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El Nacimiento en Belén
El Nacimiento en Belén
El Nacimiento en Belén
subsistens
“Y tú, Belén de Efratá, de ti me saldrá el que
domine en Israel”
Miqueas, c. 5, v. 2
La ventana del mundo
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pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un
salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de
señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre.» Y de pronto se juntó con el
ángel una multitud del ejército celestial, que alababa
a Dios, diciendo:
«Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los
hombres en quienes él se complace.»
Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se
fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros:
«Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha
sucedido y el Señor nos ha manifestado.» Y fueron a
toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño
acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo
que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los
que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores
les decían. María, por su parte, guardaba todas estas
cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se
volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo
que habían oído y visto, conforme a lo que se les
había dicho.”1
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todo eso y más. Lo que a mi particularmente me
interesa de esa magnífica obra es Belén.
Lo cierto es que Belén no es cualquier lugar. No
es Buenos aires, tampoco es Venecia y Londres está
lejos de ser Belén. En aquel árido y alejado pueblito al
sur de Jerusalén se produjo el Nacimiento. Y es este
Nacimiento el que da sentido a Belén. Belén es el locus
de un hecho habitual como lo es un nacimiento;
nacimiento que constituye, sin embargo, el más
inusitado de los hechos.
Cuando Dios entra en este mundo no lo hace
como una vaga abstracción filosófica, como una idea
perdida en las nubes. Cuando Dios entra en este
mundo entra en Belén. En un lugar, en un límite bien
definido. “Jesús no ha nacido y comparecido en público
en un tiempo indeterminado -dice Joseph Ratzinger-,
en la intemporalidad del mito. Él pertenece a un tiempo
que se puede determinar con precisión y a un entorno
geográfico indicado con exactitud: lo universal y lo
concreto se tocan recíprocamente. En él, el Logos, la
Razón creadora de todas las cosas, ha entrado en el
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mundo. El Logos eterno se ha hecho hombre, y esto
requiere el contexto del lugar y del tiempo.”2
Y es en ese momento donde Belén deja de ser
simplemente un lugar más en el mundo, para
convertirse en algo profundamente significativo. Belén
es la ventana por la cual el mundo fue transformado en
algo nuevo. Y, en el mismo sentido, es desde Belén
donde el mundo puede verse de un modo
completamente nuevo.
El cruce de caminos
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se tocan”3. Belén es todo un gran entramado de
paradojas magníficas.
En primer lugar, porque allí es donde el cielo y la
tierra se tocan. En sus entrañas, en la oscuridad de una
caverna penetró la luz. Así lo canta proféticamente
Isaías:
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mismo tiempo, los ángeles en el cielo y los pastores
en las colinas, y la gloria en la obscuridad, debajo y
dentro de esas colinas. Quizá hubiera sido mejor,
recurrir al medio de los gremios medievales, y pasear
por las calles un teatro con ruedas, compuesto de tres
partes: el cielo, y después la tierra, y más abajo el
infierno. Pero lo extraño, en el caso de Belén, es que
el cielo estaba debajo de la tierra.”6
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expectante, sostenido en un silencio profundo, pero
silencio mortecino, pues mostraba su condición
decrépita inmersa en un paganismo que, en el mejor
de los casos, dejaba incompleta la psicología humana.
Vale decir, “la mitología tiene muchos errores; pero no
ha andado equivocada al ser tan carnal como la
Encarnación.”10
En tercer lugar, la pobreza de Belén e incluso la
pobreza del Nacimiento no tienen valor alguno, y esto
en razón de su infinita sobreabundancia. Para el
cristiano, la humildad es siempre motivo de grandeza
espiritual. Pero por lo mismo que es espiritual es que es
contraria al “espíritu del mundo”. Cuando toda la fuerza
de este “espíritu del mundo” atentaba contra Él,
cuando del todo parecía estar acorralado, no impone la
fuerza de la mano, sino la fuerza de la sencillez. Cuando
todos le niegan un “locus”, cuando todo rechaza de su
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mansa presencia se abaja a las mismas profundidades
de la tierra. Al respecto dice Joseph Ratzinger:
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Él se hizo Niño, es decir, indefenso y débil en
todo, y en todo sometido a cuanto le rodeaba. Pero en
esto podemos decir que en todo se hizo semejante a
nosotros, pues a excepción del pecado, todo cuanto
implica la deficiencia de nuestra naturaleza fue asumida
por el Niño en el pesebre. Dice Chesterton que “ sería
inútil el tratar de decir nada original, nada nuevo,
acerca de la concepción de una divinidad nacida como
Jesucristo, un caído sin hogar y sin ley, y precisamente
con los atributos de la máxima ley y del máximo deber
hacia los pobres y hacia los sin ley” 12. Es importante
señalar, sin embargo, que la pobreza a la que estuvo
sometida Jesús no fue sólo la pobreza material, sino, y
ante todo, la pobreza espiritual, esto es, aquella sutil
paradoja de ser desposeído de todo cuanto no
enriquece el alma, y rico en todo cuanto sea noble a los
ojos de Dios. No es otra cosa lo que dice Jesús en el
Monte:
13 S. Mateo, c. 5, v. 3.
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ciudadanos. Si hubiera sido hijo del Emperador,
hubieran atribuido sus frutos al poder. Sin embargo,
para que se supiese que la divinidad había
transformado el orbe, eligió una madre pobre y una
patria todavía más pobre”.
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Este Niño, así sometido al alimento del mundo, es
el mismo alimento que da plenitud a la vida cristiana.
La pequeñez del Niño da la grandeza al hombre, su
indigencia nuestro auxilio, su imperfección nuestra
perfección. Esta magnífica paradoja constituye un eje
central en la vida cristiana. Aquel que dijera, en un tono
aparentemente soberbio, “el que come mi carne y bebe
mi sangre, tiene vida eterna”15 es quien se ha hecho a sí
mismo el más humilde de los hombres. Fue tan grande
que fue Niño.
15 S. Juan, c. 6, v. 54.
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bajado del cielo con un arnés o en una tirolesa y habría
sido absurdamente extraordinario. Podría haber
aparecido mesiánicamente en una nave espacial
totalmente extraña a los habitantes de Belén y habría
sido absurdamente extraordinario. Pero no hubiese
sido en absoluto creativo, y menos aún poético. Esto es
así precisamente porque Dios disfruta de lo cotidiano.
Simplemente no rechaza lo que poéticamente ya ha
hecho, lo que poéticamente sigue haciendo. La
cotidianeidad de los hechos, su absurda repetición
manifiestan un vulgar aburrimiento. La cotidianeidad
sólo se torna aburrida a los ojos del hombre. Dios no se
cansa de la repetición. Como los niños, no se cansa de
pedir un “otra vez”. No puedo omitir aquel genial
fragmento (cierto que extenso, pero no falto de
genialidad, puedo asegurarlo) de la Ortodoxia de
Chesterton, en el que en un diálogo interior discurre
sobre este asunto que estamos tratando:
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Chesterton- el nombre no es poético pero el hecho sí
lo es”, y más adelante continúa: “...lo frecuente es que
las cosas corrientes sean poéticas; lo que no es
frecuente es que lo sean los nombres corrientes”.17
De este modo, la grandeza y hasta brutalidad del
hecho divino del Nacimiento da un fuerte sentido
poético a Belén. En el mismo momento en que
asumimos ser “hijos de Dios”18 y “hermanos en Cristo”19
asumimos que Belén es nuestra patria. Si nacimos, por
el bautismo, en Cristo, debemos asumir que su tierra,
su locus, es nuestra tierra y nuestro locus. Y así es como
Belén adquiere un tono no sólo poético, sino hasta
romántico. En Belén y con el Niño nació una nueva
humanidad. En Belén recibimos nuestro primer amor,
aquel primer amor que entró al mundo. En Belén
aprendimos a amar a un Niño.