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Algunas Cuestiones Actuales de Escatologia

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17

Algunas cuestiones actuales


de escatología
(1990)
 

Texto del documento aprobado «in forma specifica»


por la Comisión teológica internacional(487)

Sumario

Introducción: La perplejidad hoy frecuente ante la


muerte y la existencia después de la muerte

La esperanza cristiana de la resurrección

1. La resurrección de Cristo y la nuestra

2. La parusía de Cristo, nuestra resurrección

3. La comunión con Cristo inmediatamente después


de la muerte según el Nuevo Testamento

4. La realidad de la resurrección en el contexto


teológico actual

5. El hombre llamado a la resurrección

6. La muerte cristiana

7. El «consorcio vital» de todos los miembros de la


Iglesia en Cristo

8. Purificación del alma para el encuentro con Cristo


glorioso

9. Irrepetibilidad y unicidad de la vida humana. Los


problemas de la reencarnación
10. La grandeza del designio divino y la seriedad de
la vida humana

11. La ley de la oración-la ley de la fe

Introducción

La perplejidad hoy frecuente ante la muerte y la


existencia después de la muerte

1. Sin la afirmación de la resurrección de Cristo la fe


cristiana se hace vacía (cf. 1 Cor 15, 14). Pero al
haber una conexión íntima entre el hecho de la
resurrección de Cristo y la esperanza de nuestra
futura resurrección (cf. 1 Cor 15, 12), Cristo
resucitado constituye también el fundamento de
nuestra esperanza, que se abre más allá de los
límites de esta vida terrestre. Pues «si solamente
para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en
Cristo, somos los más dignos de compasión de todos
los hombres» (1 Cor 15, 19). Sin tal esperanza sería
imposible llevar adelante una vida cristiana.

Esta conexión entre la firme esperanza de la vida


futura y la posibilidad de responder a las exigencias
de la vida cristiana se percibía con claridad ya en la
Iglesia primitiva. Ya entonces se recordaba que los
Apóstoles habían obtenido la gloria por los
padecimientos(488); y también aquellos que eran
conducidos al martirio, encontraban fortaleza en la
esperanza de alcanzar a Cristo por la muerte, y en la
esperanza de la propia resurrección futura(489). Los
santos hasta nuestros tiempos, movidos por esta
esperanza o apoyados en ella, dieron la vida por el
martirio o la entregaron al servicio de Cristo y de los
hermanos. Ellos ofrecen un testimonio, mirando al
cual los demás cristianos en su camino hacia Cristo
se hacen más fuertes. Tal esperanza levanta el
corazón de los cristianos a las cosas celestes, sin
separarlos de cumplir también las obligaciones de
este mundo, porque «la espera [...] de una nueva
tierra no debe debilitar, sino más bien alentar, la
solicitud por perfeccionar esta tierra»(490).

Sin embargo, el mundo actual pone múltiples insidias


a esta esperanza cristiana. Pues el mundo actual
está fuertemente afectado por el secularismo «el
cual consiste en una visión autonomista del hombre
y del mundo, que prescinde de la dimensión del
misterio, la descuida e incluso la niega. Este
inmanentismo es una reducción de la visión integral
del hombre»(491). El secularismo constituye como la
atmósfera en que viven muchísimos cristianos de
nuestro tiempo. Sólo con dificultad pueden librarse
de su influjo. Por ello, no es extraño que también
entre algunos cristianos surjan perplejidades acerca
de la esperanza escatológica. Frecuentemente miran
con ansiedad la muerte futura; los atormenta no sólo
«el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo,
sino también, y mucho más, el temor de una
perpetua desaparición»(492). Los cristianos en todos
los tiempos de la historia han estado expuestos a
tentaciones de duda. Pero, en nuestros días, las
ansiedades de muchos cristianos parecen indicar una
debilidad de la esperanza.

Como «la fe es garantía de lo que se espera, la


prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11, 1),
convendrá tener más constantemente presentes las
verdades de la fe católica sobre la propia suerte
futura. Intentaremos reunirlas en una síntesis,
subrayando, sobre todo, aquellos aspectos de ellas
que pueden dar directamente una respuesta a las
ansiedades actuales. La fe sostendrá a la esperanza.

Pero antes de emprender esta tarea, hay que


describir los principales elementos de los que
parecen proceder las ansiedades actuales. Hay que
reconocer que, en nuestros días, la fe de los
cristianos se ve sacudida no sólo por influjos que
deban ser considerados externos a la Iglesia. Hoy
puede descubrirse la existencia de una cierta
«penumbra teológica». No faltan algunas nuevas
interpretaciones de los dogmas que los fieles
perciben como si en ellas se pusieran en duda la
misma divinidad de Cristo o la realidad de su
resurrección. Los fieles no reciben de ellas apoyo
alguno para la fe, sino más bien ocasión para dudar
de otras muchas verdades de la fe. La imagen de
Cristo que deducen de tales reinterpretaciones, no
puede proteger su esperanza. En el campo
directamente escatológico deben recordarse «las
controversias teológicas largamente difundidas en la
opinión pública, y de las que la mayor parte de los
fieles no está en condiciones de discernir ni el objeto
ni el alcance. Se oye discutir sobre la existencia del
alma, sobre el significado de la supervivencia;
asimismo, se pregunta qué relación hay entre la
muerte del cristiano y la resurrección universal. Todo
ello desorienta al pueblo cristiano, al no reconocer ya
su vocabulario y sus nociones familiares»(493). Tales
dudas teológicas ejercen frecuentemente un influjo
no pequeño en la catequesis y en la predicación;
pues cuando se imparte la doctrina, o se manifiestan
de nuevo o llevan al silencio acerca de las verdades
escatológicas.

Con el fenómeno del secularismo está


inmediatamente unida la persuasión ampliamente
difundida, y por cierto no sin la ayuda de los medios
de comunicación, de que el hombre, como las demás
cosas que están en el espacio y el tiempo, sería
completamente material y con la muerte se desharía
totalmente. Además la cultura actual que se
desarrolla en este contexto histórico, procura por
todos los medios dejar en el olvido a la muerte y los
interrogantes que están inevitablemente unidos a
ella. Por otra parte, la esperanza se ve sacudida por
el pesimismo acerca de la bondad misma de la
naturaleza humana, el cual nace del aumento de
angustias y aflicciones. Después de la crueldad
inmensa que los hombres de nuestro siglo mostraron
en la segunda guerra mundial, se esperaba bastante
generalmente que los hombres enseñados por la
acerba experiencia intaurarían un orden mejor de
libertad y justicia. Sin embargo, en un breve espacio
de tiempo, siguió una amarga decepción: «Pues hoy
crecen por todas partes el hambre, la opresión, la
injusticia y la guerra, las torturas y el terrorismo y
otras formas de violencia de cualquier clase»(494).
En las naciones ricas, muchísimos se ven atraídos «a
la idolatría de la comodidad material (al llamado
consumismo)»(495), y se despreocupan de todos los
prójimos. Es fácil pensar que el hombre actual,
esclavo, en tal grado, de los instintos y
concupiscencias y sediento exclusivamente de los
bienes terrenos, no está destinado a un fin superior.

De este modo, muchos hombres dudan si la muerte


conduce a la nada o a una nueva vida. Entre los que
piensan que hay una vida después de la muerte,
muchos la imaginan de nuevo en la tierra por la
reencarnación, de modo que el curso de nuestra vida
terrestre no sería único. El indiferentismo religioso
duda del fundamento de la esperanza de una vida
eterna, es decir, si se apoya en la promesa de Dios
por Jesucristo o hay que ponerlo en otro salvador
que hay que esperar. La «penumbra teológica»
favorece ulteriormente este indiferentismo, al
suscitar dudas sobre la verdadera imagen de Cristo,
las cuales hacen difícil a muchos cristianos esperar
en Él.

2. También se silencia hoy la escatología por otros


motivos, de los que indicamos al menos uno: el
renacimiento de la tendencia a establecer una
escatología intramundana. Se trata de una tendencia
bien conocida en la historia de la teología y que
desde la Edad Media constituye lo que se suele
llamar «la posteridad espiritual de Joaquín de
Fiore»(496).

Esta tendencia se da en ciertos teólogos de la


liberación que insisten de tal manera en la
importancia de construir el reino de Dios ya dentro
de nuestra historia, que la salvación que transciende
la historia, parece pasar a un segundo plano de
atención. Ciertamente tales teólogos, de ninguna
manera, niegan la verdad de las realidades
posteriores a la vida humana y a la historia. Pero
cuando se coloca el reino de Dios en una sociedad
sin clases, la «tercera edad» en la que estarían
vigentes el «Evangelio eterno» (Apoc 14, 6-7) y el
reino del Espíritu, se introduce en una forma nueva a
través de una versión secularizada de ella(497). De
este modo, se traslada un cierto _ó÷áôov dentro del
tiempo histórico. Ese _ó÷áôov no se presenta como
último absoluta, sino relativamente. Sin embargo, la
praxis cristiana se dirige con tal exclusividad a
establecerlo, que surge una lectura reductiva del
Evangelio en la que lo que pertenece a las realidades
absolutamente últimas, se silencia en gran parte. En
este sentido, en tal sistema teológico, el hombre «se
sitúa en la perspectiva de un mesianismo temporal,
el cual es una de las expresiones más radicales de la
secularización del Reino de Dios y de su absorción en
la inmanencia de la historia humana»(498).

La esperanza teologal pierde su plena fuerza siempre


que se la sustituye por un dinamismo político. Esto
sucede, cuando de la dimensión política se hace «la
dimensión principal y exclusiva, que conduce a una
lectura reductora de la Escritura»(499). Es necesario
advertir que un modo de proponer la escatología que
introduzca una lectura reductiva del Evangelio, no se
puede admitir, aunque no se asumieran elementos
algunos del sistema marxista que difícilmente fueran
conciliables con el cristianismo.

Es conocido que el marxismo clásico consideró a la


religión como el «opio» del pueblo; pues la religión
«orientando la esperanza del hombre hacia una vida
futura ilusoria, lo apartaría de la construcción de la
ciudad terrestre»(500). Tal acusación carece de
fundamento objetivo. Es más bien el materialismo el
que priva al hombre, de verdaderos motivos para
edificar el mundo. ¿Por qué habría que luchar, si no
hay nada que nos espere después de la vida terrena?
«Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (Is
22, 13). Por el contrario, es cierto «que la
importancia de los deberes terrenos no se disminuye
por la esperanza del más allá, sino que más bien su
cumplimiento se apoya en nuevos motivos»(501).

No podemos, sin embargo, excluir que hayan


existido no pocos cristianos que pensando mucho en
el mundo futuro, hayan elegido un camino pietístico
abandonando las obligaciones sociales. Hay que
rechazar tal modo de proceder. Por el contrario,
tampoco es lícito por un olvido del mundo futuro
hacer una versión meramente «temporalística» del
cristianismo en la vida personal o en el ejercicio
pastoral. La noción de liberación «integral»
propuesta por el magisterio de la Iglesia(502)
conserva, a la vez, el equilibrio y las riquezas de los
diversos elementos del mensaje evangélico(503). Por
ello, esta noción nos enseña la verdadera actitud del
cristianismo y el modo correcto de la acción pastoral,
en cuanto que indica que hay que apartar y superar
las oposiciones falsas e inútiles entre la misión
espiritual y la diaconía a favor del mundo(504).
Finalmente esta noción es la verdadera expresión de
la caridad hacia los hermanos, ya que intenta
liberarlos absolutamente de toda esclavitud y, en
primer lugar, de la esclavitud del corazón. Si el
cristiano se preocupa de liberar íntegramente a los
otros, no se cerrará en modo alguno dentro de sí
mismo.

3. La respuesta cristiana a las perplejidades del


hombre actual, como también al hombre de cualquier
tiempo, tiene a Cristo resucitado como fundamento y
se contiene en la esperanza de la gloriosa
resurrección futura de todos los que sean de
Cristo(505), la cual se hará a imagen de la
resurrección del mismo Cristo: «como hemos llevado
la imagen del [Adán] terreno, llevaremos la imagen
del [Adán] celeste» (1 Cor 15, 49), es decir, del
mismo Cristo resucitado. Nuestra resurrección será
un acontecimiento eclesial en conexión con la parusía
del Señor, cuando se haya completado el número de
los hermanos (cf. Apoc 6, 11). Mientras tanto hay,
inmediatamente después de la muerte, una
comunión de los bienaventurados con Cristo
resucitado que, si es necesario, presupone una
purificación escatológica. La comunión con Cristo
resucitado, previa a nuestra resurrección final,
implica una determinada concepción antropológica y
una visión de la muerte, que son específicamente
cristianas. En Cristo que resucitó, y por Él, se
entiende la «comunicación de bienes»(506) que
existe entre todos los miembros de la Iglesia, de la
que el Señor resucitado es la cabeza. Cristo es el fin
y la meta de nuestra existencia; a Él debemos
encaminarnos con el auxilio de su gracia en esta
breve vida terrestre. La seria responsabilidad de este
camino puede verse por la infinita grandeza de Aquel
hacia el que nos dirigimos. Esperamos a Cristo, y no
otra existencia terrena semejante a ésta, como
supremo cumplimiento de todos nuestros deseos.

La esperanza cristiana de la resurrección

1. La resurrección de Cristo y la nuestra

1.1. El Apóstol Pablo escribía a los Corintios: «Pues


os trasmití en primer lugar lo que a mi vez recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados según las
Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al
tercer día según las Escrituras» (1 Cor 15, 3-4).
Ahora bien, Cristo no sólo resucitó de hecho, sino
que es «la resurrección y la vida» (Jn 11, 25) y
también la esperanza de nuestra resurrección. Por
ello, los cristianos hoy, como en tiempos pasados, en
el Credo Niceno-Constantinopolitano, en la misma
«fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia
de Dios»(507), en la que profesan la fe en Jesucristo
que «resucitó al tercer día según las Escrituras»,
añaden: «Esperamos la resurrección de los
muertos»(508). En esta profesión de fe resuenan los
testimonios del Nuevo Testamento: «los que
murieron en Cristo, resucitarán» (1 Tes 4, 16).
«Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia
de los que duermen» (1 Cor 15, 20). Este modo de
hablar implica que el hecho de la resurrección de
Cristo no es algo cerrado en sí mismo, sino que ha
de extenderse alguna vez a los que son de Cristo. Al
ser nuestra resurrección futura «la extensión de la
misma Resurrección de Cristo a los hombres»(509),
se entiende bien que la resurrección del Señor es
ejemplar de nuestra resurrección. La resurrección de
Cristo es también la causa de nuestra resurrección
futura: «porque, habiendo venido por un hombre la
muerte, también por un hombre viene la
resurrección de los muertos» (1 Cor 15, 21). Por el
nacimiento bautismal de la Iglesia y del Espíritu
Santo resucitamos sacramentalmente en Cristo
resucitado (cf. Col 2, 12). La resurrección de los que
son de Cristo debe considerarse como la culminación
del misterio ya comenzado en el bautismo. Por ello
se presenta como la comunión suprema con Cristo y
con los hermanos y también como el más alto objeto
de esperanza: «y así estaremos siempre con el
Señor» (1 Tes 4, 17; «estaremos» ¡en plural!). Por
tanto, la resurrección final gloriosa será la comunión
perfectísima, también corporal, entre los que son de
Cristo, ya resucitados, y el Señor glorioso. De todas
estas cosas aparece que la resurrección del Señor es
como el espacio de nuestra futura resurrección
gloriosa y que nuestra misma resurrección futura ha
de interpretarse como un acontecimiento eclesial.

Por esta fe, como Pablo en el Areópago, también los


cristianos de nuestro tiempo, al afirmar esta
resurrección de los muertos, son objeto de burla (cf.
Hech 17, 32). La situación actual en este punto no es
diversa de la que Orígenes describía en su tiempo:
«Además, el misterio de la resurrección, por no ser
entendido, es comentado con mofa por los
infieles»(510).

Este ataque y esta burla no consiguieron que los


cristianos de los primeros siglos dejaran de profesar
su fe en la resurrección, o los teólogos primitivos, de
exponerla. Todos los símbolos de la fe, como el ya
citado, culminan en este artículo de la resurrección.
La resurrección de los muertos es «el tema
monográfico más frecuente de la teología
preconstantiniana; apenas existe una obra de la
teología cristiana primitiva que no hable de la
resurrección»(511). Tampoco tiene que asustarnos la
oposición actual.

La profesión de la resurrección desde el tiempo


patrístico se hace de manera completamente
realística. Parece que la fórmula «resurrección de la
carne» entró en el Símbolo romano antiguo, y
después de él en otros muchos, para evitar una
interpretación espiritualística de la resurrección que
por influjo gnóstico atraía a algunos cristianos(512).
En el Concilio XI de Toledo (675) se expone la
doctrina de modo reflejo: se rechaza que la
resurrección se haga «en una carne aérea o en otra
cualquiera»; la fe se refiere a la resurrección «en
esta [carne] en que vivimos, subsistimos y nos
movemos»; esta confesión se hace por el «ejemplo
de nuestra Cabeza», es decir, a la luz de la
resurrección de Cristo(513). Esta última alusión a
Cristo resucitado muestra que el realismo hay que
mantenerlo de modo que no excluya la
transformación de los cuerpos que viven en la tierra,
en cuerpos gloriosos. Pero un cuerpo etéreo, que
sería una creación nueva, no corresponde a la
realidad de la resurrección de Cristo e introduciría,
por ello, un elemento mítico. Los Padres de este
Concilio presuponen aquella concepción de la
resurrección de Cristo que es la única coherente con
las afirmaciones bíblicas sobre el sepulcro vacío y
sobre las apariciones de Jesús resucitado
(recuérdese el uso del verbo _öèç para expresar las
apariciones del Señor resucitado y, entre los relatos
de apariciones, las llamadas «escenas de
reconocimiento»); sin embargo, esa resurrección
mantiene la tensión entre continuidad real del cuerpo
(el cuerpo que estuvo clavado en la cruz, es el
mismo cuerpo que ha resucitado y se manifiesta a
los discípulos) y la transformación gloriosa de ese
mismo cuerpo. Jesús resucitado no sólo invitó a los
discípulos para que lo palparan, porque «un espíritu
no tiene carne y huesos como veis que tengo yo»,
sino que les mostró las manos y los pies para que
comprobaran «que yo soy el mismo» (Lc 24, 39: _ôé
_þ å_ìé á_ôüò); sin embargo, en su resurrección no
volvió a las condiciones de la vida terrestre y mortal.
Así también al mantener el realismo para la
resurrección futura de los muertos, no olvidamos, en
modo alguno, que nuestra verdadera carne en la
resurrección será conforme al cuerpo de la gloria de
Cristo (cf. Flp 3, 21). Este cuerpo que ahora está
configurado por el alma (øõ÷Þ), en la resurrección
gloriosa será configurado por el espíritu (ðvå_ìá) (cf.
1 Cor 15, 44).

1.2. En la historia de este dogma constituye una


novedad (al menos, después que se superó aquella
tendencia que apareció en el siglo II por influjo de
los gnósticos), el hecho de que en nuestro tiempo
algunos teólogos someten este realismo a crítica. La
representación tradicional de la resurrección les
parece demasiado tosca. Especialmente las
descripciones demasiado físicas del acontecimiento
de la resurrección suscitan dificultad. Por ello, se
busca, a veces, refugio en cierta explicación
espiritualística de ella. Para ello piden una nueva
interpretación de las afirmaciones tradicionales sobre
la resurrección.

La hermenéutica teológica de las afirmaciones


escatológicas debe ser correcta(514). No se las
puede tratar como afirmaciones que se refieren
meramente al futuro (que, en cuanto tales, tienen
otra situación lógica que las afirmaciones sobre
realidades pretéritas y presentes que pueden
describirse prácticamente como objetos
comprobables), porque aunque con respecto a
nosotros todavía no hayan sucedido y, en este
sentido, sean futuras, en Cristo ya se han realizado.
Para evitar las exageraciones tanto por una
descripción excesivamente física como por una
espiritualización de los acontecimientos, se pueden
indicar ciertas líneas fundamentales.

1.2.1. Pertenece a una hermenéutica propiamente


teológica, la plena aceptación de las verdades
reveladas. Dios tiene ciencia del futuro que puede
también revelar al hombre como verdad digna de fe.

1.2.2. Esto se ha manifestado en la resurrección de


Cristo, a la que se refiere toda la literatura patrística,
cuando habla de la resurrección de los muertos. Lo
que crecía en el pueblo escogido en esperanza, se ha
hecho realidad en la resurrección de Cristo. Aceptada
por la fe, la resurrección de Cristo significa algo
definitivo también para la resurrección de los
muertos.

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