Hopper y el fin del mundo (epub)
Por Fedosy Santaella
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terribles precuelas de la debacle, a los paisajes de la desolación,
a los sonidos cada vez más cercanos de la muerte y al encuentro
de dos soledades que se hacen compañía en medio
del estático universo de las postrimerías. Ella danza en lo oscuro
de su pasado, y él, solitario y descreído, se siente cómodo en
el vacío. Ambos, tal como escribió Zagajewski, intentarán vivir
el ocaso de los tiempos con dignidad y con algo que, abriéndose
paso entre las heridas, es parecido a la belleza o al amor.
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Hopper y el fin del mundo (epub) - Fedosy Santaella
Sinopsis y blurb
Hopper y el fin del mundo narra un viaje caleidoscópico a las terribles precuelas de la debacle, a los paisajes de la desolación, a los sonidos cada vez más cercanos de la muerte y al encuentro de dos soledades que se hacen compañía en medio del estático universo de las postrimerías. Ella danza en lo oscuro de su pasado, y él, solitario y descreído, se siente cómodo en el vacío. Ambos, tal como escribió Zagajewski, intentarán vivir el ocaso de los tiempos con dignidad y con algo que, abriéndose paso entre las heridas, es parecido a la belleza o al amor.
Fedosy Santaella imagina en Hopper y el fin del mundo un apocalipsis en el que las pesadillas y los sueños se encarnan a la vista de sus personajes. Juega con la ciencia-ficción clásica de Ray Bradbury y encuentra belleza vitalista en este retrato del mundo perdido.
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
Biografía
Fedosy Santaella (Puerto Cabello, 1970). Narrador y poeta venezolano. Ha publicado en editoriales como Alfaguara, Ediciones B, Pre-Textos y Oscar Todtmann. Fue becario del programa de escritura de la Universidad de Iowa en 2009. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe (España). En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional (Venezuela) y estuvo en la lista corta del premio de novela Herralde. En 2016 se hizo merecedor del Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro por Los nombres.
Portada
HOPPER
Y EL FIN DEL MUNDO
FEDOSY SANTAELLA
Créditos
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte
Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
espai
es una colección de libros digitales de Editorial Milenio
© del texto: Fedosy Santaella, 2021
© de la edición impresa: Milenio Publicaciones, S L, 2021
© de la edición digital: Milenio Publicaciones, S L, 2023
C/ Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida
editorial@edmilenio.com
www.edmilenio.com
Primera edición impresa: noviembre de 2021
Primera edición digital: abril de 2023
DL: L 352-2023
ISBN: 978-84-19884-12-1
Conversión digital: Arts Gràfiques Bobalà, S L
www.bobala.cat
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
Citas
Morn came, and went —and came, and brought no day,
And men forgot their passions in the dread
Of this desolation; and all hearts
Were chill’d into selfish prayer for light
Lord Byron
¿Cómo vivir tras tantos fines del mundo? Adorno consideraba que la poesía era imposible después de Auschwitz. Pero la ropa se seca tendida en las cuerdas blancas y resuena la risa de un niño. El niño crecerá y será policía o cura. Por eso creo que, después del fin del mundo, hay que vivir como si no hubiera pasado nada.
Adam Zagajewski
PRIMERA PARTE
PRIMERA PARTE
Aves nocturnas
El final no destruyó. No hubo zombis ni guerras. Tampoco bajó una nave nodriza y liberó cientos de miles de naves más pequeñas que saltaron sobre las ciudades con su muerte de rayos calóricos. Nada de eso fue, nada de lo que imaginamos hasta el hartazgo en libros y películas. Quién sabe si la causa habrá sido el virus definitivo y más letal de todos, tanto que ni cuenta nos dimos. O la furia de los dioses, un chasquido de dedos, el deseo cómodo de Thanos. Sí, al final, los más grandes visionarios de la humanidad fueron los dibujantes de cómics. Stan Lee fue nuestro verdadero Nostradamus, nuestro ínclito Juan de Patmos.
Ocurrió una mañana, muy temprano; por lo menos acá, en este lado del mundo.
Un apocalipsis muy considerado que hizo ceniza a los humanos y nada más. Al inicio, eso sí, arrancó gritos y algunos instantes de terror. Pero luego fue el silencio, un magnífico reposo.
Algunos sobrevivimos. ¿Por qué? No tengo idea.
Creo que tampoco quedaron animales. No he visto perros ni gatos. No hay pájaros en los árboles, menos por el aire. Durante un tiempo estuve yendo a los parques. Me quedaba un buen rato detallando el follaje. También observé con cuidado la tierra. No encontré lagartijas ni arañas ni hormigas. A veces, en las noches, me parece escuchar un ladrido, y en uno que otro amanecer he creído percibir un trino lejano. Pero no sé, no puedo asegurarlo.
Por supuesto, no hay mucho qué hacer. Los mercados están intactos, queda alimento, del poco que había para el momento, pero es suficiente para uno solo, para mí solo. La electricidad no se ha ido, todo sigue funcionado, no sé por cuánto tiempo, pero las cosas siguen funcionando. Claro, la televisión es un negro vacío, la radio un hormigueo metálico. Internet está caído.
Yo me entretengo hablándole a mi público imaginario, escribiendo para mis lectores inexistentes, imaginando una vida pequeña, pero vida al fin y al cabo. No gano nada, tampoco pierdo. El juego me ayuda a hacerme a la idea de que sigue importando, de que la existencia sigue importando.
No sé, quizás los hombres éramos los únicos animales sobre la faz de la tierra capaces de quitarnos la vida por causa de hastío. En ese sentido, la imaginación, el arte y la ficción siempre nos ayudaron a persistir.
Así que imagino, así que juego.
Por las noches me dedico a «trabajar» en lo que siempre quise.
Dirán (esos lectores inexistentes) que soy un creador con pocas ambiciones. Puede ser. Yo más bien me veo como un hombre contemplativo, como alguien que imagina universos estáticos. Digamos que en el fondo soy un artista de la performance pictórica.
De hace unas cuantas noches para acá, me traslado a la cafetería e instauro mi ritual en medio del silencio. Quizás los rituales son una forma de mantener el sentido, de hablar cuando ya no quedan palabras, de existir en un mundo muerto.
Esto hago: enciendo sus luces, paso al interior de la barra, me pongo el uniforme blanco de camarero y empiezo a imaginar que trabajo allí.
Soy un camarero en la noche amarilla de esta cafetería que hace esquina en una calle onírica que alguna vez fue real y alojó niños, colegiales, madres, ancianos, señoras, oficinistas, empleados y dueños de negocios...
La realidad es posible solo cuando es habitada, y allá fuera nada se habita.
Afuera todo es onírico y es cosa.
Pero yo tengo mi ritual.
Me gusta tomar un vaso, abrir el grifo y dejar que sobre él y mis manos caiga el agua. Me gusta el borboteo del líquido. A veces también me ocupo de alguna taza, aunque prefiero la transparencia del vaso, esa transparencia que me muestra el agua moviéndose allá dentro, escapando... todo eso me sumerge.
Sí, simplemente me sumerge. Sin mayores misticismos.
Luego cierro el grifo, tomo una servilleta de tela y me pongo a secar el vaso de rigor. Estoy así, en silencio, un buen rato. No me apresuro, le saco brillo. Después lo pongo sobre un paño en el mostrador, busco otro vaso y vuelvo a empezar.
Voy haciendo una colección de vasos, lustrosos, perfectos.
También me agrada pulir el mostrador. Lo hago ayudado de un paño un poco más grande. Con el pote del aspersor arrojo un fractal de jabón sobre la madera de cerezo y, acto seguido, paso el paño, hago círculos, de afuera hacia el centro. Cuido siempre que todo resulte uniforme, que no queden huellas del trazado espiral. Me gusta, me esmero.
Así es todas las noches, así son mis postrimerías, una ficción que pretende seguir sosteniendo una mínima realidad. Tampoco estoy mal con todo esto. Nunca me gustó mucho la gente. De modo que juego por jugar y estar tranquilo y seguir viviendo, o existiendo, o no sé. Lo que sea.
Bradbury va a la clínica
Ámbar y Max están sentados en la sala. El personaje que interpreta Max le dice al personaje que interpreta Ámbar que ha soñado con el fin del mundo. Que todos en su oficina han tenido el mismo sueño. Ámbar le confiesa que ella también.
Se lo toman con calma. Argumentan que no hay nada especial en ello, que es lógico que pase. La humanidad no se ha portado del todo mal, pero tampoco demasiado bien.
Yo los escucho un poco más allá, jugando con mis muñecas. Se supone que deberíamos ser dos las hijas, pero Lisa nunca ha querido integrarse. Solo una vez lo hizo, pero porque ese día quería jugar a ser Lolita. Participó un rato, toda caliente, haciendo poses para los hombres, mostrando las pantaletitas y jugando con sus crinejas. Luego se aburrió y se fue a tener sexo con Oliver.
A mí tampoco me complace este juego, me siento rara con las muñecas.
Me gustaba más cuando hacía de cantante calva, y Ámbar y Max, sentados en cómodos sillones, recreaban aquel magistral diálogo en el que dos extraños empiezan a darse cuenta de que viven en la misma casa y están casados.
Ese era un juego divertido, con todo y que yo, la cantante calva, nunca aparecía.
El asunto es que Max descubrió hace días una antología de cuentos de Bradbury en la biblioteca y leyó ese cuento. Él andaba buscando historias sobre el fin del mundo, tema forzoso, obviamente, en vista de que hemos asumido que realmente el planeta, o más bien el hombre, llegó a su fin.
Le impresionó tanto el cuento que nos propuso realizar una pequeña temporada apocalíptica. A mí me tocó ser una de las hijas. No estamos completos, pero ni modo, yo juego por no dejar, no tengo qué hacer ni a dónde ir.
Ninguno de nosotros tiene a dónde