Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Conozca Cuba Cementerios de La Habana by Angel Oramas Camero

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 90

JtiyJú^ 6VWxr7/^

/-/>J>ooC3?-2¿fJ)
/joo c^? - 2¿sj; .s- ¿>o

C 0R0ZC\

Cementerios de La Habana

Angela Oramas

r^ :"• -"'TE ]
EDITORIAL JOSÉ MARTI

MEÉ
i PROCEDE' •

i FECHA _ . <?<?¿>3¿>e I

a
Edición: MAYRA FERNÁNDEZ
Diseño de cubierta: EDUARDO MOLTÓ
Diseño de colección: JULIO A. MOMPELLER
Fotografías: TOMÁS BARCELÓ
Composición computarizada: YAI'MA GARCÍA

© Angela Gramas Camero, 1998


© Editorial JOSÉ MARTÍ, 1998

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO


Editorial JOSÉ MARTÍ
Publicaciones en Lenguas Extranjeras
Apartado 4208, La Habana 10400, Cuba

I.S.B.N.: 959-09-0117-4
Depósito Legal: M-23856-1998
Imprime: S.S.A.G.. S.L. - MADRID (España)
Tel.: 34-91 797 37 09
Fax: 34-91 797 37 7 3
Agradecimientos por el aliento espiritual y el empeño por
sacar a la luz este libro a Baldomero Alvarez Río, Rosa
María Marrero, Marta Ferrani, Antonio Medina, Juan
Marrero, mis hijas Yaíma y Yoana y a la editora Mayra
Fernández.

La autora
A mi noble padre
1
Introducción

E l entierro y el sepulcro eran para los egipcios, el asun-


to más importante del hombre; las almas —afirmaban
sus sacerdotes— perduraban hasta su total purificación,
después de agotarse la vida de las formas corporales del
hombre. Hacer una momia, embalsamar un cuerpo por
miles de años, era —según ellos— el secreto para que el
alma se hallara saludable y fuerte durante el período de su
purificación. Los griegos, en cambio, preferían incinerar el
cuerpo humano y asegurar así que el alma de los muertos
se liberara y se trasladara enseguida hacia donde les esta-
ba destinada una nueva vida. La tradición cristiana, por
su parte, ha establecido sobre el milagro de la resurrección
de Jesús, el camino de un nuevo pacto entre Dios y los
hombres: el Cristo crucificado redime a los mortales de to-
dos sus pecados en nombre del amor divino; la muerte es,
también, un hecho sagrado, y tal carácter se traslada a los
sitios de enterramiento de m o d o muy marcado en los paí-
ses de religión católica.

En este título se hace un recorrido por cementerios de la


Antigüedad y primitivos camposantos de la capital cuba-
na, y un esbozo del primer cementerio general de La Ha-
bana, y especialmente del Cementerio Cristóbal Colón, una
de las necrópolis más impresionantes del planeta por su
belleza artística y sus valores histórico-culturales. De la
mano de la autora, la periodista Angela Oramas Camero,
el lector asistirá a inhumaciones famosas por la multitud
que las acompañó o por la fastuosidad con que fueron rea-
lizadas; conocerá al obispo Juan José Díaz de Espada y
Fernández de Landa, fundador del primer cementerio ge-
neral de la ciudad; se informará sobre la vida del arquitec-

9
to español Calixto Aureliano de Loira y Cardosso, autor
del proyecto Paluda Mors de la planta cementerial de la
necrópolis Cristóbal Colón, y obtendrá detalles de distintos
aspectos relacionados con los antecedentes y la construc-
ción de las obras funerarias.
Escrito sin pretender agotar el tema, el libro trasmite el ri-
gor y la pasión que emana del trabajo investigativo, descri-
be de forma amena fabulosas obras escultóricas y
arquitectónicas, cuenta anécdotas poco conocidas de los
cementerios habaneros, recrea algunas de sus más signifi-
cativas leyendas —como la de «La Milagrosa»— y abunda
en datos biográficos de personajes que yacen allí, y que en
épocas pasadas aportaron riqueza espiritual, científica,
histórica, artística, cultural, política e ideológica al pensa-
miento y a la sociedad cubanos. Cementerios de La Haba-
na es, entonces, una puerta para entrar desde el
conocimiento y la meditación provechosa que siempre traen
consigo los libros interesantes, en las formas históricas de
ese misterio permanente que acompaña a los hombres, la
muerte, y en los valores culturales que la perpetuación de
su memoria genera en una sociedad, más allá de los lími-
tes temporales de una vida humana.

ANTONIO MEDINA FERNÁNDEZ


Investigador de los cementerios de Cuba

10
Antecedentes de la Antigüedad

T odos los pasos conducen a la muerte y con el último se


llega, según un vaticinio del pensador francés Miguel
Eyquem Montaigne, trasmitido de pueblo en pueblo a tra-
vés de las centurias.
La costumbre de, por lo menos, alejar a los muertos de los
vivos data de la era primitiva. Quizás la práctica de ente-
rramiento comenzó con el objetivo de no dejar expuestos
los cadáveres a la voracidad de los animales o para no
tener que presenciar el repugnante acto de la descomposi-
ción, con lo cual se evitaba además la posible propaga-
ción de epidemias derivadas de la materia orgánica
putrefacta.

Durante milenios, algunos pueblos prefirieron quemar los


restos mortales y otros siguieron colocándolos sobre torres
para banquete de los buitres, como hicieron los partos y
los batricios.

En esos tiempos remotos nacieron muchas de las voces


que continuamos usando en la actualidad, como la pala-
bra cementerio, que significa lugar de reposo y viene del
latín coemeterium, derivada a su vez del griego koimeterion,
puesta en boga en el siglo n d.n.e.

Asimismo, los términos tártaro u hoya fueron sustituidos


por hipogeo o catacumba, especie de cantera funeraria. A
los hipogeos egipcios de Speos, Artemisa y Alejandría se
les llamaron necrópolis, del griego nekrópolis, compuesta
de nekrós, muerto, y de polis, ciudad.

11
denominación catacumbas se hizo extensiva a cualquier
excavación usada para enterramientos. Esto explica, de
cierta manera, la posterior costumbre en Europa de se-
pultar en los subsuelos de las iglesias, lo que prevaleció
hasta comienzos del siglo xix, cuando se ordenó la cons-
trucción de las necrópolis alejadas de templos y ciudades
y las sepulturas comenzaron a adquirir carácter monu-
mental en esa parte del mundo y luego en América.

14
Primitivos cementerios de La H a b a n a .
Semblanza del obispo Espada

A ntes del llamado descubrimiento del Nuevo Mundo, en


Cuba los aborígenes utilizaban las cavernas para sus
ritos funerarios relacionados con el culto a los antepasa-
dos y posiblemente vinculados con las creencias totémicas.
En el culto a los muertos se expresaba la complejidad de
sus creencias sobre una vida después de la muerte.
En ocasiones, nuestros primeros pobladores sepultaban
a sus muertos más de una vez, y en la mayoría de los
actos funerarios usaban como ofrendas los adornos, las
armas y los útiles de trabajo del difunto. Los cadáveres
eran cubiertos con polvo de ocre rojo o eran depositados
sobre una capa de conchas de moluscos univalvos
nacaradas. También tenían la costumbre de hacer entie-
rros por parejas, o colectivos; en estos últimos, los cuer-
pos se colocaban alrededor de un personaje central, con
rango jerárquico en las ofrendas. Las inhumaciones po-
dían realizarse junto a los lugares de las habitaciones
donde las personas habían vivido y se efectuaban de di-
ferentes formas: en posición fetal, decúbito supino y de-
cúbito prono, mientras que la orientación del cráneo se
mantenía hacia el Este. Entre las ofrendas que se le po-
nían al muerto resaltan collares de cuentas hechas con
vértebras de tiburón, colgantes líticos y de conchas, y pie-
dras cordiformes.

Los indios tainos inhumaban a sus muertos en mounds o


terraplenes que construían con capas de tierra y caraco-
les, y en sus entierros se han hallado tiestos de barro y
otros objetos. Los cuerpos sin vida eran sepultados con
las piernas dobladas, tocando las rodillas el pecho. Para

15
las inhumaciones los tainos seleccionaban lugares eleva-
dos, los guanara, que en su lengua significaba sitio apar-
tado, y solían además depositar los cadáveres en cuevas,
cuyas entradas clausuraban por medio de grandes piedras.
Cuando inhumaban a un cacique lo hacían envolviendo el
cadáver en una tira de algodón a manera de venda, desde
la cabeza a los pies, y lo introducían en un hueco cavado
en la tierra, revestido con palos para que el muerto no hi-
ciera contacto con esta. A veces el cuerpo era sentado en
un banquillo, el duho, colocado antes en ese espacio, y lo
rodeaban de sus joyas y objetos más preciados, así como
de agua y casabe; también en ocasiones sus esposas eran
enterradas vivas junto con ellos. Al final todo era cubierto
con troncos y piedras.

El behique o sacerdote se consideraba poseído de poderes


mágicos para hablar con los muertos, que le trasmitían el don
de adivinar el porvenir y de proporcionarle facultades sobre-
naturales. Para esta ceremonia, este solía inhalar polvo de
diferentes plantas alucinógenas mediante un tubito en forma
de Y, lo que también hacían todos los asistentes, comenzan-
do por el cacique, y cuando se embriagaban, el behique con-
testaba preguntas sobre aspiraciones y necesidades del grupo.
Los tainos dedicaban susfiestas,los areitos, a sus antepasados.
Los guanajatabeyes construyeron para sus muertos caneyes,
donde colocaban los cadáveres estirados, cubiertos con
capas de caracoles. De los ciboneyes también se sabe poco.
Se cree que ellos disecaban los cadáveres de los caciques
y sus huesos eran conservados en estatuas de madera hue-
cas, a las cuales se les daba el nombre del difunto.

Con el inicio de la colonización española en América, la


Iglesia Católica obligó a poner bajo su control el destino de
los enterramientos de los cadáveres de los nativos y de ellos
mismos, es decir de los españoles. Así fue trasladada a
todas las villas fundadas en la Isla, la añeja costumbre de
la Península de sepultar en las iglesias, que se prolongó
16
alrededor de tres siglos. La tradición, que correspondía a
lo dispuesto en las célebres partidas del monarca Alfonso X,
El Sabio (1252 y 1284), fue abolida a mediados del
siglo xvm por la política del Despotismo Ilustrado. Poste-
riormente las autoridades civiles la restablecieron, y se con-
tinuó su práctica hasta poco antes del actual siglo.
Siguiendo esa tradición, en San Cristóbal de La Habana
se comenzaron a realizar enterramientos en su Parroquial
Mayor, el primer templo edificado en la ciudad, de emba-
rrado y guano, en el puerto de Carenas, destruido por los
piratas en 1538. Doce años después lo volvieron a cons-
truir con un cementerio tapiado, con una puerta frente al
costado de la nave colateral de esta iglesia. La sacristía de
la Parroquial se destinó a las inhumaciones de los sacer-
dotes y dueños de ingenios. Al ser removida en 1834 la
base de la Plaza de Armas, se hallaron huesos pertenecien-
tes al cementerio de esta catedral.

La segunda iglesia de La Habana fue la del Spíritu Santo


(1635), en la cual también se efectuaron inhumaciones, al
igual que se hacía en la del hospital de San Juan de Dios;
en el atrio del frontispicio de la iglesia del Santo Cristo del
Buen Viaje (1640), antiguamente llamada Humilladero; en
la del Convento de Santo Domingo (1578), donde fueron
sepultados el capitán general Juan Antonio Tineo y Teresa
Chacón, primera condesa de Casa Bayona; en el Conven-
to de San Francisco, allí reposaban los restos del obispo
Laso, muerto el 19 de agosto de 1752; en la iglesia de San-
ta Teresa, donde se dio sepultura al prelado Compostela,
el 29 de agosto de 1794, y en la iglesia de Jesús del Monte,
recinto en el cual el primer cadáver enterrado fue el de la
negra arará María, esclava de Juan del Pozo, el 26 de no-
viembre de 1693.

En las iglesias de La Habana se destinaron diez tramos


para los enterramientos y cada uno tenía diferente valor
monetario, en correspondencia con la posición y el rango
17
social del finado. El primero, inmediato a las gradas del
altar mayor, costaba ciento treinta y siete pesos oro con
cuatro reales; también en este tramo eran inhumados los
niños por diez pesos oro. A los mulatos y negros libres se
les enterraba cerca de la puerta del templo o detrás del
coro, por dos pesos, en tanto que los esclavos eran sepul-
tados detrás del coro por ocho reales, y los niños negros,
mulatos e indios libres, en el espacio comprendido entre
este y la capilla, por dos pesos oro y ocho reales. Por abrir
las sepulturas para adultos se pagaban doce reales y por
la de párvulos, seis. Los pobres de solemnidad, los que
no podían pagar, eran inhumados en los Uveros, el
pudridero, en la antigua hacienda de los Frías en el litoral
de San Lázaro, sitio donde después fueron sepultados los
extranjeros no católicos que morían, a partir de 1832.
Debido a los continuos azotes de epidemias y al aumento
de la tasa de mortalidad, en las estancias cercanas a la
ciudad se habilitaron terrenos para las inhumaciones,
sobre todo de los pobres.

El 2 de febrero de 1806, las iglesias habaneras, los primi-


tivos cementerios de la población, pusieron fin a la cos-
tumbre medieval practicada desde hacía tanto tiempo.
San Cristóbal de La Habana se había transformado en
una «ciudad pestilente», al decir de los visitantes, entre
ellos, Alejandro de Humboldt, que la consideró una de
las menos aseadas de América, debido a sus calles fan-
gosas, estrechas, poco ventiladas y con olor a carne asa-
da o a tasajo. No existía el servicio de recogida de basura
y los insectos hacían ola por doquier; las callejuelas, por
la escasez de piedra, se hicieron con palos de maderas
preciosas, como la caoba. Nada tenía de extraño el fre-
cuente azote de epidemias, como la fiebre amarilla, que
provocaban alarmantes aumentos en las tasas de morta-
lidad; la cifra de los fallecidos superaba muchas veces el
índice de 30 por mil vivos y llegó a pasar a 57. Era inmi-

18
nente la necesidad de construir un cementerio de gran ca-
pacidad.
El 16 de octubre de 1799 falleció en La Habana el obispo
de la diócesis, Felipe José de Trespalacios y Verdeja. En
España se estudiaba su sustitución y para cubrir la vacan-
te, el rey Carlos IV, por Real Cédula de 3 de mayo de 1800,
presentó al Papa Pío VII la candidatura de Juan José Díaz
de Espada y Fernández de Landa.
Espada había nacido el 20 de abril de 1756, en Arroyate,
provincia de Álava, parte vasca de la Península Ibérica.
Durante dieciséis años estudió en los importantes centros
culturales de Salamanca y a la edad de veintiséis años ini-
ció la carrera sacerdotal, al ser ordenado presbítero por el
obispo de Segovia. Como cura ejerció once años. Fue con-
fesor y predicador con licencia absoluta en Salamanca,
Calatrava y Plasencia, abogado de los Reales Consejos y
fiscal general del obispado de Plasencia. En 1792 le nom-
braron provisor y vicario general de la abadía, en el territo-
rio de Villafranea de Vierza.

En Cuba el interés pedagógico de Espada por modernizar


los estudios filosóficos tuvieron como antecedente, precisa-
mente, su período de profesor en Villafranca. Fue persona
muy ilustrada, amiga de las artes, gran defensor de los hu-
mildes y protector de la salud del pueblo. Tenía cuarenta y
seis años cuando se hizo cargo de la silla episcopal de
La Habana, el 25 de febrero de 1802. Ese año lo nombra-
ron socio honorario de la Sociedad Económica Amigos del
País, de la que más tarde, en 1803, fue su director. Pronto
Espada se convirtió en la figura más influyente de la socie-
dad y bajo su obispado, durante treinta años, promovió im-
portantes reformas económicas, sociales, políticas y
culturales. Seleccionó para su grupo de colaboradores a bri-
llantes eclesiásticos cubanos, todos guiados por el deseo
común del progreso de la Isla. El grupo llevó a cabo una
reforma filosófica en el Seminario San Carlos, y entre sus
19
integrantes figuraron: José Agustín Caballero, Juan Ber-
nardo O'Gavan y Félix Várela. A ellos se unieron los
talentosos intelectuales: José Antonio Saco, José de la Luz
y Caballero, Nicolás J. Gutiérrez, Tomás Romay y otros.
De tal suerte se dotó el movimiento que formaría la juven-
tud ilustrada habanera bajo la sombra protectora del obis-
po Espada. A él sus enemigos le acusaron de haber creado
condiciones para la destrucción del catolicismo en Cuba.
Pero Espada fue católico sincero que mostró interés por-
que en la sociedad habanera participaran sacerdotes cu-
banos cultos, lo cual chocaba con el pensamiento medieval
del clérigo español.

En el Edicto de Campanas, Espada eliminó los toques os-


tentosos que anunciaban el nacimiento del bebé de cuna
aristocrática o el fallecimiento de un acaudalado persona-
je; dio calor a la creación de la Escuela Normal para la
preparación de los maestros de la Isla, y apoyó
fervientemente las medidas sanitarias llevadas a efecto por
el médico cubano Tomás Romay, entre ellas la vacunación
masiva contra la viruela.

Setenta y seis años vivió Espada y durante dos décadas


padeció de un cálculo en la vejiga, sufrió dos pulmonías y
se le obstruyeron arterias cerebrales, para morir de apo-
plejía, el 13 de agosto de 1832. Fue su entierro acompaña-
do por una multitud nunca antes vista en las calles
habaneras y en el cementerio de Espada, como ya lo lla-
maba el pueblo; su cuerpo embalsamado, fue colocado en
un sarcófago llevado hasta el sepulcro sobre los hombros
de jóvenes estudiantes universitarios. Su nombre quedó
inscrito con amor en la historia del desarrollo del pensa-
miento económico, social, cultural y político cubanos. Se-
gún José de la Luz y Caballero, Espada «fue uno de los
hombres que más ardientemente deseó y promovió la feli-
cidad de Cuba». Sería recordado muy en particular por la
fundación del primer cementerio general de La Habana.

20
El 27 de enero de 1803, un año después de haber llegado a
esta capital, Espada presentó una moción ante la Sociedad
Económica Amigos del País, con vistas a la creación del
cementerio universal, lo que representó un importante paso
en la campaña de saneamiento de la ciudad, a la cual per-
sonalmente contribuyó junto con su amigo el doctor Tomás
Romay. También difundió una segunda pastoral de exhor-
tación a los fieles de La Habana, sobre la necesidad higiéni-
ca de fundar en ella el camposanto general.
El propio obispo Espada había padecido la fiebre amari-
lla, recién llegado a La Habana, y en conversación con su
médico de cabecera, el doctor Romay, había prometido
alzar el cementerio general en la ciudad. Esto fue su otra y
tal vez primera motivación para edificarla, independiente-
mente del ucase al respecto del Rey y de esta necesidad en
la capital cubana.

21
Espada, primer cementerio general

L a idea de Espada de construir una necrópolis fue im-


pulsada por la autoridad política de La Habana, el
marqués de Someruelos, que escogió un terreno fuera de
las murallas de la ciudad, frente al arsenal, cuya ubica-
ción fue objetada por las leyes de fortificación, pues no
se permitían edificaciones cerca de las instalaciones mi-
litares. Luego se le dio luz verde a los planos y a la forma
de ejecución propuestos por el Obispo, en lo cual partici-
pó el comandante de artillería Agustín de Ibarra. Espada
donó 500 pesos oro solamente para el pago del arquitec-
to que hizo los planos.

Como se aprobó construir la necrópolis al fondo del en-


tonces hospital de leprosos de San Lázaro, Espada man-
dó a levantar un puente sobre el arroyo de San Lázaro y
construir un caño subterráneo para las aguas, también
derramadas por la casa de Beneficencia cercana a este
lugar, y a allanar el camino hacia el cementerio. El costo
de la obra en general ascendió a 46 868 pesos oro y un
real, de los cuales Espada puso de su bolsa particular
22 231 pesos y medio real. La Capitanía General contri-
buyó con la mano de obra presidiaria. Pero, en especial,
Espada había contado con la participación del doctor
Romay a quien sugirió escribir su Memoria sobre las se-
pulturas fuera de los pueblos, impresa en 1805, y en la
que se valoraban los beneficios que el cementerio general
reportaría a la salud pública:

La extensión de las parroquias no permitía que los


muertos permanecieran en sus sepulcros los tres años
que Petit y Chaptel aseguraron como precisos para

22
que los cadáveres se corrompieran por completo (...)
Por lo que a mí hace, en una ocasión salí con las
mayores ansias y fatigas de auxiliaría del Santo Cris-
to, antes de concluir la misa que oía; y no intenté
volver a ella hasta el día en que se enterró el cadáver
de mi amigo y profesor José Colleit; mas yo y cuan-
tos le acompañábamos nos retiramos con precipita-
ción desde la puerta: tal era la fetidez que arrojaba el
sepulcro que se había preparado.
El aumento de los fallecimientos y la protesta por el mal
olor reinante en los recintos católicos, de donde los restos
de la clase adinerada eran trasladados a los osarios antes
de la completa descarnación de los huesos, contribuyó a
que el obispo Espada tomara la urgente decisión de cons-
truir una necrópolis de gran capacidad y alejada del cen-
tro de La Habana, en el perímetro marcado por sus
murallas.

El Obispo le compró a los dueños del hospital de San


Lázaro un terreno ubicado donde, con el decursar del tiem-
po, se trazaría la calle Marina, en dirección oeste del cita-
do centro sanitario, cerca del hoy hospital Hermanos
Ameijeiras y del litoral habanero. El Cementerio de Espa-
da, como el pueblo lo llamó en honor de su creador, se
inició con la construcción del primer patio, los muros de
circunvalación, el pórtico de entrada y una capilla. En el
primer patio, Espada mandó a edificar una bóveda sepul-
tura para sí y demás obispos diocesanos que fallecieran en
La Habana, así como otra para los gobernadores genera-
les de la colonia.

La construcción, que abarcó parte de las hoy calles San


Lázaro, Vapor, Aramburu y Espada, en el municipio de
<N Centro Habana, duró un año (1805-1806) y en la fecha de
inauguración la población de La Habana ascendía a los
80 000 habitantes. En el camposanto solo se podían reci-
bir 3 000 cadáveres al año, de manera que hubo que hacer-

) \ »i <*. 'ÍTE v * *
c?>
£
le continuas ampliaciones, hasta que llegó a poseer cinco
patios. Funcionó setenta y dos años y en él se realizaban
10 000 enterramientos anuales, lo cual agotó su capaci-
dad.
El 2 de febrero de 1806 se bendijo y abrió el camposanto
de Espada con notable pompa. Los primeros restos lleva-
dos allí fueron del gobernador Diego Manrique, exhumados
de la iglesia de San Francisco, y del obispo de Milasa José
González Candomo, que reposaban en la catedral. Los
primeros cadáveres enterrados directamente en esta ne-
crópolis, el 3 de febrero de 1806, correspondieron al pár-
vulo José Flores y a la negra Petrona Alvarado.

Por algún tiempo, el Cementerio de Espada quedó


semioculto por el edificio del hospital de leprosos de San
Lázaro. Entonces ocupaba un cuadrilátero de 150 varas
de norte a sur y 100 de este a oeste, cercado por una pared
de mampostería con caballete de sillería. En los cuatro
ángulos se elevaron sendos obeliscos que imitaban el jas-
pe negro, y se construyeron osarios en forma de pozos con
la inscripción: Exultabunt ossa humiliata (Desterrarán mis
huesos humillados). Dos calles cruzaban en ángulo la planta
cementerial, para convertirla en cuatro cuarteles iguales;
estas vías estaban embaldosadas con losas de San Miguel.

La capilla, colocada al norte, tenía un pórtico de cuatro


columnas rústicas aisladas, con un frontispicio que osten-
taba en letras de bronce dorado la leyenda en latín que
expresa: «He aquí que ahora dormiré en el polvo. Y yo lo
haré revivir en el día final». Todo el conjunto estaba rema-
tado con una cruz de piedra.
Tanto el pórtico como el exterior del edificio se hallaban
pintados de amarillo pálido jaspeado de negro. Las puer-
tas del recinto eran de balaustres cuadrados de hierro con

* 1 vara= 0,835 m

24
adornos de bronce que figuraban llamas. Sobre ellas apa-
recían estas p a l a b r a s : Beati mortui qui in Domino
moriuntur, opera ennimilorum sequnntur i/Jos apoc (Bien-
aventurados los muertos que mueren en el Señor, pues sus
obras los acompañan).

El altar, aislado, era de una sola piedra de San Miguel, en


forma de túmulo, con una grada del mismo material y en-
cima un crucifijo de marfil con cruz de ébano. En el centro
y detrás del altar se hallaba pintado El Juicio Final, de
Perovani. y en la parte superior se observaba la figura de
un ángel con una trompeta, de la cual partía la leyenda:
Surgite tnortuit et venite in judicium (Levantaos los difun-
tos y venid al juicio).

Encima de la puerta y de las ventanas estaban las imágenes


teologales de la Fe. la Esperanza y la Caridad, y en el resto de
las paredes existían ocho marronas con los ojos vendados y un
vaso de aromas en las manos.

Mientras vivió el obispo Espada, hubo día y noche una


lámpara encendida en el pórtico. Frente a este y contiguo a
sus cimientos se construyeron ocho sepulcros de ladrillos,
con marcos de piedra de San Miguel y tapas del mismo
material, con excepción de los dos principales que las te-
nían de mármol; estas tumbas se destinaron a los obispos,
sacerdotes y capitanes generales.

Alrededor de las cercas y calles del cementerio se sem-


braron flores y yerbas aromáticas. La portada tenía cua-
tro pilastras de orden toscano, su forma era de arco de
medio punto elevado en el ático, y estaba a c o m p a ñ a d a
por otros dos arcos balaustrados. En la parte superior fue
colocada una lápida con letras doradas: A la religión, a
la Salud Pública-año 1805. A un lado y al otro los nom-
bres: Marqués de Someruelos, Gobernador, y Juan Espada,
Obispo. También en el arco superior se instaló un grupo
bronceado que representaba el tiempo y la eternidad con

25
un vaso en el medio. En la parte derecha de la puerta se
pintó La Religión, con atributos, y a su izquierda, La Medi-
cina. El ático terminaba en dos macetas de piedra, coloca-
das en los extremos de sus cornisas.
La sacristía y las habitaciones del capellán y del sepulturero
se hallaban a los lados de la portada. El atrio tenía al frente
seis columnas de sillería con verjas de hierro y al centro una
puerta del mismo metal; todo el espacio rodeado por verjas,
se convirtió en jardín que incluía dos almendros, uno por
cada lado de la puerta, sembrados por el obispo Espada y el
pintor Vermay.

Auspiciado por el capitán general Leopoldo O'Donnell, en


Espada se construyeron los nichos en 1845. La alta aristocra-
cia habanera comenzó a comprarlos; el primero del primer
patio fue adquirido por el conde de Villanueva para su cadá-
ver; y compró dos más, uno para la esposa y otro para cual-
quier otra persona de renombre en la esfera social colonial.
El primer cadáver colocado en uno de sus nichos fue el de
Concepción Lanz Santa Cruz, el 14 de junio de 1845, y el
último fue del asturiano de cincuenta y seis años de edad,
Isidro Suárez, que procedía de la parroquia de Monserrate y
ocupó el nicho número 60 del patio cuatro, el I o de noviem-
bre de 1878. Es decir que después de suspendidos los entie-
rros (1868), en Espada se continuó por algunos años
sepultando en nichos y bóvedas.

El Obispado compró el 19 de mayo de 1832 un apartado


para el enterramiento de los no católicos, en total 1 832 va-
ras cuadradas en la zona que fuera cercada de maniposte-
ría en 1864, a lo largo de la cerca general del camposanto,
desde el principio del tercer patio y hasta la calle Espada;
una faja del terreno servía para el acceso de los coches
que tenían entrada por la calle Príncipe o Hamel. El citado
apartado fue destruido cuando se presentó el proyecto de
la calle San Lázaro, expedido el 7 de julio de 1877.

26
A partir de 1845, fuera de las manos del clero, el negocio
de los nichos de Pispada prosperó controlado por la esposa
del capitán general O'Donnell, que vendía cada cavidad
en cien pesos oro, no obstante ser su verdadero costo entre
10 y 15 pesos oro. El jugoso comercio no pasó inadvertido
para el nuevo obispo, Francisco Fleix y Solans, en cuanto
ocupó el cargo de la diócesis de La Habana, pues tras
declararlo «inmoral e i n d e c o r o s o » , lo p u s o bajo su
mismísima administración.

Por este concepto, Fleix y Solans dejó en el Banco Español


la cantidad de 2 0 3 991 pesos oro con 17 centavos, poco
antes de marcharse hacia Tarragona en calidad de arzo-
bispo. Nunca se supo a cuánto ascendió la cifra del dinero
que, por el negocio del cementerio, se llevó en grandes baú-
les. Al partir orientó desplazar la necrópolis hacia otro lu-
gar d o n d e se pudieran aumentar las bóvedas y nichos, y
con ello tal comercio se haría más pingüe para la Iglesia.

En total la extensión abarcada por el Cementerio de Espa-


da fue de 4 3 2 1 5 varas cuadradas, dividida la superficie
en cinco patios. José Ignacio d e Castañaga y Mariano
Rodríguez y Armenteros fueron el primer y el último cape-
llán, respectivamente, de este camposanto, en el que repo-
saban, al ser clausurado, 3 1 4 2 4 4 cadáveres. El cierre de
nichos y bóvedas se efectuó el 3 de noviembre de 1878 y
el 3 de enero de 1901 se aprobaron los traslados de los
restos reclamados por amigos y familiares, desde Espada
hacia Colón. Hoy permanecen en Colón 101 piezas proce-
dentes del antiguo camposanto de Espada.

Entre las personalidades del siglo xix que fueron sepulta-


das en Espada citaremos a Francisco de Arango y Parreño,
brillante intelectual; la marquesa de Casa de Calvo; los
marqueses de Buena Vista; el gobernador y capitán gene-
ral Nicolás Mahy; el obispo Espada, fallecido el 13 de agosto
de 1832, cuyo cadáver embalsamado permaneció tres días
a la vista pública en su casa de la calle Amistad; Tomás
27
Romay, el célebre médico que murió el 30 de marzo
de 1848; Juan Bautista Vermay, fundador de la primera
escuela de pintura de Cuba, fallecido a los cuarenta años
de edad, enterrado al pie del almendro que él sembrara en
el cementerio; Georg Weerth, famoso poeta alemán, ami-
go de Federico Engels y Carlos Marx, muerto de fiebre ama-
rilla en La Habana el 30 de julio de 1856, y enterrado en el
patio destinado a los no católicos.

Un año después del cierre de la necrópolis de Espada el


terreno fue vendido y luego urbanizado. En esta zona, don-
de hoy se levantan edificios y casas particulares, aún exis-
ten, donde hacen esquinas las calles Aramburu y Jovellar,
restos de una pared con las marcas de nichos y una tarja
en memoria del poeta Weerth, la cual contiene escrita la
opinión de Engels: «El primero y más importante de los
poetas del proletariado alemán». Este sitio es muy frecuen-
tado por los visitantes extranjeros.

En diferentes lustros de aquel siglo surgieron otros cemen-


terios pero de poca capacidad y duración.

G r a b a d o d e la é p o c a del C e m e n t e r i o d e E s p a d a .

28
El Bautista y el Chino

E l 2 1 de septiembre de 1817 se abrió el pequeño cam-


posanto del Cerro, construido en la actual calle Sarabia.
y el primer cadáver enterrado allí fue del esclavo lucumí
Apolonio. del Real Consulado. Los pobres del Cerro y
Mordazo comenzaron a ser sepultados e n el segundo ce-
menterio del Cerro, en la parte de la ciénaga, a partir del
16 de diciembre de 1852 y hasta el 20 de agosto de 1860
en que fueron suspendidas las inhumaciones. Hasta hace
pocos años se conservaron muros de este cementerio en la
esquina de las avenidas Boyeros y Puentes Grandes.

El 13 de noviembre de 1832 se autorizó a los ingleses resi-


dentes en la Isla, extensivo a los angloamericanos, a edifi-
car camposantos rurales para sus subditos en las pobla-
ciones d o n d e existieran cónsules. Así fue construido el
Cementerio de los Ingleses, emplazado sobre un antiguo
pudridero e n los Uveros, en el camino hacia la Chorrera,
hoy río Almendares, entre la costa y las calles H, 5ta. y
acera este de la calle G. en el Vedado. Ocupaba un terreno
de 200 metros de largo por 150 de ancho y se utilizó hasta
el 2 3 de abril de 1864.

Al lado izquierdo del antiguo Paseo de Carlos III, hoy Ave-


nida Salvador Allende, entre Calzada de la Infanta y la ve-
reda que conducía a la ermita de Monserrate y al parque
de La Requena, se habilitó un terreno en la estancia d e
Aróstegui, donde estaban los molinos de tabaco Molinos
del Rey, para instalar el Cementerio de los Molinos, q u e
ofreció el primer servicio el 2 7 d e marzo d e 1833 y fue
clausurado poco tiempo después. Allí fueron inhumados
1 451 cadáveres.
29
Con relativa distancia de este se abrió el Cementerio de
Atares, el 20 de abril de 1850, en la falda sureste del Castillo
de Atares. Al ser clausurado el 8 de noviembre de 1868, sus
entierros sumaban más de mil cadáveres. Un año antes,
el 19 de octubre de 1867, quedó inaugurado el Cementerio
de Casa Blanca, en la estancia de San Nicolás, que fue ce-
rrado el 16 de abril de 1869 por agotamiento de su capaci-
dad. En la misma finca y a unos metros de la zona del Castillo
de la Cabana se emplazó el de Santa Teresa del Carmen,
llamado también Cementerio Rural de Casa Blanca.

En el Cementerio de Jesús del Monte, instalado en la falda


de la loma y al fondo de la primitiva iglesia del mismo nom-
bre, se efectuaron sepulturas entre el 23 de septiembre
de 1832 y el 8 de febrero de 1878, aunque desde 1691 ya
existían enterramientos en ese camposanto. Contó con una
pequeña capilla que tenía al centro la bóveda para los cu-
ras. Al edificarse la nueva iglesia de Jesús del Monte, se
tomó parte de sus terrenos.

Al siglo xix pertenecen también las construcciones de otras


dos necrópolis de importancia sobre todo histórica: el bau-
tista y el chino.

Por Real Orden de 6 de octubre de 1884 se autorizó el


levantamiento del Cementerio Bautista, al cual daba acce-
so el camino de Mordazo, a través del Callejón de los Pro-
testantes, próximo al camposanto de Colón, a ocho metros
por el noroeste. Se fundó el 1° de febrero de 1887 e inicial-
mente tuvo una extensión de un octavo de caballería* de la
finca Los Zapotes y otra media caballería de la estancia
Las Torres. Su superficie se dividió en tres departamen-
tos, cada uno dividido a su vez en cuartones, que fueron
nombrados: los de la derecha: Bóvedas, Tichonor, Adair,
Rut, Ester y Belot; los del centro: Stevard, Alfa, Mac, Donald,

* Medida agraria de superficie usada en Cuba, equivalente a 134,3 m2.

30
Hiller, Gama, Paraíso, Samuel y Josué; y los de la izquier-
da: Felipe Díaz, Alabamac, Delta, Porta, Paine, Díaz y
Cuba. Cada cuartón contaba con 120 fosas y estaban
separados uno de otro por calles de tres metros de ancho,
con sembrados de dalias en sus bordes.
La puerta de entrada se situó en el ángulo suroeste y la
sostenían dos grandes columnas de mampostería, con dos
hojas de tablas de pino. A ambos lados se hallaron los
jardines de cien metros de longitud, con plantas exóticas.
Al fondo de la parte izquierda se ubicó la capilla, en cuya
pared posterior se leía la leyenda «Bienaventurados los
muertos que mueren en el Señor». Detrás de la capilla se
hallaban dos habitaciones: una oficina y un dormitorio.

Todo el cementerio se cercó con pilastras de mamposte-


ría de 50 centímetros de ancho, y entre una y otra hubo
una cerca de dos travesanos de madera con listones de la
misma clase. Las cuadras y cocheras estaban a la dere-
cha.

En el Cementerio Bautista el entierro se cobraba a cuatro


pesos oro los adultos, y hasta dos pesos oro, los fetos. El
primer cadáver enterrado allí fue el de María Gavina
Valdés Oliver, en el cuartón Paine, el 21 de mayo de 1887,
y el último sepultado en el siglo pasado ocurrió el 31 de
diciembre de 1900, y perteneció a Victoria Cuesta y
Cepero. El primero de la actual centuria correspondió a
la joven de veintisiete años Dolores Alonso Suárez, muer-
ta de tuberculosis el I o de enero de 1901.

El Cementerio Bautista, llamado también de Los Protes-


tantes, existe hoy aún más reducido y dista 1 300 metros
del río Almendares y solo 114 metros del costado este del
camposanto de la colonia china.
El 11 de diciembre de 1882 comenzaron las gestiones para
la edificación del cementerio destinado a los subditos chi-
31
nos, la última necrópolis construida en La Habana en el
siglo xix.
En la fecha el cónsul Un Liang Yuan solicitó a las autori-
dades coloniales españolas el permiso para edificarlo. Sin
embargo, el gobernador de la Isla respondió negativamen-
te al considerar que en la necrópolis de Colón existía un
espacio en el ángulo suroeste, aislado, con puertas inde-
pendientes, destinado a las inhumaciones de los no católi-
cos. Pasados casi doce años, fue concedida la autorización, y
el 20 de mayo de 1893 se iniciaron las obras.
El Cementerio Chino se emplazó en una superficie de
9 000 metros cuadrados de la finca Las Torres, reparto
Aldecoa, propiedad de Federico Kholy, a 101 metros del
ángulo suroeste del camposanto de Colón, todo cercado
con una verja de hierro. El costo del terreno ascendió a
8 100 pesos oro, e incluyendo las edificaciones y vías de
acceso, la obra, a cargo del arquitecto Isidro A. Rivas, se
elevó a 23 700 pesos oro. La superficie se dividió en cua-
tro cuadros iguales por dos calles, las que son perpendicu-
lares en ángulo recto: una se dirige a la portada al sur, y la
otra, de este a oeste; ambas están pavimentadas con pie-
dras y por sus lados crecen arbustos y flores. En el extremo
este de la calle transversal se alzó una pequeña habitación
sin puertas, construida con ladrillos rojos y tejas francesas,
donde se encienden velas, y se quema sándalo y papel
moneda para que —según sus creencias— en el viaje lar-
go emprendido por el difunto no le falte dinero.

Desde fechas recientes cuenta con pequeños crematorios


o incineradores de cadáveres. En la parte sur se construyó
una cochera para los carros que conducían los féretros
desde el sitio del velatorio.

La primera inhumación hecha en el siglo xix correspondió


a Braulio López, el 29 de octubre de 1893, mientras que el
primer enterrado en la actual centuria fue Julián Núñez.

32
Desde su fundación hasta diciembre de 1900, allí fueron
sepultados 2 716 ciudadanos chinos. Con anterioridad los
finados de esa nacionalidad eran sepultados en Colón, cuya
cifra no oficial ascendió a 7 600.

Con el devenir de los años hubo que hacerle una reduc-


ción al Cementerio Chino, con motivo del trazado de la
Avenida 26 y la urbanización del reparto Nuevo Vedado,
por lo que su superficie quedó en 8 189 metros cuadrados.

Es típico de este camposanto la exuberante vegetación; de


acuerdo con un ritual, cada chino acostumbra dejar escri-
to en su testamento qué tipo de plantación prefiere que se
le siembre en el sitio de su sepultura. Según la creencia, la
planta eleva el alma y proporciona salud al familiar vivo.

Es tradición china celebrar en la necrópolis tres fiestas al


año, una en marzo en distintos días de este mes; otra el
14 de junio y la última el 9 de septiembre. En su fundación
tuvo como primer administrador a Raoul J. Cay.

El 13 de julio de 1967 el Cementerio Chino fue nacionali-


zado, al igual que otros del país, pero las relaciones de pro-
piedad se mantienen inalterables. Para enterramientos o
exhumaciones se continúa requiriendo la autorización del
casino Chung Wa, especie de órgano administrativo para
determinados asuntos de la comunidad china en Cuba.
Atraídos por la peculiaridad de este camposanto, numero-
sos visitantes suelen detenerse ante su puerta, la que tiene
la inscripción en caracteres chinos: San Yu Chun Wa, Ce-
menterio General de China. Cada año aumentan los turis-
tas interesados en conocer cómo es este camposanto chino
enclavado en el corazón vedadense.

Por su particular importancia se destacan en La H a b a n a


otros cementerios como el hebreo, el makabeo y el sefardi-
ta, construidos en este siglo en Guanabacoa. En el makabeo
hay un panteón donde en lugar de cadáveres existen seis

33
pastillas de jabón fabricadas por los fascistas alemanes con
la grasa obtenida de cuerpos de judíos, durante la Segun-
da Guerra Mundial.
Pero sin lugar a dudas el más atractivo, importante y céle-
bre es la necrópolis Cristóbal Colón.

34

^
Proyecto Pallida Mors

H acia 1853 la población habanera, que ascendía a


129 944 habitantes, se estremecía por las continuas
epidemias de vómito negro, cólera y fiebre amarilla, que a
diario ocasionaban numerosas víctimas; solo en ese año
el cólera motivó 11 596 fallecimientos. Para los ente-
rramientos la necrópolis de Espada resultó insuficiente y
se requirió la apertura de otra de mayor capacidad.

Estas razones hicieron al gobernador de la Isla en 1854, el


marqués de Pezuela, pensar en el cierre de Espada y en la
construcción de otro cementerio general de mayores di-
mensiones. El proyecto se promovió en 1860, y como los
muertos no podían quedar insepultos en espera de la pues-
ta en marcha de la iniciativa de Pezuela, las inhumaciones
comenzaron a efectuarse al oeste de La Habana, en San
Antonio Chiquito, un cuarto de caballería de la estancia
La Curita, comprada para este fin por el obispo Fray Ja-
cinto, y cercada de tablas de pino. Al encontrarse el terreno
en la zona del caserío San Antonio Chiquito, pues con igual
nombre llamaron al pequeño camposanto, cuyo espacio
pasó luego a comprender parte del novedoso Cementerio
de Colón.

En San Antonio Chiquito se enterraron 743 cadáveres. El


primero se inhumó el 9 de noviembre de 1868 y pertene-
ció a la parda o mulata Paulina Acosta que procedía de la
parroquia del Santo Spíritu. Ya para esa fecha se habían
iniciado dos libros de Registro de Enterramientos, los que
todavía se conservan: uno para blancos y otro para par-
dos y negros, que con posterioridad fueron utilizados en
los inicios de la necrópolis de Colón.
35
Pese a que antes de su partida de la diócesis de La Haba-
na, el obispo Fleix Solans había dejado iniciado el expe-
diente para la traslación de la necrópolis de Espada hacia
otro lugar con mayor amplitud, la selección del terreno y
la ejecución del proyecto continuaban d e m o r a n d o , con
motivo del litigio sostenido entre la Iglesia y el gobierno
civil. C a d a parte argumentaba que los derechos de cons-
trucción y cobro de servicios fúnebres —entre otros, las
tarifas, los intereses e impuestos—, les pertenecían por
entero. Ambas conocían del lucrativo negocio que repre-
sentaba ser d u e ñ o absoluto de la administración de la
n o v e d o s a necrópolis.

No obstante, por Real Orden le fueron concedidos a la Igle-


sia los derechos de ejecución, y a las autoridades civiles se
les encargó la selección de los terrenos para la obra, así como
lo relacionado con las medidas sanitarias. Para tal efecto se
crearon varias Juntas de Cementerios con respectivas co-
misiones.

En 1864 se escogió un trazado de tres caballerías, a unos


metros del Castillo del Príncipe, pero al litigio entre la Iglesia
y la municipalidad se añadió la objeción del ramo de la
guerra, y tampoco se llegó a un acuerdo. Otra Junta de
Cementerios y otra comisión resolvieron finalmente elegir
el sitio para el emplazamiento del Cementerio de Colón:
un rectángulo de cuatro caballerías ubicado a 840 me-
tros de aquella fortaleza militar y a 700 metros de la en-
tonces Loma de los Jesuítas.

Mediante la compra o la expropiación forzosa, la Iglesia


adquirió las siguientes fincas: La Curita, de Mercedes
Muñoz; La Portuguesa, de Enrique Otero; La C a m p a n a ,
de Nicolasa Rebollo; Baeza, de los herederos de Carlos
Baeza; Las Torres, de Miguel Embil, y La Noria, de
Gertrudis Reyes. Por estas el Obispado pagó solamente
4 3 194 pesos oro con cinco centavos. En 1922 a Colón
se le hizo una ampliación, inaugurada en 1924, y hoy se

36
inscribe como una de las necrópolis más extensas del mun-
do.
Entre las personas que mayor empeño mostraron por la
edificación del Cementerio de Colón estuvo el médico cu-
bano Ambrosio González del Valle y Cañizo, quien integró
algunas de las comisiones asignadas, en diferentes momen-
tos, para la ubicación del camposanto. A él se le deben las
ordenanzas sanitarias por las cuales al principio se rigió la
necrópolis. El doctor González del Valle falleció en La Ha-
bana a la edad de noventa y un años, tras ejercer la medi-
cina por medio siglo.
Al fin, la primera piedra del Cementerio de Colón se colocó
a las nueve de la mañana, el 30 de octubre de 1871, en el
sitio donde se construiría la portada principal, decorado
con palmas, laureles, flores, banderas, los retratos de los
Reyes de España y el nombre del descubridor de América.
La ceremonia fue presidida por el capitán general interino
segundo cabo Crespo de la Guerra, ya que el capitán ge-
neral de la Isla, Blas Villate, conde de Valmaseda, se halla-
ba en la región oriental de Cuba ordenando el exterminio
de los cubanos independentistas, barbarie que se conoce
en la historia como «Creciente de Valmaseda». Aquella
mañana el gobernador eclesiástico, Benigno Merino
Mendi, bendijo el nuevo camposanto con estas palabras:
«El cristianismo reúne en una sola e idéntica sociedad los
muertos y los vivos, la tierra y el cielo, el tiempo y la eter-
nidad».

Con vistas al diseño de la planta cementerial se convocó


un certamen que contó con la participación de los más
expertos arquitectos e ingenieros de la sociedad habanera.
El 17 de julio de 1871, de los trabajos presentados al jura-
do del concurso, fue premiado Paluda Mors oequo pulsat
pede, del autor Calixto Loira. El proyecto, justipreciado en
360 382 pesos oro, fue sometido después a modificacio-
nes relacionadas con la reducción de las dimensiones, rea-
37
lizadas por el arquitecto Eugenio Rayneri. El 27 de sep-
tiembre de 1871, ya estaban trazados los nuevos planos
que comprendían las portadas monumentales del norte y
el sur, los edificios anexos a estas y otros detalles, valo-
rados en 131 383 pesos oro.

Para realizar el proyecto Paluda Mors, este se subdividió


en cuatro etapas: la primera comprendió la construcción
de las cercas y la calzada frente a la parte norte del ce-
menterio y el desmonte del terreno; la segunda abarcaba
la pavimentación de las calles y la siembra del arbolado;
la tercera, la edificación de la portada y los edificios; y la
cuarta, la capilla central.
En ocasión de la contratación y subasta de estos lotes se
creó una nueva Junta de Cementerios, integrada entre otros
por el ingeniero Francisco Albear, también participante en
los estudios para la selección del terreno. Al ingeniero Al-
bear se le debe una de las obras de mayor calidad realiza-
da en La Habana, el acueducto que lleva su nombre y que
todavía suministra el agua a la capital cubana.

El primer lote destinado a la circunvalación de la necrópo-


lis se subastó en 93 449 pesos oro y se puso en ejecución
el 13 de octubre de 1871; luego siguieron los trabajos de la
segunda etapa, iniciados el 26 de junio de 1872 y subas-
tados en más de 90 000 pesos oro. Pero debido a las arbi-
trariedades cometidas con los fondos monetarios, los
trabajos sufrieron constantes interrupciones.

La obra en general contó con varios directores facultati-


vos. Luego de la muerte de Loira, lo sucedió Rayneri, sus-
tituido poco después por Félix de Azua. Posteriormente
ocuparían el cargo Gustavo Valdés (1873), Ricardo Galbis
(1874) y Francisco Marcotegui (1878).

Las últimas contratas habían sido rescindidas por falta de


cumplimiento del concesionario a lo pactado. José María

38
Aguirregaviria tuvo a su cargo la terminación del tercer
lote, liquidado en 47 115 pesos oro. El propio Aguirregaviria
fabricó los aljibes y concluyó la hoy calzada de Zapata, en
el exterior de la parte norte del cementerio, todo por una
suma superior a los 447 000 pesos oro.
La terminación de las calzadas de los cuarteles noreste y
sureste, así como las obras de desagüe y la habilitación de
un pedazo del camposanto para las inhumaciones de los
cadáveres pertenecientes a los no católicos, se le adjudica-
ron a Filomeno García, que las traspasó a Francisco Peña
por la cantidad de más de 25 000 pesos oro.

El valor de las obras de conducción de agua desde la anti-


gua Zanja Real, con depósitos en la necrópolis y medios
para su distribución, sobrepasó los 7 000 pesos oro; poco
más de mil pesos oro se pagó por la construcción de una
caseta para la administración de la bomba de agua.
Los hoyos del arbolado fueron realizados mediante con-
trato por Juan Balbi, en tanto que el cuarto lote, la capilla,
se le adjudicó a Ciríaco Rodríguez por más de 82 000 pe-
sos oro. Por la decoración de la capilla con las vidrieras
pintadas a fuego con representaciones de santos del cato-
licismo, se pagaron 3 390 pesos oro; 3 000 de estos al
pintor cubano Miguel Melero.
Del templo son también los bancos y una cómoda de ma-
dera para la sacristía, pilas de mármol para el agua bendi-
ta y el escudo de armas del obispo Piérole, todo adquirido
por 1 638 pesos oro.

La explanación y el afirmado de la plaza donde están los


edificios del norte con los jardines, fueron realizados en
noviembre de 1879 con un costo superior a los 2 000 pe-
sos oro. La verja que rodea los dos cuadros ocupados por
la bóveda de concesión temporal, terminada en septiem-
bre de 1882, y las cercas de losas de la Isla, construidas

39
entre 1882 y 1884, costaron en total más de 4 000 pesos
oro.

En diversas épocas se hicieron los osarios y sepulcros,


con tapas de mármol, llamados bóvedas, destinados a
los enterramientos de concesión temporal. El depósito de
cadáveres se concluyó en marzo de 1889, a ñ o en que
fueron colocados en la portada principal los relieves de
mármol.

Entre otros trabajos de importancia, resalta la cerca de


manipostería del cementerio, de elegante perspectiva. Esta
cuenta con lienzos de pared de tres metros de altura con
la cruz de redención de bajo relieve en su centro, que al-
ternan de tres en tres pilastras, para terminar en su parte
superior con copas de hierro fundido. Se destaca tam-
bién la segunda portada de la necrópolis, ubicada en la
parte sur, más chica que la principal del norte y del mis-
mo estilo románico bizantino. Entrando por ella, a la de-
recha, hay un edificio rectangular que en el comienzo
estaba destinado a las cuadras, cocheras y habitaciones
de empleados; y otro a la izquierda, para el uso también
de los trabajadores.

En la zona de tercera categoría, al lado oeste de la capilla,


en la gran calzada de E a O, ángulo noreste del cuadro 7,
se erigió la sala de profundisy departamento de autopsia y
depósito de cadáveres, a un costo costo de 3 500 pesos
oro.

C l a u s u r a d a d e s d e 1 8 7 8 (en 1 9 5 3 se extrajeron las


osamentas), vale la pena describir la Galería de Tobías,
que resultó la primera gran construcción realizada en Co-
lón. Fue inaugurada en 1874. aunque ya se habían efec-
tuado enterramientos, uno en 1872 y otro en 1873, y su
capacidad se destinó a los restos procedentes del antiguo
Cementerio de Espada. El nombre se le puso en memoria
del caritativo anciano Tobías, nacido en el siglo vn a.n.e.,

40
quien enterraba a los muertos para que no fueran devora-
dos por las fieras. La Iglesia convirtió a Tobías en santo y
le celebra su festividad el 2 de noviembre, Día de los Fieles
Difuntos.

La Galería de Tobías, una construcción subterránea de


unos 100 metros, recuerda las catacumbas de la Edad
Media y fue construida en el cuartel noreste, frente a la
calle A, limitada por las calles 9 y 13, con extensos sepul-
cros y tres órdenes de tumbas superpuestas de este a oes-
te donde se colocaron 526 nichos. Por su estructura semeja
una prolongada bóveda común, con ventilación y luz por
medio de seis torrecillas de cristal. En cada extremo tiene
un pórtico y cuenta con una escalinata de piedra de San
Miguel.

Finalmente, la obra del Cementerio de Colón, reanudada


en firme en junio de 1877, concluyó el 19 de noviembre
de 1886, con la edificación de la capilla central, a un costo
superior a los 360 000 pesos oro. Se necesitaron unos quince
años para darla por terminada. Hacia 1947 la planta
cementerial ya tenía el actual diseño con su gran cruz grie-
ga al centro, que forma las grandes avenidas, y su enorme
extensión territorial; por su riqueza artística estaba valo-
rada en la época por encima de los cincuenta millones
de dólares, una fortuna alzada en memoria de la «dama de
negro», la parca. En la actualidad resulta difícil calcular su
valor real.

El primer reglamento sanitario de Colón lo hizo el doctor


González del Valle, y rigió hasta el 26 de noviembre
de 1906. El primer administrador fue el sacerdote Juan
Bautista Casas, y el primer capellán, Mariano Rodríguez.
Hasta 1918, el celador para sus recorridos usó un caballo;
luego un vehículo de motor.
El Cementerio de Colón surgió marcado por la división de
clases. Para los ricos se destinó la zona de primera catego-

41
ría; para la clase media, la zona de los monumentos de
segunda categoría, y para los pobres —distante de los ma-
jestuosos mausoleos de las familias aristocráticas— se tra-
zaron los cuadros del campo común. En época de lluvias,
se llegaba a estos por veredas fangosas, donde no era ex-
traño encontrar huesos humanos y rústicas cruces desen-
terrados.

Antiguamente, los pomposos entierros de los ricos entra-


ban al Cementerio por el arco mayor de la puerta princi-
pal, en lujosos carruajes conducidos por zacatecas
uniformados con incrustaciones de torero y tirados por
caballos de grandes penachos, donde iban los costosos fé-
retros, seguidos de otros vehículos fúnebres repletos de
coronas de flores. Las familias humildes, muchas veces
cargando los ataúdes de pino sobre los hombros, traspa-
saban el umbral por los arcos menores de la misma porta-
da.

Más tarde, los pobres llevaron a sus difuntos en una carro-


za con faroles de gas, halada por mulos, mientras que los
ricos utilizaron para sus entierros los carros llamados tre-
nes funerarios, tirados por varias parejas de caballos con
adornos. En el futuro los acaudalados usaron los grandes
automóviles fúnebres pintados de negro reluciente. Perso-
nas amigas de la familia de los difuntos solían llegar a la
necrópolis vestidas de negro con paraguas del mismo co-
lor, llevando en las manos ramos de flores sujetas con cin-
tas moradas.

Antes de proceder al entierro, dentro del cementerio se efec-


tuaba el examen forense de los cadáveres; sin este trámite
no era permitida la sepultura. Igualmente era costumbre,
pero entre los pobres, colocar los ataúdes sobre un primiti-
vo muro, a fin de que las personas que los conducían des-
cansaran brevemente y compraran flores. Esto sucedía por
la hoy avenida de Zapata, la cual entonces era un sencillo
camino que llegaba a la entrada del camposanto donde
42
había un arco de madera con la señalización: Cemente-
rio Cristóbal Colón. Allí existían kioscos d o n d e se podían
beber jugos de frutas cubanas.

Hasta 1924 las inscripciones de los difuntos blancos y


negros se hicieron por separado, pues a partir de la fecha
se anotaron en común en libros de 700 páginas y en cada
folio se escribieron cuatro enterramientos.

El Obispado de La H a b a n a cobraba una fuerte s u m a a


quien comprara un terreno para alzar un p a n t e ó n e n la
zona de primera categoría; poco menos pedía por los de
segunda categoría. No había ventas en las zonas destina-
das a los más pobres, porque estos terrenos se alquilaban
por tres años, y al término del plazo, los restos eran envia-
dos al osario general.

El lucrativo negocio de alrededor de un siglo tuvo su final


el 4 de agosto de 1961, cuando el Gobierno Revolucio-
nario promulgó la Resolución que intervino la necrópolis
y declaró gratuitos los servicios fúnebres.

En 1987 el Cementerio Cristóbal Colón fue declarado Mo-


numento Nacional, por la abundancia de piezas de gran-
des valores históricos y artísticos. En ese documento reza:

Fundada oficialmente el 3 0 de octubre de 1 8 7 1 ,


poco más de 123 a ñ o s , la necrópolis h a b a n e r a
muestra y conserva en sus 56 hectáreas de superfi-
cie las evidencias materiales que testimonian el
desarrollo económico-social, artístico y espiritual de
la sociedad capitalina, fundamentalmente sin per-
der por ello su vínculo con lo nacional y lo univer-
sal.

En Ciudad de La Habana hoy prestan servicios 21 cemen-


terios, mientras que dos más se construyen respectivamente
en los repartos Altahabana y Alamar. Pero sin lugar a du-
das, el más frecuentado por la curiosidad que despiertan
43
sus artísticos monumentos es el de Colón, cada año visita-
do por unos 60 000 turistas, muchos de quienes afirman
no haber visto jamás tan gigantesco museo funerario don-
de están reunidos el virtuosismo y la gracia de escultores,
arquitectos e ingenieros.
Diariamente en Colón son sepultados decenas de cadá-
veres; el 13 de febrero de 1996 la cifra ascendió a
93 enterramientos. Los meses en que ocurre el mayor nú-
mero de fallecimientos en La Habana son enero, febrero
y marzo, y el municipio que más muertes reporta es el po-
puloso de Arroyo Naranjo.

La necrópolis Cristóbal Colón es un lugar en La Habana


sin olvido para el visitante, porque es mucho más que una
vía «apasionante hacia la muerte», según la advertencia
sobre la lápida del célebre narrador cubano Alfonso
Hernández Cata, o porque nos hace recordar la máxima
de que la vida es corta y la muerte es eterna. Toda la admi-
ración radica en su increíble belleza artística.

44
Tesoros de Colón

A junca te olvidaré, reza el epitafio escrito sobre un her-


moso sepulcro de mármol perla, donde un ángel, como
a c a b a d o de llegar, tiene puestos sus pies desnudos y riega
flores. Una paloma de las tantas que revolotean por el cam-
posanto se ha posado en una cruz latina grisácea, mien-
tras la brisa mantiene e n movimiento las pencas de u n a
palma, el árbol nacional de Cuba, que profusa crece e n la
planta cementerial Cristóbal Colón de La Habana.

La necrópolis d e Colón es la obra d e mayor importancia


de la arquitectura colonial cubana d e finales del siglo xix,
mundialmente famosa por su belleza, sobre todo arquitec-''
tónica y escultórica. Tras su fachada principal con la ins-
cripción Janua Sum Pacis (Soy la puerta de la paz), está
el museo fúnebre, repleto de valor humano y artístico.

Cada fabuloso mausoleo o simple tumba sugiere una cró-


nica o la historia del personaje que yace, al que los fami-
liares y amigos le h a n hecho patente el dolor p o r la
desaparición física, mediante dedicatorias a c o m p a ñ a d a s
de fechas de nacimiento y muerte. Algunas llaman a la re-
flexión y otras mueven a la curiosidad.

No obstante la admiración por los suntuosos monumen-


tos, la realidad advierte que, en este sitio, ricos y pobres
han sido desposeídos de títulos y fortunas, unos, y de ago-
nías y miserias, otros, porque según un salmo los seres cuan-
do mueren regresan al polvo y ese mismo día terminan
todos sus proyectos. Cabe meditar igualmente e n la frase
«un hombre dura y vale lo que un suspiro».

45
Como ninguna otra ciudad de los muertos en el continente
de América, el cementerio de La Habana bautizado con el
nombre del descubridor del Nuevo Mundo, Cristóbal Co-
lón, despierta asombro e intrigas de muy diversa índole.
La grandeza de la necrópolis no se circunscribe a su tesoro
en mármoles, bronce y vitrales, pues también se le une la
historia que encierra en sí y la de personas que han sido
allí sepultadas.

Con el decursar del tiempo, alrededor de la necrópolis se


desarrollaría una de las más populosas barriadas habaneras,
la del Vedado. Desde su frecuentada esquina que hacen
las calles 23 y 12, se observa la impresionante y bella en-
trada al Cementerio de Colón, por la calzada de Zapata, a
pocos metros de la Plaza de la Revolución José Martí.

Desde la majestuosa entrada principal, denominada Puer-


ta de Paz o Puerta Norte, comienza la admiración. Esta
frontera entre la vida y la muerte es un bello monumento
de cantería, de estilo románico bizantino. El conjunto se-
meja un arco de triunfo de tres cuerpos, cada uno de los
cuales constituye un acceso al interior del recinto; su altura
total alcanza los 21,86 metros. Arriba termina en una pirá-
mide truncada, rematada por un grupo escultórico en már-
mol que simboliza las tres virtudes teologales, tres figuras
de mujer: la del centro, rodeada de niños, es la caridad; la
de la izquierda, con una inmensa ancla, evoca la esperan-
za; y la de la derecha, que lleva en una mano la cruz y en la
otra un cáliz y una hostia, indica la fe. A los pies de las
figuras es que aparece la leyenda Janua Sum Pacis.
La fachada está inspirada en el concepto cristiano del triun-
fo sobre la ausencia y es catalogada de especial riqueza
formal y técnica. Los tres arcos están muy ornamentados;
las archivoltas se ofrecen dentadas como el resto del cince-
lado del conjunto en general, y están decoradas además
con ramas de mirto y rosetones. Adosados a la pirámide

46
truncada hay dos relieves de mármol blanco a manera de
semimedallones; el del tímpano exterior representa la Cru-
cifixión de Cristo y el del interior sugiere la Resurección de
Lázaro.

La entrada mayor mide seis metros de ancho y cada una de


las laterales tres metros. Por el arco más amplio penetran las
carrozas fúnebres y público en general, a pie o en vehículos
diversos; son abiertas a las ocho de la mañana y cerradas a
las seis de la tarde, y poseen verjas de hierro artísticamente
realizadas. En los cimientos de esta fachada hay colocada
una caja de caoba sellada que contiene la copia del acta
inaugural de las obras, que data del 30 de octubre de 1871;
periódicos que circularon en La Habana el día anterior a
esa fecha; ejemplares de la Guía de Forasteros; un calenda-
rio de aquel año y varias monedas de oro y de plata.

Por la belleza, solidez y ambiente de sosiego, la puerta prin-


cipal se alza como una postal de invitación al parque fu-
nerario.

Una vez dentro, ante el visitante, la planta cementerial se


ofrece e s p l é n d i d a e n u n a superficie r e c t a n g u l a r de
560 0 0 0 metros cuadrados, atravesada por dos avenidas
amplias y calles pavimentadas, y d o n d e han sido inhu-
mados más de un millón de seres humanos, desde los pri-
meros, la parda o mulata María Paulina Acosta y la blan-
ca Ester Labradores, asentadas en respectivos libros para
negros y blancos, en 1868. Precisamente el a ñ o en que
La H a b a n a fue asolada de manera severa por varias epi-
demias, con la siguiente alta tasa de mortalidad, y que en
Cuba tuvo lugar el inicio de la Guerrra de Independencia
contra el coloniaje español.

Siguiendo una rigurosa costumbre establecida en tiempos


del papa San Gregorio Magno, la necrópolis recuerda un
campamento con el mondusaX centro. Por eso está diseña-
da con una capilla al centro de una gran cruz griega, que da

47
origen a otras cuatro cruces. La mayor divide la superficie
en cuatro grandes cuarteles, los que por su orientación se
denominan noreste, noroeste, sureste y suroeste. Los cuar-
teles delimitan las zonas de monumentos de primera, segun-
da y tercera categorías. Las cruces de segundo orden
dividen en cuatro cuadros, cada uno llamado campo co-
mún: comprendían zonas para las inhumaciones en tie-
rra, que se cobraban y eran denominadas tramo tercero,
además de las reservadas para los enterramientos gratuitos
en el tramo de limosna.

Los brazos de la cruz mayor se nombran Avenida Cristó-


bal Colón, Avenida Obispo Espada y Avenida Fray Jacin-
to. Las dos primeras, con 628 metros de largo, van de norte
a sur, y la última, con una longitud de 818 metros, de este
a oeste. El resto de las calles están.rotuladas con letras del
alfabeto hasta la N; las situadas a la derecha y paralelas a
la calzada de norte a sur llevan los números desde el
2 hasta el 18, y a la izquierda de la avenida principal están
los números impares, desde el 1 al 17. Cada una de las
amplias avenidas tiene unos 21 metros de ancho, con ace-
ras de dos metros de amplitud, sembradas de árboles por
ambos lados.
Para facilitar la circulación y el estacionamiento de vehícu-
los, se edificaron plazas y plazoletas, de mayor o menor
radio, en medio de las cruces y al igual que en las intersec-
ciones de las calles estrechas que dividen los cuadros del
campo común. Inmediatamente después de la entrada norte
existe una amplia plaza con movilidad hacia todos los sen-
tidos. En ella se levantan las oficinas de administración y
servicios.
En la misma avenida principal, guardando distancia con
la anterior, hay una plaza desierta, en la cual se proyectó
erigir un lujoso monumento que guardaría las cenizas del
almirante Cristóbal Colón. La idea del proyecto data

48
de 1854, cuando el gobernador de la Isla, marqués de la
Pezuela, propuso delinear los planos de la nueva necrópo-
lis. Pero desde el primer momento, el asunto de la ubica-
ción se volvió polémico, al considerar el obispo Fray Jacinto
que el referido mausoleo debía situarse en la catedral. Pese
al conflicto y con vistas a la realización de la obra se llevó
a cabo una colecta entre los vecinos adinerados de La
Habana y de otras ciudades de los dominios españoles.
Una estatua en memoria de Colón sería colocada en el
patio del Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo
de la Ciudad de La Habana, en donde se conserva.
Próxima a la puerta sur se observa otra plaza con un mo-
numento blanco, donde reposan los restos de Juan José
Díaz de Espada y Fernández de Landa, y de otros obispos
y arzobispos inhumados en la capital habanera. Mediante
contribución popular ascendente a 7 472 pesos oro y
95 centavos, se levantó este fastuoso mausoleo, inaugura-
do el 2 de febrero de 1881, el mismo día y hora en que
setenta y cinco años antes el obispo Espada abriera el pri-
mer cementerio general de La Habana que llevó su nom-
bre.

En la cruz de primer orden, donde se cruzan las amplias


avenidas, se encuentra la plaza de mayor dimensión, que
mide 102 metros de lado (reducida a un círculo de 90 me-
tros de diámetro por los jardines de los ángulos). Justo en
su medio se levanta la capilla central de este cementerio,
desde donde se puede observar casi todo el parque funera-
rio, especialmente las piezas de mayor magnificencia, así
como el recorrido de las carrozas fúnebres.
Después de la portada norte, la obra arquitectónica de
mayor importancia es la capilla, igualmente de estilo ro-
mánico bizantino, donde se efectúan los réquiems o res-
ponsos solemnes, oficiados por el capellán del camposanto.
Su forma es octagonal, compuesta de tres cuerpos
concéntricos que resultan escalonados, con una cúpula
49
central en rincón de claustro, reforzada por nervios y ter-
minada en una cruz. Está iluminada por ventanas, bajas y
altas, provistas de vitrales coloreados que muestran pasa-
jes bíblicos. En el friso de la rotonda central, sobre fondo
azul, se halla la inscripción Ego sum resurectio et vite, el
credit in me, nom mirietur in eternum (Yo soy la resurrec-
ción y la vida, y quien crea en mí, no morirá para la eterni-
dad).
El cuerpo exterior de la capilla lo rodea una galería o pórtico
de arcadas. A ella dan acceso puertas situadas frente a las
grandes calzadas; la principal abre hacia la entrada del ce-
menterio. En general el edificio tiene tres piezas; una sirve de
vestíbulo, de donde se pasa al santuario por un arco de ingre-
so; las otras dos son laterales, y en ellas se hallan la escalera
de subida al coro y la de la torre, ambas decoradas con cua-
tro estatuas. La superficie total dentro del templo es de
263 metros cuadrados, de los cuales 22 corresponden a la
sacristía. El público dispone de un espacio de 241 metros
cuadrados, es decir, que unas 700 personas pueden estar
presentes en los oficios religiosos.

La elevación total de la capilla, desde la plaza hasta el ex-


tremo de la cruz sobre la cúpula, es de 28 metros, y su
dimensión contribuye al carácter monumental del edificio,
en correspondencia con la necrópolis. El Obispado con-
trató su edificación bajo el compromiso de levantar un re-
cinto de gran solidez y larga duración; solo al cabo de un
siglo la capilla requirió remozamiento. En su construcción
se emplearon sillería, mampostería y otros materiales.

La reproducción de El Juicio Final y La Ascención de


Cristo fueron realizadas por el cubano Miguel Melero, en-
tonces director de la Academia de Artes de San Alejandro,
así como las pinturas de Moisés, Isaías y Jeremías, al lado
del Evangelio; de David, delante del altar; y de San Juan
Bautista, Daniel y Abraham, al lado del Epistolario. De su

50
autoría es también la estatua de Santo Tomás, una delica-
da pieza que todavía se conserva.

Casi frente a la entrada de la capilla y sobre un permanen-


te césped verde, donde en ocasiones hay rosas, se encuen-
tra el lujoso y reluciente mausoleo de granito púrpura del
c a r d e n a l M a n u e l Arteaga B e t a n c o u r t , a r z o b i s p o de
La H a b a n a en la década del cincuenta, nacido en 1879 y
fallecido en 1963. Pulvis es (Polvo eres), reza sobre su losa.

Favorecidas por el capricho de los acaudalados, la arqui-


tectura y la escultura han hecho de esta ciudad de los muer-
tos un increíble museo ecléptico para el disfrute del más
exigente espectador.

C o m o el Cementerio de Colón fue m a n d a d o a construir


por la Iglesia Católica, los estilos más representados en la
arquitectura correspondieron al románico y al gótico. De
ahí las abundantes pequeñas capillas sobre panteones de
una y otra tendencia, en perfecta armonía con el contexto
constructivo de la planta papal, que se inspira en la fe y la
mística cristianas.

Son numerosos los magníficos sepulcros de carácter rena-


centista y neoclásico, del artdécoy artnouveau, así como
los monumentos con un sentido racionalista, entre los que
se distingue la capilla de la familia Céspedes. En menor
número se destacan las construcciones piramidales y con
cierta frecuencia las de estilo moderno, muchas surgidas a
mediados del presente siglo. Por la sobriedad y austeridad,
sin perder elegancia, llaman la atención los escasos pan-
teones de carácter militar.

Existen mausoleos de inenarrable hermosura, de las más


diversas formas. Basta citar la expresiva pirámide de la
resurrección, de la familia Falla Bonet, y los excelentes pan-
teones como el de los Veteranos de la Patria y el sencillo y
a la vez elegante del patriota Juan Gualberto Gómez.

51
Bajo floridas enredaderas del trópico o a la sombra de
laureles, sauces, arbustos ornamentales y de otras plan-
tas, como rosas y jazmines, en medio del silencio inte-
rrumpido por la sinfonía de los pájaros, desde el alba hasta
el anochecer, se levantan, ascienden o d e s m a y a n infini-
d a d de ángeles, santos y vírgenes piadosas con expresio-
nes de paz, de a m o r o de sufrimiento. Por su extraordinaria
exquisitez artística asombran estos custodios de los muer-
tos, esculpidos en mármol italiano de Carrara o en grani-
to cubano. S e distinguen los querubines con las coronas
de laureles o flores de finísimas elaboraciones, y las dedi-
catorias talladas que reiteran promesas: «Vivirás conmi-
go», «En nuestro recuerdo», «Tus hijos no te olvidan».
Apenas tres o cuatro palabras son suficientes para testi-
moniar un profundo sentimiento por el ser desaparecido.

Los vitrales coloreados o transparentes sirven de puertas


y ventanas a lujosas capillas. Tampoco faltan las guirnal-
d a s y rosetones de mármol o de bronce, que b o r d e a n le-
chos mortuorios, así como infinidad de argollas d o r a d a s
o ennegrecidas por el p a s o del tiempo. Abundan las cru-
ces de S a n Andrés, heráldicas y griegas, en ocasiones
a c o m p a ñ a d a s de otros elementos decorativos. De m a n e -
ra profusa se destaca la cruz latina, a veces con la ima-
gen esculpida en mármol de Jesucristo y de La Piedad,
seguidas de las esculturas de San José con el Niño, de
Jesús en brazos de la virgen María o del ángel Miguel con
Jesús. Muchas de estas imágenes son de grandes dimen-
siones. En menor cantidad se reitera la representación de
la Caridad del Cobre, declarada Patrona de Cuba por la
Iglesia Católica.

También proliferan las columnas, algunas cubiertas por


mantos para favorecer el ambiente de solemnidad. Con
excelente calidad plástica se distinguen los marcos de por-
celana de las fotos de difuntos, insertadas en las tapas de
los sepulcros, así como los vitrales fundamentalmente des-

I
tinados a la decoración de los interiores de recintos, al-
gunos en la actualidad en franco proceso de deterioro.
Por lo general, los límites de las construcciones funerarias
los establecen verjas balaustradas y cancelas de hierro fun-
dido o forjado, con detalles de gran derroche imaginativo.
Hay rejas que parecen encajes hechos a mano por el más
excelente orfebre.
En otro orden de joyas escultóricas se destacan multitud
de motivos de origen místico o simplemente decorativos
sobre lápidas y alrededor de búcaros y portabúcaros. Tal
es el caso de una cesta enorme repleta de rosas y hojas,
realizada en mármol blanco, frente a una gran estatua de
Jesús, del mismo material, situada en la zona de los monu-
mentos de segunda categoría. Especialmente en las cercas
de mármol existen delicadas representaciones con dimen-
siones muy pequeñas, de exquisito gusto e imaginación.
Entre 1880 y 1930, la escultura, con gran paso, había plas-
mado su presencia, inmortalizada en riquísimas piezas en
esta gigantesca ciudad funeraria.

Los mausoleos de admirable magnificencia se localizan en


los cuarteles del norte, sobre todo desde la entrada princi-
pal hasta la capilla central, con motivo de haber comenza-
do por allí las ventas de parcelas a las familias acaudaladas
de La Habana. Son verdaderos tesoros de las artes, crea-
dos por más de noventa artistas cubanos y varios extranje-
ros. En realidad los principales monumentos abarcan ocho
cuadras.
Se asegura que en el Cementerio de Colón, uno de los mo-
numentos más costosos es el de don Pedro Baró, construi-
do por un arquitecto de origen francés, expresamente
mandado a traer a Cuba, que cobró una fortuna. Otros
muy valiosos corresponden a la familia Falla Bonet, con
un Cristo que mira al cielo sobre una pirámide, escultura
realizada por el español Benlliure; el de los González de

53
Mendoza, con esculturas de grandes dimensiones; el de la
familia Truffin; el de Osear B. Cintas, de líneas modernas y
sencillas; y el de la familia Rivero, con piezas del destaca-
do artista español Moisés Huerta.
Otros panteones lujosos fueron edificados para los restos
de exmandatarios cubanos, como el de José Miguel Gómez.
Casi todos los que fueron presidentes de la República es-
tán sepultados en Colón, menos Tomás Estrada Palma, que
descansa en la necrópolis de Santa Ingenia, en Santiago
de Cuba, y Gerardo Machado, Carlos Prío Socarras y
Fulgencio Batista, inhumados fuera del país.

Mención aparte merece el monumento de mármol negro


alemán de «Natividad de Viena», por la gran sobriedad y
elegancia. En su lápida hay un óvalo de cristal con el retra-
to de la finada, una leyenda con letras doradas y las inicia-
les OXW. La difunta, natural de Austria, había llegado a
La Habana en 1936 y murió a los setenta años de edad de
cirrosis hepática. Toda la fortuna la empleó en la construc-
ción de su tumba.

Muy cerca y bajo frondosos árboles está el panteón de


modernas líneas, también en granito negro, de la Acade-
mia de Ciencias de Cuba, donde reposan los restos del
sabio francés André Voisin, fallecido en La Habana
el 21 de diciembre de 1964. Por la rareza y apariencia rús-
tica se incluye en la relación la tumba jardín de Antonio
San Miguel y esposa.

A pocos pasos de la Puerta de Paz, dos majestuosos pan-


teones son considerados lugares sagrados por los cuba-
nos, porque en ellos descansan Leonor Pérez y Mariano
Martí, padres del Apóstol de la Independencia José Martí;
y el dominicano Generalísimo Máximo Gómez, que luchó
en las dos guerras independentistas, al lado de los cuba-
nos, en el siglo xix.

54
Por la significación histórica o por la monumentalidad pu-
dieran citarse otros muchos mausoleos, la mayoría hechos
con mármoles de Carrara, entre cuyas excepciones se en-
cuentra el sepulcro del principal suministrador de esa pie-
dra, que prefirió para su tumba el mármol cubano por
considerarlo de excelente calidad.

De Carrara es el material del monumento d o n d e se guar-


d a n los restos del obispo u p a d a . Pero la pieza más monu-
mental de este mármol italiano es la erigida a los Bomberos
de La H a b a n a , con un grupo escultórico en su parte más
alta que representa al ángel de la fe conduciendo a los hé-
roes a la inmortalidad, y las cuatro estatuas en la base que
significan el martirio, el dolor, el heroísmo y la abnegación,
a d e m á s de las leyendas de los hechos heroicos protagoni-
zados por los bomberos que perecieron en el incendio de
la Ferretería Isasi, el 17 de mayo de 1890.

Muy elogiado es el panteón de los Estudiantes de Medicina


porque constituye una de las piezas más notorias de la ex-
quisitez artística de José Vilalta y Saavedra. Representa
una gran pirámide envuelta con u n manto y una corona de
flores, como expresión de luto y dolor. Bordean la base
medallones de bronce con las efigies de los ocho estudian-
tes inocentes, fusilados por los españoles el 27 de noviem-
bre de 1871. Vale la pena detenerse en lo acontecido con
el entierro de estas víctimas, pues tras el fusilamiento, las
autoridades españolas sepultaron los cuerpos, sin ninguna
señal, en el cementerio San Antonio Chiquito para evitar
que el sitio fuera identificado por la familia o los cubanos
en general y para que los restos estuvieran extramuros, es
decir en un lugar no bendecido por la Iglesia. Sin embargo,
después de dieciséis años de búsqueda, familiares y otras
personas, entre quienes figuraba Fermín Valdés Domínguez,
el amigo y condiscípulo de José Martí, encontraron el sitio
de enterramiento, próximo a la puerta este, dentro de lo
que conllevaría luego parte del Cementerio de Colón. Los

55
restos fueron trasladados al panteón de la familia Alvarez
de la Campa. Finalmente, el 27 de noviembre de 1889, los
cadáveres fueron depositados en el mausoleo a los Estu-
diantes de Medicina, edificado por suscripción popular, al
costo de 30 000 pesos oro. El 27 de noviembre de 1904,
junto a ellos fueron colocados los restos del capitán espa-
ñol Federico Capdevila, el valiente defensor de los jóvenes,
trasladado desde Santa Ingenia. También en este panteón
descansan Fermín Valdés Domínguez, fallecido el 13 de
junio de 1910, y el profesor Domingo Cuba, quien defen-
diera a los estudiantes en el momento de la detención.

En el Cementerio de Colón yacen muchos representantes


de la época colonial, proceres de la independencia e im-
portantes figuras políticas y culturales del período republi-
cano y revolucionario. En sencillas tumbas, cerca una de
otra, descansan dos grandes exponentes de las letras, la
educación y el pensamiento progresista cubanos y de ideas
reformistas del siglo xix, el maestro José de la Luz y Caba-
llero y José Antonio Saco. Próximo a este lugar se halla el
panteón de jóvenes caídos en el asalto al Palacio Presiden-
cial, el 13 de marzo de 1957, rodeado de yagrumas y de
original hermosura artística.
En este camposanto reposan los restos de milicianos que
cayeron en Playa Girón, cuando la invasión mercenaria
en 1961; así como jóvenes deportistas, de los más de
70 pasajeros que perecieron en el sabotaje al avión en que
viajaban, sobre Barbados, en 1973; el entierro de estos se
vio acompañado por cientos de miles de personas de to-
dos los municipios habaneros. Las banderitas cubanas
sobre las tumbas sugieren la presencia en el lugar de un
mártir o un héroe de la Patria.

En Colón han encontrado reposo figuras cimeras de las


letras cubanas como Alejo Carpentier, o de la música como
Gonzalo Roig y los Cervantes, y de otras muchas manifes-
taciones artísticas y culturales. Hombres y mujeres que
56
aportaron con inteligencia y talento al desarrollo de la iden-
tidad nacional: Nicolás Guillen, Julián del Casal, Elíseo
Diego, Rene Portocarrero, Amelia Peláez, Isolina Carrillo,
Ramón Veloz, Hubert de Blanck, Juan Marinello y José
Antonio Portuondo.

Por la amplia capacidad sobresalen los panteones de los


Veteranos de la Guerra de Independencia y el de las Fuer-
zas Armadas Revolucionarias. En este último descansan
los restos del mexicano Alfonso Guillen Zelaya, el más jo-
ven de los expedicionarios del yate Granma, pues se incor-
poró en 1956, con veinte años de edad, a la lucha armada
en Cuba.

Igualmente por la amplitud se destacan el monumento a


las víctimas de los buques Manzanillo y Santiago de Cuba,
hundidos por submarinos nazis el 12 de agosto de 1942: el
de la Sociedad de Beneficencia de Naturales de Galicia y
de otras instituciones cubanas o regionales españolas.
En la necrópolis de Colón hay 53 000 propiedades parti-
culares, unas 45 son de asociaciones españolas, 30 de logias
y alrededor de 27 pertenecientes a sindicatos.

57
Tumbas curiosas, impresionantes
entierros y fastuosos funerales

E n las zonas de mayor riqueza en mausoleos y estatuas


no existen repeticiones de diseños, lo que demuestra el
rigor y la creatividad de los autores.
Al mundo de las curiosidades pertenecen: una de las bóve-
das más antiguas, con ios restos de un banderillero de la
cuadrilla del gran torero español Mazantiní, José Fernández
Calleja, alias Barbi, fallecido el 21 de febrero de 1887; la
tumba que tiene una jardinera con el diseño de un juego
de dominó y la ficha de un doble tres, pues con esta pieza,
que significaba ganar, se dice que murió de emoción la
dama que yace en el sitio; y el sepulcro de Mrs. Jeannette
Ryder (1866-1931), fundadora del Bando de Piedad de
Cuba. El monumento, erigido por suscripción pública y a
iniciativa de la institución que ella creara, consiste en las
figuras rústicas talladas en piedra, de una mujer acostada
y un perro echado a los pies de esta. Cuentan que cuando
la señora Ryder falleció, su perra Rinti, uno de sus anima-
les preferidos, acompañó el cortejo fúnebre hasta el ce-
menterio. Tras haber sido enterrada la dueña, el animalito
se echó sobre la bóveda para nunca más levantarse, ni
siquiera para beber agua, y ahí murió. En corresponden-
cia con el conmovedor hecho, fueron realizados los relie-
ves sobre la lápida. Otra tumba curiosa es la del campeón
mundial de ajedrez José Raúl Capablanca, muerto en 1942;
sobre esta se alza una pieza ajedrecística, como para cus-
todiar al rey que ahí yace.

La memoria habanera recuerda los entierros con mayor


acompañamiento de público, como el de los Estudiantes
de Medicina; en 1905, el de Máximo Gómez, que aún sien-
58

J
do un procer independentista, no tuvo palabras de despe-
dida de duelo; el del líder del Partido Ortodoxo, Eduardo
R. Chibas, en la década del cuarenta; el del capitán de la
clase obrera, Lázaro Peña, en 1974; el de las 80 víctimas
de la explosión del barco La Coubre, en 1961; y en 1980,
el de Celia Sánchez, considerada la primera heroína in-
corporada a la guerrilla de la Sierra Maestra comandada
por Fidel Castro.

Asimismo atrajeron numeroso público entierros como el


del cantante Pablo Quevedo, la voz de cristal; de María
Valero, la actriz que fue arrollada por un automóvil cuando
cruzaba la calzada del Malecón para observar un cometa;
de Rita Montaner, también artista, y del escritor Alejo
Carpentier.

Por la fastuosidad, se recoge en crónicas el sepelio del mi-


llonario Laureano Falla Gutiérrez, cuyo servicio funerario
costó miles de dólares, incluido el ataúd de los llamados
tipo monarca, traído expresamente en avión de Estados
Unidos, y las decenas de coronas de flores conducidas en
varias carrozas funerarias de lujo; así como el de los ex-
presidentes: Alfredo Zayas, José Miguel Gómez, Mario
García Menocal y Ramón Grau San Martín.

En contraste con la ostentación fue el entierro de una dama


adinerada que dejara escrita la solicitud de ser inhumada
en el campo de los humildes para que la fortuna destinada
a sus funerales fuera repartida entre las personas de esca-
sos recursos económicos. Lejos del esplendor y por arbi-
traria disposición gubernamental, fue sepultado el general
de la Guerra de Independencia de Cuba Quintín Bande-
ras; años más tarde sus restos serían depositados en un
panteón acorde con su estatura patriótica.

Motivan la atención los amuletos y objetos diversos de con-


tenido religioso que a diario son arrojados a la entrada del
Cementerio de Colón o sobre ciertas tumbas, como muñe-

59
eos de trapo, mazorcas, cintas coloreadas y otros atributos
de ritos afrocubanos.
Entre los sitios favorecidos por la leyenda se distingue la lla-
mada tumba del Hermano José o el Taita José, donde yace
Leocadia Herrera, una mujer que en su casa de Víbora Park
practicó el espiritismo y decía tener la encamación de un
poderoso espíritu africano, el hermano José. No transcurre
un día sin que hasta su tumba lleguen decenas de personas
con promesas,flores,monedas y mensajes de agradecimiento
por supuestos milagros concedidos.
Pero entre todas las leyendas y fantásticas anécdotas, la
más conocida es la de «La Milagrosa», relacionada con el
amor y la maternidad. El mito lo origina la triste historia
protagonizada por la bella habanera Amelia Goyri, hija de
los marqueses de Balboa, y Vicente Adot Rabell, de arrá-
yente personalidad y de familia no tan adinerada. A los
dieciséis años él se incorporó a la Guerra de Independen-
cia y alcanzó el grado de capitán. Al término de la contien-
da, y al cumplir ambos la misma edad, veintidós años, se
casaron, y el 3 de mayo de 1901 ella muere de un compli-
cado parto. Como consecuencia de los pocos recursos de
la época y atrasos científicos, se dice que el feto fue extraí-
do a pedazos del vientre materno, por lo que el cadáver de
la joven madre fue sepultado solo, según consta en su acta
de defunción y en el libro de enterramientos. Otra versión
familiar asegura que ambos cadáveres fueron sepultados
juntos; que el feto debió de ser colocado entre las piernas
de la madre. Por voluntad expresa del viudo, por largos
años no se hizo exhumación, de ahí que la tumba de Amelia
Goyri permaneciera algún tiempo sin ser abierta. Luego
echó alas la leyenda de que se había encontrado dentro
del sepulcro a Amelia con su bebé en los brazos.
Tras la desaparición de la esposa, Vicente pareció enlo-
quecer y vistió de luto con un crespón negro en el sombre-
ro hasta su muerte, el 24 de enero de 1941. Diariamente
60
visitaba la tumba y en cada ocasión la cubría con las más
exóticas y costosas flores; luego, con una argolla golpeaba
el mármol en un intento por despertar a la amada y se
entregaba a extensos soliloquios; al retirarse siempre lo hizo
sin darle la espalda al sepulcro. La ceremonia era observa-
da por los curiosos, quienes atribuían el crecimiento de la
riqueza del viudo a los poderes divinos de Amelia. La le-
yenda aumentó a partir de la colocación allí de una esta-
tua realizada en Italia por el más célebre escultor de la época
en Cuba, José Vilalta y Saavedra, amigo de Vicente. El
artista, conocedor de la causa del fallecimiento, esculpió la
figura de Amelia con el bebé sostenido en el brazo izquier-
do, y la mano derecha apoyada en una cruz, pues la difun-
ta había muerto en el Día de la Santísima Cruz.

Pese a la prohibición de Vicente de que no se acercaran ai


sepulcro, muy pronto muchas personas violaron tal dispo-
sición y comenzaron a imitarlo. Desde entonces, cada día
acuden a «La Milagrosa» decenas de creyentes para cu-
brirla de flores, pedirle milagros, hacerle promesas y con-
tarle infortunios o éxitos, y al despedirse nunca le dan la
espalda.
Hace algunos años otra tumba despertó la curiosidad pú-
blica. En ella, y según una versión periodística, descansan
los restos de la hermosa mulata habanera que motivara la
célebre novela Cecilia Valdés, del escritor cubano Cirilo
Villaverde. Una exhaustiva investigación ha tratado de
poner en claro que en 1893, a la edad de ochenta y un
años, fue enterrada «Cecilia» en un sepulcro ubicado en
un apartado rincón del cementerio.

Tiempo atrás, en esta ciudad de los muertos hubo suici-


dios espectaculares y raros hallazgos de cadáveres
momificados y otros que con muchos años de enterramiento
permanecían intactos, como el primer día del sepelio. En
noviembre de 1947 un joven se arrodilló frente a la tumba
de la novia fallecida desde hacía un año y de un balazo se
61
quitó la vida. En 1912, José Calegó, empleado de una tien-
da de sombreros, también se dio un disparo en la sien so-
bre la lápida de su compadre.
No lejos de ese lugar, pero en 1932, el 28 de septiembre,
debió de ser sepultado el doctor Clemente Vázquez Bello,
muerto la víspera en un atentado a tiros en el Country
Club, en las afueras de la capital. Había sido presidente
del Senado de la República, dirigente del Partido Liberal y
figura prominente del gobierno tiránico de Gerardo Ma-
chado. Al sepelio debía concurrir el Presidente, por lo que
elementos revolucionarios habían dinamitado una alcan-
tarilla próxima, a fin de provocar una explosión que le cau-
saría la muerte al mandatario. Sin embargo, el plan se frustró
cuando la esposa de Vázquez Bello decidió, a última hora,
que el enterramiento se efectuara en el panteón de la fami-
lia de ella, en la ciudad de Santa Clara. Los detalles expues-
tos se conocieron días después cuando una señora que
cortaba yerbas del Cementerio de Colón, avisó al celador de
la presencia de un artefacto dentro de una alcantarilla.

Los casos de momificación ocurrieron con mucha frecuen-


cia en los cuadros de los terrenos calizos. Esta condición
de la tierra y la de los antiguos ataúdes de hierro, llamados
tiburones por su forma, contribuían a la extraordinaria con-
servación de los cuerpos sin vida. Una muchacha con su
vestido blanco de novia, inhumada desde hacía tiempo, y
el cadáver de un niño de seis años, fueron encontrados en
perfecto estado de conservación. Hay anécdotas de otros
cuerpos que al cabo de sesenta años de sepultados fueron
hallados momificados de manera natural, como sucedió
con el cadáver del general Joaquín Manzano, quien fuera
segundo cabo de la Isla, muerto en 1867.
Un celador afirmó que estas momificaciones se origina-
ban exclusivamente en los terrenos arcillosos de los cua-
dros A y E precisamente en la zona de los hallazgos de
cadáveres mejor conservados.
62
Otro celador contó que en sus más de treinta años en el
oficio jamás había visto un fantasma en el Cementerio de
Colón, pero que una noche en su recorrido habitual por los
cuartones del fondo de la planta cementerial le pareció ver
alzarse de sobre una tumba una figura humana, que luego
vio correr y saltar por entre los sepulcros. Ya cerca, el vigi-
lante le dio el alto, y al detenerse, el supuesto fantasma expli-
có que la tarde anterior había entrado a la necrópolis
totalmente borracho y que se quedó dormido sobre una tum-
ba hasta despertar en horas de la medianoche, cuando fue
descubierto.
Durante años se puso en duda si el alemán Heins August
Lunning había sido enterrado en Colón, debido a que en
ciertos círculos habaneros se aseguraba que este espía nazi
no había sido fusilado. En realidad, su ejecución tuvo lugar
al amanecer del 10 de noviembre de 1942 en los fosos del
Castillo del Príncipe, y su cadáver fue de inmediato trasla-
dado al camposanto bajo total discreción. Más tarde sus
restos fueron llevados a bordo del barco Lahtein hacia su
país natal.

Uno de los entierros más comentados por la opinión pública


habanera aconteció en el segundo decenio de este siglo, cuando
por primera vez se trasladó el ataúd hasta el cementerio sobre
el chasis de un automóvil. Los periódicos de La Habana
reflejaron la noticia en primera plana con grandes titulares
como el aparecido en el diario El Mundo, el viernes 12 de
mayo de 1916: «Un entierro en Ford». A renglón seguido refe-
ría: «Ayer se efectuó el entierro más original de cuantos hasta
la fecha se han llevado a cabo en esta ciudad, un entierro
automovilístico (...)». El ataúd con el cadáver del fallecido, el
mecánico José Oliva Borges, fue colocado sobre el mismo
vehículo que le causara la muerte al volcarse en la esquina de
Línea y C, en la barriada habanera del Vedado.

Días después, durante la celebración de carreras de auto-


móviles, hubo otras dos muertes por accidente, entre ellas
63
la del campeón Máximo Herrera. Los periódicos volvieron
a referirse a la enorme multitud de pueblo que acompañó
al sepelio, pero con la especialidad de que el cortejo fue
integrado por centenares de automóviles, sobre todo de
marca Ford, que partieron desde la funeraria donde ha-
bían sido velados los fallecidos, hasta el Cementerio de
Colón.
Ya en la tercera década de este siglo, La Habana estaba
inundada de automóviles, ómnibus con motor, camiones y
motocicletas, la mayoría procedentes de Estados Unidos.
Los primeros automóviles entraron a Cuba entre 1902 y
1907. Pero entonces, como regla, no solían traspasar las
puertas del Cementerio de Colón, pues lo usual eran los
coches halados por caballos.

64
Autores. Semblanza de Loira

L as más valiosas obras escultóricas del Cementerio d e


Colón fueron en su mayoría creadas por artistas cuba-
nos, todos de gran destaque y experiencia artística.

Entre este grupo se distingue José Vilalta y Saavedra, au-


tor de sobresalientes piezas de la necrópolis. Nació en La
H a b a n a en 1865 y estudió en el Seminario San Carlos.
Más tarde continuó la enseñanza en Islas Canarias, de donde
pasó a Florencia, Italia. Tras visitar Roma, se instaló defi-
nitivamente en Carrara, para desarrollar de manera exitosa
su arte en esta ciudad italiana. Precisamente en Carrara
esculpió muchas de las obras suyas que hoy enriquecen el
patrimonio de Colón. Él es el autor de las tres virtudes
teologales sobre la puerta norte y de los dos relieves de los
semicírculos en la propia fachada principal, así como d e
la estatua de «La Milagrosa» y del magnífico monumento a
los Estudiantes de Medicina. En 1905 concluyó el Panteón
de la Policía, posteriormente restaurado, el cual, al decir de
los críticos, posee maestría técnica.

En orden de importancia se destacan otros artistas del pa-


tio: J u a n José Sicre; entre sus célebres piezas se distinguen
los relieves en el panteón de los Veteranos de la Indepen-
dencia y el Cristo en la Cruz sobre el monumento d e la
familia Soto Sagarra. Miguel Melero, pintor, dibujante y
escultor, autor del exquisito medallón fundido en bronce
con el retrato de Máximo Gómez, que aparece en el fabu-
loso panteón del patriota, así como las obras pintadas en
la capilla central y la decoración de la cúpula. Teodoro Ra-
món Blanco, que realizó el Monumento a las Víctimas del
Manzanillo y Santiago de Cuba. Florencio Gelabert, quien

65
esculpió con gracia el conjunto de la parte central y supe-
rior del Panteón de los Veteranos, y Rita Longa, que eje-
cutó con originalidad la versión de La virgen de la Piedad,
de Miguel Ángel, en el mausoleo de la familia Aguilera.
Quedan por mencionar decenas de excelentes escultores
cubanos que dejaron reunidas sus piezas en ese museo a
la intemperie que es Colón.

Obliga a la cita aparte el arquitecto gallego Calixto


Aureliano de Loira y Cardosso, autor de los proyectos del
célebre Cementerio de Colón y su primer constructor, que
ocupara hasta su temprana muerte el cargo de Director
Facultativo General de las mencionadas obras. Nació en
Ferrol, Galicia, el 3 de julio de 1840. Con sus padres llegó
a La Habana en 1846, y al cumplir doce años de edad
volvió a España para ingresar en la Escuela Preparatoria
Náutica, estudios costeados por el ayuntamiento de la
colonia cubana. Pero al enfermar de la vista, sin concluir
la enseñanza, regresó a Cuba y matriculó en la Escuela
General de Preparatoria de La Habana, donde se con-
virtió en eminente alumno de arquitectura. En 1859 viajó
a Madrid para concluir la carrera de arquitectura en la
Academia de Nobles Artes de San Francisco. Obtuvo el
título con excelente promedio docente y en la capital cu-
bana lo nombraron auxiliar del destacado ingeniero Fran-
cisco de Albear, en la construcción del acueducto
Fernando VII. Junto con otros seis arquitectos, Loira pre-
sentó sus planos al concurso convocado por el Obispado
de La Habana y la Junta de Cementerios para la edifica-
ción de la nueva necrópolis general y su proyecto resultó
premiado. Dibujó varios planos solamente para diseñar
la portada norte, cuya entrada principal es catalogada
como una de las piezas artísticas más importantes del
camposanto. A su estilo románico bizantino, Loira le atri-
buyó «carácter sereno y triste, tanto por la sencillez en la
ejecución de su decoración, como por la solidez de su
forma».

66
Pero el prestigioso arquitecto no vio concluido su proyec-
to. Breve tiempo después de iniciados los trabajos sufrió
una crisis de asma y un paro respiratorio; murió a la e d a d
de treinta y dos años, el 2 9 de septiembre de 1872. Su
cadáver estrenó el primer nicho por la entrada este, en el
cuartel noreste, frente a la calle A. marcado con el número
263. de la Galería de Tobías. De este lugar sus restos fue-
ron trasladados en 1953 al panteón del Colegio de Arqui-
tectos. En ese año, un óleo con su retrato fue colocado en
una pared del edificio de la administración del Cemente-
rio.

A Loira lo sustituyó en la dirección de las obras de la Ga-


lería, el arquitecto Félix de Azua, quien también falleció
poco después de asumir tales funciones, en 1873. Sus res-
tos fueron depositados también en la Galería, en el nicho
uno, al final de la misma hilera d o n d e yacía Loira. Es de-
cir, que cada cadáver ocupó las cabeceras opuestas de
esa fila de nichos, uno por el lado de la puerta oeste y el
otro por el este.

De los escultores extranjeros resaltan entre otros: los espa-


ñoles Mariano Benlliure y Agustín Querol, autor de la pie-
za de mayor dimensión, el monumento a los Bomberos de
La H a b a n a ; los italianos Paoli Triscornia, Bueoni Fexe,
Fondo O. Buoevrolami, y Rafaello Romanelli, quien hizo
la figura de mujer alada, cincelada en bronce, en la capilla
de los Aspuru; y el norteamericano W.S. Pietch.

Cada artista aportó una o varias piezas de mármol de


Carrara, en su mayoría, o del granito cubano, de bronce y
vitrales, para sin proponérselo hacer del Cementerio de
Colón un inmenso e incalculable tesoro consagrado a la
muerte.

De paso por La Habana, un visitante preguntó si existía


en la necrópolis un libro donde se recogieran las impresio-

67
nes, pues deseaba dejar constancia de su opinión: «En las
tres visitas que le hice a esta necrópolis no he podido con-
tener mi asombro y admiración por tanta belleza arquitec-
tónica y escultórica, es increíble este museo fúnebre ¡algo
fabuloso que no podré olvidar!».

68
Gráficas de la necrópolis
de Colón
^OBIS»,, J»X

?fg
^ss^fess^ss
i@B^y?
A V T N T D A OBISPO ntAY ¿AcrNTo AVENIDA OBISPO FRAY JACINTO ííJSJTE

— im* -— —

PIPI
||ffiag@@gípgiKHB|

Plano general del Cementerio.

71
La entrada principal de estilo románico bizantino.

La Caridad del Cobre, patrona de Cuba.

72
U n o d e los m o n u m e n t o s q u e m á s l l a m a la a t e n c i ó n .

73
Proliferan las esculturas d e ángeles.

74

lik
L a p a l m a r e a l , á r b o l n a c i o n a l , c r e c e e n t r e las t u m b a s .

M u c h a s p i e z a s s o n d e m á r m o l d e C a r r a r a , Italia.

75
A b u n d a n los o b e l i s c o s .

76
3*7

11

U n a d e las obras d e m a y o r valor artístico.

77
Imagen y fachada de u n o d e los p a n t e o n e s .

78
C o m p o s i c i ó n escultórica.

79
Obra fundida e n bronce.

80

»
C a d a pieza es digna d e admiración.

81
D e t a l l e d e e x c e l e n t e factura.

82
De la autora

Ángela Oramas Camero (La Habana, 1942). Ejerce el pe-


riodismo desde 1966. Ha laborado en la radio y otros me-
dios de prensa cubanos. Es fundadora de la revista
Muchacha y actualmente trabaja en Bohemia. Ha colabo-
rado con importantes publicaciones periódicas nacionales
y extranjeras.

83
índice

Introducción / 9
Antecedentes de la Antigüedad / 11
Primitivos cementerios de La Habana. Semblanza
del obispo Espada / 15
Espada, primer cementerio general / 22
El Bautista y el Chino / 29
Proyecto Pallida Mors / 35
Tesoros de Colón / 45
Tumbas curiosas, impresionantes entierros y fastuosos
funerales / 58
Autores. Semblanza de Loira / 65
Gráficas de la necrópolis de Colón / 69
De la autora / 83

| NNO
!
-£)vOqc3
H m&¿

' • '

- "^,'/¿hz^Jml

::::

r
!Jbjüfíhji:uJüjíJyJü!;uIyíJí;i!jij

-ÍJnjjL'jijüJJjCiuiJüíJyiJ
Ajiumajituií y iu¡jüjjyií úlaurdü
•«j|;
lárayairariiíiíaLüílübüijü
¡dñ^MiijJujjjükjuíJüiJ
. . jürrjfjüüíJüdíiíJjiiárjcu
,:, fjj!JJ'Ü!jfüUJIÜ '

ISBN 9 5 9 - 0 9 - 0 1 1 7 - 4

'.y'J^-^u^;-
9 789590 901171

K_

También podría gustarte