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El tapiz de Emma
El tapiz de Emma
El tapiz de Emma
Libro electrónico362 páginas5 horas

El tapiz de Emma

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Información de este libro electrónico

En los albores de la Segunda Guerra Mundial, la enfermera alemana Emma Taylor se sienta junto a la cama de una heredera judía en Londres mientras recuerda a su querido amigo, Oscar Wilde.


A medida que se va desvelando la historia de Wilde, también lo hace el pasado de Emma. ¿Qué pasó realmente con su esposo?


Emma recuerda sus días en Singapur, a días de la Primera Guerra Mundial. Su decepcionante matrimonio con un agente exportador británico, su lucha por encajar en la vida colonial y la necesidad de ocultar su verdadera identidad.


Está atrapada en la historia, los altibajos, las aventuras. Un motín mortal, terribles disturbios por el arroz y un enfrentamiento con el Ku Klux Klan ponen de manifiesto, para todos los inmigrantes, la fragilidad de la pertenencia.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento29 abr 2024
El tapiz de Emma
Autor

Isobel Blackthorn

Isobel Blackthorn holds a PhD for her ground breaking study of the texts of Theosophist Alice Bailey. She is the author of Alice a. Bailey: Life and Legacy and The Unlikely Occultist: a biographical novel of Alice A. Bailey. Isobel is also an award-winning novelist.

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    El tapiz de Emma - Isobel Blackthorn

    El tapiz de Emma

    EL TAPIZ DE EMMA

    ISOBEL BLACKTHORN

    Traducido por

    CELESTE MAYORGA

    ÍNDICE

    Agradecimientos

    Nota de la autora

    1939

    Casa Drylaw

    1914

    Singapur

    Instalándose

    El Club Teutonia

    Motín

    1939

    Casa Cottenham

    1917

    Kobe

    Hawaii y Montreal

    Disturbios en el Bund

    Influenza

    1940

    Casa Cottenham

    1919

    Cambio de planes

    Brush

    Una enfermedad

    El censo

    Todos bajo un mismo techo

    1940

    Un día en Wimbledon

    Epílogo

    Querido lector

    Sobre la autora

    Copyright (C) 2021 Isobel Blackthorn

    Diseño de maquetación y copyright (C) 2024 por Next Chapter

    Publicado en 2024 por Next Chapter

    Diseño de la portada por CoverMint

    Este libro es un trabajo de ficcion. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de forma ficticia. Cualquier parecido con eventos, lugares o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede reproducirse ni transmitirse de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso de la autora.

    Para mi tía Sandra, y para todos lo que se quedaron atrás.

    AGRADECIMIENTOS

    Esta novela no podría haberse escrito sin la participación y el gran interés de mi madre Margaret Rodgers, y su propia investigación exhaustiva de nuestro árbol genealógico. Ella cuenta con muchos recuerdos de mi bisabuela que me ayudaron a darle forma al personaje de Emma. Me gustaría agradecer a los miembros del grupo de discusión Beyond Genealogy 1841-1939 en Facebook que me ayudaron a desenterrar la historia de mi bisabuelo. Mi más cálido agradecimiento al Reverendo Ray Robinson de la Iglesia Espiritualista de Wimbledon por proporcionarme el acta de bautismo de mi abuela. Estoy enormemente agradecida con Philip Wallis por su apoyo y sus ideas que han hecho que este libro sea mucho mejor. Muchas gracias a Karen Crombie por sus comentarios editoriales sobre el primer capítulo y su entusiasmo por este proyecto. Y, como siempre, mi más sincero agradecimiento a Miika Hannila y Next Chapter Publishing.

    NOTA DE LA AUTORA

    La línea de tiempo de esta historia es verdadera y está basada en una extensa investigación genealógica. Mi bisabuela Emma Katharine Harms, nacida el 19 de enero de 1885 de padres alemanes en un lugar desconocido, era una devota espiritista, curandera y enfermera privada de gran prestigio que cuidó a la heredera judía Minnie Adela Schuster en los últimos años de su vida. Los historiadores señalan el afecto de la señorita Schuster por Oscar Wilde. El retrato que Adela hace de Oscar Wilde es lo más cercano al registro histórico que pude lograr. Sin embargo, las cartas de Oscar Wilde a Adela Schuster a las que se hace referencia en esta historia son pura ficción.

    El primer capítulo de esta novela fue preseleccionado para el Premio Ada Cambridge de Prosa de ficción biográfica en 2019 y aparece como una historia corta en All Because of You: Fifteen tales of sacrifice and hope.

    1939

    CASA DRYLAW

    Sonó una campana y el tintineo de esta bajó las escaleras hasta donde estaba Emma. Se vio obligada a ignorarla. Reunida en el vestíbulo con los sirvientes (mayordomo, chófer, cocinera y criada), esperaba su turno para recibir un documento nacional de identidad sellado y su responsabilidad de mantenerlo a salvo durante la guerra. El ambiente era grave y lleno de aprensión. La mujer sentada a la mesita escribía con mucho cuidado. La señora Davies, la secretaria, observaba. La campana volvió a sonar, un poco más impaciente. Emma esperó.

    La criada recibió su tarjeta y volvió a sus deberes. Emma observó cómo la mujer escribía los datos del chófer en su tarjeta. Con cada palabra, su corazón latía un poco más rápido. Sus palmas se sentían cálidas. Cuando el señor Webster se alejó, tarjeta en mano, ella se esforzó por mantener la compostura. El señor Holt, el mayordomo, era el siguiente, seguido por Mary Stoker, la cocinera. Sólo quedaba Emma.

    —Señora Emma Taylor —leyó la señora Davies con tono autoritario—. Diecinueve de enero, 1885.

    Eso fue todo lo que la mujer escribió en la tarjeta. El resto, su estado civil y ocupación, se conservaría en el registro. La mente de Emma revoloteó hacia sus hijas, hacia sus esposos, hacia lo que se avecinaba para todos ellos.

    —Muy bien, señora Taylor.

    Se guardó la tarjeta que le dieron.

    —¡Emma!

    La campana tintineó y tintineó.

    Subió corriendo las escaleras, con una rápida mirada a la señora Davies. La señorita Schuster podría tener ochenta y nueve años, pero su mente seguía siendo joven y aguda, y su voluntad exigente.

    Al entrar a la habitación, vio inmediatamente la causa del sonido de la campana. La señorita Schuster (Adela, Minnie para sus amigas) yacía torcida, con las sábanas cubriéndola a la mitad. A Emma le pareció que había intentado reorganizar las cosas y se había metido en un aprieto.

    —Espero que no se molesten conmigo —dijo Adela, sin aliento y agitada, mientras Emma arreglaba tanto a su paciente como la ropa de cama—. Ni siquiera saldré de casa.

    —Supongo que la señora Davies se encargará de ello.

    —¿Y tienes la tuya guardada en un lugar seguro?

    Emma se dio una suave palmadita en la cadera. Adela la miró fijamente.

    —¿La señora Davies les dijo que no estaremos aquí mucho tiempo?

    —Les dijo que la Casa Cottenham es donde viviremos todos.

    —Cottenham. —Se interrumpió. Luego preguntó, con renovada preocupación—: ¿Les dijo que no estaremos en Drylaw?

    —Lo hizo. —La mujer no había mostrado el menor interés.

    —Pero no es nada tranquilizador, ¿verdad? La guerra pronto volverá a estar sobre nosotros. No estaré aquí para verlo. Pero tú sí. Debes ser fuerte.

    —Es mejor no pensar en esas cosas. —No quería que la conversación se centrara allí, no en la perspectiva de la guerra—. ¿Está cómoda? ¿Le traigo algo?

    —Un corazón nuevo estaría bien. —Ella soltó una suave risita.

    Emma se sentó en la silla junto a su cama y tomó la mano de Adela, acunando su muñeca, sintiendo el pulso, contando. Un poco rápido, pensó, pero debería calmarse con el descanso. Llevaba unos seis meses cuidando a Adela y se había acostumbrado a sus debilidades, al lento deterioro de su corazón. Acostumbrada también a sentarse en el espacioso dormitorio de Adela, con sus techos altos y sus muebles elegantes. El tipo de muebles que sólo los ricos podían permitirse, todos de madera finamente torneada y tapizados elegantes, aunque no modernos, ni siquiera del siglo. Mucho antes de enfermar, Adela creó otro tocador extravagante, similar a su dormitorio en la Casa Cottenham. Lleno de remolinos de color, el papel pintado, las alfombras, los muebles, un derroche de movimiento inspirado en William Morris. No era una habitación tranquila y no era del gusto de Emma, pero siempre había algo en lo que perderse, algo en lo que absorber la mente, si no tranquilizarla.

    Metió la mano de la anciana debajo de las sábanas y le apartó un mechón de cabello suelto de la cara. Todavía era hermosa, a pesar de las profundas arrugas y los pliegues de piel alrededor de su cuello. Tenía ojos amables y una curva perspicaz en sus labios.

    Como si se diera cuenta de que la estaban estudiando, Adela murmuró algo incomprensible en voz baja y sus párpados se cerraron.

    Emma se recostó. Su mirada vagó, primero aquí, luego allá, deteniéndose finalmente en las cortinas, el brocado, notando un toque de desvanecimiento en la abertura, resultado del intenso sol de verano. Ahora era otoño y los días eran más cortos. Prefería el verano. Los moribundos siempre eran más felices en los meses de verano, ansiosos por aguantar. El invierno traía pesimismo a los ánimos y las largas noches transcurrían, las cortinas casi siempre cerradas. Estaba segura de haber perdido a la mayoría de sus pacientes durante el invierno.

    La respiración de Adela se volvió rítmica. Emma observó a su paciente dormida, una pequeña montaña debajo de la colcha, subiendo y bajando. Adela era una mujer corpulenta, tanto que su amigo Oscar Wilde la apodó «Señorita Pequeñita». Emma se la imaginó riéndose con él, usando el apodo con gracia y buen humor. Adela dijo que él también la llamaba la «Dama de Wimbledon», un título más halagador. En la mente de Emma, Adela siempre había sido una dama, aunque no en el título. Incluso ahora, a su edad, nunca vaciló, nunca resbaló y ciertamente nunca se quejó. Ella siempre era encantadora, siempre sabía qué decir. Desde que se conocieron en la iglesia muchas lunas antes, Emma había encontrado mucho que admirar en la señorita Schuster. Lamentaba haber conocido a la heredera judía tan tarde en su vida, cuando gran parte de su vitalidad la había abandonado, después de que su mundo se había reducido a sólo las cuatro paredes de su dormitorio.

    Pocos la visitaban. A su avanzada edad, muchos de sus contemporáneos ya habían fallecido. No tuvo hijos. Nunca tuvo marido. Emma se preguntaba por qué nunca se había casado. Quizás su tamaño desagradaba o prefería la vida de soltera. Seguramente había tenido pretendientes. Allí se encontraba Emma, como había estado con muchos pacientes a lo largo de los años, tantas veces al final de sus vidas, preguntándose siempre qué aventuras habían tenido, los altibajos, los éxitos y las tragedias.

    Era mucho más fácil pensar en las vidas de los demás que en su propio y turbulento pasado.

    La respiración de Adela se hizo más lenta. A veces, todo lo que necesitaba era la compañía de Emma, una presencia en esa habitación que se había convertido en su universo mientras ella lentamente se alejaba de este mundo.

    Emma metió la mano en la cesta de mimbre que tenía a su lado. Sus dedos encontraron caña y extrajo el aro ovalado. Hilo de seda azul colgaba de la lanzadera. Una fina franja de cielo azul cubría una sencilla escena de jardín. Tenía muchas ganas de terminarlo. El tapiz tejido en forma de cuña quedaría bonito sobre la repisa de la chimenea, y la obra era lo suficientemente pequeña y ligera para su regazo. Metió y sacó la lanzadera de la urdimbre, tirando suavemente, con cuidado de no tirar del hilo, manteniendo la tensión justa.

    El tiempo pasó.

    La puerta se abrió a las nueve en punto y Susan entró de puntillas. Intercambiaron algunas palabras en susurros. Susan, una joven seria y sencilla, tenía su juventud, si no su experiencia, de su lado. Fue contratada para ser la guardiana del turno de noche.

    —Que duermas bien —dijo mientras Emma salía de la habitación.

    Ella no pensó que lo haría. Podría bajar y compartir una taza de té con la señora Stoker en la cocina, pero se sentía agitada y buscó la soledad de su habitación, donde podía orar.

    Orar por sus hijas, por sus esposos, por la seguridad de todos ellos en Wimbledon. Su hija menor, Irene, estaba embarazada, y Emma dijo una pequeña oración para mantenerla a salvo, esperando que el mundo en el que vivían y se movían no fuera destruido, que el caos no descendiera, que todo terminara rápidamente y la paz reinara. También oró por su otra familia que estaba lejos, de quienes no había sabido nada desde hacía mucho tiempo.

    Se sentó frente a su tocador, deslizó una mano en el bolsillo de su uniforme y sacó la tarjeta. Su nombre, fecha de nacimiento, algunos números y un sello. Su identidad. Esperaba que Adela siguiera viviendo un tiempo más; aquí Emma se sentía segura. Guardó la tarjeta en su bolso. El cierre hizo un clic apagado mientras dirigía su mirada hacia la habitación.

    Adela había insistido en que tomara la habitación principal de invitados, contigua a la suya, y no, como era costumbre, una habitación en el área de servicio. Era privilegiada, algo que la señora Davies, que tenía una habitación mucho más pequeña en el ala este, le hacía saber siempre que podía. Emma no hacía caso. Desde Singapur no había vivido en un lugar tan agradable y estaba agradecida.

    Mientras se preparaba para ir a la cama, se preguntó qué le depararía el futuro ahora que se avecinaba otra guerra. La última guerra había resultado difícil pero no insoportable para ella, como lo fue para muchos, pero sus problemas, provocados por la casualidad de su nacimiento, formaron un telón de fondo oscuro y, al final, una pérdida tremenda.

    ¿Esta vez sería diferente? ¿Peor? Ella estaba aquí, una extranjera en Inglaterra, un país en guerra con el suyo, y no como antes, una súbdita británica por matrimonio que vivía en climas remotos, en Singapur, en Japón, en Estados Unidos. Los recuerdos la invadieron, voces parlanchinas, escenas angustiosas. Ella los apartó.

    No le importaba pensar en el pasado ni en el futuro, porque tales cavilaciones implicaban inevitablemente la muerte y ahora que había llegado la guerra, la muerte cobraba mucha más importancia que Adela en la habitación de al lado. Volvió a pensar en su paciente. Sería mejor que siguiera así. La enfermería la mantenía en el presente, que era donde prefería existir.

    Al día siguiente, Adela estaba brillante como el sol. Siempre estaba en su mejor momento por la mañana. A diferencia de Susan, con ojos llorosos y ansiosa por dormir. Una vez que las dos mujeres levantaron a Adela sobre sus almohadas, Susan salió de la habitación. Adela charlaba mientras Emma corría las cortinas y se ocupaba de la tela opaca que el señor Holt había colocado en los marcos de las ventanas la semana pasada. Adela observaba.

    —No tengo idea de por qué debemos preocuparnos por esas cosas.

    —Porque tenemos que hacerlo.

    —No estaremos aquí por mucho tiempo.

    —Descanse, señorita Schuster. Realmente no es ningún problema.

    Habían venido a Guilford para disfrutar lo último del verano y luego cerrar la casa durante el invierno y reunir varios objetos preciados para Adela, lo más importante era su ejemplar firmado de El príncipe feliz, que sin darse cuenta había olvidado en su último viaje y no podía soportar estar sin él con la guerra en camino.

    Terminadas las cortinas, Emma regresó a la cama y apoyó a Adela aún más sobre sus almohadas, justo cuando el señor Holt llamó y entró con el desayuno de Adela.

    —Yo me ocuparé de esto —dijo Emma, encontrándose con él en el centro de la habitación y alcanzando la bandeja.

    Él miró hacia la cama y arqueó las cejas un poco como si estuviera a punto de plantear un desafío. Luego dijo:

    —Como tú digas. —Y lo soltó mientras Emma tomaba la bandeja.

    Té, un huevo cocido, pan tostado y mermelada, y un plato pequeño de fruta. Había dos tazas. La tetera estaba llena.

    Emma dejó la bandeja sobre la mesa del carrito y sirvió el té antes de que se enfriara, añadiendo un poco de leche. Prefería el café pero había aprendido a disfrutar el té. A los ingleses les encantaba el té. Descubrió cuánto cuando se encontraba en Singapur. Incluso con calor, los ingleses bebían té caliente.

    Ayudó a Adela, cuya mano inestable ya no era tan hábil como antes para encontrar su boca. La propia Emma, amable y guía, ayudó a sacar del cuenco, la huevera y el plato todo lo que Adela podía comer. No era mucho. Luego tomaron el té juntas, y Emma se sentó en la silla junto a la cama de Adela.

    —¿Hoy brilla el sol, Emma?

    —Creo que así será.

    Una mirada expectante apareció en el rostro de Adela. Emma conocía esa mirada. Sonrió para sí misma. A la querida anciana nada le gustaba más que expresar sus recuerdos de los tiempos que pasó en Torquay, en Babbacombe Cliff. Fueron días emocionantes y alegres. Cuando Emma era una niña pequeña y crecía en la lejanía de Filadelfia, Adela y su madre viajaban de Wimbledon a Devon para alojarse en la casa solariega de Lady Mount Temple.

    —Georgina era la anfitriona perfecta, viajarías muy lejos para encontrar una mujer más interesante que ella. Ya sabes, en aquellos días la gente se interesaba por las cosas más fascinantes. A diferencia de hoy. Hoy la situación es demasiado sombría.

    —¿Cómo era la casa? —preguntó Emma, fingiendo no saberlo, guiando los pensamientos de Adela hacia el pasado.

    —Simplemente magnífica. Así como esta habitación, Emma. ¿Te imaginas una casa entera adornada con estampados florales como estos? ¡Sin mencionar las más gloriosas pinturas! Aquellos prerrafaelitas seguro que sabían pintar. Recuérdame que algún día te cuente sobre los prerrafaelitas. Que gente tan interesante. Y, a veces, bastante malintencionados. —Ella se rió y Emma vio un destello de la joven Adela en la anciana.

    »Y luego, por supuesto, llegó Constance y traería consigo a su querido Oscar. Así fue como nos conocimos, ya sabes, Oscar y yo.

    Ella se interrumpió, perdida en su mundo privado por un momento. Emma esperó, esperando más. Todos los días Adela cantaba alabanzas de su preciado Oscar.

    —Nos divertimos mucho en Torquay, aunque cuando llegó Oscar no salíamos mucho de casa. Simplemente sucedían demasiadas cosas en el interior como para molestarse en salir al aire libre. —Ella se rió—. Supongo que los demás salían a caminar. Él tenía un gran ingenio. ¿Qué les dijo a los agentes de aduanas en Nueva York?

    —Realmente no tengo ni idea.

    —«No tengo nada que declarar excepto mi genio» —dijo ella, más para sí misma que para Emma—. Eso es todo —añadió con una sonrisa de satisfacción. Hizo una pausa y dio unas palmaditas en la cama—. Siéntate aquí donde pueda verte. —Emma se puso de pie y movió su silla hacia adelante, frente a su paciente, y Adela continuó—. Ahora bien, Georgina sabía cómo realizar una buena sesión de espiritismo. ¿Alguna vez has asistido a una buena sesión espiritista? No se parecen en nada a las sesiones posteriores al servicio que organizan en la iglesia.

    Emma fingió que nunca había oído la historia. De una gran mesa circular en una habitación a oscuras. De manos unidas y apoyadas sobre la funda de terciopelo índigo. Del sentimiento cargado. De las extrañas declaraciones de la médium mientras caía en trance. De los mensajes que llegaban de entre los muertos. De los chillidos, los gritos, las lágrimas y los desmayos. Emma imaginó el drama con facilidad. Para aquellos aristócratas aventureros, una sesión de espiritismo era poco más que un juego de salón. Para algunos, el espiritismo siempre se había reducido a un juego de salón. Para otros, para aquellos con seres queridos desaparecidos, una sesión de espiritismo no era un juego, sino más bien un medio genuino de contacto y una fuente de consuelo y esperanza. Y así debería ser, pensó Emma. Sin embargo, como siempre lo hacía, ahora resistía la tentación de defender su fe ante una mujer más interesada en lo frívolo y lo social.

    La concentración de Adela perdió fuerza y sus recuerdos se desvanecieron. Apoyó la cabeza sobre las almohadas. La anciana querida tenía tan poca energía para cualquier cosa.

    —Léeme, querida —dijo sin aliento.

    Emma retiró las tazas de té y tomó el libro que estaba junto a la cama de Adela, el único libro que había allí. Esta era la segunda vez que leía El retrato de Dorian Gray. Sospechaba que una vez que llegara al final, le pediría que empezara de nuevo. Pero ella lo prefería a El príncipe feliz. Al principio de su estancia, ante la insistencia de Adela, Emma había empezado con La importancia de llamarse Ernesto, pero las dos mujeres pronto coincidieron en que estaba más allá de sus capacidades mantener el diálogo con delicadeza. Como consecuencia, y como era de esperar, nunca le había pedido que empezara El abanico de Lady Windermere. Comenzaría con Dorian Gray.

    Emma logró leer dos páginas enteras sin interrupciones. Cuando pasó a la siguiente, Adela interrumpió:

    —Señora Taylor. No me has dicho con qué nombre empezaste.

    Su incongruencia tomó a Emma por sorpresa.

    —¿Mi apellido de soltera?

    —No sé cual es.

    —Prefiero no decirlo.

    Adela levantó la cabeza de las almohadas y examinó el rostro de Emma antes de dejarse caer hacia atrás.

    —Te he avergonzado —dijo a la ligera. Una ligereza que contradecía la tenacidad. Luego—: ¿No te gusta tu nombre?

    —No es eso.

    —Entonces, ¿qué es?

    —Por favor, señorita Schuster, preferiría no tener que decírselo.

    —Oh, pero insisto. No debes temer. No me reiré y no se lo contaré a nadie. Sin duda lo olvidaré, en cualquier caso. ¡Dime!

    No había elección. Era demasiado honesta para mentir.

    —Harms —dijo en voz baja.

    —¿Harms? —repitió Adela—. ¿Qué diablos tiene de malo Harms? Si quieres mi opinión, es mucho mejor que Taylor.

    —Supongo que Taylor es algo…

    —Común. Ya, lo he dicho. Perdóname. Prefiero pensar en ti como la señora Harms. —Respiró hondo y añadió con tono conspirativo—: Puede ser nuestro secreto.

    Emma se sintió aliviada y esperó que la conversación terminara ahí. Tomó el libro e inhaló, preparándose para continuar. No había tenido oportunidad de pronunciar la siguiente palabra cuando Adela dijo:

    —¿Dónde está él? ¿Alguna vez te has preguntado dónde está?

    —¿Quién?

    —Tu esposo.

    —Murió, señorita Schuster. Estoy segura de que se lo mencioné.

    —Sí, sí, lo sé —murmuró Adela vagamente. —¿Pero él ha estado alguna vez en contacto?

    —No.

    —Una lástima.

    Adela no dijo más. Emma cerró el libro, al ver que su paciente había gastado toda su energía por el momento.

    La conversación la había dejado inquieta. Y rápidamente se dijo a sí misma que eran tiempos inquietantes. Inquietante por más motivos de los que Adela podría suponer.

    Demasiado tiempo enterrado ahora burbujeaba bajo la superficie.

    Pensó que había logrado vencer los recuerdos pero, cuando volvió a colocar su silla junto a la cama, las preguntas de Adela despertaron en Emma sensaciones que al principio no reconoció. Algo se abrió camino dentro de ella, un ascenso lento y constante, y sintió la presión como pesadas pisadas en su vientre, que finalmente presionaba su corazón, una fuerte presión que la hacía pesada, un hierro abrasando ese músculo vital hasta que la presión ya no ardía, sino que dolía. La humedad brotó de sus ojos y luchó por contener las lágrimas, tragó saliva, se atragantó por el impulso de ceder a la angustia espontánea. Se encontró devuelta a un lugar que durante mucho tiempo se había negado a recordar. A un verano cruel seguido de un invierno terriblemente frío, a una habitación demasiado pequeña para ella y sus bebés, a la soledad y la confusión, y luego al odio malicioso; odio por ser quien era: alemana. Una lágrima ardiente se deslizó, sin ser vista, por su mejilla.

    Más tarde, cuando la casa dormía, quitó las sábanas, dejó que sus pies encontraran sus pantuflas y se acercó de puntillas al tocador. En el cajón inferior, escondido debajo de sus cárdigans, había un sobre marrón. No miró dentro, ni a su acta de nacimiento, ni a sus papeles. Se puso la bata y bajó sigilosamente a la cocina. El fuego en el Aga todavía estaba encendido.

    Abrió la puerta de la cámara de combustión y arrojó el sobre.

    Al ver las llamas retroceder, su núcleo se sintió carbonizado, como si hubiera borrado su propia existencia.

    1914

    SINGAPUR

    El Kaga Maru acababa de atracar en el puerto y los castilletes ya estaban en acción, izando grandes cajas de madera a tierra en pesadas redes. Abajo, los hombres estabilizaban las cargas mientras descendían hacia el muelle. Otros esperaban para transportar el cargamento a otra parte. Un hombre inglés de aspecto oficioso y traje blanco se acercó a un estibador que podría haber sido chino o malayo. Hubo una breve conversación y luego el funcionario, quizás satisfecho, cruzó el muelle y entró en el edificio de oficinas junto a un almacén.

    La mirada de Emma se desvió. Un tranvía se había detenido al fondo del muelle, como si esperara a los pasajeros del barco. Se habían detenido algunos gharries y rickshaws. Ante toda esa actividad, los porteadores corrían de un lado a otro con el equipaje por la pasarela. Los pasajeros, que debían esperar en cubierta hasta que los porteadores hubieran terminado su tarea, se agolparon alrededor, ansiosos por desembarcar. Emma se quedó atrás, absorbiendo la escena, incluso cuando estaba ansiosa por abandonar el barco y el bullicio del puerto, ansiosa por poner distancia entre ella y aquellos embudos que habían arrojado humo durante todo el viaje, infundiéndose por todas partes a bordo en mayor o menor grado con el hedor. Y, sobre todo, estaba ansiosa por encontrar algo de alivio debido el calor.

    La falda hasta los tobillos y la blusa de algodón que llevaba puestas resultaban ser mucho en el aire húmedo de la tarde. La brisa constante sobre el barco en movimiento le había proporcionado una falsa sensación del clima y mientras estaba junto a su marido, esperando desembarcar, sintió cálidos hilos de transpiración descender de las puntas de sus brazos. Alejó un poco los codos de su cuerpo, esperando que la humedad no mojara la tela de su blusa y se mostrara.

    A pesar de su malestar, quedó fascinada por la gente que veía en el muelle, los divertidos sombreros cónicos, los rasgos orientales e indios de los hombres. Pero la espera se prolongó, y el calor y el hedor pasaron factura, y cuando levantó la mirada del muelle y la dejó posarse en los edificios de aspecto destartalado y los campos llanos y abiertos más allá, no tenía idea de qué podría atraer a cualquier persona a Singapur. Tenía que suponer que, a diferencia de ella, muchos adoraban o pensaban que adorarían el trópico. Eran cautivados por el romance de un estilo de vida colonial y lujoso. Cuando sus colegas de la agencia de enfermería descubrieron hacia dónde se dirigía, se sintieron emocionados y envidiosos y no hablaron de mucho más. Lo único en lo que había pensado entonces y en lo que podía pensar ahora eran las enfermedades tropicales que tendría que evitar y la soledad que seguramente soportaría. Realmente no podía imaginar qué tipo de vida llevaría como señora Ernest Taylor, esposa de un agente de exportación, enfermera encerrada en casa abanicándose la cara mientras su marido iba a trabajar. ¿Qué se esperaría de ella?

    Vio movimiento entre los pasajeros y un lento hilo de gente se dirigió por la pasarela. Ernest comenzó a ocuparse con su equipaje de mano mientras avanzaban poco a poco. Hombre de estatura media, a los treinta y cuatro años ya era corpulento y calvo, y se estaba convirtiendo en una especie de dandy. Su rostro lucía un barniz permanente de jovialidad juguetona, enmascarando la férrea resolución interior, resolución sólo aparente en los ojos, que tendía a penetrar y a veces desconcertar al incauto receptor de su mirada.

    Este Ernest actual, todo alboroto y bonhomía, estaba muy lejos del hombre con el que se había casado. Mientras esperaba su turno para caminar por la pasarela, se había convertido en un niño de unos seis años. Había estado tan fuera de sí por el entusiasmo desde que salieron de Southampton, que hubo momentos durante el viaje que Emma pensó que lo había sorprendido balanceándose en su asiento.

    Su viaje había sido marcadamente diferente al de ella. Se había sentido pesada y enferma durante todo el viaje. El Golfo de Vizcaya había sido muy cruel y el Océano Índico un poco mejor. Había pasado la mayor parte de las seis semanas en su cabina, acostada para aliviar el dolor de su cabeza y sentada todo el tiempo que podía soportarlo, haciendo frivolidades para distraer

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