Pacto de Lectura
Pacto de Lectura
Pacto de Lectura
1: Pacto de lectura
Que La cosa ( The Thing, 1981, John Carpenter) sea la matriz principal de L os 8 más
odiados ( The Hateful Eight, 2015, Quentin Tarantino) no es una decisión estrictamente formal ni
otra cita cinéfila a las que Quentin Tarantino nos tiene tan acostumbrados. Es un error
simplificar el vínculo entre ambas al escenario elegido, a la presencia de Kurt Russell y a la
música de Ennio Morricone (que incluye t racks q ue fueron descartados de la película
de Carpenter). Cuando Tarantino nos devuelve a actores, actrices, directores y géneros
olvidados no quiere apelar a nuestra melancolía: nos los devuelve viejos y ensombrecidos. Los
héroes de antaño ahora son villanos o apátridas. Por fuera del marco de la ficción, esto implica
reinsertar aquello que la mecánica h ollywoodense fabricó, encasilló y luego descartó cuando ya no
le fue provechoso. La operación de Tarantino no es la de la acumulación irreflexiva de mitos,
modas e ídolos del pasado; su manera de resignificar lo que alguna vez simbolizaron, los
transforma en excreciones de una cultura consumista de la que, no sin contrariedades,
Tarantino se jacta de ser parte.
Citando en primer plano a John Carpenter, y sobre el final a Brian De Palma, lo que define es
una toma de posición, una declaración de principios libertaria y lúdica frente a la mecánica
cinematográfica estadounidense y su nacionalismo imperial. Este espíritu, que ya asomaba en
sus últimas dos producciones, adquiere densidad en esta última. Los personajes que van
reuniéndose en la posada representan distintos arquetipos sociales y contrarias posturas
ideológicas, pero, al contrario de B
astardos sin gloria (Inglorious Basterds, 2009) y D
jango sin
cadenas (Django Unchained, 2012), nada puede ser enmendado. La justicia poética no encuentra
lugar ni sentido en el escenario presente. Si en aquellas dos películas la Historia pudo ser
corregida mediante la reescritura apócrifa, violenta y juguetona de los hechos, en Los 8 más
odiados e l pasado anticipa un futuro inevitablemente dantesco. Pero, para evitar caer en
sobre-interpretaciones, no hay que perder de vista que la única política que le interesa a
Tarantino es la cinematográfica. La amoralidad (que no inmoralidad) de Los 8 más odiados (y
de sus películas en general) elude la lógica binaria de bien contra mal como valores absolutos e
irreconciliables. Al liberar al espectador de las ataduras discursivas que aleccionan su moral, lo
deja expuesto en sus contradicciones. Es decir, lo convierte en dueño y único responsable de sus
ideas.
Los 8 más odiados retoma la austeridad de Perros de la calle ( Reservoir Dogs, 1992)
deliberadamente, no por carencia de capital o maquinaria a su disposición. Se distancia de la
espectacularidad que a partir de K ill Bill (Kill Bill, 2003) se ha vuelto más prodigiosa, y deja que
la verborragia revista algo más que la compulsión propia de la cultura pop, santo y seña de su
cine. Hay humor, sí, y violencia, y diálogos extensos e intensos, pero sin arrebatos. Como el
ajedrez (juego con el que se presenta a Kurt Russell en L a cosa y
que en L os 8 más
odiados o cupa el centro de la escena), es táctica y estrategia, calma y templanza. No vamos a
encontrar la habitual rúbrica e xploit de sus relatos; la cita al género policial o de misterio
claustrofóbico británico, estilo Agatha Christie, y los distintos cebos que va plantando en cada
escena, nos sumergen en un laberinto de manipulación hitchcokiano sobre el que Tarantino se
reafirma como amo exclusivo del universo que fabrica.
En esta oportunidad la estratagema abarca la misma publicidad de la película. Cual flautista
de Hammelin, Tarantino convoca a la gran experiencia cinematográfica anunciando su estreno
en 70mm para luego encerrar a los espectadores en la sala de cine como en la posada y, una vez
ahí, quemarles la cabeza como si se transformara en Shosanna. Las huellas que el impacto visual
de B
astardos sin gloria y Django sin cadenas dejaron en el espectador seguramente lo
predispongan para una experiencia que no será como aquellas. A Tarantino ya se lo acusa de
haber desaprovechado el 70mm como a Carpenter se lo acusó de haber desperdiciado el genio
elocuente de Ennio Morricone exigiéndole una composición musical minimalista. Pero de esta
manera Tarantino nos dice que el cine es más el arte de economizar los recursos para atrapar al
espectador que toda la parafernalia audiovisual del m
ainstream que lo termina perdiendo.
En L
os 8 más odiados la belleza se concentra en un espacio reducido que no cuenta con las
distracciones del mundo moderno, como en Perros de la calle, ni con la violencia exacerbada y
revoltosa del sótano de Bastardos sin gloria, por señalar sólo un par de citas autorreferenciales
(ponerse a hacer un conteo preciso de todas no tiene sentido en un director que viene
haciéndolo desde su segunda película). La cronología narrativa es también algo más lineal que
de costumbre, a excepción de un f lashback que aparece pasada la segunda mitad. El tiempo de la
película es el que la narración demanda. Todo esto, sumado a la introducción de tópicos
anclados en la realidad política presente, profundiza el sentido del relato.
La madurez de Los 8 más odiados supera a la de la nostálgica T riple traición (Jackie Brown,
1997), digna de un joven y talentoso director que veía envejecer a sus mitos. Tarantino se está
haciendo grande. Su escepticismo también. Prácticamente a la par del estreno de R ogue One
(Rogue One: A Star Wars Story, 2016, Gareth Edwards), saga que congela la adolescencia con el
fin de fomentar el consumo, el congelamiento propuesto por Los 8 más odiados es nihilista y
acusa a esa maquinaria de fabricar la verdadera violencia, resucitando una dialéctica similar a la
iniciada hace poco más de treinta y tres años entre La cosa, de John Carpenter, y E .T.: el
extraterrestre (E.T.: the Extra-Terrestrial, 1982), de Steven Spielberg, número que no parece
casual teniendo en cuenta la imagen del Cristo congelado que sigue a los títulos (para esta libre
asociación es pertinente considerar las iniciales del nombre de John Carpenter).
1. En nuestro país la película fue titulada como L os 8 más odiados. El hecho de que los
personajes en total sean diez (sin contar aquellos que aparecen en el f lashback) establece la
primera de muchas trampas. Quien se acerque al cine de Tarantino sin esperar ser manipulado
poco sabe de su cine. Esta es su octava película (dato que tampoco es del todo exacto); ocho son
los planos que anteceden al título; ocho mil es la recompensa tras la que el
Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) supuestamente va; ocho son los colgantes en el
sombrero de O.B. Jackson (James Parks); ocho son los casilleros de cada hilera en el tablero de
ajedrez, y así podría contar infinitud de detalles que no encuadran significantes excepcionales a
los de una construcción puntillosa y exquisita de la puesta en escena.
Si la historia (y la Historia) se encuentra atravesada por el engaño; si el progresismo, la libertad,
la ideología, la fe, el patriotismo, etc., son puras mentiras, la única verdad posible es el arte
cinematográfico, o el arte a secas. Tarantino nunca nos miente, aunque sus historias se
encuentren repletas de embaucadores. Mediante artilugios de puesta en escena (elección de los
colores, uso de la luz, l eitmotiv musical, etc.) nos señala todo aquello que los personajes
intentarán ocultar. Quedará en nuestra voluntad querer spoilearnos la mirada o permanecer en la
pasividad de quien espera que todo le sea explicado.
En P
erros de la calle nos tensionamos en la escena en que Freddy/el Sr. Naranja (Tim Roth) se
encuentra con cuatro policías armados con pistolas y ovejeros alemanes en un baño público,
pese a que, mediante un montaje de escenas que se arman y desarman como una mamushka, se
nos enseñaron todas las etapas de la construcción explicitando su falsedad. De la misma manera
no podemos evitar padecer el frío relato de Major Marquis Warren (Samuel L. Jackson) frente al
consternado General Sandy Smithers (Bruce Dern), aunque planos detalles previos hayan
exhibido la verdadera intención del narrador. Es cierto que nada nos confirma la veracidad o el
engaño de sus palabras de manera tajante como en aquella secuencia del baño en la ópera prima
de Tarantino, pero información que sobre el personaje se nos va dando al menos justifican la
duda.
En esta misma película nos descubre de entrada la identidad de quien envenena el café
mediante el color azul, mucho antes incluso de aparecer como narrador para entregarnos un
cómplice en el asunto. El secreto de Daisy (Jennifer Jason Leigh) es compartido, aunque tal vez
no nos hayamos dado cuenta.
2. Tras una secuencia de imágenes de un paisaje montañoso cubierto de nieve, interrumpida por
los títulos de la película sobre fondo negro, la cara de un Cristo de madera, que pronto quedará
enterrado por la misma nieve, irrumpe en la totalidad de la pantalla. La cámara se aleja
lentamente hacia atrás y en sentido diagonal descendente. El paisaje se abre de a poco. A lo lejos
se visualiza un carruaje empujado por seis caballos que se va acercando. La cadencia musical es
ominosa. El paisaje desesperanzador. Otra placa negra irrumpe en la imagen para enumerar el
primero de los clásicos capítulos tarantinescos: L ast Stage to Red Rock ( Última diligencia a Roca
Roja).
La cámara continúa su sentido descendente hasta llegar al Mayor Marquis Warren (llamado así
en homenaje al director de westerns clase B y t elewesterns, Charles Marquis Warren) que,
cargando tres muertos a sus espaldas (uno de los cuales lleva puesto un pijama de invierno
rojo), detiene el andar del carruaje. La interrupción no es violenta ni
desesperada; Marquis espera sentado en medio del camino fumando una pipa. El trayecto
dibujado por la cámara -de arriba hacia abajo- y el color del inter-título, que le es
inmediatamente asignado, son apenas los primeros indicios que lo configuran como presencia
demoníaca. Su pérfida existencia es confirmada bastante más adelante.
Daisy lo ve todo desde el comienzo, porque si hay un diablo, hay una bruja. El ojo morado
(o b lackeye) metaforiza esta capacidad, aunque curiosamente va desapareciendo conforme
avanza el relato. Daisy sabe de entrada quién es Marquis, como también reconoce la falsedad de
la carta, y verá quién envenena el café por el que John y O.B. mueren. Es la que se niega
rotundamente a llevar al negro en el carruaje, ligándose una de las tantas trompadas que Ruth
le propinará. Un primerísimo primer plano en picado, similar al que nos introduce a Marquis de
frente, nos muestra la cara de Daisy teñida de azul por el efecto de la luz. La vemos pálida,
arrugada, magullada, pero con una mirada rotunda, penetrante, en absoluto sumisa. Detalles
como éstos y algunos juegos que se suceden entre ellos indican que estamos ante la verdadera
antagonista de Marquis.
Toda esta información se nos es dada a través de miradas y gestos. Como una nena pícara,
Daisy guarda muchos secretos y los disfruta aún con todo el dolor que implican. Marquis y
Daisy además comparten otro detalle: son seres alados. Cuando Ruth le exige a Warren que
levante sus brazos al comienzo de la película, la capa que lleva puesta le dibuja alas amarillas
(Eva Heller, en su libro Psicología de los colores, señala que el amarillo político es el color de los
traidores). Las raquetas que se encuentran detrás de Daisy cuando es colgada en el final
funcionan de manera similar.
Chris y Marquis solicitan traslado bajo el mismo pretexto (la muerte del caballo); Chris es quien
descubre la falsedad de la carta que Marquis porta ante los demás; es también quien le avisa al
General que el relato del negro es puro chamuyo. Más que oposición, esto señala un profundo
conocimiento del otro. Los puntos en común que tienen por opuestos extremos los llevan a
tener un enemigo único cuando ya no queda idea por la que matar: la mujer (o la cosa). Chris
y Marquis, vale decir, Confederación y Unión, blanco y negro, terminan colgando a Daisy,
quien finalmente ocupa el elevado espacio cristiano del comienzo ya cubierto de sangre (o,
como diría Godard, de rojo).
3. A unos doce minutos del comienzo, un primerísimo primer plano muestra a dos de los seis
caballos que arrastran el carruaje. Uno es negro, el otro blanco. Así queda planteada la lógica
ajedrecística de la película. Las piezas claves, Rey y Reina, son John y Daisy. Llegan en carruaje
y encarnan el par indivisible que se necesita para sobrevivir. La inversión de sentidos que la
película despliega no los exime: derrocado el Rey, el juego seguirá su marcha. Pero importa
menos analizar el carácter ideológico de sus personajes que las estrategias y las jugadas
implementadas a lo largo de la película.
-“El nombre del juego es paciencia”, advierte Jody (Channing Tatum) recién cuando estamos
acercándonos al final, cuando ya fuimos forzados a implementarla.
La excesiva oralidad, centrada en discursos políticos patrióticos, nos abstrae de los detalles que
deberíamos observar y que son inherentes a la película como construcción dramática. Hablar, o
más bien chamuyar, distrae al contrincante y lo debilita, como queda demostrado en la escena
del relato de Marquis. Cuando el cuerpo del general cae, derribado por la pistola de su
enemigo, el tablero de ajedrez vuela por los aires junto con sus fichas. Así opera Tarantino sobre
nosotros, como un digno contrincante que nos reta a enfocar nuestra atención sobre lo
fundamental. A través de la composición visual y de algunas líneas de diálogos secundarias, en
apariencia irrelevantes para el desarrollo de la trama, nos revela con suspicacia la información
de la que los odiosos se valdrán para trazar su estrategia.
Oswaldo Mobray (Tim Roth haciendo de Christoph Waltz haciendo de Mobray, un inglés de
buenos modales y gustos refinados que dice desempeñarse como el verdugo que se encargará
de Daisy una vez llegados a Red Rock) divide el territorio y plantea las bases del juego mientras
observa entretenido desde afuera cómo sus intereses ocultos van ganando terreno.
Si Marquis logra comerse al General es, en parte, gracias a las sugerencias que el europeo le
hace ante su primer impulso de matarlo. No impide que lo asesine, sólo enfría su pensamiento y
le enseña a hacerlo dentro de ciertas reglas que lo justifiquen.
-“La única manera de que un negro esté seguro es si el blanco está desarmado”, sentencia
Warren, pero minutos después le entrega una pistola a Smithers antes de provocarlo y así
habilitar el enfrentamiento armado.
El único que adopta una postura anti armamentista es Ruth, desarmando a todos los presentes
no para confiscar sus armas sino para despedazarlas y hacerlas enterrarlas en la nieve a O.B.
Ambos morirán bajo los efectos del veneno.
4. L
os 8 más odiados termina con dos hombres en una cama ahorcando a una mujer que es
negada como tal de principio a fin. La aparición de prototipos femeninos de la época en
el f lashback refuerza la negativa, aunque el trato que éstas reciben es incluso peor. Son
asesinadas a sangre fría por el grupo de hombres que busca tomar la cabaña para esperar y
rescatar a Daisy. De hecho, les disparan a quemarropa en el momento mismo del juego de
seducción iniciado por ellas. Este grupo se encuentra conformado por Bob (Demian Bichir),
Joe Gage (Michael Madsen) y los ya mencionados Oswaldo Mobray y Jody, este último
hermano de la anti-doncella (segunda vez para Jason Leigh, que ya encarnó a otra en Los
señores del acero ( Flesh + Blood, 1985, Paul Verhoeven).
Consciente de esto es eliminado mediante un disparo que le vuela la tapa de los sesos en el
segundo momento sensible de la película, con el aditamento endogámico que la relación da. El
primero es cuando John Ruth sucumbe ante el encanto de Daisy que canta y toca la guitarra.
Sensibilizarse o vulnerarse frente a una mujer puede ser letal; como sucedió con Bill (David
Carradine), cuyo corazón literalmente estalló tras reencontrarse con su ensangrentada novia. L a
cosa como goce absoluto femenino ni siquiera asequible para la propia mujer. La violencia surge
de su carácter inabarcable, incomprensible, que despierta la impotencia.
Marquis, con los huevos reventados por un disparo, y Chris, con una herida profunda en la
pierna, logran colgar a Daisy con todo el peso de su furia (más el del brazo de su difunto
esposado) gracias a la magia del montaje elíptico. La operación formal más engañosa de toda la
película se hace presente cuando el homenaje directo a De Palma empieza a hacerse notar en los
planos divididos y en Daisy, que se asemeja a la Carrie ( Carrie, 1976, Brian De Palma) cubierta
de sangre. Cuando De Palma dijo que “la cámara miente a 24 cuadros por segundo”, no buscaba
contradecir la máxima godardiana de que “el cine es la verdad a 24 cuadros por segundo”, sino
sostener que aquella verdad a la que el francés se refería es la cinematográfica.
En este final prácticamente imposible, inverosímil al mango, la falsa carta de Lincoln es releída
por Chris adoptando un tono de solemnidad que imprime en ella un carácter verídico, aunque
más no sea en el plano de lo simbólico o de lo sagrado. Es decir, en el momento en que la
verdad de la ficción y el ingenio cinematográfico es asumida sin tapujos.
El dedo en el culo: Cosmopolis, David Cronenberg
El Capitalismo es un dedo en el culo para los que están arriba y para los que están abajo, y esto
puede ser placentero o doloroso según de qué lado nos ubiquemos. El poder económico es una
herramienta de excitación esencial para unos pocos; allá los que disfrutan, aquí los que nunca
llegan. Cronenberg ofrece un retrato mórbido de estos infinitamente más potentados que
muchos de nosotros, generalmente representados por actores de rostros angulosos, lampiños,
con perfectos peinados y trajes impagables, resguardados tras vidrios polarizados y
guardaespaldas que parecen haber sido cortados con la misma tijera. Packer (Robert Pattinson)
es un joven economista de Wall Street, ya sin nada que probar ni padecer y con una arrogancia
desmedida. Pero ese mundo altivo al que pertenece se verá rodeado por la masa despojada,
cuadro del apocalipsis inminente en un mundo cada vez más fragmentado. Las naciones
tercermundistas intentan resurgir mientras las grandes potencias mundiales enfrentan golpes
económicos que conllevan a crisis sociales, con un claro incremento de la violencia física y
simbólica.
David Cronenberg supo valerse del apático Robert Pattinson para dar vida a un personaje
abúlico y automatizado que parece no entender un carajo de lo que ocurre más allá de la “nave
futurista” en la que se desplaza de una punta a la otra de Manhattan para cortarse el pelo,
su leitmotiv desde el inicio y símbolo de cambios más radicales tras los que va. Que haya
mencionado el “culo” al comienzo del texto no es casualidad, ya que en Cosmopolis
(Cosmopolis, 2012) es esencial, es el lugar común a todos y punto clave para la
lectura socio-filosófica y existencialista que la caracteriza, sustentada por el interior de la
limusina que en ciertos planos da la sensación de estar dentro de un recto (ver los “anillos” que
se dibujan en el fondo) y por los análisis de próstata a los que el protagonista se somete a diario,
su clímax sexual más importante.
Hijo del Capitalismo “criado por lobos”, por momentos príncipe errante con aires hamletianos
-en una película que se destaca por sus soliloquios, al igual que la tragedia clásica-, Packer es
visitado por una galería de personajes oraculares que parecen figurar su propio inconsciente,
siguiendo la línea Freudiana que Cronenberg transita de forma cada vez más
evidente. Packer es la viva encarnación del vacío existencial. Lo desolador de la película es que
resulta imposible vincularse con los personajes que la atraviesan. Nos deja sin nada que percibir
física y emocionalmente, corriendo el riesgo de expulsarnos de ella. Pero si como espectadores
tenemos alguna chance de experimentar algún tipo de catarsis es ante la pequeña pero
imprescindible intervención de Mathieu Amalric (actor y director de origen francés, a quien le
debemos T ourneé) como André Petrescu. ÉL es el personaje con quien debemos identificarnos:
payaso anárquico, verborrágico, físico, vital, augusto que aparece desde el fuera de campo clave
de detrás de la cámara -donde nos encontramos nosotros- para estampar un tortazo en la
inalterable c arablanca d
e Pattinson. Como sus antecesores -anteriores incluso a los Zanni de
la C
ommedia dell’Arte– cumple con la función de ponerle cuerpo y palabra a lo que el pueblo
deplora, dejando en evidencia el absurdo del poder.
Cronenberg hace poesía con el guión y se vale del género literario como fundamental para el
desarrollo de un discurso contemplativo y analítico, a la vez que
divagante. Cosmopolis empieza con una cita de Zbigniew Herbert (economista y poeta nacido
en Polonia, miembro de la resistencia polaca, censurado por el estalinismo, y líder del partido
anticomunista) que reza: “la rata se convirtió en la unidad monetaria”. A priori resulta
fascinante la unión entre lenguaje económico y poético, mundos antagónicos que se verán
plasmados en el film, dejando en claro que el autor polaco es una pieza clave para su
comprensión. En una escena, Packer le menciona esta frase a su compañero de viaje y juntos
realizan un duelo verbal con la idea, abstrayendo la oración del poema Informe sobre la
Ciudad Sitiada para otorgarle un sentido opuesto al que tiene en su contexto original. En otra
escena, la leyenda “Un espectro está hechizando al mundo. El Capitalismo” puede ser leída en
un cartel electrónico, frase tomada y modificada del M
anifiesto Comunista, “Un espectro está
hechizando a Europa. Es el espectro del Comunismo”.
Las protestas sociales, expuestas a través de los vidrios polarizados de la limusina como si de
televisores se tratara, son consideradas como herramientas funcionales a un sistema de
consumo que se focaliza en un futuro posible sólo para pocos. El concepto anarquista de
destrucción como acción necesaria para una nueva creación es tomado como punto de partida
vital para el capitalismo, según Vija Kinsky, Jefa de Teoría, interpretada por Samantha Morton.
Esto me hizo pensar en la tergiversación que algunos sectores de la derecha están haciendo de
emblemas acuñados desde los movimientos de izquierda.
Y ese “allá”, esa realidad intangible para los que viven encapsulados, es lo que motiva
a Pecker a ir tras su mujer, una poeta literalmente impenetrable, hija de padres adinerados,
motivación expresada verbalmente como deseo sexual pero que habla a las claras de su
necesidad por conocer el submundo con el que ella coquetea y al que lo dirigirá, hasta que la
palabra “libertad” desate una indiferente crisis matrimonial.
Pecker vive en un mundo materialista, pero sin materia porque él mismo ha dejado de serlo. El
personaje encargado de terminar con su angustia es Benno Levin (Paul Giamatti), empleado
despedido que va tras la misma búsqueda del ser, y que a su vez personifica la locura. Benno se
presenta como el analista económico del protagonista, juego de palabras que, sumado a un par
de gestos significativos y al hecho de que la mente de Pecker funcione en base a números,
sugiere un desplazamiento de ese personaje hacia la figura del psicoanalista.
¿Pata o muslo?: Killer Joe, William Friedkin
Cuando el hombre se desnuda, se desarma. La mujer, por el contrario. Sólo hace falta un plano
con un encuadre y trabajo de luz adecuados para dejarlo claro, y las pelotas de un tipo
como Friedkin para filmarlo. No porque se trate de un desnudo frontal femenino que ocupa
media pantalla, sino por todo lo que esa maraña de pelos encarna. Killer Joe ( Killer Joe,
2011) e s una animalada porque de animales se trata; animales de carga, domesticados y listos
para el sacrificio. Friedkin, la bestia indomable tras la cámara, sabe de géneros y utiliza códigos
inmanentes al terror para inscribir la naturaleza taumatúrgica, liberada, de la condición
femenina. La violencia que se aplica contra ella es directamente proporcional al miedo que su
poder genera. Esta génesis amenazante se manifiesta apenas iniciada la película en un gato
negro (y suelto) que representa la felina complejidad de la mujer, además de la apremiante
condena sobre estos perros encadenados que ladran, pero no muerden. Pesadilla de
emancipación para una sociedad asentada en valores patriarcales declamados mediante la
fuerza bruta, en un árido sur americano donde se doman toros, se come pollo frito y se
sobrevive a duras penas.
Para que esto sea posible aparece Joe, representado por el mil veces explotado, hasta el
momento, como galán de comedia romántica, Matthew McConaughey. Joe es un detective que
lleva una doble vida como sicario y que deviene en príncipe azul franqueable por el costado
menos esperado: su sensibilidad. Joe se compone de detalles que sustraídos dejan en evidencia a
un niño más del montón buscando una princesa a quien desposar. Esa princesa es Dottie (
Juno Temple), benjamina ignorada o subestimada por su entorno en virtud de un
aparente retraso mental, producto del intento de su madre por asfixiarla cuando era apenas una
bebé, pero por esto mismo Dottie pareciera ser poseedora de capacidades sobrehumanas
perturbadoras. Y es también la única beneficiaria de la póliza de vida de Adele, omnipresente
figura materna de la que sólo obtendremos una mirada acusadora que no consiente
arrepentimiento alguno.
Repleta de simbología religiosa, la puesta en escena representa sagrarios espacios íntimos que
transfiguran cualquier sentido de pureza (el amor, la castidad, la inocencia y la familia),
consolidando el infierno que circunvala a los protagonistas. La palabra hell es pronunciada en
momentos significativos que lo rubrican, hasta culminar en una última cena que contrapone la
violenta naturaleza de sus participantes con la insigne hospitalidad sureña, incluyendo un
anómalo pedido de mano y una agridulce noticia. Los últimos minutos de la película son
muestra suficiente del desafiante ingenio de Friedkin, al que probablemente acusen de
misoginia y otras necedades, que filma sin reparo una de las escenas de mayor crudeza en la
historia del cine, a prueba de susceptibilidades y que va a dejar a más de uno inapetente de
pollo por un tiempo.
Yo quiero ser una chica Verhoeven (o el punk no está muerto mientras Isabelle Huppert,
Paul Verhoeven e Iggy Pop estén vivos): Elle, Paul Verhoeven
(Sub)versiones.
Elle (Elle, 2016), película del director holandés Paul Verhoeven, adapta la novela Oh…, escrita
por el francés descendiente de armenios Philippe Djian. Desconozco las similitudes y
diferencias entre una y otra obra toda vez que no leí la novela, pero, tras haber visto la película,
otra asociación literaria vino a mi cabeza: en su libro J esús de Nazaret (un exhaustivo,
interesante y divertido estudio sobre los hechos de la vida del mesías, escrito junto a Rob
Van Scheers), Verhoeven (que además es miembro de la Jesus Seminar, grupo conformado por
unos doscientos especialistas en el estudio de la Biblia dedicados a establecer la veracidad o
falsedad de los dichos y hechos descritos en los Evangelios), revela una hipótesis interesante:
que la concepción de Jesús haya sido producto de la violación de un soldado romano sobre el
cuerpo de María, y no del golpe milagroso de algún espíritu santo distraído. Teoría que el
holandés extrae de The Illegitimacy of Jesus. A Feminist Theological Interpretation of the
Infancy Narratives, l ibro escrito por la teóloga Jane Schaberg.
La violación en este caso no dará un hijo, esta apócrifa María ya parió a su Jesús, que resulta
llamarse Vincent (Jonas Bloquet) y que no le hace honor a la cualidad vencedora de su nombre
por más que lo intente, como ninguno de los hombres que habitan la película podrán dominar
ni sobre Michèle ni sobre las restantes mujeres, y hasta me atrevo a decir que ni sobre ellos
mismos. Vincent, este Jesús sin carne ni pasión ni épica, va a ser el que, por obra y gracia de la
creencia -que es una forma de aceptar el engaño- conciba un hijo que hasta le viene de otro
color.
Pero retomando el evento principal, la violación en este caso no dará un hijo. El milagro en la
película no es la inmaculada concepción sino el despertar a la propia perversión.
Inmediatamente luego de ser violada, Michèle se reincorpora (como lo hace siempre, todo el
tiempo) y se da un baño de inmersión con espuma. Espuma sobre la que se dibuja un corazón
de sangre que brota desde su entrepierna.
GRRRL. Mucho se habla de la perversión del personaje de Isabelle Huppert -al que los
antecedentes cinematográficos de la actriz refuerzan-, yo misma acabo de hacerlo en el párrafo
anterior. También de la dificultad que puede encontrar el espectador a la hora de identificarse
con ella, de su forma de controlar, dominar y, literalmente, jugar con los demás, pero poco se
habla de la manera en que este juego pone en evidencia las perversiones sociales e
institucionales, la hipocresía generalizada, la falsedad que atraviesa a todas las relaciones,
privadas y públicas. La cuestión debería ser menos la no victimización del personaje, o incluso
el encuentro con su goce, que los motivos para nada carnales ni placenteros que motivan a su
violador, quien tiene allí una meta, una tarea, una acción “necesaria” (las comillas responden a
una cita textual de este personaje).
Cuando Michelle recuerda el ataque, la segunda de las tres veces que se nos presenta en
pantalla, la vemos desayunando y leyendo un diario en el que claramente puede verse la
palabra PUNK. Este, en apariencia, ínfimo detalle cobra un enorme sentido al descubrirse la
identidad del atacante bastante más tarde, y que resulta ser su vecino, Patrick (Laurent Lafitte),
un joven blanco, casado y católico practicante, como el padre de Michèle, quien se encuentra
cumpliendo condena tras haber masacrado a sus vecinos en un ataque de ira religiosa unos
cuarenta años atrás. A todos sus vecinos incluyendo a las mascotas, únicas víctimas por las que
la protagonista siente empatía. Tal vez la misma empatía que pueda llegar a sentir por Patrick,
ese gato agazapado que no encuentra la paz.
“Católico practicante”. Con estas palabras describen al padre de Michèle, Georges Leblanc,
cuando regresa del pasado a través del noticiero y en el momento exacto en que un gorrión, lo
más cercano a un espíritu santo que hay en esta película, se estrella contra el ventanal de la
cocina (mismo lugar de la violación, mismo ventanal que antes estuvo abierto). Un gorrión al
que, aprovechando el golpe, el gato intenta comer, y Michèle, infructuosamente, salvar.
Verhoeven monta la frase “católico practicante” sobre la imagen de una muñeca semi desnuda y
manchada de sangre que pareciera replicar, como una miniatura infantil, la imagen de la
violada protagonista. Operación formal que me recuerda a la del director italiano
Marco Ferreri en La audiencia (L’udienza, 1972) c uando sobre una proyección que nos muestra
al Papa monta la frase “maníaco sexual”, enunciada por Ugo Tognazzi fuera de campo y que en
realidad refiere al personaje principal (falsamente acusado).
Elle diatriba sobre el viejo orden católico en decadencia versus el mundo laico capitalista
dominante, mientras que Michèle, en parte como alter ego femenino del director, se sitúa en un
anarquismo que señala en ambos universos un machismo decadente, un ejercicio del poder
violento y la hipocresía del discurso progresista. La imagen del Papa Francisco seguro tenga
para nosotros, espectadores argentinos, una connotación que no debiera aplicarse a la película;
para Verhoeven es simplemente la cara visible de una institución en evidente declive, pero
además anverso (sí, anverso) de gran parte de la violencia que se suscita en pantalla. La restante
será simplemente la expresión naturalmente violenta del ser humano y que, al contrario de la
otra, puede llegar a ser festiva.
Entonces el p unk. La palabra punk e n el diario que lee Michèle y el tema L ust for Life,
de Iggy Pop, sonando en las dos fiestas que la protagonista organiza (con fines distintos) a lo
largo de la película, canción que Verhoeven ya había utilizado en su película
holandesa Spetters (1980).
Punk. Anarquista. Iconoclasta. Feminista. Como Patti Smith que desde la tapa de su disco
debut Horses ( 1975) reivindicaba el lugar de la mujer en un universo eminentemente masculino
como el punk-rock, en Elle el personaje de Huppert juega un rol similar dentro del universo de
los video-juegos. No puedo extenderme demasiado sobre este tema ya que desconozco
prácticamente todo lo que se relaciona al funcionamiento y dinámica interna de ese mercado,
pero es evidente dentro de los márgenes del relato que, entre otras, hay cuestiones relacionadas
a los géneros.
Rescato algunos detalles más: la exigencia de cierto realismo materialista por parte de Michèle a
sus diseñadores y programadores a la hora de graficar la violencia (sobre todo sexual) del juego,
y el componente medieval siempre presente en las películas de Verhoeven.
No future.
Elle transcurre en Navidad aunque no es una película navideña, de más está decirlo. Pero su
esencia anti-navideña excede la crítica a una práctica que de cristiana cada vez menos y de
consumista cada vez más. El único nacimiento que hay en la película resulta ser el g ag cómico
por excelencia, la absoluta desacralización del imaginario idealizado de la concepción, además
de la irónica manifestación de un antinatalismo que no sólo se atañe a este evento particular de
la historia. Luego de violarla, Patrick se limpia la bragueta con un pedazo de tela negra que
arroja con desprecio hacia un costado; Michèle hace algo similar con un pañuelo descartable
blanco que usa para limpiarse la mano con la que se masturba mientras espía a Patrick
descargar las piezas del pesebre gigante que está armando, pañuelo que arroja a un cesto de
basura (como si de otro de sus juegos se tratase). Sobre otro cesto de basura, y en otra escena,
descarta el pañuelo con el que limpia la paja que le hace a su amante Robert (Christian Berkel),
además colega, además marido de su mejor amiga.
En el libro mencionado en el primer párrafo, Jesús de Nazaret, Verhoeven cuenta que su gran
crisis religiosa tuvo lugar cuando, a mediados de los años sesenta, su novia quedó embarazada
por la rotura de un profiláctico, lo que suponía, para ambos, un gran problema. No fueron los
rezos ni la fe lo que los salvó del entuerto, fue lisa y llanamente la decisión de abortar: “…Ni
magos, ni medicina sobrenatural, ni esas horribles agujas de tejer. Simplemente, un Hospital. La
solución no fue rezar, sino hacer algo uno mismo, y eso de a poco me trajo de vuelta a la
realidad”.
Excepto por una imagen escabrosa que se sucede a pocos minutos de empezada la película, y
que de todas formas genera distanciamiento por su composición, prácticamente no hay sangre.
Toda la puesta está organizada en pos de un clima persecutorio, aunque indolente, en el
contexto de una Detroit fantasmal, detenida en el tiempo, como la que puede verse en la
también anacrónica y melancólica Christine ( Christine, 1983).
Pero si algo caracteriza al cine de Carpenter es su naturaleza metafísica, paranoide,
explícitamente política y en cierta forma nihilista. Decir, por lo tanto, que una película
es carpenteriana es meterse en terreno complicado a menos que dicha afirmación pueda ser
sostenida más allá de lo estético formal, porque precisamente Carpenter emplea los recursos
cinematográficos (composición de cuadro, montaje, sonido, música, etc.) con una dialéctica
precisa y categórica. Hasta los carteles de tránsito exigen ser resemantizados en sus películas,
como los mensajes subliminales que John Nada (Roddy Piper) descubre en E stán vivos
(They Live!, 1988), pero que a contramano de estos instan al espectador a despertarse y a
expandir los horizontes de su mirada ideológica y cinematográfica. El interés de T
e sigue por la
naturaleza del ser, la mirada que sobre sus personajes ejerce y detalles en extremo sutiles de la
puesta en escena, abren campos interpretativos que ponen en evidencia una colección de
síntomas del mundo moderno. Las calles de la Detroit en ruinas recorridas por los chicos a
bordo de autos de época emergen, también, como figuras espectrales de una ciudad que alguna
vez fue potencia dentro de la industria automotriz.
Proyecciones.
Para pasar el tiempo mientras esperan para entrar, Jay propone un juego que consta en observar
a todos los presentes y elegir quién se desearía ser en ese momento, sin decirle nada al otro para
que, en dos chances, adivine. A priori, el juego propuesto, además de comprometer la mirada,
involucra procesos de identificación, premisa interesante a instancias en las que aún estamos
construyendo la propia con los personajes y el espacio. Más interesante aun cuando a la
protagonista la rodeará, hasta el final, un halo de misterio desconcertante construido gracias a
que toda información vital que la atañe quedará supeditada a las distintas elipsis (sin ir más
lejos, en esta precisa escena no conoceremos su elección) y a detalles que exigen observaciones
analíticas obsesivas.
Hugh, en la antesala del cine, elije de entre la multitud a un niño de aproximadamente cinco
años que conforma el cuadro soñado junto a padres atentos y amorosos. Jay no lo adivina, ella
supone que eligió a un chico que se encuentra en otra cita con una joven de, aproximadamente,
la misma edad. Ante la negativa, arriesgará que se trata del padre del nene. La elección de Hugh
preludia la problemática que la película va a desarrollar: la resistencia a crecer y, por ende, a
aceptar la propia finitud, y otras crisis características de la adolescencia enfocadas en la
sexualidad como campo cada vez más ascético y extraño. El deseo por volver a esa edad
explicita la necesidad de recuperar la felicidad propia de la inocente ignorancia del mundo. Jay,
tratando de adivinar la elección de su compañero, manifiesta su deseo inconsciente: en ambos
casos los hombres señalados se presentan como los machos alfa de la especie presente
(novio/padre). Él ve lo que quiere ser y ella ve lo que quiere tener.
Si bien la estrecha relación entre mirada y deseo queda explícita en esta escena, la
condición v ouyerista q
ue todo espectador encarna es sugerida en una escena previa, en la que
Jay es espiada por dos chicos de, raspando, once años, mientras disfruta en la pileta de su casa.
“Los veo”, les advierte sonriendo. La cámara, sin embargo, no manifiesta deseo alguno a lo
largo de la película. En todo caso observa (incluso a lo aterrador) con esmerada e impenetrable
belleza, impidiéndonos participar de la fluctuación de ese deseo.
El turno de Jay para elegir quién desearía ser llega una vez que se encuentran dentro de la
antigua sala impregnada de color rojo, con enormes y pesados telones, y un organista que lleva
un chaleco al tono. Hugh, mirando a su alrededor para adivinar, le señala a una chica que ella
no ve. Nuestros ojos velados por la subjetiva de la protagonista, tampoco. Acá empieza la
paranoia, aunque también entra en juego la voluntad de ver ligada al
carácter vouyer-masoquista que nos conforma como espectadores, especialmente a los amantes
del terror. La sala elegida, las referencias a los comienzos del cine, el género optado por el
director y la notoria presencia de la cámara, entre otros detalles metanarrativos, habilitan como
lectura la proposición de la cinefilia, y la de género en particular, como virus escópico.
Como sucedía con Alex Delarge y el experimento Ludovico de L a naranja mecánica (A
Clockwork Orange, 1971, Stanley Kubrick) ( su cuerpo atrapado y sus pestañas abiertas a la
fuerza exponen al espectador que, libre de cualquier restricción, opta por quedarse “videando”
el horror), Jay es atada por Hugh de pies y manos, tras sedarla luego de mantener relaciones
sexuales con ella y pasarle “eso”, sólo para comprobar que ve aquello que incansablemente la
perseguirá.
Cuando Jay despierta nos encontramos en un edificio en ruinas cuyos enormes ventanales
abiertos crean sobre encuadres que remiten a las pantallas de cine. La subjetiva aterrorizada de
Jay nos permite acceder a la primera visión que, por el simple hecho de ser vista, cobra entidad
y traspasa la “pantalla”. Jay no sólo está atada, también está semi desnuda. La situación
escenifica lo que el cine de terror exige de su espectador: una mirada dispuesta o forzada a creer
y un cuerpo entregado a la experiencia (la piel de gallina, los pelos de punta, taparse los ojos,
mirar para otro lado, gritar, saltar, etc., son manifestaciones físicas involuntarias relacionadas al
terror). De ahí en más, si la película funciona, nos va a seguir por mucho tiempo.
¿Qué ves cuando me ves?
En este caso el dispositivo que lo haga posible será el cuerpo. Contra la norma habitual del cine
de terror que indica que coger es sinónimo de morir, en T e sigue será de una provisoria
salvación. El intercambio sexual será el único método para transmitirle eso a otro y liberarse de
la persecución, siempre y cuando el último eslabón de la cadena no sea eliminado provocando
un retroceso. En este sentido se asemeja a Destino final (Final Destination, 2000, James Wong),
otra sobre adolescentes que deben enfrentarse a la inminente adultez y la aceptación de la
muerte que esta conlleva. Pero pese a ello la película no se cimienta sobre este principio de la
manera en que podría esperarse, más bien prefiere dilatar la situación sobre un aire malsano de
histeria y represión. El relato de a poco empieza a evidenciar la raíz endogámica que se tensa
entre la circulación constante del deseo paranoide y la displicencia que caracteriza al lugar y a
los personajes.
Dado que a eso sólo podemos acceder desde la mirada de Jay, lo que obtendremos es un recorte
que, en realidad, nos dice más de ella que del propio “mal”. La primera visión que tiene es una
mujer adulta completamente desnuda. ¿Figuración de la madre que nunca podemos ver o
reflejo sobrecogedor del cuerpo atravesado por los años? ¿Por qué no ambas? Pero si la segunda
fuera la opción, esto guardaría fuerte sentido con la siguiente aparición, la de una anciana en
camisón que avanza por el campus universitario obligando a Jay a abandonar su clase, mientras
la docente recita en voz alta el significativo poema de T. S. Eliot, La canción de amor de J.
Alfred Prufrock.
Tras una charla juguetona con Paul (Keir Gilchrist) -personaje sobre el que me detendré luego-,
que se ofrece a pasar la noche en casa de Jay para protegerla de “eso”, será la imagen de una
mujer joven que presenta signos de haber sido violada, con un ojo morado, la boca hinchada,
prácticamente desdentada, con la ropa rasgada y orinándose encima, lo que avanza contra la
protagonista, cual proyección traumática del primer encuentro sexual con Hugh.
Detallo estas primeras visiones para establecer un parámetro interpretativo funcional a todas.
Analizar detalladamente una por una requeriría de un apartado porque, de encarar dicha
empresa, sería injusto descartar las apariciones fugaces o incluso a aquellas que quedan sujetas
a nuestra percepción y paranoia. Lo que sí me permito señalar es que conforme avanza el relato,
estas fantasmagorías irán replicando el aspecto de personajes reconocibles (en algunos casos a
simple vista, en otros no) hasta culminar en la más freudiana de las escenas: eso adopta la forma
del padre ausente de Jay (se desconoce el motivo) justo en el momento en que ella y sus amigos,
comandados por Paul, diagraman un plan para atraparlo y aniquilarlo en la pileta donde ellos
dos se dieron su primer beso. Padre e hija forcejean bajo el agua hasta que eso recibe un disparo
en la cabeza que tiñe el agua de rojo profundo.
Es Paul quien le dispara. Eliminado el padre, o eso, puede erigirse como héroe insospechado
bajo la carcasa de virgen perdedor. Personaje al que, ni más ni menos, se le otorga el adjetivo de
idiota por un chiste surgida de la obra de Dostoievski, pero que, justamente por esto, trasciende
la broma. Tan o más significativa que la cita al poema de Eliot es la mención a la novela. Paul,
como el príncipe Mischkin, encarna la bondad, el sacrificio amoroso, una suerte de
alter Christus pero con granitos y poca madera. El noble y desesperado Paul que, impedido de
acceder a la mujer que ama a través del deseo, lo hace a través de la necesidad y la urgencia del
escenario planteado. Por esto mismo el hecho de que terminen juntos es, a mí parecer, lo más
patético de la película.
No fun.
En T e sigue l os adultos prácticamente no existen. Los padres brillan por su ausencia y las
madres están, las pocas veces que aparecen, perdidas en el plano. Sólo vemos a los adultos de
frente cuando en realidad son eso, adoptando sus formas con el fin de ganarse la confianza de
los chicos (característica que dota de inteligencia al virus o como quieran llamarlo).
Estos chicos, más abúlicos que hormonales, distanciados de la tipología habitual del
adolescente mainstream, se encuentran transitando la edad más conflictiva de sus vidas sin la
presencia firme de mayores que puedan guiarlos mínimamente, o aunque más no sea para
darles una excusa contra la que rebelarse. La ausencia casi absoluta de aparatos de avanzada,
como celulares, computadoras y consolas, y el uso de formatos inexistentes (como la pantalla
táctil símil polvo compacto rosada desde la que Yara (Olivia Luccardi) lee E l idiota), además de
aportar al carácter anacrónico de la puesta, que se vale de elementos que abarcan modas y
estilos de entre los 50s y 90s, anula el discurso obcecado que deposita toda la responsabilidad de
la alienación adolescente en el mundo hiper-tecnologizado, como en algún momento
responsabilizó al rock and roll.
Mitchell ya viene trabajando sobre estas cuestiones desde su ópera prima indie, El mito de las
pijamadas americanas (The Myth of the American Sleepover, 2010), película situada en un
suburbio de Michigan para nada fechado. Esta c oming-of-age ( o película de crecimiento) se
concentra en un universo adolescente lacónico en el que la fluctuación del deseo y la histeria
-trabajada en detalle desde la dirección de miradas y gestos- es nuevamente el eje axiomático
del relato. Podría decir que el agregado del elemento sobrenatural o inexplicable es lo único que
la diferencia de Te sigue e invierte el sentido de cada desenlace. Sobre un mismo escenario y
sobre personajes de naturalezas similares, Mitchell ensaya un desplazamiento de género que
paradójicamente vuelve a la indefinible T e sigue más clásica que la prácticamente
anti-narrativa E
l mito de las pijamadas americanas.
En ambas se retrata la adolescencia desilusionada frente a una etapa de la vida que no brinda
demasiadas certezas ni cumple con la esperanza del mundo libre y aventurado que se
vislumbra desde la infancia, tal como lo expresa uno de los chicos en El mito de las pijamadas
americanas:
-“Es un mito ser adolescente. Te hacen dejar atrás la niñez con la promesa de todas esas
aventuras. Pero una vez que entiendes lo que perdiste, ya es demasiado tarde. No puedes
recuperarla.”
Es comprensible, entonces, que tanto El mito… c omo Te sigue se desplieguen sobre una
atmósfera onírica e inenarrable, porque allí reposan todas las incertidumbres típicas de esta
edad, de estos cuerpos en plena transformación, ávidos pero inexpertos, contrariados en todos
sus aspectos.
Christine (Christine, 1983) es una de las películas más subestimadas de John Carpenter, no sólo
por la crítica y por la audiencia sino también por él mismo. Los motivos son comprensibles: fue
realizada por encargo, modalidad de producción que a Carpenter -director reconocido por su
independencia- no entusiasma, y cuyo desgano habría resultado, según sus detractores, en una
película impersonal y simple. Christine (adaptación de la novela homónima de Stephen King)
hibrida el fantástico con el rape and revenge y
su cierre no es menos amargo que el de otras
películas del director. La articulación formal de su puesta es precisa respecto al discurso de
fondo.
Para entonces el cine ya había dado a luz a un par de rodados asesinos: El diablo sobre ruedas
(Duel, Steven Spielberg, 1971) y Asesino invisible (The Car, 1977, Elliot Silverstein), pero
ninguna de esas máquinas llegó a patentar el nivel de humanización que caracteriza
a Christine.
El título ya postula su condición femenina y lo primero que ingresa en pantalla, antes que su
nombre, es el rugido furioso del motor sobre el logo del auto, que es también un claro indicio de
su identidad sexual. Después de unos segundos de silencio, y tras un b lackout, l a cámara nos
lleva al interior de una fábrica de autos, universo predominantemente masculino. El año es
1957. La anacrónica Bad to the Bone, de George Thorogood, suena mientras la cámara se centra
en el único auto rojo de la serie en fabricación. La creación de la mujer en manos del hombre y el
nombre del vehículo forman parte de las abundantes alegorías cristianas que se encuentran en
los relatos de King.
La cámara filma a la máquina con lascivia, dedicándole incluso un plano detallado a su “culo”.
Uno de los talleristas la empieza a seguir, no sin antes mirar hacia uno y otro lado, como
asegurándose que esta peculiar criatura no esté “acompañada”, antes de meterle mano. El
contrapicado del capot abierto, que vemos mientras el mecánico chequea el motor, se asemeja a
una boca abierta y profundamente oscura, imagen que debe haber inspirado al artista
polaco Jakub Erol para su afiche, en el que el frente del coche se representa como la boca de una
piraña, con dientes entre animales, humanos y vampíricos. Su ilustración reformula el discurso
de la película hacia el mito de la v agina dentata. Es que Christine no es sólo una mujer, es un tipo
específico de mujer que habla bastante del Edipo no resuelto de Arnie (Keith Gordon) y de los
motivos de sus represiones, además de los roles que se imponen sobre las mujeres en general.
Sabemos que es mucho mayor que él, que ha tenido un largo y duro recorrido en manos de
machos que no la valoraron y que aprendió a hacerse respetar por las malas. El color rojo que la
reviste es compartido con otros dos personajes claves: el mejor amigo y la madre de Arnie. El
rojo, entonces, será el color que señale los deseos, las contradicciones y sumisiones que irán
conduciendo a Arnie hacia la locura, locura que surge cuando empieza a responder a lo que los
demás exigen de él. Es la sociedad la que crea los monstruos que finalmente explotan contra
ella.
Arnie y Christine no se enamoran, simplemente son dos inadaptados que ven reflejadas en el
otro las propias frustraciones.
Luego de presentarnos al auto como una mujer (de color) que busca imponerse en un mundo
“fabricado” por y para hombres (especialmente blancos), en una época adversa para las mujeres
-por lo que además sufrirá consecuencias-, se nos presenta Arnie, arquetípico adolescente
perdedor, virgen y poco agraciado, que se ve asediado por la presión social de convertirse en
todo un hombre. Con esta unión dada por el montaje quedan claros los condicionamientos de
género convencionales: la mujer debe dejarse convertir en objeto mientras que el hombre tiene
que aprender a poseerla. Pero como justamente ninguno desea adecuarse a ellos, la unión
será emancipadora aunque se inicie desde una transacción económica. No es cierto que la
máquina sea el factor determinante de la mutación del chico ni que el chico sea el que despierta
el instinto homicida de aquella, ninguno ejerce dominio sobre el otro, el encuentro ocurre en
momentos muy precisos de la vida de cada uno, como la adolescencia para un chico y la
madurez para una mujer, y la simbiosis de ambos hartazgos será la causante de la tragedia.
Si Christine está caracterizada por el color rojo, su antagonista estará representado, por
oposición cromática de puesta en escena, mediante el color azul. Esta pauta es la que indica que
el tercero en discordia no será Leigh (Alexandra Paul) sino Dennis (John Stockwell), cuyo auto
es de ese color pero que, a la vez, suele aparecer con la chaqueta roja del colegio, emparentado
de esta forma con Christine como objetos de deseo de Arnie.
No es sólo el uso de los colores lo que indica que entre los pibes existe una relación amorosa
latente; varias conversaciones lo sugieren, y el detalle que rubrica por completo la idea pasa
desapercibido por su nivel de sutileza: después de una charla dentro del auto de Dennis
-declaración de amor con escena de celos incluída-, Arnie se queda en su casa para cenar con su
familia. Mientras se aleja con el auto, Dennis enciende la radio y se escucha este fragmento de la
popular canción F ugitive: “As I walk along I wonder, what went wrong with our love,
a love that was so strong?” (Mientras me alejo pienso ¿qué pasó con nuestro amor? un amor que
era tan fuerte). Esta es la única parte de la canción que ocupa lugar en la escena, y el gesto en la
cara de Dennis es de una dolorosa decepción.
Todo lo que no puede desbloquearse de forma sana termina estallando de la peor manera.
Christine se convierte en la extensión fálica que le permite a Arnie penetrar los cuerpos de los
chicos malos que abusaban de él en el colegio, los mismos que también abusan de ella en la
escena más dolorosa de toda la película, porque habiendo aceptado que el auto es el
desplazamiento de la mujer terminamos asistiendo a una violación grupal salvaje e inhumana.
Esta escena es la que encarrila la película hacia el género de violación y venganza.
Que Christine se reconstruya sola frente a la mirada de Arnie deja claro que él necesita más de
ella que ella de él; cansada tras tantos años de abuso sale a vengar su violación corrigiendo, por
rebote, los daños causados a su/el chico. En realidad, el auto nunca actúa por celos; en la escena
en que ataca a Leigh su reacción no ocurre mientras el chico y su novia están en plena calentura
(sin ir más lejos, dos planos detalles de la radio en silencio dejan entrever cierto v ouyerismo por
parte de la máquina) si no cuando la chica empieza a agredirla físicamente tras intentar obligar
a Arnie a elegir entre una y otra. Lo que Christine defiende de buenas a primeras es su orgullo e
integridad.
Atavismo del crepúsculo: The VVitch, Robert Eggers
“Pero él mismo era el horror principal de esta escena y no se amilanaba con los demás
horrores.”
Fragmento de E
l joven Goodman Brown (Nathaniel Hawthorne)
La bruja (The VVitch, 2015, Robert Eggers) r epresentó para la cartelera de cine de terror
contemporánea una sorpresa similar a la que fue Te sigue ( It Follows, 2014, David R. Mitchell)
anteriormente. A priori parecieran no tener nada en común -y cierto es que sus historias y
subgéneros no se corresponden-, pero vale señalar algunas similitudes que, por más que no
sean lo suficientemente profundas como para dedicarles demasiadas líneas o un análisis
comparativo completo, sirven como puntapié inicial para comenzar a desentrañar sus sentidos.
Las relaciones entre ambas películas surgen de las formas sobre las que una y otra se
construyen, escapando a la mecánica habitual del género que, especialmente hoy, prioriza la
experiencia sensorial inmediata (cada vez menos eficiente) relegando la construcción de climas,
espacios y personajes complejos y contrariados.
Las de esta clase, son películas que dejan en el espectador algo más que una o dos escenas para
recordar, en todo caso inoculan la opresión, el delirio y la paranoia que rodean a sus
protagonistas apelando a tiempos contemplativos, una música que desnuda la ominosa latencia
del relato y, puntualmente en el caso de L a bruja, a una fotografía con notable influencia de las
1
luces y sombras de artistas plásticos como Caravaggio, Goya y Millet , además de una puesta
cinematográfica que evoca a las de autores fuera del género (aunque íntimamente ligados a él)
como Ingmar Bergman y Andrei Tarkovski (este último con menos evidencia). Como sucedió
con T
e sigue, la película de Robert Eggers puede parecerle un embole a más de un espectador
que busque sobresaltos, chorradas de sangre y guiños dirigidos a la audiencia fanática del
género que no puede o no quiere ver más allá de los límites del mismo.
Más que una película de terror, L a bruja es un drama familiar sumergido en la represiva
doctrina puritana de la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Desde el comienzo se impone como
crucial el espacio del fuera de campo que excede al espacio concreto de la ficción. Ese fuera de
campo también designa las fuerzas que comandan el mundo y que suscitan profundas
angustias existenciales; en otras palabras, el fuera de campo son Dios y el Diablo. Pero la
fricción entre estas fuerzas, digámosles ahora “el bien y el mal”, se encuentra enraizada en los
malestares y las tensiones intrafamiliares que ocupan el lugar visible del campo o de la pantalla.
Lo que queda expuesto es el punto de confluencia entre estas dos oposiciones y que es donde
reposa todo lo que se reprime, ahoga o entierra.
1
Dos planos de la película imitan al menos dos cuadros de los mencionados artistas: El Ángelus,
de Millet, y Vuelo de las brujas, de Goya. De Caravaggio pareciera sólo tomar el uso de la luz y
el color.
Desde el fuera de campo ingresa la voz del padre y en el fuera de campo desaparece el hijo.
Hacia un fuera de campo infinito y poderoso hablan los hermanos mayores que sobreviven. Un
plano remite directamente al cuadro El Ángelus de Millet e xplicitando el sentido subyacente
de la obra que dio pie al ensayo E l mito trágico de “El Ángelus” de Millet, escrito por Salvador
Dalí. Esta sola referencia es suficiente para reforzar la potencia intuitiva o de aquello que no
se ve pero puede ser percibido, y que define el estado paranoico constitutivo del creyente, ya
sea que hablemos de un adepto a cualquier doctrina religiosa o del espectador de cine a secas.
Muchos de los tópicos y las obsesiones que atraviesan el ensayo de Dalí se inscriben en la
película: la inherente violencia sexual del ser humano, el pánico a su concreción, la mujer como
mantis religiosa, la lúgubre densidad de la luz crepuscular y, por supuesto, la muerte del hijo.
Como señalé más arriba, desde el inicio mismo, y casi a modo de golpe, lo que toma
protagonismo es el fuera de campo. El primer plano de una chica (que luego será la
protagonista) abre la película. La vemos observando atenta, y con un gesto que mixtura
admiración y miedo, hacia el espacio detrás de cámara desde el que oímos una voz masculina
grave y profunda, que es luego interrumpida por otras más suaves y lejanas que le reclaman
silencio. La primera imagen que tenemos de esa voz es su nuca e inspira algo bestial. Esa voz, lo
sabremos después, es la del padre (Ralph Ineson), y está siendo cuestionada y juzgada. Esta
forma de manipular la percepción de lo visto y escuchado –lo que podemos reconocer en
superficie pero cuyos detalles se nos son gradualmente completados- evoca la estructura
2
narrativa del cuento E l joven Goodman Brown , de Nathaniel Hawthorne. Probablemente,
2
Un breve fragmento del cuento sirve para ejemplificar esta idea:
“…Así, con la cabeza vuelta, dobló un recodo del camino. Cuando volvió a mirar de frente
avistó la silueta de un hombre trajeado de modo sobrio y digno, que esperaba sentado al pie de
un árbol añoso y que se levantó cuando él estuvo cerca para seguirle el paso hombro a hombro.
sugestionados por la temática, el título y el género de la película, adjudiquemos a esa presencia
un carácter siniestro antes de reconocerlo como padre.
En el proceso de esta brevísima presentación, que parte de planos cerrados que no sitúan al
espectador en un contexto inteligible, nos iremos enterando que somos miembros de una
familia que está siendo expulsada de una plantación perteneciente a una de las tantas
congregaciones puritanas que emigraron desde Europa hacia el norte de los Estados Unidos a
mediados del 1600. En términos de identificación, la película se encarga de relacionarnos
directamente con los hijos adolescentes, no así con los más pequeños, Mercy y Jonas, que por su
inherente pureza están en profundo contacto también con lo más oscuro de la naturaleza
humana, sin haber adquirido aun el sentido de pecado que condena a sus mayores. De hecho,
son los primeros en manifestar haberse comunicado con el Diablo a través de Black Phillips,
macho cabrío propiedad de la familia. Este exilio forzado, en el momento mismo de la
identificación, y sin motivos demasiados claros, contagia en el espectador el sentimiento
confuso y angustiante de los hijos mayores, Thomasin (Anya Taylor-Joy) y Caleb
(Harvey Scrimshaw) que comienzan no sólo a cuestionarse la autoridad de sus padres sino
-Llegas tarde Goodman Brown –le dijo-. El reloj de la Iglesia de Old South daba la hora cuando
pasé por Boston y eso fue hace quince minutos cumplidos…”
Nótese que el narrador no nos indica quién es ni qué relación tiene con el protagonista esa
figura que aparece y que, en principio, es descripta como amenazante.
también a ser conscientes de sus cuerpos en el marco extremadamente represivo de la educación
cristiana.
3
La película empieza con Thomasin observando al padre, con su mirada en leve contrapicado,
iluminada, vestida con ropaje de época. Sobre el final se repetirá el mismo plano pero estará
mirando hacia abajo, desnuda, con el pelo suelto y su cara iluminada por el rojo del fuego.
en uno y otro hijo. Siendo Caleb el hijo mayor –además de ser el primero en cuestionar la
palabra del padre-, no podrá soportar las consecuencias de adentrarse en el bosque y descubrir
su propia naturaleza. Su hermana, en cambio, temeraria desde el comienzo y con una fe
inquebrantable, será la que sin buscarlo despierte a su esencia y alcance la liviandad absoluta
del ser.
Sangre negra: Una chica camina a casa sola de noche, Ana Lily Amirpour
El título plantea una situación muy específica: una mujer joven camina sola por la calle y de
noche. Esta imagen es más que la simple descripción de un acto, define una osadía que, por
ende, visibiliza un peligro. El afiche presenta la figura de una mujer vistiendo
un chador (prenda femenina iraní que cubre el cuerpo entero, menos la cara, y queda abierta
por delante) pero el contexto geográfico, implícito en el vestuario, aunque parezca un agravante
no es lo que determina su carácter de alerta: una mujer caminando sola de noche genera
inquietud en Irán, acá en Argentina y en la China.
Claro que partimos de una mirada atravesada por el orden paternalista dominante que incluso
llega a manchar hasta a los más progresistas, como fue el caso de Liniers y su, a mi parecer,
fallida gráfica para la campaña Ni una menos que enseñaba a una nena con el puño en alto, los
ojos cerrados y llevando un oso de peluche en su otra mano. Vale decir, una imagen infantil,
frágil y vulnerable en lugar de la de una mujer aguerrida, con la frente en alto, los ojos y la
garganta abiertos de pura furia y libertad. Sin que la mujer del afiche de Una chica camina a
casa sola de noche (A Girl Walks Home Alone at Night, 2014, Ana Lily Amirpour) transmita
esta idea tampoco, la boca roja que asoma debajo de los ojos blancos dan cuenta de una actitud,
al menos, agresiva. La pesadilla de la castración que comanda al machismo no sobrevuela en la
película, más bien se inscribe a trazo grueso con absoluta deliberación en al menos dos escenas:
aquella en la que la protagonista cercena con sus dientes el dedo de su primer víctima, y cuando
amenaza a un niño de la calle con arrancarle los ojos si se porta mal, eco de E l hombre de
arena de E. T. A. Hoffman.
La protagonista (Sheila Vand), una chica vampiro sin nombre que camina, sí, pero también anda
en skate con su chador abierto al viento, como si se tratara de una larga capa medieval o de las
alas de un murciélago a punto de volar, no lleva ese vestuario para adecuarse a la sharía (la
estricta ley islámica que rige en su país y que no se explica en la diégesis de la ficción) sino
como un atuendo que reviste su espíritu noctámbulo, solitario y taciturno (sin ir más lejos, es la
única de todas las mujeres que aparecen en la película que lleva dicha prenda).
Para que la subversión de los valores sociales que someten a las mujeres sea posible es necesario
hacer lo mismo con aquellos que se imponen sobre los hombres. Así como la protagonista vaga
sola por las noches tras víctimas únicamente masculinas con el fin de alimentarse, su
contrapunto (pronto partenaire, más tarde enamorado y finalmente ¿presa?)
es Arash (Arash Marandi), un joven que aparenta la misma edad y que se presenta como un
chico rebelde que ha trabajado duro para conseguir lo único que tiene: un auto de colección.
Pero la apariencia de James Dean le dura menos que el corte de montaje e inmediatamente
queda preso de un padre adicto a la heroína cuya deuda con un d ealer es saldada a la fuerza con
el auto de Arash.
Ahora bien, ¿qué imagen nos muestra Amirpour entre la presentación del b ad boy y el triste
desenlace con su auto? Al padre inyectándose mientras la televisión de fondo transmite un
programa de contenido machista recalcitrante. El conductor se dirige a la audiencia femenina de
esta manera:
-“Queridas señoras con familias, cuidan de sus casas, cuidan de sus hijos, de sus maridos. Y sus
maridos traen el dinero a casa. Felicidades. Pero prepárense. Un día, todo cambia. Tu marido
encuentra una nueva esposa, una mujer diferente, una mujer joven. O quizás tu marido tiene un
infarto y muere. Esas cosas pasan”.
Lo que el montaje paralelo explicita es el posible resultado de aquello que el discurso televisivo
omite: qué es del hombre si la mujer se va o muere.
Quien se ve obligado a ocupar el lugar de “esposa y madre” en ese hogar es Arash. Tampoco
debería sorprendernos la “pasividad” que le es adjudicada si ya percatamos que se nos presentó
robándose un gato y haciéndose el macho con un nene chiquito. Su virilidad es tan impostada
como impuesta. La fuerza que le es naturalmente otorgada a la protagonista (la mujer),
para Arash (el hombre) requiere de un proceso externo de preparación.
En el cruce entre estos personajes se esboza el encuentro entre dos tradiciones: la del gótico
femenino y la de los relatos de crecimiento o aprendizaje. Pero entre ambos -hombre y mujer-
podemos ubicar a la travesti que con apenas dos apariciones altera los sentidos de la narración y
diluye las oposiciones que los dividen, encarnando una forma de libertad: la del cuerpo que no
se define en la genitalidad y que, por esto mismo, no puede ser encasillado en ningún rol.
Sobre apariencias engañosas va la película y no me refiero sólo a las de los actores del relato y lo
que atañe a la puja de poder. La preponderancia de lo visual evita que la película se convierta
en testimonio realista de una coyuntura social específica para, desde la universalidad que
habilita el género, dar lugar a una experiencia estética que se despliega sobre mitos e
inquietudes reconocibles o comunes a toda cultura, y donde se cuelan detalles atendibles a la
hora de señalar cuestiones que sí tienen que ver con ella. Entre los varios planos que acompañan
los títulos, y que se repiten luego, la cámara se detiene sobre unos pozos de petróleo que,
unidos a la temática principal de la película, manifiestan el avance del vampirismo petrolero
europeo sobre Irán, el país con la tercera reserva más grande del mundo.
De los pozos petroleros a la aguja con heroína inyectándose en el pie del padre; el
funcionamiento abusivo del mercado que consume a sus consumidores. La sangre entrando en
la jeringa, por efecto de la fotografía, se ve negra, como el petróleo. Los cuerpos se usan, se
descartan y acumulan mientras el dinero circula incesante.
Una operación similar puede verse en la escena en que Arash se encuentra en una especie de
fiesta rave c on la chica que desea, inaccesible por escala social y por ser la hija de sus patrones.
Desde la subjetiva del chico, bajo los efectos de alguna droga de diseño, vemos entre las caras
que lo rodean a una persona llevando la máscara de Reagan, reviviendo así la perversa relación
carnal entre los Estados Unidos e Irán a mediados de la década del 80 que originó el Irangate.
Vampirismo con poca sangre, historia de amor sin besos, w estern sin duelo final, la película
de Amirpour se patenta como la reverberación posmo-melancólica de todas sus influencias. Los
géneros clásicos que se entretejen en la película (el de vampiros, el spaghetti western y
el c oming-of-age), sus épicas y sus mitos, sirven como excusa para dar cuenta de problemáticas
sociopolíticas actuales y concretas al mismo tiempo que -y tal vez paradójicamente- parecieran
funcionar como refugio de un presente amoral que se escuda tras discursos religiosos y morales
para garantizar el funcionamiento siniestro de un sistema superior que nada tiene que ver con
lo sagrado.
Cap. 3: El capítulo azul
1. El príncipe azul: P
unch Drunk Love, Paul Thomas Anderson
2. El azul más negro: The Master, P
TA
3. De Rocco a El hilo fantasma
El príncipe azul: Embriagado de amor, Paul Thomas Anderson
Barry (Adam Sandler) se nos presenta sentado tras un escritorio, en el rincón de una oficina
desértica, mientras habla por teléfono con un agente de ventas al que le pide explicaciones sobre
una confusa promoción de viajes. Barry quiere escapar del mundo, de él mismo, de sus
hermanas y de su extrema soledad. Su traje azul profundo, del que no podrá escapar a lo largo
de toda la película, se fusiona con las paredes que lo contienen. En realidad, éstas son mitad
azules, mitad blancas, dos colores que resultarán significativos para señalar el estado emocional
del personaje.
Blue se denomina al color en inglés y en este idioma la palabra encierra, entre sus varias
acepciones, el sentido de la tristeza o la depresión, color predilecto de Paul Thomas Anderson
para sumergir, mediante el vestuario, y otros elementos del decorado y la iluminación, a sus
protagonistas, por lo general excéntricos y trastornados. La otra mitad blanca, color que
simboliza la pureza y la luz, anticipa la llegada de la mujer que lo ayudará a superar sus
frustraciones y angustias, como también lo preludia la aparición de una pianola que le servirá
como refugio en más de una ocasión. Lena (Emily Watson) llega a su vida de manera
igualmente imprevista y vestida completamente de rojo. El contraste entre ambos no es sólo de
orden cromático; frente al cuasi infantil retraimiento de Barry, Lena se presenta como una mujer
decidida y apasionada que, a su manera, también busca escapar de su soledad.
Que Barry oponga cierta resistencia a su llegada es comprensible: el mundo se presenta como
un espacio hostil que sólo alimenta sus arranques de furia, descargas de los constantes
escarmientos que enfrenta casi a diario. Todo estímulo externo ingresa en pantalla de forma
violenta: la luz, el sonido, los demás personajes que rodean al protagonista, los llamados
telefónicos que interrumpen constantemente su cotidianidad. Sus siete hermanas son
agobiantes, controladoras y manipuladoras, y en ellas se cristalizan las exigencias sociales que le
imponen a Barry un comportamiento que no puede asumir. Jamás podría ocupar el lugar de
“padre de familia” que representan sus cuñados, hombres en apariencia activos aunque
también dominados por el cúmulo de voces chillonas y demandantes. No podría ocuparlo
porque, según se infiere por las anécdotas familiares que se relatan, nunca le permitieron
desarrollarse sanamente.
La aparente incoherencia de las actitudes y reacciones del protagonista ponen en evidencia el
absurdo de una cultura dominada y manipulada por el consumo. Podríamos decir que lo que se
traduce como locura no es más que la representación gráfica de una extrema lucidez.
Será justamente el vínculo con Lena lo que le permita a Barry acabar con el sometimiento de ese
afuera adverso que amenaza siempre, y abandonar el rol de víctima que le fue impuesto por no
responder a determinados patrones. El viaje a Hawaii indica, entonces, un proceso de transición
o maduración emocional de este individuo profundamente desconectado de sí mismo; nunca
sabrá explicar el porqué del traje que utiliza y ante más de un interrogante su respuesta será “no
sé”. Los movimientos de cámara y el ritmo de montaje presentarán un crescendo d esenfrenado
que nos abre al estado de enamoramiento (la embriaguez de la que hace referencia el título) en
el que Barry cae. En su deseo por llegar a Lena lo veremos por primera vez enfrentarse a una de
sus hermanas por teléfono y, una vez de vuelta en casa, se defenderá de la banda de
extorsionadores, liderada por Dean Trumbell (Philip Seymour Hoffman), que lo toman de
punto luego de engatusarlo mediante una hot line a la que llama antes de conocer a su chica.
Embriagado de amor (Punch Drunk Love, 2002) además cuenta con una de las mejores escenas
de amor jamás filmadas. En la luminosa habitación de hotel en Hawaii, Lena y Barry se
confiesan, entre besos, el deseo que subyace en toda relación amorosa: la de la destrucción o
desintegración propia y ajena, el afán caníbal por poseer al otro en extremo.
Si al comienzo hablé del contraste cromático dado por el rojo en ella y el azul en él, vale aclarar
que desde el principio se encuentran predestinados por la dirección de arte: él viste una corbata
roja y ella tiene unos hermosos ojos azules de mirada melancólica. Una vez reunidos, las
desigualdades de carácter entre ellos se verán neutralizadas por la profusión del color blanco.
Cuando se encuentran en el viaje, Lena ya aparece vestida de este color y sellan la colisión
amorosa con un beso a contraluz, dibujando con sus siluetas un corazón, mientras la
canción He needs me, interpretada por Shelley Duvall para la película Popeye (Popeye, 1980,
Robert Altman), inunda la escena. Luego del primer encuentro amoroso, Barry aparece por
primera vez sin su permanente traje azul, con una bata blanca y en una actitud serena,
recostado en la cama mientras mira embelesado cómo Lena conversa por teléfono con una de
sus hermanas.
Anderson se vale de todos los tópicos de la comedia romántica clásica, evidenciando los
recursos formales mediante la exageración, sin subvertir el sentido positivo del amor pero
aventurándose a confirmar que detrás de todo romance hay dos desesperados, dos enfermos
que buscan sanar.
Las intrincadas relaciones paterno-filiales son una constante en el cine de Paul Thomas
Anderson. Los personajes de sus películas son hijos huérfanos de un sentido al que intentan
arribar de forma desesperada, sin plena conciencia de ello. Esa búsqueda se manifiesta a través
del contraste entre composiciones actorales exuberantes, caóticas e impulsivas dentro de una
puesta en escena controlada a la que se le puede incluso achacar una frialdad kubrickiana.
Enmarcada por la segunda posguerra mundial, la película sigue el derrotero de este marine,
similar al de cualquiera de sus compañeros, presentados mediante una serie de primeros planos
que exponen las consecuencias psicológicas de la experiencia bélica mientras la voz de un
superior fuera del campo visual intenta venderles un discurso engañoso sobre las propiedades
curativas de una juventud claramente corrompida. La escena está inspirada en unas cuantas
de L
et There be Light ( 1946, John Huston), desolador documental censurado por el ejército
estadounidense que mostraba los diversos traumas de un grupo de soldados a través de
sesiones de terapia registradas en cámara.
En los años que corresponden al presente de la ficción, el cine negro estaba en su apogeo dentro
de Hollywood, funcionando como espejo sintomático de las marcas que la guerra imprimió en
la sociedad. Anderson retoma ese espíritu no sólo desde aspectos estilísticos, con luces y
sombras perfectamente delimitadas o planos en los que apenas pueden discernirse las figuras
humanas, sino también en el tono nunca del todo realista ni del todo onírico, articulado sobre
un aire malsano e hipnótico de carácter existencialista, reflejo del desesperante estado anímico y
psicológico de sus protagonistas.
Freddie pasa de las convulsionadas aguas bélicas y los acorazados a la calma de la navegación a
bordo de un yate de placer en el que encuentra al “maestro” Lancaster Dodd (Philip Seymour
Hoffman), figura paterna en la que ve, tal vez, una chance de salvación o redención. Pero lo que
va descubriendo con el transcurso de la película y su relación con este hombre es otro discurso
falaz, aunque con matices más afectuosos, que promete una libertad circunscrita al marco de la
religión -denominada “La Causa”, inspirada en la Cienciología- creada por el líder, y atada a
sus arbitrariedades más humanas. Pero la represión de la condición animal del ser humano que
propone este nuevo dogma le resultará tan coercitiva como cualquier otra. Los movimientos
corporales de Phoenix oscilan entre lo simiesco y lo senil, y su personaje es uno de pulsiones
básicas desmedidas, sobre todo sexuales.
La característica indómita de Freddie lo condena a perder a la mujer que ama para luego
convertirse en el objeto de diversión de Elizabeth Dodd (Ambyr Childers), hija mayor del
matrimonio, perfecta aprendiz de su madre que elige un esposo adecuado para satisfacer su
ímpetu despótico. Clark (Rami Malek) es un hombre dócil de diáfanos gestos “ amanerados”. Su
temperamento lo distingue de la disciplinada impotencia de Lancaster para revertir la
situación. C
lark sabe que estar junto a Elizabeth le asegurará en el futuro un lugar
preponderante en esa jerarquía comunitaria que no podría alcanzar de otra manera, dados los
prejuicios y convenciones de la época. Cuando Elizabeth expresa fingida molestia por el interés
de Freddie durante una cena familiar que gira alrededor de las peculiaridades de aquel, en la
cara de Clark se dibuja una sonrisa sutil y mordaz que pone en evidencia la lucidez acerca del
lugar que ocupa. En una escena previa, cuando es testigo de la masturbación pública de Freddie
a manos de su esposa, reacciona de la misma manera. N inguno de ellos es el verdadero amo de
la causa que encaminan, funcionales como son a las exigencias de un patriarcado categórico e
irrefutable, aunque verdaderamente débil y absurdo, que bien podría simbolizar la supremacía
política de los Estados Unidos.
TEXTO SOBRE ROCCO (6 PAGS APROX)
Cap. 4: Mate amargo
1. Luisa: A
morina, H ugo Del Carril
2. Algunas observaciones sobre El negro que tenía el alma blanca, H ugo Del Carril
3. Me cortaron las piernas: H ijos nuestros, Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez
4. Juana la loca: J uana a los 12, Martín Shanly
5. Arenas movedizas: Planetario, Baltazar Tokman
6. Como una canción de amor: I AM Mad: ensayo sobre la locura, Baltazar Tokman
Cuando se proyectó la película en el marco de la presentación del libro H LC: Pampa Bárbara,
dentro del ciclo Filmoteca en vivo, Marcos Vieytes destacó lo incapacitado que se encontraba el
espectador para identificarse con cualquiera de los personajes de esta película, y en cierta forma
tiene razón, todos y cada uno de ellos esconden miserias que además son propias de una
recalcitrante aristocracia argentina que prefiere celebrar los cumpleaños i n english. Por eso
mismo, ante esta tajante y desoladora afirmación sentí la necesidad de destacar a Luisa, el único
personaje verdaderamente transparente y cercano a una realidad social que se mueve muy por
el fuera de campo. La presencia de este personaje alcanza y sobra para dejar en evidencia los
abusos de un sector sobre el otro.
En una primera vista hubo dos escenas que me resultaron de una violencia simbólica muy
fuerte, y que pasan, insisto, desapercibidas. En ambas es la pobre y afligida Amorina la que
descalifica y/o ningunea a Luisa. La primera ocurre en el salón del hogar mientras la familia se
encuentra reunida tras el intento de suicidio de Amorina, como si nada hubiera sucedido. Luisa
entra en el cuadro trayendo unas bebidas y Amorina, con el mismo tono amoroso que utiliza ‘La
chiqui’, le dice: “desde que no te tengo al trote te has puesto rechoncha vos, ¿eh?“. En la
siguiente escena, Luisa va a llevarle una postal de la hija que se encuentra en su luna de miel
y Amorina, pese a la alegría que Luisa demuestra, sin dirigirle la mirada sólo le ordena llevarse
la bandeja de comida y llamar a su hermana para compartir la noticia. Una hermana que es
sobre todo una mujer resentida ante una sociedad que la juzga por ‘solterona’ (y
lo encomillo dado que por ciertos gestos y hábitos queda claro que es juzgada por su elección
sexual seguramente reprimida).
Pero sobre todo quiero destacar esta última escena por lo que señala su composición. Antes de
entregarle la postal a Amorina, en un plano general vemos a Luisa abriendo la puerta para
recibir la correspondencia. Luego avanza lentamente hacia la cámara mientras revisa los sobres
y se detiene ante uno que dibuja en su cara una enorme alegría. No hay nadie alrededor, su
alegría es genuina, no conforma una p erformance para los demás. Significativo en un contexto
donde todos simulan sus sentimientos y buscan escapar. Todos víctimas y victimarios. Porque
no es amor tampoco lo que encierra Amorina, o al menos no uno que pueda extenderse a
alguien más que no sea ella misma.
Lo que encarna Amorina a la perfección es el chantaje emocional. El primer gesto que
conocemos de ella, el de colmar a su familia de regalos siendo su cumpleaños, perfila en el
personaje una tendencia a la manipulación. Está todo el tiempo poniendo a los demás en una
situación de deuda moral. Su gran montaje final, excusado en la locura, abarrotando su casa de
muñecas y flores, en definitiva no es más que el desplazamiento de lo que ya hacía con quienes
tenía cerca. Los demás sólo estaban para completar el cuadro del s tatus social que ilusionaba,
porque si algo caracteriza a Amorina es su dependencia, incapaz de sostenerse a sí misma como
sí lo puede su hermana, que resentida y todo cuenta con un trabajo propio y ningún lazo
emocional que la amarre ni decepcione. Amorina necesita, aunque lo niegue, de la compasión
de su marido para no quedar en la ruina, porque sabe que no hay amor posible, y para ello,
como buena bruja melodramática, termina por subyugarlo bajo una tormenta de culpas.
Luisa se pierde entre las sombras del caserón, como buen personaje de relleno, llevándose el
único abrazo sincero que Amorina podría haber recibido jamás.
Algunas observaciones sobre El negro que tenía el alma blanca, de Hugo del Carril
La escisión que plantea el título es, en principio, la del cuerpo y el alma. Pero lo que se está
obviando en la escritura es, valga la redundancia, el cuerpo. El blanco, como valor
incuestionable de pureza y bondad, queda explícitamente asignado al alma. El negro refiere a
la piel pero no se menciona. No se establece su origen, aunque lo sabemos: se trata de un
hombre. La presencia del alma nos lo hace saber. Al eludir el cuerpo también se elude el
“hombre” ya no sólo como sustantivo sino también como individuo, como persona, si leemos
entre líneas. “El negro” no puede ser otra cosa más que un signo naturalmente negativo, algo
sucio que debe ser limpiado, adecentado y purificado. Es la bestialidad.
Este punto de partida segregacionista va a ser motivo central del relato pero de ninguna manera
responde al punto de vista de su director, también actor principal de la película y siempre
vinculado a los movimientos populares, artísticos y políticos. Hugo del Carril tiñe su piel de
negro para darle cuerpo al protagonista, Peter Wald, que es quien irá desnudando la oscuridad
que se esconde tras el discurso de la blancura como virtud. Así la película empieza a cuestionar
lo sugerido por el título en lugar de afirmarlo.
El guión es de Eduardo Borrás, periodista y dramatugo español, exiliado en nuestro país tras
una fuerte militancia anarquista en España donde, además, fue reportero gráfico durante la
Guerra Civil. Como guionista trabajó principalmente con Del Carril y Tinayre. En sus
melodramas sociales, sobre todo en los que escribiera para el primero, los mecanismos de
identificación establecidos por la representación clásica de los géneros parecen estar a su
disposición para atrapar al espectador en una red bastante confusa que exige más de una
mirada o que puede dejarlo encerrado en su ordinaria contradicción. Borrás es clave para
comprender la potencia ideológica, latente o explícita, del cine de Del Carril, en el que guión y
puesta en escena se despliegan sobre una fuerte simbología psicoanalítica que se entrama con lo
político concreto, y en este encuentro, choque o puja entre lo individual y lo social, emergen las
ambigüedades de sus estereotípicos personajes.
Mientras escribo esto pienso en Alfred Hitchcock y puntualmente en una de sus mejores
películas, L
a sombra de una duda (The Shadow of a Doubt, 1943). Con sólo los primeros tres
planos que abren la película, y mediante el fundido encadenado, al ideal aristocrático europeo
le sigue la periferia de New York con toda su miseria, y un par de linyeras se transforman en los
restos de un auto abandonado. La presentación del psicópata tío Charlie, un asesino de viudas
millonarias a quien la Ley le pisa los talones, se encuadra entre estas primeras imágenes, como
así también la de la familia de su hermana, establecida en la radiante California. Allí, su sobrina,
llamada Charlie en su honor, manifiesta el tedio de la vida pequeño burguesa.
Pequeños detalles alteran el aparente maniqueísmo de esta presentación espejada, donde estaría
claro que Charlie tío encarna la oscuridad y Charlie sobrina la luz. Pero el más significante y, tal
vez, menos evidente, es el libro que la hermanita menor de Charlie sobrina se encuentra
leyendo en el momento en que se anuncia la llegada del tío Charlie: Ivanhoe, de Walter Scott,
novela que cuenta con Robin Hood entre sus varios personajes. Sólo por esta mínima referencia,
el tío Charlie puede ser leído como la actualización n oir estadounidense del mítico
héroe/forajido de la tradición inglesa, cuyo fin es la redistribución de la riqueza y el fin de la
acumulación del capital. Charlie tío encarna el Estado de Bienestar.
El dramaturgo estadounidense Thornton Wilder partició de la escritura del guión y
mencionarlo resulta tan fundamental como haberlo hecho con Borrás en su relación con Del
Carril. Aunque su vida no se vio atravesada por la militancia política y la persecución, su obra
como escritor de teatro se afianza en la denuncia social durante la depresión económica de la
década del treinta.
En este espejo Charlie/Charlie, en el que bien y mal son anverso y reverso de un mismo cuerpo
sistémico, surge también la división refractaria entre fantasía y acto, entre sublimación y
concreción. Mientras Charlie sobrina sueña con una vida al límite, aventurada (donde también
se cuela el deseo incestuoso) el tío la vive, y con mucho pesar. La irrupción de Charlie tío en su
casa es la posibilidad de atravesar esa línea, es una irrupción siniestra en tanto llama, despierta,
excita lo reprimido y lo concreta. La sombra a la que alude el título surge de la duda que la
acompaña, y quien duda es la sobrina. El tío traerá el saber, la luz que la despierte y le pinche el
globo.
Fantasía y realidad, materia y sueño, cuerpo y espíritu, quedan escindidos por la represión y
regidos por el status social que da el capital en E l negro que tenía el alma blanca.
Emma Cortadel (María Rosa Salgado) es una chica blanca que no tiene el alma negra sino
cohibida. Emma no es precisamente de buen pasar, su oficio de bailarina no le habilita más que
la vida bohemia junto a un padre que cumple las funciones de representante y de madre
ausente en el hogar. Éste le insiste que se acerque al exitoso Wald para trazar una relación y
conseguir el protagónico que tanto anhela, pero Emma rechaza con desmesura la piel negra
de Peter aunque íntimamente la desea.
Negro y blanco pueden convivir en paz en tanto valores separados (cuerpo/alma), pero la
película refiere todo el tiempo a la (im)posibilidad de unirlos en lo concreto (cuerpo/cuerpo).
Porque lo negro es también lo oculto, lo negado o rechazado. Lo negro es lo que no se quiere ver
y se pretende eliminar (como las listas negras de las que Borrás fue parte y Del Carril lo sería
pocos años más tarde).
Peter, como cuerpo, encarna lo social puro y duro. Su intrínseca libertad se ve coartada por
prejuicios ajenos que termina asimilando. En el primer número musical de la película, que es la
presentación del protagonista, por el encuadre queda aprisionado en el centro de una telaraña,
simbolizando su relación con lo femenino y con el espectáculo, del que también se siente un
oprimido. En el plano de la acción, la voz del cantante acompañada por tambores, interpela a
Dios: ¿Por qué Señor me hiciste a mí de este color? Su problema sigue delimitado por algo
concreto: la piel.
La división dada en los personajes (Peter como cuerpo, Emma como psique) no es determinante
porque el inconsciente de la bailarina refleja lo reprimido por el sistema cultural en que fue
criada (el catolicismo español), contrapuesto al de la partenaire original de Wald, una rubia
francesa que se mueve entre la gente con la misma desenvoltura que exhibe sobre el escenario.
Wald, en cambio, aun alcanzando la fama, siendo reconocido por la elite aristocrática, no deja de
sentirse un esclavo, un distinto que deposita su esperanza de pertenencia en la posibilidad de
poseer a una mujer blanca. No es, por lo tanto, una partición lo que el título establece sino la
necesidad de la fusión.
A la tensión del encuentro interracial cuerpo a cuerpo, se suma una primera mitad de película
que establece como historia de amor frustrada la relación del protagonista con Nonell (Antonio
Casal). Filmar de frente a este amor latente es descubrir aquello que se mueve entre las sombras
a las que está condenado. Sentados en el banco de una plaza, hablando de cuestiones que nada
tienen que ver con la pasión, Peter y Nonell son filmados desde la parte trasera del respaldo
-contra el plano medio frontal comúnmente utilizado para escenas similares- y en el que se ve
un corazón tallado que los une. Sobre ese corazón se fundirá la escena. Primer amor trunco por
un corazón dañado.
Si el amor de (y por) este hombre es el que lo ayuda a correrse de su condición de esclavo y
escalar socialmente como artista, el rechazo de la mujer blanca (que sea Emma es meramente
circunstancial) será lo que lo lleve a encarnizar la idea de ser un “inferior” hasta la muerte.
Muerte que lo encuentra apasionado y sin el beso redentor que le pueda aclarar el alma.
Me cortaron las piernas: Hijos nuestros, Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez
Hugo devora el pie de la prostituta mientras un chorro de cerveza desciende por el empeine
hasta sus dedos. No hay nada (y todo es) erotizante en esta imagen: Hugo engulle el pie, los
dedos y la cerveza con angustia. Con este gesto de desesperada antropofagia, Hugo pareciera
buscar apoderarse de aquello que le fue cortado, arrancado de cuajo en su mejor momento; el
pie goleador que años atrás hacía magia para el equipo de su corazón, San Lorenzo de Almagro,
ahora sólo va y viene del embrague al acelerador y del acelerador al freno de un taxi que no es
ni de lejos la Ferrari que desde el póster en la pared es testigo de la escena. Y ese pie,
incapacitado a raíz de la lesión que lo empujó al retiro, no sólo carga con el fracaso de una vida
de esfuerzo sino también con el peso de un cuerpo en el que caben dos. Hugo
(Carlos Portaluppi) no anda con un hombre menos, como le dice a Silvia (Ana Katz) para
excusarse por haberla plantado, más bien con un hombre de más; le sobra la sombra del que no
fue.
Del movimiento real y vital del cuerpo al movimiento ilusorio de la máquina que atrofia al
hombre; Hugo se está convirtiendo de a poco en esa planta muerta a la que su madre no le
habla. La aparición de Silvia en su vida no compromete una potencial relación amorosa, aunque
la historia pareciera tomar ese carril. Las mujeres para Hugo oscilan entre el objeto fetichista de
la botinera y el estrago materno, al que el personaje de Katz queda asimilado en una escena con
la que cualquier lacaniano se haría un festín: Silvia, luego de una perorata sobre la importancia
4
de la educación religiosa, se pone a coser un cocodrilo en la remera de su hijo, Julián .
Es este chico (Valentín Greco), un adolescente hincha de Vélez que aspira a convertirse en
jugador profesional, lo que reaviva la pasión y la libido del protagonista que cree ver en él la
posibilidad de enmendar sus fracasos. El cortejo es siempre hacia el pibe: en lugar de un
vestido, la camiseta, en lugar de unos zapatos de taco, los botines, en lugar del cine con Silvia, la
cena con ambos. Pero Julián pronto adopta la forma de un p athos en el que la cuestión futbolera
pasa a un segundo plano emergiendo con potencia el sentido cristiano de “la pasión”: condena,
dolor, muerte y resurrección.
4
“El papel de la madre es el deseo de la madre. Esto es capital. El deseo de la madre no es algo
que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es
estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a
picarle de repente, va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre.”. Jacques Lacan, El reverso
del psicoanálisis.
Hijos nuestros (2015) amaga con ser una comedia romántica pero se va densificando hasta
adoptar la forma de un melodrama sagrado como pocos se han filmado en nuestro país. Tiene la
potencia del mejor clasicismo porque parte de una premisa en apariencia sencilla que se va
colmando de sentido(s) mediante la construcción de una puesta en escena invisible (y punzante)
que apunta directo a los sentimientos más recónditos del espectador. Por eso no excluye al que
no guste y/o no sepa nada de fútbol. Gebauer y Suárez, sus directores, van muchísimo más lejos.
Todo aquello que refiera al universo futbolístico (rivalidades, gastadas, fanatismos, charlas de
bar, etc.) reviste otros problemas de fondo de dimensiones humanas y hasta políticas. El chiste y
la joda tienen un límite; cuando el humor asoma, la cercanía de los planos y la apesadumbrada
expresión en la cara de Hugo contrarían la risa.
La cara de Portaluppi, más doliente que neutra, es en cada escena el elemento que entra en
fricción con el espíritu que la colma: es la falta de gracia ante la anécdota de Guillermo Coppola
en la radio; es la angustia que contamina el erotismo de la primera escena descripta; el vacío
durante el festejo por los penales ganados; el dolor cuando cántico de cancha y canto religioso
se aúnan en plena misa; la ausencia durante la visita a su madre; la soledad cuando está con
Silvia.
Es Julián el único capaz de hacerlo sonreír o enfurecer. Son los pies de Julián el motor, la fuerza,
el empuje que lo inspira a salir de su letargo y encarar una misión (que involucra la conversión
del chico de fortinero a cuervo), pero devendrán prótesis inútiles para sus reveses, y Hugo,
doblemente abatido por su destino, enfrenta la verdad del cuerpo. De su cuerpo estigmatizado.
Juana la loca: Juana a los 12, Martín Shanly
Juana tiene doce años y un nombre con una gran personalidad, dada por al menos tres de las
mujeres más fuertes de la Historia que lo comparten: Juana de Arco, Juana la loca y Juana
Azurduy. Algo del espíritu de estas mujeres late en esta nena que asiste a un colegio privado
católico y bilingüe donde la desindividualización no se limita al uniforme. Juana de Arco tenía
apenas un año más que la protagonista cuando dijo haber escuchado voces de santos que
señalaban su camino; los celos apasionados condujeron a Juana I a la locura que le dio nombre
definitivo; Azurduy es el emblema femenino latinoamericano de la lucha contra la colonización
territorial y cultural. La Juana que nos ocupa no será quemada, ni enclaustrada, y
probablemente no muera en la miseria, pero el progreso no implica un avance sino una
alteración de las formas; la condena es científica, el encierro es institucional y la independencia,
una ilusión.
Pequeño monstruo, rebelde con causas de sobra, a Juana nada ni nadie puede subyugarla.
Aparentemente preocupadas por su falta de concentración y disciplina, las maestras y la
directora del colegio sugieren a su madre que le realice una serie de estudios psicológicos y
neurológicos. Pero Juana no está loca y su desobediencia trasciende la cuestión de la edad. En
esa etapa de crecimiento Juana reconoce que su identidad le está siendo cercenada, pero
conquistarla dependerá menos de su búsqueda, apasionada y algo virulenta, que de su
capacidad para aprender a disociarse y a pararse en el borde de las normas sin caer en la
sociopatía ni en el automatismo.
En este mundo serializado y mecanizado en el que los chicos son transformados en robots, los
adultos, más inconscientes cuanto más instruidos, buscan en la cabeza de Juana sus propias
incapacidades. Mientras, ella busca el mundo que le pertenece y que se expande más allá de las
paredes (literales y simbólicas) del loquero que la encierra junto a sus compañeros.
Juana se niega a hablar bien en inglés y se obsesiona con una compañerita nueva llegada de
Brasil, Luana, que queda pronto asimilada al paisaje chato y blondo que nuestra heroína ansía
corromper asqueada por el exceso de belleza, como le reprocha a su madre cuando la encuentra
decorando unos platos con flores y pajaritos. No sólo le critica la excesiva superficialidad de su
trabajo, sino también que haya calcado esos diseños de un modelo preexistente. Por este y otros
detalles J uana a los 12 ( 2014) no es una película de crecimiento, una coming-of-age,
una bildungsroman o
como prefieran llamarlo. Juana no aprende, cuestiona; Juana no crece, se
afirma.
Máscaras.
En el carácter de Juana pareciera esconderse el de Martín Shanly, que filma con una hermosura
sumamente amarga entregándose a lo siniestro antes que a una estética complaciente. Con
predominancia de planos cortos y colores como el azul y el marrón, J uana a los 12 s e manifiesta
opaca, profunda, y es engañosa en su dulzura. Hilando fino puede brotar el espíritu cínico del
relato; desde una mirada más epidérmica resultan evidentes los trazos del terror.
Antes que candidez, lo que encuentro en el personaje de Juana es una oscuridad bufonesca cuya
máscara natural es la sonrisa, o simplemente risa, por lo general inoportuna, que transfigura (y
vuelve mucho más interesante) la luminosidad de su cara. Sonrisa que deviene vampírica.
Es en esta escena cuando Juana empieza a establecer un lazo con Torcuato, compañero del
colegio y primo de Teresa, un nene sensible que estudia comedia musical, se come las uñas
hasta sangrar, colecciona figuritas de F rutillitas (excusándose en su hermanita menor) y asiste
al evento disfrazado de Robin. Ambos se refugian de la fiesta en la sala de cine del caserón. Esta
escena es también un pasaje; es la primera fiesta de disfraces a la que Juana asiste. Más adelante
llevará su mano abierta a la cara de su madre, como buscando arrancársela de cuajo, mientras se
encuentra anestesiada para otro innecesario estudio neurológico.
A esta imagen le seguirá una secuencia de sueño -probablemente filmada en 16mm- que es una
lección de cine en sí misma por la economía visual y sonora que potencia los sentidos
perturbados de lo que no se dice, de lo que no se habla, de “eso que falta”, como las figuritas
que le faltan a Juana al comienzo o los detalles en los dibujos de las fichas que le muestran las
psicólogas, y que no es otra cosa que la ausencia paterna. Los roles de poder visibles están todos
ocupados por mujeres, en su mayoría rígidas y saturadas; el padre aparece como imagen
perversa y sádica que encarna el orden patriarcal que todo lo organiza.
Mate amargo.
Como le pasó con su compañera brasileña, Juana se irá obsesionando luego con la pintura de la
artista plástica mexicana Frida Kahlo, El venado herido, que encuentra reproducida en una
postal cada vez que va a la casa de su maestra particular. La pintura de Kahlo es el equilibrio
perfecto entre belleza y horror, entre sensibilidad y rudeza que Juana anhela. Unas escenas
atrás, durante una clase de dibujo en el colegio, Juana es la única que realiza un autorretrato
mirándose al espejo al modo que lo hacía Frida. No se trata únicamente de hallar la propia
identidad y la libertad en la expresión artística, lo que anticipa es un desenlace para nada
idealista, más bien escéptico.
Esta maestra es el único personaje capaz de alcanzar una identificación con el espectador por
fuera de la edificada con la protagonista, e igualmente ambigua. La brusquedad en la forma de
hablar y de expresarse con el cuerpo, en contraposición al refinado b ritish d
e los docentes del
colegio, es el quiebre de las imposturas que Juana necesita y la puerta abierta a las raíces que le
son negadas por un estrato social que anhela una cultura que no le corresponde. El mate se
toma amargo y las cosas se dicen como son.
Pero Juana pacta tomarlo si se lo sirve con azúcar, más como signo de maduración que de
ternura infantil: hay que saber tranzar para lograr los objetivos. No hay nada dulce en esta
parábola. El segmento final es seco y terrible. Juana aprende a dominar las ideas que la atacan
para usufructuar los mecanismos sociales que la desbordan, pero sin responder de forma
inconsciente a sus estímulos sino con fría lucidez y cálculo. Ahora monstruo con poder, Juana
sale al mundo con sus dos mitades a seguir riéndose de todos con absoluta seriedad.
Arenas movedizas: Planetario, Baltazar Tokman
El montaje de los fragmentos seleccionados deja en evidencia una puesta en escena social
activada por los propios protagonistas, como la que aparece en las filmaciones de una nena
cantando en la iglesia frente a otros feligreses. Donde prevalece la palabra de los mayores –en
algunos casos del padre, en otros de la madre- faltará la de los hijos, al menos la
verdaderamente personal. Los chicos frente a las cámaras serán el reflejo de las aspiraciones que
sus padres depositan en ellos, obligándonos a pensar si acaso es posible desarrollarse como
individuo absoluto o si seremos siempre la prolongación de aquello que heredamos. Frustración
y tenacidad se conjugan tras los discursos adultos sobre lo que estos padres esperan de (y para)
sus descendientes, con una dulzura que puede resultar dolorosa. Lo que queda al desnudo es
cierto grado de egoísmo que se esconde tras la idea de tener un hijo. Que haya alguien que nos
sonría al volver a casa, que nos ame incondicionalmente, que continúe el apellido, que repare
nuestros errores, que realice nuestros sueños y más. Demasiado.
Planetario es una película atípica que reproduce momentos familiares íntimos, por momentos
entrañables, por momentos oscuros y plagados de melancolía, en una atmósfera extraña o
surrealista, como describe una de las madres al evento de traer un hijo al mundo. Los efectos
emocionales -y también físicos- de la maternidad y la paternidad son expuestos a través de las
entrevistas que los realizadores llevaron a cabo posteriormente con los protagonistas. Resulta
interesante que, aun tratándose de familias de distintos países (Estados Unidos, India,
Argentina, Rusia y Egipto), lejos quedan las oposiciones culturales, inscribiéndose todas en un
lenguaje común y universal que tiene que ver con las inseguridades y temores que acarrea la
crianza. Todas ellas buscarán, de alguna manera, un apoyo externo para llevar a cabo semejante
empresa, que en la mayoría de estos casos es la religión. Por eso es casi paradójico que el único
padre ateo, más preocupado por preparar a su hijo para el peor de los escenarios que para lo
mejor que pueda darle la vida, sea quien al comienzo le diga que hay un cielo que nos espera
tras la muerte. No sé si buscando evitarle la cruel respuesta de que, según su pensamiento, nada
hay del otro lado, o buscando evitársela a sí mismo ahora que tiene por quien desear lo
contrario.
Baltazar Tokman está loco. Lo dice Eduardo Rojas en un texto, se lo dijeron sus amigos y
colegas cuando les anunció que realizaría una película con filmaciones caseras de todas partes
del mundo, lo digo yo en este momento y lo afirma él a través de su cine. Tokman toma un
género como el documental y se aleja del interés público para abocarse a una creación
cinematográfica más autoral que gira en torno a sus miedos, sus obsesiones y, desde ya, sus
locuras. Lo sorprendente no es que lo haga, sino que uno como espectador no pueda ni quiera
eludir esas imágenes e historias que, aún sin entender por qué nos las está enseñando, nos
terminan atrapando e interpelando. El título de su nueva película no es más que una
declaración explícita de lo que ya había demostrado en Planetario ( 2011).
Una vez más la locura aparece como pieza ineludible de la estructura familiar y de nuevo el
registro casero como un hecho incómodo y oscuro, como si Tokman fuera un heredero directo
de aquellas tajantes declaraciones de Jorge Acha (otro loco tremendamente lúcido) en C
inéfilos
a la intemperie:
No es casualidad, partiendo de esta base y por más que nos pese, que uno de los subgéneros de
terror más exitosos sea el del f ound footage. Todo esto no es más que el sentido verdadero de lo
siniestro. Tokman toma esta tanática materia prima, la desnuda y la construye mediante un
montaje dialéctico y onírico que enreda y desenreda la mirada (y por ende el juicio) del
espectador.
M.A.D. es Miguel Ángel Danna. I am MAD (2013) e s el tatuaje que lleva en su
espalda, curioso sino que las iniciales de su nombre le dieron nacimiento. Podemos nombrar
muchos motivos por los cuales Miguel debería considerarse un loco, pero terminamos por
encontrarnos a nosotros mismos con nuestros delirios a través de su relato, miembros de una
humanidad destinada al claustro -institucional y/o emocional-, limitados por lazos que no
se sueltan, aunque anhelemos la libertad yendo de aquí para allá. No hay más que prisiones
para el ser humano, la libertad es pura ilusión.
La búsqueda de una doctrina espiritual resulta más que comprensible ante tamaña pérdida, y la
Escuela que Miguel eligió es tan demente como cualquier otra (su líder Mehir es hoy un
prófugo de la justicia acusado de abuso sexual), y basa su aleccionamiento en el ideal de un
hombre “guerrero, librepensador, samurai, filósofo“, según lo describe el protagonista y según
podemos ver a través de los videos institucionales de la Escuela que se presentan a lo largo de
toda la película. Estos insertos también revisten al relato de un sentido del humor extraño,
oscuro y ciertamente bizarro, que se prolonga en algunas secuencias creadas por Tokman, como
la que encuadra el relato sobre las prostitutas, o el deliberado inserto de Alejandro Fantino en el
que habla escandalizado acerca de la cosificación de las mujeres en la secta desde el
programa Animales sueltos.
Este anhelo por transformarse en un guerrero combativo resulta tan significativo como la
fructífera paternidad de ambos hombres (de Miguel y de su padre) con el correr de los años, no
sólo como formas de llenar un espacio y teñirlo todo de un sentido ante la arbitrariedad de la
tragedia, sino también como algo necesario para transformarse en el héroe que aniquile la
impotencia del propio ser y asegure la vida. Sin embargo, el camino del héroe es siempre el más
solitario e individual que existe. Miguel supo entenderlo con los años. La película entonces
describe mediante distintos registros fílmicos el derrotero físico y emocional de este individuo
hacia el gran monstruo, hacia el desmesurado vacío que debe derrotar para rescatar a su padre
y a él mismo de los restos que un pasado silenciado dejó en el camino, y para que Lucía pueda
volar como una canción de amor sobre los dos.
Cap. 5: (Des)madres
Sí, esto es cine catástrofe pero de orden emocional y humano. Es el retrato del
resquebrajamiento de una familia tipo y ejemplar, que luego de atravesar las peores
circunstancias vuelve a unirse sin poder evitar que se noten las fisuras. La película está basada
en la historia real de una familia española que sobrevivió al tsunami que asoló la Costa Este
Asiática en el 2004. Juan Antonio Bayona va bastante más lejos y se excusa en el desastre natural
para revelar otro: el del Edipo no resuelto de Lucas (Tom Holland).
María (Naomi Watts), su madre y única mujer de la familia, es una doctora que dejó de ejercer
cuando él nació, siendo el primero de tres hijos. La familia vive en Japón, donde trabaja Henry,
el padre de la familia, un lavadísimo Ewan McGregor que ni sombra de patriarca tiene y al que
la Naomi Watts guerrera, de mandíbula apretada y respiración agitada, deja chiquito.
Bayona le da a esta mujer un espacio preponderante. Su relevancia, plano por plano, es mayor
que la de la figura masculina. La cercanía de la cámara evidencia cambios gestuales
significativos en María. Uno en particular señala que la catástrofe está por llegar. Después de
comunicarle al marido sus intenciones de volver a ejercer la medicina e irse de Japón,
comentario que él recibe con indiferencia, la vemos ofuscada e insomne en su cama. Como en
los buenos melodramas el temperamento desata las tormentas y esta mujer, contenida en su
carácter aguerrido, no puede más que desencadenar una fatalidad. A la mañana siguiente una
ola de incalculables dimensiones arrasa con todo mientras la familia se encuentra disfrutando
de la pileta del hotel de lujo que los hospeda en Tailandia. Se dice que no podemos saber de qué
manera reaccionaríamos ante una situación extrema, y en ese instante de reacción inconsciente,
en que prima el ser instintivo, quedan expuestos los deseos de los protagonistas. Mientras se
aferra al libro que está leyendo, María le grita a Henry que agarre a sus hijos más pequeños, y
Lucas queda solo frente a su madre, separado de ella por la pileta. Antes del b lackout, un plano
subjetivo une dos miradas: la del hijo y la de la ola. Ambos, hijo y ola, chocan violentamente
contra una madre que no abre los brazos y se resguarda.
Ese libro/escudo es el elemento por el que conocemos a María, primer y único personaje que
aparece tras los títulos. Dentro del avión de línea en que se trasladan, una hoja se desprende de
un libro y cae en el pasillo. María la levanta y la devuelve a su lugar con una mueca molesta. Su
marido interrumpe la lectura por una discusión nada relevante. Un sacudón ocurre cuando se
hace referencia a los años de juventud aparentemente alocados de María, entre risas
desprovistas de gracia. Estos primeros indicios la constituyen como una mujer autárquica pero
atrapada e insatisfecha. La música melosa, las imágenes turísticas, y el exceso de blondos, no
reflejan la esencia latente del grupo familiar.
El apasionamiento refrenado también define a Lucas, que no quiere una madre sino una mujer
que sea (como) su madre. Dos sacudones más intensos que alteran el vuelo ocurren cuando
María y Lucas se sientan juntos durante el aterrizaje. La simbiosis entre ambos queda
establecida. L
o imposible (2012) no refiere únicamente al evento milagroso de una familia
entera que sobrevive a una catástrofe natural y logra reunirse. Lo imposible, entendido como
algo irrealizable, inasequible, y por lo tanto insoportable, es la relación subyacente entre madre
e hijo, simbolizada de forma portentosa durante los primeros treinta minutos.
Como si de una selección natural se tratase, el tsunami divide a la familia en dos grupos. María
y Lucas ocupan la primera parte de la historia; Henry, Simón y Tomás, eslabones más débiles de
la cadena, la segunda. Dureza y fragilidad confrontan a mujer y hombre, madre y padre,
mediante escenas o situaciones espejadas. Los procederes antagónicos dejan en evidencia que
ella no lo necesita y que él necesita de un/otro hombre. El clima que circunda a madre e hijo
bordea el cine de terror; Henry construye un melodrama que involucra lágrimas, un héroe que
viene a rescatarlo y al que le dedica un plano subjetivo digno de una película romántica. Por
decantación, las mitades difieren en ritmo e impacto. El inútil personaje de Ewan McGregor le
resta toda emoción e interés a la película cuando cobra protagonismo y con él se introduce un
discurso conservador. María representa el espíritu complejo, libre, instintivo y animal. Henry
representa la conducta fundada en los valores institucionales (y represivos) de familia y
religión.
Las escenas entre Naomi Watts y Tom Holland poseen una potencia visual y simbólica que se
hacen notar cuando faltan en pantalla. Tres escenas responden abiertamente al género del terror
y representan la gran pesadilla de Lucas: que la madre se vaya, que esta mujer logre su
independencia. En la primera, un gesto perturbador se dibuja en la cara de Lucas cuando le dice
a su madre que perdió a Daniel, un nene de unos tres años que rescataron juntos y que, desde
su perspectiva, comenzaba a interponerse entre María y él. Así trasluce el deseo que reprime,
verbalizado minutos antes al asumir que sus hermanos y su padre están muertos. En la segunda
escena, María vomita un largo hilo ensangrentado mientras su hijo le grita que se detenga, entre
enojado y horrorizado. Un par de escenas después él ya no la encuentra y queda completamente
solo. El cordón umbilical fue cortado.
La tercera y última escena ocurre cuando, corridas van, corridas vienen, la familia se reúne. A
María tienen que operarla porque su estado de salud es complicado. Un montaje de su imagen
en la camilla la une a la de su hijo recostado en posición fetal sobre una cama del hospital.
Un flashback de la catástrofe parece ser el comienzo del sueño de María, pero sobre el final deja
en claro que se trata de la pesadilla del pibe. Luego de verla sacudida bajo las agitadas aguas,
golpeada y herida por cuanto objeto -troncos de árboles, mesas, sillas, vidrios- da vueltas por
ahí, un plano medio sobre la superficie del agua la muestra surgir desde las profundidades con
un gesto triunfal. Pero la cámara lenta, el montaje, la música y el despertar agitado de su hijo la
resignifican como monstruo. El monstruo libre, emancipado y poderoso que es la vieja si se va.
Pero nada de esto sucede. Tras una exitosa operación, María vuelve a su lugar como la hoja
suelta al libro, llorando su catástrofe, con un hijo que se hizo hombre y un marido que lleva
entre sus manos una imposible carta de amor.
Incentro: Mamá, Andrés Muschietti
En T he Pervert’s Guide to Cinema (2006), Slavoj Zizek, basándose en la teoría freudiana del
funcionamiento psíquico, define los tres niveles de la casa de Norman Bates en Psicosis (1960,
Alfred Hitchcock) de la siguiente manera: el piso central representa el Yo, la planta alta
el Superyo y el sótano el Ello. En M
amá (2013), Andrés Muschietti también hace una división en
tres niveles, pero no en un mismo espacio físico sino global y con un tenor político que se
impone sobre el psicológico, sin anular éste último infiriendo que las coyunturas sociales
repercuten directamente sobre la estabilidad mental de los individuos.
La película empieza con el plano de un auto de alta gama mal estacionado y abierto frente a un
enorme caserón emplazado en lo que parece ser un barrio exclusivo. Desde la radio oímos a un
locutor hablar sobre las violentas consecuencias que las crisis económicas provocan en la
sociedad mientras da cuenta de unos asesinatos cometidos tras la caída de alguna empresa
importante durante la crisis financiera del 2008. El sonido de un disparo irrumpe en la escena.
Un hombre pierde su trabajo, enloquece, mata a sus socios, a su esposa y se lleva a sus hijas, de
dos y cinco años, en su auto, hasta que un accidente los obliga a resguardarse en una cabaña
abandonada en medio del bosque. Allí intentará terminar con la vida de su hija mayor, Victoria
(interpretada inicialmente por Morgan McGarry) pero una imagen indefinible surge desde las
sombras, impide el infanticidio, ataca al hombre y lo desaparece.
Del caserón lujoso a la pobre cabaña; papá ya no puede ser el sostén y las nenas quedan bajo la
tutela de una madre sin recursos, fantasmal, violenta y posesiva.
Del Toro supo fusionar el cine de terror con el género fantástico sobre contextos históricos reales
y críticos en más de una oportunidad (El espinazo del diablo, 2001, El laberinto del Fauno,
2006). Con más aciertos como director que como productor, cristalizó en pantalla el espíritu de
la literatura infantil decimonónica, relatos dirigidos a chicos que vivían épocas de sacudones
políticos y sociales intensos, cuentos por lo general oscuros y raras veces optimistas que han
sido mitigados en su contenido con el correr de los tiempos y de los avances en materia
pedagógica.
Hay también claras referencias a otras películas de suspenso y terror como El Silencio de los
Inocentes (The Silence of the Lambs, 1991, Jonathan Demme), y la primera aparición de las
nenas remite a Cromosoma 5 (The Brood, 1979, David Cronenberg), otra película sobre madres
pérfidas, que el director canadiense realizó mientras disputaba la tenencia de sus hijos con su ex
esposa. En Mamá los efectos que buscan asustar, a fuerza de repeticiones, van perdiendo efecto,
pero el relato gana en densidad dramática. Lo que en un comienzo da miedo al final genera
desconsuelo porque pone de manifiesto los crueles mecanismos del mundo capitalista moderno.
Cada una de las tres “madres” de la película encarna un sector social distinto. La de clase baja es
el objeto de terror, alma en pena de una paciente psiquiátrica de fines del siglo XIX, que luego
de secuestrar a su bebé recién nacido huyó para suicidarse con él. Pero este espectro también
podría funcionar como extensión de la madre biológica de las nenas, nunca vista en pantalla,
simbólicamente muerta a causa de la abrupta pérdida de su status económico y del abandono
de su esposo, circunstancias que derivan en un desorden psicológico que le impide cuidar a sus
hijas correctamente.
Tras cinco años de su desaparición, Victoria y Lilly son rescatadas por Lucas
(Nikolaj Coster-Waldau), hermano mellizo del padre que intentó asesinarlas. La elipsis de esos
años sin posterior alusión, suplantados en los títulos por el montaje de dibujos infantiles que
retratan las vivencias de las nenas en la casa, permite inferir que no existió intervención alguna
de la policía o del estado para rastrearlas, convirtiéndolas igualmente en espectros a los que una
comunidad entera dio vuelta la cara. El tío/héroe en cuestión está de novio con Annabelle
(Jessica Chastain), mujer de clase media, independiente, rockera, que puede tener hijos pero no
quiere. Su categoría de madre se le impone un poco por amor y otro poco por interés; aceptar la
tutela de las niñas y evitar que le quiten la tenencia a su novio implica mudarse a una casa más
grande en los suburbios, ofrecimiento que les hace un psiquiatra interesado en las pequeñas
como material de estudio. Allí la vemos transformarse gradualmente en una ama de casa
ofuscada cuyo instinto maternal surge tímidamente a medida que avanza la película.
Quien les disputa la tenencia es la tercera en cuestión, Jean (Jane Moffat), tía materna, mujer de
clase alta, refinada, de unos cincuenta y tantos años que no tiene hijos pero puede pagarlos y de
la que apenas tendremos información, como si estuviera en otro más allá inaccesible.
Ver o no ver es un eje fundamental para la película, introducido por Victoria y su par de
anteojos. Al romperse sus cristales al comienzo de la película queda impedida de ver a mamá,
vale decir, de ver y reconocer su nueva y triste realidad. Cuando los recupera le es devuelta la
imagen de su padre y, por lo tanto, la posibilidad de volver a ser quien era. Ella es la única que
por edad puede recordar su nivel de vida inicial, y pasa de comunicarse y moverse como un
animal a la delicadeza propia de una nena de “buen hogar”. Lilly, en cambio, fue criada por
mamá en la pobreza desde bebé y permanece en su condición primitiva. Se la ve sucia,
lastimada, mal vestida y comiendo en el piso aunque su presente le permita lo contrario. Estas
diferencias serán las que determinen el destino de cada una, y ante esto no hay que olvidar que
estamos frente a un proceso de adopción.
El centro del triángulo matriarcal es ocupado por Annabelle, la única con un hombre a su lado
que le asegura una estabilidad monetaria y emocional constituyéndose el discurso patriarcal
como ideal absoluto (lugar que aspira ocupar Victoria). Su anhelo es el de restablecer el orden
inicial de la familia que perdió. En el final uno no sabe si enojarse con la película o aceptarla
como reflejo de los tiempos que corren, porque da lugar a un proceso de selección que resulta
cruel y en el que Lilly corre la peor de las suertes, encarnándose la idea de la supervivencia del
más apto. La elección final parece correr por cuenta de Victoria, permitiéndose así consumar la
deseada restitución del cuadro familiar con Annabelle, Lucas y ella como únicos sobrevivientes,
integrantes de una clase media fluctuante y acomodaticia.
El hueco en el pecho: Julieta, Pedro Almodóvar
La pantalla se inunda de rojo. Color y textura respiran al compás de un motivo musical que
caracteriza el tono pasional y doloroso del melodrama. La tela roja que respira –probablemente
seda- está dividida, separada no por un corte sino por el hundimiento de la propia tela en su
centro que, a su vez, produce un nuevo pliegue. Una y otra mitad están ligadas por ese
hueco/pliegue que corresponde al centro del pecho, como veremos al alejarse la cámara. Es el
pecho de Julieta (Emma Suárez), mujer adulta vestida de rojo, sensual, bellísima, luminosa
como el sol que se refleja en su pelo dorado. Pero antes de conocer su cara, la pequeña escultura
de un hombre desnudo y sentado nos es descubierta por sus manos. La figura de un hombre,
protegida por un film alveolar y por las manos de esta mujer que en otras ocasiones supo
destruirlos. Unas escenas después, abandonará el sueño de huir de Madrid hacia Portugal con
su enamorado, Lorenzo (Darío Grandinetti), sin darle demasiadas explicaciones, dejándolo
desamparado ante la fatídica embestida de los años.
A Julieta (Adriana Ugarte) le ha tocado perder, parir, partir. El corolario de sus encuentros y
pérdidas nos llegará a través de la palabra escrita, palabra que compromete el cuerpo. Julieta
(Emma Suárez) escribe a mano, sentada sobre el borde de la silla, con las piernas torcidas y la
espalda curvada. Inaugurando una suerte de diario íntimo, le describe a su hija, Antía, a la que
no ve desde hace varios años y con la que ha perdido todo contacto, cómo conoció a su padre y
en qué circunstancias fue concebida. Pero este relato, como el de todas las cartas que se escriben,
está dirigido a ella misma. La oralidad adopta la forma de un soliloquio cuyo fin es la
comprensión de las propias circunstancias.
No importa que el interlocutor sea un trozo de mármol (Víctor y la lápida en Carne Trémula,
1997), un supuesto muerto (Kika, 1993, y el cadáver que está maquillando), una mujer que no
puede responder porque está amordazada (Átame, 1989) o dormida (Paul Bazzo a Kika antes
de violarla) y por supuesto el habitual diálogo con las flores, o con un contestador automático
mudo (Pepa en Mujeres al borde de un ataque de nervios, 1988) o la oración frente al altar de
un Dios ausente (La Madre Superiora en Entre tinieblas, 1983). Todos ellos son víctimas de la
misma soledad e incomprensión. Por eso no cesan de explicarse a sí mismos, para que los
demás les conozcan y les amen un poco, describe el director en unas notas que acompañan
al guión de C
arne trémula, editado por Plaza & Janés en 1997. Luego filmaría el pervertido
cuento de hadas Hable con ella, desplegándose sobre este principio.
Tal es la importancia de la lengua, de la palabra dicha o escrita, del regodeo en ella, que
Almodóvar rehusó filmar la película en inglés, como se había planeado desde el comienzo.
Silencio fue, además, el título con que se la anunció. Pero el silencio siempre es el del otro, uno
nunca está callado en su cabeza. El nombre Julieta, asociado al amor trágico, le da relevancia a
ese ruido interno que va a ser el que nos acompañe durante las casi dos horas de duración de la
película. Si algo no caracteriza al melodrama es el silencio. La etimología misma de la palabra
refiere a su relación con la música, y no debe existir silencio más estruendoso que el de los hijos
cuando no están.
No es la vida sino la muerte lo que reúne. La película asume sin tapujos el melodrama trágico
que la erige mediante menciones explícitas e implícitas a la tragedia y a la mitología griega.
Julieta misma es una deidad que devora todo a su paso, condenada por su inherente y voraz
vitalidad que es capaz de todo con tal de conseguir lo que desea. Su sentimiento de culpa es
ontológico antes que religioso. Primero diosa fecunda de los bosques, luego fuerza destructora
de los mares. Ella misma es el tren que arrolla al perturbado(r) pasajero que busca entablar una
conversación, es la súbita muerte que se cuela en el matrimonio de Xoan (Daniel Grao) y la
tempestad que lo destruye, es la enfermedad que consume a Ava (Inma Cuesta) y es el sino
trágico que condena a Antía (Blanca Parés) al peor de los silencios.
En ese silencio infinito e irrepresentable encuentra su límite la película porque es, además, el fin
del dolor y del silencio para Julieta.
Jack (Jacob Tremblay) abre los ojos. Es el día de su cumpleaños número cinco. Abre los ojos y
ahí están la mesa, la pileta, el placar, la planta y mamá. La habitación es más que su hogar; es el
mundo que junto a ella fabricó a su antojo bajo la luz del sol que se entrometía por la claraboya
desde un lugar desconocido, sólo posible dentro de la televisión y únicamente accesible para el
“viejo Nick” (Sean Bridgers), ese hombre que todas las noches se apropia de su mundo
obligándolo a dormir donde debería habitar el monstruo: dentro del placar. En la habitación
sólo viven él y Joy (Brie Larson), su madre, una chica que, según iremos deduciendo por las
conversaciones mantenidas entre ellos, fue secuestrada por aquel hombre siete años antes y
mantenida en cautiverio desde entonces. Jack, con los ojos abiertos de ingenuidad, no puede
darse cuenta de que ese espacio ínfimo y oscuro no es un espacio feliz, al menos, para mamá
que se ve demacrada, dolida y angustiada, aunque con una fortaleza indómita que nace del
amor que siente por él. Jack no sabe de otro lugar ni de otra mamá.
La habitación (Room, 2015, Lenny Abrahamson) e s un relato partido en dos mitades: la primera
transcurre enteramente dentro de esa minúscula habitación (más tarde sabremos que se trata de
un cobertizo). De esta manera, La habitación se presenta como una película de cámara, con
escasos personajes y, por su cualidad abstracta, todo lo que allí se ve y sucede podría hacernos
creer que estamos ante una especie de alegoría o relato simbólico. En cierta forma lo es, si
tenemos en cuenta que “Old Nick” era una forma antigua de denominar al Diablo mientras
que Joy es otro nombre de raíz religiosa (que refiere a la alegría en el señor), al igual que Jack
(Jacobo/Santiago, variantes del hombre hebrero Ya’akov). Por otro lado, la concepción del niño
es descrita como hecho milagroso por parte de Joy, producto de un rayo de sol que atravesó la
claraboya cual espíritu santo. Dentro de este contexto nos iremos enterando de a poco acerca de
las circunstancias que llevaron a Joy y a su hijo a vivir en esas condiciones. Como espectadores
estamos instalados en la subjetividad de Jack; ello despierta una sensación de encierro mayor al
dado por el espacio físico concreto ya que estamos dentro del cuerpo de una criatura que no es
ni puede ser consciente de lo que pasa. Con nuestra experiencia podremos anticiparnos al dolor
que le implicará ver, crecer y chocarse con la realidad. Jack deberá renacer, en otro acto
sumamente alegórico que funciona como umbral hacia la segunda parte, para salvarse y salvar
a su madre. Joy le enseña a “morir” para engañar al viejo Nick y así lograr que saque su cuerpo
de ahí.
Jack abre los ojos y el cielo, en lugar de abrirse ante él, lo aplasta. Sale al mundo y descubre que
éste es más que aquellas cuatro paredes, la mesa, la pileta, el placar, la planta, y que allí hay
muchas más personas que mamá y el viejo Nick. En esta segunda parte, que corresponde a la
liberación y en la que la película sale a exteriores e introduce otros varios personajes, Jack
descubre paradójicamente las distintas prisiones y soledades a las que estamos condenados de
nacimiento, idea manifiesta en el final cuando regresan juntos al lugar de cautiverio (por pedido
del nene, como forma de enfrentar el trauma y superarlo) y Jack afirma que la habitación se ve
pequeña porque la puerta está abierta.
Salir vuelve literal el dolor y el horror del encierro, hasta esa instancia aparentemente figurado,
y de nuevo nos encontramos contrariados por la subjetiva de Jack: este ser ahora liberado
abandona sus formas extrovertidas y su infinita imaginación para encerrarse en sí mismo y
descubrir la fragilidad propia y ajena. Jack abandona el mito y enfrenta la verdad humana. Su
madre no es un ser imbatible sino, como él, otra nena buscando volver al encierro de su propia
habitación, aquella que alguna vez construyó a su antojo. A partir de este aprendizaje ambos
reedifican el lazo simbiótico y patológico que hasta ese entonces los unía (o “cortan el cordón”,
para usar un término psicoanalítico cotidiano). Estar atado a alguien es estar atado a una
pérdida y es necesario que brote la crueldad del mundo para que se reafirme el amor y su
intrínseco dolor. Esta ruptura es primero asimilada por Jack, que por su condición de niño
puede resistir y rehabilitarse con mayor facilidad que Joy, quien se ve arrastrada por la robustez
de ese pequeño espíritu.
Cap. 6: Monstruos sagrados
1. Retratos vivos del placer. Ideas en torno a la subjetividad femenina en el cine de Max
Ophuls.
2. Políticamente insurrecto. Notas breves alrededor del cine de John Carpenter.
3. Por sus llagas. La creencia, la duda y la locura en (los héroes) de Mel Gibson.
4. Outsider de ley. Timothy Carey y The World’s Greatest Sinner.
5. Antes del fin del mundo. La muerte en el cine de Xavier Dolan.
6. Tu lengua sobre mi corazón. Sobre Asia Argento.
Retratos vivos del placer: ideas en torno a la subjetividad femenina en el cine de Max Ophuls
Podría describir el cine de Max Ophüls como un juguete enorme; como un mecanismo flexible,
maleable e intrínsecamente complejo. Podría también describirlo como un organismo vivo que
se mueve y desplaza como surgido de las extremidades de una bailarina clásica, que mediante
el esfuerzo físico refleja la imagen de un ideal etéreo, lejano e imposible. Tan imposible que ese
mismo cuerpo a la distancia, liviano y perfecto, visto de cerca revela el sacrificio que sostenerlo
implica. Las películas de Ophüls parecieran erigirse sobre esta tesis: primero ligeras, festivas y
románticas, con sutileza y sin alterar la tersura de los movimientos de cámara y de los
planos-secuencia coreografiados (de los que todavía hay mucho que aprender) ni corromper su
esplendor estético, rezuman pesados motivos bajo su aparente superficialidad.
Quisiera describir su cine cantando al son del vals de La ronda (La ronde, 1950), en el
que Anton Walbrook despliega la elegancia de su presencia y de su voz. “La gente sólo conoce
un aspecto de la realidad ¿Y por qué? Porque sólo miran uno de los dos lados, pero yo veo cada
aspecto”, expresa antes de conducirnos por la embriagante, melancólica, y a veces cínica ronda
que enlaza los pormenores amorosos de las distintas “mujeres honestas y tiernas damas”, como
las presenta Walbrook.
Plantear la idealización de la mujer mediante la abnegación resulta pertinente a la hora de
analizar la subjetividad femenina en el cine de Ophüls. Las protagonistas de sus relatos, sin
importar a qué rango social pertenezcan ni en qué estado civil se encuentren, están encerradas
como en pequeñas cajas de cristal, determinadas por el orden patriarcal. Si el amor es
verdadero, encarna la desobediencia, pero no invalida la naturaleza posesiva propia de las
relaciones patriarcales, donde objeto y sujeto no quedan escindidos, sino que se van alternando
y confundiendo cada vez más.
En las rondas, en las arenas circenses, en los vaivenes amatorios, en los bailes de salón, en la
circulación del tiempo y del deseo característica del universo del director, sus personajes
habitan, andan y desandan cada escena (o escenario/paisaje/plano/contexto histórico)
arrastrados por el deseo inconsciente que los gobierna. La circularidad ophülsiana que primero
remite al éxtasis del baile, del alcohol y del apetito sexual, pronto figura el círculo vicioso que
bajo la lógica utilitaria capitalista impulsa el comercio ilegal, sostenido por una cultura
represiva: “…es el conjunto de los roles helados, coagulados, prefabricados, demasiado
conformes, que los personajes han ensayado por turno, roles muertos o de la muerte, la danza
macabra de los recuerdos…” reflexiona Deleuze sobre las criaturas de Ophüls en el cuarto
capítulo de su estudio L
a Imagen-Tiempo.
Estas temáticas se compendian en M adame de… (Madame de…, 1953), una de las películas
preferidas de Laura Mulvey, crítica de cine feminista que dedicó varios de sus artículos y
comentarios al director. Se trata de la adaptación de la novela homónima de la novelista y poeta
francesa Louise de Vilmorin, y de la penúltima película de Ophüls en su segunda etapa
francesa. Es que su vida, como su cine, fue un ir y venir constante, provocado por el complejo
escenario político de la Segunda Guerra Mundial y una sensibilidad artística que ha guiado su
destino. Nacido en Alemania, tras el ascenso del nazismo se exilia a Francia donde en 1938
decide nacionalizarse. La ocupación alemana sobre aquel país vuelve a empujarlo hacia Suiza
en primer término y poco después hacia Italia, aterrizando finalmente en los Estados Unidos.
Luego de cinco años de inactividad filma allí cuatro películas: La conquista de un reino (The
Exile, 1947); C
arta de una desconocida (Letter from an Uknown Woman, 1948); Atrapados
(Caught, 1949) y A lmas desnudas (The Reckless Moment, 1949). En 1950 regresa a Francia
donde realiza sus últimos trabajos: L a ronda; El placer (Le plaisir, 1952); M
adame de… y Lola
Montés (Lola Montes, 1955). Su estrecha relación con la cultura francesa se aprecia en su trazo
estético y sus reflexiones sobre el amor, el deseo y el placer.
Madame de… se sitúa en la Belle Époque francesa. Danielle Darrieux interpreta a Louise, una
condesa, en apariencia superficial y aburrida, casada con André (Charles Boyer), un general del
ejército francés con una personalidad seductora, aunque dominante, patriarcal y manipuladora.
Abrumada por las deudas, Louise decide vender unos aros de diamante que le fueron
obsequiados por su marido. Con el fin de no develarle el verdadero destino de aquel obsequio,
simula el robo de los aros, evento que cobra alcance mediático. Para evitar quedar implicado en
el falso crimen, el joyero le cuenta a André lo sucedido y consigue revenderle las joyas. Ante el
descubrimiento de la mentira, André no le dice nada a Louise y regala estos aros a su amante,
Lola (Lia Di Leo), con la que se está separando y que viaja hacia Constantinopla para tomar
distancia. Allí, y encontrándose en apuros económicos, Lola vende los aros que luego son
comprados por el Barón Fabrizio Donatti (Vittorio De Sica), que recién llegado a París cae
rendido ante la belleza de Louise y en plena conquista los devuelve, sin saberlo, a su dueña
original, para quien ahora separarse de ellos significaría su destrucción.
Esto que podría ser la simple descripción del recorrido circular de un par de aros refleja, como
en los incontables espejos e innumerables superficies espejadas que la rodean (y que abundan
en el resto de los films de Ophüls), el papel de la propia Louise, que despierta a su condición de
objeto resignificado por el amor que igualmente insiste en poseerla. Esto me recuerda a una cita
del pensador francés Georges Bataille, de su ensayo El suplicio: “…el amor es posesión a la cual
le resulta necesaria el objeto, a la vez poseedor del sujeto, poseído por él…”. El ir y volver de
estas joyas, como traídas por las fuerzas indómitas del destino, llevan a Louise a desandar sus
pasos y las últimas instancias de su vida, como un pathos danzado en el que, cada espacio, cada
emoción, cada objeto y, con estos, ella misma, quedan resignificados. Es también una manera de
desandar lo aprendido como mujer.
Sin engaños, Ophüls nos entera del ineludible desenlace fatídico. El número 13 aparece de
manera constante y el sonido fuera de campo agrava el ánimo jocoso de algunas escenas,
anticipando el duelo, la guerra. Recursos formales como el sonido, el significativo empleo del
fuera de campo, los planos-secuencia, los suntuosos t ravellings, los flashbacks narrativos, los
planos detalle, la visible teatralidad de la puesta en escena y otros (que marcaron a directores
como Stanley Kubrick y su hijo pródigo Paul Thomas Anderson) son algo más que vehículos
para el mero goce estético. Con cada vuelta de vals la historia se densifica sin detener nunca la
marcha, pero la impronta vital del movimiento resulta la forma de escape de la siempre
apremiante muerte. Así lo escenifica el protagonista del primer relato de E l placer, quien todas
las noches disfraza la decrepitud de su cuerpo para irse a bailar al burdel más cercano hasta
desmayarse, y luego regresar al humilde hogar para seguir muriendo junto a la benevolente
esposa que lo espera. Vida y muerte, y entre ambos el deseo, nunca se detienen.
En el tránsito hacia el fin que les toque en suerte, Ophüls no juzga ni condena a sus personajes,
mucho menos a los femeninos. Con los hombres resulta algo más impiadoso: si ellas son
demasiado lúcidas pero presas aquí y allá, ellos son bastante ineptos, aunque sean de armas
llevar, bohemios, millonarios, jóvenes, viejos, maridos o amantes. Hay un punto en que la
presencia de la mujer se les torna inasequible y los deja boyando en el auto-convencimiento de
ser quienes dominan todo, completamente ridiculizados e inermes. Marcel Ophüls, hijo del
director y también cineasta, afirma sin dudas que los personajes masculinos en las películas de
su padre eran presentados como “seres idiotas”, pero adjudicó a este rasgo la mala consciencia
propia de un Don Juan que ha dejado un extenso camino de corazones rotos.
Y sí, Max no retrata mujeres, las adora, las sublima hasta en las zonas más oscuras de su esencia,
las filma como si de un cortejo sexual se tratase. A ellas las acompaña, parece comprenderlas, y
aunque a veces les toque perder o morir, no las priva de los pequeños placeres de la vida y del
amor. Por esto, sin importar el género cinematográfico al que pertenezcan ni el desenlace que
tengan, sus películas se imprimen como retratos vivos del placer y su inherente dolor.
Políticamente insurrecto: apuntes breves sobre el cine de John Carpenter
1. Un obrero ilegal descubre dentro de una iglesia tercermundista varias cajas con unos anteojos
de sol que, a lo largo de la película, le permitirán diferenciar a los ciudadanos comunes de un
grupo de extraterrestres que dominan la tierra. La subjetiva del protagonista, un prototípico
héroe de western, va de los colores estridentes de los ochenta a un blanco y negro que remite a la
ciencia ficción de los ’50. Para hablar de la invasión del capitalismo, los alienígenas de Están
vivos (They Live!, 1988) resultan ser nada más ni nada menos que empresarios o ejecutivos
neoliberales, y de esta manera trastoca la lógica clásica del género: la amenaza externa pasa a ser
interna. La pesadilla del buen ciudadano “americano” a un ataque soviético como se
representaba en las sci-fi de los ’50, es ahora el malestar de una clase empobrecida ante un
capitalismo voraz que avanza con topadoras, cachiporras y balaceras. Si bien Están vivos es la
obra más directamente política de John Carpenter, es también aquella que representa el discurso
implícito de toda o gran parte de su filmografía. Carpenter obliga a partir la mirada frente al
género para descubrir un discurso políticamente insurrecto.
La ambigüedad moral de sus protagonistas enriquece la identificación con el público que podrá
ver reflejadas en ellos sus imperfecciones más humanas, sus dudas y contradicciones. Es esto
mismo, más todo lo que podamos mencionar de su cine en un aspecto formal y retórico, lo que
ha convertido a Carpenter en un director de culto y en un paria de la industria.
3. Su universo es apocalíptico y desesperante porque no nos deja más certezas que la del
surgimiento irreversible del fin, sea de la índole que sea: la pérdida de la fe en E l príncipe de
las tinieblas, de la inocencia en C hristine (Christine, 1983), de la cordura en En la boca del
miedo (In the Mouth of Madness, 1994), entre otros. A lo sumo podrá ser resistido, pero jamás
vencido. No habrá lugar ni tiempo ni espacio para la América soñadora e
idealista. Carpenter da vuelta el cartón pintado de la a merican way of life y capta con total
rusticidad el reverso de ese ideal.
No será parte del paisaje de Los Ángeles en E stán vivos el emblemático cartel de Hollywood,
sino más bien un asentamiento compuesto por toda clase de individuos. El capitalismo salvaje
no discrimina y a Carpenter no le tiembla la mano para enseñarnos su desencanto hacia la
cultura invasiva y colonialista a la que pertenece, base de una sociedad que se mueve entre una
ilesa ignorancia, absorbida por el consumo y la publicidad, y un perseguido librepensamiento.
De estas masas alienadas surgirá un anti-héroe solitario y torturado que, aun encontrando otros
pares, no detendrá su camino individualista.
Reduciendo los espacios expande los límites del relato y en la oscuridad echa luz sobre
cuestiones que permanecen vigentes, deduciéndose de esta manera el triunfo de un sistema
dominante que trasciende la pantalla. Carpenter no circunscribe el discurso a un marco
exclusivamente político, sino que lo expande hacia otros aspectos, psicológicos y sexuales. Por
ejemplo, la violencia que surge de Arnie (Keith Gordon) en C
hristine no es producto directo del
maléfico automóvil, más bien Christine será el vehículo (literal y metafórico) por el
que Arnie liberará las represiones generadas por una sociedad patriarcal, que establece
prototipos ideales de belleza y masculinidad.
Una de las lápidas del cementerio que visita el padre del protagonista de Hasta el último
hombre lleva el apellido Gibson bajo el nombre Thomas, aquél que tuvo que tocar las heridas
para creer en la resurrección, aquél al que Jesús recriminó tener que ver para creer; en la fe
como en el cine hay que creer para ver. Pero Thomas (Hugo Weaving) es también el nombre del
padre de Desmond, o el loco Doss para los vecinos, un sobreviviente de la Primera Guerra
Mundial con graves problemas de depresión, violencia y alcoholismo, que accede a la redención
ayudando a su hijo a alcanzar su meta y muy a su pesar.
La verdad de Gibson es la imagen. Se dice que su intención inicial con L a Pasión era que se
proyectara sin subtítulos porque debería entenderse igual. Una de las cuestiones más
comentadas sobre la adaptación de E l hombre sin rostro fue la omisión de pasajes que en el
libro confirman la sospecha que recae sobre McLeod, uno de los cuales resulta ser explícito. Sin
embargo, y aunque el propio director asumió haber toma esta decisión para que la película
tenga un efecto positivo, al modo de los mejores directores clásicos, Gibson da cuenta del
encuentro/relación/enamoramiento entre Justin y Chuck a través de las imágenes.
Describo una escena: Chuck se mete en la casa de McLeod cuando éste se encuentra fuera.
Recorriéndola, llega hasta el altillo donde encuentra varios cuerpos de maniquíes. Mira a uno en
particular, con figura de mujer, y con impulso infantil le toca una teta. Luego, sigue mirando el
espacio y afirma: “Porno”. En ese momento llega McLeod. Chuck se esconde para que no lo vea,
pero desde el escondite espía al profesor desnudándose. Breves minutos después, cuando
McLeod ya se encuentra en el living, Chuck simula recién llegar y comienzan a repasar una
lección:
-“El chico tonto cava un hoyo de 1 metro. Si suponemos que lo ha cavado correctamente ¿cuál
sería el volumen al llenarlo por la mitad? Bien, si se quiere poner un palo en medio del círculo
¿cómo encontrar el centro?”
Pornografía y represión, entonces sublimación y/o desesperación. Y todo pasa por la cabeza: el
sueño de Chuck, la crisis de Jesús, las premoniciones de Jaguar Paw, los traumas de Doss. Los
de Gibson son héroes defensivos y sumamente vulnerables, no imperialistas. Gibson, antes que
el patriotismo o la religión, filma la locura, el desorden, la confusión. Las convicciones de
Desmond Doss surgen de experiencias negativas personales antes que de un ánimo
estrictamente religioso, experiencias traumáticas que lo dividen. Rechaza su propia violencia
accediendo a ser espectador de ella y contrarresta el efecto actuando en sentido contrario. El
ladrillo que usa para atacar a su hermano, será el elemento que le permita rescatar a un joven
mecánico de morir aplastado por un auto, y el cinto que el padre usa para castigarlos le servirá
para realizar un torniquete (también como excusa para levantarse a la enfermera que le gusta, lo
que señala una inscripción erótica de la penitencia) y, sin ir más lejos, la negativa a usar armas
tiene raíz directa en una situación violenta con aquél.
Pero a esa mezcla de carnalidad y religiosidad, a su cine (y a sus protagonistas) hay que
agregarle un fuerte espíritu de competencia, psicológico y deportivo. El primero resulta el peor
porque es con ellos mismos, con la grandeza que anhelan y/o a la que se ven forzados a acceder,
el segundo es lo que los (y nos) libera de ese infierno mental, pero ambos ineludibles para la
construcción épica del héroe. Porque hay un lugar donde llegar, una posta que ganar, algo
concreto y material que funciona como vía de escape de todas las abstracciones angustiantes de
la mente humana. De hecho, quitando toda lectura trascendental del medio, H asta el último
hombre puede leerse, de principio a fin, como una competencia entre hermanos. De esta misma
manera operan las distintas pruebas físicas a las que debe someterse el protagonista
de A
pocalypto, Corazón valiente tiene algo de hinchadas rivales y Chuck, en El hombre sin
rostro, debe poner el cuerpo para aprender geometría, cavando un pozo en los alrededores de la
casa de McLeod. Tal vez, el único personaje impedido de acceder a esta forma de liberación sea
Jesús, pero que igualmente manifiesta esta esencia en algunos flashbacks previos a su captura.
Lo que todos estos héroes (y tal vez todos los héroes) comparten es la necesidad de romper los
lazos familiares y emocionales que entorpecen la osadía. Chuck ansía abandonar la casa
materna y a sus dos medias hermanas para convertirse en soldado, es la muerte de la esposa lo
que promueve la hazaña de William Wallace, Jaguar Paw, de manera inconsciente, entrega a su
padre, a su esposa y pequeños hijos (uno por nacer), Jesús le entrega un nuevo hijo a María para
poder convertirse en el Salvador de toda la humanidad, y Doss hace lo propio con hermano,
padre y novia para conseguir su acceso a la Gloria.
Lo que Gibson admira de sus personajes es la capacidad de lidiar o transformar la violencia
intrínseca en perdón, en entrega, en compasión, mientras sublima la propia sin tapujos, porque
la suya no es una violencia gratuita sino verdadera y espectacular.
No entiendo cómo no me llamó la atención antes. Mientras revisaba Casta de malditos (The
Killing, 1956) y L
a patrulla infernal (Paths of Glory, 1957) para un curso sobre Stanley Kubrick,
me (re)encontré con Timothy Carey, esa enormidad de ojeras profundas, dientes apretados, de
formidable oscuridad y exceso de algo que intentaré definir. No recordaba su nombre, y si me
apuran confieso que nunca lo supe. El tipo resultó ser uno de esos malditos destinados (o
condenados) al culto que una vez asimilados son imposibles de abandonar (aunque habrá
quienes no lo soporten).
Anarco sin puestita en escena, outsider de ley que se quedó fuera de Hollywood un poco por
jodido, otro poco porque ningún plano lo contiene. Tal vez por eso la profunda amistad y
relación profesional que lo unió a John Cassavetes, un director al que poco le interesaba
contener a sus actores en plano. Carey hace gala de un costado oscuro que da cuenta de una
existencia desesperada que teme (anche busca) morir. Hurgar debajo del disfraz confirma su
innato cataclismo.
Sus inicios son inciertos y fantasmales. Uno de sus primeros trabajos como actor fue
interpretando a un cadáver en un western protagonizado por Clark Gable. Se rumorea que
formó parte de El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951, Billy Wilder) en el papel de un obrero,
pero es un mito no confirmado. Cuando uno repasa su filmografía resulta increíble que haya
quedado tan al margen teniendo en cuenta las bestias con las que trabajó. Es el tipo al que
parece haberle faltado siempre los cinco para el peso. Si hasta casi llegó a formar parte del
cúmulo de figuras que se reproducen en la tapa del S gt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de
los Beatles, ubicado justo detrás de John Lennon, y pueden verse algunas fotografías de estudio
que certifican el hecho.
Su merecida fama de irreverente, o de loquito de mierda, obligó a Benedek, director de Salvaje
(The Wild One, 1953), a impedir que Carey filmara una escena a bordo de una moto por temor a
que cometiera alguna salvajada. También lo llevó a ser despedido, según dicen, por Billy Wilder
en su primer trabajo como extra, dado que sus compañeros no soportaban que quisiera acaparar
toda la atención en cámara; a comerse un sopapo de Elia Kazan en pleno rodaje de Al este del
Edén (East of Eden, 1955), harto de sus actitudes; a tener fuertes peleas con Marlon Brando
durante la filmación del único trabajo de este como director, El rostro impenetrable
(One-Eyed Jacks, 1961), y a quedar fuera del elenco de Perros de la calle (Reservoir Dogs, 1992,
Quentin Tarantino) porque Keitel no quería laburar con él. Finalmente su nombre formó parte
de las dedicatorias de la película, y en varias entrevistas Tarantino se asumió como gran
admirador de Carey.
Por otro lado, junto a Peter Sellers, fue uno de los pocos actores con libertad de improvisación
en las películas de Kubrick, generando incomodidades varias en Kirk Douglas mientras trabajan
en La patrulla infernal. En el trágico final de la película, Carey debía marchar hacia su muerte
sin decir palabra alguna, pero quienes hayan visto la película seguro recuerdan su llanto
desgarrador y el último ruego infantil.
Pero su carrera no se construyó solo a base de despidos y sopapos. Carey se dio el lujo de
rechazar dos papeles más en Lolita (1962) y Dr. Insólito (Dr. Strangelove or How I Learned to
Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), y hasta un papel en El Padrino (The Godfather, 1972,
Francis Ford Coppola) porque le pareció una película sin potencial. Al mismo tiempo abundan
en su camino películas de bajísimo calibre creativo. Como actor secundario tenía una presencia
que opacaba la de cualquiera que estuviera cerca, y para actor principal le faltaba docilidad y
algo de corrección política. El único que no le dio vuelta la espalda fue John Cassavetes,
brindándole un papel en Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971) y otro más que
relevante en El asesinato de un corredor de apuestas chino (The Killing of a Chinese Bookie,
1976). Las apariciones de Carey en esta última parecen espectrales, venidas de otro mundo,
filmadas en otro tiempo y espacio, llegado como ángel de la muerte para sellar el fatal destino
de Cosmo (Ben Gazzara). Deténganse en la escena en la que le habla a Cassel de auto a auto, y
díganme si la mueca que se dibuja en su cara no es de una perversa maestría.
Más allá de su infame trayectoria actoral, en una primera y superficial búsqueda descubrí que
había realizado dos películas como director: T weet’s Ladies of Pasadena, que aún no pude
conseguir, y T he World’s Greatest Sinner (1962), ópera prima de la que lograron bajarme un
ripeado de televisión sin subtítulos que lleva el logo de TCM Underground. No es una película
cómoda de ver y anticipa lo que John Waters empezaría a filmar seis años más tarde.
De hecho me sorprende que en todo este tiempo no haya leído ni un texto que los relacionara, y
una amiga que leyó la autobiografía de Waters me aseguró que él tampoco lo menciona. Pero
vincularlos es inevitable desde los primeros minutos de la película. El sueño americano, la
familia tipo, la tranquilidad del suburbio son inmediatamente corrompidos por una felicidad
que de tan extrema pega la vuelta hacia un grotesco terrorífico. Algo así como el inicio de
Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), de David Lynch, pero veinticuatro años antes, con menos
de la mitad del presupuesto, sin estrellas y en blanco y negro. Y, claro, con otras pretensiones
formales.
El vendedor de seguros Clarence Hilliard (Timothy Carey) deviene en estrella de rock, luego en
oscuro político, y siempre bajo la prédica de ser Dios, porque Dios es el hombre medio, afirma.
La música original afirma la excitada naturaleza de una película filmada con caótica sagacidad,
y como si fuera poco, compuesta por el recientemente surgido Frank Zappa, otro inadaptado
que tuvo en cambio mucha mayor trascendencia. Carey filmó esta película cuando en
Hollywood apenas asomababa la modernidad, y claramente busca vulnerar todo concepto
clasicista; lo que puede entenderse como una aglomeración de errores en realidad esconde una
dialéctica radical entre lo sagrado y lo profano. El afiche de la película es muestra suficiente: el
cuerpo de una serpiente enrollada lleva como cabeza la del propio Hilliard, con una expresión
vehemente en su cara, pero a primera vista el cuerpo de la bicha parece un sorete. Serpiente que
será un atrezzo concluyente de la puesta en escena, prolongación de la enajenación psicológica
del protagonista, cada vez más enfermo de poder.
The World’s Greatest Sinner nunca tuvo lanzamiento oficial y hasta el propio Rey se quedó
con ganas de verla. Carey se hizo cargo de su distribución, pero haber disparado contra el techo
del cine durante su estreno en Los Ángeles no parece haberlo ayudado más que a reforzar su
mito de demente inadaptado. Martin Scorsese la considera una de sus películas roqueras
favoritas, y cuenta con un limitadísimo grupo de cinéfilos entusiasmados que todavía no logran
elevarla al podio de películas transformadas en objetos de culto populares. Carey murió treinta
años después de un ataque al corazón.
Desde las sombras de la industria reclama ser mitificado y no es difícil, el tipo se construye solo.
Antes del fin del mundo: la muerte en el cine de Xavier Dolan
La muerte atraviesa el cine de Xavier Dolan como aquel escopetazo atravesara su cuerpo, o el de
su personaje, en la película M
artyrs (2008, Pascal Laugier), un año antes de estrenar su ópera
prima y de borrarse el apellido de su padre, Tadros. En esa escena, antes de morir, Dolan (o su
personaje) tiene una larga y ríspida discusión con su madre mientras desayunan con el resto de
la familia: un padre bastante despreocupado y una hermana bastante insufrible. El motivo es
anecdótico en este contexto, pero aquí aparece un tópico que será recurrente en la carrera del
director canadiense: madres e hijos unidos por lo inevitable del amor y del odio.
La muerte atraviesa sus películas en términos físicos concretos, simbólicos abstractos y/o
emocionales, e implica, por lo general, una forma de renacimiento. La muerte (fáctica o
alegórica) no es tanto el fin sino el medio que habilita el pasaje hacia otro estado, hacia la
transformación: de la adolescencia en Yo maté a mi madre (J’ai tué ma mère, 2009), sexual
en Laurence Anyways (2012), o afectiva en S
ólo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016).
En el peor de los casos, la muerte representa un círculo del que no se puede escapar: la
búsqueda frustrante del imposible ideal romántico en L os amores imaginarios (Les amours
imaginaires, 2010), el limbo en el que vaga el alma en pena de T om en la granja (Tom à la
ferme, 2013), o el amor incondicional pero insoportable de los lazos sanguíneos en M ommy
(2014).
Yo maté a mi madre se titula su primera película. Dolan tenía 16 años cuando escribió
el guión, y 19 años al momento de realizarla. Este inicio de carrera precoz (y provocador desde
el título), le ha valido de inmediato el mote de enfant terrible pero, pese a que el propio director
juega este papel en las entrevistas y desde las redes sociales muy a conciencia, resulta
demasiado simplista para designar su trabajo. Lo verdaderamente llamativo no es tanto la edad
sino la madurez, formal y dramática, con la que pone en evidencia la inmadurez emocional de
sus personajes, y que no deja de ser la propia. Más aun teniendo en cuenta que, a excepción
de T om en la granja y Solo el fin del mundo, trabaja sobre guiones propios, además de
participar de forma activa en otros rubros de la producción.
Igualmente en estas dos últimas películas mencionadas, ambas adaptaciones de piezas teatrales
(la primera de Michel Marc Bouchard, y la segunda de Jean-Luc Galarce), las obsesiones
temáticas del canadiense permanecen. Es la figura materna la que siempre impera sobre
cualquier posibilidad; las madres de Dolan (¿la madre de Dolan?) son el principio y el fin, la
libertad y el encierro, vida y muerte, y, como a todas las madres, se las venera tanto como se las
quiere asesinar. Sin embargo, este ímpetu matricida confeso en realidad disfraza un sentir
contrario.
“Hago cine para vengarme de la gente que quiero” declaró para El Cultural de España al
momento de estrenar Mommy, y es indubitable la equidad de estos sentimientos
supuestamente antagónicos en sus películas: no es posible amar sin odio ni odiar sin amor y con
la misma intensidad. La imposibilidad de escindir un sentimiento del otro también nos atañe
como espectadores en nuestra relación con todos y cada uno de los que habitan sus relatos.
Dolan recurre al plano detalle para fetichizar hasta la adoración lo que puede ser entendido a
priori (por los menos entendidos) como grasa o ridículo, y utilizar el mismo recurso para tornar
querible el gesto que más desagrado en principio provoca, como la boca de la madre
masticando en cámara lenta una tostada con crema al comienzo de Yo maté a mi madre, boca de
la que terminamos anhelando aunque sea solo un beso.
Todo está en el detalle -por eso la cercanía de los planos, la cámara lenta, la morosidad de
algunas tomas, las extensas secuencias musicales, los usos musicales y sonoros- aunque nunca
es sólo el detalle. No hay secuencia de montaje gratuita ni explosión g lam frívola, los objetos, las
estrellas y la música (de culto o híper modernos) se van acumulando hasta el agobio sin perder
tampoco la devoción que despiertan, y están puestos allí para cristalizar el vacío existencial y
amoroso, así como la abundancia de gritos y ruidos manifiestan la incapacidad para
comunicarse que encierra a sus protagonistas y los aísla de los demás.
Aunque sus películas son piezas psicoanalíticas perfectas para el estudio edípico de las
relaciones, los motivos estéticos exuberantes –delineados por la sensibilidad camp-, que
cristalizan la emoción, nos ayudan a escapar de este tipo de lectura limitada por sus categorías,
dando relevancia a la experiencia sensorial. Sus protagonistas, como sus películas, eluden
las etiquetas aunque sean presentados como estereotipos determinantes. Así como no es creíble
(pero sí muy divertido) cuando Dolan niega estar influido por Pedro Almodóvar, Jean-Luc
Godard, Wong Kar-wai y otros directores indiscutiblemente visibles en sus películas, sí resulta
creíble cuando reniega de la etiqueta queer que se le da a su cine, porque si bien sus
protagonistas son homosexuales o transexuales, esto pareciera definirse más desde la mirada
externa que se cierne sobre ellos que desde la propia subjetividad -a la que quedamos unidos
por identificación-, inmersa en la más intensa y apasionada soledad.
Si morbo es lo que define a la unión y al trabajo de estos dos personajes, esa es también una de
las palabras que suelen redundar cuando se habla de Asia y sobre todo cuando se trata del rol
de musa que ha cumplido para su padre en cinco de sus películas (ella misma dijo que a veces
pensaba que él la había concebido para tener una protagonista). Besada en su monumental boca
con una hoja de afeitar, atada de pies y manos sobre un colchón sucio para ser violada repetidas
veces por un asesino serial (El síndrome Stendhal, The Stendhal Syndrome, 1996), abusada por
hombres mayores (Trauma, 1993), materializando fantasías lésbicas (Drácula 3D, 2012) y otras,
son las formas en que Dario ha explotado el cuerpo de Asia en pantalla -al mismo tiempo que
fuera de ella intentaba convencerla de su fealdad-, por lo que muchos han albergado la fantasía
de una relación depravada e incestuosa que en realidad está más cerca de un complejo de Edipo
o de Electra asumido y naturalizado que, por lo tanto, puede discriminar ficción de realidad:
“…nunca me molestaron las cosas que (Dario Argento) me hizo en sus películas. Nunca pensé
que él me las estuviera haciendo, porque él diría ‘es sólo una película’ y yo pienso igual“.
Como actriz cuenta con una temprana, fructífera y heterogénea trayectoria que le permitió
internacionalizar su figura participando en películas independientes y de gran producción en
manos de directores tan disímiles como Lamberto Bava (Demons 2, 1986), Nanni Moretti
(Palombella rossa, 1989), Sofia Coppola (María Antonieta, Marie Antoinette, 2006),
Catherine Breillant (Une vieille maitresse, 2007) y Abel Ferrara (New Rose Hotel,
1998, y G
o Go Tales, 2007), a quien además de una relación profesional la une una profunda
amistad y un espíritu romántico, iconoclasta y apocalíptico. Este encuentro inspiró a Asia
realizar un documental (Abel/Asia) que no logré conseguir y que seguramente sea una gran
ausencia para este texto, porque sólo basta ver cualquiera de las dos películas en las que
trabajaron juntos para sentir el nivel de entrega y apertura que hay entre ambos. Nadie supo
capturar como él las intrínsecas contradicciones que Asia representa ni hay actriz más indicada
para sintetizar el universo femenino ferrariano.
Como todo cuerpo abierto y dispuesto, el de Asia se expandió mediante distintas
manifestaciones artísticas que dan cuenta de un posmodernismo desencantado (además de
actriz y directora fue modelo, escritora de artículos para revistas, tiene una novela publicada, y
lanzó su primer disco como cantante, T otal Entropy, hace dos años). Paralelamente a su
inmediata condición de actriz de culto, Asia comenzaba a dar sus primeros pasos como
realizadora sin demasiado reconocimiento en su país natal, ninguneo contra el que se manifestó
en más de una oportunidad. En 1994 y con menos de veinte años debuta como directora con su
corto P
rospettive que forma parte de D
eGenerazione, experimento colectivo que reúne a casi
una docena de jóvenes directores italianos. Tuve la oportunidad de verla hace ya varios años y
la recuerdo como una película despareja pero viva, joven e insolente, con una jovencísima Asia
que aparece en uno de los cortos (no el suyo) saliendo de una combi destruida, con una actitud
punk histriónica gritando “¡Aguante Dario Argento!”.
En lo que va de su carrera, Asia lleva realizados ocho cortometrajes de los cuales puede
accederse fácilmente a al menos cuatro de ellos
(La tua lingua sul mio cuore, D
elfinasia, S
/He y Firmeza se encuentran subidos a Youtube),
además de haber dirigido el video clip para el tema ( s)AINT, de Marylin Manson. Como en sus
largometrajes predominan los excesos, la iconoclastia, la carne y el sexo o el sexo de la carne, el
dolor y sus marcas sobre los cuerpos y en las palabras, la animalidad hecha espíritu, el
sadomasoquismo, la mutilación explícita de toda belleza icónica -rasgos ineludibles en
cualquier posible lectura que se haga sobre las imágenes que esta mujer crea e inspira- incluso
partiendo de premisas a priori triviales como una colección de ropa (Firmeza) o de joyas
(Delfinasia).
Asia también se explota frente a la cámara que ella misma dirige. Su cuerpo terminó por ser la
bestia sacrificial perfecta para los ensayos sobre la fragilidad humana que luego elaboraría como
directora, y que cuando se ausenta se materializa en una puesta desbordante pero en extremo
pensada que nos desmorona. Hay un doloroso goce estético en sus películas que supera visual y
narrativamente a las de su padre y en esto seguramente juegue un importante papel el carácter
personal y por momentos autobiográfico que Asia imprime en ellas. Sus tres largometrajes hasta
el momento (Scarlet Diva, 2000, E l corazón es engañoso por sobre todas las cosas, The Heart is
Deceitful Above All Things, 2004, e Incomprendida, Incompresa, 2014) combinan el imaginario
que sobre su persona se ha ceñido, retazos a veces mínimos otras veces extravagantes de su vida
(desde la exposición misma de su cuerpo desnudo y tatuado hasta elecciones musicales que
guardan relación directa con su mundo privado, fotos de amantes reales, su nombre de
nacimiento -Aria- y el de su hermana fallecida -Anna-, recuerdos concretos de su infancia, etc.)
al mismo tiempo que parecieran extender las temáticas sobre las que su padre trabajó, aunque
naturalmente emergidas desde una cruda feminidad emancipada de las limitaciones del género
(sexual y cinematográfico). En sus películas también hay brujas y niños pero sin un universo
fantástico que los contenga, lo que las vuelve terribles porque de esta manera también unifica
ambas subjetividades partiendo desde la empatía misercordiosa de la mirada infantil. El dolor
surge de ese universo desmoralizado en el que sus personajes (chicos y adultos) se encuentran
instalados y perdidos (des)esperando algo de amor.
Cap. 7: En mi piel.
1. Exorcismo
2. El paraíso era una panza
3. La imagen vuelve
4. Evocaciones de un cuerpo
5. Si yo fuera Ali
Exorcismo
Tenía poco más de nueve años cuando mi hermana mayor, que me lleva exactamente diez, trajo
del videoclub un estreno: El exorcista III, dirigida por William Peter Blatty, autor de la novela
original que, inicialmente, fue adaptada por una de las bestias de cine más despiadadas que dio
la industria, William Friedkin. Por aquel entonces poco sabía yo de la importancia de estos
nombres; ni siquiera había visto la primera parte. Sin embargo, el terror, a pesar de mi corta
edad, no me era ajeno. Mi viejo era un gran cinéfilo, aunque nunca se definió como tal, y desde
que tengo uso de memoria, el cine ha estado presente en mi vida. Mi infancia y adolescencia se
vieron atravesadas por las comedias mudas de Chaplin, Keaton y Lloyd, por la incorrección
italiana de Monicelli, la poética circense de Fellini, el suspense de Hitchcock, y mucho cine de
terror, que era su género favorito. Insistía hasta el cansancio que veamos las producciones de
la H
ammer, adoraba el cine de vampiros y, sin ser consciente de ello, era un carpenteriano de
ley.
Al terminar, me llevó hasta el fondo del pasillo del departamento, que era largo y oscuro y
despertaba en mí las peores fantasías. Mi viejo trajo su cámara casera de VHS, tomó una de las
lámparas de mesa y las colocó, una al lado de la otra y ambas en contrapicado, sobre el suelo.
Encendió su teclado y grabó en la memoria una base que hoy me remite a las composiciones
musicales de John Carpenter. Una vez que todo estuvo dispuesto, me indicó que caminara hacia
la cámara con lentitud y que una vez que llegue al límite señalado, realizara ciertos
movimientos corporales y gestos faciales extraños, que ahora puedo relacionar con las
interpretaciones propias del expresionismo alemán. No recuerdo con exactitud el tiempo de
rodaje, sólo que, de golpe, gritó “¡listo!”, apagó la cámara y desarmó toda la escena.
Encendió las luces, me sentó en aquel sillón, y puso el VHS que acababa de filmar. Desde la
infinita oscuridad y acompañada por una música tenebrosa surgía una figura. La cara era un
espanto: pálida, con ojeras profundas, labios ensangrentados, un ojo dañado y dientes
amarillos. Delineado por la luz, el espectro parecía moverse desde un más allá que era ahí
mismo, donde yo había estado. “¿Ves? Eso es el cine de terror” sentenció el viejo mientras yo,
finalmente, me reconocía como el monstruo cinéfilo que soy.
Afuera llovía como casi todas las primeras noches que pasamos juntos. No recuerdo si
habíamos hecho el amor, tampoco si aquella fue la primera vez que le hablé sobre mi
fascinación por las panzas. Mi cabeza se hundía en su barriga, perfectamente redonda, peluda,
suave y cálida. Un ruido grave que vino desde el ropero, mezcla de ronroneo y gruñido,
interrumpió nuestra escena. Me enderecé, extrañada. Mi mano izquierda se afirmó sobre el
colchón y la derecha se hundió levemente en la panza, ocupando el lugar donde estaba mi
cabeza. No percibí alteración alguna en su cuerpo. Lo miré a los ojos y noté que me observaba
tranquilo, sonriendo con picardía.
-¿Un qué?
-Un Totoro. ¿Nunca viste uno?
-No, ¿qué es?
Todavía más sonriente se levantó de la cama, encendió la luz y se puso a hurgar entre las
incontables películas de su colección que se apilaban sobre el escritorio, siempre a punto de
caerse. Tratando de asimilar el momento y sin demasiados puntos de referencia, atiné a taparme
con la sábana. Me quedé mirándolo hacer lo suyo. Encendí un porro y la inquietud se fue
disolviendo. En ese momento supe que adoraba verlo desnudo, interactuando con su espacio,
con sus cosas, olvidándose de mi mirada, desplazándose de una punta a la otra del diminuto
departamento con absoluta naturalidad. Y su panza, la más linda que vi en mi vida.
Era un dibujo animado. Reconocí el trazo enseguida, era el mismo de El increíble castillo
vagabundo y El viaje de Chihiro. Totoro n
o era más que otra de las tiernas, oscuras y
melancólicas creaciones de Miyazaki. La película ya estaba avanzada por lo que la escena me
resultó tan misteriosa como el sonido del ropero, que se había reiterado unas dos o tres veces
más. Pero la imagen empezó a cobrar mayor interés, y parecía mezclarse con nuestro entorno;
no podía discernir dónde empezaba y terminaba cada lluvia.
La escena comienza con un camino oscuro, apenas iluminado por el resplandor amarillento de
un poste de luz y árboles a su alrededor. Al costado del camino, dos nenas esperan bajo el
amparo de un pequeño paraguas rosado. Una tiene aproximadamente diez años y la más
pequeña tres o cuatro. No hay música, sólo la lluvia. Unos pasos densos y mojados comienzan a
escucharse hasta que enormes y peludos pies con garras asoman por debajo del paraguas
sostenido por la nena más grande, petrificada ante la aparición. La música juguetona que
aparece junto al ser descomprime lo siniestro de su aparición.
Cuando el plano se abre, se ve a un bicharraco enorme junto a las nenas, con una panza peluda
e incalculable, y la mirada sorprendida. Me acordé del oso Rolando y la manera en que llegó a
mi vida, así de inesperada, así de oscura, así de amorosa.
Era Reyes y yo tenía cinco años. Vivíamos en un departamento de dos ambientes
en Lanús aunque éramos seis en la familia. Ese espacio diminuto y siempre abarrotado tenía
una escalera que daba a una enorme terraza. Era quizás el espacio nos salvaba de la locura. Allí
arriba había dispuesto mis zapatos, el pasto y el agua para el descanso de los camellos, sin
realmente entender nada de lo que estaba haciendo. Pasada la medianoche, los ansiosos de mis
padres decidieron acelerar el proceso de “aparición” del regalo y vinieron a decirme, más
emocionados de lo que podría estar yo, que habían oído pasar los camellos y que seguro habían
dejado “algo” para mí en la terraza.
Luego vino la segunda etapa, la del reconocimiento, la del contacto. Tan enternecedor como el
ser de la película resultó el oso que los reyes de mis padres (me) trajeron esa noche. Rolando, así
decidí llamarlo, era un oso panda tamaño gigante y fue el primer amor de mi vida. Las horas
que pasaba en el jardín, soñaba con volver a mi casa, tirarme sobre su enorme y peluda panza a
tomar la chocolatada, mirar dibujitos o leer cuentos hasta dormir.
-Ese es Totoro. Mirá, te pongo otra escena -me dijo mientras retrocedía unos pocos minutos de
la película hasta la escena en que la más pequeña de las hermanas se encuentra a Totoro en el
medio del bosque. Fascinada por la criatura, ella trepa hasta su panza sobre la que primero salta
emocionada, sobre la que pronto se recuesta y sobre la que hunde su cabeza, perdidamente
enamorada, hasta dormir.
La imagen vuelve
La imagen perdida.
Tenía 20 años. Se me había dado por estudiar fotografía así que me anoté en un taller que
dictaban en un estudio profesional ubicado en Caballito. Aunque ya se estaban empezando a
usar las primeras cámaras digitales, predominaban las analógicas. En aquel taller aprendí todo
el proceso, desde el armado y posterior revelado del rollo hasta la impresión de la imagen en
papel. Amaba el olor avinagrado de los químicos, la densidad del rojo que iluminaba el cuarto y
el instante milagroso de la imagen surgiendo sobre el papel que se mece bajo el líquido
revelador. También aprendí sobre el tiempo, su transcurrir y permanencia. Su capacidad de
nacer y morir al mismo tiempo. El que nos apremia en la finitud, del que buscamos adueñarnos
eludiendo su naturaleza pasajera.
El estudio estaba repleto de libros temáticos. Leyendo y hurgando entre sus páginas me topé
con una imagen que incluso con el correr de los años no pude borrar de mi cabeza. Desde chica
tengo una relación especial con determinadas imágenes a las que no puedo hacer frente, que
despiertan en mi cuerpo sensaciones similares a las del vértigo aunque más cercanas a una
especie de ebullición en la que pierdo control sobre mis sentidos: la piel se eriza, los ojos se
nublan, los oídos se aturden y mi cabeza retira la mirada de forma inmediata. En E l nervio
óptico, María Gainza describe una experiencia similar en su encuentro con el cuadro La caza del
ciervo d e Alfred de Dreux:
“…Apenas verlo, empecé a sentir esa agitación que algunos describen como un aleteo de
mariposas pero que a mí se me presenta de forma bastante menos poética…”.
Luego cita a Stendhal:
“…Saliendo de Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía que la vida se había agotado
en mí, andaba con miedo a caerme.”
Recuerdo haber cerrado el libro de un golpe al aparecer la fotografía. Tal fue la impresión que
no llegué a registrar la autoría de la imagen. Durante mucho tiempo estuve segura de que
pertenecía a Man Ray por su perturbación surrealista, pero mi incesante búsqueda se vio
frustrada y llegué a suponer que la imagen recordada había sido una transfiguración mental de
uno de sus fotomontajes.
La imagen sublime.
Hace unos años, mientras caminaba con Marcos Vieytes le conté la experiencia y pude describir,
a grandes rasgos, el patrón que había logrado determinar sobre el tipo de imágenes que me
afectan: las enormidades situadas en espacios desolados. Me aterran las imágenes de los
planetas y también las de gigantescas montañas en medio del desierto. Difícilmente disfrutaría
visitando las pirámides de Egipto o el Gran Cañón del Colorado. El primer recuerdo que tengo
de esto, y tal vez se trate de la génesis del asunto, fue durante mi encuentro con el mar. Tenía
unos cuatro o cinco años. Mis viejos nos llevaron a Mar del Plata en pleno invierno. Llegamos
de noche y no tuvieron mejor idea que hacérmelo conocer en ese momento. Mi viejo estacionó
cerca de la playa, me agarró a upa y fuimos todos juntos hacia allí. No sólo me aterrorizó la
infinita negrura y el ruido de las olas surgiendo como espectros sobre ella, sino el reflejo de la
luna. La luna, que siempre me inquietó, se había duplicado y ahora estaba frente a mí.
-¿Leíste L
o sublime, de Kant? –preguntó.
-No.
-Creo que ahí describe algo por el estilo.
“…La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de
una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido al
terror (…) Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado, son sublimes (…) La noche
es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las
estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas
que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de
amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y
un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve…”
En aquella foto me reencontré con la cualidad siniestra del mar, su manera de arrojar lo
devorado. A la negrura va lo que regresa deshecho, desfigurado, maltratado, regurgitado por
fuerzas que no podemos precisar y que asumen la forma de olas a veces pavorosas. Pienso que
aquella foto me devolvió la pesadilla de mi infancia. Pienso que la foto grafica lo que
experimenté en aquel viaje, frente a la densidad lunar transfigurada por la agitación del agua.
No fue simplemente una imagen, fue un arremetimiento sensual.
Un segundo bastó para registrar hasta el más mínimo detalle de la composición. Un segundo de
ardor en el que todo, incluso el tiempo, se relativiza e intensifica. Dicen que algo similar ocurre
al momento de morir. Yo puedo relacionar esa concentración de sentidos con un accidente
automovilístico que sufrí a mis ocho años. En el microsegundo previo al impacto vi el otro auto,
sus faroles, la mochila del colegio a mi lado sobre el asiento trasero, que terminé agarrando para
cubrirme de los vidrios. Lo vi como en cámara lenta y con extrema nitidez. Después todo fue
ruido, brusquedad, gritos. La foto se imprimió en mi cabeza con la misma claridad que la
imagen previa al choque.
Una mujer vestida de época espera a la orilla del mar que un tren con cabeza de tortuga la
devore. La criatura viene desde el océano, trazando una feroz diagonal desde el borde lateral
izquierdo del encuadre. La boca abierta y desdentada del cavernoso animal en primer plano fue
uno de los detalles que más me impresionó. En el otro extremo, y en leve contrapicado, la mujer
evidencia con sus manos un acto reflejo de autopreservación.
Ahora puedo verla, como ahora también suelo buscar la luna en el mar cuando viajo, y reafirmo
su contundencia al comprobar que nada fue corrompido por la memoria. Cada elemento estaba
en el exacto lugar que recordaba. La función de esa imagen fue la de materializar una pesadilla
para la revista I dilio, cuya columna E
l psicoanálisis le ayudará contaba con especialistas en la
materia que decodificaban los signos inconscientes manifiestos en los sueños de las lectoras. A
Grete se le encomendó graficar dichas lecturas mediante el fotomontaje. Ese dato me ayudó a
comprender todavía más el efecto que me provocó verla.
Así como involuntariamente el documental me reencontró con la imagen más buscada de mis
pesadillas, Michanie y Zubizarreta vuelven tras los pasos de Stern hacia el gran Chaco, llevando
sus retratos para que los habitantes se reconozcan. Esta suerte de intervención me recordó al
corto U lysse de la también intensa e imborrable Agnès Varda, en el que ponía a un hombre
adulto frente al curioso retrato de un instante de su infancia, que dice no recordar. Los
aborígenes de Stern dudan al momento de reconocerse, e indagan en los rasgos. Tal vez por la
forma de la nariz, o por la presencia del resto de la familia o cualquier otro detalle, pero lo que
se examina es el rastro del tiempo en el cuerpo. Soy yo, pero ya no.
Puedo citar una serie de datos: que es una fotógrafa alemana que se enamoró de un colega
argentino y que juntos escaparon de los nazis, primero hacia Inglaterra y luego hacia estas
tierras; que viene de la Bauhaus; que fue alumna predilecta de Walter Peterhans; que decidió
nacionalizarse argentina como su corazón; que cambió la fotografía publicitaria por una mirada
libre y personal del mundo, y muchos otros que pueden sacar del documental o de cualquier
sitio en internet que recoja información detallada sobre su vida. De hecho, recomiendo que lo
hagan. No es lo que pretendo con este texto.
Sobre Grete Stern hablan sus fotos.
Evocaciones de un cuerpo
El cuerpo estaba tendido sobre la vereda. Era un hombre grandote o más bien gordo. Tal vez no
era tan alto; así tirado y en medio del revuelo se dificultaba establecer su medida y forma
exacta. En ese momento tampoco me interesó si era alto o petiso, gordo o grandote, esto lo
pienso ahora que (d)escribo; en ese momento sólo me interesó el agujero que un proyectil había
hecho en el lateral izquierdo de su cabeza. Nunca había visto el tono de la sangre violentada.
Nunca había visto un muerto de cerca.
Dieciséis pisos más arriba de la torre de departamentos en la que vivía con mi familia, ubicada
en el centro del complejo de monoblocks de Lugano I y II, donde esa tarde un enfrentamiento
entre policías y ladrones culminó en tiroteo, el cuerpo de mi hermana se encontraba tendido
sobre la cama, inmovilizado a causa del síndrome de Rett, enfermedad congénita que afecta a
una de cada diez mil niñas. Una de cada diez mil.
Por ese entonces decidí ser bailarina. No estudiar danza, ser bailarina. Quería flotar, adueñarme
del aire, de cada espacio, quería llenarlo todo con mi cuerpo. Pero para ser bailarina tenía que
estudiar y entonces el cuerpo no flotó ni se adueñó de nada; se llenó de responsabilidades, de
heridas, de restricciones y normas, mucho antes de que llegaran las propias mutaciones que
conllevan su buena carga de malestares. Resulta que el cuerpo pesaba y el objetivo de la danza,
o de mi aprendizaje mediante la danza, era el de transmutar su materia. Tras diecisiete años de
pelea, mi hermana trascendió la suya.
Yo tenía doce.
Ese mismo día aprendí a nadar y ese mismo año abandoné la Escuela Nacional de Danzas.
El cuerpo de la imagen.
Con el tiempo -y diría que naturalmente- empecé a tomar distancia de la expresión física
(danza, teatro, circo y música) para ir tras la contemplación y la sublimación (fotografía y cine).
Esta decisión coincidió con mi primera experiencia viviendo sola, supongo como gesto de
supervivencia, de amor propio inconsciente. Pero mi acercamiento a la fotografía
definitivamente tuvo que ver con explotar el cuerpo detrás de la imagen; un cuerpo no mío pero
que igualmente lo implicara. Las artes escénicas me permitieron explorarlo y reconocerlo, pero
quedaba siempre e inevitablemente atado a una serie de marcaciones y, sobre todo, a un sistema
de emociones ajenas. Fue a través de la mirada que encontré lo que moraba dentro.
Busqué el cuerpo de la fotografía: el peso, la forma y los sonidos de cada cámara; las distintas
texturas de los papeles; los olores de los químicos; el calor de las luces en estudio; la materia del
mundo al salir en su búsqueda; el proceso de laboratorio que, en la plena oscuridad o a merced
de una luz roja y grave, potencia el tacto y el olfato. Se pone mucho de uno mismo durante el
proceso que implica darle forma definitiva a tan sólo una de las tantas imágenes captadas. Tal
vez sólo una cada cien se revela única, prodigiosa. Y yo disfrutaba de eso; de la dedicación, del
tiempo, de la eternización de un momento ya muerto.
El cuerpo en la mirada.
Las dos experiencias más intensas que viví como espectadora/voyeur tuvieron lugar en aquel
viejo estudio fotográfico. Dos imágenes se manifestaron de forma imprevista: la primera, de
Grete Stern, la segunda, de Robert Mapplethorpe. Ambas fotografías despertaron una sensación
literalmente física y violenta. Mi cuerpo las rechazó de inmediato, pero mi mente las atesoró
hasta el más mínimo detalle.
(Es curiosa la permanencia del cuerpo en la memoria. Lo que se pierde es recordado por sus
texturas, por sus olores, por sus colores, por sus sonidos…)
Breve evocación de la fotografía de Grete Stern: Blanco y negro. Una playa. Hacia el margen
derecho, y a la orilla del mar, una mujer vestida estilo años 50. Sus manos a la defensiva. El
cuerpo algo inclinado. Un tren con cabeza de tortuga, exhibiendo una furiosa y desdentada boca
abierta, surge desde el mar (y desde la diagonal superior izquierda del encuadre),
precipitándose a toda velocidad sobre la mujer.
Breve evocación de la fotografía de Robert Mapplethorpe: Blanco y negro. Nada de collage,
nada de surrealismo, nada de onirismo: dolor y sexo en primer plano y sin trucaje. Lo que en la
de Stern es amenaza simbólica, en la de Mapplethorpe es el momento mismo del exceso. A un
pene erecto, bellísimo, armónico, se le introduce la punta de una enorme y filosa cuchilla por el
meato. No la volví a ver, aunque no puedo dejar de hacerlo.
El cuerpo de la mirada.
Durante muchísimo tiempo me negué a hacer retratos. Prefería fotografiar objetos perdidos,
espacios vacíos, lápidas abandonadas, el silencio de la casa familiar; los huecos/huesos muertos
de un mundo/cuerpo voraz. Cuando fotografío o intento retratar personas, siento que lo
esencial que querría captar se pierde en el mismo instante en que apunto el objetivo sobre ellos;
se saben mirados.
A su vez, ¿cuánto queda de aquella primera mirada que invadió el cuerpo al ser, a su vez,
asaltada por una tercera que se multiplica hasta lo insospechado? ¿Cuánto queda del cuerpo
original al ser diseccionado en espíritu repetidas veces?
Tal vez, durante muchísimo tiempo me negué a dejar en evidencia lo más recóndito de mi
mirada, que es donde, popularmente dicen, reposa el alma.
Lo que sí dice es que en su intento por preservar a sus seres amados y a los mejores/peores
momentos de su vida, lo que erigió es el melancólico corolario de todo lo perdido.
Hay una imagen/ausencia que no logró captar pero que fue el motor que la impulsó a huir de su
casa natal hacia Nueva York e iniciar su propia familia, su propio camino. Cuando Goldin tenía
apenas once años, su hermana, de dieciocho, decidió recostarse sobre las vías del tren, en las
afueras de Washington D.C., para ver, como última y tal vez única voluntad, la brillante,
impiadosa e infinita luz del tren precipitándose a toda velocidad contra su cuerpo.
Si yo fuera Ali
Me encuentro sacudida, llorando como si hubiera visto la escena melodramática más intensa del
cine. Pero no, acabo de ver el documental When we were kings (1996) dirigido por Leon Gast y
Taylor Hackford, sobre la pelea entre George Foreman y Muhammad Ali, organizada por Don
King en Zaire en 1974.
“Si yo fuera Ali…” pienso, y me quedo detenida en ese sentimiento. Vuelvo a mí, a mi cuerpo
de metro y medio, diminuto, frágil, a la angustia de haber perdido tanto, otra vez, y a la
impotencia que ahora sé no es sólo mía. Sé que no soy ni podré ser nunca una mole de dos
metros, y que tampoco tendré la chance de cagarme a trompadas con alguien para descargar la
bronca que vengo acumulando, pero tengo un cuadrilátero que es la página en blanco y unos
buenos ganchos que son mis ideas. En realidad, más que Ali quiero ser ese nene zaireño que,
perdido en un plano breve a mitad de la película, se planta frente a la cámara imitando la
posición de guardia de su ídolo sin saber que con tan sólo su mirada podría derribarlo todo.
Broche de oro para otro domingo de trabajo. Bueno, no cualquier otro domingo,
específicamente el 10 de julio, un día después del inicio de los festejos por el bicentenario de
nuestra independencia, del “querido Rey”, del retroceso histórico, del miedo y la angustia que
los hombres de 1816 jamás envidiarían. Miedo y angustia siento yo, sentí ese domingo mientras
miraba desde mi celular todo lo que sucedía fuera del parque de temática religiosa que me
encuentra trabajando diez horas cada domingo. Aquél recién empezaba e iba a ser muy largo,
como venían siéndolo durante los últimos meses. No es casual que tras la asunción del actual
Gobierno los visitantes al parque disminuyeran de manera apabullante, y los pocos asistentes
prefieran comprar comida antes que adornos, imanes o cualquier tipo de recuerdo. Esto parece
una fiesta de disfraces entre desconocidos: chicos vestidos de romanos caminando de un lado
para el otro blandiendo sus espadas y látigos con abulia, hebreos barriendo los pasillos vacíos o
reacomodando parafernalia cristiana en los puestos de artesanos y Jesucristo resucitando cada
sesenta minutos a lo alto de una montaña hecha de no sé qué.
Desde mi celular leo que Macri twittea que está cansado y no podrá asistir a los festejos,
mientras Aldo Rico y compañía desfilan sus perversas sonrisas como jactándose de la
impunidad que les ha sido reintegrada, y la foto de un Falcon verde desfilando sin patente en
Junín empieza a viralizarse por las redes. Chau a todo. Chau a la posibilidad de seguir
creciendo profesionalmente, de poder tener algo más que lo básico. Un poco más, no
demasiado.
Una compañera (de trabajo, no en sentido peronista) comienza a celebrar a viva voz que los
militares hayan vuelto a desfilar, que eso le traía grandes recuerdos de infancia (para sacar
cuentas, supera los cincuenta años) y que extrañaba verlos. No digo nada. Se me queda
mirando. Yo pienso en mi viejo, en su lucha, en su exilio, en el horror que le quedó marcado
hasta la muerte, en la culpa del sobreviviente que devino depresión que devino cáncer. Jamás
pudo volver a dormir tranquilo. Si uno entraba a hurtadillas a su habitación mientras dormía, se
despertaba exaltado, en estado de pánico. La voz chirriante de mi compañera reaparece plagada
de quejas y lamentos por la escasez de visitantes. Me sonrío para no putear. Todo se torna
absurdo y denigrante y mi cuerpo empieza a ser un hervidero: tengo ganas de patear todo, de
estallar, de gritar, de llorar con bronca. Pero me contengo porque no puedo darme el lujo de
perder ese trabajo al que no puedo faltar porque estoy agotada.
Diez horas todos los domingos sumadas a las del trabajo que me ocupa de lunes a lunes: la
docencia y la escritura sobre cine.
Termina la jornada. Cierro el puesto y emprendo el regreso a casa. Es un largo camino pero lo
hago a pie mientras voy escuchando música y fumando. Hacer andar el cuerpo me ayuda a
liberar. Esa noche no. Esa noche la impotencia se había instalado como pocas veces. Llego, al fin.
Me saco todo de encima como buscando materializar el alivio de cargas mayores, y pongo el
documental que acababa de descargar para correrme de la tormenta. Mi cabeza se siente lo
suficientemente apesadumbrada como para lograr concentrarme en la película de buenas a
primeras o al menos como me gusta hacerlo. Esto alimenta mi sensación de impotencia porque
tengo ante mí al ser humano más carismático de la historia del boxeo (y de la historia a secas)
desplegando todo su atractivo en una película que, además, exhibía un magistral uso de las
herramientas formales. El montaje no sólo marca el ritmo externo de la narración sino los
sentidos internos de su discurso. Adentro y afuera, de la cabeza, del cuerpo, del ring, de la
realidad, de la película, de mí.
Desde el sillón y completamente hechizada, lo miraba caminar fuera de sí de una punta a la otra
de la habitación de hotel, con los ojos desorbitados, lanzando frase tras frase con una intensidad
religiosa, mística y al mismo tiempo salvaje, indómita. Esa mole negra de casi dos metros,
hermosa y desesperada, empezaba a exorcizar esa impotencia física mediante la palabra
vehiculizada por un cuerpo que da y recibe golpes como prolongación de la verdadera batalla
que se libra en su cabeza. Lo miro y pienso que la cabeza de Ali también debió ser un infierno.
Probablemente el boxeo haya sido su manera de materializar cargas mayores.
Ocho rounds le llevaron derrotar a Foreman, a fuerza de cansancio. Ocho rounds poniendo una
y otra mejilla. Pero Ali decidió apoderarse de su cuerpo, de su espacio, alimentarse de la masa
enérgica. Sólo necesitó un golpe para derribar a su oponente. Un golpe para noquearlo y una
enorme integridad para no rematarlo mientras estaba caído, aunque el impulso haya surgido.
Pero no, yo no quiero ser Ali. Quiero ensayar mi propia posición de guardia para plantarme
frente a todo, como el nene zaireño que, perdido en un plano breve a mitad de la película, con
tan sólo la mirada puede derribarlo todo.