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Planet Story - Harry Harrison

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Hace

muchos, muchos años, en una galaxia muy, muy lejana…


…un chico de pocos años, fanático de la ciencia-ficción, descubría una
colección en fascículos semanales que lo llevaría a través de la historia pasada
y presente (en ese momento) del género. La colección se llamaba
Fantaciencia, Enciclopedia de la Fantasía, Ciencia y Futuro. A través de ella
este chico descubrió a los grandes del género y se asombró (años antes de que
llegara a sus manos la historia de un tal Bill, de profesión Héroe Galáctico)
con la prosa irreverente, cáustica y revulsiva de un bufón llamado Harry
Harrison.
Esta edición es un homenaje a esa revista y a ese bufón que a tan temprana
edad ya me quemó la cabeza.
Planet Story se publicó por entregas en los fascículos 10 al 19 de
«Fantaciencia, Enciclopedia de la Fantasía, Ciencia y Futuro» en algún
momento de 1982. La presente e-dición organiza cada entrega como un
capítulo. Las ilustraciones de Jim Burns, han sido incluidas dado que se las
cita en el texto, pero se han visto, obviamente, reducidas tanto en calidad
como en tamaño.

Página 2
Harry Harrison

Planet Story
ePub r1.0
pplogi 11.07.2020

Página 3
Harry Harrison, 1979
Traducción: Mario N. Leone
Ilustraciones: Jim Burns

Editor digital: pplogi
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

El planeta Strabismus

El precioso Lortium

Nuevos encuentros

Ataque y contraataque

Una extraña alianza

Doble y triple juego

¡Señor, se cambia!

El sello

Sobre el autor

Notas

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El planeta Strabismus

¿Qué pueden ser todos estos cachivaches? Chatarra, hierro viejo, quincalla, no
please: «space hardware», como decían los ingleses en el siglo XX. No
somos ingleses, este no es el siglo XX, o sea el futuro de los otros (los del
XIX) y no diré en qué siglo estamos, porque espías de todos colores aún
circulan conducidos por el aire. ¿Aire? Esta porquería que finjo respirar, sí,
justamente aquí, dentro de la chatarra que están admirando. Espero salir
pronto, aun a costa de chocarme con el coronel Kylling, el oficial más sádico
del más sádico de los ejércitos de todos los planetas y de todas las épocas. Por
ahora solo tengo que ver con el primer sargento, que como es lógico, me
persigue noche y día.
Por lo tanto no se atrevan a volver a llamar chatarra a nuestra bien amada
nave, la Execrable, ¿ya lo había dicho? Puede ser. Cada una de sus oxidadas
hendiduras, cada esotérica mierda de volátiles y los zarpazos de los
pterodáctilos rábidos de Orion, los bien merecidos rencores de todas las razas
más civilizadas impresos a fuego en su grasosa vil carcasa, no desmerecen la
nobleza de su misión. La que, si son tan atrasados como para no intuirla,
habría sido más bien, quién lo duda, y siempre será, la de contribuir a la
destrucción de esos degenerados en los Pantanos Exteriores, como le gusta

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definirlos a alguno. Yo no me meto en eso. Los cohetes para ellos. A mí me
basta con el sargento.
Mientras tanto, para poner las cosas en su lugar, estaría bien colgarle un
título a estas reminiscencias y citar a los responsables de su execrable
trascripción. ¿Un título? Ya. Como para mimetizar las cosas, usaré el arcaico
lenguaje de otro tiempo y de otro mundo. Bueno, me gusta este, es poco
comprometedor:

PLANET STORY
Para definir al que lo cuenta les daré el pseudónimo que yo usaba en esa
época: PRÍVATE PARRTS, que en castellano, extraña lengua, podría resultar
SOLDADO PARCIAL, o bien PARTES INTIMAS, coloquial excusa para un nombre
que sin embargo transmite la idea. ¿Quiénes colaboran en la redacción de mis
dramáticas memorias? Hagamos un esfuerzo y demos precedencia a otro de
mis pseudónimos que prefiero: M.N.L. (Mamá No Lo quería). Sería siempre
yo, por lo que seguimos adelante. Podría citar, como colaborador ocasional,
tal «escritor» de provincia, algún inglés perpetrador de varias depravaciones
que habrá oído, sí, lo peor siempre sale a la superficie, HARRY HARRISON.
Llevaba ese nombrecito, el desvalido, y tal vez sigue insistiendo, si ha
sobrevivido a la desgraciada tarea de poner en claro mi indescifrable
manuscrito. Luego estaría el tipo que negligentemente pergeño la
documentación visual, como quería llamarla. También él originario de las
landas desoladas del norte llamadas en un tiempo Anglia, se pavoneaba del
ridículo apelativo JIM BURNS. A cada uno lo que se merece. Cumplido este
desagradable deber, avancemos con mi historia, que con exclusión de un
único amable ingrediente preferiría sepultar en el olvido.
Más veloz que un proyectil recién disparado, más veloz que un rayo de
luz, más veloz que cualquier objeto veloz en toda la galaxia, el acorazado
espacial U.S.E. Execrable se adentraba (veloz) en las tinieblas de la noche
eterna del espacio intergaláctico.
Como comienzo no estaría mal, pero no me siento bien de avanzar en este
tono. En cambio, hablemos de mí, tema no del todo despreciable
considerando que, desde exobiólogo graduado he hecho camino para
encontrarme hoy como soldado parcial, o si les parece, exiliado en el
deficiente planeta llamado STRABISMUS.

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Pero una cosa por vez. Podría considerarme un muchacho simple,
totalmente común. Lo era desde que fui arrojado, al mes de edad, en el
Instituto para Futuros Combatientes. (Siempre hubo una Guerra Permanente
en curso, no lo habrán olvidado). Pero tengo una única característica que me
distingue notablemente del resto de la humanidad, para mi desgracia. Solo me
ha procurado perjuicios de los que por ahora prefiero no hablar. Y además de
todo lo que contaré se comprenderá bien de qué diablos se trata.
Elegí la exobiología (estudio de las formas de vida extrañas) porque
estaba seguro de que al llegar la hora del reclutamiento, esa útil
especialización me mantendría alejado de los campos de batalla. Y así fue
durante algunos años, hasta que sustituyeron al oficial destinado a la
renovación de las licencias especiales. Así conocí a la excapitana de los
marinos Annabella O’Brien, un vetusto monolito de grasa cuya sonrisa fatua,
cuando entré en el despacho, me obligó a prever lo peor. Esos labios nunca
habían sonreído, y nunca antes había ocurrido que todos los presentes fueran
arrojados fuera de la manera más expeditiva, excluido yo, ni que la puerta de
la oficina de reclutamiento se cerrara con llave y un prolongado lamento
amoroso escapase de esa montaña de tocino. En un segundo me encontré
envuelto por brazos poderosos como columnas y semisofocado por dos
macizos senos. Para salvarme me ví obligado a usar la fuerza. Cuando,
después de un par de horas de apretada lucha se convenció de que no era su
tipo, en un insólito (para ella) desahogo de capricho femenino, en vez de
sellarme de nuevo la licencia me declaró «hábil para todos los efectos». Diez
minutos después estaba en un campo de adiestramiento. Y diez horas después
a bordo de la tristemente célebre Execrable, la más fea y tosca nave de batalla
de los Estados Unidos de Europa, en viaje hacia los decadentes planetas de
los Pantanos Exteriores, con otros doce mil doscientos cuarenta y tres reclutas
desesperados y un grupo de oficiales y sargentos roñosos.
De ellos el más pestilente era, sin duda, el primer sargento, que como
muchos de los otros, pero con mayor insistencia, se me puso al lado desde el
comienzo. Bajo, panzudo, arrugado como un sapo, la piel color cocodrilo
embalsamado, la barba como un cepillo, en una palabra, gócenlo también
ustedes, como acabo de representarlo.
Ese día era más asfixiante que nunca: sentí que me agarraba
dolorosamente una nalga con una de sus grasosas patas, mientras que con un
profundo suspiro jadeaba en mi cuello con un soplido que olía a basura
acumulada.

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—¿No es verdad que me encuentras bastante agradable, soldadito Parrts?
Aunque sea un poquito, ¿no?
Ya tenía una cierta práctica en esas cosas y sabía qué comportamiento
adoptar:
—No, sargento. Me parece más bien feo.
—¡La misma maldad que le dijiste a la doctora-psiquiatra Wankle! —
rugió el maldito—. ¿Qué te importa que tenga las tetas que le llegan a las
rodillas, y qué te importa que tenga la cara como una mierda de búfalo? TÚ
no tienes ningún derecho para dirigirte de ese modo a un oficial.
—¡Y ella no tenía derecho a atraerme a su cuarto estando yo en camisa de
noche de color púrpura, mientras cubría el turno de guardia!
—¿¿Y tú cubrías el turno de guardia en camisa de noche color púrpura??
¡SILENCIO! ¡CÁLLATE! ¡¡ESCUCHA!!
Me quedé callado y escuché. Me explicó largamente, y no por cierto con
buenas maneras, que un soldado raso siempre debe estar listo ante los
superiores, que yo sembraba discordia y desesperación entre las tropas al
rechazar todo acercamiento, y que me podría tocar una suerte triste (vi que se
le caía una lágrima fétida) si no lo consolaba con un beso sentido para luego
seguirlo desnudo a su saco.
No lo hice. Así, gracias a su recomendación especial, con una simple
excusa fui exiliado a este planeta malvado, podrido, despreciable, situado
entre Nada y Nadie, donde me hacía señas y me esperaba un destino peor que
la muerte.
La que se ve aquí, entre las botas del primer sargento, es la lágrima que
finalmente se le cae, estallando en el suelo, después de que le sugerí que se
hiciera follar y él respondió:
—Oh, SI, SI… ¡¡TE LO RUEGO…!! —Y le largué una puerta en la cara
antes de alejarme asqueado a muerte como pueden notarlo.

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Sí, ese sería yo, según el señor Burns. En realidad me considero muy
hermoso, aunque esto no explica por qué TODOS DEBEN ENAMORARSE
DE MI A PRIMERA VISTA. Mujeres, hombres, viejos y niños, en mi
presencia solo piensan en fornicar, y CONMIGO, ¡maldición! Mientras que
aún no he encontrado a alguien que me pida el mínimo sentimiento. Basta, ya
volveremos a hablar de esto. Cuando les muestre ese planetucho de dos por
cuatro, Strabismus, y entonces nos las veremos bien.

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El precioso Lortium

¡Un destino peor que la muerte! Pareciera una broma pero quisiera saber
cómo definiría usted la perspectiva de terminar en manos del carnicero
coronel Kylling, único representante humano (¿humano? ¡AHHH! ¡Qué lindo
juego de palabras!) en la solitaria base Terrestre situada en el planeta más
malvado de la Galaxia: Strabismus… Sí, porque era allí donde las torvas
maniobras de un primer sargento, cuyo celo me había negado a calmar, me
habían relegado. La reputación del coronel Kylling desde hacía decenios
había traspasado los límites de las Siete Nébulas, por eso conocía hasta
demasiado bien la amarga suerte hacia la que me encaminaba. Bajé la
escalerilla de la Execrable (la nave-transporte más execrada, como deja
entender su nombre, en todos los centros de reclutamiento del Universo), con
el mismo estado de ánimo de uno que abandona el más amoroso seno materno
para caer en la ferocidad de un Hades sin retorno.
Un solo ojo flamígero (el otro horrendamente hundido y exhibido a
propósito para aumentar el espanto y el disgusto en las víctimas del día), las
orejas mutiladas por no sé que rito masoquista, la nariz torcida en vueltas que
cualquier decencia impone ignorar, el coronel Kylling esperaba y me
clasificaba exhibiendo unas mandíbulas prognáticas como para suscitar la
envidia de cualquier Neandertal.
Cuando me ordenó que volviera a respirar (un poco antes me lo había
prohibido lo hiciera sin su permiso, y la pérdida de algunas células cerebrales
en cinco minutos de asfixia había bajado mi QI al menos siete puntos),
después de un breve interrogatorio entre satánico y asqueante, se volvió algo
más íntimo.
—¿Qué se dice de mí por tus lados, soldado?
—Nada bueno, señor —(La más desgarrante y deficiencial sinceridad es
mi segunda característica más notable).
—¡Rápido, quiero detalles!
—Se dice, señor, que usted es el más rufián, desleal, delicuencial
sanguinario hijo de puta que haya existido desde que se inventó el primer

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ejército. Nunca perdió una batalla y nunca volvió con un soldado vivo. Datos
específicos: santurronería, sadismo, masoquismo, especialista en genocidio
por tortura. Y, en cuanto al sexo… ¡¡OH CIELOS…!!
—¿Qué pasa, soldado Parrts? ¡Apúrese! Tengo prisa de…
—¡Déme la mano, coronel! ¡Será un honor y una alegría servir bajo usted!
No contaré en todos los detalles lo que siguió. Había descubierto algo que
antes consideraba imposible. Entre todos los hombres, mujeres, viejos, niños,
perros, caballos y aves que me pasaron cerca, el deletéreo coronel Kylling era
el único que no experimentaba la menor emoción en contacto con la radiación
psiónica, o un insólito poder que desde siempre me había condenado: ¡mi
irresistible sex-appel! Una verdadera bendición, torturado como estaba por el
continuo tener que defender mis Partes Intimas. Y mi jubiloso ofrecimiento
de asistencia y colaboración aún en sus prácticas más crueles (¡mejor una
sana flagelación o dejarse destripar un poco antes que estar continuamente
sujeto a los frenesíes del sexo!) lo alejó de mí como si fuera un apestado. ¡No
le daba satisfacciones! Mi beata condescendencia le quitaba todo gusto.
De esta manera llegó también para mí un ramalazo de quietud y paz. La
Base estaba completamente automatizada, así que había muy poco por lo que
esforzarse: pasaba los días inmerso en la lectura de mis libros preferidos, o
escuchando música, o ejercitando el físico en la dudosa atmósfera de
Strabismus, mientras que Kylling, en la cantina, pulía, afilaba y preparaba sus
instrumentos de tortura en espera de visitantes más en consonancia con su
temperamento. Pero, como todos sabemos, todo Paraíso siempre tuvo una
serpiente esperando detrás de la puerta…
Mi serpiente se llamaba Shlek. Profesor Shlek del Inspectorado
Planetario, Personal de Prioridad Uno, por lo tanto no era de esperar que
terminara en las zarpas de Kylling y me dejase en paz. Las víctimas que
Kylling se podía permitir sin perjuicios iban de Prioridad Seis para abajo. Era
monstruosamente sádico, pero no tonto. Ese mal día en el que saltó mi
serpiente, un transporte que se deslizaba silencioso por los bordes de la
atmósfera nos vomitó encima una gran cápsula de aterrizaje. De ella surgieron
avalanchas de equipos de aire equívoco seguidas por un hombrecito
anteojudo, seco y de mal aspecto.
Oculto por esa montaña de cajas y cajones, el profesor Shlek se explicó:
—Cuando se estableció esta base, el planeta había sido explorado de
manera bastante esquemática. Tengo un día de tiempo para Inspeccionarlo A
Conciencia. He traído todo lo necesario. Tengo prisa, pero siempre hay

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tiempo para… ¿¿¿Nos entendemos, soldado??? —Y rebuscó en su escondrijo.
Ya lo había sentido agitarse de manera sospechosa.
—¡¡BRUTO!! —Chillaba poco después cuando le aterré con un seco
directo. Le había visto aparecer enfundado en un sexy affaire de raso negro,
con una peluca escarlata en la cabeza calva y las falsas tetas al aire.
No quiero extenderme sobre los melancólicos detalles de carácter
personal. Una vez restablecido el orden (mientras tanto Kylling apretaba los
dientes en la sombra, la prudencia debía vencer su indomable sed de sangre),
ese descolorido científico, volviendo a sus trapos, se puso a trabajar sin
tardanza, no sin fulminarme cada tanto con ojeadas maliciosas.
Shlek había traído lo que necesitaba: pero fue fácil mantener las debidas
distancias mientras estaba absorbido en la maniobra de sus artefactos
automáticos, el más enorme de los cuales consistía en un satélite de
inspección ya listo para ser lanzado. Fue así como, en el espacio de pocas
horas, el artefacto maldito marcó el fin de mis días más dulces al traer a la
base, después de varias tentativas poco fructíferas, una muestra de «Lortium»,
y si no saben qué es, este diálogo les abrirá los ojos.
—El horror de siempre —dijo el profesor Shlek—. Hierro… tenemos de
sobra; oro, producto de descarte en todas las instalaciones de depuración
salina; azufre, cobre, uranio, plomo, Lortium y… ¡¡¡LORTIUM!!! ¡AAAH!
¡Me aumentarán el estipendio, finalmente! ¡Un gran yacimiento de
LORTIUM!

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—¿Y qué es ese Lortium? —Yo siempre con calma, o casi.
—¡Tropa ignorante! El elemento transplutónico más raro. El mejor para
las naves de guerra.
En una palabra, nos interesaba esa guerra, por eso el Lortium era precioso.
El profesor Shlek, en su excitación, había ido a la cita con su transporte
sin dignarme ni con un pellizcón. Pero ahora tenía otras cosas de las que
preocuparme. El último comunicado decía: «LLEGADA RRAGG EN VEINTE
HORAS».
—¿Quién diablos será este RRAGG? —pregunté en voz alta.
Estaba solo y nadie me contestó.
Valdría la pena que me esmerara en describir lo que sucedió después.
Pero, pensándolo, me faltan las fuerzas.
Entretanto vuelvan a mirar bien ese tipo verde que el pseudoamigo Jim
Burns cuidó mucho mejor de lo que trata de afearme a mí. De quién se trata si
no del hambriento, espantoso (para mí y para los slimianos —¿quiénes son?
— en otro momento se los digo), decía que era él, sí, ese imbécil instrumento
megalómano, capaz de hundir montañas, construir puentes y garitas y sobre
todo crear, depositar y encastar rieles e, incidentalmente, destruir ciudades, o

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sea, RRAGG sigla de Railroad and Ground Grader, Regulador de Ferrovías y
Terrenos.
Llegó pocos días después a bordo de esa chalana especial (tan grande,
como ven, que los dos personajes de abajo a la izquierda somos nosotros,
Kylling y su asistente) acompañado por un capitán Frig que, después de que
el coronel firmó el haberla recibido, nos dio una demostración de la canina
obediencia que ese cataclismo de hierro no se avergonzaba de exhibir frente a
ellos.
En pocas palabras, a todos les parecerá extraño, si no demencial, pero ese
engendro estaba en Strabismus para construir una ferrovía circumplanetaria
que llevaría no sé a quién o qué a los yacimientos del precioso Lortium.
—¿Habitado o deshabitado? —nos preguntó el domador de Apocalipsis,
capitán Frig, con su habitual laconismo. Se refería al planeta, hasta yo lo
había captado.
—¡Deshabitado! —Chirrió Kylling, por razones muy personales. Porque
ante asentamientos, ese verde horror bien amaestrado le habría comprometido
en el cumplimiento de sus idiotas deberes. «DESHABITADO» decía una
leyenda escrita bajo la palanca que Frig se apresuró a maniobrar. Y sin
pérdida de tiempo, RRAGG, después de un breve a la vez que convulsivo cara
a cara con su chaperon se lanzó con un rugido supersónico a lo largo de la
próxima pendiente, contra una montaña que le abrió sus vísceras como si
fuese un queso blando y, además, de las vírgenes profundidades de una nueva
galería que Dios sabe dónde desembocaría.

Dónde desembocaría RRAGG puede verificarse aquí arriba. Yo lo supe


tiempo después, y hasta demasiado bien, al sufrir las consecuencias de esa

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demencial carrera que dejaba a sus espaldas una perfecta vía férrea, estilo Era
Primordial, con sus galerías, sus puentes y sus señales y, pero esto por
casualidad (¿me creen?) un par de ciudades de los slimianos abiertas por el
medio, con contornos de reptiloides triturados. Esos seres no me son muy
simpáticos, pero no comparto los gustos del coronel Kylling y, en verdad, la
sangre verdosa me da náuseas. La próxima vez quisiera hablar de algo más
agradable… Siempre quedará tiempo para lo peor.

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Nuevos encuentros

Una perfecta réplica de la locomotora Union Pacific 4-8-8-4, como


articulación única, la más imponente alguna vez construida en la historia de
los antiguos ferrocarriles en este momento (a la derecha) es introducida en la
poderosa nave de guerra «Insufferable», U.S.E. recién aterrizada en el planeta
de mala reputación STRABISMUS.
¿Les parece poca cosa? Yo, vuestro afectísimo Private Parrts («Soldado
Parcial» o «Partes Intimas» como prefieran) me habría quedado sin aliento al
verla apoyarse delante de mí, si no hubiera tenido en reserva algo (de aliento)
después del encuentro insólito, único, traumático e irrepetible que un poco
antes me había regocijado. Bueno ahora lo recuperé (el aliento), que siempre
me falta cuando vuelvo a pensar en ese día fatal, y por eso puedo empezar a
contar con cierto orden.

—Dile que se vaya a hacer… —me ordenó el feroz coronel Kylling


cuando le anuncié que el almirante Soddy, de algún planeta alejado, insistía
en hablarle a través del eterofono. Me cuidé muy bien de obedecerle. Una

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hora después, la «Insufferable» entraba en nuestro cielo, si quieren llamarlo
así, con su carga extravagante, más una cohorte de oficiales y subordinados,
entre ellos un teniente que logró dar vuelta al curso de mi futura existencia.
Fue el audaz, fanático Soddy el que mandó a STRABISMUS el monstruo
rodador que estaba excavando y construyendo la más perfecta vía férrea entre
montes, valles, selvas, lagos y glaciares. RRAGG, autómata devastador, se
mantenía regularmente en contacto con nuestra base, describiendo sus
proezas, todas menos una. Pero no era su culpa si, a causa del trágico error
que lo había programado para un planeta DESHABITADO, un par de
ciudades habían sido diligentemente arrasadas por él, con una aturdida
siembra de algunos centenares de pacíficos habitantes «slimianos».
Por ahora nosotros no lo sabíamos. Al almirante Soddy le importaba un
cuerno el yacimiento de «Lortium» hacía poco descubierto en el extremo del
planeta. Alcanzarlo, para él, era solo una excusa para desahogar su infantil
como irrefrenable pasión por las antiguas ferrovías y sus grotescos trenes. Al
ser en otros aspectos hombre estimable y un famoso mercenario, este capricho
se le permitía sin encontrar una oposición importante.
Y ahora tenemos entre nosotros a la Union Pacific 4-8-8-4 impuesta y
dirigida por el astuto y voluntarioso almirante con el auxilio de la teniente
Fome, la primera persona en el mundo que en un instante fulgurante logró
despertar en mí los tan larga y justamente reprimidos impulsos sexuales.
La teniente Fome, en vez de caminar, rolaba. Enfundadas en el uniforme
transparente, las ebúrneas columnas de sus piernas inmaculadas a cada paso
imprimían una celestial rotación a esos globos gemelos que formaban su
trasero. Ojos, senos, labios, nariz exhibían la misma inimitable calidad. Nadie
podía resistir su fascinación. Yo tampoco, ¡a decir verdad!
Naturalmente tampoco ella podía resistir al mío. Por una vez, mi
maldición (un sex-appeal fuera de serie) se revelaba útil.
RRAGG, mientras tanto, con su canina devoción hacia el protector Soddy,
lanzaba por el éter mensajes dulzones que testimoniaban la perfecta
continuidad de su gigantesca, cretina obra de construcción.
¿Y nosotros? Después de una conmoción, pero no demasiado, despedidos
con el homicida Kylling (contento, había atrapado impune en la prisión a un
oficial mal visto por el almirante) sin pérdida de tiempo estábamos ahora
lanzados a una velocidad insólita para una locomotora normal. Esta,
naturalmente, estaba dotada de una moderna caldera atómica mimetizada.
Yo, por una especial concesión (también el almirante, es obvio, me había
mirado con ojos soñadores), hacía de fogonero. Él se había atribuido el papel

Página 18
de maquinista, mientras que la teniente Fome, que de ahora en más me
complaceré en llamar Styreen, nombre tan exótico como adorable, hacía de
conductor-ayuda-para-todos en los breves intervalos que se concedía entre un
púdico momento de intimidad y otro, conmigo, naturalmente, faltaba más.
La enceguecedora locomotora, enchapada en oro, para hacer mejor figura,
estaba seguida por el tender, por los vagones pullman, el coche restaurante, la
cocina, y los vagones de carga para provisiones, un vagón panorámico, etc.,
etc. Más completo que esto… Y aunque la idea me pareció muy tonta al
principio, en cierto momento del viaje, entre el furor del silbido que
anunciaba nuestro paso (¿a quién?), el trepidar sinfónico de las ruedas, el
chirriar de los resortes, los gritos de felicidad del almirante-maquinista,
también yo empecé a experimentar cierta excitación jocosa. Entre verdes
valles y bosques y tenebrosos túneles rimbombantes, bajo puentes sonoros, a
través de ríos y lagos, la 4-8-8-4 volaba con su carga feliz (más o menos).
Menos cuando surgiendo de la salida de una larga galería, el bólido de
acero y sus inconscientes ocupantes se encontraban pavoneándose justo en
medio de una ciudad semidestruida, con los habitantes supervivientes que
salían de las casas que habían quedado en pie, mientras que sacerdotes
rabiosos predicaban venganza en medio de los restos de los templos en ruinas.
El fanático Soddy, después de una breve duda, había ordenado continuar a
toda máquina, en vez de dar marcha atrás, como le murmuré que hiciera. Lo
que nos salvó fue, primero, la fragilidad de la ofensiva (flechas poco
puntiagudas contra metal y doble vidrio…) y sobre todo la evidente estupidez
de los lucertoloidos, que se habían olvidado totalmente de sabotear la vía.
Válvula abierta, velocidad embriagadora, poco después estábamos en los
suburbios: ni daños, ni víctimas.
—Hice lo mejor que pude, señor —me encontré mintiendo poco después
—, para impedir que RRAGG fuera programado para un planeta
DESHABITADO. Pero su supervisor, el coronel, ha insistido…
—¡Corte marcial para los tres! —rugió el almirante—. Mientras tanto
volvamos. Ya tengo bastante de ciudades, factorías y ganado despedazado.
—No te lo aconsejo, Soddino —le dijo al oído Styreen—. Del último
vagón los vi volverse malignos y arrojar bultos sobre las vías…
—No hay radio naturalmente, señor, para pedir auxilio —agregué yo
malévolo—. No la quiso a bordo para que todo fuese más «auténtico».
Las imprecaciones, las amenazas y los penosos ruegos del almirante lo
lograron finalmente. No teníamos más que continuar, maldiciendo al idiota
RRAGG y a las manías de su patrono. Este, para consolarse, después de

Página 19
haberse reconciliado con su aberrante máquina lejana, admirando la perfecta
réplica del Tower Bridge que había construido, no encontró nada mejor que
ordenar caviar, langosta y champán para la cena, dos pipas para él solo, un
kilo de hasch y el uniforme negro transparente para Styreen, no quise
imaginarme con qué intenciones, mientras apretaba los dientes.

—¡Eh, eh, así alejaremos nuestros problemas…! —decía el palurdo


inconsciente.
Acababa de pronunciar esta palabra problemas cuando un ruido sordo en
el techo, seguido inmediatamente de aullidos y gritos provenientes de los
otros vagones, me hizo correr a la ventanilla, mientras que el almirante se
refugiaba debajo de la mesa.
Pero será mejor que vuelva a pensar con calma el horror que siguió.
Dentro de unas páginas tal vez encuentre el valor suficiente para poderlo
contar.

Página 20
Ataque y contraataque

No es un honor que por costumbre suela tocarle a un soldado cualquiera


(¡Prívate Parrts, presente!) aunque sea graduado en exobiología, figurar varias
veces en un volumen de una Enciclopedia.
Obviamente, en el volumen dedicado en gran parte a la «guerra».
Considero que mi participación puede agregar a la «obra» un sobrio toque de
credibilidad, sobre todo en este episodio: mi testimonio no deja dudas sobre la
autenticidad de los hechos, convalidados por la discreta técnica del falso
amigo Jim Burns que, como ya ven, se complace en horripilantes primeros
planos (las cabalgaduras aladas de los slimianos) para dejarme apenas
distinguible en el fondo, y además ignominiosamente sucio y ¿saben por
quién? Se los diré.

Página 21
Los sordos jadeos sobre los techos y paredes de la gloriosa Union Pacific
4-8-8-4 y los aullidos de espanto que nos habían sacudido (a mí, al insensato
almirante Soddy y a la divina Styreen), estaban provocados por un ataque,
tanto imprevisto, como violento y despiadado. Los furibundos habitantes de
las ciudades semidestruidas por el cretino constructor de vías férreas
RRAGG, justamente lívido de hosca acritud (verde-podrido), nos caían
encima decididos a aplastarnos. En picada, las criaturas de aquelarre y por
ellos guiadas nos bombardeaban sin un minuto de tregua. Sus proyectiles, tan
insólitos como temibles, en breve redujeron el tren al estado en que por lo
general se presentan las estatuas de las plazas y jardines, habitual morada de
pájaros urbanos bien nutridos.
Sí, señores. Excrementos, pestilentes, semilíquidos, vomitivos
excrementos que explotaban con violencia inaudita desde los inmundos
orificios de esos íncubos aéreos. Además, todos pueden darse cuenta al
examinar con atención la «documentación iconográfica». Jim Burns, el
perverso miniaturista, es un reconocido especialista en cacas extraterrestres.
¿Los daños? Morales, sobre todo. Desaparecidos los agresores, un curso
de agua cercano se prestó a hacer casi presentables a los de la escolta, que
más habían sufrido las injurias de los rábidos defecadores. Incluido yo.
Sabíamos que podía ocurrimos algo aún peor, de ahora en adelante; pero con
la vía de regreso bloqueada, solo nos quedaba afrontar lo desconocido.
Mientras tanto, el almirante, por su iniciativa, no encontró nada mejor que
cambiar su traje (acolchado) de maquinista, por el espléndido uniforme
(superacolchado) que en casos de emergencia como este le devolvía todos los
privilegios de su rango. De esta manera tendremos modo de admirar, en el
intermedio, sus hombros raquíticos, los brazos huesudos y la redonda barriga
peluda que hubiera enloquecido a cualquier pervertido de Aldebaran IV.
Pero estábamos en el maldito STRABISMUS y nos dábamos cuenta.
Y así, seguimos por montes y/o valles, por bosques y ríos, un poco
estremecidos pero aún confiados en la impecable obra del troglodítico

Página 22
mecanismo llamado RRAGG que nos precedía extendiendo planetarias
apocalípticas vías férreas a una distancia de unos millares de kilómetros. (A
propósito, no presten atención al falso Puente de Londres que el desatento de
Jimmy pintó detrás del tren. No estaba allí, sino mucho antes. Nunca me
escucha cuando le cuento este megalómano leonardesco egocéntrico).
No me juzguen mal. No es verdad que esté contra todos. Más bien he
descubierto que soy comprensivo. Esa divina Styreen me ha hecho volver a
sentir la humanidad. A esta altura, para no adecuarme a la monotonía de
ciertos doctos «ensayos», en el sentido literal de la palabra, que figuran en
páginas muy cercanas a estas, decido escenificar la continuación.
Adentro: Sandwiches de langosta para nosotros privilegiados, afuera, una
llovizna y luego una granizada para hacer todo más agradable. En efecto, el
tren se limpiaba su costra maloliente.
Almirante Soddy: Esta es vida, ¿eh, fogonero? Comida simple, la llana y
fácil vía férrea, los viejos tiempos, ¿eh? Se terminaron las desgracias, ¿eh?
Prívate Parrts: Justo, almirante, descripción aguda, si queremos dar por
subentendido ese alto e infranqueable muro de piedra que acabo de ver
delante de nosotros, levantado a través de las vías y hormigueante de
aborígenes.
Columna sonora: Una orden histérica del almirante seguida por una
cacofonía compuesta de esta manera: rechinar de frenos bloqueados de golpe,
ruedas que se detienen al unísono patinando sobre las vías, aullidos,
exclamaciones y juramentos de todos los pasajeros caídos al suelo o tapados
por objetos voladores y/o sopa hirviente.
Rápida carrera hacia delante: La pared de bloques sólidamente
cementados se acerca. Distinguimos con detalle el grano. Tal vez se trate de
óptimo cuarzo. Sonido: crunch.
Prívate Parrts (voz sutil): Hemos roto el fanal, señor.
Almirante Soddy (voz sonora): ¡¡MARCHA ATRÁS!! ¡A TODA
MAQUINA!
Desde lo alto del muro volaban flechas puntiagudas y gruesas piedras. La
chapa de oro de la máquina terminó ligeramente averiada antes de que
lográramos volver a alcanzar la curva de la vía férrea que antes nos había
ocultado el obstáculo. Nadie nos había seguido en la precipitada retirada.
Estribillos incomprensibles y poco civilizados nos llegaban desde la cima
del baluarte. Retomando el aliento: una agitada confabulación.
—Se trata de lucertoloides bípedos con articulaciones humanoides y
normal dentición, señor.

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—Prívate Parrts, lo haré fusilar como espía. Ningún leal soldado simple
usaría su maldito vocabulario.
Explicaciones exhaustivas sobre el origen de mi erudición calmaron al
desconfiado almirante. Decidimos, entre una botella de champán francés y un
panecillo de caviar, usar el láser para construcciones, única arma seria con la
que estaba dotado el tren, para intentar demoler el obstáculo. Como resulta
evidente en la ilustración que incluimos, la acción tuvo discretos resultados.
Como era previsible, alcanzamos también a algunos de los resentidos
lucertoloides, a los que pronto aprenderíamos a llamar slimianos. El pedazo
de vía aplastado por esos vándalos fue reemplazado con raíles nuevos. El
interés con el que los muchachos de la escolta se dedicaron a este duro trabajo
nos arrancó alguna lágrima conmovida. Mientras que ellos, cual zombies
cocinados por el sol se arrastraban por aquí y por allá, sorbiendo su bebida
helada, recostado en una tumbona bajo una sombrilla, el paterno almirante los
gratificó con un agradecimiento oficioso, con la promesa de media cerveza
extra para esa noche.
Habían vuelto la calma y la confianza. Yo, a escondidas, achuchaba a
Styreen que amorosamente hacía lo mismo conmigo. Ay, ilusos. Como suele
decirse, lo peor llega siempre después.

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Una extraña alianza

Difícil, imposible, diría, darse cuenta de la persistencia, llamémosla de esa


manera, con todo respeto, imbécil obstinación, de la que un Alto Oficial de
cualquier ejército dispone para perseguir alegremente los fines más memos.
Esta declaración, por cierto tendenciosa, no puede referírsela con
seguridad a mi superior del momento, el célebre almirante Soddy el cual, al
querer conducir a cualquier precio una perfecta copia de un perfectísimo
convoy ferroviario de otros tiempos a través del más que imperfecto planeta
STRABISMUS, se presentaba más bien como un caso entusiasmante para un
informe psiquiátrico. Un caso de retraso mental, se entiende. ¿Y qué decir de
nosotros, sus seguidores? Yo, al menos, estoy en condiciones de exhibir una
excusa aceptable: la presencia de la fatal Styreen. En cuanto a ella, una
mezcla de irritante dulzura, sexo a la enésima potencia, espíritu de aventura y,
temo, una pizca de latente sadomasoquismo, ya no podría separarse de esta
mal elegida compañía, considerando que también yo formaba parte de ella y,
como todos saben, el que me rozaba no podía dejar de amarme hasta la
locura.
¡Imagínense si un par de pobres obstáculos podrían detener la
desenfrenada carrera del almirante! Otra vez volábamos a través de campos y
pueblos, laboriosos campesinos lagartoides saludaban entusiastas nuestro
paso agitando los puños y tirándonos puñados de fango maloliente. Enseguida
se nos aparecieron pequeñas ciudades, algunas intactas, otras como de
costumbre, despedazadas por los criminales engranajes de RRAGG. Arados
arrastrados por galopantes cocodrilos (o al menos eso parecían), pequeñas
multitudes provincianas reunidas para bendecirnos, un suburbio en total
orden.
—Todo esto, señor, me hace presagiar que muy pronto nos encontraremos
justo en la mitad de una consistente concentración urbana —le señalé a
Soddy.
—Llego hasta traducir «ciudad», Prívate Parrts. Y olfateando, por lo que
ya hemos tenido el privilegio de ver, esta vía férrea con seguridad se verá

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cortada en dos.
—Exacto, almirante. Debo reconocer que posee una notable dosis de
intuición, para alguien de su grado. Si tuviera la bondad de frenar este asunto
y dejar de enrollarme, estaría en condiciones de controlar lo acertado de sus
suposiciones, apenas doblemos la próxima curva.

Y así fue. Sugestiva, la ciudad se presentó en todo su despedazado


esplendor. Un esplendor slimiano, como es fácil advertir con echar una ojeada
distraída al admirable paisaje jimburniano de arriba. Esa pequeña cosita aguda
que a su vez brilla, bien colocada sobre los raíles con sólido soporte de masa,
quiere ser, más o menos, una cuña metálica de tales proporciones que de
haber proseguido nuestra desenvuelta carrera, nos hubiéramos encontrado
empalados hasta el tercer vagón. Y desde las torres elevadas, los enfurecidos
lagartoides no hubieran dejado de gratificarnos con una sentida bienvenida,
con el uso apropiado de rocas y calderas de aceite hirviente.
Pero por suerte (¡vaya uno a fiarse de esos frenos!) el tren logró detenerse
justo en la curva, desde donde podíamos darnos cuenta de la situación sin
vernos obligados a encomendar nuestras almas a quien fuera.
—¡Prívate Parrts! ¡Me has metido tú en este condenado zafarrancho! —
vociferaba Soddy—. Está decidido: serás fusilado.
—¡Cuánto bien saldrá de eso no me animo a predecir!, —le rebatí con
poética impudicia—. ¿Hay una exolinguista a bordo?
—Dios me salve, no me considero exento de defectos mentales, pero
había poco para elegir. El almirante alborotaba, gritando «¡GUERRA!
¡¡COMBATIREMOS!!» hasta que le pinté un cuadro de sus fibrosas
membranas apresadas por voraces zarpas saurianas amarillentas y
putrescentes, con lo que cambió de parecer y chilló que le enviaran la

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exolinguista, acompañada por una kilométrica bandera blanca con sus
iniciales bordadas en oro.
Sí, la exolinguista era Styreen, que salió orgullosa al encuentro
enarbolando la enseña de paz.
—¡Oh cielos! —Gorgojeó estupefacto—. ¡Un cuerpo exquisito y además
un cerebro!
Yo y ella, ella y yo, de las manos, nos aventuramos al encuentro de
nuestro incierto destino recorriendo, solos, las vías que se adentraban en la
ciudad. A decir verdad, nos daba trabajo no extendernos sobre la grava y
amarnos. Nos trastornaron los aullidos histéricos de Soddy que controlaba con
su rayo-espía: ¡¡USTEDES DOS NADA DE ORGIA!! Pureza, fraternidad,
moralidad, ¡esa es la imagen que debe presentarse a estos rechazantes
extraños! El resto fue bastante aburrido, digamos pura rutina. ¿En cuantos
mundos lejanos me había sucedido de experimentar el estacionamiento del
molde que debería haber llevado a la comprensión entre dos razas tan
diferentes? En ninguno. Me había bastado con la imaginación.
El prisionero de otra estirpe, uno de los temibles, ya que es horriblemente
pacífico, GORNISHTHILFENO, nos hizo de intérprete. (Se trata de una raza
tipo langosta, por eso los slimianos, afamados lagartoides con colmillos,
trataban de capturarlos en buen número). En verdad, al comienzo, se presentó
alguna dificultad. El crustáceo no parecía muy dispuesto.
—¿Cu vi audas min? —le había preguntado Styreen, gentil.
—¡Ekmortu, filino de hundino, forniku vin ankau! —respondió eso.
—¡Buenos días! ¿Cómo está? —tradujo mi amada dejándome alguna
duda sobre su perfecto conocimiento de las lenguas extranjeras.
Al final todo, o casi todo, empezó a funcionar. El entrecruzamiento de los
acontecimientos me impide entrar en detalles. Por eso me limito con algún
displacer (solo mis escapadas con Styreen merecerían un libro aparte) a
atenerme a lo esencial, antes de que se agote el irrisorio espacio que me
conceden, para permitirme presentar otra espléndida, única, insustituible
realización del artista del siglo, ese incomparable Jim Burns nunca bastante
alabado, a despecho de algún innoble detractor lívido de envidia[1].

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Una oferta de reparaciones, bebidas, vendas y esparadrapos para los
heridos, sobornos a las autoridades, dejó indiferentes a los lagartoides.
—Y sin embargo ¡algo deben querer para parlamentar de esta manera! —
(Styreen entretanto había aprendido al vuelo la lengua de los slimianos).
—¡Honorable Rey Kroakr! —Gorgojeó la bella a ese personaje que se
había dignado a presenciar los coloquios—. ¡Estamos aquí para extenderles
una mano amiga a usted y a sus amables súbditos!
Apreciación del Rey. Parece que los desastres provocados por RRAGG
habían favorecido la planificación en curso, con el nivelamiento de los barrios
más plebeyos. En todo caso, quería algo de nosotros. Invitado a bordo del tren
para un contacto directo con nuestro bien amado Jefe, preparé la cena a base
de langosta, alimento preferido de los slimianos. (El pobre gornishthilfeno,
cumplida su tarea de traductor, había sido hervido y digerido).
—¡Escasa pero sabrosa, almirante! —(Kroakr se refería a nuestros
crustáceos no sensitivos)—. Pero vayamos al tema. Vuestra máquina ha
devastado ciudades, triturado a unos doscientos o trescientos de mis súbditos,
empobrecido la campiña, en una palabra, puesto en crisis nuestro territorio
durante años. Pero no pensemos en eso. Por mí pueden continuar con vuestro
simpático chuf-chuf hasta el infierno, si lo desean. A cambio de esta pequeña
cortesía le pido otra, también sin importancia…
—Cualquier cosa, o Rey. ¡No tiene más que sugerirla!
—Bueno, ahora. Mañana salimos para la guerra. Un enemigo risible. Con
ustedes, con vuestras armas y las tropas de escolta los expulsaremos a todos.

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Conjurado el peligro de sofocación, debido a los pedazos de langosta que
se le atravesaron, Soddy pidió explicaciones.
—¿Contra quién? Naturalmente contra enemigo comestible. Los
gornishthilfenos, llovidos del cielo en navíos de fuego.
Llegó mi turno. Cuadrarme me iba bien. Un perfecto saludo militar y:
—Estoy en condiciones de dilucidarlo, señor. Los gornishthilfenos, una de
las primeras razas con las que los terrestres entramos en contacto en nuestro
programa de co-prosperidad. No colaboraron. Para salvarlos de la barbarie sus
planetas fueron desintegrados. También varias bases lejanas, pero no todas.
Esta en STRABISMUS puede ser una de las que pervivió. Obviamente, no en
vano, de acuerdo con los slimianos. Para conocer el calibre de sus fuerzas
sugiero un reconocimiento, antes de adherir a la generosa propuesta del Rey
Kroakr, señor. Superado el segundo sofocamiento (robarle sugerencias a un
almirante), Soddy se resignó a tener que estar de acuerdo. Y lo que sigue son,
en resumen, los acontecimientos del día siguiente:
Aparato de reconocimiento slimiano: ¡un BALÓN CON HÉLICE!
Propulsión: dos hileras de galeotes en las manivelas. Personal a bordo: Parrts,
historiador exobiólogo; el teniente Styreen Forme, intérprete; un mayor de la
P.M., revisor. (Vil maniobra de Soddy para impedirnos a nosotros dos
expresar libremente nuestras naturales emociones). Destino: un altiplano
fortificado, base de los gornishthiífenos, en medio de una jungla lujuriosa.
Inexpugnable como no fuera eventualmente por medio de nuestros potentes
láser, esto es lo que nos aseguró el lúgubre piloto lagartoide.
Oleadas de apreciables cohetes nos enviaron desde la fortaleza. Según mi
consejo la rodeamos. Pero más allá nos cayó encima un robot volador
cabalgado por su piloto crustáceo que logró perforar la membrana del balón
antes de ser abatido a su vez por el fusil de nuestro militaresco mayor.
Confusión a bordo. Los esfuerzos multiplicados de los aterrados esclavos
no lograron evitar que el prehistórico trasto descendiera en espiral hacia la
jungla de abajo, la que, poco después nos dimos cuenta, hormigueaba de
langostoides en regocijada espera.
Me parece el momento oportuno para interrumpir el resumen, porque así
se evitarán a la vez el aburrimiento enciclopédico que se interpone en esta
emocionante caída y la trastocadora tragedia que le sigue. Mientras tanto,
admiren en toda su genialidad este delicioso subrayado gráfico-burniano. Es
más verdadero que la realidad, se los aseguro.

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(También nosotros nos veremos pronto, ¿verdad, Jimmy Yummy Burny
Boy? Tengo en reserva un Old Glob-Slob Reserve de 1999, ¡todo para
nosotros!).

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Doble y triple juego

Al pensar en la paz y la serenidad en la que me podía regocijar cuando era


asistente del loco criminal homicida torturador coronel Kylling, aun hoy me
pregunto si la presencia de la fascinante Styreen fuera de verdad suficiente
para justificar mi compromiso en las disparatadas aventuras de pulp de cuarto
orden que constituían ahora la norma cotidiana durante el viaje improbable
del «Big Boy», el convoy Union Pacific 4-8-8-4 guiado por el infantil pero no
por esto menos autoritario y terco maquinista que, cuando le venía bien, se
acordaba de engalardonarse con el glorioso apelativo de almirante Soddy. ¿La
presencia de Styreen? Hasta cierto punto, después de la no demasiado
precipitada caída del balón slimiano en la jungla que circundaba el altiplano-
ciudadela de los gornishthilfenos (digamos al pasar además que esos
langostoides nos esperaban abajo, estremeciéndose de alegría, para darse un
festín) hasta cierto punto la circunstancia más conspicua fue, en cambio, su
AUSENCIA. La batalla arreciaba, entre las tupidas frondas y las compactas
matas espinosas; estertores, chillidos y disparos, nuestro mayor P.M., en su
centro, aullaba de placer, mientras yo, fingiendo combatir, nunca abandonaba
la dulce manita enguantada de mi amor.
—¡No temas! ¡Yo te protegeré! —Estaba diciendo cuando me di cuenta
de que el guante que apretaba con tanto ardor ya no contenía una mano.
¡Styreen había desaparecido en la nada! Con un gran lamento y un salto
pasé por encima del cuerpo exánime del mayor, al que acababa de abatir con
un seco golpe en la cabeza para que no osase detenerme en mi loca empresa,
y me lancé en la dirección de la que provenía el alboroto de varios cuerpos
quitinosos que se abrían camino en la espesura, subrayado por el grito
desesperado de una muchacha terrestre arrastrada por monstruos
extraterrestres hacia un hecho peor que la muerte. Luego, de improviso, el
silencio. Bueno, el acostumbrado silencio relativo de una jungla: gruñidos,
silbidos, respiraciones pesadas, plops-plops, etc., o sea: silencio. Sí, ¿por qué
la amada voz de mi Styreen callaba, como también el crash-crash de los
coriáceos cuerpos gornishthilfenianos? ¿Era demasiado tarde?

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Era demasiado tarde. La jungla terminaba en una franja de hierba que
circundaba la base rocosa del altiplano, sede de los enemigos. Nadie a la
vista. Tal vez pasé horas inspeccionando minuciosamente las paredes
recortadas, con la esperanza de descubrir el ingreso al túnel secreto por medio
del cual, no estaba seguro, los langostoides y su prisionera habían entrado en
la fortaleza. Nada. Volví al punto de partida y me dejé caer abatido sobre un
tronco, con la cabeza entre las manos, tratando de escapar del tétrico abismo
de la soledad (¡oh, amor mío, perdido para siempre!) que amenazaba con
tragarme.
Me sacudió un sordo crujido proveniente de la pared: ¡una puerta se
estaba abriendo allí donde antes solo había visto sólida roca! Igual que en los
films C. Era la oportunidad tan esperada. Habría reducido a polvo la primera
cabeza horrible extraterrestre que hubiera salido del orificio, para luego
lanzarme por el túnel secreto y liberar a mi amada.
Es así que por un pelo casi la destruyo. Gracias a mi pésima puntería
apenas logré dotarla de una nueva raya. Mientras que, angustiado por el casi
fatal error, le besaba apasionadamente la cabellera quemada, un monstruo
verdadero salió detrás de ella, por la abertura. Styreen me hizo saltar la pistola
con un golpe de karate, mientras estaba por volver a disparar.
—Basta, estúpido. Pon un poco de atención y mira la cadena que tengo en
mi manita: el otro extremo lo lleva al cuello este señor que logré capturar
gracias a mi fascinación y a mi astucia. ¿Está claro?
Poco después el prisionero gornishthilfeno volvió a correr el riesgo de
terminar atomizado, esta vez en manos del mayor P.M., que saltó de los setos
con un grupo de slimianos. Pero Styreen, a tiempo, le hizo notar las estrellas
que llevaba en sus coriáceas placas externas.
—Es un personaje importante, y MI prisionero. ¡Ay de quien lo toque! Lo
llevaremos al tren, lo torturaremos, nos revelará todos los secretos de la
fortaleza y ganaremos la guerra. Vamos.
Llevados en triunfo por los slimianos jubilosos, abandonamos ese lugar
siniestro.
El almirante Soddy, hundido en su poltrona preferida, aspiraba con gusto
uno de sus enormes cigarros rellenos de hash.
—Bueno, bueno, ¿qué hay de nuevo?
—¡De nuevo está el viejo doble juego, o triple, si lo prefiere, querido
Soddy!
El que se había expresado así en perfecto inglés era el gornishthilfeno
«prisionero» que con una sacudida se había liberado de las cadenas mientras

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que Styreen sacó una bien ubicada pistola del seno y le apuntó decidida.
—Abajo todas las cortinas y cierren la puerta con doble vuelta. ¡Que
ningún slimiano sepa lo que ocurre aquí dentro!
Adentro sucedían las cosas más imprevistas. Por ejemplo, confabulando
amablemente con Hummer (el comandante de las fuerzas gornishthilfenianas
de la fortaleza) descubrimos que los crustáceos no eran los agresores, sino
más bien los agredidos, que no buscaban otra cosa que irse por su cuenta lo
más lejos posible de los slimianos, los que en cambio los estrangulaban con
su asedio para meterles en la cacerola, golosos como eran por los crustáceos
hervidos.
—Y, querido almirante, cuando con su ayuda hayan logrado capturarnos y
deglutirnos, llegará su turno: masticarán cualquier cosa y son más desleales
que un escorpión verde. A menos que quiera tomar en consideración el pacto
que estoy por proponerle.
Con algunas tergiversaciones, pero al final casi persuadido, Soddy
terminó por escuchar al leal langostoide. Su propuesta, puedo asegurarlo,
comprendía un plan discretamente complicado. No lo referiré en detalle
porque también yo, en su momento, tuve dificultades para captar sus
sutilezas. Más o menos se trataba de hacer creer a los slimianos que asediaban
el altiplano que, construyendo en secreto una nueva línea a través de la jungla,
en el valle, el tren hundiría por sorpresa las defensas de los gornishthilfenos,
permitiendo a los lagartoides conquistar la fortaleza en un abrir y cerrar de
ojos y, al mismo tiempo, poniendo el tren y sus ocupantes en sus manos,
desde el momento que permanecería bloqueado en el altiplano. En cambio,
mientras tanto, los secuaces de Hummer habrían realizado OTRA derivación
secreta de la línea ferroviaria, la que, etc., etc. En suma, si la maniobra tenía
éxito, los langostoides lograrían romper el cerco, mientras que los slimianos
exasperados habrían seguido inútilmente el tren con sus más lentas
cabalgaduras reptiloides. Nosotros, al encontrarnos en cierto momento en la
línea principal, la construida por el diabólico cretino RRAGG, habríamos
podido proseguir el viaje dejando finalmente a nuestras espaldas toda
querella, desgracia, alianza y/o traición.
—¡Óptimo plan! —admitió el almirante, que no había entendido nada—.
¿Pero quién nos asegura que podamos confiarnos en usted?
—¡¡YO!! —interrumpí, volviendo a entrar en escena con la seguridad que
mi instrucción exobiológica me permitía exhibir—. Podemos fiarnos a ojos
cerrados del gornishthilfeno, señor, porque antes que nosotros, los terrestres,

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los ahogáramos casi por completo, la suya era la raza más culta, cortés,
civilizada y honesta que se haya visto.
—¡Es bueno saberlo! —dijo el almirante impresionado—. ¡¿Y nosotros
que papel tenemos?!
—Pésimo, señor. Como de costumbre. Le aconsejaría que actuara sin
perder tiempo en inútiles planteos y seguir al pie de la letra el genial plan del
comandante Hummer.

Así lo hicimos. El óptimo dibujo a doble página anterior muestra


ampliado en la pantalla del cohete-espía, en el tren, algunos expresivos
primeros planos de los seguidores slimianos, más verdes que de costumbre
por la rabia al ver que se le escapan de una sola vez varios tipos de bocados.
Mientras que la obra maestra de aquí arriba, de otra naturaleza, diré enseguida
que pretende representar. Mientras tanto, para terminar con el zafarrancho
armado por el ingenioso gornishthilfeno Hummer, puedo decir que el tren,
una vez hubo partido para su falso destino, entre las amplias sonrisas
hipócritas del almirante y del Rey Kroakr, comandante de las fuerzas
pseudoaliadas, cambió de vía lo menos cuatro veces, antes de encontrarse en
el recorrido justo, seguido por las hordas slimianas. De esta manera habíamos
logrado quebrar el asedio al altiplano, permitiendo a los supervivientes
valerosos langostoides ponerse a salvo. La Union Pacific 4-8-8-4 ahora
avanzaba en libertad a toda máquina. Una botella del mejor champán celebró
el final de esa extravagante aventura, mientras que alrededor de nosotros la
campiña con sus fábricas daba paso a llanuras verdes que a su vez se
transformaban gradualmente en una inmensa extensión árida: un verdadero
desierto animado solo por bajas dunas arenosas.

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—Territorio llano —comenté brillantemente—. Pero ahora, delante de
nosotros, hay una colina. Y en la colina un túnel en el que el tren, dentro de
poco…
Styreen alzó los ojos y lanzó un aullido lacerante.
—No… no es un túnel… es… es… —suspiró, antes de derrumbarse, sin
sentido, en mis brazos.
Qué era en realidad la «colina» con su «túnel» sabré explicarlo mejor
cuando hayan terminado de hacerse suposiciones, saboreando la escenita que
nos regala el buen Burns, con su justa dosis de horror y de sexo que desde
siempre ha hecho la fortuna de todo artista que quiera juntar dinero.

Mientras tanto el tren se detuvo justo a tiempo. Ya nos vemos.

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¡Señor, se cambia!

Bueno, aquí estamos otra vez. Me trataban de pesimista y mis presagios de


desventura me ganaban miradas torcidas aún de mi adorada Styreen. Pero
¡¿cómo puede uno ilusionarse con que las cosas anden derechas, en un planeta
desleal como STRABISMUS, después de las vicisitudes con los crustáceos
gornishthilfenos, sobre todo después de los innumerables daños que el aquí
dibujado autómata ferroviario RRAGG había desparramado en su camino?!
Por eso no me asombró la visión del arácnido ciclópeo estacionado
directamente en las vías, en medio del desierto que estábamos atravesando.
No era una colina, como podía parecerlo a cierta distancia, y el agujero negro,
confundido a primera vista por un cómodo túnel, ostentaba, considerado de
más cerca, patas como una casa. Piernas obscenamente peludas le formaban
corona. En mi calidad de experto exobiológico no me fue difícil describir al
irritadísimo almirante Soddy el origen de esa monstruosidad.
—Se la llama la Bestia de las Dunas, señor. En condiciones de atravesar el
espacio en forma de huevo, del que luego surge, una vez que se acerca a una
zona desértica. Su gruesa cáscara quitinosa es a prueba de láser y en cuanto a
la alimentación, tiene debilidad por el hierro.
—En este momento tiene debilidad por nuestras vías. ¡¡DETENLO!!
—No es simple. Se enfurece y escupe ácido venenoso hasta doscientos
metros. Solo una bomba atómica puede detenerlo.
—¡Perfecto! ¡Perfecto! Escondemos una bomba atómica en una caja de
hierro, se la arrojamos, la mastica, salta por el aire y ¡nosotros podemos
avanzar tranquilos!
—Un plan digno de la mejor inteligencia, señor. Solo que no tenemos
bombas atómicas.
—¡Aguafiestas! ¡Te haré fusilar, Prívate Parrts!
Por suerte, Styreen, que había vuelto en sí, se mostró más práctica. Por su
consejo, nuestros buenos muchachos, después de haber desmontado los rieles
a nuestras espaldas, las usaron para construir una vía provisoria que, dejando
de lado al monstruo, por el momento catatónico (estaba digiriendo el riel que

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se había tragado), volvía a unirse a la línea principal que aún estaba intacta
detrás de él. Se necesitaban algunos días, es evidente, pero el ejercicio físico
se demostró benéfico para esos valerosos. Florecieron músculos en los brazos
más fláccidos, las pieles más cadavéricas tomaron un sano tinte balneario.
Centímetro a centímetro, la áurea máquina Union Pacific 4-8-8-4 logró
finalmente superar el temible obstáculo y reemprender alegremente su torpe
viaje. Al atardecer nos detuvimos para celebrar la hazaña con un verdadero
banquete, regado por ríos de apreciado vino. Ahora viajábamos hacia el norte,
y la noche se hacía cada vez más fresca. Atravesando bosques de espléndidas
coníferas de más de cien metros de alto, el paisaje, majestuoso en su
virginidad, nos transmitía un sentido de paz que hubiera debido ponernos en
guardia. Pero qué íbamos a pensarlo. Así, todos alegres e inconscientes,
desembocamos en una llanura evidentemente cultivada.
—¡No! —gimió el almirante cambiando de color—. ¿No hemos tenido
bastante ya?
Todo el personal estaba alerta, con las armas listas. Las experiencias del
pasado no habían dejado indemnes nuestros nervios. En los campos había
criaturas muy similares a enormes topos, que sin embargo se inclinaban
obsequiosamente a nuestro paso.
—Probablemente para ellos es el gesto más indecente… —murmuraba el
morboso almirante.
Finalmente a la vuelta de una curva, se nos apareció lo inevitable. Los
rieles se hundían a través de las murallas de una ciudad (hundida
puntualmente por nuestra Némesis, ¡RRAGG!) para adentrarse en la
metrópoli, despedazada, como todas las otras. Soddy hundió la cabeza, para
no ver.
—Pero esta vez es diferente, señor, me apresuré a comunicarle.
—Han preparado un ingreso triunfal, sobre las vías. Y además hay una
gran estación, totalmente nueva, y banderas, y la banda. Una comisión de
bienvenida.
Y era justamente eso. El almirante, aún desconfiado, quería volverse atrás,
pero detenida en las vías había otra locomotora, un artículo de anticuario,
desvencijada pero aún bastante sólida, como obstáculo. Nos vimos obligados
a frenar y nos detuvimos, justo delante de la alfombra roja por la que
avanzaba, entre las aclamaciones de la multitud, una imponente figura topesca
soberbiamente preparada.
—¡Bienvenidos, oh poderosos ferroviarios, bienvenidos a Kroo! —
entonaba mientras tanto el personaje, en perfecto inglés, agitando sus cuatro

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brazos—. Nuestros buenos amigos, los gornishthilfenos, nos han exaltado
vuestras hazañas y nos han dicho todo sobre vosotros, antes de dejar para
siempre este planeta. Soy el rey Ratt y esta es mi mujer, la reina Sqwirrrrly.
¿Quieren concedernos el honor de unírsenos en un banquete suntuoso
preparado para esta fausta ocasión?
A pesar del desconfiado almirante, no nos quedaba más que aprovechar
una invitación de tanto vuelo. No diré que luego la satisfacción fuera
recompensada con tanta buena voluntad como con la que lo habíamos
aceptado: el festín era sobre todo a base de prolusiones, prolegómenos,
proyectos y queso rancio y monumentos de pan seco. No les faltaba, a estos
topos octópodos, ni dientes sólidos ni una desenfrenada elocuencia. Por
fortuna nos regalamos con el vino que corría en abundancia y con una buena
graduación.
Las libaciones no disminuían la locuacidad del rey Ratt que después de
habernos abrumado con sus ofrecimientos de amistad y gratitud por la
actualización técnica en vías férreas que les aportábamos (¡como el vuestro, el
de Kroo es un pueblo ferroviario dotado de un sólido espíritu comercial!)
finalmente se decidió a concluir:
—Ahora solo falta mejorar la calidad del material en viaje, pero también
este detalle está planeado, gracias a vuestra preciosa colaboración, ¡emérito
almirante Soddy!
—¿EH? ¿¿UUH?? —El almirante no comprendía. Pero yo sí. Y luego me
llaman profeta de las desgracias. En efecto:
—¿Pero cómo? ¡Está claro! —dijo el honesto rey Ratt—. Nos cambiamos
los trenes, ¿no? Usaremos el vuestro para aprender las técnicas modernas, y
vosotros aprovecharéis el nuestro que ya está probado. ¡Rápido, rápido,
cambiamos, señores! ¡En Kroo se cambia!
Inútil enojarse. Las agudas alabardas de la escolta de honor cambiaban de
ángulo y significado, mientras nos apresurábamos, más bien jadeábamos,
hacia nuestra amada Union Pacific 4-8-8-4 en una patética tentativa de volver
a apropiarnos de ella. Nada que hacer. Aparecieron multitudes de topos
musculosos que desarmaron a los nuestros bateándolos con la cola con sabios
movimientos de ka-ratt-y.
—¡TSK TSK! —Rey Ratt sacudía los bigotes, desaprobando—.
¡Tratemos de ser civilizados! La tasa prevista por una reciente ley para el paso
por Kroo es semejante al valor de vuestro tren. En signo de gran amistad les
regalamos el nuestro, mucho más ricamente provisto en combustibles y
víveres. ¿Qué más quieren?

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—¡Esto es un ultraje! —gritaba Soddy.
—¡Esto es un recibo! —le comunicó amable el rey Ratt, mostrándole un
impreso de aspecto oficial, mientras las alabardas de sus esbirros nos picaban
por detrás. Resignados, los secundamos.
El tren de los Kroo, el Mighty Mouse[2], aunque vetusto y claudicante,
aún lograba moverse. Andaba a leña, como es obvio. Dirigidos hacia el norte,
salimos de la estación, humillados y ofendidos, con el vapor que se filtraba
por cada tubo oxidado, el agua que goteaba por las innumerables grietas, las
decrépitas paredes de los vagones animadas por los más siniestros chirridos.
Genial, como de costumbre, logré tapar las junturas que perdían, usando los
víveres con los cuales rey Ratt nos había provisto generosamente: pan seco y
queso estropeado.

—Hace cada vez más frío —se lamentaba Styreen. Era verdad. También
el paisaje cambiaba rápidamente. Ahora estábamos en medio de la nieve que
remolineaba entre los troncos de un bosque boreal. Terminada la leña, nuestra
valerosa escolta se ocupó de volver a cargar el ténder trabajando de hacheros.
Apenas habían vuelto a subir, temblorosos y sin aliento, cuando todos nos
quedamos rígidos, cambiando miradas que traducían los más funestos
presagios. Al tétrico lamento de la ventisca se superponía otro rumor, mucho
más entristecedor.
—¿Qué… qué s-será aho-ahora…? —Tembló Styreen.
—Un ulular, más desgarrador y cruel, más maligno y horripilante de lo
que nunca haya oído en mi vida —le sugerí, líricamente.
—¿Qué horrenda, impensable criatura puede haberlo emitido…? —Ella se
estremeció. También yo me paralizo cuando vuelvo a pensarlo. Por eso me

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permito una pausa. Ya verán, ya verán.

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El sello

Lástima, mi almirante para la última vez… En un momento heroico, de


acuerdo, pero que resulta tan pequeño que mis notables requisitos físicos no
figuran para nada. ¡Ah, Jimmy, Jimmy! Debo subrayar, entre paréntesis, que
ese sinvergüenza ganó un vagón de dólares vendiendo a magnates extranjeros
casi todos los dibujos más hermosos que le habían encargado para ilustrar mi
relato. Confieso haber exagerado un poco el «suspense» al final del último
relato, inocente truquito para que se salten todas las aburridas páginas que
preceden a la mía. Una pequeña maldad para el editor que se niega a pagarme
los derechos. (Sostiene que lo arruino, porque me muestro poco serio…).
El hecho es que en el fondo el origen del sonido bestialmente salvaje que
me había superhelado la sangre no era gran cosa. Solo una manada de Lobos
Guerreros, altos como dos hombres altos, con ciertos fanales rojizos en el
lugar de los ojos y múltiples caninos babosos (baba corrosiva) en condiciones
de atravesar un sándwich de dos o tres personas juntas. Sin interrumpir su
ensemble de expresivos superaullidos, nos cayeron encima en un relámpago,
saliendo de las turbinosas tenebrosidades de la tormenta ártica.
El Mighty Mouse, el ex-tren que gentilmente nos impusieron los topos
ladrones de Kroo, estaba perdiendo la velocidad. Un suplemento de troncos
metidos con toda prisa en la caldera nos permitió recuperar un poco el ritmo,
con el provisorio resultado de distanciarnos de la manada, pero no antes que
abundantes trozos de vagones, y las palas con las que habíamos tratado de
mantener a raya las fieras que nos abordaban, terminaran bien masticadas en
esas fauces sin fondo.
—¿Qué sucederá cuando nos detengamos para reabastecernos de
combustible? —pregunté, brillante, solo para no desmentir mi fama de pájaro
de mal agüero.
—¡Cierra esa estúpida bocaza! —me retrucó Styreen.
Luego se negó a dirigirme la palabra hasta que no me arrojé a sus pies
desgranando abyectas excusas. Pero el almirante, después de haberme

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prometido el enésimo fusilamiento, lo volvió a pensar, y admitió que el
problema no era del todo desechable.
—Haremos esto —exclamó iluminado por un fogonazo de genio—.
Empezando por los grados inferiores, arrojaremos fuera un hombre cada vez
que debamos detenernos para reabastecer el ténder. Así, al estar ocupados,
esos famélicos por un momento no nos molestarán…
—¡Decisión despiadada e inhumana! —gritó la tierna Styreen—. ¿Por qué
en cambio no empezamos con el pan viejo y queso seco con los que el rey
Ratt nos ha dado abundante escolta?
—¡Excelente idea! —aprobó Soddy—. Total nosotros no los podemos
roer. De esta manera ahorraremos tropa para los próximos trabajos forzados,
antes de dársela a los lobos.
El plan funcionó. Ese día hubo mandíbulas dislocadas y garras
despedazadas entre los Lobos Guerreros. Pero después de un breve respiro
que nos permitió renovar la provisión de combustible, continuó la
persecución, a una distancia cada vez más cercana. Ya las vituallas estaban
agotadas y esas grises formas salvajes seguían galopando jadeantes a pocos
metros de nuestro convoy. Ahora atravesábamos una tundra desértica, ni un
árbol, nos vemos obligados a alimentar la caldera con los asientos del tren que
bufando y titubeando aún lograba, por algún impensable milagro, avanzar por
los rieles de RRAGG. Y ahora frente a nosotros, en la oscuridad nevosa que
aumentaba con la caída de la noche, se acercaba algo aún más oscuro.
—La entrada de un túnel —se alegró el almirante—. ¡Estamos salvados!
—No, señor, no lo estamos —lo contradije, como bravo Casandro—. Nos
seguirán allí dentro, y no habrá ni leña ni agua, y nos alcanzarán, y…
—Como sentí que me sacudían en el vacío (el almirante me sujetaba por
un hombro, Styreen por las piernas, decididos a lanzarme fuera, a los lobos),
me apresuré a cambiar de disco: —¡ALTO! ¡Tengo un plan! El túnel será
nuestra salvación.
El plan, fruto de la desesperación, consistía en lo siguiente: prender fuego
al último vagón y soltarlo a la entrada del túnel. De esa manera, esos
monstruos, bloqueados, no nos alcanzarán.
No necesitamos mucho para ejecutarlo, y funcionó. Mientras la boca del
túnel se incendiaba, nosotros en el resto del tren, huíamos, gozando con el
concierto de las bestias frustradas. Pero faltaban algunas cosas para vencer.
No pasó mucho antes de que nos viéramos obligados a incendiar un segundo
vagón, y luego un tercero, y así de seguido, hasta que solo quedaron el ténder
y la locomotora, colmados de pasajeros temblorosos.

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La leña aún no se había agotado cuando el almirante clavó
imprevistamente los frenos. Un débil coro de protesta y los golpes débiles de
la exhausta compañía que lo instaba a continuar lo obligaron a explicar el
trágico motivo de ese gesto aparentemente inconsulto.
—No se puede continuar. Los rieles terminan aquí.
Corrimos a comprobarlo por el gélido pavimento del túnel y nos dimos
cuenta de que era la pura verdad. Y la luz humeante de los fanales esculpida
en la pared de roca, resaltaba esta leyenda:

LO SIENTO. AGOTE LOS RIELES, PERO


FALTAN SOLO 5 KM PARA LA META
Y EL PASEO LES HARÁ BIEN.
PRESENTEN MIS RESPETOS A MI
QUERIDO AMIGO, ALMIRANTE SODDY.
RRAGG.

—Tu querido amigo tiene en mente un puestecito para ti en el cementerio


de chatarra —gruñó Soddy, apretando los dientes—. Apurémonos, estos
aullidos me son familiares.
La exhortación era superflua. Con cierta urgencia, el grupo ya estaba
dispersándose, todo, excepto yo.

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—Oh, Dios, ¿qué intenciones tienes? —chilló Styreen, otra vez encendida
de amorosa preocupación.
—Ve, ve con los otros, mi querida, le dije sereno, estatuario, en mi nuevo
papel de héroe salvador. —No temas, los alcanzaré enseguida.
Un primordial instinto de supervivencia venció sobre el amor eterno y,
convencida por mi tono decidido, la bella se apresuró a alcanzar a los otros.
Luego me contó que mientras avanzaban tropezando en la oscuridad, con el
aliento entrecortado, los había sacudido una poderosa explosión a sus
espaldas, seguida por un ruido de pasos veloces.
—Apúrense, lobos —murmuró mi adorado bien, apretando los ojos—. Si
este tiene que ser el final, que sea rápido… —Sufrió casi un infarto cuando se
sintió envuelta por mis brazos ardientes.
—Soy yo, tesoro. Sano y salvo —suspiré—. Los lobos están todos
muertos. Con un ingeniosísimo artefacto hice que la caldera de la locomotora
saltara por el aire en el momento preciso en que llegaba la manada.
—¡Oh, mi genio! —me murmuró, semidesvanecida por la emoción.
Nos separó Soddy, lívido de frío y celos.
—Todo esto es muy molesto. Movámonos, tengo los pies destrozados.
Nos movimos. El viaje ya estaba terminando. Nuestra meta nos esperaba,
envuelta en torbellinos de nieve, a la salida del túnel, un amplio Remolcador
espacial con su diligente tripulación y un valiente piloto, muy ansiosos por
nosotros. Hicimos a tiempo a refocilarnos antes que el almirante, volviendo a
asumir su aire de mando, se informase si estaba listo el lugar prefabricado
para el supuesto Minero.
—Ay, ay, sir, lista, lista, señor, y bien provista de todo lo necesario.
Y afuera, entre las nieves eternas, surgió en su espartana sencillez, en
espera de la pobre víctima inconsciente a la que se destinaría.
—No es problema. Private Parrts, adelántate. Tengo una importante,
delicada tarea para ti. Nosotros ahora volvemos a nuestros neuróticos
mundos, pero usted se quedará aquí para siempre, beatíficamente solo, para
vigilar el funcionamiento de los mineros automáticos. ¡AFORTUNADO!
—¡No! ¡Había prometido fusilarme!
—No existe promesa que no pueda romperse. Un poco de sadismo
gratuito no repugna. Me llevo conmigo a su novia, ¡¡¡ah, Ah, Ah!!!
Se necesitaron cinco robustos soldados para arrastrarme al prefabricado,
mientras que el almirante estrechaba a mi lacrimosa Styreen contra su vil
pecho. Solo el zumbido de la nave que partía logró superar mis gritos
desesperados. Era el fin.

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Peor que el fin, cuando me llegó un mensaje por radio desde el
remolcador que acababa de partir, anunciándome un suicidio a bordo. Era un
billete dirigido a mí, dejado en el espacio entre dos escotillas herméticas. La
exterior se había encontrado abierta. Eran unas pocas líneas de adiós: Styreen
me anunciaba que no podía sobrevivir sin mis brazos.
Y aquí estaba solo. El Ultimo Hombre del Mundo… oh, no moriría, no.
Mantendría viva la llama de su memoria, cumpliría con mi deber, una larva de
hombre que ahora alargaba la mano pesada hacia la botella y vaciaba la mitad
de un trago sin siquiera darse cuenta. Alguien golpeaba afuera.
—¡Ah! Lobos Guerreros… —murmuré fláccidamente—. O slimianos,
langostoides, topos… Aquí estoy… Ya se darán cuenta…
Abrí la puerta y la deliciosa forma de Styreen cayó en mis brazos.
—Robé un traje de retrocohetes, luego me lancé —me explicó entre un
beso y otro—. El mensaje era únicamente para que no me buscaran más.
¡Bajé justo aquí fuera! Un minuto para sacarme ese horrible vestido y lavarme
un poco, y ponerme algo de carmín… y estoy contigo. ¡Vine porque imaginé
que estabas preocupándote…! —Selló su relato con el enésimo, pero no
último, beso de fuego. Cerró la puerta con el pie…
Y bajemos el telón ahora, queridos curiosos. Algo de privacy nos la
merecemos, ¿no? No tengo tiempo, termino rápido, augurándoles de todo
corazón que para cada buen muchacho exista una Styreen Fome, y que para
cada querida muchacha haya un Private Parrts, o sea alguien justamente como
yo, que no es poco decir, créanme.

FIN

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Página 46
HARRY HARRISON (Stamford, 12 de marzo de 1925 - 15 de agosto de
2012). Escritor americano de origen irlandés, Harry Harrison es un conocido
autor de ciencia ficción. Publicó más de treinta novelas y ha sido traducido a
multitud de idiomas. Su ciencia ficción se caracteriza por un agudo sentido
del humor. Fue también un destacado impulsor del Esperanto, presidente
honorario de la Asociación Esperantista Irlandesa y miembro de otras
asociaciones similares de otras partes del mundo.
De entre su obra habría que destacar los libros de La rata de acero inoxidable
y Bill, el héroe galáctico. Harry Harrison fue nombrado Maestro de la Ciencia
Ficción por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción Americana.

Página 47
Notas

Página 48
[1] Parece ser que como consecuencia de este pusilánime cambio, Mr. Jim

Burns, Esq. retiró la querella. <<

Página 49
[2] Mighty Mouse = Ratón Poderoso …y un obvio juego de palabras con

Mikey Mouse. <<

Página 50

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