Octavio Armand Entrevista
Octavio Armand Entrevista
Octavio Armand Entrevista
Prodavinci
Hay quienes necesitan apartarse para crear. Abandonar una isla casi incomunicada,
vivir en nuestra península por voluntad un poco al margen, y alternar a menudo tierra
firme con la ciudad de Manhattan, han hecho de la reclusión de Octavio Armand una
experiencia bastante completa, de forma y de fondo. Juan Sánchez Peláez le habló de
Venezuela primero que nadie y Salvador Garmendia le enseñó nuestros paisajes.
Podría decirse que, finalmente, está aquí y a gusto, después de un exilio o más bien
dos.
Poeta y ensayista, están entre sus obras Horizonte no es siempre lejanía, Entre
testigos, Piel menos mía, Cómo escribir con erizo, origami y Son de ausencia, además
de El aliento del dragón, su último libro de ensayos. Dice tener las raíces al aire, una
imagen que da frío, sobre todo en los pies.
Quisiera saber qué razones lo trajeron a Venezuela y en qué momento, pero antes
hábleme de usted y de su familia. ¿Dónde nació?
De niño, mi idea de la guerra era tan simple como heroica: se trataba de una
lucha interminable entre cubanos y españoles por la independencia de Cuba. Cuando
el 26 de julio de 1953 me enteré de que el Moncada, el cuartel de Santiago, había sido
atacado y que el ataque había sido repelido, me alegré muchísimo, porque imaginaba
que en ese cuartel estaban los Maceo, Martí, Gómez, y que por supuesto los atacantes
eran españoles. Al llegar a casa se me complicó el asunto. Aquello era un conflicto
entre hermanos: los que habían atacado al Moncada y al cuartel de Bayamo, el Carlos
Manuel de Céspedes, eran cubanos. Unos jóvenes que pronto se convertirían en mis
héroes. Esa infancia de sobresaltos y confusiones marca mi vida. Sin ser política, mi
familia apoyó mucho a la revolución en su fase insurreccional, por lo que tuvimos un
primer exilio. Durante la dictadura de Batista habría unos unos pocos miles de
exilados. Estuvimos en Nueva York, por cierto muy cerca de donde residía Raúl
Chibás, héroe de mi infancia y luego excelente amigo Regresamos al triunfar la
revolución. Tuvimos que salir de nuevo cuando aquello se alejó de lo acordado en el
Manifiesto de la Sierra Maestra. Según mi familia, quien traicionó el proyecto
revolucionario fue Fidel Castro. Nosotros nos mantuvimos fieles a su espíritu, pues en
Cuba era – y es – necesario un cambio.
El segundo exilio fue también en Nueva York. Salí en la Nochebuena de 1960, con 14
años y medio, con mi hermana. Estaba nevando cuando Asela y yo aterrizamos en
Idlewild. Como te imaginarás, fue un cambio abrupto, enorme. Del trópico a la nieve,
Vine por primera vez el último trimestre del año 1978 a visitar a Lorenzo García
Vega, que residía acá. Yo dirigía entonces la revista escandalar y Lorenzo era parte
del equipo. Vine también para conocer la tierra de Juan Sánchez Peláez, de quien fui
muy amigo desde que lo conocí en Nueva York allá por mis 20 años. Me quedé en su
casa, la quinta Ramyrtenar de Altamira. Inmediatamente me di cuenta de que
Venezuela tenía mucho de imán y algo de espejismo. Venezuela era Cuba que se
perdía, se borraba, en la distancia, como en el espejo retrovisor de un automóvil…
Esa amistad con Juan Sánchez Peláez lo vinculó de manera también literaria
con el país.
Cuando Juan fue su director literario, Monte Ávila publicó Cosas que pasan.
Después Superficies, un libro de ensayos, y la ULA, gracias a Carlos Contramaestre,
una segunda edición de Cómo escribir con erizo. En años recientes -y aquí debo
mencionar a otro amigo, Santos López – la Casa de la Poesía me ha publicado varios
libros. Digamos que por generosidad. O por carambola. Porque en realidad no
pertenezco al medio venezolano. Yo siempre estoy fuera. En todas partes.
¿Qué impresiones tuvo del país esa primera vez que vino?
Había también una atmósfera de cordialidad que me pareció envidiable, muy diferente
a la experiencia cubana, que es de mucha amargura, de mucho odio. Tanto los que
están fuera como los que están dentro se han sacrificado muchísimo. Mis primeros
amigos acá fueron Salvador Garmendia y Carlos Contramaestre, que eran
comunistas. Después cambiaron, pero cuando los conocí eran muy de izquierda. Que a
pesar de eso se trabara una amistad, me resultaba increíble y hermoso, porque en
Cuba la política separaba hasta a los hermanos. Me pareció excepcional la cordialidad
que podía darse entre seres muy dispares. Eso fue un señuelo muy atractivo, una
experiencia completamente fuera de serie, pues los cubanos somos náufragos de la
Atlántida: la isla es un mundo atomizado en infinitas islas. Cada cubano se ha
convertido en un atolón, un cayo. Cuba es un archipiélago pulverizado. A mí me
encantó la experiencia continental, reverso del terruño fragmentado.
corriente. La gente se quiere ir al Norte, a pesar de esa vieja canción venezolana: “Me
dicen que en Nueva York, la gente es tan embustera …” Yo estaba en el Nueva York y
decidí regresar al sur. Desde la muerte de mi padre, que fue a principios de los 90,
estoy más o menos fijo en este país, al cual traje a mi madre y hermano.
Sí, durante muchos años nunca sabía si estaba de regreso en Nueva York o de regreso
a Caracas.
A mí no.
Entonces dígame dónde se formó, cuáles fueron los primeros que dio en
relación a su oficio.
Hice mis estudios universitarios en Rutgers, en Nueva Jersey. Tengo todos los títulos
habidos y por haber; y gracias al profesor José Vázquez Amaral, queridísimo mexicano
-traductor de los Cantares completos de Ezra Pound-, tuve todas las becas posibles.
Cursé primero estudios latinoamericanos y después literatura. He enseñado en
Columbia, en Bennington, en Swarthmore y en la Universidad de Michigan. Pero
siempre como bateador emergente, para utilizar un término del béisbol . Y es que me
gusta el ambiente estudiantil pero no mucho el profesoral. A la gente que maneja o
cree manejar grandes ideas, por lo general ajenas, las pequeñeces le resultan
particularmente difíciles de evitar. Hay que evitarlos a ellos, pues.
Al margen de unas charlas, que yo llamaba chachacharlas, no. Una vez , hace ya
muchos años, fui candidato a una plaza en la Universidad Simón Bolívar. El comité de
credenciales me seleccionó. Por algún motivo que será mejor dejar al doctor
Alzheimer, se le pidió que hiciera una segunda votación. Esa segunda votación
también me favoreció. Luego renunciaron. Al final se sacó otro aviso donde le
pintaban el bigote al candidato que querían: los nuevos requisitos no correspondían
para nada conmigo. De modo que más nunca concursé. Después de eso he ido a
Estados Unidos como escritor o profesor invitado. Pero nunca más busqué trabajo. Si
se me ocurriera hacerlo, seguramente me rescataría el negrito del batey. Mejor poner
el merengue y no la torta.
Allá por Siberia, que hasta hace unos años quedaba muy cerca de Cuba. Aquí he
vivido al margen, como siempre. Pero me casé con venezolana y tengo una hija
venezolana. Así eché raíces. A veces siento que soy un bonsai, de esos que llaman
‘batidos por el viento’, que tienen todas sus raíces al aire. En todo caso creo tener
algunas raíces aquí. Gracias a la arqueología, por ejemplo.
Cuando de niño jugaba a indios y vaqueros, yo siempre quería ser indio. Quizá porque
en las películas los indios eran los perdedores y en ellos adiviné o intuí mi destino.
Yo quería ser Sitting Bull, Red Cloud, Gerónimo o Crazy Horse. Le gastaba creyones
de pintura de labio a mi mamá para pintorretearme la cara como lo hacían aquellos
fieros guerreros antes de entrar en batalla. Siempre quise ser indio. La arqueología,
siquiera simbólicamente, me ha permitido vivir esa pasión, ese destino tan ajeno.
No hay que abusar de la razón para explicar ciertas cosas. La razón cartesiana no
ayuda mucho a aclarar el corazón precortesiano. Desvirtúa los hechos profundos con
su análisis proliferante, a veces tan minucioso como errado. Pero me atrevería a
sugerir que tiene que ver con la experiencia del exilio. El exilio, como sugiere la
imagen del bonsai, es tener las raíces al aire. O perderlas. La arqueología, la
pasión por tanta belleza enterrada, por un pasado enterrado, es una manera de
afincarse en el paisaje. De echar raíces. La repetida experiencia del exilio casi me ha
convertido en un desertor de la realidad. O de la historia. La arqueología me ha
ayudado a sanar un poco. Tengo un presente, aunque se trate de un presente remoto.
Tengo la suerte – vaya suerte- de pertenecer a una familia como la mía, que ha
padecido dos exilios: primero por la derecha, luego por la izquierda. En carne propia
aprendí que la cura del cáncer del pulmón izquierdo no es el del pulmón derecho.
O viceversa. Los dos matan. Hay que curarse de ambos.
Por supuesto, porque se le abrieron las puertas de otra forma. Por cierto creo que el
papel de Castro en estos últimos años ha sido mal interpretado. Hasta abril del 2002,
Castro no era un acelerador sino más bien un freno para el chavismo. Porque lo
que le interesa de Venezuela, igual que a Washington, es el petróleo. Quiere
que Chávez perdure en el poder, que no lo arriesgue, para no dejar de recibir
petróleo. Hasta abril del 2002 quería afianzar a un presidente reelegible, evitar uno
revocable o depuesto. Hasta entonces, pues, el freno. Desde entonces, ¿quién
sabe? Pero nadie en Cuba cree de veras que el sistema sociolista – como le dicen allá
– funciona. Ni la dirigencia lo cree. Ni el propio Castro lo cree.
horca o una guillotina, seguro se va a conglomerar una masa de gente para ver el
cadáver y la sangre. Un cadáver putrefacto no resultaría menos fascinante. No
sorprende que temas como estos se aprovecharan desde muy temprano en el arte. En
Lascaux, por ejemplo, el hombre paleolítico dejó la imagen de un cazador destripado
por un bisonte. En los años que coinciden con el descubrimiento y la conquista de
América, la disección se había puesto de moda. En la ciencia tanto como en el arte.
Leonardo da Vinci, Rembrandt con su magistral clase de anatomía del profesor Tulp,
llevan las vísceras al papel y la tela. En muchas universidades europeas los médicos
las habían llevado a las tablas. Los teatros de anatomía son una versión laica – y
light – de los altares de sacrificio aztecas. Esos sacrificios y la matanza que hubo acá
– y que todavía hay acá – representan un singular espectáculo en aquel vasto teatro de
anatomía que fue América. Yo me acerco a esos hechos con la mirada del siglo
XVI. Ver una sirena en un manatí o describir la geografía en términos anatómicos
equivale a establecer la ‘estética de la fealdad’ como posible enfoque para el
desconcertante hecho americano. Se diseca el territorio y se coloniza el cuerpo. Los
planos se confunden. Todavía somos hijos de esa confusión. Nociones inexactas.
Nociones nocivas y naciones que no nacen. Que nunca acaban de nacer. Aquí nacer es
no ser.
Que pasan los siglos y aquí cada día se propone una revolución. A cada instante hay
una viejísima novedad. Lo putrefacto se empecina en una permanente renovación. Nos
dijeron que éramos el Nuevo Mundo y nos tragamos el cuento. Somos un mundo
viejísimo. En 1519 Tenochtitlán era más imponente que todas las ciudades europeas,
salvo quizá – como advierte un compañero de Bernal Díaz del Castillo –
Constantinopla. Con la coartada de la novedad cada gobierno quiere inaugurar la
historia. El prestigio de la palabra revolución entre nosotros tiene que ver más con
esta supuesta novedad ya milenaria que con alguna ideología. Cambian
constituciones, cambian el nombre del país. Todo sigue igual. O peor.
Nuestros países siempre están naciendo, siempre están a punto de nacer, y nunca
nacen. Somos nonatos paridos cada 4 o 5 años. Paridos y partidos. Separados unos
de otros pero nunca del cordón umbilical que nos ata a la ausencia. Nueva Granada,
Nueva Galicia, Nueva España: basta con bautizar estas tierras para borrar su
asombrosa antigüedad. Una nueva consigna re escribe la historia. Un parto perfecto
para perfectos nonatos. La novedad podrida carcome a un continente incontinente.
Pero somos el Nuevo Mundo y hacemos la revolución nuestra de cada día. Nonatos
momificados, hasta la victoria siempre.
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