Mannoni UNIDAD 1
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Prefacio de Doltó
Sobre la especificidad del Psicoanálisis: en un medio que comparte, desde la salud mental,
junto con la psicotécnica, la orientación, la readaptación y la psicoterapia. El lugar del
psicoanálisis, no es el de moralizar, moldear, influir, lograr conductas adaptativas. Su
función tiene que ver con el descubrimiento de los procesos Incc. Del sujeto que acude en la
búsqueda de resolver atender a un síntoma, síntoma que es tenido en cuenta como aquello
que significa para quien los porta, los padece.
El analista no está para juzgar, su función es la de escuchar el discurso y sobre todo aquello
no dicho, lo que se cuela por medio de las formaciones del Incc. Es decir la vía regia del
Incc, sueños, actos fallidos, chistes, lapsus y fundamentalmente el síntoma.
Mediante el método de la asociación libre en la cual el paciente se compromete a decir todo a
quien todo lo escucha, y de esta forma se remonta a los fundamentos del psiquismo. Por
medio del lenguaje que es especifica de la condición humana, función simbólica que se
organiza y se manifiesta por medio del lenguaje.
No dando respuesta directa al pedido por parte de los padres en hacer desaparecer el
síntoma.
El niño dice Doltó ya está predeterminado, incluso antes de nacer, en relación al lugar que
vendrá a ocupar para sus padres. Está ya marcado por la forma en que lo esperan, en el que
se pone en juego su existencia real, con relación para las proyecciones icc, de sus padres.
En el que la relación dinámica: padres – hijos tendrá valor estructurante.
Donde el lenguaje se detiene, lo que sigue hablando es la conducta. El niño por medio de sus
síntomas encarna el conflicto familiar. El niño soporta las tensiones del conflicto de la
dinámica emocional sexual, de los padres. Que como consecuencia produce una
contaminación mórbida, que se incrementa producto del silencio y el secreto.
Aquello que se oculta, pero que el niño viene a sostener inccmente en esa relación triangular
de padre, madre e hijo. La cual es patógena cuando viene a ocupar un lugar como prótesis,
de alguno de la familia parental.
Doltó dice que hay tres causas, además de la edípica que pueden traer aparejado la condición
patógena en el niño que está en plena etapa de estructuración.
*Falta de presencia
*Ausencias en una situación socialmente sana.
*Falta de respuestas.
MANNONI, Maud. "La Primera entrevista con el Psicoanalista". 1965. Prefacio Doltó.
D.
MANNONI, Maud. "El niño, su enfermedad y los otros". Ed. Nueva Visión, 2008. (CAP
I).D.
El síntoma o la palabra
La aportación de Freud reside ante todo en indicarnos que, en un análisis, no se trata de un
individuo que se enfrenta con la realidad ni de su conducta, sino por el contrario, del
desconocimiento imaginario del yo, es decir, de las sucesivas formas de identificaciones, de
engaños, y de alienaciones que expresan una defensa frente al advenimiento de la verdad del
sujeto.
El psicoanálisis de niños no difiere en su espíritu del psicoanálisis de adultos
Lo que demanda el niño desesperado es la palabra precisa, para “palabra maestra” que
invoca en estado de crisis, para que a través de ella pueda conquistarse el dominio sobre
algo: el niño reclama el derecho de comprender lo absurdo que le sucede en determinada
reacción agresiva suya.
La palabra precisa no es, pues, fácil de introducir porque remite a la madre a su propio
sistema de referencias. Si ciertas respuestas deben quedar precluidas para ella, entonces al
niño le será difícil introducirse su pregunta como no sea por medio del desorden de su
comportamiento.
El niño busca la palabra adecuada a costa de innumerables rodeos y está dispuesto a mentir
para que se le diga (o se le devuelva) la verdad.
El síntoma se convierte en un lenguaje cifrado cuyo secreto es guardado por el niño. No son
los mitos lo que molesta a los niños (cigüeña, repollo), sino el engaño del adulto que adopta
la pose de estar diciendo la verdad y de ese modo bloquea al niño en la sucesión de sus
incursiones intelectuales.
El factor traumatizante, tal como se lo puede vislumbrar en una neurosis, no es nunca un
acontecimiento de por sí real, sino lo que de éste han dicho o callado quienes están a su
alrededor. Son las palabras, o su ausencia, asociadas con la escena penosa las que le dan al
sujeto los elementos que impresionan su imaginación.
Una cura psicoanalítica se presenta como el desarrollo de una historia mítica. Es posible
volver a encontrar en la historia del sujeto esa palabra de la madre, que siga al traumatismo y
permanece como una marca de la que el discurso del sujeto conserva la impronta. El
fantasma, e incluso el síntoma, aparece como una máscara cuyo papel consiste en ocultar el
texto original o el acontecimiento perturbador. El síntoma incluye siempre al sujeto y al
Otro. Se trata de una situación en la cual el enfermo trata de entender, dando un rodeo a
través de un fantasma de castración, la manera en que él se sitúa frente al deseo del Otro.
“¿Qué quiere de mí?” es la pregunta que se plantea más allá de todo malestar somático. La
tarea del médico consiste en hacer que rebote la interrogación que el sujeto formula sin
saberlo, pero para ello es necesario que sea capaz de dirigir su escucha hacia otro lugar,
diferente del sitio en que surge la crisis.
Erikson nos muestra que una cura tiene sentido cuando logramos hacer rebotar la pregunta
no únicamente en el niño sino también en los padres. De este modo no reconstruimos un
pasado real sino que seguimos el desarrollo de un tema mítico en el cual el enfermo y su
familia ocupan un puesto aunque no lo sepan. El rigor con que es conducida la cura le
permite extraer un material que ilumina la situación de manera decisiva. A través de la
presentación de ese material asistimos a las diversas permutaciones del tema inicial, las
cuales nos hacen comprender cómo se sitúan el niño y su madre frente a la interrogación
inconsciente: “¿qué quiere de mí?”. A partir de ese momento el discurso madre-niño se dará
por referencia al analista y hará surgir de ese modo un sentido allí donde hasta ese momento
solo había conducta agresiva o expresión somática.
Lo que cuenta no es el acontecimiento real sino el engaño del adulto acerca del incidente.
Entonces el niño se encuentra ante un dilema: denunciar el engaño – lo que lo salvaría – o
mistificarse (en la medida en que tiene puesto como soporte de una mistificación que el
adulto necesita).
El deseo parental inconsciente debería leerse en los actos pero no en palabras. El
inconsciente del niño que está informado hasta cierto punto de lo que la madre desea o
rechaza. Allí donde, en las frases de la madre, el adulto puede ver sólo aquello que él llama
lo manifiesto, el niño, menos reprimido, recibe un mensaje más rico. La lectura del mensaje
exige que uno se desprenda de una realidad siempre engañadora para dirigir la interrogación
al ámbito del deseo.
La palabra verdadera se transforma en lo que cabría llamar un discurso sintomático que
difiere de los demás síntomas. El síntoma viene a ocupar el puesto de una palabra que falta.
El niño introduce en el diálogo su posición respecto del deseo materno porque ese deseo no
tiene importancia, no es lo que está en juego. El síntoma viene como máscara o palabra
cifrada. En ese síntoma participa la madre.
Al distinguir lo real de lo imaginario y de lo simbólico, Lacan permitió que en el
procedimiento clínico se evitará el contrasentido al hacer que la cura girase alrededor de la
manera en que el sujeto se sitúa ante el deseo del Otro, permite explicar en un plano teórico
aquello que le ocurre y que es ajeno a toda relación con la realidad o con el entorno.
El síntoma aparece por cierto como una palabra por medio de la cual el sujeto designa la
manera en que se sitúa con respecto a toda relación de deseo.
El sujeto no tiene que constituirse por medio de su palabra ni hacerse reconocer a través de
ella, sino que se le pide que viva una experiencia relacional para adaptarse a un estilo de vida
reconocido como normal. En vez de enfocar el texto en un discurso ayudando a que le niño
pueda hacer rebotar los elementos significantes, se convierte al discurso en una especie de
naturaleza muerta cuya significación conoce el analista; de este modo, recogemos esquemas
donde se explican las fijaciones del niño a determinado estadío del desarrollo psicológico,
estadio acompañado por determinada “organización pulsional y defensiva”, por determinada
“estructura del yo” o por determinada forma de “relación objetal psicótica”: también los
dibujos adquieren una “significación”.
Esta técnica se funda en una teoría psicoanalítica que remite al paralelismo psicofísico: el
analista se mantiene como observador fuera del campo del enfermo; este último es
objetivado en su palabra y en su conducta, es sometido al juicio sano del adulto. El paciente
es un sujeto-objeto llamado a “curarse” si toma conciencia de lo que es patógeno en su
conducta. Se lo invita a readaptarse. Tales criterios analíticos se fundan en la creencia en un
yo fuerte o débil, llamado a oponerse a fuerzas instintivas más o menos poderosas. Todas
estas nociones enmascaran la contratransferencia del analista. Así, la realidad con la que se
enfrenta el paciente en el análisis es ciertamente el mundo fantasmático del analista, lo que a
este se le escapa, protegido detrás de una seguridad teórica que sólo puede conservar su
carácter implacable a costa de una especie de condena del enfermo a su status de enfermo.
El niño se introduce en el análisis por medio del Yo [Je] de un discurso en el que plantea una
pregunta vinculada con el deseo del Otro, pero pronto se sitúa en un discurso impersonal (el
mito) o se refugia en un discurso sabio que es el del adulto.
El síntoma se desarrolla, pues, con Otro y para Otro. De este modo, el analista resulta
implicado en el discurso que confía el sujeto.
El análisis no es una relación de dos en la que el analista se designa como objeto de
transferencia. Lo que importa no es una situación relacional sino lo que ocurre en el discurso,
es decir, en el lugar donde el sujeto habla, a quien se dirige, y para quien lo hace. Cualquier
interpretación sólo puede hacerse teniendo en cuenta el registro en el cual se encuentran el
analista y el analizado. Si se falla en esto, se está expuesto a contrasentidos. Recibimos el
material aportado por el niño en el sitio donde la transferencia nos ha colocado.
Los temas fantasmáticos son intentos de simbolización para el niño; la historia mítica lleva a
menudo en sí misma la solución, la curación.
Abordar el psicoanálisis en niños no es cosa fácil, es en esta disciplina donde asistimos al
mayor número de controversias acerca de cuestiones vinculadas con la técnica. El niño y su
familia plantean al analista un problema; a través de la cura que emprende, el mismo se
encuentra cuestionado.
En 1927, Anna Freud reserva el análisis de niños a aquellos cuyos padres habían sido
analizados. La escuela de Viena es la primera que emprende el análisis de niños de padres no
analizados; se preocupa por tener frecuentes entrevistas con ellos.
Cuando al discurso del sujeto se le opone la “realidad”, lo que se escapa es la “palabra
verdadera” y se la reemplaza por una palabra o por una máscara engañadora, es decir por el
síntoma que persiste. El advenimiento de la palabra del sujeto se encuentra así
comprometido. El sentido sólo puede aparecer cuando en el discurso se sitúa mejor al sujeto
en relación a su demanda y al deseo. Lacan nos muestra qué es lo que el sujeto deseante
espera del Otro; recibir lo que le falta a su palabra. Para él (el sujeto) la palabra es un
mensaje. El sentido oculto se halla inscripto en el síntoma. Es desde el lugar del analista
desde donde el sujeto articulará cierto discurso. Lo que se le devuelve es su verdad,
enmascarada hasta entonces en la enfermedad o en el sufrimiento. Dentro de esta
perspectiva, no hay diálogo analítico, sino que hay un vasto discurso que se retoma desde el
lugar de Otro en un movimiento que abre el acceso a lo simbólico, desprendiendo al sujeto
de toda captura imaginaria.
La situación del sujeto en el síntoma puede comprenderse como el efecto de un no
reconocimiento dentro de un cierto tipo de relación con el otro. Este hecho subraya la
importancia de que el analista sitúa aquello que, en el discurso de su paciente, se dirige al
otro (imaginario) o al Otro (lugar de la palabra): si no se lo reconoce, se está expuesto a
graves malentendidos.
Como analistas, tenemos que enfrentarnos a la historia familiar. El niño que nos traen no está
solo, sino que ocupa un sitio determinado en el fantasma de cada uno de los padres. En
cuanto sujeto, él mismo se encuentra a menudo alienado en el deseo del Otro. El discurso
del niño nos revela siempre un tipo particular de relación con la madre. La enfermedad del
niño constituye el lugar mismo de la angustia materna, una angustia privilegiada que
generalmente interfiere la evolución edípica normal. El valor otorgado por la madre a
determinada forma de enfermedad transforma a esta última en objeto de intercambio,
creando una situación particular en la que el niño tratará de escapar al dominio paterno.
La realidad de la enfermedad no es subestimada en ningún momento en un psicoanálisis,
pero se trata de desentrañar de qué manera la situación real es vivida por el niño y por su
familia. Lo que adquiere entonces un sentido es el valor simbólico que otorga el sujeto a esa
situación en resonancia con cierta importancia de palabras pronunciadas por quienes lo
rodean acerca de su enfermedad.
Cualquiera sea el estado real de deficiencia o perturbación del niño, el psicoanalista trata de
estructurar la palabra que permanece solidificada en una angustia o recluida en un malestar
corporal. En la cura, lo que va a reemplazar a la demanda o la angustia de los padres y del
niño, es la pregunta del sujeto, su deseo más profundo hasta que entonces estaba oculto en un
síntoma o en un tipo particular de relación con el medio, ideologías, normas educativas,
regulaciones del cuerpo, que forman un conjunto donde está presente el mito familiar.
Lo importante es entender que el mito familiar no es fácilmente visualizable. En la práctica,
el mito familiar hay que sonsacarle y deducirlo; suele pasar cierto tiempo antes que se filtre
algo que reconozcamos como parte de él.
Por lo general, la regla es que el mito familiar en un análisis lo extraemos de a trozos. No
basta con las primeras entrevistas, a lo sumo estas nos permiten situar algunos de sus
aspectos y sintonizar algo de su tendencia dominante. Ya no es cuestión de procurarse
informaciones como saber a qué edad empezó a caminar. Es muy difícil comenzar al
tratamiento de un niño, más aún, pronunciarse por si es necesario o no su tratamiento sin
tener una noción aproximada de los rasgos principales del mito familiar en donde ese niño
está posicionado y cómo. Considero muy importante que se dediquen a tal finalidad las
entrevistas preliminares.
Todos los datos clásicos de una entrevista, todos los detalles dispersos, se vuelven
importantes solo si se los aloja dentro del mito familiar.
Tampoco hay que entender el mito familiar como algo más o menos congruente y unitario,
algo más o menos sistematizado y armónico. Es mejor concebirlo como una red o haz de
pequeños mitos, y así hacer el recorrido de sus incongruencias, contradicciones, lagunas y
disociaciones.
La importancia del mito familiar nos lleva a distinguir dos niveles: el nivel de proceso y de
función. Cuando decimos “niño” en psicoanálisis implicamos la cuestión de la construcción
misma del sujeto, tomamos ambos niveles a la vez: no sólo todo lo relacionado con aquellos
procesos, por ejemplo su trama de fantasía (mundo interno), sino todo lo relativo a las
funciones en las que se apuntala para advenir sujeto, por ejemplo, función paterna, función
materna, las funciones que mentan a los implicados en aquel advenimiento, las funciones de
los hermanos y los miembros de la otra generación, como los abuelos.
Actualmente, ya no pensamos que analizar a un niño es reunirse con él, conocer sus
fantasías, tratar de captar su inconsciente y punto. No porque ello no importe, sino porque
resta incompleto si no añadimos en dónde está implantado, donde vive, en qué mito vive y
qué significa, en ese lugar, ser madre y padre. Sin estos recaudos el tratamiento suele
desembocar en un final abrupto, porque si descuidamos esa dimensión, a los padres desde lo
real pueden derribar el análisis con alguna actuación, no por culpa de ellos, sino de nuestra
omisión.
Un mito familiar bien puede conceptualizarse como un puñado de significantes dispuestos de
cierta manera.
El sujeto acude en busca de significantes que lo representen o tras ciertos cambios en los
significantes que lo representan, o frecuentemente deshacerse de uno. Se trata de un
recentramiento histórico concebir el psicoanálisis antes que nada como donador del lugar, y
no como una máquina hermenéutica.
Debemos tomar en cuenta la eventualidad de que un sujeto no encuentra condiciones
propiciatorias para la producción de significantes que lo representen, y que en su lugar
comparezcan, de manera aplastante significantes del superyó, en una verdadera sustitución
de lo esperable en términos libidinales.
Durante el segundo año de vida es sabido que los niños atraviesan lo que se llama período de
negativismo, en sí saludable, período en el cual diferencian cierto uso del no.
Acontecimiento decisivo por su efecto separador, el niño abandona el cuerpo de los otros y
se muda a otro territorio.