Nicolas Rosa y Otros
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Nicolás Rosa
LA POESÍA ES LA TENTACIÓN DEL DESASTRE
REPORTAJE
por Daniel Freidemberg
Usted es uno de los pocos críticos argentinos que reflexionan y escriben sobre poesía. ¿Qué le sucede a la crítica con la
poesía? ¿Hay dificultades específicas que plantea el género?
—Usted me halaga, pero debo decirlo con Bataille: yo me acerco a la poesía, pero siempre yerro. Entonces habría que
dirimir si existe algo que podamos llamar "crítica de poesía" o "crítica de narrativa", si habría una serie de estructuras que
den cuenta de formas distintas de la crítica. Podríamos decir que la poesía engloba todo ¿no? Sería aquello que
tradicionalmente se llama "la literatura".
—En sus trabajos, sin embargo, me parece ver una atención más, digamos, minuciosa hacia los textos que se presentan
dentro del género "poesía".
—Sí, es probable que, más allá de las hipótesis, uno enfoque de manera diferente los textos a los que se enfrenta cuando
tienen formas diversas de armado, o por lo menos aparentemente distintas. Pero ¿por qué no se podría leer poéticamente
una novela? Recuerdo novelas totalmente dialogadas, que en última instancia pueden ser consideradas como textos
dramáticos, y con las que siempre tengo la impresión de estar leyendo poesía. Por ejemplo, Una herencia y su historia, de
Ivy Compton-Burnett, la más grande novelista inglesa —con perdón de Leonard Woolf—, que ya nadie lee. Porciones
muy grandes de los textos llamados teatrales de Shakespeare —¿o todos?— son poesía, no sólo los sonetos.
—¿Pero qué sería eso que la lectura desata? ¿A qué cosa llama usted "poesía"?
—Habría que pensarlo desde la perspectiva heideggeriana, ¿no?: la existencia de una estructura lingüística que supera a lo
que llamamos la lengua. He vuelto a Heidegger superando el estructuralismo, pero esta vuelta pasa por Lacan. La poesía
—y usted me pide imposibilidades— sería algún régimen de la palabra más allá de su pura expresión lingüística, un
régimen por el cual pasaría un grado último de la poesía, al margen de las formas genéricas (narrativa, poesía, etcétera).
Yo he reflexionado mucho sobre los aspectos que caracterizarían a la literatura, para distinguirla de otros discursos
circulantes, y llegué a la conclusión —banal por cierto— de que no hay nada que especifique en última instancia a lo que
llamamos la literatura, al margen —claro— de los efectos puros de lectura. Creo, sí, que la literatura, entendida
estrictamente como poesía, sólo se define en función de lo que podemos llamar una intensidad: dice lo que dicen otros
discursos pero lo dice más intensamente. Pero, bueno, no hay varias lecturas posibles de un poema, hay una sola lectura
imposible.
Vista desde ahí, la poesía no sería un género literario pero tampoco lo que proponía Jakobson: un modo de la lengua.
—Es que la poesía no puede definirse en última instancia por su puro valor lingüístico, más allá de la excelencia de ese
valor, sino por la trascendentalidad del lenguaje, aquello que hemos llamado "la máspalabra". No se define por la
estructura sino por aquello que convoca: el silencio. En algún momento dado, la lengua, para ser poesía, tiene que dejar de
ser lenguaje: estar más allá. Creo que sólo los grandes poetas —incluidos los que escriben grandes novelas— usan la
lengua en ese sentido, fuera de su identidad. Tal vez este tipo de experiencia sea comparable a la experiencia mística, en
donde el más allá de la palabra sólo sea definible en función del silencio. Lo importante sería saber si ese silencio es el
mismo para el escritor y el lector.
—¿No es esta "intensidad" lo mismo que proponía Pound cuando decía que "la gran literatura es el idioma cargado de
sentido al grado máximo"?
—Diría que la idea de intensidad, como la aplico en este caso, es mucho más amplia, y tendría un sentido transnegativo.
Dentro de ella habría una fórmula específica para lo que podemos llamar "intensidad de sentido". Es difícil determinar en
última instancia qué grado de intensidad de la palabra hace que la palabra, que es puro elemento de la lengua, pase a otro
nivel, que es el de lo estrictamente poético. Determinarlo, precisamente, es algo propio de los grandes poetas, como
Pound, cuando reflexionan sobre su propia poesía o sobre la poesía de otros. Eso, creo, es lo que tradicionalmente llaman
"el arte poética". La pregunta de los poetas sería "¿hasta dónde podemos destruir la palabra para que siga significando?"
Porque la poesía no tiende a construir palabras: tiende a destruirlas. La poesía es la tentación del desastre.
Los poetas, según lo que usted dice, estarían siempre bajo la amenaza de la experiencia mística: si el silencio habla por sí
mismo, para qué escribir.
—Ya Klébnikov hablaba de formas trans-racionales de la lengua. Habría una experiencia que va más allá de lo puramente
lingüístico y que apelaría a pulsiones muy profundas: la pulsión extremada lleva al grito, al llanto, a la salmodia, si usted
prefiere al letargo... o al aburrimiento. La poesía forma parte de esos horizontes absolutos de la lengua, y en donde la
lengua se detiene, que podrían ser la experiencia mística y la experiencia revolucionaria. Por eso, la experiencia poética es
riesgosa de a-semantismo. Los grandes poetas están atacados por el peligro de vincularse no con la alta significación sino
lo contrario. El riesgo del barroco es el asesinato de la palabra. La ostentación barroca es ostensiva en grado cero, de tal
manera que convoca al dibujo del objeto, su figurabilidad y no su representabilidad. La poesía se define en función del
mutismo que la funda.
—Recuerdo siempre que un alumno mío tenía la intención de re-escribir poéticamente El capital. Puede ser tomado como
una boutade, pero me gusta suponer que él pensaba otra cosa: llevar las palabras de Marx a un grado tal de intensidad por
el cual un discurso crítico de las formaciones económicas, o el análisis discursivo de un aspecto económico de la realidad,
pudiesen convertirse en poesía. O podemos pensar, también, en la experiencia del teatro surrealista, donde los sonidos
importaban por sí mismos. Cuando hablo de poesía pienso en la intensidad de la experiencia más que de la palabra misma,
o de la palabra que de alguna manera dé cuenta de ésa experiencia. No "lo empírico" sino una experiencia profunda: lo
que podemos llamar la Erlebnis. La voz, por ejemplo, que de alguna manera se define en contra de la palabra misma: lo
que podemos llamar la voz gutural—la voz entrañable, de las entrañas— y, si se quiere, el llanto de la tragedia griega:
sonido y olvido de la palabra.
Es sorprendente que un autor de teoría, en 1991, piense a la poesía como "experiencia", cuando ningún crítico y hasta,
diría casi, ningún poeta, se atreve a hablar de literatura sin apoyarse en términos lingüísticos, semiologicos o
psicoanalíticos.
—La "experiencia poética" puede ser entendida como una experiencia del afuera, en el sentido en que Freud usa esta
expresión en Más allá del principio del placer, de un nuevo espacio que sólo puede nombrarse "más allá del lenguaje", y
uso esta expresión para no decir "metalingüístícamente", lo que acarrearía otro tipo de problemas para mi posición. La
única cosa que puedo pensar más allá del lenguaje son las matemáticas, el lenguaje poético es matemático porque es
hipocorístico, amenguado, abreviado, y para colmo formulario: en los grandes poetas todo puede ser reducido a fórmulas,
perdón, son fórmulas, maternas. Por eso es difícil hablar de poesía, eso explicaría la ausencia de crítica en la poesía, todo
se reduciría a formular una metamatemática. Y eso es improbable.
—Yo, en realidad, me refería a otra cosa: me llamó la atención la reaparición de una idea, "experiencia poética", que antes
era frecuente en el pensamiento de muchos poetas. ¿No resulta un tanto impropia para cualquier pretensión de precisión
científica en la crítica?
—La "precisión científica" de la que usted habla está en la "incertidumbre". Pensemos, por ejemplo, en el aspecto
"confuso" del lemguaje poético. Lo que aparece como confuso es, para decirlo axiomáticamente, su no entrada en relación
con ningún discurso circulante. No encuentro operatorias técnicas —vengan del psicoanálisis, de la lingüística, del campo
del formalismo o de la teoría crítica— que puedan en última instancia operar sobre este elemento. Todo lo contrario:
cuando es realmente alta poesía —desde el Dante, insisto, hasta Proust y el Finnegan's Wake de Joyce—, creo que la
única manera de dar cuenta de esa poesía es inventar otro registro que aspire a ser altamente poético. Porque —reitero—
la poesía es lo que queda fuera del campo de la definición y de la circulación, lo que está de alguna manera como
excrecencia del discurso circulante: aun del discurso de la literatura misma. No forma parte del campo de la definición
sino de la obstinación.
Cómo sería "estar a fuera del discurso de la literatura"?
—Podríamos pensar si las palabras de todos los días no son palabras poéticas más que aquellas que formarían parte del
gran diccionario de la poesía, desde Homero en adelante. Simultáneamente al uso funcional del lenguaje, la poesía se
opone al uso específico de ciertos registros de la lengua que pueden pasar por poesía. La poesía no tiene registros
específicos: la pienso como una especie de transmigración de la palabra poética hacia la "lengua" positiva. En un
momento determinado, la lengua de todos los días aparece como el resorte, y le diría el fundamento, en donde la poesía
puede afirmarse. Y esa afirmación es instantánea. Quiero decir que es probable que la poesía aparezca por momentos,
instantáneamente, y vuelva a desaparecer. Fulgurantemente. Bueno, eso lo ha dicho Pound, y también lo dijo Valery: de
todo un poema ¿qué puede quedar para la poesía? Tal vez un verso, tal vez la mitad de un verso, o quizá de ese verso
quede una palabra.
—¿Diría entonces que la poesía actúa como una "presencia"? ¿Sería aquello que hace que las palabras o el discurso —
cualquier palabra, cualquier discurso— adquieran poeticidad?
—Desborda los apriori kantianos de tiempo y espacio, supera el régimen de las sucesividades, disloca la temporalidad
para producise por instantes y por intensidad (no en el sentido normativo de la intensificación, sino en el sentido lógico de
la intensión: no es la intensificación de lo cuantitativo sino la in-tensión de la intensidad). Por eso no hay "diccionario" de
la palabra poética, aunque algunos lo supongan.
—Acostumbro decir que la poesía, como forma última de la literatura es un discurso que no dice nada a nadie (y, en ese
caso, ¿qué valor social acordarle?), por lo tanto no podría producirse la distancia como para lo que podemos llamar un
análisis crítico. Hay un término que he acuñado —como usted ve me gustan los registros formularios— que es el de
"perfusión". Ya no consiste en establecer, digamos, un descubrimiento del sentido propio de la poesía que se analiza, sino
lo contrario: es someterse a la poesía misma, que la poesía genere, en última instancia, el vocabulario y el texto de la
crítica, y no como en el caso de la crítica de la narración, que mantiene su propia técnica, su propia ideología, su propia
lengua. En el caso de la más alta poesía, en la cual incluyo a las grandes novelas, se llega a un nivel de saturación de la
lengua ante el que, en última instancia, no se puede operar en función de proyectos ideológicos o de proyectos retóricos.
Mi posición, al respecto, es que para hablar de poesía las palabras las dicta el poema, me dejo atravesar por el diccionario
propio de la poesía que analizo. Hay que traicionar al lenguaje para hablar de poesía.
En los hechos, sin embargo, podríamos decir que también la crítica tiene mucha influencia en la poesía, o por lo menos en
las cosas concretas que se escriben. Tal como se dan las cosas, es muy frecuente que los poetas se sujeten —no digo que
siempre conscientemente— a una suerte de dependencia de lo último que dijeron los críticos, o lo que dicen con más
fuerza o podrán decir...
—En función de la poesía de la que hemos hablado esto no se sostiene, ¿no es cierto? Pero es evidente en el nivel de lo
puramente institucional, si no hablamos de poesía sino de libros de poesía. Sucede un fenómeno muy interesante, por el
cual, en algunos libros, la literatura está no solamente sujeta a la crítica sino de alguna manera se convierte a sí misma en
crítica, yo creo que para oponerse un poco, o para adelantarse, a la crítica. Es el caso de ciertas novelas que están
circulando en este momento en el ambiente de la literatura porteña. En mi caso particular, el fenómeno es a la inversa: la
lectura de la poesía me aporta elementos "teóricos" y "críticos".
—¿Hay diferencia entre sus lecturas "por gusto" y sus lecturas "profesionales"?
—Uno trata de desembarazarse de los problemas, digamos, de la profesión cuando lee cualquier tipo de texto. Lo que me
interesa es una relación de enamoramiento con los textos, con todos los avatares que tienen las relaciones amorosas y,
curiosamente, en los últimos años, los textos que me producen más placer y, a veces, algún tipo de goce, son los textos
poéticos, más que los textos narrativos que incubaron prácticamente todas las lecturas de mi infancia.
Yo leo desde los catorce años —porque hasta ese momento era totalmente ágrafo e iletrado—, y a partir de que descubrí
eso que se llama la lectura no lo pude dejar: es mi droga diaria, casi una toxicomanía, una pasión diaria...pero una pasión
extinguida, ¿no? Me interesa mucho el cine, no dejo de ver videos, pero fundamentalmente mi experiencia es de lectura.
Yo no leo, des-leo, y en función de un objeto muy determinado: el libro. Al libro lo puedo volver a leer, dar vuelta las
páginas, someter la sensualidad de la mano al hojear, y al ojear -ahora sin hache- las páginas. Tengo la posibilidad de
volver hacia atrás, de leer el final y después volver al principio: todas las permutaciones que permite la entrada a un texto
tan multiforme como En busca del tiempo perdido, o los Cuatro cuartetos de Eliot.
—¿Y qué pasa cuando oye poesía, por ejemplo leída o recitada en voz alta?
—Es nada más que poesía escrita de otra manera, letrificada de cierta manera. Cuando oigo, por ejemplo, una grabación,
me interesa de qué manera aparece letrificada la voz de la poesía, no la del poeta o la del recitante sino la de la poesía. No
se trata de establecer alguna distinción entre la poesía tradicional, que se recitaba, y la poesía escrita actual. Pensemos que
antiguamente no se leía en silencio: el texto escrito era como una partitura para que el lector lo leyese con su voz. Y esto
me interesa mucho: siempre he sostenido que la voz no ha desaparecido del texto, más allá de todos los registros registros
de la letrificación y de las formas actuales en las que el grafismo aparece como absoluto. Hay dos casos muy elementales
en los que aparece aún la voz: el psicoanálisis y el canto, pero aun en el texto puramente escrito la presencia de la voz es
para mí fundamental. Yo leo la voz que está ceñida al texto escrito, y que aparece con mayor o menor claridad, digamos
que es intermitente. Nunca doy mi opinión sobre un poeta si no lo leo en voz alta, como letra del otro.
—¿Podemos decir que la poesía se niega al anonimato? Se me ocurre pensar que, conozcamos o no al autor, si es poesía
siempre hay una voz singular que la sostiene.
—Totalmente de acuerdo. La voz sigue siendo singular, la escritura es oficial. Es una burografía. Cuando la poesía que
leemos en un texto escrito no resuena o no hace aparecer una voz distinta, es que la poesía desfallece. La voz es el instinto
de la poesía. No es el yo: la voz es un tercero.
En la Argentina se escribe mucha poesía y, para bien o para mal, una buena parte se publica. ¿Está al tanto de lo que se
escribe? Y, si es así, ¿cómo hace?
—Tengo una gran biblioteca de poesía y por suerte no me ha costado un centavo. Está formada por la generosidad de los
poetas, que me envían sus obras, incluso personas que desconozco. Yo leo todos los libros que me mandan, pero en la
única forma en que leo cuando leo poesía: fragmentariamente. Nunca tomo un libro de poemas para leerlo desde el
principio al final. No se trata de leer desde el final, sino fragmentariamente, y puedo también comenzar fragmentariamente
desde el principio. Sigo las leyes estrictas del azar. Y pruebas al canto: me permite que le recite este poema de un
anónimo que se hace llamar Luis Alberto Harriet, un poeta botánico: "figura / fuera del cielo / Segar / de los cuerpos /
Albahaca poda"...
—Si, pero ¿cómo orientarse en esa descomunal masa de textos para disfrutarlos?
—En nuestro país, usted lo sabe mejor que yo en tanto es poeta, poeta de la palabra nacional —austera— mientras que
otros lo son de la palabra argentina —plateresca—, están esas discusiones que se mantienen entre barrocos, neo-barrocos
y en más, y los románticos y neo-románticos y en plus, digamos entre la lengua voraz y entre la lengua artera, la artería de
la lengua. Si usted me permite hurgar entre los poemas más que entre los poetas (el poeta es siempre el esmeril de su
propia poesía), atraído por el furor taxonómico diría de la lucha de las sectas, no en el sentido geométrico sino en el
sentido eclesial, que por otra parte es una buena manera de clasificar —toda taxonomía es imperativa—, la lucha entre los
concisos (como decía Borges de los cismáticos: los histriones), los —hiperbólicos— y los parabólicos, y entre ellos los
que prefiero, los diabólicos o separadores o sectum que se oponen a los simbólicos. Bueno, habría que restablecer, de esta
manera, la retórica de la poesía de Dubois, con especial referencia a la poesía argentina actual. ¿No?
—No sé. Yo nada más quería preguntarle cómo resuelve usted un problema que se me presenta como lector: a veces,
quiero decir, no consigo "sintonizar" con lo que un texto tiene de poético, no me produce más que desconcierto o fastidio
y recién mucho después —años, a veces— encuentro "eso" que se me escapaba, o no lo encuentro nunca o no hay nada
que encontrar. Uno entonces tiene que ejercer algo asi como una constante gimnasia mental para leer con placer entre una
extenuante cantidad de propuestas poéticas muy diferentes entre sí, si no quiere leer solamente lo que ya le gusta...
—Si partimos del presupuesto de que para la poesía no hay código posible, lo que me importa es la unicidad que tiene el
poema. Es un elemento discutible, pero capital para mi lectura poética. Esa unicidad parte del supuesto de que, en primer
lugar, no hay género poético, y en segundo, no hay formas específicas de registros poéticos (el registro del barroco, el
culterano, los herméticos, los registros lacónicos). Todo lo contrario: si cada poema tiene su propio régimen, es el régimen
que me impone para su lectura. Creo en la objetividad propia del poema. Yo creo que, por eso, los grandes poemas se
convierten en objetos totalmente contundentes. Son realistas. Imponen su propia forma de organización de la palabra,
marcan una legalidad, pero una legalidad propia de cada poema. Si de un libro puedo rescatar un poema o dos, considero
que es un libro justificable. Contribuye por un lado a la fatalidad de la belleza, quiero decir el encuentro fallido y fugaz, el
infortunio del significante en la red de la tyjé y el automatón, y por el otro, a la matemática alterada del instante. La
belleza ha sido desde siempre, un valor precario.
Nicolás Rosa. Crítico y ensayista argentino nacido en Rosario. Fue doctor en Literatura Comparada de la Universidad de
Montreal (Canadá), profesor consulto de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesor permanente de la Universidad
Nacional de Rosario (UNR). Dictaba las cátedras de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la
de Análisis y Crítica II en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR donde también se desempeñaba como director
de la Escuela de Posgrado. Conocido también por ser traductor de Roland Barthes, fue presidente de la Federación
Latinoamericana de Semiótica y del comité científico de la Revista "DeDignis" (París). Rosa escribió libros como "Crítica
y Significación" (1971), Léxico de Lingüística y Semiología" (1976), "Los fulgores del simulacro" (1982), "El arte del
olvido" (1991), "Artefacto" (1992), "Tratados sobre Néstor Perlongher" (1997), "La lengua ausente" (1998), "Manual de
uso" (Valencia, 1999), "Historia de la crítica literaria argentina" (2001), "Historia del ensayo argentino" (2002), "La letra
argentina" (2003) y el reciente "Relatos críticos cosas animales discursos" editado por el sello Santiago Arcos.Sus ensayos
fueron publicados en revistas de Estados Unidos, Francia, Canadá, España, Alemania, Brasil, Uruguay y Argentina, entre
otros países. En tanto fue traducido al inglés, francés y portugués. Falleció el 25 de octubre de 2006, víctima de una
enfermedad cardíaca.
Nicolás Rosa
SI ESTO NO ES UNA PIPA, ¿entonces qué cosa es?
O CÓMO LEER Y ESCRIBIR
Leer y escribir parecen ser las dos operaciones fundamentales de la cultura. Si la anterioridad de la cultura es o puede ser
pensada como nada, como vacío o como primitivismo, es porque siempre se ha señalado la función de esta extraña
operación que es escribir como un rastro, una huella, una marca, una traza, un surco, como formas del arar, o del parcelar,
cortar, roturar, y las operaciones concomitantes, cercar, alambrar, fronterizar, limitar, y luego, —precedencia lógica pero
no confirmada por la historia— y luego, inclinarse, componerse, encogerse, acuclillarse, arrodillarse, acostarse, para leer.
Operaciones realmente extrañas si las pensamos no desde el saber, sino desde el hacer, no desde la mirada sino desde la
mano, como una actividad manual, una práctica transformadora manipuladora que amasa tierra púrpura, arcilla, fango o
tegumento, industria textil de la letra, o piedra, sílex, grafito, caliza, elaboración lapidaria de la escritura, para inscribir en
el espacio vacío un gesto notoriamente ambiguo, que participa simultáneamente del recuerdo y del olvido, puro gesto
indecidible, escándalo semiótico, que se encarnó en los primeros pictogramas, en la litografía oscura de los petroglifos
iniciales: ¿rastro del sujeto o de la especie? ¿signo o señal? ¿expresión o interpelación? La diversificación de estas dos
funciones da lugar a dos posiciones ideológicas: unos escriben, otros leen. Ahora, hoy, los que escriben dicen ser lectores
y los lectores dicen ser escritores. No es sólo un cambio de posiciones, una simbiosis posible, un entrecruzamiento
topológico; creo más bien que es una modificación de la Costumbre, una vacilación del Hábito, una minúscula catástrofe
de la Usanza, una pequeña conmoción del Rito que entraña una modificación corporal, un cambio proxémico, una torzada
gestural, una transacción de la postura. ¿Cuál es la postura que le conviene al escritor? De la mano —ahora a medias
amputada por el computer— a la mirada —a medias cegada por el recuerdo y la tradición— se abre un espacio donde
transcurre quizá la mayor parte de la historia de la cultura. La otra parte, como es sabido, transcurre entre la voz y la
mano, entre el sonido y la letra. Cuando tomo un libro en mis manos para leer —soy un lector clásico— nunca puedo
olvidarme de su condición de libro, su peso, su volumen, la textura de su tapa, su grafía. No es manía de bibliófilo, esta
sensualidad no forma parte de mi estética ni de mi bolsillo, sólo que no puedo menos que sopesar el valor industrial del
libro, la historia de su producción, la historia de su circulación. El sistema de producción capitalista exige para la escritura
un sedentarismo no exento de cierta energía, una energética degradada que oculta y revela simultáneamente el brillo de
cierta actividad lúdica en plena industria, y para la lectura, la aceptación de cierta molicie, leer en la cama, acostado, como
la figura de un potlach semiótico y una proximidad manifiesta con otros ritos y costumbres.
El imaginario de la lectura es más rico, pero más velado que el imaginario de la escritura. El primer velo que se echa sobre
la lectura es el de su accesibilidad. Todos pueden leer, como si una pandemia hermenéutica hubiese sacudido los orígenes
del mundo. Las primeras letras en realidad son, para la alfabética liberal, una escena de lectura. En el imaginario textual
de nuestra cultura hay numerosas escenas de lectura y pocas escenas de escritura. En primer lugar, porque la lectura —
femenina— puede fingirse —recordemos la escena de la lectura simulada en los escritos de Lévi-Strauss por el jefe de la
tribu en Los Tristes Trópicos— mientras que la escritura —masculina— no puede ser fingida. Es como la marca
tumescente del deseo masculino. O los aprendices de la letra en la institución, pequeños animadores de la recitación y el
deletreo, que leen en el pequeño teatro escolar largas parrafadas sin entender una jota, teóricos del desenfreno del
significante, pequeños lacanes del jeroglífico, entrenados por el ardor y por el furor: bien es sabido: la letra con sangre
entra. Y en segundo lugar, porque la interpretación, dependiente del arbitrio y de la arbitrariedad de los signos, permite a
la lectura una oscilación y una libertad precisamente interpretativa, siempre libremente flotante, en tanto que la escritura
es un trabajo forzado sobre la materia, una forma de la penetración que exige tanto decisión como incisión, elige la forma
y la produce, mientras que al lector le cabe la posición más abyecta pero la más preciada, la del rechazo, la de la negación,
la de la negligencia: da vuelta la página, altera el orden de los significantes, el tránsito de los significados, empieza por el
final cuando el escritor previendo este gesto había puesto el principio al final, se aburre pese a las solicitaciones y a las
provocaciones, se inquieta cuando el escritor quiere confortarlo, o cierra abruptamente el libro, cuando el escritor, que ha
leído atentamente El Placer del Texto había previsto todas las fluctuaciones del deseo. La lectura es veleidosa. El escritor
no posee opciones: escribe lo poco que puede y puede poco frente a la varia riqueza del mundo, sólo unos pocos signos,
unas pocas letras pueden ser escritas: frente a la riqueza probable del libro —unos pocos de los muchos signos del
mundo— el lector se permite el hartazgo y el bostezo: son formas de la aniquilación. Por eso leer es más fascinante que
escribir, cuesta menos pues permite una más abierta libertad libidinal no regulada por la fijación al objeto; bueno, eso que
llamamos versatilidad. La escritura es una condena, escribiendo uno se condena al objeto y como el perverso vive, no en
la displicencia indiferente de la histérica lectura, sino en la angustiosa inminencia del acto de escritura. Es verdad que en
estos tiempos es cada vez más una tarea remota, quizá uno vuelva a Lascaux o a Altamira: escribir es creer en la
inalterabilidad de la letra cuando todo el mundo, todo el mundo sabe de la pasión fugaz del significante, es apostar al
futuro cuando todos saben del tránsito efímero con que está hecha la lectura. Por eso mismo una lectura no completa
nunca una escritura: hay una disarmonía capital, un ejemplar desequilibrio entre las dos operaciones. El escritor escribe
una sola vez el texto, el lector lee muchas veces el mismo texto: es allí donde se juega la propiedad textual. Cuando
escribo para un lector—y es una manera de decir— son muchos los lectores que leen esa escritura. Doble enigma de la
escritura; se escribe por y para la escritura —eso que llamábamos objeto— pero se generan lectores y se finge escribir
para los otros cuando en realidad se escribe para ese otro ignorado que es uno mismo. Los escritores son siempre unos,
uno, no hacen masa. Los lectores son siempre una comunidad, una circunstancia, una grupalidad. Ningún escritor
comunica lo que escribe porque es incomunicable, a lo sumo, lo muestra. Pero los lectores se comunican lo que leen, lo
que ven, lo que sienten. La trampa del escritor es creer en la participación: acto de escritura, acto de radical soledad. Una
literatura debiera ser juzgada por sus lectores, no por el lector virtual, o el lector común, o el lector estadístico, o el
archilector. No. Digo por eso lectores que son, en la literatura argentina, Miguel Cané, Paul Groussac, Borges, Victoria
Ocampo, Jaime Rest, pongamos por caso. En realidad, escribir es siempre algo primitivo, arcaico, no bárbaro, primitivo:
son siempre los palotes, los petroglifos, los litogrifos, fantasmas de la piedra. Leer, la lectura es acto altamente civilizado,
pertenece a la cultura urbana, es industria ciudadana, diría que acto sofisticado. Escribir siempre estuvo del lado de las
pulsiones más groseras, más radicales. Leer, en cambio, presupone una cierta lascivia; un cierto confort de la letra, una
forma de reposo del cuerpo, un minúsculo goce de los sentidos, una operación entre el sopor y la vigilia: leer es un gasto
improductivo, un lujo tanto del espíritu como del cuerpo. Escribir, una insistencia un tanto patética —los escritores son
patéticos— de los enigmas psíquicos, tarea ingente del viviente humano. Se escribe para persistir, se lee para olvidar.
Decididamente, los fantasmas de la lectura son más ricos, más variados, poseen mayor poder de combinatoria, mezclamos
fantasmas surrealistas con fantasías impresionistas, recuerdos de la infancia con visiones futurísticas, percepciones
anticipadas con antiguas, ancestrales imagos que nos transmiten las representaciones de las fantasías de esos otros lectores
que son escritores. La escritura escribe siempre el mismo fantasma; un precipitado de la letra. La lectura convoca los
fantasmas arcaicos de los otros, de los otros iguales a uno y de los otros otros, tan desiguales. La hipótesis económica del
empobrecimiento de la lectura es pobre. Nunca como hoy el mundo sufre de una pandemia hermenéutica: no hacemos otra
cosa que leer, interpretar, pequeños y desentendidos paranoicos cotidianos, todos nuestros sentidos están puestos en el
sentido y al servicio del mundo hecho signo, y si el libro parece ser remplazado por otros registros, este hecho no hace
más que mostrar las otras formas del archivo y de la lectura: nunca como hoy hemos engendrado pequeños ingenios de
lectura; en cada infante hay una registradora sígnica y una pequeña máquina paranoica de interpretar y más aún, en un
proceso expansivo de la lectura, de interpretar la interpretación. Frente a la consola y el microprocesador, frente al
televisor computarizado, aparece una verdadera fiesta, un shopping cultural, donde se le ofrecen al lector nuevos
recorridos, itinerarios inquietantes para que transite a través del control remoto, una verdadera hecatombe de fragmentos,
una nueva lógica del disloque, un texto trozado de piezas provenientes de imaginarios diferentes, una descomposición de
géneros: el zapping como lectura, como una verdadera lectura delincuente. Hoy se lee poco pero se lee más vorazmente,
más encarnizadamente. Que estos signos y estas interpretaciones no operen sobre la convicción y la certidumbre es lo que
nos hace creer que la ficción se ha apoderado de los espacios reservados a la verdad. Uno de esos espacios tradicionales es
la Historia que sería simultáneamente la memoria de la especie y la legitimación de la verdad de esa memoria; una forma
de evacuar la alucinación que funda todo recuerdo, ¿Qué cuento nos cuenta hoy ese idiota shakespeareano lleno de ruido y
furor? ¿O las mansiones de la locura han invadido los espacios de la historia? Hablamos de novela histórica para marcar la
existencia de ciertos textos que participarían de un mixto extraño, como si el discurso de la historia fuese extraño a la
Ficción. El discurso de la Historia pretende colocar la Ficción del lado de lo irreal, cuando en verdad es la realidad la que
está del lado de la ficción. La Historia ambiciona decir lo Real y quiere decirlo compulsivamente, pero se encuentra
siempre atrapada entre las leyes del discurso y las leyes del acontecimiento. La "verdad" del discurso histórico puede o no
coincidir con la "verdad" del discurso de la ficción, sólo que esta "verdad" consiste en el poder del discurso para
manifestar la articulación del registro del imaginario del sujeto, mientras que la "verdad" del discurso histórico consiste en
verosimilizar ese imaginario para hacerlo pasar por real. La representación de la realidad histórica es la operación del
discurso que simula las conexiones reales de su producción. Nunca como hoy las fabulaciones —los mitos políticos,
comunicacionales, los mitos del deseo, los mitos teóricos, los mitos poéticos— han invadido el mundo de la realidad
haciéndose pasar por lo Real. Historias de vida, formas antropológicas de las pruebas de la existencia de lo Real,
reconstrucciones de la historia y de la sociología, reconstrucciones del pasado de la especie y del presente del individuo,
novelas realistas —leídas en el registro hiperrealista— cine documental, documentos de la vida, fotografías de la materia,
ectoplasmas del pensar, tomografías del misterio interior, hologramas del cuerpo, macrofotografías cósmicas, indagación
ocular del mundo intestino, espeleologías del pensamiento, historiación del sexo, de la locura, del llanto y de la risa,
historia del hambre y del dedo gordo del pie, el relato que habla de lo Real es indicativo y conminatorio, necesita y obliga
a significar, impone el sentido y nada como la actualidad, quiero decir la actualización, la puesta en acto de la realidad,
simulacro de simulaciones, para ocultar el pasado de su captación, la historia que necesariamente procede de la
instantaneidad. Nunca como hoy los "Estados del mundo", las "cosas", los "realia", son el motivo de una empresa
compulsiva: leer lo real a través del discurso es construirlo: y el discurso una usina de producir realidades, una fábrica de
relatos.
En esto de construir realidades, de producir real, lo real nos juega siempre una mala pasada: nunca está en su lugar sino
que siempre está volviendo a ocupar su lugar, que como intuimos no es la misma cosa. Es como el deseo de lo real más
que lo real, todo el mundo desea ese plus de realidad que confirme lo real. Nadie dice: esto es real frente a la realidad, sólo
decimos esto no es real frente a lo real cuando lo enfrentamos. Lo propio del sujeto es buscar denodadamente lo real para
luego rechazarlo, denegarlo, o soslayarlo. Por eso la pregunta por la realidad no es una pregunta real, es una pregunta
engañosa, pues siempre encontrará una respuesta postergada que impedirá dirimir lo real para el sujeto. Si preguntamos
por lo real es porque necesitamos que nos contesten con lo ilusorio; si queremos tocar la realidad es porque descreemos
tanto del objeto como de nuestro dedo, si queremos mirar la realidad, —de frente según la doxa— es porque sabemos
secretamente de su incierta tangencialidad, de su constante decir de soslayo, si, por fin, queremos fumar una buena pipa
olorosa siempre será para reeditar el oscuro recuerdo del humo que la alucina.
Cuarto poema
Arseni Tarkovski
Arseni Alexandrovich Tarkovski (Rusia, 1907-1989) Considerado el último representante de la gran generación de poetas
rusos conocida como Siglo de Plata, no fue, como muchos de sus contemporáneos, deportado ni confinado ni asesinado
por el régimen; sin embargo, sufrió persecución. Sus textos, eliminados de las revistas literarias y, por lo tanto, de la
memoria de sus lectores, debieron esperar hasta la tardía publicación de Antes de la nevada, su primer libro, editado
recién en 1962. Con anterioridad las galeras del mismo habían sido destruidas por decreto. Tarcovski, que había perdido
una pierna durante la Segunda Guerra Mundial, llevó a cabo, con vocación de sacerdote, su oficio de traductor. Sus
categorías estéticas coincidían plenamente con sus principios éticos. De ese manera, una rima inexacta era considerada por
Arseni Alexandrovich como amoral. La violación de la profunda concordancia entre la naturaleza y el idioma. La
negligencia en la formación de una estrofa le producía sufrimiento. Fue un verdadero maestro de la traducción. El mejor
ejemplo es, sin duda, su traducción del poeta Majtumkuli, representante de la literatura de Turkmenia del siglo XVIII.
Entre sus obras se cuentan Antes de la nevada (1962); A la tierra-lo terrenal (1966); Obras selectas: poesía, traducciones
de 1929 a 1979 (1982); Desde la juventud hasta la vejez (1987) y Las estrellas sobre el Aragaz (1988).
El poema aparece recitado por el actor Inokento Smoktunovski, con música incidental de Bach, en el film "El espejo", de
su hijo, Andrei Tarkovski.
(Secuencia de El espejo
Poema recitado por el actor
Inokento Smoktunovski)
Cada instante de nuestros encuentros
celebramos, como una presencia Divina,
solos en todo el mundo. Entrabas
más audaz y liviana que el ala de un ave;
Por la escalera, como un delirio,
saltabas de a dos los escalones, y corrías
a través de las húmedas lilas, llevándome lejos,
a tus dominios, al otro lado del espejo.
Edmond Jabès
(Traducción: Carolina Massola)
Edmond Jabès (Egipto, El Cairo, 1912–París, Francia, 1991) fue un escritor judío conocido por haberse convertido en una
de las figuras literarias más famosas en lengua francesa después de la Segunda Guerra Mundial.Hijo de una familia judía
italiana, nació en Egipto, donde recibió una educación colonial francesa clásica. Comenzó publicando en francés a una
temprana edad, se le hizo Caballero de la Legión de Honor en 1952 por sus logros literarios.Cuando Egipto expulsó a su
población judía, en 1956, Jabès voló a París, que ya había visitado por primera vez en la década de 1930. Allí, retomó su
vieja amistad con Max Jacob y los surrealistas, aunque nunca fue formalmente miembro de ese grupo. Se convirtió en
ciudadano francés en 1967, Jabès es bien recordado por sus libros de poesía, a menudo publicados en ciclos
multivolumen. En ellos se pueden observar numerosas referencias al misticismo judío y la kabbalah. Una de sus obras
más importantes es El Libro de las preguntas (1963-1973), que le consagró como un escritor reconocido. A este ciclo de
siete tomos, le ha segudio Le Livre des ressemblances (1976-1980) y el Livre des marges. Su final es Livre de
l'Hospitalité, aparecido póstumamente en 1991.
Estoy en busca
de un hombre que no conozco,
que jamás fue tan yo mismo
como desde que lo busco.
¿Acaso tiene mis ojos, mis manos
y todos esos pensamientos semejantes
a las ruinas de ese tiempo?
Temporada de los mil naufragios,
el mar deja de ser el mar
transformado en agua helada de las tumbas.
Pero, más lejos, ¿quién sabe más lejos?
Una niña canta sin ganas
y reina la noche sobre los árboles,
pastora entre las ovejas.
Arranca la sed al grano de sal
que ninguna bebida calme la sed.
Con las piedras, un mundo se atormenta
de ser, como yo, de ningún sitio.
Soy un silencioso
Soy un silencioso. Me pregunto, gracias a la distancia que tomo, ahora, de mi vida, si este gusto pronunciado por el
silencio no tiene su origen en la dificultad que, desde siempre, fue mía, la de sentirme de algún lugar.
Antes de conocer el desierto, sabía que era mi universo. Sólo la arena puede acompañar una palabra muda hasta el
horizonte.
Escribir sobre la arena, a la escucha de una voz de otro tiempo, abolidos los límites. Voz violenta del viento o, inmóvil,
del aire, esta voz le sostiene la mirada. Le anuncia lo que lo agrede o aplasta. Voz de las abisales profundidades de las que
usted sólo es el ruido ininteligible; la sonora o inaudible presencia.
Si le hiciera falta una imagen a la Nada, la arena nos la procuraría.
Para empezar, la expresión "el elemento irracional en la poesía" es demasiado general como para ser útil. Después que se
medita un poco en ella, se vuelve más compleja. Por otro lado, estamos en este momento tan aturdidos por el estrépito
causado por los surrealistas y los hiperracionalistas, y tan preocupados por leer sobre ellos, que podemos confundirnos a
causa de estos doctos románticos y pensar que son hoy los únicos ejemplares de lo irracional. Ciertamente ejemplifican un
aspecto de ello. En principio, sin embargo, lo que tengo en mente al hablar del elemento irracional en la poesía es la
transacción entre la realidad y la sensibilidad del poeta, de la cual surge la poesía.
II
No me considero competente para debatir sobre la realidad como filósofo, pero todos entendemos lo que se quiere decir
con transposición de una realidad objetiva en una realidad subjetiva. La transposición entre la realidad y la sensibilidad
del poeta es precisamente eso. Uno o dos días antes del Día de Acción de Gracias cayó un poco de nieve en Hartford. Se
derritió un poco durante el día y luego volvió a congelarse por la noche, formando una capa delgada y brillosa sobre el
césped. Al mismo tiempo, la luna estaba casi llena. Un día me desperté varias horas antes de que aclarara y acostado en la
cama oí las pisadas, casi imperceptibles, de un gato corriendo sobre la nieve bajo mi ventana. La debilidad y lo extraño
del ruido produjeron en mí una de esas impresiones que con tanta frecuencia utilizamos como pretexto para hacer poesía.
Supongo que, en esos casos, uno expresa simplemente la propia sensibilidad y que la razón por la cual esa expresión se
convierte en poesía es que toma cualquier forma que uno sea capaz de darle. El poeta puede darle forma de poesía porque
la poesía es el instrumento de su sensibilidad personal. Esto no quiere decir que un poeta escribe poesía porque escribe
poesía, aunque pueda sonar así. Un poeta escribe poesía porque es un poeta; y no es un poeta porque es un poeta sino
debido a su sensibilidad personal. No sé qué es lo que le da al hombre su sensibilidad personal, pero no importa, porque
nadie lo sabe. Los poetas continúan naciendo, no se hacen y no pueden, me temo, ser predeterminados. Si, por una parte,
pudieran ser predeterminados, seguramente hace ya mucho que se habrían extinguido; o habrían hecho de la vida algo
distinto de lo que es hoy mediante una de esas transformaciones que tanto los deleitan y habrían procurado multiplicarse
abundantemente.
III
Existe, por supuesto, una historia del elemento irracional en la poesía, que después de todo no es sino un capítulo de la
historia de lo irracional en las artes en general. No nos interesa lo irracional en un sentido patológico. Fuseli acostumbraba
comer carne cruda por la noche, antes de dormir, para que sus sueños alcanzaran una violencia carnívora de la que, de lo
contrario, carecían. Ese tipo de cosas no nos interesa, ni tampoco toda irracionalidad provocada por el rezo, el whisky, el
ayuno, el opio o el deseo de publicidad. Las novelas góticas del siglo XVIII inglés ya no son irracionales. Son
simplemente aburridas. Lo que sí nos interesa es aquel proceso específico en la mente racional que reconocemos como
irracional, dado que ocurre inexplicablemente. O, más bien, debería decir que lo que nos interesa no es tanto el proceso
hegeliano como lo que deviene de él. Probablemente estaríamos mucho más interesados si, a partir de la historia de lo
irracional, se hubiera desarrollado una tradición. Es fácil hacer a un lado lo irracional con el postulado de que somos seres
racionales, aristotélicos, y no bestias. Pero cada día se está volviendo más fácil decir que somos seres irracionales; que la
irracionalidad no es una sola, y que la única razón por la que aún no cuenta con una tradición es porque su tradición
apenas está en marcha. Cuando estuve aquí en Harvard, hace ya mucho tiempo, era un lugar común decir que toda la
poesía ya había sido escrita y todos los cuadros pintados. Quizá haya sido algo así lo que nos interesó, en un principio,
sobre lo irracional. Una de las grandes figuras del mundo ha sido, desde aquel entonces, Freud, quien dio a lo irracional
una legitimidad que nunca antes había tenido. Sin embargo, su influencia en lo que ha ocurrido con la poesía es muy
tenue, comparada por ejemplo con su repercusión en otros ámbitos. Influencias más portentosas han sido las de Rimbaud
y Mallarmé.
IV
Expresado con más sutileza, puede ser que mi tema sea las manifestaciones irracionales del elemento irracional en la
poesía; pues si el elemento irracional es simplemente energía poética, deberá encontrarse donde sea que se encuentre la
poesía. Una manifestación tal es la revelación de la individualidad del poeta. Es improbable que esta revelación sea
siempre visible de un modo tan evidente como lo es para el propio poeta. En el primero de los poemas que voy a leerles en
un momento, el tema que yo tenía en mente era el efecto de la depresión económica de los veinte sobre el interés por el
arte. Mí intención era confrontar el mundo tal y como había sido imaginado por el arte y el mundo tal y como era en
realidad en ese entonces. Si entraba en una galería, me daba cuenta de que lo que veía no me causaba ningún interés. La
atmósfera estaba cargada de ansiedades y tensiones. Ver cuadros allí era como tocar esta tarde el piano en Madrid. Era
capaz de hacer observaciones y anotarlas, como cualquiera; y de haber sido eso lo que quería, pude haberlo hecho. Quería
abordar precisamente ese tema y lo elegí como un pedazo de realidad, de actualidad, de contemporaneidad. Pero yo quería
que el resultado fuera poesía, en la medida en que yo fuera capaz de escribir poesía. Para ser más específico, quería
emplear mi propia sensibilidad en algo perfectamente prosaico. El resultado sería la revelación de mi propia sensibilidad o
individualidad, como la llamé hace un rato, válida para mí mismo ciertamente. El poema se llama "The old woman and
the statue". La anciana es un símbolo de aquellos que sufrieron durante la depresión, y la estatua es un símbolo del arte,
aunque en varios poemas que forman parte de Owl's Clover, el libro del que voy a leerles, la estatua es un símbolo
variable. Pese a que el poema no tiene nada de automático, posee sin embargo un aspecto automático, en el sentido de que
es lo que yo quería que fuera, sin que yo supiera que era lo que quería antes de haberlo escrito, aunque sabía, antes de
escribirlo, lo que quería hacer. Si cada uno de nosotros es un mecanismo biológico, cada poeta es un mecanismo poético.
A grado tal que lo que él produce es mecánico; es decir: está fuera de su poder cambiarlo,es irracíonal. Quizá no quiero
decir que esté enteramente fuera de su poder el cambiarlo, ya que él podría, con un esfuerzo de la voluntad, cambiarlo. Sin
dejar de tener eso presente, me refiero a que está fuera de la probabilidad de cambio mientras él siga siendo él. Esto ocurre
con todo poeta.
Creo, también que la elección de un tema es algo completamente irracional, suponiendo que el poeta se permita toda
libertad de elección. Si se es un imagista, la elección de temas es obviamente limitada. Lo mismo ocurre si uno es
cualquier otra cosa en particular y la profesa rígidamente. Pero si uno elige ser libre y deambular por el mundo
experimentando lo que sea que uno experimente, como lo hace la mayor parte de la gente —aun cuando insisten en que no
es así—, entonces o bien la elección de temas es fortuita o la identidad de las circunstancias bajo las cuales se hace la
elección es imperceptible. A los poetas líricos los perturba la primavera y a los poetas románticos el otoño. A medida que
un hombre se familiariza con su propia poesía, ésta se vuelve tan obsoleta para él como para cualquier otro. De ello se
deduce que la renovación es uno de los móviles de la escritura. Esto, sin duda, opera en la elección de temas de un modo
tan definitivo que determina cambios en el ritmo, en la dicción y en la forma. Es elemental el hecho de que variemos los
ritmos de manera instintiva. Decimos que perfeccionamos la dicción. Pero simplemente nos cansamos. El modo en que se
escribe es algo que aún no ha sido precisado adecuadamente. No significa el estilo; es la actitud del escritor, su posición
más que su punto de vista. Pero, ¿su posición con respecto a qué? En relación a nada en particular, simplemente su
posición. Escucha al gato sobre la nieve. Sus patas corriendo determinan el ritmo. No hay más tema que el gato corriendo
sobre la nieve bajo la luz de la luna. El asunto lo cansa: quiere un tema, una idea, un sentimiento; su modo entero de
escribir cambia. Todas estas cosas cuentan a la hora de elegir un tema. El hombre que ha sido educado en una escuela
artificial se vuelve violentamente real. El mallarmeano se convierte en novelista proletario. Todo esto es irracional. Si la
elección del tema fuese predecible, sería racional. Ahora bien, así como en principio la elección del tema es impredecible,
su desarrollo, una vez que el tema ha sido elegido, también lo es. En poesía uno siempre escribe sobre dos cosas al mismo
tiempo, y esto es justamente lo que produce la tensión característica de la poesía. Uno es el tema verdadero y el otro es la
poesía del tema. La dificultad de apegarse al tema verdadero, cuando es la poesía del tema lo que es primordial para uno,
basta con ser mencionada para que se entienda. En el caso del poeta que hace del tema verdadero el primordial y
simplemente lo embellece, el tema es constante y el desarrollo ordenado. Si la poesía del tema es lo principal, el verdadero
tema no es constante ni su desarrollo ordenado. Esto último es cierto, por ejemplo, en el caso de Proust y de Joyce, en la
prosa moderna.
VI
¿Por qué escribe uno poesía? He enumerado ya algunas de las razones, entre ellas éstas: porque uno se ve impulsado a
hacerlo debido a una sensibilidad personal y también porque uno se cansa de la monotonía de la propia imaginación, por
así decirlo, y parte en busca de la diversidad. Hace diez años o más, en su discurso ante la Academia, Henri Brémond
puso en claro un motivo místico y dejó sentado que, en su opinión, uno escribe poesía para encontrar a Dios. Me gustaría
considerar esto en relación con algo que quizá sería mejor hacerlo separadamente: la cuestión del significado en la poesía.
Brémond propuso una identidad entre la poesía y la oración, y se unió a Bergson al apoyarse, en su último análisis, en la
fe. Eliminó la razón como elemento esencial en la poesía. Aquella poesía en la que dominaba el elemento irracional era
poesía pura. El mismo Brémond no permite ninguna vaguedad en la expresión "poesía pura", que reduce a un corpus muy
pequeño de poesía, como ha de ser si los versos en los que la encuentra son tan preciosos para su espíritu como parece.
Pese a Brémond, "poesía pura" es un término que ha pasado a ser descriptivo de la poesía en la que no es primordial el
tema verdadero, sino la poesía del tema. Todos los místicos se aproximan a Dios a través de lo irracional. La poesía pura
es tanto mística como irracional. Si descendemos un poco de esta altura y aplicamos la definición más suelta y más amplia
de poesía pura, es posible decir que, mientras que quizá esté en el temperamento de muy pocos de nosotros escribir poesía
para encontrar a Dios, probablemente el propósito de cada uno de nosotros al escribir poesía es encontrar el bien, que en
un sentido platónico es sinónimo de Dios. Uno escribe poesía, entonces, para aproximarse al bien a través de aquello que
es armónico y ordenado. O, simplemente, uno escribe poesía a partir del deleite provocado por lo armónico y ordenado. Si
bien es cierto que los pintores más abstractos pintan arenques y manzanas, no lo es menos que los poetas que de manera
más urgente exploran el mundo en busca de la confirmación de la vida, de aquello que hace que la vida valga tan
prodigiosamente la pena de ser vivida, tal vez encuentren soluciones en un pato nadando en un estanque, o en el viento, o
en una noche de invierno. Es concebible que un poeta pueda surgir de un ámbito tal que pueda fijar en música la
abstracción de la que tanto depende. Mientras tanto, tenemos que vivir en la literatura que tenemos o de la que somos
capaces de producir. Y digo vivir de la literatura, porque la literatura es la mejor parte de la vida, puesto que se basa en la
vida misma. Desde este punto de vista, el significado de la poesía nos involucra profundamente. De esto no se deriva que
la poesía que en su origen es irracional no sea poesía comunicable. La poesía pura de Brémond es irracional en su origen.
Sin embargo, comunica tanto que Brémond la considera suprema. Dado que la mayoría de nosotros es incapaz de
compartir las experiencias de Brémond, tenemos que contentarnos con menos. Cuando encontramos en la poesía aquello
que nos da la existencia momentánea en un plano exquisito, ¿acaso es necesario indagar el significado del poema? Y si el
poema tuviera un significado y su explicación destruyera la ilusión,¿habríamos ganado o perdido? Tomemos, por ejemplo,
el poema de Rimbaud, uno de Les Illuminations intitulado "Huellas" (1):
A la derecha el alba de estío despierta las hojas y los vapores y los ruidos de ese rincón del parque, y los taludes
de la izquierda guardan en su sombra violeta las mil rápidas huellas del camino húmedo. Desfile de hechicerías.
En efecto, carros cargados de animales de madera dorada, de mástiles y telas abigarradas, al gran galope de
viento manchados caballos de circo, y los niños, y los hombres, sobre sus bestias más asombrosas —veinte
vehículos henchidos, empavesados y floridos como carrozas antiguas o de cuentos, llenos de niños ataviados para
una pastoral suburbana. Hasta ataúdes bajo su palio nocturno levantando los penachos de ébano, corriendo al
trote de grandes yeguas azules y negras.
No sé qué imágenes ha creado el poema. Delahaye dice que el poema se inspiró en un circo americano que visitó
Charleville, lugar en el que vivió Rimbaud de niño, en 1868 o 1869. ¿Cuál es el motivo de esta explicación? No necesito
decirlo. La señorita Sitwell escribió la introducción a la traducción de los poemas de Rimbaud hecha por miss Rootham.
Algo de lo que dijo a lo largo de la introducción ilustra la forma en que el tema verdadero reemplaza al tema nominal. Ella
dijo:
Qué distinta esta vida (la del barrio bajo) a aquella vida protegida e incluso un tanto sofocante de los domingos
perpetuos que él había pasado cuando niño en Charleville, y era en estos días siempre recurrentes de ropa
enfundada y de rezo, que madame Rimbaud lo acompañaba, junto con su hermano y sus dos hermanas, a la misa
de once, bajo la intensa luz de los caminos polvorientos, bajo los árboles, cuyas grandiosas hojas brillantes y
lustrosas y cuyas enormes flores rosadas que semejaban transfiguraciones celestiales de las damas de sociedad,
parecían sacudirse de risa ante la soberbia procesión.
Ni la propia señorita Sitwell pudo decir si la misa de once sugería las flores ligeras y brillantes o si las damas de sociedad
se le vinieron a la cabeza al evocar las grandiosas hojas brillantes y lustrosas que fueron atrapadas allí simplemente por las
enormes flores rosadas, o bien si ellas vinieron con las enormes flores rosadas. Esto dependería de si, en la mente de la
señorita Sitwell, las damas de sociedad eran, por una parte, grandiosas, lustrosas y brillantes, o bien enormes y rosadas.
Aquí el tema verdadero era el brillo y el color de una impresión.
VII
La presión de lo contemporáneo, desde la época del inicio de la Primera Guerra Mundial hasta este momento, ha sido
constante y extrema. Nadie puede haber vivido aparte, en un olvido feliz. Durante mucho tiempo antes de la guerra, nada
era más común. En aquellos días el mar estaba lleno de yates y los yates llenos de millonarios. Era una época en la que
sólo los maniáticos tenían cosas perturbadoras que decir. Ese período fue como una puesta en escena que ha sido
desmontada y archivada desde entonces. Con la finalización de la guerra fue desmontada, mas la toma de conciencia de
este hecho implicó diez años de lucha con las consecuencias de la paz. La gente decía que, de continuar la guerra, la
civilización terminaría, así como hoy dice que otra guerra por el estilo terminará con la civilización. Una cosa es hablar
del fin de la civilización, y otra sentir que eso no es tan sólo posible sino visiblemente probable. Si no se es comunista,
¿acaso la civilización no terminó en Rusia? Si no se es nazi, ¿acaso no ha terminado en Alemania? Tan pronto afirmamos
que eso nunca ocurrirá aquí, reconocemos que lo decimos faltos de toda ilusión. Nos preocupan los hechos, aunque no los
observemos de manera detenida. Tenemos una sensación de cataclismo. Nos sentimos amenazados. Miramos desde un
presente incierto hacia un futuro aún más incierto. Sentimos el deseo de oponernos a todo esto en la poesía, así como
también en la política. Si la política está más cerca de cada uno de nosotros a causa de la presión que ejerce lo
contemporáneo, la poesía, a su manera, y por el mismo motivo, no está menos cerca. ¿Acaso existe alguien que suponga
que a la vasta masa de gente que conforma este país la impulsaron en la última elección consideraciones racionales? Si
damos a la razón tanto crédito como a la radio, aun así perdurará la certeza de que un movimiento tan grande como aquél
fue emocional y, en tanto emocional, irracional. El problema es que, a mayor presión de lo contemporáneo, mayor
resistencia. La resistencia es lo opuesto a la huida. El poeta que quiere contemplar el bien en medio de la confusión es
como el místico que quiere contemplar a Dios en medio del mal. No puede pensarse en la huida. Tanto el poeta como el
místico pueden instalarse en los arenques y en las manzanas. El pintor puede instalarse en una guitarra, en una copia del
Fígaro o en un plato de melones. Estas cosas son fortificadoras, pero irracionales. La única resistencia posible a la presión
de lo contemporáneo es cuestión de manzanas y de arenques, o, para no ser tan tajantes, de lo contemporáneo mismo. En
poesía el tema no es lo contemporáneo, porque éste es sólo el tema nominal, sino la poesía de lo contemporáneo. La
resistencia a la presión de la circunstancia ominosa y destructiva consiste en su conversión, tanto como sea posible, en una
circunstancia diferente, explicable y amena.
VIII
Charles Mauron dice que se puede caracterizar al hombre por sus obsesiones. Estamos obsesionados por lo irracional.
Esto se debe a que esperamos que lo irracional nos libere de lo racional. En un artículo sobre Picasso, que lleva el
sugestivo nombre "El hecho social y la visión cósmica", Christian Zervos dice:
La explosión de su espíritu ha destruido las barreras que el arte... imprimió en la imaginación. La poesía ha
salido adelante con todo lo que tiene de sentido agudo, enigmático y extraño, que ve en la vida no sólo una
imagen de la realidad, sino que concibe a la vida como un misterio que nos envuelve en todas partes.
Si tomamos a Picasso como aquello que casualmente consideramos moderno, podemos decir que su espíritu es el espíritu
de todo artista que busca ser libre. Una obsesión superior que caracteriza a todos esos espíritus es la obsesión de libertad.
Sin embargo ya no hay muchas disculpas posibles para tales explosiones pues, en lo que concierne a la pintura, y también
a la poesía, uno puede hacer lo que le plazca. Uno puede componer poesía en cualquier forma que a uno le guste. Si el
comenzar los versos con letras mayúsculas parece un hábito del siglo XVII, se pueden buscar transiciones líquidas de una
mayor simplicidad, y así sucesivamente. No es que no le importe a nadie. Importa inmensamente. El sonido más tenue
importa. El ritmo más efímero importa. Uno puede hacer lo que le plazca, sin embargo todo importa. Uno es libre, pero la
propia libertad debe armonizar con la libertad de los demás. Quiero insistir un momento en este asunto del sonido. A
nosotros ya no nos gustan esos tintineos de Poe. Uno es libre de crear esos tintineos si uno quiere. Pero los otros poseen la
misma libertad de llevarse las manos a los oídos. Puede ser que la vida no sea un misterio cósmico que nos envuelve en
todas partes. Pero uno tiene, no obstante esto, que conocer aquel sonido que es el sonido exacto; y en realidad, uno lo
conoce sin saber cómo. El conocimiento de uno es irracional. En ese sentido, la vida es misteriosa; y si en verdad es
misteriosa, supongo que es cósmicamente misteriosa. Espero que estemos de acuerdo en que es, por lo menos, misteriosa.
Lo que puede afirmarse de los sonidos, también es aplicable a todas las cosas: a la sensibilidad para con la elección de las
palabras, por ejemplo, sin considerar el sonido. Existe, para abreviar, una retórica no escrita que siempre está cambiando y
hacia la cual el poeta debe volver siempre. En ese libro aprende que el deseo por la literatura es el deseo por la vida. El
deseo incesante de libertad en la literatura, o en cualquiera otra de las artes, es el deseo de libertad en la vida. El deseo es
irracional. De esto resulta que lo irracional busca a lo irracional, un estado de cosas visiblemente feliz, si uno es propenso
a ello.
Aquellos que son propensos a ello sin reserva dicen: lo menos fastidioso en la búsqueda de lo irracional es ser repudiado
como una abominación. Los seres racionales son canallas. En lugar de ver, deberíamos excavar dentro del ojo; en lugar de
oír, deberíamos yuxtaponer los sonidos siguiendo una pulsación emocional.
Esto parece ser la libertad por el amor a la libertad misma. Si decimos que deseamos la libertad cuando ya somos libres,
parece obvio que tenemos en mente una libertad nunca antes experimentada. Pero, ¿acaso no es esta actitud hacia la vida
semejante a la del poeta hacia la realidad? Pese a las actitudes cínicas que se nos vienen a la cabeza al oír tales cosas, una
libertad nunca antes experimentada, una poesía no concebida previamente pueden tener lugar con la rapidez inherente a la
metamorfosis poética. Esa posibilidad es la obsesión fundamental para los poetas. Entretanto, se purifican ante la realidad
mediante ejercicios que quisieran ser de santidad.
Ustedes recordarán, seguramente, la carta escrita por Rimbaud a Delahaye en la que dice: "Digo que uno tiene que ser
vidente, que tiene que hacerse vidente. El poeta se convierte en vidente en virtud de un largo, inmenso y razonado
desarreglo de todos sus sentidos... Llega a lo desconocido".
IX
Permítanme decir una última cosa acerca de lo irracional como parte de la dinámica de la poesía. Lo irracional guarda con
lo racional la misma relación que lo desconocido con lo conocido. En una época tan dura como inteligente, las frases
sobre lo desconocido son pronto desechadas. No es de ninguna manera mi propósito el entregarme a una retórica mística,
pues por mi parte no tengo paciencia con ese tipo de cosas. Que lo desconocido como fuente de conocimiento, como
objeto del pensamiento, es parte de la dinámica de lo conocido, no puede negarse. Es lo desconocido lo que excita el ardor
de los doctos, quienes, con el conocimiento solo, se marchitarían de cansancio. Aceptamos lo desconocido, aun cuando
somos de lo más escépticos. Nos puede ofender la consideración que hagan todos sobre este asunto, menos la de las
mentes más lúcidas; pero, así considerado, posee seducciones más poderosas y más profundas que las de lo conocido.
Es así como también existen aquellos que, al no haber sido nunca convencidos de que lo racional nos ha hecho divinos,
anhelan asumir la eficacia de lo irracional. La mente racional, al tratar con lo conocido, espera encontrarlo reluciendo en
un éter familiar. Lo que en realidad encuentra es a lo desconocido siempre atrás y más allá de lo conocido, dándole la
apariencia —en el mejor de los casos— de un claroscuro. Existen, por supuesto, charlatanes de lo irracional. Eso, sin
embargo, no supone que debamos identificar lo irracional con los charlatanes. No quiero que me malentiendan y piensen
que tengo en mente a los poetas surrealistas. Ellos concentran su habilidad en una técnica singularmente limitada pero
que, con todo, muestra la influencia dinámica de lo irracional. Ellos están extraordinariamente vivos; y el hecho de que
hagan posible el que nosotros leamos poesía que parece llena de alegría y de juventud, justo cuando estábamos
empezando a desesperar por la falta de alegría y juventud, es inmensamente positivo. Una prueba de su calidad dinámica
y, por lo mismo, de su efecto dinámico, es que ellos hacen que otras formas parezcan obsoletas. Con el tiempo, serán
absorbidos, y aquello que es ahora tan concentrado, tan intrascendente en lo que respecta a las restricciones de una
técnica, tan provinciano, dará y tomará y se volverá parte del proceso del dar y del tomar, en el que consiste el crecimiento
de la poesía.
Aquellos que buscan la frescura y la extrañeza de la poesía en lugares frescos y extraños, lo hacen debido a una intensa
necesidad. La necesidad del poeta por la poesía es una causa dinámica de la poesía que él escribe. Por medio de la ayuda
de lo irracional, encuentra alegría en lo irracional. Cuando hablamos de las fluctuaciones del gusto, hablamos de las
evidencias del funcionamiento de lo irracional. Dichos cambios son irracionales. Reflejan los efectos de la energía
poética, puesto que cuando no existen fluctuaciones, la energía poética está ausente. Desde luego, estoy usando la palabra
irracional de manera más o menos indistinta, abarcando varios de sus sentidos. Habrá tiempo suficiente de adoptar un uso
más sistemático cuando escriba la crítica de lo irracional quien sea el que a la larga se ocupe de ese vigoroso tema. Es de
esperarse en el futuro una incesante actividad de lo irracional, y dentro delcampo de lo irracional. De este modo los
avances por lograrse serían mucho mayores si la naturaleza del poeta no fuese tan fortuita e intermitente. El poeta no
puede profesar lo irracional como el sacerdote profesa lo desconocido. El papel del poeta es más amplio, en tanto él debe
ser poseído, junto con todo lo demás, por la tierra y por los hombres con sus implicaciones terrenas. Para el poeta, lo
irracional es lo elemental; pero ni la poesía ni la vida están comúnmente ligadas a la dinámica máxima de lo irracional.
Conocemos a Sweeney tal cual es y, en general, lo preferimos asi, sin demasiado brillo y, sin duda, siempre será asi.
(1) Como es natural, el autor cita una traducción al inglés. Hemos preferido citar directamente la traducción al castellano
realizada por Cintio Vitier: Las iluminaciones, Premià Editora, México, 1980. (N. del E.)
Cebolla
Es noche en la Perla
y los ranchos se iluminan,
la pobreza helada cede
su lugar a la esperanza,
habrá trabajo mañana
algo habrá cuando llega
la filigrana del verde,
tan chiquitas las ventanas
y la luz tan tenue,
rico sin embargo
ese olor a fritanga
picante y el vino
barato el susurro
en la intimidad soñada,
a esta hora un instante
de magia, una pena
constante y difícil
de echar de casa
Diana Bellesi
Diana Bellesi nació en Zavala, Sta. Fe, en 1946. Estudió filosofía en la U.N.L., y entre 1969-75, recorrió a pie el
continente. Fue periodista y es traductora. Feminista desde la década del '70, integra desde su Fundación el consejo de
redacción de Feminaria. Miembro del consejo de redacción de Diario de Poesía, colaboró en La danza del ratón, y fue
cofundadora de la cooperativa editorial Nusud. Ha publicado: Destino y propagaciones (1970); Crucero ecuatorial (1981);
Tributo del mudo (Sirirí, 1982); Contéstame, baila mi danza (selección, versión y notas de poetas norteamericanas
contemporáneas -1991) y Tener lo que se tiene (A.H. Edit., Antología de toda su obra, 2009), entre otros títulos.
cabalgo...
El Magnificat
cae
sobre tus nalgas
Cabalgo
cubriendo de jugo
la grupa entera
El Magnificat
sale de tu boca
Magnífica yegua
que me lleva en su salto
Cae
disuelta en mí
me deshace
Magnificat
entre tus brazos
metáfora extendida en el
vacío para alcanzar
lo que de otro modo ya
HE CONSTRUIDO UN JARDÍN
TÚ, MOSCA
Joseph Brodsky
I.
II.
III.
Ay zumbona, al perder tu agilidad te pareces a un viejo militar, o al cuadrito negro de un documental de épocas remotas.
¿No eras acaso tú la que a medianoche hacías ruido sobre mi cama,
perseguida por proyectores detrás de la ventana?
Y ahora, linda, mi uña amarillenta es capaz de apretar tu vientre, sin que tirites, amiga, zumbando de miedo.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
Es terrible
ahora solo quedamos nosotros dos,
propagadores de peste.
Los microbios y las frases son capaces de contagiar.
Nosotros solo somos dos: tu cuerpecito temiendo a la muerte y el mío jugando a ser un agricultor educado de unos 85
kilos.
Además, el otoño.
IX.
X.
XI.
Afuera es otoño,
desgracia de ramas desnudas.
Mezcla de una raza gris con la masa amarilla, como los mongoles.
Nadie se interesa por nosotros, me invade el pasmo, es decir tu virus.
Te extrañara saber cuan fuerte contagian la somnolencia y la indiferencia, despertando así las ganas de pagarle al planeta
con la misma moneda.
XII.
XIII.
Somos dos.
El viento entra por la ranura de la ventana,
la lluvia con su picoteo esta probando al vidrio, borrándonos sin mayor esfuerzo.
Tu estás inmóvil, quiero decir que somos dos,
por lo menos cuando tu te desvaneces mi mente registra ese hecho
como el eco de tus piruetas aeronáuticas.
Sabes que el momento de la muerte resulta mas preciso cuando hay testigos que en soledad.
XIV.
XV.
XVI.
Ni en los suburbios de la memoria ni en sus subterráneos, entre sus tesoros caídos y desvanecidos, etcétera (quiere decir
que ni siquiera en los tiempos de los brujos, ni posteriormente se te presto atención),
allá arriba no se te está preparando una recepción ni siquiera a la musa que lleva tu mismo nombre.
Desde acá esas distancias se parecen a un séquito de letras.
XVII.
XVIII.
¿Cómo va a terminar esto? ¿En un paraíso de moscas? ¿Con panales o mermeladas de frambuesas donde tus antepasados
giran en bandadas emitiendo sonidos de otoño tardío?
Pero al abrir la puerta la bandada se lanzara intempestivamente pasándonos de largo hacia la realidad;
con delicadeza, envolviéndose en sábanas de invierno.
XIX.
De ese modo,
con la ayuda del “aparecer” y “desaparecer”, las almas poseen materia, destino, en un paisaje que es color de ceniza, los
objetos en cólera cambian,
en resumen, quiero decir que las almas sobrepasan cualquier identidad grupal. Que el color es Tiempo o la intención de
alcanzarlo
eso dicen por donde se las miren las siete maravillas del mundo.
XX.
¿Impactado frente a la pálida tormenta podré reconocerte en este ejército volador? ¿Y tú, a tu manera, planearas para
sentarte en mi nuca, aburrida de estar lejos del asesino con cuyo susurro estamos confundiendo al mundo? ¿Harás eso?
¿Vendrás a visitarme?
No creo.
Tal vez al estirar la pata después de todos, tú querida, serás la última y si te van a aceptar en el clima actual con sus
caprichos, yo te voy a reconocer en la primavera, cuando esté pisoteando el barro,
y pensaré: sí, cayó una estrella, sólo entonces, superando mi condición lánguida, haré un gesto de despedida.
XXI.
Joseph Brodsky
MARCA DE AGUA (*)
(Fragmentos)
Era una noche ventosa y antes de que mi retina registrara algo me sobrecogió un sentimiento de felicidad total: las
ventanillas de mi nariz habían sido golpeadas por lo que para mí es siempre sinónimo de aquélla, el olor de algas
congelándose. Para algunas personas es la hierba o el heno recién cortados; para otros, el olor en Navidad a agujas de pino
y a mandarinas. Para mí, es algas congelándose —en parte debido a los aspectos onomatopéyicos de la conjunción misma
(en ruso "alga" es un maravilloso vodorosli), en parte debido a la leve incongruencia y al oculto drama submarino en la
noción. Uno se reconoce en ciertos elementos; en el momento en que estaba absorbiendo ese olor en las escalinatas de la
stazione, hacía tiempo ya que dramas e incongruencias se habían convertido en mi fuerte.
No cabe duda de que la atracción por ese olor podría atribuirse a una niñez junto al Báltico, el hogar de esa errabunda
sirena en el poema de Móntale. Y sin embargo tenía mis dudas sobre esa atribución. Para empezar, la niñez no había sido
tan dichosa (rara vez lo es, pues se trata más bien de una escuela de repelencia por sí mismo, y de inseguridad); y en
cuanto al Báltico, sólo una anguila habría podido escapar del territorio que me correspondía. De todas maneras, como
motivo de nostalgia esa niñez difícilmente lograba la clasificación. La fuente de esa atracción, siempre lo he sentido,
residía en otra parte, más allá de los confines de la biografía, más allá de nuestra configuración genética —en algún lugar
de nuestro hipotálamo que almacena las impresiones de nuestros ancestros cordados acerca, por ejemplo, del propio
ichthus que causó esta civilización. Que ese pez fuera feliz es asunto distinto.
Un olor es, al fin de cuentas, una violación del equilibrio de oxígeno, una invasión a él por otros elementos—¿metano?
¿carbono? ¿azufre? ¿nitrógeno? Dependiendo de la intensidad de la invasión, uno siente un aroma, un olor, un tufo. Es un
asunto molecular y la felicidad, supongo, es el momento en que uno ve cómo se liberan los elementos de nuestra propia
composición. Allí fuera había muchos de ellos, en estado de total libertad, y sentí que había pisado mi propio autorretrato
en el aire frío.
El telón de fondo no era sino oscuras siluetas de cúpulas de iglesia y de techos; un puente enmarcado sobre un cuerpo de
la negra curva del agua, cuyos dos extremos estaban recortados por el infinito. Por la noche, el infinito en tierras
extranjeras llega con el último farol, y aquí estaba a veinte metros de distancia. Todo estaba muy tranquilo. Algunos
barcos escasamente iluminados de vez en cuando merodeaban por allí, alterando con sus hélices el reflejo de un ancho
CINZANO de neón que trataba de acomodarse sobre el encerado negro de la superficie del agua. Mucho antes de que lo
lograra habría de restablecerse el silencio.
Todo era parecido a llegar a las provincias, a algún sitio desconocido, insignificante —posiblemente el propio lugar
natal— después de años de ausencia. En no poco grado esta sensación se debía a mi propio anonimato, a la incongruencia
de una figura solitaria en los escalones de la stazione. un blanco fácil para el olvido. Era, también, una noche de invierno.
Y recordé el primer verso de uno de los poemas de Umberto Saba que yo había traducido largo tiempo atrás, en una
encarnación previa, al ruso: "En las profundidades del desierto Adriático"... En las profundidades, pensé, en el quinto
infierno, en un rincón perdido del desierto Adriático...Con sólo haberme dado vuelta hubiera visto la stazione en todo su
esplendor rectangular de neón y urbanidad, hubiera visto grandes letras que decían VENEZIA. Pero no lo hice. El cielo
estaba repleto de estrellas invernales, como lo está a menudo en las provincias. En cualquier punto, parecía, un perro
podría ladrar a la distancia o, si no, se podría oír un gallo. Con los ojos cerrados sostuve un manojo de alga congelada
desplegado contra una roca húmeda, quizás de hielo cristalizado en algún lugar del universo, olvidado de su localización.
Yo era esa roca, y la palma de mi mano izquierda era ese manojo desplegado de algas. Entonces un buque grande, chato,
una mezcla de lata de sardinas y de sandwich emergió de ninguna parte y con un ruido sordo rozó el desembarcadero de la
stazione. Un puñado de gente echó a tierra y, dejándome atrás, corrió hacia la escalera del terminal. Entonces vi a la úníca
persona que conocía en esa ciudad; la visión era fabulosa.
La había visto por vez primera varios años antes, en aquella misma encarnación previa: en Rusia. La visión había Jlegado
entonces en guisa de eslavista, de una estudiosa de Mayakovsky, para ser exactos. Eso casi descalificaba a la visión como
tema de interés dentro de la camarilla a que yo pertenecía. El que no lo hubiera sido daba la medida de sus propiedades
visuales. Cinco pies diez pulgadas, huesos delgados, piernas largas, cabello castaño y ojos almendrados color de avellana,
con un ruso pasable en esos labios maravillosamente conformados, vestida soberbiamente en un cuero tan liviano como
papel y sedas que le hacían juego, olorosa a un perfume hipnótico, desconocido para nosotros, la visión era fácilmente la
mujer más elegante que hubiera puesto su turbador pie en medio de nosotros. Del tipo que suscita sueños húmedos en los
hombres casados. Además, era una veneciana.
De modo que prescindimos de su pertenencia al PC italiano y de su consiguiente sentimiento por los simplones de nuestra
avant-garde de los años treinta, atribuyendo los dos a frivolidad occidental. Si hubiera sido una fascista confesa, creo que
no la hubiéramos codiciado menos. Era positivamente deslumbrante, y cuando después cayó por el peor pelmazo posible
en la periferia de nuestro círculo, algún majadero bien pagado de extracción armenia, la respuesta común fueron asombro
y cólera más que celos o pesadumbre varonil. Por supuesto, si se lo piensa bien, uno no puede encolerizarse ante un trozo
de encaje exquisito manchado por algunos fuertes jugos étnicos. Pero nosotros lo hicimos. Porque era más que un
desengaño: era una traición al tejido.
En esos días asociábamos estilo con sustancia, belleza con inteligencía. Al fin de cuentas, éramos una pandilla libresca y a
cierta edad, si uno cree en la literatura, piensa que todo el mundo comparte o debe compartir nuestras convicciones y
nuestro gusto. Así, si alguien es elegante, es uno de los nuestros. Inocentes del mundo exterior, del occidente en particular,
no sabíamos aún que el estilo puede comprarse al por mayor, que la belleza puede ser apenas una mercancía. Así,
mirábamos a la visión como la extensión física y como la encarnación de nuestros ideales y principios, y lo que usaba ella,
cosas transparentes incluidas, pertenecía a la civilización.
Tan fuerte era la asociación, y tan linda la visión, que incluso ahora, años después, parte ya de una edad diferente y, por
así decirlo, de un país diferente, comienzo a recaer sin darme cuenta en la antigua actitud. Lo primero que le pregunto
mientras me aprieto contra su abrigo de nutria en el puente del vaporetto colmado es su opinión sobre los Motetes de
Montale, recién publicados. El resplandor familiar de sus dientes, todos los treinta y dos, reflejado en el brillo al borde de
su pupila avellanada y promovido a la dispersa platería de la Vía Láctea allá arriba, fue todo cuanto obtuve por respuesta,
pero era mucho. Preguntar, en el corazón de la civilización, sobre lo más reciente era quizás una tautología. Quizás
simplemente yo estaba siendo descortés, ya que el autor no era del vecindario.
(Watermark, 1992)
Joseph Brodsky (Rusia, Leningrado, 1940-Nueva York, 1996)
(Traducción de Hernando Valencia Goelkel)
(*) MARCA DE AGUA (editado por Norma, Colombia, 1993) es un ensayo y una crónica de viaje sobre la ciudad
italiana de Venecia (imagen).
Juana Bignozzi
unos poemas
Juana Bignozzi. Poeta argentina. Nació en Buenos Aires el 21 de septiembre de 1937. Es autora de los libros "Los
límites", "Tierra de nadie", "Mujer de cierto orden", "Regreso a la patria", "Interior con poeta", "Partida de las grandes
líneas", "La ley tu ley" y "Quién hubiera sido pintada". Residió en España entre los años 1974 y 2004. Recibió el Segundo
Premio Municipal de Poesía en el 2000 y el Premio Konex Diploma al Mérito en el rubro "Poesía: quinquenio 1999-
2003". Los tres poemas publicados pertenecen al libro "La ley tu ley", antología de su obra, publicado por AH Hidalgo
Editora, 2000.
LA LEY TU LEY
Vuelvo a pintar...
a quién se le ocurrió
que la poesía era la villa de Lorenzo de Médici
a quién se le ocurrió que era un príncipe señor
o sinvergüenza porteño
paseando por un jardín
la armonía neoplatónica no podía dar otra cosa que
verdure embeleso del paisaje divina geometría
y el velo del poder que vela con gasa imperceptible
confundida por el ojo profano con niebla o nubes
los paisajes de ese siglo
a quién se le ocurrió que tantos conocerían la sabiduría
del agua y el yuyito que sólo inventó juanele
para saber aquietar los colores del alma
EN OTRA VIDA...
Antonio Colinas nació en La Bañeza, León, España, en 1946. Además de un reconocido poeta, ha ejercido otros géneros
literarios como la novela, el cuento, el ensayo, la biografía, el libro de viajes, el periodismo y la traducción. Su obra ha
sido reconocida con el Premio de la Crítica en 1975, por su libro Sepulcro en Tarquinia; el Premio Nacional de Literatura
en 1982, la Mención Especial del Premio Internacional Jovellanos de Ensayo en 1996 y el Premio de Las Letras de
Castilla y León (1998). Ha realizado traducciones de la Poesía Completa del Nobel Salvatore Quasimodo y de las Obras
de Giacomo Leopardi, editadas por el Círculo de Lectores. Entre sus libros de poemas, se encuentran: Astrolabio (1979);
Noche más allá de la noche (1983); Jardín de Orfeo (1988). En 1982, una recopilación de sus versos recibió el Premio
Nacional de Literatura. Otros de sus libros: Los silencios de fuego y, Libro de la mansedumbre. Bajo el título de El río de
sombra, se ha recogido toda su poesía escrita.
María Zambrano pensadora, ensayista y poeta española nacida en Vélez, Málaga, en el año de 1904. Fue hija del pensador
Blas José Zambrano. Sus primeros estudios los realizó en Segovia. En Madrid estudió Filosofía y Letras, con Ortega y
Gasset. Vivió muy de cerca los acontecimientos políticos de aquellos años, de cuya vivencia fue fruto su primer libro
Horizonte del liberalismo en 1930. Entabló amistad con importantes poetas y pensadores de la época como Luis Cernuda,
Jorge Guillén, Emilio Prados y Miguel Hernández, entre otros. Finalizada la Guerra Civil, María Zambrano salió de
España en enero de 1939, dejando atrás todo lo suyo, exiliándose inicialmente en Paris donde entabló amistad con Albert
Camus y con René Char. Más adelante vivió en México, La Habana y Roma, desarrollando una gran intensidad literaria y
escribiendo algunas de sus obras más importantes: Los sueños y el tiempo, Persona y democracia, El hombre y lo divino y
Pensamiento y Poesía entre otros. Después de 45 años de exilio regresó a Madrid en 1984. En 1988 le fueron otorgados el
Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes. Falleció en Madrid en 1991.
Sobre la iniciación
(Conversación con María Zambrano)
María Zambrano ve la última luz del ocaso madrileño como una cicatriz sobre los tejados de la gran ciudad. Una cicatriz
verdosa y dorada a un tiempo que es como el resumen de toda la luz, de toda su vida. «Esa luz, esa luz...», repiten sus
labios. En esta tarde ardorosa de primeros de mayo la vida de María Zambrano se mantiene – como la cuerda de un arco–
tensa y lúcida entre dos extremos: el de esa luz última del ocaso y el de unas fotografías de su primera edad, que
descansan a su lado, sobre una mesa, junto a la taza de té; fotos que ella remueve y selecciona, de vez en cuando, con las
yemas de sus dedos, delicadamente.
Seis meses. Quizá ya por entonces hacía yo un viaje en brazos de mi padre; un viaje que iba desde el suelo hasta la frente
de mi padre. Eso ha sido decisivo para mí. Yo no podía ir ni más arriba ni más abajo. Era mi viaje, mi ir y venir.
– Hay un testigo de esos viajes, un limonero. ¿Qué papel juega ese árbol?
El limonero estaba en el patio de mi casa natal, en Vélez– Málaga. Mi padre me subía hasta sus ramas y yo recuerdo la
sensación de los frutos rugosos y del perfume en mis mejillas.
Tal vez, tal vez. Es algo muy importante en mi vida. Mira, ésta también soy yo, a los dos años, vestida de gitanilla.
– La persona de tu padre supone mucho en tu vida.
Sí. Él va también unido a mi nacimiento. Sí en nuestras vidas cuenta la muerte es porque es como un último nacimiento
visible, un nacimiento a medias. A medias, porque – en esos instantes– de un lado todavía está la vida; del otro, la
muerte.
Nacimiento– Renacimiento
– Tú has hablado, en concreto, en alguna otra ocasión, de que estuviste «muerta» y de que sufriste luego una especie de
renacimiento.
Sí, sí. Tenía cuatro años y lo recuerdo muy bien. Me desperté, me despertaron después de unas horas. Estábamos en un
pueblo de Andalucía y el médico no pudo acudir de inmediato. Me acompañaba mi padre y una tía mía, María, que era
muy beata. Ella dejó una gran huella en mi niñez, porque yo me sentía muy feliz en la iglesia; me sentía feliz rezando. Por
tanto, yo me sentía feliz yéndome de este mundo. Porque este mundo no lo he aceptado del todo. Y si lo he aceptado (y
con ello la Historia) es pensando en aquellas gentes que, como Juan de la Cruz, lo aceptaron. Por tanto, si en este planeta
ha vivido Juan de la Cruz, también yo tendré que vivir. Hasta que Dios quiera. Ahora bien, yo nunca creí que fuera a vivir
tanto; yo no creí que iba a vivir tanto...
– Podríamos decir que esta vida tan larga que se te ha concedido es signo de algo, síntoma de que has vivido dentro de un
cauce, en equilibrio. De que has vivido en armonía con algo o con la totalidad...
Así lo he procurado.
– Crees, por tanto, que esta larga vida es un don que debes al equilibrio interior y no sólo a tu naturaleza física.
Mi naturaleza física ha sido muy débil. Yo nací medio muerta. Por eso tengo – como no sé si sabes– dos fechas de
nacimiento. Nací, en realidad, el 22 de abril de 1904, y mi padre estuvo más atento ese día a que su hija viviera o muriese
que a inscribirla en el Juzgado. Por eso, cuando él, tres días después, fue al Juzgado, dijo la verdad. Y esperaba que le
multaran, porque ya había pasado el tiempo de la inscripción. Entonces le dijeron – esto era en Vélez– Málaga– : «Firme
usted aquí». Y él firmó sin saber que registraba la fecha del 25. «¿Pero la multa»?, dijo el. «Ya se la mandaremos a casa»,
le respondieron. Y como la multa no llegaba, mi padre fue al Juzgado otra vez. Entonces le dijeron: «¿Pero a un caballero
como usted le vamos a poner nosotros multas?». Entonces, la niña había nacido el día 25 y la cosa ya no tenía arreglo. Y a
mi padre, que por aquellos días era anarquista – anarquista de «guante blanco», inútil es decirlo– le resultó insufrible esa
in– justicia; una injusticia que no dañaba a nadie.
¡Claro! Le hicieron declarar la fecha del 25, la que suele publicarse. Pero la real es la del 22. Por eso, algunos amigos
íntimos, que lo saben, me felicitan en esta última fecha.
– Volviendo a esa armonía que te ha ayudado a vivir. Ella, en buena parte, te la ha proporcionado el bosque.
Era el encuentro con mi lugar. Yo me he sentido mal en todas las partes. Y la primera de todas, en mi cuerpo. A mi cuerpo
lo he tratado con muy poca atención.
– ¿ Crees que el cuerpo es una cárcel para el ánima, como ya ha dicho más de un filósofo?
Sí. Y como cárcel lo he aceptado. De esa manera, con resignación. Y, al mismo tiempo, con ternura. He aprendido a
mirarlo con ternura, a mirarlo con amor. Pero más a través del cuerpo del mundo, como si el alma del mundo tuviera
como cuerpo el universo.
Los orígenes
La iniciación se hizo hace ya tres mil años. Yo ya he dicho, en mis discusiones con mis amigos taurófilos, que yo no
necesitaba ir a los toros, porque lo que de ritual y de iniciático tiene esa fiesta, no es nuevo. En los orígenes, era una
especie de bautismo. En Roma hay recintos destinados a ese fin. La sangre del toro caía sobre la cabeza humana. Esa era
la iniciación, aunque las cosas vienen de muy atrás, como he dicho.
Sí, el Minotauro. Y Ariadna, la verdadera protagonista Ariadna, que es la memoria iniciática. Quizá la misma que
conducía a mi hermana por ese otro laberinto que es Venecia y del que ella tanto gustaba. La versión moderna de los toros
no la quiero nombrar. Me quema los labios.
Sí, pero debía de servir para algo. Porque la iniciación da sus frutos. La iniciación era algo ligado a los misterios de Mitra,
del Sol. En la Via Appia de Roma hay una maravillosa estela que a mi hermana y a mí nos gustaba contemplar. La estela
representa a un joven adolescente desnudo. Sólo lleva una especie de capa sobre sus hombros. En una mano tiene algo
parecido a una antorcha. Y parece como si la tendiera para dar o recibir luz del sol. Ningún desnudo me ha parecido
siempre tan alejado de la exhibición. También aquel desnudo era iniciático y misterioso. A nosotros nos gustaba
detenernos al lado de aquella estela e incluso un día nos sorprendió la policía. Teníamos por costumbre recoger los restos
de los paquetes de cigarrillos y de colillas que había por allí y hacer con ellos una hoguera. Ese día, el pequeño fuego se
extendió y yo tuve que aplastarlo apresuradamente para que no afectara a los árboles que aún estaban vivos.
– ¿Y de Eleusis?
De Eleusis y de sus misterios apenas se sabe nada. Ese pueblo, el griego, tan parlanchín habitualmente, supo guardar
silencio durante siete siglos. Claro que de ellos nos hablaron Clemente y Orígenes, dos cristianos heterodoxos.
– Quizá ese silencio que se guarda sea una de las claves, un aspecto primordial de la iniciación.
Sí, pero algunos disidentes supieron transmitirlos, e incluso los injertaron en la misa, o en los oficios de los monjes.
Recuerda ese cordón que antes llevaban algunas órdenes religiosas, en vez de la correa. Sin duda representaba el cordón
umbilical que unía a la madre. Es decir, es la salvación del incesto, totalmente transformado en filiación. El cordón señala
la filiación, la filiación que salva de cualquier forma de incesto. Y de cualquier forma de barbarie.
La madre representaba, sobre todo, el alma del mundo. Hay que ir a Plotino para comprender este tema. A Plotino, otro
iniciado. Hay, en todo caso, cosas que, más que comprenderse, se sienten.
En efecto. Yo la figura de Orfeo, más que verla, la siento. Orfeo es el mediador con los ínferos. Y eso sí que ha sido un
gozoso y penoso descubrimiento mío: la mediación con los ínferos. Yo no creo que se pueda ascender sin dejar algo
abajo. Por eso he aceptado el escribir, y el hablar, y el vivir la historia. Y la oración.
– Pero en aquellos tiempos míticos hay otros viajes trascendentales, como el que nos describe Homero...
El viaje de Ulises es decisivo. Sin él no habría cultura en Occidente. Según la tradición, se dice que pudo estar inspirado
por una doncella, Manto, que fue hija de Tiresias el adivino. Al parecer, ella también fue adivina, Virgilio la recuerda en
alguna ocasión. Se dice, pues, que Manto inspiraba a Homero por las noches. De su nombre proviene, según la leyenda, el
nombre de Mantua, la ciudad italiana. Todos los iniciados tienen necesidad de una ciudad, de un lugar. A veces les es más
necesario este lugar que la palabra. Y mi padre era de esas gentes, de los que van buscando una ciudad. Y yo – su hija–
también he ido buscando ese espacio ideal. Por momentos creí haberlo encontrado en un lugar del Jura, en La Piéce,
donde viví más de diez años, pero lo destruyó el progreso. Siempre el ciego progreso. Mi hermana murió allí.
Sí, ideal; pero, al mismo tiempo, un espacio habitable, habitado. Un espacio que quizá se puede hallar en tantos otros
lugares. La ciudad o lugar de los dioses.
La noche mística
Yo he escrito sobre este asunto. Ahora no te lo podría explicar mejor. Una cosa sí sé: que ya desde niña me horrorizaban
las procesiones de Semana Santa. Solamente había una imagen en Segovia que no me impresionaba. Y allí seguirá aún.
Creo que era de Gregorio Hernández, un escultor maravilloso. Es el Cristo del Sepulcro. Blanco, blanco; el Cristo blanco
como una luna, como el de que habló Unamuno en El Cristo de Velázquez. No siempre estos cristos maravillosos de
Gregorio Hernández se parecen a la persona de un condenado a muerte. Más bien representan a la Divinidad sacrificada.
Esa Divinidad o Verdad superior que sólo bastaba con que descendiera para convencernos. ¡Si hubiera sido la cristiana la
religión del descendimiento...! Pero no. Tenía que ser la del sacrificio. El Cristo realista de Montañés, con las heridas, los
moratones, la sangre. España ha creído demasiado en el verter sangre, en la necesidad de que hay que derramar sangre.
– Pero en España hay otras semanas santas que tienen otro sentido. Como la de Andalucía. Tiene algo de...
De todo, de todo.
– Tiene un aire como más terrestre. En ella está menos presente el dolor.
Yo diría que tiene un aire primaveral. En cierto sentido, es la fiesta de la primavera. Fiesta iniciática por excelencia.
No, no es país de iniciaciones; ni de iniciados. Yo diría, más bien, que es un país de místicos, y menos de lo que se suele
creer.
No es romántica en absoluto.
– Es realista.
Más bien. En España todo lo que es iniciático es de origen sufí, una herencia que se ha conservado a duras penas, como ha
podido.
– Pero una parte de la mística cristiana ha bebido en el sufismo, aunque, en muchos casos, haya sido indirectamente.
Bueno, por lo menos la de San Juan de la Cruz, aunque quizá él mismo no llegó a ser consciente de ello. Y Molinos,
también Miguel de Molinos.
Por supuesto. La más iniciática es la árabe. Allá donde hay agua hay iniciación.
– Y jardín.
Claro. La misma Alhambra es un monumento iniciático. Hay que saberlo recorrer. Y el Generalife, sus jardines. Pero,
luego, también tenemos el jardín interior, como los que, a veces, encontramos en Castilla. Es, en cualquier caso, el paraíso
cerrado para muchos.
Dante
– Estamos hablando de los místicos, pero nos hemos dejado atrás a Dante Alighieri.
¡Ah, Dante...! La Vita Nuova es el gran texto inspirado, iniciado. Mucho más que la Commedia. La Commedia está – yo
no diría «manchada», es muy fuerte decirlo– está habitada por la Historia. Ahora bien, el espacio de la Commedia es
como un cono, en cuyo centro, abajo, se halla la criatura inmunda, Satán, el que descendió por la luz. Y ahí está la
relación entre la luz y la gravedad. Por haber robado la luz cayó en el centro de gravedad. Para mí, esas vueltas del poema
de Dante, en las que se van examinando pecados y pecadores, son como un sacacorchos. Es como si, a medida que los
seres se van desprendiendo de sus culpas, tuvieran que «mondarse» el corazón. Por eso, cuando llegan al centro, donde se
encuentra la criatura inmunda, lo que le dice a Virgilio – ¿o se lo dice Virgilio a él?– es que se dé la vuelta. Van a pasar
del infierno al purgatorio. Y esa vuelta necesaria – la simple voltereta que dan los niños– es la iniciación. En ese
momento se invierte el centro de gravedad. En vez de tenerlo hacia abajo, se tiene hacia arriba.
¡Ah, si yo lo supiera...la habría dado! Porque yo no creo haberla dado. Quizá lo primero que haya que hacer es estar
exento, no hallarse atado. Porque el que está atado – como, por ejemplo, una estatua, un ser adosado o sujeto a una base–
no puede darse la vuelta. Para darse la vuelta hay que estar exento, hay que haberse librado de todo cuanto encarcela.
– Hablabas de la «Vita Nuova». Es curiosa la fusión que en este libro se da entre prosa y verso.
Es una maravilla, es el ideal. Ya he dicho que para mí es una obra que está por encima de la Divina Comedia. ¿Y qué
decir de la figura de Beatriz en esas páginas? Ese halo del libro se sabe que proviene del Islam.
Sí, Asín Palacios, por ejemplo, el arabista español. Personalmente él era una persona muy cerrada, pero hizo grandes
descubrimientos en este terreno. El escribió La escatología musulmana en la Divina Comedia. Pero ya digo que la esencia
de Dante resplandece más en la Vita Nuova.
Bueno, en realidad el místico no sabe, ni quiere saber, ni puede saber. La máxima claridad de la mística está en San Juan,
no en Santa Teresa. También está en Molinos, como ya hemos dicho, pero él no siguió el camino de la poesía. Aunque
también escribió, y habló.
Sí, pero lo mismo podría haberse dicho de San Juan. Hay páginas de Molinos y de San Juan – por ejemplo, hablando de
las nadas– que son idénticas, y es probable que tuvieran un mismo origen. San Juan de la Cruz fue tan discreto que se
murió a tiempo. Si llega a vivir dos años más le hubieran quitado el hábito. Tuvo una gran discreción externa: la de saber
morir. Además, como se sabe, su poema se publicó gracias a Ana de Jesús – primero en Burdeos y luego en París– , a
quien está dedicada la prosa y a quien regaló dos ejemplares. En la primera edición de las Obras Completas no aparece el
«Cántico». La edición francesa tuvo, por cierto, un prodigioso traductor.
Y un ejemplo de unidad de pensamiento, que se da como rescate. Y de música, y de número, y de figura. Él lo expresó de
manera sublime: «...mira que la dolencia/de amor, que no se cura/sino con la presencia y la figura.»
Ahí está Giordano Bruno. Porque además esta clase de saber produce una grande inocencia. Y, a veces, una grande
imprudencia. El alquimista, el que encuentra la piedra filosofal (o está a punto de encontrarla) debe callar. Y llegar a tener
una naturaleza rescatada. La finalidad no es el oro, sino el rescate de la aurora primordial en el hombre, de la naturaleza
primordial.
Ortega
– Tú tienes un libro todavía inédito, «La Aurora». ¿En qué medida has ido en busca de esa naturaleza?
Yo siempre he ido al rescate de la pasividad, de la receptividad. Yo no lo sabía, pero desde hacía muchos años yo también
andaba haciendo alquimia. La cosa comenzó hace ya muchos años. Mi razón vital de hoy es la misma que ya aparece en
mi ensayo Hacia un saber sobre el alma, libro que se va a reeditar. Yo creía, entonces, estar haciendo razón vital y lo que
estaba haciendo era razón poética. Y tardé en encontrar su nombre. Lo encontré precisamente en Hacia un saber sobre el
alma, pero sin tener todavía mucha conciencia de ello. Yo le llevé este ensayo, que da título al libro, al propio don José
Ortega, a la Revista de Occidente. Él, tras leerlo, me dijo: «Estamos todavía aquí y usted ha querido dar el salto al más
allá.» Esto lo cuento por primera vez, es inédito.
– ¿Podemos decir que en esta anécdota tiene su raíz el que hayas sido considerada no sólo alumna predilecta de Ortega,
sino también su alumna más heterodoxa?
Exactamente. Desde ese mismo momento. Yo salí llorando por la Gran Vía, de la redacción de la Revista, al ver la
acogida que encontró en don José lo que yo creía que era la razón vital. Y de ahí parten algunos de los malentendidos con
Ortega, que me estimaba, que me quería. No lo puedo negar. Y yo a él, pero había... como una imposibilidad. Es obvio
que él dirigió su razón hacia la razón histórica.
Yo dirigí la mía hacia la razón poética. Y esa razón poética – aunque yo no tuviera conciencia de ella– aleteaba en mí,
germinaba en mí. No podía evitarla, aunque quisiera. Era la razón que germina; una razón que no era nueva, pues ya
aparece antes de Heráclito. No ya como medida, sino como fuego, como nacimiento: la razón naciente, la aurora. Es
curioso, Ortega tenía también un libro que no llegó a publicar, La aurora de la razón vital. Luego puede decirse que no
faltaban las coincidencias. Los dos seguimos el rastro de la aurora, pero cada uno de una aurora distinta. (O de la misma,
pero vista de otra manera.) Sí, Ortega era también un hombre de la aurora.
– Volvamos un poco atrás para seguir nuestro repaso en el tiempo. Tú antes hablabas de que no se debía comunicar cierto
tipo de conocimiento...
Es precepto que el iniciado que sabe que lo es ha de hacer con los bienes que le produce esa iniciación un uso totalmente
desinteresado.
– ¿Y viene algo que ver ese silencio con las «nadas» de los místicos?
Tiene que ver. A Molinos en realidad no le condenaron porque hubiera sido escándalo para determinadas órdenes
religiosas. Pero no dudaron en condenarle a varios años de silencio. Yo he escrito detalladamente sobre Molinos, y su
Guía espiritual ha sido uno de mis libros, sin yo saberlo; es decir, por ser, no por conocer.
– ¿Por sintonía?
Eso es, por sintonía. Y entonces, para el iniciado que lo sabe ser, la vida puede durar indefinidamente. Me refiero a que
rescata la naturaleza originaria. Luego, es lógico, se tiene que ir. Se tiene que ir, aunque no muere, transita como la luz.
Renacimiento
– Pero es curioso que más o menos en la misma época, e incluso antes, en Italia haya otro tipo de iniciados que acceden a
la verdad por otros caminos.
Sí, te refieres al Renacimiento. El lirio de Florencia también es iniciático. Florencia fue cristianizada por unos monjes
llegados de Irlanda. O sea, que religión e iniciación tampoco están reñidas en este caso. Pero ahí está ese sentido diferente
de la ciudad, de la ciudad– flor. Su nombre tiene un doble sentido, como el de Roma. (Roma, para la gente normal; Amor
para los medio iniciados; Floralia para los iniciados.) Fue prodigioso que en la misma ciudad coincidieran personajes
como Pico della Mirandola, Lorenzo, su hermano, Ficino. Ellos traducen a Platón, que acaba teniendo muy presentes los
números, las matemáticas. También la iniciación está cerca del número. Ahí están Pitágoras y Leibniz, quien nos dijo que
«Dios, calculando, hizo el mundo». Lo cual ha sido interpretado en distintos sentidos, olvidando que él era un Rosacruz,
que el emblema de Leibniz era la rosa y la cruz. Pero, volviendo a Florencia, diremos que es una ciudad fundada por
iniciados. Porque el iniciado necesita fundar para que haya – además de la ciudad vulgar, de la ciudad hecha por interés y
para el interés– la ciudad copia de la ciudad celeste.
Las artes (y mucho más en esta ciudad) son medios preferidos de la iniciación. De todos los artistas de aquel período yo
me quedaría con Piero della Francesca. A mi me parece el más iniciado. Incluso más que Fra Angelico. Como antes
Platón, como Leonardo, son seres que siempre acaban en la matemática. Y no hay que olvidar tampoco a Botticelli,
aunque él más que un iniciado era un enamorado. Por eso fue vencido. El enamoramiento busca, obedece, pero puede ser
vencido. La iniciación, no. Porque la iniciación es entrega total, obediencia también, pero profunda.
Sí, también en Florencia ella es algo especial. Yo conservo un recuerdo imborrable de mi visita al Palazzo Vecchio.
Gracias a la Unesco, en el año 1950, tuve ocasión de representar a España en un encuentro que se celebró en Florencia.
Representé a España (que allí, en realidad, no estaba representada) porque sustituí al embajador de Guatemala, que no
pudo acudir y que era el verdadero representante de los países de habla española. (Entre otras cuestiones, en aquel
congreso se intentaba que el español fuese declarada lengua oficial de la Unesco.) El caso es que yo acudí a algunos de los
actos y también a alguna de las fiestas que me interesaban. Recuerdo que acudí a un baile que se celebró en el Palazzo.
Fue una maravilla la subida por aquella escalinata bordeada con los pajes vestidos de lirio y con un candelabro encendido
en las manos.
Venecia
Venecia fue para mí una grandísima revelación. Yo me sentía florentina. Por eso, cuando llegué a Italia, mi hermana, que
había estado allí, me dijo: «Espera que veas Venecia.» Cuando llegué allí – nunca lo podré olvidar– mi hermana y yo
fuimos enseguida a la plaza de San Marcos y en el preciso momento en que sonaban en el campanile las doce de la noche,
que por cierto también es una hora iniciática. Y volaron las palomas en la noche. Y, al día siguiente, volví sola allí mismo,
a las doce del mediodía. Me senté en el Café Florian y experimenté algunas de las experiencias más maravillosas de mi
vida.
Era. Ahora la están destruyendo. Mi hermana conocía la ciudad de memoria. Con ella se podía ir a cualquier parte. Yo le
decía: «Deseo ir a tal sitio.» Y ella me decía: «Por aquí.» Nunca teníamos que retroceder, algo que es tan frecuente entre
los viandantes de Venecia. Porque esa ciudad tiene algo de laberinto. Y ella siempre sabía encontrar la salida del
laberinto.
Laberinto del mar. Porque hay que tener en cuenta que Venecia es también su archipiélago, tan influido por lo bizantino,
por lo griego. De ser de alguna parte, Venecia es griega. Pero griega iniciática, no filosófica. Porque lo que más se ha
opuesto a la iniciación es la religión oficial y la razón oficial. Y en ella no se dan estos imperativos. La Basílica es de
inspiración griega, como los caballos de bronce que hay arriba, traídos de Constantinopla por uno de los dogos.
Romanticismo
Sí, Goethe, Byron... Pero a mí, por ejemplo, el romanticismo de Lord Byron me parece un poco de latón.
Digamos que un poco más fino que el de Espronceda. Toda la vida de Byron está llena como de imitaciones. Hacía cosas
absurdas, falsas, como aquella de encerrarse en una especie de habitación o celda de condenado que tenía una salida o
trampa que daba al canal. No parece complicado encerrarse voluntariamente allí cuando se sabe que hay una salida, que
basta dar un golpe en la puerta y salir. El Romanticismo esencial no es el de Byron, sino el alemán, el de Schlegel, el de
Schelling, y quizá el del primer Goethe.
Goethe se salvó en Roma. Quiero decir que si no es acogido por Roma, si no encuentra su iniciación en Roma, hubiera
acabado como Werther, su personaje; se hubiera suicidado. Para algunos seres, la alternativa es: o encontrar algún tipo de
iniciación o el suicidio. Algún tipo de iniciación, aunque no se sea muy consciente de ella.
Eso está relatado en sus Memorias. Encontró, entre otras cosas, a una ramera; una ramera a la que él no dejaba de mirar.
Ella le dio una cita escribiendo su dirección sobre la mesa. Y el acudió, y conoció el amor carnal, que le salvó del amor
abstracto.
Descubrimiento en ese preciso momento. El romántico auténtico se salva siempre. Se salva del suicidio, aunque no de la
locura, como le sucedió a Hölderlin. Y en ese proceso interviene mucho la mujer.
– Es decir, que en el Romanticismo, rasgos como los del suicidio o la locura aparecen superados.
Eso es; es todo un proceso de superación. A veces en el tiempo. Se paga con el paso del tiempo el haber conocido ciertas
verdades, el haber encontrado a Diótima, el haber hallado la llama.
Leopardi
– Hablabas antes del poder de la plegaria. ¿Cabe quizá entender también el poema como oración?
¡Claro! Y esto no es ningún descubrimiento mío. En Francia, Henri Bremond escribió tratados sobre ese tema concreto: la
poesía pura, poesía y oración... Pero esta cuestión no tiene nada que ver con España, en donde poesía y oración tienen
otros sentidos. Ya hemos dicho que España es un país anti– iniciático.
La prosa de Leopardi es maravillosa, como su poesía. Mi padre y mi hermana eran leopardianos. Mucho más que yo.
Porque yo me daba cuenta de que por el camino de Leopardi se daba completamente la espalda a la Historia. Y, para mí,
la Historia ha sido mi cruz, la cruz que todo hombre debe llevar. ¿Tú sabes que me ofrecieron La Ginestra, la casa en la
que Leopardi pasó parte de sus últimos días?
– Sí, lo sé. ¿Habría sido quizá toda tu vida otra, de haber aceptado el vivir allí?
Era mi hermana la que, en realidad, tenía que haber vivido en ella. La historia es complicada... Porque La Ginestra
pertenecía a un comité presidido por Helena Croce, la hija de Croce, persona muy inspirada pero que – teniendo tanto
poder– no ha sabido administrar. (Esto, en mi boca no es un reproche: es un homenaje.) Ella presidía ese comité
destinado al rescate de las obras de belleza, naturales e históricas. ¿Y qué pasó? Tuvo la genial idea – porque las ideas
pueden ser prácticas sin dejar de ser poéticas, al contrario de lo que algunas personas piensan– de que habitara la casa con
mi hermana y mis gatos. Los gatos fueron la causa de que a mi hermana y a mí nos expulsaran de Roma, ¡Figúrate, Roma
que es precisamente la ciudad de los gatos! Allí ha habido personas que han llegado a tener hasta cuarenta gatos. Y a
nosotras nos perseguían porque teníamos diez, y porque les dábamos de comer, siendo éste uno de los ritos de Roma.
Roma es la ciudad de la loba y del gato. El gato fue llevado, como se sabe, por Cleopatra y algunos pensaron que eran
pequeños tigres. Fellini, que sabe mucho de Roma, mostró en una de sus películas el rugido de la loba y un gato al que se
le ofrece un plato de leche. Se ve que mi hermana y yo – especialmente ella, que se sentía romana– cumplimos con el
gato, pero no debimos de cumplir con la loba. Por eso, abandonamos Italia. Luego, en el Jura, en La Piéce, además de
gatos teníamos perros.
– Bueno, habiendo llegado a Leopardi y al Romanticismo creo que ya está todo dicho, aunque no hemos hablado de
Machado...
Sí, don Antonio. Y su Abel Martín y su Juan de Mairena, que son la ironía, el contrapeso, una grandísima burla, una
estrategia. Mi padre decía: «Estos poetas son grandes estrategas», refiriéndose a Machado. Cuando se cita al Machado
filósofo, pensador, se tiende a separarlo del poeta. Pero a éste no se le puede ignorar ¿verdad?
Salta sin capricho ninguno. ¿Recuerdas estos versos?: «Olivo solitario/lejos del olivar, junto a la fuente,/olivo
hospitalario/que das tu sombra a un hombre pensativo/y a un agua transparente.» Ahí fundió Machado la poesía y el
pensamiento.
Sí, el iniciado no debe hablar. En el momento en que habla y da su palabra, viene crucificado.