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Graciela Bucci Frascos 1

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Frascos
Graciela Bucci
“(...) Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Ella le
respondió: nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús.” Juan 8. 10-11.

Yo no sabía que iba a pasar lo que pasó. Pedro tampoco. Por eso se borró. Tuve que
hacerle frente a todo casi sola. Decidir o dejar que otros decidieran por mí, por mi
cuerpo, que ya no era solo mío. Y digo casi, porque a pesar de la angustia, y de la
bronca que trataba de esconder pero que le salía como una nube espesa desde los
ojos negros, igual mamá me acompañó.
Mamá tenía razón. Hoy lo comprendo. ¿A dónde iba a ir yo sin trabajo, con
quince años recién cumplidos, y un chico en la panza?
Ella fue la primera que se animó a decírmelo: que no quedaba otra solución, que
iba a perder mi tercer año en la escuela, que si papá se enteraba, que ni siquiera
padre tendría el chico, que ella conocía a una partera porque ya era tarde para
pastillas, que. Ya casi ni me acuerdo. Pero se me quedaron grabadas, como a fuego
esas palabras casi roncas, salidas como sin querer: ahora habrá que meter mano, m
´hija, y después la caricia dura, y mi cabeza apoyada en el vientre siempre abultado
de mamá.
Resultó que la partera era doña Elsa, la vecina de la otra cuadra.
Yo no sabía a qué se dedicaba, solo conocía de vista a esa viejita corta, de
caderas anchas y brazos como de alambre; conocerla me dio un poco más de
confianza. Igual quise ir a hablar, preguntarle cómo iba a ser todo, decirle del miedo,
saber algo que me daba vueltas en la cabeza desde hacía días; y ella me contestó que
al bebé lo iban a buscar los estudiantes de la facultad, los que van a ser médicos, que
lo pondrían en un frasco donde iba a flotar dentro de un líquido, como en mi panza,
sólo que más frío.
Me lo imaginé metido en una casita de cristal. Me pareció una idea rara, una
idea que me hacía arder los ojos, que me quitaba fuerza. Yo necesitaba estar fuerte
para aguantar lo que vendría. Por eso me obligué a no pensar en la mentira de la casa
de cristal.
Nunca supe por qué de ahí me fui a la parroquia; y esperé a que el cura
terminara la misa. Yo, que pocas veces había ido a la iglesia, sentí que él me podía
ayudar. Me equivoqué.
Me habló del pecado, me dijo infanticidio que yo ni sabía qué quería decir, y
excomunión, que tampoco sabía, pero me imaginaba que no era nada bueno.
Entonces, casi tartamudeando, como pude, le expliqué lo de la pobreza, y los siete
hermanos en la casilla, y el esfuerzo de mamá para darnos un estudio, y lo de papá
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que solo venía de vez en cuando, a buscar plata; y también me animé a contarle –con
la cara ardiendo- cuando quería trepársele a mamá por las buenas o las malas
gritándole inmundicias regadas en alcohol, y lo de la falta de trabajo, y que Pedro se
fue ni bien se enteró, pero nada de eso le importaba al cura; seguía agitándome la
mano, como si no me oyera, con un dedo que marcaba una especie de compás y no
había manera de que me perdonara, y me dijo después de la palabra ignorante que
casi se la traga pero alcanzó a largar, algo que entonces me sonó muy largo: habló del
hospital, de una ley de salud, del control de la natalidad; no sé bien qué más me
habrá dicho.
Yo lo escuchaba casi sin mirarlo (me daba vergüenza y un poco de miedo
chocarme los ojos con los suyos), y quise decirle, pero el nudo en la garganta no me
dejó, que fue un accidente, después de un baile en el club social donde corría mucha
cerveza, y que estábamos todos un poco locos por la bebida y que Pedro tampoco
quiso, (por eso escapó). Pero él seguía con el dedo como un sube y baja, y la cara
seria, acusándome, y esa boca de labios finos, que de a ratos me largaba borbotones
de culpas.
Y si él, que era cura, para eso había estudiado, y que sabía hablar y pensar bien,
y que estaba del lado de Dios, reaccionaba así, me imaginé la paliza que me daría mi
padre si se enteraba; no solo a mí, también a mamá, por no cuidarme la entrepierna,
como decía siempre él.
Por eso, todo fue un secreto de dos: mi mamá y yo; Pedro, hacía rato que no
contaba en la historia.
La verdad, doña Elsa fue más rápida de lo que suponía. Me decía que me
quedara tranquila, que eran muchos años de experiencia, que no había tenido
problemas con ninguna mujer, que trabajando bien no había por qué tener miedo,
que iba a pasar rápido el dolor.
Pero no me habló del otro dolor. De ese que lastimaba el pecho, el que venía de
adentro, como empujando, como un puño que se queda en la garganta y que, a
veces, todavía me pasa, explota hasta que lloro. No puedo evitarlo; ese dolor no se
va, al contrario, se hace más rebelde cuando pasan los años, cuando veo jugar a los
chicos, cuando les canto a mis sobrinos, cuando pienso si a él, o a ella, no sé, le
hubiera gustado escucharme.
Por eso, por el dolor, por el olvido que fue mentira, sin decirle nada a nadie, ni
siquiera a mi madre, tomé la decisión.
Ella a veces me encontraba llorando, disimulaba, como si no me hubiera visto;
pero yo sabía que sí. Por la forma de acariciarme el pelo, por el pobrecita m’hija que
se le escapaba en un suspiro corto, por la mano ajada que buscaba el pañuelo en el
bolsillo de su delantal eterno, casi tan gastado como ella.
3

No le pude contar lo que había pensado y machacado en el silencio de las


noches, quietita, callada, para no molestar a Nati que dormía en los pies de mi cama.
Tampoco le dije –no me hubiera entendido, ella no entendía muchas cosas- qué
castigo haber nacido mujer; tantos miedos, tanto recibir golpes con la garganta
apretada y la sangre hirviendo, tanto vientre preñado, a veces sin quererlo.
Ni le dije lo de los sueños; sueños con cuerpo de mujer y cara de bebé, sueños
con verdugos, sueños de muerte, sueños que me dejaban sin ganas de dormir y con
un miedo ácido pegado en la piel.
Es la culpa, después, con el tiempo, va pasando, me dijo mi amiga Inés que de
eso sabía. Pero no le creí; ella había perdido la risa y el brillo en los ojos.
Hasta que un día me animé.
Tomé el colectivo azul y rojo. Yo apenas sabía viajar, le pregunté a un kiosquero
dónde era la calle Paraguay; se dio cuenta de que yo ni idea tenía porque me explicó
todo con paciencia, con números y señas, y hasta salió un poco del puesto para
mostrarme la parada. Buen hombre parecía el kiosquero. Siempre me acuerdo de él.
Llegué bien.
Me quedé un momento como indecisa cuando me encontré con esa mole de
piedra desteñida, con tantos escalones y tantos ojos subiendo y bajando que
parecían clavarse justo encima de mí. Pero tomé coraje, traté de no pensar, y, casi
corriendo, me encontré arriba. Una vez adentro me armé de valor y me acerqué a un
muchacho con guardapolvo blanco, que me di cuenta de que era un estudiante, por
lo joven, y como sin respirar me salieron agolpadas las preguntas, y varias veces le
dije lo de los frascos, lo de los fetos que me había contado la partera, lo del líquido
frío parecido al agua. Se sonrió como de costado, como con una lástima escondida
detrás de la sonrisa, pero entenderme me entendió, porque él mismo me acompañó
al primer piso y me dijo: es ahí, pedí permiso y entrá.
Y se fue.
Me quedé sola, temblando, en un pasillo largo y húmedo que parecía un tubo, y
miré el cartel enorme tan blanco, con letras tan negras y marcadas que se me
borroneaban por los nervios: “Anatomía”, decía.
Entré.
No tuve que pedir permiso.
Por suerte no había nadie.
Enseguida los vi. Estaban justo frente a mí. En fila, arriba de un mueble.
Ordenados. Muchos frascos de vidrio, limpísimos, con tapa, con etiquetas blancas y
parejas, escritas con letras azules y parejas, como a máquina, con el líquido adentro
parecido al agua, todos flotando, enroscaditos y parejos, como caracoles.
Todos iguales. O casi.
4

Ni siquiera elegí.
Me subí a un banco, saqué la flor de la cartera, la puse al lado del primer frasco,
y me fui sin que me vieran.
No pensé, en ese momento, qué dirían cuando encontraran aquella flor
marchita al lado de un frasco.
De nadie.
Sin dueño.

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