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NICTOFILIA

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nicToFilia

N°3

DOSSIER
CRÉDITOS

© 2018, Editorial Cthulhu


© 2018, Carlos Carrillo, Víctor Grippoli, Dolo Espinosa, H. A. Ca-
macho, Hermes Prous, Tania Huerta, Patricia K. Olivera, Albert
Gamundi Sr., Adrián García Cholbi y Carlos Enrique Saldivar

NICTOFILIA. Revista Literaria Hispanoamerica de Terror


Año 03 - N° 03: Abril 2018

Dirección: Marcia Morales Montesinos


Codirección: Denys Aire Davalos
Diagramación: Denys Aire Dávalos
Imagen de portada: «Sujeto fallido» de Mario Garza Azramari
Fanpage: https://www.facebook.com/Mario-Garza-1687170638258318/

EDITORIAL CTHULHU
De: Marcia Morales Montesinos
Calle Santa Martina 214. 4to Piso. Urbanización Pando III Etapa
Lima, Perú
http://editorialcthulhu.blogspot.pe
editorialcthulhu@gmail.com
Editorial por Marcia Morales Montesinos

EL PROPÓSITO DE LA VIDA SEGÚN EL


HOMBRE DE ALLÁ ARRIBA, Carlos Carrillo
EL CORAZÓN DE BRUMA, Víctor Grippoli
ETERNA SOLEDAD, Dolo Espinosa
CLARA, H. A. Camacho
EL VIEJO CONSTRUCTOR DE AU-
TÓMATAS, Hermes Prous
ACONITUM, Tania Huerta
CORAZÓN DE MUÑECA, Patricia K. Olivera
LA SOMBRA DEL OBISPO, Albert Gamundi Sr.
NO OLVIDES DARLE CUERDA AL
GATO, Adrián García Cholbi
TROPO, Carlos Enrique Saldivar
EDITORIAL

Por Marcia Morales Montesinos

NICTOFILIA regresa después de un breve periodo de au-


sencia. Más recargados y con el ánimo de seguir difundiendo
la literatura que tanto nos apasiona y que muchas veces no ha
encontrado canales de difusión en América Latina, por tal mo-
tivo se tomó la decisión de convertir a la revista, a partir de este
número, en una publicación digital y de descarga gratuita.
Continuamos con el mismo compromiso de siempre y con
la firme determinación de hacer que más personas se interesen
por el terror y todas sus variantes.
En este número, que viene a ser el tercero, les traemos un
dossier dedicado al steampunk, un subgénero de la ciencia fic-
ción, pero que mesclaremos con el terror.
Ya que es un subgénero poco conocido, tanto por escritores
como por lectores, les pasaré a explicar brevemente en lo que
consiste.
El steampunk recurre usualmente a realidades supuestas en
las que la civilización ha tomado un camino científico diferente
al actual, reemplazando la electrónica, los modernos combus-
tibles y otros avances científicos por la tecnología del vapor
(steam en inglés) y la combustión del carbón.
Como ven es una temática interesante y que estamos seguros
disfrutarán.
Debo mencionar que esta revista no sería posible sin la pér-
fida colaboración de los nueve escritores que han participado
en este dossier. Por eso, mi gratitud va con todos ellos que han
dado vida a este tercer número de Nictofilia.
Sin más demora, los invitamos que pasen y se deleiten con el
material que hemos seleccionado para ustedes.

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Carlos Carrillo

Llevando un paquete bajo el brazo, el detective Ricardo Caste-


llanos ingresó apresurado en la oficina de su colega Armando
Montalvo para informarle sobre el último hallazgo en el notable
caso del descuartizador de los pantanos cercanos a la hacienda
Villa del reciente fundado distrito de San Pedro de los Chorri-
llos.
—El mismo modus operandi…
—Dos brazos, dos piernas y un torso que no corresponde
a las extremidades —le interrumpió su despreocupado colega
quien miraba distraído por la ventana como surcaba el hori-
zonte una de las nuevas aeronaves impulsadas a vapor.
—Sobre ese último aspecto, el médico forense está reali-
zando los exámenes para determinar si se trata de un mismo
cuerpo, pero a primera vista no coinciden.
—¿Y los otros detalles?
—Lo mismo: rostro quemado con ácido, al igual que las
puntas de los dedos de manos y pies; todos los dientes extraídos.
En suma, el procedimiento estándar del descuartizador.
El detective Montalvo continuó contemplando como la ae-
ronave se alejaba en el horizonte. Esas máquinas eran el más
reciente desarrollo tecnológico de la industria a vapor y fueron

1  Versión steampunk de «Mr. Torso» de Edward Lee, ambientada en la Lima de


fines de los años 1800s.

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un factor decisivo para aliviar las tensiones bélicas con el vecino


país del sur. Todo fue gracias a la pureza del agua de los nevados
de la sierra peruana, en especial de las zonas de Junín y Huanca-
velica, que permitió producir el vapor más resistente y durable a
nivel mundial. De ese modo, el país se convirtió en el líder de las
máquinas impulsadas a vapor como trenes urbanos y automó-
viles aproximadamente en el año 1860, una década atrás. Pero
no estaba totalmente distraído del caso y preguntó en voz alta:
—¿Hasta el momento cuántos juegos de extremidades
hemos encontrado? ¿Diez? ¿Y solo cuatro torsos?
—Quince juegos de extremidades y cuatro torsos. Hasta
ahora, no hay coincidencia entre las extremidades y torsos en-
contrados.
—Eso significa que aún hay torsos por ser hallados… mien-
tras tanto… ¿qué puede estar haciendo el descuartizador con
esos torsos?
—Y tenemos una pista adicional. Logramos identificar a una
las víctimas por un tatuaje muy distintivo. Se trata de una mujer
pública que...
—Prostituta, el término correcto es prostituta —le corrigió
Armando.
—Bueno, una prostituta que frecuentaba los bares del cruce
de jirón Huatica con el jirón Sebastián Barranca. Indagando
entre sus colegas, algunas manifestaron que también solía tra-
bajar en El Baratillo, en la zona «abajo del puente». Algunas
chicas realizan sexo oral al paso en ese lugar…
—Ricardo, breve por favor… ¿Cuál es esa nueva pista?
—Realizamos un rastreo entre las columnas del puente que
generalmente ocultan a las chicas atendiendo a sus clientes.
Utilizamos los nuevos lentes de macrovisión y detectamos un
objeto incrustado en el capitel de una columna.
Acto seguido, Ricardo depositó en el escritorio de un ató-
nito Armando un curioso artefacto, similar a un enorme escara-
bajo mecánico, formado de engranajes, remaches de acero y un
par de alerones.
—Aparentemente el aparato vuela. Debe tener relación con

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las desapariciones. Podría ser una máquina de rastreo. —Ri-
cardo retiró un recipiente que se encontraba entre las alas del
escarabajo—. Aquí hay rastros de vapor, pero es muy pequeño
por lo que debe necesitar agua con un nivel muy alto de pureza
para que el mecanismo funcione. No había visto algo similar
antes.
Armando examinaba incrédulo el artefacto.
—Yo sí he visto algo parecido —contestó pensativo—.
Mejor, que lo examinen los muchachos del laboratorio.
Ricardo se retiró con la orden. Armando giró hacia la ven-
tana y se reclinó sobre su silla para contemplar el horizonte.
No vio ninguna aeronave propulsada a vapor. Su mente divagó
sobre el acertijo de las extremidades sin torso y los torsos sin
extremidades. ¿Qué estaba haciendo el descuartizador de los
pantanos con esos torsos? ¿Por cuánto tiempo los conservaba?
¿Aparecerían los torsos faltantes en algún momento? Encendió
un cigarrillo y antes de la primera bocanada, lo tuvo claro:
¡El descuartizador había encontrado un propósito para esos
cuerpos antes y después de mutilarlos! La solución radicaba en
deducir ese propósito. Satisfecho con esa conclusión, disfrutó
del resto del cigarro.

A los pocos días, los detectives Montalvo y Castellanos se


reunieron terminando la tarde con el médico forense. Sobre la
mesa de examen se encontraba el torso y extremidades del úl-
timo hallazgo.
—Nuevamente se tratan de extremidades que pertenecen
a otro cuerpo —les confirmó el forense—. Resulta interesante
cómo la cauterización del corte de brazos y piernas se perfec-
ciona en cada ocasión, como si se ajustase un proceso automa-
tizado.
—¿Quiere decir que el descuartizador utiliza una máquina?
—preguntó Ricardo.
—Aparentemente sí. No tengo forma de confirmarlo.
—¿Alguna otra información relevante?
—La víctima identificada por el tatuaje es la tercera en anti-

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güedad. El tatuaje estaba en el muslo izquierdo, así que hemos


revisado los torsos y encontramos la continuación en la cadera
de un torso descubierto diez meses después.
Los detectives Montalvo y Castellanos se miraron perplejos.
El médico forense los miró divertido y formuló la pregunta:
—¿Qué estuvo haciendo el descuartizador con el torso du-
rante esos diez meses?
Terminada la visita al forense, se dirigieron al laboratorio de
criminalística. El escarabajo mecánico seguía siendo sometido a
pruebas.
—¡Bienvenidos detectives! —saludó el jefe del labora-
torio—. Llegan justo a tiempo para la prueba final.
Dicho eso, conectó entre las alas del artefacto, una manguera
que se alimentaba de tres enormes cilindros y encendió el me-
canismo. Los alerones empezaron a vibrar a gran velocidad y el
escarabajo se elevó unos centímetros.
—Cómo habrán observado, han sido necesarios tres tanques
del vapor de máxima pureza para que el aparato pueda funcionar
y, supuestamente, se alimentaba del vapor condensado en este
pequeño recipiente. Es un tremendo salto tecnológico.
—¿Alguna teoría sobre el origen de ese nuevo tipo de vapor?
—inquirió Armando.
—Tengo entendido que, durante la construcción del ferro-
carril a La Oroya, las excavaciones en las montañas permitieron
acceder a una red de ríos subterráneos de agua increíblemente
pura, pero los militares intervinieron rápidamente y se apro-
piaron de esa fuente natural. En realidad, la información es muy
reservada, casi una leyenda urbana.
—¿Podría tratarse de algún prototipo militar?
—Es lo más probable, pues la guerra con Chile estuvo
cerca y los centros de investigación militares estuvieron muy
ocupados desarrollando todo tipo de armas. La tecnología y los
mecanismos internos son sumamente sofisticados y compati-
bles con diseños militares. Aún no hemos descifrado cómo se
dirige el aparato.
—No parece que fuese un arma —señaló Ricardo.

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—Tiene estos dos tambores que se activan con unos resortes
conectados también al recipiente de vapor y disparan algún tipo
de objeto. No hay rastros de pólvora, pero si de un químico
desconocido. Qué tan letal u ofensiva sería cómo arma, no lo
sé. Más parece un aparato de vigilancia sino fuera por esos dis-
paradores.
Los detectives se retiraron. Caminaron en silencio por unos
minutos.
—Ricardo, ¿recuerdas que te mencioné que la tecnología me
resultaba familiar?
El detective Castellanos asintió.
—Fue en la feria científica del Instituto Nacional de Patentes
que se realizó dos años atrás. Un inventor local presentó un apa-
rato que volaba pequeñas distancias. No era con fines bélicos ni
de vigilancia, sino como un juguete. Ya tengo su nombre y ubi-
cación: Pablo Devoto y vive en un fundo pequeño en San Pedro
de los Chorrillos, unos kilómetros al sur de la hacienda Villa.
—¡No puede ser coincidencia! —exclamó Ricardo—. El
prototipo del aparato y vive en la zona donde hemos encon-
trados los cuerpos descuartizados. ¡Devoto es nuestro hombre!
—Coincido contigo. Solo que todo es circunstancial, así que
temprano en la mañana solicité una orden judicial para que el
Instituto nos entregue el diseño del prototipo. El laboratorio
realizaría una comparación y tendríamos el sustento para una
orden de registro de domicilio.
—Eso va a tomar mucho tiempo, Armando. Mejor empe-
cemos a vigilar a Devoto esta misma noche.
El fundo de Pablo Devoto se encontraba alejado pero un
camino asentado les permitió llegar en uno de los nuevos auto-
móviles del departamento. Se ocultaron estratégicamente frente
a la entrada del lugar que solo tenía un arco de piedra, bastante
simple, sin puerta, y se encontraba rodeado de una cerca de baja
estatura que les permitía divisar la residencia desde su ubica-
ción. Las luces estaban apagadas.
Las horas transcurrían y el detective Montalvo reflexionaba
sobre cómo el avance tecnológico de la revolución del vapor,

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NICTOFILIA 3

había llevado a una bonanza económica que había tenido por


efecto una proliferación de las casas de prostitución hasta en
los barrios más centrales de la ciudad. Inclusive, «las mujeres
públicas», como las llamaba Ricardo, ejercían abiertamente su
oficio cerca al templo de las Nazarenas y a los barrios adyacentes
como los de Chillón y Aurora. Según cifras del departamento
de criminalística, en las siete cuadras del jirón Huatica trabajan
casi trescientas prostitutas. Todo Lima era un burdel y un coto
de caza perfecto para el descuartizador de Villa. «El desarrollo
tecnológico evitó la guerra con Chile, pero no la invasión del
puterío», pensó para sus adentros.
Alrededor de las once de la noche, un par de círculos lu-
minosos aparecieron en el camino. Un vehículo a vapor avan-
zaba lentamente y giró hacia la entrada del fundo. Atravesó sin
prisa el arco y se estacionó frente a la residencia. Los detectives
tomaron sus lentes de macrovisión y vieron al Sr. Devoto des-
cender. Bastante corpulento, llevaba puesto monóculos y un
casco con una serie de tubos insertados en él. Se dirigió al com-
partimiento trasero y, luego de un manipuleo inicial, se colocó
un bulto sobre los hombros. Un aparato volador apareció detrás
de él y lo siguió al interior de la residencia.
—¡Esa es la señal! ¡Hora de visitar a Devoto!
Los dos colegas enrumbaron raudos hacia la residencia. A
través de una cortina, se percataron que el Sr. Devoto depositaba
el bulto sobre una mesa en el medio de una sala sobrecargada de
crucifijos y elementos religiosos, mientras hablaba en voz alta.
Aún conservaba puesto el casco y los monóculos.
El detective Montalvo le indicó con una seña a su colega
Castellanos para que vaya a la parte trasera, mientras él irrumpía
por la puerta principal, encontrando a Devoto inyectando un
líquido en la joven que se encontraba sobre la mesa.
—¡Alto! ¡Deténgase en este momento! Soy el detective Ar-
mando Montalvo.
Devoto solo lo miraba a través de sus resplandecientes mo-
nóculos.
¡Quítese el casco y póngase de rodillas!

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Haciendo el ademán de retirar el casco, Devoto apretó un
botón y el escarabajo mecánico se elevó rápidamente disparando
un par de dardos que inmovilizaron al detective Montalvo.
Despertaron adoloridos. Se encontraban suspendidos, uno
al costado del otro, aunque aún no eran conscientes de ello. Una
cortina negra osciló delante y apareció Pablo Devoto, corpu-
lento y completamente canoso, ahora que no portaba el casco.
Llevaba una gran cruz de plata del cuello que le daba un aire
intimidante. Satisfecho, los examinó detenidamente.
—Detectives Armando Montalvo y Ricardo Castellanos…
¡Mucho gusto! —la voz de Devoto era bastante grave.
Ambos intentaron girar la cabeza, pero el mecanismo que
los sujetaba se los impedía. Montalvo intentó hablar.
—No se gaste Montalvo. Los labios de ambos están pegados.
No me interesa sostener ningún tipo de diálogo con ustedes.
Lo único importante es que comprendan cuál será su contribu-
ción al propósito de la vida… al propósito de la vida según el
Hombre de Allá Arriba.
El detective Montalvo se convulsionó al escuchar eso.
—Usted detective sabe a lo que me refiero, ¿no es así? Lo
debe haber deducido pues es un zorro viejo. Hay un propósito
en mi trabajo... un propósito divino.
Señaló el casco de tubos y el artefacto volador que repo-
saban en una mesa circular:
—¿Cuál es el propósito de la purificación del agua? Poten-
ciar el vapor que da vida a estas máquinas tan estrafalarias. De
lo contrario, serían un montón de engranajes, tuercas, remaches,
tuberías y pistones sin sentido. ¿No lo creen así?
Devoto se sentó en una silla frente a ellos y continuó:
—De la misma manera, yo busco darles un propósito a las
vidas de estas jóvenes… estas jóvenes que desperdician sus vidas
en las esquinas y en esos burdeles… esos centros de desmora-
lización infernal. ¿Sin un propósito que sería de ellas? ¿Qué
obtendrían? Sífilis y gonorrea, adicción al opio, maltrato físico
y psicológico, violaciones, abortos. ¡Una vida sin propósito al-
guno!

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NICTOFILIA 3

Los ojos de Pablo Devoto brillaban, su voz se hacía más


grave:
—Detectives, el mercado de Baratillo rebosa de vendedoras
de verduras y carnes, ¿pero qué carnes? ¡Mulatas dedicadas al
comercio de su propia carne y cobrizas pescadoras que solo
pescan dinero! ¡A esas mujeres degradadas les doy un propó-
sito! ¡Reemplazo sus escándalos con el propósito del hombre
de allá arriba!
Se incorporó y agregó:
—Es el momento de presentarles a mis chicas.
Apartó las cortinas negras revelando ante los atribulados de-
tectives un cuarto con dos hileras de camas ortopédicas. En cada
una reposaba una víctima del Sr. Devoto, desnuda, con brazos
y piernas amputados, y conectada a una máquina a través de
tuberías cromadas. Sus rostros aún no habían sido rociados por
ácido y se les veía sumamente apacibles.
—Cómo ya comprobaron, este discreto dispositivo aéreo
que he diseñado, dispara unos dardos con una sustancia tran-
quilizante. Pero el efecto dura corto tiempo. Suficiente para
transportar a las incautas jóvenes pecadoras hasta mi residencia.
Luego, les inyectó un somnífero de preparación propia, que las
deja inconscientes el tiempo suficiente para el procedimiento de
cortarles brazos y piernas, de modo que no puedan fugar.
Devoto se quedó pensativo unos instantes.
—Inicialmente, era necesario sujetar bien las extremidades
para evitar que se desangren. Eso me inspiró a desarrollar una
máquina que no solo realiza el corte perfecto, sino que caute-
riza con vapor caliente —dijo señalando un artefacto con una
especie de brazos mecánicos que se hallaba al final de la doble
hilera de camas—. El médico forense habrá notado la mejora en
la técnica. ¿No es así? Oh, disculpen, no pueden responder.
Nuevamente los miró divertido y continuó con los detalles:
—Termino de prepararlas pegándoles los ojos, perforándoles
los oídos y dándoles una incisión en el lóbulo frontal… de esa
manera se encuentran lista para aceptar el propósito del hombre
de allá… Es simple, señores detectives, el correcto significado

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de la vida humana delante de los ojos del hombre que mora allá
arriba es… ¡Perpetuar nuestra especie!
Devoto se mostró embelesado.
—No es un trabajo fácil. No, señores. Por un mes me dedico
a inseminar a una de ellas por lo menos tres veces al día y de ese
modo, asegurar que se concrete el embarazo. Logrado el obje-
tivo una joven más se agrega al grupo y así van rotando como en
una cadena de producción. No sé si pueden verla… la última de
la segunda línea ya está lista para explotar.
Agarró a Montalvo de la pierna y le dijo:
—Detective, yo sé que no puede hablar. Eso no impide
que pueda leer en su rostro la interrogante por el destino de
los recién nacidos. ¡Eso es lo hermoso! ¡Todo encaja! ¡Entrego
al recién nacido a una pareja que no puede concebir y de esa
manera ellos también cumplen con el propósito del hombre de
allá arriba!
Se dirigió a Castellanos:
—¡Oh, no! ¡No, no, no! No es una adopción gratuita, tiene
un costo como corresponde al esfuerzo realizado, sino… ¿cómo
financio mis invenciones?
El Sr. Devoto se colocó entre las dos filas de camas. Acarició
su cabellera canosa.
Ahora es tiempo qué entiendan cómo ustedes forman parte
también de ese propósito superior pues el hombre de allá arriba
actúa de maneras misteriosas. Tengo más de setenta años y me
resulta difícil lograr una erección, aunque mi producción de es-
perma es abundante... Los efectos de la dieta saludable del fundo.
Así que estaba optando por masturbarme para luego eyacular
dentro de ellas y me fallaba la concentración para excitarme…
No es fácil… Son mujeres amputadas ¡Y justo aparecen ustedes
dos! Uno para cada hilera de mis chicas… ¿qué les parece? Todo
está listo para el procedimiento… con el somnífero no sentirán
el corte de sus miembros. Dejaré sus ojos y oídos para cualquier
estimulación externa que puedan necesitar. Igual, también tengo
un poderoso afrodisiaco para facilitar esa labor. Y estoy adap-
tando uno de mis dispositivos para que supla la falta de piernas

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NICTOFILIA 3

y permita el bombeo necesario para la copulación e insemina-


ción. ¿Con quién empezamos? ¿Los mayores primero?

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Víctor Grippoli

La ciudad descansaba en el desierto gigantesco. Las orugas


ciclópeas que otrora la habían impulsado yacían inmóviles.
Entre las moles de edificios desgastados y caóticos pasaban los
gigantescos tubos grises que se hundían en la tierra seca hasta
llegar a donde se encontraba el líquido vital. El agua que no solo
permitía la vida de sus habitantes sino que movía los engranajes
de las usinas de vapor y de estas surgía la «Bruma». Pero nada de
eso le importaba al cazador, este estaba aburrido y observaba la
nada desde una barandilla en lo alto de una de las torres. Desde
donde estaba se podía ver la entrada de las tuberías en la zona
de las cuevas. Últimamente el enemigo había estado muy activo
en esa zona. Era bueno tener trabajo pero le preocupaba que
dañaran los mecanismos de forma irreparable y eso sería el fin
para todos ellos.
Se acomodó la gabardina remendada y se bajó las antipa-
rras, la arena soplaba fuerte ese día. Se escucharon unos pasos
livianos. Alguien subía por la escalera de acero… una mujer… y
acompañada por un hombre de andar cansino.
—¿Cazador Farsel? ¿Es usted? En la plaza me han dado su
dirección y vine a pedir su ayuda. Yo soy Amanda y este es mi
marido James… él fue atacado.
El hombre no dijo palabra y su mirada se perdió en la in-
mensidad.

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NICTOFILIA 3

—¿Qué ha sucedido? No me he enterado de ataques en la


ciudad.
—Vivimos en la otra punta de la fortaleza, cerca del barrio
de los generadores de vapor. James trabaja en la fábrica y fue
atacado por una extraña criatura. Otros ya la habían visto…
mató a varios… los capataces no quisieron levantar el pánico.
Mi marido sobrevivió de milagro, tal vez porque lo encontraron
los compañeros pero perdió toda memoria y hasta el interés
mismo de vivir.
—Un ataque de un Vampiro de Almas. Extraño… hace mu-
chos años que no sucedía… no hay cura. Solo que de un día al
otro recupere sus facultades al cesar el conflicto dentro de su
mente.
—Quiero venganza… le voy a pagar para que mate a esa
criatura. ¡Le ha quitado el padre a mis hijos!
—Ahora ya hablamos el mismo lenguaje mi querida dama.
Le cobraré una tarifa estándar. No voy a abusarme de su debi-
lidad.
La mujer sacó de entre los pliegues de su gigantesca pollera
victoriana una bolsa con monedas de chips, Farsel no dudó en
tomarlas.
—Tráigame su cabeza… —le dijo con ojos cargados de furia.
—Será un placer —esbozó una sonrisa que iluminó su
rostro desprolijo y barbudo.

******

El mundo había pasado por el apocalipsis, Farsel no era más que


un niño cuando la ciudad recorría el mundo haciendo bramar sus
cañones contra el enemigo. Ya había sucedido la Gran Caída, las
estrellas habían sido vedadas. La humanidad estaba confinada
a habitar de nuevo en la Tierra sin poder usar los saberes per-
didos del pliego espacial al irradiar una gota de agua para crear
el viaje al híper espacio. Las inteligencias artificiales agonizaban
y re crearon los mecanismos del vapor para generar energía y la
bruma roja que los mantenía con vida… luego aparecieron las

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criaturas del averno… y los cazadores siempre listos a cobrar
una jugosa recompensa por sus cráneos.
Farsel se armó con una pistola de dos tubos, balas de cristal
expandido, una fiable escopeta y su compañero, el inefable
reloj de bolsillo dorado que había pertenecido a su padre. Acto
seguido tomó el tren que corría por la vía elevada y que cru-
zaba la ciudad envuelta en los vapores de su frenética actividad.
Descendió cuando ya el transporte estaba casi vacío. Resultaba
que el rumor corrió como pólvora y nadie quería pisar la usina
pasado el mediodía. Eso era bueno, evitaría bajas colaterales.
El cazador entró en el lugar alumbrado por lámparas de gas
amarillentas. La atmósfera era opresiva y se sentía el olor a la
grasa de los gigantescos engranajes y las calderas que seguían
ardiendo al igual que si las hubieran transportado del mismo
infierno.
Escuchó un chillido… algo propio de un animal… algo
propio de los demonios que se habían apoderado del mundo
luego de la casi extinción de la humanidad. ¿Su origen sería di-
vino? ¿Un castigo otorgado por dios?
La pistola brilló al ser desenfundada y alumbrada por los
esquivos rayos lumínicos. Buscó ansiosa la forma espigada, de
largas extremidades y semidesnuda que acababa de aparecer co-
rriendo entre los gigantescos pistones.
—¡Ven aquí maldito! Tus días están contados.
La bestia se dio a conocer. Era un clásico vampiro pero con
un añadido nuevo… Farsel disparó repetidas veces. Sabía que
solo un tiro al corazón con una bala de cristal expandido lo
mataría. Pero los impactos no penetraron el añadido que tenía
esa cosa en el pecho. Alguien lo había operado para retirarle su
antiguo corazón por uno mecánico impulsado por un pequeño
generador de vapor y un contenedor de Bruma Roja.
El cazador se encontró en problemas y trató de huir. La
criatura lo siguió y le otorgó un par de golpes de puño que le
hicieron sangrar el rostro y casi le quiebran los huesos. Se sintió
perdido. ¿Qué arma podría traspasar esa coraza perfecta? Sin
duda una explosión que lo mataría a él también en el proceso.

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NICTOFILIA 3

Vio cómo se expandieron las fauces del vampiro mostrando


las múltiples hileras de dientes. Estas comenzaron a acercarse a
su efigie… Farsel era un experto y por reflejo tanteó una gra-
nada de luz en el bolsillo de su gabardina. Ante el estallido la
bestia se asustó y corrió hasta una ventana, la rompió y salió
velozmente de la usina.
Había sobrevivido por los pelos… Un demonio con una
prótesis de alto nivel cibernético. Aquí había gato encerrado.
¿Quién le podría dar respuestas? Sí, un ser abominable y co-
barde… conocido en el submundo de la ciudad pecadora en la
que vivían… Daren… la Inteligencia Artificial. Entró al mer-
cado atestado de gente perteneciente a todas las razas. Lo abor-
daron con miles de productos y animales asados. Los rechazó a
todos, inclusive a los vendedores de contrabando. Entró a un gi-
gantesco edificio muy antiguo. Estaba atestado de objetos tanto
viejos como nuevos. Parecía deshabitado pero no lo estaba.
—¿No vas a saludar a tu invitado? Da la cara.
En la pared se movieron diversos engranajes y ruedas den-
tadas, la IA se hizo presente sobre un brazo movible de varios
metros de largo, el resto de su ser era un torso humanoide de
metal con dos brazos rematados en múltiples dedos y un cabeza
cilíndrica con dos ojos de luces que denotaban su antigua y re-
finada inteligencia.
—Farsel. ¿Qué te trae a mi humilde morada?
—Aparte del dinero que me debes que ya sería motivo sufi-
ciente para presentarme me encontré con un vampiro portando
un corazón de bruma. Y me preguntaba quién lo operó y te me
viniste a la mente mi querido amigo empotrado a la pared…
Desde el holocausto que ya no puedes correr. Morirías sin el
vapor… lamento informarte que eres un blanco fácil, así que
comienza a hablar.
—No me hagas daño… yo no quería hacerlo… aquello se
presentó una noche aquí mismo y me amenazó con la muerte si
no le ayudaba con la operación. Ignoro cuáles son sus fines… yo
hice lo que me pidió y se marchó.
—Y jamás se te ocurrió decirme. Eres un gran amigo. ¿Y

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cómo lo mato? Las balas de cristal expandido no le hicieron
nada.
—Claro, está diseñado el blindaje para eso mismo. ¿Tienes
todavía el reloj de tu padre?
—Por supuesto. Siempre va conmigo.
—Actívalo… —Farsel apretó un botón escondido y sur-
gieron tres hojas de blanco cristal expandido—. Un corte con
esas cuchillas destruirá el blindaje. Es la única forma. O usar un
cañón pesado pero es imposible que consigas uno…
—Gracias. Con esto bastará… lo que no entiendo es qué
hacía un vampiro en la usina de vapor. Y tampoco me explico
cómo puede hablar.
—Tal vez el origen de esas criaturas escapa de nuestra com-
prensión.
—Me iré a investigar. Gracias por la información. Te daré
más tiempo para pagar tu deuda.
La IA volvió a replegar su brazo extensor que la unía a la
maraña de mecanismos y se perdió en la oscuridad.
Farsel caminó sin rumbo por la ciudad móvil. Era misteriosa
la conducta de su enemigo. Había luchado antes con toda clase
de seres pero jamás habían demostrado rasgos de inteligencia.
Solo un instinto animal y sádico imparable que los llevaba a
atravesar las defensas de la urbe y buscar carne humana.
Lo retiró de sus meditaciones el espantoso sonido de un
grito humano. Corrió por las callejuelas solitarias yendo hacia
la fuente del mismo y se encontró con un panorama dantesco.
Una camioneta a vapor que transportaba frascos de bruma se
encontraba volcada, un soldado yacía tremendamente mutilado
envuelto en un charco de sangre. El vampiro no buscaba carne…
buscaba los frascos para algún oscuro propósito, por ello había
atacado en la usina. Sin duda al ser descubierto había atacado a
los que lo habían hallado, incluyendo al esposo de su clienta.
Desenfundó la pistola de dos tubos. Estaba lejos y debía
tratar de distraer a la bestia para salvar a los soldados. Disparó
pero de nuevo fue inefectivo. Aquella cosa larguirucha siguió
su periplo homicida y le arrancó ambos brazos a su rival más

23
NICTOFILIA 3

cercano. Luego abrió su boca de múltiples hileras y de un mor-


disco arrancó un buen trozo de vísceras. Los intestinos de aquel
pobre se desparramaron con velocidad, por lo menos su muerte
fue rápida.
El cazador arrojó un par de granadas de luz, el vampiro ya
había aprendido el truco y no se asustó. Siguió persiguiendo al
último muchacho que había puesto pies en polvorosa. De un
salto cayó frente a él y con las largas uñas de sus dedos lo rebanó
en dos mitades.
Ambas sonaron de forma sorda al caer contra el suelo ado-
quinado.
—¡Maldito bastardo! ¿Qué es lo que buscas?
—No te metas en mis asuntos, cazador. He venido por los
frascos de bruma. Es lo que necesitan los míos para sobrevivir.
Nosotros en aquella inmensidad no tenemos máquinas de vapor
para procesar. Y ya la carne no nos da lo que necesitamos. Somos
una raza camino a la extinción.
—Tal vez eso sea lo mejor… no son más que engendros dia-
bólicos. Nacidos para matar y destruir.
—No ha sido nuestra elección. Yo nací de esta forma. Mien-
tras que ustedes humanos, tienen la elección para crear y des-
truir… muchas veces eligen lo segundo. ¿Quién es más mons-
truoso? Dímelo…
—Voy a matarte… sabes que no cejaré hasta lograrlo.
—Lo sé. Te estaré esperando.
Acto seguido tomó la bolsa con las cápsulas de Bruma y co-
rrió hasta la barandilla de la ciudad y saltó al vacío.
Farsel lo siguió pero si lo imitaba tendría una muerte segura.
Eran más de quinientos metros hasta el piso. Siguió con la vista
al vampiro pero la oscuridad le dificultaba la observación. Re-
tiró un catalejo dorado de uno de sus bolsillos internos y con él
pudo ver que su rival corría por los laterales de los gigantescos
caños que llevaban el agua a la ciudad y se introducían en las
cuevas. Ahora ya sabía dónde estaba su escondite.
Volvió a su hogar y retiró la Aeromoto del garaje. Los caza-
dores tenían plena autorización para abandonar la ciudad. Algo

24
que estaba negado al resto de los ciudadanos.
Se colocó las antiparras y ajustó la gabardina. Luego se
arrojó con su vehículo al descenso de quinientos metros de al-
tura. Antes de llegar al suelo los vapor-mecanismos activaron
los retrocohetes a chorro y siguió volando a unos treinta centí-
metros de altura.
Contempló las estáticas y megalíticas orugas bajo la luz de
la luna y deseó que en vez de estar estáticos la urbe hubiera se-
guido su camino luego de la guerra y dejar atrás el asqueroso
desierto.
Llegó a las cuevas y aparcó la moto en la entrada, acto se-
guido encendió la linterna de mano y entró siguiendo el curso
de los gigantescos caños. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba
la guardia y los tanques de defensa? Al parecer las autoridades
estaban encubriendo una actividad enemiga inusitada y hasta no
contraatacar no dirían nada a la población.
Rápidamente encontró alguna de las respuestas que buscaba.
La cueva estaba plagada de cráneos humanos, los despojos de los
militares asesinados. Había pequeños altares con velas de grasa
donde los vampiros habían colocado vísceras descompuestas
plagadas de blancos gusanos asquerosos que se contorsionaban
felices con su alimento. Farsel tomó una de las tantas vasijas
rústicas de cerámica que plagaban el lugar. El contenido era pre-
visible. Sangre humana dada en ofrenda a los dioses oscuros de
aquellas bestias.
Todavía no lo habían atacado… otro suceso extraño… activó
el reloj de bolsillo con sus navajas de cristal expandido y entró
a una gigantesca cámara de roca alumbrada por miles de velas.
En el suelo se encontraban decenas de vampiros, flacos,
sucios y semidesnudos que gemían con claros signos de enfer-
medad. De pronto el cazador sintió pasos detrás de él. Era el
que poseía el corazón de bruma… se movió rápido tratando
de cortarlo con sus uñas. Farsel detuvo el ataque con las pro-
tecciones de acero de sus antebrazos y contraatacó con el reloj
propinándole un corte preciso en el blindaje del pecho.
Aquella cosa abrió sus fauces, haría un último ataque tra-

25
NICTOFILIA 3

tando de arrancarle la cabeza de un mordisco. El cazador se pre-


paró con una pose marcial esperando el movimiento. Cuando
su enemigo lo realizó hundió una de las hojas en su corazón de
mecanismos y este comenzó a arrojar chorros de vapor indi-
cando su próximo deceso.
—Te he vencido… ya no tienes escapatoria.
—Ni mis hermanos… la Bruma de las IA tampoco sirvió…
pude conseguirla demasiado tarde. Ya nada puede ayudarnos.
El vampiro se sentó contra una roca y observó como la
Bruma Roja salía de su pecho de acero.
—Tú piensas que somos demonios… antes fuimos hu-
manos. ¡Sí, humanos! Así como lo escuchas. Cuando la huma-
nidad perdió las estrellas y comenzó a asesinarse mutuamente
se usaron armas químicas de un poder inigualable. Luego de la
huida de las inteligencias artificiales y el comienzo de la guerra
de las ciudades a vapor nuestros ancestros comenzaron a mutar
en lo que somos ahora… seres deformados que comemos per-
sonas y les absorbemos la memoria…
—Yo no lo sabía… el Códice dice que los demonios tienen
un probable origen divino. Así también lo dicta la Iglesia de la
Borrasca.
—Pero tú nunca has sido un gran creyente… puedo verlo en
tu rostro. Tienes tus propias ideas… sigue así noble cazador….
Te pediré un favor. De guerrero a guerrero. Mi pueblo y yo
estamos acabados… danos una muerte justa y líbranos de este
espantoso sufrimiento. ¿Lo harías por nosotros?
—Tú también has sido un noble rival. Lo haré por ustedes…
Farsel se dirigió hacia el vampiro y le dio muerte y luego
hizo lo mismo con el resto de ellos.
Mientras encendía un tabaco observó cómo brotaban las
llamas de la cueva. No quería que quedara un rastro de los
cuerpos para que los usaran los científicos de la ciudad. Al fin y
al cabo los vampiros eran seres degradados y enfermos pero en
un pasado habían sido humanos y merecían respeto.
Los verdaderos monstruos, pensó Farsel, eran los líderes de
la ciudad móvil y la Iglesia de la Borrasca…

26
¿Y acaso no era su oficio exterminarlos a todos? Tal vez el
mundo fuera un lugar mejor después de eso…
Él era un exterminador de monstruos….
Y era hora de cazar…

27
Dolo Espinosa

Estas palabras que escribo no las verán más ojos que los míos.
Son redactadas más a modo de pasatiempo que de desahogo o
confesión, cosas ambas que no son importantes para mí pues
no albergo en mi interior angustia, ansiedad o culpabilidad al-
guna, emociones todas ellas vinculadas a determinados procesos
químicos a los que, por fortuna o por desgracia, yo ya no estoy
sujeta.
Mi nombre es Brionne Babcock y soy un autómata.
No uno de esos toscos remedos de humanos que, usados
como sirvientes o mascotas, están ahora tan en boga en los ho-
gares de medio mundo, nada en mi exterior ni en mi interior
recuerda a uno de ellos. Digo esto no como señal de presunción,
ya que como ser mecánico que soy carezco de semejantes senti-
mientos, sino como constatación objetiva de mi condición, pues
soy, tanto en mi aspecto externo como en mi funcionamiento
interno, mucho más sofisticada que mis burdos hermanos,
aunque, por supuesto, no dejo de ser, al igual que ellos, una re-
finada máquina de vapor con un corazón hecho de engranajes.
Soy, como mis hermanos más sencillos, una herramienta,
una sirviente siempre solícita y una esclava siempre dispuesta.
Mi creador, el profesor Wilton Thorn, era un genio de la
ingeniería e inventor de fama mundial fascinado hasta la ob-
sesión con la creación de autómatas. Dedicó años de su vida

29
NICTOFILIA 3

a mejorarlos, haciéndolos cada vez más perfectos, dotándolos


de movimientos más fluidos, descubriendo materiales que imi-
taban casi a la perfección piel, cabellos, músculos...
Hasta llegar a mí.
Yo soy el producto supremo de sus investigaciones. Su pro-
yecto más ambicioso y más amado. Ni yo misma puedo dejar
de admirar cada día el inmenso genio del hombre que me creó.
Al mirarme al espejo suelo quedar embelesada ante mi imagen,
absorta en la tersura de mi piel, cautivada por el suave arrebol
de mis mejillas, hechizada por el brillo de mis ojos y la suavidad
de mi cabello. El amo me creó bella, muy bella, tanto que casi
resulto irreal. Mi postura es tan distinguida que resulta preten-
ciosa, mis andares son tan suaves que resultan sigilosos, soy tan
perfecta que resulto insoportable. Tan abrumadoramente her-
mosa, humana y real que causo rechazo y miedo.
Mientras otros autómatas son aceptados sin temor alguno,
mi presencia provoca sentimientos que oscilan entre la antipatía,
el miedo y el odio. De modo que el profesor, que en un prin-
cipio gustaba de llevarme consigo a cuantas reuniones sociales
y fiestas acudiera, se vio obligado a dejar de hacerlo dadas las
continuas quejas que mi presencia provocaban.
—Se mueve con demasiado sigilo —se excusaban algunos.
—No me gusta su mirada —se disculpaban otros.
—Pone nerviosos a los criados —pretextaban los más.
No dejaba de resultar irónico tal miedo hacia mi figura
cuando el auténtico monstruo se sentaba a sus mesas, flirteaba
con sus mujeres y jugaba con sus hijos.
Cada vez que los veía temblar o torcer el gesto de desagrado
ante mi presencia, me preguntaba qué pensarían esos señores
tan dignos y esas señoras tan distinguidas si llegaran a conocer
lo que ocurría en la aislada mansión del honorable profesor
Wilton Thorn, qué opinarían si hubieran visto los horrores que
aquellas cuatro paredes ocultaban a los ojos del mundo...
Como dije más arriba, el profesor vivía obsesionado por los
autómatas, pero tal obsesión iba más allá de la ingeniería. No se
trataba solo de mejorar la apariencia y la tecnología de los autó-

30
matas, sino de alcanzar, gracias a ellos, su sueño más secreto, el
sueño de la inmortalidad.
Esta obsesiva búsqueda transformó su laboratorio en un
lugar de dolor y sufrimiento inenarrable.
Sus primeros experimentos los realizó con animales: perros,
gatos, tejones, algún zorro... Con ellos creó seres inconcebibles,
monstruosas quimeras, engendros inverosímiles, menos que
animales, más que máquinas, seres deformes ni vivos ni muertos.
Sus gritos lastimeros aún taladran mis oídos, el hedor de su
sangre aún satura mi nariz y todavía puedo ver sus cuerpos es-
tremecidos y retorcidos por el intenso dolor. Cuerpos de perro
con cabezas de autómatas antropomorfos, cabezas de gatos en
cuerpos mecánicos, tejones obligados a adoptar una marcha bí-
peda. Estos seres lastimosos, estas bromas crueles, estos tristes
engendros, quejumbrosos, doloridos y aterrados pululaban por
la mansión, por el taller e, incluso, por el extenso jardín, medio a
rastras algunos, cojeando otros, ocultándose entre las sombras la
mayoría, solitarios todos, con el miedo como único compañero.
Pronto experimentar con animales se volvió insuficiente
para el profesor. Necesitaba avanzar más aprisa, ir más allá, si
quería conseguir algo, pensaba, no podía quedarse atascado en
seres inferiores.
De modo que dio el paso lógico y se decidió a cazar hu-
manos.
Comenzaron entonces sus paseos por los barrios más pobres
de la ciudad en busca de mendigos y vagabundos. Hombres,
mujeres, niños, ancianos, daba igual, Wilton Thorn no hacía
ascos a nadie. Las sobras de la ciudad, los desechos humanos
que a nadie importaban ni nadie extrañaba, lo más bajo de la so-
ciedad, pobres seres que nacían, crecían y morían entre mugre y
tristeza, eran llevados a su mansión para no volver a salir jamás.
Aquel caserón se convirtió en una lúgubre imitación del
infierno.
Miembros amputados se amontonaban en los rincones, las
vísceras llenaban varios cubos, en otros recipientes, ojos gela-
tinosos miraban sin ver, las manchas de sangre cubrían otras

31
NICTOFILIA 3

manchas de sangre formando estratos de varios tonos de rojo,


fluidos de diversa índole llegaban a formar charcos. Había
trozos humanos desperdigados por todas partes y mezclados
con partes mecánicas, cual horripilante puzzle a la espera de ser
montado. La música diaria del lugar era una cacofónica mezcla
de gritos de dolor, gemidos de miedo, golpeteos metálicos,
vapor escapando por las espitas, súplicas lastimeras e, incluso,
alguna maldición gritada hasta desgarrar la garganta.
Los experimentos fallidos fueron muchos, la mayoría.
Tantos, que el jardín del profesor se transformó en un espeluz-
nante camposanto. Los que no acabaron en fracaso mortal se
transformaron en monstruos tristes, asustados, retorcidos, re-
ducidos a menos que animales, con sus pobres cerebros dañados
o eliminados, reptando y gimoteando sin rumbo, consciencia ni
voluntad.
El profesor Thorn, ciego e indiferente al dolor que causaba,
continuó con su búsqueda, incansable y obstinado.
Yo estuve presente en cada paso de su investigación, estuve a
su lado en cada fracaso y en cada triunfo, fui espectadora privile-
giada de todo aquel horror. Yo, Brionne Babcock, su ayudante,
debería haber intentado detener esa locura infame y no lo hice.
Por miedo, por lealtad mal entendida, porque nunca encontraba
el momento, por cualquier excusa que se me ocurriera al abrir
los ojos cada mañana.
Finalmente, el profesor Thorn descubrió el mejor modo de
fusionar máquina y humano en un ser que lograra la ansiada
inmortalidad, extrayendo el cerebro de su recipiente de carne y
volcándolo en uno hecho de metal y engranajes; solo quedaba,
pues, buscar el cobaya definitivo, alguien que, además, tras su
transformación pudiera ayudarlo a dar el paso definitivo.
Entonces alzó la vista, miró al mundo que le rodeaba y me
vio a mí. Me vio, me miró, me observó, me estudió y, finalmente,
me sentenció a ser su obra máxima, el bello autómata que ahora
soy. Me sentenció a perder amigos, familia y amor, me condenó
a renunciar al futuro que yo siempre había soñado; me castigó,
siendo inocente de toda culpa, al dolor y la soledad eterna. Y,

32
lo peor de todo, me condenó a no tener sentimientos, ni emo-
ciones, robándome, incluso, el consuelo de odiarle.
Pasaron meses hasta que mi mente logró acostumbrarse
y acomodarse a mi nuevo cuerpo. Reconocerme en el espejo
me llevó varias semanas. Mover mis miembros otras tantas. Y
hablar me resultó tan difícil que pensé que jamás lo lograría.
Mi visión, mi olfato, mi oído y mi tacto son inmejorables, solo
carezco del sentido del gusto, innecesario para mí, dado que no
necesito alimentarme.
Al menos no como los humanos.
Tras exhibirme cual atracción de feria ante sus muchos cono-
cidos y alardear de su extraordinario ingenio, llegó el momento
en que, al fin, debía ponerse en mis mecánicas manos para pasar
por el mismo proceso al que yo había sido sometida.
Yo, obediente, seguí todos los pasos de modo meticuloso,
sin prisa, con sumo cuidado, tal como él me había enseñado.
Abrí su cráneo con la sierra de mano y separé la parte superior
dejando al descubierto el tierno cerebro, y procedí a separarlo
con celo extremo, pues el menor fallo acabaría en tragedia.
En ese momento, varios de los tristes engendros se arras-
traron hacia la luz y me miraron fijamente.
Ya he dicho que, debido a mi condición no puedo tener
emociones, ni sentimientos. No puedo sentir pena, ni empatía,
ni compasión, ni odio, ni amor... Pero puedo pensar y razonar.
Y allí, en pie, con el cerebro de mi amo entre mis manos, con
su autómata aguardando recibir el regalo de la vida y la inteli-
gencia, frente a los endriagos penosos que él había creado, me
detuve a pensar y supe que Wilton Thorn era más monstruo que
esos pobres seres que me miraban, y que continuaría torturando
y aniquilando en nombre de su curiosidad.
Me convertí en juez y jurado.
Deliberé unos segundos conmigo misma y tomé una deci-
sión.
Bajo la atenta mirada de las lastimosas y dolientes criaturas,
instalé el cerebro del profesor en la cabeza autómata, lo fijé en
su lugar y procedí a realizar las conexiones a los suministros

33
NICTOFILIA 3

de oxígeno y alimento. Sin embargo, no conecté los sistemas


visuales, auditivos, olfativos ni táctiles.
El profesor Thorn no podría ver, oler, escuchar o tocar.
Luego procedí a separar la cabeza del tronco y desperté a
Wilton.
Mientras realizaba estas tareas el número de seres que me
observaban había aumentado. Su silencio era tan abrumador que
dolía. Creo que, de haber podido, habrían aplaudido. Una vez
todo concluido, aquellos pobres organismos hechos de retales
me dedicaron una ligera inclinación de cabeza (o lo que hubiera
en su lugar) y volvieron a las sombras de las que habían salido.
Esa misma noche recogí mis pertenencias, mis joyas y cual-
quier cosa de valor que hubiera en la mansión y me marché.
A los pocos días supe que la mansión había ardido hasta sus
cimientos. No hace falta ser muy inteligente para deducir que
aquellas pobres criaturas habían decidido poner fin a sus vidas.
Ahora vivo en una pequeña casa de campo. Alejada de todo
y de todos. En el pueblo me tienen por una mujer extraña y
bastante huraña, pero han acabado aceptando mi forma de vida.
Algún vecino del género masculino, atraído por mi belleza, ha
intentado cortejarme, pero a todos he rechazado con firme ama-
bilidad. Ahora que nadie conoce mi condición de autómata, mi
aspecto no les resulta tan odioso.
Sé que en unos años tendré que mudarme a otro lugar, pues
no tardarán en darse cuenta de que no envejezco, pero de mo-
mento estoy bien aquí.
Wilton sigue conmigo, por supuesto. Imagino que a estas
alturas habrá caído en la locura. Solo puedo imaginar el descon-
cierto y el terror que debió sentir al encontrarse en la completa
soledad de su mente, sin contacto alguno con el exterior. Nada
que ver, nada que oír, nada que tocar. No más charlas, no más
lecturas, no más investigación, no más vivir.
Imagine la tortura de vivir dentro de sí mismo para toda la
eternidad.
Imagínelo, si es capaz, e intente no estremecerse de horror.
Supongo que, en algún momento, desconectaré lo que man-

34
tiene vivo ese cerebro y permitiré descansar a Wilton, pero no
ahora, no todavía.
Aunque parezca una tontería, esa cabeza sobre la chimenea,
me hace compañía.

35
H. A. Camacho

—No te pregunté si tenías esposa —dijo ella—, te pregunté que


si querías hacerlo conmigo.
La sangre se me heló en las venas.
—Lo..., lo siento —balbucee, y apretujé mi viejo bastón—.
Pensé que...
—¿Pensaste que eso sería un impedimento? —me arrebató
las palabras.
Me quedé mudo y asentí sin más. Ella sonrió como si le hi-
ciera gracia. Llevó su cigarro a los labios, dio una calada muy
corta y unas finas serpientes vaporeas nacieron de su boca. Sus
ojos me penetraban como cuchillas al rojo vivo y yo, yo no era
más que un puto pedazo de mantequilla.
—Entonces... —ronroneó.
Tragué saliva. Mi entrepierna luchaba contra el cierre de mis
pantalones. Por un instante, temí que el botón saldría disparado
como de la pechera de un hombre gordo.
—¿Pero, co..., cómo lo haríamos?
Rio entre dientes. Alcancé a ver su lengua, húmeda y rosa.
—Lo haremos como tú quieras y por donde tú quieras —
dijo.
Me abochorné con tanta fuerza que sentí vaporcillo salién-
dome de las orejas. Apretujé una vez más mi viejo bastón.
—No me refería a eso —hablé por lo bajo—. Me..., me re-

37
NICTOFILIA 3

fiero a..., ya sabe. Dónde y cuándo.


—Oh, eso no será problema —dijo—. Puede ser en tu casa
o en la mía.
—¿Tiene casa propia? —lancé, pero me arrepentí al ins-
tante—. Lo siento, yo... Se me escapó.
—Está bien —dijo ella—, la mayoría apenas y tienen un
cuarto en el edificio de la empresa, pero estás pagando mucho
por mí, ¿no? Lo menos que podemos ofrecer es privacidad y la
ilusión de una cita verdadera.
En ese momento se acercó uno de los meseros, llenó mi
copa y la de ella con un espumoso champagne dorado. Noté
que sus ojos se deslizaban sobre la piel desnuda en el escote de
mi acompañante. No pude resistirme y lo imité. Un pequeño
lunar descansaba justo en medio de los senos, subía y bajaba con
el ritmo de la respiración.
—¿...señor? —dijo el mesero.
Resistí el impulso de sacudir la cabeza.
—Perdón, qué, ¿qué decía?
—Que si hay algo más en lo que pueda servirle.
—Ah. No, no gracias. Todo está bien.
Alcé la copa de champagne y di un sorbo.
Cuando el mesero se alejó, ella miraba hacia el ventanal,
debía disfrutar de la vista; no todos los días se puede cenar en
un lujoso restaurante flotante. El rumor lejano de las hélices y
el roce del viento contra el globo aerostático me acariciaban los
oídos.
Yo no miré por la ventana, no, yo me quedé con los ojos
clavados en ella, en la curvatura de su cuello, en la fina línea
de su carótida, en sus clavículas y en sus hombros. Vestía un
corsé con broches de cobre y delicadas mangas blancas. Justo
por encima del lunar de su pecho, llevaba un camafeo de rubí
que combinaba con el rojo de su melena. Sus ojos, esmeraldas
encendidas.
Si podía provocarme todo esto mostrándome solo su rostro,
¿qué pasaría cuando le arrancara la ropa y...? Mis manos se enga-
rrotaron por debajo del mantel, trémulas e inquietas, asfixiando

38
mi bastón.
—Entonces —me atreví—. ¿Cu..., cuándo?
Ella me miró y esbozó una sonrisa.
—Si tú quieres —dijo—, podría ser esta misma noche.
Di un brinco cuando algo me rozó la pantorrilla por debajo
de la mesa. Por su cara, supe que había sido ella. Sentí su pie
deslizándose por entre mis piernas. Cuando alcanzó mi sexo, vi
que se le dibujaban un par de hoyuelos pícaros en las mejillas.
Mi mandíbula se había desencajado y se me escapaba el aliento.
Media hora más tarde, el restaurante aterrizó despacio, como
una pluma sobre un estanque. Cualquiera que nos hubiera visto
salir de ahí, pensaría que éramos una pareja con al menos un par
de años de relación. Caminábamos muy de cerca, ella engan-
chada a mi brazo y yo balanceando mi viejo bastón.
Su cabello olía a manzanilla.
Tomamos el teleférico a vapor. La vista nos mostró las
chimeneas de ventilación del motor interno de la ciudad y los
colosales engranajes que poblaban las colinas. Mientras tanto,
ella trató de hacerme charlar, pero solo consiguió que le lan-
zara un par de monosílabos; me encontraba demasiado ansioso.
Bajamos del teleférico cuando llegamos a la sección de torres
habitacionales. Tomamos un coche a las afueras de la estación
y en menos de cinco minutos ya habíamos llegado a nuestro
destino; lo haríamos en su casa.
Cruzamos por un amplio jardín. La puerta de la entrada
daba directamente a un ascensor, así que abordamos. Una cam-
panita indicó que habíamos llegado a nuestro piso. Cuando las
puertas se abrieron, un intenso olor a lavanda me llenó la nariz
y el hogar de mi acompañante se abrió ante mis ojos. El gusto
era exquisito, candelabros de hierro y cristal, alfombras de in-
trincadas tramas, muebles de madera oscura y tapices cálidos en
las paredes.
Entré, y di al menos dos vueltas sobre mí mismo, captando
todos los detalles. Para cuando me di cuenta, ella ya volvía con
un par de copas llenas de un líquido rosa.
—Bienvenido —dijo, y me ofreció una de las bebidas.

39
NICTOFILIA 3

Acepté la copa, todavía impactado por la calidad de la de-


coración.
—¿Esto lo paga la empresa o...?
—Sí —dijo ella, y se sentó en un sofá de color vino—, lo
paga la empresa.
Bebió, y se quedó muda por unos segundos. Luego me in-
dicó que me sentara junto a ella y obedecí.
—Sabes, es muy curioso que menciones a la empresa.
Me le quede viendo sin saber que decir y di un sorbo a mi
bebida.
—La mayoría prefieren ignorar ese asunto —siguió ella—.
Ya sabes, prefieren fingir que es una cita real y que se han ga-
nado el derecho de que una mujer los invite a su alcoba. —Dio
un trago—. Puedo preguntarte algo, ya que no te importa seguir
con la ilusión de la cita.
Asentí.
—¿Por qué me elegiste a mí?
La pregunta me detuvo la respiración por un instante.
—Bu..., bueno, yo...
—No tienes que responder si no quieres.
—No, está bien. Yo..., yo creo que fue tu aspecto. —Hice
una pausa—. Pero no es tan simple. —Dejé mi copa en la mesita
de noche y apretujé otra vez mi viejo bastón.
—¿No es tan simple? —repitió ella—. Déjame adivinar, te
gustan las pelirrojas, cierto. ¿Es una especie de fetiche?
—Bueno, sí, pero..., no es solo eso. Es que... —Tragué saliva
un par de veces—. Una vez conocí a alguien y, bueno, ya no está
conmigo.
Ella se reclinó y me miró con expresión soñadora.
—Un viejo amor imposible —soltó con un suspiro—. ¿Me
parezco a ella?
Un largo alfiler de hielo apuñaló mi pecho, mis manos tem-
blaron entorno a mi viejo bastón y un nudo me creció en la
garganta. Miré a mi interlocutora con la mente en blanco y mi
boca habló por sí sola:
—Sí. Sí te pareces —dije entre jadeos—. Te pareces lo sufi-

40
ciente.
Ella juntó las cejas, confundida. A pesar de ello, ni una sola
arruga apareció en su rostro. Eso me recordó la verdad. Me re-
cordó quién era ella, quién era yo y por qué estaba ahí.
—Sabes —solté—, este bastón me lo obsequió mi esposa.
Sostuve la pieza de caoba y bronce en alto, como quien eleva
un objeto consagrado.
—Lo aprecio mucho —seguí—, pero al final, al final no es
más que un objeto. —Miré a mi acompañante—. Igual que tú.
Y lancé un potente mandoble con mi bastón, como si la vida
se me fuera en ello. Le di de lleno en la nuca y ella salió dispa-
rada del sofá, cayendo sobre la mesa de noche y partiéndola en
pedazos. Yo me levanté de golpe y sostuve el bastón como a una
espada.
—No te muevas —gruñí—. No quiero arruinarte.
Ella trató de levantarse con movimientos espasmódicos,
cada vez menos humanos. Un repiqueteo mecánico emergió de
sus articulaciones. Entonces azoté por tres veces su nuca, con
toda la fuerza de mi espalda. Justo cuando preparaba el cuarto
golpe, ella me miró. La mitad de la piel de la cara se le había
soltado y le colgaba como una grotesca lengua. Vi su cráneo
mecánico, los resortes que daban vida a sus ojos y la colección
de mecanismos que movían su asquerosa cara sintética.
—¡Fue por culpa de ustedes! —rugí—. ¡Máquinas de mierda!
El cuarto golpe cayó con tanta fuerza, que uno de sus es-
pectaculares ojos esmeralda salió de la cuenca y rebotó por la
habitación como una canica.
Me quedé ahí, jadeante. Ella reducida a su propia verdad, a
un despojo mecánico diseñado para alimentar la lujuria de los
hombres. Sentí ganas de escupirle, pero aún no había acabado.
Con todo el cuidado que me permitían mis manos temblo-
rosas, desvestí aquella cosa. Su cuerpo humano me provocaba
arcadas. Los diseñadores se habían molestado en agregarle in-
cluso vello en el pubis.
Saqué un afilado puñal que ocultaba dentro de mi chaqueta
y procedí a desollarla. Me dio asco, la piel seguía tibia y se

41
NICTOFILIA 3

desprendía de la estructura mecánica con pastosos chasquidos.


Mientras tanto, una asquerosa mancha de sangre artificial crecía
en la alfombra.
Para cuando terminé, lo que quedó de la pelirroja fue una in-
trincada estructura de relojería, con una vaga forma humanoide.
Salí de ahí con el cobijo de la noche, llevando conmigo la
piel recién adquirida en una maleta.
Cuando llegué a casa, el silencio me golpeó tan fuerte que
casi me saca el aire de los pulmones. No podía acostumbrarme
todavía al vacío y a la soledad. Entré a la recamara. Sobre la
cómoda, una colección de catálogos de muñecas sexuales me
dio la bienvenida, todas prometían sensaciones reales y charlas
animadas. La piel del modelo S-451 se describía como impoluta,
nacarada y avellanada. Piel que ahora aguardaba en una maleta.
Piel que necesitaba para seguir adelante con mi proyecto.
Cuando entré al sótano, el olorcillo a formaldehído penetró
en mi nariz. Puse la maleta sobre una camilla y me acerqué a la
cámara frigorífica. Suspiré un par de veces antes de abrirla. La
puerta se movió pesada y lenta, y volutas de aire condensado y
frío bañaron mis pies. Entré a paso lento, como quien penetra
en un lugar sagrado.
Bajo la luz de unos pálidos tubos fluorescentes y recostada
sobre una camilla de aluminio, yacía ella; mi querida Clara.
Mi esposa.
Su corazón no latía desde hacía semanas y las horribles y
largas heridas de sus muñecas nunca cicatrizarían, pero no
importaba, ya le conseguiría un nuevo corazón, por ahora, el
remplazo de piel aguardaba en la maleta.
Me acerqué a ella y le acaricié sus pálidas mejillas, frías como
la porcelana.
—Ya no falta mucho, mi amor —le susurré—. Habrá que
sustituir muchas partes de tu cuerpo, pero al final regresarás, ya
verás que sí. —Mis ojos se volvieron acuosos—. Pronto, muy
pronto... —Y lloré sobre su cuerpo como un chiquillo descon-
solado.
Mientras tanto, en algún rincón oscuro y húmedo del basu-

42
rero, las páginas de un viejo diario se pudrían. «Se quita la vida la
esposa del famoso bioingeniero mecánico Philip K. Amadeus»,
rezaba una de las notas. «Se presume que su esposo mantenía
relaciones con muñecas sexuales, lo que llevó a la mujer a cor-
tarse las venas».
Tras cinco horas de arduo trabajo, la nueva piel de Clara
estaba en su sitio. Regresé a mi alcoba, todavía vistiendo el traje
quirúrgico y un mugriento mandil plástico. Me recosté en la
cama y ojee uno de esos condenados catálogos hasta que por fin
algo llamó mi atención. El modelo MK-IV me miraba desde la
fotografía tal y como Clara me miraba cuando le besaba la co-
misura de los labios. La descripción de los ojos rezaba: Iris miel
clara con hilos de oro, enmarcados por una silueta de almendra.
—Sí —susurré para mí mismo—. Justo así hubiera descrito
tus ojos, Clara. —Y me quedé dormido, sabiendo cuál sería mi
siguiente tarea.

43
Hermes Prous

1. Cielos de vapor y pólvora


Junio de 1874
En los cielos de Amberes. Flandes
II Guerra Anglo-prusiana

Lo que veían por encima de sus cabezas era algo nunca visto.
Los habitantes de la ciudad costera de Amberes contemplaban
aquella fantástica escena con una mezcla de sentimientos; asom-
brados, perplejos y fascinados. Pero a la vez, precavidos y teme-
rosos. Pues en sus cielos se estaba desarrollando la primera gran
batalla aeronaval de zeppelines. Dos grandes flotas de dirigibles
se habían encontrado justo allí en Amberes. Una de ellas, com-
puesta por más de una veintena de estas aeronaves que prove-
nían del Este. Todas ellas llevaban dibujadas la bandera prusiana
y la cruz de hierro. Del Noroeste provenía la flota de zeppelines
de su majestad la reina Victoria del Imperio Británico. Eran casi
una treintena, con la Union Jack dibujada en su cola.
El espectáculo era increíble. Medio centenar de globos
gigantescos apepinados que estaban irremediablemente des-
tinados a enfrentarse en una terrible batalla por la hegemonía
mundial. Era una visión asombrosa ver como el cielo estaba
salpicado de esos prodigios de la tecnología y como viraban y
maniobraban en el aire. Pero el espectáculo se tornó en sangre,

45
NICTOFILIA 3

pólvora y acero. Los habitantes de Amberes, se escondieron en


sótanos y bodegas cuando el humo de los cañones enturbió el
aire y el estruendo de sus disparos les atemorizó.
Para Bill «Black Joe» no había lugar para esconderse. Alis-
tado a la fuerza en el ejército de su majestad, en el 2 regimiento
de infantería aerotransportada de Cornualles, estaba metido en
todo el meollo de la acción. Más concretamente, en el dirigible
HMZ1 Drake, junto al resto de sus compañeros preparados
para el asalto. El Drake era uno de los más pequeños, pero tam-
bién de los más rápidos y manejables zeppelines. Iba al frente
de la flota y era el que primero iba a atacar. Las órdenes eran
claras: abordar la aeronave capitana del enemigo, el poderoso y
gigantesco zeppelín Von Bismarck, considerado indestructible.
Una leyenda en activo.
El Drake surcó los cielos velozmente intentando ponerse
en un ángulo muerto donde los grandes cañones prusianos no
pudieran dispararle. Los cañonazos se sucedían uno tras otro.
El olor a pólvora y humo lo inundaba todo. A medida que se
acercaban se veía el enemigo ya cara a cara, y la infantería se
preparó para asaltar al coloso prusiano de los aires. Black Joe y
sus compañeros revisaron los arneses con cuerdas desde donde
saltarían al vacío para intentar aterrizar en el zeppelín enemigo y
una vez abordado, usarían mosquetes de retrorepetición y gar-
fios para matar al enemigo. Las granadas flamígeras de relojería
se usarían para hacer estallar el orgullo de la flota del malvado
general prusiano, el cual llevaba su nombre.
El choque fue brutal. El Drake colisionó con su proa por
la amura de estribor del Bismarck. Las lonas se rajaron y los
armazones de hierro chirriaron hasta deformarse. Los daños
fueron importantes, pero no letales. Más de un soldado en
ambos bandos cayó al vacío en aquel primer choque en la que se
consideró la primera gran batalla de zeppelines.
Black Joe se reincorporó tras el zarandeo del abordaje y vio
como sus compañeros ya estaban saltando al dirigible enemigo.
Escuchó una voz a su espalda que le gritaba:
1  Her Majesty Zeppelin

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—¡Soldado Gillians! Deje de hacer el tonto y salte de una
maldita vez.
Era el sargento Scott. Black Joe comprobó rápidamente su
arnés. El viento le daba en la cara. Comprobó que llevaba sus
armas y miro sin querer hacia abajo, 900 pies de altura que le
causaron un vértigo que a punto estuvo de girarse y volver a la
taberna de Plymouth de donde le habían sacado a la fuerza para
defender al poderoso Imperio Británico. Pero el sargento Scott
le empujó sin previo aviso y Black Joe se vio volando en los
cielos de un país desconocido rodeado del humo y ruido de los
cañonazos, amigos y enemigos.
El aire frío le golpeaba en la cara. El zeppelín del enemigo
se veía cada vez más cerca. ¿Llegaría hasta él o se quedaría col-
gando del arnés quedando indefenso ante los retromauser del
enemigo?
Por fortuna, su cuerpo chocó con la lona de color gris. Al-
gunos de sus compañeros no habían tenido la misma suerte y se
habían clavado en los afilados pinchos de acero que sobresalían
por todo el perímetro del globo del zeppelín.
Black Joe reptó por la superficie del coloso aéreo hasta
llegar al interior de la estructura de acero por el agujero que
habían hecho sus compañeros. Una vez dentro, sin el aire frío
golpeándole y sin la vertiginosa visión de la altura a la que se
encontraban, se sintió un poco más seguro y relajado. Com-
probó ahora sí, con calma, que sus armas estuvieran listas para
el combate y empezó a bajar por la estructura de acero alemán
hasta llegar a la góndola.
El ruido de disparos, gritos de dolor y el olor a sangre pu-
sieron sobre aviso a Black Joe. La batalla cuerpo a cuerpo ya
había comenzado.
Para cuando entró en la góndola, Black Joe vio el dantesco
escenario de la guerra. Hombres matando a otros hombres
sin piedad ni ley alguna. La Muerte volaba majestuosa en ese
prodigio de la tecnología convertido en campo de batalla. Sin
pensarlo dos veces detonó su mosquete de retrorrepetición y el
casco del prusiano que se había fijado en él quedó agujereado.

47
NICTOFILIA 3

Era su primer muerto. Siempre se había preguntado qué sentiría


al matar a una persona cuando llegara el momento. Fue una sen-
sación extraña, como si la adrenalina del momento no le dejara
recapacitar sobre aquel hecho: el quinto mandamiento. Pero no
había tiempo para pensar, golpeó a otro prusiano en el mentón
con la culata de su arma y lo derribó al suelo.
No recordó que pasó exactamente después, excepto un gran
dolor en su mano. El siguiente recuerdo que tuvo después era
el de un hombre mayor, calvo, excepto por encima de las orejas.
Un hombre con gafas redondas que le decía que se estuviera
quieto, que no iba a morir. Le hablaba en un inglés con acento
extranjero. Cerró los ojos y se desmayó de nuevo.

2. El ladrón y la casa de antigüedades


Diciembre de 1884
Londres. Imperio Británico

El león le hacía señas para que entrara. «Hoy no toca», res-


pondió mentalmente. No bebía nunca cuando tenía que tra-
bajar. La ginebra del Red Lion debería esperar a mañana. Si tenía
éxito probablemente tendría dinero para Ginebra para el resto
de sus días. Dejo atrás la taberna y al autómata de madera roja
con forma de león que atraía a los clientes a su interior mo-
viendo una de sus patas y haciendo rugidos de tanto en tanto.
Todo empezó ahí. Era uno de los múltiples artilugios que lle-
naron Whitechapel unos cuantos años atrás. Los fabricaba el
viejo anticuario y los vendía o incluso regalaba. Había docenas
por Londres. Un día dejó de fabricarlos para los demás y su
vieja tienda se llenó de ellos, pero no los vendía. Los rumores
se extendieron. El viejo se había vuelto loco. Le hablaba a sus
creaciones como si fueran hijos suyos de carne y hueso. Poco
a poco, la gente dejó de ir a su tienda. Nadie quería comprarle
espadas, armaduras oxidadas o libros polvorientos. Todos cu-
chicheaban que el viejo anticuario estaba loco. Ya nunca salía de
su tienda. Pero nadie pensó lo que él había pensado. El inventor
se había hecho millonario vendiendo todos aquellos autómatas

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por Londres. Hasta el mismo Bismarck le compró uno cuando
estuvo de visita oficial una vez acabada la guerra. El anticuario
una vez se hizo rico ya no tuvo por qué inventar y construir
para los demás. Estaba claro. Debía tener una fortuna dentro de
aquella tienducha de madera con cristales llenos de polvo. Pero
en el barrio nadie salvo él había llegado a esa conclusión. Era
más fácil criticar y cuchichear sobre los demás, que darse cuenta
de la increíble oportunidad que tenían delante de sus narices.
Un viejo constructor de autómatas y cuatro muñecos de ma-
dera que podían moverse no serían contratiempo para realizar el
robo que le jubilaría. Si estaba en lo cierto, Black Joe no debería
trabajar más en su vida.
La noche avanzaba, la niebla aumentaba y las húmedas calles
de Whitechapel se despoblaban. No era aconsejable pasear por
esas calles a esas intempestivas horas, tal y como años después
supo el mundo entero tras el caso de Jack el destripador. Black
Joe caminaba decidido hacia la tienda de antigüedades cuando se
paró enfrente de la casa de empeños de Abraham Ben Levi. En
el escaparate estaba la medalla del mérito al valor que el mismo
había llevado en su pecho. Se quedó mirándola fijamente. Em-
pezó a recordar como una década atrás, fue condecorado por su
asalto al zeppelín Bismarck en la batalla de Amberes. Apenas
hizo nada; saltó tarde, mató a un enemigo, hirió a otro y en
ese momento le amputaron la mano. Se desmayó y para él la
batalla había terminado. Los prusianos le hicieron prisionero.
Dos años estuvo en una celda en Danzig, hasta que la guerra
terminó. Por fortuna, un ingeniero alemán le salvo la vida al
hacerle un torniquete en el antebrazo. Para cuando despertó le
había insertado una mano mecánica. —Es de las primeras que
hago. Podría decir que eres mi conejillo de indias, pero creo que
funcionará bien— le explicó. No volvió a verle nunca más.
Al principio no supo que pensar, pero aquella mano de hierro
le resulto providencial. Podía mover los dedos, coger objetos, e
incluso podía añadirle accesorios como navajas, ganzúas… que
le habían sido de enorme utilidad en su nueva vida como ladrón.
Y allí estaba con su mano de hierro injertada por un inge-

49
NICTOFILIA 3

niero prusiano enemigo y la medalla al valor que le otorgó su


reina, tras el escaparate en venta. Abraham le dio un buen di-
nero, no tanto por su valor real, sino porque él mismo residía en
Amberes cuando ocurrió la gran batalla aérea. Podemos decir
que el judío empatizó con aquel veterano de guerra de una ba-
talla que el mismo había observado.
Black Joe dejo atrás la medalla al valor y la casa de em-
peños, al igual que había dejado atrás el Red Lion y su versión
de madera y mecanismos automatizados. Caminó hasta llegar
a la plaza donde estaba situado el edificio de planta y piso de
ladrillos rojos y ventanas con cuarterones donde un viejo cartel
de madera desgastado indicaba que aquella era la tienda de an-
tigüedades.
La mano mecánica le había otorgado de los artilugios ne-
cesarios para abrir la puerta de la tienda. Entró sigilosamente y
cerró tras su paso. El interior estaba plagado de antiguas armas,
armaduras, relojes de cuco y muñecos metálicos o de madera
articulados.
De camino al mostrador casi chocó con un muñeco de un
enano en triciclo. Aquello estaba lleno de trastos, muñecos y
polvo. Debía ir con más cuidado sino quería despertar al viejo.
Preferiría no tener que clavarle su navaja automatizada. Tras el
mostrador había unos cajones de madera. Uno de ellos tenía
una cerradura. Black Joe dio las gracias al ingeniero alemán que
le había incorporado la mano mecánica. De uno de sus dedos
surgió una ganzúa.
—¡Barco a babor! ¡Barco a babor!
Los gritos agudos y chillones se oyeron por toda la tienda.
Una luz empezó a barrer la estancia. Provenía de una réplica de
un faro de pie. El ruido de cadenas y poleas en funcionamiento
se añadieron a la de la voz chillona. Del techo bajó a través de
una cuerdecilla una maqueta de un barco con la cabeza de un
capitán sobre la cubierta. Tenía una boca articulada que era la
que estaba dando los gritos de alerta. El ladrón se sobresaltó
unos instantes, para cuando se había recuperado, el ruido de un
triciclo le alertó. El enano empezó a gritar:

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—¡Oh! ¡Oh! El cajón… no… no… no se puede abrir. Pa…
pa.. Padre no quiere que lo abramos —tartamudeaba repetida-
mente sin cesar con voz lastimera.
Así fue como todos los ingenios y autómatas se despertaron
y empezaron a gritar y a encenderse luces y alarmas por toda
la tienda. Black Joe se quedó estupefacto ante semejante escán-
dalo. A esas alturas, medio Londres debía estar despierto. Lo
mejor que podía hacer era salir de ahí inmediatamente.
El viejo apareció con sus gafitas y su bata de cuadros pre-
guntando a sus creaciones a que venía tanto alboroto. Levantó
la vista y se encontró a pocos centímetros del ladrón.
No quería hacerlo, pero era inevitable. Estaba entre él y la
salida y le había visto. Le sabía mal pero la mano mecánica se
encargaría de no dejar testigos.
Pero algo falló. El ingenio de hierro se negaba a moverse
como por arte de magia.
—Veo que esta mano mía le ha sido de mucha utilidad.
Siempre estuve muy orgulloso de esta creación. Me alegra
mucho volver a verla —el viejo anticuario le hablaba con un
marcado acento alemán, remarcando las erres. Sin ninguna difi-
cultad cogió la mano de hierro con la navaja desenfundada y la
penetró en su dueño—. Siempre aplico el cuarto mandamiento a
mis hijos: honrarás a tu padre y tu madre.

3. La medalla y el soldado de plomo


Febrero de 1885.
Londres. Imperio Británico.

Había sido la noche más fría en todo el invierno. Una gruesa


capa de nieve emblanquecía todo Londres. La puerta de la tienda
de antigüedades se abrió desde dentro. Los niños, que en aquel
momento estaban jugando lanzándose bolas de nieve, al igual
que los hombres y mujeres que retiraban el grueso de nieve de
delante de sus puertas pararon de golpe y miraron en silencio al
viejo anticuario como atravesaba la plaza.
Era la primera vez que lo veían en muchos meses, quizá

51
NICTOFILIA 3

años. Andaba lentamente ayudado por un bastón. Pero lo más


curioso, es que detrás suyo le seguía uno de sus autómatas. Un
humano a tamaño real vestido como un soldado. Parecía increí-
blemente real.
Se llegó hasta la tienda de empeños del también anciano
judío Abraham Ben Levi. Antes de entrar estuvo mirando dete-
nidamente hacia un objeto que estaba expuesto en el escaparate.
—Creo que es perfecta. ¿No crees Fritz? Estarás es-
tupendo con esta medalla —le hablaba al autómata que tenía
detrás suyo mientras señalaba la medalla que antaño él mismo
había recibido de manos de Su Majestad la Reina Victoria.
El viejo constructor de autómatas que hablaba con
marcado acento alemán regreso de nuevo a su tienda junto a su
nuevo hijo; el autómata de un soldado vestido con el uniforme
de los Casacas Rojas Aerotransportados luciendo la medalla al
valor.
De Black Joe… nunca más nada se supo.

52
Tania Huerta

Caminó entre las camas de los vivos, sus gemidos lastimeros lo


conducían entre ellos como un perro lazarillo.
Aquel hospital sombrío era todo lo que les quedaba, las lám-
paras de keroseno iluminaban el lugar así como el rostro de los
marchitos.
Salió desesperado con el olor a muerte pegado a sus re-
cuerdos. Las calles empedradas se extendían como serpientes
delante de él, así como los riachuelos fétidos que servían de des-
agüe de la gran ciudad envuelta en una neblina perpetua.
Su mente daba mil vueltas, imágenes de decadencia y defun-
ción nublaban su mirada haciéndolo tropezar.
El río, a esa hora, salpicaba sus heladas gotas llevadas por el
viento que caían en la piel como afiladas puntas de algún puer-
coespín exaltado.
Pasó pensando, desollando su mente, intentando apaciguar
su propio sufrimiento. Los faroles que iluminaban la ciudad
ya comenzaban a apagarse, consumían su combustible rápida-
mente como Dios consumía las vidas de aquellos a los que él
juró cuidar y curar. Iluso varón que pensó que podría ante el
poder de la parca.
La idea estaba en su mente. Nunca podría contra ella, la
muerte siempre se impondría en los cuerpos de los hombres.
El artefacto que estaba fabricando era un completo fracaso.

53
NICTOFILIA 3

Sus remaches, fierros y engranajes salían disparados al más


brusco movimiento y —¡Por Dios!— pensaba el doctor Brooks
—¡Crear vida no podía hacerse en completo silencio o quietud!
Pero la muerte era porfiada y lo rodeaba con su traje de luto.
Sus tules lo abrazaban, acariciaban sus ropas sucias y su piel
áspera, sentado en el único banco de aquella pequeña buhardilla
que le servía de hogar, laboratorio y almacén. Se acomodó frente
a la estufa de leña, el olorcito a quemado lo fue adormeciendo
y soñó.
Soñó con almas en pena, con seres agonizantes rogándole
para ser salvados.
Si no podía prolongar sus vidas eternamente, quizás…
quizás, si…quizás.
Compañero de la parca, asistente de Caronte. Temido y
adorado al mismo tiempo, comenzó a juntar lo requerido para
su proyecto.
Las viejas vías del ferrocarril le proporcionaron el hierro.
Una antigua estufa le daría el calor necesario y los cables, man-
gueras y remaches los donarían aquellos que querrían ser los
primeros beneficiados.
Se metió a su dormitorio, a su laboratorio improvisado
entre sabanas y cables pelados.
Comenzó su trabajo de ensamblar, clavar y juntar. La má-
quina estaba llena de sonidos nuevos para él. Necesitaba también
engranajes, usaría los del gran reloj de péndulo heredado por su
abuelo. Todo sonaba a movimiento, al correr del minutero y a
clavos sueltos. El sutil sonido metálico lo envolvía.
No era ciencia exacta lo que hacía, era algo celestial. Ese apa-
rato tendría que ser adorado entre los hombres.
Quitaría el sufrimiento de la humanidad al fin, el miedo a
lo desconocido y les daría a los hombres un derecho solo reser-
vado a los dioses.
Las donaciones comenzaron a llover al enterarse la gente
de qué clase de máquina se trataba. Ya no necesitó el oxidado
fierro de los trenes, ni los pernos viejos. Tenía los engranajes
más finos, que brillaban a cada vuelta dando un destello que

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enceguecía los ojos. La caldera que producía el vapor requerido
asemejaba el útero femenino pero con la función contraria. El
fuerte vapor, llevado por serpentinas tuberías, desembocaba en
gruesos cilindros de vidrio donde este se concentraba haciendo
mover los pistones que hacían funcionar el armatoste y reco-
rriéndolo completamente.
Pero ese vapor, no era cualquiera, no. Era un vapor amora-
tado, cuidadosamente encerrado en la caldera y demás partes de
la máquina. Ni una pisca podía escapar de ella. Eso sería fatal.

******

Ixtab estaba terminada. La gran caja oval, semejante a un sarcó-


fago, se sostenía verticalmente, mucho más alta que un hombre
adulto. Sus detalles exteriores de madera, tallados con indesci-
frables arabescos, la adornaban. Y en la parte superior, sobre la
tapa, se encontraba una pequeña ventana de vidrio grueso por
donde podría verse el rostro del usuario. Estaba unida por ca-
bles y doradas tuberías a la hermosa caldera de vidrio brillante y
ornamentos metálicos donde una nube morada bailaba antes de
desaparecer en los tubos movidos por pistones y engranajes que
le daban ese sonido titilante.
Era de noche cuando el primer usuario hizo su aparición. El
salón iluminado con primorosas lámparas de keroseno le daban
al lugar una atmosfera en penumbra. El buen doctor Brooks se
preparó a recibirlo. Se acercó a la caldera vigilando la textura
del vapor que salía, el largo sacón negro que llevaba puesto lo
aislaba del calor. La mascarilla larga, como un pico de cigüeña,
lo protegía de cualquier posible fuga y los gruesos espejuelos
cubrían sus ojos del calor irritante.
Llegó Mr. Harris trasladado en silla de ruedas por uno de
sus empleados. Su cuerpo arrugado casi no se movía. Solo sus
ojos manifestaban sus deseos.
Dueño de la planta productora más grande de carbón, media
ciudad le pertenecía y dinero era lo que le sobraba para decidir
su vida hasta el último momento. Así como él, las grandes for-

55
NICTOFILIA 3

tunas de la ciudad aguardaban su turno en el lujoso salón de


espera.
Los empleados levantaron a Mr. Harris y lo acomodaron en
la máquina que se colocó verticalmente. Cerraron la tapa y el
Dr. Brooks se acercó para hacerla funcionar.
El silencio reinó, solo siendo interrumpido por los sonidos
metálicos de pernos y el constante golpeteo de los engranajes.
El vapor morado comenzó a borbotear y a llenar las tuberías
del armatoste que vibraba ligeramente a su paso. Poco a poco la
cámara del sarcófago se fue llenando hasta que el rostro de Mr.
Harris desapareció del todo.
Minutos pasaron, minutos en los que nadie respiró.
Ixtab se apagó sola y su puerta se abrió. Rápidamente se
acercaron y sacaron a Mr. Harris completamente rígido, su
rostro y su piel tenían un color sonrosado como si la vida misma
lo hubiera besado. Lo tomaron, llevándoselo del lugar.
Había partido como quiso: sin sufrimiento, sin miedo, sin
los horripilantes dolores que la muerte, si hubiera esperado por
ella tras su enfermedad, le hubiera proferido. Se fue en un sueño
plácido.
La hermosa flor morada había hecho efecto, el Aconitum,
tan hermosa como letal, se había llevado su vida al inflamarse
junto a otros compuestos en aquella caldera parecida a un útero
y con la fuerza necesaria para envolver al cuerpo en suave vapor
tan exactamente calculado que cada poro recibía la misma can-
tidad de la letal sustancia. De no ser así, el cuerpo no moriría,
terminaría con daños neurológicos irreparables, convertiría a su
pobre usuario en una bestia idiota carente de raciocino, solo un
ente babeante movido por sus instintos. De ahí el gran valor en
la elaboración de la máquina.
Ya nadie tendría que morir preso de dolores o incapacidades,
nadie sufriría los estragos de las enfermedades que mellaban sus
vidas poco a poco. Ahora había una forma celestial de morir
envuelto en una olorosa nube morada.
El siguiente individuo entró esta vez, el sonido de los pis-
tones nuevamente se escucharon. La hermosa muerte viniendo

56
por él entre suaves velos y no con el tosco manto negro de la
Parca.
Afuera, el gentío vulgar, enardecido por su imposibilidad de
acceder a tan maravillosa creación, había traspasado las rejas
protectoras. Se acercaba al salón con su pestilente olor a pobreza
y hambre. El doctor Brooks había olvidado el sufrimiento del
pueblo, el tufo a calles llenas de cadáveres y hospitales inutiliza-
bles, había olvidado la razón para la creación de Ixtab.
El pueblo no se la dejaría olvidar. Las antorchas que car-
gaban se veían a lo lejos como destellos sobre un mar oscuro que
las movía acompasadas por su movimiento.
Se acercaban al gran salón con sus gritos y sus pesados pasos
que removían la tierra. De un golpe entraron al lugar, redu-
ciendo a la guardia que poco pudo hacer contra aquella multitud
furibunda.
El doctor Brooks, con los brazos estirados a los lados en
cruz, trataba de impedir inútilmente que el vulgo se acercara a
su creación.
Los gritos se hicieron ensordecedores dentro del lugar ce-
rrado.
La turba no dudó en irrumpir sin respetar nada a su paso,
arrancaron tubos, cilindros y cables intentando destruir la an-
helada creación, en su creencia de que si no era para ellos, no era
para nadie.
Las fortunas del lugar huían cargados en los hombros de
sus sirvientes y empleados que luchaban por ponerlos a salvo
saliendo del salón. La multitud se aglomeraba alrededor de la
máquina, cuya tapa había sido abierta mientras funcionaba para
rescatar al que yacía adentro. Todos huyeron.
Un ligero vapor morado de exquisito olor comenzó a salir
de los cilindros rotos y la caldera rajada. Como serpiente etérea,
volaba, flotaba por techos y paredes envolviendo a la gente que,
enloquecida, seguía tratando de llevarse el sarcófago con ellos
para ser destruido.
Tomaron al creador de aquella maquina en sus manos y, ja-
loneándolo salvajemente, lo sacaron a empujones sin escuchar

57
NICTOFILIA 3

los gritos de advertencia del doctor que trataba en todas formas


de cubrirse la nariz y la boca para no aspirar la letal nube.
Minutos, largos como horas, pasaron entre el griterío y la
confusión de la turba. Uno a uno fueron cayendo. Desmayán-
dose, desfalleciendo, formando un tapete humano sobre el piso
lustrado del salón.
El doctor Brooks, aprovechando el momento, dejó de cu-
brirse la nariz con la manga y se puso nuevamente la máscara en
forma de pico, que había quedado colgando en su cuello. Corrió
hacia la Ixtab intentando apagar la caldera, la cubrió con su traje
negro, el pesado cuero logró su objetivo. El humo dejó de salir
al fin, solo quedaba lo que permaneció en la caldera.
Se apoyó sobre el sarcófago, sobre su creación. Seguro po-
dría componerla, comenzar nuevamente y la gente olvidaría
toda aquella masacre que, finalmente consideraba, no había sido
culpa suya.
Una mano tomó su hombro, el doctor puso la suya sobre
ésta en señal de agradecimiento por el apoyo, cuando sintió su
cabello ralo siendo jalado hacia atrás hasta ser arrastrado sobre
el piso, cerró los ojos por el dolor intentando soltarse pero más
manos comenzaron a unírsele a las primeras. Gotas cayeron
sobre su rostro haciéndolo mirar alrededor.
Una horda de idiotas, de brillante saliva transparente que
se escurría por sus bocas, lo rodeaba. Los ojos del grupo ya no
tenían una dirección fija, sus miradas se desviaban al vacío y sus
labios entreabiertos ya no pronunciaban palabras que pudieran
entenderse; ni siquiera eran palabras, solo eran sonidos gutu-
rales comparados con los gruñidos animales.
El doctor, ya no sentía el cuerpo en el piso, lo mantenían
en el aire gracias a los jaloneos en su cuerpo, a los intentos de
arrancar una parte de él. Su ropa era casi inexistente, aunque
conservaba la máscara, y su piel recibía los golpes y arañones de
los monstruos que había creado la púrpura maldición. La sangre
escapaba de su cuerpo y casi no podía ver la luz bajo todos esos
entes babeantes que gritaban en un éxtasis bestial.
Lo condujeron nuevamente al centro del salón introdu-

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ciéndolo en el aparato. Trató, con todas las fuerzas que le que-
daban, de escapar, pero era imposible. La máscara se le cayó en
el esfuerzo. Cerraron la puerta, posicionándose alrededor del
sarcófago. Comenzaron a golpearlo con puños y pies, Ixtab se
sacudía furiosa. Con horror notó que el humo que quedaba en
la hermosa caldera se iba introduciendo por la tubería rota hacia
donde se encontraba él. Se volvería un idiota como ellos en unos
minutos.
—¡Alejen las antorchas del vapor, animales! —gritó deses-
perado el doctor Brooks habiendo visto por un momento la
cercanía del fuego a la caldera que se encontraba aún llena del
vapor morado.
Fue muy tarde, la flama azul tocó el vapor haciéndolo arder
inmediatamente, el fuego recorrió el camino morado hasta
llegar al interior del sarcófago. El doctor se perdió en su propio
grito de dolor al ser alcanzado por las llamas. Su cabello y cejas
desaparecieron y su piel inflamada comenzó a hervir en ampo-
llas que reventaban dolorosamente. En el sarcófago cerrado, el
fuego lo envolvió. Un fuego morado, tan hermoso como letal.

59
Patricia K. Olivera

La aldea en el prado de los ciervos llevaba semanas convulsio-


nada: dos chicas jóvenes habían desaparecido de forma miste-
riosa, mientras iban a recoger agua al arroyo. Las desapariciones
ocurrieron con una semana de diferencia, y tenían en común
el mismo arroyo, el mismo camino; además, las chicas eran
las más bonitas del pueblo, y habían cumplido recientemente
quince años. No era de extrañar que quienes tuvieran hijas con
las mismas características las mantuvieran encerradas entre las
protectoras paredes del hogar.
Sin embargo, eso no bastó para que a la semana siguiente
otra joven desapareciera del mismo modo; con la novedad de
que esta era mayor que las otras dos.
Ante semejante alerta, los aldeanos reforzaron la seguridad
en torno a la aldea y comenzaron a formar cuadrillas que se tur-
naban para vigilar durante las veinticuatro horas del día. A pesar
de esto, a la semana siguiente otra chica desapareció.
Una noche, mientras la aldea a pleno estaba reunida, el
miembro más anciano hizo su aparición. Todos quedaron per-
plejos, ya que él era bastante ermitaño y apenas se integraba o
interesaba por los acontecimientos de la comunidad. Este venía
acompañado del aprendiz, un joven de unos quince años, quien
arrastraba una caja rectangular de un metro y medio, aproxima-
damente.

61
NICTOFILIA 3

—Hace 50 años, cuando yo contaba con quince primaveras,


pasó lo mismo que está pasando ahora. Sucedió durante dos
meses y luego paró, hasta ahora. —Todos lo escuchaban con
respeto y expectación—. En ese tiempo, yo era un joven creativo
y se me había ocurrido una idea para atrapar a quien estuviera
haciendo eso, pero se imaginarán que nadie me escuchó —dijo,
mirándolos a todos—. Hoy también vengo a proponerles algo;
al menos no me ordenarán callar esta vez —concluyó hacién-
dole señas al aprendiz, quien quitó la tapa de la caja y dejó al
descubierto a una joven de unos quince años que yacía con los
ojos cerrados. La paz de su rostro era tal que parecía dormir.
Pero no fue eso lo que asombró a los presentes, sino el hecho de
que en su pecho había un hueco al cual se acoplaba la lámina de
metal que descansaba a un costado.
El joven tomó a la falsa chica y la colocó de pie frente al
anciano; junto a ella, colocó un pequeño cofre de cedro y un
estuche que contenía distintas herramientas. El anciano le agra-
deció con una inclinación de cabeza y se volvió hacía los asis-
tentes, acallando el murmullo que se había desatado.
—Podemos atrapar al responsable. Durante todos estos
años me dediqué a llevar a la práctica la idea que tuve durante
la niñez, y al fin quedó perfeccionada —dijo, señalando a la
joven—. Podemos usar a esta muñeca, el secuestrador no notará
la diferencia…
—¡Es una muñeca! ¿Cómo piensas que el responsable no lo
notará? —interrumpió con acritud el padre de una de las desa-
parecidas—. ¡Su actitud me parece una falta de respeto! —gritó
entre los murmullos del resto.
—Entiendo que piense así —respondió el anciano con se-
renidad—, una de las desaparecidas fue mi hermana… Por eso
sé lo que siente: lo mismo que sintieron mis padres mientras vi-
vieron. —Todos quedaron mudos ante semejante revelación—.
Ahora tenemos la oportunidad de vengarnos —continuó con
ímpetu, señalando a la muñeca.
Siguió un profundo silencio, tras el cual empezaron a llover
las preguntas: ¿qué es eso?, ¿cómo funciona?, ¿en qué consistía

62
la venganza? Cada cual comenzó a ser respondida sin palabras.
El anciano se acercó a la muñeca, que tenía su misma altura, y
aguardó a que el aprendiz le diera lo que contenía el pequeño
cofre.
—Esto es el inicio de todo —dijo, y levantó un corazón de
metal oscuro en el que sobresalían las mismas venas y arterias
que tenía el corazón humano. El revuelo entre los presentes no
se hizo esperar—. Pasé mi vida estudiando el cuerpo humano,
y la densidad de los distintos metales para poder concretar mi
obra. —Hizo una pausa, mientras mostraba el corazón, de un
extremo y otro del recinto—. Pero eso no fue lo único que hice
—murmuró, al tiempo que giraba el corazón para mostrar la
otra cara. Todos emitieron interjecciones de asombro. Ese lado
era de cristal y permitía ver el interior del corazón: este, en lugar
de sangre, contenía agua y algo más que la oscuridad del fondo
metálico no permitía distinguir.
—¿Qué hay ahí! —preguntó una mujer con temor en la voz.
—¡Qué es eso! —exclamó otro.
—¿Está viva? —susurró alguien.
—Esto, damas y caballeros, es lo que nos ayudará a poner
el plan en marcha. Como les decía, también tuve que estudiar
a la naturaleza; para darle vida a esta muñeca, no me servían
las hierbas ni los dioses, pero sí esta pequeña anguila, cuyas
descargas pueden dejar inconsciente a un hombre; como lo
comprobé en mí mismo. Luego de experimentar con ella des-
cubrí que la sangre, si bien no le sirve de alimento, aumenta su
actividad.
—¿De qué se alimenta? —preguntó alguien en el fondo.
—Eso, mi querido amigo, no querrá saberlo ni verlo —res-
pondió con un brillo malicioso en los ojos—. Pero vamos a lo
que nos compete.
Con ayuda del aprendiz y de las herramientas ajustó el en-
tramado de venas y arterias dentro de la cavidad torácica. La cara
de cristal quedó a la vista. Una vez estuvo hecho, el aprendiz
le alcanzó un frasquito, cuyo contenido vació en un pequeño
embudo incrustado a un costado del corazón. El agua se tornó

63
NICTOFILIA 3

rojiza, de inmediato se produjeron algunos destellos eléctricos,


hasta que el corazón quedó completamente iluminado. Todos
quedaron horrorizados al ver a la anguila contorsionándose
como una posesa. La electricidad viajó por todo el cuerpo ina-
nimado, provocó algunos zumbidos y algo de humo en algunos
lugares. Ni qué decir del pánico que se instaló en los aldeanos
cuando la muñeca abrió los ojos, miró en torno y sonrió como
cualquier chica normal.
Por último, el anciano encajó la tapa de metal, abotonó la
pechera del vestido y contempló a la muñeca de arriba abajo re-
pasando los detalles: la capa verde, con caperuza para protegerse
del frío, debajo un vestido de lana celeste hasta las pantorrillas,
medias y borceguíes desgastados. Como lucía cualquier chica de
la aldea en su vida diaria.
En eso, llegó uno de los que patrullaban esa mañana. Venía
desencajado.
—Encontramos a dos de las muchachas —dijo con un hilo
de voz—. Ellas están… —No pudo continuar, se quebró y
comenzó a sollozar. Acto seguido sorbió por la nariz y mur-
muró—: fue una masacre.
Las madres de las chicas desaparecidas comenzaron a llorar
y a proferir gritos. El anciano, al ver que ya no obtendría aten-
ción, encaró a dos de los miembros con más liderazgo:
—¡No hay tiempo, tenemos que hacerlo ahora!
El hombre más joven, de unos treinta y cinco años, de es-
tatura media, fornido, y de cabellos largos, quien portaba una
daga en el cinturón y un hacha a la espalda, lo miró con gra-
vedad y aceptó de inmediato.
—Cuenta con toda mi ayuda, pero olvídate de mi padre —
dijo, señalando al hombre desgarbado, de ojos nublados, que
tenía junto a él—. Como ves, no nos sería de mucha ayuda.
El anciano asintió y ambos salieron, acompañados del
aprendiz y de la muñeca, la cual era conducida por este, y se
movía y actuaba como una joven de carne y hueso.
Los tres se dirigieron al lago. La tarde, envuelta en una
tenue neblina que desdibujaba las hojas rojizas de las copas de

64
los árboles del sendero, ya daba paso a la noche. En el camino
se toparon con tres integrantes de la plantilla que había sido
relevada. Con ellos traían un cofre mediano, cuyo fondo go-
teaba. Cuando estuvieron más cerca vieron que era sangre. Ante
la pregunta implícita en la mirada de los hombres, uno de los
guardas atinó a decir, conteniendo los sollozos:
—Es todo lo que queda de dos de las chicas.
De inmediato, el que cargaba del otro lado se apoyó en el
árbol más próximo para vomitar.
El anciano instó a su grupo para que lo siguiera, apurando
el paso. Una vez en el lago, dejaron a la muchacha en la orilla y
se escondieron tras unos árboles. Ya había subido la luna llena y
eso les permitía ver con mucha claridad.
Mientras la muchacha observaba embelesada el agua, un
hombre con el rostro desfigurado salió del monolito que simu-
laba un viejo muro.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temerosa la chica. Por
toda respuesta el hombre la tiró al piso con una bofetada, le
levantó con violencia la falda y la poseyó con brutalidad. La
muñeca se quejaba y lloraba como una joven de carne y hueso.
El hombre que acompañaba al anciano iba a intervenir, pero este
lo retuvo de un brazo con firmeza.
—Recuerda que ella no es real —susurró, pidiéndole si-
lencio.
Cuando el abuso hubo terminado, entre jadeos del tipo y el
llanto de la chica, este la cargó sobre el hombro y volvió a irse
por donde llegó.
—No podemos pasar, es una piedra —dijo el aprendiz.
—No todo es lo que parece, aprendiz. Ya te lo he dicho va-
rias veces —respondió, mientras acercaba la mano a la superficie
gris y la introducía en la piedra sin esfuerzo—. Lo que supuse
—murmuró, mirándolos con satisfacción—: un campo visual.
Solo una bruja muy poderosa puede hacer esto, y tener una
bestia como la que vimos recién.
—¿Tú qué sabes de magia? —preguntó con agresividad el
aldeano—. Supongo que estás al tanto de que eso está prohibido

65
NICTOFILIA 3

en nuestra aldea —dijo, más templado, mirando al anciano de


reojo.
—Lo sé, del mismo modo que tú vas a olvidar esta parte de la
aventura cuando la narres a los tuyos. Claro, siempre y cuando
creas que mi ayuda les conviene —dijo el anciano, divertido,
guiñándole un ojo.
Luego de un breve silencio el otro asintió:
—Me parece un acuerdo justo.
Al otro lado del monolito se encontraron con un túnel alum-
brado con antorchas. A medida que avanzaban, las gotas que se
desprendían del techo indicaban que estaban bajo el lago. La
humedad y el frío se hacían insoportables. Habrían caminado
un kilómetro cuando al doblar un recodo se dieron de lleno con
una estancia que era la viva imagen del terror. Encerrada en una
jaula aguardaba la muñeca, estaba parada, firmemente agarrada
de los barrotes; un hilo de sangre, proveniente de la entrepierna,
se deslizaba por sus pantorrillas. El aldeano miró atónito al an-
ciano en busca de una explicación. Este se encogió de hombros:
—Tenía que ser igual a una humana —se limitó a decir.
Frente a ella, y en peor situación, se encontraba la última
chica que había desaparecido. Ya no se podía hacer nada por ella:
era como un envase vacío; su sangre terminaba de ser extraída,
mediante sondas clavadas en sus brazos, por una máquina que
emitía zumbidos a medida que llenaba varios bollones, y los
deslizaba entre chasquidos hasta realojarlos en otra máquina si-
milar, cuya camilla estaba vacía. Cuando ya no había más sangre
que extraer, la máquina emitió un pitido y comenzó a largar
humo al tiempo que descomprimía el engranaje interno. Ense-
guida entró el hombre deformado, tomó el cuerpo de la joven
drenada, lo desconectó de la máquina y lo dobló como si fuera
una manta. La sangre residual comenzó a escurrir. Antes de salir
de la estancia, el desfigurado miró a la muñeca y se masajeó la
entrepierna, sonrió mostrando los dientes podridos.
Habían pasado unas horas cuando entro la bruja: una her-
mosa mujer morena en la flor de la edad. Vestía un largo vestido
negro ceñido a su figura, con puños anchos y en caída. Se apro-

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ximó a la jaula y observó a la muñeca con detenimiento.
—Eres distinta —dijo, y se acercó para acariciar uno de los
senos por sobre el vestido—. ¡A esta no vuelvas a tocarla! —le
ordenó al desfigurado, mirándolo con desprecio—. Puedes reti-
rarte, yo me ocupo —dijo sin mirarlo.
—Pero, ama, la máquina…
—¡Puedes retirarte, dije!
Luego que él salió, ella se dispuso a extraer personalmente
la sangre joven y fresca de la muñeca. Rompió la pechera del
vestido y contempló los jóvenes senos. Lamió y beso los pe-
zones, antes de clavar sus filosos colmillos en la yugular. La
muñeca se quejó, con los ojos fijos en el techo, pero en su rostro
no se vislumbraba ningún tipo de sufrimiento o emoción. La
bruja jadeaba, a punto de llegar al clímax, mientras acariciaba
y pellizcaba los pezones de la muñeca. Cuando la bruja llegó al
orgasmo quedó desmadejada.
—Ahora viene lo mejor —susurró el anciano, con una son-
risa siniestra, sin apartar la vista de la escena.
La muñeca se incorporó, se montó sobre la bruja y le rasgó
el vestido dejando los grandes pechos al aire.
—Eres una niña insaciable —jadeó la bruja con una risita
que pronto se transformó en terror: lanzó un alarido cuando la
muñeca comenzó a escarbar en su pecho, rasgando la carne hasta
arrancar el corazón. Al oír los gritos de la bruja, el desfigurado
apareció corriendo y vio a la joven con el corazón chorreante en
alto, y a la bruja dando los últimos boqueos.
La muñeca se levantó, aún tenía los pechos al aire, y aventó
el corazón contra la cara del tipo, quien saltó sobre ella dando un
grito de furia. Pero la muñeca fue más rápida: había hundido su
puño en el pecho del tipo mucho antes de que la rozara. Luego
de arrancarle el corazón, la muñeca quedó inmóvil y cerró los
ojos.
—El efecto de la sangre terminó —anunció el anciano,
quien, seguido del aprendiz, se acercó y guardó los dos cora-
zones que esta había arrancado en un cofre de metal. También se
llevó la sangre de la última chica, así como lo que quedaba de su

67
NICTOFILIA 3

cuerpo, para entregárselos a los padres. Desmanteló la máquina


extractora de sangre para instalarla en su laboratorio y darle un
uso más humanitario, al igual que a la muñeca que resultó ser de
gran ayuda en ese caso.
—Estamos muy agradecidos por tu ayuda —dijo el aldeano
que lo había acompañado, una vez estuvieron en la aldea—.
Siento que no fui de mucha utilidad… —titubeó el hombre.
—¡Por supuesto que lo fuiste! Sin ti no hubiéramos po-
dido traer todo esto —dijo, mirando en derredor divertido—.
Además, nadie mejor que tú para transmitir los desagradables
hechos que sucedieron allí.
El aldeano sonrió. Antes de marcharse miró a la muñeca a
los ojos; un escalofrió le recorrió la espalda cuando esta pestañó.

68
Albert Gamundi Sr.

El sermón del domingo no había resultado en su objetivo de


cebar el cepillo. El obispo Charles se mostraba indignado con la
cantidad de libras donadas a la iglesia. Les daré un motivo para
volver a proveer a la iglesia, pensó mientras mojaba su pluma en
un bote de tinta, frente a un papel amarillento. Una gota de frío
sudor recorrió su frente y cayó al lado del soporte para dibujar.
Dios me perdone por lo que voy a hacer, murmuró mientras con
pulso tembloroso enderezaba el instrumento para dibujar.
Con el corazón en un puño, su mente engendró y sus manos
reprodujeron fielmente a un engendro encorvado, alado, de afi-
lados dientes, con garras y un cuerno en la cabeza. Aquel diseño
heló el cuerpo del obispo, quien se sintió tentado de arrojarlo
a la estufa de vapor de agua que tenía en su despacho, aunque
después de ver el cepillo medio vacío, desistió en su empeño.
A continuación, enroscó el diseño y calentó su sello per-
sonal a la luz de una vela para luego estamparlo.
Charles Heyes se dirigió a la ventana, corrió ligeramente la
cortina y espió a través de ella. La aristocracia asistía a la sesión
de las siete en el teatro, mientras que los obreros miraban re-
celosos a los chóferes humanoides impulsados por vapor. Una
cálida lluvia, fruto de la incesante actividad de las industrias, caía
sobre la ciudad rebotando en los paraguas de las nobles figuras
que debían sustentar a la madre iglesia.

69
NICTOFILIA 3

El eclesiástico se vistió su atuendo con capucha de lana y


escondió en el interior de éste el diseño que había engendrado.
Ovejas descarriadas, pronto volveréis al rebaño, murmuró el
hombre mientras salía de su casa cercana a la iglesia de la región
norte.
—Buenas noches padre Heyes, veo que el tiempo no acom-
paña. ¿Va todo bien? —se interesó por él un autómata encar-
gado de velar por la seguridad de la ciudad.
—Todo perfecto hermano, que Dios te bendiga —lo des-
pidió rápido sin detenerse y haciéndole una señal con los dedos.
Engendros del demonio, únicamente dios tiene la potestad
de crear y destruir vida, pensó mientras caminaba en línea recta
hacia el barrio de los ingenieros, anticuarios y chatarreros.
Las baldosas sueltas y el irregular piso le recordaban que
poco a poco su ciudad se iba convirtiendo en un edén de la in-
dustria, del motor de vapor y de la aristocracia, que burlaban
los impedimentos físicos que Dios había puesto en sus cuerpos
mediante prótesis y engranajes. El gran éxito de las participa-
ciones en las compañías de tráfico comercial con África era di-
rectamente responsable de que los ricos dedicasen menos libras
a su fe.
Escondiendo su rostro bajo la capucha se cruzó con algunas
ovejas descarriadas, quienes regresaban de su destino con bara-
tijas, antigüedades o más papeletas de inversión en las rutas del
descarriamiento cristiano. La vena de su cráneo se hinchaba al
ver desfilar por su lado a algunos de ellos, quienes ajustaban sus
gafas a la cada vez más escasa luz que había en el barrio visitado.
Después de poco más de un cuarto de hora, finalmente logró
llamar a la puerta de su interés.
—El taller está cerrado, vuelva mañana —advirtió una voz
ebria desde el otro lado del obstáculo de madera.
—Para el representante de Dios en esta ciudad, este taller
siempre está abierto —replicó con rudeza el empapado clérigo,
quien asomó la mirada al visor de la puerta. El visor se abrió un
momento, una mirada azul cargada de vida se clavó en los ojos
del cliente.

70
—Ah, eres tú —replicó desganado el inventor.
—Abre la puerta, vengo como mecenas y no como hombre
de dios —gruñó en voz baja mientras la llovizna se convertía
en tormenta. Entonces se oyó un suspiro detrás de la puerta, el
visor se cerró y el paso fue abierto.
Minutos más tarde, el ingeniero ajustaba la segunda hilera de
lentes de su sombrero para analizar todos los detalles del diseño
pictográfico que había recibido.
—Primero me excomulgas, me declaras persona non grata
en el barrio aburguesado y ahora vienes a pedirme que cree un
demonio para asolar la ciudad cuando te convenga. Lo que hace
el dinero, eh amigo Charles —contestó en tono burlón a las pe-
ticiones de su cliente.
—¿Qué parte de que vengo como cliente y no como hombre
de Dios no entendiste? —se sulfuró el visitante.
—Quiero cincuenta mil libras y la redención de mis pecados.
Ir a la iglesia es como lavar la ropa, es necesario hacerlo de vez
en cuando —continuó con el tono desafiante.
—¿Estás loco? ¿Por qué crees que he acudido a ti? —Charles
se sobresaltó sobre la mesa de debate.
—Esto es un negocio, yo ofrezco un servicio, tú vives de un
rebaño —insistió en picarlo con su labia.
La discusión fue subiendo de tono, el obispo había perdido
los colores y los papeles, tanto que llegó a pagar el triple por
tener a un autómata volador con el que asolar la ciudad y lograr
que la fe volviera a tener financiamiento.
—No me defraudes o tu cabeza será un nido de moscas en la
horca del cementerio de la iglesia.
Junto a un sonoro portazo, con estas palabras terminó la
conversación.
Una semana más tarde, el sermón del domingo se convirtió
en una oda al apocalipsis, al escudo que representaba la iglesia
frente al mal y a las consecuencias de la codicia.
Mientras los fieles murmuraban acerca de sus negocios, el
obispo miraba hacia la poca luz que entraba por el foco central
de la iglesia en la parte superior del frontal. «Y protégenos del

71
NICTOFILIA 3

maligno», alzó su voz al cielo gesticulando vigorosamente con


las manos.
De repente, algo impactó contra la cristalera de la iglesia.
Un ruido de expulsión de vapor resonó entre las paredes del
recinto sagrado, instantes después un batir de alas procedente de
una negra figura ensordeció a los asistentes y una enorme silueta
oscura como el carbón se posó sobre el altar. Su aspecto era igual
al del diseño ofrecido al ingeniero. La criatura chirrió por la
boca y voló entre las filas de asistentes, cazando a algunos por el
cuello con sus vigorosas manos, alzándolos al aire y soltándolos
sin cuidado. Lady Brown y sir Jones murieron por la presión
sufrida en el cuello, cuyos huesos se rompieron.
El terror se materializó en una gran estampida con gritos y
personas pisando a otras buscando su salvación. «Hermanos,
permaneced unidos y podréis hacer frente al maligno». Trató de
calmarlos el obispo, quien confiaba en que aquel exceso gratuito
de destrucción era cosa del ingeniero.
Nadie se detuvo a escuchar las palabras del santo hombre,
las estatuas volaban y aplastaban a los fieles, los cristales caían a
pedazos por los chillidos de la bestia, el edificio resistía firme-
mente mientras sus decoraciones eran armas ejecutorias sobre
los creyentes.
Entonces, un disparo de vapor se interpuso en la trayectoria
del vuelo de la criatura, desprendiéndose un pedazo de techo
sobre una de sus alas, sin embargo, la piedra no pareció hacer
mella en la bestia, quien no tardó en desaparecer por la ventana
rota por la que había accedido al recinto.
—No me preguntes como ha logrado la conciencia propia.
Pero tiene un depósito de agua para vaporizar suficientemente
grande como para pasarse tres días asesinando personas. La
tomé de tu poza, parece que hay algo maligno en ella, probable-
mente sea por tu alma envenenada. —Lo encañonó el ingeniero
con una pistola a la altura de su frente.
—¿Hay alguna forma de detenerlo? —lo apresuró a hablar
el hombre de Dios.
El creador se dio la vuelta, guardó la pistola y se sentó en un

72
escalón al lado del hombre, casi dejándose caer.
—¿Puedes oírlo? Son tus ovejas descarriadas. Están siendo
devoradas por un lobo mientras tú permaneces impasible. ¿Qué
te diferencia ahora mismo de uno de esos autómatas que tanto
odias? Ambos tenéis una función social de servir y proteger.
Ellos están hechos de engranajes, piezas de metal pulido e im-
pulsores de vapor. Su autonomía intelectual es secreto de in-
ventor. Tú, que dices defender una moral, me recuerdas a uno
de esos aparatos averiados. Por principio, detendré a esa cosa yo
mismo. Mataré al hijo mecánico que tu lengua de serpiente me
encargó.
Terminó de hablarle, apoyándose en el hombro derecho del
santo hombre.
—Baldwin, te va a matar —trató de detenerle el obispo con
voz desesperada y afligida.
—Despéjame el camino hasta el campanario, espérame ahí,
voy a usarte para reclamar la atención de ese bicho. Pondría la
mano en el fuego de que es algo más que un puñado de engra-
najes, realmente el agua de tu poza tiene algo maligno —replicó
con voz afectada el interlocutor mientras andaba decidido a la
salida del templo.
Trascurrido el tiempo indicado por el hombre que dio vida
a aquel diablo mecánico, el obispo empezó a impacientarse.
Ahora la tormenta iba acompañada de atronadores truenos y
rayos que iluminaban la ciudad sin necesidad de luces, los dis-
paros de pistolas de vapor se podían oír medio ahogados entre
la muchedumbre.
Las botas de goma del inventor sonaban desagradablemente
entre los runas de la iglesia.
—Ha venido —murmuró el hombre, quien lo observaba
desde el punto de encuentro.
El paso del filicida en potencia era pesado, acarreaba sobre
su espalda un estuche alargado, había abandonado su sombrero
con múltiples lentes, en su lugar llevaba unos lentes sujetos
con tiras de cuero a sus ojos. Pronto se presentó en el punto de
encuentro. No hubo saludo entre los dos. Baldwin realizó un

73
NICTOFILIA 3

gesto rápido sacando una afilada hoja de un bolsillo trasero y la


insertó en la yugular del clérigo, después se empapó las manos
de sangre y se arrimó al campanario sin campana.
—¡Escúchame hijo, tengo las manos manchadas con la
sangre del hombre que mandó engendrarte! ¡Si quieres mi vida,
ven a por mí! —lo desafió mientras sacaba un arma de grandes
dimensiones en forma de tubo.
En la lejanía de la ciudad, donde se estaban produciendo los
más duros enfrentamientos, el autómata reaccionó. Animado
por el olor a la sangre, pues algo lo estaba convirtiendo en
mortal, surcó el viento a gran velocidad hasta él.
—El vapor que te da la vida, será el mismo que te mate —
avisó mientras apuntaba a la escandalosa creación a través de
una mirilla. Cuando ésta se encontró a menos de tres calles de él,
apretó el gatillo sintiendo como su corazón era atravesado por
el mismo proyectil que lanzaba. Una vara de metal puntiaguda
voló por el aire, le sucedieron otras dos, las cuales impactaron
en la cabeza, el pecho y el ala derecha de la criatura.
—No me falles ahora, naturaleza —murmuró segundos
antes que varios rayos fueran atraídos por los proyectiles cla-
vados.
La transmisión eléctrica provocó que el agua almacenada
provocase cortocircuitos y que del cielo descendiera una cria-
tura mitad orgánica, mitad autómata. El ingeniero se sintió re-
dimido por Dios, quien había perdonado los pecados de todos
los ciudadanos con aquellos rayos. Unos días después, se exilió
de la ciudad.

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Adrián García Cholbi

El 8 de octubre de 1888, Cian Walsh, de origen irlandés y de


treinta y cinco años de edad, se encontraba sumamente atribu-
lado y en extremo contrariado por la baja afluencia de visitantes
que estaba recibiendo su, hasta hacía pocos meses, afamado
circo de extraños, el Freak Circus del barrio de Whitechapel,
en el East End de Londres. A pesar de que Whitechapel era un
conjunto de calles marginales en el que los homicidios estaban
a la orden del día, la fama otorgada por los diarios londinenses
al que la prensa había acuñado el nombre de Jack el Destri-
pador propició el miedo a pasear por el barrio que albergaba el
circo. Sin ir más lejos, hacía ocho días que se habían hallado los
cuerpos de dos prostitutas más, ambas con el cuello cortado,
justo después de que la Central News Agency recibiera una
carta escrita, supuestamente, por el autor de estos asesinatos, y
las teorías sobre la identidad de quién estaba perpetrando estos
crímenes se habían multiplicado.
Al señor Walsh le daba lo mismo quién se estuviera encar-
gando de limpiar las calles de la inmundicia, pero le molestaba
que todo este asunto estuviera perjudicando su negocio. Fue por
este motivo que aquel lunes tuvo la idea de adquirir un nuevo
reclamo para su espectáculo, algo que llamase tanto la atención
que los habitantes de Londres ignorasen el terror que invadía sus
corazones solo para ir a verlo. Se dijo que contrataría al menos

75
NICTOFILIA 3

diez pequeños dirigibles con carteles para que mostrasen desde


el aire la nueva maravilla; la inversión era algo que siempre valía
la pena cuando se trataba de bichos raros. Así pues, con la salida
del sol se vistió con su chaleco marrón lleno de complementos
mecánicos, sus botas negras y su sombrero de copa decorado
con media docena de relojes y mandó preparar el coche.
Veinte minutos después le estaba esperando su carruaje per-
sonal a las puertas del circo, de una sola plaza, el cual no tenía
ruedas sino que consistía en una cabina que flotaba gracias a un
globo aerostático de color rojo con forma ovalada, y que estaba
tirado por un corcel negro. James, el conductor, le saludó con
respeto.
—Buenos días, señor Walsh. ¿A dónde desea que le lleve?
—Aún no lo sé. Pero conduzca despacio, ¿quiere? Me gus-
taría ser capaz de captar cualquier detalle que merezca mi aten-
ción en este barrio apestoso —respondió Cian mientras se subía
a la cabina y cerraba con un portazo.
Estuvieron recorriendo las calles durante toda la mañana.
Incluso llegaron a salir de Whitechapel, y cuando esto sucedió
el señor Walsh ordenó a su cochero que siguieran hacia el este,
por Newham. Más tarde atravesaron Greenwich, al sur, hasta
que, finalmente, algo llamó la atención de Walsh al oeste de este
último distrito, concretamente en Lewisham, en una calle poco
concurrida y cuando ya estaba a punto de tirar la toalla por ese
día.
A través de la ventana de la cabina distinguió una tienda de
animales, pero más allá de lo ordinario que esto pudiera parecer
había un detalle que hacía a este establecimiento diferente a
todos los demás.
El señor Walsh, llevado por la premura, ordenó a James
que se detuviera inmediatamente y, después de tropezar, estuvo
a punto de caer de bruces cuando intentaba poner los pies en
tierra. Cuando consiguió recuperar cierta compostura, corrió
los pocos metros que le separaban de la tienda y pegó su cara
al escaparate. Sus ojos no podían alejarse de una jaula en la que
había encerrado un pequeño gato, más concretamente un Azul

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Ruso. Esta raza era muy peculiar, ya que no había sido sino
hasta el año 1880 que hizo su aparición en Inglaterra. Pero si
esta hubiese sido la única característica especial del animal que
tenía ante sus ojos, el señor Walsh no hubiera reaccionado de
esta manera.
En el lomo del minino, casi a la altura del cuello, había lo que
parecía un parche con unos diminutos engranajes y ruedas den-
tadas que giraban a toda velocidad, y en su costado izquierdo se
apreciaba una corona, algo así como un botón dorado al que se le
da vueltas para dar cuerda a ciertos objetos, como, por ejemplo,
los relojes de bolsillo. ¿Cómo había sido capaz el señor Walsh
de observar estos detalles desde su carruaje en marcha?, es un
misterio; al principio había creído apreciar un pequeño destello
que brillaba en el pelaje azul del gato, y al poco había visto ese
movimiento circular e inquietante en el lomo. Sea como fuere,
pensó que estaba de suerte. Además, desde pequeño le habían
gustado los gatos. Siempre había querido tener uno. Adoraba a
estos seres inteligentes y astutos, que dominan el mundo con su
encanto y personalidad inigualable entre las especies domesti-
cadas por el ser humano.
Por eso, con una mezcla de anhelo personal y de ambición
empresarial, entró en la tienda de animales esperando que, tal
y como él pensaba, los engranajes y la corona formasen parte
de la anatomía del Azul Ruso y no fueran solo unos simples
complementos.
En el establecimiento no había clientes, quizás debido a
lo próxima que estaba la hora de comer. Así pues se acercó al
mostrador. Le atendió un hombre bajito, al que apenas se le
distinguía entre una multitud innumerable de cachivaches que
adornaban su vestimenta. Cian ni siquiera aguardó a que el de-
pendiente abriera la boca para saludarle, sino que, directamente,
le expresó sus dudas:
—He visto el gato del escaparate, el que tiene algo raro en
su pelaje. Imagino que será alguna especie de complemento; una
idea brillante para atraer compradores, si le interesa mi opinión:
a mí me ha atraído antes siquiera de que me diera cuenta.

77
NICTOFILIA 3

—¿Se refiere al Azul Ruso? —el señor Walsh asintió con


la cabeza—. No, no son complementos. Forman parte de su
cuerpo. Es un misterio cómo un animal puede tener estas cosas,
pero me lo vendieron en este estado hace menos de una semana,
así que no puedo darle más información sobre su origen porque
quien me lo trajo no quiso responder a casi ninguna de las pre-
guntas que le hice.
—¿Cuánto tiempo tiene?
—No lo sé, pero yo diría que alrededor de un año. Tal vez
menos.
—Antes ha dicho que quien se lo vendió no quiso responder
a casi ninguna pregunta. ¿Cuál fue la pregunta a la que sí dio
respuesta?
—Le pregunté si era necesario darle cuerda. Sí, lo sé, suena
extraño, ¿verdad? Pero tuve que preguntárselo al ver la corona
de su costado.
—¿Y qué le respondió?
—Me dijo que debía recordar hacerlo todos los días. Puso
especial hincapié en esto, me lo repitió varias veces. No me dijo
por qué. Hasta ahora me he limitado a seguir su consejo. Bueno,
¿le gusta? ¿Quiere llevárselo? Es un animal raro, y el precio es
igual de especial que él.
El señor Walsh no añadió más. Le entregó una buena can-
tidad de libras y se marchó con el gato en una jaula, sin mediar
palabras de despedida. Durante el trayecto de regreso le asaltó
una duda, una idea que le hizo removerse en su asiento y que no
se había planteado hasta ese momento. ¿Qué hacía comprando
un gato cuando su espectáculo estaba integrado, exclusivamente,
de monstruos humanos? No había animales en Freak Circus
(por más que quienes allí vivían tuvieran bastante de animal).
Recordó la extraña atracción que había sentido nada más verlo.
A pesar de su amor por los gatos aquello había sido irracional,
como si una fuerza ajena a su voluntad le hubiese arrastrado
hasta él. Pero pronto olvidó esta cuestión inquietante, y no la
recordaría hasta más adelante, cuando ya fue demasiado tarde.
Desde el primer día, Zar (así es como decidió llamarlo el

78
señor Walsh en consonancia con el origen ruso de su raza) fue
el amo y señor del circo. Ni qué decir tiene, que el señor Walsh
amó al felino como para dejarle vía libre por las instalaciones y
que incluso le permitía dormir en su cama. Eso sí: de acuerdo
con las palabras del dueño de la tienda de animales, todas las
tardes le daba unas cuantas vueltas a la corona que tenía cerca
de las costillas, y cada vez que lo hacía advertía cómo los engra-
najes del lomo giraban con fuerza renovada, como si el tiempo
que pasaba entre darle cuerda una vez y otra aquellos extraños
mecanismos se debilitaran. De este modo, el señor Walsh, pre-
ocupado por si algún día el gato se moría por culpa de una ne-
gligencia, tuvo mucho cuidado de darle cuerda todos los días.
Aun antes de que hubiera tiempo de colgar los carteles
promocionales en las fachadas de los edificios, o de que Cian
encontrase una decena de dirigibles idóneos para llamar la aten-
ción de la gente, el espectáculo de rarezas volvió a sus días do-
rados. El día de la presentación de Zar fue asombroso. Ésta tuvo
lugar el sábado 13 de octubre. Aunque el dueño del circo tenía
pensado esperar todavía unas cuantas semanas más hasta que se
le ocurriera algún truco que enseñarle al felino, lo cierto es que
el hecho de ver la carpa llena a rebosar le animó a adelantarse.
Fue al final de todo, después de que el enano saltimbanqui
y el gigante de tres metros hiciesen su número habitual, que no
era otra cosa que perseguirse el uno al otro hasta que el enano
fingía estar agotado y se dejaba atrapar. El señor Walsh salió al
escenario mientras todo el mundo aplaudía y la música llenaba
el ambiente.
Cuando la música y la ovación cesaron, el señor Walsh se
sacó del brazo a aquel gato singular. En cuanto lo vieron los
allí presentes, que debían ser más de doscientos, irrumpieron
en gritos de adoración y admiración, y aplaudieron de nuevo.
Ni siquiera había tenido tiempo de decir una palabra; no había
llegado a describirles al animal, ni a decirles que se trataba de
una nueva adquisición para el espectáculo. Se encandilaron solo
con verlo. El estrépito final vino cuando lo levantó en el aire,
sosteniéndolo con dos brazos y las ruedas dentadas y los en-

79
NICTOFILIA 3

granajes emitieron un destello a causa de los focos. La gente se


volvió loca.
De repente un hombre de mediana edad saltó sobre el es-
cenario y se abalanzó encima del señor Walsh. Entre gritos, lo
tiró al suelo y trató de arrebatarle al gato. A pesar de su aparente
debilidad, tuvieron que intervenir el gigante y el Señor Forzudo
para quitárselo de encima. Por supuesto lo echaron del circo
y el espectáculo terminó de forma precipitada, pero esa misma
noche, mientras intentaba dormir, Cian Walsh no era capaz de
dejar de sonreír porque intuía cuánto dinero recaudarían a partir
de entonces. Zar no era un gato corriente. Despertaba un interés
malsano en las personas. No sabía por qué, pero sabía que, si el
circo se había llenado esa noche, había sido gracias al minino.
No era algo que atendiese a razones, pero lo intuía, y a pesar
del incidente ocurrido en el último momento no renunciaría a
seguir mostrándolo todos los sábados y domingos.
Y así lo hizo. Fiel a sus ideas, Zar volvió a ser la atracción más
aplaudida al día siguiente y en los fines de semana venideros. El
gigante y el Señor Forzudo se aseguraron de que nadie intentase
subir al escenario, no fuera que otro loco desease llevarse a la
gallina de los huevos de oro.
Mientras tanto, fuera, los asesinatos a prostitutas se seguían
sucediendo sin que la Policía Metropolitana de Londres (la
conocida como Scotland Yard) pudiera hacer nada por atrapar
al homicida. Habían entrevistado a más de trescientos sospe-
chosos. Se había creado una comisión de ciudadanos para que
patrullaran las calles. Y, sin embargo, Jack el Destripador seguía
siendo escurridizo.
Pero esto ya no era un problema. Los ciudadanos londi-
nenses, incluso aquellos que residían fuera de Whitechapel,
acudían a Freak Circus sin cesar. Era una auténtica hemorragia
de visitantes; había ocasiones en las que, de hecho, era necesario
dejar las puertas, que había en tres puntos distintos, de la carpa,
abiertas de par en par para que la gente pudiera ver desde fuera.
Nunca antes había habido tanto público. El señor Walsh no
daba crédito. Era demasiado bonito para ser verdad.

80
Una tarde de febrero, ya entrado el año 1889, la Mujer
Barbuda golpeó la puerta de la habitación de Cian. Éste se en-
contraba descansando. Tenía a Zar en el regazo y le acariciaba,
mientras escuchaba sus musicales ronroneos. El señor Walsh se
levantó con parsimonia y recibió a su peculiar empleada. Al pa-
recer había un hombre que preguntaba por él. Habían intentado
echarle, pero el desconocido había amenazado con decirle a la
policía que Walsh era el hombre al que buscaban, el verdadero
asesino de Whitechapel. El señor Walsh, asustado ante la posi-
bilidad de que una mala publicidad arruinase su negocio que al
fin iba viento en popa, aceptó ir a hablar con aquel majadero.
Lo encontró fuera, junto a la puerta principal.
—¿Se puede saber qué es lo que quiere, buen hombre? —le
preguntó, con la voz cargada de ironía.
—Buenas tardes, señor. Lamento haber tenido que recurrir
a una argucia tan infame para obligarle a recibirme, pero no he
tenido otro remedio —mientras hablaba, aquel hombre, de tez
pálida y ojos saltones, temblaba de pies a cabeza a pesar de que
aquel no era un día especialmente frío—. Llevo viendo su espec-
táculo los últimos tres fines de semana, sábados y domingos por
igual. Sin embargo no había logrado reunir el valor suficiente
para dirigirme a usted hasta hoy. Sé que es jueves y que, por lo
tanto, no abren hoy.
—Haga el favor de ir al grano.
—Por supuesto, le ruego que me perdone. Mi nombre es
August Brown. Fui el propietario de su gato, el Azul Ruso, antes
que usted. No me interrumpa, sé que resulta difícil de creer y
que, seguramente, pensará que intento hacerme con él de forma
ilícita sin aportar ninguna prueba que corrobore mis palabras.
Aun así le pido que, por favor, me escuche con atención. Yo
fui quien vendí a… Zar, así es como le llama usted, ¿verdad?,
al hombrecillo de la tienda de animales de Lewisham. Debió de
ser un acto irresponsable por mi parte, pero por aquel entonces
no encontré otra manera de deshacerme de él sin sufrir las con-
secuencias, ya que tampoco se le puede matar ni abandonar,
sino que, para estar a salvo, uno tiene que asegurarse de que ha

81
NICTOFILIA 3

cambiado de dueño. ¡Le digo que no me interrumpa! —gritó al


ver al señor Walsh abrir la boca para decir algo. Estaba cada vez
más alterado conforme más hablaba—. Zar no es un gato. De
nuevo, sé que no me creerá fácilmente, pero debe confiar en lo
que le digo. Esas ruedas dentadas son, en verdad, un sello que
impide que la entidad infernal que habita en ese cuerpo de felino
salga al exterior. Fue culpa mía… Si no hubiese estado jugando
con aquello que no domino, ahora… Intenté invocar a una de
las deidades de las que hablan los antiguos libros de ocultismo,
pero esta entidad de la que le hablo estuvo a punto de matarme.
De hecho, acabó con toda mi familia antes de que consiguiera
encerrarlo en el cuerpo de este gato. ¡Por eso tiene ese poder de
atracción sobre la gente! No es una criatura de la naturaleza. La
única forma de mantenerlo encerrado es no olvidarse de darle
cuerda cada día. De lo contrario, si los engranajes se detienen…
No quiero ni pensarlo.
—No sé de lo que me habla, pero puede estar tranquilo. Le
doy cuerda todos los días. De hecho iba a hacerlo antes de que…
Walsh se puso pálido. Había olvidado darle cuerda el día
anterior. Pero no había pasado nada.
—¿Qué ocurre? ¿Le ha dado cuerda o no? —le gritó Au-
gust, pero el señor Walsh no respondió. En su lugar se escuchó
un fuerte maullido proveniente del interior de la carpa.
Alarmados, los dos hombres entraron en el circo y corrieron
hacia las estancias privadas. Lo que vieron fue dantesco. Todos
los miembros del espectáculo de extraños estaban descuarti-
zados en sus respectivas habitaciones. La Mujer Barbuda, al
parecer, había sido la primera en morir, ya que encontraron su
cuerpo en el dormitorio del señor Walsh. Pero el gato no estaba
por ninguna parte.
—¡Debería haberle dado cuerda! —gritó August mientras
agarraba a Walsh del cuello de la camisa y le zarandeaba—. Si
por casualidad lográsemos matarlo, liberaríamos al ente que
lleva dentro y sería el fin… ¡el fin de todos nosotros!
Volvieron a escuchar un maullido, esta vez justo detrás de
ellos. Al darse la vuelta vieron a Zar. Se estaba lamiendo el pelaje

82
azul para limpiarse las manchas de sangre. El señor Walsh le
susurró con la intención de que se calmase. Y fue cuando vio
que los engranajes de su lomo no se movían en absoluto. Un
segundo después, el gato le miró directamente a los ojos. Cian
empujó a August sobre el animal y salió en estampida, huyendo
por las calles mientras gritaba como un loco, y antes de salir del
circo escuchó los gritos del infeliz al que había dejado atrás.
Nunca más se volvió a saber nada de Cian Walsh, aunque, de
vez en cuando, un vagabundo sucio y con aspecto de loco, de los
muchos que habitaban las marginales calles de Whitechapel por
aquellos días, contaba, a quien estuviera dispuesto a escucharle,
que conocía la verdadera identidad de Jack el Destripador, y ad-
vertía, a continuación, del peligro de los gatos azules. Pero nadie
le hizo caso. Menos aún la policía. Porque, ¿quién va a hacer
caso a un pobre chiflado?

83
NICTOFILIA 3

84
Carlos Enrique Saldivar

Todo lo que yo haría en adelante se relacionaría con esa forma


que había surgido cerca de la montaña. Era tan hermosa, majes-
tuosa, divina, era una especie de divinidad extraña; me parece
curioso adjetivarla de esta manera, pues siempre me he carac-
terizado por mi sólido agnosticismo; sin embargo, ahora creo
en algo precioso, que se encuentra en universos por encima de
mil y un tonterías escritas en libros de hace miles de años. Creo
en la figura que nadie ha visto de cerca. Creo en aquello que
se dibuja más allá de los montes, y que de vez en cuando se
deja vislumbrar sobre la suave quietud que hay al otro lado de
nuestra región.
Nadie la ha visto, pero en días pasados, cuando los hombres
soñaban e imaginaban sus contornos, dicha metáfora celestial,
aquel tropo de fantasía, los llenaba de un ancestral deleite. Desde
ese momento todos comprendían que vivirían para la figura y
para nada más.
No fue una opción apacible. Hubo violencia. Los hombres
se mataron entre ellos, para demostrar cuan fieles eran a la
imagen caída de los cielos, la cual poseía luces y sombras a la
vez, que tenía multitud de colores en unos momentos y era mo-
nocroma en otros, que poseía rostros de felicidad y de tristeza al
mismo tiempo. Todo lo descrito yo lo contemplé dormido. La
imagen me dejaba que la escrutara en mis sueños, aunque solo

85
NICTOFILIA 3

a leves retazos.
Ya bastaba de aquello. Debía verla de frente y adquirir su
gracia siempre pura, siempre eterna; su amor, la más grande
excitación, la más deleitosa sublimación de todas. Es por ello
que, sin pensarlo dos veces, sin llevar equipaje ni víveres para
mi periplo, me encaminé en un viaje abrupto por lugares recón-
ditos, aunque poblados, tales zonas estaban habitadas por tercos
varones y mujeres que querían visionar la imagen. Ellos eran
asesinados lenta y dolorosamente por aquellos que se creían
defensores de esa preciosa y atrayente divinidad.
Bastardos, ¡qué derecho tenían esos idiotas de creerse los
dueños de tan magnífico dios! Por eso me uní a un grupo ase-
sino, por eso quemé sus aldeas, los herví vivos, terminé con esos
autollamados «sacerdotes del tropo». Los verdugos éramos nu-
merosos y fuertes, incluso había niños en nuestras filas, y me
convertí en su líder. Usamos el vapor blanco que emanaba de
algunos puntos de la región, con el vapor alimentamos nues-
tras máquinas de muerte y destrucción hechas con engranajes y
mecanismos de relojería. Armas voladoras, terrestres e incluso
acuáticas. Los pueblos de la sierra sur nos caracterizábamos
por nuestra gran capacidad para la ingeniería. No me llevé nada
de mi sitio de origen, nada excepto mi talento y mis poderosas
ganas de contemplar al dios, pasara lo que pasase. Sé que hay
un mundo más allá de estas montañas y ríos, donde dirigibles,
globos y otras esferas flotantes llenas de gente sobrevuelan los
cielos, donde hay submarinos y ferrocarriles que funcionan
con vapor y hacen la vida más fácil a los peruanos; no obstante,
utilizan vapor transparente. Hay una gran diferencia. Los resi-
dentes del país crean sus propias fuentes de energía, no las toman
de algunas vetas ubicadas en el suelo, como hacemos nosotros;
esto se debe a que no existen muchas fuentes de vapor blanco,
el cual nos resulta diez veces más potente que el usado por las
grandes ciudades, es más, nos parece mágico, porque propor-
ciona a nuestros armatostes una gran capacidad de movimiento,
como si los dotase de vida, aunque, claro, esto tan solo son elu-
cubraciones fabulosas que hago. Tan solo se trata de una fuente

86
de poder más efectiva, aún no descubierta por los sectores in-
dustrializados. Espero que, en un futuro cercano, no se enteren
de la existencia del vapor blanco, explotarían los yacimientos
y dicha incursión nos haría infelices, además, si gente de otros
rincones de la nación viniera hasta aquí sucedería lo inadmisible:
se toparían con el dios. Eso no lo podemos permitir. El dios es
nuestro, solo nuestro, nos pertenece, me pertenece. Descendió
a estos lares, que son nuestro hogar. Se rumora que apareció
debido a la presencia del vapor blanco, que eso es lo que ali-
menta a la imagen, que el sitio exacto donde se ubica es una
enorme veta con vastas cantidades de nuestra fuente principal de
energía. El vapor blanco es un elíxir, un milagro, recuerdo que
solíamos usarlo para construir herramientas y máquinas para
arar la tierra y cocinar a nuestros animales. Éramos un conjunto
de aldeas agricultoras y ganaderas. Todo eso ha cambiado desde
que la figura se hizo presente. Ahora somos un pueblo dedicado
a la guerra. Por ende, nos aprestamos a arrasar con todo lo que
encontramos a nuestro paso, no por insania y maldad: por de-
fensa propia, porque o matamos o morimos, porque nos vemos
amenazados por aquellos que se sienten cuidadores (en realidad
dueños) de nuestra imagen.
Imbéciles, la figura no le pertenece a nadie. Me siento
blasfemo cuando hablo de esta maravilla como si fuese de mi
propiedad. Hace exactamente dieciséis días bajó a la Tierra y
ha permanecido ahí, en medio de un campo. Hay quienes nos
envían noticias desde pájaros de metal alimentados con vapor
blanco, los cuales llevan mensajes escritos a veces con sangre.
Sabemos que ahí, donde se halla el dios, nadie ha podido verlo
todavía en toda su magnitud. Hubo quienes se acercaron a los
alrededores, aunque optaron por mantenerse cautelosos. Esos
pobres infelices estaban muertos, asesinados por aquellos que
defendían la figura de la vista sucia de los «animales inferiores»
(así llamaban a otros seres humanos) luego estos locos fanáticos
se suicidaban, ya que se consideraban contaminantes de nuestro
fetiche eviterno. Los que mataban morían por sí mismos, pero
aún quedaban muchos de ellos y eran muy peligrosos, pues blo-

87
NICTOFILIA 3

queaban nuestra ruta hacia nuestro destino inevitable.


Yo he matado y me siento satisfecho con ello. Maté incluso
a quienes me acompañaron en la lucha. No sé cómo se ente-
raron de mi plan, quizá ese fue el plan de todos nosotros desde
el inicio: queríamos ser el primero en ver de cerca al dios. Sin
embargo, eso nunca podría darse, porque ya cerca del campo
donde se encontraba el milagro quemé vivo a un infeliz usando
vapor blanco humeante. El moribundo me dijo: «no vayas,
joven, no vayas, nadie ha visto la figura nadie lo ha hecho, salvo
yo». Quiso reírse y se murió. El estúpido había expirado y falle-
cido con el secreto que guardaba la forma. Me parece recordar
que antes de darle muerte observé que se le cayeron las gafas y
sus cuencas oculares estaban…
¡No! ¡No puede ser! ¡Alguien ya había visto la figura
flotando en el aire antes que yo!
Quien había osado adelantárseme lo había pagado carísimo.
Lo cierto es que muy pocos supieron de su confesión y durante
la noche, mientras dormían en el campamento, les corté la gar-
ganta. Nadie más debía saber. Al amanecer, habría barullo, mas
yo partiría solo hacia el campo. Nos encontrábamos a unos
pocos kilómetros, el trayecto sería sencillo, solo había de partir
muy temprano y no llevar nada, solo mi ajada camisa y mis
pantalones, ni siquiera vestiría zapatos, con las justas un par de
calcetines gruesos. Tenía que realizar el rito en un total estado
de pureza. No obstante, en el último momento, me di cuenta
de que sería torpe no partir armado. Además mi mente estaba
cargada con muchas cosas. Me daba asco saber que alguien me
había quitado el puesto de ser el primero en contemplar al dios,
aunque dicha persona ya estaba muerta. Había tenido un feneci-
miento horrible gracias a mí. Ahora yo sería la segunda persona,
el segundo hombre en visionar aquel fenómeno de grandeza y
riqueza. Yo no moriría, sería el primero en retener dentro de
mi cerebro aquel milagro de esperanza y bienestar espiritual,
de placer sexual y esencial. Llegaría al máximo, lo sentía con-
forme avanzaba por la llanura que colindaba con el campo y
veía en la cercanía la luz cambiando sus colores a medida que

88
rodeé la montaña. En ese instante me pregunté si en verdad mi
víctima había visto de frente a la imagen o lo había hecho desde
una distancia prudente (o imprudente, por como vi el estado de
su rostro). Porque si había vislumbrado la figura era una gran
decepción, la había visto y ya, no había pasado nada extraordi-
nario. No. No la había atisbado realmente, solamente la oteó
desde lejos. Eso significa que seré yo el primero en mirar al dios
de cerca. No solo lo miraré. También lo abrazaré y le daré un
beso.
Ya me acercaba, faltaban un par de kilómetros. La vi: una
sombra redonda que cambiaba a figuras geométricas de todo
tipo, en negrura: un rombo, un cuadrado, un triángulo, un cír-
culo, un rectángulo. Medía varios metros, de veinte a treinta, y
giraba sobre su eje. Como dije, se transformaba, ahora la veía
solo de negro, una mancha, aún no encendía sus colores. Siempre
los prendía a la misma hora del final de la madrugada. Caminé
sobre cadáveres de mujeres y niños que intentaron ver también
la forma suspendida a pocos metros del piso. Por algún motivo
no pudieron. Por alguna razón los cuerpos no tienen ojos. Los
míos me empezaban a doler, como si mi vista no pudiera ser
capaz de contener a aquel perfecto dios.
Debí traer zapatos. Malditos restos humanos, las plantas
de mis pies se clavaban en sus organismos y me manchaban de
sangre. Desgraciados, hicieron lo imposible por ver aquel por-
tento de hermosura y excelencia, y habían caído muertos, ase-
sinados por defensores de la imagen. Me parece bien, merecían
morir, ¡perros! ¿Querían robarme lo que por derecho me per-
tenecía? No, yo tenía que lograr el cometido y viviría. Además
no la tenía difícil, ya no quedaban fanáticos en los alrededores,
había indicios de que se habían matado entre ellos o se habían
suicidado. Primero ultimaron a sus esposas e hijos, luego aca-
baron con los varones adultos. Esto me perturbó. ¿Por qué lo
hicieron? Tenían la posibilidad de observar al dios de cerca (y de
perder la visión en el proceso); en cambio, optaron por aniqui-
larse. Quise pensar que fueron débiles, que entraron a un estado
de locura tal que los condujo por la senda de la muerte. Mejor

89
NICTOFILIA 3

así, la vía estaba despejada. Ha quedado totalmente libre para


mí. Ya no hay nadie que «proteja» a la imagen. Un kilómetro.
Solo he de seguir avanzando.
Sería el primer ser humano en ver los colores y la verdadera
forma del objeto fabuloso. Y sería el primero en sobrevivir. Ahí
radicaba mi gran mérito: yo perviviría. Una vez que atisbara
los secretos del tropo, no habría marcha atrás. Sería feliz. Me
estaba acercando. Era el tramo final. Vi a dos niñas tomadas de
la mano, empaladas por la espalda una, por el culo la otra. Vi a
una mujer con un niño en brazos, ambos desollados. Vi hom-
bres por montones, mutilados y decapitados. Esta era la zona
de los varones. Antes había atisbado infantes y damas, ahora,
casi llegando a mi destino, me encontraba con los culpables de
la masacre. Me aproximaba sin miedo. Ya estaban muertos. En
otros lares, asesiné a varios de estos, los quemé con inteligencia
utilizando el vapor humeante, logré acabar con esta secta in-
munda. Si quedaban sobrevivientes no se meterían conmigo, ni
de lejos intentarían algo.
Muy bien, no era bueno ser tan confiado. Una flecha de metal
pasó cerca de mi cabeza. Volteé rápidamente, agarré mi espada
en forma de estrella, la cual se alimentaba de vapor banco, y la
lancé a gran velocidad por el campo oscuro. Mi cuchilla se puso
al rojo vivo mientras se deslizaba por el aire, detectaba el calor
humano. Escuché un grito no muy lejos. Era un sonido mascu-
lino. Más gritos. Los últimos morían. Los últimos guardianes
del dios. No me detendrían. Era mejor que ellos. Yo merecía ver
la luz. Estaba ya bastante cerca de la figura. Una niebla me cu-
brió, pronto se disiparía y yo atisbaría el gran secreto del tropo.
Un anciano que se arrastraba me sujetó del pie izquierdo.
Estaba ciego, como los otros. Su mano ascendió a mi tobillo, no
me soltaba, pese a que intenté alejarlo. El miserable se hallaba
desnudo y raquítico. Trataba de modular algunas palabras y no
creí mal escucharle.
«No lo hagas, no lo mires, huye de aquí, vete al otro
extremo del mundo, nos condenarás a todos, no lo veas, nadie
lo ha visto, yo casi lo miro, te llama, te seduce, casi cedo, pero

90
preferí sacarme los ojos con un manubrio, aun así mi cerebro
quiere verlo, quiere acercarse, tocarlo; le pedí a alguien que me
rompiera las piernas, pero aun así me arrastro para llegar a eso.
No te acerques joven, no lo hagas, aún puedes salvar al mundo
yéndote y viviendo…»
Pronto comenzó a decir algunas frases incoherentes que
procedí a ordenar en mi cabeza.
Oí lo que me dijo para comprobar solo que nadie más había
mirado de cerca a la figura. Así que al comprobar que el anciano
no lo había hecho le pateé el cráneo repetidas veces y se lo atra-
vesé con mi espada. No satisfecho con eso, lo quemé usando el
vapor blanco, el cual en lugar de perderse en el aire, dibujó una
línea que se dirigía de modo directo hacia el tropo. Me quité
los calcetines deshechos y seguí andando. Hubo más neblina
surgida de quién sabe dónde, pero pude adivinar con exactitud
dónde estaba yo. La figura cambiaba su estructura, estaba casi
al ras del suelo. Me llamaba. Mi cerebro estallaba de placer, no
podía contener mi gozo. La tenía al frente, en la oscuridad lunar,
la neblina pronto de difuminaría.
Se estaba disipando.
Puedo recordar las palabras de aquel enigmático anciano.
Estoy casi ciego, mis piernas ya no dan más, de pronto pierdo
mis fuerzas. He dejado mi arma en el piso, se ha quedado sin
vapor blanco, así no funcionará más con la efectividad con que
lo ha hecho hasta ahora. No me siento mal, mi mente bulle de
placer, quiero acercarme, arrastrarme, quiero trocarlo.
Debo tocarlo, ¿por qué no?
Seré el primero, el primero de entre toda la humanidad que
vea aquella gran hermosura y que, de paso, la coja, la estreche
en sus brazos, le haga el amor como a nada en el mundo. Aquel
fenómeno de preciosura será mío cuando lo lama, lo recorra,
lo respire, escuche sus vibraciones. Ya las oía, eran musicales,
celestiales, me atraían, lo hacían con gran potencia.
Me despojé de mis ropas, ya no había neblina, mi pene se
puso duro.
Estaba frente a la incomprensible belleza que un día llegó

91
NICTOFILIA 3

del espacio, o que tal vez salió del centro de la Tierra; lo cierto
era que nadie sabía de dónde había venido, pero yo deducía a
dónde me llevaría tal grandeza: a la verdad, al amor infinito, al
entendimiento absoluto.
Intenté ignorarlas, sacarlas de mis sesos, pero enseguida re-
tornaron a mi mente las torvas palabras del anciano. Antes de
que yo le diera muerte (y por dicha razón lo hice con tanta saña)
mencionó que la forma no había venido del espacio, no había
descendido de ningún paraíso desconocido por la imaginación,
que la figura fue construida por manos mortales; de hecho, fue
inventada por un solo hombre, alguien que vivía en este campo,
que la efigie era en realidad un autómata, el más perfecto jamás
concebido, que se alimentaba de vapor blanco, que desarrolló
la capacidad de ver a través de este mundo y de otros, que co-
nocía todas las respuestas a todas las preguntas, que sabía cómo
endulzar a los mortales para que se adentraran en los secretos
del universo, que había nacido omnisciente, a pesar de ser un
artefacto por fuera, y funcionaba a la perfección, que su creador,
aterrado ante lo inventado, huyó sin ahondar en los extraños
poderes de lo que ahora era un dios mecánico. Que el gestor
de tal prodigio era ni más ni menos que el viejo al cual yo le di
muerte con violencia.
Tal vez fuese cierto. Tal vez no. Qué importaba, ahora tenía
al ícono justo delante de mí.
Las sombras se borraron del tropo y pude observar sus co-
lores. Vislumbré cómo era en realidad. ¡Una fruición inimagi-
nable me invade! Es sexual, aún mejor, es prohibida, es el más
grande encanto del universo, la fuerza de todos los volcanes,
océanos, planetas juntos.
Fue solo un segundo.
Luego vino el dolor, un nuevo dolor insoportable, oscuro,
estremecedor y sanguinolento.
Hubiera querido tocarlo, pensaba hacerlo, intenté colocar mi
mano sobre ello, pero ya no pude; porque de pronto ya no sabía
dónde se encontraba mi extremidad. Se anticipó a mi osadía,
y fue solo por un segundo que decidió mostrarme su rostro,

92
me había elegido, como en el pasado hiciera con muy pocos.
Ni bien pude ver la verdadera cara de aquella imagen, algo en
mi cerebro se deshizo. Al verla, mis ojos estallaron. Ahora seré
parte de su misterio.

93
Carlos Gustavo Carrillo Mora (Perú, 1967). Magíster en Fi-
nanzas y Licenciado en Economía, ambos de la Universidad del
Pacífico, y también autor de «Para Tenerlos Bajo Llave», libro
de cuentos que en su tercera edición (2007) fue censurado en
una conocida librería peruana. A la fecha, algunos de los cuentos
han sido adaptados en formato de cortometraje y en puestas es-
cénicas. Ha publicado cuentos en las antologías: «Abofeteando
a un cadáver», «Horrendos y fascinantes: Antología de cuentos
peruanos sobre monstruos», «Tenebra: Muestra de cuentos
peruanos de terror», «Horror Bizarro: Antología de Litera-
tura Grotesca» y «Horror Queer». También ha publicado en la
revista «Nictofilia N° 2: Dossier horror erótico».

Víctor Miguel Grippoli (Uruguay, 1983). Artista plástico,


docente y escritor. Publica su novela de ciencia ficción fantástica:
«Los Conectores de Dios» en formato e-book (2016). Participa
en la antología «Cuentos Ocultistas» (2016), «Revista Letras y
Demonios Número 1» (2016), «Revista Letras y Demonios Nú-
mero 2 y 4» (2017) y «Nictofilia Número 2» (2017), Antología
«Horror Bizarro» (2017) de Editorial Chutulhu, Antología
«Horror Queer» (2018) de Editorial Chutulhu, «Antología poé-
tica» (2018) de Editorial Solaris, «Entre las lágrimas de acero»
(2018) de Editorial Solaris y «Laberinto de Posibilidades» (2018)
de Editorial Solaris. 

Dolo Espinosa (España). Tiene publicados relatos en diversas


revistas y antologías. Colaboradora en libros de lecturas infan-
tiles de la Ed. Santillana. Cuentos infantiles publicados en libros
de lectura de Editorial Norma Puerto Rico y Maya Educación.
Colabora en la web de cuentos infantiles Encuentos, en la re-
vista digital miNatura (cuento Molinos candidato a los premios
Ignotus 2017 por dicha revista) y en la web Ficción Científica.
Cuento “Venganza” candidato a premios Ignotus 2016. Publi-

97
NICTOFILIA 3

cados relatos en las revistas Nictofilia y Letras y demonios. Li-


bros: Testamento de miércoles, Ed. Atlantis, Pinocha y la poción
mágica, en Amazon, Queridos zombis y De dioses y demonios
en Lektu.

H. A. Camacho (México, 1989). Publicado por primera vez


en el 2013 gracias a la sogem, en la antología de cuentos calei-
doscopio x. En el 2014 escribió y dirigió Será Nuestro Secreto,
cortometraje ganador del primer lugar en la convocatoria na-
cional Consecuencia, organizada por el itei. En el 2015 escribió
y dirigió 2090, cortometraje seleccionado por el miax. Actual-
mente vuelca todos sus esfuerzos en la narrativa y la producción
literaria.

Hermes Prous Collado (España, 1978). Licenciado en Historia.


Miembro de la P.A.E. (Plataforma de Adictos a la escritura). Es-
cribe desde 2015. Tiene publicada su primera novela «El Tercer
Sello» (Círculo Rojo) y una veintena de relatos, entre ellos
cuatro con Editorial Cthulhu.

Tania Huerta (Perú, 1971). Estudió Traducción e Interpretación


en la Universidad Femenina del Sagrado Corazón (UNIFE).
Ganadora del concurso Exhibición Poética 2016, otorgado por
la Comunidad La Biblioteca de los Sentimientos Muertos. Ga-
nadora del Primer Concurso de Cuento Breve del Blog «Pri-
mera Naturaleza». Premio Oro del concurso San Valentín 2016
otorgado por el Círculo de Escritores. Su cuento «GatoGallo»
fue publicado en la Revista Virtual de «El Círculo de Love-
craft» (2017), también publicó el cuento «El pelado Jairo» en
la antología «Horror Queer» de Editorial Cthulhu (2018). Sus
cuentos «Orgasmo», «Enamorado» y su poema «Snuff» fueron
incluidos en la antología virtual «San Valentín Oscuro» (2018).
Sus cuentos «Abuela» y «Plantación» han sido publicados en
la antología «Literal» de Editorial Autómata (2018). Es dueña
del Blog Pies Fríos en la Espalda (www.piesfriosenlaespalda.
blogspot.pe)

98
Patricia K. Olivera (Uruguay, 1970). Es administrativa, técnica
en Corrección de Estilo y estudiante de Lingüística y Letras en
la Universidad de la República (Udelar). Colabora en varias re-
vistas literarias virtuales, afines al género, como miNatura, NM,
Axxón, Círculo de Lovecraft, Historias Pulp y Cruz Diablo,
entre otras. Participa en varias antologías extranjeras, tiene
cuentos traducidos al francés, al portugués y al alemán. Blog
principal: De ciencia ficción by Patricia K. Olivera (http://pko-
livera.blogspot.com.uy)

Albert Gamundi Sr. (España, 1991). Es autor de escritura crea-


tiva y está especializado en género negro y terror. Sus libros
están publicados en la distribuidora editorial-web Smashwords
y actualmente tiene un acuerdo con la editorial chilena Wande-
rers para la impresión, distribución y venta de sus libros.

Adrián García Cholbi (España, 1991). Empezó a escribir


cuando tenía siete años, y ha logrado terminar cuatro novelas
(una de ellas está en camino de ser publicada). Su relato, «Shö-
niin», ambientada en el género de fantasía oscura, ha sido se-
leccionado para aparecer en la revista digital «Círculo de Lo-
vecraft». También es dueño de un blog de cuentos de terror,
llamado «El continente hundido».

Carlos Enrique Saldivar (Lima, 1982). Estudió Literatura en la


UNFV. Es director de la revista impresa Argonautas y del fan-
zine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine
virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura
fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada
a la ficción brevísima. Finalista de los Premios Andrómeda de
Ficción Especulativa 2011, en la categoría: relato. Finalista del
I Concurso de Microficciones, organizado por el grupo Abdu-
cidores de Textos. Finalista del Primer concurso de cuento de
terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft. Finalista del
XIV Certamen Internacional de Microcuento Fantástico mi-
Natura 2016. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia

99
NICTOFILIA 3

ficción (2008), Horizontes de fantasía (2010); y el relato El otro


engendro (2012). Compiló las selecciones: Nido de cuervos:
cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción
Peruana 2 (2016) y Tenebra: muestra de cuentos peruanos de
terror (2017).

100
Nictofilia N°3: Dossier Steampunk + Terror
se terminó en junio del 2018,en
Lima - Perú.

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