Wallace Edgar - El Angel Del Terror PDF
Wallace Edgar - El Angel Del Terror PDF
Wallace Edgar - El Angel Del Terror PDF
CAPITULO II
ydia Beale reunió los trozos de papel desparramados sobre la mesa,
hizo con ellos una pelota y los lanzó al fuego.
CAPITULO III
CAPITULO IV
CAPITULO V
CAPITULO VI
CAPITULO VIII
CAPITULO X
CAPITULO XI
J ean Briggerland pasó muy ocupada la tarde. Tuvo una larga cola de
aspirantes a su club en la elegante casa de Berkeley Street.
Mr. Briggerland era un filántropo conmovedor que había fundado un
club en el East End de Londres con el objeto de regenerar la moral de
las gentes de Limehouse, Wapping, Poplar y distritos adyacentes.
Empezó sin ostentación, nombrando director gerente a un hombre
llamado Faire, que tenía un pasado de cuentas saldadas con la Policía,
y con saldo deudor invariablemente. Pero representaba bien el papel de
hombre reformado y tenía en sus manos las riendas del Club de la
Regeneración.
Muchos policías habían avisado oficialmente a Mr. Briggerland que
Faire era de poco fiar. Mr. Briggerland les oía, agradecía la advertencia
y explicaba luego que Faire, convertido gracias a su club, era ya un
ciudadano honrado. Más tarde la Policía tuvo ocasión de verificar que
sus avisos estaban fundados. El club era frecuentado por maleantes
fichados, hombres que habían estado en la cárcel o que hacían lo
posible para volver a ella. Se lo advirtieron de nuevo a Mr. Briggerland,
pero éste repitió que el objeto de la institución era encaminar bien a los
desviados y conducirlos a la vida honrada del trabajo. Y citó, además,
con gran efecto, un aleccionador texto bíblico. Pero la Policía no se
convenció por eso.
Era costumbre de Miss Jean Briggerland recibir a los miembros
selectos del club y celebrar con ellos un té en Berkeley Street. Sus
amigos lo atribuían a un exceso de bondad y admiraban la tranquilidad
con que trataba a semejantes tipos. Pero a Jean no le asustaban
aquellas gentes. Aquella tarde, después de irse el último de los
visitantes, bajó a la habitacioncita donde tenían lugar tales tertulias y se
reunió con dos individuos, que se levantaron al verla entrar.
La sana influencia del club no les había hecho cambiar de aspecto y
no parecían sino lo que en realidad eran. En sus rostros llevaban escrita
la palabra «presidiarios».
—Celebro mucho que hayan venido —dijo Jean suavemente—.
Ustedes se llaman Mr. Hoggins…
—Hoggins soy yo —dijo uno, sonriendo.
—… y Mr. Talmot.
El otro enseñó sus dientes, se supone que sonriendo también.
—Me alegro de ver socios del club —dijo Jean con la tetera en la
mano—, especialmente a los que han pasado una mala temporada
como la que han atravesado ustedes. Ambos acaban de salir de la
cárcel, ¿no es eso? —preguntó con aire inocente.
—Sí, señorita —dijo, y luego corrigió—: Pero yo no lo hice…
—Estoy completamente segura de que usted era inocente —dijo ella
con sonrisa cordial—. Y aunque hubiera sido culpable no creo que por
eso deba ser expulsado de la sociedad. ¡Qué mal lo habrá pasado! Hay
que ver las estrecheces que ustedes sufren mientras aquí, en West
End, la gente derrocha el dinero de un modo escandaloso tirando lo que
tanta falta les hace a las mujeres y a los niños de ustedes, pobrecitos…
—Sí, eso es cierto —dijo Mr. Hoggins.
—Conozco a una muchacha que vive en Cavendish Mansions, 84,
en el último piso, tan frívola y tan enormemente rica que duerme con las
ventanas abiertas. Parece mentira, cuando cualquiera podría deslizarse
por el tejado o por la escalera de incendios. Siempre tiene un montón
de joyas bajo la almohada y centenares de libras desperdigadas al
tuntún por la habitación. Yo comprendo que esa es una tentación
invencible para la gente que no tiene de qué vivir.
Levantó sus hermosos ojos azules y vio cómo brillaban los de su
oyente. Luego siguió diciendo:
—La he dicho una porción de veces que es peligroso dormir así,
pero se ríe de mí. Hay un viejo que duerme en la casa —un pobre
inválido que sólo puede valerse de un brazo—. Por supuesto, si ella
gritase acudiría en su auxilio, pero yo imagino que un ladrón experto
evitaría la posibilidad de que gritase, ¿no le parece?
Los dos hombres se miraron uno a otro.
—Desde luego —repuso el primero.
—No tendría más que despejar el camino, si es inteligente —dijo
Jean—, y salir de allí dejándola a ella de manera que jamás hablara una
palabra, ¿no creen?
Mr. Hoggins carraspeó.
—Lo cual no es muy difícil, señorita.
Jean se encogió de hombros.
—Hay mujeres que hacen cosas así y luego maldicen a cualquier
pobre hombre que les cogió un millar de libras esterlinas, una fortuna
para él. Personalmente, no me gustaría vivir en el ochenta y cuatro de
Cavendish Mansions.
—Cavendish Mansión, ochenta y cuatro —repitió murmurando
Hoggins, medio ausente.
Su última sentencia había sido de diez años. La próxima sería de
cadena perpetua. Nadie lo sabía mejor que Jean Briggerland mientras
hablaba allí, en el club dedicado a tan hermosa labor de regeneración.
Cuando despidió a sus visitantes, subió las escaleras hacia su
cuarto, pero la doncella la detuvo.
—Mary está en el cuarto de la señorita —dijo en voz baja.
Jean frunció el ceño, pero no replicó. Siguió su camino y poco
después entró en su habitación, en cuyo centro esperaba una mujer,
que saludó a Jean con una sonrisa de excusa.
—Lo siento, señorita —dijo—, pero me despidieron esta mañana. El
viejo ese me reconoció Es… un detective.
Jean Briggerland se la quedó mirando con cara imperturbable, salvo
su hermosa boca, que se entreabrió un poco, de la manera que había
conmovido a un juez y a un ejército de abogados.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó.
—Anoche, señorita. Llegó, discutimos un poco, me llamó por mi
verdadero nombre y perdí el empleo por mi culpa.
—¿Jaggs? —preguntó Jean sentándose suavemente en una silla
veneciana, colocada ante un pequeño escritorio.
—Sí, señorita.
—¿Y por qué no viniste en seguida?
La muchacha se mordió el labio y asintió.
—Hiciste bien —dijo Jean; y luego, tras un momento de reflexión,
agregó—: Iremos a París la próxima semana. Será mejor que tú te
vayas en el tren de esta noche y nos esperes en nuestro piso.
Dio dinero a la muchacha y después que se hubo ido se sentó
durante una hora ante el fuego contemplando sus llamas rojizas.
Finalmente se levantó con movimientos pesados, corrió las cortinas
de seda de las ventanas y encendió la luz. Su rostro se iluminó con una
sonrisa que la embelleció de extraordinaria manera. Acababa de tener
una idea. Fue luego en busca de Mr. Briggerland.
Lo encontró en el estudio, donde le contó el plan. Un plan que
estremeció de horror a aquel hombre sin escrúpulos.
CAPITULO XII
CAPITULO XIII
Luego seguía una descripción del fugado. Jack pasó a otra sección
del periódico olvidando aquella información.
Su socio, sin embargo, prestó más atención, porque el manicomio de
Norwood estaba cerca de Dilwich, y Mr. Rennet vivía por aquellas
proximidades.
—La portera de mi casa está alarmadísima —dijo a la hora de cenar
—. No quiere salir de noche y va a cerrar todas las puertas con llave.
¿Qué tal la entrevista con el comisario?
—Al final no nos pegamos de milagro —repuso Jack—. Y voy a
decirte una cosa, Rennet: al primero que me hable de la hermosura de
Jean Briggerland lo asesino, aunque tenga que copiar los métodos de
esa criatura angelical o valerme de Jaggs.
CAPITULO XIV
CAPITULO XV
«TRÁGICO SUCESO EN WEST END»
UN MÉDICO LOCO HIERE A UN LADRÓN EN LA HABITACIÓN DE UNA MUJER.
» L adetalles
fuga del doctor Thun del manicomio de Norwood y cuyos
publicamos en nuestra primera edición de ayer, ha
tenido un desenlace extraordinario y trágico. Esta mañana, a las cuatro,
acudiendo a una llamada telefónica, el detective sargento Moller,
acompañado de otro agente, fue al número 84 de Cavendish Mansions,
a un piso ocupado por Mrs. Meredith, y allí encontraron y detuvieron al
doctor Algernon Thun, que se había escapado del manicomio de
Norwood. En el cuarto también fue encontrado un hombre llamado
Hoggins, persona bien conocida de la Policía. Por lo visto, Hoggins
había violado el piso de Mrs. Meredith bajando del tejado con ayuda de
una cuerda y entrando en el dormitorio de Mrs. Meredith por la ventana.
Cuando llegó allí fue descubierto por Mrs. Meredith, que
indudablemente hubiera sido asesinada a no haber mediado el doctor
Thun, quien, inexplicablemente, estaba también en la alcoba. En la
lucha que siguió, el médico, enfermo de manía persecutoria, hirió
gravemente al ladrón, que difícilmente saldrá con vida. Entonces, el loco
prestó atención en la señora. Afortunadamente, un viejo que trabaja en
el piso y que se hallaba adormecido fue despertado por el ruido de la
lucha y llegó a tiempo de evitar que la dama cayese en manos del loco.
El herido maleante fue trasladado al hospital y el perturbado fue
reintegrado al manicomio. Dicho loco hizo una extraña declaración a la
Policía diciendo que el mariscal Pétain le había ayudado a fugarse
conduciéndole directamente al domicilio de sus enemigos».
Jean Briggerland dejó el periódico y empezó a reír.
—No es para echarse a reír —gruñó Briggerland furioso.
—Si no me riese haría algo más emocionante —replicó su hija con
frialdad—. ¡Pensar que ése iba a volver otra vez para hacer el robo por
su cuenta! Nunca me lo imaginé.
—Faire me dijo que no cree que salve la vida —dijo Mr. Briggerland
rascándose la calva cabeza con irritación—. ¿Tú crees que ese lunático
dirá algo?
—¿Y qué si lo dice? —contestó impaciente la joven.
—Tú aseguraste el otro día… —empezó él.
—El otro día importaba, querido padre. Pero hoy no. Creo que será
mejor que lo dejemos. Yo olvido todas las lecciones que me enseña mi
libro cuando confío el trabajo a otras personas —y luego agregó en voz
baja—: Ese Jaggs…
—¿Cómo?
—Estoy pronunciando un simpático nombre —sonrió ella recogiendo
su servilleta y levantándose—. Voy a hacer un viaje por el país. ¿Te
gustaría venir? Mordon está entusiasmado con el coche nuevo. Por
cierto que nos pasaron la factura esta mañana. ¿Tenemos dinero?
—Unos pocos miles —dijo el padre frotándose la barbilla—. Jean,
tendremos que vender algunas cosas como no nos salga este negocio.
Jean apretó los labios, pero no habló.
Salió, fue a Cavendish Mansión y no se sorprendió ni se turbó al ver
que allí estaba Jack Glover.
—Querida —dijo cordialmente, tomando entre las suyas las manos
de Lydia—. ¡Cuánto he sentido todo lo que dicen los periódicos! ¡Debió
de ser terrible!
Lydia estaba pálida y con amoratadas ojeras pero trataba de tomar
alegremente todo aquello.
—Precisamente estaba tratando de contar a Mr. Glover lo ocurrido.
Lo malo es que el maravilloso Jaggs no está aquí. Él sabe mejor que yo
todo lo sucedido, porque la verdad es que yo me desmayé del modo
más femenino.
—¿Cómo entró?, me refiero a ese loco —preguntó la joven.
—Por la puerta.
Fue Jack quien contestó.
—¿No cree que es sumamente extraño que un perturbado entre en
un piso abriendo la puerta con llave, que alguien lo trajera hasta aquí y
que ese alguien encendiera una cerilla para asegurarse de que éste era
el auténtico número de la puerta?
—El mismo loco pudo haber encendido la cerilla —contestó Jean—,
pero como usted es tan listo podrá probar que no fue así.
—Encontramos dos cerillas en el hall —contestó Jack—. Y cuando el
doctor Thun fue registrado no encontraron cerillas en sus bolsillos.
Además, la mayoría de los perturbados homicidas tienen verdadero
pánico al fuego, sea en la forma que sea. El doctor con quien he estado
hablando está totalmente seguro de que ese loco no encendió la cerilla
por sí mismo. ¡Oh, por cierto, Miss Briggerland! Su padre conocía a este
desgraciado trastornado. Hace pocos días fue a verlo al manicomio,
¿verdad?
—Sí —contestó ella sin vacilación—. Me lo dijo esta mañana. Ya
sabe usted que mi padre está escribiendo un libro sobre los
manicomios. Se quedó horrorizado cuando supo que ese loco se había
escapado; el médico del sanatorio le había dicho que era un enfermo
peligroso. ¿Pero cómo podría figurarse nadie que se le iba a ocurrir
venir aquí? —preguntó con sus enormes y tristes ojos puestos en Jack
—. Si leyéramos una cosa así en una novela nos parecería absurda.
¿Verdad?
—Y ese Hoggins —siguió Jack, sin hacer caso— era casualmente
uno de los socios del club de su padre, ¿verdad?
Ella frunció el entrecejo.
—No lo recuerdo, pero quizá sí —admitió con una sonrisita—. Pobre
papá; no creo que pueda llegar a regenerar el East End.
—Ni yo creo que eso le impida dormir. En todo caso, el East End
podría tratar de regenerarle a él.
La sonrisa se esfumó en el rostro de Jean.
—Está usted fuera de sí y no sabe lo que dice. Sé muy bien por qué
le tiene usted tanta simpatía —se volvió hacia Lydia y añadió—:
Supongo, querida, que Mr. Glover sigue creyendo en mi siniestra
intervención en este asunto.
—Tú eres la persona menos siniestra que he conocido en mi vida,
Jean —rió Lydia—, y no creo que Mr. Glover piense de verdad lo que
dice.
—Que no, ¿eh? —dijo Jean suavemente, y Jack observó que
contenía la risa.
Había cierta gracia siniestra en aquella situación que incluso a él le
hacía sonreír.
—Ojalá se case usted y siente la cabeza, Miss Briggerland —dijo.
Aquello la dio una oportunidad. Cambió de expresión y fingió tal
pena, que sus hermosos ojos brillaban de aflicción y tristeza.
—¡Qué más quisiera yo! —suspiró—, pero con usted nunca podría
casarme, Jack.
Y lo dejó sin habla.
Cuando Lydia regresó de acompañar a su amiga a la puerta notó su
desconcierto y trató de obtener una explicación.
—Yo…, yo quiero creer que cuando dijo usted todo eso no lo estaba
pensando, Mr. Glover.
Y hubo en su voz un tono de reproche del que más tarde llegó a
arrepentirse.
CAPITULO XVI
L ydia tuvo mucho que hacer durante los días sucesivos. Como
había comprado la casa de Curzon Street, se pasaba todo el
tiempo entre mueblistas, empapeladores, decoradores y otras cosas
por el estilo.
El viaje a la Riviera llegó en el momento oportuno. Ella podría
dejar a Mrs. Morgan encargada de ciertos detalles de su nueva
casa, a la que regresaría al cabo de dos meses.
Entre otras cosas, el problema del guardián Mr. Jaggs tenía que
ser resuelto automáticamente.
Se lo dijo aquella noche cuando él entró.
—Por cierto, Mr. Jaggs, me voy al sur de Francia la semana que
viene.
—Un sitio precioso —sentenció Mr. Jaggs.
—Sí, un sitio precioso por todos conceptos —repitió Lydia con
una sonrisa—. Así, pues, usted quedará en vacaciones. Ah, por
cierto, ¿cuánto le debo?
—Me paga Mr. Glover, que es un caballero, señora —contestó
Jaggs.
—Bueno, pues dígale que le siga pagando mientras estoy fuera
—dijo la joven—. Le estoy muy agradecida y quisiera dejarle un
pequeño recuerdo antes de irme. ¿Le gustaría alguna cosa en
particular, Mr. Jaggs?
Después de frotarse la barba y de rascarse la cabeza, Jaggs dijo
que le gustaría una pipa.
—Pero no quisiera que usted se molestara, señora.
—Le regalaré la mejor pipa que encuentre. Me parece una buena
idea.
Siguió prestando sus servicios hasta la mañana en que ella se
fue, y aunque Lydia se levantó temprano, él se fue antes. Esto la
disgustó, porque le hubiera gustado entregarle la pipa mejor que
pudo comprar, y darle, además, las gracias. Al fin y cabo le debía
dos veces la vida.
—¿Le viste irse? —preguntó a Mrs. Morgan.
—No, señora —contestó la maciza sirvienta—. Me levanté a las
seis, pero él ya se había ido Dejó su silla en el pasillo… Y temo que
en ella haya estado durmiendo todo el tiempo.
—¡Pobre viejo…! —dijo la joven—. ¿No crees que he estado
poco amable con él? ¡Y le debo tanto…!
—Puede que vuelva otra vez —dijo Mrs. Morgan.
Pero no volvió. Lydia esperó encontrarlo en la estación, pero no
lo vio por ninguna parte.
Se fue en el tren de las once con Mrs. Cole-Mortimer, con quien
se reunió en la estación. Esta señora había proyectado pasar un día
en París, y la joven lo agradeció, porque después de haber tenido
una mala travesía en el canal no le parecía bien continuar el viaje
durante toda la noche.
El sur de Francia fue una revelación para ella. No tenía idea de
que pudiera haber tan extraordinario cambio de clima y vegetación
en aquel país.
Había pasado un frío horrible en París y se encontraba, al cabo
de unas horas de viaje, en un lugar soleado y de cálida brisa; de las
desnudas tierras de la Campaña había pasado a una región llena de
flores en pleno febrero; se veía ante una playa blanquísima bajo un
cielo azul y sin la menor sombra de nubes.
Se quedó extasiada ante aquel paisaje. Los árboles cuajados
con limones, y el aire perfumado de doradas mimosas le encantó.
Dejaron el tren en Niza y fueron en auto a lo largo de la Grande
Corniche. Mrs. Cole-Mortimer quiso parar un poco en Montecarlo y
la joven se quedó en el asiento trasero del auto gozando con el
espectáculo de aquella espléndida vista, mientras su anfitriona se
entrevistaba con el agente a quien habían alquilado la casa.
Parecía como si la región estuviese bajo techo de cristal, tan
limpia de mancha alguna. Resplandecía toda ella.
No la gustó nada el Casino, que parecía haber sido construido
para algún festejo pasajero.
Siguieron en auto hacia la península de Cap Martin, y desde el
auto divisaron las villas entre los pinos y sus caminejos, que se
perdían entre macizos de flores. De pronto, el auto se detuvo ante
una hermosa casa que aun a la misma Mrs. Cole-Mortimer causó
admiración.
Lydia, que creía que aquella mansión era exclusiva propiedad de
Mrs. Cole-Mortimer, estaba encantada.
—¡Qué suerte tiene usted con una casa como ésta, Mrs. Cole-
Mortimer! Debe de ser delicioso vivir aquí…
Todavía no se había percatado por completo del alcance de su
propia fortuna, porque ella podía permitirse perfectamente el lujo de
tener una casa así, si le venía en gana, cosa que pensó más tarde.
Tampoco pensaba encontrarse con Jean Briggerland y su padre,
sentados en una butaca de mimbre en la veranda, contemplando el
mar y fumando un cigarrillo.
Mrs. Cole-Mortimer había tenido el cuidado de evitar el nombre
de Jean durante el viaje.
—¿No la dije que estarían aquí? —dijo como si se hubiese
pasado el viaje hablando de ello—. Pero, claro, Jean salió dos días
antes que nosotros. Haremos un grupo agradable. ¿Juega usted al
bridge?
Lydia pasó el resto del día explorando los alrededores y
contemplando el mar.
Percibió las luces que brillaban en Montecarlo y los blancos
yates que salían de Mónaco, y más allá de la costa, una hilera de
luces que corrían a lo largo de Beaulieu.
—Esto es precioso —dijo con un largo suspiro.
Mrs. Cole-Mortimer, que la había acompañado en su corta
excursión, hizo un lírico ditirambo del lugar.
La cena resultó muy agradable y distraída por que Jean estaba
en vena. Tenía un gran sentido del humor y algunas veces
embromaba un poco a su padre y otras a la propia Lydia, pero más
a menudo dijo frases Ingeniosas a costa del mundo elegante,
remedando modas y modos de la gente. Lydia no cesó de reír en
toda la noche.
Mrs. Cole-Mortimer era la única que estaba nerviosa e inquieta.
Había sabido una mala noticia y no sabía si debía comunicarla a sus
«invitados» o callarla. Pero se liberó de aquel dilema lanzando la
bomba.
—Celeste dice que el hijo pequeño del jardinero tiene viruelas
negras —dijo casi en un susurro.
Jean estaba contando una divertida historia a la joven, que se
había sentado a su lado, y apenas si hizo una pausa de un segundo
en su narración. Sin embargo, el efecto que hizo en Mr. Briggerland
satisfizo plenamente a Mrs. Cole-Mortimer. Arrastró su silla hacia
atrás y dijo a su «anfitriona»:
—¿Viruelas negras? ¿Aquí, en Cap Martin? ¡Santo Dios! ¿Has
oído eso, Jean?
—Que si oí ¿qué? —preguntó ella—. ¿Eso del hijito del
jardinero? Oh, sí. Ha habido una epidemia en la Riviera italiana y en
vista de ello cerraron la frontera la semana pasada.
—¡Pero aquí…! —saltó Briggerland.
Lydia sólo pudo captar el asombrado rostro de padre de Jean.
Daba pena ver la cara de terror de Briggerland. Su piel bronceada
se había tornado gris oscura y su labio inferior temblaba como el de
un niño asustado.
—¿Por qué no? —dijo Jean fríamente—. No hay nada que
pueda impedirlo. ¿Te has vacunado recientemente? —preguntó
volviéndose a Lydia.
—No, desde que era niña, y aun así creo que la vacuna no me
prendió.
—De cualquier modo, el niño está aislado en el cotagge y se lo
llevan a Niza esta noche —dijo Jean—. ¡Pobre niño! Incluso su
madre lo ha abandonado. ¿No vas al Casino? —preguntó.
—No lo sé —contestó Lydia—. Estoy muy cansada, pero me
gustaría ir.
—Llévala tú, papá. Cuando volváis, ya habrá desaparecido el
foco infeccioso.
—¿Tú no vienes? —preguntó Lydia.
—No; me quedaré en casa esta noche. Me torcí esta mañana el
tobillo y lo tengo un poco inflamado. ¡Papá!
Esta vez su voz fue oscura, casi amenazadora —pensó Lydia—;
y Mr. Briggerland intentó heroicamente recuperar el dominio de sí
mismo.
—Des… desde… lu… luego, hija mía, encan… encantado.
Poco después, mientras Lydia se cambiaba de vestido en su
enorme y hermosa habitación orientada al mar, Mr. Briggerland
increpó a su hija:
—¿Por qué no me dijiste que había viruela negra en Cap Martin?
—preguntó temerosamente.
—Porque no lo supe hasta que Margarita lo dijo. Además, según
una de las doncellas, la madre ha abandonado al niño. ¡Qué miedo
tienes papá!
—Es que odio hasta la idea misma de una epidemia. ¿Por qué
no vienes con nosotros?… ¿Qué cuento es ese de tu tobillo?
—Porque prefiero quedarme en casa.
Él se la quedó mirando suspicazmente.
—Jean —dijo en voz baja—, ¿es que vas a hacer alguna de las
tuyas? No hace mucho que nos fracasó lo de aquel médico loco.
Ella salió un momento, cogió una pitillera de oro del bolsillo del
chaleco, sacó un cigarrillo y la volvió a guardar antes de hablar.
—No nos queda más remedio que hacer otro intento. ¿No
comprendes que cualquier día su abogado puede convencerla de
que haga testamento dejando todo su dinero a… un hogar de gatos
abandonados, o algo por el estilo? Si no fuera por Jack Glover
podríamos esperar tranquilamente meses enteros. Y le tengo menos
miedo a él que a ese Jaggs. Papá, deberías alegrarte al saber que
ya casi no tengo miedo de ese viejo.
—Claro… Ninguno de los dos está aquí.
—Sí; ninguno de los dos está aquí, pero Lydia acaba de recibir
un telegrama de Jack Glover diciéndole que llegará la semana que
viene.
En ese momento Lydia regresó y Jean Briggerland la miró con
ojos escrutadores.
—Estás guapísima —dijo besándola.
La nariz de Briggerland se arrugó como siempre que su hija lo
asombraba.
CAPITULO XVIII
CAPITULO XIX
CAPITULO XX
CAPITULO XXI
CAPITULO XXIII
¡ D easombraba
modo que el viejo Jaggs estaba en Montecarlo! ¡Se
de lo que pudiera hacer allí entre aquella gente,
que no hablaba sino francés! Ya tenía algo en que pensar antes de
quedarse dormida.
Abrió los ojos, muy despierta, mientras la aurora empezaba a
brillar sobre el mar grisáceo. Consultó su reloj: eran las seis menos
cuarto. No podía explicarse cómo había estado tanto tiempo
despierta, pero recordó con un ligero estremecimiento otra ocasión
en que ella se encontró despierta a aquella misma hora, cara a cara
con la amenaza de muerte de un intruso de horrible catadura.
Dejó la cama, se puso un abrigo y abrió las persianas de hierro
que daban al balcón. La mañana era más fría de lo que esperaba y
agradeció la vecindad de un caliente radiador.
Las frescas horas del amanecer, cuando la mente está
despejada y no hay ningún ruido que pueda distraer los
pensamientos, son altamente favorables para la meditación.
Lydia revisó las últimas semanas y notó por primera vez el
milagro que había sucedido. Era como una vieja leyenda —el
esclavo que había sido aherrojado en la antecámara del rey que
ahora era rico—. Palpó y dio vueltas al anillo de oro de su anular…;
sí, estaba casada… y viuda. Pero tenía el incómodo sentimiento de
que, a pesar de sus riquezas, no había aún encontrado la felicidad.
Aún se sentía una extraña. La Cole-Mortimer y los Briggerland no
pertenecían a su mundo ideal, y aún no podía encontrar un sitio
donde sentirse a gusto y feliz.
Trató entonces de analizar la animadversión de Jack Glover
hacia Jean Briggerland y su padre.
Le parecía poco natural que un hombre tan bueno como él
persistiera en aquella actitud de odio y resentimiento contra una
mujer sólo por haberle dado calabazas.
Jack Glover había ido a la Universidad y era un hombre con
extraordinario sentido del honor. No podía imaginárselo haciendo
algo malo. Y hombres así no tratan de vengarse sin alguna razón. Si
eran rechazados por una mujer, aceptaban el fracaso con buen
humor; era increíble que Jack sólo tuviera esa razón para alimentar
su inquina.
Se bañó, se vistió y salió al jardín cuando en el horizonte
aparecía la luz dorada del sol saliente. Nadie había a su alrededor,
ni siquiera los criados se habían levantado. Se puso a pasear hacia
la avenida principal. Cuando estaba al final de su paseo, un hombre
salió de entre los árboles que sombreaban el camino y echó a andar
rápidamente en dirección a Montecarlo.
—¡Mr. Jaggs! —llamó ella.
Pareció no oírla; al contrario, apresuró su cojeante paso, y tras
un momento de vacilación, ella echó a correr tras él por la carretera.
Él se volvió al oír el ruido de sus pisadas y en una revuelta del
camino se ocultó entre unos arbustos. Parecía más apagado que
nunca; llevaba unos guantes extraños, y un sombrero blando, que
había conocido mejores días, le tapaba hasta las cejas.
—Buenos días, señora —saludó.
—¿Por qué huía, Mr. Jaggs? —preguntó ella tomando aliento.
—No huía, señora. Sólo vigilaba.
—¿Pasa usted todas las noches al sereno? —rió ella.
—Sí, señora.
En ese momento apareció un gendarme ciclista Aminoró la
marcha y desmontó.
—Buenos días, madame —dijo cortésmente, y luego, mirando al
hombre—: ¿Está empleado a su servicio ese hombre? Le he visto
salir todas las mañanas de su casa.
—¡Oh, sí! —dijo Lydia apresuradamente—. Es mi…
No supo cómo describirlo; pero el viejo Jaggs la sacó del apuro.
—Soy el recadista de la señora —dijo, y Lydia se asombró del
perfecto francés de Jaggs—, Y también soy el vigilante de la casa.
—Sí, sí —confirmó Lydia cuando se recobró de la sorpresa—.
Monsieur también es el vigilante.
—Bien, madame —dijo el gendarme—. Perdone mi pregunta,
pero tenemos aquí tantos extraños…
Observaron cómo el gendarme se perdía de vista. Luego, el viejo
Jaggs carraspeó:
—Buen francés, ¿no cree, señora? —dijo, y sin añadir otra
palabra más se volvió y, cojeando, tomó el mismo camino del
policía.
Ella le miró con asombro. ¡De modo que pasaba todas las
noches en el jardín, o en los alrededores de la casa!
Y saberlo le inspiró una extraña sensación de confort y
seguridad.
Volvió a la villa y encontró a los criados ya en pie. Jean no
apareció hasta el desayuno y Lydia tuvo la oportunidad de hablar
con el guardián francés que había contratado Mrs. Cole-Mortimer
cuando alquiló la villa. Así supo unas cuantas cosas, que no vaciló
en transmitir a Jean tan pronto como apareció.
—El chico del jardinero está ya casi bien, Jean.
—Ya lo sé —asintió Jean—. Telefoneé ayer al hospital.
—La madre está aislada —siguió diciendo Lydia— y madame
Souviet dice que la pobre mujer no tiene dinero ni amigos. He
pensado ir hoy al hospital a ver si puedo hacer algo por ella.
—Sería mejor que no fueses, querida —la advirtió nerviosamente
Mrs. Cole-Mortimer—. Demos gracias que no se haya extendido la
enfermedad por el contorno. Uno no debe buscarse disgustos. No te
acerques al hospital.
—¡Tonterías! —dijo bruscamente Jean—. Si Lydia quiere ir no
hay razón para que no vaya. Está prohibido que los aislados
establezcan contacto directo con las visitas, de modo que no hay
peligro alguno.
—Estoy de acuerdo con Mrs. Cole-Mortimer —dijo Briggerland—.
Es una tontería ir a buscarse un disgusto. Deberías seguir su
consejo y no ir, amiga mía.
—He hablado un rato con un gendarme esta mañana —dijo
Lydia cambiando de conversación—. Cuando se detuvo y se bajó de
la bicicleta pensé que iba a hablarnos del atentado. Me figuro que
habrán informado ustedes a la Policía, ¿no es eso?
—Bueno…, sí…, por supuesto —dijo Mr. Briggerland sin levantar
la vista de su plato—. ¿Has estado en Montecarlo?
Lydia negó con la cabeza.
—No, no pude dormir y me fui a dar un paseo. Le vi en ese
momento —no dijo nada de Mr Jaggs—. La Policía de Mónaco es
muy cortés.
Briggerland rezongó:
—Sí, muy cortés.
—¿Tienen alguna sospecha? —preguntó ella; en su inocencia
seguía insistiendo en un tema que desagradaba totalmente a
Briggerland—. Me refiero a lo del atentado.
—Sí, tienen varias sospechas; pero, querida, deberías dejar que
la Policía se ocupase de esto y no discutir el asunto con ella. El
hecho es —inventó Briggerland— que les dije que tú no te habías
dado cuenta del atentado, y si dijeses lo contrario me dejarías en
mal lugar.
Cuando Lydia y Mrs. Cole-Mortimer se fueron Jean aprovechó la
oportunidad para hablar.
—Ahora te estarás dando cuenta de lo insensato de tu plan.
Tienes que explicar una serie de mentiras y mantenerlas.
Posiblemente, Marcus, como tonto, lo habrá contado todo en
Montecarlo y tendremos aquí a la Policía a preguntarnos por qué no
les informamos del hecho.
—Si yo fuese tan listo como tú… —dijo él.
—Pero no lo eres —replicó Jean doblando su servilleta—. Eres
el hombre más tonto que he conocido en mi vida.
CAPITULO XXIV
CAPITULO XXVI
CAPITULO XXVII
CAPITULO XXVIII
Mi querido amigo:
Lydia escribió las palabras que poco a poco le fue dictando Jean.
—No sé si hacerla que firme con su nombre o que ponga sólo las
iniciales —dijo Jean mordiéndose el labio.
—¿Cómo se llama?
—Laura Martin. Bueno, mejor será que pongas sus iniciales. L.
M.
—¡Qué gracioso! Las mías. ¿Qué más?
—No creo que haya nada más —dijo Jean—. ¿Qué tal dicto? Tú
eres una excelente amanuense, desde luego.
Recogió perezosamente las cuartillas, las guardó en un pequeño
portfolio y se lo metió debajo del brazo.
—Vamos al juego esta tarde —dijo Jean—. Quiero distraerme.
—¿Pero y tu novela? ¿No la ibas a enviar?
—Voy a terminarla en secreto, aun cuando se me destroce la
muñeca —dijo Jean.
Llevó el portfolio a su cuarto, cerró con llave la puerta y examinó
las cuartillas. Puso cuidadosamente aparte la cuartilla de la carta de
despedida. Con el resto, incluyendo aquella parte de la novela que
había escrito la noche anterior, hizo un paquete, y cuando Lydia se
había ido con Marcus Stepney a nadar, lo quemó cuidadosamente
página por página en un apartado rincón del jardín. De nuevo
examinó la «carta» y la guardó bajo llave en un cajón.
Lydia regresó del baño y se encontró con Jean a media colina.
—Por cierto, querida, quisiera que me dieses la dirección de
Jack Glover en Londres —dijo, mientras se dirigían a la casa—.
Escríbemela aquí —sacó un sobre y Lydia, inocentemente, la
escribió.
Jean subió a su cuarto con el sobre, metió dentro la carta
firmada por L. M. y la cerró. Lydia Meredith estaba más cerca en ese
momento de la muerte que lo había estado la noche aquella en que
Mordon, el chófer, Intentó arrollarla con el Fiat sobre la acera de
Berkeley Street.
CAPITULO XXIX
A
l día siguiente por la tarde Lydia recibió un telegrama de Jack
Glover. Procedía de Londres y anunciaba su llegada.
—¿No te parece estupendo que un hombre se preocupe
tanto por tus intereses en Londres y otro haga de ángel de la guarda
en Cap Martin? —dijo Jean cuando vio el telegrama.
—¿Te refieres a Jaggs? ¿Es que le has visto?
—No, no le he visto —dijo Jean—, pero me gustaría verle. ¿Tú
sabes si está en Montecarlo?
Lydia negó.
—Confío en que le veamos antes de irnos —dijo Jean—. Debe
de ser un caballero muy interesante.
Fue Briggearland quien divisó primera al guardián de Lydia. Mr.
Briggerland se había pasado la mayor parte del día durmiendo. Se
despertó contra su costumbre a la una de la madrugada y se sentó
en la veranda enfundada en un abrigo de pieles y con el rifle debajo
del brazo. Había visto muchas misteriosas figuras atravesar el
jardín.
A las dos en punto vio una figura emerger de un árbol y avanzar
hacia la casa. No disparó a causa de que pudiera ser uno de los
detectives que habían prometido vigilar la casa en vista de las
asesinas amenazas que había recibido Jean.
Silenciosamente se levantó y anduvo de puntillas sobre sus
zapatos de goma. Era el viejo Jaggs. No había error posible. Era un
hombre inclinado que cojeaba en dirección a la parte trasera de la
casa. Briggerland cogió su rifle y apuntó…
Las dos jóvenes oyeron el disparo y Lydia, saltando de la cama,
corrió al balcón.
—Todo va bien, Mrs. Meredith —dijo la voz de Briggerland—.
Creo que se trataba de un ladrón…
—¿Le ha herido? —gritó ella recordando los hábitos
noctámbulos de Jaggs.
—Si le herí, se me escapó —dijo Briggerland—. Debió verme y
se fugó.
Jean bajó apresuradamente las escaleras envuelta en su bata y
se reunió con su padre en el jardín.
—¿Le cazaste? —le preguntó en voz baja.
—Juraría que le di —dijo su padre con el mismo tono—, pero ese
diablo se me ha escapado. Pero no hagas algún disparate, Jean. Yo
no podría ayudarte.
—¡Que no podrías ayudarme! —dijo ella indignada—. Le has
tenido ante tu rifle y le has dejado escapar. ¿Es que tú crees,
estúpido, que acaso volverá?
—Bueno, mira, yo no voy a… —empezó a decir Briggerland,
pero ella le arrebató el rifle de las manos y echó a correr
apresuradamente en dirección a los árboles.
Alguien se escondía. Ella lo presentía y todos sus nervios
estaban alerta. En ésas vio una encorvada figura y levantó el rifle,
pero antes de que pudiera disparar se lo arrebataron de la mano
Abrió los labios para gritar, pero una mano se cerró sobre su boca y
la empujó de tal modo que su espalda se incrustó sobre su asaltante
y luego otro brazo le apretó la garganta.
—Reza una de tus preces —dijo una voz, y el brazo apretó.
Ella se debatió ferozmente, pero el hombre la sujetaba como si
fuese una niña.
—Vas a morir —susurró la voz—. ¿Qué tal impresión produce?
El brazo se apretó sobre su cuello. Ella se sofocó, y pensó
aterrorizada que iba a morir. Apenas si distinguía desmayadamente
la voz de su padre que la llamaba y luego perdió el sentido.
Cuando Jean volvió en sí estaba en los brazos de Lydia
Meredith. Abrió los ojos y vio la patética cara de su padre. Se llevó
la mano a la garganta.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Salí a buscarte y te vi tendida en el suelo —respondió
Briggerland.
—¿Y viste a ese hombre?
—No. ¿Qué te pasó, querida?
—Nada —dijo ella con su compostura característica—. Que me
desmayé. He debido de estar ridícula, ¿verdad? —y sonrió.
—¿Te hirió? —preguntó él ansiosamente—. No pudo haber sido
Jaggs.
—Oh, no, claro que no pudo haber sido Jaggs. Me voy a la
cama.
No esperaba dormir. Por primera vez en su extraordinaria vida
sintió miedo y se estremeció como si estuviese al borde de un
abismo. Sintió un estremecimiento que no pudo reprimir
impacientemente. Luego apagó la luz y se fue hacia la ventana
atisbando el exterior. Alguien estaba en la oscuridad y ella sabía que
era su enemigo que estaba escondido y de nuevo sintió el escalofrío
de terror que antes la había sacudido.
—Estoy perdiendo mis nervios —murmuró.
Fue extraordinario para Lydia Meredith que su amiga no
mostrase el menor signo de su aventura nocturna cuando bajó a
desayunar en la mañana siguiente. Parecía radiante. Sus ojos
estaban despejados y con delicada ironía dijo que había estado
durmiendo como un lirón.
Lydia no fue a nadar aquel día y Stepney hizo en vano su viaje a
Cap Martin. Ni tampoco sintió inclinaciones por ir con él al casino de
Montecarlo aquella tarde, por lo que el elegante jugador pensó si no
estaba desperdiciando su tiempo.
Jean la encontró escribiendo en el jardín y Lydia no le ocultó el
secreto de lo que hacía.
—¿Qué, vas a hacer testamento? ¡Qué idea más peregrina! —
dijo, posando la taza de té que había llevado a la joven.
—No lo creas —contestó Lydia con una sonrisa—. Es el más
enojoso asunto, Jean. No hay nadie a quien yo quiera dejar mi
dinero excepto a ti y a Mr. Glover.
—Por el amor de Dios, no me dejes nada o, por el contrario, Jack
pensará que estoy conspirando para que te mueras lo antes posible
—dijo Jean—. ¿Por qué haces testamento?
No tenía necesidad de preguntárselo, pero tenía curiosidad por
ver lo que pudiera replicar la joven, y, para sorpresa suya, Lydia no
le eludió la respuesta.
—Está hecho con la mejor intención —dijo de buen humor—. Y,
Jean, no tengo ningún interés por ninguna institución pública. No
conozco ni de nombre ningún hospital para perros y no tendría el
menor deseo de dejarles ni un céntimo aun cuando lo supiera.
—Entonces, será mejor que se lo dejes todo a Jack Glover —
replicó Jean—, o a cualquier Institución de Salvamento de
Náufragos.
Lydia abandonó la pluma con disgusto.
—Es una tontería ponerse a hacer testamento en un día como
éste y dar instrucciones sobre cómo deben enterrarla a una.
¡Brrrr…! Jean —preguntó repentinamente—, ¿fue a Mr. Jaggs a
quien viste en el bosque?
Jean negó con la cabeza.
—No vi a nadie —dijo—. Salí para perseguir al ladrón y con la
excitación debí caer desmayada.
Pero Lydia no quedó satisfecha.
—No acabo de comprender a ese Mr. Jaggs —dijo, pero Jean la
interrumpió con un grito.
Lydia levantó los ojos y vio los de Jean brillando y sus labios
entreabriendo una sonrisa.
—Desde luego —dijo tranquilamente—, él solía dormir en tu
piso, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué? —preguntó con sorpresa.
—¡Qué tonta soy, qué perfectamente tonta! —dijo Jean saliendo
fuera de su acostumbrado dominio de sí misma.
—No sé por qué habías de ser tonta, pero quizá tú me lo dirás —
dijo Lydia, mientras Jean reía de buena gana.
—Anda, sigue haciendo tu testamento —dijo—. Y cuando hayas
terminado iremos al Casino en busca de los números afortunados.
La pobre Mrs. Cole-Mortimer no tiene ganas de ir tampoco, y
deberíamos hacer algo por ella.
El día y la noche pasaron sin novedad alguna. Al atardecer, Jean
sostuvo una entrevista con el chófer francés y después desapareció
en su cuarto. Lydia llamó a la puerta para darle las buenas noches,
pero no recibió respuesta alguna.
El día empezaba a romper cuando el viejo Jaggs salió de entre el
arbolado y, tras una mirada furtiva a su alrededor, emprendió la
marcha hacia Montecarlo. El único objeto a la vista era un burro
repleto de carga conducido por un chicuelo descalzo, que tomó la
misma dirección que él.
Una milla más allá Jaggs se volvió por la derecha y empezó a
trepar por un caminejo que torcía por La Turbie. El chico del burro
siguió por la carretera principal hacia el Grande Corniche Había
varias casas en construcción al pie de la carretera y prácticamente
sobre el borde de los precipicios, así que las ventanas daban al mar
a una altura de setenta y tantos metros. Al principio, estas casas
aparecían más apretadas, pero a medida que la carretera ascendía
se iban distanciando más.
El chico que conducía el burro observó el valle que estaba a sus
pies, y de vez en cuando echaba un vistazo al viejo que había
tomado el sendero de la izquierda y que trepaba hacia la colina,
camino de una casa que daba sobre un lado de la carretera que
circundaba el monte. Poco a poco siguió subiendo el chico con su
burro cargado y así alcanzó la casa en donde había visto meterse al
hombre que le precedía y llamó gentilmente a la puerta.
Una aldeana de rostro brillante abrió la puerta y meneó la cabeza
ante la vista de los artículos con que el burro iba cargado.
—No necesitamos nada de lo que tú vendes, muchacho —dijo—.
¿Eres de Mónaco, verdad?
—No, signora —replicó el chico sacando a relucir sus dientes
con una sonrisa—. Soy de San Remo, pero vengo a vivir en
Montecarlo. Mi tío me dijo que podría encontrar alojamiento en esta
casa.
Ella se le quedó mirando con recelo.
—Tengo un cuarto que pudiera valerte, chico aunque no me
gustan los italianos. Tendrás que pagarme un franco por noche y
dejar al burro en el establo de mi cuñado.
La aldeana le condujo por unas viejas escaleras hasta un cuartito
que daba al valle.
—Aquí vive otro hombre —dijo la dueña—; es un viejo que
duerme todo el día y sale toda la noche. Pero es un hombre muy
respetable —añadió en defensa de su cliente.
—¿Dónde duerme? —preguntó el chico.
—¡Allí! —y la mujer señaló un cuarto en el lado opuesto del
rellano—. Acaba de entrar; puedo oírle desde aquí —y se quedó
escuchando.
—¿Quiere cambiarme esto, por favor? —y el chico sacó un
billete de cincuenta francos.
—¡Qué riqueza! —exclamó la aldeana complacida—. No creí que
un muchacho como tú pudiera tener tanto dinero.
Bajó a su cuarto dejando a solas al chico. Este esperó hasta que
las pisadas sonaron lejanas y entonces, gentilmente, abrió la puerta
del otro huésped. Mr. Jaggs no había cerrado la puerta con pestillo y
el espía la abrió y miró. Lo que vio le satisfizo, porque dejó la puerta
cerrada, y mientras las pisadas del viejo Jaggs se acercaron a la
puerta, el burrero bajó escaleras abajo con extraordinaria rapidez.
—Vendré más tarde, madame —dijo cuando recibió el cambio—.
Debo llevar mi burro a Montecarlo.
La vieja se quedó mirando al muchacho, que tomó el camino de
regreso a la carretera, y luego se dispuso a preparar el desayuno de
su huésped.
Pero el burrero no fue a Montecarlo. En vez de ello, reemprendió
el camino que había tomado y, a un centenar de metros de la puerta
de Villa Casa, Mordon, el chófer, apareció y recogió la cuerda de
manos del muchacho.
—¿Encontró usted lo que quería, mademoiselle? —preguntó.
Jean asintió. Entró en la casa por la escalera del servicio y subió
a su cuarto sin que nadie la viese. Se quitó la peluca y se limpió el
tinte de la cara. Había sido una mañana muy atareada.
—Debes procurar que Mrs. Meredith esté ocupada hoy todo el
día —advirtió a su padre en la escalera cuando lo encontró.
Para ella fue una mañana muy atareada. Primero fue al hotel de
París y con el pretexto de escribir una carta en el vestíbulo se hizo
con dos o tres cuartillas y sobres con el membrete del hotel. Luego
alquiló una máquina de escribir y regresó con ella a su casa. Estuvo
trabajando una hora antes de terminar la carta que había escrito. La
firma la llevó algún tiempo. Tuvo que registrar en la cartera de Lydia
antes de encontrar una carta de Jack Glover…; la filma de Lydia era
fácil comparada con la de su abogado.
Eso y un cheque arrancado del talonario de Lydia Meredith
completó su trabajo.
Aquella tarde, Mordon, el chófer, fue a Niza en auto y luego, en
un avión, alcanzó París aquella misma noche. A la mañana
siguiente llegó a Londres como portador de una carta urgente para
Mr. Rennet, el abogado, al cual, sin embargo, no la entregó en
persona.
Mordon conocía en Londres a una muchacha francesa y ella fue
la que llevó la carta a Charles Rennet…, una carta que le hizo
rascarse la cabeza muchas veces antes de que tomase una cuartilla
de papel y la dirigiera al director del Banco de Lydia diciendo:
—«Este cheque está en orden. Haga el favor de hacerlo
efectivo».
CAPITULO XXX
A
grandes males, grandes remedios —dijo Jean Briggerland.
Mr. Briggerland levantó la vista del libro.
—¿Qué cuento fue ese que contaste esta mañana a
Lydia? —preguntó—. Eso de que Glover había estado jugando. ¿No
estuvo aquí un solo día?
—Ha estado aquí el tiempo suficiente para perder una fortuna —
contestó Jean—. Claro que no la perdió en el juego. Era sólo parte
de mi plan, porque una no sabe nunca cómo usar la palabra
adecuada en esta temporada.
—¿Le dijiste a Lydia que había perdido muy fuerte? —preguntó
él apresuradamente.
—¿Es que soy tonta? ¡Claro que no! Simplemente le dije que era
un defecto propio de la juventud y que, al menor instinto que uno
tuviese del juego, debía comprender hasta qué punto debía uno
jugarse la responsabilidad contraída ante la sociedad, lo cual no
dejaba de merecer cierta compasión.
Mr. Briggerland se rascó la barbilla. Había veces que los
proyectos de Jean iban tan lejos que no los podía comprender y
odiaba los ejercicios mentales. Lo único que sabía era que cada
correo de Londres exigía apremiantemente dinero y que era difícil
hacer frente al futuro. Él estaba en la desagradable posición de
tener numerosos pensionados a los que debía sostener, hombres y
mujeres que le habían servido de distintas formas, pero, lo que era
más importante, cuya lealtad dependía largamente de la regularidad
de sus pagas.
—Tendré que jugar o hacer algo desesperado —dijo, frunciendo
el ceño—, al menos que tú des un golpe que pueda producirnos
veinte mil libras o sacar el dinero que nos libre de tantos apuros.
Jean.
—¿Tú crees que no lo sé? —preguntó ella—. Es a causa de esa
urgente necesidad de dinero por lo que he dado un paso que odiaba
dar.
Y su padre oyó con asombro lo que ella le reveló acerca del
hecho que había de librarles de sus apuros.
—Cada vez nos estamos metiendo más y más en las manos de
Mordon —dijo él—. Esto es lo que me atemoriza a veces.
—No necesitas preocuparte por Mordon —sonrió ella. Y su
sonrisa fue dura—. Mordon y yo vamos a casarlos.
Ella estaba examinándose la punta de sus zapatos atentamente
mientras habló, y Mr. Briggerland se levantó de repente.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Casarte con un chófer? ¿Un tipo que
saqué de la cárcel? ¡Estás loca! Este tipo sólo merece la guillotina.
—¿Y quién no? —preguntó ella mirándole.
—¡Pero es increíble! ¡Es una locura! No puedo imaginármelo…
—y se detuvo para tomar aliento.
Mordon se ponía cada vez más peligroso. Y ella lo sabía mejor
que su padre.
—Fue después del «accidente» cuando él empezó a ponerse un
poco pesado —dijo ella—. Dices que estamos cada vez más
metidos en sus manos Pues bien, él ya lo ha insinuado más de una
vez de un modo que no me gustaba ni pizca. Y cuando empezó a
ponerse amoroso acepté sus galanteos porque no me quedaba otra
alternativa. No sé si podrá traicionarnos, pero lo más probable es
que pueda.
El rostro de Briggerland se oscureció.
—¿Y cuándo tendrá lugar ese interesante acontecimiento?
—¿Mi boda? Dentro de un par de meses, creo. ¿Cuándo es
Pascua? Esa clase de gentes siempre quiere casarse en Pascua. Le
he pedido que mantenga en secreto nuestras relaciones y que no te
lo diga a ti, y yo no te lo hubiera dicho tampoco si no me hubiese
visto obligada a ello.
—¿Dentro de dos meses? Dime cuándo habrá terminado todo
esto, Jean.
—Dentro de poco. Por favor, no te preocupes. Y ahora hay otra
cosa, padre. Si ves a Mr. Jaggs en el jardín te ruego que no le
dispares. Es un hombre muy útil.
Su padre se sumergió en la silla.
—Eres extraordinaria —dijo—. No logro seguir tus pensamientos.
Mordon ocupaba dos cuartos encima del garaje, lo cual estaba
convenientemente situado para los propósitos de Jean. Llegó tarde
aquella noche y la luz de su ventana, que era visible desde el cuarto
de ella, le dijo lo que quería saber.
Mordon era un hombre en cierto modo guapo. Su cabello era
oscuro y cuidadosamente peinado. Su actitud normal de continencia
le daba una interesante apariencia, lo cual en los hombres de su
clase no desagradaba nada, y tenía una figura que causaba
estragos entre las criadas y unos modales que habrían considerado
de «caballero» muchísimas doncellas y aun entre los caballeros
como de modales «superiores». Oyó el ruido de pisadas de la
muchacha en la escalera y abrió la puerta.
—¿Lo trajiste? —dijo ella sin una palabra preliminar.
Jean se había echado una capa oscura sobre su traje de noche y
los ojos del chófer se posaron sobre ella.
—Sí, lo traje…, Jean —dijo.
Ella se llevó los dedos a los labios.
—Ten cuidado, François —cauteló en voz baja.
Aunque el chófer hablaba inglés tan correctamente como el
francés, era en este último idioma en el que se llevó a cabo la
conversación. Se dirigió a un paquete que yacía encima de la cama,
lo abrió y sacó cinco gruesos paquetes de billetes de mil francos.
—Hay mil en cada uno, mademoiselle. Cinco millones de
francos. Cambié parte del dinero en París y parte en Londres.
—Y esa mujer, ¿no hay peligro con ella?
—Oh, no, mademoiselle —sonrió él complacido—. No me
traicionaría, y, si lo quisiera hacer, no sabe mi nombre ni dónde vivo.
Es una chica que conocí en un baile de los Camareros Suizos —
explicó—. No tiene buen carácter. Creo que la Policía francesa anda
tras ella, pero es inteligente.
—¿Qué le dijiste?
—Que yo trabajaba un golpe con Vaud y Montheron. Son dos
tipos notables de París a los que ella conoce muy bien. Le di cinco
mil francos por su trabajo.
—¿No hubo ningún tropiezo?
—Ninguno, señorita. La vigilé y ella llevó la carta al Banco. Tan
pronto como el dinero estuvo cambiado dejé Croydon por aire y
llegué a París; de allí fui a Marsella también en avión.
—Hiciste bien, François —dijo ella dándole una palmada en la
mano.
Él intentó cogérsela, pero ella la retiró.
—Ya sabes lo que me has prometido, François —dijo con
dignidad—, y un caballero francés mantiene su palabra.
François hizo una inclinación de cabeza.
No era ningún caballero francés, pero estaba ansioso de creer
que la muchacha pudiera pensar que lo era, y por eso le había
contado aquella historia de su nacimiento, que, aparentemente, le
había impresionado.
—Y ahora, ¿quieres hacer algo por mí?
—Haré todo lo que me pidas, Jean —dijo apasionadamente, y de
nuevo intentó ponerle la mano encima.
—Siéntate y escribe; tu francés es mejor que el mío.
—¿Qué debo escribir? —preguntó.
Nunca le había sometido ella a una prueba escolar, y estaba
infantilmente ansioso de demostrar todos sus conocimientos a la
mujer que quería.
—Escribe: Querida mademoiselle —y él obedeció—: He
regresado de Londres y he confesado a madame Meredith que he
falsificado su firma para retirar un cheque de cien mil libras de su
Banco…
—¿Por qué he de escribir esto, Jean? —preguntó él sorprendido.
—Te lo diré un día. Sigue, François —continuó dictando—: Y
ahora he sabido que madame Meredith me ama. Sólo hay un medio
para terminar con esto…, ya comprenderá usted…
—¿Es que piensas hacer sospechoso a alguien más? —
preguntó él, evidentemente confuso—. ¿Pero por qué he de
decir…?
Ella le calló la boca con su mano.
—¡Qué maravillosa eres, Jean! —exclamó él admirativamente
mientras secaba el papel y se lo daba a ella—. Así que si este
asunto se te complica… —y la miró a los ojos y sonrió.
—Alguien caerá por ti —dijo ella en voz baja guardándose el
papel en el bolsillo.
De pronto, antes que ella pudiera darse cuenta de lo que
sucedía, él la cogió entre sus brazos y apretó sus labios contra los
de ella.
—¡Jean…, Jean…! —murmuró—. ¡Eres una mujer adorable!
Gentilmente, ella se apartó de él y aún sonreía, aunque sus ojos
despedían fuego.
—Sé galante, François, pero debes tener paciencia.
Se deslizó por la puerta y la cerró tras ella. De buena gana la
hubiera cerrado de un portazo, pero se dominó y salió al jardín sin
que nadie hubiese notado su ausencia cuando regresó a la casa. Su
rostro, reflejado en su gran espejo, estaba sereno, calmado, pero
dentro de ella bullía un demonio con ansias de destrucción. Ningún
hombre había merecido jamás el amor de Jean Briggerland, pero al
menos uno había tenido éxito en llevarla a un estado de odio
tremendo que la absorbía todo su tiempo.
Cuando se secó los labios con su pañuelo y lo sacudió sobre la
ventana como si quisiera arrojar algo contaminoso, François Mordon
quedó sentenciado a muerte.
CAPITULO XXXI
CAPITULO XXXII
¡ J ean!
Se volvió y se vio frente a Marcus Stepney.
—Hay muchas cosas que tienen su límite —dijo él violentamente
—. ¡Hay un montón de cosas que yo me figuro que puedas hacer,
pero eso de hablar a plena luz del día con un negro…!
—Si me quedo a hablar con un tahúr a plena luz del día, creo
que aún caeré más bajo.
—Ese maldito negro moro —dijo él apretando los puños.
—Ven hasta la carretera conmigo y sigue hablando en el tono en
que un caballero debe hablar con una señorita, si puedes —invitó
ella.
Jean estaba en mejores condiciones que él y Marcus llegó casi
sin aliento al café de París, que estaba lleno a esa hora de la tarde.
Encontraron un rincón tranquilo y ya en esos momentos la ira de
Marcus había casi desaparecido.
—Sólo me intereso espiritualmente por ti, Jean —dijo con tono
de súplica—, pero no debería consentir que gente de nuestra clase
te viese hablando con ese moro infernal.
—Cuando dices «gente de nuestra clase», ¿a qué clase te
refieres? —preguntó ella—. Porque si es la clase que yo me figuro a
la que tú te refieres no pueden pensar mal de mi degradación. Sería
una degradación para mí que me admirasen los de tu clase, Marcus.
—Oh, basta, Jean.
—Pensé que sería mejor dejarlo todo aclarado de una vez y que
no te permito que pretendas dominar mi vida ni censurar mis
acciones. El «negro» a quien tú te refieres es más caballero de lo
que tú puedas ser nunca, Marcus, porque lleva en la sangre la
señoría y la realeza que tú no tienes ni el Señor te concedió.
El camarero trajo el té en el momento aquel y la conversación
pasó a otros tópicos menos importantes que lo habían sido hasta
entonces.
—Perdóname, es que estoy preocupado porque he perdido seis
mil luises anoche.
—Entonces deberías tener seis mil razones para procurar estar
mejor conmigo —dijo Jean sonriendo amistosamente.
—¿Qué hay del hombre de las cavernas? —preguntó él
levantando la cabeza—. Una mujer fue la causa del crimen de Caín.
Jean se reía interiormente, pero no lo mostró.
—Puedes probarlo —dijo—. Ya te he dicho cómo puedes
hacerlo.
—Lo probaré mañana —asintió, después de pensarlo—.
¡Créeme! Probaré mañana.
Ella estuvo a punto de decir: «¡Mañana no!», pero se contuvo.
Mordon llegó para recogerla con el auto poco después. ¡Mordon!
La barbilla de Jean se abatió con un gesto de preocupación, lo cual
raramente sucedía. Pero aun así se sintió extrañamente animada.
Su encuentro con el moro había sido un grato suceso en su vida que
ella recordaría siempre con satisfacción y agrado.
—¿Conociste a Muley? —dijo Lydia—. ¡Qué emocionante!
¿Cómo es, Jean? ¿Era negro?
—No, no es negro —respondió suavemente la joven—, sino un
hombre extrañamente inteligente.
—¡Hum! —gruñó su padre—. ¿Cómo le conociste?
—Le cacé en la playa —dijo Jean fríamente.
Mr. Briggerland meneó la cabeza.
—No me gusta oírte hablar así, Jean. ¿Quién te presentó?
—Ya te lo he dicho —respondió ella complaciente—. Me
presenté yo misma. Le hablé en la playa, él me habló, nos sentamos
en la arena y hablamos de nuestras vidas.
—¡Pero qué atrevimiento el tuyo, Jean! —dijo admirada Lydia.
Mr. Briggerland iba a decir algo, pero pensó mejor no hacerlo.
Había un concierto en el teatro aquella noche y fueron todos.
Tenían un palco, y en el entreacto Lydia vio a alguien medio oculto
en el palco de enfrente, a quien distinguió en seguida por el fez y la
túnica blanca.
—Ahí está tu Muley Hafiz —susurró.
Jean miró a su alrededor.
Muley Hafiz la miraba de palco a palco; sus ojos inmediatamente
captaron los de la joven y saludó con una ligera inclinación de
cabeza.
—¿A quién diablos saluda ése? —gruñó Briggerland—. ¿No
sabes que no debieras hacerle caso, Jean?
—Pues yo le saludo —contestó su hija sin hacer caso de nada—.
No seas tonto, papá; de cualquier modo, si no fuese elegante sería
lo único cortés que me quedase por hacer. Soy la mujer más
distinguida del teatro porque conozco a Muley Hafiz y él me saluda.
¿No te das cuenta del valor social del reconocimiento de un león?
Lydia no pudo distinguirle. Tenía la impresión de un rostro
blanco, dos negros ojos y una barba negra. El moro estuvo sentado
todo el tiempo al amparo de la sombra de una cortina.
Jean miró para ver si Marcus Stepney estaba presente,
deseando que hubiese sido testigo de aquel cambio de cortesías;
pero Marcus en ese momento estaba observando un montoncito de
doce mil francos que retiraba el croupier de la mesa, con lo cual
daba por terminado su negocio en Montecarlo.
Jean fue la última en salir del auto cuando volvieron a Villa Casa.
Mordon la llamó respetuosamente.
—Perdóneme, mademoiselle —dijo—. Quisiera que viniese al
garaje para ver los nuevos neumáticos que han llegado. No me
gustan.
—Muy bien, Mordon. Iré más tarde al garaje —dijo ella
despreocupadamente.
—¿Qué quería Mordon? —preguntó el padre con mal gesto.
—Ya lo oíste, que no aprueba los nuevos neumáticos que ha
comprado para el auto —dijo—. Y no me hagas preguntas. Tengo
dolor de cabeza y me muero por tomar una taza de chocolate.
—Si ese tipo te causa el menor disgusto, lo lamentará —dijo
Briggerland—. Y dime, Jean, esa idea de tu boda…
Ella no hizo más que mirarle, pero él supo lo que quería decir
con aquella mirada y se calló.
—No quiero intervenir en tus asuntos privados —dijo—, pero
sólo el pensamiento de esa boda me descompone.
El garaje era un edificio de ladrillos erigido al lado de la carretera
y construido más cerca de la casa que de costumbre.
Jean esperó un tiempo razonable antes de deslizarse al exterior.
Mordon la esperaba con las puertas del garaje abiertas. El lugar
estaba a oscuras; ella no le vio hasta que estuvo a pocos pasos de
él.
—Vamos a mi cuarto —dijo él bruscamente.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—Quiero hablarte y éste no es el sitio adecuado.
—Este es el sitio donde yo estoy dispuesta a hablar contigo,
François —dijo ella reprochadoramente—. ¿No te das cuenta de
que mi padre está dentro oyéndonos y de que en cualquier
momento puede salir madame Meredith? ¿Cómo podría explicar mi
presencia en tu cuarto?
Él no contestó por el momento, pero luego repuso:
—Jean, estoy preocupado —dijo con voz apagada—. No puedo
comprender tus planes, porque son demasiado inteligentes para mí.
He conocido gentes muy avispadas. El gran Bersac…
—El gran Bersac está muerto —dijo ella fríamente—. Fue un
hombre de tanta inteligencia que acabó de una cuchillada. Además,
no es necesario decirte que tú no debes comprender mis planes,
François.
Ella sabía perfectamente qué era lo que a él le preocupaba, pero
esperó.
—No puedo comprender esa carta que escribí para ti —dijo
Mordon—. La carta en la cual yo digo que madame Meredith me
ama. He pensado mucho en eso, Jean, y me parece que me
compromete demasiado.
Ella se echó a reír.
—Pobre François —dijo burlonamente—. ¿Con quién podrías
comprometerte sino con tu futura mujer? Si yo quise que tú
escribieras esa carta, ¿qué más importa?
Él se quedó de nuevo silencioso.
—No puedo hablar aquí —dijo casi rudamente—. Debes venir a
mi cuarto.
Ella vaciló. Había algo en la voz de Mordon que no la gustaba.
—Bueno —dijo, y le siguió escaleras arriba.
CAPITULO XXXIII
CAPITULO XXXIV
CAPITULO XXXV
L
ydia se vestía para su excursión cuando Mrs Cole-Mortimer entró e
salón donde Jean estaba escribiendo.
—Llaman por teléfono desde Montecarlo —dijo—. Alguien quiere
hablar con Lydia.
Jean se levantó.
—Yo contestaré —dijo.
La voz al otro lado del teléfono era extraña y desconocida para
ella.
—Quiero hablar con Mrs. Meredith.
—¿De parte de quién? —preguntó Jean.
—De un amigo suyo —dijo la voz—. ¿Quiere decírselo? Es
urgente.
—Lo siento —replicó Jean—, pero acaba de salir.
Oyó una exclamación de disgusto.
—¿Sabe usted adónde ha ido? —preguntó la voz.
—Creo que a Montecarlo —contestó Jean.
—Si no la veo, ¿querría hacer el favor de decirle que no salga
hasta que yo vaya a verla a la casa?
—De acuerdo —contestó Jean, y colgó el teléfono.
—¿Me llamaban a mí? —preguntó Lydia desde lo alto de la
escalera.
—Sí, querida. Creo que era Marcus Stepney que quería hablar
contigo. Le dije que te habías ido. ¿No querías hablar con él?
—¡Cielo santo, no!… —replicó Lydia—. ¿Estás segura de que no
quieres venir conmigo?
—Tengo que quedarme aquí —dijo Jean, expresando la verdad.
El auto estaba en la puerta y Mordon, enfundado en su blanco
delantal, mantenía abierta la puerta.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar? —preguntó Lydia.
—Un par de horas. Cuando vuelvas tendrás un hambre atroz —dijo
Jean besándola—. Y ahora piensa en el hombre que tú sepas —la
advirtió con una mueca cómica.
—Creo que así lo haré —contestó Lydia.
Jean observó cómo se alejaba el auto y luego regresó al salón.
Seguía sentada cuando el teléfono sonó de nuevo y se anticipó a Mrs.
Cole-Mortimer para contestar a la llamada.
—Mrs. Meredith no ha ido a Montecarlo —dijo la voz—. Su auto no
está en la carretera.
—¿Es usted Mr. Jaggs? —preguntó Jean suavemente.
—Sí, señorita —fue la respuesta.
—Mrs. Meredith acaba de llegar, pero lamento muchísimo decirle
que tiene un fortísimo dolor de cabeza y se ha metido en su cuarto.
¿Quiere venir a verla?
Hubo un intervalo de silencio.
—Sí, iré —dijo Jaggs.
Veinte minutos más tarde un taxi dejó frente a la casa a un hombre
viejo y la doncella lo pasó al salón.
Jean se levantó para verle. Se quedó mirando la inclinada figura
del viejo Jaggs. Le miró desde su cabello gris hasta sus zapatos
empolvados y luego señaló una silla.
—Siéntese —dijo, y Jaggs obedeció—. Tenía usted algo
importante que decir a Mrs. Meredith, me figuro.
—Se lo diré personalmente, señorita —dijo gruñendo el viejo.
—Bueno, antes que usted le diga nada he de hacerle una
confesión —sonrió ella y arrastró una silla hasta quedar situada frente
a él.
Jaggs estaba sentado de espaldas a la luz, sosteniendo su
sombrero entre las rodillas.
—Le he hecho venir con un falso pretexto —dijo—, porque Mrs.
Meredith no está en casa.
—¿No? —dijo él medio levantándose.
—No; se fue a dar un paseo con nuestro chófer. Pero yo quería
verle, Mr. Jaggs, porque… —y se detuvo—. Porque me figuro que
usted es un buen amigo de ella y que la quiere de corazón. Yo no sé
quién es usted —dijo—, pero desde luego sé que Mr. Jack Glover le
ha empleado a su cargo.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó él gruñendo—. ¿Qué es lo
que quiere decirme?
—No sé cómo empezar —dijo ella mordiéndose los labios—. Es un
asunto tan delicado, que odio tener que hablar de ello. Pero la actitud
de Mrs. Meredith con respecto a nuestro chófer Mordon es muy
violenta y yo creo que usted debiera advertírselo a Mr. Glover.
Él no habló y ella siguió diciendo:
—Suelen suceder estas cosas, pero me alegra tener que decir que
nada de eso ha ocurrido aún, aunque desde luego Mordon es un
hombre guapo y joven…
—¿De qué está usted hablando? —su tono fue dictatorial e
imperativo.
—Quiero decir que temo que la pobre Lydia esté enamorada de
Mordon.
Él saltó sobre sus talones.
—¡Eso es una vil mentira! —dijo, y ella se le quedó mirando
fijamente—. Ahora dígame lo que le ha sucedido a Lydia Meredith —
siguió diciendo él—, y permítame decirle esto, Jean Briggerland: que
si esa joven recibe el menor daño en uno de sus cabellos terminaré el
trabajo que empecé la otra noche allí —y señaló el jardín— y la
estrangularé con mis propias manos.
Ella levantó los ojos hacia él y los abandonó de nuevo, empezando
a temblar. Luego se volvió repentinamente sobre sus talones y escapó
a su cuarto, cerró la puerta con llave y se apoyó en ella durante un
rato. Por segunda vez en su vida Jean Briggerland sentía miedo.
Oyó el rápido ruido de pisadas en el pasillo y luego cómo llamaron
a su puerta.
—Ábrame —dijo Jaggs, y ella perdió casi el control de sí misma.
Miró temerosa buscando algún rincón por donde escapar y luego,
mientras la asaltaba un pensamiento, se dirigió corriendo a su cuarto
de baño, que daba a su habitación. Una gran esponja estaba puesta a
secar en la ventana abierta; en una estantería, al lado del baño, había
una botella de amoníaco y, vertiéndola, derramó su contenido en la
esponja hasta que ésta estuvo bien empapada; luego regresó a la
puerta y la abrió.
Jaggs se abalanzó y antes que pudiera darse cuenta de lo que
sucedía, la esponja se apretó contra su rostro. La picante droga casi le
cegó y sus paralizantes vapores le dejaron sin sentido. Intentó cogerla
por la muñeca, pero no tuvo fuerzas y cayó al suelo. En un instante
ella se echó sobre él como un gato, apoyando sus rodillas en los
hombros del vencido. Medio inconsciente, él sintió que le llevaban las
manos a la espalda y que se las ataban con algo. Jean utilizó para
atarlo el cintillo de seda que llevaba alrededor de su cintura.
Luego lo volvió a poner de espaldas. Aún tenía él el amoníaco en
los ojos y no podía abrirlos. La agonía era atroz, casi insoportable. Ella
lo arrastró cogiéndolo por debajo de los brazos y con un esfuerzo
logró sentarlo en una silla. Le dejó solo durante un momento, pero
luego regresó para atarlo más fuerte. Había sido una estupenda
captura y aún Jean no podía imaginarse cuán fácil había conseguido
su victoria.
—Lamento dañar a un viejo —dijo con voz socarrona, que él no
había oído nunca hasta entonces—, pero si usted me promete no
gritar no le amordazaré.
Él oyó el ruido del agua al correr por el grifo y luego con un paño
húmedo ella empezó a secarle los ojos gentilmente.
—Podrá ver dentro de un minuto —dijo Jean con voz fría—.
Mientras yo llamo a la Policía usted se quedará aquí.
Venciendo el dolor, él probó a hablar.
—De modo que hasta que llame a la Policía, ¿eh? ¿Sabe quién
soy yo?
—Yo sólo sé que usted es un viejo que ha irrumpido en esta casa
mientras yo estaba sola y los criados se hallaban ausentes.
—¿Y sabe por qué he venido? —insistió él—. He venido para decir
a Mrs. Meredith que le han robado cien mil libras de su Banco
falsificando su firma.
—¡Qué absurdo! —exclamó Jean; estaba sentada en el borde de
la bañera mirándole a él—. ¿Quién es el guapo que puede haber
sacado dinero del Banco de Mrs. Meredith mientras su querido amigo
y guardián Jack Glover está en Londres cuidando de que nadie la
robe?
—¡El viejo Jaggs! —exclamó él mirándola con sus ojos inflamados
—. Sí, usted sabe muy bien que yo soy Jack Glover y que no he salido
de Montecarlo desde que Lydia Meredith llegó aquí.
CAPITULO XXXVI
CAPITULO XXXVII
Querida señorita:
He regresado de Londres y he confesado a
Madame Meredith que he falsificado su firma para
retirar un cheque de cien mil libras de su Banco. Y
ahora he sabido que Madame Meredith me ama.
Sólo hay un medio para terminar con esto…, ya
comprenderá usted…
CAPITULO XXXVIII
B
riggerland, matando el tiempo en el muelle de Mónaco, vio el Jung
Queen y a Marcus Stepney que desembarcaba del pequeño
«yate» con las cañas en la mano.
En cuanto Marcus estuvo a su alcance, le llamó y Stepney se le
quedó mirando con sorpresa.
—Hola, Briggerland —dijo.
—Qué, ¿ha estado pescando? —preguntó Briggerland con tono
paternal.
—Sí —admitió Marcus.
—¿Pescó algo?
Stepney asintió:
—Ni una pieza.
—Mala suerte —contestó Briggerland con una sonrisa—. Pero
¿dónde está Mrs. Meredith? Tenía entendido que iba a pasar el día
con usted.
—Se fue a San Remo —respondió brevemente Stepney, y el otro
asintió:
—Es cierto; lo había olvidado.
Más tarde compró un ejemplar del Nicoise y se enteró de la
tragedia que había acontecido en San Remo. Esto le hizo regresar a
su casa visiblemente agitado.
—Malas noticias, querido —dijo cuando entró en el salón y percibió
a Jack Glover.
—Entre, Briggerland —dijo Jack sin ceremonia alguna; había un
hombre con él, un hombre alto y espigado a quien Briggerland
reconoció como el jefe de la prefectura de Policía—. Deseamos saber
cuáles han sido sus movimientos y sus actividades.
—¿Mis movimientos y mis actividades? —preguntó indignado
Briggerland—. ¿Es que me asocian ustedes a esa tragedia? Sí, a esa
tragedia que me ha llenado de pesadumbre y de horror y
remordimiento —siguió diciendo—. ¿Cómo pude permitir a ese villano
que le dirigiera la palabra a la pobre Lydia?
—Sin embargo, señor —dijo el policía con voz tranquila—, debe
usted decirnos dónde ha estado.
—Eso es muy fácil de explicar. Fui a San Remo.
—¿Por carretera?
—Sí, por carretera —contestó Briggerland—. En mi motocicleta.
—¿A qué hora llegó a San Remo?
—A mediodía, quizá un cuarto de hora antes.
—¿Sabe usted que el crimen debió haberse cometido a las once y
media? —dijo Jack.
—Eso dicen los periódicos.
—¿Adónde fue en San Remo? —preguntó el detective.
—Fui a un café y tomé una copa de vino; luego di una vuelta por la
ciudad y comí en el Victoria. Volví en el tren de la una a Montecarlo.
—¿Oyó usted hablar del crimen?
—Ni una palabra —dijo Briggerland—, ni una palabra.
—¿Vio usted el auto?
Mr. Briggerland negó con la cabeza.
—Yo salí un poco antes que la pobre Lydia —dijo.
—¿Sabía que existía una intimidad entre el chófer y su invitada?
—No tenía la menor idea de que existiera. Si lo hubiera sabido —
dijo virtuosamente Briggerland—, hubiera tomado mis precauciones
para devolver a la pobre Lydia el sentido común.
—Su hija dice que ellos salían juntos con mucha frecuencia. ¿Lo
notó usted?
—Sí, lo noté; pero mi hija y yo somos muy demócratas. Hicimos de
Mordon un amigo y me figuro que lo que a uno se le antoja familiar no
es difícil que nos pase inadvertido. Sí, ciertamente, recuerdo haber
visto pasear a mi pobre amiga y a Mordon juntos por el jardín.
—¿Es suyo esto? —preguntó el detective sacando por detrás de
una cortina un rifle inglés.
—Sí, es mío —admitió Briggerland sin un momento de vacilación
—. Es un rifle que compré en Amiens, un recuerdo de nuestros
galantes soldados.
—Ya lo sé y comprendo sus patrióticos motivos al comprarlo —dijo
el detective secamente—, pero ¿quiere decirnos cómo lo perdió?
—No tengo la menor idea —dijo Briggerland con sorpresa—. No
tenía idea de que lo hubiese perdido. Lo perdí de vista hace unas
semanas. Puede que fuera Mordon, pero… no, no debo pensar tan
mal de él.
—¿Qué pretende sugerir? —preguntó Jack—. ¿Que Mordon
disparó a Mrs. Meredith cuando ella estaba sobre la plataforma
flotante? Creo que yo puedo ahorrarle la molestia de que mienta. Fue
usted quien disparó y fui yo quien le golpeó dejándole sin sentido.
La cara de Briggerland fue un poema.
—No puedo comprender cómo me hace una acusación tan grave y
tan infundada —dijo.
Jean no había hablado desde que entró su padre. Estaba sentada
sobre el borde de una silla, las manos sobre el regazo y sus ojos
estaban tan pronto fijos en el policía como en Jack.
—No sé nada del rifle ni aun que mi padre tuviese uno —dijo
interviniendo—. Pero, por favor, responde a todas las preguntas,
padre. Yo estoy tan ansiosa como tú de que se aclare esta espantosa
tragedia. ¿Le ha dicho a mi padre lo de las cartas que hemos
encontrado?
El detective negó con la cabeza.
—No he visto a su padre hasta el momento en que ha llegado —
dijo.
—¿Unas cartas? —dijo Briggerland mirando a su hija—. ¿Es que
la pobre Lydia dejó alguna carta?
Ella asintió.
—Es mejor que te lo cuente Mr. Glover —dijo—. La pobre Lydia
tenía amores con Mordon. Está claro lo que sucedió. Se fueron hoy y
no intentaban regresar jamás…
—Mrs. Meredith no tenía intención de ir a la silla del Amor hasta
que usted le sugirió la idea —dijo Jack. Mrs. Cole-Mortimer ha
recalcado muy bien ese punto.
—¿Han encontrado el cadáver? —preguntó Briggerland.
—No hemos encontrado sino el del chófer —dijo el detective.
Después de unas pocas preguntas más, el policía salió afuera con
Jack.
—Me parece que estamos frente a uno de tantos crímenes
pasionales como ocurren en este país —dijo—. Mordon era francés y
he podido identificarle por sus tatuajes del brazo como a un tipo que
ha caído muchas veces en manos de la Policía.
—¿Cree usted que no hay esperanzas?
El detective se encogió de hombros.
—Estamos dragando el pozo. Es muy profunda el agua en ese
lugar, pero posiblemente el cuerpo ha sido arrastrado por la marea. No
hay prueba alguna contra estas personas, excepto las acusaciones de
usted. Las cartas, por supuesto, pudieron haber sido falsificadas, pero
usted mismo dice que no hay duda respecto a la letra de Mrs.
Meredith.
Jack asintió.
Iban paseando por la carretera hacia el auto del policía cuando
Jack preguntó:
—¿Puedo ver la carta de nuevo?
El detective la sacó de su bolsillo y Jack la examinó otra vez.
—Sí, es su letra —dijo, y luego lanzó una exclamación—. ¿Ve
usted esto?
Señaló angustiadamente a dos pequeñitas marcas que había
antes de las palabras «Mi querido amigo».
—Sí, comillas —dijo el detective extrañado—. ¿Por qué pondría
esas palabras entrecomilladas?
—¡Ya lo tengo! ¡La novela! —exclamó Jack—. Sí; Miss Briggerland
me dijo que estaba escribiendo una novela y recuerdo que me dijo que
tenía inflamada la muñeca. Suponga que dictó parte de la novela a
Mrs. Meredith y suponga que en esa novela tenía lugar una carta así.
Lydia puso mecánicamente las comillas.
El detective cogió la carta de las manos de Jack.
—Es posible. La escritura es muy normal, sin señal alguna de
agitación y, por supuesto, las iniciales del personaje podrían haber
sido L. M. Es una hipótesis ingeniosa y no del todo improbable, pero si
esta carta formara parte de la novela, deberían aparecer las otras
cuartillas. ¿Quiere que registremos la casa?
Jack se negó a ello.
—Jean es demasiado inteligente como para conservarlas —dijo—.
Mucho más probable es que las haya quemado en la chimenea.
—¿En qué chimenea? —preguntó secamente el detective—. Estas
casas no tienen chimeneas, sino calefacción central…, al menos que
fuera a la cocina.
—No sé dónde las quemaría, pero me figuro que en alguna parte,
quizá en el jardín.
El detective asintió y regresaron a la casa.
Jean, que estaba enfrascada en una conversación con su padre,
les vio reaparecer y observándoles en su camino por el jardín hacia la
casa sus ojos se posaron en el césped.
—¿Qué buscan? —preguntó.
—Saldré a verlo —dijo Briggerland, pero ella le cogió por un brazo.
—¿Te crees que te lo dirán? —le dijo sarcástica.
Subió corriendo a su cuarto y los observó oculta tras una cortina.
En ese momento estaban fuera del alcance de su vista, y se metió en
la habitación de Lydia para mirarles desde ella. De pronto vio cómo el
detective se detuvo y cogió algo del suelo, y los dientes de Jean
rechinaron.
—La novela quemada —dijo ella—. Nunca pude imaginarme que la
buscasen.
Encontraron sólo un pedazo de papel, pero estaba escrito con la
letra de Lydia y la marca del lápiz era bien visible a pesar del
chamuscado.
—«Laura Martin» —leyó el detective—. «L. M.»; y aquí las
palabras «trágico» y «remordimiento».
Del resto de los pequeños fragmentos no pudieron recoger nada
de importancia. Jean les observó desaparecer a lo largo de la avenida
y luego bajó a ver a su padre.
—He pasado un gran susto —dijo.
—Sí, pareces asustada aún —dijo, mirándola atentamente.
—Padre, debes comprender que esta aventura puede terminar
desastrosamente. Hay noventa y nueve probabilidades contra una de
que se sepa la verdad, pero esta probabilidad me preocupa.
Deberíamos haber hecho desaparecer a Lydia de un modo menos
aparatoso y más natural. Ha habido demasiado melodrama, pero no
veo cómo hubiéramos podido haberlo hecho. Mordon estaba
poniéndose muy cargante…
—¿Cuándo vino Glover? —preguntó Briggerland.
—Ha estado aquí todo el tiempo —contestó ella.
—¿Qué?
Ella asintió.
—Era el viejo Jaggs. Yo tuve el presentimiento de que lo era y
estuve cierta de ello cuando recordé que él había estado en el piso de
Lydia.
Briggerland posó la taza de té y se secó los labios con un pañuelo
de seda.
—Quisiera que este asunto estuviese terminado —dijo—. No
parece sino que estamos en un aprieto.
—Por supuesto que lo estamos —contestó ella fríamente—. Tú no
esperarías agarrar una fortuna de seiscientas mil libras sin molestia
alguna, ¿verdad? Me atrevo a decir que sospechan de nosotros. Pero
ya verás, pronto se habrán aquietado las aguas y no pasaremos más
preocupaciones el resto de nuestra vida.
—Eso espero —dijo él sin gran convicción.
Mrs. Cole-Mortimer estaba postrada en cama y Jean no tuvo
paciencia para ir a verla.
Ordenó que sirviesen la cena y habían terminado cuando una
visita, en la figura de Marcus Stepney, entró en el comedor.
No era usual que Marcus apareciese a la hora de cenar, y menos
vestido de calle, así que ella notó el hecho con asombro.
—¿Puedo hablar a solas contigo, Jean? —preguntó él.
—¿Qué pasa? —preguntó Briggerland—. ¿Es que no tenemos ya
suficientes misterios?
Marcus le miró con disgusto.
—Tendremos otro si no interviene usted —dijo de mala gana, y la
joven, cuyo sentido de alerta estaba siempre despierto, cogió una
capa y salió al jardín con Marcus, que la siguió pisándole los talones.
Pasaron diez minutos y no regresaron; un cuarto de hora, y Mr.
Briggerland empezó a impacientarse. Se levantó de la silla, abandonó
el libro que estaba leyendo, y estaba a medio camino del comedor
cuando se abrió la puerta y Jack Glover entró, seguido por el
detective.
Fue el francés quien habló.
—Monsieur Briggerland, tengo una orden de arresto contra usted
del prefecto de los Alpes Marítimos.
—¿Que me arrestan? —exclamó Briggerland rechinándole los
dientes—. Pero ¿de qué se me acusa?…
—Del frío asesinato de François Mordon —dijo el policía.
—¡Miente…, miente usted! —gritó Briggerland—. No tengo la
menor idea de… —y sus palabras se convirtieron en un grito apagado
al divisar a alguien situado detrás del detective.
CAPITULO XXXIX
CAPITULO XL
CAPITULO XLI
FIN
RICHARD HORATIO EDGAR WALLACE, (Greenwich, Inglaterra,
Reino Unido, 1 de abril de 1875 – Beverly Hills, Estados Unidos, 10
de febrero de 1932) fue un novelista, dramaturgo y periodista
británico, padre del moderno estilo thriller y aclamado mundialmente
como maestro de la narración de misterio, muchas de las cuales
fueron llevadas al cine.
Edgar Wallace creó el «thriller» con su novela Los Cuatro Hombres
Justos (1905), y consolidó este género narrativo con su obra
posterior. La estructura de sus obras ha llamado a menudo a
engaño a los críticos, que han creído ver en él más un autor de
novelas de aventuras criminales que un cultivador de novelas
detectivescas. En sus novelas, los elementos del enigma están
diluidos en la acción; son sucesos aparentemente incongruentes, y
es precisamente esta incongruencia la que actúa como acicate de la
curiosidad del lector. Sólo al final encajan las piezas del
rompecabezas, y una nueva lectura de la narración pone de relieve
que los indicios ya habían sido expuestos, y de manera tan evidente
que resulta admirable cómo el lector no había caído en la cuenta de
su significado.
Sus libros de misterio y policíacos se convirtieron en superventas —
J. G. Reeder, personaje detective de su creación, le hizo
enormemente popular—, y casi siempre lograba mantener dos o tres
obras de teatro representándose simultáneamente. Murió en
Hollywood mientras trabajaba en el guión de la película King Kong,
convertido en un hombre rico e influyente.
Sus novelas más relevantes son: «El misterio de la vela doblada»;
«La puerta de las siete cerraduras»; «La llave de plata» y «La pista
del alfiler».