¿Qué Es La Psicosomática (Qué Es) - Del Silencio de Las Emociones A La Enfermedad PDF
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LA PSICOSOMÁTICA
Del silencio de las emociones
a la enfermedad
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Colección Qué es...
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Teresa Sánchez Sánchez
QUÉ ES
LA PSICOSOMÁTICA
Del silencio de las emociones
a la enfermedad
BIBLIOTECA NUEVA
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Cubierta: A. Imbert
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Cubierta: A. Imbert
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ISBN: 978-84-16095-22-3
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INTRODUCCIÓN .—¿HAY UN CAUCE QUE ENLACE LAS EMOCIONES Y LA ENFERMEDAD?
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CAPÍTULO 4.—ABORDAJE DE LOS PACIENTES PSICOSOMÁTICOS. OBJETI- VOS, TÉCNICA Y
DIFICULTADES ESPECIALES
1. Conduciendo la entrevista psicosomática
2. Peculiaridades de la técnica
3. Peculiaridades de la psicoterapia
4. Ciertas dificultades especiales
CAPÍTULO 5.—EL DOLOR FÍSICO COMO DUELO DE SÍ MISMO . CONCRE- CIONES ONTOLÓGICAS Y
OBSERVACIONES PSICOANALÍTICAS
1. El cuerpo doliente
2. El silencio y el ruido: el dolor como grito del cuerpo
3. Ontología psíquica del dolor
4. Metapsicología del dolor
5. Dolor y duelo de sí mismo
BIBLIOGRAFÍA
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A mis tíos Eugenio y Amelia, que cosieron con
maestría muchos agujeros en mi vida. Y por la dignidad y
entereza con que se miden con la enfermedad propia y
ajena
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¿Pero puede un cuerpo dimitir de la realidad? ¿Puede un cuerpo, ante la
agresión del mundo… sustraerse a sus funciones, negarse a seguir siendo cuerpo,
suspender sus razones, abdicar de ser lo que es; esto es, abdicar de ser una máquina
sensible? ¿Puede un cuerpo decir: «Basta, no quiero ir más allá, esto es demasiado
para mí»? ¿Puede un cuerpo olvidarse de sí mismo?
El 2 de enero de 1941, en la aldea de Mieux, en la Bretaña francesa, no muy
lejos del mar, a la vista de noventa y un civiles ardiendo en el holocausto de una
iglesia de piedra, un cuerpo respondió a todas esas preguntas con un rotundo «Sí».
Aquel día, un hombre llamado Kurt Crüwell perdió la sensibilidad.
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INTRODUCCIÓN
¿Hay un cauce que enlace
las emociones y la enfermedad?
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entre lo neurológico, lo psíquico y lo inmunológico. La psicosomática supuso un
cambio de paradigma, pues dejó de usarse como expresión adjetival y pasó a usarse
como sustantivo, eliminándose su adscripción a la medicina. Trazó un nuevo objeto
de estudio y pergeñó un nuevo enfoque, renunciando a esquemas semiológicos y a
criterios diagnósticos procedentes de la medicina. No hallamos mejor síntesis que la
expuesta por este autor, que condensa además todos los elementos que componen una
visión compleja de este ámbito de conocimiento:
Dudas razonables que, en cualquier caso, nos permiten hipotetizar que en todo
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caso el entramado afectivo (vínculo, apego, urdimbre…) pueda ser el segundo
organizador de lo psíquico, pudiendo simultáneamente revertir sobre lo
neurofisiológico y lo genético, facilitando o inhibiendo, estimulando o retardando
multitud de conexiones, efectos, instauraciones o desapariciones. Lo psíquico puede
verse como la cúspide integradora (mentalización) del aflujo de estímulos
procedentes del interior del organismo (fuente excitatoria endógena) y de los
provenientes del exterior (fuente exógena de carácter ambiental o socio-relacional).
Cuando la función del pensamiento, control, organización y defensa del psiquismo se
adecuan a la estimulación causada por un suceso o evento, éste se inserta en la
corriente biográfica o narrativa del sujeto sin mayores dificultades, pero cuando el
aparato psíquico se ve desbordado y se bloquea su sistema de drenaje de la tensión o
no se activan las defensas oportunas para trasmitir al sujeto la percepción de dominio
y de preservación de su Yo, se desencadena un estado de astasis peligroso. Deja de
activarse la angustia-señal de alarma y, en su lugar, sólo afloran angustias difusas
perturbadoras pero innominadas y no codificadas por el Yo. Entonces puede aparecer
la defensa somática o la derivación a través del cuerpo de los excedentes tensionales
no tramitados mentalmente.
Lo energético primitivo, primario, preverbal y desorganizado se plasma en una
eclosión perturbadora que se aleja funcionalmente de la homeostasis y de la salud. Se
ha consumado, entonces, la escisión psique-soma. Se expulsa fuera del psiquismo el
trauma que no puede procesarse. El daño producido es la somatización (enfermedad o
accidente somático), que deja una huella de vulnerabilidad corporal que favorece las
compulsiones repetidoras ante situaciones de desequilibrio posteriores. Ello se debe a
la «memoria corporal» o «memoria humoral» del organismo. Así lo plantea un
clásico:
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distingue es el tipo de vacío, que es originario, temprano, en la psicosomática, pero en
cambio es fruto de la dinamitación del espacio psíquico en las psicosis.
Lo relativo a la Psicosomática no es ni mucho menos claro. Para varios
psicoanalistas, encabezados por A. Green, el síntoma orgánico remite a lo pre-
psíquico, su origen último se remonta a la existencia de un trauma precoz y previo a
la posibilidad de su inscripción mental, es decir, un trauma acaecido cuando aún no
hay sensu stricto un sujeto que lo recupere interpretativamente. Sólo el soma puede
responder, el cuerpo biológico, dado que el cuerpo psíquico o cuerpo «erógeno» aún
no se ha instalado. A. Green (2000) sitúa el germen del trastorno psicosomático en
una suerte de «agnosia psíquica» fruto de una desobjetalización precoz, en muchos
casos subsiguiente a la ausencia de investimientos maternos («complejo de la madre
muerta»), que a su vez produce una congelación afectiva persistente y degradante. El
psiquismo se negativiza y pierde capacidad de mediación entre el soma y la realidad.
El preconsciente se adelgaza en extremo y no desarrolla el arbritraje necesario entre
los afectos y las representaciones. Por ello:
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permanente entre ambos, dado que esos componentes forman parte de una unidad
psicosomática indisoluble. Tanto es así que suscribimos la impresión de P. Marty de
que no hay enfermedades específicamente psicosomáti-cas, pues ello entrañaría la
existencia de otras que escapan a esa interacción.
Zubiri (2005) rechaza categóricamente que psicosomático guarde sinonimia con
«de origen desconocido», porque la causación remite siempre a la imbricación del
funcionamiento mental con su soporte orgánico. C. Smadja se plantea el grado de
compatibilidad entre la «lógica freudiana y la lógica martyana» pues la primera
conserva —a través del patrón de las conversiones histéricas— un dualismo
implícito, en tanto que la segunda apuesta por unmonismo radical que concierne tanto
a la índole del fenómeno psicosomático como a sus propiedades y modos de
funcionamiento:
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respuestas estereotipadas). Es un «normópata» que:
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señales inequívocas de que se está entrando en el campo más seguro de la neurosis,
abandonando el letal recurso de la somatización. Entonces, el sujeto estará salvado,
en el cauce de alcanzar un imperfecto equilibrio somatopsíquico, como la mayoría de
las personas, pero ya sin la amenaza ominosa de la desorganización y la muerte. El
criterio de Ferenczi de alcanzar los «óptimos relativos» en cada paciente se amolda
perfectamente a esta finalidad. Renunciar a mantener fijo algún parangón es clave
para no desanimarse o no establecer techos de salud utópicos. Con cada paciente no
ha de pretenderse más que aquello que figure entre sus posibilidades de desarrollo
mental, pero controlando el Yo ideal terapéutico tanto como sus propios
deslizamientos operatorios hacia objetivos excesivamente pragmáticos y vacíos. La
desesperanza del terapeuta es un enemigo contratransferencial tan contraproducente
como el propio desánimo del paciente: trasunto contagioso de la depresión esencial
que le ha llevado a enfermar.
El trabajo terapéutico genéricamente consiste en poner palabras al cuerpo que
ha hablado a través de los síntomas, para que el lenguaje (representación de palabra)
sustituya a la queja, al dolor, a la alteración (representación de cosa). Cuando las
emociones enmudecidas hallan, descifran o inventan un cauce para canalizarse, el
cuerpo no precisa recurrir a quebrantos primitivos. Entonces sobreviene la salud
posible. Una vez restaurados o instalados los códigos afectivos y relacionales, el
código del dolor físico es innecesario. ¡Cuán bella y pertinentemente lo expresa un
autor argentino!:
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El resultado consta de 6 capítulos, extensos, pero que constituyen unidades
temáticas indivisibles. El primero es un acercamiento al vocabulario de la
psicosomática, nutrido con explicaciones y desarrollos que pueden facilitar la
inmersión en los procesos y mecanismos inherentes a la somatización, lo que será
objeto del segundo capítulo. El tercero tratará los aspectos relacionales, técnicos y
terapéuticos que han de considerarse en el abordaje y tratamiento de los pacientes
psicosomáticos. El Capítulo cuarto ofrece una elaboración sobre el tipo de
somatizaciones que podemos encontrarnos y la imbricación con las peculiaridades
individuales. El quinto presenta una mirada sobre el dolor, como vértice y vórtice de
la enfermedad y pivote existencial que modula nuestra presencia en el mundo y
nuestras posiciones identitarias. El último capítulo versa y centra, exclusivamente, la
relación entre el duelo y la vulnerabilidad somática, máxime cuando se trata de
duelos patológicos o no elaborados y se yuxtaponen a mecanismos confusionales e
identifica-torios con el «objeto perdido».
Ojalá que el lector encuentre en estas páginas claves sugerentes que le
conduzcan a prevenir en sí mismo o revertir procesos de somatización o, en todo
caso, le ayuden a integrar su propio psiquesoma, a mentalizarlo y coordinarlo con su
transcurrir vital y su historia personal.
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CAPÍTULO 1
Elementos esenciales de la teorización
psicosomática del IPSO: vocabulario
e hipótesis básicos
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aunque los sutiles hilos a través de los que ejercen su poder sean inevitablemente
neurovegetativos, endocrinos e inmunológicos. Es el cuerpo el que habla de las
emociones, en igual medida a como las emociones traducen sutiles o groseros
cambios producidos en los niveles bioquímicos, metabólicos, fisiológicos y
somáticos. Nada menos que el Premio Príncipe de Asturias Antonio Damasio acepta
la relación entre la bioquímica de las emociones y las alteraciones somáticas:
Cabe decir que lo mismo ocurre en dirección inversa: el cuerpo revela, tanto en
su funcionamiento sano como mórbido, el estado de armonía o disarmonía de los
sentimientos. Chiozza (1980) ya juzgaba complementario el conocimiento de las
causas eficientes que producen la enfermedad y la investigación de la significación
inconsciente de la misma.
Pero el IPSO evita el psicologismo, el simbolismo y el mentalismo mágico,
pues hace intervenir en el enfermar somático una conjunción de factores genéticos,
ambientales, hábitos de vida y fallos radicales del aparato psíquico. Los cambios
bioquímicos, genéticos, tóxicos, etc., son desencadenantes o coadyuvantes necesarios,
pero no suficientes. Nos explican el cómo mecánico, pero no el porqué ni el sentido.
De hecho, Marty se ufanaba de que la psicosomática es una teoría que niega la visión
general de que la enfermedad es resultado de un ataque exterior provocado por
agentes tóxicos, nutricionales o ambientales, para implantar una visión diferente, más
que evolutiva, contraevolutiva, pero internalista:
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La misma autora subraya que la estructura psicosomática rara vez se encuentra
en estado puro y describe un modo de enfermar prototípico pero que luego ha de
acoplarse a cada singularidad. Estructura que había pasado desapercibida quizá por
constituir «una patología en negativo» (2003, pág. 55).
Así pues, comprender el significado del acontecimiento del enfermar y su
singularidad humana es el primer eslabón para comenzar su transformación.
La iniciativa adoptada por el IPSO recicla, casi 100 años después, las teorías
freudianas de modelo hidráulico sobre las neurosis actuales como respuesta al
desbordamiento excitatorio de estimulaciones propio o exteroceptivas.
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Lasmanifestaciones somáticas de la ansiedad bruta serían canalizaciones primarias
que descargarían la tensión acumulada. El mal de órgano desaparecería en cuanto se
suministrara al sujeto una vía de drenaje evacuatoria que sustituyera a la
musculoesqueletal. IPSO se alejó desde el principio de la interpretación simbólica de
la enfermedad, no compartiendo este punto de vista característico de la Escuela
Argentina de psicosomática y de los brillantes escritos de Garma, Rascovsky o
Chiozza sobre algunos trastornos característicos. La enfermedad somática no tiene
significado ni es necesariamente reversible aun cuando se la dote de sentido o se
establezcan las coordenadas vitalistas que nos permitan entender por qué emergió o
por qué eligió esa trama o esa figura concreta.
Lo cierto es que, cualquiera que sea su origen último, a diferencia de los
síntomas histéricos, en el síntoma somático, el sujeto pierde el control sobre los
procesos neurovegetativos, endocrinos o neurológicos que son el detonante inmediato
y directo de la disfunción o de la lesión.
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— ¿Qué hay más real que el dolor? La termodinámica psicosomática establece
una fluctuación: a menor tolerancia al dolor mental, tanto más probable será el dolor
corporal. Para Bion la madurez dependía de la soportabilidad ante el dolor mental.
Madurar es asumir el cambio catastrófico, contener el displacer de la supervivencia,
encajar el conocimiento, asumir la violencia desorganizadora del crecimiento.
Cuando el dolor mental es inasumible por la imposibilidad de pensar, el sujeto se
ataca a sí mismo. La enfermedad emerge como contra-dolor psíquico garante de la
negación: «no pasa nada». El dolor del cuerpo niega el contacto con la realidad
misma del inconsciente. Lo real engulle lo imaginario, anestesia el dolor psíquico y
sirve de pantalla de su percepción. «Cuando progresa el ruido somático, el ruido
psíquico disminuye» (C. Botella, 1998).
— El balancín psicosomático se decanta sobre el cuerpo primitivo (hay quien
se refiere a la enfermedad psicosomática como «histeria arcaica»), invierte el sentido
evolutivo de progreso y entra en una dinámica contraevolutiva hacia el primitivismo
(H. Jackson se anticipó en el siglo XIX a esta explicación, si bien lo aplicó a
enfermedades degenerativas y a demencias) ontogenético. Se produce la regresión al
cuerpo bruto, al cuerpo no metaforizado, asemántico. Cuando el cuerpo primario
toma la iniciativa en ausencia de un cuerpo psíquico o un cuerpo simbólico, la
enfermedad está servida, y si en el camino involutivo no tropieza con diques de
contención (puntos de fijación neuróticos), el pronóstico no será muy favorable. Son
las fallas en el funcionamiento psíquico de un individuo las que le hacen vulnerable
ante la enfermedad física. La regresión cabalgaría hacia la desorganización,
arrastrando en su camino a las pulsiones de muerte (disfrazadas a menudo de
cansancio, descenso en el tono vital, inmunodeficiencia, depresión latente, etc.). Dice
M. de M’Uzan que «el síntoma psicosomático es estúpido», que no tiene sentido. En
efecto, no revela sino el fracaso en el proceso de figurabilidad, la ausencia del
fantasma. Tan es así que para el IPSO la regla de oro, en su sentido más operatorio
es: «o fantaseas, o mueres».
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Se trata de una depresión de larga duración, una depresión sorda que
nunca ha sido elaborada ni considerada como tal, pero que marca en el
individuo un tono vital bajo desde su infancia (2002, pág. 7).
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Menos espectacular que la depresión melancólica, conduce más
seguramente a la muerte. El instinto de muerte es señor y dueño de la
depresión esencial (1990, pág. 40).
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en alusión al escribiente de Melville, quien ante cualquier requerimiento o demanda
laboral, invariablemente contestaba «preferiría no hacerlo». Al igual que Bartleby, el
sujeto psicosomático aparece como ese:
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Toda excitación que no pueda ser reducida a las coordenadas factuales y
espacio-temporales, todo cuanto no puede ser pensado en términos de solución, salida
concreta o conexión inmediata, se desecha del aparato mental. Diríase que hay una
exigencia absoluta de simplicidad, inmediatez, claridad e inambigüedad. Además, el
sujeto operatorio no es capaz de aceptar ni siquiera provisionalmente la tensión
desagradable, trata de vivir en entornos aconflictuales, de crear o recrear ámbitos de
calma, tranquilidad, rutina y monotonía. Cualquier excitación o irrupción de la vida
puede devenir traumática porque no hay capacidad para contener y ligar el aflujo de
tensiones. Beno Rosenberg (1995) hablaba del «masoquismo guardián de la vida», y
es éste el que le falta al operatorio, intolerante al sufrimiento neurótico (frustración,
decepción, expectativas truncadas…). El Dasein está interrumpido, y con él la
conciencia y contención del dolor. Precariedad del trabajo de pensamiento que
conduce a la alternativa orgánica y desorganizadora. Chevnik lo connota así:
Aparece una relación blanca en la que no se vehicula nada más que los
problemas cotidianos ligados a la supervivencia o a la consecución de objetivos
concretos. A menudo, el sujeto se expresa recurriendo a la tercera persona,
molestándole cualquier expresión o vivencia extraordinaria. Se muestra como «un
tipo corriente», como una «persona del montón». La normalidad no es un déficit de
singularidad, sino una coraza para no visualizar ellos mismos ni permitir que otros lo
hagan nada peculiar. La estereotipia es de tal magnitud que se jactan de ser «muy
normalitos», desdeñando y aborreciendo a quien exhibe, aunque no sea de forma
altiva, su excelencia. Este particular fue constatado desde el principio por los
investigadores clínicos de IPSO:
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Pierre Marty hablaba de pensamiento operatorio, de vida operatoria y de
lenguaje operatorio, recalcando respecto a éste que no es necesariamente pobre,
esquemático en cuanto al verbo o la composición. A menudo, el lenguaje es
tecnicista, erudito y elegante, pero no es más que una pátina culta y refinada de una
línea operatoria. (E. Castellano, 1998). Aunque sea culto, abstracto y complejo
idiomáticamente, suele estar «desconectado de sus fuentes pulsionales». El discurso
operatorio no es, por fuerza, infantil o hiperrealista, sino desprovisto de afecto, sin
calor. Especifica:
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Sabemos que no podemos considerar la muerte como en la
concepción popular, sino como una desaparición, progresiva e insidiosa,
de la capacidad de pensar. Se trata de la muerte del psiquismo
reemplazado por el imperio de la acción o la enfermedad somática (M.
Utrilla, 2004, pág. 132).
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impulsividad y descargas violentas (psicopatía, sociopatía).
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adquisición de niveles de pensamiento lógico, formal y simbólico. Tal falla dificulta
la secundarización de los procesos sensoriales y lagunas en las cadenas asociativas,
recuerdos y conexiones significantes. No es por lo general una cuestión de presencia
o ausencia radicales de mentalización, sino de aptitud irregular o inestable para
construir o ligar representaciones acerca de lo vivido, por lo que la secuencia
biográfica está interrumpida, desconectada, hecha jirones o completamente olvidada
o trivializada. En ocasiones se trata sólo de una inhibición temporal que tiene lugar en
una franja vital concreta pero que luego puede restablecerse sin dificultad, salvo que
haya acarreado algún «accidente somático» durante su transcurso. El aparato psíquico
no conquista por distintos motivos ciertas funciones yoicas de soporte, contención,
organización de los flujos internos excitatorios. P. Marty (1995) señalaba algunos de
estos factores:
— exposición a sucesos que intensifiquen la presión instintiva,
— exposición a sucesos que reanimen demasiado ciertos conflictos,
— exposición a sucesos que inhiban o colapsen las capacidades
elaborativas,
— exposición a sucesos que obstruyan las vías de expresión instintiva.
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… apartar a la psique de la mente y devolverla a su originaria e íntima
asociación con el soma (D.W. Winnicott, 1949, pág. 345).
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por los traumas vividos, y también con la desconexión de los afectos asociados a
dichas representaciones. La evocación de los hechos, de los estímulos, se produce en
una dimensión meramente sensorial, a lo sumo racional, pero no hay nexos
relacionales o causales entre la reacción sensorial y algún impacto afectivo interno.
(O. Garrone, 1998). Todos ellos pueden tener un diferente grado de conciencia, pero
las que atemperan la inquietud despertada por las reacciones fisiológicas son aquellas
que podemos detectar e interpretar, no las que permanezcan en un umbral pre-
consciente o marginales a la conciencia por efecto de la represión u otras defensas.
Carlos Amaral (1999) retoma el lenguaje de Bion para señalar la simplicidad o
defecto de las representaciones mentales en los psicosomáticos. La «incapacidad de
pensar pensamientos» se debe al fracaso del continente mental para controlar la
tensión psíquica. El síntoma psicosomático es, incluso, un acting-out de un soma no
integrado en la corriente mental e histórica. El aparato mental se torna expulsivo y
recurre a esta neurosis del comportamiento que es el enfermar somático para «no
tener que enterarse de que existen otros planos del ser». El psicosomático no realiza
insight, por lo tanto no liga la tensión y la representación. El insight es una fórmula
inductivo-deductiva del pensamiento. Ese ¡zas, esto tiene que ver con esto! une de
nuevo un cable cortado. Quien no aprende, sólo repite, y no puede introducir claves
de transformación. E. Castellano clarifica:
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paraexcitadora estrangula la gestación y el desarrollo del Yo como freno resiliente a
las dificultades de la vida:
— Neurosis de comportamiento.
— Neurosis mal mentalizadas.
— Neurosis de mentalización incierta.
— Neurosis bien mentalizadas.
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que exista un fracaso estructural de la función mental, sino un desbordamiento de la
mente que puede ser más o menos pasajero y acarrear consecuencias más o menos
letales. Lo impensable colapsa el aparato psíquico y genera un impasse que impide la
formación de representaciones de cualquier tipo. Expresa la desesperación de este
estado J. L. López-Peñalver (2005) apuntando al caso en que el contenido-dolor es
tan terrible que disuelve el propio continente mental. Y entonces, ¿qué hacer? No
habiendo defensas neuróticas disponibles, porque tal vez nunca se han erigido, o bien
fracasan eventualmente, sólo quedan tres opciones:
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conveniencia de adaptarsesuperficialmente a los apremios de la vida, sacrificando su
mundo interno en el proceso. Su caída en la «factualidad» o ritualidad tiene el mismo
punto de obcecación y rigidez que es propia también de los obsesivos. Cabría, por
tanto, observar una concomitancia entre el obsesivo (viscoso y compulsivo en el
pensamiento) y el psicosomático (viscoso y compulsivo en la acción) (R. Asseo,
1992-1993).
D) Alexitimia. Es éste un concepto no perteneciente a la teorización de IPSO, al
menos con esta denominación, aunque como veremos está en la intersección de los
tres procesos y conceptos que anteriormente hemos analizado. El concepto en sí
pertenece a Sifneos con un significado fiel a su etimología. En un texto de 1972,
Psicoterapia breve y crisis emocional, definió A-lexi-timia como falta de
verbalización de afectos. Se trata de una carencia o de un deterioro temporal de las
funciones cognitivas y afectivas que puede servir de ayuda, durante períodos
especialmente graves y traumáticos, para evadir el dolor y el terror psíquico o el
desbordamiento mental. (J. Otero, 2004). En sí señala una ausencia, más que un
síntoma, una imposibilidad más que una disfunción. El autor del término —del Beth
Israel Hospital de Boston— la denota como «Estilo cognitivo caracterizado por
inhabilidad para verbalizar sentimientos y discriminarlos, por el cual el sujeto
presenta una tendencia a la acción frente a situaciones conflictivas». El debate sobre
esta cuestión se sitúa en el interrogante de si debemos considerarla un síntoma, un
rasgo de la personalidad o un estilo relacional.
Los equivalentes sinonímicos más próximos a éste serían el de «pensamiento
operatorio» de Marty, o el de «dislexia de los afectos» de Bodni, o el de
«analfabetismo emocional» propuesto por Alonso Fernández. J. Otero (2000) realizó
un minucioso repaso a las abundantes y no siempre concordantes hipótesis
explicativas sobre alexitimia, agrupándolas en tres modelos: el neuroanatómico, el
sociocultural y el psicodinámico. Si elidimos los dos primeros, pues no pertenecen al
foco de nuestro interés en este trabajo, respecto al modelo explicativo de
índolepsicodinámica, el autor relaciona la alexitimia con defectos graves en la
comunicación de la madre con su bebé, con la resomatización de las tensiones que
tienden a ser evacuadas y descargadas, con déficits en la capacidad simbólica, con
oscilaciones y alternancias en la calidad de las mentalizaciones, con la necesidad de
defenderse de inundaciones pulsionales susceptibles de experimentarse como
desvalimiento y desesperanza.
Aunque se ha discutido mucho en torno a este constructo tratando de
dictaminar si estamos ante una defensa contra un conflicto emocional saturador o no
integrable o si, por el contrario, estamos ante un rasgo estable y primario, la mayoría
de los investigadores se decantan por la segunda opción, aunque no es inexacto
afirmar que en ocasiones puede ser primaria (estructural) y muy frecuentemente
secundaria (defensiva). No obstante, cualquiera puede atravesar transitoria y
circunstancialmente por estados de alexitimia que no comprometan ni modifiquen
sustancialmente el habitual recurso mentalizador. Cabe distinguir la alexitimia global
—en la que lo afectivo no está inscrito como lenguaje ni se procesa a nivel cognitivo,
si no es de forma burda y primaria— y las alexitimias comprensiva o expresiva.
La alexitimia comprensiva presenta una especial dificultad en la decodificación
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de los gestos, expresiones y manifestaciones conductuales que traducen las
emociones de los otros, cual si se tratara de un idioma indescifrable cuyo alcance no
puede valorarse. El sujeto de esta índole no puede recibir el mensaje, tanto si
proviene de fuera como si procede de su propio interior —fisiológico, somático o
ideativo—. Es más: ni siquiera sospecha que los signos que visualiza —si es que su
bajo nivel atencional se lo permite— porten mensaje alguno. Simplemente, dirá, «son
cosas que me pasan». Otra variante de la alexitimia comprensiva es la que permite
recibir el mensaje pero no logra darle una correcta interpretación. Esto es: sabe que
hay un contenido emocional, pero desconoce cuál o confunde su naturaleza. Así, por
ejemplo, no discernirá entre el enfado o la tristeza, entre el miedo y la angustia, o
entre la sorpresa y el asco, por referirme sólo a las emociones más básicas. Ésta es,
como sabemos, laclave de los incontables malentendidos que entorpecen la correcta
comunicación interpersonal.
La alexitimia expresiva, por su parte, se manifiesta en la dificultad para
transformar el mundo emocional interno en un lenguaje común, entendible por el
entorno y poco distorsionado. Efectivamente, no se trata sólo de que este alexitímico
sea ágrafo en cuanto a los afectos, sino que a menudo equivoca también las
manifestaciones con que trata de evidenciarlos, haciendo un uso desvitalizado de
palabras vitales (afectivas) y desoyendo los signos corporales (lenguaje) para
semantizarlos.
En ambos casos, o no hay inscripción de los signos emocionales o no hay
discriminación o hay torpeza sorprendente y estupor ante el mundo interno. El
resultado, en cualquier caso, es un sujeto estereotipado, rígido, sin modulación o
matización afectivas en su comportamiento, aburrido, anodino y gris. A la alexitimia,
como a cualquier trastorno que exprese la dificultad de conexión con el mundo
interno, se le asocian numerosos rasgos colaterales: pobreza fantasmática, anhedonía,
aminorado deseo o impulso sexual, actitud silente, seca, áspera y ausente
(desvinculada), intercalada de eventuales explosiones afectivas.
La correlación de los rasgos enunciados con trastornos de conducta violenta,
maltrato, terrorismo, trastornos alimentarios, conflictos parentales o conyugales,
propensión al acoso o al mobbing, etc., es una evidencia empírica largamente
documentada por las investigaciones recientes. Este individuo-seta, trasluce
insensibilidad, frialdad, hermetismo e irritación al contacto o al vínculo interpersonal.
Evitará a todo trance toda situación de intimidad excesiva o recurrirá a filtros que
sesguen la relación tolerable (televisión, lugares públicos, multitudes…) Le incomoda
el ruido emocional que, provenga de donde provenga, él carece de recursos para
filtrar psicológica-mente.
André Green aduce que los alexitímicos tienen el síndrome del «eso es todo».
Como pacientes requieren un proceso psicopedagógico previo para ser alfabetizados
en lo emocional y en sus expresiones fisiológicas, somáticas y cognitivas. El paciente
se incomoda ante el intento dehurgar en planos dinámicos, narrativos o biográficos.
Cuentan qué les ocurre, pero no cómo se sienten. Exclaman: «¿Eso qué es?» o «¿qué
tiene que ver con mi dolor de cabeza?» Obtener información deviene un trabajo
laborioso, de sacacorchos o de sabueso. Captar piezas significativas del puzle para
reconstruir e historizar, sobre todo historizar se convierte en tarea tediosa. Y es que el
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alexitímico carece de perspectiva.
Joyce McDougall (1982) habla del «antipaciente en terapia», esbozando un
retrato-robot que a todo clínico le resulta familiar:
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(Los alexitímicos o pacientes operatorios) tienden a relacionarse de
forma pasiva y dependiente, presentando en primer plano síntomas
físicos y comportamientos, no asocian, sino que nos empujan a
interrogarles…, niegan y escinden lo emocional y lo relacional, …
disocian las coincidencias entre lo biológico y lo relacional y, sin
embargo, presentan intensas ansiedades ante las separaciones (2000,
pág. 179).
Faltan los pensamientos y las palabras que puedan dar cuenta de las
escenas que los sustentan. Son repeticiones de experiencias muy
tempranas de falta de procesamiento materno de las demandas
corporales del bebé (1986, pág. 1032).
41
… muchos pacientes psicosomáticos alexitímicos hablan de sus
cuerpos como si fueran objetos extraños, o como si no tuvieran certeza
de sus zonas y sus funciones (J. McDougall, 1982-1983, pág. 380).
42
Estos pacientes generalmente son líderes productivos exigidos y
exigentes que constituyen el sostén estable del medio familiar y social en
el que se desempeñan. Se trata de figuras destacadas en su área de
trabajo que cumplen funciones que los vuelven necesarios o
imprescindibles para los demás. Para ellos el trabajo es indispensable y
crean en relación a éste una trama rígida que les asegure una actividad
casi ininterrumpida. No conciben el ocio, ni mucho menos lo pueden
disfrutar. No admiten ninguna actividad que no sea altamente
productiva. Lo que producen es beneficioso para el medio en el que
actúan y crean problemáticas de lealtad mutua. En la mayoría de los
casos observados, son pacientes que han escalado posiciones
socioeconómicas importantes. Han debido luchar mucho para obtener lo
que tienen o mantener lo que recibieron (D. Liberman y cols., 1982, pág.
846).
Los riesgos señalados por Liberman en estos individuos y que los convierten en
43
candidatos a somatizaciones de variables consecuencias son:
44
implantación y retención de los objetos por lo que tienden a de-subjetivar o
despersonalizar a los demás, como si trataran de personas-masa anónimas e
indiferenciadas. No sienten la presencia del objeto cuando está cerca, pero tampoco
son capaces de añorarlo o recrearlo cuando está lejos. Cuanto más alto tengan el Yo
ideal, más pobre será su juego de representaciones mentales y el peso y la calidad
conservada de su historia afectiva. Todo cuanto recuerdan parece un plano gris y
anodino, sin estribaciones emocionales, yermo y yerto, un agujero de vacío que ha
engullido la memoria (M. de Miguel, 2004).
Su Yo asumió una coraza prematuramente hábil al enfrentamiento con lo real, a
costa de obviar las crisis y el sufrimiento asociado. Ser y hacer lo que se debe
adecuándose a las expectativas y demandas, no dejando grietas a la crítica ajena ni
espacio al desfondamiento propio. El Superyó es sustituido por el Yo ideal
omnipotente, artificial, ficticio, pero a cuya mentira se consagra y venera. J. Otero y
J. Rodado (2004) califican de «mortífero» a este Yo ideal, por cuanto sólo permite
que se filtren y capten la atención del sujeto señales arcaicas y preverbales del soma,
señales rotundas que pierden su capacidad deaviso o advertencia, para ser sólo
testimonio de una desorganización ya producida. Mortífero, pues, porque sólo emite
tardíamente señales que debieran servir para prevenir la enfermedad. Se escucha al
cuerpo cuando la enfermedad es un fait accompli. Si el Yo ideal es muy rígido, se
frena o impide cualquier proceso de regresión o cualquier pequeño desfallecimiento
somático, desencadenando entonces un tropel de tumultuosas excitaciones que
terminan por desorganizar el aparato mental. Véase, pues, que la esclavitud al «hay
que hacer» sin cuestionamientos, treguas o excepciones acaba generando la
hecatombe de la gran somatización que «nada permitirá hacer». La carencia de
matices, fluidez y creatividad en la sobreexigencia se cobra el precio de la
enfermedad.
El sobreadaptado no se permite pasarlo mal ni bien, no sucumbe ante los
duelos, no se repliega ante las heridas narcisistas. No hay prohibición ni culpa, tan
sólo metas ideales, ambiciones desmesuradas. Seguir en la brecha es su sino y su
defensa para abolir la percepción. Más que por el instinto de placer se rige por una
pulsión de dominio, de control, sobre las flaquezas, miserias y miedos humanos. El
sujeto doblegado por su Yo ideal acepta la evidencia de la realidad que se le impone y
rechaza las ambigüedades o las variantes. Es extremadamente sensible al
reconocimiento o la reprobación de la realidad exterior. La estima de sí está en
función de ésta y trata de acrecentar el aplauso y la aprobación mediante un
«narcisismo de comportamiento» o una generosidad extraña: portándose bien siempre
(C. Smadja, 1998).
El momento propicio para la emergencia de la somatización será cuando las
ilusiones o ambiciones choquen contra un límite que no puedan salvar con su habitual
voluntarismo y coraje, tenacidad y brío. El resultado, evaluado como fracaso, puede
llevarles a percibir la inutilidad del esfuerzo y del sacrificio, derrumbarse y
desorganizarse (P. Marty, 1976).
Las enfermedades de adaptación fueron analizadas por Selye en 1936 a
propósito de las patologías por estrés que se aparean al desfondamiento biológico de
un cuerpo sobreexigido y con fuertes y crónicas activaciones del arousal y del
45
sistema simpático, así como de todas lashormonas asociadas a la preparación del
cuerpo al combate (adrenalina, catecolamina, cortisona…). Las teorías de Selye
constituyeron el primer intento para la integración psiquesoma. Denominó Síndrome
General de Adaptación al cuadro psicopatológico en el que el organismo sufría
modificaciones estructurales o funcionales a consecuencia de la acción prolongada de
sustancias (hormonas suprarrenales en general) que se segregaban para intentar
afrontar la sobreexigencia adaptativa a los primados de la realidad externa. Un cuerpo
sobreexigido puede no presentar ningún síntoma pero repentinamente manifestar una
reacción gravísima. El cuerpo protesta mediante un fallo estrepitoso. La súbita
enfermedad somática puede ser salvadora porque advierte al sujeto de la necesidad de
cambiar sus hábitos, sus sistemas de drenaje, sus prioridades vitales y sus fuentes
excitatorias. De las tres fases diferenciadas por Selye, y posteriormente por Holmes y
Rahe, Lazarus y Folkman, etc., la de alarma, la de resistencia y la de agotamiento —
relacionadas correlativamente con los distintos episodios en la curva de la función
vital de adaptación fisiológica—, es la última fase de agotamiento la que se
corresponde con la aparición de cuadros de estrés con incidencia psicosomática. Así
lo confirma D’Alvia:
Manuela Utrilla utiliza un concepto interesante que tiene que ver con la
sobreadaptación corporal: «El abandono de la percepción», refiriéndose al fracaso en
la prueba de realidad tanto en lo que nos atañe como en los riesgos que nos acechan.
Por ejemplo, el descuido en elvestir que nos puede empujar a un enfriamiento o a una
infección o contagio, la lisofilia inconsciente que aguarda el contacto con
herramientas punzantes o quemantes para desencadenar un accidente, el abuso o mal
uso de la alimentación que puede acarrear una perturbación gastrointestinal, la
exposición a escenarios que entrañan riesgos para la salud, la desatención a la
legítima necesidad de descanso o sueño. Todas estas expresiones traducen el
comportamiento de un sujeto sobreadaptado: come cualquier cosa, no duerme lo
suficiente, asume riesgos estúpidos, se mete donde no le llaman, se hace el valiente o
el hércules, alardea de no necesitar nada, exhibe un ascetismo desmedido… La
práctica de renegacio-nes y supresiones es constante: «yo puedo con esto y con más»,
«a mí esto no me afecta», «me he hecho a mí mismo», «la vida es dura y uno no
puede andar quejándose», etc.
La extremosidad de su fortaleza causa mayor extrañamiento cuando finalmente
se fractura y derrumba la defensa maníaca. Dice Chevnik que el sobreadaptado es un
narcisista que ha fracasado en las posiciones masoquistas, que se obceca en
46
representar un personaje de vigor y cordura incuestionables. El hipernormal de Marty
es el pseudonormal de McDougall o el como si de Winnicott. Contra viento y marea
han de forcluir el mundo interno y acallar el ruido psíquico con el ruido de la acción
agotadora. Sami-Ali sincretiza esta posición diciendo que el psicosomático «hace
abstracción de lo subjetivo, tiene una subjetividad sin sujeto» (1986, pág. 1003).
47
CAPÍTULO 2
De lo traumático e inelaborable
a lo somatizado: mecanismos
y procesos de la descompensación
Los así llamados hombres de espíritu son los que más sufren
corporalmente.
PABLO D’ORS
Pierre Marty apunta la idea de que una de las razones por las que nos cuesta
tanto ubicarnos mentalmente en la onda de la unidad psicosomática es que amenaza
la idea de la inmortalidad del hombre. Cualquier teoría y escuela psicosomática
incluye el factor personal en el análisis del enfermar, independientemente de que le
atribuya o no significado al órgano o al síntoma. La medicina no es una ciencia
explicativa pura o impersonal cuyo desciframiento podamos realizar sólo a partir de
reacciones y procesos neuroquímicos y fisiológicos, susceptibles de medirse en los
laboratorios y de predecirse, sino también una ciencia comprensiva que toma al
individuo como totalidad, pero que no es ponderable por procedimientos físico-
químicos.
La primera concepción de la medicina fue cediendo terreno a favor de la
48
segunda, aumentando la concienciade la necesidad de valorar la relación médico-
enfermo y el estudio de los intríngulis que viajan desde las reacciones físico-químicas
de las células hasta el estado de ánimo y desde las representaciones psíquicas hasta
los procesos neurovegetativos. Ningún psicoanalista con sentido común puede
ignorar la realidad contundente de un hecho biológico, si bien puede plantear una
lectura específica de la enfermedad, paralela pero compatible con las otras:
citológicas, inmunológicas o bioquímicas.
La primera tentación teórica consistió en dibujar un perfil de personalidad
característico de cada tipo de enfermedad (Dunbar), sustituida pronto por la tendencia
a buscar conflictos cardinales semejantes entre los afectos por un mismo cuadro
somático (Alexander), hasta que el premio Nobel Hans Selye sentó las bases de las
reacciones biológicas de las disfunciones orgánicas causadas por cuadros de estrés.
Uno de los primeros intereses fue discriminar entre la histeria de conversión y
los cuadros órgano-neuróticos o psicosomáticos. Aquella tiene una conexión
simbólica y significante que se deja ver con cierta facilidad —sea por el factor causal,
sea por la finalidad perseguida—, éstos son reacciones vegetativas arcaicas cuya
conexión significante no existe. Una y otros suponen, en todo caso, una regresión a
formas de funcionamiento mental anteriores, más arcaicas y automatizadas en el caso
de lo somático que en el caso de la histeria. La mayor labilidad de algún órgano o
sistema somático acentúa la probabilidad de que la sobrecarga conflictiva o
traumática se exprese a través suyo. Tempranamente en la vida se crean conexiones
entre ciertas representaciones y ciertos síntomas psicosomáticos (por ejemplo, una
diarrea y un temor a la separación de los padres), que luego (condicionamiento
corporal clásico) van a aumentar la probabilidad de recidiva del síntoma intestinal
cada vez que se repita la angustia de separación. J. Tomas establece la pauta:
49
síntoma psicosomático auténtico.
1. DE LO TRAUMÁTICO E INELABORADO
50
envejecimiento), de un funcionamiento sexual, de una actividad
deportiva, pérdida de un proyecto de trabajo o de vacaciones, pero
también figuración fantasmática, con ocasión de un hecho apenas
sensible, de alguna de las pérdidas precedentes (P. Marty, 1990, pág.
62).
51
interrogarse sobre el inconsciente del sujeto somático, y no sólo sobre la relación
bilateral: traumas-accidente somático o enfermedad.
Sea cual fuere el tipo de trauma (prepsíquico, psíquico o actual), según la
clasificación de E. Rappoport de Aisenberg (2004), la somatización o «somatosis» es
una puesta en escena que espera ser traducida y entendida por otros, justo cuando el
psiquismo ha sido arrasado en sus funciones más evolucionadas. El trauma deja
residuos («reminiscencias» decía Freud) no mentalizados cuyo testigo es el cuerpo.
La hiperestesia dolorosa en lo afectivo se materializa sensorialmente como algias o
disfunciones (F. Martínez Pintor, 2006).
Tanto Liberman (1982) como Kreisler (1985) descubren defectos
fundamentales en la configuración psíquica del paciente psicosomático proveniente
de las etapas precoces de su desarrollo. En la muestra estudiada en la Clínica de la
Concepción se observó a este respecto que estas «peculiaridades estructurales» se
refieren a configuraciones psíquicas más frágiles, vulnerables e inconsistentes, con un
estilo vivencial ambigual (unas veces parece verse el sujeto muy afectado por los
afectos y otras veces no los tiene en cuenta) o coartado (caracterizado por un esfuerzo
defensivo rígido rozando la parálisis afectiva). Igualmente se descubrió una menor
capacidad de integración y síntesis con tendencia a la sobresimplificación de los
estímulos, una mayor distorsión perceptivo-ideativa que, sin embargo, no alcanzaba
niveles psicóticos, mayor hostilidad y emociones disruptivas frente a las que no saben
defenderse, bajo nivel de recursos organizados disponibles, menor tolerancia al
estrés, falta de aceptación de necesidades afectivas y superior sentimiento de
indefensión ante sus propias emociones inundantes y desadaptativas. (P. Pérez, 1995).
Las especiales dificultades para organizar el pasado conducen a que los eventos
biográficos configuren una especiede «islotes» separados entre sí. M. de M’Uzan
creó para esta singular cristalización el cuño de «personalidades en archipiélago»,
destacando que el mecanismo predominante es la disociación y no la represión.
Invitado P. Marty (1995) a especificar qué sucesos pueden ser traumáticos y, por
consiguiente, desorganizadores, enumera unos cuantos, matizando que —sean cuales
fueren— su nocividad se establecerá en relación con las organizaciones defensivas
del sujeto:
52
social,
— estrés (invasión de demandas que no encuentran estrategias de
afrontamiento adecuadas y proporcionadas), que rompe la auto-
regulación,
— aislamiento social, marginalidad, reclusión, «excomunión» del grupo, etc.
Por supuesto, la lista anterior no agota todas las posibilidades. Una larga cadena
de heridas narcisistas, celos o envidias respecto a alguien del entorno, una fuerte
simbiosis con una madre omnipotente e invasora, dificultades enormes para alcanzar
cualquier grado de separacióno individuación, son algunos de los factores
pretraumáticos, pero podrían desmenuzarse decenas de agentes precipitantes más. El
vestigio frecuente es la desesperanza, el aplanamiento psíquico, tanto si el recuerdo
traumático ha sido reprimido (con lo que fácilmente realizará a medio o largo plazo
un síntoma neurótico sustitutorio) como si ha sido disociado (tomando un derrotero
somático con mayor probabilidad):
53
Fuente: Elaboración propia.
El papel del trauma por sobreexcitación ha sido estudiado por R. D’Alvia
(1996) comparando las teorías de Freud sobre las neurosis de angustia y las de Selye
sobre el estrés:
54
adentro y, por ella, se precipitan sin contención, sin filtraje, los impactos
traumáticos (L. Kreisler, 1985, pág. 85).
55
Pero puede producirse una disociación que rompa dicho vínculo, de modo que:
56
función específica antitraumática. Sólo un fallo grave en la organización fantasmática
de la psiquis y un borrado de los sistemas de representación propiciará el retorno a
una sensoriomotricidad primaria indiferenciada y, por consiguiente, a
comportamientos estereotipados autocalmantes (C. Smadja, 2005).
57
preconsciente depende, pues, la formación psicopatológica resultante: en función de
la presencia o no de representaciones mentales hallaremos enfermedades mentales o
enfermedades somáticas. De ahí que salvar a un paciente somático grave precise
atravesar una fase, al menos transicional, de sintomatología mental neurótica o
psicótica. A veces, un estado delirante o alucinatorio, disgregado o confusional y
angustioso es un buen indicador de mejoría en un cuadro somático grave. Y a la
inversa: la extinción de síntomas mentales, puede alertarnos de la eventual caída en
desorganizaciones progresivas graves (J. Rallo, 1991).
J. Rallo (1991) propone técnicas de insuflación de pre-consciente que, a decir
verdad, no deben diferir nada de técnicas de alfabetización verbal para la
comunicación de afectos mediante representaciones verbales. Una educación
sentimental contra la alexitimia.
58
— la manipulabilidad, en el sentido de su aptitud para someterse a manejos
estadísticos por su configuración numérica;
— el dinamismo en la concepción subyacente de los mecanismos implicados
en el proceso del enfermar y del curar;
— la heterogeneidad de los referentes teóricos y epis-temológicos
contemplados a la hora de componer la visión general del cuadro.
59
1995).
60
4. NEUROSIS DE CARÁCTER Y NEUROSIS DE COMPORTAMIENTO
Las tres últimas modalidades son las que Pierre Marty designa genéricamente
como neurosis de carácter. Los rasgos no tienen valor elaborativo, sino que son un
escudo contra los traumatismos. Ellos alegan tener problemas reales, nunca
problemas psíquicos. Su gravedad dependerá de su variable aptitud para resolver
mentalmente el traumatismo, en función de la capacidad de reorganización psíquica
propiciada por las regresiones. Puede darse un grado mayor o menor de
desvanecimiento de las funciones mentales y durante un tiempo más o menos largo.
Son las neurosis de comportamiento y las neurosis de carácter mal mentalizadas
las que desembocan en mayor medida en somatizaciones. Ante un aluvión traumati-
zante, en ambos casos —en mayor medida que en los restantes— el sujeto
reaccionará con unas defensas muy primitivas: la renegación («no pasa nada»), la
desmentida o rechazo («no voy a pensar en ello»), la supresión («voy a pensar o hacer
otra cosa que me lo quite de la cabeza y me distraiga»), la disociación del afecto
(«fuera tristeza»), la racionalización («otros han pasado por lo mismo», «la vida es
dura»), la anestesia psíquica («fingir ser de acero o aluminio para que nada nos dañe
definitivamente»), el repliegue y el silencio (desligándose hacia posiciones objetales
frías y formales).
Para acallar y contrapuntear la angustia difusa o la sobreexcitación tensional, se
hipercatectiza la realidad y la actividad física. Evitar pensar y evitar sufrir, fantasear,
entender, se convierte en el leitmotiv del sujeto que cabalga así desde el trauma hasta
la depresión blanca y de ésta al funcionamiento operatorio y la posterior
somatización.
Parece que ésta se abre camino cuando el sujeto no encuentra «ruido externo»
suficiente —actividades que canalicen la sobretensión psíquica— y cuando los
mecanismos de elaboración sintomática neurótica han fracasado o no han llegado a
usarse. En «Mentalización y Psicosomática», Pierre Marty diferencia entre las
neurosis de carácter y las de comportamiento:
61
Fuente: Elaboración propia.
62
5.1. Fijaciones somáticas
Habida cuenta del principio evolutivo que traspasa toda la teoría del IPSO, y
derivado de la línea de pensamiento de H. Jackson, la salud es sinónimo de una
evolución gobernada principalmente por los instintos de vida («cualidad o virtualidad
ligada a todas las funciones del ser que inspiran y animan su evolución») y la
enfermedad es asimilable a la involución gobernada por los instintos de muerte
(«desintegración y destrucción de lo creado») (S. Pérez-Galdós, 1987, pág. 41). Para
Marty las fijaciones a un órgano pueden ser un reservorio de las pulsiones de vida,
fruto de sucesivas investiduras narcisistas del sujeto, pero en el mismo órgano
confluyen una vertiente contra-evolutiva y una vertiente movida por pulsiones de
vida. De la unión o desintrincación de ambas tendencias dependerá el destino
psicosomático final, que puede consistir en meras regresiones somáticas transitorias y
benignas (esas pequeñas somatizaciones que nos sirven para «cargar las pilas»), o en
somatizaciones graves y deletéreas, producto de las desorganizaciones.
El IPSO extendió al terreno somático conceptos que procedían en Freud de las
funciones mentales. Así, cuando el sujeto operatorio está expuesto a un estado
traumático, el funcionamiento psíquico resultará momentáneamente desbordado y
saturado en sus capacidades de ligadura. El aparato psíquico recurrirá a la repetición
para yugular el exceso de excitación traumática. No sabiendo acudir al plano mental,
retornará a las fuentes somáticas. Cada individuo va «depositando» en algunos
lugares del cuerpo unas fijaciones preferentes y habituales que son su «talón de
Aquiles» y su coraza. Es «el bagaje defensivo del sujeto que se opone a la
desorganización» (C. Smadja, 1995, pág. 15). El alcance y la gravedad de estos
fenómenos de fijación somática difieren con arreglo a un parámetro cuantitativo y
con arreglo a un parámetro temporal: depende de cuán intensas sean y de cuánto
duren. De ambos dependerá la recomposición libidinal del individuo y, por tanto, la
benignidad o malignidad de las somatizaciones.
A lo largo del desarrollo se van produciendo apuntalamientos somatopsíquicos
sucesivos continuos. Las fijaciones somáticas —Marty habló incluso de «plataformas
de fijación»— caracterizadas por la existencia de cristalizaciones somáticas
jerarquizadas en función de la historia evolutiva de cada sujeto, le hacen más
vulnerable a enfermar en ciertos órganos o sistemas concretos. No puede desdeñarse
la influencia de múltiples factores: secretorios, circulatorios, hormonales, alérgicos,
inmunológicos y otros de orden neurobiológico insuficientemente conocidos (P.
Marty, 1991). La paradoja de estas plataformas es que, al tiempo que te enferman, te
curan y preservan de otras desorganizaciones aún más letales. Cuando se disuelven o
cesan en su función de enganche, se produce una desligadura de la pulsión de muerte
que puede acarrear una somatización maligna. Sólo si se relibidiniza el órgano puede
haber remisión de la destructividad mortífera:
63
«metabolismo psicosomático de base» y de «posición psicosomática nuclear». Más
tarde, Marty (1982) creó un concepto de «mosaico primario» para referirse al cuadro
de la primera organización psíquica formada por el niño. Ese mosaico evoluciona
configurando sucesivas y crecientemente complejas organizaciones jerárquicas de
carácter funcional que le llevan a una autonomía progresiva. Cada nueva fase engloba
las funciones anteriores que van dejando sus huellas. La adquisición funcional puede
ser de corta duración (el automatismo de las vísceras y de los sistemas
neurovegetativos), de duración media (por ejemplo la conquista del equilibrio, el
control del hambre y otras necesidades fisiológicas, el freno o la renuncia a la
satisfacción impulsiva de los deseos), y otras de adquisición larga (como la mayoría
de las funciones mentales). Cuanto más tiempo precise la adquisición de una función,
tantos más puntos de fijación, más jalones, se establecerán. Estos hitos servirán como
«topes escalonados» que actuarán de potenciales reorganizadores.
64
la muerte.
En este sentido, P. Marty advierte que si las fijaciones son tardías protegerán de
la desorganización, pero si faltan fijaciones dominantes y centrales a las que regresar,
no podrán servir de colchón protector ni frenar la desorganización. Del mismo modo:
65
En un estudio experimental realizado por Blatt (1963) para comprobar la
posible relación entre la gravedad de la patología fisiológica y la severidad del
funcionamiento psicológico, se pretende determinar a partir de qué momento el
fracaso funcional ocasional deja de ser reversible y pasa a ser incontrolado. Michaels
(1944) había sugerido que las disfunciones viscerales adultas representan un
recrudecimiento regresivo de las funciones viscerales somáticas de la infancia.
Grinker sostenía que la desintegración bajo estrés —sea por factores externos o
internos— reaviva las funciones globales de la infancia y recrudece los afectos
primarios con tendencia a expresarse visceralmente. Asegura Grinker que:
Para los sujetos con un aparato mental que tiene difícil la elaboración psíquica,
el impacto traumático puede generar una desorganización progresiva. Se desarrolla
progresiva y silenciosamente en un primer tiempo. No es una respuesta brusca y
momentánea a un fracaso elaborativo, sino una destrucción insidiosa de las ligaduras
pulsionales (tanto las narcisistas como las objetales) que acaban provocando una
desregulación de las funciones fisiológicas:
66
los instintos de muerte. El traumatismo ataca el aparato mental y hace
desaparecer la jerarquía funcional correspondiente, con la consiguiente
dispersión de las funciones que supone confusión y desorden. La
desorganización avanza, arrasando, y solamente puede parar este estado
de cosas el que se encuentre de repente con un nivel anterior fijado
previamente que la detiene (S. Pérez Galdós, 1995, pág. 46).
67
no dejan secuelas, el estado psicosomático puede recomponerse, re-narcisizarse y
tomar otro rumbo menos letal.
Lo único que garantiza la exclusión de soluciones desorganizadoras en el plano
somático es la emergencia de un cuadro mental en la esfera de las neurosis o de las
psicosis (P. Mary, 1976, pág. 15). Para corroborarlo, Max Schur consideraba que el
síntoma somático es una defensa contra la psicosis que permite volver a los procesos
primarios y al uso de la energía no-neutralizada. Para Lhamon, consistía en una
regresión vegetativa parcial que prevendría la regresión psicológica y, por tanto el
delirio. Sin embargo, Margolin también resaltó la conexión, pero ahora no en
dirección inversa sino directa, concluyendo que psicosis y síndrome psicosomático
covarían en la misma dirección. Otros autores han destacado la relación alternante
entre síntomas psicóticos y psicosomáticos, siendo éstos precursores de aquéllos o
apareciendo en los períodos de remisión de las psicosis. R. Fernández trata psicosis y
psicosomatosis como mutuamente coagulantes y supresores:
68
propuesto unos indicadores médicos (¿regresión fisiológica?) que pueden anticipar la
aparición de trastornos agudos o crónicos de carácter psicosomático capaces de
inducir una enfermedad irreversible. Dichos indicadores son: Aumento de glucosa en
sangre, hipercolesterolemia, aumento de grasa abdominal, hipertensión, aumento de
hormonas estereoideas, inmunidad deprimida, pérdida ósea y pérdida de fuerza
muscular. El aumento de las cargas alostáticas acarrean un desgaste para los órganos,
aumentando su vulnerabilidad al daño, a la lesión o al debilitamiento.
69
CAPÍTULO 3
Variedad de somatizaciones y singularidad
de los somatizadores
70
su discurso.
La enfermedad marca una ruptura en la continuidad de la existencia y de la
conciencia del Yo. Ante ella, el sujeto se siente interpelado y puesto a prueba. El Yo
«padece una inflexión de destino imprevisible» (C. Smajda, 2005). La conmoción
puede ser brusca y súbita o acumulativa, puede ser momentánea o prolongada y,
paradójicamente, puede ser bien recibida o mal recibida, como condena o como
puerta abierta a la renovación. Para unos supone un hundimiento que pone en
evidencia toda una soterrada desorganización muda de la que el paciente no se había
percatado. Para otros, en cambio, la enfermedad abre un nuevo capítulo y marca la
posibilidad de una salvación psíquica, de un reinicio desde otros parámetros. Algunos
se deprimen mientras otros enferman porque ya padecían una depresión sorda que
había minado sus instintos de vida. Ciertos enfermos se relacionan con su enfermedad
como si de un otro objetal se tratara. Hablan de ella, le marcan normas, hábitos,
rutinas, la estudian, se complacen en su análisis o en la protesta. Se instala en el
núcleo de su existencia. Ya son sólo su enfermedad. Parece haber devenido su gran
momento, algo que los hace únicos o especiales, que los aboca a una experiencia
crucial. El cénit de sus vidas. Sucedánea de un verdadero objeto psíquico.
César Botella (1998), como tantos otros autores, distingue entre los síntomas
con sentido ligados a las neurosisy los síntomas sin sentido de la psicosomática. En
ésta, el cuerpo expresa un pensamiento non arrivé, expulsado del psiquismo, o
prepsíquico, que no es pensado sino sentido a través del cuerpo. En virtud de ello, el
enfermo estaría parapetándose a través de su enfermedad frente a disoluciones
psicóticas, pero a medida que las regresiones psíquicas ceden ante regresiones
somáticas estamos en una caída en el vacío, en la degradación de sentido:
71
circunstancia sirve al sujeto para recobrar fuerzas, relibidinizar sus
relaciones o su entorno y momentáneamente salvaguardarse de algo que
le aturde o le desborda. Pero, y esto es lo esencial, la punta evolutiva de
desarrollo se mantiene incólume pese al pequeño revés somático,
perfectamente transitorio y reversible. Por ello puede ir acompañada de
síntomas neuróticos y no se ponen en riesgo las organizaciones mentales
jerárquica-mente incorporadas en la maduración individual. Tal es la
función que suelen cumplir algunas gripes, constipaciones o ciertos
pequeños accidentes. Puesto que la organización mental no se ha visto
alterada en lo esencial, en poco tiempo el sujeto recobra su nivel de
defensa habitual, pudiendo recuperarse del bache de salud desde un mejor
nivel de organización. El tipo de intervención terapéutica diferirá con
arreglo a la capacidad de mentalización que posea. El pronóstico es
optimista.
b) Una enfermedad puede constituirse como regresión global. Aunque más
grave y generalmente prolongada que en el caso precedente, obedece
también a una crisis vital para la que falta la capacidad de respuesta
mental evolutivamente oportuna y adecuada. Sus consecuencias son más
riesgosas para la salud general y dejar algunas secuelas pero, en principio,
siguen siendo escollos superables, salvo que el sujeto encuentre alguna
clase de beneficio secundario o terciario a su estatus de enfermo o que se
complique el cuadro con una complacencia masoquista. Por supuesto tal
tipo de regresión masiva somática es compatible con cuadros
psiconeuróticos o psicóticos como fondo patológico y, de hecho, el sujeto
puede recuperar el acceso a las representaciones mentales de mayor o
menor calidad pasada la crisis. En cuanto a la modalidad terapéutica, los
pacientes pueden beneficiarse tanto de un psicoanálisis clásico como de
una psicoterapia psicosomática. El pronóstico es moderadamente
optimista y dependerá de la voluntad y capacidad reorganizadora del
paciente.
c) Una enfermedad puede constituirse como inorganización aparente. Cuando
el aparato mental es incapaz de contener o descargar la excitación
tensional sobrevenida por un traumatismo se dice que el sujeto tiene
atrofiada la función paraexcitadora. En estos casos, generalmente ligados
a desequilibrios homeostáticos severos provenientes del entorno familiar
o del trabajo (por ejemplo, separaciones, abandono del hogar, migración,
jubilaciones, despido laboral, etc.), sujetos con formas de organización
mental pobres e inconexas y de funcionamiento fragmentario o irregular,
pueden hacer la autoevaluación desesperanzada de que carecen de
recursos de afrontamiento suficientes para salir al paso de los cambios tan
impactantes que se han producido. Ante ello, una inorganización
somática brusca y rotunda suele ser la única forma de acusar el recibo del
desequilibrio traumático, pero por lo demás faltan evidencias psíquicas
que corroboren que esté pasando algo (E. de Usobiaga Marchal, 1987).
Las inorganizaciones aparentes no cursan con angustia ni con signos
72
depresivos. A menudo se aconseja modificar el entorno del paciente para
amortiguar en lo posible el efecto de la desaparición de alguna figura
significativa desaparecida. El pronóstico es moderadamente pesimista
habida cuenta del automatismo de la enfermedad y de la importancia del
sistema orgánico implicado.
d) Una enfermedad puede constituirse, por último, como desorganización
progresiva. A diferencia del caso anterior, el mecanismo que la activa es
un traumatismo interno, precedido o no de cambios externos. Digamos
que algo se ha roto por dentro, incluso sin percatación consciente alguna
por parte del enfermo. La fragilidad psicosomática se origina en la
pobreza de identificaciones consistentes y en la incapacidad de elaborar
duelos. El emergente del desbordamiento es una angustia difusa que al
poco desaparece cediendo su lugar a una abulia, cambio en el
comportamiento habitual, desinterés y apatía, comúnmente designados
«depresión esencial». Tras ella, el sujeto agazapa sentimientos de
impotencia, desamparo y desmoralización. Ha tirado la toalla, se
abandona a su suerte, desiste del afrontamiento. En semejante estado de
desistimiento vital es muy probable que se desarrolle una vida operatoria,
cada vez más desafectada, robotizada y mecánica, en una creencia
errónea de que si siempre se hace lo mismo y ordenadamente,
aumentarán las posibilidades de éxito adaptativo y se garantizará seguir
adelante. Aquí se ceba la somatización autodestructiva. La intervención
no aspira a ser más que meramente paliativa dado lo sombrío del
pronóstico. (E. Usobiaga Marchal y cols., 1992).
73
quedar marcado, ya sea de forma inespecífica, ya inmerso en fantasías
muy arcaicas con un cierto sentido (incorporación, retención y
expulsión) (J. Rallo, 1991, pág. 14).
Resalta el actual director del IPSO que la malignidad de los dos supuestos
(inorganizaciones aparentes y desorganizaciones progresivas) se debe a la desligazón
libidinal de la vida y la consiguiente desintrincación de la pulsión de muerte. Es
también, por ello, la clínica de lo negativo: no sólo no hay erotismo o libidinización,
tampoco hay percepción de sufrimiento mental, no hay angustia, no hay demanda, no
hay queja, no hay añoranza. Predominan las inhibiciones, la adaptación resignada o
heroica a las circunstancias, la vuelta contra sí mismo y el mutismo emocional. Pero
que no haya percepción de sufrimiento mental no significa que éste no exista, sino
que no puede pensarse sobre él, que no puede sujetarse o ahormarse dentro de las
representaciones (ideas o afectos) que usa el neurótico para canalizar las excitaciones
traumáticas.
Se trata de la actuación masiva de mecanismos de negación (desmentida del
mundo interno: si no me entero de que pasa algo, es que no pasa nada en realidad) y
de escisión (si no pienso sobre ello y me mantengo lejos, no me afectará). Nuestra
sociedad ensalza y premia a menudo el uso de estos mecanismos. Califica como
«entereza» estas reacciones ante situaciones dolorosas, ignorante de que tolerar el
sufrimiento no es obviarlo, sino pensar sobre él, en vez de anestesiarlo con un
encadenamiento de acciones operatorias para impedir que anide ninguna
representación o afecto dolorosos.
74
paciente, algo en lo que el paciente se expresa, incluso cuando éste ignora lo que está
queriendo decir o comunicando. Subsiste por doquier esta visión platónica del
cuerpo, como un préstamo o una hipoteca o un refugio ocasional, un portador de lo
anímico, pero disociado del alma. Así, este «cuerpo-amo tiránico» parece causar el
malestar en vez de ser portavoz del malestar.
El puente que enlaza el malestar psíquico —al que se es sordo— con el dolor
somático o la disfunción se ha cortado, no sólo para el paciente sino también para la
escucha clínica. El médico se convierte, por consiguiente, en cómplice de la
enfermedad que avanza sin freno, dejando libre de implicación y responsabilidad al
propio paciente en ella. Él parecerá alienado de su producto, el síntoma, cual si éste
se le impusiera arbitraria y gratuitamente. Se diría que la enfermedad le cae encima
casi por accidente: sea el tóxico, el cáncer o el trastorno alimentario. No sólo el
paciente señala: «mire lo que me ha pasado: tengo un cáncer», sino que el médico
corroborará «bueno, esas cosas pasan a menudo» (reduplicación proyectiva). ¿Quién
osará expresar «he hecho un cáncer» o «soy un cáncer» que demanda una escucha?
La enfermedad queda al margen de la vida, la evolución, la historia y la
circunstancia narrativa del sujeto. Deviene no expresión del desbordamiento sino
causa del desbordamiento. De este modo, tanto paciente como médico disocian el
mensaje expresivo y la tarea investigadora, reduciendo la enfermedad a un código
bioquímico para el que existen pautas protocolizadas y medicalizadas, ahorrándose la
implicación subjetiva del pensamiento y de las emociones. Pero no podemos olvidar
que:
75
episodio vital…) al que atribuir el mal, dada la imbricación biológica,
psicológica y social de la enfermedad, por lo que se ve abocado al
eclecticismo de sus indagaciones;
c) se pone de relieve claramente el componente auto-destructivo de la
enfermedad, lo que le confronta con su propia impotencia para
combatirlo.
76
«¿qué más me pasa?» o «¿me pasó algo antes de que me pasara esto?» (L. E. Billiet,
1999). Prefiere el astigmatismo de pensar que el problema clínico afecta a su tiempo
presente y requiere soluciones presentes. Cooperará, pues, si se le dan dictados,
consejos o prescripciones, pero probablemente se le indispondrá si se buscan
conexiones, etiologías, secuenciaciones en el camino. Estamos ante alguien
egodistónico que desconoce —porque no la vivió con su madre— la función de
reverie y la rebotará si el médico trata de establecerla.
Naturalmente, este tipo de enfermo es el que menos probablemente solicitará
tratamiento psicoterapéutico, aunque puede acabar llamando a nuestra puerta por
indicación de otros médicos o familiares. Si somos sensatos, esperaremos hostilidad,
monosílabos y medias verdades. Puesto que no está acostumbrado a que nadie ejerza
por él la función de escudo contra las excitaciones, y la enfermedad ciertamente las
crea, tratará de hallar un remedio lo más inmediato y eficaz posible, pero no será el
vínculo con el médico y la investigación en sí misma lo que le aportará seguridad y
control, sino el fármaco o la intervención quirúrgica. Es muy comprensible la
advertencia que J. McDougall realizaba a este respecto de la seudosumisión de los
pacientes somáticos. Al menos en un principio no puede recabarse la información
desde el vínculo o desde la alianza terapéutica, sino desde la observación.
Sabedor de la escasa cooperación que cabe esperar de ellos, P. Marty, en La
psicosomática del adulto (1990), alienta a averiguar cómo son los pacientes sin
perturbar su ritmo y costumbres habituales. Hemos de estar atentos a su vestimenta,
mímica, movimientos, palabras… Abstenerse de interrogarles e invitarles a hablar. El
terapeuta novel, por su prurito significante y su furor sanandi, tendrá que aprender a
respetar los límites, las dificultades y las reticencias asociadas a este tipo de
pacientes. No caer en la omnipotencia del supuesto saber ni imponer sus hipótesis al
cliente si no es como meras conjeturas o hipótesis de trabajo. Por todo lo dicho, los
terapeutas con núcleos narcisistas insuficientemente analizados y sojuzgados lo
pasarán especialmente mal con los pacientes psicosomáticos ante quienes no pueden
exhibir su ciencia.
Todo terapeuta deberá regular el grado, tono, y actitud ante el paciente para no
ser tachado de hierático por unos o de intervencionista por otros. Sin asaltar con
preguntas que pueden ser vividas como ataques intentará deducir algunas
conclusiones importantes que se abstendrá de comunicar (ojo con los análisis
silvestres, si siempre son desatinados con los neuróticos, con los enfermos somáticos
provocarán una espantada y quizá una reacción iatrogénica). La manera de hablar del
paciente ilustra sobre su estilo comunicativo, su grado de alexitimia, su nivel cultural.
Por ejemplo: un modo de hablar demasiado directo y franco advierte de la falta de
defensas, una alocución trabada nos avisa de inhibiciones y ocultamientos —sea de
conflictos, sea de secretos—. Dice Marty:
77
En todos los casos el investigador ha de determinar una serie de puntos que le
conducirán a un diagnóstico y a un pronóstico a tenor de la clasificación
psicosomática de la que hablamos con anterioridad. Ha de averiguar:
78
c) Si padece heridas narcisistas importantes relacionadas con su enfermedad,
cual sería el caso de haber sufrido o anticipar alguna amputación,
inmovilidad, reducción de facultades, afeamiento estético, incapacidad
laboral, restricciones en su vida social. En este caso el tacto y tino de las
intervenciones es especialmente trascendente.
d) Si introduce alusiones al pasado, al futuro, a terceras personas, para calibrar
el grado en que está o no historizada la enfermedad. El investigador
tratará de novelar la irrupción de la enfermedad desde sus pródromos,
para lo que podrá remontarse a otros episodios somáticos y
temporalizarlos diacrónicamente como parte no sólo de su anamnesis
médica, sino también como hitos de su anamnesis evolutiva y mental.
Delicadamente, el investigador debe llevar a su paciente a desgranar
diferentes aspectos relativos a su familia, sexualidad, escolaridad, y vida
laboral, permitiendo o provocando que afloren en la escena del encuentro
clínico otros lugares, momentos, relaciones o pérdidas significativas.
e) Si sigue otras líneas o cadenas asociativas ajenas a la enfermedad y si éstas
están cargadas de algún tipo de afectividad o valoraciones subjetivas.
f) Si es capaz de manifestar alguna sospecha o conjetura sobre la causa de ser
atendido por un especialista «no médico» llevándolo a su terreno
personal.
g) Si la enfermedad ocupa un lugar trascendente o marginal en su vida, en sus
planes o proyectos, o si espera que sobrevengan cambios en sí mismo o
en el entorno a tenor de su enfermedad.
h) Si emergen emociones negativas apareadas a la enfermedad, tales como
culpa, vergüenza o rabia, porque supondrían un indicio del grado de
mentalización neurótica que puede existir tras los síntomas. De ser así,
éste sería un factor de buen pronóstico.
79
los procesos perceptivo-motores que tan extensamente han descrito todos los
psicoanalistas dedicados al estudio de las fases tempranas del desarrollo. Si
habláramos, incluso, de la existencia de un psiquismo fetal, como lo apuntara
Raskovsky, éste surge ligado a una serie de sistemas orgánicos en formación que
comienzan a diferenciarse como cuerpo autónomo dentro de otro cuerpo, el de la
madre. El cuerpo es vivido —desde el momento inicial de ambigüedad y simbiosis
con la madre como el primer núcleo de la identidad-sobre el que pueden tejerse las
sensaciones placentero-displacenteras y las representaciones delimitadoras Yo/no-Yo,
estudiadas por Winnicott, Lacan, Klein, Bleger, Doltó, Mahler, y tantos otros
investigadores de la infancia.
Es, pues, indudable la hibridación permanente psique-soma que tiene sus ritmos
y sus peculiaridades singulares. Cada individuo vive esa trama en distintos tiempos,
con diferentes reiteraciones y asociando reacciones y respuestas idiosincrásicas a
cada movimiento orgánico. Por otra parte, la maduración evolutiva de los órganos y
la fisiología obedece a factores predeterminados de carácter genético (marcadores
genéticos predisponentes del modo de funcionamiento peculiar de cada uno) y
ambiental (nutrición, clima, atención familiar) que van a incidir en su respuesta
funcional. Que no esté legitimado hablar de estructuras psicosomáticas específicas de
migrañosos, ulcerosos o cardiópatas, por ejemplo, no es óbice para señalar la
existencia de vulnerabilidades primarias del organismo en tales o cuales órganos o
sistemas fisiológicos que van configurándose a lo largo del tiempo como un estilo
psicosomático particular y revelador de cada individuo. El estilo psicosomático va
estabilizándose en el tiempo, si bien no supone que no pueda romperse o emerger una
manifestación somática nueva y transgresora de la peculiaridad. Así lo señaló Ruiz
Ogara:
80
de este modo una memoria de órgano o condicionamiento corporal de la respuesta en
progresiva automatización. El que tuvo una erupción cutánea de pequeño es más
probable que, ante nuevas situaciones que le inviten a regresiones parciales o
globales, recurra al órgano-piel para reorganizarse ante un conflicto o traumatismo
que amenace con desorganizarle. La reiteración o cronificación de este recurso de
órgano acabará por diseñar un estilo psicosomático singular.
Para la Escuela de París, la estabilización psicosomática particular a cada
individuo es fruto de:
81
psicóticos o perversos), pero está mediatizada por las formaciones de su carácter.
Loren entre otros autores, sin olvidar al W.Reich de Análisis del carácter, ha
subrayado la presunción de que cada forma caracterial posee su estilo biosintomático
definido. Por ejemplo, un anal expulsivo será probablemente una persona irritable
que puede actuar su hostilidad en diarreas furibundas propias de un colon irritable, o
un meticuloso y perfeccionista podrá materializar el problema en un acting corporal
del tipo del estreñimiento.
Clara R. Roitman (2005) da cuenta de un estudio longitudinal de largo curso
con niños que manifiestan determinadas somatosis evolutivas realizando con ellos
unseguimiento hasta que son adultos para confirmar las tendencias psicosomáticas
emergentes en la infancia o constatar la perseverancia en los estilos somáticos. Del
cotejo efectuado dedujo que de las escisiones tempranas debidas a la incapacidad de
procesar y elaborar traumas precoces se derivan ciertas propensiones futuras a
adicciones y somatizaciones. Pero esto es demasiado vago e inconcreto. Sin embargo,
apunta que en muchos casos sí se constata que debido al hiperinvestimiento del
órgano que enfermó en la infancia, éste queda marcado como sede de ulteriores
regresiones somáticas o incluso desorganizaciones letales. Cual si el narcisismo se
anclara y habitara el órgano o el sistema ya signado con una fijación, deviniendo
luego foco atractor de nuevas investiduras narcisistas ante nuevos traumatismos.
Merced a la memoria somática y a la compulsión de repetición y a la inercia de
los automatismos psíquicos ligados a los vaivenes pulsionales, dichos órganos o
sistemas pautarán una respuesta psicosomática preferente y con tendencia a
estabilizarse en el tiempo. Tal vez sí quepa hablar, por tanto, de estilos
psicosomáticos particulares. Todo el mundo acaba detectando ciertas regularidades en
su organismo ante las conmociones, sorpresas, duelos o estados de ansiedad. Si las
evalúa como angustia señal, no pasarán de ser reacciones vegetativas que luego
reconducirán hacia la elaboración mental. Si se agotan en sí mismas como reacción
global, estamos ante un estilo prototípico de somatización sin elaboración mental.
82
La secuencia habitual suele ser: excitación excesiva — traumatismo
— depresión — desorganización parcial — enfermedad regresiva —
evolución de ésta — curación — reorganización general —
restablecimiento de los niveles anteriores (J. Muro, 2006, pág. 248).
83
enfermo. No hay sujeto más allá del cuerpo doliente, por lo que no
contará el terapeuta con una parte sana del Yo con la que trabajar de
consuno en la profilaxis de la mentalización o en la elaboración de los
afectos disociados o desconocidos o en la ligazón de las pulsiones de
muerte a las de vida.
— Factor coadyuvante señalado por F. Javier Alarcón es el de la defusión de la
agresividad que deja de actuar como una aliada al servicio de la vida y
pasa a ser un arma mortífera volcada contra el propio Yo y sus intereses
vitales, ora mediante una agresión activa del soma (autolesión, anorexia,
conductas parasuicidas, deportes de riesgo, etc.) ora mediante una
cooperación pasiva con el agente nocivo (virus, tumor, etc.), no
reconociéndolo como tal, o no luchando contra él (la desesperanza es la
emoción negativa más deletérea en la evolución de la enfermedad),
provocando un fracaso inmunológico que torna incompetente al cuerpo
para organizar su defensa.
84
Fuente: Elaboración propia. quía de funciones cada vez más arcaicas, el proceso de
de-sorganización transcurre a la inversa de aquel de la evolución» (P. Marty, 1982,
pág. 17).
85
a) Síntomas sin conmoción yoica: Síntomas funcionales que suelen descubrirse
en chequeos pero de los que no había habido ninguna percatación.
b) Síntomas con cierto grado de participación yoica: El sujeto se pregunta qué
pasa con su cuerpo, pero se muestra más preocupado por lo que deberá
dejar de hacer que por cuidarse. Tendencia a abandonar todo interés y
compromiso curativo en cuanto mejora (por ejemplo, fumador
empedernido que deja de fumar ante un susto importante neumónico,
pero que una vez restablecido recupera el hábito).
c) Síntomas con distonía yoica: Disfunción del órgano raramente reversible.
86
pensamientos antes suprimidos. Contrapuestas a éstas están las somatizacio-nes de
orden genético, desarrolladas distintamente por unos y otros portadores de la
mutación o predisposición. El quid diferencial estriba en la idoneidad del sistema
inmune y en la realización o incapacidad para acompañar la vida con un trabajo de
mentalización adecuado. Mismo gen, distinta letalidad en función de factores
psicológicos.
— Otros factores determinantes serán la reacción del entorno (según que ejerza
un sostenimiento apropiado o incremente la angustia) y el tipo de defensas que cada
enfermo moviliza ante la enfermedad (varía considerablemente que el paciente
ensaye defensas mentales o se lance raudo en busca de actividades autocalmantes o
defensas arcaicas como la renegación o la indefensión abandónica) (C. Smadja, 1993
y 1995).
— M. de Miguel (2005) propone un concepto interesante: la memoria humoral.
Con él se refiere a la capacidad del cuerpo para repetir por sí mismo cualquier
síntoma que ya haya experimentado en el pasado. Como si conservara una memoria
vegetativa de todos los mecanismos bioquímicos e inmunológicos implicados en la
producción del síntoma en cuestión. El cuerpo sabe como hacerlo, desencadenando
reacciones fisiológicas e histológicas que pertenecen a dicha memoria corporal. Ello
permitirá explicar la propensión reiterativa de las somatizaciones benignas o
parciales. Dicha reiteración configura estilos patognomónicos particulares, dado que
cada vez que el sujeto se enfrenta a una situación desbordante, su memoria humoral
le hace recurrir a la fórmula ya usada en el pasado. Dicha constatación es la que
desorientó a los psicosomatólogos argentinos llevándoles a buscar perfiles de
personalidad estables en todos los sujetos que padecen la misma somatización.
A decir verdad, la regularidad es sólo idiográfica (se repite en el sujeto que ha
seleccionado biográficamente esa fórmula), pero no nomotética ni generalizable (no
hay rasgos comunes entre dos sujetos que utilicen el mismo síntoma somático, dado
que estará en función de la interacción del síntoma con su identidad evolutiva y con
la formación de su carácter, sus puntos de fijación y sus movimientos pulsionales).
— Sami-Ali establece un marcador pronóstico interesante: el grado de
proyección es inversamente proporcional a la gravedad de las somatizaciones. La
ausencia de proyecciones equivale al aumento de la introyección y la depositación de
la tensión o la angustia en una atrofia metabólica, celular y tisular del órgano. Pero
sobre todo, añade, esto se aprecia cuando afectan al sistema inmune o a
«enfermedades sin órgano», globales, masivas, multiorgánicas o que afecta a la
síntesis de alguna enzima, a la intervención fallida de alguna hormona o a fallos
metabólicos graves.
En el caso de las enfermedades autoinmunes tocamos el anonimato del cuerpo
profundo, del cuerpo bioquímico, y se trataría de «aberraciones del proceso vital en
sí», de somatizaciones sin órgano y desvitalizantes, difíciles de contraatacar tanto
desde la medicina convencional como desde la psicosomática.
87
puramente psicológico, la proyección parece tener un valor biológico
que permite abrir nuevas perspectivas a la psicosomática (Sami-Ali,
1986, 1006).
88
CAPÍTULO 4
Abordaje de los pacientes psicosomáticos.
Objetivos, técnica y dificultades especiales
ROSINE DEBRAY
89
suficientemente informado de la situación real de la enfermedad, de su curso,
incidencias, gravedad, y actuaciones médicas, no debe quedarse fijado en tales
minucias, porque haría redundante y superfluo su papel frente al del médico
generalista o especialista médico. R. d’Alvia (1995) distingue tres áreas en los
contenidos que pueden revelarse durante la entrevista psicosomática:
F. Moreau establece algunas reglas básicas para no perder de vista que, por
encima de todo, se trata de que el paciente descubra su propio deseo. Recomiendan
una neutralidad benevolente, pero no un silencio disgregador que acentuaría las
dificultades alexitímicas y el fantasma de la muerte. La frustración habitual en el
tratamiento abstinente de los neuróticos ha de evitarse pues si no pone palabras es
porque carece de ellas. El entrevistador, en su propio preconsciente, va completando
el mosaico de representaciones faltantes del paciente, pero no para interpretárselas —
lo que sería traumático e iatrogénico— sino para hacerlas existir en algún espacio
mental. Todo ello sigue perteneciendo a la escucha terapéutica. Trata de conseguir
90
que el paciente juegue el rol de funciones desfallecientes, que juegue a que sabe y a
que puede hacer lo que piensa que no puede o no sabe. Para ello, hasta es posible que
el terapeuta muestre capacidades y conductas alternativas a las del paciente, pero no
erigiéndose en modelo que imitar, sino en demostración fehaciente para el paciente
de que es posible encontrar otras vías distintas a las que suele usar y que le han
enfermado.
Tampoco debe desistir de su escucha dinámica, atenta y receptiva, pero no
flotante, pues en todo momento deberá controlar el proceso y ser directivo, incluso en
la aparente pasividad de su escucha. Rodríguez Escobar (1999) plantea una atención
y negligencia selectivas. Debe tener una cierta noción de lo que quiere averiguar, de
lo que ha de buscar y del modo de indagación adecuado al caso, esto es, seleccionar
el foco para evitar innecesarias divagaciones operatorias. Las estereotipias habituales
en las entrevistas estructuradas quebrarían las ya de por sí complicadas posibilidades
de establecer una relación terapéutica que va a transcurrir en la mayoría de los casos
al margen de la transferencia. El terapeuta dinámico debe partir y aceptar la
interconsulta y la interdisciplinariedad del abordaje psicosomático. La soberbiay el
empacho narcisista del analista habituado a ser un dios absoluto y exclusivo en las
referencias de su paciente neurótico no tienen cabida aquí. De hecho, el analista
cumple un rol subordinado al médico o al equipo que supervisa la enfermedad en
todos los restantes planos (L. Kreisler, 1985).
B) Consejos y cautelas para el entrevistador. Hecha esta matización a modo de
prolegómeno, convendría remontarse a las disposiciones efectuadas por P. Marty ya
en sus primeros trabajos.
91
situación analítica sea tolerable.
4) La comunicación se asemeja más a una «conversación terapéutica» que a un
diálogo dinámico, y siempre ha de ser dirigida por el terapeuta. No existe
apenas riesgo de que el paciente se sienta molesto por tal directividad,
sino relajado, ya que eso se ajusta a su preconcepción de ser un «buen
paciente», obediente y sumiso a la voluntad y al saber del especialista.
5) La «charla terapéutica» se aproxima a una conversación pedagógica, pues
hay que enseñar al paciente a comprender tanto sus emociones como sus
sensaciones corporales, y enlazar ambas con sus conflictos
interpersonales o intrapsíquicos. Todo ello sin perder de vista el apremio
que el curso de la patología somática vaya imponiendo en el sujeto.
Obviamente, no se debe cometer el abultado error de arrastrar al paciente
a una preocupación inconcreta cuando está pendiente de un cateterismo o
de una mastectomía. Si la molestia física es muy acusada y está en primer
plano, la insistencia del médico en buscar otra cosa puede ser percibida
como desprecio a su dolor, y como insensibilidad. Pero, siempre que la
urgencia somática no sea inminente o absorbente, conviene hacer sentir al
paciente que también es un sujeto psíquico y social, no sólo un cuerpo
doliente. Sumamente prudente es tender a una sincronización de los
lenguajes y de los afanes por parte de ambos, terapeuta y paciente:
92
planicie mental, del desnivel psíquico entre su terapeuta y él mismo,
multiplicando sus recelos paranoicos. Sin embargo, no debe dejarse
arrastrar por el lenguaje ramplón y descriptivo (operatorio) del paciente,
ni debe emularlo ni contaminar su indagación dinámica. Debe, por el
contrario, mantenerse alerta para tirar del hilo adecuado que le conduzca
a hablar de su vida significativa, por lo común tan disociada de su
enfermedad desde la perspectiva del paciente.
9) Es esencial desviar el foco de atención del síntoma, hacerlo enmudecer,
para que la entrevista no quede monopolizada por la enfermedad. Aunque
presente y fundamental en la preocupación de la pareja terapéutica, ha de
marginárselo para que afloren otros aspectos vinculares o cognitivo-
emocionales relacionados con su aparición o desarrollo. La relación
médico-enfermo ha de crear un clima de confianza y un hábitat fuera del
síntoma. En su seno, y al margen de los vaivenes del cuadro somático, el
sujeto aprenderá que la relación no se quiebra ni se esfuma a pesar de las
crisis, las discusiones, los desacuerdos, las ambivalencias y las
confusiones por las que pueda atravesar. La permanencia del objeto de
relación será decisiva en la co-creación de lo relacional.
10) El examen psicosomático es inviable cuando el paciente añade a su
enfermedad cuadros de estupidez o psicosis que lo anulan como
interlocutor.
93
— El terapeuta calibrará el nivel de funcionamiento mental óptimo de cada
paciente, no conformándose por debajo del mismo, ni imponiéndole un
nivel superior a riesgo de humillarle.
94
viable. Marty tildaba a estos consultantes de «pacientes sin relieve». El paciente
psicosomático es simple, que no sencillo, y a menudo desespera al terapeuta poco
experimentado, que se ve impelido a maniobrar imitando un lenguaje que no es el que
maneja habitualmente, para camuflar bajo la exagerada cordialidad y llaneza su
desorientación. Pero los expertos del IPSO previenen acerca de la conveniencia de
usar un lenguaje igual al del paciente, pero cualitativamente más denso y matizado,
con objeto de ir creando las representaciones preconscientes necesarias para mejorar
la fluidez en el funcionamiento de la primera tópica:
2. PECULIARIDADES DE LA TÉCNICA
95
intervenciones para no errar o sembrar mensajes paradójicos en los pacientes que, por
supuesto, en muchos casos entablarán relaciones transferenciales paralelas con los
otros profesionales a los que acude. (P. Marty, 1990, pág. 121). El terapeuta no debe
presuponer la existencia de capacidades ideativas o introspectivas presentes en los
neuróticos.
B) Compatibilidad. Es importante aceptar desde el principio que el terapeuta
está supeditado a las incidencias de la enfermedad, eventuales hospitalizaciones o
intervenciones quirúrgicas, sesiones de rehabilitación, cambios de setting,
agravamientos, aparición de nuevos y diferentes síntomas que requieran
interrupciones e interconsultas con otros especialistas de forma incesante. Ha de
aceptar, por ello, un rol auxiliar al que puede no estar acostumbrado. Por otra parte, la
medicalización del cuadro somático puede condicionar y perjudicar la marcha de la
terapia, al producir diversos cuadros de anestesia o analgesia, embotamiento
cognitivo, planicie emocional, sueño o cansancio. Todas estas eventualidades pueden
dificultar o menoscabar tanto el ritmo como la calidad de los contenidos terapéuticos.
Es aceptable que puedan co-dirigirse terapias de diversa índole: relajación, yoga,
fisioterapia, balnearioterapia, etc., compartiendo con otros profesionales la ardua
tarea de soporte.
C) Setting. Aunque ordinariamente el setting será el que propicie una consulta
hospitalaria o ambulatoria, en una sala que goce de cierta calidez y placidez para el
intercambio de confidencias, y de forma bipersonal, es obvio que las instituciones o
los recursos pueden imposibilitar el setting óptimo. Por otra parte, la distancia
geográfica y las circunstancias físicas del enfermo pueden exigir la modificación del
setting hasta incluir posibilidades antes impensables como el e-mail, el teléfono o la
videoconferencia, así como la presencia inevitable de terceras personas. Sólo en
situaciones límite de inmovilidad física o de casos terminales puede aceptarse la
visita hospitalaria o la intervención domiciliaria.
D) Vínculo. El paciente somático tenderá a cosificar al terapeuta en su función
de médico o de psicólogo en el ejercicio de un rol. Es primordial que esta rigidez
congelada de rol a rol se relaje y transforme en otra cosa. El terapeuta, respetuoso y
no invasor, opera al mismo tiempo como espejo y como filtro que hace tolerable el
mundo exterior y todas sus agresiones. Algunos enfermos no toleran una relación
profunda y afectiva, no osan ni permiten que se sobrepase la definición estereotipada
del rol asignado al terapeuta, se mantienen en la fría cortesía de la respuesta amable
pero monosilábica, pero sin embargo, les tranquiliza saber que está ahí, que les
recibirá cuando lo soliciten, que sus avatares particulares o sus oscilaciones en el
humor o en el ánimo no sembrarán tempestades en la relación. Oír al terapeuta
afirmar: «todo sigue bien» puede ser suficiente. Las tareas del terapeuta son: crear un
clima relacional de confianza, acompañar, vigilar y controlar las alteraciones y
disfunciones del paciente, previniendo nuevas somatizaciones o deteniendo las ya
existentes. Es frecuentemente el Yo auxiliar del propio paciente.
E) Ritmo. Marty proponía no más de una sesión a la semana para no abrumar al
paciente, de exigua capacidad mental, ni agotar al terapeuta en su persistente esfuerzo
de «tirar del carro» solo, sin la colaboración anhelada del paciente. Es aconsejable no
sobrepasar los 45 minutos de tiempo; menos, imposibilitaría la improbable
96
emergencia de fantasías o asociaciones, recuerdos o trabajo psíquico. Más resultaría
amenazante para el paciente y extenuante para el clínico.
3. PECULIARIDADES DE LA PSICOTERAPIA
97
La insistencia de Laín en la relación médico-paciente había tenido un notable
precedente en Marañón y un señero seguidor en Rof Carballo. Todos ellos
acreditaron en su experiencia clínica lo insustituible del vínculo médico-paciente en
su componente humano y relacional, al margen de sus ingredientes funcionales y
técnicos. Todos resaltaron la importancia de una relación cómplice y comprometida
por ambas partes en la que, sea cual fuere el avatar que haya conducido a su
encuentro, ambos experimenten la sensación de haberse elegido mutuamente, al
menos hasta cierto punto. El nacimiento de la colaboración, desde distintos estratos y
roles asumidos, da pie a una amistad médica (Laín) que equidista de la fría
amabilidad y de la seducción mutua, y que incluye tres ingredientes: convivencia,
beneficencia y confidencia.
Esta relación, casi diádica, sin la profundidad de la relación analítica clásica,
posee por encima de otros un objetivo prioritario: prevenir y curar. El terapeuta se
apresta a ello obviando los ribetes transferenciales presentes en una intervención
analítica, pero en cualquier caso introduce un sujeto (y no meramente una función).
Esto es parejo al hecho de que el paciente es para el terapeuta otro sujeto, al margen
de un cometido que abordar. Escuchar con el tercer oído (T. Reik) es el sello que
distingue al buen clínico del que no lo es, pues la empatía, el reverie, la lectura entre
líneas del discurso, son elementos para-técnicos decisivos. Conviene tener presente
que el terapeuta es el primero de los medicamentos y deviene el vehículo de la queja
y de la demanda al tiempo que el depositario de la esperanza.
Pierre Marty fue muy explícito al delimitar las diferencias existentes entre la
psicoterapia psicosomática y la psicoanalítica, señalándolas en varios órdenes:
98
transferencial) (P. Marty, 1990, pág. 20).
Es obvio, y por ello fruto de numerosas críticas, que Pierre Marty y su grupo
tomaron de la metapsicología freudiana el punto de vista económico apuntalándolo
sobre el punto de vista tópico y estructural, pero desdeñando o minimizando el punto
de vista dinámico. La atención central de su modelo de psicoterapia se basa más en
los movimientos pulsionales, en las incidencias evolutivas y contraevolutivas de
fijaciones y regresiones, en la indagación de traumatismos y duelos, en la energía
estabilizada o desvitalizada, que en la búsqueda de sentido o significado del síntoma
o en el análisis del conflicto inconsciente o de las defensas en juego. Todo ello otorga
rasgos distintivos a la psicoterapia que voy a intentar especificar, relacionados con las
funciones que habrá de cumplir:
a) Toda terapia comienza con una cierta función materna por parte del
terapeuta, intentando crear un marcode seguridad y tranquilidad que apacigüe la
angustia difusa o el miedo desencadenado por la quiebra de la salud, el
desconocimiento, los reajustes necesarios y la nueva situación sociofamiliar que la
enfermedad ha generado. El terapeuta ha de brindar un clima de sosiego, de escucha y
de simpatía que Balint tildó de «función materna» por lo que la madre
suficientemente buena tiene de procurar calma, contención, protección y cuidados. La
madre sabe de su bebé, piensa por el cuerpo de su bebé, a través de su queja o su
llanto deduce su malestar y sus causas. Crea en su mente un espacio y una
herramienta para pensar antes de que el bebé madure y desarrolle por sí mismo la
capacidad de elaboración.
b) El terapeuta acepta también cumplir una función paraexcitadora que
consiste en que «el analista supla una función faltante en el paciente, pudiendo así
atajar, amortiguar o frenar el exceso de estímulos» (J. C. Ulnik, 2000). El nivel de
análisis en cuanto a búsqueda de sentido, a establecimiento de conexiones y claves en
la formación del síntoma, no se efectúa ni por tanto se interpreta, puesto que el
terapeuta parte por lo general de la concepción de que el paciente posee una gran
precariedad preconsciente y opacidad respecto a sus representaciones inconscientes.
Evitando las interpretaciones trata de impedir que el paciente se vea inundado por
excitaciones frente a las que se siente inerme y que pudieran desatar graves
desorganizaciones somáticas, complicando fatalmente su pronóstico.
El analista se situaría como parapeto que recoge y procesa parte del aluvión
emocional que el enfermo no puede elaborar. Actúa como el preconsciente supletorio
del enfermo que realiza tareas de traducción, organización, evacuación o
metabolización de las excitaciones causadas por la enfermedad o por los
traumatismos caóticos y no mentalizados que flotan en derredor del paciente. I.
Usobiaga designa a esto «funcionamiento paradójico» (2007) y C. Botella,
recientemente, «psicoanálisis transformacional»: el psicoanalista-psicosomático
presta su capacidad de mentalización y su capacidad de escucha del inconsciente y
devuelve una palabra, un guiño creativo en la interpretación, que tiene la virtud de
reiniciar un proceso psíquico putativo de la dinámica habitual del pensamiento
operatorio.
c) El terapeuta cumple también una función excitadora o activadora. A veces la
99
impresión de anestesia psíquica, de aletargamiento mental y emocional es ficticia,
dado que el paciente conserva parte de sus capacidades preconscientes, y sólo
requieren ser despertadas y movilizadas por el terapeuta. En este sentido decía C.
Dejours (1992) que el pre-consciente de los psicosomáticos no es necesariamente
pobre, sino que está herrumbrado, por lo que es conveniente que el terapeuta parta de
que existe y hay que desoxidarlo, promoviendo para ello una escucha activa.
Dependiendo de la creencia inicial que adopte el terapeuta (muchas veces
prejuiciado por la teorización de referencia), puede efectuar una evaluación de la
capacidad mental del paciente como inexistente o como dormida, de la que se
desprenderá una posición de desistimiento al trabajo mental o de activación del
mismo, así como una suposición de que el trabajo mental puede resultar
retraumatizante o, por el contrario, salvador. Así, por ejemplo, Ulnik (2000) avisa del
riesgo de que ante un paciente que se presume operatorio, el terapeuta obtura su
capacidad de análisis, quedándose por debajo del nivel de mentalización que podría
haber conseguido. Es decir, al dar por hecho la limitación mental del enfermo, no
intentará ir más allá y a veces soslayará el nódulo patógeno incluso teniéndolo a la
vista. Ese leve «empujoncito» del analista en el tratamiento, regenerando la capacidad
de mentalización y rellenando vacíos del pensamiento será suficiente para
proporcionar una inmunología mental que proteja al cuerpo ante nuevos ataques
somáticos.
d) El terapeuta acomete una función reanimadora: Se trata de revitalizar al
paciente, dentro y fuera de la consulta, animarle a que se reconecte a diversos
intereses vitales, que relibidinice su entorno y erotice nuevamente su cuerpo,
reanudando su periplo evolutivo tras el escollo abierto por la enfermedad. Calatroni
lo plantea así:
100
cual ladrillos que el terapeuta cede para la edificación de un lenguaje más simbólico y
menos operatorio que el que poseía. Dichas representaciones van llenando o
construyendo su pre-consciente y operan como restos diurnos que van elaborándose
en sueños. Tal técnica es conocida como «insuflación de preconsciente» (J. Rallo,
1991b).
f) El terapeuta será el historiador del paciente, su biógrafo, su narrador. Puesto
que gran parte de los acontecimientos importantes en la vida del sujeto no han
alcanzado el nivel adecuado de mentalización ni la inserción en su historia personal,
sino que se ha limitado a negarlos o escindirlos, y de forma especial los duelos, el
cuerpo se ha convertido en un recordatorio de los mismos. Por ello, el terapeuta debe
reconstruir y reescribir, lo más coherente y completamente posible, la historia vital
(más allá de la anamnesis médica) del individuo, para que así vaya sustituyendo los
episodios sintomáticos por eventos o vivencias que jalonaron su evolución. Narrar,
historizar, enlazar causas y efectos, cuerpo y afectos, vida interna y mundo externo,
relaciones objetales y subjetividad, tal es la tarea del terapeuta somato-dinámico. En
la terapia, dice I. Eckell de Muscio (2005), debe desactivarse paulatinamente el
código visceral (y sistémico-orgánico en general) y activarse el código mental) y
sustituirse la memoria actuante por la memoria historizante. Así lo corrobora M. de
Miguel al decir que a falta de histeria, debemos hacer historia.
g) El terapeuta acepta ser usado como un objeto. En ocasiones será un objeto de
identificación (merced a la necesidad real de su ayuda y consuelo), gracias a su
condición de experto y poseedor de la verdad y de la experiencia; su actitud
confortadora, informativa, amable y dadora de esperanza, puede alentar movimientos
pulsionales de identificación secundaria con el valor de una experiencia emocional
correctora (usando el concepto de F. Alexander). El dejarse usar como objeto
identificatorio, sin adentrarse en los componentes transferenciales, puede ayudar a
disparar movimientos reorganizadores por parte de las pulsiones de vida del paciente
que contrarresten el impacto deletéreo de su enfermedad. Es lícito incluso, para
fomentar estas identificaciones positivas, que el terapeuta revele aspectos de su vida,
actitudes, forma de enfrentarse a los problemas, experiencia vivida, etc., infringiendo
la sacrosanta ley de la abstinencia, exponiéndose como figura de comparación o
contraste a partir de su papel relevante, para que el paciente «aprenda» o capte el
mensaje terapéutico, la consigna o moraleja para el cambio que el terapeuta pretende
inocular en su mente.
h) El terapeuta asume la reestructuración del psiquismo del paciente hasta
donde resulta posible. Es el restaurador de los enlaces perdidos, de las facultades
mentales exangües, de la pulsión de vida detenida, de las sublimaciones truncadas. El
terapeuta canaliza los hábitos, costumbres, registros de emotividad que han
permanecido escindidos y agarrotados tal vez desde hace mucho tiempo. Procurará
promover y regenerar nuevas organizaciones psíquicas desde las ruinas de la
somatización. Como apunta una autora argentina:
101
funcionamiento no neurótico originado en la experiencia de dolor,
mediante el encuentro positivo paciente-analista, en un equivalente de la
experiencia de satisfacción que inaugure un circuito estructurante que dé
lugar a inscripciones que construirán un inconsciente reprimido (…);
donde había inconsciente escindido ahora podemos contribuir a
organizar un inconsciente reprimido (E. Rappoport de Aisenberg, 2004,
pág. 275).
102
sean objetos «dañados» para otros enfermos que requerirán tener terapeutas enteros.
Diríase que necesitan saber que su propia degradación física o su dolor aniquilante no
se han extendido ni contaminado al objeto idealizado y que éste queda preservado de
su enfermedad. Son esos enfermos aleccionadoramente generosos y altruistas que, sin
embargo, cabe preguntarse por qué no ejercen su derecho a ser ellos mismos
pacientes, ni siquiera ante su terapeuta, y a despedirse tras haber recibido las
atenciones necesarias.
Además de lo señalado, puntualizaremos algunas particularidades que serán
dificultades técnicas para los terapeutas poco expertos que traten a enfermos
somáticos:
A) En cuanto al objetivo terapéutico. Como ya mencionamos anteriormente, la
enfermedad es «lo real», no hay ambages ni florituras imaginarias. Tiene etiología,
proceso, curso y fin (en ocasiones fatídico) que van a verse eventualmente poco
afectados por el recorrido paralelo del proceso terapéutico. Es conveniente, por tanto,
que sin renunciar a la ilusión y a la búsqueda de óptimos relativos, el terapeuta no
sobredimensione la capacidad transformadora o sanadora de la psicoterapia, y que no
transmita a su paciente una creencia desmesurada sobre los beneficios mágicos de la
misma que podrían verse arrumbados por los dictados de la enfermedad misma.
Atenuar, recobrar la homeostasis y reducir las regresiones somáticas es
estimulante para mantener el cauteloso optimismo de ambos. Pero si la muerte gravita
sobre la terapia como posibilidad (ciertas cardiopatías, cáncer, enfermedades
metabólicas, etc.) o como pronóstico probable, lo importante es ganar tiempo,
mantener al paciente con vida, mejorar su libidinización, multiplicar sus
investimientos que actuarán como ganchos para aferrarse al futuro. M. Zubiri señala
que, ante el riesgo de muerte:
103
cuenta de la mejor manera de lo solicitado por el paciente, colaborando
como agentes activos tróficos y brindando prestación eficiente, esto
incluye empatía, contención, tolerancia, convicción y comprensión de lo
que está ocurriendo (R. D’Alvia, 2002, pág. 69).
104
confidente. En esta tesitura, y habida cuenta de un estilo relacional simple, neutro y
pobre, el terapeuta debe prestar atención a pequeños cambios en la modulación
transferencial, eludiendo el riesgo de que aparezca una transferencia negativa o una
resomatización que, en el transcurso de una terapia de esta índole, tendría un valor
equivalente a un acting in de los conflictos con la transferencia (J. E. Fischbein,
1986).
No olvidemos que el principal emisor de mensajes en estos casos es el cuerpo y
que, en ausencia de verbalizaciones capaces y eficientes, son las manifestaciones
para-verbales quienes toman el relevo. La emergencia de un trastorno o malestar
orgánico aplaca y silencia el malestar interpersonal que puede producirse en la sesión
debido a un manejo inadecuado o violento de las intervenciones clínicas. El síntoma
en la sesión cabe ser contemplado (que no interpretado) a tenor de los vaivenes
transferenciales, y en todo caso como indicio de una comunicación fracasada que no
ha encontrado una plataforma común de entendimiento.
La relación se contentará con ser directa, sencilla, honesta y empática,
permitiendo la emergencia de la alteridad. Se puede, de hecho, discutir con el
paciente acerca de estrategias, técnicas y objetivos a conseguir, diseñar un espacio
común por el que transitar ambos sin caer obligada y cotidianamente en el comentario
sobre los avatares somáticos (E. Castellano-Maury recordó en una conferencia que en
el tratamiento de una paciente somática ésta la instruía sobre mil y una forma de
cocinar los pimientos, siendo éste un espacio transicional creativo y sublimatorio que
retenía la libido mortecina de la paciente). Saberse respetado, valioso, poseedor de
cualidades o incluso generador de noticias o conocimientos interesantes que
enriquezcan al terapeuta, es muy positivo para su enganche a la vida y, por tanto, para
la cohesión terapéutica.
M. Robert (2000) llama nuestra atención al señalar la demanda paradójica del
paciente somático que, de un lado, acude a ser curado de sus síntomas, pero de otro
requiere ser respetado en ellos, dado que erradicarlos prematuramente puede dejarle
sin una vía alternativa de evacuación de tensiones inelaboradas. Además, advierte del
riesgo de que el paciente, si no logra en la terapia conocer y solventar sus
contradicciones, decepciones y conflictos, termine por descargar en la transferencia
con denuncias por mala praxis, solicitud de certificados de baja, demandas
desmedidas de atención a destiempo, ruptura del setting, descalificaciones externas al
terapeuta, etc. Naturalmente, todas las interpretaciones de resistencias a o por la
transferencia sobran en estos casos. Así es quemás vale evitar el mal que luego
intentar suturarlo con interpretaciones.
En estos casos, conservar la neutralidad benevolente es difícil y no perder la
profesionalidad y el compromiso terapéutico contraído se convierte en esfuerzo
titánico. Por todo ello es sumamente relevante que las condiciones del contrato
terapéutico, sus objetivos, sus pautas de relación, estén bien establecidas desde el
principio y se asienten sobre una buena base relacional.
C. Smadja (2003) desaconseja efectuar interpretaciones de la transferencia ni
aun cuando hubiera aparecido, ni mucho menos antes. Aconseja, en contrapartida,
practicar el «arte de la conversación» con los pacientes, libidinizar la palabra, hacer
lúdicos los encuentros, apetecibles aunque no imprescindibles ni generadores de
105
ansiedad, adaptarse a las variaciones del funcionamiento mental, integrar la
enfermedad en el registro psíquico y reconstruir la narrativa vital. M. de Mi-guel
(2004) recuerda, a este respecto, las dificultades de implantación del objeto en el
desarrollo del psiquismo de los pacientes que han terminado somatizando
gravemente.
La resistencia y demora con que el objeto se interioriza y se instaura como
objeto internalizado dando origen a una genuina relación transferencial, posibilita que
la ausencia física del terapeuta equivalga a la inexistencia. Sentir su presencia y
acción es primordial pero sin que sea de forma tan masiva que retraiga al paciente —
al no poder mentalizar la carga afectiva en juego— hacia un silencio hosco.
Nuevamente prudencia y mesura son esenciales para evitar que se disparen demandas
reales imposibles de satisfacer o de contestar.
C) En cuanto a la contratransferencia. Éste es, sin duda, uno de los principales
escollos de las psicoterapias psicosomáticas y sobre el que han insistido todos los
especialistas. El terapeuta puede percibir que los límites de su tolerancia y paciencia
están a punto de quebrarse por la indiferencia hacia el cuerpo exhibida por algunos
pacientes, su falta de cuidado (abandono de la percepción lo llama M. Utrilla),
prevención y escucha a las sensacioneso malestares, por la oposición y obstáculos
que oponen a toda posible recuperación.
La torpeza operatoria y representacional puede exasperar al terapeuta
suscitándose en él sentimientos de impotencia, de inutilidad y de fracaso. La
insistencia y repetición de las mismas pautas relacionales, la ausencia de sobresaltos
emocionales, el discurso ramplón y descriptivo le sumen en el tedio. La creencia de
que su trabajo no sirve de casi nada y que el paciente repite empecinadamente sus
inercias relacionales y expresivas aboca a la tentación de tirar la toalla antes de
tiempo. Además, el terapeuta se frustrará al no poder reproducir con ellos el tipo de
trabajo usual con neuróticos, impelido a sujetar sus ínfulas interpretativas y de
sentido porque serían iatrogénicas en muchos casos, dado que:
106
Descubrimos que tenemos que experimentar lo que ellos tuvieron
que aprender una vez, literalmente, que susupervivencia psíquica
dependía de su capacidad de paralizar la vida interna (J. McDougall,
1982-1983, pág. 382).
Puesto que no hay atención flotante sino intensa, precisa por la naturaleza
directiva de la terapia, obligado a mantenerse alerta pese a la monotonía y reiteración
del relato operatorio, el terapeuta se agota y flaquea en su propósito de ayuda. No son
infrecuentes los sentimientos de incompetencia, el autodiagnóstico de torpeza mental,
de falta de conexión y habilidades relacionales, la despersonalización y el síndrome
de burnout. Son síntomas que delatan la confusión del terapeuta que literalmente no
sabe qué puede hacer o qué debe hacer en función de la «misión imposible» que se le
asigna y que se espera cumpla. Con todo, se sentirá conminado a no romper el
compromiso, sabedor como es de los riesgos de empeoramiento que ello podría
entrañar (M. Zubiri y Usobiaga, 1988).
Muchos autores han calificado de operatoria la contratransferencia que se
desarrolla con estos pacientes. Ulnik (2000) constata que ante los pacientes
operatorios o que se presupone tienen mala mentalización, los terapeutas siguen el
juego y realizan historias clínicas blancas, asépticamente técnicas, vacías,
descriptivas, asemánticas, renunciando de antemano a una verdadera investigación
psicodinámica. Para contrarrestar dicha tendencia aconseja tratar el discurso
operatorio de los pacientes como si fuera el contenido manifiesto de otra cosa, como
un «resto diurno» que hubiera que descifrar, cabos de los que ir tirando y
desmadejando elaborativamente.
Por su parte, S. Brainsky (1985) recuerda que pueden producirse muchas
ansiedades contratransferenciales ligadas a las fantasías de muerte que están,
inconsciente o conscientemente, agitando el psiquismo del paciente y el suyo propio.
En la relación terapéutica de pacientes graves hay un tercero: la muerte. Ello incita al
terapeuta a refugiarse en dos posiciones defensivas extremas: sea establecer una
distancia emocional exagerada, refugiándose en los aspectos técnicos y físicos del
cuadro clínico y alejando los aspectos emocionales; sea caer en una
contraidentificación proyectiva, dejándose invadir por los fantasmas y emociones del
paciente. A veces desconfiará de las mejorías y las interpretará como engañosas por
el horror a creer y crear en el paciente expectativas ilusorias que precipiten a un
desengaño.
¿Y qué decir de la culpa cuando el pronóstico no cambia por la influencia
terapéutica y el margen de supervivencia no se prolonga? Inevitables las preguntas
acerca de qué debí ver o hacer que no logré ver ni hacer y que hubieran optimizado su
evolución mental y, por consiguiente, su mejora sintomática.
D) En cuanto al sistema sanitario público. Son apenas unos pocos pacientes
somáticos quienes acaban en consultas privadas con una atención personal y detenida
a sus casos y a sus vidas. La mayoría son engullidos en la rueda impersonal y
adocenadora de la sanidad pública. Dado el marco general existente en los
consultorios de la Seguridad Social, carentes de toda condición de aislamiento y
privacidad, y donde los sanitarios reclaman 10 minutos para cada paciente, se
107
fomenta de hecho una relación meramente operatoria que reduplica y valida la propia
tendencia operatoria y tendente al eficientismo de la receta que el propio paciente ha
aprendido en su periplo por el sistema de salud. D’Alvia (2002) de la existencia de un
«ideal descarnado de eficacia» y de una «cultura del eficientismo» que impone prisas
para curarse, demandas urgentes de medicación y ausencia total de «empatía
corporal», que nos hace sordos a los signos prodrómicos del dolor, la fatiga o la
enfermedad.
El médico, por su parte, y ante la frialdad del encuadre y el apremio temporal
que le marca la abarrotada sala de espera de pacientes impacientes (¡curiosa
paradoja!), suspende su escucha y canaliza su atención al síntoma, más que al
funcionamiento mental. Tomando el léxico de Bion, dice Lorén, dicho médico
operatorio ha cancelado su capacidad de revérie, carece de función alfa y traduce la
observación del síntoma en «necesita medicación» en lugar de «necesita escucha». La
propia acción del médico tiene el valor de un acting-in terapéutico:
108
CAPÍTULO 5
El dolor físico como duelo de sí mismo.
Concreciones ontológicas
y observaciones psicoanalíticas
F. MORA
1. EL CUERPO DOLIENTE
109
saberlo esta misma concepción idealista en virtud de la cual, sólo lo mental tenía
sentido psíquico, excluyendo del lenguaje inconsciente y de la inscripción y
elaboración de los sistemas mentales (cognitivas y emocionales) todas las sensaciones
provenientes del funcionamiento de los órganos.
El punzante idealismo se deja sentir en la depreciación moral del cuerpo,
esbozado como cárcel, como instrumento portador, como escenario, como mediador
de las funciones anímicas. Como tal, las señales que emite siempre han sido vividas
con el eco de algo lejano, de algo que habla de otra cosa distinta de sí mismo. La
psicosomática moderna adopta esta postura: da protagonismo a lo mental (mejor
dicho: al silenciamiento y exclusión de lo mental) en las enfermedades que se
expresan con ruido de los órganos. Pero los órganos y funciones del cuerpo están
apartados del flujo de la conciencia. Su misión consiste en no perturbar sino permitir
que lo psíquico se despliegue sin interferencias. Los síntomas corporales, como el
dolor, son sólo eso: el ruido que hace el porteador y que obliga a detener la marcha.
Son muy justas las reflexiones siguientes:
110
reconozca su cuerpo y obtenga su identidad corporal a través del sufrimiento. El dolor
interroga al hombre sobre su función narcisista, esa función yoica de prueba de
realidad acerca de la atención que presta a su cuidado corporal y el modo en que se
protege o previene las amenazas para su salud. El dolor agudo del cuerpo nos
zambulle en una introspección y reflexión sensitiva-mente captadora de nuestra
mismidad. Véase cómo lo suscribe J. E. Fischbein:
111
de la mecánica (aparato fisiológico) que es operatorio y preconsciente se rompe
cuando el cuerpo se catectiza mentalmente. ¿En virtud de qué? Obviamente de dos
sensaciones que quiebran el principio de constancia: el placer y el dolor.
Partamos de que, como ya argumentara Rof Carballo, el principio de inercia y
el de nirvana no forman parte de la dinámica psíquica ordinaria y que sólo son
relevantes a la hora de interpretar fenómenos singulares y extraordinarios. La
tendencia natural del organismo no es a mantener su nivel de tensión en un punto
próximo a 0. Tal supuesto fechneriano quedó totalmente refutado por la evidencia de
que sólo la explosión del depósito tensional produciría tal resultado, y eso sólo
conduciría a la muerte o a la catalepsia. Vivir exige mantener constante un nivel de
tensión adaptativa y oscilatoria alrededor de una línea basal variable para cada sujeto.
Remanente de tensión que mantenga al cuerpo en una disposición a la reacción de
ataque o de defensa ante el «apremio de la vida».
Ciertamente no experimentamos como desagradable cada ocasión en que
abandonamos la tensión 0, sino sólo cuando por exceso o por defecto nos desviamos
demasiado de la línea de equilibración homeostática que por hábito y por
condicionamiento corporal hayamos asimilado al bienestar y, por ende, a la eficacia
del cuerpo para solventar las demandas del medio. Esta lectura energetista
proveniente de la psicofísica del siglo xviii y del siglo xix tiende a valorar el dolor en
clave de sobreexcitación y sobreexigencia, rebasamiento de la línea basal en la que el
cuerpo dialoga con las demandas del Yo y las de la realidad. Hoy entendemos así el
estrés. Así, el dolor es un signo garante que nos avisa de que nos estamos excediendo
en algo o no estamos atendiendo correctamente a nuestro Yo corpóreo. Por eso, el
dolor preserva la vida y es funcionalmente útil. Nos lo recuerda un autor:
«El Yo es, ante todo, un ser corpóreo». Esta frase freudiana nos invitaba a
repensar el Yo como un precipitado de sensaciones corporales. Lo sensitivo teje las
primeras identificaciones del sujeto con su cuerpo: tanto con el cuerpo orgánico como
con el cuerpo periférico. Paul Valéry lo condensó líricamente en este aforismo:
112
que comunica la existencia de un factor que interrumpe el principio de constancia y
reclama ser atendido para retornar a la homeostasis. Es una experiencia rompedora:
Algo así como si el sujeto delimitara merced al sufrimiento físico dos mundos:
el que está dentro de mí o que soy yo, pues enteramente me duele y aquello que no
duele porque no soy yo.
Pero no todas las mentes —ni siquiera una mente poderosa— logra siempre
contener e integrar el dolor corporal, con su peculiaridad inenarrable en su propia
historia biográfica. Por eso, hay que reconocer que el dolor es cuando menos una
manifestación ambigua de defensa. Si no lo percibiéramos, seríamos terriblemente
vulnerables ante multitud de agentes nocivos, pero al mismo tiempo, si el psiquismo
no ejerce adecuadamente la función de continente, el dolor puede constituir un ataque
a la identidad de naturaleza traumática, no mentalizable:
Cuesta creer, por tanto, en la funcionalidad que el dolor extremo tiene para la
preservación de la salud y en su utilidad para proteger al cuerpo de los peligros
interoceptivos o exterocepivos. El dolor límite o el dolor crónico incapacitante sólo
serían psíquicamente entendibles como parte de los procesos auto-calmantes (Smadja,
2005) que son también paradójicamente auto-excitantes y sacan al Yo de eventuales
hundimientos depresivos y narcisistas. El traumatismo físico del dolor aparta la
concentración del sujeto de otros traumatismos psíquicos impensables (tales como el
abandono, el desamor radical, la pérdida de identidad, etc.). Tal es la visión propuesta
por J. M. Porte (1996, 1999).
Cuesta creer el carácter defensivo del dolor cuando éste se erige en factor de
disolución del Yo y rebasa el límite de tolerancia del sujeto hasta el punto de llevarle
a anhelar su propia muerte como cesación definitiva del mismo. El dolor enajena, no
se conforma con ser ariete en la defensa de la vida, sino emisario de la pulsión de
muerte. J. Muro (2007) resalta el ingrediente masoquista del dolor físico: sustituye a
la elaboración mental y es el último baluarte para frenar el hundimiento. Una forma
de reanimar al Yo y desplazar su atención depresiva hacia la fuente dolorosa, un grito
de vida, de erogenización del cuerpo doliente, recordando al sujeto que debe vivir
para cuidarse (curarse) y curarse (cuidarse) para vivir. Quizá un puente entre Eros y
Thanatos:
113
esencial (D. Le Breton, 1999, págs. 18-19).
Rafael Argullol vivió atenazado por un dolor cervical inusitado y éste sirvió
como un gran foco que iluminó y expandió su conciencia hasta la lucidez plena. No
es por ello el dolor una experiencia bendita, añorada ni ensalzada por la reflexión que
procura —como cierto número de filosofías orientales proclaman— sino que es un
grave handicap para la vida que, dado su carácter ineludible e imponderable, el autor
aprovecha para penetrar en su esencia ontológica y en su fenomenología psíquica. El
dolor agudo propina un vuelco radical a la existencia y desplaza el ángulo de visión
desde el mundo al Yo primitivo corporal. Es así que se consuma un repliegue
narcisista que nos resulta cercano a los psicoanalistas, pero acerca del cual se ha
profundizado poco.
La forma en que nos relacionamos con el dolor dice mucho de nosotros
mismos, porque ahí se inutilizan las estrategias de afrontamiento comunes y las
mascaradas pragmáticas: «Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres»
(E. Jünger, 1934, pág. 15).
El autor bautiza «Davalú» al dolor que lo posee desde dentro. Lo reifica al
114
asignarle este nombre, que es el de una divinidad maligna, demoníaca en realidad, por
ser el de un demonio armenio cuya sangre se petrificó dado lugar a una piedra de
mármol negro que se exhibía en el Metro de Moscú. Da-va-lú pasa a ser el nombre
con que designa a ese Mal que le invade y se enseñorea de su cuerpo y de su psique,
cual si un Dictador se posesionara de la voluntad de su súbdito y la anulara por
completo. Argullol piensa en su dolor como un enemigo interno a batir, como un otro
ajeno que, al ocupar el lugar del Yo, aliena a éste sin remisión. Lo trata como la
bestia, con las evidentes reminiscencias mítico-animistas que ello acarrea. Su cuerpo
es sólo el huésped donde habita la bestia y, durante su posesión, él sólo es el casero
que asiste a las exhibiciones de poder del monstruo. Son, además, muy llamativas y
sensoriales las alusiones cargadas de riqueza y sutileza visual con que se refiere al
dolor: monstruo, cangrejo, pulpo, bestia, fiera, tentáculos… Nombres que traslucen
evocadoramente la naturaleza abisal, inefable del dolor. En ocasiones, no sabemos si
estamos ante un relato diurno, o ante un relato nocturno y siniestro de Lovecraft:
Un repaso somero y rápido del término dolor nos ofrece algunas constataciones
curiosas. Covarrubias (1611) lo califica como «sentimiento que se hace de todo lo
que nos da desplacer y desgusto»; más apesadumbrada y fatalista es la visión del
Diccionario de Autoridades (1726) que le otorga la categoría de acción, además de
sensación, cual si el cuerpo no se conformara con su condición de receptor del daño
que se le inflige sino que fuera el artífice y protagonista del dolor: «Es una acción
viciada y triste sensación, causada en las partes sensitivas por objetos que dañan y
molestan el asiento u órgano de los sentidos externos, y por esto los humores del
celebro y los hessos se libran de dolores». La novedad de esta acepción es que
subraya la incidencia que el dolor tiene sobre el sistema neurológico y psíquico.
Abundando, el Diccionario de la RAE lo convierte en «Sensación molesta y aflictiva
de una parte del cuerpo por causa interior o exterior». Por último, El Diccionario del
Español actual, joya que debemos al profesor Seco y su amplio equipo de
colaboradores, trata al dolor como «Sensación física desagradable y más o menos
aguda, causada por una enfermedad o alteración orgánica o por una acción exterior».
De rigor es señalar que la mayor parte de los diccionarios completan la voz
«dolor» con otras acepciones del dolor psíquico y moral («sentimiento de pena y
congoja», DRAE), que por el momento excluimos de nuestra reflexión, aunque
buscaremos su conexión más adelante. Para terminar esta aproximación
terminológica, el Comité de Taxonomía de la Internacional Association for Study of
Pain (IASP), lo define como «Una sensación y experiencia emocional desagradable
115
asociada con daño real o potencial, o descrita en términos de tal daño». (Citado en M.
A. Vallejo y M.ª I. Comeche, 1999.)
Vamos a desgranar los distintos significados ontológicos del dolor:
A) El dolor como cerco del Yo. En efecto, el dolor agudo sobreviene sobre el
Yo y, tanto si está provocado por una causa externa como interna, se convierte de
inmediato en distónico respecto al Yo. Se externaliza. Es el enemigo, la amenaza para
el Yo, que cerca y asedia al sujeto inundándole con sobreexcitaciones tan intensas
que impiden la continuidad psíquica.
B) Sensorialidad del dolor. Cierto que la experiencia del dolor es una pasión,
en la que el sujeto se reconoce víctima doblegada, donde los mecanismos de
racionalización, el estudio de sus rasgos y características, no sirven para devolver la
estabilidad al Yo. El dolor es una experiencia tan sensorial que cualquier inscripción
racional es extraña. El conocimiento de la verdad, de la impía devastación del cuerpo,
la profundización en sus causas y en sus efectos, eso es: la ubicación en coordenadas,
lejos de tranquilizar, inquieta:
Los conceptos, las fantasías, las palabras, no pueden luchar contra los sentidos.
116
Las imágenes visuales del dolor son metáforas táctiles fulgurantes: «El cangrejo está
clavado, firmemente clavado, traspasándome» (Ibíd., página 111), «Lo que a mí me
ha aportado Davalú no es la muerte ni la enfermedad, sino la experiencia directa,
desnuda, sin precedentes para mí, del dolor físico… que exige siempre estar alerta,
estar vivo, la imposibilidad de distanciamiento» (Ibíd., pág. 113).
C) El dolor como Gran Atractor de la identidad. Cuando el dolor anega, no
vale ningún otro propósito. Absorbe toda la energía psíquica del sujeto; nada más
tiene cabida, ninguna otra cosa posee valor:
117
Esta carnalidad del Yo queda patente igualmente en el Libro de Job; allí, el
afligido entona:
E) Erotización a través del dolor. El dolor aparenta ser el negativo rotundo del
placer, su contrapunto, pero también es su culminación. Los extremos se encuentran:
en el colmo del placer está «la petite morte» del orgasmo; en el espasmo placentero,
el rostro adopta una expresión dolorosa. Pero el dolor provee un erotismo primitivo,
canibalístico, el del cuerpo royéndose a sí mismo:
Una persona poseída por el dolor sólo tiene vínculos con su dios-
demonio interior, con su bestia interior, de la misma manera que,
sexualmente, solo tiene vínculos, como un hermafrodita, con su propia
sexualidad descarnada, orgasmática, que actúa a través de la violencia
del propio dolor (ibíd., pág. 117).
118
memoria se deshace como una burbuja de agua. Davalú exige el
alimento instantáneo: reclama continuamente el presente, el presente
más directo, más absoluto (ibíd., pág. 75).
Tras adentrarnos en la esencia misma del dolor, hemos de preguntarnos por los
efectos y los procesos psíquicos que el dolor desencadena en el Yo. Argullol es tan
agudo en esto que puede conjeturarse su profundo conocimiento del psicoanálisis, su
condición de analizado o, en su defecto, una lucidez poco común. El dolor trabaja en
el psiquismo socavando muchos de sus pilares de armonía fundamentales.
Desmenucemos las consecuencias (estructurales, pulsionales, dinámicas y
fenomenológicas) más sobresalientes:
A) Percepción de incontrolabilidad. La relación que el Yo mantiene con el
dolor es la de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. El sujeto doliente puede
identificarse absolutamente con su dolor, fijarse en él, fundir el Yo con el centro del
dolor, hasta disipar al primero o al segundo. Si consigue lo primero dominará y
triunfará sobre el dolor, lo controla; si no lo consigue es el Yo el que pasa a
convertirse en marioneta a merced del Tirano. En este supuesto, el Yo se desintegra
en medio del torbellino doloroso, entidad efervescente. Arribaríamos entonces a la
percepción de ineficacia e incontrolabilidad ante el dolor. Éste emergerá como «una
cosa grande, tan obsesiva, tan poderosa, que me vampirice por completo y me haga
desaparecer dentro de su propia personalidad, como una posesión suya» (Ibíd, pág.
17).
El dolor, si produce incapacidad, va asociado a una expectativa de inmovilidad
y pasividad. Tiende a creerse que, si no hay movimiento, el sujeto aumenta su control
sobre el dolor. Conduce a la asunción del rol de enfermo, con lo que el dolor se
retroalimenta. Los entresijos entre la fisiología y la psicología son sutiles:
119
Comeche, 1999, pág. 284).
120
dendríticos efectos. Se infiltra en lo emocional, en lo sexual, en lo moral, en lo social.
Desde cualquiera de estos ámbitos arranca al sujeto de sus conexiones con la vida. De
ahí que el dolor desvitalice de tantas maneras. Como afirma Ch. David (2001), el
duelo al que induce el dolor es un concentrado de narcisismo y de masoquismo.
Hubiera sido muy del gusto de Freud («una enfermedad me impide amar…
amando curaré») esa cadena dereflexiones de Argullol. Encontraría confirmada su
teoría del narcisismo. En efecto, el autor admite que al ser intocable e intangible por
el aislamiento causado por el dolor, está empobrecido, es un paria, un desposeído
(página 127), pero Argullol discrepa de Freud en un matiz esencial en el amando
curaré, que es el de amaré cuando me cure.
El aislamiento que perpetra el dolor separa al hombre de su propio deseo,
mutila su ser deseante y su ser deseado, lo encierra en una burbuja finita y plena: «el
mundo somos él (el dolor) y yo, Davalú y yo» (Ibid, pág. 148). Nuevamente, el
mundo ha vuelto a quedar desierto, como en el cuadro melancólico perfilado por
Freud en «Duelo y melancolía». La coraza de amoralidad de la que se recubre, la
pérdida de los mecanismos de superación y las funciones psíquicas superiores,
quedan suprimidas, o al menos disociadas, y el doliente sólo mantiene una existencia
vegetativa, autoerótica, refleja como la de un feto o un recién nacido. Sólo que en el
estado álgido la fusión no es con el objeto indiferenciado, sino con la parte del sí
mismo que absorbe todas las investiduras. El objeto está forcluido, eliminado:
121
Me siento impotente para querer en el sentido habitual que damos al
término: para querer con emociones, con sentimientos, para querer
tocando, para querer besando, para querer haciendo el amor. No existe ni
la remota posibilidad de hacer el amor porque sigo haciendo el amor
conmigo mismo… Bajo el hermafroditismo del dolor, Davalú es mi
único amante (ibíd., pág. 124).
122
epifanía:
123
Dedicaré la última parte de este capítulo a analizar el duelo de sí mismo que se
produce durante el tormento doloroso. Es importante hacer patentes aquí las tres
dimensiones del vocablo duelo: el duelo como sufrimiento, el duelo como pérdida y
el duelo como combate. En efecto, el dolor desata un sentimiento de daño, un
sentimiento de pérdida y una actitud de desafío. Detengámonos en cada una de estas
vertientes:
Nuestro sabio idioma deriva dolor de la misma raíz que duelo, esto es, del
verbo doleo (=dolerse, condolerse). El planteamiento inicial de este trabajo obedecía
al deseo de evidenciar que el dolor físico comporta un dolor psíquico que no es otro
que el duelo por un objeto imaginario perdido, la salud, la armonía, el equilibrio, o lo
que hemos llamado el silencio del cuerpo como más elocuente forma de expresión del
bienestar orgánico. Asimismo, el dolor empuja a un desafío, un reto que se libra en el
interior del propio sujeto: entre su parte sana y su parte enferma. El Diccionario de la
RAE destaca esta acepción: «combate o pelea entre dos, a consecuencia de un reto o
desafío», mantenido por Seco que, sensatamente, no requiere que sean dos personas
las que intervengan en la liza, sino dos partes. Es este sentido el que a nosotros nos
concierne aquí.
A) Duelo por el dolor. Hay muchas lecturas de esta forma de duelo. Una de
ellas es la aflicción producida en el individuo que se reconoce dañado. Si el daño
tiene un agente externo al que atribuir la ofensa, la reacción emocional natural es la
ira, pero cuando no existe un responsable al que culpar, sino que el daño procede de
una hipersensibilidad interna de los órganos o tejidos corporales, el mecanismo que
se opera es de vuelta contra sí mismo de la queja. Origínase, entonces, una respuesta
de queja autocompasiva, el lamento, la pesadumbre, la irritación depresiva, la
interpretación fatalista, el sentimiento de derrota. Argullol ofrece pasajes memorables
en los que se vislumbra el encuentro del Yo dolorido con su imagen en el espejo. Ahí
se comprueba la metamorfosis en la autoimagen. Ésta es, precisamente, una de las
raíces del duelo de sí mismo: merced al dolor, el hombre ya no es dueño de sí mismo,
de su gesto, de su porte, de su rictus; el dolor lo convierte en su caricatura:
124
desaparecer ese reducto del narcisismoprimario que era la megalomanía de la salud
absoluta, del bienestar, de la armonía, de la satisfacción de los deseos. El dolor le
recuerda su mortalidad, la fragilidad y provisionalidad del equilibrio, la difícil
armonía entre las partes del todo. Ahora ya se sabe indefenso, precario, débil, niño. Y
eso, además de angustia, produce dolor, miedo.
B) Duelo contra el dolor. Argullol escenifica soberbiamente el asedio a que el
Yo se ve sometido por el dolor; ataque implacable de un lado y resistencia o
contraataque por otro. En muchas ocasiones disecciona este combate como un
pugilato entre partes iguales: «… nos encerramos a solas mi dolor y yo con
indiferencia respecto a todos los otros que no saben de ese desafío».
En otras ocasiones, la lucha es desigual y el dolor extenúa las fuerzas del sujeto
e incluso su voluntad de aguante y resistencia: «Necesito concentrar toda la energía
para el combate que tengo con el cangrejo que perfora mi hueso» (Ibíd, 75). Cuando
el dolor remite, tampoco es posible confiar en su desaparición. El doliente recela que
sólo es una tregua que el enemigo se toma para cobrar más bríos y acometer con más
fiereza más tarde. La provisionalidad de la calma y de la analgesia ha sustituido la
consideración de la analgesia como el estado habitual. En este sentido subraya lo
inverosímil que le parece la actitud paciente y resignada de Job, pareciéndole más
creíble la del noble personaje de Filoctetes (Sófocles), mucho más humano y heroico,
que se rebelaba impaciente contra el dolor lacerante.
En su enfrentamiento con el dolor, Argullol justifica toda clase de estrategias,
excepto la racionalización filosófica. «Sirve más la esgrima, el cruce de espadas, sirve
más la burla, la comedia, la representación» (Ibíd, página 78). Recordar, escribir
sobre el dolor, comunicar lo inefable como si de una crónica de la vejación se tratara,
preserva la fortaleza necesaria ante el dolor, planifica la venganza contra el torturador
que avasalla y no respeta, que taladra y no pide permiso, que muerde intolerable-
mente como el tirano que es: «He jurado acordarme de las imágenes del dolor,
describirlas para que después nocaigan en el olvido. Me tengo que salvar, pero debo
hacerlo vengándome de él» (Ibíd, pág. 114). Es gloriosa la visualización metafórica
de la operación quirúrgica como una batalla entre un ejército numeroso y cualificado
y el dolor como el enemigo acorralado y vencido:
Con estas reflexiones no deseo sino pensar y co-pensar con todos los lectores
en lo que acaso es el más irreductible punto de encuentro con la mismidad
desenmascarada: el temido dolor, eso que A. Green contempla como una «catástrofe
activa y vital», Winnicott como «agonía», Bion como el «terror sin nombre» o Jünger
como la predestinación esencial del hombre. Laín admitía que el dolor es el hilo de
Ariadna que nos confronta con nuestros límites y nos obliga a entender la auténtica
extensión de la finitud existencial.
125
CAPÍTULO 6
La identificación con el Objeto Perdido.
Una explicación psicodinámica de la
morbilidad durante el período de duelo
M. PROUST
La pérdida de objeto se contempla como un factor de morbilidad importante,
sobre todo cuando el duelo por su desaparición se desarrolla de forma patológica.
Ello puede deberse a varios factores: a) la naturaleza traumática de la pérdida, lo que
dificulta su elaboración y mentalización; b) la existencia de una relación simbiótica
previa con el objeto desaparecido, lo que provoca una perpetuación del objeto como
«objeto encapsulado» o enquistado; c) la ambivalencia respecto a él, siendo la culpa
un factor que obstaculiza el desprendimiento del objeto desaparecido; d) la dificultad
de fantasmatizar al objeto muerto como muerto, manteniéndose una presencia
persecutoria del muerto como cuerpo extraño dentro del psiquismo del doliente
superviviente; e) la identificación con el objeto perdido como resumen de las
anteriores circunstancias. Si a esta peculiar forma de duelo se une la insuficiente
descarga expresiva de las emociones implicadas en la pérdida (alexitimia), el
resultado es la movilización de la pulsión de muerte, ocasionando un fracaso
inmunológico y la consiguiente aparición de cuadros psicosomáticos de variable
diversidad, pero que pueden conducir incluso a la muerte.
126
El concepto freudiano de identificación es sumamente polivalente, siendo en
ocasiones tratado como mecanismo y en otras como proceso, a veces como
mecanismo defensivo, a veces como adaptativo, ora como mecanismo estructurante y
constitutivo del Yo, ora como parte inherente de la autodestrucción narcisista de la
personalidad. Frecuentemente se ha utilizado el término como intercambiable con
otros conceptos afines: internalización, incorporación, interiorización, introyección,
imitación, dando lugar a un confusionismo conceptual y a contradicciones teóricas
importantes. El concepto ha llegado a significar demasiado y a ser usado con excesiva
arbitrariedad. R. W. White recoge varios de los usos freudianos del concepto
identificación, dando una idea de la polisemia y de la ambigüedad del término:
En todo caso, para Freud la identificación es una operación mental más central
que otras y que siempre se refiere a Objetos, sean tomados como depositarios de la
pulsión genital o de las pulsiones parciales, sean primarios o secundarios, reales o
imaginarios, externos o internos, vivos o muertos, presentes o pasados,… Es
evidente, pues, la complejidad y la riqueza del proceso destacado por Freud, dado que
además no se circunscribe a la esfera de lo interpersonal, sino que se extiende a lo
social, ideológico y cultural a gran escala. Considero la exegesis de este concepto
troncal e ineludible para cualquier teorización psicodinámica de lo vincular, de las
relaciones con el Objeto, y de la construcción de lo social.
Las primeras referencias freudianas al concepto de identificación aparecen en
«La elaboración onírica» como sinónimo del mecanismo de condensación que, a su
vez forma parte de la representación en imágenes (imagógica) del sueño (P.
Villamarzo, 1985, 1998). J. Laplanche y J. B.Pontalis (1968), por su parte,
emparentan las primeras alusiones freudianas al concepto con el mimetismo
(imitación reproductiva) que se presenta a menudo en los histéricos.
Por otro lado, Freud introduce la pérdida del Objeto de relación como factor
etiopatogénico bien pronto, si bien en las formulaciones más primitivas lo contempla
tan sólo como desequilibrador de la economía libidinal al dejar de suministrar al
sujeto la dosis necesaria de gratificaciones para satisfacer el hambre de placer del ser
humano. Pero el punto de inflexión en la teoría freu diana de la identificación lo
constituye su teorización sobre el narcisismo. La formación del sujeto humano deja
127
de ser un proceso que se nutre exclusivamente del equilibrio placer/displacer, para
pasar a ser una construcción interpersonal, donde la libido se dirige a y se alimenta de
la relación con el otro. El Objeto forma parte de la definición del Yo, pues sólo
cuando el Objeto se independiza de la primitiva simbiosis autoerótica con el Ello, es
cuando el Yo germina como sujeto distinto, como sujeto de relación.
Es por este motivo, y tal vez por la desolación ideológica generalizada durante
la Primera Guerra Mundial, por el que Freud puede desembocar en Duelo y
Melancolía (1915), una obra magistral desde cualquier prisma. En ella, Freud eleva la
pérdida de Objeto a factor dinámico estructurante del Yo (al incorporar partes del
Objeto perdido como elementos del Yo personal, hecho a base de fragmentos,
reminiscencias y cargas de Objeto abandonadas), en el duelo sano; y a factor
desestructurante del Yo (al introyectar al Objeto perdido ambivalente y desequilibrar,
destructivamente, el narcisismo de vida y de muerte del sujeto), en el a discriminar en
este texto, según la exegesis textual efectuada por Villamarzo (1998), es el trabajo de
duelo (equivalente al pesar normal de la separación y el desprendimiento) del trabajo
de melancolía (aplicado al pesar patológico tras la pérdida).
En «Lo perecedero» (1916), Freud incide sobre el dolor de la pérdida de los
Objetos, porque supone un mazazo traumático sobre el pensamiento mágico y la
representación de cosa que rige el proceso primario. El inconsciente no se mueve en
la coordenada espacio-temporal (que se forma por la inscripción de distancia y de
pérdida respecto a los objetos gratificantes), sino que se mantiene en un paraíso
mágico, intemporal, imperecedero, donde la muerte, la extinción de los Objetos de
gratificación y de relación no tiene representación. La muerte arranca al Yo del
universo mágico donde se puede gozar indefinidamente de los Objetos y pone al
sujeto en clave de realidad. Además, como nunca renunciamos real (definitiva y
totalmente) a nada, la relación con los Objetos perdidos se continúa en el escenario
intrapsíquico,como una forma de defensa o de amortiguación del traumatismo de la
pérdida.
En «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920),
«El Yo y el Ello» (1923), y «La disolución del complejo de Edipo» (1924), presenta
Freudal Objeto perdido como introyecto de identificación, causante de la
transformación del Yo y de la génesis del Superyó, dependiendo básicamente de que
el Objeto representara anteriormente al Objeto amado o al Objeto vetado y censurado.
En el primer caso, el Objeto perdido se presenta, dentro ya del aparato psíquico,
como objeto de amor para el Ello, o como Objeto-legislador y sancionador para el
Ello y el Yo.
Pero fue en «Psicología de las masas y análisis del Yo» (1921) donde Freud
expuso la identificación como una forma de relación de Objeto muy primitiva, fusiva,
simbiótica y nada discriminativa, anterior a la elección de Objeto propiamente dicha.
Identificarse significa ser como, mientras que elegir un Objeto, significa tenerlo,
apropiarse, apoderarse de él. De este modo, la Identificación con el Objeto Perdido
(IOP) sería una involución, un desenlace regresivo, en la relación del Yo con los
Objetos adonde el sujeto retrocede cuando ha fracasado, ha sido abandonado o ha
sufrido la pérdida real o fantasmática del objeto de relación externo:
128
1.º La identificación es la forma primitiva del enlace afectivo a un
objeto; 2.º Siguiendo una dirección regresiva, se convierte en sustitución
de un enlace libidinoso a un objeto, como por introyección de objeto en
el Yo (Freud, 1921, pág. 2586).
Pero Freud era clarividente respecto a que la IOP no siempre es una solución
exitosa, reservándola a los casos de duelo patológico, sobre todo cuando la
identificación se hace sobre el Objeto perdido global o cuando se introyectan los
aspectos negativos, malignos o enfermizos del Objeto, porque entonces devienen lo
que hoy llamamos Objetos internos mortíferos para el superviviente. Creemos
interpretar correctamente el ir y venir de afirmaciones freudianas sintetizando las
siguientes premisas:
129
gran medida concentrada en la clarificación de estos vocablos babélicos. Nuestro
análisis pasa por señalar que, grosso modo, todos los términos antedichos suelen
incluirse en la literatura psicoanalítica dentro de la órbita de la neurosis, en
contraposición a los procesos de escisión, proyección o externalización, ingredientes
dinámicos más relacionados con el delirio y la psicosis, si bien estas reducciones
obedecen más a un esquematismo teórico y didáctico que a la evidencia empírica,
mucho más heterogénea y difusa en la combinación de los mismos.
Todos los conceptos aluden a mecanismos de adaptación y de defensa ante
situaciones conflictivas y/o amenazadoras. Adaptativos porque procuran aumentar el
control o el dominio yoico sobre las situaciones más o menos displacenteras, por lo
que en este sentido pueden contemplarse como mecanismos autoplásticos y
madurativos del Yo. Defensivos porque generalmente son una forma de esquivar las
frustraciones del mundo externo, de la separación de los Objetos y de la ausencia de
gratificaciones procedentes del exterior. Algunos de estos mecanismos son más
primitivos evolutivamente que otros porque siguen modelos de interiorización más
fisiológicos (orales, sobre todo),
130
B) La incorporación (meter dentro del cuerpo, en-carnar, hacer propia carne)
del Objeto sigue el modelo de la oralidad como forma de apropiación del Objeto.
Debido a su primitivismo, tiene una gravedad extraordinaria, dado que la
incorporación alude a una forma primaria, casi física de deglución (devoración) del
Objeto, donde los procesos de simbolización mental y sublimación no llegan a actuar
o fracasan por completo. Esta incorporación canibalística del Objeto es propia de la
respuesta melancólica a la pérdida o decepción objetal (K. Abraham, 1924).
131
identificación alude al camino de construcción-creación-apuntalamiento de una
identidad. La genuina identificación no es imitativa o empática —puesto que
imitación o empatía son producto de la sintonía y de la elección consciente—, sino
automática e inconsciente, no siempre se refiere a aspectos parciales, pues la
identificación confusional es global y enajenante, o a aspectos elegidos por su
deseabilidad, puesto que la identificación con el agresor incide con frecuencia en los
aspectos aborrecibles, sádicos o malignos del Objeto.
En la identificación «el sujeto adquiere características del objeto y las hace
suyas, lo cual resulta en una modificación del Yo, o del Superyó, instancias dentro de
las cuales el objeto es asimilado. La diferencia estaría también dada por el nivel de
concreción o simbolización» (P. Grieve, 1999, pág. 135).
La identificación acarrea un proceso de transformación y una flexibilidad
reorganizadora del Yo (H. Gill, 1991) que son plurales en los primeros años de
infancia y adolescencia, debido a la mayor maleabilidad y plasticidad psíquicas, pero
que se van aminorando y rigidificando —unas veces en número, otras en calidad, y en
el mejor de los casos de ningún modo— en la segunda mitad de la vida, donde la
identidad tiende a replegarse sobre los objetos internos y externos ya familiares, y
suele evitar asimilar objetos nuevos, por lo que no es extraño que el sujeto mayor sea
menos dúctil a las pérdidas de objeto o pierda estímulo para la renovación de sus
Objetos. Si el ensamblaje de Objetos parciales internos se logra con éxito, la
identidad aparece estructurada e integrada, pero si el acoplamiento fracasa, se
producen las disociaciones y escisiones.
132
3. PÉRDIDA DE OBJETO. MUERTE Y DUELO
133
La muerte del otro es una alusión a mi propia muerte (…) el Yo
perdió a un ser querido pero se comporta como si experimentara una
pérdida «dentro del yo», como si quedara no sólo «empobrecido», sino
intrínsecamente «disminuido» (D. Lagache, 1938, pág. 223).
134
Objetos externos, pasando por las fases intermedias de repliegue narcisístico (Freud,
1914), tristeza y vacío, o de relación intrapsíquica del sujeto con el Objeto perdido e
internalizado.
Es a este momento, precisamente, a lo que se ciñe el concepto de elaboración
del duelo. Villamarzo (1998), muy acertadamente, recuerda la etimología alemana del
término pérdida (Verlust), como pérdida del placer, del placer… de vivir. Ésta es una
etapa característica del duelo normal: el desinterés absoluto por la vida externa, por el
mundo real, proyectos, placeres u objetos alternativos. El mundo, decía Freud (1915)
ha quedado desierto, porque no puede ser investido. La libido está replegada en el
proceso de supervivencia del Yo, amenazado de desastre y deterioro tras la muerte
del Objeto.
Existe una llamativa coincidencia entre Fairbairn (1946) y Bowlby (1983), pues
ambos subrayan que no es la elaboración interna de la pérdida lo principal y
prioritario en el duelo, sino que es la búsqueda desesperanzada del objeto y el deseo
de recuperarlo a toda costa. Se caracteriza esta fase por una protesta rebelde contra la
inaceptable contundencia de la pérdida. No se concibe su irreversibilidad. Puesto que
Fairbairn define la libido como buscadora de Objetos —de compañía, de relación—,
es una tendencia menos impulsada por la necesidad de gratificación y placer que por
el deseo de protección y amparo. La lectura de ambos autores respecto al duelo
converge en considerar que lo doloroso no es tanto la suspensión de los suministros
anaclíticos o narcisistas, sino el resurgir de la primitiva angustia de abandono a la que
Freud hace referencia en sus últimas obras metapsicoló-gicas, particularmente en
«Inhibición, síntoma y angustia» (1925).
Esbozamos algunas clarificaciones extraídas de la literatura psicoanalítica en
las que pueden vislumbrarse algunas condiciones básicas que deben presentarse para
que la elaboración de la pérdida objetal se desarrolle con normalidad:
135
Objetos externos y proseguir la marcha de sus identificaciones. En el duelo sano, las
adherencias al Objeto deben elaborarse como recuerdos, como episodios vividos
objetivables, temporalizables. Si la adherencia es masiva, el desprendimiento no se
consuma y además la pérdida adquiere una cualidad traumática, en virtud de la cual el
Objeto subsiste como un «Estado dentro del Estado», como un Objeto enquistado,
que no es representable, ni mentalizable, ni historizable.
Si no se produce el desprendimiento, nos hallamos ante el muerto-vivo
(Baranger, 1969) que subsiste inmune al paso del tiempo, atemporal, convertido en
una personalidad autónoma dentro del sujeto, desembocando en la escisión psicótica.
No olvidemos que P. Janet entendía el duelo como un trabajo de aniquilación, lo que
su exegeta D. Lagache (1938) explica como una escisión entre el muerto y los
supervivientes. Eso que más castizamente se concreta en el aforismo «el muerto al
hoyo y el vivo al bollo».
El desprendimiento aplicado al duelo equivale al distanciamiento del Objeto, a
la objetivación del Objeto, valga el pleonasmo, en tanto que la internalización del
Objeto equivale a la subjetivación del Objeto. Laplanche y Pontalis (1968) explican
el concepto de desprendimiento propuesto por E. Bibring en 1943 aplicado al duelo,
no como un desgarro, no como un exorcismo del fantasma del difunto que por fin se
aparta del superviviente, sino como una elección de vida que realiza el sujeto. Éste
decide vivir, en vez de compartir, con la pesadumbre y la congoja, el destino de
muerte del Objetoperdido. Esto significa situarse ante el Objeto muerto afirmando la
propia vida, sin sentirse culpable por ello.
136
suicidio («el Yo ha de destruirse si el objeto ha muerto»).
El concepto de identificaciones orbitales y de identificaciones nucleares se
debe a J. O. Wisdom (1962), siendo las primeras causantes de una modificación del
mundo interno pero no causantes de alteraciones estructurales del Yo, mientras que
las segundas afectan a la identidad esencial, a la estructura cardinal del Yo,
metamorfoseado simbióticamente de forma que no quepa distinguirse entre lo propio
y lo ajeno. Esta misma categorización ha sido definitivamente profundizada y
ampliada por L. y R. Grinberg (1980).
Si la separación respecto a los Objetos libidinales primarios era condición de
acceso desde la relación autoerótica inicial al narcisismo primario (Freud, 1914), y si
la fase de identificación narcisista ha de superarse para acceder a las relaciones de
Objeto maduras, es preciso concluir que los Objetos (tanto en su forma anaclítica
como narcisista) son necesarios para la construcción de la identidad yoica; pero
separarse de ellos, tanto a nivel físico como a nivel psíquico, es imprescindible para
adquirir o continuar el proceso de individuación que dura de principio a fin de la
existencia.
En los duelos hay que separarse de los Objetos, aprender a vivir sin ellos,
prescindir de su ayuda. Por este motivo un duelo sano ayuda a crecer psíquicamente
porque recuerda al Yo su autonomía y su individualidad (M. Mahler, 1984). Por ende,
un duelo sano favorece también el reenganche con los Objetos futuros. Hace ver que
la vida sigue, con un variado abanico de ofertas y de Objetos. Usobiaga (1997) afirma
que las identificaciones con los Objetos no son exclusivas de las fases tempranas del
desarrollo, sino que duran siempre, hasta nuestra propia muerte, porque cuando cesan
significa que el mundo ha muerto y entonces el Yo envejece y muere (por inanición).
137
por otros Objetos libidinizables, en vez de la conservación de los Objetos del pasado.
López Peñalver (1999) sugiere que la rigidez de las fijaciones a los Objetos perdidos
o muertos aumenta si no aparecen nuevos posibles destinos de la libido en el exterior.
Dicho de otro modo, si el sujeto, además de sentirse solo, está realmente solo, va a
mantener su adherencia patológica, inmune al paso del tiempo, respecto a los Objetos
arcaicos.
La estremecedora sentencia de Freud «la sombra del Objeto cae sobre el Yo»,
inserta en su soberbio «Duelo y Melancolía» (1917), pone sobre la pista de que en el
duelo patológico las condiciones anteriores no se cumplen y el Objeto perdido
funciona como Objeto perseguidor desde dentro del Yo. La amenaza que se cierne
sobre el Yo proviene de un Objeto con el que se ha mantenido una relación
extremadamente dependiente o extremadamente negadora de la dependencia. En el
primer caso, se teme que su muerte implique la propia muerte; en el segundo, que el
muerto regrese para restañar el daño causado por la agresividad. El duelo presenta
unos requisitos que vamos a ir desentrañando:
1. Relación previa simbiótica. Frases como «no poder vivir el uno sin el otro»,
«ser una piña», «no soy nada sin ti», «no hay yo ni tú, sino nosotros», aparte de su
patetismo o de la dudosa exaltación romántica, son indicativas de la mezcla
confusional interobjetal que disuelve las fronteras de la identificación personal o
138
ambivalente. Sobre todo, cuando el componente agresivo es poco consciente o está
desplazado a otras áreas no directamente relacionadas con lo interpersonal. Se señala
con frecuencia que las personas más propensas a un duelo patológico —estancado,
diferido, crónico—, son aquellas que han establecido vínculos simbióticos
confusionales o las que han establecido vínculos ambivalentes.
En aquellos, se desatarán presumiblemente toda clase de estrategias defensivas,
negadoras de la pérdida —lo queinevitablemente aplazará o cronificará el duelo—,
pues el Objeto ha estado tan adosado inextricablemente al Yo que su corte o
separación amenaza la propia supervivencia. En éstos, la culpa persecutoria por la
agresividad experimentada hacia el Objeto descarga sobre el Yo toda la retaliación y
venganza, propiciándose mecanismos de vuelta contra sí mismo de la agresividad e
idealización delirante del desaparecido, procesos ambos característicos de la
melancolía.
Tales circunstancias propician la permanencia de lo que F. Cesio (1960)
denominaba el «objeto aletargado» o W. Baranger (1969) califica como el «muerto-
vivo». El muerto sigue viviendo, funcionando como alter alucinatorio, autónomo,
vigilante (el muerto protector de la película Ghost; el muerto-vigilante de la película
Psicosis; el muerto-alma en pena de El fantasma de Canterville, etc., la perseguidora
muerta de Rebeca que sobrevive en la casa y en el recuerdo del ama de llaves con
vibrante fisicidad, son sólo algunas conocidas plasmaciones cinematográficas de este
concepto). El «muerto-vivo» prolonga su existencia real dentro del superviviente, que
vive sometido a él —a su exigencia fantasmática, a su venganza, a su veneración, a su
obediencia— hasta su propia extinción. Winnicott (1964) describía esta singular
forma de preservación de los Objetos o vivencias resistentes al desgaste del tiempo,
como «encapsulación». Bowlby (1983) etiqueta como «ubicaciones inapropiadas de
la presencia del muerto» las sensaciones de que el muerto sigue presente dentro de
uno mismo (dentro de la cabeza, dentro del vientre, etc.); se aparece, interpela o llama
al vivo (ilusión o alucinación óptica, acústica, olfativa o táctil), impone o aconseja
ciertas conductas, etc. En estos casos, indudablemente, se combinan elementos de
negación de la realidad con mecanismos adaptativos o defensivos a la nueva realidad.
Digamos que transitoriamente, dichas ubicaciones inapropiadas del difunto forman
parte de la conducta exploratoria generada por el shock y la hipervigilancia tras el
óbito y que cumplen, en este sentido, una función transicional defensiva entre el
mundo previo y el mundo posterior al traumatismo de la pérdida. Pero la anómala
duración de dichas ubicaciones signa la entrada en la locura. En otro lugar, Baranger
dice:
139
superviviente en una fusión indestructible pues ha traspasado la muerte física,
impidiendo el desprendimiento y prolongando el vínculo como si nunca se hubiera
interrumpido. A. Green agrega que ese agujero «abriga en negativo la imagen del
objeto perdido». Estas relaciones parásitas, más allá de la muerte, bloquean el trabajo
de duelo porque se ha producido una identificación introyectiva con el difunto y el
superviviente se convierte en un ventrílocuo o en un autómata que obedece al Objeto
introyectado. Coincidimos, en este sentido, con varios autores —sobre todo Bowlby
— cuando apunta que el mecanismo de identificación con el objeto perdido suele
asociarse con los procesos de duelo patológico, y no tiene la universalidad que Freud
le atribuyó. Bowlby interpreta las IOP como reacciones patognomónicas de, y
restringidas a los duelos incompletos o crónicos, pudiendo adoptar varias
modalidades:
140
experimentan tras la muerte fuertes ataques autodestructivos y reproches
autopunitivos al interpretar en una suerte de fantasía delirante melancólica que fue su
deseo de muerte inconsciente el que mágicamente provocó la muerte o la
desaparición del Objeto.
Es a este tipo de melancólicos a quienes Abraham atribuía el mecanismo de
incorporación oral respecto al difunto. Tal forma de preservación del Objeto ausente
daña el narcisismo, al vivirse el sujeto superviviente amenazado desde dentro de su
propio Yo o Superyó por imagossádicamente cargadas. Orozco (1997) prefigura la
desintrincación de la pulsión de muerte, tras el fallecimiento del objeto ambivalente,
como causa de la tendencia al suicidio o al desarrollo de enfermedades letales durante
los procesos de duelo patológicos. Agredirse a sí mismo es una actuación, no tanto
masoquista, sino sádica hacia el Objeto interno, liberando todo el odio que la
idealización consciente había mantenido reprimido.
El Objeto internalizado del melancólico sigue la metáfora del Alien, se
comporta con la autonomía de un cuerpo extraño que va invadiendo y arrasando el
espacio yoico, agrediéndolo y provocando la destrucción psíquica (melancolía) o
física (suicidio, enfermedad) del sujeto superviviente. Lo característico, en este
desenlace, es la culpa persecutoria, donde prevalece el miedo y la necesidad de ser
castigado por la hostilidad hacia el Objeto perdido: «he sido malo con el otro, ahora
debo sufrir (o morir) yo también». Grinberg explicita:
141
inmodificada por el paso del tiempo, como «objeto interno moribundo» (F. Cesio,
1960), transformándose en un tumor psíquico, en pulsión de muerte.
La conclusión que se desprende de todo ello es que la probabilidad de realizar
un duelo patológico depende de la no resolución de microduelos o traumas a lo largo
de la vida. Los traumas y los duelos no elaborados actúan como un sedimento
acumulado de restos de cargas de Objeto internalizadas que amenazan producir un
corrimiento o un derrumbe yoico ante la afluencia de una nueva excitación traumática
(C. A. Paz y T. Olmos, 1996). En este sentido, una muerte puede ser previsible y no
suponer a priori riesgo especial de desestabilización; pero si se suma a duelos
anteriores no metabolizados, desencadenar una reacción catastrófica. A. Green (1999)
señala en Narcisismo de vida, narcisismo de muerte, que los traumas van generando
una especie de «adherencias», en las zonas donde se produjo dolor, creando un
«callo» o «caparazón protector y preventivo» a costa de reducir el placer de vivir. Ese
caldo de cultivo psicasténico, la depresión esencial (P. Marty, 1995), la anhedonía,
son el lecho caracterial sobre el que una muerte puede llegar a incubar un duelo
melancólico o una desorganización somática grave.
142
variables, pero sí permite plantear la hipótesis de su enlace: el duelo por la muerte de
un ser querido induce déficits funcionales en el sistema inmune del superviviente de
tal modo que aumenta el riesgo de incubar o desarrollar enfermedades e, incluso, de
morir, si la somatización es grave y se descompensa la pulsión de muerte.
También Freud presentó esta conexión en 1912, en Sobre las causas
ocasionales de la neurosis, resaltando la pérdida de Objeto como factor de frustración
precipitante de síntomas neuróticos y neurasténicos (en el sentido dado por Freud a
las neurosis actuales). Si bien, en esta obra relativamente temprana —en todo caso
anterior a la introducción del concepto de pulsión de muerte— la somatización sería
la eventual resultante de la acumulación de libido no descargada, siguiendo el modelo
hidráulico del principio de inercia (carga/descarga) típico de la primera parte de su
obra: «La felicidad coincide aquí con la salud y la desgracia con la neurosis» (Freud,
1912, pág. 1718).
Freud concebía el Objeto como potencial fuente de gratificación y de
satisfacción de las necesidades del sujeto, no como el otro vincular cuyo sentido no se
limita a encauzar la descarga libidinal, sino que además ofrece compañía, amor,
seguridad, estabilidad referencial o sensación de pertenencia y participación en un
proyecto vital compartido. Bowlby en 1973 critica insistentemente este punto de vista
freudiano, introduciendo el concepto de apego, del cual el componente libidinal es
uno entre varios, pero no necesariamente el primordial. El riesgo de morbilidad
derivaría de la ruptura con el apoyo afectivo sustentador del sujeto, lo que acarrearía
la ansiedad, la búsqueda ansiosa del Objeto y, en casos extremos, la muerte como
posibilidad de re-unión con el Objeto perdido. Pollock señalaba esta eventualidad
como «reacción de aniversario» y justifica el aumento de morbilidad así:
Groddeck en su fascinante Libro del Ello (1923) intuyó la vía regia que va
desde el inconsciente al soma, o desde el ello (recipiendario de pulsiones) al soma. A
fin de cuentas, el de pulsión es un concepto limítrofe (Freud, 1905)entre lo físico y lo
somático. Ferenczi subrayó la claridad con que Groddeck atisbó el paso desde la
intención inconsciente (por ejemplo, morir para así estar junto al objeto perdido
muerto) a la enfermedad:
143
Groddeck sitúa a estas tendencias como conditio sine qua non de toda
enfermedad (S. Ferenczi, 1921, tomo III, pág. 161).
144
de satisfacción sádica en su Yo al percatarse de su dolor, de su enfermedad,
interpretándolo como penitencia por la hostilidad y el odio respecto al Objeto
perdido. R. Fernández destaca, por su parte, que las somatizaciones son duelos
vividos en la esfera del cuerpo, preferibles a la percepción de la añoranza por lo
perdido:
Al igual que ocurre en los suicidas, enfermar o incluso morir, puede servir para
«agredir a un Objeto interno» o incluso «para reunirse con un Objeto amado, a
menudo muerto» (P. Guillem, 1998, pág. 101). En la moderna —y así llamada
psicología de la salud— se habla de la constelación suicida compuesta por rasgos
caracteriales estables o circunstanciales como: dependencia, rigidez, desamparo,
desesperanza y neuroticismo. Curiosamente, dicha constelación conduce, con una
frecuencia estadísticamente significativa, a comportamientos suicidas o parasuicidas,
pero también al desarrollo de neoplasias cancerosas (R. Greenberg, 1981). La
somatización es una expresión contraevolutiva, más que regresiva, de la
desorganización del aparato psíquico presidido por la pulsión de muerte.
En los casos de somatización durante los períodos de duelo por pérdida
traumática de objeto, contraer o desarrollar, sin ofrecer apenas resistencia, una
enfermedad crónica o letal cumple un cometido de «equivalente suicida» de los
derivados melancólicos y autopunitivos menos mentalizados. El Instituto
Psicosomático de París (P. Marty, Ch. David, M. de M’Uzan, etc.) establece un
paralelismo entre el suicidio, el delirio y las somatizaciones mortíferas en cuanto
alternativas en los casos de desorganización psíquica grave.
La descompensación psicosomática explicita en otro lenguaje el fracaso del
funcionamiento mental (M. Utrilla, 1987-1988); y, si el trastorno orgánico reviste
gravedad, puede entenderse como el equivalente de una psicosis en el plano psíquico.
En la somatización, es elcuerpo el escenario del duelo, en vez del aparato mental. (M.
de M’Uzan, 2000). Es claro, aunque no se haya comprobado de forma clínicamente
inequívoca, la asociación entre cierto tipo de personalidad, concretamente la
denominada tipo C, y la aparición de tumores cancerosos. La personalidad tipo C
describe a personas no agresivas (de agresividad inhibida), muy cooperativas, poco
asertivas y con grave alexitimia, dependientes, evitadoras de conflictos e intolerantes
a la frustración:
145
inhibición y negación de las reacciones emocionales negativas como la
ansiedad, agresividad e ira; y por otra parte, la expresión acentuada de
emociones y conductas consideradas positivas y deseables socialmente,
tales como excesiva tolerancia, extrema paciencia, aceptación estoica de
los problemas y actitudes de conformismo en general, en todos los
ámbitos de la vida (Cardenal Hernáez, 1997, pág. 568).
146
sujeto, sin que podamos siempre comprender la razón (C. Smadja, 1995,
pág. 219).
7. CONCLUSIÓN
… el dolor más agudo brota de las cosas sobre las que mentalmente
hicimos aletear la sombra del ausente (M. Delibes, 1947).
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159
COLECCION QUÉ ES…
160
TÍTULOS PUBLICADOS
161
1 El término formación reactiva es, tal vez, usado ambiguamente aquí en un
sentido intermedio entre la identificación con el agresor y la transformación en su
contrario, mecanismos de defensa ambos que consolidan identificaciones.
2 En la cita de White faltan otras acepciones, y sobre todo la de identificación
proyectiva, proceso mucho más relacionado con la escuela kleiniana y con el trabajo
de Meltzer o Grinberg (1985). La identificación proyectiva que ha recibido
numerosos estudios cabe entenderse como la disociación y proyección de partes del
self hasta el núcleo del Objeto, lo que a su vez puede desembocar en ulteriores
introyecciones o identificaciones introyectivas.
162
Índice
Portada 2
Créditos 5
Dedicatoria 11
ÍNDICE 9
INTRODUCCION .—¿HAY UN CAUCE QUE ENLACE LAS
13
EMOCIONES Y LA ENFERMEDAD?
CAPITULO 1.—ELEMENTOS ESENCIALES DE LA
TEORIZACION PSICO - SOMATICA DEL IPSO: 21
VOCABULARIO E HIPOTESIS BASICOS
1. De las emociones a la enfermedad 21
2. La original propuesta de la Escuela de París 23
3. Premisas inexcusables que distinguen el andamiaje teórico del IPSO 24
4. Piedras angulares del proceso psicosomatico 25
CAPITULO 2.—DE LO TRAUMATICO E INELABORABLE
A LO SOMATI- ZADO: MECANISMOS Y PROCESOS DE 48
LA DESCOMPENSACION
1. De lo traumatico e inelaborado 50
2. El espesor del preconsciente 54
3. Nueva clasificacion nosografica 58
4. Neurosis de caracter y neurosis de comportamiento 61
5. Fijaciones, regresiones y desorganizaciones progresivas 62
5. 1. Fijaciones somaticas 63
5. 2. Regresiones somaticas 64
5. 3. Desorganizaciones progresivas 66
CAPITULO 3.—VARIEDAD DE SOMATIZACIONES Y
70
SINGULARIDAD DE LOS SOMATIZADORES
1. ¿Ante que tipo de somatizacion podemos encontrarnos? 70
2. El investigador psicosomatico, lector del cuerpo 74
3. Indicadores que hay que consignar 78
4. Estabilizaciones psicosomaticas singulares 79
5. Somatizacian benigna y maligna 82
6. Otros factores coadyuvantes y pronasticos........... 85
CAPITULO 4.—ABORDAJE DE LOS PACIENTES
PSICOSOMATICOS. OBJETI- VOS, TÉCNICA Y
89
163
DIFICULTADES ESPECIALES
1. Conduciendo la entrevista psicosomatica 89
2. Peculiaridades de la tecnica 95
3. Peculiaridades de la psicoterapia 97
4. Ciertas dificultades especiales 102
CAPITULO 5.—EL DOLOR FISICO COMO DUELO DE SI
MISMO. CONCRE- CIONES ONTOLOGICAS Y 109
OBSERVACIONES PSICOANALITICAS
1. El cuerpo doliente 109
2. El silencio y el ruido: el dolor como grito del cuerpo 111
3. Ontologia psiquica del dolor 115
4. Metapsicologia del dolor 119
5. Dolor y duelo de si mismo 123
CAPITULO 6.—LA IDENTIFICACION CON EL OBJETO
PERDIDO. UNA EXPLICACION PSICODINAMICA DE LA 126
MORBILIDAD DURANTE EL PE- RIODO DE DUELO
1. Exegesis del concepto freudiano de identificacion con el Objeto Perdido 126
2. Desbrozando conceptos confusos 129
3. Pérdida de objeto. Muerte y duelo 133
4. Condiciones del duelo normal 134
5. Condiciones del duelo patologico 138
6. Somatizacion y morbilidad en el periodo de duelo 142
7. Conclusion 147
BIBLIOGRAFIA 148
164