Los historiadores del arte críticos
Por Michael Podro
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Los historiadores críticos mantienen una determinada concepción del arte, no se limitan a registrar datos o documentos. Precisamente porque su historia se configura en torno a un concepto determinado, desborda los límites de las épocas cronológicas estudiadas y nos invitan a observar y analizar obras de otros momentos. Se establece así un fecundo diálogo entre el lector y el historiador y se alcanza una mejor comprensión de la obra de arte.
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Los historiadores del arte críticos - Michael Podro
bibliografía.
Primera parte
I
El proyecto
i. La recuperación del pasado
Cuando deseamos ocuparnos de una obra de arte excelente concreta estamos casi obligados a hablar del arte en general, pues la totalidad del arte está contenida en ella y todo el mundo puede, hasta donde sus habilidades lo permiten, desarrollar por medio de aquélla cualquier cosa relacionada con el arte en general¹ *.
A la observación de Goethe se le puede dar tanto un significado amplio como un significado específico. Es posible interpretarla, de modo académico y restrictivo, como si asumiese que en el arte hay una norma fundamental, como si indicase que nuestra capacidad de discernimiento con respecto a una obra particular involucrase nuestra reflexión sobre el arte en general y el papel de éste en la educación del espíritu. No hay ninguna razón para creer que Goethe tuviera ningún interés en distinguir estos dos significados. Pero es una distinción que llega a ser crucial para los historiadores críticos, porque entraña el problema de cómo valoramos la diversidad del arte del pasado y si lo consideramos recuperable, en lugar de considerarlo un objeto de estudio arqueológico.
«Si la forma artística depende de la religión», escribió Karl Schnaase en 1834, «¿cómo podemos nosotros, cristianos... aceptar las antiguas formas paganas? ². Schnaase no estaba preocupado por que no pudiéramos imaginarnos el pasado, sino por el hecho de que no pudiéramos participar de su arte –convirtiéndolo en una parte importante de nuestras propias vidas– al no compartir las creencias y propósitos a los que ese arte sirvió originalmente.
El problema apareció formulado en su forma más nítida, en la generación anterior a Hegel, en el ensayo de Herder sobre Winckelmann, de 1777. Herder rechazó la idea de que el arte egipcio debería ser juzgado de acuerdo con patrones griegos. Los egipcios no produjeron su arte para los griegos, ni éstos para nosotros. Dicho arte estaba al servicio de sus propios cultos funerarios, y éstos dieron significado a cada una de sus manifestaciones. Herder insistió en la perplejidad que nos podría producir imaginar a un egipcio enfrentado a un guerrero griego que nunca lanzase su arma contra él, o a una Afrodita que nunca terminara de salir del baño³.
Lo que Herder había señalado era el modo en que los productos de una sociedad estaban condicionados por los propósitos e ideas de esa sociedad y que dichos propósitos puede que no coincidan con los nuestros: «sería una estupidez manifiesta considerarnos a nosotros mismos la quintaesencia de todas las personas y épocas». Herder no negaba que los hombres de diferentes épocas y lugares compartieran una humanidad común, pero «sólo el Creador puede concebir la inmensa variedad existente dentro de una nación o de todas ellas, sin perder de vista su unidad esencial»⁴.
La variedad de las sociedades humanas y la correspondiente diversidad de sus artes no implica, para Herder, que alguien de una cultura determinada no pueda comprender el arte de otra cultura y comprenderlo como arte. Escribió sobre el arte de la India, afirmando que éste parecía ser un monumento erigido en memoria de un sistema filosófico correspondiente a la cultura del Ganges, pero creyó, no obstante, que dicho arte tenía interés como arte y no sólo como evidencia de esa filosofía, a diferencia del arte europeo con el que estaban familiarizados sus lectores. Y en el ensayo sobre Winckelmann dijo que el escultor reconocería la habilidad y vitalidad escultóricas en una obra desconocida, algo sobre lo que el anticuario nada podría decir⁵. Para Herder la concepción del arte era, de alguna manera, una constante, aunque ningún arte particular podría servir de modelo para el arte en su totalidad. Y este fue el punto de partida de los escritores críticos posteriores.
Entre ellos se encontraba Karl Friedrich von Rumohr, autor del que hablaremos más tarde. En 1827 –cincuenta años después del ensayo de Herder sobre Winckelmann– escribió que las artes figurativas obedecen a reglas generales, mas si se toma un ejemplo para estipular la regla a partir de él, se excluyen indebidamente otras posibilidades⁶. Tal vez estaba recordando aquí el dictum kantiano según el cual el arte primitivo es ejemplar aunque no proporcione una regla a los artistas posteriores⁷. Pero esto entrañaba un problema: cuanto más firmemente se vinculaba una obra de arte a las preocupaciones y propósitos de la sociedad en la que se había producido, más firme era la separación de éstos con respecto a los propósitos y preocupaciones existentes en otro lugar. Y éste es el problema que planteó Schnaase.
A primera vista, parece que podríamos tener acceso a una obra, aun siendo ajenos a la cultura a la que pertenece, con tal de que el interés de la obra no se reduzca a las funciones que desempeñó en su tiempo o al simbolismo que muestre, con tal de que podamos apreciar las cualidades artísticas con las que fueron elaborados o celebrados los símbolos o los rituales a los que hace referencia. Pero la apreciación del carácter artístico de una obra, el goce que produce el modo en el que ésta llegó a transformar su material ritual o simbólico, no nos permite superar el problema de la diferencia cultural que plantea Schnaase. Es el problema de cómo podemos convertir una obra de arte que está constituida, en parte, por creencias que nosotros no compartimos, en un componente de nuestra propia vida mental, sin que ello suponga una cierta traición interior o cisma mental. No es correcto responder a éste afirmando que podemos ser capaces de aprehender el carácter artístico de una obra, puesto que si separásemos dicho carácter del propósito o la función que desempeñó la obra, se convertiría en algo trivial.
Pongamos un ejemplo. Supongamos que a alguien que no sea cristiano se le muestra una pintura de Rubens (figura 3) y se le dice que es un retablo –por tanto, un objeto de oración y meditación – que depicta la figura crucificada de Cristo, cuyo cuerpo está siendo atravesado por la lanza de un jinete que por allí pasa, para comprobar que Cristo está muerto. ¿Qué es lo que indica esta pintura? ¿El talento artístico de Rubens? ¿Qué nos encontramos desorientados por la organización de las figuras, como si estuviéramos atrapados en medio de ellas? ¿O el modo en que nos hace sentir la crueldad ocasional que provoca la penetración de la lanza del jinete en el cuerpo de Cristo, proporcionando así a la pintura la fuerza que ese acontecimiento tenía dentro del marco de las creencias cristianas?
El problema real es de qué modo se puede pensar que la pintura –su tema y el ritual del que forma parte– tiene interés, con independencia de que el extranjero mantenga creencias que anteriormente no tenía, o de que su tema o ritual sean simplemente una oportunidad para la expresión del virtuosismo del artista, y por tanto, lo trivialice.
Lo que haría falta –alguien podría contestar en la actualidad– para que el espectador extranjero pudiera participar profundamente del arte de una cultura que no comparte, es una preparación para aprender, una preparación para ejercitar una sensibilidad que su propia cultura inmediata no le exigió o no le proporcionó, de tal modo que pudiera sentir la influencia de aquélla sobre su imaginación y sus propias creencias. Las creencias de otras personas no tienen que ser necesariamente alternativas legítimas a nuestra forma de pensar, es decir, no tienen que ser parte de un estilo de vida o de un sistema de creencias que no podamos realmente adoptar, que no podamos llevar a cabo o sentirnos implicados en ellas, o en el arte que a ellas está ineludiblemente vinculado⁸. Pero esto no es mejor que decir, al enfrentarnos con el problema que planteó Schnaase a principios del siglo XIX, que uno puede, al menos, reconocer el carácter artístico de las obras de una cultura ajena a la nuestra. Para poder aprender aspectos de otra cultura y sentir su arte es preciso que haya una institución cultural encargada de dicho aprendizaje, como sucedió con los sacerdotes aztecas, quienes, como parte de su cultura religiosa, disponían de un mecanismo negociador para tratar con los conquistadores, cuyos sistemas religiosos eran diferentes⁹. Aceptaron que tendría que haber, al menos, una persona que actuara como sacerdote o portavoz y que si se sometían con respeto a algunas prácticas religiosas, se les permitiría conservar otras. Es un factor crucial dentro de la obra de los historiadores críticos –aunque más como resultado de una presión interna, que de una presión externa– que tuvieran que forjar, precisamente, una mecanismo parecido para idear maneras en las que podrían ampliar su concepción del arte más allá de las normas clásicas o góticas heredadas, normas que se habían convertido en una segunda naturaleza a través de la educación, las convenciones y el compromiso religioso.
3. Rubens, Crucifixión. La lanzada, 1620, Museo de Amberes.
Lo que necesitaban era un método que les permitiera adaptar su manera de entender un tipo determinado de arte, a la comprensión de otro, como hiciera France de Piles, quien demostró, en el siglo XVII, que el concepto de unidad, vinculado por los teóricos académicos a las obras de Rafael y Poussin, tenía su equivalencia en el arte de Rubens y Rembrandt¹⁰. Pero esto implicaba algo más que la adaptación de una obra a otra, era una manera de concebir el arte que permitiría encontrar la identidad a través de las amplias variaciones de la institución cultural.
Tal vez convenga anticipar aquí cómo se desarrolló esta nueva manera de pensar sobre el arte. Hubo tres etapas: la primera fue esa visión, como la de Winckelmann, que concibe el arte de una cultura ajena como un arte desviado de la norma o como precursor de la propia norma del escritor. Esta idea se enriqueció al permitir que hubiera criterios diferentes y, por tanto, normas diferentes. Así sucede cuando Hegel convierte al arte griego en una ejemplificación suprema del arte, si bien atribuye también al arte posterior un status elevado como expresión de la libertad de la mente, o cuando los alemanes identifican el arte gótico con su herencia cultural, aunque asumen asimismo el papel paradigmático del arte griego. Hubo después una tercera etapa en la que se construyó una concepción general del arte, considerándose las artes particulares modos o manifestaciones suyas. En esta última fase, en lugar de concebir las obras más tempranas como expresiones parciales de un ideal que los propios escritores suscribían, la continuidad con la sensibilidad del presente se mantuvo gracias a la idea de un propósito artístico universal compartido tanto en el pasado como en el presente. Ese propósito se reflejaba en el modo en el que el arte ponía de manifiesto la libertad de la mente humana.
ii. Composición y serenidad
La idea de que tanto las obras de arte, como el pensamiento, ponían de manifiesto la libertad de la mente humana no era nueva. En teorías anteriores, tanto en la Antigüedad como en el Renacimiento, se habían asociado al arte dos sentidos de la libertad, sentidos a los que denominaremos constructivo y ético.
El sentido constructivo de la libertad se puede identificar con la capacidad selectiva del artista con respecto al tema que representa, o con la articulación que aquél realiza de la estructura latente del tema, lo que incluiría tanto su dominio del mismo, como la manera en que evita que el interés por una parte concreta rompa la unidad del todo. Podría incluir perfectamente las observaciones de Alberti sobre el control del artista del tema del que se ocupa, la subordinación de las figuras a la historia que representan (lo contrario de abandonarse a una acumulación de intereses y recursos desordenados) así como su coordinación en un efecto espacial coherente¹¹. De un modo semejante incluiría la prescripción de Aristóteles sobre el encadenamiento causal de la acción en la tragedia, frente a la mera colección de episodios¹². El tema del control del artista sobre el material que emplea tiene su continuación en la estética del siglo XVIII. Schiller añadió únicamente un nuevo énfasis a las concepciones tradicionales al decir que dicho material no debe imponerse al artista y que cuanto mayor sea el dominio de la temática de la obra, mayor será la necesidad del artista de subsumirla dentro del orden de su propia creación¹³. Igualmente se pedía al espectador que no indagase demasiado a la hora de extraer los detalles que el artista había tejido dentro del entramado de su obra. Esta es, por tanto, nuestra primera noción de libertad, la libertad que exhibe el artista al frente de su material, componiendo y controlando elementos preexistentes y absorbiéndolos en su propia formulación personal.
El segundo de los sentidos de la libertad que hemos señalado es ético. Con el fin de aclarar su significado no tenemos necesidad inicialmente de hacer ninguna referencia al arte. Es la sensación de dominio o serenidad interior que tenemos ante las situaciones a las que nos enfrentamos. Es eso que se lograría, en las teorías clásicas, si ejercemos un control sobre nosotros mismos, siendo capaces de apreciar las propias limitaciones de cada cual con respecto a los dioses o a la sociedad, o en relación con otros hombres, y de actuar en consecuencia. Incluiría los objetivos que atribuyen Platón, Kant y Freud a la organización de las diferentes partes de nuestra mente, así como la sumisión estoica y la imperturbabilidad epicúrea¹⁴. La libertad con ese significado de serenidad interior aparece vinculado al arte desde la antigüedad de diversas maneras.
Pero las dos concepciones de la libertad –como composición y como serenidad– entraron en un nuevo tipo de combinación a finales del siglo XVIII, en la estética de Kant. Se unieron para que el proceder constructivo del artista, el primer sentido de la libertad, se considerara desencadenante del segundo, la serenidad interior. Y, de este modo, se concibió el papel del arte como la superación de nuestras relaciones ordinarias con el mundo¹⁵.
El propio Kant no tenía la intención de colocar al arte en una posición tan decisiva. Preparó el camino para ello, al hacer una fuerte división entre la vida humana libre, en la medida en que el hombre hace uso de la Razón dentro del conocimiento moral, y la vida no libre, en tanto que es parte del sistema de la naturaleza gobernado por las leyes de la causa y el efecto, leyes que obligaban tanto a los sentimientos internos, como a las condiciones materiales. Esta división del hombre como parte del reino de la Razón y como parte de la Naturaleza, cercenó el sentimiento de nuestra sensibilidad moral y separó nuestra verdad «racional» de la vida afectiva. Es ésta la naturaleza de nuestra situación a la que respondieron los escritores críticos, autores que vieron en el arte la superación de dicha división. Las citas que se ofrecen a continuación son representativas de todo ello.
Hegel escribió al principio de su Estética:
La necesidad universal y absoluta de la que (en su aspecto formal) mana el arte encuentra su origen en el hecho de que el hombre es consciencia pensante, es decir, en el hecho de que de sí mismo hace para sí éste aquello que él es y lo que en general es... El hombre hace esto para, en tanto que sujeto libre, quitarle al mundo exterior su esquiva extrañeza y en la figura de las cosas disfrutar sólo de una realidad externa de sí mismo¹⁶.
La idea de Hegel de sustituir un mundo con el que simplemente nos enfrentamos por otro que construímos encuentra eco, si bien en un tono más moderado, en Gottfried Semper, treinta años después de la muerte de Hegel:
El hombre está rodeado por un mundo lleno de cosas asombrosas y de fuerzas, de cuyas leyes tiene indicios, aunque nunca los pueda descifrar –indicios que sólo le llegan en acordes fragmentarios y ocasionales–. Aunque su sensibilidad permanece en una tensión no resuelta, hace aparecer en su ejecución la perfección perdida; construye un mundo en miniatura, cuyas leyes cósmicas aparecen ante él como... autónomas y perfectas en este respecto. En dicha ejecución satisface su instinto cósmico¹⁷.
De una manera extraordinariamente parecida, cuarenta años después, Riegl escribió lo siguiente:
Toda vida es una disputa interminable del «yo» individual con el mundo circundante, del sujeto con el objeto. El hombre cultivado considera insoportable adoptar un papel puramente pasivo ante el mundo de los objetos, por los que esté completamente condicionado, y anhela regular su relación con éste, para hacer de esa relación, una relación de independencia y autonomía. Hace esto cuando, por medio del arte (en el sentido más amplio de la palabra), busca otro mundo, fruto de su propia creación libre, para ponerlo al lado del mundo que no resulta de su acción¹⁸.
Pero no sólo podemos encontrar el contraste entre el arte y nuestra relación ordinaria y no redimida con el mundo en afirmaciones programáticas como éstas. También está presente en acciones tales como aislar una raíz visual autónoma del estilo artístico, al que se considera independiente de las condiciones impuestas por la cultura circundante, o concebir el papel del arte como superación del miedo y la superstición, como hicieron Burckhardt y Warburg¹⁹.
La concepción del arte como medio para conseguir una nueva libertad en relación con el mundo exterior recoge, en gran medida, los ecos de escritos antiguos –sin duda, los ecos de los escritos neoplatónicos sobre la belleza–. Pero la fuerza característica que atribuyeron los historiadores críticos a la relación entre arte y libertad, a la opinión compartida por ellos de que se alcanzaba un estado de serenidad interior a través de la composición del artista, constituye una ruptura decisiva con el pensamiento de los primeros autores que escribieron sobre arte. Podemos subrayar esta circunstancia, tal vez, contrastando las opiniones de aquéllos con las de Winckelmann, el más importante de sus predecesores en el siglo XVIII.
La opinión de Winckelmann sobre el modo en el que el arte estaba vinculado a la libertad podría parecer, en principio, próxima a la concepción de los historiadores críticos, pero se aprecia una importante diferencia entre ambas. Para Winckelmann la libertad se asocia al arte de tres formas: la libertad de la sociedad alienta el desarrollo del arte, y asimismo la libertad se pone de manifiesto en la destreza del artista y la serenidad de las figuras representadas. Las dos primeras hacen posible que la serena grandiosidad de las figuras aparezca como tema central en el arte antiguo. La libertad política es una condición indispensable para el desarrollo de esta serena sensibilidad, la cual, a su vez, se requiere para desarrollar la destreza artística. Pero el arte no es en sí mismo, para Winckelmann, ni la liberación de las constricciones políticas, ni la liberación de un agitado y tenebroso temperamento, ni de la falta de pericia en el dibujo. La superación de todas estas cosas es, tan sólo, una condición para la acción artística²⁰.
En las dos secciones siguientes de este capítulo examinaremos, a grandes rasgos, las dos teorías del arte implícitas en el pensamiento y las controversias de los historiadores críticos. La primera corresponde a Kant y la segunda, a Schiller, quien adaptó y realizó revisiones radicales de la posición de Kant. El modo crítico de escribir, tema principal de este libro, podría quedar definido prácticamente si se considera el tratamiento que estas dos teorías –junto con la opinión de Herder sobre la diversidad cultural– recibieron en las obras sobre historia del arte.
iii. Kant
Fue el desarrollo que hiciera Kant del dualismo cartesiano de la mente y la materia, lo que precipitó su apelación al arte con el fin de volver a integrar en una unidad la personalidad humana, o por lo menos, para servir de consuelo a la mente en su pugna con el mundo material. Pero Kant había vuelto a presentar el problema de la libertad de la mente dentro del reino de la materia sensible. No sólo se limitó a ofrecer una definición del problema, sino que también llegó a presentar un modelo para su solución. Podría parecer a primera vista que, para Kant, la libertad no tenía cabida de ninguna forma dentro del mundo material, puesto que en su explicación el mundo material estaba gobernado por las leyes de la causa y el efecto y éstas parecían excluir la posibilidad de actuar libremente. No obstante, Kant creía que la libertad de acción era posible, porque también había sostenido que la estructura del mundo material, su articulación en objetos dotados de propiedades unidos entre sí a través de una conexión causal, es algo que la propia mente impone al mundo, de tal modo que no puede conocer a éste de otro modo. Y fuera de los límites del mundo natural fenoménico, sobre el que la mente ha impuesto ese sistema causal, hay una «cosa en sí» que no puede incluir el mundo fenoménico²¹ (de la misma manera que la lente de la cámara no aparece en la pantalla de la televisión, ni el ojo que ve se presenta como objeto de su propia visión). La cosa en sí es libre y puede actuar al margen de la reflexión racional pura, sin verse simplemente impelida por las exigencias naturales, pudiendo ella misma iniciar impulsos capaces de figurar en el ámbito del mundo fenoménico, causalmente ordenado. Kant pensaba que esa reflexión racional pura se manifestaba en nuestra autonomía moral: podremos actuar libremente, haciendo que el conocimiento moral gobierne nuestra intención.
Pero, ¿dónde podría encontrar Kant, dentro de este sistema de pensamiento, un espacio para un juicio estético en el que se ejercitara la libertad de la mente?²². Kant vio la posibilidad de encontrarlo en el modo en que podríamos obtener satisfacción en la relación existente entre la ingente cantidad de material sensorial que se presenta a la mente y los procedimientos que la propia mente emplea para ordenarlo. Esa adecuación entre el material sensorial y el procedimiento que la mente usa para ordenarlo era algo que la propia mente buscaba, y obtenía placer al encontrarla. Ahora bien, se puede objetar que, en la interpretación de Kant del funcionamiento de la mente, el material que recibe la sensibilidad siempre es unificado por el entendimiento, pues ésta es una condición para la ordenación de la experiencia en general y, por todo ello, no tendríamos que buscar una ordenación diferente. La adecuación entre el material sensorial y la ordenación que hace la mente era inevitable. Pero Kant sostuvo que el material sensorial no sólo quedaba estructurado por medio de las reglas del entendimiento (reglas que asignaban propiedades a los objetos y los unían en una sucesión causal). Había también otros modos de estructuración: podemos examinar lo que se presenta en la experiencia por medio de otras clases de orden, como por ejemplo, las relaciones de analogía o de continuidad a través de la diferencia. En algunos casos, la analogía o la continuidad se percibirían en rasgos ya organizados previamente por el entendimiento; en otros, como sucede en el caso de los sonidos musicales o los dibujos de arabescos, el entendimiento no podría resolverlos en objetos, pero sí podría buscar