Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

El Puritano

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 4

“El puritano” (1926)

Horacio Quiroga

Los talleres del cinematoó grafo, esos estudios a cuyo rededor millones de rostros
giran en una oó rbita de curiosidad nunca saciada y de ensuenñ o jamaó s satisfecho, han
heredado del muerto taller de pintura su leyenda de fastuosas orgíóas sobre el altar del arte.
La libertad de espíóritu habitual a los grandes actores, por una parte, y sus riquíósimos
sueldos de que hacen gala, por la otra, explican estos festivales que no pocas veces tienen
por uó nico objeto mantener vibrante el pasmo del puó blico, ante las fantaó sticas, lejanas
estrellas de Hollywood.
Concluida la tarea del díóa, el estudio queda desierto. Tal vez los talleres teó cnicos
prosigan por toda la noche su labor, y acaso a uno o diez kiloó metros el tumulto diario se
prolongue todavíóa en una fiesta oriental. Pero en los sets, en el estudio propiamente dicho,
reina ahora el maó s grande silencio.
Este silencio y esta impresioó n de abandono desde semanas atraó s se exhalan maó s
particularmente del guardarropa central, vasto hall cuya portada, tan ancha que daríóa paso
a tres autos, se abre al patio interior, a la gran plaza enarenada de todos los talleres.
Para anular los riesgos de incendios, el guardarropa se halla aislado en el fondo de la
plaza, y su gran portoó n no se cierra nunca. Por entre sus hojas replegadas, en las noches
claras la Luna invade gran parte del obscuro hall. En ese recinto en calma, adonde no llega
siquiera el chirrido de las maó quinas reveladoras, tenemos en la alta noche nuestra tertulia
los actores muertos del film.
La impresioó n fotograó fica en la cinta, sacudida por la velocidad de las maó quinas,
excitada por la ardiente luz de los focos, galvanizada por la incesante proyeccioó n, ha privado
a nuestros tristes huesos de la paz que debíóa reinar sobre ellos. Estamos muertos, sin
duda; pero nuestro anonadamiento no es total. Una sobrevida intangible, apenas caó lida para
no ser de hielo, rige y anima nuestros espectros. Por el guardarropa en paz deambulamos a
la luz de la Luna, sin ansias, sin pasiones, ni recuerdos. Algo como un vago estupor se cierne
sobre nuestros movimientos. Pareceríóamos sonaó mbulos, indiferentes los unos a los otros, si
la penumbra inmediata del recinto no fingiera un vago hall de mansioó n, donde los fantasmas
de lo que hemos sido prosiguen un sutil remedo de vida.
No hemos agitado en vano el alma de las estrellas que nos sobreviven; no hemos
dejado cien veces dormir en sus brazos nuestro corazoó n, para que sus films presentes no
sean el comento nocturno de nuestros conciliaó bulos. Nuestro propio pasado –vida, luchas y
amores– nos estaó cerrado. Nuestra existencia arranca de un golpe de obturador. Somos un
instante: tal vez imperecedero, pero un solo instante espectral. El film y la proyeccioó n que
nos han privado del suenñ o eterno, nos cierran el Mundo, fuera de la pantalla, a cualquier
otro intereó s.
Nuestra tertulia no siempre reuó ne, sin embargo, a todos los visitantes del
guardarropa. Cuando uno falta a aqueó lla, ya sabemos que alguó n film en que actuoó se pasa en
Hollywood.
–Estaó enfermo –decimos nosotros–. Se ha quedado en casa.
A la noche siguiente, o tres o cuatro despueó s, el fantasma vuelve a ocupar su sitio
habitual en la companñ íóa que prefiere. Y aunque su semblante expresa fatiga y en su silueta
se perciben los finos estragos de una nueva proyeccioó n, no hay en ellos rastros de verdadero
sufrimiento.
Diríóase que durante el tiempo invertido en el pasaje de su film, el actor estuvo
sometido a un suenñ o de semiinconsciencia.
Cosa muy distinta sucedíóa con ella (no quiero nombrarla), la hermosa y vivida
estrella, que una noche hizo en el guardarropa su entrada entre nosotros –muerta.
No es para nadie una novedad el eó xito que alcanzoó en vida esta actriz en su brillante
y fugaz carrera de meteoro. De la mujer, poseyoó las maó s ricas calidades. La extrema belleza
del rostro, del cuerpo, del sentimiento –cualquiera de estos supremos dones puede por síó
soó lo derribar una alma femenina con su excesivo encanto. Ella, casi como un castigo, poseyoó
y soportoó los tres.
Todo le fue acordado en su breve paso por el Mundo. Conocioó las locuras del eó xito, de
la fortuna, de la vanidad, de la adulacioó n, del peligro. Soó lo las locuras del amor le fueron
negadas.
Entre todos los hombres que se le rendíóan, a su lado mismo o a traveó s de dos mil
leguas de clamor y deseo, ella se ofrecioó toda entera al uó nico ser capaz de desecharla: un
puritano de principios morales inviolables, que antes de conocer a la actriz habíóa puesto su
honor en su esposa y su tierno hijo de diez meses.
No es faó cil adivinar en un cuaó quero de rancia cepa como Dougald Mac Namara, el
estado de sus sentimientos; pero a nadie hubiera sido grato soportar el choque que en su
corazoó n libraban sus principios austeros con su culpable amor.
Ella lo habíóa conocido en el estudio, pues el afortunado mortal poseíóa intereses en el
cine. Y aunque ella no habíóa llegado a tenderle nunca los labios, sabíóa bien que, de haberlo
hecho, eó l le habríóa apartado los brazos de su cuello, ríógido y duro como el mismo deber. Las
razas rubias suelen dar de vez en cuando al Mundo uno de estos admirables seres,
eternamente incomprensibles para los que tenemos la conciencia y los ojos maó s obscuros.
Ella sabíóa bien que eó l la amaba; pero no como un hombre, sino como un heó roe. Y
cuando un amante usurpa para síó todo el heroíósmo del amor, al otro no le queda sino morir.
En suma: el padre de familia devolvioó , amargo hasta las heces, el caó liz de amor que
ella le tendíóa con su cuerpo. Y Ella, sin fuerzas para resistirlo, se matoó .
Suicida, en efecto, no podíóa Ella disfrutar de nuestra mansa paz, ni le habíóan sido
vedados el amor y el dolor. Su corazoó n latíóa siempre; y en sus ojos, profundamente
excavados, no podíóamos adivinar queó dosis de arseó nico o de mortal amor los dilataba auó n
con angustia.
Porque al reveó s de lo que pasaba con nosotros, Ella vivíóa a medias, sufríóa con
fidelidad la pasioó n de sus personajes. Cuando nuestros films se exhibíóan, nosotros, como ya
lo he advertido, desaparecíóamos de la tertulia. Ella, no. Permanecíóa recostada allíó mismo,
arropada de fríóo, con la expresioó n ansiosa y jadeante. Simulaó bamos no notar su presencia en
tales casos; pero cuando apenas concluida la proyeccioó n se incorporaba en el divaó n, ella
misma nos expresaba entonces su quebranto.
–¡Oh, queó angustia! –nos decíóa descubrieó ndose la frente–. Siento todo lo que hago,
como si no hubiera fingido en el estudio... Antes, yo sabíóa que al concluir una escena, por
fuerte que hubiera sido, podíóa pensar en otra cosa, y reíórme... Ahora, no... ¡Es como si yo
misma fuera el personaje...!
Bien. Nosotros habíóamos llegado legalmente al teó rmino de nuestros díóas y nada les
debíóamos.
Ella habíóa tronchado los suyos. Su vida inconclusa sufríóa un fuerte deó ficit, que su
fantasma cinematograó fico se iba cobrando, escena tras escena, de lo que ella habíóa supuesto
fingidos dolores...
Debíóa pagar. De su amor, nada nos habíóa dicho, hasta la noche en que al concluir su
tarea murmuroó amargamente:
–¡Si al menos... si al menos pudiera no verlo...!
¡Oh! No nos era tampoco necesario recordar, para que comprendieó ramos el
sufrimiento de la pobre criatura: noche tras noche, despueó s de un mes de completa
desaparicioó n de Hollywood, Mac Namara asistíóa desde la platea del Monopole, y sin faltar a
una, a las cintas de Ella.
Nunca hasta hoy la literatura ha sacado todo el partido posible de la tremenda
situacioó n entablada cuando un esposo, un hijo, una madre, tornan a ver en la pantalla,
palpitante de vida, al ser querido que perdieron. ¡Pero jamaó s tampoco fue supuesta una
tortura igual a la de una enamorada que ve por fin entregarse al hombre por quien ella se
matoó , y que no puede correr delirante a sus brazos, no puede mirarlo, ni volverse siquiera a
eó l, porque toda ella y su amor no son ya maó s que un espectro fotograó fico.
Tampoco debíóa ser risuenñ o lo que pasaba por el corazoó n del puritano, cuya mujer e
hijo dormíóan en sosiego, pero cuyos ojos abiertos contemplaban viva a la actriz. Hay
sentimientos a los que no se puede dar cuerpo verbal, mas que es posible seguir
perfectamente con los ojos cerrados. Los de Dougald Mac Namara pertenecíóan a este
geó nero.
Para nosotros, sin embargo, uó nicamente la situacioó n de Ella ofrecíóa vivo intereó s. Es
muy triste cosa haber muerto en vano, cuando la vida exige todavíóa lo que ya no se le puede
dar.
–¡No es posible –dejaba ella escapar a veces despueó s de su trance– sufrir maó s de lo
que sufro!
¡Tres cuartos de hora vieó ndolo en la platea...! ¡Y yo, aquíó...!
Insensiblemente, todos habíóamos olvidado nuestros paseos a la luz de la Luna y
nuestros cuchicheos sin calor, para no contemplar sino aquel tormento. Presentíóamos de un
modo obscuro que Ella no podríóa resistir las torturas que con una crueldad sin ejemplo
proseguíóa infligieó ndole su vida trunca.
¡Morir de nuevo! ¿Pero nunca, nunca debíóa hallar descanso quien lo buscoó rendida
maó s allaó de la existencia, comprando con punñ ados de arseó nico la paraó lisis de su amor?
–¡Oh, morir! –decíóa ella misma, oprimieó ndose la cara entre las manos–. ¡Y no verlo,
no verlo maó s!
Pero del otro lado de la pantalla, Dougald Mac Namara no apartaba sus ojos de ella.
Una noche, a la hora triste, mientras Ella yacíóa inmoó vil en el divaó n, semioculta por
cuantos plaids habíóamos podido echar sobre su cuerpo, la joven apartoó de pronto las manos
de sus ojos.
–No estaó ... –dijo lentamente–. Hoy no ha venido...
La proyeccioó n de la cinta continuaba, pero la actriz no parecíóa ya sufrir la pasioó n de
sus personajes. Todo se habíóa desvanecido en la nada inerte, dejando en compensacioó n un
sendero de líóvida y tremenda angustia, que iba desde una butaca vacíóa hasta un divaó n
espectral.
Ni a la noche siguiente, ni a la otra, ni a las que le sucedieron por un mes, Dougald
Mac Namara volvioó .
¿Debo advertir que desde media hora antes de la exhibicioó n en todas esas noches,
nuestros labios permanecieron mudos, y que desde el primer chirrido del film, nuestros
ojos no abandonaban a la enferma?
Tambieó n ella esperaba –¡y de queó modo!– el comienzo de la proyeccioó n. Durante un
largo rato –el tiempo de buscarlo en la sala–, su rostro adelgazado por el suicidio lucíóa hasta
lo fantaó stico de ansiosa esperanza. Y cuando sus ojos se cerraban por fin –¡Mac Namara no
habíóa ido!–, el aplastamiento agoó nico de sus rasgos soó lo era comparable al delirio anterior.
Nuevas noches se sucedieron, en vano. La butaca del Monopole proseguíóa desierta.
En un austero hogar de cualquier alameda, un hombre de principios ríógidos debíóa de
velar el suenñ o de su casta esposa y su puro infante. Cuando se ha resistido a una caó lida boca
que implora ser besada, se resiste muy bien a una danzante ilusioó n de celuloide. Despueó s de
un instante de flaqueza, Mac Namara no retornaríóa maó s al Monopole.
Tal lo creíóamos. Ella no expresaba ya sus deseos de morir; se moríóa.
Una noche, por fin, al breve rato de iniciarse la proyeccioó n, y mientras nosotros no
perdíóamos de vista su semblante, sus manos de muerta se arrancaron bruscamente de los
ojos.
Suó bitamente su rostro se iluminoó de felicidad hasta ese radiante esplendor de que
soó lo la vida posee el secreto, y tendiendo los brazos adelante lanzoó un grito. ¡Pero queó grito,
oh Dios!
Lo ha visto... –nos dijimos nosotros–. ¡Ha vuelto al Monopole!
Era maó s. Allaó , en un lugar cualquiera del Mundo, el puritano de ríógidos principios
acababa de pegarse un tiro.
Hay algo, pues, superior a la Muerte y al Deber. A dos pasos de nosotros, ahora, los
amantes estaó n estrechados. Nunca se separaraó n. EÉ l sofocoó su amor impuro, fue vencido
temporalmente cuando iba a esconderse en una butaca, y regresoó por fin triunfal a su hogar
austero. Ahora estaó a su lado, en el divaó n.
Ella sonríóe de dicha casi carnal, pura como su muerte. Nada debe ya al destino y
descansa feliz. Su vida estaó cumplida.

También podría gustarte