico, un jersey también azul, y unos calzoncillos rojos sobre las medias. Como capa usé un
viejo mantel rojo que ya no utilizábamos, lo corté y me lo coloqué sobre los hombros. A continuación me puse unas botas de vinilo blanco y una máscara de cartón rojo
que me cubría los ojos.
—¡SuperDrew! —grité a mi imagen reflejada en el espejo.
Sabía que el disfraz era malo, pero me daba igual. Lo importante no era el traje, sino la noche de terror que nos esperaba. Se trataba de dar un susto de muerte a dos
chicos.
Cogí del armario una gran bolsa de la compra marrón para guardar las golosinas que fuera recogiendo y bajé las escaleras corriendo, esperando poder salir de casa sin
que me vieran mis padres. Quería ahorrarme otro sermón sobre que debía tener mucho cuidado en la calle. Pero no hubo suerte. Papá me detuvo al final de las escaleras.
—¡Uau! ¡Bonito disfraz, Duende! —exclamó—. ¿De qué se supone que vas disfrazada?
—Por favor, ¡no me llames Duende! —murmuré. Traté de escabullirme hasta la puerta principal de la casa, pero él me bloqueó el camino.
—Deja que te haga una foto —pidió.
—Es que llego un poco tarde… —le aseguré. Debía encontrarme con Walker en la esquina a las siete y media y ya eran las ocho menos cuarto.
—¡Ten cuidado ahí fuera! —gritó mamá desde el estudio.
Papá fue a buscar la cámara. Esperé al pie de la escalera, dando golpecitos con la mano sobre la barandilla.
—¡No hables con desconocidos! —gritó mamá.
Buen consejo.
—M uy bien. Un disparo rápido —dijo papá que ya volvía, mirando a través de la cámara—. Apóyate en la puerta. Estás estupenda, Drew. ¿Eres Wonder Woman
o algo así?
—Cualquier superhéroe —contesté—. En serio papá, debo irme.
Sostuvo la cámara con firmeza ante el ojo.
—¿Qué tal una sonrisa?
Le dediqué una sonrisa forzada mostrando los dientes.
Presionó el botón de la cámara.
—¡Oh! Espera. ¿Se ha encendido el flash? —preguntó—. Creo que no me he acordado de ponerlo. —Examinó la cámara.
—Papá… —empecé a decir. M e imaginé a Walker esperándome solo, en la esquina. El odiaba tener que esperar. Sabía lo nervioso que debía de estar. Tanto como
yo.
»Papá, tengo que encontrarme con mis amigos.
—¡Si ves a alguien sospechoso, vete corriendo! —volvió a gritar mamá desde el estudio.
—Volvamos a intentarlo, Duende. —Papá volvió a levantar la cámara—. Sonríe.
Apretó el botón. El flash no se disparó.
—¡Oh!
Volvió a examinar la cámara.
—Papá, por favor… —le supliqué.
—¡Oh! —murmuró—. Vaya, es que no hay carrete. —Sacudió la cabeza—. Subiré a por uno. Sólo será un segundo.
—¡Papá! —grité.
Sonó el timbre de la puerta sobresaltándonos a los dos.
—Deben de ser niños que ya vienen a por golosinas —dijo papá.
Corrí hacia la puerta, la abrí y escudriñé entre la luz amarilla del porche. Era un chico vestido todo de negro: jersey, pantalones, una gorra de esquí de lana que le
cubría la frente y guantes; todo de ese color. ¡Hasta se había pintado la cara de negro!
—¡Qué disfraz más bonito! —exclamó papá—. Dale una golosina, Drew.
Yo me lamenté en voz alta.
—Papá, no viene a pedir golosinas. Es Walker. —Empujé la contrapuerta para dejarle entrar.
—Creí que teníamos que encontrarnos —me regañó.
Papá observó por un momento el disfraz negro de Walker.
—¿De qué vas disfrazado? —preguntó.
—De una noche negra de tormenta —contestó Walker.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está la tormenta? —pregunté.
—Aquí —contestó Walker. Levantó la mano, mostró una pistola de agua de plástico negro y me lanzó un chorro a la cara.
Papá se echó a reír a carcajadas. Lo encontró divertidísimo y llamó a mamá al estudio para que viniera a verlo.
—A este paso, no saldremos nunca de aquí —le susurré a Walker—. No vamos a encontrar a Tabby y a Lee.
Habíamos planificado la noche entera, minuto a minuto, pero ahora todo el plan podía echarse a perder. Yo sentía un nudo en el estómago. Como un retortijón. Tuve
la sensación de que la capa me asfixiaba mientras mamá y papá admiraban el disfraz de Walker.
—¡Una noche negra de tormenta! M uy agudo —dijo mamá—. ¿Pero cómo van a verte en la oscuridad? Será mejor que vayas con mucho cuidado cuando cruces la
calle.
Esa noche mamá tenía consejos para todo el mundo. Yo ya no podía más.
—Debemos irnos. Adiós —me despedí. Empujé a Walker hacia la puerta y le seguí unos pasos detrás de él.
M amá gritó algunos consejos más desde casa, pero no pude oírla bien. Tiré de Walker hasta el final del camino y corrimos hasta la esquina. Allí es donde se suponía
que debíamos encontrarnos con Tabby y Lee, nuestras dos víctimas.
—No debías haberte movido de la esquina —reñí a Walker—. Quizá Tabby y Lee ya hayan venido y se hayan ido.
—Es que tardabas tanto… —protestó Walker—. Supuse que quizás iba algo mal.
El corazón me latía con fuerza. El nudo que sentía en el estómago parecía ahora aún mayor.
—Está bien, está bien —acepté—. Calmémonos y ya está.
Era una noche muy clara y fría. Una fina capa de hielo cubría el césped haciéndolo brillar en tonos plateados. En lo alto, la media luna permanecía inmóvil junto a un
grupito de estrellas muy brillantes.
La mayoría de las ventanas de alrededor estaban iluminadas. Vi a dos grupos de niños pequeños que recorrían el otro lado de la calle, yendo de casa en casa. Todos
corrían hacia la misma puerta. En el jardín de al lado, un perro ladraba muy nervioso.
Dirigí la mirada hacia la esquina donde se suponía que debíamos encontrarnos con Tabby y Lee. No se veía a nadie.
Walker y yo nos detuvimos bajo la luz de las farolas. M e coloqué bien la capa, me estaba asfixiando. M e di cuenta de que debía haberla cortado más, me arrastraba
por el suelo y tenía el bajo completamente mojado.
—¿Dónde están? —pregunté.
—Ya sabes que siempre llegan tarde —contestó Walker.
Tenía razón. A Tabby y a Lee les encantaba hacer esperar a la gente.
—Llegarán en cualquier momento —aseguró.
El jardín de la esquina estaba cercado por una valla muy alta. Walker empezó a pasear arriba y abajo desde la valla al bordillo. Su conjunto era tan negro que cuando
se adentraba en la sombra de la valla, daba la impresión de que había desaparecido.
—¿Puedes dejar de ir de un lado a otro? —le pedí.
Pero las palabras se me atragantaron al oír a alguien que tosía al otro lado de la valla. Era una tos ronca y ahogada. No parecía humana, sino más bien el gruñido de
algún animal. M e volví y comprobé que Walker también lo había oído. Había dejado de moverse y observaba la valla.
Entonces oí un ruido parecido al de alguien que escarbaba y la valla pareció agitarse.
—¿Quién… quién anda ahí? —grité.
La valla volvió a agitarse. Se movió y crujió.
—¡Eh! ¿Quién anda ahí? —gritó Walker.
No se oyó nada. La valla volvió a vibrar, esta vez con más violencia.
—¿Es una broma o qué? —preguntó Walker con voz temblorosa.
Otra vez se oyó el gruñido de un animal.
—¡Nooo! —grité al ver a dos criaturas horribles que se acercaban desde el borde del jardín, gruñendo.
Sólo vi una mancha peluda y desgreñada y una mandíbula abierta llena de dientes completamente cubiertos de saliva.
Antes de que pudiera moverme, una de las criaturas se abalanzó sobre mí, gruñendo, me empujó bruscamente, me tiró sobre el césped y me clavó los colmillos en el
hombro.
Lancé un fuerte grito de dolor. Traté de levantarme pero la criatura seguía gritando y me tenía sujeta contra el suelo.
—¡Basta! ¡Basta! —Yo luchaba, intentando soltarme, pero el bicho me cubrió con la capa, como si fuera una manta.
—¡Eh! —oí que gritaba Walker enfadado. Pero no pude ver lo que le ocurría.
—¡Nooo! ¡Déjame! —grité.
Con una desesperada explosión de energía conseguí levantar una mano… y golpear el baboso rostro de la criatura. Para mi sorpresa me quedé con su cara en la mano.
Se trataba de una máscara, una máscara de goma. Levanté la mirada y vi un rostro sonriente.
Tardé un poco en reconocer a aquel chico. Era Todd Jeffrey. Sí, el adolescente que nos había asustado a todos en la fiesta de Lee dos años atrás.
—Todd —murmuré. Desesperada me retiré la capa de la cabeza.
—¡Os lo habéis creído! ¡Os lo habéis creído! —susurró. M e soltó y se levantó.
—¡Estúpido! —grité muy enfadada. Le lancé la máscara de goma al rostro.
Todd la cogió con una mano y se echó a reír.
—Drew, ¿no sabes aceptar una broma?
—¿Qué? ¿Una broma? ¿Una broma? —grité.
M e puse en pie y, furiosa, empecé a limpiarme el disfraz con la mano. Tenía la capa completamente arrugada y cubierta de hojas marrones húmedas.
Walker había estado luchando con la otra criatura, que se quitó la máscara y, por supuesto, resultó ser Joe, el desagradable amigo de Todd.
—¡Espero no haberos asustado! —bromeó. Él y Todd se echaron a reír como hienas. Los dos se reían a carcajadas y se daban palmadas para celebrarlo.
Antes de que pudiera decirles que eran unos idiotas, oí más risas. M e quedé sorprendida al ver a Tabby y a Lee salir de detrás de la valla. Los cuatro se reían a
mandíbula batiente.
—¡Grrr! —gruñí iracunda. En aquel momento me hubiera gustado ser una superhéroe de verdad para darles un buen trompazo con mis superpuños en pleno rostro
sonriente, o quizá desplegar mi capa y echar a volar, muy lejos, tanto que no tuviera que volver a verlos nunca más.
—¡Feliz noche de Halloween, Drew! —gritó Tabby con aire de suficiencia.
—¡Feliz noche de Halloween! —repitieron Tabby y Lee al unísono, con una sonrisa burlona.
—¿Cuánto rato llevabais escondidos tú y Lee ahí atrás? —pregunté muy enfadada.
—¡El suficiente! —se burló Lee. El y Tabby volvieron a echarse a reír.
—Hemos estado ahí detrás todo el rato —aseguró Tabby—. M e encanta Halloween, ¿a vosotros no?
Solté un gruñido. Pero no dije nada.
«Cálmate, Drew —me dije a mí misma—. Tabby, Lee y sus dos compinches del instituto te han gastado una bromita.
»Pero quien ríe el último ríe mejor. Y, al final de la noche —me dije a mí misma—, los que nos reiremos seremos Walker y yo.
»Cuando lleguen Shana y Shane les daremos un buen susto. Van a asustarse de verdad.»
Todd y Joe se volvieron a colocar las máscaras de monstruo. Echaron las cabezas hacia atrás y aullaron como lobos. La máscara de Todd era increíble. La saliva de
goma caía por los largos y puntiagudos colmillos.
—No irán a venir con nosotros, ¿no? —le pregunté a Tabby.
Tabby negó con un movimiento de cabeza y se colocó bien la diadema encima de la rubia cabellera.
—¡Ni hablar! —contestó Todd tras la horrible máscara—. Joe y yo somos demasiado mayores para recoger golosinas. Sobre todo con unos lloricas como vosotros.
—Entonces ¿por qué lleváis esos disfraces de monstruo? —preguntó Walker.
—Para asustar a los niños —le contestó Joe. Todd y él volvieron a reírse, con fuertes y crueles carcajadas.
Joe agarró mi máscara y me la bajó hasta la barbilla. Todd pasó el dorso de su mano por la mejilla de Walker y le borró un poco del maquillaje negro. Entonces
desaparecieron corriendo en busca de otras víctimas.
Vaya par de idiotas. M e alegré de que se fueran. M e quedé observándoles, asegurándome de que no cambiaban de opinión y volvían.
—Unos chicos agradables —opinó Lee. Dejó la bolsa naranja de Halloween que llevaba sobre el césped, y se colocó bien las antenas de abeja.
Oí a unos niños que se reían al otro lado de la calle. M e volví y vi a un grupo de cuatro chicos, todos disfrazados de monstruos y de duendes, corriendo calle arriba
hacia una casa.
—Vayámonos —sugirió Tabby—. Hace fresco.
—¿No tenían que venir Shane y Shana? —preguntó Lee.
—Sí. Nos alcanzarán por el camino —aseguré.
Cruzamos la calle y echamos a andar hacia la primera casa, una casa alta de ladrillos, muy iluminada y con una calabaza de cara sonriente colocada en la ventana
delantera.
M ientras íbamos por el camino de gravilla de la casa, le eché una ojeada a mi reloj. M e quedé asombrada: eran casi las ocho y cuarto. Debíamos habernos encontrado
con Shane y Shana en la esquina a las ocho.
¿Dónde estaban? Ellos no llegaban nunca tarde. Nunca.
Tragué saliva. ¿Iría a estropearse también este Halloween? ¿Habría pasado algo?
Avanzamos hasta la entrada principal de la casa y escudriñamos el interior, más allá de la contrapuerta de cristal había un enorme gato anaranjado, de ojos azules
muy brillantes, que nos miraba fijamente.
Llamé al timbre. Unos segundos más tarde una mujer joven muy sonriente, que llevaba unos vaqueros y un suéter amarillo de cuello vuelto, se acercó a la puerta a
toda prisa. Llevaba una cesta llena de caramelos y chocolatinas.
—Estáis estupendos —aseguró mientras depositaba una chocolatina en cada bolsa.
—Drew…, ¡levanta tu bolsa! —me ordenó Tabby con voz estridente.
—Oh. Lo siento. —Yo seguía preocupada por Shane y Shana. Le acerqué mi bolsa a la mujer. El gato me miró con sus increíbles ojos azules medio cerrados.
—¿Vas de princesa? —le preguntó la mujer a Tabby.
—No, de bailarina —contestó Tabby.
—¿Y tú eres un trozo de carbón? —le preguntó la mujer a Walker.
—Algo parecido —murmuró Walker. No hizo lo de la noche oscura y tormentosa. Supuse que él también estaba preocupado por Shane y Shana.
—Que os divirtáis —se despidió la mujer, y cerró la contrapuerta.
Los cuatro salimos de la entrada de un salto y echamos a andar por el césped, cubierto de hielo, hacia el siguiente jardín. Volví a echar una mirada hacia atrás, hacia la
puerta, y vi que el gato seguía mirándonos fijamente.
La siguiente casa estaba a oscuras, así que cruzamos el jardín y nos dirigimos a la casa de al lado. En la puerta había un grupo de niños que gritaban: «¡Feliz
Halloween! ¡Feliz Halloween!»
—¿Dónde están? —le pregunté a Walker en voz baja.
El se encogió de hombros.
—Si no aparecen… —empecé a decir. Pero vi que Tabby me estaba mirando, así que no acabé la frase.
Esperamos a que se fueran los chicos para llamar a la puerta. Dos niños muy pequeños, de unos tres o cuatro años, repartían bolsitas de maíz dulce a todo el
mundo.
Al ver el disfraz de abeja de Lee se rieron, querían tocar las antenas. El niño le preguntó a Lee dónde estaba el aguijón.
—Se lo he clavado a una persona —les contestó Lee.
Los niños observaron asombrados el conjunto negro de Walker. Creo que les asustaba un poco.
—¿Eres un monstruo? —le preguntó tímidamente una niña a Walker.
—No. Soy un trozo de carbón —le contestó Walker.
Ella asintió con un movimiento de cabeza, muy seria.
Nos marchamos rápidamente e hicimos tres casas más al final de la manzana.
Vi dos niños a los que solía hacerles de canguro. Los dos iban disfrazados de robots, muy conjuntados. M e detuve a hablar un minuto con ellos. Luego, corrí para
alcanzar a los demás, que habían cruzado la calle y habían empezado a visitar las casas de enfrente.
Una fuerte ráfaga de viento agitó mi capa. M e estremecí… y volví a echar una mirada al reloj, nerviosa. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaban Shane y Shana? Todo el
plan dependía de ellos…
—¡Uau! ¡Hemos conseguido un buen botín hasta ahora! —declaró Lee.
Tenía la bolsa abierta y estaba examinando su contenido mientras cruzábamos la calle.
—¿Tenéis algún Kit Kat? —preguntó Tabby—. Os los cambio.
—Había una persona que repartía manzanas —comentó Lee con disgusto. M etió la mano en la bolsa, sacó la manzana y la lanzó al otro lado del jardín con todas sus
fuerzas. La fruta golpeó el tronco de un árbol con un fuerte chasquido y rodó hasta el camino de la siguiente casa.
—¿Por qué reparten manzanas? —se quejó Lee—. ¿Acaso no saben que sólo queremos golosinas?
—Hay gente muy tacaña —aseguró Tabby. Sacó la manzana de su bolsa, la dejó caer sobre la hierba y le dio una patada con la punta de la zapatilla de ballet.
«Por fin estos dos van a tener lo que se merecen —pensé—. Son unos estúpidos.»
¿Pero dónde estaban Shane y Shana?
Recorrimos todas las casas de la calle. Empezaba a ser tarde y ya quedaban pocos chicos por la calle cuando nos adentramos en una zona muy oscura debido a que
se había fundido una farola.
A Lee se le seguía cayendo una de las dos antenas, que volvió a recomponerse por enésima vez. Al acercarnos a la esquina, un árbol muy alto bloqueó la luz de la
luna, de modo que quedamos inmersos en una oscuridad aún más profunda.
—¡Oh! —grité al ver dos figuras que aparecían por detrás del árbol y avanzaban hacia nosotros.
Pensé que Todd y Joe habían vuelto. Pero enseguida me di cuenta de que no eran ellos. Las dos figuras se volvieron hacia nosotros, bloqueándonos el camino.
Llevaban unos vestidos oscuros que les llegaban hasta el suelo.
Y en las cabezas… ¡Llevaban unas calabazas! Unas calabazas grandes y redondas, perfectamente colocadas sobre los hombros.
—¡Uau! —Walker pronunció un grito, horrorizado. Retrocedió un poco y los dos chocamos. Tabby y Lee se quedaron boquiabiertos.
Pero la sorpresa más horrible aún estaba por llegar: a medida que se acercaban lentamente a nosotros, observamos sus rostros de calabazas-linterna. Tenían una
espeluznante sonrisa burlona dibujada en medio del rostro y unos ojos triangulares muy brillantes… ¡Encendidos por las llamas! Dentro de las calabazas danzaban
vivas llamas anaranjadas y amarillentas.
Y, mientras las calabazas se volvían y nos dedicaban horribles e irregulares sonrisas burlonas, Walker y yo abrimos la boca y gritamos muertos de miedo.
Nuestros gritos resonaron por toda la calle. El fuego resplandecía en el interior de los ojos de las calabazas-linterna. M e volví hacia Tabby y Lee. La luz, procedente
del interior de las horribles calabazas, danzaba en sus rostros. Se quedaron quietos, tranquilos, mirando asombrados la sonrisa burlona de las calabazas-linterna.
Entonces, Tabby se volvió hacia mí.
—¿Es esto lo que entiendes por una broma? ¿Tratabais de asustarnos?
—Ya sabemos que son Shane y Shana —dijo Lee. Tiró de uno de los largos y holgados disfraces oscuros—. ¡Eh! Shane, ¿cómo va eso?
Las dos calabazas permanecieron en silencio.
—¿Cómo habéis hecho lo del fuego? ¿Lleváis velas ahí dentro? —preguntó Tabby—. ¿Cómo podéis ver?
Las calabazas les dedicaron una sonrisa silenciosa. Una llama salió disparada como una flecha de una de las bocas irregulares. M e estremecí. Aquellos disfraces eran
demasiado buenos. Oía el crepitar de las llamas en el interior de las enormes calabazas naranjas. Los disfraces eran de un color verde oscuro, como si fuera la planta.
«¿Por qué Tabby y Lee no están asustados?», me pregunté. Yo esperaba que Shane y Shana aparecieran con algo realmente escalofriante, pero no esperaba nada tan
bueno como lo que llevaban. Los disfraces eran geniales, pero me sentía muy decepcionada. Sin duda, Tabby y Lee no estaban asustados.
«Este Halloween va a ser un desastre; como los anteriores», pensé. M e acerqué a Walker, pero con todo aquel maquillaje negro, no distinguía la expresión de su
rostro.
—¿Cómo han hecho lo del fuego? —me susurró—. ¡Es impresionante!
Yo asentí con un movimiento de cabeza.
—Pero Tabby y Lee no se han asustado —contesté también en susurros.
—Es pronto —susurró Walker—. Shane y Shana sólo acaban de empezar.
Se me había enredado la capa entre las piernas. Tiré de ella y la recogí hacia atrás. Las dos calabazas todavía no habían dicho nada. Tabby recogió su bolsa de
Halloween y se volvió hacia mí.
—Tendréis que pensar en algo mejor si lo que queréis es asustarnos a Lee y a mí —afirmó con una expresión burlona.
—Nosotros no somos unos miedicas como vosotros dos —se jactó Lee.
Las llamas seguían saliendo como flechas del interior de las calabazas. Los dos ladeaban las enormes cabezas mientras miraban a Tabby y a Lee fijamente.
«¿Cómo lo hacen? —me pregunté—. ¿Cómo consiguen controlar las llamas? ¿Llevan algún tipo de mando a distancia?»
—Bueno, ¿vamos a quedarnos aquí hasta que nos congelemos o seguimos? —preguntó Tabby.
—Vamos a recorrer las casas de tu manzana —le sugerí.
Tabby empezó a decir algo…, pero un silbido procedente del interior de la calabaza más próxima a nosotros la hizo enmudecer.
—Vayamos a cualquier otro sitio —apuntó la calabaza-linterna. Su voz sonó como un estallido ronco, demasiado discordante para ser un susurro. Era una voz seca
y entrecortada.
—Sí, a cualquier otro sitio —repitió su compañero con el mismo estallido ronco, como el sonido que producen las hojas secas al pisarlas.
—¿Perdón? —gritó Lee.
—Nosotros conocemos un barrio mejor —aseguró la primera figura. La boca irregular y recortada de la gruesa piel de la calabaza no se movió. La voz surgía del
interior, como un silbido. Las llamas amarillas y naranjas se balanceaban al ritmo de las palabras.
—Conocemos un barrio mejor.
—Un barrio que jamás olvidaréis.
Tabby se echó a reír y puso los ojos en blanco.
—¡Oh, uau! ¡Qué voces tan espeluznantes! —dijo con ironía.
—¡Oh! ¡Estoy temblando! ¡Estoy temblando! —bromeó Lee.
Él y Tabby se echaron a reír.
—Dadnos un respiro, chicos —le pidió Tabby a las calabazas—. Vuestros disfraces son bastante buenos, pero no nos han asustado. Así que dejad ya de hacer esas
estúpidas voces, ¿vale?
—Sí —añadió Lee—. Sigamos recogiendo golosinas. Se está haciendo tarde.
—Seguidnosss —ordenó silbando una de las calabazas.
—Seguidnos a un nuevo barrio, uno mejor.
Echaron a andar calle abajo, abriendo la marcha, con las grandes calabazas balanceándose sobre los hombros al caminar. El fuego resplandecía en su interior
desprendiendo un rayo de luz, como si fueran antorchas.
—¿Qué están haciendo? —me susurró Walker al oído—. El plan no era así. ¿Adónde nos llevan?
Yo no tenía ni idea.
Avanzamos tres manzanas, alejándonos de nuestros hogares. Pasamos por una hilera de grandes casas de piedra, dispuestas tras unas altas vallas y apartadas de la
calle, en medio de jardines cubiertos de césped. En la siguiente manzana pasamos junto a un solar vacío, donde alguien había empezado a construir un edificio que había
quedado a medio terminar.
Los dos personajes caminaban deprisa, dando grandes zancadas, con las calabazas balanceándose sobre sus hombros y manteniendo erguidos sus rostros ardientes,
sin volverse para mirarnos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Lee, y echó a correr para alcanzarlos. Tiró a uno de un hombro—. Estáis dejando atrás un montón de casas buenas, al otro lado de la
calle.
La calabaza-linterna no aflojó el paso.
—Vamos a probar un barrio nuevo. Ya lo verás.
Siguieron caminando, más allá del solar vacío. Pasamos por delante de una hilera de casitas oscuras.
—¿Adónde vamos? —susurró Walker. Señaló a Shane y a Shana—. ¿Qué les ocurre? ¿Por qué hacen esto? ¡Están empezando a asustarme!
—Estoy segura de que saben lo que hacen —le contesté en susurros.
Eché una mirada a la manzana de casas. No vi demasiados niños por la calle. Se estaba haciendo tarde y la mayoría de ellos ya se habían ido a casa. En la siguiente
calle, dos chicos altos, un gorila y un payaso gordinflón, examinaban sus bolsas de Halloween, con la cabeza prácticamente metida en su interior. Pasamos junto a ellos
y ni siquiera nos miraron.
—¡Eh! ¡Nos estamos saltando un montón de casas buenas! —protestó Lee y señaló hacia una casa de ladrillos de la esquina—. ¿Podemos parar ahí? Esa gente
siempre reparte montones de golosinas. En serio. ¡M ontones!
Las calabazas no le hicieron caso y siguieron caminando.
—¡Eh! ¡Yuju! ¡Deteneos! —les pidió Tabby.
Ella y Lee echaron a correr para alcanzar a las calabazas.
—¡Basta! ¡Vamos, ya está bien!
—Vamos a un barrio nuevo —insistió uno de ellos con voz ronca.
—Vamos a probar un barrio nuevo —repitió el otro.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Shane y Shana se estaban comportando de un modo muy extraño. M e sacudí la capa tratando de retirar un montón de hierbas
que se me habían quedado pegadas. De pronto, el aire parecía más frío, y más húmedo. M e envolví con la capa.
Lee iba delante jugueteando con su antena de abeja. Observé que las zapatillas de ballet de Tabby estaban llenas de barro.
Seguimos a las calabazas al otro lado de la calle. Entonces abandonaron la acera y echaron a andar por entre los oscuros árboles.
Walker corrió hasta alcanzarme. A pesar del maquillaje, advertí su expresión preocupada.
—¿Por qué nos llevan al bosque? —me preguntó en susurros.
M e encogí de hombros.
—M e parece que se están preparando para darles un susto a Tabby y a Lee.
M ientras nos adentrábamos en el bosque sólo se oía el crujido que producían nuestros zapatos al pisar ramitas y hojas secas. Entonces me invadió un pensamiento
aterrador. De repente acudió a mi mente la imagen de las cuatro personas obesas que habían desaparecido. Cuatro personas que habían desaparecido, como si se las
hubiera tragado la tierra. M e acordé de todas las advertencias que me había hecho mi madre y de sus recomendaciones acerca de que nos mantuviéramos en lugares
donde hubiera muchos niños y que estuvieran bien iluminados. Recordé que ella se había opuesto a que yo saliera esa noche a recoger golosinas por las casas.
«Esto está mal», comprendí. M amá tenía razón. Yo sabía que no debíamos adentrarnos por los bosques esa noche. Era mejor no alejarnos tanto de la calle, lejos de
las casas bien iluminadas. No era aconsejable ir por nuestra cuenta de ese modo, penetrar en bosques oscuros y escalofriantes.
—Es un barrio nuevo —repitió con voz ronca la calabaza que encabezaba el grupo.
—Justo al otro lado de este bósque —suspiró el otro—. Un buen barrio. Ya veréis…
La luz procedente del interior de las calabazas iluminaba las ramas de los árboles desnudos y las hierbas altas.
El corazón me latía con fuerza. M e apresuré a reunirme con los demás. «Shane y Shana son buenos amigos —me dije a mí misma—. Estoy segura de que saben
adónde van. Pero esto no es lo que habíamos planeado. Esto no tiene nada que ver con lo que habíamos planeado. ¿Por qué me dará todo esto tan mala espina?»
—¡Shane! ¡Shana! ¡Dejadnos descansar un momento! —se lamentó Tabby con voz estridente—. ¡M iradme! ¡M irad mi falda de bailarina!
Levantó la parte delantera y, aunque la luz era muy tenue, vi que tenía una gran mancha de barro.
—¡Tenemos que salir de este bosque! —se quejó Tabby muy enfadada.
—Sí. Está demasiado oscuro. Y estamos perdiendo demasiado tiempo —añadió Lee.
Su bolsa de Halloween se había quedado enganchada en la rama baja de un árbol. Tiró fuertemente de ella para desengancharla.
Shane y Shana no hicieron caso de los lamentos y siguieron andando a paso ligero y regular por entre la oscuridad de los bosques, las grandes y ardientes calabazas
balanceándose sobre sus hombros.
Unos minutos después llegamos a una calle estrecha. Al ver las luces de las farolas y las hileras de pequeñas casas, todos mostramos nuestra alegría.
—Ahora podemos seguir recogiendo golosinas —anunció una de las calabazas con voz ronca.
Eché una mirada a un lado y otro de la calle. Observé cada una de las casas, todas pequeñas, sobre pequeñas extensiones de césped. La mayoría aún tenía las luces
encendidas y estaban decoradas con motivos de Halloween.
Se levantaban distribuidas en manzanas que cubrían hasta donde me alcanzaba la vista.
—¡Este barrio es genial para recoger golosinas! —aseguré, empezando a sentirme mucho mejor, mucho menos asustada.
—¡Es perfecto! —estuvo de acuerdo Lee—. ¡Vamos a barrer la zona!
—¿Dónde estamos? —preguntó Walker—. ¿Cómo es que nunca había visto este barrio?
Nadie le contestó. Estábamos todos demasiado ansiosos por empezar el recorrido.
Retiré algunas hojas húmedas de la capa y alisé la máscara. En el bosque a todos se nos habían ensuciado los disfraces, así que nos detuvimos unos segundos para
arreglarlos un poco. Luego, los seis nos apresuramos a alcanzar la primera casa.
Salió a abrirnos la puerta una mujer joven que sostenía un bebé en brazos. Depositó unos diminutos caramelos en el interior de nuestras bolsas.
El bebé observó con asombro las llameantes calabazas-linterna y sonrió.
En la siguiente casa, una pareja de ancianos tardó un siglo en abrir la puerta.
—¡Feliz Halloween! —gritamos con todas nuestras fuerzas. Los ancianos se cubrieron las orejas con las manos. Creo que no soportaban el ruido.
—Lo siento, pero no tenemos golosinas —se disculpó la anciana, y echó una moneda de cinco centavos en cada una de nuestras bolsas.
Cruzamos el pequeño jardín a toda prisa hasta la siguiente casa. Dos niñas, de unos siete u ocho años, nos recibieron en la puerta.
—¡Qué disfraces tan estupendos! —les dijo una de ellas a Shane y Shana. Nos dieron unas bolsitas de Conguitos.
—¡Esto es genial! —exclamó Lee mientras corríamos hacia la siguiente casa.
—Las casas están muy cerca unas de otras —añadió Tabby—. ¡Podremos visitar un centenar de casas en un momento!
—¿Por qué no habíamos venido nunca aquí antes? —preguntó Walker.
—¡Feliz Halloween! —gritamos todos mientras llamábamos al timbre de la puerta de la siguiente casa.
Abrió un adolescente de larga cabellera rubia y un pendiente en una oreja. Al vernos, se rió divertido, observando nuestros disfraces.
—¡Geniales! —murmuró, y luego echó unos paquetes de maíz dulce en el interior de nuestras bolsas.
Nos dirigimos a la siguiente casa, luego a la siguiente, y a la siguiente…
Recorrimos toda la manzana, deteniéndonos en cada una de las casas. A continuación, dos manzanas más. Las casitas parecían no acabarse nunca.
Ya casi no me cabía nada más en la bolsa de Halloween. A Walker se le desabrochó el zapato y tuvimos que detenernos un momento en la esquina. M ientras se
agachaba para atárselo, todos aprovechamos para recuperar el aliento.
—¡Date prisa! —le ordenó una calabaza a Walker. Las llamas salían con violencia del interior de los agujeros recortados a la altura de los ojos.
—¡Sííí, date prisa! —susurró el otro—. No podemos perdeeer tiempo.
—Esperad un momento —murmuró Walker—. Se me ha hecho un nudo en el cordón.
M ientras Walker trataba de deshacer el nudo del zapato, las dos calabazas iban y venían impacientes.
Finalmente, Walker se puso en pie y recogió su bolsa de Halloween llena a rebosar de golosinas. Las calabazas ya habían reiniciado el camino hacia la siguiente
manzana de casas.
—Empiezo a estar cansado —oí que le susurraba Lee a Tabby—. ¿Qué hora es?
—En mi bolsa ya casi no cabe nada más —contestó Tabby. Emitió un quejido y se cambió de mano la pesada carga.
—¡Vamos! —insistió una de las calabazas—. Quedan muchas casas por visitar.
—¡M uchasss! —repitió con un silbido el otro.
Recorrimos dos manzanas más, ambos lados de la calle: unas veinte casas en total. M i bolsa estaba llena hasta los topes. Tenía que llevarla con las dos manos.
Los cordones de los zapatos de Walker volvieron a desatarse. Cuando se agachó para abrocharlos, se le rompieron.
—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró.
—¡Aprisa! —insistió una de las calabazas.
—M ás casas.
—Ya estoy agotada —se quejó Tabby, esta vez en un tono de voz más alto para que la oyéramos todos.
—Yo también —aseguró Lee—. M i bolsa de Halloween empieza a pesar mucho.
—Estúpidos cordones —murmuró Walker, todavía agachado tratando de arreglar el zapato.
—M e parece que se ha hecho tarde —le dije mientras echaba un vistazo a mi alrededor—. No veo ningún niño por la calle. M e parece que ya se han ido todos a
casa.
M e quité la capa, se me había enredado toda y me asfixiaba. La envolví como si fuera un ovillo y me la metí bajo el brazo.
—M ás casas —susurró una de las cabezas de calabaza.
—Vamos. Quedan muchas por visitar —insistió la otra calabaza con voz seca y entrecortada, mientras las llamas amarillas danzaban en el interior de la cabeza.
—¡Pero es que ya no queremos seguir! —protestó Lee.
—Sí. Estamos hartos —añadió Tabby con voz estridente.
—¡No podéis abandonar! —insistió la calabaza.
De pronto, ambas calabazas empezaron a elevarse en el aire, flotando por encima de nosotros. El fuego ardía furiosamente en el interior de las cavidades triangulares
de sus ojos. Las cabezas flotaban sobre sus cuerpos, cubiertos por las capas oscuras.
—¡No podéis abandonar! ¡Nunca podréis abandonar!
—Ja, ja. M uy graciosos. —Tabby puso los ojos en blanco, pero Lee retrocedió un poco, asustado. Parecían fallarle las rodillas, y a punto estuvo de soltar la bolsa
de Halloween.
—Otra manzana de casas —insistió una calabaza.
—Otra manzana de casas. Y luego otra.
—¡Eh! ¡Un momento! —protestó Tabby—. No podéis darnos órdenes de esta forma. M e voy a casa.
Se dio la vuelta y empezó a alejarse. Pero las dos calabazas se dirigieron rápidamente hacia ella y le bloquearon el camino.
—¡Dejad que me vaya! —protestó Tabby.
Se deslizó rápidamente hacia la derecha, pero las dos grandes criaturas la siguieron desde el aire. Las sonrisas burlonas dibujadas en sus rostros parecían ahora aún
más anchas y radiantés.
Las dos calabazas empezaron a cercarnos, flotando en silencio. Giraban a nuestro alrededor, cada vez más deprisa…, como si estuviéramos rodeados de llamas. ¡Un
muro de fuego brincaba a nuestro alrededor!
—¡Vais a obedecer! —ordenaron con voz entrecortada.
Las llamas nos empujaban por detrás, obligándonos a avanzar. No teníamos otra opción que obedecer, nos tenían prisioneros, atrapados por su fuego.
En la puerta de la primera casa había un anciano que nos dedicó una sonrisa al acercarnos.
—Chicos, es un poco tarde para andar por ahí, ¿no? —preguntó.
—Un poco —contesté.
El anciano nos puso unos paquetes de chicle en el interior de las bolsas.
—¡Rápido! —ordenó una de las calabazas mientras caminábamos por el húmedo césped hacia la siguiente casa—. ¡Daos prisa!
La bolsa de Halloween de Lee pesaba tanto que la llevaba arrastrando por el suelo. Yo sujetaba la mía con los dos brazos. Tabby se quejaba en voz baja,
murmurando mientras sacudía la cabeza.
Recorrimos todas las viviendas de ambos lados de la calle. No vi ningún otro chico por ahí, ni siquiera pasaban coches, y algunas casas empezaban a apagar las luces.
—¡Vamos! —insistió una de las calabazas.
—Quedan muchas más casas y manzanas.
—¡Ni hablar! —gritó Lee.
—¡M e niego! —repitió Tabby esforzándose por que su voz sonara furiosa, pero lo cierto es que le temblaba.
Los rostros de las calabazas-linterna volvieron a alzarse sobre nosotros. Sus ojos ardientes nos miraban fijamente.
—¡Rápido. No podéis deteneros ahora! ¡NO P ODÉIS!
—¡Pero es muy tarde…! —protesté.
—Y se me va cayendo el zapato todo el rato —saltó Walker.
—No queremos más golosinas —añadió Tabby con voz estridente.
—¡No podéis deteneros ahora! ¡Vamos!
—Hay muchas más casas. ¡Este es el MEJOR barrio!
—¡No quiero! —repitieron al unísono Tabby y Lee. Empezaron a corear—: ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero!
—Tenemos las bolsas a tope —me lamenté.
—La mía empieza a romperse —se quejó Walker.
—¡No quiero! ¡No quiero! —volvieron a corear Tabby y Lee.
De nuevo, las dos calabazas-linterna empezaron a girar a nuestro alrededor, cercándonos más y más, volviendo a construir el muro de llamas.
—¡No debéisss detenerosss! —ordenó una de ellas con voz sibilante.
—¡Debéis continuar!
Empezaron a girar cada vez más cerca, tanto que incluso sentía el abrasador calor del fuego.
Y mientras giraban, las calabazas silbaban, emitían un siseo parecido al sonido que producen las serpientes cuando se preparan para atacar. El ruido subía de
volumen cada vez más…, ¡como si estuviéramos rodeados de serpientes!
La pesada bolsa de Halloween me resbaló de las manos.
—¡Basta! —grité—. Parad. ¡Vosotros no sois Shane y Shana!
El fuego se les salía de los ojos, los silbidos se convirtieron en un agudo gemido.
—¡No sois Shane y Shana! —grité—. ¿Quiénes sois?
Dejaron de dar vueltas y se detuvieron. Las vivas llamas seguían escapando de las sonrientes bocas. Sus gritos y gemidos golpeaban los árboles desnudos, y se
ahogaban en el espeso silencio de la noche.
—¿Quiénes sois? —volví a preguntar con voz temblorosa. Estaba temblando de arriba abajo, de pronto, sentía como si el frío de la noche se hubiera filtrado en mi
interior.
—¿Quiénes sois? ¿Les habéis hecho algo a nuestros amigos?
Nadie contestó.
M e volví hacia Walker. En su rostro se reflejaba la luz danzante de las llamas. A pesar del maquillaje, distinguí una expresión asustada.
Tragué saliva con fuerza y me volví hacia Tabby y Lee, que habían adoptado un aire burlón y sacudían la cabeza.
—¿Es esto lo que vosotros entendéis por una broma de Halloween? —preguntó Tabby. Puso los ojos en blanco—. ¿De veras creísteis que Lee y yo nos creeríamos
semejante estupidez?
—¡Oh! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Lee en tono sarcástico y juntando las rodillas—. M irad, ¡estoy temblando como una hoja!
Tabby y Lee se echaron a reír con todas sus fuerzas.
—Estos disfraces son muy buenos y reconozco que los efectos del fuego son geniales, pero ya sabemos que se trata de Shane y Shana —aseguró Lee—. No has
conseguido asustarnos, Drew.
—No —repitió Tabby—. ¡M irad…!
Tabby y Lee elevaron las manos, agarraron cada uno una calabaza-linterna y… tiraron de ellas.
—¡Uau!
Arrancaron las calabazas de los hombros de las dos criaturas… Y entonces, los cuatro empezamos a gritar…, ¡no había cabeza debajo!
Soltamos gritos estridentes que se abrieron paso entre el aire frío de la noche, como el gemir de las sirenas.
Una calabaza cayó de la mano de Tabby y golpeó con fuerza contra el suelo.
Le salían vivas llamas anaranjadas de la boca y los ojos.
Lee todavía sostenía la otra calabaza entre las manos, pero al observar que la boca recortada se movía también la dejó caer al suelo.
Las ardientes cabezas nos sonreían con burla desde el césped.
—¡Oh! —gemí aterrorizada y retrocedí un poco, tambaleándome. Quería echar a correr, huir tan rápido como pudiera, sin darme la vuelta. Pero no podía apartar la
mirada de las dos cabezas que nos sonreían desde el húmedo césped.
M ientras las observaba boquiabierta, se me desbocó el corazón y me empezaron a temblar las piernas. Alguien me cogió del brazo.
—¡Walker!
Se aferró a mí con una mano helada mientras con la otra señalaba los dos cuerpos sin cabeza.
Estaban de pie, los oscuros y holgados disfraces inmóviles, y el espacio entre los hombros, donde habían reposado las calabazas, tenía un aspecto liso y suave,
como si aquellas hortalizas se hubieran mantenido allí en equilibrio, sin estar unidas al resto del cuerpo.
Tabby y Lee se acurrucaron detrás de mí. Tabby ya no llevaba la diadema, no le quedaban horquillas para sujetarse el cabello y los húmedos mechones le cubrían el
rostro. La bolsa de Halloween de Lee se había volcado, a sus pies yacían un montón de golosinas esparcidas sobre el césped, a pocos centímetros de las cabezas. Las
llamas seguían danzando y oscilando en el interior de las calabazas. Entonces, las bocas recortadas empezaron a moverse, las sonrisas se ensancharon y las cavidades
triangulares de los ojos se entrecerraron.
—Ji, ji, ji, jiii.
Una horrible carcajada salió de sus bocas. Era un sonido seco y diabólico, más parecido a una gárgara, o incluso a una tos, que a una risa.
—Ji, ji, ji, jiii.
—¡Nooo! —grité. A mi lado, oí que Waiker ahogaba un grito.
Lee tragó saliva con fuerza. Tabby se agarró con ambas manos a la manga del disfraz de abeja de Lee, y tiró de él para retroceder, hasta colocarse junto a Walker y a
mí.
—Ji, ji, ji, jiii.
Las cabezas se reían al unísono, con las llamas oscilando en su interior. Los dos cuerpos se desplazaron rápidamente, alargaron los brazos y recogieron las calabazas
del césped.
Yo esperaba que se volvieran a colocar las calabazas sobre los hombros, pero no lo hicieron, las mantuvieron a la altura del pecho.
—Ji, ji, ji, jiii —siguieron riéndose con secas carcajadas, retorciendo las bocas en medio de aquellos rostros oscuros y redondos. Nos miraban fijamente, con ojos
inexpresivos, primero de un brillante color naranja y luego más oscuros, oscilantes por la luz de las llamas.
M e di cuenta de que me estaba agarrando el brazo de Walker con mucha fuerza, pero él parecía no haberse percatado. Le solté y respiré profundamente.
—¿Quiénes sois? —grité a las dos criaturas con un hilo de voz, muy agudo—. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
—Ji, ji, ji, jiii. —Volvieron a soltar aquellas horribles carcajadas.
—¿Quiénes sois? —repetí con voz ahogada, gritando por encima de sus risas secas y entrecortadas—. ¿Dónde están Shane y Shana? ¿Dónde están nuestros amigos?
Las llamas salían silbando de las dos calabazas. Sus burlonas e irregulares sonrisas naranjas se ensancharon.
—Drew, tratemos de escapar corriendo de nuevo —susurró Walker—. Quizá si les pillamos desprevenidos…
Los dos nos dimos la vuelta y echamos a correr. Tabby y Lee nos siguieron a trompicones. M e sentía las piernas tan flojas y débiles que no me creía capaz de
moverlas, el corazón me latía con tanta fuerza que me costaba respirar.
—¡Corre! —gritó Walker sin aliento, tirándome del brazo—. ¡Drew, corre más!
Pero no conseguimos llegar muy lejos. Emitiendo una vez más sus estridentes y horribles silbidos las criaturas nos alcanzaron y rodearon, reteniéndonos,
aprisionándonos en su cerco de llamas. No podíamos escapar. Resultaba imposible deshacerse de ellos.
Escudriñé la oscuridad por todas partes, a través de las llamas, con la esperanza de ver pasar a alguien por la calle. Sin embargo, no se veía a nadie, nada se movía, no
circulaban coches, ni siquiera vi un perro o un gato.
Las dos criaturas, sosteniendo las calabazas sobre el pecho, avanzaron y se quedaron de pie frente a nosotros, amenazantes. Luego levantaron las brillantes
calabazas rojizas sobre los hombros descubiertos.
—M ás casas. M ás casas.
—No podéis deteneros. ¡Debéis seguir recogiendo golosinas!
—Recoged vuestras bolsas. Vamos… ¡ahora mismo! —gruñó una de ellas. Nos miraba fijamente, con la calabaza elevada, sosteniéndola entre las manos, dibujando
una sonrisa de desprecio con sus labios irregulares.
—¡Nosotros no… no queremos más golosinas! —se lamentó Lee, cogido a Tabby.
—¡Queremos volver a casa! —gritó Tabby.
—M ás casas. M ás casas. M ás casas. —Las calabazas continuaron silbando su canto.
Nos reunieron a los cuatro, nos juntaron y nos empujaron. No teníamos escapatoria. Cansados, recogimos las bolsas de Halloween del suelo mientras ellas se ponían
detrás de nosotros, coreando, cantando con sus secos susurros.
—M ás casas. M ás casas.
Nos condujeron a la primera edificación de la manzana y nos empujaron hasta la contrapuerta. Entonces se quedaron atrás, inmóviles, junto a nosotros.
—¿Hasta cuándo tenemos que seguir recogiendo golosinas? —preguntó Tabby.
Las calabazas sonrieron.
—¡Durante el resto de vuestras vidas! —contestaron.
Una mujer abrió la puerta y nos echó paquetes de pipas saladas en el interior de las bolsas.
—Chicos, es muy tarde para andar por ahí —dijo—. ¿Vivís por aquí?
—No —contesté—. En realidad no sabemos dónde estamos, no conocemos este barrio y dos criaturas sin cabeza nos obligan a recoger golosinas. Dicen que van a
obligarnos a hacerlo durante el resto de nuestras vidas. Ayúdenos…, ¡por favor! ¡Tiene que ayudarnos!
—¡Ja, ja! ¡Esto está bien! —rió la mujer—. Qué graciosos. Tenéis mucha imaginación. —Antes de que yo pudiera decirle algo más, la mujer ya había cerrado la
puerta.
En la siguiente casa ni siquiera nos molestamos en pedir ayuda. Sabíamos que nadie iba a creernos.
—¡Vuestras bolsas están llenísimas! —exclamó la mujer—. ¡Debe de hacer horas que andáis por ahí recogiendo golosinas!
—Es que…, es que nos gustan mucho —contestó Walker con voz cansina.
Yo eché una mirada hacia atrás, las calabazas, que se movían impacientes, querían que fuéramos hacia la siguiente casa. Nos despedimos de la mujer y echamos a
andar a través del jardín delantero. Las bolsas de Halloween pesaban tanto que íbamos arrastrándolas por el césped.
Cuando nos dirigíamos hacia la siguiente calle, Tabby se me acercó.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —me susurró al oído—. ¿Cómo vamos a deshacernos de estos… estos monstruos?
M e encogí de hombros. No sabía qué decirle.
—Tengo tanto miedo… —me confesó Tabby—. Estas dos criaturas no irán a obligarnos a recoger golosinas el resto de nuestras vidas, ¿verdad? ¿Qué quieren en
realidad? ¿Por qué nos hacen esto?
—No lo sé —le contesté, y tragué saliva con fuerza. M e di cuenta de que Tabby estaba a punto de romper a llorar.
Lee caminaba cabizbajo. Arrastrando tras él su bolsa de Halloween. Sacudía la cabeza, murmurando algo para sus adentros.
Avanzamos hasta el porche de la siguiente casa y tocamos el timbre. Un hombre de mediana edad, vestido con un pijama de un color amarillo muy vivo, nos abrió la
puerta.
—¡Feliz Halloween! —gritamos con voz cansina.
El hombre nos dio unos pequeños caramelos de anís.
—Es muy tarde —murmuró—. ¿Saben vuestros padres que aún andáis por ahí?
Nos arrastramos hasta la siguiente casa. Y luego hasta la siguiente.
M e mantuve a la espera de una nueva oportunidad para escapar. Pero las dos criaturas no nos perdían de vista ni un segundo. Siempre iban pegadas a nosotros, sin
dejarnos ni un momento. Sus brillantes ojos rojos resplandecían en el interior de las ardientes cabezas.
—M ás casas.
—Estoy aterrada —volvió a confesarme Tabby entre susurros y con voz temblorosa—. Lee también lo está. Tenemos tanto miedo que empezamos a encontrarnos
mal.
Empecé a contestarle que yo me sentía igual, pero al ver a alguien que cruzaba la calle las dos nos quedamos sin palabras. ¡Un hombre vestido de azul! Lo primero
que pensé es que se trataba de un policía, sin embargo, a medida que avanzaba bajo la luz de la farola me di cuenta de que lo que llevaba era un mono azul de trabajo y
una gorra azul de béisbol que le cubría la cabeza. Sostenía en una mano una gran fiambrera negra.
«Debe de regresar a casa después del trabajo», me dije.
Iba silbando en tono muy suave, sin levantar la mirada del suelo. Creo que no nos vio. Pero Tabby consiguió llamar su atención.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Por favor, señor! ¡Ayúdenos!
El hombre levantó la cabeza, sorprendido, y nos miró con los ojos medio cerrados mientras Tabby corría por el césped, dirigiéndose hacia él. Los demás la seguimos,
arrastrando las bolsas de Halloween.
—¡Ayúdenos, por favor! —le suplicó Tabby con voz estridente—. ¡Tiene que salvarnos!
Los cuatro nos lanzamos a toda velocidad, sin aliento, hacia la calle. Rodeamos al hombre, que parecía sorprendido. Nos miró con los ojos medio cerrados y se rascó
la oscura y rizada cabellera.
—¿Qué os pasa, chicos? ¿Os habéis perdido? —preguntó.
—¡M onstruos! —explotó Lee—. ¡Unos monstruos con cabezas de calabazas-linterna nos han capturado! ¡Nos obligan a recoger golosinas por las casas!
El hombre se echó a reír.
—¡No…, es verdad! —insistió Tabby—. ¡Tiene que creernos! ¡Tiene que ayudarnos!
—¡Rápido! —gritó Lee.
El hombre volvió a rascarse la cabellera. Nos miró con detenimiento, examinándonos.
—¡Rápido! ¡Dése prisa, por favor! —le suplicó Lee.
Volví a mirar al hombre, parecía muy anonadado.
¿Iría a ayudarnos?
—¡Tiene que ayudarnos! —le rogó Lee.
—Está bien. Os seguiré la broma —accedió el hombre al tiempo que ponía los ojos en blanco—. ¿Dónde están vuestros monstruos?
—¡Allí! —grité.
Todos nos volvimos hacia el jardín delantero. Pero allí no había nadie, las calabazas se habían ido, habían desaparecido. Tabby se quedó muda y Lee permaneció
boquiabierto.
—¿Adónde se han ido? —murmuró Walker.
—¡Estaban ahí hace un momento! —insistió Tabby—. Los dos. ¡Con las cabezas en las manos! ¡En serio!
El hombre suspiró profundamente.
—Que paséis un feliz Halloween, chicos —dijo con desgana—. Pero, dejadme tranquilo, ¿vale? Acabo de salir del trabajo y estoy molido.
El hombre se cambió de mano la fiambrera negra, se alejó y desapareció por detrás de una casa mientras lo contemplábamos.
—¡Vayámonos de aquí! —gritó Lee.
Pero antes de que pudiéramos empezar a correr, las dos calabazas salieron de detrás de una valla baja. Las llamas rojas silbaban en el interior de sus cabezas. De sus
bocas irregulares salían ahora unos horribles gruñidos.
—M ás casas —insistieron al unísono, bramando con voz áspera—. M ás casas. Debéis seguir recogiendo golosinas.
—¡Pero estamos muy cansados! —protestó Tabby, quebrándosele la voz. Las lágrimas asomaban a sus ojos.
—¡Dejadnos marchar…, por favor! —suplicó Lee.
—M ás casas. ¡M ás!
—¡No podéis deteneros! ¡NUNCA !
—¡No puedo! —gritó Lee—. Tengo la bolsa llena. ¡M irad! —Les enseñó la atiborrada bolsa de Halloween. Estaba a rebosar de golosinas.
—¡La mía también está muy llena! —declaró Walker—, hasta arriba. ¡No me cabe ni una chocolatina más!
—¡Tenemos que regresar a casa! —gritó Tabby—. Tenemos las bolsas a tope.
—Esto tiene solución —contestó una de las calabazas.
—¿Qué solución? —se lamentó Tabby.
—Empezad a comer —ordenó la calabaza.
—¿Qué? —preguntamos todos asombrados.
—Empezad a comer —insistió—. Vamos, comed.
—¡Eh, ni hablar! —protestó Lee—. No vamos a quedarnos aquí y…
Las criaturas volvieron a elevarse. De sus ojos salían brillantes llamas amarillas. De sus bocas recortadas escaparon una serie de gruñidos y un viento cálido que me
abrasó el rostro.
Todos sabíamos lo que iba a ocurrir si no les obedecíamos. Acabaríamos carbonizados por las llamas.
Lee cogió una chocolatina que sobresalía de su bolsa de Halloween, le quitó el envoltorio con la mano temblorosa y se la metió en la boca. Todos le imitamos, no
teníamos otra opción.
M e metí en la boca una barra de chocolate y caramelo y empecé a masticar. Ni siquiera pude saborearla, se me enganchó un gran pegote en los dientes, pero lo
empujé hacia dentro y continué masticando.
—¡M ás deprisa! ¡M ás deprisa! —ordenaron las calabazas.
—¡Por favor…! —suplicó Tabby, con la boca llena de regaliz—. ¡No podemos…!
—¡M ás deprisa! ¡Comed! ¡Comed!
M e metí una chocolatina entera en la boca y traté de masticar. Walker buscaba en el interior de la bolsa algo que se pudiera comer deprisa.
—¡M ás deprisa! ¡Comed! —exigían las ardientes cabezas, flotando sobre nosotros—. ¡Comed! ¡Comed!
Lee se tragó la cuarta tira de regaliz y cogió una chocolatina blanca y empezó a sacarle el envoltorio.
—¡M e… me va a sentar mal!
—¡M ás deprisa! ¡M ás deprisa! —bramó la voz rasposa en tono imperioso.
—No. En serio. ¡M e encuentro mal! —se lamentó.
—¡Come más! ¡Come…, deprisa!
Lee se atragantó y escupió un pegote rosa de caramelo masticable. Tabby le dio unos golpecitos en la espalda hasta que dejó de toser.
—¡M ás! ¡Deprisa! —continuaban insistiendo las cabezas de calabaza.
—¡No… no puedo más! —gritó Lee en susurros, con una voz áspera.
Las criaturas se inclinaron sobre él, grandes llamas furiosas salían del interior de sus ojos. Lee cogió una chocolatina con avellanas, le quitó el envoltorio y le dio un
mordisco. Los cuatro estábamos apiñados en el bordillo, engullendo golosinas, masticando tan rápidamente como podíamos, tragando a la fuerza para seguir
metiéndonos más dulces en la boca. Estábamos temblando, asustados. Empezábamos a encontrarnos mal.
No teníamos ni la más remota idea de que lo peor estaba todavía por llegar.
—No… no puedo… comer… más —se lamentó Tabby.
Llevábamos unos minutos atiborrándonos de golosinas. Tabby tenía churretes de chocolate por la barbilla y algunos trocitos enredados entre los mechones de la
rubia cabellera. Lee estaba acurrucado en el césped, se abrazaba la barriga, y se quejaba.
—No me encuentro muy bien —murmuró, se le escapó un largo y suave eructo y volvió a lamentarse.
—No quiero volver a ver un dulce en toda mi vida —me susurró Walker.
Traté de contestarle, pero tenía la boca demasiado llena.
—¡M ás casas! —ordenó una de las cabezas de calabaza.
—¡M ás casas! ¡Sigamos!
—¡No…, por favor! —rogó Tabby. Acurrucado sobre el césped, Lee volvió a eructar.
—¡Son casi las doce! —protestó Tabby—. ¡Tenemos que regresar a casa!
—Aún quedan muchas casas por visitar —contestó una de las calabazas con los ojos medio cerrados—. Quedan casas suficientes para el resto de vuestras vidas.
¡Seguiréis para siempre!
—¡Pero no nos encontramos bien! —se quejó Lee todavía cogiéndose la barriga—. ¡No podemos recoger más cosas esta noche! ¡Todo el mundo se ha ido ya a
dormir! —continuó, intentando convencer a una de las calabazas—. A estas horas nadie nos abrirá la puerta.
—¡En este barrio SÍ que os abrirán! —contestó aquel ser.
—¡Aquí no hay que preocuparse por eso! —añadió la otra criatura—. ¡En este barrio SIEMP RE se puede recoger golosinas por las casas!
—Pero-pero-pero… —tartamudeé.
Sabía que no había nada que hacer, que aquellas horribles criaturas iban a forzarnos a continuar. No estaban dispuestas a escuchar nuestros lamentos y no pensaban
permitir que volviéramos a casa.
—¡M ás casas! ¡M ás! ¡Recogeréis caramelos el resto de vuestras vidas!
Tabby ayudó a Lee a levantarse, recogió la bolsa de Halloween del chico y se la colocó en la mano. Luego, se retiró el pelo de la cara y recogió su bolsa.
Los cuatro cruzamos la calle en tropel, arrastrando las bolsas. El aire de la noche era ahora más frío y cortante. Una ráfaga de aire agitó los árboles y arrancó algunas
hojas secas, que se enredaron en nuestros pies.
—Nuestros padres deben estar muy preocupados —murmuró Lee—. Es muy tarde.
—¡Deberían estar preocupados! —repuso Tabby con voz temblorosa—. Quizá no volvamos a verles.
La luz del porche de la casa más cercana aún estaba encendida, y las calabazas nos empujaron hacia allí.
—Es muy tarde para llamar a las casas —protestó Lee.
Pero no podíamos hacer otra cosa. Llamé al timbre y esperamos temblorosos, sintiéndonos mal, empachados a causa de todo lo que habíamos engullido.
La puerta se abrió lentamente… Todos nos quedamos boquiabiertos, paralizados.
—¡Oooh! —A Lee se le escapó un grito de asombro y bajó del porche de un salto.
Yo me quedé mirando fijamente a la criatura bajo la luz amarilla del porche. Era una mujer. Una mujer con una calabaza-linterna por cabeza y una sonrisa burlona
dibujada en ella.
—¿Venís a buscar golosinas? —preguntó la mujer dedicándonos una sonrisa irregular. Las llamas naranjas danzaban y parpadeaban en el interior de la cabeza.
—Oh… oh… oh… —Walker bajó del porche de un salto y chocó contra Lee.
Yo no podía dejar de mirar con asombro a la sonriente calabaza. «Es una pesadilla —me dije—. ¡Es una auténtica pesadilla!»
La mujer depositó algo en mi bolsa, pero ni siquiera vi de qué se trataba. No podía apartar la mirada de la calabaza.
—¿Es usted…? —empecé a preguntarle.
Pero antes de que pudiera acabar de preguntar, nos cerró la puerta.
—¡M ás casas! —gritaron nuestros captores—. ¡No os detengáis!
Nos arrastramos hasta la siguiente casita. M ientras nos dirigíamos hacia la contrapuerta, ésta se abrió. De nuevo, nos quedamos perplejos. La siguiente aparición
llevaba unos vaqueros y un suéter marrón. Las llamas silbaban y crepitaban en el interior de los ojos y la boca de dientes torcidos —uno en la parte superior y otro en la
parte inferior— que contribuían a darle al hombre un aspecto estúpido.
Sin embargo, mis amigos y yo estábamos demasiado asustados para reírnos.
En la siguiente casa nos recibieron dos calabazas-linterna más.
Al cruzar la calle, en la siguiente casa, nos esperaba otra de esas horribles criaturas.
«¿Dónde estamos? —me pregunté—. ¿Qué extraño barrio es éste?»
Las dos calabazas nos obligaron a continuar por la siguiente manzana. En todas las casas vivían seres similares.
Cuando llegamos al final, Tabby soltó su bolsa de Halloween y se enfrentó a las calabazas.
—¡Por favor…, dejad que nos marchemos! —suplicó—. ¡Por favor!
—¡No podemos ir a más casas! —exclamó Lee con voz débil—. Yo estoy… estoy muy cansado. Y me encuentro muy mal.
—¡Por favor! —rogó Walker—. Por favor…
—No puedo seguir. No puedo, en serio —se lamentó Tabby y sacudió la cabeza—. Tengo mucho miedo. Esos seres… en todas las casas… —dijo entre sollozos,
con voz apagada.
Lee se cruzó de brazos sobre el disfraz de rayas.
—No pienso dar un paso más —insistió—. M e da igual lo que hagáis. No pienso moverme.
—Yo tampoco —añadió Tabby mientras se acercaba a Lee.
Las dos calabazas permanecieron en silencio. En vez de replicar, se elevaron en el aire.
Al ver que sus ojos triangulares se ensanchaban y que abrían las bocas, retrocedí un paso. Sus ojos despedían llamas naranjas extremadamente brillantes.
Abrieron la boca aún más y empezaron a gemir. El horrible sonido iba y venía en medio de la fría noche, como la sirena de un coche de policía.
Entonces, se inclinaron hacia atrás, las llamas salían disparadas hacia arriba, hacia el cielo, y el sonido que surgía de su interior aumentaba de volumen. Tuve que
cubrirme los oídos con las manos para protegerme.
Vi un rayo de luz. Al volverme observé, al otro lado de la calle, otra calabaza que se dirigía hacia nosotros, flotando en el aire.
—¡Oooh! —grité con voz ronca mientras otras dos criaturas con cabeza de calabaza emergían corriendo de sus casas.
Luego aparecieron dos más, seguidas de otras dos… y de otras dos. Por toda la calle se iban abriendo puertas. Las criaturas flotaban en el aire. Se dirigían hacia
nosotros, flotando, silbando y gimiendo. De sus bocas y ojos salían llamas que danzaban y crepitaban en el interior de las calabazas. Avanzaban calle abajo, cruzando
las oscuras extensiones de césped, gimiendo como sirenas, silbando como serpientes. Cada vez más cerca. Docenas y docenas de ellas.
Walker, Tabby, Lee y yo nos acercamos unos a otros en mitad de la calle mientras las calabazas avanzaban hacia nosotros y formaban un círculo a nuestro
alrededor. Un círculo de rostros vegetales y sonrisas burlonas sobre cuerpos cubiertos con ropas oscuras. El círculo de criaturas giraba lentamente a nuestro alrededor e
inclinaban las cabezas sobre los hombros. Se movían muy despacio…
Y entonces, empezaron a corear con voces roncas y entrecortadas:
—¡M ás casas! ¡M ás casas! ¡M ás casas!
—¿Qué es lo que quieren? —gritó Tabby—. ¿Qué van a hacer?
No tuve tiempo de contestarle. Cuatro criaturas avanzaron rápidamente hacia el centro del círculo. Al observar lo que llevaban en las manos, empecé a gritar.
—¡M ás casas! ¡M ás casas! ¡M ás casas!
M i grito ahogó el canto de las calabazas.
M ientras las cuatro criaturas se acercaban, el canto cesó. Las extrañas criaturas se inclinaban hacia nosotros. A medida que se acercaban, cada una con una calabaza
entre las manos, las sonrisas recortadas se ensanchaban.
—¡Cuatro calabazas más!
—¡Oooh, no! —gritó Lee al verlas.
Tabby, muy asustada, se agarró con fuerza del brazo de Lee.
—¿Qué van a hacer con eso?
Del interior de los ojos y bocas sonrientes de las cuatro nuevas calabazas salían más llamas amarillas danzantes.
—¡Estas son para vosotros! —anunció una de ellas con una voz semejante al roce de guijarros afilados.
—¡Oooh! —Un quejido escapó de mi garganta.
M e quedé mirando fijamente las hortalizas huecas, sus horribles ojos, sus horrorosas sonrisas.
—Éstas son para vosotros —repitió la otra calabaza mientras se acercaba a nosotros—. ¡Éstas son vuestras nuevas cabezas!
—¡No! ¡No podéis hacer esto! ¡No podéis! —gritó Tabby—. Vosotros…
Cuando una de las criaturas colocó una de las calabazas sobre Tabby, su grito se apagó. La nueva cabeza estaba agujereada en la parte inferior, de modo que la
criatura se la encasquetó a Tabby sin titubear.
Lee trató de reaccionar. Pero una criatura le bloqueó el paso rápidamente y le colocó también a él una calabaza.
Yo retrocedí un poco a trompicones, boquiabierta.
Con las manos a los lados de las calabazas, presionándolas con fuerza, Tabby y Lee echaron a correr calle abajo. Corrían a ciegas, gritando en la oscuridad.
Entonces, las criaturas se volvieron hacia Walker y hacia mí y levantaron las restantes calabazas huecas.
—¡Por favor…! —supliqué—. ¡No…, por favor!
—¡Por favor…! —grité—. ¡No me pongáis una calabaza, por favor!
—¡Por favor…! —Walker repitió.
Entonces, los dos rompimos a reír. Las dos criaturas dejaron las calabazas huecas en el suelo, y acto seguido, empezaron a transformarse. Las llamas se apagaron, las
calabazas empezaron a encogerse y a cambiar de forma y, unos segundos más tarde, Shane y Shana habían recuperado su apariencia.
Los cuatro empezamos a reír, a abrazarnos y a dar vueltas. Bailamos desenfrenadamente, como locos, de un lado a otro de la calle. M iramos hacia el cielo y nos
carcajeamos ante la luna y las estrellas. Reímos hasta que ya no pudimos más.
—¡Ha funcionado, chicos! —exclamé cuando finalmente acabamos de celebrarlo—. ¡Ha funcionado! ¡Esta vez hemos conseguido asustar a Tabby y a Lee de verdad!
—¡Estarán asustados el resto de sus vidas! —exclamó Walker. Le dio una palmadita a Shane en la espalda. Luego volvió a bailar muy contento, agitando las manos
en el aire.
—¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! —coreé alegremente—. ¡Les hemos dado un buen susto! ¡Por fin hemos conseguido meterles miedo!
—¡Ha sido tan divertido…! —exclamó Walker—. ¡Y tan fácil…!
Avancé hacia Shane y Shana y les abracé.
—¡Por supuesto —exclamé— tener por amigos a dos extraterrestres ha facilitado las cosas!
—¡Eh! ¡Cuidado! —alertó Shane en un tono de voz más suave, y miró nervioso a su alrededor.
—No queremos que ningún extraño sepa que no somos terrícolas —dijo Shana.
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —contesté—. Por eso hasta ahora no habíamos utilizado nunca vuestros misteriosos poderes para asustar a Tabby y a Lee.
—¡Pero este año estábamos desesperados! —admitió Walker.
—Debemos tener mucho cuidado —nos avisó Shana.
Shana se elevó en el aire y se dirigió a las otras criaturas-calabaza, que seguían formando un círculo a nuestro alrededor.
—¡Gracias por vuestra ayuda, hermanos y hermanas! —gritó Shane—. ¡Será mejor que os vayáis corriendo a casa antes de que alguien se dé cuenta de que hemos
invadido el barrio!
Las otras calabazas se apresuraron a regresar a sus casas, despidiéndose con la mano, riendo y murmurando muy contentas. En un momento se vació la calle, no
quedaba nadie excepto nosotros cuatro.
Echamos a andar calle abajo, de vuelta a nuestras casas. Walker y yo arrastrábamos nuestras pesadas bolsas de Halloween.
Walker se volvió hacia Shane y Shana, con una sonrisa dibujada en el rostro.
—¿Cuándo creéis que Tabby y Lee descubrirán que pueden quitarse las calabazas de la cabeza cuando quieran? —preguntó Walker.
—¡Quizá nunca! —contestó Shana. Y todos volvimos a reírnos, no paramos hasta llegar al camino de entrada de mi casa.
—Gracias de nuevo —les dije a Shane y a Shana—. Estuvisteis geniales, chicos.
—¡Estuvisteis más que geniales! ¡Estuvisteis increíbles! —declaró Walker—. ¡En un par de ocasiones llegué a asustarme hasta yo! ¡Y eso que ya sabía que erais
vosotros!
—¿Sabéis qué es lo mejor de tener a unos extraterrestres por amigos? —dije—. Que no coméis golosinas.
—Es verdad —coincidieron Shane y Shana.
—Eso significa que todos estos dulces nos los repartiremos entre Walker y yo —exclamé, y volví a soltar la carcajada.
De repente se me ocurrió una cosa más seria y dejé de reírme.
—¿Sabéis una cosa? Nunca os he visto comer —dije a los dos extraterrestres—. ¿Qué coméis?
Shana alargó la mano y me pellizcó el brazo.
—Todavía estás muy delgada, Drew —contestó—. Cuando engordes un poco te enterarás de lo que Shane y yo comemos.
—Así es —añadió Shane—. A los de nuestro planeta sólo les gustan los adultos rellenitos, así que de momento no hace falta que te preocupes.
M e quedé boquiabierta.
—¡Eh! Estáis bromeando, ¿verdad? —pregunté—. ¿Shane? ¿Shana? No hablaréis en serio, ¿no? Es una broma, ¿no? ¿No?
R. L. STINE. Nadie diría que este pacífico ciudadano que vive en Nueva York pudiera dar tanto miedo a tanta gente. Y, al mismo tiempo, que sus escalofriantes
historias resulten ser tan fascinantes.
R. L. Stine ha logrado que ocho de los diez libros para jóvenes más leídos en Estados Unidos den muchas pesadillas y miles de lectores le cuenten las suyas.
Cuando no escribe relatos de terror, trabaja como jefe de redacción de un programa infantil de televisión.

También podría gustarte