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Julieta Marchant, Reclamar El Derecho A Decirlo Todo

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Reclamar el derecho

a decirlo todo

Julieta Marchant
Reclamar el derecho a decirlo todo
Reclamar el derecho a decirlo todo
© Julieta Marchant
Primera edición: Pez Espiral, 2017

De esta edición:
© Jámpster Libros
isbn: 978-956-6005-04-9
Primera edición

Jámpster eBooks
Colección Poets
jampsterlibros@gmail.com
jampster.cl

Este objeto inmaterial es resultado del trabajo de Constanza


Fuenzalida, Matías Fuentes, Tito Manfred y Álvaro Gaete.
Reclamar el derecho
a decirlo todo
Julieta Marchant
A Funes
A Flora
En su torre mirando hacia el río Neckar, Hölderlin tenía un piano
que a veces tocaba tan fuerte que quebraba las teclas. Pero hubo días
tranquilos en los que solo tocaba y echaba la cabeza hacia atrás y
cantaba. Quienes lo oyeron decían que no podían distinguir, aunque
escuchaban, qué lengua era.

Anne Carson
Alguien dice «¿cómo hacer memoria con aquello que no se recuerda?,
¿cómo oír eso que se presenta como imposible de ser escuchado?», y
yo anoto como si fueran poemas esperando ser escritos:
10

11
Una niña teje un canasto
abraza su nombre al borde de un río
imita con los dedos la lengua materna.
Desaparece una lengua.

Pensar en borrarse detrás de las palabras. Pensar en aprender


a morir. Pensar en la muerte presente en cada palabra, en el
habla que hace efectiva la muerte.

La voz de aquella que ya no está


aunque su modo de nombrar
no desaparece.
La primera nota de un violín 12

el arco que ingresa al cuerpo y lo derrumba.


13
El martilleo del respaldo de una cama
contra un muro.

Leer temblando la fecha que atraviesa todo poema. Leer que


«yo» nombra algo que muere, que un nombre es siempre un
nombre de un muerto. Leer amenazado por la destrucción.
Leer: ¿puede herirse una lengua? Leer como quien lastra una
marca y una grieta. Leer, extender la mano.

Cada casa reverbera a su manera. Cada cuerpo —cavidad sonora,


columna de aire— se inquieta. Tu nombre cala el oído. Perfora, y yo
no termino de comprender la impiedad.
Cuando una lengua se apaga
un mundo empluma
las cosas se miden
por su estado de elevación.
Cuando una lengua se quema
los nombres abrochan las bocas.
Las bocas suspenden los oídos.
Los oídos guardan silencio.
Desaparece una lengua.

El llanto de mi madre en la pieza contigua.


El cuerpo como espacio acústico.
Tú dormido murmurando mi nombre
¿acaso eso fue el amor?
La voz de mi psicoanalista tantos años buscándose.
Mi madre gritando el nombre de su madre
yo amando el nombre de la mía.
Decir un nombre propio a la espera de un impulso.

Socavar la combustión que hace que las palabras se eleven.


Socavar la poesía como victoria ante la gravedad. Socavar la
posición que es el poema. Socavar el yo.

Ser un erizo entre erizos.


Encogerse ante el contacto con el lobo
que habita cada cuerpo.
Desaparece una lengua.
Sentada en el jardín veo a mi madre. El zumbido de las abejas, el
viento mece un naranjo, el cauto maullido del gato. Las pisadas de
mi madre en el pasto, el chirrido de cada marco al ser sacado de la
colmena. «No está la abeja reina», dice mi madre. En pocos días
los zumbidos enjambrarán en otro jardín. Todo orden depende de
ella que, angosta y marcada con un círculo blanco, ha decidido re-
tirarse. Encantada por otros ruidos, ella misma que es un ruido se
reserva. El gato yace mudo en una isla de maleza. Mi madre sabe
del dolor, sabe oírlo aunque nunca dice. Ella puede ser la abeja, ella
puede ser mi madre.

Oír la lectura del mundo como se leen las estrellas. Oír la re-
nuncia a pensar por querer pensarlo todo. Oír que alguien
despierta mediante la historia. Oír el lenguaje de las cosas 14
antes de que alguien hable en su lugar.
15

Las vocales se quedan


en los animales que amamos
en las cortezas.
La mano protege el fuego
y se protege del fuego en una sola vez.
La boca aqueja la palabra.
Desaparece una lengua.

Leer en la cercanía de una relación amorosa. Leer en desvío,


sin anticipación. Leer la primacía de la voz. Leer la implosión
de las palabras.
Mi gato que no ronroneaba
y que murió en un digno silencio.
Oír la propia voz
y apropiarse de lo impropio.
El chirrido de los pies
de la mecedora en la que escribo.
A qué suena la muerte.

El sonido del habla permea lo vivo, aunque siempre alguna conver-


sación anónima es interrumpida: ella muere, aterrada, en una cama
demasiado angosta. Muere de lado y me pregunto qué animales se
extinguirán así. De lado: o de cara a la muerte o de espaldas, cómo
saberlo. Le han quitado la palabra y, sin embargo, su tono retumba en
la letra. ¿No es acaso morir un modo de perder el derecho a hablar?
Escribir: resistirse a esa prohibición.

Pensar en qué impide la inmortalidad del alma. Pensar que


nuestro modo de morir depende de las palabras que usemos.
Pensar en escribir con ambas manos. Pensar en por qué habla-
ríamos de esto.

Tu palabra favorita —algarabía—


suena tan diferente de lo que significa.
Un núcleo de abejas
enjambra en el cuerpo de un niño.
¿Acaso recordaré tu voz
si escribo sobre tu voz en la vejez?
Esa manera que tienes de decir mi nombre.
Un exceso de ternura.
Acopiar cuerpos tapados con piedras.
Dejar la carne en el lugar donde decide oscurecer.
Custodiar nombres.
Desaparece una lengua.

Oigo mi voz en diván. Mi cuerpo recostado guarda muy pocas seme-


janzas con mi cuerpo vertical. Ella está atrás, la escucho anotando.
El mimbre de su silla cruje. Es una antigua mecedora. Me molesta el
vaivén, me sofoca cada ínfimo sonido. El mundo parece una suma de
murmullos que deseo aquietar. La siento empujándome desde atrás
para que yo diga palabras que no quiero oír, un forcejeo apremia.
Mi cuerpo no cesa de quejarse, siempre, se acomoda y el mimbre
rechina. Oírse llorar es tan distinto a oír llorar a otro. Con el tiem-
16
po aprenderemos a obviar nuestros lamentos. Cuando sollozo y me
ahogo escucho cómo busca en su cartera y me extiende un paquete 17
de pañuelos. Cuál es el sonido del amor. Si pudieras darle un sonido
y describirlo, cuál sería.

Leer como un esclavo o un amado. Leer más allá del propio


querer decir. Leer la supremacía del oído. Leer lo que ninguna
vigilancia puede reunir. Leer y rendirse al llamado de las pala-
bras. Leer y tomar posición.

Tu tono ronco leyéndome un poema una mañana.


Cómo vibran las paredes
cuando escucho música al levantarme.
Esa imposibilidad
de hacer cualquier cosa en silencio.
Articular una palabra que nunca antes pronunciamos.
El pulsar de una plancha en el papel que imprime.
Enviarnos canciones porque no sabemos decir.
Cómo colisionan los vocablos entre ellos.

Que la boca oiga la piedra


que es el cuerpo apartado luego del silencio.
Decimos silencio en una lengua extranjera.
Decimos casa.
Desaparece una lengua.

Ella se acomoda los lentes y lee. Habla en francés, lengua no madre


aunque hermana de la mía. No me resisto a ninguna manera de in-
comprensión. Mi oído se tensa, se vuelve superficie. Por una ranura
caen los sonidos que reconoce. Las palabras buscan su raíz, agolpa-
das enfilan hacia el origen. El poema estrecha la lengua materna. La
escucho como quien se abandona a la vibración de la música. El oído
se acopla a los vocablos que le parecen familiares y deja que implo-
sionen los que no reconoce. Afloja el cuerpo esta extranjería que no
demanda entendimiento. En su hermandad con mi lengua, el francés
me extiende palabras sueltas que incluso sin querer el pensamiento
vincula. Cómo se buscan aunque yo intente separarlas, se encuen-
tran y colisionan en la total oscuridad de la insignificancia. Cobran
sentido en el sinsentido, se afectan entre sí. Acaso eso es el poema:
un raudal de palabras que se tropiezan, conforman una figura por un
instante y luego retornan al caos que las hizo aparecer. Ella habla y
su idioma le exige que cada letra brote del inicio de la garganta. En
la opacidad de mi ignorancia la belleza se hace lugar. Ser prendados
por la penumbra de lo que somos incapaces de asir. Digo «mi lengua»
aunque ninguna lengua soporte esa confianza.

Oír que todo habla, que lo que hay que hacer es oír. Oír al hom-
bre nombrando las cosas y reconociéndolas. Oír las cosas que
reciben nombres y que ya no son nunca más nombres.

El golpe de una tumba que se cierra


y que clausura un cuerpo.
La condición de toda palabra y de todo silencio.
Escucharme hablar en un idioma extranjero
y no reconocerme.

Pensar que escribir es una experiencia impersonal. Pensar que


18
hay tantas muertes como escrituras. Pensar en relacionarse con
el otro cuando ha muerto. Pensar en la prioridad de las palabras. 19

Mi abuelo, el zapatero, tenía una pierna menos. En el armario guar-


daba los zapatos izquierdos. Los coleccionó como quien construye
un antiguo tesoro. Conservo pocas impresiones: la cortina floreada
que reemplazaba a una puerta, mi abuela desnudándolo, el ruido de
la ducha, la tetera hirviendo en una cocina sin ventanas. Lo oscuro,
la humedad. A falta de cuerpo, mi abuelo consiguió una prótesis. El
ritmo irregular de sus pasos no se olvida, el eco vacío de una pierna.
Y su silencio inquebrantable, su mutismo ante cualquier pedido, ante
cualquier afecto. Murió discreto en su cama, ajeno a toda palabra.

El sonido del vino ingresando a una copa.


Advertir tus pasos en el corredor
y que el corazón se inquiete.
El ritmo de las vértebras
cuando el cuerpo elonga.
El maullido agudo de mi gata
cada vez que alguien se acerca.
A qué suena mi nombre me escribiste
y yo ahora pienso a qué suena el tuyo.

Socavar el enmudecimiento del mundo en su totalidad. Socavar


la represión que ejecuta el nombre propio. Socavar el impoder
y el desastre del pensamiento. Socavar realidades que acaban
haciendo el amor.

Un oído se cierra
al contacto con el agua.
Desaparece una lengua.

Mi madre tiene una herramienta de metal del porte de su mano. En


el extremo las dos aspas, al presionarse, abren un rectángulo con
paredes de rejillas. Es la jaula para la abeja reina. Encontrarla consis-
te en un oficio lento. Sacar cada marco, buscarla por el reverso y el
anverso, ir uno a uno hasta que la cara de mi madre se ilumine. Para
ella la reina es la más hermosa, le agradece murmurando la manera
en que conserva todo orden. Es larga y angosta, fue marcada con un
punto blanco de pintura a la altura del tórax, su aguijón sin púas, su
modo despreocupado de desplazarse, cómo las demás abejas abren
paso y le hacen lugar. La jaula parece un objeto medieval en minia-
tura. Atraparla ahí, hacerla esperar mientras se revisan las larvas,
se reordenan los marcos en función de los huevos, se hacen pruebas
para confirmar que no existe ninguna plaga. Atraparla ahí para pro-
tegerla mientras sigue joven. Pero la reina será confinada una última
vez. Cada apicultor ha de matar a su abeja reina y mi madre carga
con ese destino incómodo. De esa manera se conserva el orden que
ella misma se ha encargado de estructurar en su juventud. Mi madre
toma la jaula por última vez, la última vez de esa reina. La atrapa, la
sumerge en alcohol, deja que se apague. Un breve temblor, mi madre
llora sentada en el pasto. El gato no se inmuta. Ha dejado de respirar.
Mi madre. La reina.

El mutismo insufrible
ante el pedido de un lenguaje común.
Tu modo de tartamudear 20
cuando te sientes atrapada.
Mi propio tartamudeo que apareció en la tristeza 21

y que se me hizo impropio.


Todo sonido, en cada sonido, la reserva de tu voz.

Pensar en el fracaso de toda presencia. Pensar en seguirle la


pista a la oscuridad. Pensar en tenerle miedo al miedo. Pensar
en lo inapropiable. Pensar en lo que viene a mí. Pensar que solo
mediante otro lenguaje esto es posible.

El apego por la lengua materna, me dice. Y nuevamente el mimbre se


estrella contra sí mismo. Enfatiza en esa palabra, «materna». La dice
incluso separada por sílabas. Esa incapacidad de hablar otra lengua,
cómo mi boca se resiste e insiste en su tendencia al español. Mi madre
nunca pudo aprender otro idioma. Tiene solo un modo de hablar. De
pequeña solía imitarla. Ella colmaba su jardín y yo ataba cada peque-
ño arbusto al de al lado que, ya maduro, podía tolerar la fragilidad.
Me sostengo en los brazos de mi madre, huele a bergamota y lavanda.

Estar preso en el entorno de un cuerpo


que no tiene compañero.
En el paisaje cercado de una mano
desaparece una lengua.

Leer una carta de amor que se escribe en la oscuridad. Leer:


cuando digo «mi amor», ¿te nombro a ti o a lo que en mí te ama?
Leer: en todos los puntos donde no haya nada escrito, lea que la
amo. Leer la desactivación del rasgo nostálgico del deseo.

Auscultar el cuerpo enfermo


que por enfermedad escribe.
Un libro es deslizado por la repisa
a mis cinco años
en puntillas
intento alcanzarlo.
El crepitar de la sal en el agua hirviendo.
Buscar cacofonías en poemas
que anhelamos haber escrito.
La cadencia del cuerpo de mi madre
abrazándome en el agua.
Zurean afuera las palomas, y yo de oírlo soy incapaz. O él es incapaz
de sobreponerse a esos arrullos que entran a la sala desde el patio.
«Simplificar las cosas no es el modo de acceder a ellas», y respira
silencioso aunque abrumado. Cada palabra cae lenta, las deposita
desde el paladar a la mesa, con el cuidado de un cirujano habla. Dice
«baladí» cada tanto y me pregunto cómo es posible decir «baladí».
Aguzar el oído quizá no es el modo de entender, retengo frases, pala-
bras, enunciados breves en mi cuaderno, apunto como quien escribe
y qué será escribir sino apuntar con el dedo una ínfima desaparición.
«Ojalá abrir un ojo antes, antes de que todo ocurra, porque desde el
momento en que lo hago ya soy mortal», afirma en su propia morta-
lidad que vibra. Tiene esa tendencia a elevar suavemente la pierna,
como si estuviera pedaleando en el aire, eleva el cuerpo de alguna
manera, baja la voz. Entre el pantalón y el zapato se asoma una calce- 22
ta de líneas horizontales. «Vayamos al grano si lo hubiera». Cuando
termina el primer pedaleo y pone el pie sobre el piso de cerámica, 23

un sonido casi imperceptible aparece y retoma la labor con la pierna


opuesta. Su ruido interior se sobrepone al exterior. Toma la botella
de agua a ratos aunque nunca bebe: no termina jamás de abrirla,
enrosca la tapa y vuelve a cerrarla. Habla de Hölderlin y yo escribo.
Mi oído retiene las palabras que escoge para nombrar cada cosa, me
aferro a ellas, aletean en mi cabeza como abejas o mariposas. No
me resisto a ninguna manera de incomprensión. También me ele-
vo o nado quizá. Qué será comprender. En la autopsia a Hölderlin
se precisa la belleza con la que estaba construido su cerebro, una
cavidad colmada de agua presionaba el tejido cerebral. La causa de
la locura: una laguna, un manantial. «El origen pujante de todos los
ríos», dice, y él mismo se torna de pronto una liquidez. Pensamientos
impensados acuna el oído. Piensa el cuerpo también que tiembla. En
nuestras insignificantes mortalidades hablamos y escribimos. En
nuestros ríos inquietos oímos.

Un rostro dice de su opacidad.


El oído anhela palabras que otros extraviaron.
Remando río abajo aprender un vocablo
para nombrar cosas que existían antes de respirar.
Cubre las manos astilladas en la faena
abriga el agua
rebrota la sal.
Lumbre el animal y no se consuela.
Desaparece una lengua.

Socavar la vida para vivir. Socavar la lengua que se expresa


a sí misma. Socavar la dignidad de dar cuenta de lo efímero.
Socavar el arte de citar sin comillas. Socavar lo muerto apo-
derándose de lo vivo. Socavar un arte sin lejanía. Socavar el
devenir pétreo del pensamiento. Socavar un texto que depende
de imágenes. Socavar un umbral, ese lugar de paso.

El tono de la voz de una mujer suele parecerme familiar. Oigo graba-


ciones de poemas en inglés y una vibración gutural en los hombres
me aleja. Un rumor en el revés del cuello. Una distancia. Elegí a mi
psicoanalista por eso, y ella lo sabe. La escogí por la proximidad de
su voz. Sentada en el patio puedo oír los minúsculos sonidos de las
abejas en plena faena. Mi madre canta una canción aunque no cono-
ce la letra. Rellena sin apuro. Estrecho esta intimidad. Imagino las
colonias de hormigas bajo mis pies. Hace frío y los zánganos serán
expulsados. Esa voz, la de mi analista, la de mi madre, el zumbido de
la reina, atesoro. Conozco su temblor, cómo oscilan e ingresan en la
materia. Hace frío y los hombres serán expulsados. Sacados de raíz.
Como un cuerpo que no necesita de sus órganos.

Sentarme y oír el mar


a los seis
a los quince
a los veinticuatro
a los treinta.
La casa que sonaba toda
con los pasos
con la lluvia
24
con el viento
con los fantasmas. 25
El océano del lenguaje
que abre el cuerpo y lo estremece.
El llanto de mi madre en la pieza contigua
su estridencia.
Tu voz
mi voz
enunciando los nombres que amamos.
Oigo el clamor del cuerpo a contrapelo.
La memoria de la escucha
lo que atesora el oído
y que se queda temblando
en la infinita materia.
Una historia acordona los elementos
a la manera de nombrar.
La madre le pide a la hija guardar lo propio.
Estrecha el cuento de un lobo
que acude sin saberlo a su propio sacrificio.
Las manos lastran y sangran,
trenzan un cesto del tamaño de la palma.
Cómo se componen los materiales.
Desaparece una lengua.

Leer con el cuerpo golpeado. Leer y desmontar la lógica de la


propiedad. Leer cuando somos reclamados por las palabras. Leer
ejerciendo mi derecho a leer y que el texto sea nuevo cada vez.

La abeja reina desova en primavera. Rodeada de miles de semejantes


infértiles, toda reproducción depende de ella. Y lo sabe. Mi madre
también lo sabe. Con la jaula en la mano y la dama real adentro,
acerca el rectángulo metálico a su cara. Mi madre, profundamente
miope, alza la jaula para verla a la luz. Se queda ahí en su silencio
mientras los zánganos, ruidosos e inofensivos, desfilan en su ca-
cería. «Acá estás», le dice. La reina mira a mi madre con sus miles
de ojos, mi madre la mira con sus ojos cansados que brillan. Los
zánganos provienen de huevos no fecundados: no necesitan de otro
macho para nacer, me explica mi madre. Pero fecundan a la reina
para producir obreras infértiles que los alimentan, recolectan polen,
limpian la colmena, construyen panales, custodian la piquera para
que no ingresen abejas extranjeras o avispas. Copulan en el aire y
caen juntos al pasto. Ella viva, él muerto: el zángano más fuerte ha
logrado fecundar a la reina de pronto y, en el acto, se desprenden
sus genitales, ha sido desgarrado. Cuando avanza el otoño y escasea
el alimento, las obreras expulsan a los zánganos de la colmena. Los
dejan morir de hambre o de frío. Se deshacen de todos los hombres,
los insensibles, los torpes incompetentes, los bárbaros. Sin embargo,
adentro, en la oscuridad de los marcos, huevos y larvas son una la-
tencia: en las celdas más grandes una horda de machos espera nacer.

Oír la relación entre cosas que no tienen ninguna relación. Oír


la vigilia. Oír: estar en el lenguaje antes que en cualquier otra
cosa. Oír un clamor intensivo. Oír a alguien haciéndose uno
con el infinito en un instante. Oír el lugar bestial.

¿Y si reclamáramos el derecho a decirlo todo? 26

27
Agradecimientos

A Sebastián Herrera Gajardo y Nicolás Labarca,


que posibilitan la escritura y la amistad.
Julieta Marchant (Santiago, 1985). Ha publicado Urdimbre (Inu-
bicalistas, 2009); Té de jazmín (Marea Baja, 2010); El nacimiento de
la hebra (Edicola, 2015), parcialmente traducido al inglés como The
Birth of Thread, traducción de Thomas Rothe (Tinfish Press, 2019);
Habla el oído (Cuadro de Tiza, 2017) y Reclamar el derecho a decirlo
todo (Pez Espiral, 2017). Es codirectora de los sellos Cuadro de Tiza
Ediciones y Editorial Bisturí 10.

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