NICTOFILIA
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N°3
DOSSIER
CRÉDITOS
EDITORIAL CTHULHU
De: Marcia Morales Montesinos
Calle Santa Martina 214. 4to Piso. Urbanización Pando III Etapa
Lima, Perú
http://editorialcthulhu.blogspot.pe
editorialcthulhu@gmail.com
Editorial por Marcia Morales Montesinos
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Carlos Carrillo
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las desapariciones. Podría ser una máquina de rastreo. —Ri-
cardo retiró un recipiente que se encontraba entre las alas del
escarabajo—. Aquí hay rastros de vapor, pero es muy pequeño
por lo que debe necesitar agua con un nivel muy alto de pureza
para que el mecanismo funcione. No había visto algo similar
antes.
Armando examinaba incrédulo el artefacto.
—Yo sí he visto algo parecido —contestó pensativo—.
Mejor, que lo examinen los muchachos del laboratorio.
Ricardo se retiró con la orden. Armando giró hacia la ven-
tana y se reclinó sobre su silla para contemplar el horizonte.
No vio ninguna aeronave propulsada a vapor. Su mente divagó
sobre el acertijo de las extremidades sin torso y los torsos sin
extremidades. ¿Qué estaba haciendo el descuartizador de los
pantanos con esos torsos? ¿Por cuánto tiempo los conservaba?
¿Aparecerían los torsos faltantes en algún momento? Encendió
un cigarrillo y antes de la primera bocanada, lo tuvo claro:
¡El descuartizador había encontrado un propósito para esos
cuerpos antes y después de mutilarlos! La solución radicaba en
deducir ese propósito. Satisfecho con esa conclusión, disfrutó
del resto del cigarro.
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—Tiene estos dos tambores que se activan con unos resortes
conectados también al recipiente de vapor y disparan algún tipo
de objeto. No hay rastros de pólvora, pero si de un químico
desconocido. Qué tan letal u ofensiva sería cómo arma, no lo
sé. Más parece un aparato de vigilancia sino fuera por esos dis-
paradores.
Los detectives se retiraron. Caminaron en silencio por unos
minutos.
—Ricardo, ¿recuerdas que te mencioné que la tecnología me
resultaba familiar?
El detective Castellanos asintió.
—Fue en la feria científica del Instituto Nacional de Patentes
que se realizó dos años atrás. Un inventor local presentó un apa-
rato que volaba pequeñas distancias. No era con fines bélicos ni
de vigilancia, sino como un juguete. Ya tengo su nombre y ubi-
cación: Pablo Devoto y vive en un fundo pequeño en San Pedro
de los Chorrillos, unos kilómetros al sur de la hacienda Villa.
—¡No puede ser coincidencia! —exclamó Ricardo—. El
prototipo del aparato y vive en la zona donde hemos encon-
trados los cuerpos descuartizados. ¡Devoto es nuestro hombre!
—Coincido contigo. Solo que todo es circunstancial, así que
temprano en la mañana solicité una orden judicial para que el
Instituto nos entregue el diseño del prototipo. El laboratorio
realizaría una comparación y tendríamos el sustento para una
orden de registro de domicilio.
—Eso va a tomar mucho tiempo, Armando. Mejor empe-
cemos a vigilar a Devoto esta misma noche.
El fundo de Pablo Devoto se encontraba alejado pero un
camino asentado les permitió llegar en uno de los nuevos auto-
móviles del departamento. Se ocultaron estratégicamente frente
a la entrada del lugar que solo tenía un arco de piedra, bastante
simple, sin puerta, y se encontraba rodeado de una cerca de baja
estatura que les permitía divisar la residencia desde su ubica-
ción. Las luces estaban apagadas.
Las horas transcurrían y el detective Montalvo reflexionaba
sobre cómo el avance tecnológico de la revolución del vapor,
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Haciendo el ademán de retirar el casco, Devoto apretó un
botón y el escarabajo mecánico se elevó rápidamente disparando
un par de dardos que inmovilizaron al detective Montalvo.
Despertaron adoloridos. Se encontraban suspendidos, uno
al costado del otro, aunque aún no eran conscientes de ello. Una
cortina negra osciló delante y apareció Pablo Devoto, corpu-
lento y completamente canoso, ahora que no portaba el casco.
Llevaba una gran cruz de plata del cuello que le daba un aire
intimidante. Satisfecho, los examinó detenidamente.
—Detectives Armando Montalvo y Ricardo Castellanos…
¡Mucho gusto! —la voz de Devoto era bastante grave.
Ambos intentaron girar la cabeza, pero el mecanismo que
los sujetaba se los impedía. Montalvo intentó hablar.
—No se gaste Montalvo. Los labios de ambos están pegados.
No me interesa sostener ningún tipo de diálogo con ustedes.
Lo único importante es que comprendan cuál será su contribu-
ción al propósito de la vida… al propósito de la vida según el
Hombre de Allá Arriba.
El detective Montalvo se convulsionó al escuchar eso.
—Usted detective sabe a lo que me refiero, ¿no es así? Lo
debe haber deducido pues es un zorro viejo. Hay un propósito
en mi trabajo... un propósito divino.
Señaló el casco de tubos y el artefacto volador que repo-
saban en una mesa circular:
—¿Cuál es el propósito de la purificación del agua? Poten-
ciar el vapor que da vida a estas máquinas tan estrafalarias. De
lo contrario, serían un montón de engranajes, tuercas, remaches,
tuberías y pistones sin sentido. ¿No lo creen así?
Devoto se sentó en una silla frente a ellos y continuó:
—De la misma manera, yo busco darles un propósito a las
vidas de estas jóvenes… estas jóvenes que desperdician sus vidas
en las esquinas y en esos burdeles… esos centros de desmora-
lización infernal. ¿Sin un propósito que sería de ellas? ¿Qué
obtendrían? Sífilis y gonorrea, adicción al opio, maltrato físico
y psicológico, violaciones, abortos. ¡Una vida sin propósito al-
guno!
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de la vida humana delante de los ojos del hombre que mora allá
arriba es… ¡Perpetuar nuestra especie!
Devoto se mostró embelesado.
—No es un trabajo fácil. No, señores. Por un mes me dedico
a inseminar a una de ellas por lo menos tres veces al día y de ese
modo, asegurar que se concrete el embarazo. Logrado el obje-
tivo una joven más se agrega al grupo y así van rotando como en
una cadena de producción. No sé si pueden verla… la última de
la segunda línea ya está lista para explotar.
Agarró a Montalvo de la pierna y le dijo:
—Detective, yo sé que no puede hablar. Eso no impide
que pueda leer en su rostro la interrogante por el destino de
los recién nacidos. ¡Eso es lo hermoso! ¡Todo encaja! ¡Entrego
al recién nacido a una pareja que no puede concebir y de esa
manera ellos también cumplen con el propósito del hombre de
allá arriba!
Se dirigió a Castellanos:
—¡Oh, no! ¡No, no, no! No es una adopción gratuita, tiene
un costo como corresponde al esfuerzo realizado, sino… ¿cómo
financio mis invenciones?
El Sr. Devoto se colocó entre las dos filas de camas. Acarició
su cabellera canosa.
Ahora es tiempo qué entiendan cómo ustedes forman parte
también de ese propósito superior pues el hombre de allá arriba
actúa de maneras misteriosas. Tengo más de setenta años y me
resulta difícil lograr una erección, aunque mi producción de es-
perma es abundante... Los efectos de la dieta saludable del fundo.
Así que estaba optando por masturbarme para luego eyacular
dentro de ellas y me fallaba la concentración para excitarme…
No es fácil… Son mujeres amputadas ¡Y justo aparecen ustedes
dos! Uno para cada hilera de mis chicas… ¿qué les parece? Todo
está listo para el procedimiento… con el somnífero no sentirán
el corte de sus miembros. Dejaré sus ojos y oídos para cualquier
estimulación externa que puedan necesitar. Igual, también tengo
un poderoso afrodisiaco para facilitar esa labor. Y estoy adap-
tando uno de mis dispositivos para que supla la falta de piernas
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Víctor Grippoli
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criaturas del averno… y los cazadores siempre listos a cobrar
una jugosa recompensa por sus cráneos.
Farsel se armó con una pistola de dos tubos, balas de cristal
expandido, una fiable escopeta y su compañero, el inefable
reloj de bolsillo dorado que había pertenecido a su padre. Acto
seguido tomó el tren que corría por la vía elevada y que cru-
zaba la ciudad envuelta en los vapores de su frenética actividad.
Descendió cuando ya el transporte estaba casi vacío. Resultaba
que el rumor corrió como pólvora y nadie quería pisar la usina
pasado el mediodía. Eso era bueno, evitaría bajas colaterales.
El cazador entró en el lugar alumbrado por lámparas de gas
amarillentas. La atmósfera era opresiva y se sentía el olor a la
grasa de los gigantescos engranajes y las calderas que seguían
ardiendo al igual que si las hubieran transportado del mismo
infierno.
Escuchó un chillido… algo propio de un animal… algo
propio de los demonios que se habían apoderado del mundo
luego de la casi extinción de la humanidad. ¿Su origen sería di-
vino? ¿Un castigo otorgado por dios?
La pistola brilló al ser desenfundada y alumbrada por los
esquivos rayos lumínicos. Buscó ansiosa la forma espigada, de
largas extremidades y semidesnuda que acababa de aparecer co-
rriendo entre los gigantescos pistones.
—¡Ven aquí maldito! Tus días están contados.
La bestia se dio a conocer. Era un clásico vampiro pero con
un añadido nuevo… Farsel disparó repetidas veces. Sabía que
solo un tiro al corazón con una bala de cristal expandido lo
mataría. Pero los impactos no penetraron el añadido que tenía
esa cosa en el pecho. Alguien lo había operado para retirarle su
antiguo corazón por uno mecánico impulsado por un pequeño
generador de vapor y un contenedor de Bruma Roja.
El cazador se encontró en problemas y trató de huir. La
criatura lo siguió y le otorgó un par de golpes de puño que le
hicieron sangrar el rostro y casi le quiebran los huesos. Se sintió
perdido. ¿Qué arma podría traspasar esa coraza perfecta? Sin
duda una explosión que lo mataría a él también en el proceso.
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cómo lo mato? Las balas de cristal expandido no le hicieron
nada.
—Claro, está diseñado el blindaje para eso mismo. ¿Tienes
todavía el reloj de tu padre?
—Por supuesto. Siempre va conmigo.
—Actívalo… —Farsel apretó un botón escondido y sur-
gieron tres hojas de blanco cristal expandido—. Un corte con
esas cuchillas destruirá el blindaje. Es la única forma. O usar un
cañón pesado pero es imposible que consigas uno…
—Gracias. Con esto bastará… lo que no entiendo es qué
hacía un vampiro en la usina de vapor. Y tampoco me explico
cómo puede hablar.
—Tal vez el origen de esas criaturas escapa de nuestra com-
prensión.
—Me iré a investigar. Gracias por la información. Te daré
más tiempo para pagar tu deuda.
La IA volvió a replegar su brazo extensor que la unía a la
maraña de mecanismos y se perdió en la oscuridad.
Farsel caminó sin rumbo por la ciudad móvil. Era misteriosa
la conducta de su enemigo. Había luchado antes con toda clase
de seres pero jamás habían demostrado rasgos de inteligencia.
Solo un instinto animal y sádico imparable que los llevaba a
atravesar las defensas de la urbe y buscar carne humana.
Lo retiró de sus meditaciones el espantoso sonido de un
grito humano. Corrió por las callejuelas solitarias yendo hacia
la fuente del mismo y se encontró con un panorama dantesco.
Una camioneta a vapor que transportaba frascos de bruma se
encontraba volcada, un soldado yacía tremendamente mutilado
envuelto en un charco de sangre. El vampiro no buscaba carne…
buscaba los frascos para algún oscuro propósito, por ello había
atacado en la usina. Sin duda al ser descubierto había atacado a
los que lo habían hallado, incluyendo al esposo de su clienta.
Desenfundó la pistola de dos tubos. Estaba lejos y debía
tratar de distraer a la bestia para salvar a los soldados. Disparó
pero de nuevo fue inefectivo. Aquella cosa larguirucha siguió
su periplo homicida y le arrancó ambos brazos a su rival más
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que estaba negado al resto de los ciudadanos.
Se colocó las antiparras y ajustó la gabardina. Luego se
arrojó con su vehículo al descenso de quinientos metros de al-
tura. Antes de llegar al suelo los vapor-mecanismos activaron
los retrocohetes a chorro y siguió volando a unos treinta centí-
metros de altura.
Contempló las estáticas y megalíticas orugas bajo la luz de
la luna y deseó que en vez de estar estáticos la urbe hubiera se-
guido su camino luego de la guerra y dejar atrás el asqueroso
desierto.
Llegó a las cuevas y aparcó la moto en la entrada, acto se-
guido encendió la linterna de mano y entró siguiendo el curso
de los gigantescos caños. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba
la guardia y los tanques de defensa? Al parecer las autoridades
estaban encubriendo una actividad enemiga inusitada y hasta no
contraatacar no dirían nada a la población.
Rápidamente encontró alguna de las respuestas que buscaba.
La cueva estaba plagada de cráneos humanos, los despojos de los
militares asesinados. Había pequeños altares con velas de grasa
donde los vampiros habían colocado vísceras descompuestas
plagadas de blancos gusanos asquerosos que se contorsionaban
felices con su alimento. Farsel tomó una de las tantas vasijas
rústicas de cerámica que plagaban el lugar. El contenido era pre-
visible. Sangre humana dada en ofrenda a los dioses oscuros de
aquellas bestias.
Todavía no lo habían atacado… otro suceso extraño… activó
el reloj de bolsillo con sus navajas de cristal expandido y entró
a una gigantesca cámara de roca alumbrada por miles de velas.
En el suelo se encontraban decenas de vampiros, flacos,
sucios y semidesnudos que gemían con claros signos de enfer-
medad. De pronto el cazador sintió pasos detrás de él. Era el
que poseía el corazón de bruma… se movió rápido tratando
de cortarlo con sus uñas. Farsel detuvo el ataque con las pro-
tecciones de acero de sus antebrazos y contraatacó con el reloj
propinándole un corte preciso en el blindaje del pecho.
Aquella cosa abrió sus fauces, haría un último ataque tra-
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¿Y acaso no era su oficio exterminarlos a todos? Tal vez el
mundo fuera un lugar mejor después de eso…
Él era un exterminador de monstruos….
Y era hora de cazar…
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Dolo Espinosa
Estas palabras que escribo no las verán más ojos que los míos.
Son redactadas más a modo de pasatiempo que de desahogo o
confesión, cosas ambas que no son importantes para mí pues
no albergo en mi interior angustia, ansiedad o culpabilidad al-
guna, emociones todas ellas vinculadas a determinados procesos
químicos a los que, por fortuna o por desgracia, yo ya no estoy
sujeta.
Mi nombre es Brionne Babcock y soy un autómata.
No uno de esos toscos remedos de humanos que, usados
como sirvientes o mascotas, están ahora tan en boga en los ho-
gares de medio mundo, nada en mi exterior ni en mi interior
recuerda a uno de ellos. Digo esto no como señal de presunción,
ya que como ser mecánico que soy carezco de semejantes senti-
mientos, sino como constatación objetiva de mi condición, pues
soy, tanto en mi aspecto externo como en mi funcionamiento
interno, mucho más sofisticada que mis burdos hermanos,
aunque, por supuesto, no dejo de ser, al igual que ellos, una re-
finada máquina de vapor con un corazón hecho de engranajes.
Soy, como mis hermanos más sencillos, una herramienta,
una sirviente siempre solícita y una esclava siempre dispuesta.
Mi creador, el profesor Wilton Thorn, era un genio de la
ingeniería e inventor de fama mundial fascinado hasta la ob-
sesión con la creación de autómatas. Dedicó años de su vida
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matas, sino de alcanzar, gracias a ellos, su sueño más secreto, el
sueño de la inmortalidad.
Esta obsesiva búsqueda transformó su laboratorio en un
lugar de dolor y sufrimiento inenarrable.
Sus primeros experimentos los realizó con animales: perros,
gatos, tejones, algún zorro... Con ellos creó seres inconcebibles,
monstruosas quimeras, engendros inverosímiles, menos que
animales, más que máquinas, seres deformes ni vivos ni muertos.
Sus gritos lastimeros aún taladran mis oídos, el hedor de su
sangre aún satura mi nariz y todavía puedo ver sus cuerpos es-
tremecidos y retorcidos por el intenso dolor. Cuerpos de perro
con cabezas de autómatas antropomorfos, cabezas de gatos en
cuerpos mecánicos, tejones obligados a adoptar una marcha bí-
peda. Estos seres lastimosos, estas bromas crueles, estos tristes
engendros, quejumbrosos, doloridos y aterrados pululaban por
la mansión, por el taller e, incluso, por el extenso jardín, medio a
rastras algunos, cojeando otros, ocultándose entre las sombras la
mayoría, solitarios todos, con el miedo como único compañero.
Pronto experimentar con animales se volvió insuficiente
para el profesor. Necesitaba avanzar más aprisa, ir más allá, si
quería conseguir algo, pensaba, no podía quedarse atascado en
seres inferiores.
De modo que dio el paso lógico y se decidió a cazar hu-
manos.
Comenzaron entonces sus paseos por los barrios más pobres
de la ciudad en busca de mendigos y vagabundos. Hombres,
mujeres, niños, ancianos, daba igual, Wilton Thorn no hacía
ascos a nadie. Las sobras de la ciudad, los desechos humanos
que a nadie importaban ni nadie extrañaba, lo más bajo de la so-
ciedad, pobres seres que nacían, crecían y morían entre mugre y
tristeza, eran llevados a su mansión para no volver a salir jamás.
Aquel caserón se convirtió en una lúgubre imitación del
infierno.
Miembros amputados se amontonaban en los rincones, las
vísceras llenaban varios cubos, en otros recipientes, ojos gela-
tinosos miraban sin ver, las manchas de sangre cubrían otras
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lo peor de todo, me condenó a no tener sentimientos, ni emo-
ciones, robándome, incluso, el consuelo de odiarle.
Pasaron meses hasta que mi mente logró acostumbrarse
y acomodarse a mi nuevo cuerpo. Reconocerme en el espejo
me llevó varias semanas. Mover mis miembros otras tantas. Y
hablar me resultó tan difícil que pensé que jamás lo lograría.
Mi visión, mi olfato, mi oído y mi tacto son inmejorables, solo
carezco del sentido del gusto, innecesario para mí, dado que no
necesito alimentarme.
Al menos no como los humanos.
Tras exhibirme cual atracción de feria ante sus muchos cono-
cidos y alardear de su extraordinario ingenio, llegó el momento
en que, al fin, debía ponerse en mis mecánicas manos para pasar
por el mismo proceso al que yo había sido sometida.
Yo, obediente, seguí todos los pasos de modo meticuloso,
sin prisa, con sumo cuidado, tal como él me había enseñado.
Abrí su cráneo con la sierra de mano y separé la parte superior
dejando al descubierto el tierno cerebro, y procedí a separarlo
con celo extremo, pues el menor fallo acabaría en tragedia.
En ese momento, varios de los tristes engendros se arras-
traron hacia la luz y me miraron fijamente.
Ya he dicho que, debido a mi condición no puedo tener
emociones, ni sentimientos. No puedo sentir pena, ni empatía,
ni compasión, ni odio, ni amor... Pero puedo pensar y razonar.
Y allí, en pie, con el cerebro de mi amo entre mis manos, con
su autómata aguardando recibir el regalo de la vida y la inteli-
gencia, frente a los endriagos penosos que él había creado, me
detuve a pensar y supe que Wilton Thorn era más monstruo que
esos pobres seres que me miraban, y que continuaría torturando
y aniquilando en nombre de su curiosidad.
Me convertí en juez y jurado.
Deliberé unos segundos conmigo misma y tomé una deci-
sión.
Bajo la atenta mirada de las lastimosas y dolientes criaturas,
instalé el cerebro del profesor en la cabeza autómata, lo fijé en
su lugar y procedí a realizar las conexiones a los suministros
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tiene vivo ese cerebro y permitiré descansar a Wilton, pero no
ahora, no todavía.
Aunque parezca una tontería, esa cabeza sobre la chimenea,
me hace compañía.
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H. A. Camacho
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mi bastón.
—Entonces —me atreví—. ¿Cu..., cuándo?
Ella me miró y esbozó una sonrisa.
—Si tú quieres —dijo—, podría ser esta misma noche.
Di un brinco cuando algo me rozó la pantorrilla por debajo
de la mesa. Por su cara, supe que había sido ella. Sentí su pie
deslizándose por entre mis piernas. Cuando alcanzó mi sexo, vi
que se le dibujaban un par de hoyuelos pícaros en las mejillas.
Mi mandíbula se había desencajado y se me escapaba el aliento.
Media hora más tarde, el restaurante aterrizó despacio, como
una pluma sobre un estanque. Cualquiera que nos hubiera visto
salir de ahí, pensaría que éramos una pareja con al menos un par
de años de relación. Caminábamos muy de cerca, ella engan-
chada a mi brazo y yo balanceando mi viejo bastón.
Su cabello olía a manzanilla.
Tomamos el teleférico a vapor. La vista nos mostró las
chimeneas de ventilación del motor interno de la ciudad y los
colosales engranajes que poblaban las colinas. Mientras tanto,
ella trató de hacerme charlar, pero solo consiguió que le lan-
zara un par de monosílabos; me encontraba demasiado ansioso.
Bajamos del teleférico cuando llegamos a la sección de torres
habitacionales. Tomamos un coche a las afueras de la estación
y en menos de cinco minutos ya habíamos llegado a nuestro
destino; lo haríamos en su casa.
Cruzamos por un amplio jardín. La puerta de la entrada
daba directamente a un ascensor, así que abordamos. Una cam-
panita indicó que habíamos llegado a nuestro piso. Cuando las
puertas se abrieron, un intenso olor a lavanda me llenó la nariz
y el hogar de mi acompañante se abrió ante mis ojos. El gusto
era exquisito, candelabros de hierro y cristal, alfombras de in-
trincadas tramas, muebles de madera oscura y tapices cálidos en
las paredes.
Entré, y di al menos dos vueltas sobre mí mismo, captando
todos los detalles. Para cuando me di cuenta, ella ya volvía con
un par de copas llenas de un líquido rosa.
—Bienvenido —dijo, y me ofreció una de las bebidas.
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ciente.
Ella juntó las cejas, confundida. A pesar de ello, ni una sola
arruga apareció en su rostro. Eso me recordó la verdad. Me re-
cordó quién era ella, quién era yo y por qué estaba ahí.
—Sabes —solté—, este bastón me lo obsequió mi esposa.
Sostuve la pieza de caoba y bronce en alto, como quien eleva
un objeto consagrado.
—Lo aprecio mucho —seguí—, pero al final, al final no es
más que un objeto. —Miré a mi acompañante—. Igual que tú.
Y lancé un potente mandoble con mi bastón, como si la vida
se me fuera en ello. Le di de lleno en la nuca y ella salió dispa-
rada del sofá, cayendo sobre la mesa de noche y partiéndola en
pedazos. Yo me levanté de golpe y sostuve el bastón como a una
espada.
—No te muevas —gruñí—. No quiero arruinarte.
Ella trató de levantarse con movimientos espasmódicos,
cada vez menos humanos. Un repiqueteo mecánico emergió de
sus articulaciones. Entonces azoté por tres veces su nuca, con
toda la fuerza de mi espalda. Justo cuando preparaba el cuarto
golpe, ella me miró. La mitad de la piel de la cara se le había
soltado y le colgaba como una grotesca lengua. Vi su cráneo
mecánico, los resortes que daban vida a sus ojos y la colección
de mecanismos que movían su asquerosa cara sintética.
—¡Fue por culpa de ustedes! —rugí—. ¡Máquinas de mierda!
El cuarto golpe cayó con tanta fuerza, que uno de sus es-
pectaculares ojos esmeralda salió de la cuenca y rebotó por la
habitación como una canica.
Me quedé ahí, jadeante. Ella reducida a su propia verdad, a
un despojo mecánico diseñado para alimentar la lujuria de los
hombres. Sentí ganas de escupirle, pero aún no había acabado.
Con todo el cuidado que me permitían mis manos temblo-
rosas, desvestí aquella cosa. Su cuerpo humano me provocaba
arcadas. Los diseñadores se habían molestado en agregarle in-
cluso vello en el pubis.
Saqué un afilado puñal que ocultaba dentro de mi chaqueta
y procedí a desollarla. Me dio asco, la piel seguía tibia y se
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rero, las páginas de un viejo diario se pudrían. «Se quita la vida la
esposa del famoso bioingeniero mecánico Philip K. Amadeus»,
rezaba una de las notas. «Se presume que su esposo mantenía
relaciones con muñecas sexuales, lo que llevó a la mujer a cor-
tarse las venas».
Tras cinco horas de arduo trabajo, la nueva piel de Clara
estaba en su sitio. Regresé a mi alcoba, todavía vistiendo el traje
quirúrgico y un mugriento mandil plástico. Me recosté en la
cama y ojee uno de esos condenados catálogos hasta que por fin
algo llamó mi atención. El modelo MK-IV me miraba desde la
fotografía tal y como Clara me miraba cuando le besaba la co-
misura de los labios. La descripción de los ojos rezaba: Iris miel
clara con hilos de oro, enmarcados por una silueta de almendra.
—Sí —susurré para mí mismo—. Justo así hubiera descrito
tus ojos, Clara. —Y me quedé dormido, sabiendo cuál sería mi
siguiente tarea.
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Hermes Prous
Lo que veían por encima de sus cabezas era algo nunca visto.
Los habitantes de la ciudad costera de Amberes contemplaban
aquella fantástica escena con una mezcla de sentimientos; asom-
brados, perplejos y fascinados. Pero a la vez, precavidos y teme-
rosos. Pues en sus cielos se estaba desarrollando la primera gran
batalla aeronaval de zeppelines. Dos grandes flotas de dirigibles
se habían encontrado justo allí en Amberes. Una de ellas, com-
puesta por más de una veintena de estas aeronaves que prove-
nían del Este. Todas ellas llevaban dibujadas la bandera prusiana
y la cruz de hierro. Del Noroeste provenía la flota de zeppelines
de su majestad la reina Victoria del Imperio Británico. Eran casi
una treintena, con la Union Jack dibujada en su cola.
El espectáculo era increíble. Medio centenar de globos
gigantescos apepinados que estaban irremediablemente des-
tinados a enfrentarse en una terrible batalla por la hegemonía
mundial. Era una visión asombrosa ver como el cielo estaba
salpicado de esos prodigios de la tecnología y como viraban y
maniobraban en el aire. Pero el espectáculo se tornó en sangre,
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—¡Soldado Gillians! Deje de hacer el tonto y salte de una
maldita vez.
Era el sargento Scott. Black Joe comprobó rápidamente su
arnés. El viento le daba en la cara. Comprobó que llevaba sus
armas y miro sin querer hacia abajo, 900 pies de altura que le
causaron un vértigo que a punto estuvo de girarse y volver a la
taberna de Plymouth de donde le habían sacado a la fuerza para
defender al poderoso Imperio Británico. Pero el sargento Scott
le empujó sin previo aviso y Black Joe se vio volando en los
cielos de un país desconocido rodeado del humo y ruido de los
cañonazos, amigos y enemigos.
El aire frío le golpeaba en la cara. El zeppelín del enemigo
se veía cada vez más cerca. ¿Llegaría hasta él o se quedaría col-
gando del arnés quedando indefenso ante los retromauser del
enemigo?
Por fortuna, su cuerpo chocó con la lona de color gris. Al-
gunos de sus compañeros no habían tenido la misma suerte y se
habían clavado en los afilados pinchos de acero que sobresalían
por todo el perímetro del globo del zeppelín.
Black Joe reptó por la superficie del coloso aéreo hasta
llegar al interior de la estructura de acero por el agujero que
habían hecho sus compañeros. Una vez dentro, sin el aire frío
golpeándole y sin la vertiginosa visión de la altura a la que se
encontraban, se sintió un poco más seguro y relajado. Com-
probó ahora sí, con calma, que sus armas estuvieran listas para
el combate y empezó a bajar por la estructura de acero alemán
hasta llegar a la góndola.
El ruido de disparos, gritos de dolor y el olor a sangre pu-
sieron sobre aviso a Black Joe. La batalla cuerpo a cuerpo ya
había comenzado.
Para cuando entró en la góndola, Black Joe vio el dantesco
escenario de la guerra. Hombres matando a otros hombres
sin piedad ni ley alguna. La Muerte volaba majestuosa en ese
prodigio de la tecnología convertido en campo de batalla. Sin
pensarlo dos veces detonó su mosquete de retrorrepetición y el
casco del prusiano que se había fijado en él quedó agujereado.
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por Londres. Hasta el mismo Bismarck le compró uno cuando
estuvo de visita oficial una vez acabada la guerra. El anticuario
una vez se hizo rico ya no tuvo por qué inventar y construir
para los demás. Estaba claro. Debía tener una fortuna dentro de
aquella tienducha de madera con cristales llenos de polvo. Pero
en el barrio nadie salvo él había llegado a esa conclusión. Era
más fácil criticar y cuchichear sobre los demás, que darse cuenta
de la increíble oportunidad que tenían delante de sus narices.
Un viejo constructor de autómatas y cuatro muñecos de ma-
dera que podían moverse no serían contratiempo para realizar el
robo que le jubilaría. Si estaba en lo cierto, Black Joe no debería
trabajar más en su vida.
La noche avanzaba, la niebla aumentaba y las húmedas calles
de Whitechapel se despoblaban. No era aconsejable pasear por
esas calles a esas intempestivas horas, tal y como años después
supo el mundo entero tras el caso de Jack el destripador. Black
Joe caminaba decidido hacia la tienda de antigüedades cuando se
paró enfrente de la casa de empeños de Abraham Ben Levi. En
el escaparate estaba la medalla del mérito al valor que el mismo
había llevado en su pecho. Se quedó mirándola fijamente. Em-
pezó a recordar como una década atrás, fue condecorado por su
asalto al zeppelín Bismarck en la batalla de Amberes. Apenas
hizo nada; saltó tarde, mató a un enemigo, hirió a otro y en
ese momento le amputaron la mano. Se desmayó y para él la
batalla había terminado. Los prusianos le hicieron prisionero.
Dos años estuvo en una celda en Danzig, hasta que la guerra
terminó. Por fortuna, un ingeniero alemán le salvo la vida al
hacerle un torniquete en el antebrazo. Para cuando despertó le
había insertado una mano mecánica. —Es de las primeras que
hago. Podría decir que eres mi conejillo de indias, pero creo que
funcionará bien— le explicó. No volvió a verle nunca más.
Al principio no supo que pensar, pero aquella mano de hierro
le resulto providencial. Podía mover los dedos, coger objetos, e
incluso podía añadirle accesorios como navajas, ganzúas… que
le habían sido de enorme utilidad en su nueva vida como ladrón.
Y allí estaba con su mano de hierro injertada por un inge-
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—¡Oh! ¡Oh! El cajón… no… no… no se puede abrir. Pa…
pa.. Padre no quiere que lo abramos —tartamudeaba repetida-
mente sin cesar con voz lastimera.
Así fue como todos los ingenios y autómatas se despertaron
y empezaron a gritar y a encenderse luces y alarmas por toda
la tienda. Black Joe se quedó estupefacto ante semejante escán-
dalo. A esas alturas, medio Londres debía estar despierto. Lo
mejor que podía hacer era salir de ahí inmediatamente.
El viejo apareció con sus gafitas y su bata de cuadros pre-
guntando a sus creaciones a que venía tanto alboroto. Levantó
la vista y se encontró a pocos centímetros del ladrón.
No quería hacerlo, pero era inevitable. Estaba entre él y la
salida y le había visto. Le sabía mal pero la mano mecánica se
encargaría de no dejar testigos.
Pero algo falló. El ingenio de hierro se negaba a moverse
como por arte de magia.
—Veo que esta mano mía le ha sido de mucha utilidad.
Siempre estuve muy orgulloso de esta creación. Me alegra
mucho volver a verla —el viejo anticuario le hablaba con un
marcado acento alemán, remarcando las erres. Sin ninguna difi-
cultad cogió la mano de hierro con la navaja desenfundada y la
penetró en su dueño—. Siempre aplico el cuarto mandamiento a
mis hijos: honrarás a tu padre y tu madre.
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Tania Huerta
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enceguecía los ojos. La caldera que producía el vapor requerido
asemejaba el útero femenino pero con la función contraria. El
fuerte vapor, llevado por serpentinas tuberías, desembocaba en
gruesos cilindros de vidrio donde este se concentraba haciendo
mover los pistones que hacían funcionar el armatoste y reco-
rriéndolo completamente.
Pero ese vapor, no era cualquiera, no. Era un vapor amora-
tado, cuidadosamente encerrado en la caldera y demás partes de
la máquina. Ni una pisca podía escapar de ella. Eso sería fatal.
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por él entre suaves velos y no con el tosco manto negro de la
Parca.
Afuera, el gentío vulgar, enardecido por su imposibilidad de
acceder a tan maravillosa creación, había traspasado las rejas
protectoras. Se acercaba al salón con su pestilente olor a pobreza
y hambre. El doctor Brooks había olvidado el sufrimiento del
pueblo, el tufo a calles llenas de cadáveres y hospitales inutiliza-
bles, había olvidado la razón para la creación de Ixtab.
El pueblo no se la dejaría olvidar. Las antorchas que car-
gaban se veían a lo lejos como destellos sobre un mar oscuro que
las movía acompasadas por su movimiento.
Se acercaban al gran salón con sus gritos y sus pesados pasos
que removían la tierra. De un golpe entraron al lugar, redu-
ciendo a la guardia que poco pudo hacer contra aquella multitud
furibunda.
El doctor Brooks, con los brazos estirados a los lados en
cruz, trataba de impedir inútilmente que el vulgo se acercara a
su creación.
Los gritos se hicieron ensordecedores dentro del lugar ce-
rrado.
La turba no dudó en irrumpir sin respetar nada a su paso,
arrancaron tubos, cilindros y cables intentando destruir la an-
helada creación, en su creencia de que si no era para ellos, no era
para nadie.
Las fortunas del lugar huían cargados en los hombros de
sus sirvientes y empleados que luchaban por ponerlos a salvo
saliendo del salón. La multitud se aglomeraba alrededor de la
máquina, cuya tapa había sido abierta mientras funcionaba para
rescatar al que yacía adentro. Todos huyeron.
Un ligero vapor morado de exquisito olor comenzó a salir
de los cilindros rotos y la caldera rajada. Como serpiente etérea,
volaba, flotaba por techos y paredes envolviendo a la gente que,
enloquecida, seguía tratando de llevarse el sarcófago con ellos
para ser destruido.
Tomaron al creador de aquella maquina en sus manos y, ja-
loneándolo salvajemente, lo sacaron a empujones sin escuchar
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ciéndolo en el aparato. Trató, con todas las fuerzas que le que-
daban, de escapar, pero era imposible. La máscara se le cayó en
el esfuerzo. Cerraron la puerta, posicionándose alrededor del
sarcófago. Comenzaron a golpearlo con puños y pies, Ixtab se
sacudía furiosa. Con horror notó que el humo que quedaba en
la hermosa caldera se iba introduciendo por la tubería rota hacia
donde se encontraba él. Se volvería un idiota como ellos en unos
minutos.
—¡Alejen las antorchas del vapor, animales! —gritó deses-
perado el doctor Brooks habiendo visto por un momento la
cercanía del fuego a la caldera que se encontraba aún llena del
vapor morado.
Fue muy tarde, la flama azul tocó el vapor haciéndolo arder
inmediatamente, el fuego recorrió el camino morado hasta
llegar al interior del sarcófago. El doctor se perdió en su propio
grito de dolor al ser alcanzado por las llamas. Su cabello y cejas
desaparecieron y su piel inflamada comenzó a hervir en ampo-
llas que reventaban dolorosamente. En el sarcófago cerrado, el
fuego lo envolvió. Un fuego morado, tan hermoso como letal.
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Patricia K. Olivera
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la venganza? Cada cual comenzó a ser respondida sin palabras.
El anciano se acercó a la muñeca, que tenía su misma altura, y
aguardó a que el aprendiz le diera lo que contenía el pequeño
cofre.
—Esto es el inicio de todo —dijo, y levantó un corazón de
metal oscuro en el que sobresalían las mismas venas y arterias
que tenía el corazón humano. El revuelo entre los presentes no
se hizo esperar—. Pasé mi vida estudiando el cuerpo humano,
y la densidad de los distintos metales para poder concretar mi
obra. —Hizo una pausa, mientras mostraba el corazón, de un
extremo y otro del recinto—. Pero eso no fue lo único que hice
—murmuró, al tiempo que giraba el corazón para mostrar la
otra cara. Todos emitieron interjecciones de asombro. Ese lado
era de cristal y permitía ver el interior del corazón: este, en lugar
de sangre, contenía agua y algo más que la oscuridad del fondo
metálico no permitía distinguir.
—¿Qué hay ahí! —preguntó una mujer con temor en la voz.
—¡Qué es eso! —exclamó otro.
—¿Está viva? —susurró alguien.
—Esto, damas y caballeros, es lo que nos ayudará a poner
el plan en marcha. Como les decía, también tuve que estudiar
a la naturaleza; para darle vida a esta muñeca, no me servían
las hierbas ni los dioses, pero sí esta pequeña anguila, cuyas
descargas pueden dejar inconsciente a un hombre; como lo
comprobé en mí mismo. Luego de experimentar con ella des-
cubrí que la sangre, si bien no le sirve de alimento, aumenta su
actividad.
—¿De qué se alimenta? —preguntó alguien en el fondo.
—Eso, mi querido amigo, no querrá saberlo ni verlo —res-
pondió con un brillo malicioso en los ojos—. Pero vamos a lo
que nos compete.
Con ayuda del aprendiz y de las herramientas ajustó el en-
tramado de venas y arterias dentro de la cavidad torácica. La cara
de cristal quedó a la vista. Una vez estuvo hecho, el aprendiz
le alcanzó un frasquito, cuyo contenido vació en un pequeño
embudo incrustado a un costado del corazón. El agua se tornó
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los árboles del sendero, ya daba paso a la noche. En el camino
se toparon con tres integrantes de la plantilla que había sido
relevada. Con ellos traían un cofre mediano, cuyo fondo go-
teaba. Cuando estuvieron más cerca vieron que era sangre. Ante
la pregunta implícita en la mirada de los hombres, uno de los
guardas atinó a decir, conteniendo los sollozos:
—Es todo lo que queda de dos de las chicas.
De inmediato, el que cargaba del otro lado se apoyó en el
árbol más próximo para vomitar.
El anciano instó a su grupo para que lo siguiera, apurando
el paso. Una vez en el lago, dejaron a la muchacha en la orilla y
se escondieron tras unos árboles. Ya había subido la luna llena y
eso les permitía ver con mucha claridad.
Mientras la muchacha observaba embelesada el agua, un
hombre con el rostro desfigurado salió del monolito que simu-
laba un viejo muro.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temerosa la chica. Por
toda respuesta el hombre la tiró al piso con una bofetada, le
levantó con violencia la falda y la poseyó con brutalidad. La
muñeca se quejaba y lloraba como una joven de carne y hueso.
El hombre que acompañaba al anciano iba a intervenir, pero este
lo retuvo de un brazo con firmeza.
—Recuerda que ella no es real —susurró, pidiéndole si-
lencio.
Cuando el abuso hubo terminado, entre jadeos del tipo y el
llanto de la chica, este la cargó sobre el hombro y volvió a irse
por donde llegó.
—No podemos pasar, es una piedra —dijo el aprendiz.
—No todo es lo que parece, aprendiz. Ya te lo he dicho va-
rias veces —respondió, mientras acercaba la mano a la superficie
gris y la introducía en la piedra sin esfuerzo—. Lo que supuse
—murmuró, mirándolos con satisfacción—: un campo visual.
Solo una bruja muy poderosa puede hacer esto, y tener una
bestia como la que vimos recién.
—¿Tú qué sabes de magia? —preguntó con agresividad el
aldeano—. Supongo que estás al tanto de que eso está prohibido
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ximó a la jaula y observó a la muñeca con detenimiento.
—Eres distinta —dijo, y se acercó para acariciar uno de los
senos por sobre el vestido—. ¡A esta no vuelvas a tocarla! —le
ordenó al desfigurado, mirándolo con desprecio—. Puedes reti-
rarte, yo me ocupo —dijo sin mirarlo.
—Pero, ama, la máquina…
—¡Puedes retirarte, dije!
Luego que él salió, ella se dispuso a extraer personalmente
la sangre joven y fresca de la muñeca. Rompió la pechera del
vestido y contempló los jóvenes senos. Lamió y beso los pe-
zones, antes de clavar sus filosos colmillos en la yugular. La
muñeca se quejó, con los ojos fijos en el techo, pero en su rostro
no se vislumbraba ningún tipo de sufrimiento o emoción. La
bruja jadeaba, a punto de llegar al clímax, mientras acariciaba
y pellizcaba los pezones de la muñeca. Cuando la bruja llegó al
orgasmo quedó desmadejada.
—Ahora viene lo mejor —susurró el anciano, con una son-
risa siniestra, sin apartar la vista de la escena.
La muñeca se incorporó, se montó sobre la bruja y le rasgó
el vestido dejando los grandes pechos al aire.
—Eres una niña insaciable —jadeó la bruja con una risita
que pronto se transformó en terror: lanzó un alarido cuando la
muñeca comenzó a escarbar en su pecho, rasgando la carne hasta
arrancar el corazón. Al oír los gritos de la bruja, el desfigurado
apareció corriendo y vio a la joven con el corazón chorreante en
alto, y a la bruja dando los últimos boqueos.
La muñeca se levantó, aún tenía los pechos al aire, y aventó
el corazón contra la cara del tipo, quien saltó sobre ella dando un
grito de furia. Pero la muñeca fue más rápida: había hundido su
puño en el pecho del tipo mucho antes de que la rozara. Luego
de arrancarle el corazón, la muñeca quedó inmóvil y cerró los
ojos.
—El efecto de la sangre terminó —anunció el anciano,
quien, seguido del aprendiz, se acercó y guardó los dos cora-
zones que esta había arrancado en un cofre de metal. También se
llevó la sangre de la última chica, así como lo que quedaba de su
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Albert Gamundi Sr.
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—Ah, eres tú —replicó desganado el inventor.
—Abre la puerta, vengo como mecenas y no como hombre
de dios —gruñó en voz baja mientras la llovizna se convertía
en tormenta. Entonces se oyó un suspiro detrás de la puerta, el
visor se cerró y el paso fue abierto.
Minutos más tarde, el ingeniero ajustaba la segunda hilera de
lentes de su sombrero para analizar todos los detalles del diseño
pictográfico que había recibido.
—Primero me excomulgas, me declaras persona non grata
en el barrio aburguesado y ahora vienes a pedirme que cree un
demonio para asolar la ciudad cuando te convenga. Lo que hace
el dinero, eh amigo Charles —contestó en tono burlón a las pe-
ticiones de su cliente.
—¿Qué parte de que vengo como cliente y no como hombre
de Dios no entendiste? —se sulfuró el visitante.
—Quiero cincuenta mil libras y la redención de mis pecados.
Ir a la iglesia es como lavar la ropa, es necesario hacerlo de vez
en cuando —continuó con el tono desafiante.
—¿Estás loco? ¿Por qué crees que he acudido a ti? —Charles
se sobresaltó sobre la mesa de debate.
—Esto es un negocio, yo ofrezco un servicio, tú vives de un
rebaño —insistió en picarlo con su labia.
La discusión fue subiendo de tono, el obispo había perdido
los colores y los papeles, tanto que llegó a pagar el triple por
tener a un autómata volador con el que asolar la ciudad y lograr
que la fe volviera a tener financiamiento.
—No me defraudes o tu cabeza será un nido de moscas en la
horca del cementerio de la iglesia.
Junto a un sonoro portazo, con estas palabras terminó la
conversación.
Una semana más tarde, el sermón del domingo se convirtió
en una oda al apocalipsis, al escudo que representaba la iglesia
frente al mal y a las consecuencias de la codicia.
Mientras los fieles murmuraban acerca de sus negocios, el
obispo miraba hacia la poca luz que entraba por el foco central
de la iglesia en la parte superior del frontal. «Y protégenos del
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escalón al lado del hombre, casi dejándose caer.
—¿Puedes oírlo? Son tus ovejas descarriadas. Están siendo
devoradas por un lobo mientras tú permaneces impasible. ¿Qué
te diferencia ahora mismo de uno de esos autómatas que tanto
odias? Ambos tenéis una función social de servir y proteger.
Ellos están hechos de engranajes, piezas de metal pulido e im-
pulsores de vapor. Su autonomía intelectual es secreto de in-
ventor. Tú, que dices defender una moral, me recuerdas a uno
de esos aparatos averiados. Por principio, detendré a esa cosa yo
mismo. Mataré al hijo mecánico que tu lengua de serpiente me
encargó.
Terminó de hablarle, apoyándose en el hombro derecho del
santo hombre.
—Baldwin, te va a matar —trató de detenerle el obispo con
voz desesperada y afligida.
—Despéjame el camino hasta el campanario, espérame ahí,
voy a usarte para reclamar la atención de ese bicho. Pondría la
mano en el fuego de que es algo más que un puñado de engra-
najes, realmente el agua de tu poza tiene algo maligno —replicó
con voz afectada el interlocutor mientras andaba decidido a la
salida del templo.
Trascurrido el tiempo indicado por el hombre que dio vida
a aquel diablo mecánico, el obispo empezó a impacientarse.
Ahora la tormenta iba acompañada de atronadores truenos y
rayos que iluminaban la ciudad sin necesidad de luces, los dis-
paros de pistolas de vapor se podían oír medio ahogados entre
la muchedumbre.
Las botas de goma del inventor sonaban desagradablemente
entre los runas de la iglesia.
—Ha venido —murmuró el hombre, quien lo observaba
desde el punto de encuentro.
El paso del filicida en potencia era pesado, acarreaba sobre
su espalda un estuche alargado, había abandonado su sombrero
con múltiples lentes, en su lugar llevaba unos lentes sujetos
con tiras de cuero a sus ojos. Pronto se presentó en el punto de
encuentro. No hubo saludo entre los dos. Baldwin realizó un
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Adrián García Cholbi
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Ruso. Esta raza era muy peculiar, ya que no había sido sino
hasta el año 1880 que hizo su aparición en Inglaterra. Pero si
esta hubiese sido la única característica especial del animal que
tenía ante sus ojos, el señor Walsh no hubiera reaccionado de
esta manera.
En el lomo del minino, casi a la altura del cuello, había lo que
parecía un parche con unos diminutos engranajes y ruedas den-
tadas que giraban a toda velocidad, y en su costado izquierdo se
apreciaba una corona, algo así como un botón dorado al que se le
da vueltas para dar cuerda a ciertos objetos, como, por ejemplo,
los relojes de bolsillo. ¿Cómo había sido capaz el señor Walsh
de observar estos detalles desde su carruaje en marcha?, es un
misterio; al principio había creído apreciar un pequeño destello
que brillaba en el pelaje azul del gato, y al poco había visto ese
movimiento circular e inquietante en el lomo. Sea como fuere,
pensó que estaba de suerte. Además, desde pequeño le habían
gustado los gatos. Siempre había querido tener uno. Adoraba a
estos seres inteligentes y astutos, que dominan el mundo con su
encanto y personalidad inigualable entre las especies domesti-
cadas por el ser humano.
Por eso, con una mezcla de anhelo personal y de ambición
empresarial, entró en la tienda de animales esperando que, tal
y como él pensaba, los engranajes y la corona formasen parte
de la anatomía del Azul Ruso y no fueran solo unos simples
complementos.
En el establecimiento no había clientes, quizás debido a
lo próxima que estaba la hora de comer. Así pues se acercó al
mostrador. Le atendió un hombre bajito, al que apenas se le
distinguía entre una multitud innumerable de cachivaches que
adornaban su vestimenta. Cian ni siquiera aguardó a que el de-
pendiente abriera la boca para saludarle, sino que, directamente,
le expresó sus dudas:
—He visto el gato del escaparate, el que tiene algo raro en
su pelaje. Imagino que será alguna especie de complemento; una
idea brillante para atraer compradores, si le interesa mi opinión:
a mí me ha atraído antes siquiera de que me diera cuenta.
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señor Walsh en consonancia con el origen ruso de su raza) fue
el amo y señor del circo. Ni qué decir tiene, que el señor Walsh
amó al felino como para dejarle vía libre por las instalaciones y
que incluso le permitía dormir en su cama. Eso sí: de acuerdo
con las palabras del dueño de la tienda de animales, todas las
tardes le daba unas cuantas vueltas a la corona que tenía cerca
de las costillas, y cada vez que lo hacía advertía cómo los engra-
najes del lomo giraban con fuerza renovada, como si el tiempo
que pasaba entre darle cuerda una vez y otra aquellos extraños
mecanismos se debilitaran. De este modo, el señor Walsh, pre-
ocupado por si algún día el gato se moría por culpa de una ne-
gligencia, tuvo mucho cuidado de darle cuerda todos los días.
Aun antes de que hubiera tiempo de colgar los carteles
promocionales en las fachadas de los edificios, o de que Cian
encontrase una decena de dirigibles idóneos para llamar la aten-
ción de la gente, el espectáculo de rarezas volvió a sus días do-
rados. El día de la presentación de Zar fue asombroso. Ésta tuvo
lugar el sábado 13 de octubre. Aunque el dueño del circo tenía
pensado esperar todavía unas cuantas semanas más hasta que se
le ocurriera algún truco que enseñarle al felino, lo cierto es que
el hecho de ver la carpa llena a rebosar le animó a adelantarse.
Fue al final de todo, después de que el enano saltimbanqui
y el gigante de tres metros hiciesen su número habitual, que no
era otra cosa que perseguirse el uno al otro hasta que el enano
fingía estar agotado y se dejaba atrapar. El señor Walsh salió al
escenario mientras todo el mundo aplaudía y la música llenaba
el ambiente.
Cuando la música y la ovación cesaron, el señor Walsh se
sacó del brazo a aquel gato singular. En cuanto lo vieron los
allí presentes, que debían ser más de doscientos, irrumpieron
en gritos de adoración y admiración, y aplaudieron de nuevo.
Ni siquiera había tenido tiempo de decir una palabra; no había
llegado a describirles al animal, ni a decirles que se trataba de
una nueva adquisición para el espectáculo. Se encandilaron solo
con verlo. El estrépito final vino cuando lo levantó en el aire,
sosteniéndolo con dos brazos y las ruedas dentadas y los en-
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Una tarde de febrero, ya entrado el año 1889, la Mujer
Barbuda golpeó la puerta de la habitación de Cian. Éste se en-
contraba descansando. Tenía a Zar en el regazo y le acariciaba,
mientras escuchaba sus musicales ronroneos. El señor Walsh se
levantó con parsimonia y recibió a su peculiar empleada. Al pa-
recer había un hombre que preguntaba por él. Habían intentado
echarle, pero el desconocido había amenazado con decirle a la
policía que Walsh era el hombre al que buscaban, el verdadero
asesino de Whitechapel. El señor Walsh, asustado ante la posi-
bilidad de que una mala publicidad arruinase su negocio que al
fin iba viento en popa, aceptó ir a hablar con aquel majadero.
Lo encontró fuera, junto a la puerta principal.
—¿Se puede saber qué es lo que quiere, buen hombre? —le
preguntó, con la voz cargada de ironía.
—Buenas tardes, señor. Lamento haber tenido que recurrir
a una argucia tan infame para obligarle a recibirme, pero no he
tenido otro remedio —mientras hablaba, aquel hombre, de tez
pálida y ojos saltones, temblaba de pies a cabeza a pesar de que
aquel no era un día especialmente frío—. Llevo viendo su espec-
táculo los últimos tres fines de semana, sábados y domingos por
igual. Sin embargo no había logrado reunir el valor suficiente
para dirigirme a usted hasta hoy. Sé que es jueves y que, por lo
tanto, no abren hoy.
—Haga el favor de ir al grano.
—Por supuesto, le ruego que me perdone. Mi nombre es
August Brown. Fui el propietario de su gato, el Azul Ruso, antes
que usted. No me interrumpa, sé que resulta difícil de creer y
que, seguramente, pensará que intento hacerme con él de forma
ilícita sin aportar ninguna prueba que corrobore mis palabras.
Aun así le pido que, por favor, me escuche con atención. Yo
fui quien vendí a… Zar, así es como le llama usted, ¿verdad?,
al hombrecillo de la tienda de animales de Lewisham. Debió de
ser un acto irresponsable por mi parte, pero por aquel entonces
no encontré otra manera de deshacerme de él sin sufrir las con-
secuencias, ya que tampoco se le puede matar ni abandonar,
sino que, para estar a salvo, uno tiene que asegurarse de que ha
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azul para limpiarse las manchas de sangre. El señor Walsh le
susurró con la intención de que se calmase. Y fue cuando vio
que los engranajes de su lomo no se movían en absoluto. Un
segundo después, el gato le miró directamente a los ojos. Cian
empujó a August sobre el animal y salió en estampida, huyendo
por las calles mientras gritaba como un loco, y antes de salir del
circo escuchó los gritos del infeliz al que había dejado atrás.
Nunca más se volvió a saber nada de Cian Walsh, aunque, de
vez en cuando, un vagabundo sucio y con aspecto de loco, de los
muchos que habitaban las marginales calles de Whitechapel por
aquellos días, contaba, a quien estuviera dispuesto a escucharle,
que conocía la verdadera identidad de Jack el Destripador, y ad-
vertía, a continuación, del peligro de los gatos azules. Pero nadie
le hizo caso. Menos aún la policía. Porque, ¿quién va a hacer
caso a un pobre chiflado?
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Carlos Enrique Saldivar
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a leves retazos.
Ya bastaba de aquello. Debía verla de frente y adquirir su
gracia siempre pura, siempre eterna; su amor, la más grande
excitación, la más deleitosa sublimación de todas. Es por ello
que, sin pensarlo dos veces, sin llevar equipaje ni víveres para
mi periplo, me encaminé en un viaje abrupto por lugares recón-
ditos, aunque poblados, tales zonas estaban habitadas por tercos
varones y mujeres que querían visionar la imagen. Ellos eran
asesinados lenta y dolorosamente por aquellos que se creían
defensores de esa preciosa y atrayente divinidad.
Bastardos, ¡qué derecho tenían esos idiotas de creerse los
dueños de tan magnífico dios! Por eso me uní a un grupo ase-
sino, por eso quemé sus aldeas, los herví vivos, terminé con esos
autollamados «sacerdotes del tropo». Los verdugos éramos nu-
merosos y fuertes, incluso había niños en nuestras filas, y me
convertí en su líder. Usamos el vapor blanco que emanaba de
algunos puntos de la región, con el vapor alimentamos nues-
tras máquinas de muerte y destrucción hechas con engranajes y
mecanismos de relojería. Armas voladoras, terrestres e incluso
acuáticas. Los pueblos de la sierra sur nos caracterizábamos
por nuestra gran capacidad para la ingeniería. No me llevé nada
de mi sitio de origen, nada excepto mi talento y mis poderosas
ganas de contemplar al dios, pasara lo que pasase. Sé que hay
un mundo más allá de estas montañas y ríos, donde dirigibles,
globos y otras esferas flotantes llenas de gente sobrevuelan los
cielos, donde hay submarinos y ferrocarriles que funcionan
con vapor y hacen la vida más fácil a los peruanos; no obstante,
utilizan vapor transparente. Hay una gran diferencia. Los resi-
dentes del país crean sus propias fuentes de energía, no las toman
de algunas vetas ubicadas en el suelo, como hacemos nosotros;
esto se debe a que no existen muchas fuentes de vapor blanco,
el cual nos resulta diez veces más potente que el usado por las
grandes ciudades, es más, nos parece mágico, porque propor-
ciona a nuestros armatostes una gran capacidad de movimiento,
como si los dotase de vida, aunque, claro, esto tan solo son elu-
cubraciones fabulosas que hago. Tan solo se trata de una fuente
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de poder más efectiva, aún no descubierta por los sectores in-
dustrializados. Espero que, en un futuro cercano, no se enteren
de la existencia del vapor blanco, explotarían los yacimientos
y dicha incursión nos haría infelices, además, si gente de otros
rincones de la nación viniera hasta aquí sucedería lo inadmisible:
se toparían con el dios. Eso no lo podemos permitir. El dios es
nuestro, solo nuestro, nos pertenece, me pertenece. Descendió
a estos lares, que son nuestro hogar. Se rumora que apareció
debido a la presencia del vapor blanco, que eso es lo que ali-
menta a la imagen, que el sitio exacto donde se ubica es una
enorme veta con vastas cantidades de nuestra fuente principal de
energía. El vapor blanco es un elíxir, un milagro, recuerdo que
solíamos usarlo para construir herramientas y máquinas para
arar la tierra y cocinar a nuestros animales. Éramos un conjunto
de aldeas agricultoras y ganaderas. Todo eso ha cambiado desde
que la figura se hizo presente. Ahora somos un pueblo dedicado
a la guerra. Por ende, nos aprestamos a arrasar con todo lo que
encontramos a nuestro paso, no por insania y maldad: por de-
fensa propia, porque o matamos o morimos, porque nos vemos
amenazados por aquellos que se sienten cuidadores (en realidad
dueños) de nuestra imagen.
Imbéciles, la figura no le pertenece a nadie. Me siento
blasfemo cuando hablo de esta maravilla como si fuese de mi
propiedad. Hace exactamente dieciséis días bajó a la Tierra y
ha permanecido ahí, en medio de un campo. Hay quienes nos
envían noticias desde pájaros de metal alimentados con vapor
blanco, los cuales llevan mensajes escritos a veces con sangre.
Sabemos que ahí, donde se halla el dios, nadie ha podido verlo
todavía en toda su magnitud. Hubo quienes se acercaron a los
alrededores, aunque optaron por mantenerse cautelosos. Esos
pobres infelices estaban muertos, asesinados por aquellos que
defendían la figura de la vista sucia de los «animales inferiores»
(así llamaban a otros seres humanos) luego estos locos fanáticos
se suicidaban, ya que se consideraban contaminantes de nuestro
fetiche eviterno. Los que mataban morían por sí mismos, pero
aún quedaban muchos de ellos y eran muy peligrosos, pues blo-
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rodeé la montaña. En ese instante me pregunté si en verdad mi
víctima había visto de frente a la imagen o lo había hecho desde
una distancia prudente (o imprudente, por como vi el estado de
su rostro). Porque si había vislumbrado la figura era una gran
decepción, la había visto y ya, no había pasado nada extraordi-
nario. No. No la había atisbado realmente, solamente la oteó
desde lejos. Eso significa que seré yo el primero en mirar al dios
de cerca. No solo lo miraré. También lo abrazaré y le daré un
beso.
Ya me acercaba, faltaban un par de kilómetros. La vi: una
sombra redonda que cambiaba a figuras geométricas de todo
tipo, en negrura: un rombo, un cuadrado, un triángulo, un cír-
culo, un rectángulo. Medía varios metros, de veinte a treinta, y
giraba sobre su eje. Como dije, se transformaba, ahora la veía
solo de negro, una mancha, aún no encendía sus colores. Siempre
los prendía a la misma hora del final de la madrugada. Caminé
sobre cadáveres de mujeres y niños que intentaron ver también
la forma suspendida a pocos metros del piso. Por algún motivo
no pudieron. Por alguna razón los cuerpos no tienen ojos. Los
míos me empezaban a doler, como si mi vista no pudiera ser
capaz de contener a aquel perfecto dios.
Debí traer zapatos. Malditos restos humanos, las plantas
de mis pies se clavaban en sus organismos y me manchaban de
sangre. Desgraciados, hicieron lo imposible por ver aquel por-
tento de hermosura y excelencia, y habían caído muertos, ase-
sinados por defensores de la imagen. Me parece bien, merecían
morir, ¡perros! ¿Querían robarme lo que por derecho me per-
tenecía? No, yo tenía que lograr el cometido y viviría. Además
no la tenía difícil, ya no quedaban fanáticos en los alrededores,
había indicios de que se habían matado entre ellos o se habían
suicidado. Primero ultimaron a sus esposas e hijos, luego aca-
baron con los varones adultos. Esto me perturbó. ¿Por qué lo
hicieron? Tenían la posibilidad de observar al dios de cerca (y de
perder la visión en el proceso); en cambio, optaron por aniqui-
larse. Quise pensar que fueron débiles, que entraron a un estado
de locura tal que los condujo por la senda de la muerte. Mejor
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preferí sacarme los ojos con un manubrio, aun así mi cerebro
quiere verlo, quiere acercarse, tocarlo; le pedí a alguien que me
rompiera las piernas, pero aun así me arrastro para llegar a eso.
No te acerques joven, no lo hagas, aún puedes salvar al mundo
yéndote y viviendo…»
Pronto comenzó a decir algunas frases incoherentes que
procedí a ordenar en mi cabeza.
Oí lo que me dijo para comprobar solo que nadie más había
mirado de cerca a la figura. Así que al comprobar que el anciano
no lo había hecho le pateé el cráneo repetidas veces y se lo atra-
vesé con mi espada. No satisfecho con eso, lo quemé usando el
vapor blanco, el cual en lugar de perderse en el aire, dibujó una
línea que se dirigía de modo directo hacia el tropo. Me quité
los calcetines deshechos y seguí andando. Hubo más neblina
surgida de quién sabe dónde, pero pude adivinar con exactitud
dónde estaba yo. La figura cambiaba su estructura, estaba casi
al ras del suelo. Me llamaba. Mi cerebro estallaba de placer, no
podía contener mi gozo. La tenía al frente, en la oscuridad lunar,
la neblina pronto de difuminaría.
Se estaba disipando.
Puedo recordar las palabras de aquel enigmático anciano.
Estoy casi ciego, mis piernas ya no dan más, de pronto pierdo
mis fuerzas. He dejado mi arma en el piso, se ha quedado sin
vapor blanco, así no funcionará más con la efectividad con que
lo ha hecho hasta ahora. No me siento mal, mi mente bulle de
placer, quiero acercarme, arrastrarme, quiero trocarlo.
Debo tocarlo, ¿por qué no?
Seré el primero, el primero de entre toda la humanidad que
vea aquella gran hermosura y que, de paso, la coja, la estreche
en sus brazos, le haga el amor como a nada en el mundo. Aquel
fenómeno de preciosura será mío cuando lo lama, lo recorra,
lo respire, escuche sus vibraciones. Ya las oía, eran musicales,
celestiales, me atraían, lo hacían con gran potencia.
Me despojé de mis ropas, ya no había neblina, mi pene se
puso duro.
Estaba frente a la incomprensible belleza que un día llegó
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del espacio, o que tal vez salió del centro de la Tierra; lo cierto
era que nadie sabía de dónde había venido, pero yo deducía a
dónde me llevaría tal grandeza: a la verdad, al amor infinito, al
entendimiento absoluto.
Intenté ignorarlas, sacarlas de mis sesos, pero enseguida re-
tornaron a mi mente las torvas palabras del anciano. Antes de
que yo le diera muerte (y por dicha razón lo hice con tanta saña)
mencionó que la forma no había venido del espacio, no había
descendido de ningún paraíso desconocido por la imaginación,
que la figura fue construida por manos mortales; de hecho, fue
inventada por un solo hombre, alguien que vivía en este campo,
que la efigie era en realidad un autómata, el más perfecto jamás
concebido, que se alimentaba de vapor blanco, que desarrolló
la capacidad de ver a través de este mundo y de otros, que co-
nocía todas las respuestas a todas las preguntas, que sabía cómo
endulzar a los mortales para que se adentraran en los secretos
del universo, que había nacido omnisciente, a pesar de ser un
artefacto por fuera, y funcionaba a la perfección, que su creador,
aterrado ante lo inventado, huyó sin ahondar en los extraños
poderes de lo que ahora era un dios mecánico. Que el gestor
de tal prodigio era ni más ni menos que el viejo al cual yo le di
muerte con violencia.
Tal vez fuese cierto. Tal vez no. Qué importaba, ahora tenía
al ícono justo delante de mí.
Las sombras se borraron del tropo y pude observar sus co-
lores. Vislumbré cómo era en realidad. ¡Una fruición inimagi-
nable me invade! Es sexual, aún mejor, es prohibida, es el más
grande encanto del universo, la fuerza de todos los volcanes,
océanos, planetas juntos.
Fue solo un segundo.
Luego vino el dolor, un nuevo dolor insoportable, oscuro,
estremecedor y sanguinolento.
Hubiera querido tocarlo, pensaba hacerlo, intenté colocar mi
mano sobre ello, pero ya no pude; porque de pronto ya no sabía
dónde se encontraba mi extremidad. Se anticipó a mi osadía,
y fue solo por un segundo que decidió mostrarme su rostro,
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me había elegido, como en el pasado hiciera con muy pocos.
Ni bien pude ver la verdadera cara de aquella imagen, algo en
mi cerebro se deshizo. Al verla, mis ojos estallaron. Ahora seré
parte de su misterio.
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Carlos Gustavo Carrillo Mora (Perú, 1967). Magíster en Fi-
nanzas y Licenciado en Economía, ambos de la Universidad del
Pacífico, y también autor de «Para Tenerlos Bajo Llave», libro
de cuentos que en su tercera edición (2007) fue censurado en
una conocida librería peruana. A la fecha, algunos de los cuentos
han sido adaptados en formato de cortometraje y en puestas es-
cénicas. Ha publicado cuentos en las antologías: «Abofeteando
a un cadáver», «Horrendos y fascinantes: Antología de cuentos
peruanos sobre monstruos», «Tenebra: Muestra de cuentos
peruanos de terror», «Horror Bizarro: Antología de Litera-
tura Grotesca» y «Horror Queer». También ha publicado en la
revista «Nictofilia N° 2: Dossier horror erótico».
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Patricia K. Olivera (Uruguay, 1970). Es administrativa, técnica
en Corrección de Estilo y estudiante de Lingüística y Letras en
la Universidad de la República (Udelar). Colabora en varias re-
vistas literarias virtuales, afines al género, como miNatura, NM,
Axxón, Círculo de Lovecraft, Historias Pulp y Cruz Diablo,
entre otras. Participa en varias antologías extranjeras, tiene
cuentos traducidos al francés, al portugués y al alemán. Blog
principal: De ciencia ficción by Patricia K. Olivera (http://pko-
livera.blogspot.com.uy)
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Nictofilia N°3: Dossier Steampunk + Terror
se terminó en junio del 2018,en
Lima - Perú.