Blanchot Este Juego Insensato de Escribir
Blanchot Este Juego Insensato de Escribir
Blanchot Este Juego Insensato de Escribir
por Mallarmé cuando la escritura deja de apuntar al mundo como referente y repara en
que es ella misma su propio elemento de especulación. Escribir sobre lo ya escrito.
Reflejarse en la propia desaparición, o en la desaparición del otro, porque eso significa
someterse a la acción fundamental de la escritura. Escribir encima de lo que otros han
escrito, por debajo o en un extremo que siempre es el mismo: una exterioridad, un
afuera. Escribir sobre unos que no eran nosotros, o bien, escribir sobre nosotros,
siendo otros, levantar las cortinas de la verdad respecto al tiempo, sumergirnos en el
torrente de palabras que nos arrastra hacia una improbable definición. Definición
inalcanzable, por supuesto, que sin embargo pretende cercar las palabras en el marco
de un enunciado. Porque hay y siempre ha existido una cierta calma, una isla segura
en saber que ha sido alguien quien ha dicho tal cosa. Un enunciado es algo concreto,
dice algo de lo real. Enunciar es una forma de arrancarle a las cosas sus verdades,
nos hemos dicho. De tal manera que enunciar cualquier cosa, apunta a una certeza
con la que queremos vivir, sin la cual no sabemos morir: enunciar quiere decir que hay
alguien detrás de las palabras.
"esto es real", "esto es mentira", "tal cosa es la verdad", "tal cosa son los libros".
Y es que escribir nunca se hace sin tener en cuenta su reverso y su absurda finalidad:
escribir es lo negativo de leer. Escribir posibilita desde su desaparición como acto la
potencia de una lectura. Se escribe porque la muerte acecha, se escribe para que
muertos alguien nos lea. Quien escribe lo hace para su muerte, y lo hace para unos
vivos que pueden ya o todavía no existir, pero que también serán agentes de muerte y
escritura. Blanchot nos dice que el que escribe, desde la escritura en las piedras –
pienso en Lascaux–, lo hace para algo más absurdo todavía, pues sitúa la pregunta:
«¿Qué era entonces?», y responde: «Un vacio ́ de universo: nada visible, nada
invisible.»
La escritura es este espacio inasible, esta nada que hace visible la invisibilidad misma
del sentido, su falta de fundamento, el fundamento de la desaparición. La escritura
como escena fundamental: como escena donde los fantasmas se reúnen para habitar
esta nada que invade el tiempo desde los mundos inmemoriales. Escribir para que
eso, todo, toda esa nada, sea asequible también al porvenir. Leer para desplegar un
universo lleno de vacíos infinitos. Eso es el tiempo narrado por la escritura, abierto por
la lectura: una sucesión de muertes desplegadas en la nada, una sucesión infinita de
abismos construidos con la palabra como materia prima.
Escribir porque ha de venir la muerte. No sólo la de la criatura que vamos siendo. Una
muerte final. Sino una muerte sin fin, un morir a cada instante. «Un funeral sentí,
adentro, en mi mente», dice Emily Dickinson, un funeral perpetuo en la escritura,
afirma el pensamiento.
Escribir y leer. Umbrales que dan paso al mundo de las fantasmagorías. Los muertos
nos hablan. Los escuchamos. La lejanía se disuelve sin completar finalmente una
presencia. Sin importar quién habla, de dónde vienen o hacia dónde van las palabras,
escribir requiere abrirse a las potencias mortíferas del tiempo. Es siempre el tiempo el
que habla y escribe. Incluso si se han establecido diferencias puntuales sobre qué
significa escribir, ese momento aislado de los otros, en contraste con el flujo imparable
del habla nuestra o el habla del mundo, lo que queda manifiesto es la imposibilidad de
hallar la fuente de esa imagen abierta por las palabras al desprenderse o situarse
férreamente a las cosas de la vida. No hay, ni habrá una marca que indique dónde da
inicio el habla, dónde la escritura. Hemos aparecido en el mundo sólo por la
benevolencia de dioses ocultos que antes de mostrarse a sí mismos han dotado al
horizonte de un sentido cifrado en significaciones que aparecen antes de que
aparezcan las preguntas por su dirección. Que nos dejan ver su huella, su pervivencia
en la poesía, en la literatura, sólo después de decirnos su estado imperfecto de
muerte, su muerte eterna.
Siempre está antes el significado de las cosas. Lo que viene después, y tantas veces
demasiado tarde, es el descubrimiento de que antes del significado debería ser visible
su necesidad, el por qué las cosas significan algo. Pero el cuestionamiento, la
indagación, no acontecen en un primer momento y apenas en un segundo instante o
en un momento posterior a la aparición del sentido y su engarce en la materialidad de
los objetos dispuestos en la realidad; el cuestionamiento sobre todo sentido adviene
sólo cuando ese sentido falta o se muestra insuficiente, cuando muestran las palabras
una naturaleza distinta a la de la materia de un mundo que sin palabras se disuelve en
la negra noche.
Pero esa naturaleza distinta tiene la cualidad de ser el límite mismo de todo lo que
puede ser pensado. No hay ser donde falta la palabra (Heidegger). Y, en sentido
complementario –es decir, casi contrario–, tampoco hay palabra que no tenga ser. La
palabra es el sentido del ser. Ser sólo es posible en medio de las palabras dichas o
escritas: e incluso si perdiésemos las cosas "reales", la cosa en sí, por descubrir el
artificio que une nuestro habitar (el lenguaje) con todo aquello que no es "humano" (la
realidad pura y para sí misma –si es que hay tal cosa-), se mantendría este mundo
pletórico de sentidos. El sinsentido es de hecho el único sentido posible para quien
renuncia a los consejos y advertencia de los dioses o los hombres, casi da lo mismo
una cosa y la otra aquí.
La falta de una palabra, de una escritura original, su mito, es sólo otra de las formas
en las que el mundo deviene mundo, pero esta estructura ontológica: habitar
poéticamente el cosmos, sólo nos habla de nosotros, de cómo toda precomprensión
antecede al pensamiento sin importar su singularidad, y la escritura en sus diferentes
acepciones es la que deja que las cosas bailen en medio de las significaciones que las
rodean, las embriagan y las poseen para dictar lo que puede y no puede llegar al ser.
Porque sólo es en esta danza macabra que la realidad se muestra viva o ya acabada.
Blanchot habla de una cultura ligada al libro, pero el libro no es ni siquiera su forma
artefactual, el instrumento hecho para facilitar la lectura, objeto final de toda escritura:
El libro, como depósito y receptáculo del saber, se identifica con el saber. El libro no es
sólo el libro de las bibliotecas, ese laberinto donde se enrollan en volúmenes todas las
combinaciones de las formas, de las palabras y las letras. El libro es el Libro.[2]
Toda escritura se abre porque el libro es inexistente y gracias a esto es posible tomar
un lápiz, marcar la hoja en blanco, hendir el filo del metal en la piedra, deslizar con
fuerza los dedos sobre un artefacto que hace atravesar las palabras por los
mecanismos de una extensión del pensamiento. Pero antes de cada una de estas
escenas, hay un libro imposible, que hace que las palabras puedan hilarse, que da pie
a que las imágenes se mezclen porque así se pondrá a prueba su decir, su sentido.
Un libro finalmente permite todo otro libro, y no hay libro sin este absoluto de sentido,
ni sin este libro inexistente:
El libro soporta tres interrogantes distintos. Existe el libro empírico; el libro vehículo del
saber; tal libro determinado acoge y recoge tal forma determinada del saber. Pero el libro
como libro nunca es solamente empírico. El libro es el a–priori del saber. No se sabría
nada si no existiese siempre de antemano la memoria impersonal del libro y,
esencialmente, la actitud previa al escribir y leer que detenta todo libro y que sólo se
afirma en él. Lo absoluto del libro es así el aislamiento de una posibilidad que pretende
no tener origen en ninguna otra anterioridad. Absoluto que después tenderá, con los
románticos (Novalis), luego más rigurosamente en Hegel y después, más radicalmente,
pero de distinta manera, en Mallarmé, a afirmarse como la totalidad de las relaciones (el
saber absoluto o la Obra), donde se realizaría tanto, la conciencia, la cual se capta a sí
misma y vuelve a sí misma después de haberse exteriorizado en todas sus figuras
dialécticamente ligadas, como el lenguaje, cerrado sobre su propia afirmación y desde ese
instante disperso.[3]
Ha de insistir Blanchot en ello, toda escritura es inevitable pero más aún toda escritura
es una huella de lo imposible. El tiempo la habita. Y es el mismo tiempo el que la
abandona a su suerte:
Sólo por una ranura entre la continuidad del sentido es que es posible articular
cualquier identidad. No hay obra, pero tampoco hay autor. La escritura se vuelve
entonces justo lo que ya mencionábamos: una escena, una desaparición, un acto de
magia y un artilugio, un salto al vacío, envueltos en las cadenas de frases, caída en el
tiempo del desastre.
[3] Ídem.
[4] M. Blanchot, «La inspiración», en: El espacio literario, p. 147.
Podemos ir por partes, para diseccionar hasta cierto punto sus formas de proceder, aunque
creo que de alguna manera su trabajo esquiva todo tratamiento puntual, frío o externo.
a) En cierto modo es una indagación por qué es la escritura desde la escritura misma.
b) Una aproximación a la literatura que no define un marco único ni claro, que trabaja más bien
con varios esquemas teóricos y puestos en operación al mismo tiempo, lo cual lo vuelve hasta
cierto punto inclasificable, por ejemplo, para los manuales que establecen las enciclopedias del
siglo XIX, pensemos justo en el trabajo de Hegel o de Novalis, o incluso el trabajo previo de los
ilustrados franceses, que definen artes, oficios, etapas históricas, géneros literarios (tragedia,
teatro isabelino, novela de iniciación, poesía, sólo por mencionar ejemplos), o bien, géneros
filosóficos, ramificaciones científicas, historia, y más tarde se sumarán tanto los ensayo de
divulgación, de crítica política o incluso el ensayo literario, etc., como los tratamientos
sociológicos, etnográficos, etc. Pero insisto en que Blanchot está operando en las grietas, en
las líneas que unen y separan los límites de algunas de estas modalidades de la escritura. Su
falta de determinidad tiene que ver con mantener la palabra en un plano tan amplio como
volátil.
Probablemente, se me ocurre, siguiendo algunas ideas de Foucault, que aquí la clave sea la
triada Blanchot-Bataille-Klossowski, la que hace ver que no es posible un tratamiento
totalmente exterior a todo aquello que ha de ser explicado o comprendido desde un discurso
escrito, es decir, desde el pensamiento como escritura. Es decir, que no hay un afuera del
discurso, y, en todo caso, Blanchot se mueve no por el "afuera", sino por sus márgenes, y
mostrando al mismo tiempo los callejones sin salida, las hibridaciones, el no-origen.
La escritura de Foucault, de Deleuze mismo, le deben a Blanchot haber hecho evidente (en
otros registros distintos a los mostrados por Nietzsche o Heidegger), que no hay realmente un
afuera de lo literario, y que todo discurso, incluido el filosófico, se dispone a los efectos de la
"ficción" o del relato al momento de establecer cómo han de exponerse los problemas del
pensamiento. La realidad tiene la tesitura de la ficción y viceversa.
En contraste con ciertas disciplinas o posturas que se abocan al tratamiento de la obra literaria
desde "sí misma", por ejemplo cierta narratología, la historia de la literatura, tratamientos
sociológicos o ideológicos (por ejemplo la explicación marxista de que las obras de arte
pertenecen a la superestructura en la distribución de los productos derivados de la estructura
en cada modos de producción, por ejemplo el tratamiento que hace Georg Lukács), o inclusive
la literatura comparada.
Este problema también implica que no hay "obra" que pueda ser aislada y objetivizada, es
decir, esto implica que no se puede definir ni dónde empieza ni dónde termina El Quijote, y
asumir esto implica también que recurrir a la historia de los géneros literarios y su evolución o
bien recurrir a la biografía del autor no servirá más que como un simulacro de tratamiento
"pseudo-científico". Saber datos históricos sobre Rayuela, o sobre París o Buenos Aires en la
década de los 60 no hace que la obra necesite el marco histórico para su apertura, si bien
estos elementos ayudan a construir la obra de una manera singularizada, incluso podría
pensarse que sin las referencias a las canciones de jazz y blues, sin conocer París o Buenos
Aires, Rayuela no es completamente bien leída, pero la resistencia mínima de toda obra
literaria es particularmente esquiva porque se encuentra disuelta ya no sólo por el lenguaje
(que es su "materia prima"), sino que está diluida en diferentes tiempos: el tiempo en el que
aparece (histórico), el tiempo de su escritura, el tiempo de su lectura, además hay cierta
densificación y auto-ocultamiento conforme la obra crece en el tiempo, además, aún sin los
datos históricos o geográficos precisos, hay algo que se puede comprender aunque sea
mínimo o reducido.
Hoy día, por continuar con el anterior ejemplo de El Quijote, no tenemos sólo una
interpretación, tenemos inclusive una historia de sus interpretaciones, complementarias entre sí
o contrapuestas e irreconciliables. El Quijote es ambas y ninguna. La obra no es la misma en el
siglo XVI que la ve nacer, ni en el siglo XIX bajo la luz abismática con que la lee el
romanticismo, ni en el siglo XX, después de que la consolidación de una lingüística
concentrada en las transformaciones lingüísticas o después de la literatura comparada, o
incluso el ensayo de reseña literaria que se divulga precisamente en el siglo XIX con la obra de
Sainte-Beuve o Baudelaire, por mencionar sólo un par de ejemplos (sobre esto podría revisarse
el Contra Sainte-Beuve, de Proust. Es decir, la historia y su discontinuidad van construyendo
estratos que aparecen y desaparecen de las obras. Y lo mismo que ocurre con la "literatura"
ocurre con la "filosofía". No hay un afuera de la obra, principalmente porque la obra está
extendida por las palabras mismas en su diseminación entre los acontecimientos pensados no
ya como sucesos aislados sino como red de relaciones y tensiones de fuerzas interpretativas
en un sentido ontológico.
Por ejemplo, aunque Blanchot mismo no lo sugiere de manera puntual, en su escritura ya están
asumidas las críticas de Hegel, Nietzsche o Foucault a la historicidad y su "transparencia", las
críticas al tiempo y a la temporalidad como un progreso o al historicismo que define cada tema,
acorde al espacio geográfico, o a la historia de las ideas. Blanchot entiende que una obra
literaria no comienza en el año de su publicación, ni se encuentra en el libro "físico". El
entramado del lenguaje hace imposible tal disección de la literatura respecto del resto de las
cosas. Por ello mismo Blanchot no supone un tratamiento "especializado" de la literatura. Lo
que hay es la experiencia del pensamiento-lectura o del pensamiento-escritura, y ni siquiera es
tan fácil distinguir una y otra cosa. La lectura es una forma de escritura. Y la escritura una
forma de lectura.
c) Estas cuestiones vuelven problemático el difícil asunto del origen. Sobre todo porque el
origen se desplaza en significación con el horizonte histórico que lo hace pensable.
d) A todo esto, por lo menos, habría que añadir que también hay un pliegue inmanente en la
lectura "personal" de la obra, la obra tal y como está en el libro se complementa con los
referentes del lector, que la hacen desplazarse no ya sólo por su horizonte de comprensión,
sino también con su experiencia singularizada y al mismo tiempo "compartida" (aunque a
medias) con la lectura que hacen otros lectores.
e) Por otra parte, en el tratamiento que hace Blanchot del trabajo de los literatos o de los
filósofos, hay una inmersión de los conceptos y las imágenes literarias en la "obra-Blanchot", es
decir, hay una suerte de fusión con aquello de lo que trata. Blanchot se introduce en las líneas
mismas de los autores que trata y sin hacer un análisis de investigación, lo que sí produce es
una extensión de ese pensamiento que ha "tomado"-"encontrado. Por eso, también habla de
una desaparición del sujeto-autor. La lectura-escritura permite estas zonas de hibridación del
pensamiento y de la obra misma, y quizá hasta de los "sujetos"-"autores": Blanchot continúa el
pensamiento-Hegel, la obra-Kafka, la sospecha-Nietzsche, etc. Esta parte está más o menos
aludida con el neutro del que habla Deleuze, concepto que ha recuperado precisamente de
esta experiencia de diseminación y contagio que ocurre en el acontecimiento de la literatura ya
no como objeto particular, sino como contaminación del "espacio literario" hacia su afuera,
hacia la "realidad". La lectura saca a la obra de sí misma, pero ese movimiento no sería posible
si el lenguaje mismo no hubiera hecho primero que esa obra se construyera con un "afuera"
que no es distinto de un "adentro". El mundo y el espacio literario forman parte del mismo
plano, en procesos constantes de tránsito. Con la filosofía pasará lo mismo.
Saludos cordiales.
C.