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Wallace Edgar - El Angel Del Terror PDF

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El ángel del terror, también conocido como el ángel destructor Jack

Glover de Rennet, Glover & Simpson no cree que su primo Meredith


haya matado a Bulford. El padre de Meredith era excéntrico y, a
menos que Meredith esté casada a la edad de treinta años, su
hermana hereda todo. Está muerta y Meredith, ahora en prisión,
tiene treinta años el próximo lunes. Mientras tanto, Lydia Beale está
luchando para pagar a los acreedores de su padre muerto. Cuando
Glover le ofrece dinero, se sorprende. Sin embargo, a pesar de las
extrañas condiciones asociadas, es una propuesta que no puede
permitirse ignorar.
Edgar Wallace

El ángel del terror


ePub r1.0
Titivillus 10.05.2020
CAPITULO PRIMERO

E l silencio de la sala, roto cuando el presidente del Jurado


pronunció el veredicto, aumentó cuando el juez, echando al
acusado una rápida mirada sobre los lentes, recogió sus papeles
con la precisión y el método que los viejos ponen en momentos tan
graves. Luego los ordenó, los blancos con los blancos y los azules
con los azules, y los colocó meticulosamente a la izquierda de la
mesa. Por último, cogió la pluma y escribió unas pocas palabras en
un impreso.
Hubo otra solemne pausa; hurgó en la mesa, de la que sacó un
pequeño pañuelo cuadrado de seda negra, y se lo puso
cuidadosamente sobre su peluca blanca. Finalmente, habló:
—Jaime Meredith: después de un proceso largo, concienzudo y
paciente ha sido declarado usted convicto de un crimen horrible y
salvaje. Estoy de acuerdo con el veredicto del Jurado. Tras escuchar
la declaración de esa dama infortunada con la cual estaba usted
comprometido, hemos llegado a la conclusión de que, instigado por
los celos, usted disparó contra Fernando Bulford. La declaración de
Miss Briggerland de que usted amenazó a ese pobre joven y de que,
preso de una ira violenta, la dejó después es indiscutible. Por trágica
coincidencia, Mr. Bulford estaba afuera, en la calle, ante la casa de
Miss Briggerland, cuando salió usted de allí. Y, loco de celos, le
disparó, causándole la muerte.
»Que usted sugiera, aconsejado sin duda por su defensor, que
fue aquella noche a casa de Miss Briggerland para acabar su
noviazgo y que la entrevista fue violenta y pródiga en insultos por
parte de ella, es insinuar que esta señorita ha emitido
deliberadamente un falso testimonio a fin de llevarle a la horca para
cobrar de esta manera la herencia que le corresponde como prima
de usted. Pero todo esto es una infamia de la que también le
acusamos. Nadie que haya visto a esta señorita en el estrado de los
testigos puede creer que esta mujer conturbada, de rostro tan
hermoso y angelical, sea capaz de perjurio semejante.
»¿Quién mató a Fernando Bulford? Fernando Bulford era un
hombre que no tenía un solo enemigo. La tragedia no tiene otra
explicación: usted lo asesinó empujado por sus celos brutales. Sólo
me resta ya sentenciar como la ley dicta. La recomendación de
indulto hecha por el Jurado será enviada a la autoridad
correspondiente…». Luego procedió a leer la sentencia de muerte,
que escuchó el acusado sin mover un músculo de la cara.
Así terminó el gran proceso del crimen de Berkeley Street; y,
cuando, pocos días después, se hizo saber que la sentencia de
muerte había sido conmutada por la de cadena perpetua, hubo
periódicos y gentes que insinuaron con malicia que Jaime Meredith
hubiera sido ahorcado irremisiblemente de haber sido un pobre
diablo en lugar del dueño de una fabulosa fortuna.
—Eso es —dijo Jack Glover entre dientes mientras salía del
Tribunal con el eminente consejero del rey que había defendido a su
amigo y cliente—. De modo que la señorita esa, gana…
Su compañero le miró de reojo y sonrió.
—Sinceramente, Glover, ¿usted cree que esa pobre chica puede
ser tan canalla como para mentir deliberadamente en contra del
hombre que quiere?
—¡Que quiere…! —repitió Jack Glover, despectivamente.
—Creo que piensa usted mal de ella —dijo el consejero—. A mí
me parece que Meredith es un lunático; me satisface que cuanto
nos dijo acerca de su entrevista con la muchacha fuese pura
fantasía. Me impresionó terriblemente ver a Jean Briggerland en el
estrado de los testigos. ¡Ella!… ¡Por amor de Dios…! ¡Si es
intachable!
Habían llegado a la salida de la Audiencia. En la esquina, el
lacayo de un automóvil estaba abriendo la puerta a una muchacha
vestida de negro. Glover y su amigo distinguieron un rostro pálido,
triste y de una belleza extraordinaria, que luego desapareció tras las
cortinas oscuras del coche.
El consejero lanzó un suspiro:
—¡Qué loco! ¡Debía estar loco Meredith! ¡Si alguna vez he visto
en un rostro de mujer la expresión de un alma pura es en el de esa
muchacha!
—Baje de la luna, Sir John —replicó brutalmente Jack Glover, y
el eminente abogado hizo un gesto de indignación.
Jack Glover tenía fama de decir las cosas claritas a sus amigos
aun cuando le llevasen veinte años y les debiera respeto y
consideración.
—La verdad, Glover, a veces es usted insufrible —replicó Sir
John.
Pero esta vez, Jack Glover tampoco hizo caso del eminente
abogado y se alejó de Old Bailey con las manos en los bolsillos y el
sombrero de copa echado hacia atrás.
Fue al encuentro del jefe de la firma Rennet, Glover & Simpson
(aunque desde hacía diez años no había Simpson alguno en la
sociedad), que ya se disponía a irse a su casa.
Mr. Rennet se sentó al ver a su joven socio.
—Me han dicho la noticia por teléfono —dijo—. Según Ellbery, no
harán caso de la apelación, pero yo creo que la recomendación de
indulto le salvará la vida. Además, esto es un crimen pasional y no
cuelgan a nadie por un homicidio de éstos. Me figuro que la
declaración de la muchacha fue totalmente falsa, ¿no?
—Pero parece un ángel bajado del cielo —dijo Jack, asintiendo
—. Ellbery hizo cuanto pudo para ablandarla, pero el juez, que es un
viejo loco, está medio enamorado de ella, y tuve que dejarle hablar
de la pureza angélica del alma de esa criatura inocentísima.
Mr. Rennet meneó su barba gris.
—Ha ganado ella —dijo.
El otro le contestó con un gruñido.
—Todavía no —dijo Glover con rudeza—. Aún no ha ganado, ni
ganará hasta que Jaime Meredith esté muerto, o…
—¿O qué…? —repitió su socio significativamente—. Ese «o…»
no sucederá, Jack. Meredith no conseguirá más. Yo ya arriesgué
bastante para ayudarle, pero de ahí no podemos pasar.
Jack Glover miró a su socio con asombro.
—Ah, ¿sí? No sabía yo que fueras amigo tan íntimo de Meredith.
Mr. Rennet se puso en pie y empezó a ponerse los guantes.
Parecía molesto por la situación.
—Su padre fue mi primer cliente —dijo, como disculpándose—.
Fue uno de mis mejores amigos. Se casó tarde y por eso fue
desgraciado. Casi debería decir que el viejo Meredith fue quien
fundó nuestro negocio. Tu padre, Simpson y yo estábamos en las
últimas cuando él nos confió sus negocios; y ésa fue nuestra gran
oportunidad y nuestra salvación. Tu padre —que en paz descanse—
nunca se cansaba de hablar de todo esto. Me figuro que él te lo
diría.
—Sí, en efecto —contestó Jack pensativamente—. ¿Y dices que
habéis ayudado mucho a Meredith hijo?
—Mucho —respondió brevemente el viejo Rennet.
Jack Glover se puso a silbar en tono lúgubre.
—Iré a verle mañana —dijo—. Por cierto, Rennet, ¿recuerdas
aquel tipo a quien dejaron salir de la cárcel para ingresar en una
clínica para someterse a una operación? Se habló de ello en el
Parlamento. ¿Es frecuente ese caso?
—Pueden autorizarlo. ¿Por qué?
—¿No crees que podríamos tener a Jaime Meredith en una
clínica so pretexto de una operación cualquiera, por ejemplo, de
apendicitis?
—¿Pero tiene apendicitis? —preguntó el otro sorprendido.
—Podría fingirla —dijo Jack calmosamente—. No hay en el
mundo una cosa más sencilla de fingir.
Rennet le miró frunciendo las espesas cejas.
—¿Es que estás pensando en el «o…»? —insinuó; y al ver que
Jack asentía, añadió—: Podríamos lograrlo… si no lo matan.
—Lo tendremos vivo —profetizó su socio—. Ahora, lo único que
nos falta es encontrar la muchacha que precisamos.

CAPITULO II
ydia Beale reunió los trozos de papel desparramados sobre la mesa,
hizo con ellos una pelota y los lanzó al fuego.

L Llamaron a la puerta; ella medio se volvió en la silla y vio la


sonrisa de la vigorosa asistenta, que traía una bandeja con
una gran taza de té y dos hermosos pedazos de pan con jamón.
—¿Terminó ya, Miss Beale? —preguntó la asistenta con
ansiedad.
—Por hoy, sí —dijo la muchacha; y se estiró a gusto en la silla.
Era una muchacha delgada y de estatura bastante más
aventajada que la maciza Mrs. Morgan. Los ojos de un violeta
oscuro, y su delicado y espiritual rostro, hablaban de su origen
céltico, y la gracia de sus movimientos, no menos que la perfección
de sus manos, que descansaban sobre un tablero de dibujo,
proclamaban elocuentemente su ascendencia aristocrática.
—Me gustaría verlo, si me lo permite, señorita —dijo Mrs.
Morgan limpiándose las manos con anticipación en su delantal.
Lydia abrió un cajón de la mesa y sacó una hoja grande de
dibujo. Había terminado ya su tarea y Mrs. Morgan carraspeó
apreciativamente. Era el dibujo de un hombre enmascarado que
apuntaba su pistola con aire siniestro.
—¡Es maravilloso, señorita! —dijo con entusiasmo la asistenta—.
¿Y usted cree que estas cosas pasan de verdad?
La muchacha se echó a reír y guardó el dibujo nuevamente.
—Pasan en las novelas que yo ilustro, Mrs. Morgan —dijo—. Los
verdaderos villanos de la vida andan por ahí vestidos de abogados.
De todas maneras da miedo mirar los dibujos que yo hago. ¿Sabe,
Mrs. Morgan, que, en cambio, a mí la contemplación del escaparate
de una modista me produce auténticos escalofríos?
Mrs. Morgan sonrió con simpatía, y Lydia cambió de
conversación.
—¿Ha venido alguien esta tarde? —preguntó.
—Sólo ese joven de Spadd Newton —replicó la vigorosa mujer
con un suspiro—. Le dije que estaba usted fuera, pero me replicó
que yo era una embustera.
La muchacha gruñó.
—Me figuro que nunca terminaré de pagar estas deudas —dijo
con desesperación—. Tengo en este cajón dibujos para empapelar
la casa entera, Mrs. Morgan.
Tres años antes, el padre de Lydia Beale había muerto y ella
perdió su mejor amigo y compañero que jamás tuvo. Sabía que su
padre tenía deudas, pero no que pudieran ser tan extensas. Uno de
los acreedores la fue a ver el día siguiente del entierro y le dijo que
el fallecimiento había tenido el acierto de cancelar automáticamente
cuantas deudas contrajo George Beale. Pero ella escribió a todos
los acreedores haciéndose responsable de las deudas de su padre,
que ascendían, según supo luego, a varios centenares de libras. Lo
que tenía de celta fue lo que le indujo a cargar con tan pesada
carga, pero nunca se arrepintió de aquella decisión.
Unos pocos acreedores, comprendiendo lo que le había pasado,
no la molestaron; pero, en cambio, hubo otros…
Lydia ganaba un buen sueldo como dibujante del Daily
Megaphone, pero hubiera necesitado ganar lo que un ministro para
hacer frente a las deudas paternas que mensualmente le
presentaban al cobro.
—¿Va usted a salir esta noche, señorita? —preguntó la
asistenta.
Lydia se levantó distrayendo sus propios pensamientos.
—Sí. Voy a hacer algunos figurines de los vestidos de la nueva
comedia de Curfew. Volveré a eso de las doce.
Mrs. Morgan estaba a medio camino de la habitación cuando se
volvió:
—Cualquier día de éstos saldrá de apuros, señorita, y entonces
verá qué bien. Apostaría mis ahorros a que se casará con un
hombre joven y rico.
Lydia se sentó en el borde de la mesa y rió.
—Perdería su dinero, Mrs. Morgan —contestó—. Los jóvenes
ricos sólo se casan con las muchachas pobres en esa clase de
novelas que ilustro. Si yo me caso, probablemente será con uno de
esos jóvenes pobres que a la vejez se vuelven inválidos, y tendré
que cuidarle encima. Y lo odiaré tanto que no podré ser feliz con él,
pero le compadeceré tanto que tampoco podré abandonarle.
Mrs. Morgan protestó con desagrado.
—Pero a veces ocurre que… —empezó a decir.
—Sí, sí; a veces ocurre; pero no a mí, que no creo en milagros
—dijo Lydia sonriendo—. Además, tampoco sé si quiero casarme.
Primero debo pagar todas esas facturas, y cuando las haya
cancelado, tendré el pelo blanco y andaré encorvada y reumática.
Lydia había terminado el té; y ya se empezaba a vestir para ir al
teatro, cuando Mrs. Morgan regresó.
—Señorita, se me olvidó decirla que estuvieron aquí un caballero
y una señorita.
—¿Un caballero y una señorita? ¿Quiénes eran?
—No lo sé, Miss Beale. Siguiendo sus instrucciones les dije que
no estaba en casa.
—¿Dejaron tarjeta?
—No, señorita. Sólo me preguntaron si vivía aquí Miss Beale y si
podían verla.
—¡Hum! —hizo Lydia frunciendo el ceño—. ¿Será que les debo
algo?
Desechó aquello de su mente y no volvió a pensarlo más hasta
que se detuvo, camino del teatro, para meterse en un teléfono y
preguntar al periódico cuántos diseños querían.
El subdirector se lo dijo.
—Por cierto —añadió—, estuvieron aquí esta tarde preguntando
por ti. He encontrado una nota en mi mesa cuando he venido esta
noche. Mucha gente anda ahora diciendo que quiere verte. Brand
les dijo que ibas esta noche al Erving Theatre y allí los verás
probablemente.
—Pero ¿quiénes eran? —preguntó preocupada Apenas tenía
amigos, ni viejos ni nuevos.
—No tengo ni la menor idea —fue la respuesta.
En el teatro no vio a nadie conocido, pero pensó que quien
pudiera tener interés en verla la buscaría en cualquiera de los
entreactos.
En la fila de butacas anterior a la suya, y un poco a la derecha,
había dos personas que la miraron curiosamente cuando ella entró.
Una era un hombre y otra una muchacha. El hombre, de unos
cincuenta años, era moreno y calvo, con un cuero cabelludo casi de
color cobrizo, aunque era un europeo evidentemente, a juzgar por
los ojos azules, que brillaban detrás de sus poderosas gafas, pero
de un azul tan suave que contrastaba con el color caoba de su bien
afeitado rostro.
La muchacha que estaba sentada a su lado era rubia, y, a juicio
de la artista que era Lydia, singularmente hermosa. Tenía un cabello
de fino color oro. Y natural; a Lydia no le cupo duda de ello. Sus
facciones eran correctas y suaves. La joven artista pensó que no
había visto en su vida un dibujo de boca tan perfecto. Había algo tan
fresco, tan fragantemente inocente en la expresión de aquella
muchacha, que el corazón de Lydia se sintió atraído hacia ella, y a
duras penas consiguió fijar la mirada en el escenario. La
desconocida también parecía sentir interés por ella, y dos veces la
sorprendió Lydia volviéndose para contemplarla. Lydia pensó quién
pudiera ser. Aquella muchacha iba elegantemente vestida y llevaba
alrededor del cuello una cadena de platino de la que pendía una
gruesa esmeralda.
Requería gran esfuerzo de concentración mantener la mente en
lo que ocurría en el escenario y entregarse también a su propio
trabajo. Con un libro en las rodillas Lydia tomó algunos apuntes de
los vestidos que parecían llamar más la atención del público, y se
olvidó de su vecina.
Al final de la representación salió al vestíbulo y se envolvió bien
envuelta en su capa porque la noche estaba fresca y soplaba un
viento frío que se filtraba a través de las cristaleras del vestíbulo.
Los espectadores privilegiados montaron en sus lujosos
automóviles, y luego empezó la procesión de taxis.
—¿Taxi, señorita?
Lydia negó con la cabeza. Un autobús la llevaría hasta Fleet
Street. Pero ya habían pasado dos llenos de viajeros, y empezaba a
desesperarse, cuando un taxi singularmente elegante paró ante ella.
—¿Es usted Miss Beale?
Lydia se detuvo sorprendida y adelantó un paso hacia el taxi.
—Sí, yo soy.
—Su director me envía a buscarla —dijo el taxista bruscamente.
El director del Megaphone era famoso por sus excentricidades.
Muchas veces había dicho cosas tremebundas de los dibujos de
Lydia. Algunas veces la había tenido hasta medianoche haciéndola
tomar apuntes de vestidos en un baile, pero jamás había sido tan
humano como para haberla enviado un taxi. Sin embargo, ella no
puso reparos al obsequio y subió al confortable coche.
Las ventanillas estaban veladas por el aguanieve que había
caído mientras estuvieron en el teatro. Vio algunas luces y pensó
que el taxi marchaba a buena velocidad. Frotó la ventanilla e intentó
ver algo, pero no pudo distinguir gran cosa. Luego probó a bajarla,
pero tampoco lo consiguió. De pronto se inclinó y llamó
furiosamente con los nudillos al cristal de separación para llamar la
atención del conductor. No había equivocación posible: estaban
cruzando un puente y no era necesario cruzar puente alguno para ir
a Fleet Street.
Si el conductor oyó la llamada, no hizo caso alguno. La velocidad
del auto aumentó. Ella volvió golpear de nuevo furiosamente en el
cristal. No tenía miedo, pero estaba enfadada. Luego,
repentinamente, sintió miedo al ver que iban camino de las afueras.
Encendió una cerilla y descubrió que las puertas habían sido
aseguradas.
No tenía paraguas (nunca lo llevaba para ir al teatro) y carecía
de otra arma aparte la estilográfica. Pero podía romper los cristales
con los tacones. Se recostó en el asiento, pero comprobó que no
era tan fácil como creyó. Dudó si hacer el intento, y luego el pánico
la abandonó para dar paso otra vez a la calma y la serenidad. No
era un rapto. Semejantes cosas no sucedían en el siglo veinte,
excepto en libros folletinescos. Frunció el ceño. Casi había dicho lo
mismo a alguien aquel día, a Mrs. Morgan, cuando insinuó la
posibilidad de un matrimonio romántico. Por supuesto, nada malo
sucedería. El conductor la había llamado por su nombre.
Probablemente el director quería verla en su casa y recordó que
vivía en las afueras del sur de Londres. Aquello lo explicaba todo.
Sin embargo, su instinto le decía que algo anormal había en todo
aquello y que se iba a enfrentar con algo desagradable.
Trató de desechar esta idea, pero era demasiado vívida,
demasiado poderosa.
De nuevo probó a abrir la puerta, y en ese momento un brillo se
filtró por la ventanilla trasera del auto. Se volvió y distinguió dos
poderosos faros que se aproximaban al taxi. Un auto les seguía,
pensó.
Estaban en una de las carreteras de los suburbios. Por encima
de los hombros del conductor vio los árboles de la carretera y una
larga tapia pintada de gris. Entonces el coche que les seguía se les
adelantó y vio cómo se alejaban las luces de los pilotos. Esperanza
pérdida. Pero antes que ella se percatara de lo que sucedía, el
automóvil aquel disminuyó la marcha y paró, bloqueando la
carretera. El taxi se vio obligado a detenerse. Lydia distinguió dos
figuras ante la luz de los faros del taxi y oyó que alguien hablaba
mientras le abrían la puerta.
—¿Quiere usted salir, Miss Beale? —dijo una voz agradable.
Temió que sus piernas no pudieran sostenerla.
La otra figura seguía de pie al lado del conductor. Llevaba un
largo impermeable, con el cuello subido hasta la nariz.
—Y usted puede marcharse y decir a sus jefes que Miss Beale
quedó en buenas manos —oyó Lydia que decía—. También puede
mandar encender un par de velas o así al santo de su devoción en
acción de gracias por conservarle en este momento la vida.
—No sé de qué me está usted hablando —respondió
malhumorado el taxista—. Yo llevaba a esta señorita a su oficina.
—¿Desde cuándo la redacción del Daily Megaphone está
situada en los suburbios de Londres? —preguntó el otro finamente.
Vio a la muchacha y se quitó el sombrero.
—Venga, Miss Beale —dijo—. Le prometo un viaje más
confortable, aun cuando no puedo garantizarle que el final sea
menos asombroso.

CAPITULO III

E l que había abierto la portezuela era un tipo macizo, bajo y de


mediana edad. Cogió gentilmente el brazo de la muchacha y la
condujo, sin vacilaciones, al otro coche, mientras le seguía su
compañero de impermeable. No hablaron una palabra y Lydia
estaba demasiado asombrada para hacer preguntas. Cuando
reemprendieron la marcha, el más joven de los desconocidos dijo:
—Bien, bien, Rennet. Ya te dije que esa gente es una serie de
brillantísimos superhombres.
—No comparto tu admiración hacia esos canallas —dijo el otro; y
el joven, que iba sentado de espaldas a la muchacha, se echó a reír.
—Pues deberás tenerles más en cuenta en adelante, mi querido
amigo. Personalmente soy un admirador suyo. Admito que me
dieron un susto cuando vi que Miss Beale no había llamado el taxi,
pero había sido tan cuidadosamente planeado, que tengo que
admirarlos.
—¿Qué quiere decir todo esto? —preguntó, extrañada, la
muchacha—. ¡Estoy hecha un lío! ¿Adónde vamos ahora? ¿A la
redacción?
—Temo que no irá esta noche a la redacción, señorita —dijo el
joven con calma—. Y el caso es que resulta casi imposible explicarle
por qué trataban de raptarla.
—¿Raptarme? —preguntó la muchacha incrédulamente—. ¿Dice
usted que aquel hombre quería raptarme?
—Sí; la llevaba fuera de Londres —contestó el otro sin perder la
calma—. Probablemente hubieran viajado toda la noche y la hubiera
dejado en algún lugar bien elegido. No creo que la hubieran hecho
daño alguno, porque ésos nunca se arriesgan inútilmente; pero lo
que querían era tenerla lejos durante la noche. Lo que no me explico
es cómo se enteraron de nuestros planes. ¿Te lo explicas tú,
Rennet?
—¿Que querían raptarme? —repitió la muchacha con asombro
—. Realmente, creo que se me debe una explicación. Quisiera que
me llevaran a la redacción, donde tengo mucho que hacer.
—Con un sueldo de seis libras y diez chelines a la semana y
unas pocas guineas de extra por sus ilustraciones —dijo el hombre
del impermeable— nunca pagará usted sus deudas. Créame. Miss
Beale. Ni aun cuando viviese usted cien años.
Lydia apenas pudo carraspear.
—Parecen ustedes muy enterados de mis asuntos particulares
—dijo cuando logró recuperar el aliento.
—Mucho más de lo que usted se imagina.
Ella supuso que el hombre sonreía en la oscuridad, pero su voz
era tan gentil y amable que no pudo ofenderse.
—Durante los últimos doce meses ha recibido usted treinta y
nueve citaciones judiciales, y el año pasado, veintisiete. Usted vive
con apenas treinta chelines a la semana, mientras los acreedores de
su padre se beben el resto de su sueldo.
—No tiene derecho a hablarme de eso —dijo ella molesta.
—Sí; no tengo derecho y soy un impertinente. Por cierto, mi
nombre es Glover, John Glover, de la razón social Rennet, Glover &
Simpson. El caballero que está sentado a su lado es Mr Charles
Rennet, mi socio. Aunque somos abogados asociados, depende
únicamente de usted que nuestra asociación perdure.
—¿De mí? —dijo la muchacha, de asombro en asombro—.
Bueno, no puedo decir que yo tenga mucha simpatía por los
abogados…
—Lo comprendo —murmuró Mr. Glover.
—Pero, desde luego, no tengo ningún interés en que se disuelva
su «razón social».
—Señorita, este caso es más serio de lo que usted se figura —
dijo Mr. Rennet, que iba sentado a su lado—. Estamos actuando de
un modo perfectamente ilegal. Vamos a revelarle a usted ciertos
datos de naturaleza privada que si denunciase usted a la Policía
causaría nuestra ruina profesional. Como verá, esta aventura es, de
momento, infinitamente más importante para nosotros que para
usted. ¡Ah, ya hemos llegado! —exclamó, atajando una pregunta de
la muchacha.
El auto torció hacia un camino estrecho y avanzó entre una doble
hilera de árboles hasta el porche de una casona.
Rennet la ayudó a bajar y la condujo hasta la puerta, que se
abrió casi en cuanto la alcanzaron.
—Déjeme que yo la lleve —dijo el más viejo de los abogados.
Abrió una de las puertas que daban al vestíbulo y ella se
encontró en un enorme salón, exquisitamente amueblado.
Para alivio suyo, una dama se levantó de un diván, y fue a su
encuentro.
—Le presento a mi mujer, Miss Beale —dijo Rennet—. Debo
decirla también que ésta es mi casa.
—Así que encontrasteis a la muchacha —dijo la señora, dándole
la bienvenida con una sonrisa. ¿Y qué piensa Miss Beale de vuestra
proposición?
El joven Glover entró en ese momento y, despojado de su largo
impermeable y de su sombrero, resultó un tipo de los que salen a
cientos de las Universidades. Era guapo también, pensó Lydia con
femenina inconsciencia, y había algo en sus ojos que inspiraba
confianza. Glover asintió con una sonrisa a Mrs. Rennet y luego se
volvió a la muchacha.
—Ahora, Miss Beale, no sé si yo debería explicarle todo, o saber
si prefieren hacerlo mis queridos amigos, ahorrándome así este
trago.
—Yo no, desde luego, —dijo apresuradamente el mayor—.
Querida —dijo a su mujer—, creo que debemos dejar a Jack Glover
que se lo cuente todo.
—¿Es que no lo sabe? —preguntó Mrs. Rennet sorprendida, y
Lydia se echó a reír, aunque estaba muy lejos de sentirse divertida
por todo aquello.
La posible pérdida de su empleo, la extravagante aventura de la
noche, y ahora aquel prolongado misterio, parecían combinarse
para sacarla de quicio.
Glover esperó a que su amigo cerrase la puerta; esperó un poco
mordiéndose los labios vuelto de espaldas al fuego de la chimenea
pensativamente.
—No sé cómo empezar, Miss Beale —dijo—. Al verla ahora, la
conciencia empieza a remorderme. Pero creo que será mejor
empezar desde el principio. Supongo que usted habrá oído hablar
del asesinato de Bulford.
La muchacha le miró asombrada.
—¿El asesinato de Bulford? —dijo Incrédulamente, y él asintió—.
Sí, desde luego; todo el mundo ha oído hablar de él.
—Entonces, esto nos evita explicarle todos los detalles,
afortunadamente —dijo Jack Glover con una mueca de alivio.
—Yo sólo sé —interrumpió la muchacha— que Mr. Bulford fue
asesinado por un cierto Mr. Meredith, que estaba celoso de él, y que
Mr. Meredith, cuando subió al estrado, declaró en contra de su
novia.
—Exacto —asintió Glover con un guiño de sus ojos—. En otras
palabras, que él refutó la idea de los celos, juró que ya había dicho a
Miss Briggerland que no podía casarse con ella y que ni siquiera
sabía que ese Bulford prestase la menor atención a su novia.
—Dijo eso para salvarse la vida —contestó Lydia tranquilamente
—. Miss Briggerland juró en el palco de los testigos que no ocurrió
jamás esa entrevista.
Glover asintió.
—Lo que usted no sabe, Miss Beale —dijo gravemente—, es que
Jean Briggerland es prima de Meredith y que, al menos que
sucedieran ciertas cosas, heredará la mayor parte de las seiscientas
mil libras esterlinas de la fortuna de Meredith. Meredith, dicho sea
de paso, es uno de mis mejores amigos; y el hecho de que ahora
esté condenado a cadena perpetua no impide que yo siga
teniéndole por mi mejor amigo. Yo estoy seguro, tan seguro como
usted está ahí sentada, de que no mató a Bulford. Pienso que todo
ha sido un plan para llevarle a la horca, o para encerrarlo. Mi socio
cree lo mismo. La verdad es que Meredith estaba comprometido con
esa muchacha; él descubrió ciertas cosas sobre ella y el padre de
ella, que le desengañaron por completo. Nunca estuvo enamorado
de ella, porque con todo lo guapa que es, fue ella quien le atrapó en
sus engañosas redes. Cuando él descubrió aquellas cosas poco
honrosas para ella y su padre, decidió romper el noviazgo y fue a
decírselo aquella noche.
La muchacha le oía con asombro.
—Pero no veo qué tenga que ver todo eso conmigo.
—Espere, espere —dijo Glover asintiendo—; quiero contarle una
parte de la historia que no ha sido hecha pública. El padre de
Meredith era un hombre excéntrico que propugnaba el casarse
joven, y es condición de su testamento que si Meredith no está
casado antes de cumplir los treinta, el dinero irá a parar a su
hermana, sus herederos y sucesores. Su hermana era Mrs.
Briggerland, ya fallecida. Sus herederos, por tanto, son su marido y
Jean Briggerland.
Hubo un silencio. La muchacha contempló pensativamente el
fuego.
—¿Cuántos años tiene ahora Mr. Meredith?
—Cumplirá treinta el lunes que viene —dijo Glover lentamente—.
Y es necesario que esté casado antes de esa fecha.
—¿En la cárcel? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—Si nos lo hubiesen permitido lo hubiéramos hecho, pero la
Secretaría del Interior ha denegado el permiso para ese matrimonio.
Opone diversas razones de orden político, y, desde su punto de
vista, tiene razón. Meredith tiene que cumplir una condena de
veintinueve años.
—Entonces, ¿cómo…? —empezó a decir Lydia.
—Déjeme contárselo de manera más o menos inteligible —dijo
Glover con aquella sonrisita suya—. Créame, Miss Beale, esto es
muy serio. Si por una casualidad pudiéramos traer a Jaime Meredith
a esta casa, ¿se casaría usted con él?
—¿Yo? —guturó Lydia—. ¿Casarme con un hombre a quien no
he visto nunca? ¿Con un… asesino?
—No es un asesino —dijo él gentilmente.
—¡Pero esto es absurdo, es imposible! —protestó ella—. ¿Por
qué he de ser yo…?
Él se quedó en silencio durante un momento.
—Cuando planeamos todo esto, estuvimos buscando alguien a
quien pudiera convenirle un matrimonio con tantas ventajas —dijo,
hablando lentamente—. Fue idea de Rennet buscar en los Juzgados
de Londres alguna muchacha con apremiante necesidad de dinero.
Era el mejor y más rápido de los procedimientos. En tales
condiciones encontramos cuatro, entre las cuales escogimos a
usted. Por favor, no me interrumpa —dijo, levantando la mano al ver
que iba a hablar—. Hicimos secretamente nuestras investigaciones
respecto a usted a causa de que los Briggerland se habían olido la
tostada. Sabemos que usted no tiene novio y que está sobrecargada
de deudas; sabemos también qué clase de amistades son las suyas
y que éstas no se harían cargo jamás de sus facturas. Lo que le
ofrecemos, Miss Beale, y créame que me siento avergonzado de
tener que hacerle semejante proposición, son cinco mil libras por
año para el resto de su vida y veinticinco mil libras en el acto, así
como la seguridad de que usted no será molestada en absoluto por
su marido desde el momento en que haya contraído matrimonio con
él.
Lydia oyó todo aquello como si se tratase de un sueño. No
parecía una cosa real. Estaba por creer que de un momento a otro
iría a despertarla Mrs. Morgan llevándole el té y las galletas en una
bandeja. Tales cosas, se decía a sí misma, no sucedían; pero ahí
estaba aquel joven, de espaldas al fuego de la chimenea,
explicándoselo todo en un tono naturalísimo y haciéndole una oferta
completamente novelesca.
—Me deja usted… sin habla —contestó al cabo de un rato—.
Todo esto es para pensarlo, y si Mr. Meredith está en la cárcel…
—Mr. Meredith no está en la cárcel —dijo Glover con calma—.
Lo mandaron hace dos días a una clínica para someterse a una
ligera operación. Se escapó anoche de la clínica y en este preciso
momento está aquí.
Ella apenas pudo abrir la boca, y él prosiguió:
—Los Briggerlands saben que se ha escapado y probablemente
piensan que está aquí, porque hemos tenido esta tarde la visita de
la Policía, que ha registrado el interior de la casa y los jardines.
Saben, por supuesto, que Mr. Rennet y yo somos sus legales
representantes, pero nosotros les esperábamos. Cómo escapó al
registro no es cosa de este momento. Y ahora, Miss Beale, ¿qué
dice usted?
—Pues me… —contestó desmayadamente—. Me parece que
estoy soñando y que me voy a pellizcar a ver si despierto. De todos
modos, no quiero despertarme, porque todo esto es
fascinadoramente imposible.
Él sonrió.
—¿Puedo ver a Mrs. Meredith?
—No, hasta mañana. Debo decirla que ya hemos hecho todos
los preparativos para su boda y que tenemos la licencia matrimonial
dispuesta. Que la boda será mañana a las ocho de la mañana —
porque las bodas en este país, por cierto, no son válidas antes de
las ocho o después de las tres— y que ya hemos avisado al clérigo.
Hubo un largo silencio.
Lydia se sentó en el borde de su butaca, los codos sobre las
rodillas y el rostro entre las manos.
Glover la miró seriamente, piadosamente, imaginándose a sí
mismo como parte en aquella escena grotesca. Luego, ella alzó la
vista.
—Acepto —dijo—. Pero está usted equivocado respecto a las
reclamaciones judiciales. Tuve veinticinco en dos años. De ahí que
esté tan aburrida y cansada de los abogados.
—Gracias —dijo Jack Glover cortésmente.

CAPITULO IV

S e pasó toda la noche, cavila que te cavila, en la pequeña


habitación que le dio Mrs. Rennet. No podía dormir, aunque
probó varias veces conseguirlo, y pasó la mayor parte de la noche
yendo de la ventana a la puerta pensando en la asombrosa
situación en que se encontraba.
Nunca había pensado seriamente en el matrimonio, y, claro, un
matrimonio en aquellas condiciones tenía que sobresaltarla no poco.
Porque se iba a celebrar poco después. Convertirse en la esposa
nominal de un hombre que debía permanecer en la cárcel treinta
años no la conturbaba, ni tampoco la aterraba, aunque aceptó con
ciertas reservas la declaración de Glover sobre la inocencia de
Meredith.
Pensaba qué diría Mrs. Morgan y qué explicación podría dar en
la redacción. No es que tuviera poca afición a su trabajo, pero no le
costaba trabajo alguno renunciar a él para entregarse de lleno al
arte. ¡Cinco mil libras al año! Podría vivir en Italia, estudiar con los
mejores maestros, tener coche propio…; ésas eran las posibilidades
ilimitadas que se le ofrecían. Pero ¿y los inconvenientes?
Se encogió de hombros y se respondió la pregunta por vigésima
vez. ¿Qué inconvenientes podrían surgir? ¿Qué desventajas? Que
no podría casarse; pero el caso era que tampoco sentía deseos de
contraer matrimonio con nadie en particular. Se dijo que era de esas
mujeres que se enamoran con dificultad, muy independiente, e
interesada por los hombres sólo en ciertos aspectos. «Dios me ha
destinado a solterona», solía decirse.
A las siete de la mañana —una mañana gris y fría, observó Lydia
a través de la ventana—. Mrs. Rennet entró en la habitación con una
taza de té.
—Temo que no haya dormido usted nada, querida —dijo,
echando un vistazo a la cama—. Esto es demasiado para usted,
¿verdad? —le puso la mano en el hombro y la acarició
amablemente—. Pero también lo es para nosotros —añadió con una
sonrisa—. Espero que salgamos con bien de todo esto.
La muchacha recordó lo que Glover le había dicho en el
automóvil.
—¿No le perjudicaría también a usted que las autoridades
descubriesen que ha participado en el plan de fuga? —preguntó.
—¿Fuga, querida? —preguntó Mrs. Rennet con el rostro
inmutable—. No he oído nada de fugas. Todo lo que sabemos es
que el pobre Mr. Meredith, anticipándose a lo que el Ministerio del
Interior nos iba a conceder, ha concertado su matrimonio en esta
casa. Cómo Mr. Meredith ha llegado hasta aquí, lo ignoramos —dijo
la diplomática señora, y Lydia se echó a reír sin poderlo remediar.
Pasó una hora larga en componerse para la ceremonia.
Cuando un reloj daba las ocho, llamaron otra vez a la puerta. Era
de nuevo Mrs. Rennet.
—Están esperando —dijo.
Su rostro estaba un poco más pálido y sus labios temblaban.
Lydia, sin embargo, estaba más tranquila, y precediendo a su
huéspeda, se dirigió hacia el salón, donde vio cuatro hombres:
Glover, Rennet, otro con un alzacuello clerical, que le hizo suponer
sería el sacerdote, y un cuarto, sobre el que concentró toda su
atención. Era un hombre de aspecto y figura cansados, abatido, y
holgado dentro de sus ropas. Lo primero que sintió Lydia fue
repulsión. Pero luego sintió pena. Jaime Meredith, si como suponía
era él, aparecía enfermo y deprimido. Al entrar ella se levantó para
aproximarse con paso rápido y tenderle una mano delgada.
—Miss Beale, ¿verdad? Lamento conocerla en circunstancias
semejantes. Me figuro que Glover le habrá explicado todo, ¿no es
así?
Ella asintió.
Los ojos profundos de Meredith tenían un don de magnetismo
que la fascinó.
—¿Se hace usted cargo de todo? Glover le habrá dicho por qué
celebramos el matrimonio aquí. Créame —dijo bajando un poco la
voz—, le agradezco profundamente que se haya prestado a esto.
Sin ningún otro preliminar se volvió al pastor, que estaba ante
ellos.
—Podemos empezar —dijo simplemente.
La ceremonia pareció tan irreal a la muchacha, que ni siquiera
advirtió que le deslizaban un anillo en el dedo. Se arrodilló para
recibir la solemne bendición, y luego se levantó lentamente para
mirar a su extraño marido.
—Creo que voy a desmayarme —dijo.
Fue Jack Glover quien la sostuvo y la llevó a un sofá. Ella volvió
en sí con la confusa idea de que alguien trataba de hipnotizarla y al
abrir los ojos se encontró con la expresión sombría de Jaime
Meredith.
—¿Se encuentra mejor? —le preguntó ansioso—. Creo que ha
pasado por un mal trance y que no ha dormido nada esta noche.
¿No es eso, Mrs Rennet?
Mrs. Rennet contestó con un movimiento de cabeza.
—Bueno, esta noche dormirá mejor que yo —dijo con una
sonrisa, y luego se volvió hacia Rennet con rostro grave—: Mr.
Rennet —dijo—, debo confesarle en presencia de estos testigos que
me he escapado de una clínica a la cual había sido enviado gracias
a la clemencia de la Secretaría de Estado. Cuando le dije que esta
mañana me habían dado permiso para venir a su casa para
casarme, no le estaba diciendo la verdad.
—Lamento oír esto —dijo Rennet cortésmente—. Y, por
supuesto, es mi deber entregarle a usted a la Policía, Mr. Meredith.
Todo aquello formaba parte del juego. La muchacha estuvo
observando aquella escena, que había sido cuidadosamente
ensayada, a fin de absolver a Rennet y a su socio de complicidad en
la fuga.
Apenas Rennet dijo una o dos palabras más, cuando se oyó un
ruido en la puerta y Jack Glover se apresuró al hall para abrirla.
Pero no era un policía como esperaba, sino una muchacha envuelta
en un abrigo de sport que le tapaba los ojos. Empujó a un lado a
Jack Glover, atravesó el hall y entró en el salón.
Lydia, que estaba al lado de Mrs. Rennet, vio entrar a la visitante,
y así que ésta se desabrochó el abrigo, la reconoció de golpe. ¡Era
la hermosa muchacha que estaba delante de ella en el teatro la
noche anterior!
—¿Qué viene usted buscando? —preguntó Glover con voz
blanda y amable.
—Vengo a buscar a Meredith —dijo la muchacha secamente, y
Glover carraspeó.
—Usted ha ido detrás de Meredith durante mucho tiempo, Miss
Briggerland —replicó—. Pero ha llegado un poco tarde.
Los ojos de la muchacha se clavaron en el párroco.
—¿Un poco tarde?, ¿eh? Entonces, ¿se ha casado?
Se mordió los labios rojos, miró luego a Lydia, y sus ojos azules
fulgieron sin expresión.
Meredith había desaparecido. Lydia le buscó, pero no estaba.
Pensó que habría salido a entregarse a la Policía, y aún lo creía así
cuando sonó un disparo.
Procedía de la parte exterior de la casa, y, al oírlo, Glover corrió
hacia la puerta, cruzó el hall y voló al jardín. Aún seguía nevando y
no había señal de ser humano alguno. Corrió hacia un sendero que
se extendía paralelo a la casa, que se torcía por una esquina y se
metía en un emparrado. Allí no había caído la nieve y siguió el
sendero del jardín, que daba a una pequeña caseta. Al llegar ante
ella, se detuvo.
Había un hombre tendido en el suelo con el brazo extendido, la
cabeza en medio de un charco de sangre y su mano asida a un
revólver.
Jack lanzó una exclamación de horror y corrió al lado de aquel
hombre tendido.
Era Jaime Meredith.
Estaba muerto.

CAPITULO V

J ack Glover oyó ruido de pisadas procedentes del sendero y se


volvió para divisar a un detective que se hallaba ante él. Jack
volvió a contemplar el cuerpo tendido mientras el otro preguntaba:
—¿Quién es este hombre?
—Jaime Meredith —dijo Jack simplemente.
—¿Muerto? —preguntó asombrado el oficial—. ¡Se ha suicidado!
Jack no replicó y observó al inspector mientras hacía un rápido
reconocimiento del cadáver. Una bala había entrado justo debajo de
la sien izquierda y había una marca de pólvora en la cara.
—Un asunto desagradable, Mr. Glover —dijo el policía
gravemente. ¿Puede decirme qué hacía aquí este hombre?
—Vino a casarse —dijo Jack—. Comprendo que esto le asombre
a usted, pero es la verdad. No hace diez minutos que se ha casado.
Si viene usted conmigo le explicaremos su presencia aquí.
El detective dudó; pero en ese momento entraron en escena
otros compañeros suyos y Jack le mostró el camino hacia la puerta
trasera, que daba al estudio de Rennet.
El abogado les esperaba allí, y estaba solo.
—Si no me equivoco, usted es el inspector Colhead, de Scotland
Yard —dijo Glover.
—Ese es mi nombre —asintió el oficial—. Entre nosotros, Mr.
Glover, ¿está seguro de que todo lo que usted dijo podrá repetirlo
públicamente?
Jack observó el significado de advertencia que había en la
sonrisa del oficial y se dispuso a contarle la historia del casamiento.
—Sólo podré decirle —contestó, anticipándose a las preguntas
de una investigación ulterior— que Mr. Meredith vino a esta casa a
las ocho menos cuarto de esta mañana y se entregó a mi socio. A
las ocho en punto, como usted podrá comprobar, Mr. Rennet
telefoneó a Scotland Yard para decir que Mr. Meredith estaba aquí.
Durante el período de espera, se casó.
—¿Y daba la casualidad que había aquí un cura? —preguntó el
oficial sarcásticamente.
—Dio esa casualidad, porque yo me las arreglé para que
estuviera aquí. Yo sabía que si había alguna humana posibilidad,
Mr. Meredith vendría aquí, a esta casa, y que su deseo era casarse
por razones que mi socio podrá explicar.
—¿Le ayudaron ustedes a fugarse? Esto es lo que tendré que
averiguar —sonrió el policía.
Jack meneó la cabeza.
—Puedo contestarle con absoluta verdad que en ese sentido yo
no le he ayudado más de lo que le ayudó la Secretaría del Interior al
autorizarle la salida para ir a una clínica.
Poco después, el detective se fue y Jack y su socio quedaron a
solas.
—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó con voz apagada
Rennet.
—Está muerto —dijo Jack con calma.
—¿Suicidio?
Jack le miró con extrañeza.
—¿Se suicidó Bulford?
—¿Dónde está el ángel?
—La dejé en el salón con Mrs. Rennet y Miss Beale.
—Mrs. Meredith —corrigió Jack.
—Esto complica el asunto —dijo Rennet—, pero creo que
podremos salir del apuro, aunque la cosa se ha puesto bastante
negra.
Encontraron a las tres mujeres en el salón. Lydia, muy pálida, se
acercó a ellos.
—¿Qué pasó? —preguntó, y por sus caras lo adivinó—. ¿Está
muerto?
Jack asintió. Pero durante todo el tiempo sus ojos estuvieron fijos
en la otra muchacha. Sus hermosos labios estaban ligeramente
entreabiertos. Y había una expresión de dolor y tristeza en sus ojos.
—¿Se ha suicidado? —preguntó en voz baja.
Jack la miró fríamente.
—De lo único que estoy seguro es de que no le disparó usted
misma, Miss Briggerland —dijo. Lydia notó la crueldad de su voz.
—¿Cómo se atreve usted a insinuaciones como ésa? —llameó
Jean Briggerland.
Y la sangre que inmediatamente afluyó a sus mejillas fue la única
emoción visible que la traicionó.
—Me atrevo a decir bastante más —añadió Jack—. Usted me
pregunta si es un caso de suicidio y yo le contesto que no, que se
trata de un claro asesinato. Hemos encontrado a Jaime Meredith
muerto, con un revólver en la mano derecha; pero el tiro se lo
dispararon en la sien izquierda. Explíqueme usted ahora cómo
puede nadie pegarse un tiro en la sien opuesta cogiendo una pistola
normalmente. Si consigue aclarármelo y yo la entiendo, aceptaré
entonces su teoría del suicidio.
Hubo un silencio mortal.
—Además —prosiguió Jack—, el pobre Jaime no tenía pistola.
Jean Briggerland había cerrado ojos y labios Luego abrió los ojos
para replicar:
—Lo que a usted le ocurre, Mr. Glover, es que me odia con toda
el alma —su voz sonó con tristeza y sequedad—. Yo quería a Jaime
Meredith y él me quería a mí.
—Sí; la quería tanto, que se ha casado con otra —dijo Jack
Glover.
Lydia se estremeció.
—Mr. Glover —dijo Lydia en tono de reproche—, ¿creen ustedes
que está bien decir estas cosas cuando el pobre Mr. Meredith está
muerto y tendido en el suelo?
Glover se volvió hacia ella y vio en los ojos de la muchacha un
brillo y una dureza que no había visto hasta entonces.
—Miss Briggerland nos ha dicho que la odio con toda mi alma y
no ha dicho más que la verdad. La odio más de lo que usted pueda
figurarse…, Mrs. Meredith —y recalcó estas palabras—. Y si un día
las circunstancias me lo permiten…
—¿Las circunstancias?… —dijo en voz baja Jean Briggerland—.
No le comprendo.
Jack Glover se echó a reír, y no porque le hubiera hecho gracia.
—Ya me comprenderá —dijo secamente—. Igual que un día
comprendió su amado, el pobre Jaime…; bueno, de sobra sabe
usted a qué me refiero. Trato de ser cortés con usted, Miss
Briggerland, y no quiero insistir más en que ha llegado demasiado
tarde a esta boda… ¿Quiere que le diga por qué ha llegado
demasiado tarde? —sus ojos reían de nuevo—. Pues porque acordé
con el vicario de la iglesia de San Pedro que estuviese aquí a las
nueve en punto de esta mañana, sabiendo que usted y su pequeño
ejército de espías podrían descubrir la hora de la boda y tendrían
buen cuidado de llegar antes. Pero entre tanto, envié a buscar en
secreto a un viejo amigo mío de Oxford para tenerlo aquí a las ocho
en punto, cosa bien fácil, porque pasó en esta casa la noche entera.
Se la quedó mirando con visible ira; Lydia pensó que
seguramente era justificada.
—Yo no tenía interés alguno en interrumpir la boda —dijo la
muchacha en voz baja y suave—. Si Jaime prefería casarse de este
modo con cualquier desconocida, yo debía respetar su gusto —se
volvio hacia la muchacha y le tendió su mano—: Lamento
muchísimo esta tragedia, Mrs. Meredith. ¿Puedo desearle más
suerte en adelante?
Lydia se conmovió ante este rasgo cordial y apenas pudo
estrechar cálidamente la mano que le tendían.
—Yo también lo lamento —dijo un poco insegura—. Por usted
más que… por nadie.
La muchacha bajó los ojos y salió sin añadir una palabra.
Poco antes del mediodía el auto de Rennet dejó a Lydia Meredith
ante la puerta de su casa.
Encontró a Mrs. Morgan en un gran estado de ansiedad, y la
fornida mujer estuvo a punto de llorar al verla.
—¡Oh señorita, no tiene idea del susto que me he llevado! Han
venido del periódico a preguntar por usted. Yo creía que había ido
usted a recoger algún encargo; pero el Daily Megaphone telefoneó a
todos los hospitales…
—He estado fuera —dijo Lydia—. He tenido el cuello bajo las
ruedas de docenas de automóviles y mi alma ha sufrido un centenar
de choques.
Mrs. Morgan la miró con asombro. No tenía sentido alguno de la
metáfora.
—No se preocupe, Mrs. Morgan —rió la muchacha mientras
subía las escaleras—. Lo único que me ha pasado es una cosa
extraordinaria. Por cierto, ahora resulta que me llamo Mrs. Meredith
Mrs. Morgan se desplomó sobre una silla.
—¿Meredith, señorita? —dijo incrédulamente—. ¿Cómo se va
usted a llamar semejante cosa, si yo sé perfectamente que su
padre…?
—Es que me he casado; eso es todo —contestó sonriendo Lydia
—. Me dijo usted ayer que debería casarme a lo romántico, pero ni
con toda su calenturienta imaginación podía usted suponer que me
casara de modo tan repentino y extraño. Me voy a la cama —se
detuvo en el rellano y miró a la pasmada mujer—. Si alguien
pregunta por mí, dígale que no estoy en casa. Al Megaphone puede
telefonearles y decirles que he regresado tarde que me he ido a la
cama, y que mañana iré a dar les explicaciones.
—Pero, señorita —dijo la extrañada mujer—, ¿y su marido?
—¿Mi marido? Mi marido está muerto —contestó la muchacha
tranquilamente; comprendió que hacía mal hablando así, pero en
modo alguno pudo decirlo con acento de tristeza—. Y si viene el
abogado ese dígale, por favor, que pronto podré pagar. Tendré
veinticinco mil libras mañana.
Y con esta asombrosa declaración final se metió en su cuarto
dejando a la asistenta como quien ve visiones.

CAPITULO VI

L a Policía pasó toda la mañana estudiando y observando la


casa y el jardín de la residencia de Rennet; ni siquiera Rennet
y Jack fueron invitados a presenciar las investigaciones.
Antes de comer, el inspector Colhead entró en el estudio.
—Hemos inspeccionado bien su casa, Mr. Rennet —dijo—, y
creo que ya sabemos dónde se ocultó Meredith anoche.
—Ah, ¿sí? —dijo Rennet.
—En esa caseta que tiene usted en el jardín y en la que me
figuro guardaban trastos. Ahora no hay trasto alguno y uno de mis
hombres descubrió que allí puede ocultarse perfectamente un
hombre.
Mr. Rennet asintió.
—Creo que alguien, el antiguo propietario quizá, la utilizó como
bodega —dijo fríamente—. Como usted sabe, nosotros no tenemos
bodega. Como no bebemos vino, nunca he tenido necesidad de ella.
—Pues allí fue donde se escondió. Encontramos una manta y
una almohada. Como usted dice, es evidente que se utilizó como
bodega, porque tiene una rendija que da al jardín. Nunca
hubiéramos encontrado la entrada, oculta por el ramaje, pero uno de
mis hombres se dio cuenta de que allí pisaba en falso.
Los dos abogados no dijeron nada.
—Otra cosa —siguió diciendo el detective en voz baja—. Me
inclino a creer que Meredith no se suicidó. Encontramos huellas de
pisadas muy recientes en la parte trasera de la casa.
—¿De zapatos grandes o pequeños? —preguntó Jack
rápidamente.
—Más bien grandes —dijo el detective—. Y con tacones de
goma. Las hemos seguido hasta la puerta trasera de la casa, que ha
sido abierta recientemente; por Mr. Meredith cuando entró en la
casa, probablemente. Es un caso muy extraño éste, Mr. Rennet.
—¿Y qué hay de la pistola?
—Es nueva también —dijo Colhead—. Y belga. Es imposible
precisar su procedencia. No hay forma de identificar la procedencia
de las armas belgas. Se pueden comprar en cualquier tienda de
cualquier ciudad, en Ostende o en Bruselas, y no creo que los
vendedores tengan la costumbre de conservar el número de venta.
—Pero, a fin de cuentas, es la misma clase de pistola con la que
mataron a Bulford.
Colhead levantó las pestañas.
—Sí, en efecto; pero ¿no quedó demostrado que aquella pistola
pertenecía a Mr. Meredith?
Jack denegó:
—No. No. Lo único que se demostró fue que él había visto el
cuerpo tendido y que recogió la pistola, que estaba al lado del
muerto. El disparo fue hecho cuando él salía de la casa de Mr.
Briggerland. Luego vio el cuerpo de Bulford en el pavimento y
recogió la pistola. Estaba en esa posición cuando Miss Briggerland,
que prestó declaración contra él, salió de la casa y le vio.
—Aunque yo no trabajé en ese caso —dijo el policía—, recuerdo
el arma y era idéntica a ésta. Se lo diré a mi jefe y le contaré a usted
lo que él me diga de todo este asunto. Ya prestará usted declaración
cuando sea oportuno.
Cuando se hubo ido, los dos abogados se miraron.
—Bien, Rennet, ¿cree que vamos a meternos en un aprieto, o
tendremos que jurar en falso para salvarnos?
—No hay necesidad alguna de jurar en falso —dijo el otro
cuidadosamente—. Por cierto, Jack, ¿dónde estaba Briggerland la
noche en que Bulford fue asesinado?
—Cuando Miss Jean Briggerland se recuperó de su «horror»,
bajó las escaleras y levantó a su padre, quien a pesar de la hora tan
temprana ya estaba en la cama durmiendo. Cuando la Policía llegó,
Mr. Briggerland apareció envuelto en una pintoresca bata, y
presumo que con un pijama no menos pintoresco.
—Me figuro que también horrorizadísimo —Jack guardó silencio
durante un rato y luego añadió—; Rennet, tú sabes que me doy
cuenta de la responsabilidad que nos hemos echado a la espalda
con esa muchacha, responsabilidad mayor que las nuestras propias.
—¿De qué chica me hablas?
—De Mrs. Meredith. Cuando vivía el pobre Meredith ella no
estaba expuesta a ningún peligro importante. Pero ¿te das cuenta
del que ahora corre? No tiene en el mundo un solo amigo que pueda
protegerla de ellos.
—Caramba, no había caído —dijo Rennet pensativo—. Y el
testamento que hizo Meredith esta mañana antes de casarse
empeora mucho más el asunto.
Jack silbó.
—¿Que hizo testamento? —dijo Jack con un silbido de sorpresa.
Su socio asintió.
—Recordarás que estuvo aquí conmigo durante más de media
hora. Bueno, pues se empeñó en escribir su último testamento, y mi
mujer y el mayordomo hicieron de testigos.
—¿Y a quién le deja el dinero?…
—Deja absolutamente todo a su mujer. El pobre tenía tanto
interés en que no fuese un céntimo a manos de esos Briggerland,
que no le importó confiar toda su fortuna a una muchacha que jamás
había visto.
La cara de Jack adquirió una expresión grave.
—Y ahora los Briggerland son sus herederos. ¿Te das cuenta de
lo que pueda suceder?
Rennet contestó que desde luego.
—En eso estaba pensando —añadió.
Jack se hundió preocupado en una butaca, su amigo no
interrumpió sus pensamientos. De repente, el rostro de Jack se
iluminó con una sonrisa.
—¡Claro! ¡Jaggs! —exclamó en voz baja.
¿Jaggs? ¿Qué pasa con Jaggs?
—¡Jaggs! —repitió Jack asintiendo—, ése es el tipo. Debemos
desplegar toda nuestra habilidad, y Jaggs es el que necesitamos.
Rennet le miró sin comprender.
—¿Crees tú que Jaggs puede sacarnos del atolladero? —
preguntó sarcásticamente.
—Estoy convencido —replicó Jack.
—Entonces tráelo, porque también yo tengo una idea estupenda
para él.
CAPITULO VII

M iss Jean Briggerland llegó a su casa de Berkeley Street poco


después de las nueve. En lugar de llamar al timbre, sacó la
llave, abrió la puerta y fue derecha al comedor, donde su padre
estaba desayunándose, con un periódico ante él.
Su padre (aquel señor de tez oscura que Lydia había visto la
víspera en el teatro) volvió la cabeza cuando entró en el comedor.
—Muy temprano saliste —dijo.
Ella no replicó; se despojó lentamente del abrigo, lo lanzó sobre
una silla, se quitó la toca que le cubría graciosamente la cabeza,
cogió una silla y se sentó a la mesa, con la barbilla entre las palmas
de sus manos y los ojos azules fijos en su padre.
La Naturaleza había favorecido tanto su rostro, que no
necesitaba embellecerlo artificialmente. Tenía un cutis fino, terso, y
aquella mañana fría había hermoseado aún más su bellísimo rostro.
—Bien, querida —dijo Mr. Briggerland quitándose los lentes de
oro—. ¿De modo que el pobre Meredith se ha suicidado?
Ella no habló, manteniendo fijos los ojos en él.
—Muy triste, muy triste —agregó Mr. Briggerland.
—¿Cómo fue? —preguntó ella con calma. Mr. Briggerland se
encogió de hombros.
—Me figuro que al verte se volvió al escondrijo, que…, bueno…,
que había sido localizado por ciertas personas durante la noche, y
luego, al verme, tomó aquella determinación tan trágica. Ya suponía
yo que volvería a su escondrijo.
—¿Y allí le esperabas?
Él sonrió.
—Ha sido un caso muy claro de suicidio, hija mía.
—Sí; agujereándose la sien izquierda con el revólver en la mano
derecha —contestó la muchacha.
Mr. Briggerland se sobresaltó.
—¡Maldita sea! ¿Quién lo notó?
—Ese abogado guapo y joven, Glover.
—¿Y la Policía lo notó también?
—Me figuro que cuando Glover les llamara la atención sobre ello
—contestó la muchacha.
Mr. Briggerland cogió sus lentes y los limpió.
—Lo hice tan aprisa…, tuve que regresar a la puerta trasera del
jardín para reunirme con la Policía. Cuando llegué vi que acudían al
disparo y que habían entrado en la casa. Nadie sabía que yo estaba
en el jardín y afortunadamente mi contribución a la captura de un
presidiario no aparece en los periódicos.
—Pero un caso de homicidio sí aparecerá —dijo ella—. Aunque
no creo que la Policía sepa nunca quién fue el que les informó que
Jaime Meredith estaba en Dilwich Grange, la residencia de Rennet.
Mr. Briggerland, sentado en la silla y con los labios entreabiertos,
no estaba nada fotogénico.
—Uno no puede estar en todo —dijo.
Se levantó y se fue hacia la puerta, cerrándola con llave. Luego
se dirigió hacia un buró, abrió un cajón y sacó un revólver pequeño.
Descargó una por una todas las balas del cilindro y, colocándose
ante un espejo con la pistola en la derecha, trató de apretar la boca
del cañón contra la sien izquierda, disparando después; pero cada
vez que apretaba el gatillo, el revólver se movía de un modo
extraordinario. Luego probó con el pulgar en el gatillo y obtuvo mejor
resultado.
—Eso es —dijo satisfecho—. Pudo haberlo hecho de este modo.
Ella no se estremeció ante la exhibición, pero le observó con
acentuado interés, aún con la barbilla entre las palmas de las
manos.
Mr. Briggerland volvió a la mesa, jugueteó con un pedazo de pan
y lo untó de mantequilla perezosamente.
—Todo el mundo se va a Cannes este año —dijo—, pero creo
que yo iré a Montecarlo. En Montecarlo hay un lugar muy pacífico,
razonablemente apartado de la carretera y del ferrocarril. Me
gustaría alquilar una villa por allí. Ya le dije a Mordon ayer que
sacase el auto nuevo, que atravesase el canal y que nos esperase
en Boulogne. Mordon dice que el auto nuevo es maravilloso, que
tiene un teléfono eléctrico para hablar con el chófer, calefacción,
refrigeración y…
—Meredith se casó.
Si le hubiese lanzado una bomba no le hubiera producido mayor
sensación. Su padre se la quedó mirando y se echó hacia atrás en
el asiento.
—Que Meredith se casó.
—¿… Se… casó?… —y su voz era apenas un hilo—. ¡Mentira!
—agregó; toda la placidez de su rostro se esfumó, dando paso a
una expresión de ira y rabia—. ¡Mientes, bestia! ¡Casarse! ¡Cómo se
iba a casar si eran apenas las ocho pasadas y el cura no tenía que
llegar hasta las nueve! ¡Te romperé la cabeza como sea una broma
de mal gusto! Ya te he dicho que…
Ella le interrumpió, inmutable:
—Se casó a las ocho en punto. Trajeron de Oxford un cura que
pasó la noche en la casa —dijo luego con calma—. No hay razón
para que te pongas así. Yo misma vi al cura y hablé con la chica que
se prestó a ello.
De basilisco iracundo, su padre cambió en dócil corderino. Su
barbilla empezó a temblar y sus manazas cayeron sobre la mesa
con desánimo.
—¿Y qué vamos a hacer? ¡Dios mío, Jean! ¿Ya no podemos
hacer nada?
Ella se levantó, se acercó a una alacena, saco una botella de
brandy de un estante y la posó sobre la mesa sin decir palabra. No
estaba enfadada, disgustada ni sorprendida. Aquella mujercita
pálida, etérea y dulce era el cerebro que dirigía las cosas. Carecía
de nervios e ignoraba el miedo. Había adquirido la precisa serenidad
y la habilidad de un gran cirujano que al entrar en la sala de
operaciones se olvidase de sus emociones particulares. Y no le iba
a la zaga a los grandes cirujanos en ese sentido. Únicamente no
sentía el mismo respeto a los convencionalismos como miembro de
una sociedad ordenada.
—Tú querías irte a Montecarlo, ¿no? Pues irás —dijo, mientras
se servía una copa de brandy.
—¿Cómo? Ahora lo hemos perdido todo —murmuró—. ¡Todo!…
—Esa chica no tiene parientes ni amigos. Sus herederos
legítimos somos nosotros.
—¡Querida mía, eres realmente asombrosa! Por supuesto, he
sido un chiquillo. ¿Y qué se te ha ocurrido?
—Abre esa puerta —dijo ella en voz baja—. Quiero llamar a la
doncella.
Mientras él se dirigía a la puerta, ella apretó el botón del timbre y
poco después entró en el comedor la doncella.
—Hart —dijo Jean— quiero que me busque usted mi anillo de
esmeralda, el collar de perlas y el broche de brillantes. Envuélvalos
cuidadosamente dentro de una caja.
—Sí, señorita —dijo la doncella y salió.
—¿Qué vas a hacer, Jean? —preguntó su padre.
—Voy a devolvérselas a Mrs. Meredith —dijo la muchacha
fríamente—. Son regalos que me hizo su marido y que,
naturalmente, después del trágico final que ha tenido este sueño
dorado, ni siquiera podré mirar.
—¡Pero si él no te las dio todas! ¡Sólo te regaló una cadenita!
Además, ¿vas a tirar por la borda tanto dinero?
—Ya sé que no me las regaló; pero también sé que no voy a tirar
ningún dinero —contestó ella con paciencia—. ¿No comprendes que
Mrs. Meredith me las devolverá muy finamente?, y eso me dará la
oportunidad de arrojar un poco de luz sobre Jaime Meredith,
oportunidad que yo deseo con todo el corazón.
Poco después subió a su hermoso dormitorio situado en el
primer piso, y escribió una carta.
Querida Mrs. Meredith: Le envío unas pocas
joyas que Jaime me regaló en días más felices.
Es todo cuanto me queda de él. Pero ahora
pertenecen a su mujer. Se las devuelvo porque
no harían más que traerme tristes recuerdos.
Quisiera poder hacer con mis recuerdos lo
mismo que con ellas y devolvérselos como hago
con estas cosas que admito son suyas; pero
sobre todo deseo que no me juzgue usted mal,
guiándose por las palabras cargadas de odio que
sobre mí le haya dicho Mr. Glover.
Cuando recuerdo el pasado, reconozco que
en parte soy yo responsable de él, pero sé que
usted simpatizará conmigo cuando le revele la
verdad. Estos días he pensado que era
intolerable que un hombre que pasaba por el
mejor amigo de Jaime, pudiera hacer el amor a
su novia. Un hombre no perdona jamás a una
mujer cuando comprende que por ella ha hecho
mil locuras; ésta es la única ofensa imperdonable
que puede cometer una muchacha. De todas
formas, yo no le tengo en cuenta su
animadversión hacia mí, como usted podría
creer. Créame, la tengo muy presente en estos
días de prueba. Permítame repetirle que le
deseo mejor suerte.

Firmó la carta, la metió en un sobre y escribió la dirección; luego


eligió un libro de una de las bien repletas estanterías, arrastró una
butaca hasta la chimenea y se puso a leer.
Mr. Briggerland entró una hora más tarde, miró por encima de su
hombro el título del libro y emitió un gruñido de desaprobación:
—No comprendo cómo te gusta tanto ese libro —dijo.
Era uno de los dos tomos de la Crónica del Crimen.
—¿No? —dijo ella, mirándole sonriente—. Pues es muy fácil de
explicar. Es el libro mejor y más valioso de mi colección. Siéntate un
momento.
—¡Pero si es un vulgar relato de crímenes! ¡Puah!
Ella volvió a sonreír y miró el libro. Los anchos márgenes
estaban cubiertos de notas marginales, a lápiz.
—Es un ejercicio mental espléndido —dijo—. En cada uno de
estos casos he anotado cómo el criminal pudo haber evitado a la
Policía. Todos ellos eran vulgares y estúpidos. Realmente, la Policía
no merece ningún elogio por haberles cogido.
Jean se dirigió hacia la estantería y cogió dos libros, uno de los
cuales lo abrió sobre sus rodillas delante del fuego.
—Todos, todos criminales cortos y corrientes —repitió pasando
las páginas rápidamente.
—Los inteligentes abundan poco —apuntó Briggerland
apagadamente.
—Pero jamás llegan a ser descubiertos —replicó ella cerrando el
libro de golpe—. En Inglaterra en Francia, en América, en casi todos
los países civilizados, hay asesinos y criminales que se pasean
tranquilamente, respetados por sus conciudadanos. Son autores de
crímenes ignorados por la Policía. Mira éstos —abrió el libro de
nuevo—. Aquí está el caso de Rell, que envenenó a un acreedor
suyo, y todo el mundo sabía que él estaba endeudado con ese
hombre. ¿Cómo iba a escapar? Y aquí está Jewelville, que mató a
su mujer y la enterró en la bodega. Y luego se fugó de la casa para
llamar bien la atención. Y aquí está Morden, que mató a su cuñada
para cobrar el dinero de un seguro. Para lo cual compró el veneno a
plena luz del día y se dejó la botella en el bolsillo. Merecen que los
ahorquen.
—Por lo que más quieras, no menciones la horca —dijo
Briggerland temblorosamente—. Eres inhumana, Jean, por favor…
—Soy un ángel —sonrió ella—. Y tengo recortes de la prensa
que lo proclaman. El Daily Recorder publicó una fotografía mía a
media plana con motivo de mi declaración durante el proceso de
Jaime.
Su padre echó un vistazo a la mesita, vio la carta y la cogió.
—Así que has escrito a esa señora, ¿eh? ¿Y le vas a enviar las
joyas?
Ella asintió.
—No irás a meterte en algún lío por culpa de estas joyas,
¿verdad? —le preguntó con ansiosa suspicacia.
—Mi querido padre —sonrió Jean Briggerland—. Después de
leer tanto crimen idiota, ¿te imaginas que voy a ser tan boba?

CAPITULO VIII

¿ Y ahora, Mrs. Meredith, qué va usted a hacer?


El abogado había pasado la mayor parte de la mañana con
la nueva heredera, y Lydia había escuchado sin habla la larga lista
de balances, capitales, rentas, bonos y acciones que había
heredado.
—¿Que qué voy a hacer? —dijo agitando su cabeza—. Pues no
lo sé. No tengo la menor idea, Mr. Glover. Todo esto es tan
asombroso. ¿Y todo esto es mío?
—Todavía no —dijo Jack con una sonrisa—. Pero es tan suyo
que, si quiere, podemos darle algo a cuenta. El testamento tiene que
ser reconocido legalmente, pero estas formalidades no tardarán
mucho en resolverse. Desde luego, no debe seguir viviendo aquí, en
Brinksome Street, y me he tomado la libertad de alquilarle un pisó
amueblado. Uno de mis clientes se ha ido al continente y ha dejado
el que tenía. La renta es muy pequeña; sólo paga veinte guineas a
la semana.
—¡Veinte guineas a la semana! —exclamó horrorizada la
muchacha—. ¡Pero si no puedo…!
Pero inmediatamente se dio cuenta de que «si podía».
Veinte guineas por semana no eran nada para ella. Esto, más
que nada, le hizo comprender la cuantía de su fortuna.
—Me figuro que podré mudarme —dijo—. Ya me preguntó Mrs.
Morgan cuáles eran mis planes. Creo que debería llevármela como
ama de llaves.
—Excelente —asintió Jack—. Por supuesto, también necesitará
una doncella, y a Jaggs por las noches.
—¿Jaggs? —preguntó ella asombrada.
—Jaggs —repitió Jack solemnemente—. Sabe… ¡oh, perdone!,
Mrs. Meredith; pero para mi tranquilidad quisiera que alguien velase
su sueño. Ya sé que parecerá una tontería —dijo mientras ella
sonreía—, pero temo por usted; y lo sucedido la última semana
servirá para apoyar mi teoría de que en Londres puede suceder
cualquier cosa.
—Pero, Mr. Glover, ¿cree usted que realmente estoy en peligro?
¿A quién puedo temer?…
—A mucha gente —dijo él diplomáticamente.
—¿A la pobre Miss Briggerland?
—¡La pobre Miss Briggerland! Bueno, es cierto que ahora es
más pobre de lo que ella esperaba.
—¡Tonterías! —dijo Lydia con acento irritado, lo que no era
frecuente en ella—. Mi querido Mr. Glover, ¿por qué supone que ella
quiere vengarse de mí? ¿No puede admitir que pueda comportarse
honradamente conmigo? ¿No cree que el suyo es un caso de
vanidad ofendida?
Él se la quedó mirando asombrado.
—¿Vanidad ofendida? ¿Quiere usted decir que estoy picado en
mi amor propio?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo —replicó Lydia.
Entonces se hizo la luz en el cerebro de Jack.
—¿Por casualidad le he hecho el amor a Miss Briggerland?
—Lo sabe usted mejor que yo —repitió ella.
—¡Atiza! —y empezó a reír de tal manera, que ella pensó que
nunca pararía—, Claro: yo la hice el amor y ella está llena de santa
indignación por que me atreví a traicionar vilmente a mi amigo con
su novio. Sí, eso es. La hice el amor a espaldas del pobre Jaime y
ella me dio calabazas tan rotundas que por eso la odio, ¿no es eso?
—Tiene usted buena memoria —dijo Lydia con sonrisa
desdeñosa.
—Pero no es tan buena como la inventiva de Miss Briggerland —
contestó Jack—. ¿No cree usted, Mrs. Meredith, que si yo le
hubiese hecho el amor a esa señorita, no estaría ahora aquí?
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella.
—Quiero decir —respondió Jack Glover con seriedad— que no
hubiera sido Bulford, sino yo, quien hubiese salido del club al recibir
un recado telefónico, y hubiera ido a la puerta de Berkeley Street. Yo
hubiera sido el asesinado por el padre de Miss Briggerland desde la
ventana del salón.
La muchacha se le quedó mirando con extrañeza.
—¡Qué acusación tan infame! —dijo indignada—. ¿Insinúa usted
que ella planeó aquel crimen?
—No solamente insinúo que lo planeó, sino que me apuesto la
cabeza a que obligó a su padre a realizarlo —contestó Jack
intencionadamente.
—Pero la pistola fue encontrada cerca del cuerpo de Mr. Bulford
—replicó Lydia triunfante, como si hubiera hallado un argumento
indiscutible.
Jack asintió:
—Desde el cuerpo de Bulford a la ventana del salón había
exactamente tres metros. Es muy posible que tirasen la pistola de
modo que cayese cerca de él. Bulford estaba allí esperando que
Jean Briggerland le dijese algo. Hemos descubierto que una llamada
telefónica le llevó de su club a casa de los Briggerland, en Berkeley
Street, y según el mayordomo del club es seguro que le llamó una
voz de mujer. No supimos esto hasta un día después de terminado
el proceso. El pobre Meredith estaba en el hall cuando dispararon el
tiro. Alguien avisó cuando él movió la manilla de la puerta, para salir.
Jaime oyó el disparo, bajó corriendo las escaleras y vio el cadáver.
No sabemos si cogió o no la pistola. Jean Briggerland juró que él la
tenía en la mano, pero, por supuesto, Jean Briggerland es una
redomada embustera.
—No sabe usted lo que dice —contestó Lydia en voz baja—.
Está formulando una acusación horrible contra una muchacha cuya
sola cara desmiente semejante sospecha.
—Esa es su suerte y su escudo: su carita —dijo Jack
violentamente, y luego añadió, arrepentido—: Lamento ser tan rudo,
pero el solo nombre de Jean Briggerland me descompone. En fin,
¿quiere aceptar la protección de Jaggs, sí o no?
—¿Quién es Jaggs?
—Un viejo jubilado del Ejército. Un tipo barbudo y muy astuto,
fuerte y robusto a pesar de su edad.
—¡Ah, es viejo!… —dijo ella con alivio.
—Es viejo, y en cierto modo, inválido. No puede hacer uso de su
brazo derecho y cojea un poco a consecuencia de una herida de
guerra.
Ella se echó a reír sin querer.
—Desde luego no es una escolta brillante, pero sí muy fiel;
confieso que no es nada atractivo y que no caerá simpático a usted
ni a ninguno de sus criados. Pero si le da un cuarto donde sentarse,
un pedazo de pan, queso y un vaso de cerveza, no la molestará en
absoluto.
Lydia empezaba a divertirse. Era absurdo que Jack Glover
creyera que necesitaba un guardaespaldas; pero insistió tanto, que
al fin admitió la necesidad de un tipo tan repulsivo como aquél.
—¿A qué hora vendrá?
—Por las noches, a las diez en punto de la noche, y se irá a las
siete de la mañana. A menos que usted quiera, nunca lo verá —dijo
Jack.
—¿Cómo le conoció usted? —preguntó Lydia con curiosidad.
—Como conozco a todo el mundo —dijo el robusto abogado—.
No olvide que soy abogado y que trato a la gente más… pintoresca.
Recogió sus papeles y los metió en una cartera. —Y ahora,
¿cuáles son sus planes para hoy? —preguntó a Lydia.
Ella estaba algo molesta por la imposición de aquel guardián,
pero no pudo olvidar cuánto le debía.
Caso extraordinario, él la había mantenido alejada del caso
Meredith y no fue citada como testigo. De paso, también se las
había compuesto de modo misterioso para escabullirse con su
socio, pero el Colegio de Abogados llevaba una investigación por su
cuenta (aunque esto no lo sabía la muchacha) y parecía que a duras
penas podrían evitar las consecuencias de un proceder tan
flagrantemente extralegal.
—Voy a tomar el té a casa de Mrs. Cole-Mortimer —respondió
Lydia.
—¿Mrs. Cole-Mortimer? —preguntó él—. ¿Cómo ha conocido
usted a esta señora?
—La verdad, Mr. Glover, es usted muy indiscreto —dijo ella,
sonriendo a pesar de su disgusto—. Vino a visitarme dos o tres días
después de aquella tremenda mañana. Conocía a Mr. Meredith y era
una vieja amiga de su familia.
—No puede decirse que conociera a Meredith —dijo Jack
fríamente—, a no ser para cambiar los «buenos días» y, desde
luego, tampoco era amiga de su familia. En cambio, es íntima de
Jean Briggerland.
—¡Vaya por Dios! ¡Jean Briggerland! ¿Es que no se la puede
usted sacar de la cabeza? ¡Jean Briggerland le ha resultado a usted
una comodísima cabeza de turco! ¡Realmente, para ser un abogado
prestigioso y responsable, está usted lleno de prejuicios! ¡Claro que
ella era amiga de Mr. Meredith! Como que me trajo una fotografía
suya de cuando estuvo en Eton.
—Que le proporcionó Jean Briggerland —dijo el imperturbable
Jack—. Y si le hubiera traído un par de calcetines de cuando él era
pequeño, supongo que también lo hubiera usted creído.
—Está usted haciéndose odioso —dijo la muchacha—. Tengo
que irme.
Él se detuvo ante la puerta.
—No olvide mudarse mañana a Cavendish Mansions. Le enviaré
la llave, y en cuanto usted esté allí, Jaggs empezará su obligación.
Apenas habla.
—No creo que usted le haya dado la oportunidad de hacerlo —le
dijo ella, cortándole.
CAPITULO IX

M rs. Cole-Mortimer era un ejemplar de esa nutrida clase de


mujeres que están tan cerca de la frontera que separa la gente
bien de la gente menos bien, que una y otra pueden creer que no
pertenece a ninguna de las dos. Tenía una pequeña casa donde daba
grandes fiestas, y nadie sabía cómo la viuda de un coronel del Ejército
colonial podía celebrar tales reuniones. El hecho era que costaba
mucho dinero y que vivía lujosamente. Tenía un automóvil, pasaba la
saison en Londres, y desaparecía de allí cuando era elegante
desaparecer; entonces se la veía en las carreras de Goodwood, en el
Sur, y en las de Doncaster, en el Norte.
Lydia se sorprendió al recibir la visita de tan elegante dama, y aceptó
la historia de su amistad con Jaime Meredith. También aceptó,
encantada, la invitación de Mrs. Cole-Mortimer. Necesitaba distraerse,
algo que la sofocase el recuerdo de la dura vida que había llevado
hasta entonces.
Mr. Rennet le había adelantado un millar de libras el día siguiente de
la boda, y cuando se recobró de la impresión que le produjo la posesión
de aquella suma, alquiló un taxi y se entregó a una orgía de compras.
El descanso que le produjo ver que liquidaba todas las deudas que
durante tres años la habían estado agobiando, fue tan grande, que
sintió como si la hubiesen quitado una pesada losa del corazón.
Se puso uno de sus trajes nuevos para hacer la visita a Mrs. Cole-
Mortimer. Esperaba encontrar mucha gente en la casa de Hyde Park
Crescent, y se sorprendió cuando vio que sólo había cuatro personas
en el salón.
Mrs. Cole-Mortimer era una señora de rostro pálido, de unos
cincuenta años de edad, y hubiera sido poco galante decir que los
«llevaba» muy bien. Se aproximó a Lydia tendiéndole las manos.
—Mi querida amiga —dijo con exagerada sonrisa—. Me alegra
muchísimo que haya podido venir. ¿Conoce usted a Miss Briggerland y
a Mr. Briggerland?
Lydia se quedó mirando a la figura alta de aquel hombre que había
visto en las butacas la noche anterior a su matrimonio, y le reconoció
instantáneamente.
—No creo que usted conozca a Mr. Marcus Stepney.
Lydia saludó a un hombre joven, de treinta años, de inmaculada
presencia y bastante guapo. Era muy galante, pero pensó luego que no
la gustaban los hombres tan atildados y cuidadosos de su apariencia.
No esperaba encontrar a Miss Briggerland y a su padre, aunque
pensaba que ya en más de una ocasión Mrs. Cole-Mortimer los había
mencionado Luego, repentinamente, recordó las sospechas de Jack
Glover que ella había considerado ridículas. La asociación de ideas la
hizo sentirse incómoda y Jean Briggerland, de una intuición maravillosa,
leyó su pensamiento.
—Miss Meredith no esperaba vernos, ¿verdad Margaret? —
preguntó, dirigiéndose a la dueña de la casa—. Pero tú le habrás dicho
que somos grandes amigas.
—Claro que sí, querida. Conociendo como conocía a tu primo y a su
padre no era necesario decir que conocía a toda la familia —y sonrió a
todos.
¡Desde luego! ¡Qué boba había sido! Había olvidado, y también Jack
Glover probablemente, el parentesco de Briggerlands y Merediths.
Se encontró hablando en una esquina de la habitación con la
muchacha, y estudió su rostro de nuevo. Un examen más detenido
consolidó su primera impresión. Le hizo gracia recordar las ridículas
advertencias de Jack Glover. Eran como matar una mariposa con un
martillo porque se hubiese posado en una pieza de porcelana china.
—¿Y qué efecto le hace ahora ser rica? —preguntó Jean
amablemente.
—Aún no me he dado bien cuenta —sonrió Lydia.
Jean asintió.
—Me figuro que aún no se habrá desembarazado de los abogados.
¿Quiénes son? Ah, sí, por supuesto, será Mr. Glover, el del pobre Jaime
—suspiró—. Me molestan los abogados —dijo con un estremecimiento
—. ¡Son tan hipócritamente paternales! Se creen que son los únicos
que pueden aconsejarnos sobre nuestras vidas y nuestro proceder.
Supongo que será su segunda naturaleza. Y luego, encima, se
enriquecen con sus comisiones y honorarios; claro que estoy
convencida de que Jack Glover no es de ésos. Hay que reconocer que
es un hombre encantador —dijo en tono más serio—, y creo que no
encontrará usted nunca un amigo tan bueno como él.
Lydia enrojeció, ante el contraste de aquella generosidad con la
cruel mordacidad del abogado.
—Sí; ha sido muy bueno conmigo, aunque, desde luego, está un
poco equivocado.
Los labios de Jean se apretaron en mueca divertida.
—¿Es que la ha prevenido contra mí? —preguntó con tono solemne
—. ¿Le ha dicho que soy una especie de ogro terrible? —y luego, sin
esperar respuesta—: Algunas veces pienso que el pobre Jack es un
poco…, bueno, un poco loco, no; pero sí muy extraño. Es muy
intolerante con las cosas que no le gustan. Por ejemplo, no puede ver a
Margaret, aunque nunca comprenderé por qué.
—A mí no me odia; precisamente —rió Lydia, y Jean la miró
extrañada.
—No, ya me figuro que no —dijo—. ¿Quién podría odiarte a ti,
Lydia? ¿Me permites que te trate así?
—Encantada —dijo Lydia sinceramente.
—A ti nadie podría odiarte —repitió la bella mujer pensativamente—.
Y, por supuesto, Jack te estima, porque eres su cliente. Además, una
cliente muy atractiva; y, además, muy rica, querida mía…
Y acarició las mejillas de Lydia, que sin saber por qué se sintió
incómoda.
Pero como si no se diese cuenta de la turbación que le había
producido, Jean prosiguió:
—Yo estoy resentida contra él. Tengo la íntima sospecha de que
todas estas advertencias contra mí y otros posibles enemigos, son una
excelente excusa para convertirse en su escolta personal y así verla
todos los días.
Lydia negó con la cabeza.
—Esa posibilidad ya no existe —dijo devolviendo sonrisa por sonrisa
—. Para eso ha designado a Mr. Jaggs.
—¿Mr. Jaggs? —y el tono con que formuló la pregunta fue más de
pregunta que de extrañeza.
—Sí, es un viejo personaje por el que Mr. Glover parece muy
interesado; un veterano del Ejército, jubilado. Aparte de que no puede
valerse del brazo derecho, de que cojea del pie izquierdo y de que le
gusta la cerveza y el queso, parece ser un colosal perro de presa —
añadió Lydia, bromista.
—¿Jaggs? —repitió la bella—. Estoy pensando si habré oído ese
nombre alguna vez. ¿Es un detective?
—No, creo que no. Pero, según Mr. Glover, necesito protección en
mi nuevo piso y ha encargado a Jaggs de proporcionármela.
Poco después, Mr. Marcus Stepney se acercó a Lydia e iniciaron una
conversación. Briggerland resultó menos aburrido porque sabía una
larga serie de historias acerca de sucesos pintorescos y tipos raros.
Ya había anochecido cuando Lydia salió con Mr. y Miss Briggerland,
pensando que no había pasado tan mal la tarde.
Ahora tenía una idea más justa sobre Jean. Tendría que poner en
cuarentena las advertencias de Jack Glover. Cuanto le había contado
sobre ella le producía ya un poco de asco. Había algo tan misterioso y
tan feo en las opiniones de Jack que empezaba a extrañarla tanto
interés en protegerla.
Se quedó ante los escalones de la casa hablando con Jean,
mientras Briggerland encendía un cigarrillo con un bonito encendedor.
Hyde Park estaba desierto, salvo un individuo que, cerca de la verja
de la casa de Mrs. Mortimer, se ataba el cordón de un zapato.
Anduvieron un trecho por la acera y Mr. Briggerland buscó con la
vista su automóvil.
—Me hubiera gustado llevarla a su casa. Mi chófer prometió estar
aquí a las cuatro, pero esta gente es de una frescura…
En el otro lado del Crescent aparecieron las luces de un auto. Al
principio, Lydia se dijo que pudiera ser el de Mr. Briggerland y pensó
excusarse diciendo que prefería regresar sola a casa Pero el auto venía
a una velocidad tremenda. Ella notó cuán furiosamente venía hacia ella,
pero no que Mr. Briggerland y su hija la habían dejado sola en la acera,
retirándose unos pasos.
De repente, el auto torció, se metió en la acera y se abalanzó sobre
ella. Se creyó tan irremisiblemente perdida, que quedó quieta,
fascinada, horrorizada, esperando el mortal atropello.
Pero un brazo la cogió por la cintura; un brazo poderoso y fuerte que
la izó en el aire y la empujó hacia atrás, hacia la verja, mientras el auto
seguía velozmente casi rozándola con un guardabarros. El coche
aceleró su carrera. Briggerland y Jean se acercaron a ella.
—¡Nunca me hubiese perdonado lo que podría haber ocurrido! ¡Mi
chófer debe de estar borracho! —exclamó Briggerland con voz agitada.
Lydia no supo qué contestar. Apenas pudo asentir; luego recordó a
su salvador y se volvió, para encontrar los ojos de un hombre viejo,
encorvado de espaldas, cuya barba puntiaguda y blanca y sus brillantes
cejas níveas le daban el aire de una aparición. Tenía la mano derecha
metida en el bolsillo. Y con la otra se tocó el ala del sombrero.
—Le pido perdón, señorita —dijo carraspeando—. Me llamo Jaggs.
Me ordenaron que me pusiera a su servicio.

CAPITULO X

J ack Glover escuchó gravemente el relato de Lydia. Había ido a


visitarla la mañana siguiente a su nuevo piso para asegurar la firma
de ciertos documentos y, sin aliento, pero también sin asombro, se
enteró de cuanto había sucedido.
—¡Desde luego fue un accidente! —insistió ella—. A Mr. Briggerland
y a su hija también los atropella por poco. Pero no sabe cuánto
agradezco a su Mr. Jaggs que estuviese precisamente allí.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Jack.
—No lo sé. Se marchó sin agregar una palabra y no le he vuelto a
ver, aunque supongo que le veré esta noche a última hora. ¿Cómo
estaba allí? —preguntó curiosa.
—Muy sencillo —replicó Jack—. Le dije que no la perdiese de vista
en cuanto se pusiera el sol.
—Entonces, según usted, ¿estoy segura durante el día?
Él asintió.
—No sé si reírme o enfadarme de veras —dijo Lydia moviendo la
cabeza en ademán de reprobación—. ¡Le digo que fue un accidente!
—Sí; tiene toda, toda, toda la pinta de haber sido un accidente —dijo
Jack—. ¿Se fijó en el chófer?
—No, —contestó ella sorprendida—. Ni le vi siquiera.
—Ahí está lo malo. Si se hubiese fijado hubiera reconocido a un
viejo amigo suyo: el tipo que la raptó la noche aquella, a la salida del
teatro.
A Lydia le era difícil analizar sus propios pensamientos. Sabía que
Jack Glover estaba en un error, en un error monstruoso. Estaba
totalmente convencida de que sus teorías carecían de fundamento y no
podía creer ya en su sinceridad. Al recordar que Jean le había llamado
«un poco extraño» se sintió de acuerdo con ella y pensó que sólo era
normal en ciertas cosas que a ella la concernían. Aunque la sugerencia
de que era interesado, de que sólo le importaba ella como cliente de
dinero, tampoco le era simpática.
—De todos modos, me gusta su Mr. Jaggs —dijo.
—A juzgar por su tono, más que yo —sonrió Jack—. Es un buen
hombre.
—Es un viejo muy fuerte —dijo ella—. Me izó como a una pluma. No
sé aún cómo me salvé. El auto se precipitó como un loco.
—Permítame que añada —dijo Jack cortésmente— que, sin
embargo, dio tiempo a que Briggerland y su angelical hija se retiraran
previsoramente.
—Es usted un terco. Cosas como ésas sólo sucedían antes; los
hombres y las mujeres del siglo veinte no andan por ahí matándose por
las esquinas.
—Ah, ¿no? ¿No le han dicho que la naturaleza humana no ha
cambiado nada en dos mil años? Las ganas de matar son ahora tan
fuertes como en la edad de las cavernas. Antes se hacía porra en mano
y por un trozo de carne. Ahora, con un volante y por unos miles de
libras. Si un hombre o una mujer cometen un asesinato a sangre fría, no
hay razón para que no cometan una docena. En Inglaterra, en América,
en Francia, en todas partes ocurren centenares de crímenes todos los
años. Y sólo se descubren la mitad.
—No me convence usted.
El martes de aquella semana se mudó a un elegante piso en
Cavendish Place. Mrs. Morgan prometió irse con ella una semana más
tarde, en cuanto despachara algunos asuntos propios.
Lydia era ya tan afortunada que pudo tomar dos criadas que la envió
una agencia. Sin embargo, el piso no era demasiado grande y se
arrepintió de haber prometido alojar a Jaggs. Claro que__iba a velar
todas las noches. Para dormir durante los días podría acomodarse en la
cocina. Y así se lo insinuó a Jack. Pero, con sorpresa suya, éste
rechazó la idea.
—No es necesario que el servicio sepa que tiene usted un centinela.
—¿Y qué cree usted que pensarán ellos? —preguntó ella
desdeñosa—. ¿Cómo voy a tener a un hombre en mi casa sin explicar
lo que hace allí?
—Diga que va a limpiarle los zapatos.
—Pero no va a pasarse toda la noche limpiando zapatos.
—Cómprese cincuenta pares y ya verá si se la pasa o no.
Mr. Jaggs se presentó aquella noche otra vez. Fue a las nueve y
media, y Lydia, que no se había hecho aún a tanta magnificencia, salió
a recibirle al hall. Descubrió entonces que a todas sus averías físicas
conocidas había que añadir un ligero estrabismo.
—No tuve ocasión de darle las gracias el otro día, Mr. Jaggs —le dijo
—. Me salvó usted la vida.
—No tiene importancia, señorita. Es mi oficio —dijo con su achacosa
voz.
Al principio creyó que no se atrevía a mirarla, pero fue entonces
cuando advirtió su estrabismo.
—Le enseñaré su cuarto —dijo con premura.
Le condujo al final del pasillo, abrió la puerta de un pequeño cuarto
que le había preparado y encendió la luz.
—Está demasiado iluminado para mí, señorita —dijo el viejo
meneando la cabeza—. Me gusta estar sentado en la oscuridad y
escuchar. Eso es lo que prefiero.
—Pero ¿es que no puede sentarse y leer mientras monta su
guardia?
—No sé leer ni escribir, señorita. Soy un pobre ignorante.
Ella apagó la luz de mala gana.
—Entonces, ¿qué va a hacer?
—No se preocupe por eso, señorita. Me sentaré y me dedicaré a
meditar.
—Si antes se sentía incómoda, ahora estaba realmente azorada. Le
irritaba ver la puerta que ocultaba al viejo Jaggs, que estaría pensando.
Tardó mucho en dormirse aquella noche, imaginándose a aquel tipo
sentado en la oscuridad y «escuchando». Y cuando decidió oponerse
terminantemente a tanta precaución estúpida y molesta se quedó
dormida.
La despertó la doncella al traerle la bandeja con el té. Entonces supo
que Jaggs se había ido.
La doncella también tenía sus puntos de vista sobre el «viejo
caballero». Aunque probablemente exageraba, dijo que, pensando en
él, tampoco ella había podido dormir en toda la noche.
En vista de todo esto, Lydia decidió librarse de él, y fue aquella tarde
a la oficina de Jack Glover a decírselo. Este la escuchó hasta la última
palabra sin hacer un comentario.
—Lamento que la moleste —dijo después—, pero si lo deja le
echará de menos más de una vez; así que yo le quedaría muy
agradecido si lo tuviera un mes a su servicio, cuando menos. Me librará
de muchas preocupaciones.
Al principio, ella estaba determinada a despedirlo, pero tanto y tan
tenazmente insistió él, que acabó rindiéndose. Aunque Lucy, la nueva
doncella, no se convenció tan fácilmente.
—A mí no me gusta, señorita —la dijo aquella tarde—. Parece un
vagabundo y me hace el efecto de que nos va a asesinar a todas
mientras dormimos.
—¡Qué miedosa eres! —rió Lydia—. No debes preocuparte por ese
vejete, que además puede resultarme muy útil.
La muchacha dijo algo entre dientes y asintió recelosa, pero Lydia
presintió que iba a perder una buena criada. Y en esto no se equivocó.
Cuando el viejo Jaggs apareció aquella noche a las ocho, le abrió la
doncella, que le condujo hasta su cuarto.
—Esta es su habitación —le dijo—. Pero yo prefiero no tenerle de
compañía —dijo, abriéndole la puerta.
—¿Son órdenes de usted, señorita? —dijo Jaggs con voz gutural.
Lydia, atraída por las voces, salió y los oyó discutir divertida.
—Yo me confío a la protección divina. Apague la luz, por favor. Me
gusta estar a oscuras, como en las celdas de Holloway, donde estuvo
usted encarcelada hace dos años por robar a su señora.
La sonrisa desapareció del rostro de Lydia.
La doncella replicó airada.
—¡Mentiroso! ¡Viejo mentiroso…!
—Ahora dices llamarte Lucy Jones, ¿no? ¿Por qué has abandonado
aquel nombrecito tan bonito que antes usabas? ¿No crees que sonaba
mejor Mary Walch? —carraspeó el viejo Jaggs.
—No permito que se me insulte —casi gritó Lucy, aunque con un
acento de temor en su voz estridente—. ¡Me marcho de esta casa esta
misma noche!
—No lo creo, no lo creo, querida —dijo dulcemente el viejo Jaggs—.
Creo que te quedarás a dormir aquí y que te irás mañana por la
mañana. Lo digo porque si tratas de salir por esa puerta antes que yo te
lo permita, te detendrán.
—Ahora la Policía no tiene nada contra mí —replicó la joven,
traicionándose.
—Qué equivocada estás, alma mía. Has dicho que venías de parte
de una agencia que no existe. Y no es eso sólo. Que el Señor te
guarde, hija mía. Sé lo suficiente para meterte un año en la cárcel.
Lydia se adelantó.
—¿Qué está usted diciendo a mi doncella?
—Buenas noches, señora —el viejo inclinó la cabeza—. Sostenía
una animada disputa con su joven doncella.
—¿Es una ladrona?
—Por cualquier parte que usted la mire, señora —contestó Jaggs
desdeñoso—. Pregúnteselo a ella y verá qué cara pone.
Pero Lucy se fue a su cuarto, cerró de un portazo y corrió el cerrojo.
Al día siguiente, al despertarse Lydia no había nadie en el piso,
salvo ella misma. Pero apenas había terminado de vestirse cuando
llamaron a la puerta y apareció una doncella juvenil, encantadora y con
una sonrisa abierta que encantó a Lydia.
—¿Es usted la señora que necesita una muchacha?
—Sí —dijo Lydia con sorpresa—. Pero ¿quién la envía?
—Me telegrafiaron ayer a mi pueblo, señora.
—Entre —dijo Lydia desmayadamente.
—¿Es que estoy confundida? —preguntó la muchacha—. Me
pagaron el viaje y vine en el primer tren.
—No, no está confundida —contestó Lydia—. Únicamente me
pregunto quién es la señora de esta casa, yo o el viejo Jaggs.

CAPITULO XI

J ean Briggerland pasó muy ocupada la tarde. Tuvo una larga cola de
aspirantes a su club en la elegante casa de Berkeley Street.
Mr. Briggerland era un filántropo conmovedor que había fundado un
club en el East End de Londres con el objeto de regenerar la moral de
las gentes de Limehouse, Wapping, Poplar y distritos adyacentes.
Empezó sin ostentación, nombrando director gerente a un hombre
llamado Faire, que tenía un pasado de cuentas saldadas con la Policía,
y con saldo deudor invariablemente. Pero representaba bien el papel de
hombre reformado y tenía en sus manos las riendas del Club de la
Regeneración.
Muchos policías habían avisado oficialmente a Mr. Briggerland que
Faire era de poco fiar. Mr. Briggerland les oía, agradecía la advertencia
y explicaba luego que Faire, convertido gracias a su club, era ya un
ciudadano honrado. Más tarde la Policía tuvo ocasión de verificar que
sus avisos estaban fundados. El club era frecuentado por maleantes
fichados, hombres que habían estado en la cárcel o que hacían lo
posible para volver a ella. Se lo advirtieron de nuevo a Mr. Briggerland,
pero éste repitió que el objeto de la institución era encaminar bien a los
desviados y conducirlos a la vida honrada del trabajo. Y citó, además,
con gran efecto, un aleccionador texto bíblico. Pero la Policía no se
convenció por eso.
Era costumbre de Miss Jean Briggerland recibir a los miembros
selectos del club y celebrar con ellos un té en Berkeley Street. Sus
amigos lo atribuían a un exceso de bondad y admiraban la tranquilidad
con que trataba a semejantes tipos. Pero a Jean no le asustaban
aquellas gentes. Aquella tarde, después de irse el último de los
visitantes, bajó a la habitacioncita donde tenían lugar tales tertulias y se
reunió con dos individuos, que se levantaron al verla entrar.
La sana influencia del club no les había hecho cambiar de aspecto y
no parecían sino lo que en realidad eran. En sus rostros llevaban escrita
la palabra «presidiarios».
—Celebro mucho que hayan venido —dijo Jean suavemente—.
Ustedes se llaman Mr. Hoggins…
—Hoggins soy yo —dijo uno, sonriendo.
—… y Mr. Talmot.
El otro enseñó sus dientes, se supone que sonriendo también.
—Me alegro de ver socios del club —dijo Jean con la tetera en la
mano—, especialmente a los que han pasado una mala temporada
como la que han atravesado ustedes. Ambos acaban de salir de la
cárcel, ¿no es eso? —preguntó con aire inocente.
—Sí, señorita —dijo, y luego corrigió—: Pero yo no lo hice…
—Estoy completamente segura de que usted era inocente —dijo ella
con sonrisa cordial—. Y aunque hubiera sido culpable no creo que por
eso deba ser expulsado de la sociedad. ¡Qué mal lo habrá pasado! Hay
que ver las estrecheces que ustedes sufren mientras aquí, en West
End, la gente derrocha el dinero de un modo escandaloso tirando lo que
tanta falta les hace a las mujeres y a los niños de ustedes, pobrecitos…
—Sí, eso es cierto —dijo Mr. Hoggins.
—Conozco a una muchacha que vive en Cavendish Mansions, 84,
en el último piso, tan frívola y tan enormemente rica que duerme con las
ventanas abiertas. Parece mentira, cuando cualquiera podría deslizarse
por el tejado o por la escalera de incendios. Siempre tiene un montón
de joyas bajo la almohada y centenares de libras desperdigadas al
tuntún por la habitación. Yo comprendo que esa es una tentación
invencible para la gente que no tiene de qué vivir.
Levantó sus hermosos ojos azules y vio cómo brillaban los de su
oyente. Luego siguió diciendo:
—La he dicho una porción de veces que es peligroso dormir así,
pero se ríe de mí. Hay un viejo que duerme en la casa —un pobre
inválido que sólo puede valerse de un brazo—. Por supuesto, si ella
gritase acudiría en su auxilio, pero yo imagino que un ladrón experto
evitaría la posibilidad de que gritase, ¿no le parece?
Los dos hombres se miraron uno a otro.
—Desde luego —repuso el primero.
—No tendría más que despejar el camino, si es inteligente —dijo
Jean—, y salir de allí dejándola a ella de manera que jamás hablara una
palabra, ¿no creen?
Mr. Hoggins carraspeó.
—Lo cual no es muy difícil, señorita.
Jean se encogió de hombros.
—Hay mujeres que hacen cosas así y luego maldicen a cualquier
pobre hombre que les cogió un millar de libras esterlinas, una fortuna
para él. Personalmente, no me gustaría vivir en el ochenta y cuatro de
Cavendish Mansions.
—Cavendish Mansión, ochenta y cuatro —repitió murmurando
Hoggins, medio ausente.
Su última sentencia había sido de diez años. La próxima sería de
cadena perpetua. Nadie lo sabía mejor que Jean Briggerland mientras
hablaba allí, en el club dedicado a tan hermosa labor de regeneración.
Cuando despidió a sus visitantes, subió las escaleras hacia su
cuarto, pero la doncella la detuvo.
—Mary está en el cuarto de la señorita —dijo en voz baja.
Jean frunció el ceño, pero no replicó. Siguió su camino y poco
después entró en su habitación, en cuyo centro esperaba una mujer,
que saludó a Jean con una sonrisa de excusa.
—Lo siento, señorita —dijo—, pero me despidieron esta mañana. El
viejo ese me reconoció Es… un detective.
Jean Briggerland se la quedó mirando con cara imperturbable, salvo
su hermosa boca, que se entreabrió un poco, de la manera que había
conmovido a un juez y a un ejército de abogados.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó.
—Anoche, señorita. Llegó, discutimos un poco, me llamó por mi
verdadero nombre y perdí el empleo por mi culpa.
—¿Jaggs? —preguntó Jean sentándose suavemente en una silla
veneciana, colocada ante un pequeño escritorio.
—Sí, señorita.
—¿Y por qué no viniste en seguida?
La muchacha se mordió el labio y asintió.
—Hiciste bien —dijo Jean; y luego, tras un momento de reflexión,
agregó—: Iremos a París la próxima semana. Será mejor que tú te
vayas en el tren de esta noche y nos esperes en nuestro piso.
Dio dinero a la muchacha y después que se hubo ido se sentó
durante una hora ante el fuego contemplando sus llamas rojizas.
Finalmente se levantó con movimientos pesados, corrió las cortinas
de seda de las ventanas y encendió la luz. Su rostro se iluminó con una
sonrisa que la embelleció de extraordinaria manera. Acababa de tener
una idea. Fue luego en busca de Mr. Briggerland.
Lo encontró en el estudio, donde le contó el plan. Un plan que
estremeció de horror a aquel hombre sin escrúpulos.

CAPITULO XII

arecía que Mr. Briggerland no tuviese más ocupación que regenerar


maleantes. Con el título de «sociólogo» encubría el trato en gran escala
P
con toda la gentuza fuera de la ley. Además, había publicado sobre
aquella materia uno o dos libros, en cuya primera página aparecía
su nombre. El libro había sido reeditado para satisfacción suya, aunque
a decir verdad sólo había escrito el título, pues gracias al dinero había
podido apropiarse el fruto del trabajo y el cerebro de un escritor.
Una mañana, cuando la palidez amarilla del sol iluminaba su
comedor, Mr. Briggerland dejó el periódico y miró a su hija por encima
de la mesa. Tenía un club en el East End de Londres y el gerente le
había telefoneado aquella mañana comunicándole una desagradable
noticia.
—Jean, ¿te acuerdas de aquel individuo llamado Talmot?
Ella asintió.
—Sí. ¿Qué le ha pasado? —preguntó, a su vez, mirándole
inquisitiva.
—Está en el hospital. Temo que él y Hoggins estaban
comprometidos en cierto plan siniestro consistía en entrar —por
supuesto, sin derecho a hacerlo— en cierto bloque de pisos de
Cavendish Place. El pobre Talmot resbaló y se cayó desde la ventana
del cuarto piso. Hoggins ha tenido que llevarlo al hospital.
Jean se sirvió jamón.
—¿Por qué no se habrá desnucado? —preguntó ella con calma—.
Me figuro que ahora la Policía meterá las narices.
—No, no. Nadie sabe nada de eso, ni aun la…, bueno, la afortunada
inquilina del piso donde evidentemente trataban de robar. Yo lo he
sabido porque el gerente del club me lo dijo pensando que pudiera
interesarme.
—De todos modos celebro que fracasara —dijo Jean tras una pausa
—. La posibilidad de que hubiesen llevado a cabo su malvado propósito
me horroriza. Hoggins y el otro no son de la clase de ladrones que
suelen fracasar en sus golpes.
Era curioso que, mientras su padre procuraba evitar hacer una
referencia directa a sus asuntos y los envolvía en los más suaves
eufemismos, su hija jamás hablaba con tanto disfraz y tanto rodeo. Un
psicólogo diría que las reticencias de Mr. Briggerland escondían ciertos
restos de una antigua rectitud, cuyo rastro había desaparecido
completamente de la moral de su hija.
—He tratado de identificar a ese Jaggs —dijo ella frunciendo el ceño
con preocupación— y no lo he logrado. Llega todas las noches en taxi,
algunas veces desde San Pancracio, otras desde Euston y otras desde
London Brigde Station.
—¿No será un detective?
—No lo sé —dijo ella pensativamente—. Si lo es, lo habrán
importado de provincias, porque no procede, desde luego, de Scotland
Yard. Quizá sea algún policía jubilado. Al menos por ahí estoy buscando
la pista.
—No creo difícil averiguar todo lo referente a él —contestó Mr.
Briggerland—. Un tipo así, con tanto defectos físicos, debe ser de sobra
conocido —miró al reloj—. Mi cita en Norwood es a las once —dijo, con
una mueca de disgusto.
—¿Te gustaría que fuese yo? —preguntó la joven.
A Mr. Briggerland le hubiera encantado que su hija se encargase de
aquella desagradable misión, pero no se atrevió a confesárselo.
—¿Tú, Jean? Ni hablar. No te permitiría que fueses a semejante
sitio; no, no, de ningún modo.
Y se metió dos copas de brandy entre pecho y espalda para
animarse a ir.
Condujo su auto hasta un feo edificio de grises piedras rodeado por
una verja de hierro y muros altos, cuyo portero, una vez examinados
sus documentos, le franqueó la entrada.
Tuvo que esperar un poco antes que el portero le condujese ante el
médico-director, un hombre entrado en edad que no pareció muy
abrumado ante el honor de recibir la visita de Mr. Briggerland.
—Lamento no poder enseñarle todo el hospital, Mr. Briggerland —
dijo—, pero tengo un compromiso en la ciudad. El doctor Carew le
guiará por el asilo y le dará todas las informaciones que solicite. Por
supuesto, debe tener en cuenta que ésta es una institución privada.
Creo que en un manicomio del Estado o de la beneficencia pública
podría hallar mejores materiales para su libro. Como usted sabe, no
todos los enfermos que mandan a Norwood son casos de locura furiosa;
pero no por eso dejará de presenciar casos terribles. ¿Está preparado
para ello?
Mr. Briggerland asintió. Las dos copas de brandy le habían
preparado bastante bien. Además, él sabía de antemano que Norwood
era el manicomio adonde iban a parar los más peligrosos lunáticos. El
doctor Carew resultó ser un joven y entusiasta alienista que se
entregaba en cuerpo y alma a su tarea.
—¿Y no temen que se les escape alguno? —preguntó.
—No hay cuidado. Pero me figuro que estará usted dispuesto a
presenciar las cosas más extrañas —dijo con una Sonrisa, mientras
guiaba a Mr. Briggerland por un largo pasillo.
Abrió una puerta de hierro con barras forradas de goma y entraron
en uno de los tres edificios que constituían el verdadero manicomio.
Aquélla iba a ser una experiencia harto desoladora y triste para el
pobre Mr. Briggerland. La verdad: no se hizo pedazos su corazón
porque era de material irrompible. Gracias a eso su preocupación cedió
un poco, sintiendo un vago alivio.
Al cabo de dos horas de recorrido llegaron ante uno de los parques
donde paseaban los enfermos de menos cuidado. Todos andaban
libremente, apenas vigilados, excepto uno, escoltado por dos macizos
loqueros, uno a cada lado.
—¿Quién es aquél? —preguntó Briggerland.
—Es un caso bien triste —contestó amablemente el alienista. Había
dicho ya varias veces y en el mismo tono lo del «caso triste»—. Es un
médico, un auténtico homicida. Afortunadamente le examinaron a
tiempo y gracias a eso no está en la cárcel.
—¿Y no temen ustedes que esta gente pueda escaparse? —
preguntó Briggerland.
—¿Por qué le interesa tanto saberlo? —contestó el médico
sorprendido. No; como usted ve un manicomio no es una prisión. Para
fugarse de un presidio es precisa una ayuda del exterior. Pero nadie
desea ayudar a fugarse a un lunático peligroso, como pudiera suceder
con un vulgar prisionero; por eso es innecesaria la vigilancia en los
parques; las salas pueden estar abiertas y sin llave y la ronda nocturna
que por las noches recorre la sala cada media hora no tiene tiempo de
fijarse en otros sitios. ¿Le gustaría hablar con el doctor Thun?
Briggerland sólo dudó un segundo.
—Pues sí —dijo luego.
Nada en la apariencia del paciente indicaba su peligrosa
enfermedad. Era un hombre de barba y pelo rubios y pálidos ojos
azules, que tendió impulsivamente la mano al visitante tras unos
segundos de vacilación. Briggerland se la estrechó y encontró fuerte
aquella mano. Los dos vigilantes cambiaron una mirada con el médico,
y se alejaron.
—Puede usted hablarle sin miedo —dijo el médico en voz baja,
aunque no tanto que el paciente no lograse oírla, porque se echó a reír.
—Sin miedo y sin prejuicios ¿eh? Sí, eso fue lo que prometieron los
oficiales que prestaron testimonio en mi consejo de guerra.
—Está usted hablando con el general responsable de la pérdida de
Caporetto —explicó el doctor Carew—. Fue una dura derrota para los
italianos.
Thun asintió.
—Claro que yo fui perfectamente inocente —explicó a Briggerland
con toda seriedad; y cogiendo el brazo de su visitante, echó a caminar
por el jardín, mientras el médico y los dos loqueros les seguían a
prudente distancia.
Briggerland respiró agitado al sentir la fuerza de los bíceps del
paciente.
—Me condenaron —dijo el doctor Thun muy serio— porque había
mujeres sentadas en el tribunal del consejo de guerra, lo cual, por
supuesto, iba contra toda regla.
—Claro, claro —murmuró Briggerland.
—Y ahora estoy aquí encerrado porque esto forma parte del complot
del Gobierno italiano Naturalmente, no quieren que sea entregado a mis
enemigos, que tengo sobrados motivos para suponer están en Londres.
Briggerland lanzó un largo suspiro.
—Están en Londres —repitió con cierta vehemencia— y yo sé dónde
se encuentran.
—¿De verdad?
—Están a resguardo de mi venganza —dijo un poco triste—. Me
tienen aquí porque me creen un pobre loco. Se creen que ya no puedo
hacer nada.
El visitante miró a su alrededor y vio que los tres hombres que les
seguían estaban a buena distancia.
—Suponga que yo viniera mañana por la noche —dijo, bajando la
voz— y le ayudara a escapar de aquí. ¿Cuál es su sala?
—La número seis —dijo el loco bajando la voz. Y sus ojos brillaron.
—¿Se acordará usted? —preguntó Briggerland.
Thun asintió:
—Usted vendrá mañana por la noche…, número seis, la primera
cama a la izquierda —susurró—. ¿No fallará? Si me traicionase… —y
sus ojos fulgieron de nuevo.
—Saldrá bien —dijo Briggerland apresuradamente—. Cuando el reloj
de las doce esté usted preparado.
—Usted debe de ser el mariscal Pétain —murmuró Thun, y al notar
que se acercaban los loqueros y el médico cambió astutamente de
conversación—. Créame, Mr. Briggerland —siguió diciendo—, la
estrategia de los aliados era errónea hasta que yo recibí el mando
supremo del Ejército…
Diez minutos después, Mr. Briggerland estaba en su automóvil
camino de su casa, más angustiado que aterrado por la desagradable
misión que había llevado a cabo, pero alegre también por el éxito
obtenido.
Jean le había dicho que tendría que visitar media docena de
sanatorios antes de encontrar lo que buscaba, y había triunfado al
primer intento. Claro que… —se estremecía sólo de pensarlo —
quedaban, por un lado, aquel salto sobre el muro (había localizado la
sala cuando los loqueros condujeron al «General» a su cuarto), y por
otro, la compañía nocturna de un loco…
Poco después estaba contando a Jean las novedades.
—¿Qué te creías, Jean? ¡A la primera! —y su rostro sombrío brillaba
con orgullo casi infantil, mientras ella le contemplaba sonriendo a
medias.
—Sabía que lo harías —dijo tranquilamente—. Pero me parece que,
al mismo tiempo, has dado un mal paso.
—¡Un mal paso! —replicó él indignado.
Ella asintió.
—Muy difícil era lograr lo que te proponías, lo reconozco. Pero
suponte que ese hombre recuerda luego tu nombre; aunque, eso sí, no
creo que hagan mucho caso del testimonio de un loco. Bueno; voy a
visitar a Mrs. Meredith, como le prometí.

CAPITULO XIII

U na cosa extrañaba a Lydia Meredith hiriendo además un poco su


amor propio: el fracaso del vaticinio de Jean Briggerland. Jean
aseguró que Jack Glover la visitaría con frecuencia en su piso nuevo;
pero el abogado apenas iba por allí. Es más: cuando ella visitaba las
oficinas de Rennet, Glover & Simpson, la recibía Mr. Rennet, y Jack
estaba siempre invisible. Algunas veces, Mr. Rennet explicaba que su
socio estaba en los Tribunales, como encargado de aquella parte de los
asuntos de la firma.
Lydia le vio una o dos veces mientras ella pasaba con su auto por el
Strand y ante el Palacio de Justicia. Jack estaba hablando con un
personaje empelucado, por lo que posiblemente hubiese dicho Mr.
Rennet la verdad cuando afirmó que la mayoría del tiempo del joven
abogado se gastaba entre pleitos.
Llevó ella su curiosidad hasta buscar en la guía de teléfonos el
domicilio de Jack. Entre una cincuentena de Glovers había diez John
Glover, y tardó bastante en descubrir que el suyo no estaba entre ellas.
Su nombre completo era Brettam John Glover, y halló su dirección con
cierta dificultad.
Para alivio de Lydia, Mr. Morgan había llegado ya y se había hecho
cargo de la casa. La nueva doncella era todo lo perfecta que puede
serlo una doncella, y a no ser por la intrusión nocturna del taciturno
Jaggs, a quien no se supo por qué Mrs. Morgan cogió mucha simpatía,
la vida doméstica de su casa hubiera transcurrido con la mayor
naturalidad del mundo.
Ya se había acostumbrado al dinero. El hábito de la riqueza es uno
de los más fáciles de adquirir, y un día se encontró negociando sola la
compra de una casita en Curzon Street y de una residencia en
Somerset con una sangre fría que asombró a ella misma y la asustó.
La compra de su primer automóvil y el acto de tomar un chófer
habían sido también dos sensaciones nuevas. E increíble resultaba
también que sus banqueros no vacilaran un segundo en entregarle
sumas enormes de dinero con solo firmar un papel de forma alargada.
Aún no podía librarse del pánico que sentía cada vez que iba al
Banco. La primera vez se sintió como una estafadora que pretendiese
sacar dinero sin fondos y notó un gran alivio cuando el cajero depositó
tranquilamente en la ventanilla un fajo de billetes sin avisar a la Policía.
—Es un piso hermoso —dijo Jean Briggerland examinando la casa y
el salón color de rosa—, pero, Lydia, es un piso ya amueblado.
Deberías tener uno completamente tuyo.
Había telefoneado aquella mañana a Lydia diciéndole que iría a
verla para charlar un rato a solas.
—Pues a mí me gusta éste y sentiría dejarlo. ¡Es tan tranquilo!
¡Duermo como un lirón! Aquí no hay ruidos molestos. Aparte de lo del
otro día, todo es paz aquí.
—¿Qué pasó el otro día? —preguntó Jean sirviéndose té.
—Pues, en realidad, no lo sé. Oí un horrible grito por la mañana,
muy temprano, y miré por la ventana. Había dos hombres en el patio.
Creo que uno de ellos se había malherido, pero nunca averigüé qué
sucedió.
—Serían albañiles —dijo Jean—, o algún borracho. Pero, volviendo
a lo de antes, a mí me gustaría vivir en un piso propio del todo. Una
puede romper algo y luego hay que pagarlo a precio alto. Y, además,
como siempre estoy perdiendo las llaves, tengo que tener dos o tres.
Ten mucho cuidado con ellas, Lydia, porque los dueños las cobran a
peso de oro.
—Creo que el que me arrendó la casa me dio tres —Lydia se acercó
hasta su secreter, lo abrió y tiró de un cajoncito—. Sí, tres. Aquí hay
una, yo tengo otra y la tercera la tiene Mrs. Morgan.
—¿Has visto a Jack Glover últimamente?
Jean nunca llevaba demasiado lejos una investigación.
—No, no lo he visto —sonrió Lydia—. No eres una profetisa infalible
que digamos.
—Estará muy ocupado. Creo que yo le gustaba enormemente…; si a
él le hubiese dado por otra clase de mujer. ¡Pero qué tonta soy!
Había volcado toda la taza en la mesita del té. Sacó su pañuelo y
trató de contener la riada.
—Oh, por favor, no estropees un pañuelo tan bonito —dijo Lydia
levantándose apresuradamente—. Traeré un paño.
Salió corriendo de la habitación y regresó casa a tiempo de
encontrar a Jean examinando las ruinas de su pañuelo, con una
sonrisa, después de haberse acercado al secreter.
—Déjame que meta tu pañuelo en agua caliente para evitar la
mancha —dijo Lydia extendiendo la mano.
—No, gracias, de ningún modo; lo haré yo misma —rió Jean
Briggerland y lo guardó en el bolso.
Por varias razones no convenía que Lydia cogiera aquel primoroso
encaje, y la más importante era que la llave que Jean había sacado del
secreter en la ausencia de Lydia había ido a parar a sus pliegues.
Pocos días más tarde, Mr. Brettam John Glover fue a ver a un alto
jefe de Scotland Yard y la entrevista no fue satisfactoria para el
abogado. Y peor pudo haber sido a no ser por la amistad que unía al
policía con el socio de Jack. Escuchó pacientemente mientras el
abogado, con habilidad profesional, expuso los hechos, haciendo
constar por qué sus sospechas eran ya convicciones.
—Llevo sentado en esta silla veinticinco años —dijo el jefe del
Departamento de Investigación Criminal— y he oído cosas
extravagantes y desconcertantes, pero nunca una teoría tan
descabellada como la de usted. Casualmente yo conozco a Briggerland
y a su hija y no he conocido en la vida a muchacha más dulce, más
encantadora y hermosa que Jean.
Jack gruñó.
—¿No se encuentra usted bien? —preguntó molesto el policía.
—Estoy perfectamente, señor —dijo Jack—. Sólo que estoy cansado
de oír que Jean Briggerland es una belleza. No es ningún argumento
para refutar la realidad.
—¡La realidad! —dijo el policía desdeñosamente—. ¿Qué realidad
presenta usted?
—La realidad de la historia de los Briggerland —dijo Jack
desesperadamente—. Arruinado Briggerland, se casó con Miss
Meredith creyendo que podría adquirir una fortuna a través de su mujer
Vivieron muy pobremente hasta que su hija cumplió quince años, pero
con la esperanza de hacerse ricos. Vivían en una casita en Ealing,
debían siempre la renta, y Briggerland se hizo amigo de un rico
australiano de mediana edad que se enamoró de su hija. El rico
australiano murió de repente.
—Ya: a causa de una sobredosis de veronal —dijo el jefe—. Se
inició la investigación…, sí; pero yo ordené revisar todos los informes
sobre el caso cuando recibí la carta de usted. Resultó que tenía el
hábito de tomar veronal. Y usted sugiere que fue envenenado, pero
vamos a suponer que lo fuera. ¿Con qué motivo? Sólo dejó seis mil
libras a la muchacha.
—Briggerland creía que se lo dejaría todo —contestó Jack.
—Eso es una simple conjetura —interrumpió el jefe—. Pero siga.
—Briggerland se mudó al Oeste —siguió Jack— y cuando la chica
hizo diecisiete años trabó conocimiento con un hombre llamado
Gunnesbury, que se volvió loco por ella. Gunnesbury era un rico
comerciante del Sur, casado y con hijos. Estaba tan idiotizado con ella,
que cogió todo el dinero que pudo —unas veinticinco mil libras— y saltó
al continente. Creía que la joven le precedería, según acordaron, pero él
jamás llegó a Calais. La hipótesis fue que se mató, aunque su cuerpo
fue hallado en Dover, sin un céntimo en la cartera donde metió todo el
dinero que sacó del Midland Bank.
—Eso es una hipótesis también —dijo el jefe—. Jamás pudo
asegurarse la identidad de la muchacha. Se sabía que Jean era amiga
de Gunnesbury, pero se probó que ella estaba en Londres la noche de
su muerte. Fue un caso claro de suicidio.
—Un año más tarde —prosiguió John— ella concertó una cita con
Meredith, su primo. El padre de él acababa de morir y Jaime acababa
de llegar del África Central para poner sus cosas en orden. Jaime no era
ningún mujeriego, sino un hombre serio, retraído, que no tenía otra
pasión en la vida que la caza. Usted ya conoce la historia de Meredith.
—¿Y eso es todo? —preguntó cortésmente el policía.
—Esas son las realidades que yo puedo presentar. Pero debe de
haber muchos casos que están fuera de mi alcance.
—¿Y qué quiere que yo haga?
Jack sonrió:
—No espero que haga usted nada —dijo francamente—. Porque no
comparte mis puntos de vista con mucho entusiasmo.
El jefe se levantó, señal de que la entrevista había terminado.
—Me gustaría ayudarle si realmente tuviese necesidad de ayuda —
dijo—, pero viniéndome a decir que una criatura como Miss Briggerland,
a la que basta mirar a la cara para saber su inocencia, es una criminal
sin corazón y un cerebro maquiavélico, ¿cómo quiere que le atienda, Mr
Glover?
—Espero que, al menos, proteja debidamente a Mrs. Meredith —dijo
Jack secamente—. Y espero, señor, que algún día recuerde que vine a
avisarle que Mrs. Meredith podía morir en cualquiera de esos
accidentes casuales en los cuales Mr. y Miss Briggerland son
especialistas. Deje bien sentada mi advertencia, y hago responsable a
Scotland Yard de cualquier cosa que pueda sucederle a Lydia Meredith.
El jefe tocó un timbre y entró un guardia.
—Acompañe a la puerta a Mr. Glover —dijo. Jack procuró calmar los
nervios cuando llegó al muelle, diciéndose que era inútil dejarse llevar
de la ira.
Detuvo a un vendedor de periódicos, compró uno y tomó un taxi,
dando las señas de su oficina.
No había noticias de importancia en aquella edición deportiva, salvo
una en la primera página, que leyó sin interés.

SE FUGA UN PELIGROSO PERTURBADO

El director-médico del manicomio de Norwood informa


que el doctor Argernon John Thun, interno del manicomio,
se escapó anoche. Se cree que ronda por la vecindad.
Aunque ha sido organizada la búsqueda, hasta ahora no
se ha encontrado rastro alguno del perturbado
desaparecido. Se sabe que tiene tendencias homicidas, lo
que hace aún más urgente la captura.

Luego seguía una descripción del fugado. Jack pasó a otra sección
del periódico olvidando aquella información.
Su socio, sin embargo, prestó más atención, porque el manicomio de
Norwood estaba cerca de Dilwich, y Mr. Rennet vivía por aquellas
proximidades.
—La portera de mi casa está alarmadísima —dijo a la hora de cenar
—. No quiere salir de noche y va a cerrar todas las puertas con llave.
¿Qué tal la entrevista con el comisario?
—Al final no nos pegamos de milagro —repuso Jack—. Y voy a
decirte una cosa, Rennet: al primero que me hable de la hermosura de
Jean Briggerland lo asesino, aunque tenga que copiar los métodos de
esa criatura angelical o valerme de Jaggs.

CAPITULO XIV

A quella noche, el taciturno Jaggs llegó más tarde que de


costumbre. Lydia le oyó arrastrar los pies a lo largo del pasillo y
cerrar luego la puerta de su cuarto con un «click». Lydia estaba sentada
al piano y dejó de tocar al oír su timbrazo, y cuando Mrs. Morgan entró
para anunciarle, cerró el piano y se levantó con resuelta expresión en el
rostro.
—Ha llegado, señorita.
—Y por última vez —exclamó Lydia—. No pienso aguantar más a
ese tipo barbudo. Me pone tan nerviosa que me dan ganas de chillar
cada vez que me acuerdo de él.
—A mí no me parece tan desagradable ese caballero —dijo Mrs.
Morgan.
—No me quejo de su conducta, qué es irreprochable, lo reconozco;
pero ya he escrito una nota a Mr. Glover diciéndole que está dispensado
de sus servicios —dijo Lydia con decisión.
—¿Y por qué viene aquí, señorita? —pregunto Mrs. Morgan.
Tenía gran curiosidad por saberlo, pero aquélla era la primera vez
que se le notaba en la cara.
—Está aquí porque… —Lydia vaciló—, bueno, porque Mr. Glover
cree que yo debo tener un hombre en casa para que me proteja.
—¿Por qué, señorita? —preguntó asombrada la mujer.
—Sería mejor que se lo preguntasen a Mr. Glover —respondió
sarcásticamente Lydia.
Empezaba a aburrirle aquella protección. Pensaba que la trataban
como a una colegiala. A ninguna muchacha le gusta que la protejan
espectacularmente ni siquiera sus hermanos o una señora de
compañía. Se manifestaba en ella el instinto de independencia que hay
en toda joven que ha pasado mil rabietas mientras ha tenido que ir
obligatoriamente al colegio.
El viejo Jaggs era el representante de la molesta intromisión de Jack
Glover y Lydia empezaba a pensar que Jean Briggerland tenía razón
cuando decía que Jack era muy amigo de manejar a la gente.
La vida empezaba a ser amable con ella. Había roto las barreras que
la confinaban al estrecho pasillo que iba de su casa a la redacción.
Ahora podía dedicar libremente cuánto tiempo quería a sus
ocupaciones predilectas; podía pintar y dibujar cuando le venía en gana,
lo cual no ocurría muy a menudo, aunque se prometió un horario de
trabajo en cuanto normalizase su vida.
Respecto a su opinión sobre el joven y guapo abogado, ya se había
concretado. Ahora sabía cómo debía mirarle. Por un lado, le irritaba, y
por otro, le gustaba. ¿Sería por su sinceridad…? Porque de su
sinceridad no dudaba. Lydia reconocía que le hubiese gustado recibir
más a menudo la visita de John Glover. Pero Lydia era muy cándida y
creía, a pesar de todo lo ocurrido, que no se había demostrado bastante
la necesidad de protegerla. Por eso opinaba que Jaggs no pintaba nada
en su casa.
—Yo creo que el viejo Jaggs no está bien de la cabeza —dijo Mrs.
Morgan una vez.
—¿Por qué, Mrs. Morgan? —preguntó sorprendida la joven.
—Porque a menudo le oigo hablar solo cuando paso ante su puerta.
Me figuro que se pasa toda la noche en su cuarto, ¿no es eso, señorita?
—No lo sé; y por eso quiero perderle de vista. Esta madrugada, a las
dos, le oí pasear por el pasillo y me puso en tal estado de nervios que
no pude coger otra vez el sueño. Se había quitado los zapatos y andaba
en calcetines; cuando salí y encendí la luz, se metió en su cuarto. No
quiero que esto continúe. ¡No quiero! ¡Acabaría volviéndome loca!
Mrs. Morgan estaba de acuerdo con ella.
Lydia no había salido durante la tarde desde hacía varios días,
recordó mientras empezaba a desnudarse. El tiempo había sido tan
inclemente que era más agradable quedarse en casa caliente y
abrigada. Pero si hubiera salido, pensó irónicamente, Jaggs la hubiera
acompañado.
Entonces se acordó de pronto de cierta ocasión en la cual la
inesperada presencia de Jaggs la libró de una catástrofe.
Pensó pon vigésima vez cuál pudiera ser la historia del viejo Jaggs y
cómo habría podido conocerle Jack. Una vez cayó en la tentación de
preguntárselo al propio Jaggs, pero el viejo eludió hábilmente la
contestación diciendo, de un modo vago, que había estado trabajando
en provincias y ella no insistió más.
Pero, de todos modos, pensaba despedir a Jaggs Encendió la luz y
sacó las innumerables botellas de agua caliente que Mrs. Morgan había
metido en la cama, llevada de su amabilidad.
El viejo Jaggs…, debía despedirlo…, era un estorbo…, una
molestia…

Se despertó sobresaltada inconscientemente al oír el reloj del hall


dando las tres. Puso los ojos en la ventana, abierta de par en par.
Aunque Mrs. Morgan la había cerrado, estaba abierta. Su corazón
empezó a latir apresuradamente. ¡Jaggs!, fue su primer pensamiento de
socorro. Nunca sospechó que pudiera pensar en aquel viejo con tanto
alivio. No se veía nada. La tormenta de aquella noche había cesado y
un ligero destello de la luna se filtraba por la ventana. Entonces vio
moverse las cortinas y abrió la boca para gritar, pero el miedo paralizó
su voz y se quedó mirando hacia allí, incapaz de moverse, de gritar o
articular una sola palabra. Las cortinas siguieron balanceándose y una
silueta se recortó suavemente al tenue resplandor.
Esto rompió el hechizo. Se deslizó fuera de la cama y corrió hacia la
puerta, pero el hombre la cortó el paso. Antes que pudiera gritar, una
manaza agarrotó su garganta y la empujó contra los barrotes de la
cama.
Vio horrorizada cómo aquel rostro amenazador iba aproximándose
hacia ella. Pero luego advirtió en él una mueca repentina de terror. La
mano se aflojó y el individuo farfulló algo, dejando caer sus dedos sobre
la cama. Entonces comprendió. Había dos intrusos en el cuarto. El
segundo era un hombre alto, de barba rubia y ojos bailarinamente
alegres, que estaba limpiando en sus propios puños el cuchillo que
acababa de hundir en el primer individuo.
—¡Nadie impedirá que yo haga justicia! —exclamó sordamente.
Estaba loco. Se dio cuenta de ello instintivamente y recordó
entonces cierta noticia sobre la fuga de un demente. Lydia trató de
ganar la puerta, pero él la cogió por un brazo.
—No tiene usted derecho a sentarse en un consejo de guerra,
señora —dijo con extraña cortesía, pero, en aquel momento, la luz del
cuarto se encendió y Jaggs apareció bajo el dintel, con los labios
entreabiertos y una pistola en la mano izquierda.
—Suelte ese cuchillo o disparo —ordenó.
El loco volvió suavemente la cabeza y miró al intruso.
—Buenos días, general —dijo con calma—. Llega usted a tiempo —
y echó el cuchillo al suelo—. La juzgaremos según la ley.

CAPITULO XV
«TRÁGICO SUCESO EN WEST END»
UN MÉDICO LOCO HIERE A UN LADRÓN EN LA HABITACIÓN DE UNA MUJER.

» L adetalles
fuga del doctor Thun del manicomio de Norwood y cuyos
publicamos en nuestra primera edición de ayer, ha
tenido un desenlace extraordinario y trágico. Esta mañana, a las cuatro,
acudiendo a una llamada telefónica, el detective sargento Moller,
acompañado de otro agente, fue al número 84 de Cavendish Mansions,
a un piso ocupado por Mrs. Meredith, y allí encontraron y detuvieron al
doctor Algernon Thun, que se había escapado del manicomio de
Norwood. En el cuarto también fue encontrado un hombre llamado
Hoggins, persona bien conocida de la Policía. Por lo visto, Hoggins
había violado el piso de Mrs. Meredith bajando del tejado con ayuda de
una cuerda y entrando en el dormitorio de Mrs. Meredith por la ventana.
Cuando llegó allí fue descubierto por Mrs. Meredith, que
indudablemente hubiera sido asesinada a no haber mediado el doctor
Thun, quien, inexplicablemente, estaba también en la alcoba. En la
lucha que siguió, el médico, enfermo de manía persecutoria, hirió
gravemente al ladrón, que difícilmente saldrá con vida. Entonces, el loco
prestó atención en la señora. Afortunadamente, un viejo que trabaja en
el piso y que se hallaba adormecido fue despertado por el ruido de la
lucha y llegó a tiempo de evitar que la dama cayese en manos del loco.
El herido maleante fue trasladado al hospital y el perturbado fue
reintegrado al manicomio. Dicho loco hizo una extraña declaración a la
Policía diciendo que el mariscal Pétain le había ayudado a fugarse
conduciéndole directamente al domicilio de sus enemigos».
Jean Briggerland dejó el periódico y empezó a reír.
—No es para echarse a reír —gruñó Briggerland furioso.
—Si no me riese haría algo más emocionante —replicó su hija con
frialdad—. ¡Pensar que ése iba a volver otra vez para hacer el robo por
su cuenta! Nunca me lo imaginé.
—Faire me dijo que no cree que salve la vida —dijo Mr. Briggerland
rascándose la calva cabeza con irritación—. ¿Tú crees que ese lunático
dirá algo?
—¿Y qué si lo dice? —contestó impaciente la joven.
—Tú aseguraste el otro día… —empezó él.
—El otro día importaba, querido padre. Pero hoy no. Creo que será
mejor que lo dejemos. Yo olvido todas las lecciones que me enseña mi
libro cuando confío el trabajo a otras personas —y luego agregó en voz
baja—: Ese Jaggs…
—¿Cómo?
—Estoy pronunciando un simpático nombre —sonrió ella recogiendo
su servilleta y levantándose—. Voy a hacer un viaje por el país. ¿Te
gustaría venir? Mordon está entusiasmado con el coche nuevo. Por
cierto que nos pasaron la factura esta mañana. ¿Tenemos dinero?
—Unos pocos miles —dijo el padre frotándose la barbilla—. Jean,
tendremos que vender algunas cosas como no nos salga este negocio.
Jean apretó los labios, pero no habló.
Salió, fue a Cavendish Mansión y no se sorprendió ni se turbó al ver
que allí estaba Jack Glover.
—Querida —dijo cordialmente, tomando entre las suyas las manos
de Lydia—. ¡Cuánto he sentido todo lo que dicen los periódicos! ¡Debió
de ser terrible!
Lydia estaba pálida y con amoratadas ojeras pero trataba de tomar
alegremente todo aquello.
—Precisamente estaba tratando de contar a Mr. Glover lo ocurrido.
Lo malo es que el maravilloso Jaggs no está aquí. Él sabe mejor que yo
todo lo sucedido, porque la verdad es que yo me desmayé del modo
más femenino.
—¿Cómo entró?, me refiero a ese loco —preguntó la joven.
—Por la puerta.
Fue Jack quien contestó.
—¿No cree que es sumamente extraño que un perturbado entre en
un piso abriendo la puerta con llave, que alguien lo trajera hasta aquí y
que ese alguien encendiera una cerilla para asegurarse de que éste era
el auténtico número de la puerta?
—El mismo loco pudo haber encendido la cerilla —contestó Jean—,
pero como usted es tan listo podrá probar que no fue así.
—Encontramos dos cerillas en el hall —contestó Jack—. Y cuando el
doctor Thun fue registrado no encontraron cerillas en sus bolsillos.
Además, la mayoría de los perturbados homicidas tienen verdadero
pánico al fuego, sea en la forma que sea. El doctor con quien he estado
hablando está totalmente seguro de que ese loco no encendió la cerilla
por sí mismo. ¡Oh, por cierto, Miss Briggerland! Su padre conocía a este
desgraciado trastornado. Hace pocos días fue a verlo al manicomio,
¿verdad?
—Sí —contestó ella sin vacilación—. Me lo dijo esta mañana. Ya
sabe usted que mi padre está escribiendo un libro sobre los
manicomios. Se quedó horrorizado cuando supo que ese loco se había
escapado; el médico del sanatorio le había dicho que era un enfermo
peligroso. ¿Pero cómo podría figurarse nadie que se le iba a ocurrir
venir aquí? —preguntó con sus enormes y tristes ojos puestos en Jack
—. Si leyéramos una cosa así en una novela nos parecería absurda.
¿Verdad?
—Y ese Hoggins —siguió Jack, sin hacer caso— era casualmente
uno de los socios del club de su padre, ¿verdad?
Ella frunció el entrecejo.
—No lo recuerdo, pero quizá sí —admitió con una sonrisita—. Pobre
papá; no creo que pueda llegar a regenerar el East End.
—Ni yo creo que eso le impida dormir. En todo caso, el East End
podría tratar de regenerarle a él.
La sonrisa se esfumó en el rostro de Jean.
—Está usted fuera de sí y no sabe lo que dice. Sé muy bien por qué
le tiene usted tanta simpatía —se volvió hacia Lydia y añadió—:
Supongo, querida, que Mr. Glover sigue creyendo en mi siniestra
intervención en este asunto.
—Tú eres la persona menos siniestra que he conocido en mi vida,
Jean —rió Lydia—, y no creo que Mr. Glover piense de verdad lo que
dice.
—Que no, ¿eh? —dijo Jean suavemente, y Jack observó que
contenía la risa.
Había cierta gracia siniestra en aquella situación que incluso a él le
hacía sonreír.
—Ojalá se case usted y siente la cabeza, Miss Briggerland —dijo.
Aquello la dio una oportunidad. Cambió de expresión y fingió tal
pena, que sus hermosos ojos brillaban de aflicción y tristeza.
—¡Qué más quisiera yo! —suspiró—, pero con usted nunca podría
casarme, Jack.
Y lo dejó sin habla.
Cuando Lydia regresó de acompañar a su amiga a la puerta notó su
desconcierto y trató de obtener una explicación.
—Yo…, yo quiero creer que cuando dijo usted todo eso no lo estaba
pensando, Mr. Glover.
Y hubo en su voz un tono de reproche del que más tarde llegó a
arrepentirse.

CAPITULO XVI

L ydia había prometido ir al teatro aquella noche con Mrs. Cole-


Mortimer, buen pretexto para darse el gusto de salir de casa.
Mrs. Cole-Mortimer, mujer avisada en cuanto a distracciones, tenía
un palco, y aunque Lydia ya había visto la función (se trataba de la
comedia que presenció la noche de su aventura), resultaba agradable
volver a verla sentada cómodamente con su amiga y a salvo de
cualquier molestia.
Al final de uno de los actos, Mrs. Cole-Mortimer la hizo una invitación
que ella recibió con entusiasmo.
—Tengo una casa en Cap Martin —dijo Mrs. Cole-Mortimer—.
Aunque es modesta, creo que le gustará. Odio ir sola a la Riviera, y si a
usted no la importase venir conmigo me encantaría que lo hiciese. Mi
yate me ha tomado la delantera y me espera en Mónaco, así que lo
pasaríamos muy bien.
Lydia aceptó yate y casa como había aceptado la invitación, sin
hacer pregunta alguna. El yate había sido contratado aquella mañana, y
la casa alquilada por telégrafo el día anterior; pero Lydia ni siquiera lo
sospechó. De Mrs. Cole-Mortimer sólo sabía que tenía mucho dinero, y
ni aun en sueños podría imaginarse que Jean Briggerland le había
procurado el necesario para el alquiler de tantos lujos. Por cierto que la
negociación no se cerró en términos delicados, porque Mrs. Cole-
Mortimer no era, precisamente, una mujer de escrupulosa conciencia.
Bastó que Jean insinuase que había alguien en la Riviera con quien
deseaba encontrarse sin el conocimiento de su padre, y que ella
pagaría todos los gastos, para que Mrs. Cole-Mortimer accediera a
pasar por amiga y protectora de Lydia Meredith. Hay que reconocer que
aquella señora tenía la facultad de creerse sus propias invenciones y
estaba ya convencida de que Jaime Meredith había sido un gran amigo
suyo, y de que el yate y la casa de la Riviera eran de su absoluta
propiedad.
Le fue difícil, sin embargo, explicar el maravilloso sistema que iba a
emplear en Montecarlo, sistema que, según ella, hacía millonaria a la
gente. Lydia, nada jugadora y sólo ligeramente interesada en los juegos
de azar, prestó tan poca atención al plan de Mrs. Cole-Mortimer que
ésta gruñó de impaciencia, ignorando que iba a servir de cómplice en
las trampas que Jean Briggerland iba a tender a su joven amiga.
Fueron a cenar a un club y la tonta de Lydia pensó, divertida, en el
pobre Jaggs, que tan en serio tomaba su misión. Tan bonita como
irreflexiva, Lydia estaba otra vez decidida a deshacerse del viejo, a
pesar de tener ya motivos sobrados para vivir en perpetua alarma y
para sentirse agradecida hacia su guardaespaldas nocturno.
Mientras se dirigía hacia la puerta del club echó un vistazo a su
alrededor esperando verle. La entrada del club estaba en una calle que
desembocaba a Leicester Square, y la pobre iluminación favorecía el
camuflaje de Mr. Jaggs; no vio rastro de él, y Lydia no quiso esperar
más en la noche fría a ver si lo veía.
Mrs. Cole-Mortimer no había previsto que Jean Briggerland pudiera
estar en el club, y la encontraron sentada ante un grupo de jóvenes.
Jean hizo sitio a su amiga y la presentó a media docena de personas,
cuyos nombres no logró recordar Lydia.
Sin embargo, Mr. Marcus Stepney, aquel joven y oscuro personaje
que la saludó inclinándose sobre su mano como si fuera a besársela, ya
lo había conocido ella antes y su segunda impresión acerca de él fue
aún menos favorable que la primera.
—¿Bailas? —preguntó Jean.
Un jazz-band estaba tocando un contagioso two-step. A un gesto de
la joven, Jean llamó a uno de sus amigos, un muchacho alto y elegante,
que aprovechó todo el baile para deslizar en el oído de Lydia un torrente
de elogios favorables a Jean Briggerland.
Pero Lydia se divertía mucho.
—Desde luego es guapísima —reconoció—. Yo creo que es
encantadora.
—Eso es lo que yo digo —insistió el joven, que, según la dijeron, era
Lord Stoker—. A mí me parece la criatura más hermosa y más buena
del mundo.
—Desde luego también usted es un hombre guapo —dijo Lydia,
echándose a reír estrepitosamente.
—Pero Jean está siempre rodeada de mis enemigos —siguió
diciendo el joven lleno de resentimiento—. Y si vuelvo a encontrar a ese
maldito Glover, me las pagará.
La sonrisa desapareció del rostro de Lydia.
—Mr. Glover es amigo mío —dijo con premura.
—Lo siento —murmuró él—, pero…
—¿Y Miss Briggerland dice que él sea tan malo…?
—Claro que no. Ella jamás habla mal de nadie —y su señoría se
apresuró a exaltar a su ídolo—. Sólo dice que no sabe cómo librarse de
la constante persecución de Glover. Apena muchísimo ver cómo la
entristece ese amigo suyo.
Lydia se quedó pensativa en el resto de la velada; empezaba a
comprender unas cuantas cosas que no había distinguido hasta
entonces. Por su puesto, Jean nunca decía nada contra Jack Glover.
Pero por todos los medios trataba de separarla del joven abogado, de
quien hasta entonces no había dicho sino cosas favorables.
Cuando volvió a su piso supo que Mr. Jaggs no había estado en él
en toda la noche. Pero entró poco después que ella envuelto en un viejo
capote militar; a juzgar por su aspecto, había esperado toda la noche
bajo la lluvia.
—¿Dónde ha estado usted? —preguntó ella impulsivamente.
—Dando una vuelta, señorita —gruñó—. He paseado por los
muelles un rato.
—Usted ha estado a la salida del teatro y esperándome a la puerta
del Niro’s Club —acusó Lydia.
—No lo sé, señorita —contestó él—. Para mí, todos los teatros son
iguales.
—Debería quitarse la ropa y dársela a Mrs. Morgan para que se la
seque.
Él no hizo caso. Sólo se quitó su pesado capote. Luego desapareció
en su oscuro cuarto, donde estuvo murmurando en voz alta ciertas
cosas que, al parecer, sólo a él interesaban. Le habían puesto una
cama, pero sólo había dormido una vez en ella.
Después que el piso quedó en silencio y que el último clic de los
interruptores le hizo saber que todas las luces estaban apagadas, abrió
la puerta suavemente, y llevando una silla en la mano, la apoyó contra
la puerta de entrada y allí se quedó dormitando toda la noche. Cuando
Lydia se despertó a la mañana siguiente, ya se había ido, como de
costumbre.
CAPITULO XVII

L ydia tuvo mucho que hacer durante los días sucesivos. Como
había comprado la casa de Curzon Street, se pasaba todo el
tiempo entre mueblistas, empapeladores, decoradores y otras cosas
por el estilo.
El viaje a la Riviera llegó en el momento oportuno. Ella podría
dejar a Mrs. Morgan encargada de ciertos detalles de su nueva
casa, a la que regresaría al cabo de dos meses.
Entre otras cosas, el problema del guardián Mr. Jaggs tenía que
ser resuelto automáticamente.
Se lo dijo aquella noche cuando él entró.
—Por cierto, Mr. Jaggs, me voy al sur de Francia la semana que
viene.
—Un sitio precioso —sentenció Mr. Jaggs.
—Sí, un sitio precioso por todos conceptos —repitió Lydia con
una sonrisa—. Así, pues, usted quedará en vacaciones. Ah, por
cierto, ¿cuánto le debo?
—Me paga Mr. Glover, que es un caballero, señora —contestó
Jaggs.
—Bueno, pues dígale que le siga pagando mientras estoy fuera
—dijo la joven—. Le estoy muy agradecida y quisiera dejarle un
pequeño recuerdo antes de irme. ¿Le gustaría alguna cosa en
particular, Mr. Jaggs?
Después de frotarse la barba y de rascarse la cabeza, Jaggs dijo
que le gustaría una pipa.
—Pero no quisiera que usted se molestara, señora.
—Le regalaré la mejor pipa que encuentre. Me parece una buena
idea.
Siguió prestando sus servicios hasta la mañana en que ella se
fue, y aunque Lydia se levantó temprano, él se fue antes. Esto la
disgustó, porque le hubiera gustado entregarle la pipa mejor que
pudo comprar, y darle, además, las gracias. Al fin y cabo le debía
dos veces la vida.
—¿Le viste irse? —preguntó a Mrs. Morgan.
—No, señora —contestó la maciza sirvienta—. Me levanté a las
seis, pero él ya se había ido Dejó su silla en el pasillo… Y temo que
en ella haya estado durmiendo todo el tiempo.
—¡Pobre viejo…! —dijo la joven—. ¿No crees que he estado
poco amable con él? ¡Y le debo tanto…!
—Puede que vuelva otra vez —dijo Mrs. Morgan.
Pero no volvió. Lydia esperó encontrarlo en la estación, pero no
lo vio por ninguna parte.
Se fue en el tren de las once con Mrs. Cole-Mortimer, con quien
se reunió en la estación. Esta señora había proyectado pasar un día
en París, y la joven lo agradeció, porque después de haber tenido
una mala travesía en el canal no le parecía bien continuar el viaje
durante toda la noche.
El sur de Francia fue una revelación para ella. No tenía idea de
que pudiera haber tan extraordinario cambio de clima y vegetación
en aquel país.
Había pasado un frío horrible en París y se encontraba, al cabo
de unas horas de viaje, en un lugar soleado y de cálida brisa; de las
desnudas tierras de la Campaña había pasado a una región llena de
flores en pleno febrero; se veía ante una playa blanquísima bajo un
cielo azul y sin la menor sombra de nubes.
Se quedó extasiada ante aquel paisaje. Los árboles cuajados
con limones, y el aire perfumado de doradas mimosas le encantó.
Dejaron el tren en Niza y fueron en auto a lo largo de la Grande
Corniche. Mrs. Cole-Mortimer quiso parar un poco en Montecarlo y
la joven se quedó en el asiento trasero del auto gozando con el
espectáculo de aquella espléndida vista, mientras su anfitriona se
entrevistaba con el agente a quien habían alquilado la casa.
Parecía como si la región estuviese bajo techo de cristal, tan
limpia de mancha alguna. Resplandecía toda ella.
No la gustó nada el Casino, que parecía haber sido construido
para algún festejo pasajero.
Siguieron en auto hacia la península de Cap Martin, y desde el
auto divisaron las villas entre los pinos y sus caminejos, que se
perdían entre macizos de flores. De pronto, el auto se detuvo ante
una hermosa casa que aun a la misma Mrs. Cole-Mortimer causó
admiración.
Lydia, que creía que aquella mansión era exclusiva propiedad de
Mrs. Cole-Mortimer, estaba encantada.
—¡Qué suerte tiene usted con una casa como ésta, Mrs. Cole-
Mortimer! Debe de ser delicioso vivir aquí…
Todavía no se había percatado por completo del alcance de su
propia fortuna, porque ella podía permitirse perfectamente el lujo de
tener una casa así, si le venía en gana, cosa que pensó más tarde.
Tampoco pensaba encontrarse con Jean Briggerland y su padre,
sentados en una butaca de mimbre en la veranda, contemplando el
mar y fumando un cigarrillo.
Mrs. Cole-Mortimer había tenido el cuidado de evitar el nombre
de Jean durante el viaje.
—¿No la dije que estarían aquí? —dijo como si se hubiese
pasado el viaje hablando de ello—. Pero, claro, Jean salió dos días
antes que nosotros. Haremos un grupo agradable. ¿Juega usted al
bridge?
Lydia pasó el resto del día explorando los alrededores y
contemplando el mar.
Percibió las luces que brillaban en Montecarlo y los blancos
yates que salían de Mónaco, y más allá de la costa, una hilera de
luces que corrían a lo largo de Beaulieu.
—Esto es precioso —dijo con un largo suspiro.
Mrs. Cole-Mortimer, que la había acompañado en su corta
excursión, hizo un lírico ditirambo del lugar.
La cena resultó muy agradable y distraída por que Jean estaba
en vena. Tenía un gran sentido del humor y algunas veces
embromaba un poco a su padre y otras a la propia Lydia, pero más
a menudo dijo frases Ingeniosas a costa del mundo elegante,
remedando modas y modos de la gente. Lydia no cesó de reír en
toda la noche.
Mrs. Cole-Mortimer era la única que estaba nerviosa e inquieta.
Había sabido una mala noticia y no sabía si debía comunicarla a sus
«invitados» o callarla. Pero se liberó de aquel dilema lanzando la
bomba.
—Celeste dice que el hijo pequeño del jardinero tiene viruelas
negras —dijo casi en un susurro.
Jean estaba contando una divertida historia a la joven, que se
había sentado a su lado, y apenas si hizo una pausa de un segundo
en su narración. Sin embargo, el efecto que hizo en Mr. Briggerland
satisfizo plenamente a Mrs. Cole-Mortimer. Arrastró su silla hacia
atrás y dijo a su «anfitriona»:
—¿Viruelas negras? ¿Aquí, en Cap Martin? ¡Santo Dios! ¿Has
oído eso, Jean?
—Que si oí ¿qué? —preguntó ella—. ¿Eso del hijito del
jardinero? Oh, sí. Ha habido una epidemia en la Riviera italiana y en
vista de ello cerraron la frontera la semana pasada.
—¡Pero aquí…! —saltó Briggerland.
Lydia sólo pudo captar el asombrado rostro de padre de Jean.
Daba pena ver la cara de terror de Briggerland. Su piel bronceada
se había tornado gris oscura y su labio inferior temblaba como el de
un niño asustado.
—¿Por qué no? —dijo Jean fríamente—. No hay nada que
pueda impedirlo. ¿Te has vacunado recientemente? —preguntó
volviéndose a Lydia.
—No, desde que era niña, y aun así creo que la vacuna no me
prendió.
—De cualquier modo, el niño está aislado en el cotagge y se lo
llevan a Niza esta noche —dijo Jean—. ¡Pobre niño! Incluso su
madre lo ha abandonado. ¿No vas al Casino? —preguntó.
—No lo sé —contestó Lydia—. Estoy muy cansada, pero me
gustaría ir.
—Llévala tú, papá. Cuando volváis, ya habrá desaparecido el
foco infeccioso.
—¿Tú no vienes? —preguntó Lydia.
—No; me quedaré en casa esta noche. Me torcí esta mañana el
tobillo y lo tengo un poco inflamado. ¡Papá!
Esta vez su voz fue oscura, casi amenazadora —pensó Lydia—;
y Mr. Briggerland intentó heroicamente recuperar el dominio de sí
mismo.
—Des… desde… lu… luego, hija mía, encan… encantado.
Poco después, mientras Lydia se cambiaba de vestido en su
enorme y hermosa habitación orientada al mar, Mr. Briggerland
increpó a su hija:
—¿Por qué no me dijiste que había viruela negra en Cap Martin?
—preguntó temerosamente.
—Porque no lo supe hasta que Margarita lo dijo. Además, según
una de las doncellas, la madre ha abandonado al niño. ¡Qué miedo
tienes papá!
—Es que odio hasta la idea misma de una epidemia. ¿Por qué
no vienes con nosotros?… ¿Qué cuento es ese de tu tobillo?
—Porque prefiero quedarme en casa.
Él se la quedó mirando suspicazmente.
—Jean —dijo en voz baja—, ¿es que vas a hacer alguna de las
tuyas? No hace mucho que nos fracasó lo de aquel médico loco.
Ella salió un momento, cogió una pitillera de oro del bolsillo del
chaleco, sacó un cigarrillo y la volvió a guardar antes de hablar.
—No nos queda más remedio que hacer otro intento. ¿No
comprendes que cualquier día su abogado puede convencerla de
que haga testamento dejando todo su dinero a… un hogar de gatos
abandonados, o algo por el estilo? Si no fuera por Jack Glover
podríamos esperar tranquilamente meses enteros. Y le tengo menos
miedo a él que a ese Jaggs. Papá, deberías alegrarte al saber que
ya casi no tengo miedo de ese viejo.
—Claro… Ninguno de los dos está aquí.
—Sí; ninguno de los dos está aquí, pero Lydia acaba de recibir
un telegrama de Jack Glover diciéndole que llegará la semana que
viene.
En ese momento Lydia regresó y Jean Briggerland la miró con
ojos escrutadores.
—Estás guapísima —dijo besándola.
La nariz de Briggerland se arrugó como siempre que su hija lo
asombraba.

CAPITULO XVIII

J ean Briggerland esperó a dejar de oír el ruido del motor del


coche; luego subió de nuevo a su dormitorio, abrió el buró y
sacó un largo guardapolvo que utilizaba cuando iba en auto
descubierto. Había visto una botella de agua oxigenada en el cuarto
de Mrs. Cole-Mortimer. Probablemente aquella botella contribuiría a
mantener gloriosamente juvenil el cabello de Mrs. Cole-Mortimer,
pero también era un fuerte desinfectante. Metió un pañuelo en una
jofaina de agua corriente, a la que agregó una generosa cantidad de
la oxigenada, y cuando lo sacó lo exprimió con fuerza hasta dejarlo
casi seco, una vez hecho lo cual se lo arrolló cuidadosamente al
cuello. Se encasquetó la gorra de goma que utilizaba para bañarse y
sonrió al contemplarse de esa guisa ante el espejo. Luego sacó un
par de guantes de cabritilla y se los puso.
Apagó la luz y bajó silenciosamente por la escalera alfombrada.
Los criados se hallaban cenando y abrió la puerta cruzando el
jardín, deslizándose hacia el cottage en donde había estado dos
días antes.
Una pálida luz iluminaba uno de los dos cuartos de la casita del
jardinero y la ventana no tenía cortinas. Distinguió la cama y a su
diminuto ocupante, pero no vio a nadie más en la habitación. La
doncella había dicho que la madre había abandonado al pequeño
paciente, pero eso no era verdad. El médico había ordenado que la
madre quedase aislada y la había enviado a un hospital de
infecciosos para recluirla preventivamente. En aquel momento, la
madre esperaba al final de la avenida la llegada de la ambulancia
que había de llevársela.
Jean abrió la puerta y entró en la casita cubriéndose la boca con
el pañuelo. La casa estaba desierta, y sin la menor vacilación, Jean
sacó al niño de la cama, lo envolvió en una manta y cruzó el jardín
de nuevo. Se fue directa y silenciosamente al cuarto de Lydia. Había
suficiente luz para distinguir la cama; deshizo el lecho y posó
suavemente al niño entre las sábanas. El pequeño estaba
inconsciente. Las horribles marcas de la enfermedad lo cubrían casi
por completo y no hacía el menor ruido.
Jean se sentó pacientemente en una silla. Su casi inhumana
calma no fue alterada por la menor aprensión. Había previsto
cualquier contingencia y estaba dispuesta a dar una explicación
satisfactoria si llegase a suceder algo.
Pasó media hora y luego, levantándose, envolvió otra vez al
pequeño en la manta y lo llevó de nuevo al cottage. Poco después,
cuando salía de allí oyó el ruido de un motor, pisadas y se deslizó
entre las sombras de los árboles.
Primero fue directamente a la habitación de Lydia y arregló la
cama, esparciendo por la habitación el perfume que había visto en
el tocador; luego volvió de nuevo al jardín, se despojó del
guardapolvo, del gorro de goma, de los guantes y del pañuelo y
haciéndolos un lío los arrojó por las barras de una ventana abierta
que daba al sótano.
Oyó las voces de la enfermera y del practicante que metían al
niño en la ambulancia.
—¡Pobre criatura! —murmuró—. ¡Confío en que mejore!
Y, por extraño que parezca, lo gracioso era que lo sentía de
corazón.

Lydia había pasado una tarde emocionante, y cuando regresó a


Cap Martin se hallaba muy cansada, pero feliz. Había visto un nuevo
mundo, inédito hasta entonces para ella, y aunque vino dando
cabezadas en el auto, quiso hablar un rato con la simpática Jean
antes de irse a dormir.
Mrs. Cole-Mortimer se retiró temprano. Mr. Briggerland se fue a
la cama en cuanto llegó pero Lydia, feliz, tenía ganas de
conversación. Jean estuvo poco locuaz. Por fin, Lydia dijo lo que ella
deseaba:
—Oh, querida, si no me voy a la cama acabaré durmiéndome
sobre la mesa —confesó conteniendo un bostezo.
—¡Cuánto lo siento! —dijo la sufrida Jean. Y acompañó a su
joven amiga hasta su cuarto, llevándola cogida por el talle.
Una doncella había dejado las cosas de Lydia sobre un enorme
diván. Lo notó con cierta sorpresa para ella y se desvistió
apresuradamente.
Lydia abrió la puerta de su dormitorio, y ya tenía la mano en el
interruptor de la luz cuando percibió un olor suave y nada
desagradable. Era algo penetrante y picante. «Desinfectante»,
pensó mecánicamente. Encendió la luz pensando de dónde
procedería. Y luego cruzó el cuarto y se llegó a la cama. Allí se
detuvo; estaba empapada en agua de tal manera que goteaba al
suelo, formando charcos. No había ni una pulgada seca desde la
cabecera a los pies; todo el colchón aparecía mojado. Quienquiera
que hubiera hecho aquello lo había realizado a conciencia. Mantas,
sábanas, almohadas, todo chorreaba y olía a lo que ella había
reconocido antes de ver sobre el suelo una botella vacía con la
etiqueta de «Agua oxigenada».
Sólo pudo asombrarse en silencio. Era demasiado tarde para
levantar a la doncella. Recordó que había un diván muy confortable
en el gabinete y se acostó allí.
Pocos minutos más tarde estaba dormida. No así Miss
Briggerland, que se hallaba sentada en su cama con un cigarrillo
entre los labios y leyendo un grueso volumen que tenía apoyado en
las rodillas:
«Tales malignas enfermedades son, casi sin excepción,
rápidamente fatales, y algunas veces su desarrollo es tan rápido que
apenas si aparecen los síntomas de la propia enfermedad», leyó. Y,
abandonando el libro sobre el suelo, apagó el cigarrillo sobre una
bandeja de alabastro y se dispuso a dormir. Estaba medio dormida
cuando recordó que no había hecho sus oraciones nocturnas.
—¡Oh, maldita sea! —exclamó Jean arrodillándose de mala gana
en el frío suelo, al lado de la cama.

CAPITULO XIX

L a doncella despertó a Jean Briggerland a las ocho de la


mañana del día siguiente.
—¡Señorita! —dijo mientras posaba sobre la mesita la bandeja
con el chocolate—. ¿Se ha enterado de lo que le ha pasado a Mrs.
Meredith?
Jean abrió los ojos, se deslizó en su salto de cama y se sentó
bostezando.
—¿Que si me he enterado de lo que le ha pasado a Mrs.
Meredith?
—Sí, de lo que la pasó anoche, señorita.
Jean se espabiló por completo.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó.
—Pues que alguien la ha gastado una broma. Su cama
chorreaba agua oxigenada.
—¿Que chorreaba qué?
—Sí, señorita. Han debido de verter jarros enteros encima de la
cama y utilizaron también el frasco de agua oxigenada de Mrs. Cole-
Mortimer.
Jean saltó fuera de la cama y se quedó mirando sus blancos
pies.
—¿Dónde durmió anoche Mrs. Meredith? ¿Por qué no nos
despertó?
—Durmió en su gabinete, señorita. Yo creo que la señora no
quiso molestar.
—¿Y a quién se le ocurrió la broma?
—No lo sé. Es una gracia estúpida y no creo que se hayan
atrevido a hacerla ninguna de las criadas francesas que tenemos
aquí.
Jean se puso las zapatillas, se cambió el salto de cama por una
bata y salió a enterarse personalmente.
Lydia se estaba vistiendo en su cuarto, y, como si nada hubiese
pasado, tenía el mejor humor del mundo.
Le bastó una mirada a la cama. Aún estaba húmeda y la botella
vacía del agua oxigenada hablola por sí sola.
Jean miró todo aquello pensativamente mientras entraba en el
cuarto.
—Pero ¿qué pasó anoche, Lydia?
Lydia se volvió.
—¡Hola! ¿Te refieres a la cama? Sabe Dios… Supongo que
alguien, excediéndose en su amabilidad, intentó desinfectar el
cuarto al saber que teníamos en la finca a ese pobre niño enfermo.
Y ha convertido el colchón en una especie de esponja.
—Sí, una esponja —repitió Jean apagadamente—. Me figuro lo
que dirá la pobre Mrs. Cole-Mortimer. ¿No tienes ni la más ligera
idea de quién habrá podido ser?
—No, ni la más ligera.
—Iré a ver a Mrs. Cole-Mortimer y le diré que te cambie de cama
—sugirió Jean.
Jean regresó a su cuarto, se bañó y se vistió perezosamente.
Encontró a su padre en el jardín leyendo el Nicoise a la sombra
de un arbolillo, pues el sol, más que calentar, abrasaba a aquella
hora.
—He cambiado mis planes —anunció ella sin más preliminares.
—No sabía que tuvieras ninguno —contestó él mirándola por
encima de las gafas.
—Pensaba haber vuelto contigo a Londres.
—¿Volver a Londres? —preguntó él incrédulamente—. Yo creí
que íbamos a quedarnos aquí un mes.
—Ahora, probablemente sí —contestó Jean, acercando una silla
de mimbre—. Dame un cigarrillo.
—Estás fumando mucho esta temporada —observó su padre,
ofreciéndola su pitillera.
—Sí, ya lo sé.
—¿Es que andas mal de los nervios?
Ella le miró con el rabillo del ojo y sus labios se entreabrieron.
—Así sería si hubiese heredado un poco de tu torpeza —dijo
fríamente, y él adivinó que algo sucedía—. No, mis nervios están
bien, pero un cigarrillo me ayuda a pensar.
—Conque yo soy torpe, ¿eh? Sabrás que he estado trabajando
desde las cinco de la mañana. He tenido que…
—¿Qué has tenido que hacer? —preguntó ella con curiosidad.
—No, nada —contestó él con un suave gesto.
Estuvieron así callados y sentados, inmersos en sus propios
pensamientos durante un cuarto de hora.
—Jean…
—¿Qué? —preguntó ella sin volver la cabeza.
—¿No crees que sería mejor que volviésemos a Londres? Lord
Stoker está muy enamorado de ti.
—Pero yo no lo estoy de él —contestó ella tajantemente—. No
gana más que su paga militar, quinientas libras al año. Está sujeto a
la disciplina de cuartel y, aunque tiene un título, su cerebro es de
canario. ¿De qué me sirve a mí un titulo? Además, yo soy
demócrata por naturaleza.
Él carraspeó y hubo otro silencio.
—¿Crees tú que el abogado ese estará enamorado de Lydia?
—¿Jack Glover?
Mr. Briggerland asintió.
—Me figuro que sí —contestó Jean pensativamente—. Me gusta
Jack…; es inteligente. Tiene todas las cualidades morales que una
admira tanto en abstracto. Me gustaría enamorarme de Jack.
—¿Es que no podría quererte? —preguntó su padre.
—No, no podría —contestó ella brevemente—. Jack sería un
hombre feliz si me hubiese visto en lugar de Jaime Meredith en Old
Bailey. No, no me hago ilusiones respecto a los sentimientos de
Jack.
—Me figuro que anda tras el dinero de Lydia —dijo Briggerland
rascándose su calva cabeza.
—No seas tonto —le replicó ella con calma—. Es un hombre que
no se preocupa por el dinero de una mujer. Me gustaría que Lydia
hubiese muerto ya —añadió con ingenuidad—. Esto facilitaría
mucho las cosas.
Su padre murmuró algo.
—Algunas veces me asombras, Jean —dijo en tono tal que ella
sonrió.
—Eres como la mitad de la mitad de un hombre —replicó ella sin
ninguna nota de broma en la voz—. Querías beneficiarte con la
muerte de Jaime Meredith y le mataste a sangre fría; lo mismo
hiciste con el pobrecito Bulford, y, sin embargo, das una multitud de
rodeos en lugar de hablar claro. ¿Qué más da que Lydia muera
ahora que dentro de cincuenta años? —preguntó—. Otra cosa sería
si fuese inmortal. Se da excesiva importancia a la vida humana. Sólo
los antiguos y los japoneses la toman como es. No es más cruel
matar a un ser humano que retorcer el pescuezo a una gallina o
rajar al cerdo que nos provee de jamón. La comida no representa
crimen alguno en la mesa ni jamás se piensa en ello, pero como el
animal-hombre puede hablar, vestirse con fibras vegetales y
adornarse con pedazos de metal o de cuarzo brillante, se da un
valor a su vida que niegan al cerdo o a la vaca que pasta en los
prados de los mismos que late matan. Matar es un procedimiento
expeditivo. Está permitido emplearlo si se le llama guerra, y es
horrible cuando le llaman crimen. Para mí todo es matar. Si te cogen
en el momento de matar a alguien, te matan y la gente dice que con
derecho. La inviolabilidad de la vida humana es un slogan inventado
por los cobardes como tú, que tienen miedo a la muerte.
—¿Y tú no, Jean? —preguntó él.
—Yo tengo miedo a la vida sin dinero —respondió ella con calma
—. Tengo miedo a los días de largo trabajo, a mantenerse de un
empleó miserable, a apretarme en el Metro entre gente maloliente, a
ocupar un sórdido cuartito y a vestir pobremente. Tengo miedo a
tener que hacerme la cama, a lavarme los pañuelos y las blusas, a
tener que dar la vuelta a los abrigos y reformar los sombreros para
conservarlos dentro de la moda. Tengo miedo de tener un marido
pobre y una procesión de chiquillos, de tener que atender la casa
con una criada incompetente, o quizá sin ella. Esas son las cosas
que me dan miedo, señor Briggerland.
Se sacudió la ceniza que había caído sobre su vestido y se
levantó.
—No he olvidado la vida que hemos llevado en Ealing —declaró.
Contempló la bahía de Montecarlo brillando bajo el resplandor de
aquel sol mañanero, la verdeada silueta de Cap-d’Ail a Beaulieu, y
siguió diciendo:
—Está escrito —citó sombríamente, y le dejó con la palabra en la
boca, metiéndose en casa para reunirse con Lydia, que estaba
radiante de belleza con su vestido nuevo.

CAPITULO XX

¿ H as averiguado ya el misterio de la cama empapada? —


preguntó sonriendo Jean.
Lydia se echó a reír.
—Ni me he acordado de ello —contestó—. ¡Pobre Mrs. Cole-
Mortimer! ¡Está terriblemente enfadada!
—No tiene por qué estarlo. ¡Ni que la cama fuera suya!
Para Lydia, aquél fue el primer indicio de que la casa había sido
alquilada con muebles.
Fueron en auto hasta Niza aquella mañana, y Lydia, recordando
la observación de Jack Glover, miró detenidamente al chófer y
empezó a notar cierto parecido con el hombre que la había ofrecido
un taxi en la noche que fue raptada a la salida del teatro. Cierto que
el taxista tenía bigote y este otro iba totalmente afeitado, llevando
además finas patillas; pero había cierto parecido.
—¿Hace mucho que tienes este chófer? —preguntó a Jean
mientras rodaban por la carretera de Montecarlo, paralela al mar.
—¿A Mordon? Sí, hace seis o siete años que le tenemos —
contestó Jean descuidadamente—. Está a nuestro servicio aquí en
el continente. Habla francés perfectamente y es un excelente
conductor. Papá ha tratado de persuadirle de que venga a
Inglaterra, pero Mordon odia Londres y, según me dijo el otro día, no
ha ido por allí hace lo menos siete años.
Aquello disipaba el parecido, pensó Lydia, pero podía recordar
su voz, y cuando se bajaron en el paseo de los Ingleses, le habló. El
chófer replicó en francés, lo cual hizo imposible comparar el timbre
de una voz con otra.
El paseo estaba lleno de gente. Una banda tocaba en el quiosco,
y aunque el viento era más frío que en Cap Martin, el sol calentaba
lo suficiente para hacer necesaria la sombrilla.
Había carreras, y las dos jóvenes comieron en El Negrito. Estaba
a mitad de la comida cuando se les acercó un hombre, y Lydia
reconoció a Marcus Stepney. Este hombre, de rostro moreno y de
suaves maneras, no era simpático a Lydia, aun cuando ella no podía
explicarse por qué. Con ella desplegaba sus modales más corteses
y deferentes.
Como de costumbre, iba vestido con la máxima corrección.
Marcus Stepney era un hombre de mucho gusto, que malgastaba el
tiempo todas las mañanas eligiendo corbata, camisa y calcetines.
Pero Lydia no sabía que su elegancia y su tren de vida dependían
de su habilidad con las cartas. Jamás se había cernido sobre él la
menor sombra de un escándalo; siempre iba impecable y siempre
estaba en los sitios más elegantes.
Cuando Aix estaba en su apogeo se le encontraba
inevitablemente en el Palace; en la semana de Deauville, podía
vérsele sentado a la mesa del bacará. Y, después que había cerrado
el Sport Club de Montecarlo, había siempre lugar para él en las
habitaciones cerradas de algún hotel donde se celebraban partidas
íntimas de póquer.
Y no había que negarlo: Marcus tenía suerte. Ganaba lo
suficiente en estas trasnochadas partidas para sostener su decoro
sin que la menor acusación manchara su buena fama.
—¿Van a las carreras? ¡Qué suerte! ¿Quieren venir conmigo?
Les podré aconsejar acerca de los ganadores.
—Yo no tengo para apostar —dijo Jean—. Soy una chica pobre.
En cambio Lydia está nadando en dinero y puede tomar parte en
todas tus apuestas, Marcus.
Marcus miró a Lydia alentadoramente.
—Si no tienes dinero, no te preocupes. Yo tengo suficiente y ya
me lo pagarás después. Podría hacerte ganar hoy un millón de
francos.
—Gracias —dijo Jean fríamente—, pero Mrs. Meredith no
apostará tan fuerte.
Su tono era de tan clara intimidación que Marcus sonrió
amigablemente.
Sin embargo, fue una tarde muy provechosa para Lydia, que
regresó a Cap Martin veinticinco mil francos más rica que cuando
salió por la mañana.
—Me ha dicho Lydia que ha tenido muchísima suerte —comentó
Mr. Briggerland más tarde, cuando se reunió con su hija.
—Sí. Ganó cerca de quinientas libras. Marcus estuvo
aconsejándola. Ella no sabía a qué caballos había apostado hasta
que empezaban las carreras. Y poco después aparecía él con unos
cuantos billetes de mil, dejando llena de asombro a Lydia. Por
supuesto, no ganó ninguna apuesta. Los veinticinco mil francos han
sido un farol que se ha marcado nuestro amigo, que, por cierto,
vendrá esta noche para ver el efecto que ha causado su
intervención «milagrosa».
Marcus Stepney llegó puntualmente, y de etiqueta, para disgusto
de Mr. Briggerland, que se vio obligado a retirarse a su cuarto para
reaparecer después convenientemente vestido para la cena.
La conducta de Marcus Stepney durante la cena fue
irreprochable. Se dedicó a entretener a Mrs Cole-Mortimer; y Jean,
que parecía no acordarse de él, no perdió uno solo de sus
movimientos, convencida de que estaba al acecho de una
oportunidad.
La oportunidad llegó al terminar la cena, cuando todos salieron al
jardín que daba al mar. La noche era fría y Mr. Stepney fue a buscar
capas y pieles para las señoras; luego maniobró de manera que
Lydia y él quedaron un tanto apartados de los demás, no
demasiado, pero sí lo suficiente para hablar sin peligro de ser oídos
claramente.
Jean, que hablaba en un rincón del jardín con su padre y Mrs.
Cole-Mortimer, no cogió una palabra, pero vio inclinarse
confidencialmente la cabeza de Marcus Stepney hacia su
compañera. En ese momento se levantó y se dirigió hacia ellos.
Marcus no profirió nada contra ella, porque no expresaba en voz
alta sus pensamientos. Le cedió su silla y fue a buscar otra para sí.
—¿Lo sabe Miss Briggerland? —preguntó Lydia.
—No —contestó Stepney amablemente.
—¿Puedo decírselo?
—Desde luego.
—Mr. Stepney me hablaba de una carrera de mañana. Qué
emocionante, Jean. Me decía que sería muy fácil ganar cinco
millones de francos sin correr un gran riesgo.
—Excepto el riesgo de un millón, me figuro —sonrió Jean.
Lydia asintió.
—Bien, ¿es que vas a hacerlo?
—No tengo un millón de francos aquí, pero no me arriesgaría
aunque lo tuviese.
Jean sonrió de nuevo al notar la contrariedad que aquello
produjo a Stepney, aunque procuró disimularlo lo mejor posible.
Poco después, lo cogió de un brazo y lo condujo por el jardín.
—Marcus —le dijo cuando estuvieron algo alejados de la casa—.
Creo que estás haciendo el tonto.
—¿Por qué? —preguntó el otro, que no estaba del mejor humor.
—Has sido poco astuto tratando de arreglártelas a solas con ella.
¡Qué truco tan miserable; el tuyo! ¡Todo por un miserable millón de
francos…, veinticinco mil libras! Aparte de que tu, fama podría
hundirse si se supiera que has robado a esa muchacha.
—No se trata de ningún robo —dijo él fogosamente—. Te dije
que «Valdau» ganará casi seguro el premio.
—No sería tan seguro si ella te diese el dinero —contestó
secamente Jean—. Todo se desvanecería en un instante; tú te
desharías en excusas y la pobre Lydia sólo habría perdido un millón
de francos. No, Marcus, eso es demasiado poco.
—Estoy al borde de la ruina —replicó él lacónicamente.
No tenía necesidad de ocultar su profesión ni de disimular sus
perversos planes.
Entre los dos había una extraña especie de camaradería.
Aunque él no pudiera ni siquiera entrever los horribles crímenes que
ella había planeado, parecía tomarla por una de tantas personas
que viven al borde de la ilegalidad.
—He pensado en ti mientras estabas sentado con ella —dijo
Jean—. Oye, Marcus, ¿por qué no te casas con Lydia?
Él se paró y se la quedó mirando.
—¿Casarme con ella, Jean? ¿Estás loca? No querría casarse
conmigo.
—¿Por qué no? Por supuesto que no se casaría contigo, tonto, si
la hicieses el amor en la forma de costumbre.
Él se quedó callado.
—Tiene seiscientas mil libras esterlinas y doscientas mil en
dinero contante en el Banco —dijo Jean.
—¿Por qué quieres que me case con ella? —preguntó él—. ¿Es
que tú podrías sacar tajada de alguna parte?
—Sí —contestó ella—. Las doscientas mil libras que tiene en el
Banco pueden ser realizadas fácilmente, Marcus, y ella aún podría
darte más…
—¿Cómo?
—Accediendo a una separación —dijo ella con frialdad—. Te
conozco. Ninguna mujer podría vivir mucho tiempo contigo
conservando el juicio.
Él carraspeó.
—¿Y tendría que darte el dinero?
—Oh, no —corrigió ella—. No soy tan estúpida. Sé por
experiencia que los estúpidos sólo cometen tonterías y se meten en
atolladeros. El hombre o la mujer que lo «quiera todo» suele
quedarse sin nada. No; me gustaría quedarme con la mitad.
Marcus se sentó en un banco del jardín y ella siguió su ejemplo.
—¿Qué hay que hacer? ¿Un acuerdo entre tú y yo? ¿Algo
firmado y sellado?
Ella posó sus ojos y los sostuvo fijos en él.
—Confío en ti, Marcus —dijo suavemente—. Sí te ayudo en
esto…, y lo haré si haces todo lo que yo te diga, confiaré
plenamente en ti.
Marcus Stepney se metió el dedo en el cuello con aire de
importancia.
—En mi vida he defraudado a nadie —dijo con un carraspeo.
—Ya lo sé; por eso podremos ir muy lejos los dos —dijo
cordialmente Jean—. Ahora bien: si me traicionas, yo podría dar a la
Policía el nombre y la dirección de otra mujer tuya que aún vive.
La boca de Marcus se abrió con desaliento.
—¿Có… cómo? —murmuró.
—Reunámonos con las señoras —dijo Jean levantándose y
cogiéndole del brazo.
Y la gozó extraordinariamente al notar cómo temblaba el hombro
de Marcus.

CAPITULO XXI

C uando Marcus Stepney visitó Cap Martin le pareció a Lydia


que había estado en el extranjero durante años, aun cuando
en realidad sólo llevaba allí unos días.
Nunca la aburría Mr. Stepney. Poseía un repertorio inagotable de
anécdotas y recuerdos no sólo divertidos, sino limpios de
ambigüedades molestas. Como era también algo deportista, se
citaron para el día siguiente para ir a una oculta cueva que contenía
dos piscinas naturales, introduciéndola así en las singularidades del
Mediterráneo.
En Montecarlo nadie se baña hasta mayo y el agua estaba más
fría de lo que Lydia había esperado. Nadaron hasta una plataforma
flotante, donde les esperaban Jean y su padre. Jean había ido
desde la casa directamente en traje de baño y sólo se había
envuelto en una ligera capa. Lydia observó con asombro que la
joven era una nadadora experta. Jean podía zambullirse desde
cualquier altura y permanecer sumergida un tiempo alarmante.
—Nunca creí que pudiera haber tanta fuerza y energía en tu
pequeño cuerpo —dijo Lydia cuando la vio emerger.
—Alguien nos está mirando con prismáticos —dijo Briggerland
de repente—. Desde aquí distingo el destello del sol en ellos.
Y señaló una colina que se elevaba sobre la playa; pero nadie
los vio. Sin embargo, después Lydia percibió un brillo entre el verdor
de la colina y lo dijo.
—Creí que nadie era capaz de hacer eso más que en los chistes
de los periódicos —dijo.
Pero Jean no sonrió. Sus ojos estaban fijos en donde aparecía el
resplandor.
—Me figuro que será algún forastero de Montecarlo. La gente de
Cap Martin es demasiado decente para hacer una cosa así.
Mr. Briggerland, a una mirada de su hija, se deslizó en el agua y
con grandes aspavientos se dirigió a la playa.
—Papá ha ido a hacer un reconocimiento —dijo Jean—, y la
verdad es que se está mejor en el agua.
Y con esas palabras se arrojó de cabeza al agua, nadando luego
con soltura y ligereza. Volvió a la plataforma y desde allí se volvió a
zambullir.
Mientras tanto Lydia, fascinada por las habilidades natatorias de
su amiga, no notó que Mr. Briggerland había llegado a la playa. Allí
se calzó unas zapatillas de goma y, con la gabardina sobre el traje
de baño, empezó a subir la colina hacia donde brillaban los
prismáticos. Cuando Lydia dejó de mirar el agua, Briggerland había
desaparecido.
—¿Y tu padre? —preguntó.
—Se fue por allí —informó Stepney—. Habrá ido a buscar a
alguien.
A Stepney le había sorprendido la poco hábil aparición de los
Briggerland.
—Ven al agua, Marcus —ordenó Jean perentoriamente,
alejándose de la plataforma con el pie apoyado en el borde—.
Quiero ver cómo se zambulle Mrs. Meredith.
—¿Yo? —dijo Lydia con sorpresa—. ¡Cualquier día! Después de
verte a ti no pienso hacer ninguna exhibición.
—Verás: voy a enseñarte cómo se hace. Ponte de pie sobre el
borde de la plataforma.
Lydia obedeció.
—Estira los brazos. Ahora, ábrelos…, ahora…
Se oyó un seco estampido procedente de la playa y algo pasó
silbando sobre la cabeza de Lydia, estrellándose contra el poste de
la plataforma.
Lydia palideció.
—¿Qué ha sido eso?
Apenas lo dijo sonó otro disparo. Esta vez la bala debió pasar
muy alta, e inmediatamente después se oyó un grito de dolor,
también procedente de la playa.
Jean no esperó. Se dirigió hacia la playa nadando furiosamente.
No fue el tiro, sino el grito, lo que la había alarmado, y sin aguardar
a ponerse la capa ni las sandalias corrió hacia el camino por donde
su padre se había metido. Trepó hasta un lugar cubierto de altas
hierbas, en cuyo centro dos altos pinos crecían, y sobre uno de ellos
yacía la inconsciente figura de Briggerland. Ella le sacudió y vio una
fea herida en su cabeza que manaba sangre en abundancia tiñendo
el traje de baño y la gabardina.
Jean miró alrededor para ver si distinguía al agresor, pero nadie
había a la vista; nada le indicó la intervención de una tercera
persona, a no ser dos relucientes cartuchos sobre la hierba.

Lydia Meredith recordaba haberse desmayado sólo dos veces en


su vida, y las dos habían sido recientemente y en pocas semanas.
Nunca se sintió tan poco preparada para nadar como cuando
con un esfuerzo se lanzó al agua al lado de Marcus Stepney y nadó
lentamente hacia la playa.
Ni siquiera se atrevía a pensar qué habría ocurrido. Quienquiera
que le hubiese disparado, aquel tiro lo había hecho con el
deliberado propósito de matarla. Había oído silbar la bala cerca de
la cara.
—¿Qué cree usted que pudo ser? —preguntó Marcus Stepney
mientras la ayudaba a ganar la playa—. ¿Habrán sido algunos
soldados haciendo prácticas de tiro?
Ella movió la cabeza negativamente.
—Ah… —dijo Mr. Stepney pensativamente—. Si no le importa,
iré a ver lo que ha sucedido.
Se envolvió en una bata y siguió los pasos de Jean,
alcanzándola en el momento en que Mr. Briggerland volvía en sí.
—Ayúdame a levantarle, Marcus —dijo Jean.
—Espera un momento —dijo Stepney hurgando en el bolsillo y
sacando un pañuelo de seda—. Véndale con esto.
—Ha perdido un horror de sangre. No creo que tenga fractura.
Le he reconocido el cráneo cuidadosamente con los dedos.
Stepney se estremeció.
—Hola —dijo Briggerland con voz apagada—. ¡Buen porrazo me
han atizado!
—¿Quién? —preguntó su hija.
—No lo sé —gruñó él—. Ayúdeme, Stepney.
Y con la ayuda del elegante, logró ponerse en pie.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Stepney.
—No le hagas preguntas ahora —dijo la joven secamente—.
Ayúdale a volver a casa.
CAPITULO XXII

L e curó la herida un médico que no hizo muchas preguntas


acerca de cómo se había producido aquella lesión. Los
visitantes extranjeros hacen cosas extraordinarias en aquellas
regiones de Montecarlo y un médico no pierde nada siendo discreto.
Hasta la tarde, cuidadosamente instalado entre almohadones y
rodeado de un cordial auditorio, Mr. Briggerland no contó su
aventura.
—Tenía el presentimiento de que algo raro pasaba y fui a
averiguarlo. Oí un tiro a pocos metros de mí; medio, oculto entre los
arbustos vi cómo aquel tipo apuntaba por segunda vez y traté de
evitarlo. Recordaréis que el segundo disparo fue demasiado alto.
—¿Qué clase de hombre era? —preguntó Stepney.
—Un italiano, creo —contestó Mr. Briggerland—. Fuera lo que
fuera me dio un golpe con la culata de su rifle y perdí el
conocimiento.
—¿Cree usted que me disparó a mí? —preguntó Lydia
horrorizada.
—Estoy seguro. Lo comprendí en el mismo instante en que vi a
aquel tipo.
—¡Cómo podré agradecérselo! —exclamó Lydia impulsivamente
—. Realmente es maravilloso que usted se atreviese a atacar a un
hombre armado.
Mr. Briggerland cerró los ojos y suspiró.
—No tiene importancia —dijo modestamente.
Antes de cenar, él y su hija se quedaron a solas.
—Bueno. ¿Qué pasó? —preguntó ella.
—Era una sorpresa que te tenía preparada, un plan
exclusivamente mío, querida. Siempre me estás llamando tonto y
cerrado y quise probarte que…
—Te pregunto qué sucedió.
—Bueno…, ayer por la mañana salí. Compré el rifle a un
aldeano, un viejo rifle inglés. Ayer, antes que rompiese el día, subí a
la colina, que por cierto es terreno de una casa deshabitada, y
localicé el lugar; escondí el rifle donde pudiera encontrarlo
fácilmente y coloqué los prismáticos de modo que el sol diera en los
lentes. Como comprenderás, todo era un plan premeditado, querida.
—¿Y luego…?
—Pensé que iríamos a bañarnos ayer, no hoy. Dejé pasar algún
tiempo a ver si alguien notaba el reflejo de los prismáticos, pero me
vi obligado a «descubrirlo» yo. Un pretexto para ir a investigar; el
resto fue fácil.
Ella asintió.
—Entonces, ¿por eso me dijiste que procurase que ella
estuviese de pie en la plataforma?
Él asintió.
—Sigue.
—Subí al sitio, recogí el rifle y apunté. Siempre he sido un buen
tirador…
—No lo has demostrado hoy —comentó ella sarcásticamente—.
Luego, me figuro que alguien te dio en la cabeza.
Él asintió de nuevo con un gesto de dolor, porque cualquier
movimiento le producía gran molestia.
—¿Quién fue? —preguntó ella.
—No preguntes tonterías —dijo petulantemente, y se encogió de
hombros—. No lo sé. Sólo sentí el golpe. Recuerdo que cuando
estaba apuntando todo se me puso negro.
—¿Y cómo hubieras podido explicarlo, en el supuesto que te
hubiera salido bien?
—Muy fácilmente. Hubiera dicho que subí a ver quién nos estaba
observando con los prismáticos que oí un disparo y que corrí; pero
que sólo encontré el rifle.
Ella se quedó en silencio mordiéndose los labios
pensativamente.
—Y corriste el riesgo de que te viera algún campesino o algún
turista; corriste el riesgo de que la Policía fuera allí y lo que hubiera
podido ser un accidente mortal se tornase un horrible y salvaje
crimen. Y te crees tan listo.
—Lo hice lo mejor que pude.
—Pues será mejor que no vuelvas a intentarlo papá. Tus
barbaridades me preocupan, y el cielo sabe que nunca sospeché
que tuviera que llamarte loco y estúpido.
Y con esto lo dejó.
El «accidente» les obligó a quedarse en casa aquella noche, y
Lydia no lo sintió. Un diván no es un sitio muy confortable para
dormir y ella se preparó a dormir aquella noche en una cama de
verdad. Mr. Stepney la sorprendió bostezando una o dos veces y se
fue temprano a su casa con disgusto.
La noche fue más cálida que el día. Soplaba el viento del Föhn, y
ella encontró excesivo el radiador de su cuarto. Abrió las ventanas y
salió al balcón. La luna menguante estaba en lo alto del cielo, y
aunque su luz era muy débil, sombreaba los árboles con un
resplandor tenue y romántico.
Apoyó los brazos en la barandilla y miró las lejanas luces de
Montecarlo brillando en la noche. Sus ojos se posaron luego en el
jardín y se quedó paralizada. Hubiese jurado que había visto
moverse una silueta a la sombra de un árbol. No, no estaba
equivocada.
La figura abandonó el árbol y anduvo cautelosamente por el
jardín, deteniéndose y examinando su alrededor. Ella pensó al
principio que pudiera ser Marcus Stepney de regreso, pero había
algo familiar en la forma de andar de aquella sombra. En ese
momento se detuvo bajo el balcón, miró hacia arriba y ella lanzó una
exclamación, mientras la tenue luz revelaba la cabeza gris y las
cejas grises del intruso.
—Todo va bien, señora —dijo la silueta en un susurro—. Sólo
soy yo, Jaggs.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó ella en el mismo tono.
—Echando un vistazo nada más, sólo echando un vistazo.
Y se sumergió de nuevo en la oscuridad.

CAPITULO XXIII

¡ D easombraba
modo que el viejo Jaggs estaba en Montecarlo! ¡Se
de lo que pudiera hacer allí entre aquella gente,
que no hablaba sino francés! Ya tenía algo en que pensar antes de
quedarse dormida.
Abrió los ojos, muy despierta, mientras la aurora empezaba a
brillar sobre el mar grisáceo. Consultó su reloj: eran las seis menos
cuarto. No podía explicarse cómo había estado tanto tiempo
despierta, pero recordó con un ligero estremecimiento otra ocasión
en que ella se encontró despierta a aquella misma hora, cara a cara
con la amenaza de muerte de un intruso de horrible catadura.
Dejó la cama, se puso un abrigo y abrió las persianas de hierro
que daban al balcón. La mañana era más fría de lo que esperaba y
agradeció la vecindad de un caliente radiador.
Las frescas horas del amanecer, cuando la mente está
despejada y no hay ningún ruido que pueda distraer los
pensamientos, son altamente favorables para la meditación.
Lydia revisó las últimas semanas y notó por primera vez el
milagro que había sucedido. Era como una vieja leyenda —el
esclavo que había sido aherrojado en la antecámara del rey que
ahora era rico—. Palpó y dio vueltas al anillo de oro de su anular…;
sí, estaba casada… y viuda. Pero tenía el incómodo sentimiento de
que, a pesar de sus riquezas, no había aún encontrado la felicidad.
Aún se sentía una extraña. La Cole-Mortimer y los Briggerland no
pertenecían a su mundo ideal, y aún no podía encontrar un sitio
donde sentirse a gusto y feliz.
Trató entonces de analizar la animadversión de Jack Glover
hacia Jean Briggerland y su padre.
Le parecía poco natural que un hombre tan bueno como él
persistiera en aquella actitud de odio y resentimiento contra una
mujer sólo por haberle dado calabazas.
Jack Glover había ido a la Universidad y era un hombre con
extraordinario sentido del honor. No podía imaginárselo haciendo
algo malo. Y hombres así no tratan de vengarse sin alguna razón. Si
eran rechazados por una mujer, aceptaban el fracaso con buen
humor; era increíble que Jack sólo tuviera esa razón para alimentar
su inquina.
Se bañó, se vistió y salió al jardín cuando en el horizonte
aparecía la luz dorada del sol saliente. Nadie había a su alrededor,
ni siquiera los criados se habían levantado. Se puso a pasear hacia
la avenida principal. Cuando estaba al final de su paseo, un hombre
salió de entre los árboles que sombreaban el camino y echó a andar
rápidamente en dirección a Montecarlo.
—¡Mr. Jaggs! —llamó ella.
Pareció no oírla; al contrario, apresuró su cojeante paso, y tras
un momento de vacilación, ella echó a correr tras él por la carretera.
Él se volvió al oír el ruido de sus pisadas y en una revuelta del
camino se ocultó entre unos arbustos. Parecía más apagado que
nunca; llevaba unos guantes extraños, y un sombrero blando, que
había conocido mejores días, le tapaba hasta las cejas.
—Buenos días, señora —saludó.
—¿Por qué huía, Mr. Jaggs? —preguntó ella tomando aliento.
—No huía, señora. Sólo vigilaba.
—¿Pasa usted todas las noches al sereno? —rió ella.
—Sí, señora.
En ese momento apareció un gendarme ciclista Aminoró la
marcha y desmontó.
—Buenos días, madame —dijo cortésmente, y luego, mirando al
hombre—: ¿Está empleado a su servicio ese hombre? Le he visto
salir todas las mañanas de su casa.
—¡Oh, sí! —dijo Lydia apresuradamente—. Es mi…
No supo cómo describirlo; pero el viejo Jaggs la sacó del apuro.
—Soy el recadista de la señora —dijo, y Lydia se asombró del
perfecto francés de Jaggs—, Y también soy el vigilante de la casa.
—Sí, sí —confirmó Lydia cuando se recobró de la sorpresa—.
Monsieur también es el vigilante.
—Bien, madame —dijo el gendarme—. Perdone mi pregunta,
pero tenemos aquí tantos extraños…
Observaron cómo el gendarme se perdía de vista. Luego, el viejo
Jaggs carraspeó:
—Buen francés, ¿no cree, señora? —dijo, y sin añadir otra
palabra más se volvió y, cojeando, tomó el mismo camino del
policía.
Ella le miró con asombro. ¡De modo que pasaba todas las
noches en el jardín, o en los alrededores de la casa!
Y saberlo le inspiró una extraña sensación de confort y
seguridad.
Volvió a la villa y encontró a los criados ya en pie. Jean no
apareció hasta el desayuno y Lydia tuvo la oportunidad de hablar
con el guardián francés que había contratado Mrs. Cole-Mortimer
cuando alquiló la villa. Así supo unas cuantas cosas, que no vaciló
en transmitir a Jean tan pronto como apareció.
—El chico del jardinero está ya casi bien, Jean.
—Ya lo sé —asintió Jean—. Telefoneé ayer al hospital.
—La madre está aislada —siguió diciendo Lydia— y madame
Souviet dice que la pobre mujer no tiene dinero ni amigos. He
pensado ir hoy al hospital a ver si puedo hacer algo por ella.
—Sería mejor que no fueses, querida —la advirtió nerviosamente
Mrs. Cole-Mortimer—. Demos gracias que no se haya extendido la
enfermedad por el contorno. Uno no debe buscarse disgustos. No te
acerques al hospital.
—¡Tonterías! —dijo bruscamente Jean—. Si Lydia quiere ir no
hay razón para que no vaya. Está prohibido que los aislados
establezcan contacto directo con las visitas, de modo que no hay
peligro alguno.
—Estoy de acuerdo con Mrs. Cole-Mortimer —dijo Briggerland—.
Es una tontería ir a buscarse un disgusto. Deberías seguir su
consejo y no ir, amiga mía.
—He hablado un rato con un gendarme esta mañana —dijo
Lydia cambiando de conversación—. Cuando se detuvo y se bajó de
la bicicleta pensé que iba a hablarnos del atentado. Me figuro que
habrán informado ustedes a la Policía, ¿no es eso?
—Bueno…, sí…, por supuesto —dijo Mr. Briggerland sin levantar
la vista de su plato—. ¿Has estado en Montecarlo?
Lydia negó con la cabeza.
—No, no pude dormir y me fui a dar un paseo. Le vi en ese
momento —no dijo nada de Mr Jaggs—. La Policía de Mónaco es
muy cortés.
Briggerland rezongó:
—Sí, muy cortés.
—¿Tienen alguna sospecha? —preguntó ella; en su inocencia
seguía insistiendo en un tema que desagradaba totalmente a
Briggerland—. Me refiero a lo del atentado.
—Sí, tienen varias sospechas; pero, querida, deberías dejar que
la Policía se ocupase de esto y no discutir el asunto con ella. El
hecho es —inventó Briggerland— que les dije que tú no te habías
dado cuenta del atentado, y si dijeses lo contrario me dejarías en
mal lugar.
Cuando Lydia y Mrs. Cole-Mortimer se fueron Jean aprovechó la
oportunidad para hablar.
—Ahora te estarás dando cuenta de lo insensato de tu plan.
Tienes que explicar una serie de mentiras y mantenerlas.
Posiblemente, Marcus, como tonto, lo habrá contado todo en
Montecarlo y tendremos aquí a la Policía a preguntarnos por qué no
les informamos del hecho.
—Si yo fuese tan listo como tú… —dijo él.
—Pero no lo eres —replicó Jean doblando su servilleta—. Eres
el hombre más tonto que he conocido en mi vida.

CAPITULO XXIV

L ydia subió a su cuarto para cambiarse de ropa y encontró a la


doncella haciendo la cama.
—¡Oh madame! —dijo la criada—, se me olvidó contarle una
cosa que espero no la moleste…
—Nada podría enfadarme en una mañana como ésta.
—Se trata de esto —dijo la doncella, metiendo la mano en un
bolsillo y sacando un pequeño objeto brillante, que Lydia cogió con
sus dedos—. Es esto —repitió, mostrando una pequeña cruz de
plata, menor que una moneda de cinco francos Estaba
brillantemente pulida y parecía haber sido muy usada—. Cuando
hicimos su cama después de aquella atroz y misteriosa broma —
explicó—, encontramos esto entre las sábanas. Pensamos que no
podría ser de la señora, porque era tan pobre; pero se me ocurrió
que bien pudiera ser un recuerdo que aprecia la señora.
—¿Encontró esto entre las sábanas? —preguntó Lydia con
sorpresa.
—Sí, señora.
—No es mío —dijo Lydia. Quizá sea de Mrs. Cole-Mortimer. Se
lo enseñaré.
Mrs. Cole-Mortimer era una devota católica y pudiera ser de ella
aquella crucecita.
Lydia miró la cruz a la luz de la ventana: una X grabada en la
unión de las dos barras era la única señal de identidad.
Guardó la cruz en su bolso y cuando vio de nuevo a Mrs. Cole-
Mortimer se la olvidó preguntárselo…
El auto la condujo a Niza. Fue sola, porque Jean no se sintió
inclinada a hacer ningún viaje, y Lydia gozó de la soledad.
El hospital estaba en lo alto de una colina y tropezó con ciertas
dificultades para obtener permiso a aquellas horas para ver a la
enferma. Sin embargo, la llegada del médico-director la ahorró un
viaje en vano. El informe sobre el niño fue satisfactorio; la madre
estaba en una sala aislada.
—¿Puedo verla?
—Sí, señora —dijo muy cortésmente el encargado de la sala—.
Pero no se aproxime demasiado. Será como si estuviese presa,
porque estarán ustedes a un lado y a otro de un mostrador con
barras.
Llevaron a Lydia a una sala que, como imaginó, tenía mucho
parecido con las salas donde los presos se entrevistan con amigos y
parientes. No eran propiamente barras, pero dos hierros separaban
al visitante del paciente sometido a observación. Después de un
rato, la enfermera vino con la esposa del jardinero, una mujer alta,
natural de Marsella, que hablaba un confuso patois. Le costó mucho
a Lydia acostumbrarse a aquel dialecto extraño.
La jardinera dijo que su hijito se hallaba bien, pero estaba
disgustadísima. No tenía dinero para pagar la sobrealimentación
que necesitaba. Su marido, que estaba en París cuando el niño
cayo enfermo, no se preocupaba de escribirle. Era terrible tener que
estar en un lugar entre otros casos declarados y ella estaba
convencida de que sus días estaban contados…
Lydia, por mediación de la enfermera, le dio un billete de
quinientos francos para hacer frente a sus necesidades más
perentorias.
—Y, ¡oh madame! —se quejó la esposa del jardinero—, mi pobre
hijo ha perdido el regalo de la reverenda madre San Sulpicio. ¡Su
cruz, bendecida por el Papa! Dejé la crucecita en su camisita para
ver si se aliviaba, pero la ha perdido y estoy segura de que estos
médicos ladrones se la han quitado.
—¿Una cruz? —dijo Lydia—. ¿Cómo era?
—De plata, madame. No valía nada, pero para nosotros era
valiosísima. El pequeño Xavier…
—¿Xavier? —repitió Lydia, recordando la X de la cruz que había
encontrado en su cama—. Espere un poco.
Abrió su bolso, sacó el símbolo de plata y la mujer se entregó a
cálidas efusiones de agradecimiento y alegría.
—¡Es la misma, la misma! —gritó—. Oh, gracias, madame. ¡Qué
feliz me hace usted!
Lydia salió del hospital y paseó por el jardín acompañada del
doctor. Pero no oía lo que éste iba diciendo…, su mente estaba
ocupada con el misterio de la crucecita de plata.
Era del pobre Xavier…, y había sido metida en su cunita porque
su madre pensaba que esto podría curarlo, y luego ¡aparecía en la
cama de ella! ¡Luego el pequeño Xavier había estado en su cama!
Tenía ya el pie en el estribo del auto cuando recordó la vacía
botella de agua oxigenada sobre su cama revuelta. Xavier había
sido metido en ella y alguien que sabía que aquella cama había sido
infectada la roció con agua de modo que ella no pudiera dormir allí.
¿Pero quién? ¿El viejo Jaggs?
Se metió en el auto y regresó a Cap Martin por la Grande
Comiche.
¿Quién había llevado al niño allí? Indudablemente no pudo haber
ido por su pie desde el cottage, era imposible.
Estaba a medio camino de regreso, cuando notó un paquete
tendido en el suelo del auto. Habló con el chófer, que no era
Mordon, sino un hombre que ella había alquilado con el auto.
—Me lo dieron en el hospital, madame —dijo—. El portero me
preguntó si yo venía de Villa Casa Enviaron algo desde allí para
desinfectar. Costó siete francos la desinfección y yo los pagué,
madame.
Lydia cogió el paquete, que iba dirigido a «Mademoiselle Jean
Briggerland», y llevaba la etiqueta del hospital.
Se apoyó en el respaldo del asiento, con los ojos cerrados,
cansada de darle vueltas al problema, pero determinada a llegar al
fondo del misterio.
Jean estaba fuera cuando Lydia llegó y puso el paquete encima
de su propia cama. Trataba de desechar de su mente la explicación
de que la abominable tentativa pudiera haber sido realizada por
quien parecía. Y se negó a creer que tal cosa pudiera haber
sucedido. Alguna otra explicación tendría el hallazgo de la crucecita
en su cama. Posiblemente fue encontrada después que las
húmedas sábanas habían sido llevadas al lavadero.
Tocó el timbre y entró la doncella.
—Dígame —preguntó Lydia—: ¿dónde encontraron la cruz?
—En su cama, señora.
—Pero ¿dónde? ¿Antes de deshacer la cama o después?
—Antes, madame. Cuando sacamos las sábanas la cruz
apareció en el centro mismo del colchón.
Lydia sintió un profundo desaliento.
—Gracias —dijo—. He encontrado al propietario de la cruz y se
la he devuelto.
¿Se lo diría a Jean? Su primer impulso fue comunicárselo
confidencialmente y confiarle también sus íntimas dudas. Su
segunda idea fue advertírselo al viejo Jaggs. Pero ¿dónde
encontrarlo? Evidentemente, vivía en alguna parte de Montecarlo,
pero su nombre no figuraría en lista alguna de turistas.
Aún seguía indecisa, cuando Marcus Stepney la llamó
invitándola a comer en el café de París.
Todo era tan asombroso como inverosímil. Todo parecía parte de
un mundo irreal; pero luego ella misma se dijo que estaba viviendo
en un mundo irreal desde hacía varias semanas.
CAPITULO XXV

M r. Stepney se había vuelto más soportable. Una semana


antes, ella se hubiera negado en redondo a comer con él,
pero ya no la horrorizaba la proposición. Sus puntos de vista sobre
las cosas y las personas se habían vuelto más generosos. Lydia le
había creído un poco cínico; pero, sorprendida, lo encontró siempre
amable, noble y cortés. Si le hubiera conocido tan bien como Jean
hubiese notado que todo era fingido. Sus modales eran calculados,
y su propósito, agradar. Por nada del mundo la hubiera contrariado,
como hace un dependiente de comercio que da siempre la razón a
un buen cliente.
Varias cosas que «vender» tenía Marcus, y su negocio era
precisamente complacer al comprador. En su caso, las mercancías
en venta eran un metro ochenta de estatura, un rostro agradable,
una manera de vestir siempre correcta y nada más. Era importante
cerrar pronto el trato, por que vivía siempre al día. Nunca podía
calcular lo que ocurriría en el porvenir. De ahí que su cortejo debía
ser fulminantemente rápido.
Contó la historia de su vida durante la comida, una historia capaz
de conmover el blando corazón de una mujer que ya le miraba con
simpatía e interés. La historia de su vida variaba, según el auditorio.
En aquella ocasión refirió una confeccionada para impresionar a una
oyente que había vivido y luchado duramente, cuyo padre murió
dejando muchas deudas y que había conocido repetidamente la
amargura de la derrota. Jean le había contado con precisión la
historia de Lydia y Marcus Stepney se la apropió con ligeras
variantes.
—Su vida tiene un gran parecido con la mía —dijo Lydia—. En
cierto modo han sido dos vidas paralelas.
—Y espero que lo sigan siendo —dijo Stepney no sin un dejo de
tristeza en su voz—. Yo soy un hombre solitario y no tengo amigos,
excepto los que uno puede hacer en los clubs nocturnos y en los
lugares elegantes donde todo es artificial y convencional. Pero esos
ambientes me deprimen.
—Lo mismo me pasa a mí —dijo Lydia, simpatizando con él.
—¡Si pudiera acabar con todo esto! —exclamó moviendo la
cabeza—. Tener una casita en el campo…, unos pocos caballos…,
unas cuantas vacas… y una mujer que me comprendiese…
—Y unas pocas gallinas…, ¿verdad? —rió Lydia—. No, no, no
me imagino a usted en ese ambiente, Stepney.
Él bajó los ojos humildísimamente.
—Siento que no me crea —dijo—. El mundo supone que soy un
perezoso, un frívolo que sólo piensa en divertirse. Pero se equivoca.
—Y en pasarlo alegremente también —dijo Lydia—. Y ahora
cuénteme eso del gran pretendiente moro que vive en su hotel —
añadió, cambiando de conversación y echando un vistazo al paseo
—. Hablan mucho de él en los periódicos.
Stepney suspiró y relató todo cuanto sabía del famoso Muley
Hafiz. Muley Hafiz estaba en Francia para preocupación de las
autoridades españolas, que habían puesto precio a su cabeza.
Lydia mostró más interés por el pretendiente moro que por el
pretendiente que tenía a su lado.
Marcus estaba de buen humor cuando la llevo a Villa Casa, y
Jean, que le entretuvo mientras Lydia se cambiaba, vio que sus
primeras maniobras no habían dado buen resultado.
—No tocarán a boda, Jean —dijo él.
—Pronto te desanimas.
—Mi querida Jean, conozco a las mujeres tan bien como la
palma de mi mano y te digo que no hay nada que hacer con esa
muchacha. No soy ningún tonto.
Ella le miró con seriedad.
—No, no eres ningún tonto —dijo al fin—. Pero temo que tendrás
que hacer algo más romántico.
—¿Qué quieres decir?
—Que tendrás que fugarte con ella, y como los caballeros de la
antigüedad, llevarte lejos a la dama de tus pensamientos.
—Los caballeros de la antigüedad no se arriesgaban a verse
ante un juez y un jurado ni a pasar siete años en Dartmoor por sus
pecados.
Ella estaba sentada en una silla de mimbre mirando al mar y
raspando un pedazo de madera con una navajita de empuñadura de
plata que había sacado de su bolso.
—Las damas de la antigüedad no acudían a la Policía —dijo ella
—. Algunas eran felices con sus poderosos señores, especialmente
las damas delicadas que relataban su desgracia a los lectores de la
prensa dominical. Yo creo que a la mayoría de las mujeres les gusta
el trato del hombre de las cavernas, Marcus.
—¿Es eso lo que la estás preparando?
Había una nueva nota en su voz. Si ella le hubiese mirado
hubiera distinguido un extraño brillo en sus ojos.
—Estoy simplemente exponiendo mi teoría —dijo ella—. Una
teoría practicada en todas las épocas.
—La dejaré en paz a ella y a su dinero también —dijo él; hablaba
de prisa, casi incoherentemente—. Sólo hay una mujer en este
mundo para mí, Jean, y ya te lo he dicho. Daría mi vida y mi alma
por ella.
Se inclinó y la cogió de un brazo, brutalmente.
—¿Tú crees en el método del hombre de las cavernas? —dijo—.
¿Este es el trato que a ti te gustaría, Jean?
Ella no intentó zafarse el brazo.
—Por favor, Marcus, quítame la mano de encima —dijo con
calma.
—Dime, no te gustaría, ¿eh?; no te gustaría ¿verdad? ¡Dios mío,
lo daría todo por ti, diablillo!
—Espera a poder dar algo y sé sensato —dijo ella, pinchándole
con la punta de su navajita en la mano.
Marcus la retiró sacudiéndola de dolor.
—¡Bruta!… —la insultó.
Ella le miró con su astuta sonrisa.
—Debe haber también mujeres de las cavernas, Marcus —dijo
fríamente, levantándose—. Tenían sus métodos. Déjame tu pañuelo:
quiero limpiar la navaja.
El rostro de Marcus se volvió gris. La miraba como un hombre
desprovisto de su voluntad.
No se movió cuando ella le cogió el pañuelo del bolsillo. Secó la
navajita, la cerró y la deslizó en su bolso antes que restituyera el
pañuelo perezosamente. Todo el tiempo estuvo quieto, sangrándole
la mano, sin hacer el menor movimiento. Hasta que ella desapareció
tras la esquina de la casa no sacó su pañuelo ni se lo arrolló en la
mano.
—Es un demonio —murmuró casi llorando—. Un demonio.

CAPITULO XXVI

C uando regresó a la casa, Jean Briggerland descubrió a un


recién llegado.
Ya le había anunciado Lydia que Jack Glover había llegado
inesperadamente de Londres; pero entonces fue Jack mismo quien
la saludó con extraordinaria jovialidad.
—¡Afortunados ustedes que viven en este paraíso! —dijo—. En
Londres no hace más que llover. Aquí, en cambio, les encuentro
tostaditos por el sol, y a usted particularmente más hermosa que
nunca, Miss Briggerland.
—El espíritu del cálido Sur se ha introducido en sus venas, Mr.
Glover —respondió ella sarcásticamente—. Quizá una temporada
en la Riviera pudiera volverle más humano.
—¿Y qué la haría a usted humana? —preguntó Jack
suavemente.
—Supongo que no van ya a empezar a discutir —dijo Lydia.
A Jean le sorprendió el cambio de su amiga. Se habían
coloreado sus mejillas y en su voz se advertía una nota nueva y más
alegre, lo que era harto significativo para un ser de tanta penetración
como Jean Briggerland.
—Yo nunca discuto con Jack —respondió, tomando un aire
protector para con Jack Glover que molestó Inexplicablemente a
Lydia—. Es él que se figura que discutimos. ¿Cuánto tiempo va a
estar aquí?
—Dos días —dijo Jack—. He de regresar a Londres en seguida.
—¿Ha traído consigo a su Mr. Jaggs? —preguntó Jean con aire
inocente.
—¿No está aquí? —preguntó él a su vez con sorpresa—. Le
envié hace una semana.
—¿Aquí? —repitió Jean—. Oh, sí, claro que sí; por supuesto.
Y en ese momento se explicó una porción de cosas: el
desconocido empapador del lecho, el extraño que había dejado sin
sentido a su padre. Todo dejaba de ser un misterio.
—¡Oh Jean! —habló Lydia—, lamento haber olvidado darte el
paquete que traje del hospital.
—¿Del hospital? —preguntó Jean—. ¿Qué paquete es ése?
—Uno que alguien envió a esterilizar. Te lo daré.
Y regresó un par de minutos más tarde con el paquete que había
encontrado en el auto.
—Ah, sí —dijo Jean—; ya recuerdo. Es un guardapolvo que
presté a la mujer del jardinero cuando enfermó su hijito.
Y entregó el paquete a la doncella.
—Llévelo a mi cuarto.
Luego aprovechó una oportunidad cualquiera para retirarse con
una excusa y subir a su cuarto. El paquete estaba sobre su cama.
Rasgó el papel; dentro apareció, blanco y limpio, el guardapolvo con
que se había protegido la noche que trasladó al pequeño Xavier del
cottage a la cama de Lydia. Allí estaba también el gorro de goma
descolorido por el desinfectante; los guantes y el pañuelo,
cuidadosamente planchado. Se los quedó mirando reflexivamente.
Metió los objetos en un cajón y salió por la escalera de servicio
hacia la puerta del sótano. Por la ventana que daba paso a la luz
había ella lanzado el paquete aquella noche. No obstante, y como
había supuesto, el sótano estaba vacío. Las ropas que había
arrojado fueron recogidas por algún testigo misterioso que las envió
al hospital, a su nombre.
Subió lentamente las escaleras, cerró la puerta y salió a pasear
al jardín meditabunda.
—¡Este Jaggs! —exclamó en alta voz, pero con timbre suave
como la seda—. Esté Jaggs debería estar en el infierno.

CAPITULO XXVII

¿ Q uiénes son esos tipos tan importantes que estaban


interrogando a Jean en el salón? —preguntó Jack Glover
cuando el coche de Lydia tomó la cuesta de La Turbie.
También lo había notado Lydia, y él adivinó su preocupación.
—¡La pobre Jean está asustada! —dijo—. Por lo visto tuvo un
asunto amoroso con un individuo hace tres o cuatro años y él
recientemente la ha vuelto a poner cerco, escribiéndole cartas
amenazadoras.
—¡Pobre alma atormentada! —dijo Jack burlonamente—. Pero,
vamos, podría arreglar eso sin necesidad de llamar a la Policía. ¿Ha
recibido alguna carta recientemente?
—Una, esta mañana, con el matasellos de Montecarlo. Fue
echada anoche al buzón.
—Por cierto, ¿no fue anoche a Montecarlo Jean? —preguntó
Jack.
Ella le miró con reproche.
—Todos fuimos a Montecarlo. Vamos, vamos por favor, no sea
tan malicioso Mr. Glover. ¿Es que va usted a insinuar que Jean
misma se escribió esa carta tremenda?
—¿Era tremenda la carta?
—Sí, amenazándola de muerte. Ya sabe usted que Mr.
Briggerland cree que la persona que no me mató por muy poco,
disparaba en realidad contra Jean.
—No, no lo sabía —dijo Jack cortésmente—. Lo único que he
oído es que alguien disparó contra usted…; pero esto ya me alarma
más.
Ella le contó toda la historia y él no hizo comentario alguno.
—Siga con la historia de ese mortal enemigo de Jean. ¿Quién
es?
—Ella no sabe su nombre —dijo Lydia—. Le conoció en
Egipto…; es un hombre entrado en años que la seguía
constantemente a dondequiera que iba, haciendo el ridículo.
—Conque no sabe su nombre, ¿eh? —dijo Jack—. ¡Bueno, eso
no es ningún inconveniente!
—Creo que es usted demasiado suspicaz —dijo Lydia
fogosamente—. ¡Pobre chica, estaba tan preocupada esta mañana!
Nunca la vi tan conturbada.
—¿Y la Policía va a protegerla y a seguirla a dondequiera que
vaya? Y ese Marcus Stepney ¿no entra también en la vendetta?
Esta mañana le vi como un héroe herido, con la mano vendada.
—Se hirió al intentar coger flores silvestres para mí en la…
Pero la risa de Jack le cortó la frase y se le quedó mirando con
frialdad.
—Es usted inaguantable —dijo ella enfadada—. Lamento haber
salido hoy con usted.
—Y yo lamento haber sido tan tonto —se excusó cortésmente
Jack—, pero la idea del inmaculado Mr. Stepney cogiendo flores
silvestres con sombrero de copa y traje mañanero es para hacer reír
a cualquiera.
—No llevaba sombrero de copa ni traje mañanero en Montecarlo
—contestó ella indignada—. No hablemos más de mis amigos.
—No fui yo quien empezó a hablar de sus amigos. Y, por favor,
no le diga al chófer que regrese; la carretera es demasiado estrecha
y podría volcar el auto por cualquier acantilado antes que usted se
diese cuenta de ello. Lo siento profundamente, Mrs. Meredith, pero
creo que Jean estaba en lo cierto cuando dijo que el cálido aire del
Mediodía se había filtrado en mis venas. Soy un poco histérico. Sí, y
esto lo explica todo. Tengo una tía que se desmaya a la vista de un
manojo de espárragos y un tío que se inquieta siempre que ve un
gato.
—Confío en que usted no les visite con frecuencia —dijo ella
fríamente.
—Muchas gracias —contestó Jack—; pero debo advertir de todo
esto a Jaggs. Evidentemente. Jean prepara el medio de eliminar al
pobre Jaggs.
—¿Por qué piensa siempre esas cosas de Jean? —preguntó ella
mientras el auto corría por La Turbie.
—Porque tengo mentalidad criminal. La misma clase de
mentalidad que Jean Briggerland, pero desde el punto de vista de la
ley y con un saludable sentido de lo que está bien y mal. Muchas
personas no podrían ser felices si un solo céntimo de su fortuna se
debiera a un manejo dudoso, y otras sólo son felices a base de
tener dinero sea como sea. Yo pertenezco a la primera categoría Y
Jean…, bueno, yo no sé lo que pudiera hacerle feliz a Jean.
—¿Y cómo podría usted hacerla feliz… a Jean? —preguntó ella.
Jack no respondió a esta pregunta hasta que estuvieron
sentados en el Nacional, donde esperaban una ligera comida.
—¿Jean? —dijo, como si la pregunta acabase de haber sido
formulada—. No me gusta, aunque es realmente maravillosa, Mrs.
Meredith. Eso, sí. Yo mismo me sorprendo muchas veces pensando
en ella, y cuanto más lo pienso, más me maravilla. Lucrecia Borgia
se chupaba el dedo comparada con Jean. La pobre Lucrecia tenía
una mentalidad retrasada y fue mala en verdad. En el siglo dieciséis
hubo una mujer como ella, y otra en los primeros días de Nueva
Inglaterra que se complacía en denunciar a supuestas brujas sólo
por el gusto de verlas en la hoguera; no obstante, no recuerdo nada
comparable a Jean, porque a ella le encanta tanto perseguir y dañar
a la gente como a uno cortar ese jamón.
—¿Usted cree que Jean es una criminal nata? —dijo ella
burlonamente.
—Desde luego. No sé si habrá matado a nadie, pero sin duda es
responsable de varios crímenes. Lydia suspiró y se recostó en el
respaldo de la silla pacientemente.
—¿Y sigue usted pensando que ella planea tortuosos planes
contra mi joven existencia?
—No sólo lo sugiero, sino que admito positivamente que ha
habido varios atentados contra su vida en la quincena pasada —dijo
él con calma.
—A ver, ¿cuál fue el primero?
—El accidente frustrado de Berkeley Street.
—¿Quiere usted explicarme por qué milagro el auto se abalanzó
en el preciso momento? —preguntó Lydia.
Muy sencillo. El viejo Briggerland encendió su cigarrillo en los
peldaños de la casa. Aquella luz fue muy brillante, según me dijo
Jaggs, y la señal para que el auto arrancase. El siguiente atentado
fue mediante el doctor demente que se escapó del manicomio
gracias a Briggerland, que lo introdujo en el piso de usted. De algún
modo debieron hacerse con una llave, y Jean probablemente
intervino en la maniobra. ¿Le habló alguna vez de llaves?
—No… —contestó ella; pero se detuvo repentinamente
recordando que Jean había discutido de llaves con ella.
—¿Está segura de que no? —preguntó Jack, observándola.
—Quizá sí. ¿Cuál fue el tercer atentado?
—El tercer atentado, contaminar su cama con una fiebre
maligna.
—¿Que Jean hizo eso?… —preguntó ella incrédulamente—. Oh,
no, no; eso es imposible.
—El niño estuvo en la cama de usted. Jaggs lo vio y lanzó dos
jarras de agua sobre la cama para que usted no pudiera acostarse
en ella.
Ella se quedó silenciosa.
—Y me figuro que el cuarto atentado fueron los disparos…
Él asintió.
—Y ahora, ¿me cree? —preguntó Jack.
Ella negó con la cabeza.
—No, no le creo —dijo tranquilamente—. Mi opinión es que
usted no hace más que sospechar de Jean.
—En eso casi tiene usted razón —dijo él.
Cogió los prismáticos que había posado encima de la mesa y
observó con ellos el paisaje.
—Mrs. Meredith —dijo—, quisiera que usted hiciese algo y que
se lo contase a Jean Briggerland cuando ya estuviese hecho.
—¿Qué es ello?
—No me importa a quién va usted a dejar sus propiedades, pero
quisiera que hiciese usted testamento.
—No tengo el menor deseo de hacer testamento, primero,
porque la sola idea me molesta, y segundo, porque me parece
innecesario.
—No es tan innecesario como usted se figura —dijo él
significativo—. Los Briggerland son sus herederos según la ley.
Ella le miró.
—¡Ah! ¿Lo decía por eso? ¿Usted cree que todos esos
atentados trataban de matarme para que ellos puedan disfrutar de
mi dinero?
Jack asintió y ella le miró pensativa.
—Si no fuese usted un abogado testarudo pensaría que es usted
un escritor romántico. Pero si esto le complace, haré testamento. No
tengo la menor idea de a quién pudiera dejar mi dinero. Es mucho lo
que tengo, ¿no es eso?
—Tiene usted exactamente ciento sesenta mil libras en metálico.
Quiero hablar de esto con usted. Lo tienen sus banqueros en su
cuenta corriente. Esta suma representa el importe de las
propiedades que han sido vendidas o que están en vías de
venderse cuando usted reciba la herencia, y cualquiera que pueda
falsificar su firma y pueda satisfacer a sus banqueros de que está de
acuerdo, puede retirar todo ese dinero. Debería decir, de paso, que
estamos preparados para esta contingencia y que ante la vista de
un cheque por una gran cantidad será antes revisado por mí o por
mi socio.
Cogió los prismáticos por segunda vez y de nuevo inspeccionó el
paisaje y la carretera por donde habían venido.
—¿Espera usted a alguien? —preguntó ella.
—Espero a Jean —contestó él.
—Pero si la dejamos…
—El hecho de que la dejásemos hablando con la Policía no
significa que no venga aquí a vigilarnos. Yo no le gusto a Jean, ya lo
sabe usted, y ella rabiará horriblemente cuando sorprenda este tête
à tête.
La conversación se detuvo ante la llegada de la sopa y hubo otra
más larga interrupción hasta que retiraron los platos. Cuando el
maître d’hôtel se hubo ido, la muchacha preguntó:
—¿Qué voy a hacer con el dinero? ¿Invertirlo?
—Exactamente —contestó Jack—; pero lo más importante es
hacer el testamento.
Miró a lo largo de la desierta veranda. Eran los únicos
huéspedes en ese momento porque habían llegado temprano.
Desde la veranda, dos puertas encortinadas daban al salón del
hotel, y a él le chocó que una de ellas, entreabierta, no lo estaba
antes. Se trataba de la más cercana a su mesa.
Notó esto sin dar importancia al hecho.
—Suponga que alguien presentase un cheque en el Banco a mi
nombre, ¿qué sucedería? —preguntó Lydia.
—Si fuese por una suma crecida, el director nos llamaría para
que fuésemos al Banco. Está solo a una manzana de nuestra
oficina. Si Rennet o yo dijéramos que estaba bien, el cheque sería
hecho efectivo. Puede estar segura de que tomaré las medidas más
prácticas para comprobar la autenticidad de la firma.
En ese momento ella vio cómo los ojos de Jack se posaban en la
puerta. Jack esperó un segundo y luego, levantándose con sigilo,
cruzó rápidamente el suelo entarimado de la veranda y empujó la
puerta, encontrándose cara a cara con la sonriente Jean
Briggerland.

CAPITULO XXVIII

¿ C ómo estás aquí? —preguntó Lydia sorprendida.


—Fui a Niza. Los policías tenían que ir allá y les acompañé.
—Ya lo veo —dijo Jack—. Entonces, ¿vino usted a La Turbie por
la carretera interior? Ahora comprendo por qué no he visto su coche.
—¿Es que me esperaba? —sonrió ella, mientras se sentaba a la
mesa—. Sólo hace un segundo que he llegado, y estaba abriendo la
puerta cuando usted casi me dio con ella en la nariz. ¡Qué hombre
más violento es, Jack! Aprovecharé eso para una novela que voy a
escribir.
Glover por entonces ya se había recobrado.
—Entonces, ¿a sus otros crímenes añade el de sus novelas? —
preguntó de buen humor—. ¿Cómo se titula el libro, Miss,
Briggerland?
—Lo voy a llamar Sospechoso —dijo fríamente—. Y será la
historia de un alma torturada.
—Ah, comprendo: una narración humorística —dijo Jack con la
peor intención del mundo—. No sabía que estuviese usted
escribiendo su autobiografía.
—¡Pero cuéntame, Jean! —dijo Lydia—. Qué interesante. Es la
primera vez que oigo hablarte de eso.
Jean sonrió como si se divirtiese con un pensamiento.
—Lo he estado pensando dos años antes de decidirme a
escribirlo. Y se lo voy a dedicar a Jack. Empecé a trabajar hace tres
o cuatro días. ¡Mira mi muñeca!
Y mostró su hermosa mano a la inspección de su amiga.
—Es una muñeca muy delicada —rió Lydia— pero ¿qué le pasa?
—Si tuvieses ojo clínico verías en ella los efectos de tanto
escribir.
—¿No hay ningún capítulo dedicado a los accidentes? —
preguntó Jack.
Ella no levantó los ojos.
—No me desanime —dijo ella en tono triste—. Lo escribo porque
quiero ganar algún dinero.
Y siguió hablando sin cesar. Jack pensaba cuán poco efecto
habían hecho sus avisos a la boba de Lydia. Las mujeres son
buenas actrices, pero Lydia no estaba fingiendo en aquel momento.
Estaba sinceramente encantada con Jean y Jack comprendió que
todas sus advertencias habían sido inútiles. Verdaderamente, o
Lydia era un prodigio de candidez o padecía un acceso de
imbecilidad aguda. Y, sin embargo, le gustaba.
Confirmó este punto de vista cuando, después de una mañana
de excursión por el lugar donde el emperador Augusto había erigido
su «trofeo», regresaron a la villa. Hubo varias omisiones notables y
cuando Lydia le dejó marchar sin insistir en que se quedase a cenar,
consideró que había perdido todo el terreno conquistado.
—¿Cuándo vuelve usted a Londres? —preguntó ella.
—Mañana por la mañana —contestó Jack—. No creo que pueda
verla antes de irme.
Ella no replicó inmediatamente. Estaba un tanto arrepentida por
su falta de hospitalidad; pero Jack la había disgustado y cuando la
había querido convencer, más la había irritado. Jack quiso hacer
una pregunta, pero vaciló:
—Respecto a este testamento… —empezó a decir, pero el modo
como ella le miró le detuvo.
Regresó muy preocupado al hotel de París. Y se fue antes que
Lydia le perdonase su supuesta brusquedad. Lo curioso era que a
Lydia le gustaba Jack Glover más de lo que decía, y aunque sólo
había estado dos días en Cap Martin se sintió un poco desolada
después de su marcha. Y, sin embargo, continuaba rechazando
resueltamente las opiniones de Jack con respecto a Jean. Y aún…
Jean la dejó a solas y observó cómo se alejaba por el jardín,
adivinando la pequeña tormenta que se había desencadenado en su
pecho. Lydia se acostó temprano aquella noche, otro hecho
significativo que Jean notó y no lamentó, porque deseaba quedarse
a solas con su padre.
Mr. Briggerland escuchó atentamente a Jean el relato de sus
averiguaciones, porque había estado en el salón del Nacional un
cuarto de hora antes que Jack la descubriese.
—Pensé que él querría inducirla a hacer testamento —dijo Jean
—, y aunque, por supuesto, ella se ha negado por ahora, la idea irá
creciendo en su cabeza. Creo que tenemos aún una semana de
tiempo.
—Me figuro que te las arreglarás para impedir que se haga ese
testamento —dijo Briggerland—. ¿Tienes algún plan?
—Tengo tres —contestó Jean pensativa—. Y dos me atraen
particularmente, porque no requieren la ayuda de una tercera
persona.
—¿Es que el otro sí la requería? —preguntó Briggerland con
sorpresa—. Creía que una chica tan inteligente como tú…
—No pierdas el tiempo en sarcasmos —replicó Jean—. La
tercera persona con quien contaba es Marcus Stepney.
Y le contó la conversación que había tenido con el jugador. Mr.
Briggerland no se sorprendió.
—Pero un ladrón como Marcus pedirá una buena comisión —dijo
—. Y deberás andarte con cuidado. Además, hay que tener presente
que cometería bigamia.
Jean miró a su padre a través de sus hermosas pestañas y se
echó a reír.
—No tenía intención de que Marcus se casara con Lydia —dijo
fríamente—; pero hay que contar con él, porque puede servirme.
—¿Cómo se hizo esos dos cortes en la mano? —preguntó
repentinamente Briggerland.
—Pregúntaselo a él. Marcus está en un apuro. Yo creía que
había escarmentado, pero no se ha dado cuenta de que aún el
matrimonio no me interesa, especialmente con un tipo cuyos
ingresos dependen de los naipes.
—¡Bueno, bueno! —dijo su padre.
—¿Qué pasa. Es que no sabes tan bien como yo cómo vive
Marcus?
—El chico está muy enamorado de ti.
—En primer lugar, el chico ronda los treinta y tres o los treinta y
seis años. Y en segundo, el chico no es la clase de chico que me
gusta. Pero es útil y puede serme utilísimo —se levantó, estiró los
brazos y bostezó—. Me voy a mi cuarto un rato a seguir la novela.
¿Te quedas vigilando a ese Mr. Jaggs?
—¿Que vas a seguir qué?
—Una novela que he empezado. Voy a causar sensación con
ella.
—¿Una novela? —dijo Briggerland suspicazmente—. ¿Desde
cuándo te ha dado por la literatura?
—Hay muchas cosas que ignoras de mí, padre.
Y le dejó un poco asombrado, aunque por aquella vez no
consiguió engañarle.
Sobre una mesita de su cuarto esperaban a Jean un montón de
cuartillas. Se puso un quimono, dio un corto suspiro, se sentó a la
mesa y empezó a escribir. Eran las dos y media cuando reunió las
cuartillas y las leyó con una sonrisa de complacencia. Estaba a
punto de meterse en la cama cuando recordó que su padre vigilaba
abajo. Se puso las zapatillas, bajó las escaleras y llamó a la puerta
del comedor en tinieblas.
La abrieron casi inmediatamente.
—¿Por qué has llamado? —gruñó él—. Me has dado un susto.
—Prefiero llamar a que me descerrajes un tiro —contestó—.
¿Has visto u oído a alguien?
Las ventanas del comedor estaban abiertas; su padre llevaba el
abrigo bajo el brazo y Jean distinguió el brillo de un rifle.
—Nada —contestó—. El viejo ese no ha venido esta noche.
—Ni creo que venga.
—Lo que no sé es cómo puedo disparar sin causar un revuelo.
—No seas tonto —dijo Jean—. ¿Es que no está advertida la
Policía de que un caballero entrado en edad ha amenazado mi vida
y que sería Indicado que fuese él quien anduviese merodeando por
los alrededores de la casa? Por esa razón, tú le disparaste. Bueno,
me voy a la cama. No vendrá esta noche, pero mañana sí.
Subió a su cuarto, rezó sus oraciones, se metió en la cama y se
quedó dormida casi inmediatamente.
Lydia había olvidado lo de la novela de Jean hasta que la vio
escribir industriosamente en una mesita que había colocado en el
jardín. Era febrero, pero el aire y el sol eran cálidos y Lydia pensó
que nunca había visto un cuadro más hermoso que el que le ofrecía
su joven amiga sentada en el jardín, escribiendo rodeada de flores y
ante un mar que brillaba en la lejanía.
—¿Te interrumpo?
—En absoluto —dijo Jean posando la pluma y frotándose la
muñeca—. No es nada importante. Ya he llegado a la parte más
excitante y la muñeca me duele enormemente.
Lo dijo de un modo tan natural, que Lydia se ofreció:
—¿Puedo ayudarte en algo?
Jean movió la cabeza.
—No veo qué puedas hacer —dijo—, al menos que pudieras…;
pero no, no me atrevo a pedírtelo.
—¿Qué es? —preguntó Lydia.
Jean apoyó los codos en la mesa en actitud pensativa.
—Quizá puedas hacerlo, pero no quiero pedírtelo. ¿Sabes,
querida?; estoy terminando un capítulo y realmente quisiera enviarlo
hoy a Londres. Estoy ansiosa de recibir la opinión de un editor
amigo mío; pero no, no te lo pido…
—¿Qué es? —sonrió Lydia—. Estoy segura de que no vas a
pedirme ningún imposible.
—Se me ocurrió que quizá tú pudieras escribirme lo que yo te
dictase. Sólo serían dos o tres páginas —dijo en tono de excusa—.
Estoy tan compenetrada con mi novela en este momento, que sería
una pena que perdiese la inspiración, ¿no se dice así?
—Pues claro que lo haré —dijo Lydia—. No sé taquigrafía, pero
esto no importa, ¿verdad?
—No, no; al contrario. Mis pensamientos no van tan aprisa —
contestó.
—¿Y de qué se trata?
—Es la historia de una muchacha —contestó Jean— que ha
robado una importante suma de dinero.
—¡Qué emocionante! —sonrió Lydia.
—Y se fuga a América. Está viviendo una vida muy atractiva,
pero el recuerdo de su pecado la persigue constantemente y decide
desaparecer haciendo creer a la gente que se ha ahogado. En
realidad, se mete en un convento. Y he llegado al punto en que dice
adiós a su amigo. ¿Te sientes capaz de escribir al dictado?
—Nunca me sentí tan dispuesta al trabajo en mi vida como ahora
—contestó Lydia, sentándose ante la mesita en la silla que la otra
había dejado vacante y tomó la pluma que Jean le prestó.
Jean se dedicó a pasear arriba y abajo por el jardín como si
sufriese la agonía mental de la inspiración y luego volvía para dictar
lentamente.
Lydia escribió palabra por palabra la emocionante historia de los
remordimientos de la muchacha y luego llegó al momento en que la
muchacha escribía la carta de despedida a su amigo.
—Es mejor que empieces en una cuartilla aparte —dijo Jean,
mientras Lydia se detuvo a media página. Escribiré algo en ella
cuando mi mano esté mejor. Ahora empieza:

Mi querido amigo:

Lydia escribió las palabras que poco a poco le fue dictando Jean.

No sé cómo empezar esta carta. La última vez que


nos vimos intenté decirte cuán miserable soy. Tus
sospechas me apenan menos que tu ignorancia de un
hecho vital que pesa horriblemente sobre mi conciencia.
Mi dinero no me hace feliz. Amo a un hombre, con
quien es imposible la unión. Hemos decidido morir
juntos… Adiós…

—Pero tú dijiste que se metía en un convento —interrumpió


Lydia.
—Sí, ya lo sé —asintió Jean—. Sólo que ella quiere dar la
impresión de que…
—Sí, sí, comprendo. Anda, sigue.

Perdóname por lo que voy a hacer, por esta


cobardía como seguramente lo llamarás, pero
recuérdame siempre. Tuya…

—No sé si hacerla que firme con su nombre o que ponga sólo las
iniciales —dijo Jean mordiéndose el labio.
—¿Cómo se llama?
—Laura Martin. Bueno, mejor será que pongas sus iniciales. L.
M.
—¡Qué gracioso! Las mías. ¿Qué más?
—No creo que haya nada más —dijo Jean—. ¿Qué tal dicto? Tú
eres una excelente amanuense, desde luego.
Recogió perezosamente las cuartillas, las guardó en un pequeño
portfolio y se lo metió debajo del brazo.
—Vamos al juego esta tarde —dijo Jean—. Quiero distraerme.
—¿Pero y tu novela? ¿No la ibas a enviar?
—Voy a terminarla en secreto, aun cuando se me destroce la
muñeca —dijo Jean.
Llevó el portfolio a su cuarto, cerró con llave la puerta y examinó
las cuartillas. Puso cuidadosamente aparte la cuartilla de la carta de
despedida. Con el resto, incluyendo aquella parte de la novela que
había escrito la noche anterior, hizo un paquete, y cuando Lydia se
había ido con Marcus Stepney a nadar, lo quemó cuidadosamente
página por página en un apartado rincón del jardín. De nuevo
examinó la «carta» y la guardó bajo llave en un cajón.
Lydia regresó del baño y se encontró con Jean a media colina.
—Por cierto, querida, quisiera que me dieses la dirección de
Jack Glover en Londres —dijo, mientras se dirigían a la casa—.
Escríbemela aquí —sacó un sobre y Lydia, inocentemente, la
escribió.
Jean subió a su cuarto con el sobre, metió dentro la carta
firmada por L. M. y la cerró. Lydia Meredith estaba más cerca en ese
momento de la muerte que lo había estado la noche aquella en que
Mordon, el chófer, Intentó arrollarla con el Fiat sobre la acera de
Berkeley Street.
CAPITULO XXIX

A
l día siguiente por la tarde Lydia recibió un telegrama de Jack
Glover. Procedía de Londres y anunciaba su llegada.
—¿No te parece estupendo que un hombre se preocupe
tanto por tus intereses en Londres y otro haga de ángel de la guarda
en Cap Martin? —dijo Jean cuando vio el telegrama.
—¿Te refieres a Jaggs? ¿Es que le has visto?
—No, no le he visto —dijo Jean—, pero me gustaría verle. ¿Tú
sabes si está en Montecarlo?
Lydia negó.
—Confío en que le veamos antes de irnos —dijo Jean—. Debe
de ser un caballero muy interesante.
Fue Briggearland quien divisó primera al guardián de Lydia. Mr.
Briggerland se había pasado la mayor parte del día durmiendo. Se
despertó contra su costumbre a la una de la madrugada y se sentó
en la veranda enfundada en un abrigo de pieles y con el rifle debajo
del brazo. Había visto muchas misteriosas figuras atravesar el
jardín.
A las dos en punto vio una figura emerger de un árbol y avanzar
hacia la casa. No disparó a causa de que pudiera ser uno de los
detectives que habían prometido vigilar la casa en vista de las
asesinas amenazas que había recibido Jean.
Silenciosamente se levantó y anduvo de puntillas sobre sus
zapatos de goma. Era el viejo Jaggs. No había error posible. Era un
hombre inclinado que cojeaba en dirección a la parte trasera de la
casa. Briggerland cogió su rifle y apuntó…
Las dos jóvenes oyeron el disparo y Lydia, saltando de la cama,
corrió al balcón.
—Todo va bien, Mrs. Meredith —dijo la voz de Briggerland—.
Creo que se trataba de un ladrón…
—¿Le ha herido? —gritó ella recordando los hábitos
noctámbulos de Jaggs.
—Si le herí, se me escapó —dijo Briggerland—. Debió verme y
se fugó.
Jean bajó apresuradamente las escaleras envuelta en su bata y
se reunió con su padre en el jardín.
—¿Le cazaste? —le preguntó en voz baja.
—Juraría que le di —dijo su padre con el mismo tono—, pero ese
diablo se me ha escapado. Pero no hagas algún disparate, Jean. Yo
no podría ayudarte.
—¡Que no podrías ayudarme! —dijo ella indignada—. Le has
tenido ante tu rifle y le has dejado escapar. ¿Es que tú crees,
estúpido, que acaso volverá?
—Bueno, mira, yo no voy a… —empezó a decir Briggerland,
pero ella le arrebató el rifle de las manos y echó a correr
apresuradamente en dirección a los árboles.
Alguien se escondía. Ella lo presentía y todos sus nervios
estaban alerta. En ésas vio una encorvada figura y levantó el rifle,
pero antes de que pudiera disparar se lo arrebataron de la mano
Abrió los labios para gritar, pero una mano se cerró sobre su boca y
la empujó de tal modo que su espalda se incrustó sobre su asaltante
y luego otro brazo le apretó la garganta.
—Reza una de tus preces —dijo una voz, y el brazo apretó.
Ella se debatió ferozmente, pero el hombre la sujetaba como si
fuese una niña.
—Vas a morir —susurró la voz—. ¿Qué tal impresión produce?
El brazo se apretó sobre su cuello. Ella se sofocó, y pensó
aterrorizada que iba a morir. Apenas si distinguía desmayadamente
la voz de su padre que la llamaba y luego perdió el sentido.
Cuando Jean volvió en sí estaba en los brazos de Lydia
Meredith. Abrió los ojos y vio la patética cara de su padre. Se llevó
la mano a la garganta.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Salí a buscarte y te vi tendida en el suelo —respondió
Briggerland.
—¿Y viste a ese hombre?
—No. ¿Qué te pasó, querida?
—Nada —dijo ella con su compostura característica—. Que me
desmayé. He debido de estar ridícula, ¿verdad? —y sonrió.
—¿Te hirió? —preguntó él ansiosamente—. No pudo haber sido
Jaggs.
—Oh, no, claro que no pudo haber sido Jaggs. Me voy a la
cama.
No esperaba dormir. Por primera vez en su extraordinaria vida
sintió miedo y se estremeció como si estuviese al borde de un
abismo. Sintió un estremecimiento que no pudo reprimir
impacientemente. Luego apagó la luz y se fue hacia la ventana
atisbando el exterior. Alguien estaba en la oscuridad y ella sabía que
era su enemigo que estaba escondido y de nuevo sintió el escalofrío
de terror que antes la había sacudido.
—Estoy perdiendo mis nervios —murmuró.
Fue extraordinario para Lydia Meredith que su amiga no
mostrase el menor signo de su aventura nocturna cuando bajó a
desayunar en la mañana siguiente. Parecía radiante. Sus ojos
estaban despejados y con delicada ironía dijo que había estado
durmiendo como un lirón.
Lydia no fue a nadar aquel día y Stepney hizo en vano su viaje a
Cap Martin. Ni tampoco sintió inclinaciones por ir con él al casino de
Montecarlo aquella tarde, por lo que el elegante jugador pensó si no
estaba desperdiciando su tiempo.
Jean la encontró escribiendo en el jardín y Lydia no le ocultó el
secreto de lo que hacía.
—¿Qué, vas a hacer testamento? ¡Qué idea más peregrina! —
dijo, posando la taza de té que había llevado a la joven.
—No lo creas —contestó Lydia con una sonrisa—. Es el más
enojoso asunto, Jean. No hay nadie a quien yo quiera dejar mi
dinero excepto a ti y a Mr. Glover.
—Por el amor de Dios, no me dejes nada o, por el contrario, Jack
pensará que estoy conspirando para que te mueras lo antes posible
—dijo Jean—. ¿Por qué haces testamento?
No tenía necesidad de preguntárselo, pero tenía curiosidad por
ver lo que pudiera replicar la joven, y, para sorpresa suya, Lydia no
le eludió la respuesta.
—Está hecho con la mejor intención —dijo de buen humor—. Y,
Jean, no tengo ningún interés por ninguna institución pública. No
conozco ni de nombre ningún hospital para perros y no tendría el
menor deseo de dejarles ni un céntimo aun cuando lo supiera.
—Entonces, será mejor que se lo dejes todo a Jack Glover —
replicó Jean—, o a cualquier Institución de Salvamento de
Náufragos.
Lydia abandonó la pluma con disgusto.
—Es una tontería ponerse a hacer testamento en un día como
éste y dar instrucciones sobre cómo deben enterrarla a una.
¡Brrrr…! Jean —preguntó repentinamente—, ¿fue a Mr. Jaggs a
quien viste en el bosque?
Jean negó con la cabeza.
—No vi a nadie —dijo—. Salí para perseguir al ladrón y con la
excitación debí caer desmayada.
Pero Lydia no quedó satisfecha.
—No acabo de comprender a ese Mr. Jaggs —dijo, pero Jean la
interrumpió con un grito.
Lydia levantó los ojos y vio los de Jean brillando y sus labios
entreabriendo una sonrisa.
—Desde luego —dijo tranquilamente—, él solía dormir en tu
piso, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué? —preguntó con sorpresa.
—¡Qué tonta soy, qué perfectamente tonta! —dijo Jean saliendo
fuera de su acostumbrado dominio de sí misma.
—No sé por qué habías de ser tonta, pero quizá tú me lo dirás —
dijo Lydia, mientras Jean reía de buena gana.
—Anda, sigue haciendo tu testamento —dijo—. Y cuando hayas
terminado iremos al Casino en busca de los números afortunados.
La pobre Mrs. Cole-Mortimer no tiene ganas de ir tampoco, y
deberíamos hacer algo por ella.
El día y la noche pasaron sin novedad alguna. Al atardecer, Jean
sostuvo una entrevista con el chófer francés y después desapareció
en su cuarto. Lydia llamó a la puerta para darle las buenas noches,
pero no recibió respuesta alguna.
El día empezaba a romper cuando el viejo Jaggs salió de entre el
arbolado y, tras una mirada furtiva a su alrededor, emprendió la
marcha hacia Montecarlo. El único objeto a la vista era un burro
repleto de carga conducido por un chicuelo descalzo, que tomó la
misma dirección que él.
Una milla más allá Jaggs se volvió por la derecha y empezó a
trepar por un caminejo que torcía por La Turbie. El chico del burro
siguió por la carretera principal hacia el Grande Corniche Había
varias casas en construcción al pie de la carretera y prácticamente
sobre el borde de los precipicios, así que las ventanas daban al mar
a una altura de setenta y tantos metros. Al principio, estas casas
aparecían más apretadas, pero a medida que la carretera ascendía
se iban distanciando más.
El chico que conducía el burro observó el valle que estaba a sus
pies, y de vez en cuando echaba un vistazo al viejo que había
tomado el sendero de la izquierda y que trepaba hacia la colina,
camino de una casa que daba sobre un lado de la carretera que
circundaba el monte. Poco a poco siguió subiendo el chico con su
burro cargado y así alcanzó la casa en donde había visto meterse al
hombre que le precedía y llamó gentilmente a la puerta.
Una aldeana de rostro brillante abrió la puerta y meneó la cabeza
ante la vista de los artículos con que el burro iba cargado.
—No necesitamos nada de lo que tú vendes, muchacho —dijo—.
¿Eres de Mónaco, verdad?
—No, signora —replicó el chico sacando a relucir sus dientes
con una sonrisa—. Soy de San Remo, pero vengo a vivir en
Montecarlo. Mi tío me dijo que podría encontrar alojamiento en esta
casa.
Ella se le quedó mirando con recelo.
—Tengo un cuarto que pudiera valerte, chico aunque no me
gustan los italianos. Tendrás que pagarme un franco por noche y
dejar al burro en el establo de mi cuñado.
La aldeana le condujo por unas viejas escaleras hasta un cuartito
que daba al valle.
—Aquí vive otro hombre —dijo la dueña—; es un viejo que
duerme todo el día y sale toda la noche. Pero es un hombre muy
respetable —añadió en defensa de su cliente.
—¿Dónde duerme? —preguntó el chico.
—¡Allí! —y la mujer señaló un cuarto en el lado opuesto del
rellano—. Acaba de entrar; puedo oírle desde aquí —y se quedó
escuchando.
—¿Quiere cambiarme esto, por favor? —y el chico sacó un
billete de cincuenta francos.
—¡Qué riqueza! —exclamó la aldeana complacida—. No creí que
un muchacho como tú pudiera tener tanto dinero.
Bajó a su cuarto dejando a solas al chico. Este esperó hasta que
las pisadas sonaron lejanas y entonces, gentilmente, abrió la puerta
del otro huésped. Mr. Jaggs no había cerrado la puerta con pestillo y
el espía la abrió y miró. Lo que vio le satisfizo, porque dejó la puerta
cerrada, y mientras las pisadas del viejo Jaggs se acercaron a la
puerta, el burrero bajó escaleras abajo con extraordinaria rapidez.
—Vendré más tarde, madame —dijo cuando recibió el cambio—.
Debo llevar mi burro a Montecarlo.
La vieja se quedó mirando al muchacho, que tomó el camino de
regreso a la carretera, y luego se dispuso a preparar el desayuno de
su huésped.
Pero el burrero no fue a Montecarlo. En vez de ello, reemprendió
el camino que había tomado y, a un centenar de metros de la puerta
de Villa Casa, Mordon, el chófer, apareció y recogió la cuerda de
manos del muchacho.
—¿Encontró usted lo que quería, mademoiselle? —preguntó.
Jean asintió. Entró en la casa por la escalera del servicio y subió
a su cuarto sin que nadie la viese. Se quitó la peluca y se limpió el
tinte de la cara. Había sido una mañana muy atareada.
—Debes procurar que Mrs. Meredith esté ocupada hoy todo el
día —advirtió a su padre en la escalera cuando lo encontró.
Para ella fue una mañana muy atareada. Primero fue al hotel de
París y con el pretexto de escribir una carta en el vestíbulo se hizo
con dos o tres cuartillas y sobres con el membrete del hotel. Luego
alquiló una máquina de escribir y regresó con ella a su casa. Estuvo
trabajando una hora antes de terminar la carta que había escrito. La
firma la llevó algún tiempo. Tuvo que registrar en la cartera de Lydia
antes de encontrar una carta de Jack Glover…; la filma de Lydia era
fácil comparada con la de su abogado.
Eso y un cheque arrancado del talonario de Lydia Meredith
completó su trabajo.
Aquella tarde, Mordon, el chófer, fue a Niza en auto y luego, en
un avión, alcanzó París aquella misma noche. A la mañana
siguiente llegó a Londres como portador de una carta urgente para
Mr. Rennet, el abogado, al cual, sin embargo, no la entregó en
persona.
Mordon conocía en Londres a una muchacha francesa y ella fue
la que llevó la carta a Charles Rennet…, una carta que le hizo
rascarse la cabeza muchas veces antes de que tomase una cuartilla
de papel y la dirigiera al director del Banco de Lydia diciendo:
—«Este cheque está en orden. Haga el favor de hacerlo
efectivo».

CAPITULO XXX
A
grandes males, grandes remedios —dijo Jean Briggerland.
Mr. Briggerland levantó la vista del libro.
—¿Qué cuento fue ese que contaste esta mañana a
Lydia? —preguntó—. Eso de que Glover había estado jugando. ¿No
estuvo aquí un solo día?
—Ha estado aquí el tiempo suficiente para perder una fortuna —
contestó Jean—. Claro que no la perdió en el juego. Era sólo parte
de mi plan, porque una no sabe nunca cómo usar la palabra
adecuada en esta temporada.
—¿Le dijiste a Lydia que había perdido muy fuerte? —preguntó
él apresuradamente.
—¿Es que soy tonta? ¡Claro que no! Simplemente le dije que era
un defecto propio de la juventud y que, al menor instinto que uno
tuviese del juego, debía comprender hasta qué punto debía uno
jugarse la responsabilidad contraída ante la sociedad, lo cual no
dejaba de merecer cierta compasión.
Mr. Briggerland se rascó la barbilla. Había veces que los
proyectos de Jean iban tan lejos que no los podía comprender y
odiaba los ejercicios mentales. Lo único que sabía era que cada
correo de Londres exigía apremiantemente dinero y que era difícil
hacer frente al futuro. Él estaba en la desagradable posición de
tener numerosos pensionados a los que debía sostener, hombres y
mujeres que le habían servido de distintas formas, pero, lo que era
más importante, cuya lealtad dependía largamente de la regularidad
de sus pagas.
—Tendré que jugar o hacer algo desesperado —dijo, frunciendo
el ceño—, al menos que tú des un golpe que pueda producirnos
veinte mil libras o sacar el dinero que nos libre de tantos apuros.
Jean.
—¿Tú crees que no lo sé? —preguntó ella—. Es a causa de esa
urgente necesidad de dinero por lo que he dado un paso que odiaba
dar.
Y su padre oyó con asombro lo que ella le reveló acerca del
hecho que había de librarles de sus apuros.
—Cada vez nos estamos metiendo más y más en las manos de
Mordon —dijo él—. Esto es lo que me atemoriza a veces.
—No necesitas preocuparte por Mordon —sonrió ella. Y su
sonrisa fue dura—. Mordon y yo vamos a casarlos.
Ella estaba examinándose la punta de sus zapatos atentamente
mientras habló, y Mr. Briggerland se levantó de repente.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Casarte con un chófer? ¿Un tipo que
saqué de la cárcel? ¡Estás loca! Este tipo sólo merece la guillotina.
—¿Y quién no? —preguntó ella mirándole.
—¡Pero es increíble! ¡Es una locura! No puedo imaginármelo…
—y se detuvo para tomar aliento.
Mordon se ponía cada vez más peligroso. Y ella lo sabía mejor
que su padre.
—Fue después del «accidente» cuando él empezó a ponerse un
poco pesado —dijo ella—. Dices que estamos cada vez más
metidos en sus manos Pues bien, él ya lo ha insinuado más de una
vez de un modo que no me gustaba ni pizca. Y cuando empezó a
ponerse amoroso acepté sus galanteos porque no me quedaba otra
alternativa. No sé si podrá traicionarnos, pero lo más probable es
que pueda.
El rostro de Briggerland se oscureció.
—¿Y cuándo tendrá lugar ese interesante acontecimiento?
—¿Mi boda? Dentro de un par de meses, creo. ¿Cuándo es
Pascua? Esa clase de gentes siempre quiere casarse en Pascua. Le
he pedido que mantenga en secreto nuestras relaciones y que no te
lo diga a ti, y yo no te lo hubiera dicho tampoco si no me hubiese
visto obligada a ello.
—¿Dentro de dos meses? Dime cuándo habrá terminado todo
esto, Jean.
—Dentro de poco. Por favor, no te preocupes. Y ahora hay otra
cosa, padre. Si ves a Mr. Jaggs en el jardín te ruego que no le
dispares. Es un hombre muy útil.
Su padre se sumergió en la silla.
—Eres extraordinaria —dijo—. No logro seguir tus pensamientos.
Mordon ocupaba dos cuartos encima del garaje, lo cual estaba
convenientemente situado para los propósitos de Jean. Llegó tarde
aquella noche y la luz de su ventana, que era visible desde el cuarto
de ella, le dijo lo que quería saber.
Mordon era un hombre en cierto modo guapo. Su cabello era
oscuro y cuidadosamente peinado. Su actitud normal de continencia
le daba una interesante apariencia, lo cual en los hombres de su
clase no desagradaba nada, y tenía una figura que causaba
estragos entre las criadas y unos modales que habrían considerado
de «caballero» muchísimas doncellas y aun entre los caballeros
como de modales «superiores». Oyó el ruido de pisadas de la
muchacha en la escalera y abrió la puerta.
—¿Lo trajiste? —dijo ella sin una palabra preliminar.
Jean se había echado una capa oscura sobre su traje de noche y
los ojos del chófer se posaron sobre ella.
—Sí, lo traje…, Jean —dijo.
Ella se llevó los dedos a los labios.
—Ten cuidado, François —cauteló en voz baja.
Aunque el chófer hablaba inglés tan correctamente como el
francés, era en este último idioma en el que se llevó a cabo la
conversación. Se dirigió a un paquete que yacía encima de la cama,
lo abrió y sacó cinco gruesos paquetes de billetes de mil francos.
—Hay mil en cada uno, mademoiselle. Cinco millones de
francos. Cambié parte del dinero en París y parte en Londres.
—Y esa mujer, ¿no hay peligro con ella?
—Oh, no, mademoiselle —sonrió él complacido—. No me
traicionaría, y, si lo quisiera hacer, no sabe mi nombre ni dónde vivo.
Es una chica que conocí en un baile de los Camareros Suizos —
explicó—. No tiene buen carácter. Creo que la Policía francesa anda
tras ella, pero es inteligente.
—¿Qué le dijiste?
—Que yo trabajaba un golpe con Vaud y Montheron. Son dos
tipos notables de París a los que ella conoce muy bien. Le di cinco
mil francos por su trabajo.
—¿No hubo ningún tropiezo?
—Ninguno, señorita. La vigilé y ella llevó la carta al Banco. Tan
pronto como el dinero estuvo cambiado dejé Croydon por aire y
llegué a París; de allí fui a Marsella también en avión.
—Hiciste bien, François —dijo ella dándole una palmada en la
mano.
Él intentó cogérsela, pero ella la retiró.
—Ya sabes lo que me has prometido, François —dijo con
dignidad—, y un caballero francés mantiene su palabra.
François hizo una inclinación de cabeza.
No era ningún caballero francés, pero estaba ansioso de creer
que la muchacha pudiera pensar que lo era, y por eso le había
contado aquella historia de su nacimiento, que, aparentemente, le
había impresionado.
—Y ahora, ¿quieres hacer algo por mí?
—Haré todo lo que me pidas, Jean —dijo apasionadamente, y de
nuevo intentó ponerle la mano encima.
—Siéntate y escribe; tu francés es mejor que el mío.
—¿Qué debo escribir? —preguntó.
Nunca le había sometido ella a una prueba escolar, y estaba
infantilmente ansioso de demostrar todos sus conocimientos a la
mujer que quería.
—Escribe: Querida mademoiselle —y él obedeció—: He
regresado de Londres y he confesado a madame Meredith que he
falsificado su firma para retirar un cheque de cien mil libras de su
Banco…
—¿Por qué he de escribir esto, Jean? —preguntó él sorprendido.
—Te lo diré un día. Sigue, François —continuó dictando—: Y
ahora he sabido que madame Meredith me ama. Sólo hay un medio
para terminar con esto…, ya comprenderá usted…
—¿Es que piensas hacer sospechoso a alguien más? —
preguntó él, evidentemente confuso—. ¿Pero por qué he de
decir…?
Ella le calló la boca con su mano.
—¡Qué maravillosa eres, Jean! —exclamó él admirativamente
mientras secaba el papel y se lo daba a ella—. Así que si este
asunto se te complica… —y la miró a los ojos y sonrió.
—Alguien caerá por ti —dijo ella en voz baja guardándose el
papel en el bolsillo.
De pronto, antes que ella pudiera darse cuenta de lo que
sucedía, él la cogió entre sus brazos y apretó sus labios contra los
de ella.
—¡Jean…, Jean…! —murmuró—. ¡Eres una mujer adorable!
Gentilmente, ella se apartó de él y aún sonreía, aunque sus ojos
despedían fuego.
—Sé galante, François, pero debes tener paciencia.
Se deslizó por la puerta y la cerró tras ella. De buena gana la
hubiera cerrado de un portazo, pero se dominó y salió al jardín sin
que nadie hubiese notado su ausencia cuando regresó a la casa. Su
rostro, reflejado en su gran espejo, estaba sereno, calmado, pero
dentro de ella bullía un demonio con ansias de destrucción. Ningún
hombre había merecido jamás el amor de Jean Briggerland, pero al
menos uno había tenido éxito en llevarla a un estado de odio
tremendo que la absorbía todo su tiempo.
Cuando se secó los labios con su pañuelo y lo sacudió sobre la
ventana como si quisiera arrojar algo contaminoso, François Mordon
quedó sentenciado a muerte.

CAPITULO XXXI

A la mañana siguiente llegó una carta de Jack Glover. Había


tenido una mañana muy ocupada y se alegraba de haber
tenido la oportunidad de ver a Lydia, confiando en que ella pensaba
lo del testamento.
Pero Lydia no pensaba en testamento alguno, sino en alguna
excusa para regresar a Londres. De repente había perdido el
entusiasmo por Montecarlo y había casi olvidado las circunstancias
que le habían hecho tan agradable el cambio de clima y de
ambiente.
—¿Volver a Londres, querida? —dijo Mrs. Cole-Mortimer
extrañada—. ¡Qué extraño deseo…! ¡Con el frío y la niebla que
habrá a estas horas y…, realmente, no puedes regresar…!
Mrs. Cole-Mortimer se agitaba ante aquel pensamiento. Su
buena temporada en la Riviera dependía de la estancia de Lydia.
Jean lo había dejado bien claramente sentado. Trató de adivinar qué
pasaba, pensando que la voluntad de Jean era la que controlaba la
reunión.
Lydia pudo haber insistido y así la otra hubiera sabido la causa
de su repentino deseo de regresar a la neblinosa metrópoli. Pero no
pudo convencerse de que los encantos de Montecarlo dependían de
la presencia de un hombre con el que ella se había pasado
discutiendo todo el tiempo. Se lo dijo a Jean y ésta pareció
comprenderla mejor.
—La Riviera es como un baño turco —dijo la bella—. Muy dulce,
pero insatisfactoria. Quédate otra semana y entonces, si no tienes
deseos de permanecer, volveremos todos contigo a Londres.
—Pero esto significa que tú terminarás sus vacaciones —dijo
Lydia autorreprochándose.
—Ni pizca —negó la joven—; quizá yo me sienta también
cansada como tú dentro de una semana.
¡Una semana! Jean pensó en lo que pudiera tardar una semana
y en las cosas que pudieran suceder. La verdad es que los
acontecimientos empezaron a desenvolverse a toda prisa esa
misma noche, pero de un modo que ella no había previsto.
Mr. Briggerland, que había estado leyendo los periódicos, pero
atento a la conversación, abandonó la lectura y dijo:
—Están metiendo mucho ruido con ese moro en Niza. Pero, que
recuerde bien, Niza siempre tiene invariablemente un barbudo león
al que adorar.
—Muley Hafiz —dijo Lydia—. Sí, le vi el día que fui a comer con
Mr. Stepney. Es un hombre muy guapo.
—No siento interés ninguno por esos nativos —dijo Jean—.
¿Qué es, un negro?
—Oh, no, no, es más rubio aún que… —Lydia estuvo a punto de
decir «que tu padre», pero pensó discretamente en otra
comparación—. Es más rubio aún que muchos del sur de Francia —
dijo—. Pero casi todos los moros notables lo son, ¿verdad?
Jean se encogió de hombros.
—La etnología no me interesa en absoluto —dijo de buen humor
—. No tengo más idea de los moros que la que me viene de
Shakespeare, y aun así me los imagino negros a todos. ¿Cómo es
ése, entonces? No he leído los periódicos.
—Es un pretendiente al trono moro —dijo Lydia—, y hay un gran
debate en el Senado francés a causa de él. Francia mantiene sus
peticiones y los españoles han ofrecido una recompensa por su
cuerpo, vivo o muerto, y esto ha originado ciertas fricciones entre
España y Francia.
Jean la miró con sonrisa festiva.
—Es divertido interesarse por los problemas internacionales. Me
supongo que esto sea debido a tu nostalgia de la vida periodística,
Lydia.
Jean descubrió que ella también se tomaba un gran interés por
Muley Hafiz, quizá mayor del que había supuesto que pudiera
tomarse. Tuvo que ir a Montecarlo para hacer unas compras Menton
estaba más cerca, pero prefirió llegar hasta el Principado.
Mientras Mordon fue al garaje para examinar el auto en
Montecarlo, ella salió a la terraza que daba al mar, porque las salas
de juego no la atraían. Las casetas de baño estaban cerradas, pero
el caminejo que daba a la playa estaba libre y a ella le gustaba
andar por él.
Cerca de las casetas pasó ante un grupo de hombres de tez
oscura envueltos en largas chilabas blancas y pensó si alguno de
ellos pudiera ser el famoso Muley. Se fijó en uno de tez cobriza que
llevaba la cintita de la Legión de Honor. De cualquier forma pensó
que ninguno de ellos pudiera interesarle bastante en caso de ser
Muley y siguió andando.
En medio de la playa, ante el mar, observando la puesta del sol,
como si buscara algo, había un hombre alto, de aspecto decidido.
No pudo oír pisadas de ella porque iba por la arena; ni siquiera
advirtió su presencia hasta que se volvió y casi se dio de bruces con
ella. Podía ser un europeo: su complexión era rubia, aunque sus
cejas y sus ojos eran oscuros y también la barba que llevaba. Bajo
la convencional chilaba llevaba una chaqueta verde oscura, y ella
percibió el brillo de unas condecoraciones antes que él las cubriese
con el vuelo de su capa. Pero sus ojos se posaron en los de ella.
Eran grandes y tan negros como la noche, y miraban con tal aire de
dignidad y realeza, que Jean supo instintivamente que tenía ante sí
al pretendiente moro.
Se quedaron un segundo mirándose el uno al otro y luego el
moro dio un paso a un costado.
—Perdón —dijo en francés—, temo haberla conturbado.
Jean respiró un poco agitadamente. No podía recordar a ningún
hombre que la hubiese producido tan grande impresión en su vida.
Se olvidó de sus prejuicios sobre los nativos, olvidó su religión (y la
religión era un punto muy importante para ella), olvidó su raza y lo
olvidó todo, excepto que tras esos ojos reconocía algo que la
atraían.
—Usted es inglesa, por supuesto —dijo él en ese idioma.
—Escocesa —sonrió Jean.
—¿No es casi lo mismo? —habló sin un rastro de acento, sin un
error gramatical, y su voz fue la voz de un hombre de formación
universitaria.
Dejó el camino libre para ella.
—Usted es Muley Hafiz, ¿verdad? —preguntó ella, y él asintió
con un movimiento de cabeza—. He leído mucho sobre usted —
añadió Jean, aunque la verdad era que no había leído ni palabra.
Él se echó a reír mostrando dos hileras de perfectos dientes
blancos. Fue sólo al contraste de esta blancura cuando ella notó su
dorada complexión.
—Sí, soy un interés internacional —dijo ligeramente y miró hacia
sus servidores.
Ella pensó que el moro iba a irse, e intentó alejarse, pero él la
detuvo.
—Es usted la primera persona con quien hable en inglés desde
que estoy en Francia, excepto el embajador americano —dijo, y
sonrió como si le complaciese.
—Habla usted como un inglés.
—Estuve en Oxford —dijo él—. Mi hermano estudió en Harvard.
Mi padre, hermano del último sultán, era un hombre progresista y
deseaba la educación occidental para sus hijos. ¿No quiere
sentarse? —preguntó, señalando la arena.
Ella vaciló un segundo y luego se sentó en la arena a su lado.
—Estuve en Francia cuatro años —siguió diciendo el moro,
evidentemente ansioso de entrar en conversación—. Por eso hablo
bastante bien ambos idiomas. ¿Habla usted árabe? —hizo la
pregunta de un modo solemne, pero sus ojos brillaban de humor.
—No muy bien —respondió ella gravemente—. ¿Se queda
mucho tiempo por aquí? —fue una pregunta convencional y no se
preparó para la respuesta.
—Me marcho esta noche —dijo—, aunque poquísimas personas
lo saben. Usted ha sorprendido un secreto de Estado —sonrió de
nuevo.
Y luego empezó a hablar de Marruecos y de su historia con
extraordinaria soltura. Habló de las familias que habían pretendido
adueñarse del poder. Tocó ligeramente su propia rebelión, que casi
había producido una guerra europea.
—Mi tío ha usurpado el trono, ya sabe —dijo jugando con la
arena entre sus manos—. Derrotó a mi padre y lo mató. Luego,
nosotros cogimos a sus dos hijos.
—¿Y qué les pasó? —preguntó con curiosidad.
—Oh, los matamos —dijo él sin darle importancia—. Los
colgaron enfrente de mi tienda. ¿La conturba esto?
Ella negó con la cabeza.
—¿Es usted partidaria de matar a sus enemigos?
Jean asintió.
—Sí, ¿por qué no? Es la única cosa lógica que puede hacerse
con ellos.
—Mi hermano se unió a las fuerzas del actual sultán, pero si le
cojo, lo cuelgo también —sonrió el moro.
—¿Y si él le coge a usted?
—Pues me cuelga —rio él—. Es la regla del juego.
—¡Qué extraño! —dijo ella como para sí.
—¿Lo cree usted? Me figuro que desde el punto de vista
europeo…
—No, no —le contuvo ella—. No pensaba en eso. Usted es un
hombre lógico y hace las cosas con lógica. Así es como yo trataría a
mis enemigos.
—Si los tuviese —sugirió él.
Ella asintió.
—Si los tuviese —repitió ella con una sonrisa un poco dura—.
Dígame, ¿cómo debo llamarle. Mr. Muley o Lord Muley?
—Usted puede llamarme Wazeer, si es que la cuesta reconocer
un título —dijo él y pareció decirlo de un modo extraño.
—Bien, Wazeer, dígame. Suponga que alguien que tiene algo
que usted desea ardientemente y no quiere dárselo, usted tiene el
poder de destruirlo, ¿qué haría?
—¡Pues lo destruiría, ciertamente! —respondió Muley Hafiz—.
Esto es innecesario preguntarlo. «A una regla común, el plan más
sencillo» —citó.
Sus ojos estaban fijos en los de ella, y aun sin saberlo ella
frunció el ceño ante sus propios pensamientos.
—Me alegro de haberle conocido esta tarde —dijo Jean—. Debe
de ser maravilloso vivir en esa atmósfera, la atmósfera de la fuerza y
del poder, donde los hombres y las mujeres no son gobernados por
las estúpidas reglas que vician el mundo occidental.
Él se echó a reír.
—Entonces, ¿está usted cansada de la civilización occidental?
—dijo y, levantándose, ayudó a ella a ponerse en pie (sus manos
eran largas y delicadas y ella sintió un estremecimiento ante su
contacto)—. Debería usted venir a mi pequeña ciudad de las
montañas, donde la ley es la espada de Muley Hafiz.
Ella se le quedó mirando un momento.
—Casi lo deseo —dijo y le tendió su mano.
Él la cogió al estilo europeo y se inclinó sobre ella. Jean pareció
aún más diminuta a su lado, ya que su cabeza no alcanzaba a su
hombro.
—Adiós —dijo ella apresuradamente, y tomó el sendero de
regreso, mientras él se la quedaba mirando hasta que la perdió de
vista.

CAPITULO XXXII

¡ J ean!
Se volvió y se vio frente a Marcus Stepney.
—Hay muchas cosas que tienen su límite —dijo él violentamente
—. ¡Hay un montón de cosas que yo me figuro que puedas hacer,
pero eso de hablar a plena luz del día con un negro…!
—Si me quedo a hablar con un tahúr a plena luz del día, creo
que aún caeré más bajo.
—Ese maldito negro moro —dijo él apretando los puños.
—Ven hasta la carretera conmigo y sigue hablando en el tono en
que un caballero debe hablar con una señorita, si puedes —invitó
ella.
Jean estaba en mejores condiciones que él y Marcus llegó casi
sin aliento al café de París, que estaba lleno a esa hora de la tarde.
Encontraron un rincón tranquilo y ya en esos momentos la ira de
Marcus había casi desaparecido.
—Sólo me intereso espiritualmente por ti, Jean —dijo con tono
de súplica—, pero no debería consentir que gente de nuestra clase
te viese hablando con ese moro infernal.
—Cuando dices «gente de nuestra clase», ¿a qué clase te
refieres? —preguntó ella—. Porque si es la clase que yo me figuro a
la que tú te refieres no pueden pensar mal de mi degradación. Sería
una degradación para mí que me admirasen los de tu clase, Marcus.
—Oh, basta, Jean.
—Pensé que sería mejor dejarlo todo aclarado de una vez y que
no te permito que pretendas dominar mi vida ni censurar mis
acciones. El «negro» a quien tú te refieres es más caballero de lo
que tú puedas ser nunca, Marcus, porque lleva en la sangre la
señoría y la realeza que tú no tienes ni el Señor te concedió.
El camarero trajo el té en el momento aquel y la conversación
pasó a otros tópicos menos importantes que lo habían sido hasta
entonces.
—Perdóname, es que estoy preocupado porque he perdido seis
mil luises anoche.
—Entonces deberías tener seis mil razones para procurar estar
mejor conmigo —dijo Jean sonriendo amistosamente.
—¿Qué hay del hombre de las cavernas? —preguntó él
levantando la cabeza—. Una mujer fue la causa del crimen de Caín.
Jean se reía interiormente, pero no lo mostró.
—Puedes probarlo —dijo—. Ya te he dicho cómo puedes
hacerlo.
—Lo probaré mañana —asintió, después de pensarlo—.
¡Créeme! Probaré mañana.
Ella estuvo a punto de decir: «¡Mañana no!», pero se contuvo.
Mordon llegó para recogerla con el auto poco después. ¡Mordon!
La barbilla de Jean se abatió con un gesto de preocupación, lo cual
raramente sucedía. Pero aun así se sintió extrañamente animada.
Su encuentro con el moro había sido un grato suceso en su vida que
ella recordaría siempre con satisfacción y agrado.
—¿Conociste a Muley? —dijo Lydia—. ¡Qué emocionante!
¿Cómo es, Jean? ¿Era negro?
—No, no es negro —respondió suavemente la joven—, sino un
hombre extrañamente inteligente.
—¡Hum! —gruñó su padre—. ¿Cómo le conociste?
—Le cacé en la playa —dijo Jean fríamente.
Mr. Briggerland meneó la cabeza.
—No me gusta oírte hablar así, Jean. ¿Quién te presentó?
—Ya te lo he dicho —respondió ella complaciente—. Me
presenté yo misma. Le hablé en la playa, él me habló, nos sentamos
en la arena y hablamos de nuestras vidas.
—¡Pero qué atrevimiento el tuyo, Jean! —dijo admirada Lydia.
Mr. Briggerland iba a decir algo, pero pensó mejor no hacerlo.
Había un concierto en el teatro aquella noche y fueron todos.
Tenían un palco, y en el entreacto Lydia vio a alguien medio oculto
en el palco de enfrente, a quien distinguió en seguida por el fez y la
túnica blanca.
—Ahí está tu Muley Hafiz —susurró.
Jean miró a su alrededor.
Muley Hafiz la miraba de palco a palco; sus ojos inmediatamente
captaron los de la joven y saludó con una ligera inclinación de
cabeza.
—¿A quién diablos saluda ése? —gruñó Briggerland—. ¿No
sabes que no debieras hacerle caso, Jean?
—Pues yo le saludo —contestó su hija sin hacer caso de nada—.
No seas tonto, papá; de cualquier modo, si no fuese elegante sería
lo único cortés que me quedase por hacer. Soy la mujer más
distinguida del teatro porque conozco a Muley Hafiz y él me saluda.
¿No te das cuenta del valor social del reconocimiento de un león?
Lydia no pudo distinguirle. Tenía la impresión de un rostro
blanco, dos negros ojos y una barba negra. El moro estuvo sentado
todo el tiempo al amparo de la sombra de una cortina.
Jean miró para ver si Marcus Stepney estaba presente,
deseando que hubiese sido testigo de aquel cambio de cortesías;
pero Marcus en ese momento estaba observando un montoncito de
doce mil francos que retiraba el croupier de la mesa, con lo cual
daba por terminado su negocio en Montecarlo.
Jean fue la última en salir del auto cuando volvieron a Villa Casa.
Mordon la llamó respetuosamente.
—Perdóneme, mademoiselle —dijo—. Quisiera que viniese al
garaje para ver los nuevos neumáticos que han llegado. No me
gustan.
—Muy bien, Mordon. Iré más tarde al garaje —dijo ella
despreocupadamente.
—¿Qué quería Mordon? —preguntó el padre con mal gesto.
—Ya lo oíste, que no aprueba los nuevos neumáticos que ha
comprado para el auto —dijo—. Y no me hagas preguntas. Tengo
dolor de cabeza y me muero por tomar una taza de chocolate.
—Si ese tipo te causa el menor disgusto, lo lamentará —dijo
Briggerland—. Y dime, Jean, esa idea de tu boda…
Ella no hizo más que mirarle, pero él supo lo que quería decir
con aquella mirada y se calló.
—No quiero intervenir en tus asuntos privados —dijo—, pero
sólo el pensamiento de esa boda me descompone.
El garaje era un edificio de ladrillos erigido al lado de la carretera
y construido más cerca de la casa que de costumbre.
Jean esperó un tiempo razonable antes de deslizarse al exterior.
Mordon la esperaba con las puertas del garaje abiertas. El lugar
estaba a oscuras; ella no le vio hasta que estuvo a pocos pasos de
él.
—Vamos a mi cuarto —dijo él bruscamente.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—Quiero hablarte y éste no es el sitio adecuado.
—Este es el sitio donde yo estoy dispuesta a hablar contigo,
François —dijo ella reprochadoramente—. ¿No te das cuenta de
que mi padre está dentro oyéndonos y de que en cualquier
momento puede salir madame Meredith? ¿Cómo podría explicar mi
presencia en tu cuarto?
Él no contestó por el momento, pero luego repuso:
—Jean, estoy preocupado —dijo con voz apagada—. No puedo
comprender tus planes, porque son demasiado inteligentes para mí.
He conocido gentes muy avispadas. El gran Bersac…
—El gran Bersac está muerto —dijo ella fríamente—. Fue un
hombre de tanta inteligencia que acabó de una cuchillada. Además,
no es necesario decirte que tú no debes comprender mis planes,
François.
Ella sabía perfectamente qué era lo que a él le preocupaba, pero
esperó.
—No puedo comprender esa carta que escribí para ti —dijo
Mordon—. La carta en la cual yo digo que madame Meredith me
ama. He pensado mucho en eso, Jean, y me parece que me
compromete demasiado.
Ella se echó a reír.
—Pobre François —dijo burlonamente—. ¿Con quién podrías
comprometerte sino con tu futura mujer? Si yo quise que tú
escribieras esa carta, ¿qué más importa?
Él se quedó de nuevo silencioso.
—No puedo hablar aquí —dijo casi rudamente—. Debes venir a
mi cuarto.
Ella vaciló. Había algo en la voz de Mordon que no la gustaba.
—Bueno —dijo, y le siguió escaleras arriba.
CAPITULO XXXIII

A hora explícate —dijo Mordon, y sus palabras y su tono fueron


perentorios.
Jean, que conocía a los hombres y leía en su pensamiento sin
ningún error, comprendió que aquél no era momento para andarse con
contemporizaciones.
—Te lo explicaré, François; pero no me gusta la forma en que me
hablas —dijo—. No quiero comprometerte a ti, sino a madame
Meredith.
—En esa carta que te escribí te decía que me escapaba.
Confesaba que había falsificado un cheque de cinco millones de
francos. Es un documento muy serio, Jean, demasiado serio para que
esté en poder de nadie sino mío.
Se la quedó mirando a los ojos y ella sostuvo su mirada.
—Mañana se aclarará todo, François —dijo en voz baja—, y
realmente no tienes razón para preocuparte. Yo quiero terminar con
este desgraciado estado de cosas.
—¿Conmigo? —preguntó él apresuradamente.
—No, con madame Meredith —contestó ella—. Yo también estoy
cansada de esperar para nuestra boda y he intentado pedir permiso a
mi padre para que nos casemos la semana que viene. Además,
François —añadió, bajando los ojos con modestia—, ya he escrito al
consulado inglés de Niza solicitando que preparen la ceremonia.
El rostro del chófer se iluminó de alegría.
—¿Es cierto eso? —dijo ansiosamente—. Jean, ¿no te burlas de
mí?
Ella negó con la cabeza.
—No, François —dijo con su más atractiva voz—, no puedo
burlarme de ti en un asunto que tanto me importa a mí misma.
—¿Me devolverás esa carta que he escrito, Jean? —pidió él.
—Te la daré mañana.
—Esta noche —dijo, y la cogió las manos—. Estoy seguro de lo
que digo. Es demasiado peligrosa su existencia, Jean, demasiado
peligrosa para ti y para mí…; ¿me la darás esta noche?
Ella vaciló.
—Está en mi cuarto —dijo, pero vio cómo los ojos de él se
clavaban en el bolso que colgaba de su muñeca.
—No; la tienes aquí —replicó él—. Jean, querida, haz lo que te
pido. ¿Tú sabes?, cada vez que pienso en esa carta me entran
escalofríos. Fui un loco cuando la escribí.
—No la tengo aquí —dijo ella con firmeza.
Trató de zafarse de él, pero fue demasiado tarde. Él la sujetó por
las muñecas y le arrancó el bolso de la mano.
—Perdóname, pero sé que tengo razón —empezó a decir.
Y luego ella, como una furia, se abalanzó sobre él y le arrebató el
bolso de la mano y con la misma violencia lo empujó, apartando a
Mordon de sí.
Él se la quedó mirando y el color desapareció de su rostro, que se
volvió mortalmente pálido.
—¿Qué tratas de hacer? —le dijo.
—Te veré mañana por la mañana, François —dijo ella,
volviéndose.
Antes que pudiera alcanzar el rellano de las escaleras, él la cogió
por un brazo y la arrastró dentro otra vez.
—Amiga mía —dijo entre dientes—, hay algo en este asunto que
no marcha bien para mí.
—Déjame —dijo ella, y le abofeteó la cara.
Durante un minuto lucharon, y en ésas se abrió la puerta y
apareció Mr. Briggerland, ante cuyo lívido rostro Mordon abandonó su
presa.
—¡Cerdo, marrano! —insultó el padre.
Y su puño alcanzó de llenó a Mordon, que rodó por el suelo.
Durante un momento se quedó tendido, luego se volvió y sacó un
revólver del bolsillo, pero antes que pudiese disparar, Jean se lo
arrebató de la mano.
—¡Levántate! —dijo Briggerland imperativo—. Y ahora, amigo mío,
explícame qué quiere decir este desgraciado ataque a la señorita.
El chófer se levantó, se limpió el polvo mecánicamente y antes que
pudiera contestar intervino Jean.
—Padre —dijo con calma—, no tienes derecho a golpear a
François.
—¡François!… —escupió con ira Briggerland.
—Sí, François —repitió ella con calma—. Es hora que sepas que
François y yo vamos a casarnos la semana que viene.
La quijada de Briggerland cayó abatida.
—¿Qué? —dijo asombrado.
Ella asintió:
—Sí, vamos a casarnos la semana que viene. Y esta escenita que
has presenciado no tiene nada que ver contigo.
El efecto de estas palabras en Mordon fue mágico. Desapareció de
su rostro la maligna expresión que antes tenía. Miró a Jean y a
Briggerland como si fuera imposible creer la declaración que oía.
—François y yo nos queremos —siguió diciendo Jean con el
mismo tono de voz—. Hemos discutido esta noche en un asunto que
sólo nos concierne a nosotros y a nadie más.
—¿Que vosotros os vais… a… casar la semana… que viene? —
dijo Briggerland asombrado—. ¡Por amor de Dios, no harás semejante
cosa!
Ella levantó la mano.
—Es demasiado tarde para que te interpongas, padre. François y
yo nos iremos lejos, a lo que el destino nos depare. Siento que tú
desapruebes nuestra unión, pues siempre has sido un buen padre
para mí.
Aquélla fue la primera insinuación que recibió Briggerland, y pensó
que habría ulteriores explicaciones, con lo cual se calmó un poco.
—Muy bien —dijo—. Yo sólo puedo decir que desapruebo tu
decisión, pero que no haré nada para impedir que la lleves a cabo. Sin
embargo debo insistir en que vuelvas a casa ahora. Quiero hablar
contigo.
Ella asintió:
—Te veré mañana por la mañana a primera hora, François —dijo
ella—. Quizá me lleves a desayunar a Niza. Tengo que hacer varias
compras.
Él saludó y extendió la mano pidiendo el revólver que ella le había
arrebatado.
Ella miró el arma, adornada con empuñadura de marfil y
niquelados el cañón y la recámara.
—No me fío de ti esta noche —dijo con rara sonrisa—. Buenas
noches, François.
Él la cogió una mano y se la besó.
—Buenas noches, Jean —dijo con voz trémula.
Durante un momento sus ojos se encontraron y luego ella se volvió
como si no la importase fiarse de sí misma y siguió a su padre
escaleras abajo.
Estaban a medio camino de la casa cuando ella apoyó su mano en
el brazo de su padre.
—Guarda esto —dijo; era el revólver de François—.
Probablemente está cargado y he visto unas iniciales de plata
incrustadas en las cachas de marfil. Si conozco a Mordon, ésas son
las suyas.
—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó él, deslizando el
arma en su bolsillo.
Ella se echó a reír.
—Antes de acostarte entra en mi cuarto —dijo—. Tengo muchas
cosas que decirte.
Y entró en el comedor para interrumpir a Mrs. Cole-Mortimer, que
estaba enseñando a Lydia los pormenores de un solitario de barajas.
—¿Dónde has estado, Jean? —preguntó Lydia dejando los naipes.
—He estado pensando en una nueva emoción para ti, pero no
estoy segura de que sea tan interesante como debiera; todo depende
de tu estado de ánimo —dijo Jean, empujando una silla.
—Mi estado de ánimo es perfecto —contestó riendo Lydia—. ¿Tan
interesante es esa emoción?
—¿Estás enamorada? —preguntó Jean buscando en una cesta un
trozo de costura que había dejado sin terminar (la domesticidad de
Jean fue siempre una sorpresa para Lydia).
—¿Enamorada? ¡No, cielos…, no!
—Entonces mucho mejor —asintió Jean—. Me parece que la
experiencia a que te voy a someter será interesante —esperó hasta
que hubo ensartado la aguja y luego explicó—: Si quieres saber si
estás realmente enamorada o no, debes sentarte en la silla del Amor y
allí sabrás el nombre de tu futuro marido. Si no estás enamorada, por
supuesto, esto se complica un poco.
—Pero supón que yo no quiero saber cómo se llama mi futuro
marido.
—¡Entonces eres inhumana! —exclamó Jean.
—¿Dónde está esa silla mágica?
—En una carretera de San Remo, más allá de la estación
fronteriza. ¿Tú has estado allí, verdad. Margarita?
—Una vez —contestó Mrs. Cole-Mortimer, que por regla general
nunca admitía que no hubiera podido estar en algún lugar interesante
del mundo.
—Está en un sitio salvaje —siguió diciendo Jean— y alejado de
todo ser humano.
—¿Vas a llevarme?
Jean negó con un movimiento de cabeza.
—Eso echaría a perder el hechizo —dijo solemnemente—. No,
querida; si quieres sentir esa emoción, y seriamente merece la pena
porque el escenario es uno de los más hermosos de la tierra, debes ir
sola.
Lydia asintió.
—Bueno, probaré. ¿Está muy lejos? —preguntó.
—No mucho —respondió Jean—. Mordon te llevará en el auto.
Conoce muy bien la carretera y no deberías ir con nadie que no fuese
un hábil conductor. Tengo un permiso para que el auto pase la
frontera: probablemente te encontrarás con papá en San Remo, que
va a dar un paseo en moto, ¿no es eso, papá?
Briggerland lanzó un largo suspiro y asintió.
Empezaba a comprender.

CAPITULO XXXIV

H abía en el pequeño puerto de Mónaco un largo y lindo barquito


pintado de blanco, que tenía el delicioso nombre de Jungle
Queen. Era propiedad de un noble inglés arruinado que ganaba
honradamente su dinero alquilando su yate.
Mrs. Cole-Mortimer se había sorprendido cuando le dieron el
precio por el alquiler de dos meses y contempló el barquito el día
después de su llegada a Cap Martin.
Se había imaginado un grande y espacioso yate y se encontró con
una motora que sólo tenía una pequeña cabina de cubierta. La
descripción en el catálogo del agente de que en el Jungle Queen
podían dormir cómodamente «cuatro personas» se basaba en la
experiencia de una pandilla de jóvenes que en cierta ocasión habían
alquilado el yate. Suponiendo que los «cuatro» estuviesen
razonablemente bebidos o fuertemente narcotizados, era posible que
se acomodasen a dormir en el Jungle Queen. Normalmente, dos
personas podrían entrar en él con dificultad, aunque echándose
diagonalmente a lo largo de la «cabina» un hombre de mediana
constitución podría descansar relativamente cómodo.
El Jungle Queen le había fallado también a Jean. Su activo cerebro
había concebido un excelente medio de resolver su principal
problema, pero al divisar el Jungle Queen comprendió que el dinero
que había gastado en alquilar la lancha —y eso era lo peor— había
sido desperdiciado en vano. Ella misma odiaba el mar y tenía muy
poca fe en la utilidad de la embarcación, a pesar de lo moderno de sus
motores.
Marcus Stepney, que tenía un enorme entusiasmo por las
gasolineras y un considerable interés por cualquier forma de diversión
siempre que fuera a expensas de alguien, resultó ser el solitario
patrón del Jungle Queen y el único, por tanto, que disfrutó con él. Era
costumbre suya sacar todos los días la gasolinera y meterse en el
mar, generalmente solo, aunque algunas veces llevó algún amigo
suyo o conocido de quien o de quienes pensaba sacar algún futuro
provecho.
La conversación de Jean acerca del hombre de las cavernas le
había impresionado vivamente, y las dos marcas rojizas de su mano
se lo recordaban constantemente. Las cosas no le iban bien; se iba
acabando su recurso de vivir a costa de las riquezas de los demás.
Sus partidas en su habitación privada habían tomado mal cariz. Había
perdido mucho dinero.
Es un hecho sabido que la gente que vive al margen de la ley sólo
sabe vivir de acuerdo con sus planes. El estafador raramente comete
actos de violencia. El ladrón que practica el juego como un recurso es
virtualmente desconocido.
Stepney vivía en un plausible intermedio. Nunca se le había
ocurrido salirse de su esfera y además la violencia le repugnaba como
algo vulgar y salvaje.
Pero la sugerencia del hombre de las cavernas le atraía. Él tenía
un método particular para atraer a las mujeres, y aunque el fracaso
con Lydia le había desilusionado, concebía la esperanza de que aún
podría conquistar alguna rica heredera.
Pero el método de tratar a Jean volvía a conturbarle.
En cuanto a Lydia…, la sugerencia de Jean era muy atractiva. Fue
después de una larga noche de pérdidas en el casino cuando tomó la
decisión de llevar a cabo los propósitos de Jean y se acercó a Villa
Casa.
Llegó temprano, pero Lydia ya había terminado su petit déjeuner, y
se sorprendió desagradablemente al verle.
—No voy a nadar hoy, amigo Stepney —dijo—. Y usted tampoco
parece que vaya.
Iba vestido con limpio atuendo marinero, pantalones blancos,
zapatos blancos, americana azul marino con botones dorados y gorra
de marino.
—No; iba a pescar —dijo—, y pensé si usted sería tan amable que
me acompañase.
Lydia negó con la cabeza.
—Lo siento, pero tengo otro compromiso esta mañana —dijo.
—¿No puede romperlo? —rogó él—. ¿Como un favor especial
hacia mí? He hecho todos los preparativos y comeremos a bordo. Me
dijo que le gustaría venir a pescar un día…
—Sí, es cierto —confesó ella—. Pero realmente tengo algo
importante que hacer esta mañana.
No le dijo que lo importante que tenía que hacer era ir a sentarse
en la silla del Amor.
—Volvería usted a tiempo —insistió él—. ¡Venga, Mrs. Meredith!
¡Va usted a estropearme el día!
—Estoy segura de que Lydia no será tan poco amable como para
eso…
Jean apareció mientras hablaban.
… —¿Qué plan es ése, Lydia?
—Marcus quiere que vaya con él en el yate —dijo la joven, y Jean
se sonrió.
—Me alegro que lo llames «yate» —dijo secamente—. Eres la
segunda persona que lo ha descrito así. La primera fue el agente.
Llévala mañana, Marcus.
Había un brillo de alegría en sus ojos, y él tuvo la sensación de
que ella le adivinaba el pensamiento.
—Está bien —dijo con un tono que sugería que no estaba bien y
añadió—: Esta mañana te vi volar hacia Niza con ese chófer tuyo de
cara amarilla, Jean.
—¿Tan pronto te levantaste? —preguntó ella.
—No estaba vestido aún, pero miraba por la ventana. Mi cuarto da
al paseo de los Ingleses. No me gusta ese chófer.
—No se lo diré —contestó fríamente Jean—. Es muy sensible. Hay
mucha gente que tampoco te gusta.
—No creo que debieras permitirle tanta libertad —siguió diciendo
Marcus Stepney; no estaba de buena intención, y al comprender que
aquello disgustaba a Jean, aún le dio más bríos—: Si tú das el pie a
uno de estos chóferes franceses ellos se toman la mano.
—Me figuro que así será —dijo Jean pensativa—. ¿Cómo va tu
pobre mano, Marcus?
Él gruñó algo para su capote y metió la mano en lo profundo de su
americana azul.
—Mejor —contestó secamente.
Y se fue a Mónaco para dar su paseo marítimo solitario.
—Uno de estos días… —murmuró. No terminó la frase, pero puso
el motor del Jungle Queen a toda velocidad hacia el mar abierto.
La conversación de Jean con Mordon aquella mañana no había
sido del todo satisfactoria. Ella había calmado sus sospechas, pero él
seguía reclamando la carta y ella tuvo que prometerle que se la
entregaría esa noche.
—Querido —dijo ella—, eres demasiado impulsivo, demasiado
gálico. Tuve una tremenda escena anoche con mi padre. Él quiere que
a toda costa rompamos nuestro compromiso, me dijo lo que dirían mis
amigos de Londres y que yo sería un escándalo social.
—¿Y tú, Jean…, y tú? —preguntó él.
—Le dije que todo eso me importaba bien poco —dijo, y sus labios
se entreabrieron con tristeza—. Yo sé que no puedo ser feliz con nadie
más que contigo, François, y estoy deseando verme frente a todos en
Londres, aun cuando me gane el odio y el desprecio de mi padre por
tu amor.
Él quiso cogerle la mano aunque estaban en plena calle, pero ella
se apartó de él.
—Ten cuidado, François —le advirtió—. Recuerda que ya sólo te
queda muy poco tiempo que esperar.
—No puedo creer en mi suerte —dijo él babeando, mientras
condujo el auto hacia Montecarlo.
Esquivó un tren mañanero que le pasó rozando a pocas pulgadas
del guardabarros y metió el enorme Fiat en la avenida de palmas de la
ciudad.
—Es increíble, y aún pienso que me han sucedido tantas cosas,
Jean. Pero también me he arriesgado mucho por ti. Hubiese matado a
madame en Londres de no haber sido porque aquel viejo la apartó…
—¡Cállate!… —dijo ella en voz baja—. Hablemos de otra cosa.
—¿Veré a tu padre? Siento lo que ocurrió anoche —dijo cuando se
aproximaba a la villa.
—Papá ha sacado su moto y se ha ido a dar una vuelta por Italia
—dijo ella—. No, no creo que debamos hablarle aún si estuviera aquí.
Ya llegará la hora, François. Ya puedes comprenderlo; él quería que
yo hiciese una gran boda. Debes comprender el disgusto de papá.
Él asintió y metió el auto en el garaje.
—Recuerda, a las diez y media deberás llevar a Mrs. Meredith a la
silla del Amor. ¿Sabes dónde está?
—Sí, lo sé muy bien —dijo—. Es un sitio muy difícil para dar la
vuelta con el auto. Debería llevarla casi hasta San Remo. ¿Por qué
quiere ir a la silla del Amor? Yo creí que sólo la gente baja iba allí…
—No debes decírselo —advirtió ella—. Además yo misma he
estado allí.
—¿Y en quién pensaste, Jean? —preguntó él repentinamente.
Ella bajó los ojos.
—No quiero decírtelo… ahora —dijo, y echó a correr a la casa.
François se la quedó mirando hasta que desapareció, y luego,
como un hombre que salía de un éxtasis, se volvió al mundo de la
realidad y se ocupó de rellenar el depósito de gasolina.

CAPITULO XXXV
L
ydia se vestía para su excursión cuando Mrs Cole-Mortimer entró e
salón donde Jean estaba escribiendo.
—Llaman por teléfono desde Montecarlo —dijo—. Alguien quiere
hablar con Lydia.
Jean se levantó.
—Yo contestaré —dijo.
La voz al otro lado del teléfono era extraña y desconocida para
ella.
—Quiero hablar con Mrs. Meredith.
—¿De parte de quién? —preguntó Jean.
—De un amigo suyo —dijo la voz—. ¿Quiere decírselo? Es
urgente.
—Lo siento —replicó Jean—, pero acaba de salir.
Oyó una exclamación de disgusto.
—¿Sabe usted adónde ha ido? —preguntó la voz.
—Creo que a Montecarlo —contestó Jean.
—Si no la veo, ¿querría hacer el favor de decirle que no salga
hasta que yo vaya a verla a la casa?
—De acuerdo —contestó Jean, y colgó el teléfono.
—¿Me llamaban a mí? —preguntó Lydia desde lo alto de la
escalera.
—Sí, querida. Creo que era Marcus Stepney que quería hablar
contigo. Le dije que te habías ido. ¿No querías hablar con él?
—¡Cielo santo, no!… —replicó Lydia—. ¿Estás segura de que no
quieres venir conmigo?
—Tengo que quedarme aquí —dijo Jean, expresando la verdad.
El auto estaba en la puerta y Mordon, enfundado en su blanco
delantal, mantenía abierta la puerta.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar? —preguntó Lydia.
—Un par de horas. Cuando vuelvas tendrás un hambre atroz —dijo
Jean besándola—. Y ahora piensa en el hombre que tú sepas —la
advirtió con una mueca cómica.
—Creo que así lo haré —contestó Lydia.
Jean observó cómo se alejaba el auto y luego regresó al salón.
Seguía sentada cuando el teléfono sonó de nuevo y se anticipó a Mrs.
Cole-Mortimer para contestar a la llamada.
—Mrs. Meredith no ha ido a Montecarlo —dijo la voz—. Su auto no
está en la carretera.
—¿Es usted Mr. Jaggs? —preguntó Jean suavemente.
—Sí, señorita —fue la respuesta.
—Mrs. Meredith acaba de llegar, pero lamento muchísimo decirle
que tiene un fortísimo dolor de cabeza y se ha metido en su cuarto.
¿Quiere venir a verla?
Hubo un intervalo de silencio.
—Sí, iré —dijo Jaggs.
Veinte minutos más tarde un taxi dejó frente a la casa a un hombre
viejo y la doncella lo pasó al salón.
Jean se levantó para verle. Se quedó mirando la inclinada figura
del viejo Jaggs. Le miró desde su cabello gris hasta sus zapatos
empolvados y luego señaló una silla.
—Siéntese —dijo, y Jaggs obedeció—. Tenía usted algo
importante que decir a Mrs. Meredith, me figuro.
—Se lo diré personalmente, señorita —dijo gruñendo el viejo.
—Bueno, antes que usted le diga nada he de hacerle una
confesión —sonrió ella y arrastró una silla hasta quedar situada frente
a él.
Jaggs estaba sentado de espaldas a la luz, sosteniendo su
sombrero entre las rodillas.
—Le he hecho venir con un falso pretexto —dijo—, porque Mrs.
Meredith no está en casa.
—¿No? —dijo él medio levantándose.
—No; se fue a dar un paseo con nuestro chófer. Pero yo quería
verle, Mr. Jaggs, porque… —y se detuvo—. Porque me figuro que
usted es un buen amigo de ella y que la quiere de corazón. Yo no sé
quién es usted —dijo—, pero desde luego sé que Mr. Jack Glover le
ha empleado a su cargo.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó él gruñendo—. ¿Qué es lo
que quiere decirme?
—No sé cómo empezar —dijo ella mordiéndose los labios—. Es un
asunto tan delicado, que odio tener que hablar de ello. Pero la actitud
de Mrs. Meredith con respecto a nuestro chófer Mordon es muy
violenta y yo creo que usted debiera advertírselo a Mr. Glover.
Él no habló y ella siguió diciendo:
—Suelen suceder estas cosas, pero me alegra tener que decir que
nada de eso ha ocurrido aún, aunque desde luego Mordon es un
hombre guapo y joven…
—¿De qué está usted hablando? —su tono fue dictatorial e
imperativo.
—Quiero decir que temo que la pobre Lydia esté enamorada de
Mordon.
Él saltó sobre sus talones.
—¡Eso es una vil mentira! —dijo, y ella se le quedó mirando
fijamente—. Ahora dígame lo que le ha sucedido a Lydia Meredith —
siguió diciendo él—, y permítame decirle esto, Jean Briggerland: que
si esa joven recibe el menor daño en uno de sus cabellos terminaré el
trabajo que empecé la otra noche allí —y señaló el jardín— y la
estrangularé con mis propias manos.
Ella levantó los ojos hacia él y los abandonó de nuevo, empezando
a temblar. Luego se volvió repentinamente sobre sus talones y escapó
a su cuarto, cerró la puerta con llave y se apoyó en ella durante un
rato. Por segunda vez en su vida Jean Briggerland sentía miedo.
Oyó el rápido ruido de pisadas en el pasillo y luego cómo llamaron
a su puerta.
—Ábrame —dijo Jaggs, y ella perdió casi el control de sí misma.
Miró temerosa buscando algún rincón por donde escapar y luego,
mientras la asaltaba un pensamiento, se dirigió corriendo a su cuarto
de baño, que daba a su habitación. Una gran esponja estaba puesta a
secar en la ventana abierta; en una estantería, al lado del baño, había
una botella de amoníaco y, vertiéndola, derramó su contenido en la
esponja hasta que ésta estuvo bien empapada; luego regresó a la
puerta y la abrió.
Jaggs se abalanzó y antes que pudiera darse cuenta de lo que
sucedía, la esponja se apretó contra su rostro. La picante droga casi le
cegó y sus paralizantes vapores le dejaron sin sentido. Intentó cogerla
por la muñeca, pero no tuvo fuerzas y cayó al suelo. En un instante
ella se echó sobre él como un gato, apoyando sus rodillas en los
hombros del vencido. Medio inconsciente, él sintió que le llevaban las
manos a la espalda y que se las ataban con algo. Jean utilizó para
atarlo el cintillo de seda que llevaba alrededor de su cintura.
Luego lo volvió a poner de espaldas. Aún tenía él el amoníaco en
los ojos y no podía abrirlos. La agonía era atroz, casi insoportable. Ella
lo arrastró cogiéndolo por debajo de los brazos y con un esfuerzo
logró sentarlo en una silla. Le dejó solo durante un momento, pero
luego regresó para atarlo más fuerte. Había sido una estupenda
captura y aún Jean no podía imaginarse cuán fácil había conseguido
su victoria.
—Lamento dañar a un viejo —dijo con voz socarrona, que él no
había oído nunca hasta entonces—, pero si usted me promete no
gritar no le amordazaré.
Él oyó el ruido del agua al correr por el grifo y luego con un paño
húmedo ella empezó a secarle los ojos gentilmente.
—Podrá ver dentro de un minuto —dijo Jean con voz fría—.
Mientras yo llamo a la Policía usted se quedará aquí.
Venciendo el dolor, él probó a hablar.
—De modo que hasta que llame a la Policía, ¿eh? ¿Sabe quién
soy yo?
—Yo sólo sé que usted es un viejo que ha irrumpido en esta casa
mientras yo estaba sola y los criados se hallaban ausentes.
—¿Y sabe por qué he venido? —insistió él—. He venido para decir
a Mrs. Meredith que le han robado cien mil libras de su Banco
falsificando su firma.
—¡Qué absurdo! —exclamó Jean; estaba sentada en el borde de
la bañera mirándole a él—. ¿Quién es el guapo que puede haber
sacado dinero del Banco de Mrs. Meredith mientras su querido amigo
y guardián Jack Glover está en Londres cuidando de que nadie la
robe?
—¡El viejo Jaggs! —exclamó él mirándola con sus ojos inflamados
—. Sí, usted sabe muy bien que yo soy Jack Glover y que no he salido
de Montecarlo desde que Lydia Meredith llegó aquí.
CAPITULO XXXVI

M r. Briggerland no tenía ningún entusiasmo por cualquier deporte


ni ejercicio. Sus aficiones se reducían a montar de vez en
cuando en una elegante motocicleta, que no sólo le proporcionaba
diversión, sino que en más de una ocasión le había ayudado a llevar a
cabo sus importantes planes formulados por su hija.
Se detuvo en Menton para desayunarse y subió a la colina de
Grimaldi después de haber pasado la estación fronteriza en Puente
San Luis. Tenía toda la mañana para él y, por tanto, no tenía prisa. En
Vintimilla se desayunó por segunda vez, porque la mañana le había
abierto el apetito. Atravesó la ciudad con un buen cigarro entre los
dientes, compró algunas chucherías en una tienda y prosiguió su
tranquila excursión.
Su objetivo era San Remo. Había un tren a la una que podría
llevarle a él y a su moto de regreso a Montecarlo, donde tenía
intención de pasar el resto de la tarde. En Puente San Luis conversó
un rato con los oficiales de la Aduana.
—No, monsieur, hay pocos viajeros por la carretera a estas horas
de la mañana —dijo el oficial—. Hasta bien entrada la tarde no
comienza el tráfico. Algunas veces van hacia la Riviera y otras a
Cannes. La antigua carretera está casi desierta.
A las once, Briggerland llegó a cierta parte de la carretera y
encontró un lugar adecuado donde ocultar su motocicleta, una
pequeña plantación de olivos en una ladera de la colina.
Incidentalmente era un sitio muy agradable para descansar y una
estupenda vista dominante de la carretera.
La excursión de Lydia no había sido menos placentera. Ella
también se detuvo en Menton para recorrer la ciudad y había pasado
por el puente de San Luis una hora después que Briggerland lo había
cruzado.
La carretera de San Remo corre bajo la sombra de elevados
montes a través de un terreno en el cual ni aun los industriosos
aldeanos de Italia pueden trabajar. Salvo aislados parches de tierra
cultivada, los montes están desnudos.
Con este escenario por un lado y por el otro las rocas y acantilados
del mar, es difícil ver a nadie por ésos alrededores. Pero a la joven le
encantaba aquella selvática parte del paisaje. Algunas veces el auto
corría tan cerca del nivel del mar, que hasta las ventanillas llegaban
las salpicaduras de la espuma de las olas; otras, trepaba por una
colina, de modo que a sus pies se extendía un abierto abismo.
El auto se detuvo en la cresta de un monte.
Allí la carretera corría en semicírculo, de modo que desde donde
ella estaba no podía divisar lo que hubiera más allá, delante ni detrás
de ella. En ese lugar la carretera se había abierto paso por entre una
masa ingente de rocas.
—Ahí está la silla del Amor, mademoiselle —dijo Mordon.
A unos tres o cuatro metros por debajo del nivel de la carretera
había una especie de pasillo entre las rocas. Unos pocos escalones
de piedra corrían hacia abajo y ella los siguió. La silla del Amor estaba
tallada en la faz de una roca y ella se sentó para contemplar la belleza
del paisaje. La soledad, la tranquilidad que sólo rompían las olas, la
majestad del lugar, le trajo una extraña paz. Más allá del borde del
sendero el acantilado se sumergía en el agua y ella se detuvo a
examinarlo estremeciéndose ante la altura que daba al mar. Mordon
no la vio irse. Se sentó en el guardabarros del auto con su pálida cara
entre las manos y se sumergió en sus tristes pensamientos. Debía
acontecer algo, pensó. Empezaba a sentirse molesto y por primera
vez dudaba de la sinceridad de la mujer que había sido una diosa para
él.
No oyó a Mr. Briggerland porque éste iba calzado con zapatos de
goma. Mordon le daba la espalda. De repente, el chófer miró a su
alrededor.
—Señor… —empezó a decir e intentó levantarse, pero Briggerland
le contuvo apoyando su mano en el hombro del chófer.
—No te levantes, François —dijo con voz complaciente—.
Lamento lo que sucedió anoche.
—Señor, fue todo culpa mía; fue imperdonable…
—Tonterías —replicó Briggerland dando palmadas en el hombro
del chófer—. ¿Qué barquito es ese que se ve allí, François?…
François Mordon volvió su cabeza hacia el mar y Briggerland
levantó el revólver de empuñadura de nácar que tenía oculto y lo
disparó, dejando muerto al chófer.
El tiro resonó en las rocas y a Lydia le pareció un trueno. Al
principio pensó que pudiera ser un neumático reventado y subió las
escaleras para averiguarlo.
Briggerland estaba en pie de espaldas al auto. A sus pies yacía el
cadáver de Mordon.
—¡Mr. Brig…! —exclamó ella, y vio el revólver en su mano.
Y casi al mismo tiempo que ella lanzaba un grito sonó de nuevo el
revólver. La bala le arrancó el sombrero de la cabeza y ella levantó las
manos pensando que la habían golpeado.
Luego reapareció el rostro oscuro de Briggerland por encima del
parapeto y de nuevo fue presentado el revólver. Ella se quedó atónita
durante un segundo y luego algo la golpeó violentamente, dio un paso
atrás en el borde del acantilado y cayó derecha al mar.

CAPITULO XXXVII

P robablemente Jean Briggerland nunca fingió un efecto de


sorpresa más perfecto que cuando el viejo Jaggs le anunció que
él era Jack Glover.
—¡Mr. Glover! —dijo incrédulamente.
—Si es usted tan amable como para librarme las manos, la
convenceré —dijo él.
Jean obedeció y luego él se levantó con un gruñido.
—Estuvo a punto de cegarme —dijo volviéndose al espejo.
—Si hubiera sabido quién era usted…
—¡No me haga reír! —replicó él—. ¡Claro que lo sabía!
Se quitó la peluca y se arrancó la barba.
—¿Sufrió mucho? —preguntó Jean, y Jack volvió a gruñir—.
¿Cómo iba a saber que era usted? —preguntó indignada—. Yo pensó
que usted era un viejo inválido…
—Usted no pensó nada de eso, Miss Briggerland —contestó Jack
—. Usted sabía quién era yo y adivinó por qué iba disfrazado de este
modo. Adivinó que yo no podía dormir en el piso de Lydia como no
pudiera ir disfrazado de viejo.
—¿Y para qué quería dormir en el piso de Lydia, después de todo?
—preguntó ella inocentemente—. No me parece una ambición muy
correcta.
—Esa pregunta es innecesaria y yo no perdería el tiempo
contestándosela a usted —dijo Jack con tono grave—. Fui a su casa
para salvarle la vida y protegerla contra los siniestros planes de usted.
—¡Mis siniestros planes! —repitió ella asombrada—. Seguramente
no sabe usted lo que está diciendo.
—Sólo sé esto —dijo, y su rostro no era ningún poema—, que
tengo las suficientes pruebas para ordenar la detención de su padre y
posiblemente la de usted misma. Durante meses enteros he estado
trabajando sobre aquel primer providencial «accidente» de ustedes, el
rico australiano que falleció demasiado de repente. No me meto en el
caso de Meredith porque no puedo enviarla a la cárcel por sus
incesantes ataques contra Mrs. Meredith, pero tengo las suficientes
pruebas para colgar a su padre por el primer crimen.
El rostro de Jean se tornó blanco, inexpresivo. Jamás le habían
formulado aquellas amenazas ni se había visto tan cerca del peligro
de ser detenida. Y durante todo el tiempo que estuvo observando a
Jack no se movió ni un músculo de su cara, recordando las cosas del
pasado, examinando cada detalle de los crímenes que él había
mencionado, tratando de descubrir algún pequeño fallo en el plan que
ella había concebido y que pudiera ocasionar aquel final.
—Esa clase de bluff no me impresiona —dijo por último—. No hace
sino inventar crímenes, de los que no puede acusarme seriamente.
—Bueno, ya lo veremos. ¿Dónde está Lydia? —preguntó.
—Ya le dije que no sé, excepto que se fue con el chófer a dar una
vuelta. Espero que regrese pronto.
—¿Ha ido su padre con ella?
—No; papá salió temprano. No sé con qué autoridad me interroga.
¡Pero si tiene usted todo el aire de un magistrado francés, Jack! —dijo
sonriendo.
—Pronto sabrá lo importantes que son los magistrados franceses:
—replicó él significativo—. ¿Dónde está su chófer, Mordon?
—Se ha ido también…; ¿no recuerda que le he dicho que se ha ido
con Lydia? ¿Por qué? —preguntó con un pequeño encogimiento de
corazón.
Ahora comprendía. ¡La asociaban a Mordon con el robo y la
falsificación!
Las primeras palabras de Jack confirmaron sus sospechas.
—Hay una orden de detención contra Mordon que llevaremos a
cabo tan pronto como vuelva —dijo Jack—. Hemos podido identificarle
en Londres y también a la mujer que presentó el cheque. Sabemos
todos sus movimientos desde que salió de Niza en aeroplano para
París y su regreso de nuevo a Niza. Los que cambiaron el dinero para
él jurarán su identidad.
Si esperaba con esto desarmarla, se equivocó. Apenas levantó las
cejas.
—No puedo creer que eso sea verdad. Mordon era un hombre
honrado —dijo—. Confiábamos plenamente en él y nunca nos
traicionó. Basta, Mr. Glover —dijo—; ¿puedo sugerir que una
entrevista con un hombre en mi habitación no será bien vista para mi
reputación ante los criados? ¿Quiere bajar y esperar hasta que yo
vaya?
—¿No intentará abandonar esta casa? —dijo él, y se echó a reír.
—Realmente se pone usted como esos infalibles policías que
aparecen en las novelas y en las revistas populares. No tiene usted
autoridad alguna ni para impedir que yo siga en esta casa ni para
sacarme de ella si yo no quiero, y nadie lo sabe mejor que usted. Pero
no tema. Siéntese en la escalera, si quiere, hasta que yo salga.
Cuando se hubo ido, ella tocó el timbre llamando a la doncella y
luego le dio un sobre.
—Estaré en el salón hablando con Mr. Glover —dijo en voz baja—.
Quiero que me traigas esta carta y digas que la has encontrado en el
hall.
—Sí, señorita.
Jean procedió a hacerse la toilette con la mayor calma posible. En
la lucha su vestido se había rasgado y lo cambió por uno verde de
seda. Mientras Jack paseaba arriba y abajo en el hall pensando si
hubiera podido escaparse la joven, Jean apareció ante él serena y
bellísima.
—Me gustaría saber una cosa, Mr. Glover —dijo mientras entraban
en el salón—. ¿Qué intenta usted hacer? ¿Cuál es su plan? ¿Va usted
a apartarnos espiritualmente de Lydia? Desde luego ya sé que está
usted enamorado de ella.
Él enrojeció a pesar suyo.
—No estoy enamorado de Mrs. Meredith —mintió.
—No sea tonto —dijo ella con acento práctico—; claro que está
usted enamorado de ella.
—Mi primer objeto es recuperar ese dinero y usted me ayudará —
dijo él.
—Por supuesto —accedió ella—. Si Mordon ha resultado ser un
ladrón, justo es que pague las consecuencias. Estoy segura de que es
usted tan inteligente que no habrá sufrido error. Pobre Mordon. Me
figuro por qué lo hizo, porque es tan buen amigo de Lydia y tan
seriamente, Mr. Glover, que pienso incluso que Lydia es poco discreta.
—Ya me hizo esa observación antes —replicó él—. Pero ahora
será mejor que explique qué intención tienen sus palabras.
Ella se encogió de hombros.
—Siempre están juntos. Los vi paseando anoche por el jardín; yo
no paré mientes en ello, pero Mrs. Mortimer me lo hizo notar…
—Lo cual quiere decir que Mrs. Cole-Mortimer no lo notó. ¡Qué
inteligente es usted, Jean! Aun cuando inventa algo, siempre prepara
la posibilidad de poder refutar cualquier evidencia que pueda
producirse. No creo una palabra de cuanto dice.
Llamaron a la puerta y la doncella entró llevando una carta sobre
una bandeja.
—Viene dirigida a usted, señorita —dijo—. Estaba en la mesa del
hall. ¿No la vio?
—No —replicó Jean sorprendida.
Cogió la carta, miró la dirección y la abrió.
Jack vio un brillo de horror y de asombro asomado en los ojos de
la joven.
—¡Dios mío!… —exclamó Jean.
—¿Qué es? —dijo él poniéndose en pie.
Ella miró de nuevo la carta y luego clavó sus ojos en él.
—Léala —dijo con voz apagada.

Querida señorita:
He regresado de Londres y he confesado a
Madame Meredith que he falsificado su firma para
retirar un cheque de cien mil libras de su Banco. Y
ahora he sabido que Madame Meredith me ama.
Sólo hay un medio para terminar con esto…, ya
comprenderá usted…

Jack leyó dos veces la carta.


—Sí, es la letra de Mordon —murmuró—. ¡Pero si es imposible,
increíble!… Le digo que he tenido a Mrs. Meredith bajo mis ojos todo
el tiempo que ha estado aquí. ¿Hay alguna carta de ella? —preguntó
bruscamente—. ¡Pero no, si es imposible, imposible!…
—No he estado en su cuarto. ¿Quiere subir conmigo?
Él la siguió escaleras arriba y al entrar en el dormitorio de Lydia lo
primero que vieron sus ojos fue una carta posada sobre una mesita
cerca de la cama. Jack la cogió; Iba dirigida a él, con la letra de Lydia,
y febrilmente rasgó el sobre y lo abrió.
Su rostro cuando terminó de leer estaba tan blanco como había
estado el de ella.
—¿Dónde fueron? —preguntó.
—A San Remo.
—¿En auto?
—Claro.
Sin decir una palabra se volvió y corrió escaleras abajo.
El taxi que le había traído bajo el disfraz de Jaggs se había ido,
pero en la carretera, unos metros más allá, estaba el auto que había
alquilado para todo el día cuando llegó a Montecarlo. Dio las
instrucciones al chófer y se metió dentro. El auto tomó a toda
velocidad la dirección de Menton, se detuvo sólo lo más breve posible
mientras los aduaneros examinaban el permiso y Jack les hizo unas
preguntas.
Sí, una señorita había pasado en auto, pero no había regresado.
¿Cuánto tiempo hacía?
Quizá una hora, quizá menos.
A toda la velocidad que permitía el auto cerrando las curvas y
subiendo y bajando las cuestas, llegaron hasta donde se divisaba un
auto y un grupo de gente estacionada a su alrededor.
Jack vio las espaldas de dos gendarmes italianos y, empujando a
los curiosos, se metió en el centro del grupo. Mordon estaba tendido
con el rostro en medio de un charco de sangre, y uno de los policías
tenía en la mano la pistola con la empuñadura de nácar.
—Fue con este arma con la que cometieron el crimen —dijo con un
italiano florido—. Tres cápsulas están vacías. Pero ¿contra quién
descargaron las otras dos?
Jack examinó el guardabarros del auto, y luego sus ojos se
posaron en la puerta de un muro que corría paralelo a la carretera.
Se acercó hasta el parapeto y miró por encima y lo primero que vio
fue un sombrero desgarrado y un velo, que reconoció de Lydia.

CAPITULO XXXVIII
B
riggerland, matando el tiempo en el muelle de Mónaco, vio el Jung
Queen y a Marcus Stepney que desembarcaba del pequeño
«yate» con las cañas en la mano.
En cuanto Marcus estuvo a su alcance, le llamó y Stepney se le
quedó mirando con sorpresa.
—Hola, Briggerland —dijo.
—Qué, ¿ha estado pescando? —preguntó Briggerland con tono
paternal.
—Sí —admitió Marcus.
—¿Pescó algo?
Stepney asintió:
—Ni una pieza.
—Mala suerte —contestó Briggerland con una sonrisa—. Pero
¿dónde está Mrs. Meredith? Tenía entendido que iba a pasar el día
con usted.
—Se fue a San Remo —respondió brevemente Stepney, y el otro
asintió:
—Es cierto; lo había olvidado.
Más tarde compró un ejemplar del Nicoise y se enteró de la
tragedia que había acontecido en San Remo. Esto le hizo regresar a
su casa visiblemente agitado.
—Malas noticias, querido —dijo cuando entró en el salón y percibió
a Jack Glover.
—Entre, Briggerland —dijo Jack sin ceremonia alguna; había un
hombre con él, un hombre alto y espigado a quien Briggerland
reconoció como el jefe de la prefectura de Policía—. Deseamos saber
cuáles han sido sus movimientos y sus actividades.
—¿Mis movimientos y mis actividades? —preguntó indignado
Briggerland—. ¿Es que me asocian ustedes a esa tragedia? Sí, a esa
tragedia que me ha llenado de pesadumbre y de horror y
remordimiento —siguió diciendo—. ¿Cómo pude permitir a ese villano
que le dirigiera la palabra a la pobre Lydia?
—Sin embargo, señor —dijo el policía con voz tranquila—, debe
usted decirnos dónde ha estado.
—Eso es muy fácil de explicar. Fui a San Remo.
—¿Por carretera?
—Sí, por carretera —contestó Briggerland—. En mi motocicleta.
—¿A qué hora llegó a San Remo?
—A mediodía, quizá un cuarto de hora antes.
—¿Sabe usted que el crimen debió haberse cometido a las once y
media? —dijo Jack.
—Eso dicen los periódicos.
—¿Adónde fue en San Remo? —preguntó el detective.
—Fui a un café y tomé una copa de vino; luego di una vuelta por la
ciudad y comí en el Victoria. Volví en el tren de la una a Montecarlo.
—¿Oyó usted hablar del crimen?
—Ni una palabra —dijo Briggerland—, ni una palabra.
—¿Vio usted el auto?
Mr. Briggerland negó con la cabeza.
—Yo salí un poco antes que la pobre Lydia —dijo.
—¿Sabía que existía una intimidad entre el chófer y su invitada?
—No tenía la menor idea de que existiera. Si lo hubiera sabido —
dijo virtuosamente Briggerland—, hubiera tomado mis precauciones
para devolver a la pobre Lydia el sentido común.
—Su hija dice que ellos salían juntos con mucha frecuencia. ¿Lo
notó usted?
—Sí, lo noté; pero mi hija y yo somos muy demócratas. Hicimos de
Mordon un amigo y me figuro que lo que a uno se le antoja familiar no
es difícil que nos pase inadvertido. Sí, ciertamente, recuerdo haber
visto pasear a mi pobre amiga y a Mordon juntos por el jardín.
—¿Es suyo esto? —preguntó el detective sacando por detrás de
una cortina un rifle inglés.
—Sí, es mío —admitió Briggerland sin un momento de vacilación
—. Es un rifle que compré en Amiens, un recuerdo de nuestros
galantes soldados.
—Ya lo sé y comprendo sus patrióticos motivos al comprarlo —dijo
el detective secamente—, pero ¿quiere decirnos cómo lo perdió?
—No tengo la menor idea —dijo Briggerland con sorpresa—. No
tenía idea de que lo hubiese perdido. Lo perdí de vista hace unas
semanas. Puede que fuera Mordon, pero… no, no debo pensar tan
mal de él.
—¿Qué pretende sugerir? —preguntó Jack—. ¿Que Mordon
disparó a Mrs. Meredith cuando ella estaba sobre la plataforma
flotante? Creo que yo puedo ahorrarle la molestia de que mienta. Fue
usted quien disparó y fui yo quien le golpeó dejándole sin sentido.
La cara de Briggerland fue un poema.
—No puedo comprender cómo me hace una acusación tan grave y
tan infundada —dijo.
Jean no había hablado desde que entró su padre. Estaba sentada
sobre el borde de una silla, las manos sobre el regazo y sus ojos
estaban tan pronto fijos en el policía como en Jack.
—No sé nada del rifle ni aun que mi padre tuviese uno —dijo
interviniendo—. Pero, por favor, responde a todas las preguntas,
padre. Yo estoy tan ansiosa como tú de que se aclare esta espantosa
tragedia. ¿Le ha dicho a mi padre lo de las cartas que hemos
encontrado?
El detective negó con la cabeza.
—No he visto a su padre hasta el momento en que ha llegado —
dijo.
—¿Unas cartas? —dijo Briggerland mirando a su hija—. ¿Es que
la pobre Lydia dejó alguna carta?
Ella asintió.
—Es mejor que te lo cuente Mr. Glover —dijo—. La pobre Lydia
tenía amores con Mordon. Está claro lo que sucedió. Se fueron hoy y
no intentaban regresar jamás…
—Mrs. Meredith no tenía intención de ir a la silla del Amor hasta
que usted le sugirió la idea —dijo Jack. Mrs. Cole-Mortimer ha
recalcado muy bien ese punto.
—¿Han encontrado el cadáver? —preguntó Briggerland.
—No hemos encontrado sino el del chófer —dijo el detective.
Después de unas pocas preguntas más, el policía salió afuera con
Jack.
—Me parece que estamos frente a uno de tantos crímenes
pasionales como ocurren en este país —dijo—. Mordon era francés y
he podido identificarle por sus tatuajes del brazo como a un tipo que
ha caído muchas veces en manos de la Policía.
—¿Cree usted que no hay esperanzas?
El detective se encogió de hombros.
—Estamos dragando el pozo. Es muy profunda el agua en ese
lugar, pero posiblemente el cuerpo ha sido arrastrado por la marea. No
hay prueba alguna contra estas personas, excepto las acusaciones de
usted. Las cartas, por supuesto, pudieron haber sido falsificadas, pero
usted mismo dice que no hay duda respecto a la letra de Mrs.
Meredith.
Jack asintió.
Iban paseando por la carretera hacia el auto del policía cuando
Jack preguntó:
—¿Puedo ver la carta de nuevo?
El detective la sacó de su bolsillo y Jack la examinó otra vez.
—Sí, es su letra —dijo, y luego lanzó una exclamación—. ¿Ve
usted esto?
Señaló angustiadamente a dos pequeñitas marcas que había
antes de las palabras «Mi querido amigo».
—Sí, comillas —dijo el detective extrañado—. ¿Por qué pondría
esas palabras entrecomilladas?
—¡Ya lo tengo! ¡La novela! —exclamó Jack—. Sí; Miss Briggerland
me dijo que estaba escribiendo una novela y recuerdo que me dijo que
tenía inflamada la muñeca. Suponga que dictó parte de la novela a
Mrs. Meredith y suponga que en esa novela tenía lugar una carta así.
Lydia puso mecánicamente las comillas.
El detective cogió la carta de las manos de Jack.
—Es posible. La escritura es muy normal, sin señal alguna de
agitación y, por supuesto, las iniciales del personaje podrían haber
sido L. M. Es una hipótesis ingeniosa y no del todo improbable, pero si
esta carta formara parte de la novela, deberían aparecer las otras
cuartillas. ¿Quiere que registremos la casa?
Jack se negó a ello.
—Jean es demasiado inteligente como para conservarlas —dijo—.
Mucho más probable es que las haya quemado en la chimenea.
—¿En qué chimenea? —preguntó secamente el detective—. Estas
casas no tienen chimeneas, sino calefacción central…, al menos que
fuera a la cocina.
—No sé dónde las quemaría, pero me figuro que en alguna parte,
quizá en el jardín.
El detective asintió y regresaron a la casa.
Jean, que estaba enfrascada en una conversación con su padre,
les vio reaparecer y observándoles en su camino por el jardín hacia la
casa sus ojos se posaron en el césped.
—¿Qué buscan? —preguntó.
—Saldré a verlo —dijo Briggerland, pero ella le cogió por un brazo.
—¿Te crees que te lo dirán? —le dijo sarcástica.
Subió corriendo a su cuarto y los observó oculta tras una cortina.
En ese momento estaban fuera del alcance de su vista, y se metió en
la habitación de Lydia para mirarles desde ella. De pronto vio cómo el
detective se detuvo y cogió algo del suelo, y los dientes de Jean
rechinaron.
—La novela quemada —dijo ella—. Nunca pude imaginarme que la
buscasen.
Encontraron sólo un pedazo de papel, pero estaba escrito con la
letra de Lydia y la marca del lápiz era bien visible a pesar del
chamuscado.
—«Laura Martin» —leyó el detective—. «L. M.»; y aquí las
palabras «trágico» y «remordimiento».
Del resto de los pequeños fragmentos no pudieron recoger nada
de importancia. Jean les observó desaparecer a lo largo de la avenida
y luego bajó a ver a su padre.
—He pasado un gran susto —dijo.
—Sí, pareces asustada aún —dijo, mirándola atentamente.
—Padre, debes comprender que esta aventura puede terminar
desastrosamente. Hay noventa y nueve probabilidades contra una de
que se sepa la verdad, pero esta probabilidad me preocupa.
Deberíamos haber hecho desaparecer a Lydia de un modo menos
aparatoso y más natural. Ha habido demasiado melodrama, pero no
veo cómo hubiéramos podido haberlo hecho. Mordon estaba
poniéndose muy cargante…
—¿Cuándo vino Glover? —preguntó Briggerland.
—Ha estado aquí todo el tiempo —contestó ella.
—¿Qué?
Ella asintió.
—Era el viejo Jaggs. Yo tuve el presentimiento de que lo era y
estuve cierta de ello cuando recordé que él había estado en el piso de
Lydia.
Briggerland posó la taza de té y se secó los labios con un pañuelo
de seda.
—Quisiera que este asunto estuviese terminado —dijo—. No
parece sino que estamos en un aprieto.
—Por supuesto que lo estamos —contestó ella fríamente—. Tú no
esperarías agarrar una fortuna de seiscientas mil libras sin molestia
alguna, ¿verdad? Me atrevo a decir que sospechan de nosotros. Pero
ya verás, pronto se habrán aquietado las aguas y no pasaremos más
preocupaciones el resto de nuestra vida.
—Eso espero —dijo él sin gran convicción.
Mrs. Cole-Mortimer estaba postrada en cama y Jean no tuvo
paciencia para ir a verla.
Ordenó que sirviesen la cena y habían terminado cuando una
visita, en la figura de Marcus Stepney, entró en el comedor.
No era usual que Marcus apareciese a la hora de cenar, y menos
vestido de calle, así que ella notó el hecho con asombro.
—¿Puedo hablar a solas contigo, Jean? —preguntó él.
—¿Qué pasa? —preguntó Briggerland—. ¿Es que no tenemos ya
suficientes misterios?
Marcus le miró con disgusto.
—Tendremos otro si no interviene usted —dijo de mala gana, y la
joven, cuyo sentido de alerta estaba siempre despierto, cogió una
capa y salió al jardín con Marcus, que la siguió pisándole los talones.
Pasaron diez minutos y no regresaron; un cuarto de hora, y Mr.
Briggerland empezó a impacientarse. Se levantó de la silla, abandonó
el libro que estaba leyendo, y estaba a medio camino del comedor
cuando se abrió la puerta y Jack Glover entró, seguido por el
detective.
Fue el francés quien habló.
—Monsieur Briggerland, tengo una orden de arresto contra usted
del prefecto de los Alpes Marítimos.
—¿Que me arrestan? —exclamó Briggerland rechinándole los
dientes—. Pero ¿de qué se me acusa?…
—Del frío asesinato de François Mordon —dijo el policía.
—¡Miente…, miente usted! —gritó Briggerland—. No tengo la
menor idea de… —y sus palabras se convirtieron en un grito apagado
al divisar a alguien situado detrás del detective.

CAPITULO XXXIX

L a mañana para Stepney había sido doblemente contrariada;


lanzó una y otra vez el anzuelo y por último recogió la caña y la
metió en la gasolinera.
—Ni siquiera los malditos peces quieren picar —dijo, y el humor de
su observación le animó un poco.
Estaba a diez millas de la costa y desde allí ésta era una distante
línea en el horizonte. Sacó la cesta de la comida y la miró con
desagrado. Le había costado dos mil francos. Abrió la cesta y ante la
vista de su contenido se inclinó a considerar su primer punto de vista
de que había desperdiciado su dinero, cuanto más que el maître
d’hôtel, intencionadamente, había incluido dos botellas de champaña.
Marcus Stepney comió con regular apetito y, en el momento en
que lanzaba una botella vacía al mar, se sintió un poco más animado.
Lanzó los restos de la comida, metió la cesta debajo de uno de los
asientos de la cabina, levó el ancla y puso en marcha los motores.
El cielo resplandecía de azul y el mar brillaba cegadoramente y
pensó que Jean Briggerland le había ayudado más generosamente
que nadie en su vida.
—¡Esa diablesa…! —sonrió mientras murmuraba las palabras.
Abrió en honor de ella la segunda botella de champaña, —Marcus,
por cierto, era un abstemio normal— y bebió solemnemente a su salud
y felicidad. A medida que el sol empezaba a picar más sintió un sueño
irreprimible. Sabía de sobra que no era nada conveniente echarse a
dormir en mitad del mar, y puso proa al Jungle Queen hacia la costa
más próxima a fin de encontrar algún lugar recogido donde anclar
tranquilamente.
Encontró algo mejor de lo que había pensado mientras enfocaba la
costa. El mar y el tiempo habían cavado bajo el acantilado una
especie de puerto suficientemente amplio como para que cupiese el
Jungle Queen. Al tiempo que lanzaba el ancla, distinguió una pequeña
bancada de peces y su instinto de pescador se despertó en él. Se
sentó cómodamente en uno de los dos butacones de mimbre y ya
empezaba a dormitar placenteramente con la caña entre las manos
cuando…
Fue el ruido de un disparo el que le despertó. Fue seguido de un
segundo y de un tercero. Casi inmediatamente algo cayó desde el
arrecife y se sumergió estrepitosamente en el agua.
Marcus acabó de espabilarse. Atisbó entre las claras
profundidades del agua y vio la figura de una mujer aparecer y
reaparecer. Y, en una de ésas, distinguió la cara. Sin un momento de
vacilación se zambulló en el agua.
Hubiera sido más inteligente si hubiese esperado a que ella
volviese a emerger a la superficie, porque ahora encontró cierta
dificultad en ganar el bote. Después de una corta lucha, llegó hasta la
gasolinera, asió un chicote, con el que ató rápidamente a la muchacha
arrollándoselo por la cintura. Luego saltó a la embarcación y la subió a
bordo con él.
Al principio pensó que estaba muerta, pero escuchando
atentamente el latido de su corazón buscó en la cesta de la comida y
sacó un pequeño frasco de licor que Alfonso, el jefe de camareros, le
había metido. Puso la botella en sus labios y desparramó una
pequeña cantidad en su boca Ella se agitó convulsiva y en ese
momento abrir los ojos.
—Está usted entre amigos —dijo Marcus innecesariamente.
Ella se sentó y se cubrió el rostro con las manos, recordando
repentinamente lo que había acontecido, helándosele la sangre en las
venas.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Marcus.
—No lo sé exactamente —dijo ella con desmayo—. ¡Oh, es
horriblemente increíble!
Marcus Stepney le ofreció de nuevo el frasco de licor, y cuando ella
lo rechazó con un movimiento de cabeza, él se propinó un generoso
trago.
Lydia sintió dolor en su hombro izquierdo. El traje estaba
desgarrado y a través de la carne se veía una raspadura.
—Es una herida de bala —dijo Marcus Stepney repentinamente
grave—. He oído un disparo. ¿Le disparó alguien?
Ella asintió.
—¿Quién?
Lydia trató de pronunciar las palabras, pero no articuló ninguna y
se echó a llorar.
—¿Fue Jean? —preguntó él secamente.
Ella negó con la cabeza.
—¿Briggerland?
Lydia asintió.
¡Briggerland! —silbó Stepney y se estremeció también al mismo
tiempo—. ¡Vámonos de aquí! —dijo—. Cogeremos una pulmonía si
no. El sol nos secará.
Puso de nuevo en marcha los motores y enfocó hacia el mar
abierto. Navegaron un buen rato mar adentro y sólo hasta entonces
pudo distinguir a lo lejos la carretera; luego divisó un auto y un policía
que se bajaba de una bicicleta y se inclinaba sobre algo. Dejó los
prismáticos y se volvió hacia la muchacha.
—¡Qué feo se ha puesto todo esto, Mrs. Meredith; pero, gracias a
Dios, yo no estaba allí!
—¿Adónde me lleva? —preguntó ella.
—Mar adentro —contestó Marcus con una sonrisa—. Pero no
tema, Mrs. Meredith. Todo lo que quiero es saber lo que le ha pasado,
y si es algo de lo que yo me temo, entonces sería mejor que
Briggerland crea que usted está muerta.
Ella le contó todo cuanto sabía y él la oyó sin interrumpirla hasta el
final.
—Mordon muerto, ¿eh? Malo. Pero ¿cómo diablos podrán
explicarlo? Supongo —dijo con una sonrisa— que no escribiría usted
ninguna carta diciendo que se escapaba con el chófer.
Ella se conturbó al oír aquello.
—Escribí una carta —dijo—; no era una carta de verdad, sino una
que Jean me dictó para una novela suya —cerró los ojos y exclamó—:
¡Tremendo!, no puedo creerlo aún.
—Cuéntemelo todo —rogó Marcus.
—Era una novela que ella estaba escribiendo para una revista de
Londres, y como tenía la muñeca dolorida yo escribí algunas cuartillas
que ella me dictó. Sólo fueron tres o cuatro, pero una de ellas era una
carta que se suponía estar escrita por la heroína y en la que decía que
se escapaba, ya que amaba a un hombre que no era de su condición
social.
—¡Dios, Dios!… —exclamó Marcus sinceramente conturbado—.
¿Hizo Jean eso?
Parecía asombrado realmente de la realización de los propósitos
de Jean Briggerland y no habló nada durante un largo rato.
—Me alegro saberlo —dijo al final.
—¿Cree usted que realmente todo este tiempo ha estado tratando
de matarme?
Él asintió.
—Utilizaba a todos contra usted, incluso a mí —dijo con amargura
—. No quiero que usted piense mal de mí, Mrs. Meredith, pero voy a
decirle la verdad. Yo había preparado esta gasolinera para un viaje de
mil doscientas millas teniéndola a usted de compañera.
—¿A mí?
—Sí, fue idea de Jean, realmente, aunque yo creo que ella debió
modificar sus planes, o pensó que yo no la servía para llevarlos a
cabo. Yo intentaba llevármela a usted y tenerla hasta que usted
accediese a… No sé, la verdad, cómo lo hubiera hecho —dijo,
hablando como para consigo mismo—. No tengo, realmente, madera
de conspirador. Ninguno de esos proyectos me atraía. El caso es que,
de todos modos, no probé.
—No, Stepney —contestó ella con calma—. Y no creo que usted lo
hubiera hecho en caso de que hubiese tenido valor.
Marcus volvió a mostrarse sincero y le contó su vida y su
profesión, sin ocultarle nada de los métodos que empleaba para vivir.
—Estaba en un gran apuro y me tentó la idea de poder coger algún
dinero —dijo—. Ya sé que usted me considerará ahora despreciable,
pero tampoco me recordará con rencor ni con odio.
Dieron vista a la costa.
—La llevaré a Niza —dijo—. Allí atraeremos menos la atención y
probablemente podré ponerla en contacto con su viejo Mr. Jaggs. ¿No
tiene usted idea de dónde podamos encontrarle? De cualquier modo,
puedo ir a Villa Casa y averiguar qué cuento es el que han tramado
para justificar todo esto.
—Y probablemente pueda ponerme ropa seca —dijo ella con una
pequeña sonrisa—. Me figuro que usted se dará cuenta de lo
incómoda que estoy.
—Ya lo creo —contestó él—. Cada vez que lo pienso me
estremezco.
Llegaron a Niza a las tres y media y Marcus dejó a la joven a salvo
en un hotel, se cambió de ropa en el suyo y regresó con el yate a
Mónaco, donde le vio Briggerland.
Durante dos horas Marcus Stepney luchó con el amor que tenía
hacia una mujer que era una completa asesina, y al final su amor
ganó. Cuando se hizo de noche, repostó el Jungle Queen de petróleo
y de víveres y puso proa hacia la plataforma flotante de Cap Martin.
Allí fue donde Jean se fugó con él.
—¿Y qué hay de mi padre? —preguntó ella mientras subía a
bordo.
—Creo que le cogerán —dijo Marcus.
—Odia la cárcel —dijo la chica complacida—. ¡Aprisa, Marcus,
porque yo la odio también!…

CAPITULO XL

L ydia se instaló en un tranquilo hotel de Niza y Mrs. Cole-


Mortimer accedió a servirla de dama de compañía.
Aunque no se sintió profundamente afectada por los hechos del
terrible día anterior, Lydia se encontraba nerviosa y decidió guardar
cama.
Jack, que temía por ella, mandó llamar un medico, pero Lydia
rehusó verle. Al día siguiente recibió al abogado.
Ella sólo había narrado brevemente la parte que Marcus Stepney
había tenido en su salvación, pero contó lo suficiente para que Jack
fuese al hotel de Stepney para darle las gracias en persona. Sin
embargo, Marcus Stepney no estaba en el hotel, ni había pasado allí
tampoco la noche. Tampoco se notó la desaparición del Jungle Queen
hasta dos días después. Fue Mrs. Cole-Mortimer la que, al ir a rendir
cuentas de sus gastos con Jack, mencionó el «yate».
—¿El Jungle? —preguntó Jack—. ¿No es una gasolinera? La vi
una vez en el puerto. Pensé que era propiedad de Stepney.
Sus sospechas crecieron cuando fue de nuevo al hotel de Stepney
y esta vez su investigación fue ayudada por la presencia de un policía.
Entonces se supo que Stepney no había regresado al hotel desde la
noche en que detuvieron a Briggerland.
—Luego se ha fugado con ella. Creo que Stepney estaba
enamorado de Jean —dijo Jack.
El policía estaba preocupado.
—Si lo hubiéramos sabido antes hubiésemos podido detenerlos.
Tenemos varios destroyers en el puerto de Villafranc. Pero ahora temo
que sea demasiado tarde.
—¿Adónde habrán ido? —preguntó Jack.
—Dios sabe —contestó el otro—. Pueden haber ido a Italia, o a
España, posiblemente a Barcelona. Telegrafiaremos al jefe de Policía
de aquella ciudad.
Pero la Policía de Barcelona no pudo dar información alguna. El
Jungle Queen no había sido visto por allí. El tiempo era magnífico, el
mar estaba en calma y todo favorecía la escapatoria.
Las investigaciones dieron por resultado que Stepney había
adquirido una gran cantidad de petróleo pocos días antes de su salida
y que había aumentado sus suministros la tarde en que partió.
También había comprado gran cantidad de provisiones de boca.
Había pasado una semana del crimen y Briggerland sufrió los
primeros interrogatorios, cuando llegó un telegrama de la Policía
española diciendo que una gasolinera respondiendo a la descripción
hecha del Jungle Queen había recalado en Málaga, había repostado y
hechose de nuevo al mar antes de que las autoridades policiales que
habían visto a la pareja hubiesen tenido tiempo de detenerla.
—Creerá usted que tengo una enfermedad mental, pero deseo que
Jean pueda escapar.
Jack se echó a reír.
—Si usted hubiese estado con ella más tiempo, Lydia, la hubiera
convertido en una criminal de primera clase —dijo—. Confío en que no
olvide que ella tiene consigo cien mil libras esterlinas de usted…; en
otras palabras, una sexta parte de su fortuna.
Lydia contestó:
—Eso es casi un pensamiento confortador. Ya sé que ella es lo
que es, Jack, pero su mayor crimen es que nació seiscientos años
demasiado tarde. Si hubiese vivido en la época del Renacimiento
italiano hubiera pasado a la historia.
—Su simpatía por ella es inmoral —replicó Jack—. Por cierto,
Briggerland ha sido puesto a disposición de las autoridades italianas.
El crimen se cometió en territorio italiano y esto le ahorra que su
cabeza vaya a parar al cesto de la guillotina.
Ella se estremeció.
—¿Qué harán con él?
—Lo meterán en la cárcel por toda su vida. Y yo creo que esto es
peor que la guillotina. Dice usted que siente lo de Jean, pues yo siento
aún más lo de Briggerland. De no haber sido por su hija hubiera sido
un respetable caballero.
Iban paseando por las estrechas calles de Grasse, y Jack, que
conocía muy bien la ciudad, le mostró las vistas que la hicieron olvidar
que allí estaba la Meca de la fábrica de perfumes.
—Me figuro que tendré que cambiar de vida —dijo ella con
expresión de disgusto.
—En absoluto; aún le queda muchísimo dinero —replicó él.
—¿Por qué dice eso? —preguntó ella deteniéndose y mirándole
gravemente.
—Le estoy hablando como su abogado mercenario —contestó
Jack.
—Usted trata de llevar sus servicios a otro nivel —corrigió ella—.
Le debo todo cuanto soy y mi fortuna es lo último de todo. Le debo
tres veces mi vida.
—Cuatro —corrigió él—. Y una a Marcus Stepney.
—¿Por qué ha hecho tanto por mí? ¿Es que yo le intereso? —
preguntó tras una pausa.
—¡Muchísimo! —replicó él—. Me interesé por usted desde el
primer momento en que la vi salir del taxi de Mordon, pero me interesé
especialmente cuando…
—¿Cuándo? —inquirió ella.
—Cuando me pasé noche tras noche sentado frente a su cuarto y
descubrí que usted no roncaba —dijo desvergonzadamente, y ella se
puso encarnada.
—Espero que nunca se referirá a las aventuras del viejo Jaggs.
Fueron muy…
—¿Muy qué?
—Iba a decir que muy hórridas, pero no diría la verdad —admitió
francamente—. Me gustó que estuviese usted allí. La pobre Mrs.
Morgan se quedará muy desconsolada cuando sepa que hemos
perdido a nuestro guardián.
Entraron en el claustro de la antigua catedral y se sentaron en uno
de los pórticos.
—Hay algo profundo siempre en estas catedrales, ¿no cree?
Fíjese en esos ventanales. Si yo fuese lo suficientemente rico para
casarme con la mujer que adoro, me gustaría casarme en una
catedral como ésta, llena de tumbas históricas estatuas y cristaleras
iluminadas.
—¿En cuánto quisiera usted ser rico? —preguntó ella.
—En tanto como lo es ella.
Lydia se inclinó hacia él, tocándole casi el oído con sus labios.
—Dime cuánto dinero tienes —susurró—, y yo tiraré todo lo que
exceda de esa suma.
Él la cogió de la mano y la sostuvo largo rato Luego se sentaron
ante el altar de Santa Catalina hasta que el sol se ocultó y la vieja que
tenía a su cargo el cuidado de la catedral les tocó en el hombro.

CAPITULO XLI

E so es Gibraltar —dijo Marcus Stepney señalando a una masa


gris que se alzaba a lo lejos.
Estaba sin afeitar porque se había olvidado llevar su navaja, y
temblaba de frío. Tenía vuelto el cuello del gabán hasta las orejas y
aun así se estremecía.
Jean no pareció afectada por el repentino cambio de la
temperatura. Iba sentada en el techo de la cabina con la barbilla
apoyada en la palma de la mano y el codo sobre la rodilla.
—¿No te meterás en Gibraltar? —preguntó.
—No creo, ni tampoco en Algeciras. ¿Viste a ese tipo que nos
siguió en el muelle cuando salimos de Málaga? Fue un mal signo. Me
figuro que la Policía tiene instrucciones de detener esta gasolinera y
que habrán sido informados la mayoría de los puertos.
—¿Adónde vamos, entonces?
—Tenemos combustible suficiente para llegar hasta Dakar, pero
aún nos quedarán ocho días de viaje.
—¿En la costa africana?
Él asintió, aunque ella no pudo verle.
—¿Dónde podríamos coger un barco que nos llevase a
Sudamérica? —preguntó Jean.
—En Lisboa —contestó él pensativo—. Sí, podríamos llegar a
Lisboa, pero allí hay demasiados barcos y podrían detenernos.
Deberíamos ir a Las Palmas, donde recalan la mayoría de los barcos
que van a América del Sur, pero si yo estuviese en tu lugar me
escondería en Europa. Ven y coge el timón.
Ella obedeció sin hacer más preguntas y él continuó el trabajo, que
fue interrumpido por un breve refrigerio. Pintar el barco era una tarea
difícil y requería incluso habilidades acrobáticas. Había adquirido la
pintura gris en Málaga, y, afortunadamente, no había mucha superficie
que pintar.
Ella le observó con ojos especulativos mientras él pintaba y pensó
que nunca le había visto tan poco atractivo, con su barba de ocho
días, la camisa sucia y llena de manchas de petróleo y pintura. Sus
manos estaban sucias también y nadie hubiera reconocido en ellas las
del elegante frecuentador de los lugares de moda.
Sin embargo, aún tenía que estarle agradecida. Su conducta para
con ella había sido irreprochable. No había dicho ni una palabra
amorosa, ni, hasta ese momento, habían discutido los planes para el
futuro, que les afectaba mutuamente.
—Supón que llegamos a salvo a Sudamérica —preguntó ella—.
¿Qué pasará después, Marcus?
Él la miró con sorpresa abandonando el trabajo.
—Nos casaremos —dijo, y se echó a reír.
—¿Y qué será de la actual señora de Stepney?
—Se ha divorciado de mí —dijo Stepney inesperadamente—.
Arreglé los papeles el día en que nos fuimos.
—Bueno —dijo Jean lentamente—, nos casaremos… y… —pero
se detuvo.
—¿No es idea tuya también? —preguntó él mirándola.
—¿Casarnos? Sí, eso pienso también. Creo que lo haces
desinteresadamente, quizá…
Él había terminado su trabajo en aquella parte y se puso a pintar la
proa. De repente, la rueda del timón giró rápidamente y la gasolinera
dio un respingo. Durante un segundo pareció que Marcos Stepney no
podía mantener el equilibrio, pero, con un esfuerzo sobrehumano,
conservo a salvo su posición y se quedó mirando a Jean con la cara
blanca.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó—. Por poco me lanzas al mar.
—Creo que había una marsopa durmiendo en la superficie del mar
—respondió ella con calma—. Lo siento, Marcus, pero no creí que
pudieras haber perdido el equilibrio.
Él miró a su alrededor buscando el durmiente pez, pero éste había
desaparecido.
—Me dijiste que los evitara, ya sabes —dijo ella excusándose—.
¿Te puse en peligro? ¿De verdad?
Marcus se lamió los resecos labios, cogió el bote de pintura y lo
lanzó al mar.
—Dejaremos de pintar hasta que no estemos varados —dijo—. Me
has asustado, Jean.
—Lo siento horriblemente. Anda, ven y siéntate a mi lado.
Se apartó un poco para dejarle sitio y él se sentó a su lado
cogiendo el timón de su mano.
En el horizonte se perfilaban los picos montañosos del norte de
África.
—Eso es Marruecos —señaló él—. Me propongo dar un largo
rodeo frente a Gibraltar y seguir la línea costera hasta Tánger. Tánger
no sería un mal sitio para desembarcar si nosotros no fuéramos
quienes somos —siguió diciendo—. Este yate despierta sospechas.
—Podríamos decir que venimos de Gibraltar y tal vez nos creyesen
las autoridades del puerto —sugirió ella.
—O si pudiéramos desembarcar en alguna parte —añadió él—.
Debe de haber algún buen sitio para desembarcar y podríamos entrar
a la mañana siguiente en Tánger. Allí entra toda clase de gentes sin
inspirar sospechas.
Jean miraba la lejana costa con una extraña expresión en su
rostro.
¡Marruecos! —dijo en voz baja—. Marruecos… ¡No había pensado
en ello!
Poco después pasaron un susto. Una figura gris apareció veloz por
el este oscuro y Stepney metió todo el timón, mientras el destroyer se
alejaba rápido hacia Gibraltar.
Observaron cómo desaparecían sus luces y luego,
repentinamente, las vieron girar y reaparecer a su costado.
—Nos están buscando —dijo Marcus.
Había oscurecido ya y enfocó directo hacia el este.
No había duda alguna de que el destroyer les daba buscando. En
sus cubiertas se iluminaron los destellos de los faros, esparciendo su
luz a lo largo del mar. Luego, cuando creían que no les habían visto, la
luz cayó sobre la lancha y los enfocó un momento. Un segundo
después les volvió a perder y retornó a buscarlos. Enfocaba la lancha,
pero también revelaba la presencia de la niebla. Era la clásica niebla
que suele levantarse en los días sin brisa del Mediterráneo. El
cegador resplandor del reflector se atenuó.
¡Pummm…!
—Es la señal del cañón, que ordena que nos detengamos —dijo
Marcus entre dientes.
Emproó al sur y se metió a tiempo entre la espesura de la niebla.
El haz de luz volvió a buscarles, pero no volvieron a distinguirlo más.
—Nos están buscando —dijo Marcus de nuevo.
—Ya lo dijiste antes —replicó con calma la joven.
—Probablemente han advertido a Tánger. No debemos
aventurarnos a meternos en su bahía —dijo Stepney, que empezaba a
perder los nervios.
Volvió de nuevo a tomar dirección oeste, hacia la costa rocosa del
norte de África. Vieron el destello de unas luces en la costa y trató de
recordar a qué ciudad pudieran pertenecer.
—Creo que son de Ceuta —dijo.
Aminoró la velocidad de la embarcación y navegaron a lo largo de
la costa hasta que la luz de un faro les dio la situación.
—Cabo Espartel —dijo él identificando la luz—. Podremos
desembarcar dentro de poco. Estuve en Marruecos tres meses y, que
recuerde bien, la playa nos conducirá hasta Tánger.
Jean se metió en la cabina para prepararse, y cuando la proa del
Jungle Queen se clavaba suavemente en la arena de la playa, estuvo
dispuesta a saltar.
Él la depositó en tierra y luego empujó la proa de la gasolinera y
maniobró de modo que la popa se quedó mirando a la playa, a pocos
pies de profundidad. Saltó a bordo, fijó el timón y puso en marcha los
motores. Luego saltó a la playa y se quedó mirando cómo el Jungle
Queen se internaba en el mar.
—Ya está —dijo alegremente—. Ahora, querida tenemos que
andar unas diez millas.
Pero calculó erróneamente. La distancia entre ellos y Tánger era
de veinticinco millas y tenían que meterse por entre tierras
deshabitadas, salvo el campamento provisional de Muley Hafiz, que
llevaba a cabo en esos momentos con el Gobierno español una
negociación acerca de una de esas «paces permanentes» que fueron
tan frecuentes en los últimos años.
Muley Hafiz estaba sentado tomando su café a medianoche,
oyendo los discos de un gramófono, en un rincón de su tienda.
Desde fuera de su sedosa tienda una voz le saludó y él detuvo el
gramófono.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Señor, hemos capturado a un hombre y a una mujer que
andaban por la playa.
—Son rifeños, dejadles ir —dijo en árabe Muley—. Estamos en
paz, no en guerra.
—Señor, son infieles. Y creo que son ingleses.
Muley Hafiz se rascó su sedosa barba.
—Traedlos —ordenó.
Así se vieron ante su presencia un hombre trasnochado y una
muchacha, ante cuya vista él exclamó:
—¡Mi amiguita de la Riviera! —y la sonrisa que ella le tendió fue
como un rayo de sol en el corazón del moro.
Se levantó —era admirable la magnífica figura de aquel hombre—
y ella se le quedó mirando admirativamente.
—Lamento que mis hombres les hayan asustado —dijo—. Pero no
debe temer nada, madame. Mandaré que mis soldados le den escolta
hasta Tánger.
Luego frunció el ceño y dijo:
—¿De dónde vienen?
Ella no supo mentir bajo la firme mirada de sus ojos transparentes.
—Hemos desembarcado en la playa. Perdimos el camino —dijo.
Él asintió.
—Deben de venir perseguidos —contestó—. Uno de mis espías
vino de Tánger esta noche y me dijo que la Policía española y
francesa esperaban detener a una dama que había cometido cierto
crimen en Francia. Yo no puedo creer que sea usted…, pero si es así
debo decir que el crimen era perdonable.
Se quedó mirando a Marcus.
—O quizá sea a su compañero a quien quieren detener —dijo
lentamente.
Jean negó con la cabeza.
—No, no le buscan a él, sino a mí.
—Siéntese —dijo Muley señalando un cojín. Ella obedeció y
Marcus siguió de pie pensando en lo extraordinario de la situación.
—¿Qué prefiere usted? Si desea ir a Tánger temo que no pueda
protegerla, pero hay una ciudad en las montañas —y señaló con la
mano—, a muchas millas de aquí; una ciudad donde los montes son
verdes, mademoiselle; donde la primavera es perpetua y donde yo soy
el amo.
Ella suspiró largamente.
—Iré a esa ciudad de las montañas. En cuanto a este hombre —
agregó encogiéndose de hombros e indicando con una sonrisa al
pálido Marcus—, no me importa lo que sea de él.
—Entonces, irá solo a Tánger.
Pero Marcus Stepney no fue solo. Durante las dos últimas millas
de aquel viaje había llevado consigo un maletín con la mayor parte de
los cinco millones de francos que la joven había sacado de la
embarcación. Jean no lo recordó hasta que estuvo camino de la
ciudad de las montañas; pero entonces ya no la interesaba el dinero.

FIN
RICHARD HORATIO EDGAR WALLACE, (Greenwich, Inglaterra,
Reino Unido, 1 de abril de 1875 – Beverly Hills, Estados Unidos, 10
de febrero de 1932) fue un novelista, dramaturgo y periodista
británico, padre del moderno estilo thriller y aclamado mundialmente
como maestro de la narración de misterio, muchas de las cuales
fueron llevadas al cine.
Edgar Wallace creó el «thriller» con su novela Los Cuatro Hombres
Justos (1905), y consolidó este género narrativo con su obra
posterior. La estructura de sus obras ha llamado a menudo a
engaño a los críticos, que han creído ver en él más un autor de
novelas de aventuras criminales que un cultivador de novelas
detectivescas. En sus novelas, los elementos del enigma están
diluidos en la acción; son sucesos aparentemente incongruentes, y
es precisamente esta incongruencia la que actúa como acicate de la
curiosidad del lector. Sólo al final encajan las piezas del
rompecabezas, y una nueva lectura de la narración pone de relieve
que los indicios ya habían sido expuestos, y de manera tan evidente
que resulta admirable cómo el lector no había caído en la cuenta de
su significado.
Sus libros de misterio y policíacos se convirtieron en superventas —
J. G. Reeder, personaje detective de su creación, le hizo
enormemente popular—, y casi siempre lograba mantener dos o tres
obras de teatro representándose simultáneamente. Murió en
Hollywood mientras trabajaba en el guión de la película King Kong,
convertido en un hombre rico e influyente.
Sus novelas más relevantes son: «El misterio de la vela doblada»;
«La puerta de las siete cerraduras»; «La llave de plata» y «La pista
del alfiler».

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