Historias Con Mujeres. Mujeres Con Historia. Mirta Lobato
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pag. 3 Presentación
pag. 5 I. Teorías
De los Estudios de la Mujer a los debates sobre Género
María Luisa Femenías
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Trabajo , cultura y poder : dilemas historiográficos
y estudios de género en la A rgentina 1
Mirta Zaida Lobato
Los problemas, las teorías y las metodologías utilizadas para producir conoci-
miento histórico cambiaron notablemente en la segunda mitad del siglo XX. Algunas
de esas transformaciones conciernen al campo de los estudios feministas y las derivas
posteriores con el nombre de historia de las mujeres y estudios de género. Esta últi-
ma expresión se difundió bajo el amparo del texto de Joan Scott (1985), en el que se
define al “género” como una categoría útil para el análisis histórico. Este vasto campo
no es inmutable y muchos han sido los debates que involucraron a estudiosas de di-
ferentes disciplinas (desde la antropología hasta la filosofía, pasando por la economía,
la historia, el arte y la geografía) y es por eso también que ni la historia de las mujeres
ni los estudios de género se basan en las mismas premisas iniciales. Como señalaron
Roulet y Santa Cruz (2000), la diversidad terminológica refleja de algún modo las am-
bigüedades existentes en los movimientos de mujeres y/o feministas de cuyo seno
surgieron muchos de los impulsos que cuestionaron categorías analíticas y modos de
pensar. Además esa indeterminación no implica inconsistencias sino que cubre una
diversidad de prácticas históricas, culturales y lingüísticas, ya que se produce a partir
de múltiples y diversos puntos de vista.
Si bien es cierto que existen diferencias en las perspectivas de análisis, los es-
tudios mencionados anteriormente comparten una actitud crítica frente a la pretendida
objetividad y universalidad del conocimiento, subrayan las diferencias en las relacio-
nes de poder existentes entre varones y mujeres, toman la experiencia de las mujeres
evitando objetivarlas, convertirlas en víctimas, en sujetos románticos, cuyas experien-
cias pueden generalizarse sin prestar atención a las diferencias de clases, de raza o
generacionales y, ante todo, intentan cambiar la situación desventajosa en la que se
encuentran las mujeres.
Desde el punto de vista de la Historia los debates historiográficos no fueron
menores y, como en el caso de los estudios de género, estuvieron marcados por las
políticas en la producción de conocimientos y en la disciplina, por las estructuras ins-
titucionales con sus prácticas (departamentos, institutos, redes, asociaciones) y con
las normas y protocolos que definen los límites y las fronteras de las disputas intelec-
1 Agradezco los comentarios de las colegas del Archivo Palabras e Imágenes de mu-
jeres (APIM-IIEGE) y de Silvana Palermo. PÁGINA 17
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tuales sobre métodos, archivos, tradiciones y teorías. A lo largo de las últimas décadas
los modos de hacer historia fueron amenazados y desafiados, de un modo u otro y con
distintos grados de intensidad, por los estudios sobre las mujeres, el “giro lingüístico”,
la historia cultural, los estudios postcoloniales y de la subalternidad.
La producción historiográfica en nuestro país también sintió algunos cimbrona-
zos, pero el contexto general que siguió a la última dictadura militar fue la expansión
de un heterogéneo conjunto de investigaciones que reconoce influencias diversas. La
extensa literatura sobre mujeres/género/feminismos producida en nuestro país, sobre
todo desde la institucionalización de numerosos centros de estudios y la proliferación
de publicaciones de diverso tipo, refiere a ciertos períodos y determinados temas más
que a otros. Así hay muchos trabajos para el período que se extiende entre fines del
siglo XIX y principios del XX, y entre los temas estudiados se destacan la acción de los
movimientos feministas, las prácticas de ideologías como el anarquismo, el socialis-
mo, y el peronismo, donde se destaca la figura de Eva Perón, el asociacionismo feme-
nino, la prostitución y el trabajo de las mujeres. Geográficamente la mayoría de los es-
tudios se concentran en las grandes ciudades, en especial en Buenos Aires y Rosario,
aunque la expansión de los estudios regionales ha extendido el espacio de estudio a
las provincias de La Pampa, Neuquén, Tucumán y a ciudades como Comodoro Rivada-
via o Mar del Plata (Barrancos, 2005; Lobato-Suriano, 1993 y 2006; Lobato, 2003).
Un examen analítico de esa amplia producción requiere de aproximaciones re-
cortadas a problemas específicos. Por eso me propongo en este artículo analizar la
literatura socio-histórica sobre trabajo, considerando que éste se encuentra estrecha-
mente imbricado con el par cultura y poder. No obstante la importancia del tema en
nuestras sociedades y de la relevancia de la presencia femenina tanto en el trabajo do-
méstico como en el asalariado, la historiografía ha construido los relatos nacionales so-
bre la base de una presencia considerada universal aunque de hecho enfocada en las
prácticas políticas, sociales y culturales de los varones. Este sesgo sólo ha comenzado
a matizarse y hacerse más complejo en las últimas tres décadas en nuestro país.
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Las historias de los trabajadores escritas tanto por militantes del movimiento
obrero como por historiadores profesionales trataban de responder a las preguntas so-
bre quiénes eran los trabajadores, qué labores realizaban y, sobre todo, qué tipo de or-
ganizaciones crearon, cuáles fueron las ideologías dominantes y cuáles las formas de
protestas. Desde la década de 1960 el interés por develar cuál había sido el papel de
los obreros en la vida económica y política del país ocupó las páginas de algunos libros
sobre la historia de la sociedad (Germani, 1968), sobre la industria (Dorfman, 1970) y
sobre la economía (Ortiz, 1978 y Ferrer, 1968), mientras que las historias obreras edi-
tadas en esa década y en las siguientes se vertebraron alrededor de los trabajadores
industriales varones, urbanos y organizados, enfatizando el papel de las ideologías y
los vínculos con el Estado (entre otros, Panettieri, 1967; Godio, 1972; Belloni, 1960;
Falcón, 1986; Bilsky, 1984 y 1985; Torre, 1988 y 1990)
Este modo de hacer historia era parte de un movimiento más amplio, de carác-
ter mundial, relacionado con la emergencia y consolidación de una estructura de pen-
sar basada en la importancia asignada a la industria y a sus trabajadores. En este sen-
tido se debería enfatizar que un segmento de las Ciencias Sociales en general y de la
Historia en particular se constituyó en Europa, desde mediados del siglo XIX, a partir
de las ideas de Carlos Marx sobre el proletariado europeo y que alcanzó notable fuer-
za al finalizar ese siglo y principios del XX. Como derivación, los conceptos de “clase”
y “lucha de clases” rigieron buena parte de los estudios y se convirtieron en fuerzas
dinámicas que organizaron temas y problemas. Posteriormente, en países como Ingla-
terra, los estudios históricos sobre trabajadores adquirieron mayor complejidad en la
obra de autores como Eric Hobsbawm o Edward P. Thompson en las décadas de 1960
y 1970, y un poco más tarde, en la de Ralph Samuel y Gareth S. Jones, entre otros.
Estos autores, de un modo u otro y con más o menos influencia, despertaron nuevos
interrogantes, renovaron la historiografía sobre los trabajadores e impulsaron novedo-
sos estudios no sólo en la Argentina sino también en Chile y Brasil.
Lo notable es que esas influencias fueron poco receptivas al debate que plan-
tearon las feministas, en particular las marxistas, a los historiadores varones. Las limi-
taciones de la historia del trabajo identificada con la organización y el potencial revo-
lucionario de la clase obrera se atribuyeron tanto a los prejuicios masculinos como a
otros factores tales como la naturaleza de las fuentes (la información sobre los hom-
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de género se hizo evidente en unas pocas investigaciones, entre las que se destaca
el estudio de Daniel James (2004) sobre la importancia de la desigualdad sexual en la
experiencia política de las clases subalternas.
La incorporación de la problemática de género llegó en nuestro país de la mano
de la sociología y la relación entre la disciplina historia y los estudios de género ha sido
y sigue siendo bastante compleja. En las últimas décadas, ambas han establecido sus
fronteras y sus dilemas epistemológicos y políticos (y eso incluye el hecho de que en
el proceso de publicación de ciertos trabajos algunos editores sugieren la eliminación
de la palabra “género”, acaso porque se la considera demasiado militante y subversiva).
La relación conflictiva y problemática entre trabajo y género no es nueva, tie-
ne más de medio siglo de constantes y persistentes debates y la historia del trabajo
muestra una notable resistencia a romper con la idea de la neutralidad de género en
el mundo laboral. Una clara expresión de estas resistencias se dio con la discusión de
las nuevas formas de organización del trabajo que siguieron al debate sobre la crisis
taylorista-fordista en la década de 1990 que, en palabras de Martha Roldán (1992), se
presentaban como neutrales en términos de la diferencia sexual.
Aunque quizá sea obvio señalar esto, el término “historia del trabajo” encierra
una amplia diversidad de temas y problemas así como es susceptible de diversas in-
terpretaciones. Por un lado, refiere a las transformaciones históricas de las condicio-
nes de trabajo en el doble sentido de labores realizadas, de los salarios, horarios, sa-
lubridad de fábricas y talleres, a los que se pueden agregar oficinas, escuelas, hospi-
tales. Por otro, se vincula al análisis de las organizaciones obreras y de las ideologías
que buscaban organizar, dirigir y orientar a los trabajadores. La historia del trabajo era
la historia de la clase trabajadora y ella sólo ocasionalmente incluía a las mujeres. En
realidad, buena parte de la historiografía del trabajo que se designa como tradicional
ponía de relieve la dicotomía existente entre una mayoría de mujeres, víctimas y so-
metidas cuando no indiferentes, y una minoría de mujeres rebeldes, de dirigentes po-
líticas y gremiales.
En un esfuerzo por romper las fronteras, algunas reuniones científicas sobre
trabajadores han recibido la designación de “mundo del trabajo”, buscando definir un
espacio de neutralidad que posibilita la inserción de las mujeres en esa historia; otras
veces, en un intento desestabilizador, se incluye el subtítulo “identidad y cultura de
género” (Nash, 1999). Todas estas observaciones le dan sentido al examen de la litera-
tura que explora los interrogantes sobre las relaciones, los roles y el poder que se ejer-
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Los debates continúan; pero al calor de ellos se han realizado numerosas inves-
tigaciones empíricas que se cobijaron bajo el ala de los estudios feministas y/o de gé-
nero para criticar esas teorías. El punto central es que el concepto de género es clave
en la organización del trabajo y que alrededor de él es posible repensar la organización
de las empresas, las tecnologías, las calificaciones, los salarios pero también las orga-
nizaciones sindicales, los estereotipos culturales de empresarios y líderes sindicales,
el papel del Estado a través de la legislación (Bock y Thane, 2006, McDowell, 1999), las
instituciones, la justicia y las ideas.
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y sociabilidad (Ceva, 2005). Borrar los límites entre historia laboral e historia de las mi-
graciones atenta a la cuestión de género puede ayudar a una mirada que traspase las
fronteras nacionales e incorpore la dimensión regional y global.
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interrelación entre mujeres, familia e intervención estatal fue constitutiva de los deba-
tes políticos y de la intervención de intelectuales y profesionales desde los inicios del
siglo XX (Suriano, 2000; Lvovich y Suriano, 2006).
El debate sobre la necesidad de una legislación que protegiera a la mujer obre-
ra hizo emerger varios temas convergentes: la situación de la mujer obrera y de las
trabajadoras a domicilio fue central en los estudios realizados por los organismos es-
tatales como el Departamento Nacional del Trabajo (Lobato, 2000 y 2007); las difíciles
relaciones existentes entre los trabajadores en su conjunto y el Estado pusieron a las
mujeres en el centro de la escena cuando reclamaban la presencia del Estado con la
esperanza de limitar lo que consideraban la amenaza de la competencia femenina en
el mercado laboral y para la salud de la raza (Nari, 2000; Lobato 1997 (b), 2000 y 2007;
Mercado, 1988).
El discurso de los periódicos gremiales y las prácticas de los sindicatos, visibles
en los acuerdos colectivos con los empleadores, desenmascaraban los conflictos que
alimentaban tanto la subordinación femenina visible en las tensiones alrededor del
ideal maternal y la realización en el hogar, como los cuestionamientos cuando presio-
naban para que se prestara atención a sus específicas situaciones y a sus reclamos.
Un ejemplo se encuentra en las demandas de militantes gremiales realizadas en los
congresos de la Confederación General del Trabajo (Lobato, 2000 y 2007; Nari, 1994).
Además, el tema de la protección de las trabajadoras ocupó la atención de las feminis-
tas –sean ellas socialistas o liberales– aunque, como ha demostrado Nari (2000), ellas
introducían el tema del poder cuando planteaban que la capacidad reproductiva de las
mujeres era crucial para la salud de la raza y de la nación.
El conjunto de normas sancionadas a lo largo de la primera mitad del siglo XX
amplió las fronteras de la ciudadanía social y las entrelazó a las de la ciudadanía política
en algunos registros, como el de los socialistas, así como estimuló una mayor preocu-
pación por los problemas vinculados a las desigualdades sociales y políticas. El recono-
cimiento de derechos sociales precedió a la obtención de otros derechos como los po-
líticos, ya que la sanción del sufragio femenino se produjo en 1947 (Bianchi y Sanchís,
1988; Novick, 1993; Navarro, 1981; Lobato, 1997(b) y 2000) y en muchos estudios se
destaca que apoyándose en lo diferente (la biología y la maternidad) las mujeres bus-
caron construir un camino para el reconocimiento de su estatus como ciudadanas. La
protección de la madre obrera y las demandas de igual salario por igual trabajo fueron
reclamos comunes entre varones y mujeres e impulsaron a muchas obreras a recla-
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f) La acción colectiva
Si las mujeres vivían las vicisitudes de la experiencia laboral cabe preguntarse
cómo reaccionaron ante las diversas condiciones de trabajo. Una imagen común en las
historias laborales destaca que la mujer permanecía inactiva, casi como espectadora
de las huelgas protagonizadas por los trabajadores varones, y que sólo unas pocas se
plegaban a las protestas y a la actividad gremial. El mundo de los trabajadores era uno
y estaba formado por los héroes que redimirían a la sociedad destruyendo el poder de
los patrones. Aunque el mundo del trabajo fue definido en términos masculinos las
mujeres se integraron no sin dificultad a las diferentes formas de acción colectiva que,
desde fines del siglo XIX, tomaron las formas de manifestaciones, huelgas, boicots y
sabotajes, aunque no todas tuvieron el mismo uso e impacto a lo largo del tiempo y la
huelga se convirtió en central en los conflictos laborales del siglo XX (Lobato-Suriano,
2003; Suriano, 1983; Lobato, 1993, 1997 y 2007; Palermo, 2007).
Los datos estadísticos sobre la intervención de mujeres en las huelgas son frag-
mentarios, del mismo modo que lo son aquellos que informan sobre su participación
en la fuerza laboral. Sin embargo, la conflictiva y por momentos contradictoria participación
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en las protestas laborales en la primera mitad del siglo XX fue relevante, y este hecho
contradice los discursos que enfatizaban su ausencia o pasividad en los conflictos (Lo-
bato, 1993 y 2007; Palermo 2007; Bravo et. al. 2007).
A principios del siglo XX las mujeres se sumaron a las huelgas organizadas por
sus compañeros varones y hasta protestaron oponiéndose a las decisiones y/o consejos
de sus compañeros. En el momento en que la huelga como repertorio de confrontación
estaba constituyéndose hubo un espacio más amplio para la participación en la acción
colectiva e incluso para el activismo gremial pero, a medida que se extendió el recono-
cimiento de la legitimidad de los conflictos laborales y de sus organizaciones, ellas que-
daron subsumidas en la noción de “lucha de clases” y se convirtieron en casi invisibles.
Por otra parte, la idea de la “pasividad” no considera las peculiares condicio-
nes en las que se desenvuelve la experiencia laboral femenina, caracterizada por lo
que podría denominarse una explotación múltiple, en tanto trabajadoras sometidas al
poder del patrón, y por lo tanto partícipes del proceso por el cual se identifican los in-
tereses comunes como asalariadas, y trabajadoras en el hogar, cumpliendo un deber
ser femenino que podía alejarla de la acción colectiva, ya que el tiempo de su actividad
laboral y gremial competía con el de ama de casa. A las mujeres se les planteaba el
problema de conciliar la participación con diferentes tiempos: el del trabajo, el de las
protestas y el del cuidado de la familia. En oposición, a los varones no se les planteaba
esta disyuntiva.
El hogar se convirtió en un espacio central en sus vidas. Así, la mujer se trans-
formó en una activa participante de la defensa del hogar proletario, usando incluso la
violencia y todas las formas a su alcance cuando aquél se hallaba amenazado, tal co-
mo sucedió, por ejemplo, en la huelga de inquilinos en 1907 (Suriano, 1983) o en la
ferroviaria de 1917 (Palermo, 2007). Un análisis sensible a las tensiones entre trabajo
productivo y reproductivo permite romper con la visión dicotómica presencia/ausencia
de las mujeres en la acción colectiva y revela que las mujeres hacían las mismas cosas
que los varones cuando se sumaban a las huelgas, manifestaciones y enfrentamien-
tos con la policía, así como realizaban otras distintas cuando se recluían en las expe-
riencias cotidianas, registrando emociones y conflictos en la familia y asegurando con
sus energías, muchas veces menos visible y hasta poco importante a los ojos de sus
compañeros, la actividad militante de los varones.
Estas observaciones permiten volver sobre la noción de movimientos sociales
que se acuñó justamente para dar cuenta de aquellas protestas que excedían las que
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se originaban en el mundo obrero. En los conflictos de 1907, 1919 y 1936 las muje-
res habían sido activas defensoras del bienestar en el hogar (Suriano, 1983; Palermo,
2007; D´Antonio, 2000). Apoyaron a sus esposos en defensa del salario y mejores con-
diciones de trabajo y sostuvieron la protesta de 1907 contra la suba de los alquileres
así como se sumaron a las huelgas ferroviarias y de la construcción en 1917 y 1956
y 1936 respectivamente. Esos movimientos, de todos modos, no cuajaron en organi-
zaciones perdurables específicamente femeninas. Tal vez por eso las investigaciones
sobre movimientos sociales de los períodos históricos recientes enfatizan la incorpo-
ración de nuevos actores, identidades, formas de acción y contenidos, donde las mu-
jeres cobran nuevos protagonismos (Jelín, 1985).
Por medio del análisis de la constitución de ciudadanía y de la conformación de
consumidores, de los desplazamientos de los ámbitos públicos a la vida cotidiana y de
las nuevas condiciones políticas las mujeres tuvieron y tienen un espacio en los estu-
dios sobre protestas y organizaciones en la historia reciente. El reclamo de las amas
de casa contra la carestía de la vida en la ciudad de Buenos Aires, en los partidos del
conurbano bonaerense como San Martín, Vicente López o San Isidro y en ciudades
del interior del país como Tucumán, las tomas de tierras en localidades como Grego-
rio de Laferrere, Ciudad Evita e Isidro Casanova en la provincia de Buenos Aires o el
movimiento de derechos humanos forman parte de varios estudios (Feijoó y Gogna,
1985; Merken, 1991) a los que se suman aquellos que refieren a las luchas por mante-
ner abiertas las fuentes de trabajo, sobre todo cuando fábricas y talleres cerraron sus
puertas en la década de 1990.
En la movilización política reciente, pero también en el pasado más remoto, las
mujeres tomaron conciencia de su poder, aunque hablaran de necesidad o se apoya-
ran en los roles atribuidos (la maternidad por ejemplo) para reforzar sus reclamos. Co-
mo sostienen algunas estudiosas, el trabajo y la movilización sindical y política fue una
fuente de “empoderamiento”.
Mirando al futuro
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lan en una amplia gama de sujetos involucrados. Las publicaciones académicas, las
de circulación masiva, las alternativas y/o contraculturales sirven de diverso modo a
la conformación de sentidos en la sociedad y específicamente las publicaciones cien-
tíficas pueden ser consideradas como indicadores de la conformación de los campos
disciplinares, de las tendencias críticas y de las perspectivas de análisis que circulan
tanto a nivel local como global. La reflexión sistemática sobre las prácticas culturales
y políticas incluye tanto la deliberación sobre el campo alrededor de las intersecciones
existentes así como sobre las formas de recepción y circulación. Sin embargo hay algo
más en este proceso de producción de conocimientos, saberes y sentidos: el carácter
indisociable de la práctica política y la académica o, dicho de otro modo, la relación in-
eludible entre políticas públicas y producción de conocimiento.
Además de la circulación de conocimientos en el campo académico con todas
las implicancias que ello tiene, la escuela y los medios de comunicación son territorios
problemáticos que reclaman su inclusión entre las estrategias, intercambios y pasa-
jes de la producción académica y los públicos más amplios. La escuela es una de las
principales reproductoras de sentidos y son conocidas las dificultades para la incor-
poración de la dimensión de género en los estudios de los niveles primario y medio.
Entre los desafíos que siguen en pie se encuentran tanto la necesidad de elabo-
rar instrumentos adecuados para trabajar las problemáticas de género en las escuelas
como el establecimiento de espacios de capacitación e intercambio que faciliten que
las perspectivas de género desarrolladas en ámbitos académicos formen parte activa
de las políticas de equidad social, cultural y política. En nuestras sociedades fragmen-
tadas parece necesario intervenir sobre la formación ética y ciudadana para contribuir
a generar identidades sociales y prácticas políticas y culturales inclusivas, democráti-
cas y no discriminatorias.
No es el único reto. Los logros obtenidos en la posición y consideración de las
mujeres en la última década del siglo XX pueden derivar en cierta tranquilidad relacio-
nada con el establecimiento de cuotas para mujeres dentro de los partidos políticos o
en las organizaciones sindicales o con la llegada de mujeres a ministerios como Eco-
nomía y Defensa (viejos cotos de caza de los varones), e incluso a la presidencia de
la Nación. Esos logros, aunque positivos, encarnan sin embargo un peligro, pues se
corre el riesgo de perder de mira muchas de las amenazas del pasado, en particular la
permanencia de patrones de inequidad expresados en la persistencia de la diferencia
salarial y el empleo precario e inestable.
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