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Articulo Carrión

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Sucede que se tomaron las realidades grandes,

voluminosas, y se callaron las pequeñas realidades,


por inútiles. Pero las realidades pequeñas son las
que, acumulándose, constituyen una vida.

Toda esa vaciedad golpea la frente del hombre.


¿Quién me dice que toda esa bruma, como manos,
no le hizo la cara que tiene hoy?

Perdía el control ante ese caprichoso órgano (el


corazón), cuyo sentido espiritual perdió terreno en el
avance del tiempo; cincuenta años antes presidió las
actitudes amorosas o los altos grados anímicos de
emoción; ahora, hondamente incomprendido, se
anima ante bajos cambios de lo normalidad.

Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo


absurdo y están en el plano más alto de las categorías
intelectuales.

Pablo Palacio

Los pobladores de la ciudad de Loja, en la República del


Ecuador, han llegado, por leyenda que es ya casi un blasón
nobiliario, al convencimiento de que viven en el último rincón
del mundo. Hay toda una literatura, oral y escrita, a este
respecto. Realmente, diez días a lomo de mula, por entre
inverosímiles senderados bordeados de precipicios, separan
este pueblo de las más próximas vías del mar o del ferrocarril.
Peor que en el centro de África.
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Enemigos del nocivo patrioterismo abultador, ya alguna
vez declaramos que, desde hace cincuenta años, el Ecuador
ha perdido el sitio que le parecía reservado en la jerarquía
intelectual del Continente. Y en la jerarquía de valores políticos
también. Montalvo y García Moreno son las dos últimas
grandes figuras de valor supranacional, después de las
cuales, nos hundimos plácidamente en la tarea familiar de
coronar -casi anualmente- a poetas domésticos. La
generación americana del novecientos- hasta aquí la mejor
cosecha espiritual de las ‘Indias españolas; poetas presididos
por Rubén, prosistas presididos por Rodó- no tuvo ningún
representante ecuatoriano: la política interna, el panfleto,
habían acaparado las mejores inteligencias. Y en la lírica, un
retrasado romanticismo eglógico y mariano -que después ha
invocado el patrocinio de Mistral- había cerrado el camino de
las nuevas tendencias.

Sólo diez años después, y cuando ya el modernismo,


como escuela, estaba pasado de moda, y sólo quedaban en
pie las consagraciones sobresalientes de los jefes de fila -
Rubén, Herrera Reissig, Rodó, Blanco-Fombona, los García
Calderón, Arguedas, Nervo, Ugarte, etc.-, cuando ya las
miradas juveniles se volvían hacia nuevos caminos, entonces
asomó una generación ecuatoriana modernista,
particularmente atacada de dos excesos de aquella
modalidad: el satumianismo -poetas marcados del estigma
sagrado, abuso de estupefacientes- y la desgraciada, falsa,
hueca imitación de Samain. Bastante bien dotados muchos
de estos poetas, ninguno -excepción hecha de Medardo Ángel
Silva el suicida-configuró integralmente su personalidad ni
consiguió que su reputación atravesara las fronteras del país.
(Acaso esto se debe también a la solución de continuidad
tan larga entre Montalvo y ellos: interrumpido la cadena, era
preciso la aparición de una personalidad original y fuerte para
romper el maleficio). Arturo Borja, Ernesto Noboa, pudieron

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ser quizás grandes poetas. El que más cerca llegó -el Perú
había ya producido en la misma tendencia al estupendo José
María Eguren, la voz más pura de la lírica hispanoamericana-
fue Humberto Fierro.

En “el último rincón del mundo”, mientras tanto, en Loja,


coetáneamente a la aparición de la falange modernista, Héctor
Manuel Carrión, que el Ecuador acaso por exceso de grandes
figuras desconoce, había escrito estudios sobre Baudelaire,
sobre Anatole France, sobre Edgard Poe, y sus poemas
emparentaban con el simbolismo más alto -no con Samain- de
Mallarmé y de Rimbaud.

Durante el cielo de nuestra política trágica -1911 y cinco


años después-, cuando culminaba en el panfleto ese gran
insultador y escritor admirable que fue el tuerto Calle, en “el
último rincón del mundo” Pío Jaramillo Alvarado atalayaba
todos los caminos, y con una curiosidad inagotable de
pensamiento y de acción, ensayaba la novela indígena: EL
ÚLTIMO YAGUARSONGO; presidía cenáculos de avanzada
literaria: el grupo Vida nueva, en el que, aun dentro de la
corriente modernista, se bebía la parte más pura: Antonio
Machado, Juan Ramón Jiménez, Herrera y Reissig; y en
escaramuzas provinciales, descubría en sí mismo la
capacidad periodística más auténtica de la historia
ecuatoriana.

Pablo Palacio salió también del “último rincón del mundo”.


¿Salió a cantar la yerba-buena y el tomillo, la égloga monótona
que nos dura ya un siglo, sin variar de cuerda? ¿Salió a
dolerse, en malas novelas y peores versos, de la suerte del
indio, no penetrando en su profundidad, sino prestando al
aborigen la sensiblería de criollos debilitados por la holganza?
Pablo Palacio, del “último rincón del mundo”, salió a hacer la
literatura más atrevida -de contenido artístico y temático- que
se haya hecho en el Ecuador. Sin duda alguna. Literatura

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audaz de asunto, audaz de ironía; una ironía seca, filuda,
inaudita en nuestro medio.

*
**
Hace años, en un concurso literario infantil, de cuyo Jurado
formé parte, se recibió, entre muchas ingenuidades, una
especie de cuento, vargasvilesco en la forma recortada y
asintáxica, pero que acusaba cierta facilidad de disparate
expreso, intencional. Entre descalificar al audaz que tomaba
el pelo al Jurado o premiarlo por curiosidad, optamos por lo
último. El autor resultó ser Pablo Palacio. (En ese tiempo se
llama Pablo Arturo.

Yo le insinué -y estoy orgulloso de ello- que se cortara


ese Arturo burlesco que habría compro metido su carrera
literaria).

Un muchacho magro, con una cara alargada, de esas a


las que el expresivismo popular aplica la fórmula: “de frente,
filo; de filo, nada”. El pelo rojizo, cortado a la “cepillo de
vestidos”. La cara blanca, constelada de pecas. Y allí, unos
ojillos pequeñines que, de cuando en cuando, se iluminan de
pasajero fulgor. La cara inclinada y un cierto balanceo
perezoso en el andar.

Cuentan de este muchacho que a los tres años de edad


no daba señales de gran inteligencia, ni mucho menos. Un
buen día, la niñera lo llevó consigo a lavar ropa blanca en el
arroyo. Un arroyo que, haciendo un pequeño remanso en lo
alto de “la colina de la Virgen”, se precipita luego, por entre
cavidades rocosas, hacia el valle y hacia el río. La niñera
lavaba y el niño, mientras tanto, se entretenía andando a gatas
por los bordes del agua. Sin duda, ella cantaba y ensoñaba.
¿Por qué esto da cantar, trabajar y ensoñar está sólo reservado
a las bordadoras? Volviendo de su canto y de su ensueño,

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mira hacia el sitio donde estuvo el niño. A los gritos de espanto
de la mujer horripilada, los puebleros de la loma hicieron
multitud para seguir en la corriente loca las posibilidades de
encontrar al desaparecido. Y de cascada en cascada, la
espuma nada devolvía. Sólo medio kilómetro más lejos, ya
en la llanura, al confluir del torrente con el río, deshecho,
amoratado, informe, el cuerpo del muchacho. Días entre la
vida y la muerte. Pero cuando comenzó a sanar de sus
setenta y siete cicatrices, las palabras, que antes del
accidente eran difíciles, babosas, surtieron llenas de
inteligencia. Y en la curiosidad infantil que iba descubriendo
las cosas, como alguien que despierta de una larga letargía
cataléptica, había siempre el acierto de las relaciones y las
comparaciones: parecía una persona mayor. No balbuceó
nunca, no dijo medias palabras.

La familia quiso aprovechar esta inteligencia


sorprendente en el oficio de la platería, propia de gentes finas.
Y a platero -en el taller de Cuadrado- se dedicó el muchacho,
en las horas libres que le dejara la escuela. En la escuela
ganó premios de aprovechamiento, de aplicación y de piedad.
Los hermanos cristianos, para descargar su conciencia,
declararon al tío de Pablo Palacio que era un deber hacer un
‘esfuerzo para continuar los estudios del chico, en el que
acaso había madera de prior o de arzobispo. El virtuoso tío
apoyó la secundaria de Pablo. Siguieron los premios de virtud
escolar y las distinciones en álgebra y química. Sobre todo
en lenguas vivas. El cuento vargasvilesco del concurso que
hemos recordado, nos hizo la revelación del escritor, que
Pablo había tenido hasta entonces escondido, como un
pecado mortal.

Ya escritor -en el Ecuador se es “escritor” después del


primer artículo acogido por un periódico-, el rincón
provinciano, “el último rincón del mundo”, resultó estrecho
para Pablo Palacio.

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Hubo que mandarlo a Quito, a la capital. Y la Providencia,
en forma de tío, asomó nuevamente. A Quito, pues, a estudiar
Medicina por cuenta del tío ¿Medicina? Al llegar a Quito, Pablo
vacilaba entre la pintura y la jurisprudencia. Optó
momentáneamente por la jurisprudencia, más explicable y
aceptable a los ojos del tío. Y a los dos años de estudiar -siempre
con distinción- las asignaturas jurídicas, publicó UN HOMBRE
MUERTO A PUNTAPIÉS...

Escándalo. La prensa seria se indigna del desacato social.


Los ojillos de Pablo Palacio iluminan su fulgor. Y los grupos
intelectuales de vanguardia, con Gonzalo Escudero -el poeta
de “Parábolas Olímpicas”, un Sabat Ercasty ecuatoriano- a
la cabeza, acogen al recién llegado, lo sostienen, orgullosos
del inesperado reclutamiento: el humorista que les hacía falta.

*
**
Quiso leer D’Annunzio, en Loja, a los quince años. Le presté
“El Fuego”; me lo devolvió sin haber podido pasar de las
primeras páginas. Insistí con dos o tres libros más: inútil. En
cambio, devoraba los libros de Eca de Queiroz, los de
Pirandello, entonces recién revelados a los públicos
hispanoamericanos, y los novelistas franceses desde
Flaubert.

UN HOMBRE MUERTO A PUNTAPIÉS, libro de cuentos


con que se reveló Pablo Palacio, tiene de Poe y de Maupassant
-dos grandes desequilibrados-, de Pirandello el cuentista.
Pero sobre todo, tiene de Pablo Palacio.

Es un libro esencialmente antirromántico. Pero no de un


antirromanticismo combativo, de escuela y de prédica. Su
sentido interior recuerda un poco el de “Une vie”, de
Maupassant, por aquello de mantener lo que yo alguna vez
he llamado el descrédito de la realidad. Pero lo que en el

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francés rezuma -por entre una elegante ironía- desesperanza,
espíritu de rebelión, en el cuentista ecuatoriano es algo
espontáneo, corriente, natural. Todo dramatismo, toda
sensiblería le son consustancialmente ajenos. Si a Pablo
Palacio se le viniera -por transigir por un público habituado al
lagrimón- la idea de escribir literatura sentimental, le resultaría
tan falsa como falsa es la literatura indigenista nuestra, que
presta a los indios los modos de ver y de sentir de mestizos
holgazanes y criollos reblandecidos por la imitación de vicios
literarios.

*
**
El humorismo, propiamente tal, cuenta pocos
representantes en la literatura hispanoamericana. Existe, sí,
abundante y con cultivadores de primer plan, lo que
pudiéramos llamar el “costumbrismo satírico”; el panfleto a
base de ironía y hasta de insulto -sobre todo de insulto-; la
literatura chascarrillera. El humorismo es más raro. Y es
que nada más trascendental que el verdadero humorismo;
nada que llegue más hondo al tuétano de la verdad y de la
vida. Humorista así, en el alto sentido, conservándose artista,
sin caer jamás en la anécdota pueril ni en la alusión ordinaria
y barata, en el juego de palabras ni en la sicalipsis babosa;
humorista trascendente es Pablo Palacio.

Pero no es el suyo una aproximación del humorismo


inglés, nacido del aburrimiento, y que deja asomar las orejas
a la sensiblería. Ni del francés, discutidor, cargado de
argumentos en pro de una tesis, clarificador y a veces corrosivo.
El de Pablo Palacio es humorismo puro, como la poesía, como
la música pura. Casi todas las grandes obras del humor, de
LAS NUBES a EL QUIJOTE, de CÁNDIDO a LA ISLA DE LOS
PINGÜINOS, envuelven una enseñanza, una tesis o una
prédica; van tras una finalidad de moral o de estética,
envuelven dentro de sí un cierto pragmatismo: son obras

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satíricas. Este humorismo puro: Cami, Ramón Gómez de la
Serna, Mássimo Bontempelli -en cuya línea hallamos a Pablo
Palacio, a Lascano Tegui-, vive por sí mismo, sin trastienda
moral ni política; tiene su contenido artístico propio, su materia
en sí.

Recurriendo a una imagen cinematográfica, y


considerando a Charles Chaplin como el representante del
humor humano, humanizado, que dice algo, que algo prueba,
puedo decir que Pablo Palacio es un Buster Keaton -el cómico
que nunca ríe- del humorismo. Un humorismo
deshumanizado, con la expresión cara al señor Ortega y
Gasset.

Considero a Ramón Gómez de la Serna como el maestro


de humoristas en lengua española. (A Fernández Flores en
España, a Genaro Prieto en Chile, los considero autores
satíricos. Julio Camba, dueño de mi admiración, es un autor
festivo). Y veo en él al humorista puro que va directo a la
realidad -hombre, paisaje-, y de su encuentro con ella surge,”
como el chispazo eléctrico, la..., pues, la greguería. La
greguería -¡y yo que pretendo definirla!- es la imagen, o un
conjunto de imágenes estilizadas. No es preciso ni siquiera
la estilización en el sentido caricatural; basta que proponga,
al realizar la imagen, una solución inesperada, original.

Se ha sostenido que el alargamiento espiritualizador,


superhumano, de las figuras del Greco es un producto, antes
que del genio, de un defecto de la vista de Domenico
Theotocopuli. Esto que no ha resistido al análisis felizmente,
al tratarse del iluminado de Toledo, es quizás lo que ocurre
con las antenas atrapadoras de la realidad que poseen
‘humoristas como Ramón, como Pitrigrilli. Los ojos, los oídos,
el tacto de estos hombres tienen un poder deformador, o
mejor, reformador sobre las cosas, y éstas, al pasar por los
alambiques del espíritu, para ofrecérsenos en forma de

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novela, cuento, greguería, han adquirido una individualidad
aparencial distinta, son la plasmación de Ramón o de Pitrigrilli
sobre el barro primario de la realidad.

Hay más: los humoristas de la línea de Gómez de la Serna


poseen una especie de mediumnidad, de don de milagrería
más pronunciado que el que siempre se ha atribuido a los
poetas: ven, oyen más allá de la realidad. En una greguería
típica de Ramón -cuya redacción literal no recuerdo- hay un
hombre con el ojo derecho en el sitio del izquierdo y el ojo
izquierdo en el sitio del derecho; tiene toda la realidad
atravesada, en forma de X. Quizás ese hombre sea la mejor
representación del humorismo verdadero, del humorismo puro.

Pablo Palacio tiene también esos dones de


atravesamiento. Pero lo que predomina en él, algo que le es
peculiar, es una especie de fuerza de inercia ante la emoción,
una resistencia pasiva, pero invencible, ante la emoción que,
junto con su inercia ante la moral, lo deshumanizan
fundamentalmente.

Creo yo que ese desbordar lloriqueante, quejoso, que


por momentos han dejado trasparentar aun los más grandes
burlones de la literatura; ese espíritu de confidencia
reclamadora de socorro, al que casi nunca han escapado
ironistas y satíricos, es una especie de movimiento
reminiscente, una reproducción del llanto infantil que pide el
seno de la madre, que pide amparo al padre. La infancia de
Pablo Palacio da acaso la clave de su actitud literaria, que
muchos consideran artificiosa, de originalidad rebuscada. No
es que haya sido una infancia desgraciada, de abandono o
do miseria; ha sido una infancia sin padre y sin madre,
atendida por parientes petits-bourgeois, sin canciones de
cuna, sin cuentos de hadas y sin mimos.

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Así, Pablo Palacio no ha aprendido a ver las cosas a
través de lentes sentimentales, que cultivan el sentido de la
hipérbole. Ni se ha desarrollado en él el espíritu de queja.
Sus relaciones con la realidad han sido siempre directas y
secas. Su posición queda así radicada más acá de lo
emocional y es, por lo mismo, la posición ideal para el
humorista puro.

Además, Pablo Palacio es un determinista esencial. Sus


personajes evolucionan, viven lejos de toda volición, de toda
voluntariedad. Andan sueltos. Sueltos de la mano de Dios y
-lo que en este caso es más grave- sueltos de la mano del
autor mismo. Y no se crea por ello que Palacio -como
Duhamel con su Salavin, por ejemplo- nos dé patrones
corrientes, tipos de a ciento en calle, encarnadores de la
generalidad, de la serie humana. Al contrario, sus casos son
casos clínicos: el pederasta, el antropófago, el sifilítico. Y bien:
lo admirable en Palacio es que estos personajes, dentro de
su arbitrariedad, son perfectamente lógicos en el
desenvolvimiento de su conducta, y no se nota el esfuerzo
constante del autor por mantenerlos en un plano de
anormalidad. Nos da una sensación de anormalidad
NORMAL: “Eso de ser antropófago es como ser fumador, o
pederasta, o sabio”. Y más allá: “Me refiero a la
irresponsabilidad que existe, de parte de un ciudadano
cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra
atormentadoramente su organismo”. Y aún: “Estar de loco,
como estar de teniente político, de maestro de escuela, de
cura de la parroquia...”.

Insisto en mi comparación de Pablo Palacio con Buster


Keaton, el cómico cinematográfico que nunca ríe. Su posición
de hombre sin ligámenes cordiales, le da la posibilidad de
decir todo lo que se le viene a la cabeza. No espera que se
produzca todo el proceso de elaboración de la idea, tan caro
al pensamiento francés, clarificador y mesurado. Él nos deja

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ver ese proceso, como los vendedores de automóviles dejan
ver, en el esqueleto del motor, el complicado funcionamiento
de la máquina. Y entonces, el entrechocar de paradojas, de
paralogismos, de disparates, que precede a la ordenación
del pensamiento y a la emisión de la idea, nos la ofrece Pablo
Palacio con orgulloso impudor. “Piensa en voz alta”, se dice,
con esa fuerza de expresión que muchas veces escapa a
las literaturas. En el caso de Pablo Palacio la expresión
adquiere verdad. Su pluma es más bien una aguja
registradora del pensamiento a medida que se produce.
Mientras este trabajo mecánico se realiza, él, como Buster
Keaton, permanece serio, indiferente. Pablo Palacio, aun
físicamente, se parece a Buster Keaton; más estilizado, con
la cara más larga. Un Buster Keaton que se viera en un
espejo convexo, en el reverso de una cuchara nueva. Con
un poquito de Poilde Carotte.

*
**
Lo hemos dicho ya alguna vez: Pablo Palacio,
fundamentalmente, tiende al descrédito de la realidad. Sin
apoyarse expresamente en ninguna teorización científica,
cree que las desigualdades a que la humanidad se ha
habituado, un poco trágicamente, en lo económico y en lo
social, no deben ser trasladadas a la literatura, a los temas,
al contenido literario. Que dentro de la materia total, no hay
cosas más nobles y cosas menos nobles. Y con un sentido
goyesco, del Goya de los Caprichos -que es acaso el más
grande-, ataca, por reacción contra la melcocha romántica,
los asuntos más triviales y bajos.

Encuentra que, por lo general, la literatura sólo se limita


a reproducir lo apariencial de la vida, cayendo necesariamente
en el lugar común. Y que, de lo apariencial, una especie de
gazmoñería de las convenciones y los usos sociales, sólo elige
lo que se cree más noble, más decente. “Dado un boticario,

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verbigracia, se le hace vender drogas y presidir las reuniones
cuchicheantes del pueblo; sólo esto. Nos olvidamos que le
tortura el “ojo de pollo” metido entre los dedos de los pies, y el
mal olor de las “arcas” del chico, y el peso exacto de las cebollas
compradas por la señora”. Y en otro sitio, más explícitamente,
abomina de la novela realista:

“¿A quién le va a interesar que las medias del Teniente


están rotas, y que esto constituye una de sus más fuertes
tragedias, el desequilibrio esencial de su espíritu? ¿A quién
le interesa la relación de que, en la mañana, al levantarse, se
quedó veinte minutos sobre la cama cortándose tres callos y
acomodándose las uñas? ¿Cuál es el valor de conocer que
la uña del dedo gordo del pie derecho del Teniente es torcida
hacia la derecha y gruesa y rugosa como un cacho?

“Sucede que se tomaron las realidades grandes,


voluminosas; y se callaron las pequeñas realidades, por
inútiles. Pero las realidades pequeñas son las que,
acumulándose, constituyen una vida. Las otras son
únicamente suposiciones: “puede darse el caso”, “es muy
posible”. La verdad, casi nunca se da al caso, aunque sea
muy posible. Mentiras, mentiras y mentiras”.

Por reacción, Pablo Palacio insiste -como un romántico


puede insistir en el lago y en la luna- en lo de los callos y la
digestión: “Todo hombre de estado, denme el más grave, se
sorprende cotidianamente con esto: ya es tarde y no he ido
una sola vez al water”. ¿Olvida Pablo Palacio que la
aceptación de la realidad integral como tema artístico (sin
excluir lo que, siendo natural y real, no se cree decente) ha
sido practicada, con deliciosa mesura, por los grandes
clásicos? ¿Olvida Pablo Palacio la escena de los batanes,
en el QUIJOTE.’ “porque ahora más que nunca, Sancho,
hueles y no a ámbar”? Viejo empeño este, que condujo a J.
K. Huysmans a excesos lamentables, que con tanta gracia

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realizó Jules Renard y que, actualmente, tiene un
representante discreto y amable en Duhamel. Pero Duhamel
no tiene esa insistencia de prédica, que tanto perjudica al
cuentista ecuatoriano; nada más natural, más encantador que
las escenas menores, sobre todo en CONFECSION DE
MlNUIT: cuando Salavin sintió la tentación irresistible de rascarle
la oreja a su jefe, origen de todas sus desgracias; cuando -a
pesar de su gran cariño para ella- se le vino al pensamiento,
como una mosca negra, la idea de la muerte de su madre, e
inconscientemente comenzó a hacer planes con la posible
herencia. Y es que Duhamel nos muestra la integridad
verdadera, y Pablo, cayendo en el exceso contrario al vicio
que critica, se preocupa en presentar, de preferencia, los
aspectos vulgares o que en el estado de la verdad actual son
considerados como tales.

Esto que Pablo Palacio reclama ahora para los detalles


de la digestión, para el proceso integral del pensamiento en
todas las horas, lo han reclamado ya -frente al romanticismo
del beso y de los puntos suspensivos que hacen nacer los
hijos- quienes hacen literatura sicalíptica, para los detalles
de la generación. No es nuevo el pleito.

Pablo Palacio predica esta teoría del descrédito de la


realidad, o del igualamiento de todas las realidades en
literatura, casi a todo lo largo de su obra. Especialmente en
su novela Débora, que es a ratos un verdadero alegato en
pro de la tendencia. Es en este aspecto en el que corre el
riesgo de anular sus dones de humorista puro.

*
**
La imagen es algo que entra en el proceso mecánico del
pensamiento. Ya Marcel Proust afirmó que la imagen no se
la busca, se la encuentra. Pablo Palacio, hombre que
esconde su literatura, es un encontrador de imágenes. En
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uno de sus cuentos pretende hallar una comparación para el
sonido que produce un puntapié en la nariz. Y después de
ensayar dos o tres símiles, concluye: “como el encuentro de
otra recia suela de zapato con otra nariz”. A pesar de esta
ingeniosa diatriba contra el afán de hacer literatura, la obra
de Pablo Palacio está nutrida de imágenes, pero con el
mismo sentido irónico y despoetizador: “el lugar común de
una velada familiar”; una revelación de intimidades “un pedazo
de alma tendido a secar”; y abunda en esta imagen de
lavandería: “De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un
cuero tendido a secar”.

En su odio por el lugar común, Pablo Palacio acaba por


atribuirle poderes verdaderamente taumatúrgicos. Para él,
la literatura, aun la más ramplona -precisamente esa-, a fuerza
de ser repetida, ha llegado a tomar una consistencia real, a
cuajar en fuerza operante de la naturaleza. El recuerdo de
una página libresca, es capaz de suscitar, de re-suscitar la
emoción que ella pinta. Esto, que lo ha sostenido líricamente
el romanticismo, que en sus esfuerzos de originalidad lo
expresa Pirandello, lo afirma también Pablo Palacio con su
humorismo corrosivo: “Sucede que muchas veces nos
emocionamos porque llega el caso de atender a la emoción
adquirida en una página y que la tenemos guardada hasta
que circunstancias análogas la revelen como si fuera muy
nuestra”. Se le pasó, en efecto, por la memoria al Teniente -
en DÉBORA- el lugar común: “respirar a plenos pulmones”.
Y Pablo afirma: “Y respiró a plenos pulmones, debido a esta
sugestión del recuerdo. También él. Claro, se nos clava la
vieja frase del libro y el aire nos produce un beneficio hasta
literario”.

*
**
Un aspecto esencial de la obra de Pablo Palacio, que
quizás ha escapado a lectores y críticos -un poco
150
desconcertados por la originalidad de la obra y su
contradicción con el medio-, es el de su carácter introspectivo,
psicoanalítico, sobre una base velada de autobiografía. Desde
luego, me refiero principalmente a su novela Débora. Sin
embargo, a diferencia de las obras modernas de carácter
introspectivo, que emplean siempre el “yo”; tomando un
airecito confidencial en primera persona, para contarnos casi
siempre ‘historias de inversiones y más vicios secretos, Pablo
Palacio ensaya un procedimiento cuya realización es, por lo
menos, de una poderosa originalidad: como en el
cinematógrafo, proyecta el negativo de sí mismo sobre la
pantalla -no sin antes estilizarlo con su humorismo
implacable-, y él se constituye en operador y espectador de
la película. Oigámosle a él mismo exponer su manera, en
estas palabras dirigidas al teniente, en DÉBORA:

“Quiero verte salido de mí. Sin la ilusión visual de la niñez,


no pasarás la mano ante tus ojos, creyendo encontrar a diez
centímetros de la pupila todo el mundo real atemorizador.

“Ir, cogidos de los brazos, atento al desarrollo de lo


casual. Hacer el ridículo, lo profundamente ridículo, que hace
sonreír al dómine, y que congestionado dirá: “¿Pero qué es
esto? Este hombre está loco”.

“Ve -alargando mi brazo- y con el indicador estirado”.

“Y mientras ves, alejarme de puntillas, haciendo


genuflexiones, horizontalizando los brazos para guardar el
equilibrio”.

Hallamos aquí un poco de Unamuno, del Unamuno de


Niebla, interpelado por su personaje. Y también de Pirandello.
Pero, preciso es decirlo, principalmente hallamos de Pablo
Palacio.

151
*
**
Y a todo esto, ¿qué edad creen ustedes que tiene Pablo
Palacio? ¿Setenta y cinco años? ¿Ciento cincuenta años?
Pues bien, este hombre que se ríe de lo sentimental, del amor,
de la emoción; que persigue lo romántico, lo novelesco, como
un agente de aseo persigue las cosas infectas y sucias; que
hace experiencias burlescas consigo mismo; que cuando la
imaginación se le quiere echar a volar por la primera ventana,
la amarra inflexible con el recuerdo de los callos o del W. C,
tiene veinticuatro años. Salió del “último rincón del mundo”.

Tal vez, si pronto le toca la gracia de una gran pasión -


que sí le tocará-, perdamos a Pablo Palacio, el humorista
puro. Pero cómo ganaremos cuando sus poderosas
facultades de análisis psicológicos -no superadas por nadie
en la literatura joven hispanoamericana- se apliquen al
ejercicio disectivo de un gran amor o un gran dolor o un gran
júbilo, que no excluirán -porque no son incompatibles- los
pequeños dolores del “ojo de pollo”, de la media rota; las
pequeñas alegrías de encontrarse en la calle una moneda.
Entonces tendremos en Pablo Palacio el novelista, el cuentista
que ataca la realidad total, que igualmente acoge la posibilidad
del acto heroico o de la escena idílica, produciéndose
simultáneamente con la picadura de un piojo en el pescuezo...

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