Articulo Carrión
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Pablo Palacio
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ser quizás grandes poetas. El que más cerca llegó -el Perú
había ya producido en la misma tendencia al estupendo José
María Eguren, la voz más pura de la lírica hispanoamericana-
fue Humberto Fierro.
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audaz de asunto, audaz de ironía; una ironía seca, filuda,
inaudita en nuestro medio.
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Hace años, en un concurso literario infantil, de cuyo Jurado
formé parte, se recibió, entre muchas ingenuidades, una
especie de cuento, vargasvilesco en la forma recortada y
asintáxica, pero que acusaba cierta facilidad de disparate
expreso, intencional. Entre descalificar al audaz que tomaba
el pelo al Jurado o premiarlo por curiosidad, optamos por lo
último. El autor resultó ser Pablo Palacio. (En ese tiempo se
llama Pablo Arturo.
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mira hacia el sitio donde estuvo el niño. A los gritos de espanto
de la mujer horripilada, los puebleros de la loma hicieron
multitud para seguir en la corriente loca las posibilidades de
encontrar al desaparecido. Y de cascada en cascada, la
espuma nada devolvía. Sólo medio kilómetro más lejos, ya
en la llanura, al confluir del torrente con el río, deshecho,
amoratado, informe, el cuerpo del muchacho. Días entre la
vida y la muerte. Pero cuando comenzó a sanar de sus
setenta y siete cicatrices, las palabras, que antes del
accidente eran difíciles, babosas, surtieron llenas de
inteligencia. Y en la curiosidad infantil que iba descubriendo
las cosas, como alguien que despierta de una larga letargía
cataléptica, había siempre el acierto de las relaciones y las
comparaciones: parecía una persona mayor. No balbuceó
nunca, no dijo medias palabras.
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Hubo que mandarlo a Quito, a la capital. Y la Providencia,
en forma de tío, asomó nuevamente. A Quito, pues, a estudiar
Medicina por cuenta del tío ¿Medicina? Al llegar a Quito, Pablo
vacilaba entre la pintura y la jurisprudencia. Optó
momentáneamente por la jurisprudencia, más explicable y
aceptable a los ojos del tío. Y a los dos años de estudiar -siempre
con distinción- las asignaturas jurídicas, publicó UN HOMBRE
MUERTO A PUNTAPIÉS...
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Quiso leer D’Annunzio, en Loja, a los quince años. Le presté
“El Fuego”; me lo devolvió sin haber podido pasar de las
primeras páginas. Insistí con dos o tres libros más: inútil. En
cambio, devoraba los libros de Eca de Queiroz, los de
Pirandello, entonces recién revelados a los públicos
hispanoamericanos, y los novelistas franceses desde
Flaubert.
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francés rezuma -por entre una elegante ironía- desesperanza,
espíritu de rebelión, en el cuentista ecuatoriano es algo
espontáneo, corriente, natural. Todo dramatismo, toda
sensiblería le son consustancialmente ajenos. Si a Pablo
Palacio se le viniera -por transigir por un público habituado al
lagrimón- la idea de escribir literatura sentimental, le resultaría
tan falsa como falsa es la literatura indigenista nuestra, que
presta a los indios los modos de ver y de sentir de mestizos
holgazanes y criollos reblandecidos por la imitación de vicios
literarios.
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El humorismo, propiamente tal, cuenta pocos
representantes en la literatura hispanoamericana. Existe, sí,
abundante y con cultivadores de primer plan, lo que
pudiéramos llamar el “costumbrismo satírico”; el panfleto a
base de ironía y hasta de insulto -sobre todo de insulto-; la
literatura chascarrillera. El humorismo es más raro. Y es
que nada más trascendental que el verdadero humorismo;
nada que llegue más hondo al tuétano de la verdad y de la
vida. Humorista así, en el alto sentido, conservándose artista,
sin caer jamás en la anécdota pueril ni en la alusión ordinaria
y barata, en el juego de palabras ni en la sicalipsis babosa;
humorista trascendente es Pablo Palacio.
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satíricas. Este humorismo puro: Cami, Ramón Gómez de la
Serna, Mássimo Bontempelli -en cuya línea hallamos a Pablo
Palacio, a Lascano Tegui-, vive por sí mismo, sin trastienda
moral ni política; tiene su contenido artístico propio, su materia
en sí.
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novela, cuento, greguería, han adquirido una individualidad
aparencial distinta, son la plasmación de Ramón o de Pitrigrilli
sobre el barro primario de la realidad.
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Así, Pablo Palacio no ha aprendido a ver las cosas a
través de lentes sentimentales, que cultivan el sentido de la
hipérbole. Ni se ha desarrollado en él el espíritu de queja.
Sus relaciones con la realidad han sido siempre directas y
secas. Su posición queda así radicada más acá de lo
emocional y es, por lo mismo, la posición ideal para el
humorista puro.
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ver ese proceso, como los vendedores de automóviles dejan
ver, en el esqueleto del motor, el complicado funcionamiento
de la máquina. Y entonces, el entrechocar de paradojas, de
paralogismos, de disparates, que precede a la ordenación
del pensamiento y a la emisión de la idea, nos la ofrece Pablo
Palacio con orgulloso impudor. “Piensa en voz alta”, se dice,
con esa fuerza de expresión que muchas veces escapa a
las literaturas. En el caso de Pablo Palacio la expresión
adquiere verdad. Su pluma es más bien una aguja
registradora del pensamiento a medida que se produce.
Mientras este trabajo mecánico se realiza, él, como Buster
Keaton, permanece serio, indiferente. Pablo Palacio, aun
físicamente, se parece a Buster Keaton; más estilizado, con
la cara más larga. Un Buster Keaton que se viera en un
espejo convexo, en el reverso de una cuchara nueva. Con
un poquito de Poilde Carotte.
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Lo hemos dicho ya alguna vez: Pablo Palacio,
fundamentalmente, tiende al descrédito de la realidad. Sin
apoyarse expresamente en ninguna teorización científica,
cree que las desigualdades a que la humanidad se ha
habituado, un poco trágicamente, en lo económico y en lo
social, no deben ser trasladadas a la literatura, a los temas,
al contenido literario. Que dentro de la materia total, no hay
cosas más nobles y cosas menos nobles. Y con un sentido
goyesco, del Goya de los Caprichos -que es acaso el más
grande-, ataca, por reacción contra la melcocha romántica,
los asuntos más triviales y bajos.
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verbigracia, se le hace vender drogas y presidir las reuniones
cuchicheantes del pueblo; sólo esto. Nos olvidamos que le
tortura el “ojo de pollo” metido entre los dedos de los pies, y el
mal olor de las “arcas” del chico, y el peso exacto de las cebollas
compradas por la señora”. Y en otro sitio, más explícitamente,
abomina de la novela realista:
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realizó Jules Renard y que, actualmente, tiene un
representante discreto y amable en Duhamel. Pero Duhamel
no tiene esa insistencia de prédica, que tanto perjudica al
cuentista ecuatoriano; nada más natural, más encantador que
las escenas menores, sobre todo en CONFECSION DE
MlNUIT: cuando Salavin sintió la tentación irresistible de rascarle
la oreja a su jefe, origen de todas sus desgracias; cuando -a
pesar de su gran cariño para ella- se le vino al pensamiento,
como una mosca negra, la idea de la muerte de su madre, e
inconscientemente comenzó a hacer planes con la posible
herencia. Y es que Duhamel nos muestra la integridad
verdadera, y Pablo, cayendo en el exceso contrario al vicio
que critica, se preocupa en presentar, de preferencia, los
aspectos vulgares o que en el estado de la verdad actual son
considerados como tales.
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La imagen es algo que entra en el proceso mecánico del
pensamiento. Ya Marcel Proust afirmó que la imagen no se
la busca, se la encuentra. Pablo Palacio, hombre que
esconde su literatura, es un encontrador de imágenes. En
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uno de sus cuentos pretende hallar una comparación para el
sonido que produce un puntapié en la nariz. Y después de
ensayar dos o tres símiles, concluye: “como el encuentro de
otra recia suela de zapato con otra nariz”. A pesar de esta
ingeniosa diatriba contra el afán de hacer literatura, la obra
de Pablo Palacio está nutrida de imágenes, pero con el
mismo sentido irónico y despoetizador: “el lugar común de
una velada familiar”; una revelación de intimidades “un pedazo
de alma tendido a secar”; y abunda en esta imagen de
lavandería: “De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un
cuero tendido a secar”.
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Un aspecto esencial de la obra de Pablo Palacio, que
quizás ha escapado a lectores y críticos -un poco
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desconcertados por la originalidad de la obra y su
contradicción con el medio-, es el de su carácter introspectivo,
psicoanalítico, sobre una base velada de autobiografía. Desde
luego, me refiero principalmente a su novela Débora. Sin
embargo, a diferencia de las obras modernas de carácter
introspectivo, que emplean siempre el “yo”; tomando un
airecito confidencial en primera persona, para contarnos casi
siempre ‘historias de inversiones y más vicios secretos, Pablo
Palacio ensaya un procedimiento cuya realización es, por lo
menos, de una poderosa originalidad: como en el
cinematógrafo, proyecta el negativo de sí mismo sobre la
pantalla -no sin antes estilizarlo con su humorismo
implacable-, y él se constituye en operador y espectador de
la película. Oigámosle a él mismo exponer su manera, en
estas palabras dirigidas al teniente, en DÉBORA:
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Y a todo esto, ¿qué edad creen ustedes que tiene Pablo
Palacio? ¿Setenta y cinco años? ¿Ciento cincuenta años?
Pues bien, este hombre que se ríe de lo sentimental, del amor,
de la emoción; que persigue lo romántico, lo novelesco, como
un agente de aseo persigue las cosas infectas y sucias; que
hace experiencias burlescas consigo mismo; que cuando la
imaginación se le quiere echar a volar por la primera ventana,
la amarra inflexible con el recuerdo de los callos o del W. C,
tiene veinticuatro años. Salió del “último rincón del mundo”.
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